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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

APUNTES DE
CRISTOLOGÍA

I PARTE
INTRODUCCIÓN

La doctrina acerca de Cristo tiene su comienzo en el silencio. "Enmudezca y recójase, pues es el


Absoluto" (Kierkegaard). Esto nada tiene que ver con el silencio mistagógico que, en su enmudecimiento, no
pasa de ser palabrería del alma consigo misma. El silencio de la Iglesia es el silencio ante la Palabra. Al
anunciar la Palabra, la Iglesia verdaderamente cae de rodillas en silencio ante lo Inefable y lo Inexpresable. La
Palabra hablada es lo Inefable. Y lo Inefable es la Palabra. Pero la Palabra ha de ser hablada, porque es el gran
grito que resuena en el campo de batalla (Lutero). Sin embargo, aunque sea gritada por la Iglesia para el mundo,
la Palabra sigue siendo lo Inefable. Hablar de Cristo significa callar. Callar de Cristo significa hablar. La
Palabra fecunda de la Iglesia, nacida del fecundo silencio, es la predicación acerca de Cristo.

Lo que intentamos hacer es ciencia acerca de esa predicación. Sin embargo, sólo en la predicación se
revela su objeto. Hablar de Cristo deberá significar, necesariamente, hablar en el espacio silencioso de la
Iglesia. Hacemos Cristología en el silencio humilde, insertos en la comunidad sacramental que adora. Rezar es,
a un tiempo, callar y gritar delante de Dios y en presencia de su Palabra. Como comunidad, nos hallamos
reunidos en torno al contenido de su Palabra: Cristo. Sin embargo, no estamos en un templo, sino en una clase.
Y en este recinto académico debemos trabajar científicamente.

Como Palabra acerca de Cristo, la Cristología es una ciencia totalmente especial, porque su objeto es
Cristo, la Palabra, el Logos. Cristología quiere decir Palabra de la Palabra de Dios. Cristología es Logología.
Consiguientemente, la Cristología es la ciencia por excelencia, porque todo en ella gira en torno al Logos. Si ese
Logos fuese nuestro propio Logos, entonces la Cristología sería la reflexión del Logos sobre sí mismo. Pero el

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Logos de la Cristología es el Logos de Dios. Su trascendencia, pues, hace de la Cristología la ciencia por
excelencia, y su origen extrínseco la convierte en centro de la ciencia. Su objeto conserva permanentemente su
trascendencia, porque se trata de una Persona. El Logos que aquí abordamos es una Persona. Este hombre es el
Transcendente... Así pues, la Cristología es el centro aún no conocido y secreto de la universitas litterarum.

Dietrich Bonhöffer en su primera clase de Cristología, Berlín, verano de 1933. (Gesammelte Schriften, 3.
Munich 1966, p. 167)

1.1 Prólogo

Y vosotros ¿quién decís que soy yo? (Mc 8,27)

Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos. Y la historia no ha terminado
aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada
hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin
cultura, sin lo que el mundo llama "cultura". No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de
adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos
muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con la más
violenta de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la Cruz o bajo la espada. Eran, ya
desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de
entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido. Los
violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso.
Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios,
pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran
ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban
más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía alguna vez que todas las palabras que salían de
sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los
poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía. La tarde de aquel viernes,
cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria,
nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre
mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los
historiadores -aún los más opuestos a Él- siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos
años antes o después de Él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre
para denominarse. Dos mil años después de su vida y su muerte, se siguen escribiendo cada año má s de mil
volúmenes sobre su persona y su doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de
todo el arte que ha producido el mundo desde que Él vino a la tierra. Y cada año, decenas de miles de hombres
y mujeres dejan todo -su familia, sus costumbres, tal vez hasta su patria- para seguirle enteramente, como
aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en
cuyo nombre se han hecho también -¡ay!- tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en la
boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han
sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!-
¡cuántos han sido obligados a creer en Él con riesgo de sus vidas, cuántos tiranos han levantado su nombre

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como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó
el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que
cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes -¡por
fin!- hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, este personaje que
cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce
frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de
Él, cómo hemos usado o traicionado su voz? ¿Qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es
fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es?

Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro, de que aún no ha
comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian
respetuosamente la vida de Jesús. ¿Y qué pensar entonces de los cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo lo
desconocen de Él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?

Y es una pregunta que urge contestar porque, si Él es lo que dijo de sí mismo, si Él es lo que dicen de Él
sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que
creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Sí, en cambio, Él
hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.

Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone en
juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara
el Rubicón o no la pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de
mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como
hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días, no
moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una
aldehuela del corazón de África.

Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en Él, el hombre salva su vida
e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). Por tanto -si
esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su
persona.

¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su
alma, sin haber leído y releído sus palabras?

Este libro que tienes en las manos, es, simplemente, lector, el testimonio de un hombre, de un hombre
cualquiera, de un hombre como tú, que lleva cincuenta años tratando de acercarse a su persona. Y que un día se
sienta a la máquina -como quien cumple un deber- para contarte lo poco que de Él ha aprendido.

El Cristo de cada generación.

Pero ¿es posible escribir hoy una vida de Cristo? Los científicos, los especialistas en temas bíblicos,
responden hoy, casi unánimemente, que no. Durante los últimos doscientos años se han escrito en el mundo
bastantes centenares de vidas de Cristo. Pero desde hace años eso se viene considerando una aventura
imposible. A fin de cuentas y salvo unos cuantos datos extraevangélicos no contamos con otras fuentes que las

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de los cuatro evangelios y algunas aportaciones de las epístolas. Y es claro que los evangelistas no quisieron
hacer una "biografía" de Jesús, en el sentido técnico que hoy damos a esa palabra. No contamos con una
cronología segura. Un gran silencio cubre no pocas zonas de la vida de Cristo. Los autores sagrados escriben,
no como historiadores, sino como testigos de una fe y como catequistas de una comunidad. No les preocupa en
absoluto la evolución interior de su personaje, jamás hacen psicología. Cuentan desde la fe. Sus obras son más
predicaciones que relatos científicos.

Y, sin embargo, es cierto que los evangelistas no inventan nada. Que no ofrecen una biografía
continuada de Jesús, pero sí lo que realmente ocurrió, como confiesa Hans Küng. Es cierto que el Nuevo
Testamento, traducido hoy a mil quinientos idiomas, es el libro más analizado y estudiado de toda la literatura y
que, durante generaciones y generaciones, millares de estudiosos se han volcado sobre él, coincidiendo en la
interpretación de sus páginas fundamentales.

¿Por qué no habrá de poder "contarse" hoy la historia de Jesús, igual que la contaron hace dos mil años
los evangelistas? Tras algunas décadas de desconfianza -en las que se prefirió el ensayo genérico sobre Cristo al
género "vida de Cristo"- se vuelve hoy, me parece, a descubrir la enorme vitalidad de la "teología narrativa" y
se descubre que el hombre medio puede llegar a la verdad mucho más por caminos de narración que de frío
estudio científico. Por mucho que corran los siglos -acaba de decir Torrente Ballester- siempre habrá en algún
rincón del planeta alguien que cuente una historia y alguien que quiera escucharla.

Pero ¿no hay en toda narración un alto riesgo de subjetivismo? Albert Schweitzer, en su Historia de los
estudios sobre la vida de Jesús escribió: “Todas las épocas sucesivas de la teología han ido encontrando en Jesús
sus propias ideas y sólo de esa manera conseguían darle vida. Y no eran sólo las épocas las que aparecían
reflejadas en Él: también cada persona lo creaba a imagen de su propia personalidad. No hay, en realidad, una
empresa más personal que escribir una vida de Jesús”.

Esto es cierto, en buena parte. Más, es inevitable. Jesús es un prisma con demasiadas caras para ser
abarcado en una sola vida y por una sola persona e, incluso, por una sola generación. Los hombres somos cortos
y estrechos de vista. Contemplamos la realidad por el pequeño microscopio de nuestra experiencia. Y es
imposible ver un gigantesco mosaico a través de la lente de un microscopio. Por ella podrá divisarse un
fragmento, una piedrecita. Y así es como cada generación ha ido descubriendo tales o cuales "zonas" de Cristo,
pero todos han terminado sintiéndose insatisfechos en sus búsquedas inevitablemente parciales e incompletas.

