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Noventa – Revista bimestral – Febrero 1990, Biblioteca Freudiana de

Barcelona
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Miquel Bassols

IDENTIFICACIÓN Y ELECCIÓN HOMOSEXUAL DE OBJETO

¿Qué es lo que define una elección homosexual de objeto? Hay una evidencia
engañosa en dar por supuesto que se trata de una relación entre dos hombres
o entre dos mujeres. Es una evidencia tan engañosa como suponer que Dios
los creó hombre y mujer – mito al que, desde E. Jones para adelante, parecen
adherirse los psicoanalistas para resolver el malentendido entre los sexos.

¿Por qué Lacan pudo, por ejemplo, definir como homosexual la relación de
Proust con la mujer? También a propósito de otro escritor insigne, André Gide,
subrayará la división en el sujeto entre el amor por la mujer y el goce
encontrado en los adolescentes de tez morena como el drama fundamental del
sujeto. Sabemos, por otra parte, que una elección homosexual no coincide
necesariamente con una posición perversa del sujeto. ¿Qué define, entonces,
el término «elección homosexual de objeto»?

La Objektwahl freudiana (la elección de objeto) indica antes una posición del
sujeto en la estructura, determinada por un rasgo de elección tomado del Otro
simbólico del lenguaje, que una esencia supuesta del objeto elegido.
Fue para explicar esta posición sexuada que Freud mantuvo a lo largo de toda
su obra la referencia al complejo de Edipo. Es en el seno de su estructura,
definida por la relación simbólica entre el significante del Padre y el significante
del deseo de la Madre, donde los rasgos –llamados «normalizadores»– de las
identificaciones secundarias producen una elección sexual: del lado de lo
hetero – o del lado de lo homo – con respecto al propio sexo.

Pero la extrañeza de esta expresión –«el propio sexo»– nos detiene ya para
hacernos observar que si la posición sexuada está fundada en el deseo del
Otro, ese sexo sólo llega a ser el propio a través de un rodeo por los
significantes del Otro. En este sentido, toda elección de objeto está fundada en
lo hetero–, en lo más Otro para el sujeto. ¿No habría que redefinir, entonces,
los términos «homo-» y «heterosexual» a partir de la experiencia del
psicoanálisis?

Con respecto a la homosexualidad masculina, la hipótesis clásica (que arranca


del estudio de Freud sobre Leonardo da Vinci) sitúa al sujeto identificado con
una madre poseedora del falo imaginario, un sujeto que encuentra en su pareja
el doble narcisista de su yo ideal. Lacan sostiene esta hipótesis insistiendo en
la función prevalente del falo en la homosexualidad masculina, «conforme a la
marca fálica que constituye su deseo» (en «La significación del falo», 1958,
Escritos p. 675). Resulta de ahí una condición erótica del homosexual: la
presencia, en el otro, del pene real que adquiere valor de fetiche. Pero no se
limitará a poner de relieve este rasgo perverso a partir de la estructura del
Edipo –referencia que los prostfreudianos habían abandonado. En su texto
sobre la juventud de André Gide (1958), plantea una pregunta crucial – « ¿qué
fue para ese niño su madre?» (op. cit. p. 729) – y sitúa, a partir de ella, los
rasgos ideales en el amor envolvente de esa madre que separaron para el
sujeto la vertiente del amor a la mujer de la condición de un goce clandestino
fijado en la homosexualidad.

¿Qué ocurre, en esta coyuntura, cuando un ideal de virilidad viene a pintarse


en la máscara del yo ideal y llega a constituirse, a la vez, en condición de
goce? Encontramos un lazo particular entre el emblema del Ideal del yo, I, y el
objeto del goce, a, un lazo entre la imagen narcisista en el amor y la elección
homosexual de objeto.

En un lazo antinómico, una disyunción/conjunción, (I <> a), entre la vertiente de


los emblemas en las identificaciones narcisistas propias del amor y la vertiente
del Superyó, vinculada al goce del objeto.

Me parece interesante situar, a partir de este lazo, la siguiente referencia


clínica, que expondré brevemente, a partir del caso de un joven en el que la
elección homosexual permanece fija y marcada a lo largo de la serie de
objetos, con una certeza que es correlativa a lo que sólo puede definirse como
un amor a La mujer (en mayúsculas), para tomar sus propias palabras.

