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Recordando al maestro Antonio Carrillo

José Sarukhán

Era una mañana muy fría. La época de lluvias se había iniciado y a pesar
de que normalmente lloviera, con puntualidad inglesa, a las cuatro de la tarde,
hacía días que el cielo amanecía encapotado y llovía desde muy temprano, en la
mañana. Cuando entramos al salón de clases, los casi 50 alumnos teníamos una
sensación de estimulo, por la baja temperatura, y a la vez de potencial
apoltronamiento por la tibia atmósfera del salón de clases, repleto de estudiantes.
Los vidrios de la gran ventana del salón, cubiertos de vaho, atestiguaban que
afuera hacía frío. Era una de esas ocasiones en que lo mismo puede uno estar
sumamente activo que caer en una envolvente somnolencia.

Biología era la primera clase de la mañana. El maestro Antonio Carrillo,


titular de nuestro grupo de tercero de secundaria (el “3° C”), había llegado, como
de costumbre, antes que nosotros y estaba al fondo del salón, sentado ante su
gran restirador, pues usaba ese espacio no sólo para impartir la clase, sino
también como su cubículo y su oficina para trabajar en sus proyectos de biología.
Era de estatura mediana –alguien podría calificarlo incluso de ligeramente bajo-,
delgado, de complexión realmente fibrosa y de carácter nervioso. Tomó sus notas
del restirador sobre el que dibujaba la anatomía floral de las orquídeas, que era su
especialidad, se acercó con el paso vigoroso que acostumbraba, de un salto
depositó su ágil cuerpo en la tarima, que lo ponía unos 30 o 40 cm. por arriba del
nivel del piso y empezó a inducirnos a la clase de reproducción sexual. De
inmediato se hizo un silencio que algunos comentarios y risas al fondo del salón
trataron de perturbar. Pero la mirada firme y serena del maestro Carrillo paró en
seco cualquier intento de burla. Era 1955.

Hablar de reproducción sexual en las escuelas de nivel inferior al del


bachillerato de ninguna forma es usual; si aun ahora existen tabúes al respecto, es
fácil imaginar cuál era la situación hace casi 35 años. Recuerdo vívidamente que
usó el ejemplo de las gallinas para explicar la reproducción sexual en los
vertebrados. Sus explicaciones fueron en extremo claras y al grano. Los términos
utilizados por el maestro Carrillo eran los precisos para cada órgano y para cada
función, y se ayudaba con su prodigiosa capacidad para el dibujo; tengo aún
grabados en la memoria los esquemas que con gises de colores dibujó en el negro
pizarrón de tela ahulada, y que produjeron ante nuestros ojos prácticamente una
película de la estructura de los órganos de reproducción en las gallinas y en los
gallos. Era un audiovisual de tiza que se desarrollaba frente a nosotros con
precisión, con claridad y con llaneza excepcionales.

La clase no duró más que los 60 minutos reglamentarios. Pero en ese lapso
tuvimos frente a nosotros un escenario claro, inequívoco y maravilloso del sistema
reproductivo de los vertebrados. Esta era una clase más de las muchas en las que
Antonio Carrillo nos llevaba al fascinante mundo de los fenómenos biológicos.
Junto a su enorme capacidad de transmisión de conocimientos, adquiridos
tanto por la bibliografía como por su trabajo práctico con los modelos de los que
nos hablaba, el profesor Carrillo tenía una pasión por el estudio de las plantas. En
compañía de varios de sus colegas maestros de la escuela, excursionaba con
regularidad a diversas partes de la República, particularmente a las montañas de
Morelos y a diversas áreas de Durango y Coahuila para recolectar especímenes
de plantas mexicanas que iban conformando un valioso herbario en la escuela,
que no se usaba para enseñar a los alumnos, sino para satisfacer el interés del
grupo de maestros por conocer la flora mexicana.

No obstante, a través de Antonio Carrillo y particularmente de su genio


artístico y su interés por la morfología, yo tuve un primer asomo a la flora
mexicana, justo por medio de uno de los grupos más exóticos y fascinantes del
reino vegetal: las orquídeas. Permanentemente, el maestro Carrillo tenía
organizada, en la esquina derecha del fondo de nuestro salón de clases, su
pequeña área de trabajo, que consistía, como dije, en un restirador enorme –o así
me lo parecía entonces- sobre el cual se ordenaban perfectamente pequeños
frascos con formol que contenían preservadas flores de diversas orquídeas, así
como pequeños recipientes que mantenían vivos algunos ejemplares que estaban
en floración y que el maestro Carrillo reproducía en bellísimas láminas a color.

Verlo dibujar entre una clase y otra, unos minutos antes de empezar la
sesión matutina o vespertina de clases, era realmente una delicia, no sólo por ver
desarrollarse los trazos y mezclarse los colores que generaban en forma fidedigna
las formas y las tonalidades de las flores, sino también por escuchar el mágico
relato de sus aventuras para colectar algún espécimen de orquídea colgado de un
risco impensable en alguna de las barrancas del estado de Morelos. El encanto y
la fascinación de esos pequeños lapsos eran como ventanas que nos permitían
asomarnos a un mundo descrito con un enorme cariño y con una enorme pasión.
A ello también se añadía la admiración, que un muchacho de 15 años puede
prodigar muy bien, por alguien que transmite honestamente el gusto con que
realiza sus tareas.

Antonio Carrillo nos enseñaba biología apoyado en el gusto y el


conocimiento de su disciplina. En forma natural y sin proponérselo, depositaba en
varios de nosotros semillas que más tarde germinarían en vocaciones
profesionales bien definidas. A más de 30 años de distancia, no tengo duda de
que él fue mi mejor orientador profesional y de que dejó en mí una vocación que ni
siquiera el efecto posterior de maestros mediocres pudo desviar.

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