El Cristo de los primeros cristianos era el de alguien a quien habían visto y no habían terminado de
entender. Lo miraban desde el asombro de su resurrección y vivían, por ello, en el gozo y también en la terrible
nostalgia de haberle perdido. Su Cristo era, por eso, ante todo, una dramática esperanza: Él tenía que volver,
ellos necesitaban su presencia ahora que, después de muerto, empezaban a entender lo que apenas habían
vislumbrado a su lado.

El Cristo de los mártires era un Cristo ensangrentado, a quien todos deseaban unirse cuanto antes. Morir
era su gozo. Sin Él, todo les parecía pasajero. Cuando San Ignacio de Antioquía grita que quiere ser cuanto
antes trigo molido por los dientes de los leones para hacerse pan de Cristo está resumiendo el deseo de toda una
generación de fe llameante.

El Cristo de las grandes disputas teológicas de los primeros siglos es el Cristo en cuyo misterio se trata
de penetrar con la inteligencia humana. Cuando San Gregorio de Nisa cuenta, con una punta de ironía, que si
preguntas por el precio del pan el panadero te contesta que el Padre es mayor que el Hijo y el Hijo está
subordinado al Padre y cuando preguntas si el baño está preparado te responden que el Hijo fue creado de la

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nada, está explicando cómo esa inteligencia humana se ve, en realidad, desbordada por el misterio. Por eso
surgen las primeras herejías. El nestorianismo contempla tanto la humanidad de Cristo, que se olvida de su
divinidad. El monofisitismo reacciona contra este peligro, y termina por pintar un Cristo "vestido" de hombre
pero no "hecho" hombre, por imaginar a alguien "como" nosotros, pero no a "uno de" nosotros. Y, aún los que
aciertan a unir los dos polos de ese misterio, lo hacen, muchas veces, como el cirujano que tratara de coser unos
brazos, un tronco, una cabeza, unas piernas, tomadas de aquí y de allá, pegadas, yuxtapuestas, difícilmente
aceptables como un todo vivo.

El Cristo de los bizantinos es el terrible Pantocrator que pintan en sus ábsides, el juez terrible que nos ha
de pesar el último día. Es un vencedor, sí; un ser majestuoso, sí; pero también desbordante, aterrador casi. Para
los bizantinos el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina. Olfateaban que pronto de su imperio sólo
quedarían las ruinas y buscaban ese cielo de oro de sus mosaicos en el que, por fin, se encontrarían salvados.

El Cristo medieval es "el caballero ideal", aquel a quien cantaban las grandes epopeyas, avanzando por
el mundo en busca de justicia, aun cuando esta justicia hubiera de buscarse a punta de espada. Más tarde, poco a
poco, este caballero irá convirtiéndose en el gran rey, en el emperador de almas y cuerpos que respalda -¡tantas
veces!- los planteamientos políticamente absolutistas de la época. Los pobres le admirarán y temerán, más que
amarle. Los poderosos le utilizarán, más que seguirle. Pero, por fortuna, junto a ellos serpenteará -como un río
de agua clara- el otro Cristo más humano, más tierno, más apasionadamente amado, más amigo de los pobres y
pequeños, más loco, incluso: el Cristo pobre y alegre (¡qué paradójica y maravillosa unión de adjetivos!) de
Francisco de Asís.

Para la Reforma protestante, Cristo será, ante todo, el Salvador. Lutero -que ve el mundo como una
catástrofe de almas- pintará a Cristo con sombría grandeza profética. Le verá más muerto que resucitado, más
sangrante que vencedor. Calvino acentuará luego las tintas judiciales de sus exigencias. Y todos le verán como
alguien a cuyo manto hay que asirse para salir a flote de este lago de pecado.

En la Reforma católica, mientras tanto, los santos buscarán la entrada en las entrañas de Cristo por los
caminos de la contemplación y el amor. Juan de la Cruz se adentrará por los caminos de la nada, no porque ame
la nada, sino porque sabe que todo es nada ante Él y porque quiere, a través del vacío de lo material, encontrarle
mejor. Ignacio de Loyola le buscará en la Iglesia por los senderos de la obediencia a aquel Pedro en cuyas
manos dejó Cristo la tarea de transmitir a los siglos su amor y su mensaje. Teresa conocerá como nadie, la
humanidad amiga de aquel Jesús por quien ella se ha vuelto Teresa de Jesús.

En los años finales del XVIII y comienzos del XIX surgirá la llamada "razón crítica". A la fe tranquila
de generaciones que aceptaban todo, sucederá el escalpelo que todo lo pone en duda. Se llegará a todos los
extremos: desde un Volney o un Bauer, para quienes Cristo sería un sueño que jamás ha existido, hasta quienes,
más tarde, lo pintarán como un mito creado por el inconsciente humano necesitado de liberación. Por fortuna
estos radicalismos duraron bien poco. Bultmann escribió sobre ellos con justicia: La duda sobre la existencia de
Cristo es algo tan sin fundamento científico, que no merece una sola palabra de refutación.

Más suerte tendrían, en cambio, las teorías "rebajadoras" de Cristo. Se extendería especialmente la tesis
de Renan que, en su Vida de Jesús, nos traza un retrato idílico (¡tan falso!) del que él llamaba un hombre
perfecto, un dulce idealista, un revolucionario pacífico, anticipándose en un siglo a muchos "rebajadores" de
hoy.

De ahí surgirían las dos grandes corrientes que cubrieron el mundo cristiano del siglo XIX: la de quienes
acentúan los aspectos puramente interiores de Cristo y lo ven solamente como encarnación perfecta del

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sentimiento religioso o le presentan -así Harnack- como el hombre que lo único que hizo fue devolver al mundo
la revelación del sentimiento filial hacia Dios Padre; y la segunda corriente que subraya en Jesús únicamente el
amor a los "humildes y ofendidos" y termina transformándole en un simple precursor de una especie de
"socialismo evangélico". En estas dos visiones hay, evidentemente, algo de verdadero. Las dos se quedan, una
vez más, substancialmente cortas.

Los comienzos de nuestro siglo acentuarán de nuevo los aspectos humanos de Jesús. Camus escribirá:
Yo no creo en la resurrección, pero no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza. Ante Él y ante
su historia no experimento más que respeto y veneración. Gide, en cambio, le pintará como un profeta de la
alegría (entendida ésta como un hedonismo pagano, exaltador del mundo material en cuanto tal). Hay que
cambiar -dirá- la frase "Dios es amor" por la inversa: "El amor es Dios". Malague, en cambio, abriendo el
camino a los grandes escritores cristianos, dedicará su vida a descender al abismo de la Santa Humanidad de
nuestro Dios y ofrecerá una de las más significativas formulaciones de la fe en nuestro siglo: Hoy, lo difícil no
es aceptar que Cristo sea Dios; lo difícil sería aceptar a Dios si no fuera Cristo.

A esta polémica de los escritores de principios de siglo se unió pronto la de los científicos estudiosos de
la Sagrada Escritura. Y en ella pesará decisivamente la obra de Rudolf Bultmann. Partiendo de la pregunta que
antes hemos formulado (si los evangelistas no trataron de escribir unas biografías de Cristo, sino de apoyar con
su predicación la fe de las primeras comunidades ¿cómo reconstruir hoy con suficientes garantías científicas la
verdadera historia del Señor?) Bultmann intenta resolver el problema por superación: Realmente -dirá- el Jesús
que nos interesa no es el de la historia, sino el de la fe. La teología no debería perder tiempo en investigar los
detalles de una biografía imposible, sino concentrarse en la interpretación del anuncio de Cristo, el Salvador, el
Hijo del hombre e Hijo de Dios. Lo que nos preocupa -dirá Bultmann- es la salvación, no las anécdotas. De la
vida de Jesús sólo nos interesan dos cosas: saber que vivió y saber que murió en una Cruz. Es más importante -
concluirá- creer en el mensaje de Jesús que conocer su vida.

