Está en la página 1de 4

LA PESTE DE ATENAS

Tucídides

El ateniense Tucídides, nacido entre los años 460 y 455 a.c. y muerto entre 399 y 396,
es considerado el mejor de los historiadores griegos principalmente por su
penetración y hondura política. Su obra, Historia de la guerra del Peloponeso, va
dedicada a unos acontecimientos en los que él participó, por lo que constituye un
documento de primera mano de valor inapreciable.

El año 430 cayó sobre Atenas una terrible epidemia, tal vez peste bubónica o tifus,
que causó grandes estragos en la ciudad. Tucídides no tan sólo se halló presente
durante el desarrollo del grave azote, sino que, como no deja de hacer notar, fue
afectado por la enfermedad, lo que le permite dar una vívida relación de la calamidad
pública y describir sus síntomas y sus características con extraordinaria propiedad. La
descripción de la peste de Atenas, breve pero impresionante, es uno de los
fragmentos más justamente celebrados de la prosa griega clásica, y ha sido modelo
literario para un gran número de escritores que han tenido que hacer relatos
semejantes. Así se celebraron las exequias de este invierno transcurrido el cual
terminó el primero de esta guerra. Y tan pronto comenzó el verano los dos tercios de
las fuerzas de los peloponenses y de sus aliados, como el primer año invadieron el
Ática. Los mandaba Arquídamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios.
Acampando, devastaron el territorio.

No hacía aún muchos días que estaban allí cuando comenzó a declararse la epidemia
entre los atenienses; se dice que había atacado ya antes muchos lugares, Lemnos
entre otros, pero una plaga tan terrible y una tal mortandad de gente no se recordaba
en ninguna parte. Los médicos, que no la conocían y la trataban por primera vez, no
podían hacer nada contra ella, sino que ellos mismos eran sus primeras víctimas,
pues eran los que más se acercaban a los enfermos, y tampoco valía otra ciencia
humana. Hicieron plegarias en los templos, consultaron oráculos y recurrieron a
prácticas semejantes, pero todo fue inútil y acabaron por renunciar, vencidos por el
daño. El mal comenzó primero, según dicen, en Etiopía, más arriba de Egipto;
descendió después a Egipto, a Libia y a la mayor parte del imperio del Rey. En Atenas
cayó de improviso y primero atacó a la población del Pireo; por esto corrió el rumor de
que los peloponenses habían tirado veneno en los pozos, ya que allí aún no habían
fuentes. En seguido llegó a la ciudad alta y entonces la mortandad fue mucho mayor.
Sobre esta epidemia, cada cual, médico o profano, diga según su parecer, cuál fue el
origen probable y cuáles las causas que cree de fuerzas suficientes para provocar
perturbación tan grande. Yo, por mi parte, diré sus características y mostraré sus
síntomas a vista de los cuales, si volviese a sobrevenir, teniendo una idea previa,
mejor se podría diagnosticar.

Porque yo mismo padecí la enfermedad y vi a otras personas afectadas por ella.


Aquel año, según reconocía todo el mundo, fue un año exento de las enfermedades
ordinarias, y si había algunos casos todos se resolvieron en esto. Pero en general sin
ninguna causa manifiesta, sino de repente, los que estaban buenos, de buenas a
primeras les venían unos fuertes fiebres de cabeza, rojez e inflamación en los ojos, y,
por dentro, la garganta y la lengua inmediatamente se inyectaban de sangre, la
respiración era irregular y el aliento, fétido. Después de estos síntomas sobrevenían
estornudos y ronquera y en no mucho tiempo el mal bajaba al pecho y luego producía
una fuerte tos.

Cuando se fijaba en el estómago lo revolvía y seguían todos los vómitos de bilis que
han especificado los médicos, acompañados de un gran malestar. A la mayor parte de
los enfermos les vino también dolencia sin vómitos, que producía violentos espasmos,
que en unos cesaban inmediatamente y en otros mucho después. Por fuera, el cuerpo
no era muy caliente al tacto ni tampoco estaba pálido, sino rojizo, lívido y lleno de
pequeñas úlceras; pero por dentro escocía tanto que los enfermizos no podían
soportar el contacto con los vestidos y sábanas más ligeras, ni estar de otro modo
sino desnudos, y con gran anhelo se hubieran sumergido en agua fría. Y así lo
hicieron tirándose en los pozos, muchos que no estaban vigilados, acometidos por
una sed inextinguible; pero era igual beber mucho que poco. Además la falta de
reposo les daba una angustia continua. El cuerpo, mientras duraba la enfermedad, no
se marchitaba sino que resistía desesperadamente el malestar; de manera que, o bien
la mayoría morían a los nueve o siete días consumidos por el fuego interno cuando
aún tenían fuerzas, o bien escapaban a este término el mal bajaba hacia el vientre y
producía una laceración violenta acompañada de una diarrea rebelde a consecuencia
de la cual la mayoría sucumbían de debilidad. El mal, fijado primero en la cabeza,
comenzando por arriba, recorría todo el cuerpo, y los que sobrevivían a sus más
graves ataques quedaban con señales de ello en las extremidades, porque atacan los
órganos genitales, las puntas de las manos y pies, y muchos salieron del trance
perdiendo estos miembros y algunos hasta los ojos. A otros, cuando se restablecían,
les sorprendía un olvido de todo y no se conocían a sí mismos ni a sus amigos.