LA ELECCIÓN DE OBJETO

Desde su adolescencia, este joven encuentra su objeto sexual en una serie de


hombres que deben tener siempre un rasgo común y bien marcado: el rasgo de
la virilidad. Sabe dónde encontrarlos en los ambientes homosexuales de cada
ciudad –es un «mercado» en el que él se considera un «valor fuerte»–
rechazando cualquier relación con hombres de apariencia femenina. Es ahí
donde tiene la oportunidad de llevar al acto algo de sus fantasías, pobladas de
los personajes típicos de la pornografía homosexual, al estilo Fassbinder, en
las que se define una condición de goce: él debe ocupar siempre la posición
activa. Se impone como condición «romper la virilidad del otro», dominarlo en
una relación de fuerte tensión agresiva para penetrarlo y después abandonarlo.
Lo que busca es encarnar el instrumento de goce que rompa el rasgo ideal de
la virilidad del otro para encontrar su división subjetiva. Hay que señalar que es
una fantasía que acompaña siempre sus relaciones sexuales, pero que sólo
contadas veces ha llegado a realizar de forma plenamente satisfactoria.

La disyunción entre goce y amor se hace entonces cada vez más patente: si,
por una parte, el objeto de goce puede encontrarse fácilmente, por otra, nada
en el ambiente homosexual, «fácil y vacío», se acomoda a las exigencias de un
amor que requeriría también el rasgo de la virilidad en el otro. Así,
correlativamente, en la relación con su mejor amigo queda excluida ahora
cualquier relación sexual.
Una frase dicha hace ya tiempo por uno de sus fugaces amantes, sigue
presente para él: «un día encontrarás al hombre que pueda penetrarte y te
enamorarás». Sin embargo, él espera que esto no llegue a suceder nunca: ser
penetrado le parece humillante y doloroso, contrario a su propio ideal de
virilidad. Se mantiene así a distancia de un punto en el que la confluencia del
amor y del goce sólo podría situarlo a él en una posición femenina.

¿De dónde proviene este rasgo de virilidad que permanece como


Liebesbedingung, como condición, a la vez, de un goce y de un amor
imposibles de reunir? Tiene para el sujeto un antecedente muy preciso: en un
hermano menor por el que manifiesta una profunda admiración y que vino a
ocupar, entre los hermanos, el lugar masculino por excelencia para una madre
que, como veremos, esperaba algo más que eso.

EL AMOR DE LA MUJER

Es, de hecho, por este sesgo que ha llegado a la consulta del psicoanalista.
Sueña con volver a encontrar el amor de La mujer, la que ha sido el
complemento de su vida hasta ahora: el amor de su madre, en primer lugar,
con la que vivió hasta los dieciocho años; el amor de su tía abuela, después,
con la que convivió durante los ocho años siguientes – ocupando un pequeño
apartamento en otra ciudad, compartiendo cama y economía – en una intensa
relación de amor de la que sólo quedaba excluida la relación sexual como tal.
El final de esta relación viene marcado por la necesidad de marchar a otra
ciudad por motivos laborales y – no lo esconde – por una razón de edad: a sus
años, cerca de los treinta, es ya hora de vivir con independencia de la mujer.

Había intentado otra alternativa: vivir en su nuevo destino con una hermana,
menor que él, de la que esperaba el cariño fraterno que pudiera seguir
manteniéndolo en esa suerte de «matrimonio blanco» con la mujer, pero ahí
fue ella quien rehusó el lugar. Se ha planteado, pues, por primera vez, la
posibilidad de vivir con un hombre – alguien que haga presente, en esta
oscilación, los rasgos del hermano que busca en cada amante – pero sabe que
la relación de amistad es para él incompatible con la relación sexual. La
sensación de fracaso no podría ahora borrarse con una vuelta a la casa
materna.

¿Qué es lo que ha dejado al sujeto preso en esta red de objetos familiares, en


la que los hombres deben encarnar el rasgo antinómico de la virilidad en el otro
especular, y las mujeres el lugar de La mujer que él hace existir como amor
único?

Por supuesto, la referencia a la función del padre es aquí crucial. Desdibujada


tras la omnipresencia de las mujeres, «aparece – como en Gide – oprimente, la
imagen del padre» (op. cit. p. 726) que abandonó la familia con una indiferencia
paralela al fracaso progresivo en su vida social y profesional. Le gustaría creer
en su padre, pero sabe que su propio nacimiento le complicó la vida ya que –
como le anunció desde muy joven la madre – se produjo sólo seis meses
después de la boda. Es un hecho que tuvo una significación decisiva en el
marco simbólico que vinculó a las dos familias. Ello obligó al padre a romper
con su propia familia, a casarse, a irse fuera de su país y empezar una nueva
vida fundada en un desacuerdo primero que sólo tuvo que esperar el tiempo
para hacer patente. Lo que prevalece es un deseo, decidido, de la madre: ella
quería un hijo –no una hija – y se manifestó dispuesta a seguir su vida sola con
él, si era necesario (y de hecho lo fue). El comentario del hijo sobre este deseo
es explícito: «en seguida me impuso un lugar, desde antes de nacer; mi padre
debió estar celoso de mí».