Esta teoría, que tenía la virtud de superar el cientifismo un poco ingenuo de ciertas polémicas
historicistas, tenía dos terribles riesgos: de no dar importancia a la historicidad de los hechos de Jesús, se pasaba
muy fácilmente a negar la misma historicidad de Jesús. Y, por otro lado, se separaba indebidamente la persona
de Cristo de su doctrina.

Por eso, tras unos cuantos años de gran auge, pronto se regresó a planteamientos más tradicionales. Se
recordó que el Jesús de la fe es el mismo Jesús de la historia. La búsqueda del Jesús histórico es necesaria -
recordaría Robinson- porque la predicación de la fe quiere conducir al fiel a un encuentro existencial con una
persona histórica: Jesús de Nazaret. El creyente no sólo quiere creer en "algo", sino en "alguien". Y quiere saber
todo lo que pueda de ese "alguien".

Este regreso al historicismo se hará, como es lógico, con un serio espíritu crítico. No se aceptará ya un
literalismo absoluto en la lectura de los evangelistas, que hablaron de Jesús como habla un hijo de su madre y
no como quien escribe un "curriculum vitae". Pero también se sabrá perfectamente que, aunque no todo ha de
entenderse al pie de la letra, sí ha de leerse muy en serio, con la certeza de que la figura histórica que refleja esa
predicación nos transmite el reflejo de unos hechos substancialmente verdaderos.

El Cristo de nuestra generación.

Y el Cristo de nuestra generación ¿cómo es? ¿Ha sido tragado por el secularismo o sigue viviendo y
vibrando en las almas?

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En 1971 viví en Norteamérica los meses en que estallaba la "Jesus revolution". Miles de jóvenes se
agrupaban gozosos en lo que llamaban el ejército revolucionario del pueblo de Jesús. El evangelio se había
convertido en su "libro rojo". Vestían camisetas en las que se leía: Jesús es mi Señor. O: Sonríe, Dios te ama. En
los cristales de los coches había letreros que voceaban: Si tu Dios está muerto, acepta el mío. Jesús está vivo.
Por las calles te tropezaban con jóvenes de largas melenas, sobre cuyas túnicas brillaban gigantescas cruces y
que te saludaban con su signo marcial: brazo levantado, mano cerrada, salvo un dedo que apuntaba hacia el
cielo, señalando el "one way", el único camino. Levantabas un teléfono y, al otro lado, sonaba una voz que no
decía "dígame" o "alló" sino Jesús te ama. La radio divulgaba canciones que decían cosas como éstas: Buscaba
mi alma / y no la encontraba. / Buscaba a mi Dios / y no lo encontraba. / Entonces me mostrasteis a Jesús / y
encontré en Él a mi alma y a mi Dios. Y un día los periódicos contaban que un cura metodista -el reverendo
Blessit- arrastró a un grupo de más de mil jóvenes que fueron al cuartel de la policía de Chicago para gritar a
grandes voces: ¡Polis! ¡Jesús os ama! ¡Nosotros os amamos! Y, tras el griterío, la colecta. Sólo que esta vez las
bolsas, tras circular entre los jóvenes, regresaron a las manos del reverendo no llenas de monedas, sino de
marihuana, de píldoras, de LSD, que el padre Blessit depositó en las manos de los atónitos policías.

¿Anécdotas? ¿Modas? Sí, probablemente sí. Pero nunca hay que estar demasiado seguros de que las
modas no oculten alguna más profunda aspiración de las almas, ni de que aquellos muchachos no estuvieran,
allá en el fondo, buscando una respuesta a la frase de Robert Kennedy, cuando decía, por aquellos años: El
drama de la juventud americana es que sabe todo, menos una cosa. Y esta cosa es la esencial.

¿No será éste el drama, no sólo de los jóvenes americanos, sino de todo nuestro mundo? Odio a mi
época con todas mis fuerzas -ha escrito Saint Exupery-. En ella el hombre muere de sed. Y no hay más
problema para el mundo: dar a los hombres un sentido espiritual, una inquietud espiritual. No se puede vivir de
frigoríficos, de balances, de política. No se puede. No se puede vivir sin poesía, sin color, sin amor. Trabajando
únicamente para el logro de bienes materiales, ¡estamos construyendo nuestra propia prisión!

Hoy, por fortuna, son cada vez más los que han descubierto que la civilización contemporánea es una
prisión. Y comienzan a preguntarse cómo salir de ella, qué es lo que les falta. Tal vez por eso muchos ojos se
están volviendo hacia Cristo.

¿Hacia qué Cristo? Cada vez me convenzo más de que este siglo es un "tiempo barajado" en el que se
mezclan y coexisten muchos siglos pasados y futuros y en el que, por tanto, también conviven varias y muy
diferentes imágenes de Cristo.

En los años setenta el firmamento se llenó del Jesús Superestrella. Un Jesús que, por aquellos años, me
describía así un sacerdote norteamericano que, lo recuerdo muy bien, lucía una gigantesca mata de pelo rojo
cardado: Cristo era la misma juventud; los fariseos eran el envejecimiento. En cambio Cristo era la juventud:
estrenaba cada día su vida, la inventaba, improvisaba. Nunca se sabía lo que haría mañana. No entendía una
palabra de dinero. Amaba la libertad. Vestía a su gusto y dormía en cualquier campo, donde la noche le
sorprendía. Y era manso y tranquilo; sólo ardía de cólera con los comerciantes. La gozaba poniendo en ridículo
a los ilustres. Le encantaban las bromas y los acertijos. Y ya se sabe que le acusaron de borracho y de amistad
con la gente de mala vida. Como a nosotros.

¿Es éste el Cristo completo y verdadero? ¿O sólo era una manera con la que los hippies justificaban su
modo de vivir? Desde luego hoy hay que reconocer que todo aquel movimiento del Superstar o del Gospel pasó
tan rápidamente como había venido, pero también rescató algo que habíamos perdido: el rostro alegre de Jesús,
un rostro que no es "todo" en Jesús, pero sí uno de los aspectos de su alma.

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Mas poco después, frente a esta imagen de Jesús sonriente y tal vez demasiado feliz, bastante
"americano", iba a surgir, unos cientos de kilómetros más abajo, en Iberoamérica, un tipo de Cristo bien
diferente: un Jesús de rostro hosco, duro, casi rencoroso. Era esa imagen del Cristo guerrillero que hemos
llegado a ver en algunas estampas, con un fusil amarrado a la espalda con correas, mientras una de sus manos,
casi una garra, alza, casi con ferocidad, su culata. Era, nos decían el Cristo con sed de justicia, el centro de cuya
vida habría sido la escena en la que derriba las mesas de los cambistas en el templo. Un Cristo así -que llevaba a
sus últimas consecuencias los planteamientos de la Teología de la liberación- venía, es cierto, a recordarnos la
descarada apuesta de Jesús por los pobres y su radical postura ante las injusticias sociales, pero,
desgraciadamente, tenía en su rostro y en quienes lo exponían mucho más que sed de justicia. Tenía también
violencia y, en definitiva, una raíz de odio o de resentimiento en las que ya no quedaba mucho de cristiano.

Aún hoy se predica con frecuencia este Cristo de clase e incluso este Cristo de guerrilla que, a veces, se
parece bastante más al Che Guevara que a Cristo. Yo recuerdo a aquel curita que gritaba en un suburbio
colombiano: Id al centro de la ciudad, entrad en los bancos y en las casas ilustres y gritad a los ricos que os
devuelvan al Cristo que tienen secuestrado. Y después citaba aquellos versos de Hermann Hesse -que habrían
sido verdaderos si no los hubiera dicho con tanto rencor-: Da, Señor, a los ricos todo lo que te pidan / A
nosotros, los pobres, que nada deseamos / danos tan sólo el gozo / de saber que tú fuiste uno como nosotros.