El carácter general de la enfermedad es imposible de describir, y sus ataques eran de


una violencia que la naturaleza no resiste, pero sobre todo lo siguiente demostró que
todo esto era diferente a todas las afecciones ordinarias: los pájaros y cuadrúpedos
que se alimentan de carne humana, entonces cuando había muchos cuerpos sin
enterrar, o no se acercaban, o si los probaban, morían. Y la prueba: la desaparición
de estas aves de rapiña fue manifiesta, y no se les veía junto a los cadáveres, ni en
ninguna otra parte. Los perros, que conviven con el hombre, permitían mejor la
observación de los efectos. Dejando aparte otras muchas particularidades, ya que
cada una era diferente de la otra, tales fueron en conjunto, las características de la
enfermedad. Y durante aquel tiempo no se hizo sentir otra enfermedad habitual; y la
que se presentaba acababa en ésta. Unos morían por abandono y otros, a pesar de
todas las atenciones. No se encontró casi ni un solo remedio que se pudiese aplicar
con segura eficacia, pues lo que iba bien a uno perjudicaba al otro.

Ninguna constitución, fuese robusta o débil, se mostró capaz de resistir el mal, sino
que a todas indistintamente las arrebataba cualquiera que fuese el régimen seguido.
Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo de quien se sentía
enfermo, porque abandonándose a la desesperación mucho más fácilmente y no
intentaba resistir, y también el hecho de que, contagiándose los unos atendiendo a los
otros, morían como ovejas. Esto causaba más mortandad. Ya que, si por miedo no se
querían visitar unos a otros, los enfermos morían abandonados, y muchas casas
quedaron vacías porque nadie se preocupaba de ellas. Sucumbían los que presumían
de sentimientos humanitarios. Por pundonor no se quejaban, entrando de los amigo,
cuando hasta los familiares, vencidos por el exceso del mal, acababan por cansarse
de los lamentos de los moribundos. No obstante, los que se habían salvado de la
enfermedad eran los que más se apiadaban del moribundo y del enfermo, porque
tenían experiencia y se sentían ya seguros; y es que el mismo hombre no era atacado
dos veces por el mismo mal. Y recibiendo las felicitaciones de los demás, ellos
mismos, en el exceso de la alegría del momento, tenían para el porvenir la vana
esperanza de que ya no morirían nunca más de otra enfermedad. Acentuó la angustia
para los atenienses, en medio de la calamidad presente, la evacuación de los campos
a la ciudad, sobre todo para los refugiados. Pues como no habían casas para ellos y
Vivían, en pleno verano, en barracas hacinadas, la mortandad se producía se
producía en medio de la confusión; mientras iban muriendo quedaban, ya cadáveres,
unos sobre otros, y se arrastraban medios muertos por las calles y junto a todas las
fuentes por anhelo de agua. Los templos estaban llenos de cadáveres de los que allí
mismo morían, porque la violencia del azote era tal que los hombres no sabiendo que
sería de ellos, tendían a no hacer caso de la religión ni de la decencia.

Todas las costumbres que antes se observaban en los entierros fueron trastornadas y
enterraban a cada cual como podían. Muchos, por falta de lo necesario, pues habían
tenido ya muchos muertos, recurrían a modos de enterrar indecorosos. Unos
depositaban sus muertos sobre piras que no eran suyas, anticipándose a los que las
habían construido, y les prendían fuego; otros tiraban al muerto que llevaban sobre
otro, que ya ardía, y se iban. La plaga introdujo también en la ciudad otros desórdenes
más graves. La gente buscaba, con especial osadía, placeres que antes se ocultaba,
porque veían tan bruscos los cambios en los ricos, que morían súbitamente, y de los
que antes no tenían nada y que de repente adquirían los bienes de los muertos. Y así,
considerando igualmente efímeras la vida y la riqueza, creían que se habían de
aprovechar rápidamente y con afán. Nadie tenía el ánimo para preservar en un
nombre propósito por la incertidumbre de si moriría antes de poder alcanzarlo. El
placer inmediato y todos los medios que a él conducen, se constituyó en lo bello y en
útil. Ni el temor a los dioses, ni a la ley humana les retenía, porque al ver que todos
morían indistintamente, creían que era igual honrar a los dioses como no hacerlo, y
por otra parte nadie esperaba vivir hasta que se hiciese justicia y recibir el castigo de
sus delitos. Más grave era la sentencia dictada que pendía ya sobre sus cabezas, y
antes que cayese, era natural que sacasen algún provecho de la vida.

Tal era la pesadumbrante calamidad que había caído sobre los atenienses: dentro de
la ciudad la gente moría, y fuera, se devastaba el territorio. En medio de la desgracia,
como es natural, entre otras cosas se acordaron de este verso, que los más viejos
debían haber oído cantar hace tiempo: Vendrá la guerra dórica y con ella la peste Es
verdad que surgió una discusión sobre si no era loimós (peste) la palabra usada en el
antiguo verso, sino limós (hambre), pero dadas las circunstancias, prevaleció la
opinión que era peste, pues la gente conformaba el recuerdo a los males que sufría.
Pero si jamás vuelve a estallar una nueva guerra dórica después de ésta y acontece
una plaga de hambre, probablemente recitarán el verso en este segundo sentido. Los
que lo conocían trajeron también a colación el oráculo dado a los lacedemonios
cuando al preguntar al dios si habían de ir a la guerra, les respondió que la victoria
sería de ellos si combatían con todas sus fuerzas y les dijo que él, el dios, se pondría
de su lado. Se imaginaban pues que los acontecimientos correspondían al oráculo,
porque la epidemia se declaró acto seguido que los peloponenses hubieran invadido
el Ática, y no penetró en el Peloponeso, al menos en forma digna de mención, sino
que produjo sus mayores estragos en Atenas y después en las otras localidades más
pobladas. Esta es la historia referente a la epidemia.

http://elmestizo.wetpaint.com/page/LA+PESTE+DE+ATENAS

También podría gustarte