Un solo recuerdo sella esta relación con el padre, suspendida desde entonces
bajo la figura del Superyó. El de su intromisión, más bien inoportuna, en los
juegos del hijo –como si de un compañero se tratara – para dejar en éste la
presencia de un sentimiento imborrable, un reproche sobre su manera de ser
que ha seguido recibiendo de otros hombres: «sentía como si me reprochara el
ser». Es una frase de un peso que sólo puede igualarse a la discordancia
introducida en el mundo de lo simbólico por el enunciado del Superyó, aquel
que, lejos de prohibir un goce, lo deja librado al sujeto como idéntico a su ser
de objeto. Es un reproche de ser no integrable en lo simbólico, ignorado en la
ley. Este ser reprochado en el Otro como ser de goce, quedará indicado por el
rasgo ideal de la virilidad del otro – que la madre encarnó en el hermano –
rasgo con el que el sujeto va a fijar su imagen en la escena del fantasma.

La función de dibujo que este rasgo cumple en la máscara del yo queda


manifiesta en otra frase, respuesta del sujeto a un éxito como objeto de goce
que empieza a resultarle molesto frente a hombres con los que busca sólo una
amistad: «me cortaría la cara con una navaja por los problemas que me
acarrea gustar». Y pasa de inmediato a formularse una pregunta – tal vez la
que mejor encarna su falta de ser como sujeto – en la que debemos situar su
división subjetiva: ¿soy yo o mi sexo lo que atrae a los hombres?

Volvamos ahora –desde este ser, reprochado en el Otro como ser de goce, que
sólo pudo erigirse en un parecer formado bajo el rasgo de la virilidad ideal – a
la pregunta inicial sobre lo que puede definir para el psicoanálisis lo «hetero– »
y lo «homosexual».

Un pasaje de Lacan (L'Étourdit, 1972) – enigmático y, por eso mismo,


estimulante – me ha parecido aclarar algo la pregunta a la luz de estas
observaciones: «Llamemos heterosexual, por definición, a lo que ama a las
mujeres, cualquiera que sea su propio sexo. Así será más claro». Lacan se
refiere ahí a amar a las mujeres como no-todas, como afectadas por la
castración. Llega a identificar lo sexual, «lo que llaman el sexo», con el Eteros
griego «que no puede saciarse de universo» –lo irremediablemente Otro, lo que
introduce una falta irreductible en lo universal.

Podríamos llamar, entonces, homosexual – por definición – a lo que ama a La


mujer (como universal), a esa mujer que se hace existir como única y que – en
este caso como en otros – es correlativa a la figura del Superyó. Es una figura
que impone un conocido mandato en el registro imaginario del amor: «ama al
otro – al otro especular – como a ti mismo».
Más adelante, Lacan jugará precisamente con el equívoco entre el Homo – y el
Homme, para hablar del «homosexuado», «lo que hasta ahora se llamaba el
hombre en forma abreviada, que es el prototipo del semejante (cf. mi estadio
del espejo)». Hay algo en el hombre que lo hace homo– por definición: la
formación del yo a partir de su imagen especular, que es su «homo – » por
antonomasia. Por lo mismo (o mejor, por lo Otro), la posición de las mujeres
estará del lado de lo Etero.

En todo caso ¿qué posición debe ser la del analista en esta disyunción del
goce con el amor, disyunción a la que él mismo es convocado en la
transferencia? El psicoanálisis no es una guía de nuevos ideales de recambio
desde los que el sujeto podría adecuarse a la ilusión de una proporción entre
los sexos, proporción que reduciría lo Etero (lo sexual como Otro radical) a lo
Homo de sus identificaciones (sea cual sea su «propio sexo»). La experiencia
del psicoanálisis se dirige precisamente a separar otra vertiente en el rasgo
ideal, I, que sostiene esas identificaciones. Es una práctica – la única que se
argumenta como tal – en la que se tratan las condiciones por las que el sujeto
se hace respuesta a su ser de goce.

En este sentido, ¿no supone el psicoanálisis una elección del lado de lo Etero
(sea cual sea su «propio sexo»), una elección que hace del goce algo
irreductible a los significantes que modelan las identificaciones una elección de
lo Etero del ser del sujeto que escribimos con la a del objeto?

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

J. Lacan, «La significación del falo», en Escritos, Siglo XXI, México 1984.
- - - - - - -, «Juventud de Gide o la letra y el deseo» en op. cit.
- - - - - --, «L'Étourdit», Scilicet 4 du Seuil, París, 1973, páginas 23 y 24.
(Versión española: «El Atolondradicho», en Escansión 1, Paidós, Buenos Aires
1984, pp. 37 y 38. Hemos preferido traducir «ce qui aime» por «lo que ama»,
en lugar del «lo que gusta de»).

(Exposición realizada en las VI Jornadas del Campo Freudiano en España,


Madrid, abril 1989.)

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