El Cristo Superstar, el Cristo guerrillero ¿dos caricaturas? ¿dos verdades a medias? En todo caso dos
imágenes de las que se ha alimentado buena parte de nuestra generación.

Pero, como todo se ha de decir, tendremos que añadir que también en nuestra generación circula -y me
temo que más que en las otras-, una tercera caricatura: el Cristo aburrido de los aburridos, el de quienes, como
creemos que ya tenemos fe, nos hemos olvidado de Él.

Si uno saliera hoy a las calles de una cualquiera de estas ciudades que se atreven a llamarse "cristianas"
y preguntase a los transeúntes ¿qué saben de Cristo? ¿cómo conviven con Cristo?, recibiría una respuesta bien
desconsoladora. Los más somos como aquel hombre que, porque nació a la sombra de una maravillosa catedral,
creció y jugó en sus atrios, nunca se molestó realmente en mirarla, de tan sabida como creía tenerla. Por eso,
seguramente muchos nos contestarían: “¿Cristo? Ah, sí. Sabemos que nació en Belén, que al final lo mataron,
que dicen que era Dios”. Pero, si luego inquiriésemos, ¿qué es para usted ser Dios? y, sobre todo, ¿en qué
cambia la vida de usted el hecho de que Él sea o no sea Dios? no encontraríamos otra respuesta que el silencio.
Sí, vivimos tan cerca de Cristo que apenas miramos esa catedral de su realidad. Dios hizo al hombre semejante
a sí mismo, pero el aburrido hombre, terminó por creer que Dios era semejante a su aburrimiento.

Y... sin embargo, habría que buscar, que bajar a ese pozo. ¿Con la esperanza de llegar a entenderle? No,
no. Sabemos de sobra que nunca llegaremos a eso, que su realidad siempre nos desbordará. La historia de veinte
siglos nos enseña que todos cuantos han querido acercarse a Él con el arma de sus inteligencias, siempre se han
quedado a mitad de camino. Pasó así ya cuando vivía entre los hombres. Los que estuvieron a su lado a todas
horas tampoco le entendían. Un día les parecía demasiado Dios, otro demasiado hombre. Le miraban,
escudriñaban sus ojos y sus palabras, querían entender su misterio. Y lograban admirarle, amarle incluso, pero
nunca entenderle. Por eso Él vivió tan terriblemente solo; acompañado, pero solo; en una soledad como nadie
ha conocido jamás. Nadie le comprendió, porque era, en el fondo, incomprensible.

Y, a pesar de ello, Él sigue siendo la gran pregunta. La gran pregunta que todo hombre debe plantearse,
aún cuando sepa que toda respuesta se quedará a medio camino. Un medio camino que siempre abrirá el apetito
de conocerle más, en lugar de saciar. Teilhard de Chardin hablaba del Cristo cada vez mayor. Lo es,

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efectivamente. Su imagen es como un gran mosaico en el que cada generación logra apenas descubrir una
piedrecilla. Pero es importante que la nuestra aporte la suya. Unas generaciones aportaron la piedrecilla roja de
la sangre de su martirio; otras las doradas de su sueño de un verdadero cielo; otras las azules de su seguridad
cristiana; alguna el color ocre de su cansancio o el verde de su esperanza. Tal vez nos toque a nosotros aportar
la negra de nuestro vacío interior o la color púrpura de nuestra pasión. Quizá la suma de los afanes de todos los
hombres de la historia, termine por parecerse un poco a su rostro verdadero, el rostro santo que sólo acabaremos
de descubrir "al otro lado", el rostro que demuestra que sigue valiendo la pena ser hombres, el rostro de la Santa
Humanidad de nuestro Dios.

1.2 La Historia de la Historia de Jesús

"¿Quién dicen los hombres que soy yo?". A esta pregunta de Cristo se han dado, a lo largo de los siglos,
las más diversas respuestas: la de la fe, la de la ciencia crítica, la de la filosofía, la de la psicología, la de la
sociología, y la respuesta de una juventud inquieta que anda tratando de hallar un sentido radical para la vida.
En el presente capítulo vamos a intentar ver la serie de complicaciones y dificultades que se ofrecen a nuestro
moderno y exigente espíritu crítico cuando intenta situarse responsablemente ante Jesucristo. No se puede pasar
por delante de Cristo y quedarse indiferente, porque con Cristo se decide la suerte de cada hombre.

"¿Quién dicen los hombres que soy yo?". La pregunta de Jesús a sus discípulos resuena a lo largo de los
siglos y llega hoy hasta nosotros con la misma actualidad que poseía cuando fue formulada por primera vez en
Cesarea de Filipo (Mc 8,27). Quien se haya interesado alguna vez por Cristo no puede eludir esta pregunta.
Cada generación ha de responderla dentro del contexto de su concepción del mundo, del hombre y de Dios.

1.2.1. La respuesta de la fe tranquila.

Para la fe tranquila, la respuesta es evidente: Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo primogénito y eterno
de Dios, enviado como hombre para liberarnos de nuestros pecados; en Él se cumplieron todas las profecías que
fueron hechas a nuestros padres; Él llevó a cabo un plan divino preexistente; su amarga muerte en la cruz
formaba parte de ese plan; Él cumplió hasta la muerte, con fidelidad, la voluntad del Padre; habiendo muerto,
resucitó y, de este modo, evidenció el fundamento y la veracidad de su pretensión de ser Hijo del hombre, Hijo
de Dios y Mesías. En este sentido, el cristiano "corriente y vulgar" queda tranquilo y seguro, porque lo anterior
constituye el mensaje del que da testimonio el Nuevo Testamento. Consiguientemente, deposita su confianza en
Cristo, tanto en la vida como en la muerte. En esta respuesta no existe la menor preocupación por diferenciar
entre lo que es un hecho histórico y lo que es interpretación de ese hecho, condicionado por un horizonte
filosófico, religioso, histórico y social. Tanto el contenido como la forma del mensaje son afirmados,
indistintamente, como inspiración del Espíritu Santo, como algo que está consignado en las Escrituras
inspiradas por Dios. Es la figura del Cristo dogmático.

1.2.2. Las respuestas de la era del criticismo.

Pero resulta que hacia el siglo XVIII hizo su aparición la razón crítica. El hombre comenzó a cuestionar
los modelos de interpretación social y religiosa. Los estudios históricos realizados sobre la base de una seria
investigación de las fuentes ponían al descubierto los mitos y las ideologías dominantes. Y esa investigación,
que ni siquiera se detuvo ante el Nuevo Testamento, enseguida descubrió que los evangelios en modo alguno
son biografías históricas de Jesús, sino testimonios de la fe, frutos de la predicación y la piadosa y parcial

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reflexión de las comunidades primitivas. Los evangelios son, ante todo, una interpretación teológica de unos
hechos acaecidos, más que una descripción objetiva y neutral de lo que históricamente fue Jesús de Nazaret.
Este descubrimiento actuó como un reguero de pólvora que, poco a poco, hizo que se propagara un incendio que
aún hoy no se ha extinguido del todo. Las reacciones fueron múltiples y hasta contrapuestas. La cuestión se
replantea en los siguientes términos: hemos de intentar dar con el Jesús histórico que está en la base y en la raíz
del Cristo dogmático.

a) ¿Cómo sabemos que Jesús existió?

La primera respuesta de carácter extremista se produjo a finales del siglo XVIII. Así como la "fe
tranquila" lo afirmaba todo como inequívocamente histórico, ahora se negaba todo: Cristo no existió nunca; era
un mito creado por el inconsciente humano ansioso de liberación, lo cual es un fenómeno que puede observarse
en todas las religiones. Tal vez pudiera incluso afirmarse que Jesucristo no habría sido una proyección creada
por un movimiento social de pobres y esclavos en el proceso de concientización de su alienación y en su marcha
hacia la liberación social.

Sin embargo, esta postura no tardó en desacreditarse. Como muy bien decía Bultmann, "la duda acerca
de la existencia real de Jesús carece de fundamento y no merece réplica alguna. Es perfectamente evidente que
Jesús, como autor del mismo, está detrás de todo ese movimiento histórico cuya primera fase tangible la
encontramos en la primitiva comunidad palestina". Los evangelios son interpretaciones, sí; pero
interpretaciones de unos hechos realmente acaecidos. Por otra parte, no se pueden ignorar sin más los
testimonios extrabíblicos, ya sean romanos (PLINIO, Ep. 10, 96, 2; SUETONIO, Claudio, 25, 4 y Nerón, 15, 2;
TACITO, Anales 15,44), ya sean judíos (Flavio Josefo y la literatura talmúdica). Por supuesto que el problema
se puede plantear siempre, no sólo con respecto a Cristo, sino también con relación a Buda, César Augusto o
Carlomagno. Haciendo uso del método que determinados autores aplicaron a Cristo, puede incluso probarse que
no existió Napoleón, como sucedió con el historiador R. Whateley (1787-1863), contemporáneo del propio
emperador francés.

b) No hay ni puede haber una biografía de Jesús.

Poniendo en duda el Cristo dogmático afirmado por la "fe tranquila", se hizo el intento, mediante los
métodos e instrumentos de la moderna historiografía científica, de trazar una verdadera imagen de Jesús de
Nazaret prescindiendo de los dogmas y de las interpretaciones de la fe. La preocupación de los historiadores y
teólogos racionalistas consistía en acceder a Jesús tal como era cuando aún no había sido interpretado como
Cristo e Hijo de Dios, ni se le había vinculado al culto y a la dogmática. El Cristo de la fe había de ser
distinguido del Jesús histórico. Desde Reimarus (+1768) hasta Wrede (+1904), pasando por figuras tan
conocidas como Renan, D.F. Straus y M. Goguel, se escribieron centenares de vidas de Jesús. Todo erudito que
se preciara de serlo, pretendió trazar la figura auténticamente histórica de Jesús, distinguiendo y suprimiendo
determinados textos y escenas de los evangelios que ellos consideraban como no históricos o como
interpretaciones dogmáticas de las primeras comunidades. Albert Schweitzer, por entonces conocido teólogo y
exegeta y que más tarde habría de ser famoso como médico en Lambarene, África, escribió la clásica Historia
de la investigación sobre la vida de Jesús, evidenciando el fracaso en que habían desembocado tales intentos. A
propósito de las vidas de Jesús escritas con la mentalidad historicista del siglo XIX y comienzos del XX,
Schweitzer dijo con toda claridad lo siguiente: "Cada época subsiguiente de la teología descubría sus propias
ideas en Jesús, y sólo de este modo se conseguía darle vida. Pero no eran únicamente las distintas épocas las que
se veían reflejadas en Él, sino que cada uno en particular creaba la imagen de su propia personalidad. No hay
empresa histórica más personal que la de escribir una vida de Jesús".

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Es de todo punto imposible escribir una biografía de Jesús en la que no existan lagunas, trazando su
personalidad a partir únicamente de sus palabras, actos y comportamientos y de las grandes tendencias y
corrientes de su época. Los evangelios proporcionan al historiador crítico un cúmulo de tradiciones, a veces
mutuamente aisladas y apenas vinculadas externamente, que no son sino testimonios de la fe expresados en el
culto, o resúmenes de predicaciones realizadas para el gran público, principalmente de la gentilidad. El
problema es aún más grave cuando, a partir de los textos del Nuevo Testamento, pretendemos esbozar la
conciencia histórica de Jesús: ¿Se consideró a sí mismo como Mesías e Hijo de Dios? ¿Se anunció a sí mismo
como el hijo del Hombre que había de venir en breve sobre las nubes del cielo? Hasta hoy, la investigación
puramente histórica no ha sido capaz de darnos una respuesta segura. Por otra parte, entra aquí en juego otro
factor que iremos desarrollando más adelante. Se trata del llamado "círculo hermenéutico". ¿Podemos
reconstruir la historia sin, al mismo tiempo, interpretarla?

El historiador aborda el objeto de su interés con los ojos de su propia época, con los intereses dictados
por el concepto que su tiempo y él mismo poseen acerca de la ciencia, etc. Por más capaz que sea de hacer
abstracción de sí mismo como sujeto, jamás podrá salir de sí para llegar al objeto. Por eso, toda la vida de Jesús
habrá de ser necesariamente un pedazo de la vida del propio biógrafo. Siempre existirá el elemento de la
interpretación. Es un círculo del que nadie puede salir. Y esto se manifiesta en los propios evangelistas. Para
Marcos (que escribió entre los años 65 y 69), Jesús es, ante todo, el Mesías-Cristo escondido y el gran Liberador
que desendemoniza la tierra allá donde acude. Por eso, más que referir palabras y parábolas de Jesús, lo que
Marcos relata son sus actos y milagros. Jesús es el triunfador cósmico sobre la muerte y el demonio, que libera
la tierra de los poderes alienantes y la introduce en la paz divina. Y, a pesar de todo, se niega a revelarse
explícita y públicamente como el Mesías.

Mateo, que escribe para los judeo-cristianos y los griegos de Siria (hacia los años 85-90), ve en Jesús al
Mesías-Cristo profetizado y esperado, al nuevo Moisés que, en lugar de traer una ley más perfeccionada y un
fariseísmo aún más riguroso, lo que trajo fue un nuevo evangelio. Jesús es Aquél que muestra mejor que nadie,
y de un modo definitivo, cuál es la voluntad de Dios, dónde descubrirla y cómo ponerla por obra.

Para Lucas, el evangelista de los gentiles y de los griegos (hacia los años 85-90), Jesús es el Liberador
de los pobres, de los enfermos, los pecadores y los marginados, tanto social como religiosamente. Es el Hombre
revelado, y a un tiempo Hijo de Dios, que reveló la condición filial de todos los hombres. Y siguiendo el
ejemplo de Cristo, el hombre se sabe radicalmente transformado y situado dentro del Reino de Dios.

Para Juan (que escribió entre los años 90-100), Jesús es el Hijo eterno de Dios, el Logos que planta su
tienda entre los hombres con el fin de ser para ellos camino, verdad, vida, pan y agua viva. La figura de Jesús
que emerge del evangelio de Juan es una figura hierática y trascendente que siempre se mueve en la esfera de lo
divino. Pero es única y exclusivamente Juan el teólogo para quien los hechos están en función de una teología,
hasta el punto de historizar el kerigma. El Jesús de Juan es ya, de un modo pleno, el Cristo de la fe.

Pablo, que no conoció al Jesús histórico, anuncia sobre todo al Cristo resucitado por la fe como el
paradigma de la nueva humanidad, los nuevos cielos y la nueva tierra presentes ya en este mundo; como el
único mediador y salvador de la historia entera. El autor de las cartas a los Colosenses y a los Efesios (un
discípulo de Pablo, evidentemente) utiliza categorías de los sistemas de pensamiento estoico y gnóstico para
responder a la pregunta: ¿cuál es la función de Cristo en la redención del cosmos? Y se le llama entonces a
Cristo cabeza de todas las cosas (Ef 1, 10), o polo centralizador en el que todo tiene su existencia y consistencia
(Col 1,16-20).

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Como puede deducirse de estas breves indicaciones, cada autor, dentro de sus propias preocupaciones
pastorales, teológicas, apologéticas o existenciales, intenta responder a su modo a la pregunta: "¿Quién dicen los
hombres que soy yo?". Y cada uno de los autores sagrados ve con sus propios ojos a un solo y mismo Jesús.
Con ese material que ha llegado a nosotros a través del Nuevo Testamento no podemos, pues, elaborar una
biografía de Jesús histórica y científicamente pura.

c) ¿Primacía del Cristo de la fe sobre el Jesús histórico,


de la leyenda sobre la historia,
de la interpretación sobre el hecho?

Ante el fracaso de la exégesis histórica en su intento por reconstruir con exactitud la figura del Jesús
histórico de Nazaret, Rudolf Bultmann extrae unas últimas consecuencias: hemos de renunciar definitivamente
a dicho intento y tratar de concentrarnos única y exclusivamente en el Cristo de la fe. Es cierto que el método
histórico-crítico nos ha suministrado ciertas informaciones fidedignas acerca del Jesús histórico. Pero esas
informaciones, que no nos permiten reconstruir una biografía, son además irrelevantes para la fe porque nos
presentan a Jesús como un profeta judío que predicaba una obediencia radical, exigía una conversión y
anunciaba el perdón y la cercanía del Reino. Jesús no es un cristiano, sino un judío; y su historia no pertenece a
la historia del cristianismo, sino a la del judaísmo: "La predicación de Jesús constituye uno de los presupuestos
de la teología del Nuevo Testamento, no una parte de éste"; es un presupuesto entre otros muchos, como pueden
ser la gnosis, el estoicismo, o el mundo pagano de la época, con sus mitos y sus expectativas. Bultmann insiste
en una distinción tomada de su maestro, Martín Kähler, autor de un famoso libro que se ha hecho programá tico
para toda discusión ulterior: "El llamado Jesús histórico y el Cristo legendario y bíblico" (1892). Según
Bultmann, es preciso distinguir entre histórico (historisch) y legendario (geschichtlich), entre Jesús y Cristo. Por
Jesús hay que entender el hombre de Nazaret, cuya vida en vano trató de reconstruir la historiografía crítica. Por
Cristo se entiende el Salvador e Hijo de Dios anunciado por la Iglesia en los evangelios. Por histórico se
entienden los hechos del pasado que pueden ser probados mediante documentos que la ciencia histórica se
encarga de analizar; por legendario (geschichtlich) debe entenderse la significación que un determinado hecho
adquiere para una época o para un grupo de personas dentro de la historia. Según esta distinción, únicamente el
Jesús legendario es relevante para la fe, porque únicamente la predicación (el Nuevo Testamento) -que podemos
constatar históricamente- hace de Él el Salvador del mundo. Por consiguiente, la renuncia al Jesús histórico se
basa fundamentalmente, según Bultmann, en dos consideraciones:

a) No nos es posible escribir una vida de Jesús porque carecemos de fuentes neutrales. Lo que sí
podemos esbozar, como históricamente segura, es la figura de un profeta judío portador de un mensaje que
constituye la radicalización de la fe del Antiguo Testamento. Pero ninguna de ambas cosas tiene mayor
importancia para la fe.
b) La tarea de la teología no ha de consistir en malgastar tiempo en la búsqueda de un Jesús
histórico al que no es posible encontrar, sino que ha de reducirse a interpretar y traducir al lenguaje de hoy la
predicación apostólica que anunciaba a Jesús como Cristo, Salvador, hijo del Hombre e Hijo de Dios. Es preciso
desmitologizar el mensaje, despojándole del ropaje sincretista, propio de la cultura grecorromana, de que está
revestido.

Podemos resumir en los siguientes puntos, indicados por Bultmann, la diferencia entre el Jesús histórico
y el Cristo de la fe:
a) En la predicación apostólica (kerigma), en lugar de la persona histórica de Jesús, lo que se
introdujo fue la figura mítica del Hijo de Dios.

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b) En lugar de la predicación escatológica de Jesús acerca del Reino de Dios, se introdujo en el


kerigma el anuncio del Cristo muerto en la cruz por nuestros pecados y prodigiosamente resucitado por Dios
para nuestra salvación. Jesús predicó el Reino; la Iglesia predica a Cristo. El predicador es ahora predicado.
c) En lugar de la obediencia radical y la vivencia total del amor exigidas por Jesús, se introdujo en
el kerigma la doctrina sobre Cristo, la Iglesia y los sacramentos. Lo que para Jesús ocupaba el primer lugar
queda ahora relegado al segundo. Es la parénesis ética.

Ante esta diástasis entre Jesús y Cristo, la pregunta es: ¿qué valor cristológico adquiere la humanidad
histórica de Jesús? Según Bultmann, dicho valor es irrelevante: "Acerca de la vida de Jesús, el kerigma (la
predicación) precisa saber únicamente que Jesús vivió y que murió en la cruz. No es preciso ir más allá. Pablo y
Juan, cada uno a su manera, lo demuestran". A la fe únicamente le interesa saber que Jesús existió. Lo que
realmente aconteció, la historicidad objetiva, carece de interés.

Según estas tesis, creer en Jesús no consiste en creer en su persona, sino en la predicación acerca de Él
que contienen los evangelios. No es Jesús quien salva, sino el Cristo predicado, que llega personalmente a cada
uno en la predicación, la cual es ahora realizada por la Iglesia. Por eso no hay fe en Cristo sin fe en la Iglesia,
porque no hay Cristo sin la predicación anunciada por la Iglesia. El estudio de las tradiciones y la investigación
de la historia de las formas (Formgeschichte) de los evangelios, hacen que resulte tangible la labor teológica,
literaria y redaccional de las comunidades primitivas.

Entonces: ¿Qué es la Cristología? "No es la doctrina acerca de la naturaleza divina de Cristo, sino el
anuncio, la interpretación de la fe que me invita a creer, a tomar la cruz de Cristo y, de este modo justificado,
tomar parte en su resurrección". Cristología es la Palabra de Dios que me llega aquí y ahora. Creer en Cristo tal
como los evangelios lo predican es experimentar y alcanzar la redención. Sin embargo, hemos de desmitificar
las formulaciones evangélicas y tratar de ver el significado que poseen para nuestra existencia. ¿Qué significa,
por ejemplo, creer en la cruz de Cristo? No significa creer en un acontecimiento del pasado que se realizó en
Jesús, sino que significa "hacer de la cruz de Cristo la propia cruz, es decir, dejarse crucificar con Cristo". Creer
en el Crucificado significa despojarse del yo. En eso consiste la salvación. La Cristología se reduce a
Soteriología. La Cristología es "el esclarecimiento de la comprensión cristiana del ser"; todo lo demás no son
más que "representaciones mitológicas y conceptos cúlticos del sincretismo helenístico".

Como puede colegirse, se verifica aquí una nueva radicalización. Si los teólogos e historiadores, en su
búsqueda del Jesús de la historia a costa del Cristo de la fe y de las interpretaciones dogmáticas, radicalizaban
en un sentido, Bultmann radicaliza en el sentido opuesto, al buscar únicamente al Cristo de la fe a costa del
Jesús histórico, al que reduce a un punto matemático de su mera existencia.

1.2.3. La vuelta al Jesús histórico. Jesulogía y Cristología.

La postura de Bultmann, por muy fascinante que pueda parecer, deja sin resolver una serie de graves
problemas para la fe: ¿Dónde emerge la fe? ¿En qué se basa el kerigma? ¿Cómo distinguir, por un lado, la
predicación sobre Jesús y por otro, la ideología de un grupo en torno a la figura de Jesús? ¿Qué fuerza oculta es
la que actúa e impulsa la predicación? ¿Se trata de una idea, o de una persona histórica? ¿Puede tenerse en pie la
idea de una ruptura entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe? ¿Acaso la muerte redentora y la resurrección de
Jesús no son más que meras interpretaciones de la comunidad que hoy podemos desechar? ¿O nos hallamos
ante algo que realmente se verifica en Jesús? ¿Se puede identificar, como hace Bultmann, predicación, Jesús,
Iglesia, Nuevo Testamento y Espíritu Santo? Si identificamos a Jesús con la predicación de la Iglesia, entonces
nos vemos privados de todo elemento crítico y de la posibilidad de legítima protesta; nos es arrebatado el

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baremo (escala) con el que poder medir a Marcos, Lucas, Mateo, Juan y Pablo, y otros autores escriturísticos, y
calibrar hasta qué punto, frente a las nuevas necesidades de sus respectivas comunidades, interpretaron y
elaboraron el mensaje originario de Jesús. ¿De dónde hemos de partir para mantener una actitud crítica frente a
la Iglesia si, según Bultmann, Cristo no es sino una creación de la fe de la propia Iglesia? Por otra parte, la
Cristología de Bultmann vacía de todo contenido la Encarnación. Cristo no es en primer lugar una idea o un
tema de predicación. Ante todo, fue un ser histórico, condicionado y datable. En la teología de Bultmann, sin
embargo, no es la Palabra la que se hace carne, sino la carne la que se hace Palabra.

En el debate de los problemas que acabamos de exponer se perfilan dos orientaciones bastante nítidas:
una importante parte de los discípulos de Bultmann que no suscribieron las tesis radicales de su maestro, sino
que regresaron un paso atrás, reasumiendo el problema del Cristo histórico. Como perfectamente expone J.R.
Robinson, "es preciso interrogarse acerca del Jesús histórico, porque el kerigma pretende llevar al fiel a un
encuentro existencial con una persona histórica: Jesús de Nazaret...". La problemática post-bultmaniana trastoca
los términos de interés. El mismo Bultmann lo constata con pesadumbre en 1960: "Antaño, la preocupación
esencial consistía en determinar la diferencia entre Jesús y la predicación sobre Jesús. Hoy sucede al revés: el
interés principal consiste en subrayar la unidad existente entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe". El retorno
a la búsqueda del Jesús histórico es un retorno crítico. A todos resulta evidente que jamás podrá escribirse una
biografía de Jesús. Sin embargo, a pesar del carácter cristológico, interpretativo y confesional que poseen los
actuales evangelios, éstos proyectan una figura de Jesús de extraordinaria espontaneidad y originalidad: una
figura inconfundible y no intercambiable; la concreción histórica y la especificidad de Jesús se destacan por
encima y a pesar de todas las interpretaciones que de Él hicieron las comunidades primitivas. Y fue
precisamente el carácter de soberanía y grandeza del Jesús histórico lo que ocasionó el desarrollo cristológico y
sus múltiples interpretaciones. En esa línea camina toda una corriente de la teología y la exégesis post-
bulmanianas, como más adelante explicaremos. Pero hubo otra corriente que llevó a sus últimas consecuencias
las tesis de Bultmann, y de un modo especial su programa de desmitificación del mensaje evangélico,
desembocando, como veremos, en un cristianismo ateo no compartido por el propio Bultmann.

a) La continuidad entre Jesús y Cristo:


la Cristología indirecta.

¿Dónde reside la continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe? Una gran parte de la
investigación teológico-exegética de los últimos años, tanto en el campo católico como en el protestante, se
centra en el análisis y elaboración de este problema. Y tal investigación desveló un dato muy importante al que
ya hemos aludido anteriormente: el modo de actuar de Jesús y sus exigencias, que ponen en relación la
participación en el Reino y la venida del Hijo del Hombre con la adhesión que se preste a su persona (cf. Lc 12,
8-10) y la pretensión de Jesús en el sentido de que con Él se ofrece la última oportunidad de salvación, de que
con Él los pobres son consolados y los pecadores reconciliados, supone la existencia latente de una Cristología
implícita e indirecta. Robinson, Käsemann, Bornkamm, Mussner, Geiselmann, Trilling, Pannenberg y otros
muchos han puesto de manifiesto que la autoridad y soberanía que Jesús evidenció frente a las tradiciones
legales y la concepción religiosa del Antiguo Testamento, superan con mucho lo que el más osado de los
rabinos se habría podido permitir. Jesús invade la esfera de lo divino y habla como quien está en lugar de Dios.
Ni siquiera el historiador más exigente puede dejar de reconocer que nos hallamos ante alguien que excede las
categorías humanas. Jesús poseía una conciencia mesiánica, aún cuando no llegara a explicitarla mediante
ninguno de los títulos escatológicos tradicionales, tales como "Mesías", "Hijo del Hombre", "Hijo de Dios", etc.

La continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe reside, pues, en el hecho de que la comunidad
primitiva haya expresado explícitamente lo que ya estaba implícito en las palabras, exigencias, actitudes y
comportamientos de Jesús. La primera comunidad denomina a Jesús "Mesías", "Hijo de Dios", "Señor", etc.,

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para explicar la autoridad, la soberanía y las pretensiones que nacían del modo de ser de Jesús. Desde entonces
comenzó a hablarse de Jesulogía (cómo se entendía Jesús a sí mismo, según se desprende de sus palabras y
actitudes) y de Cristología (la posterior explicación dada por la comunidad). La Cristología no consiste sino en
hacer patente aquello que se había manifestado en Jesús: su inmediatez con el mismo Dios. Como
perfectamente indicaba Bornkamm, uno de los principales estudiosos de la figura de Jesús en nuestro siglo, "la
presencialización de la realidad de Dios fundamenta el misterio mismo de Jesús". Si esto es cierto, entonces el
horizonte en el que hemos de abordar al Jesús histórico es el horizonte de la fe, porque únicamente en ese
horizonte puede llegarse a la comprensión natural y la correspondiente explicación de las actitudes y
comportamientos de Jesús. De ahí que el encuentro con los testimonios de la fe (los evangelios) signifique ya un
encuentro con el mismo Jesús. El Jesús histórico es el Jesús de la fe, no sólo porque los evangelios son
testimonios de la fe, sino porque el propio Jesús fue una persona y un testimonio de fe.

A la luz de estos estudios se escribió una interesante serie de libros sobre Jesús en los que, con una
comprensión de la historia desprovista de los rígidos prejuicios de la crítica liberal historicista, se ofrece
suficiente material histórico no ciertamente para una biografía, pero sí para una descripción esquemática
suficientemente fiable de Jesús de Nazaret. Por supuesto que también aquí hubo exageraciones, especialmente
por parte de E. Stauffer, el cual, en medio de la euforia reinante por causa de ese retorno crítico al Jesús
histórico, y por causa también del minucioso y erudito análisis de las fuentes indirectas relativas a Jesús -como
son las antiguas relaciones, los documentos de la época de tipo prosopográfico, político, jurídico, moral,
numismático y arqueológico, a los que habría que añadir el mayor conocimiento de los manuscritos de
Qumram, de la literatura apocalíptica y de la polémica rabínica contra Jesús (especialmente el Midrash y el
Talmud)- intentó reconstruir una vida de Jesús estrictamente encuadrada dentro de los criterios positivistas. El
objetivo de Stauffer consiste en llegar al mensaje originario de Jesús en su más pura esencia, así como a la
autoconciencia del mismo Jesús y, a partir de ahí, valorar las diversas cristologías y teologías elaboradas por las
comunidades y que se contienen en los evangelios; para ello realiza una denodada labor de despojo de todos los
elementos que él considera "no jesuánicos". El resultado de su investigación podemos resumirlo así: Dios se
reveló en Jesús; la expresión de la autorevelación de Dios reside en la soberanía de Jesús que se explícita en los
diversos "Yo soy" pronunciados por el mismo Jesús (cf. Mc 14,62); consiguientemente, el núcleo del mensaje
jesuánico consiste en una nueva moral, la del amor, contrapuesta a la moral de la obediencia posteriormente
introducida por Pablo y por la Iglesia; los evangelios actuales son producto de un proceso de re-judaización del
cristianismo; la tarea primordial de la Cristología habrá de consistir, pues, en la superación de la ética de la
obediencia, que tantos males ha ocasionado a lo largo de la historia cristiana, y en la des-rejudaización de la
tradición jesuánica. La crítica acogió desfavorablemente el programa de Stauffer. Aun reconociendo la inmensa
erudición que refleja su obra y el entusiasmo apostólico de sus esfuerzos, sus estudios constituyen un fruto
anacrónico de la historiografía clásica de las Vidas de Jesús.

b) Concentración y reducción cristológicas:


los teólogos de la muerte de Dios.

Algunos discípulos de Bultmann, entre ellos H. Braun, D. Sölle y P. Van Buren, han radicalizado aún
más la postura del propio Bultmann. Con ellos, la desmitologización no sólo alcanza al contenido del Nuevo
Testamento, sino también a los conceptos fundamentales de la religión, como puede ser la imagen de Dios.
Según, por ejemplo, H. Braun, famoso exegeta y teólogo de Mainz, después de Kant tenemos que excluir
terminantemente todo intento de objetivación de Dios, incluida la denominación de "espíritu" y de "persona".
Dios no es objeto del conocimiento, ni existe simplemente del mismo modo que existen las demás realidades.
Dios acontece dentro de la vida humana. Dios es aquel acontecimiento que hace posible que nazca el amor, y en
Él reciben esperanza y futuro el malvado y el desesperado. Por eso Dios no constituye una instancia superior,
una esencia divina originadora del mundo y concesora de premios o castigos, según los merecimientos de cada

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cual. Pensar así de Dios significaría encuadrarlo en categorías metafísicas o lingüísticas y dejarse atrapar por las
estructuras del pensamiento antiguo, mítico y pre-crítico. Por ello, tanto Braun como la teóloga protestante
Dorothee Sölle llegan a afirmar que la aceptación de la divinidad no constituye un presupuesto del ser cristiano.
Se puede ser ateo y cristiano. Ernst Bloch ha dado un paso más al formular en el título de uno de sus libros la
siguiente paradoja: "Sólo un buen cristiano puede ser un ateo, y sólo un buen ateo puede ser un cristiano". P.
Van Buren sugirió que se prescindiera definitivamente del nombre de Dios. Como es obvio, estos autores
radicales no pregonan con todo ello un ateísmo vulgar. Dios sigue desempeñando una función, porque sigue
siendo el símbolo de la conducta que Cristo exigía de todos: un amor ilimitado y una obediencia desinteresada a
las exigencias de una reciprocidad sin límites. “Dondequiera que esto sea una realidad, allí estará Dios presente”
(Braun).

En la teología de la muerte de Dios se verifica una concentración cristológica que no tiene precedentes
en la historia de la teología cristiana. Jesús rechaza a Dios, que muere y a quien Él sustituye. Él es el verdadero
Dios; el Dios de la trascendencia, de la creación, de los atributos divinos, muere dentro de nuestra cultura
empírica, experiencial, pragmática e inmediatista. El Dios que se identificó con nuestra situación, con nuestras
tinieblas y nuestras angustias, ése es el Dios divino y se llama Jesús de Nazaret. Jesús viene a colmar el inmenso
vacío y la tremenda ausencia provocados por la muerte de Dios; porque no es Dios quien interviene y hace que
triunfe su causa en el mundo, sino que es Cristo quien entra en su lugar. Es Cristo quien "consuela a aquellos a
quienes Dios ha abandonado, cura a aquellos que no comprenden a Dios y satisface a aquellos que sienten
ansias de Dios". Jesús es el protagonista de Dios. Desempeña el papel de Dios en el mundo, haciendo a Dios
presente y haciendo también que su ausencia sea menos dramática. Dios ya no habla. Ha dejado de ser
transparente. Sin embargo, tenemos un lugarteniente de Dios, que es Jesucristo. En Jesús, Dios se hace débil e
impotente en el mundo. Y con ello resuelve el problema del dolor y del mal, que constituían la perenne base de
argumentación para todo el ateísmo. El Dios que el ateísmo cuestionaba, en nombre del mal de este mundo, era
el Dios todopoderoso e infinito, Creador del cielo y de la tierra, Padre y Señor cósmico. En Jesucristo, el propio
Dios asumió el mal y el absurdo, identificándose con el problema, y resolviéndolo no de un modo teórico, sino
mediante la vida y el amor. Por eso, únicamente este Dios es el Dios de la experiencia cristiana. Ya no es un
eterno e infinito solitario, sino uno de nosotros, solidario con nuestro dolor y con nuestra angustia por la
ausencia y el ocultamiento de Dios en el mundo.

Como es evidente, aquí no hay tan sólo una concentración cristológica, sino también una reducción de la
realidad de Jesucristo. El Jesús del que dan testimonio los evangelios no puede ser comprendido de manera
adecuada sin una referencia explícita a Dios. Es cierto que en Él también se produjo la experiencia de la muerte
de Dios. Pero ello no significa en modo alguno que Jesús hubiera reprimido a Dios, o liberado a los hombres de
la divinidad. Jesús actuaba en nombre de Dios. Anunció el Reino como Reino de Dios y nos enseñó a llamarlo
Padre y a sentirnos hijos suyos bien amados. Negar esto significaría reducir la Cristología a pura fraseología.

c) Cristología de la palabra, del silencio y del balbuceo.

¿Cuál es el verdadero problema que se oculta tras esta problemática que para muchos, y con razón, no
pasa de ser un problema académico, fruto de un concepto demasiado rígido de la historia, elaborado en
determinados círculos europeos, especialmente alemanes, a partir del siglo XVIII? El verdadero problema, en el
fondo, se reduce a esto: Lo que la fe dice acerca de Jesús como futuro del hombre y del mundo, como
realización suprema del anhelo religioso del hombre por comulgar con la divinidad y por encarnar al mismo
Dios, ¿es una realidad intra-histórica o no es más que una proyección al terreno de las ideas y los ideales de una
interpretación de la existencia humana que constantemente se interroga sobre sí misma? ¿Qué es lo salvado?
¿La palabra y la interpretación de la existencia humana, o el hombre histórico Jesús de Nazaret que dio origen a
la palabra y a una nueva interpretación de la existencia? Lo que los evangelios pretenden anunciar es la

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presencia de una nueva realidad y, por ello mismo, de una nueva esperanza en el corazón de la historia: Jesús
resucitado, vencedor de la muerte, del pecado y de todo lo que aliena al hombre. En principio, no desean
anunciar una nueva doctrina y una nueva interpretación de las relaciones del hombre con Dios. Quieren, eso sí,
mostrar la realidad de un hombre, a partir del cual todo ser humano puede tener esperanza acerca de su propia
situación ante Dios y acerca del futuro que le está reservado: una vida plena en comunión con la vida de Dios;
la carne tiene un futuro, que es la divinización; y la muerte, con todo lo que significa, ya no tendrá lugar. Esta
positividad histórica adquiere un carácter universal y eterno, porque representa la anticipación del futuro dentro
del tiempo.

Para muchos, esto constituye un escándalo. ¿Puede la palabra transmitir semejante positividad? ¿O no es
la palabra sino un vaso frágil que contiene la esencia preciosa, pero que no puede ser identificado con ella? El
Nuevo Testamento y la predicación de la Iglesia se presentan como la palabra llena de autoridad y poder que
contiene y comunica la positividad del hecho de Jesús, el Cristo. Pero ¿puede la palabra fecundada en el mundo
viejo expresar adecuadamente el nuevo? ¿Acaso no es la palabra un balbuceo en torno al misterio, una respuesta
humana y llena de fe, antes que la propuesta propiamente dicha de Dios y de Cristo a los hombres?

Hay en la teología una corriente que afirma que el silencio es más comunicador que la palabra, que es de
él de donde nace la palabra fecunda. La sabiduría de la palabra consiste en reconducir el silencio del misterio.
Pero ¿no es en el amor donde reside la suprema realización de Dios y del hombre? El amor es silencio y
palabra. No es únicamente palabra, porque existe en cada uno de nosotros y en Dios, el inefable. Tampoco es
únicamente silencio, porque el amor se comunica y exige la existencia de un tú, la alteridad y la reciprocidad.
Al hombre le toca conocer tanto el valor del silencio como el de la palabra. Al hombre le ha sido dada, antes
que nada, la posibilidad de balbucir acerca del misterio de sí mismo, de Cristo y de Dios. En esto veía San
Buenaventura la tarea de la teología y del teólogo. Y esa posibilidad de balbucir se llama fe. No la fe como
manera deficiente de saber, sino como manera de comportarse y de situarse en la positividad ante las cuestiones
últimas del hombre, del mundo y de Dios. Aquí ya se ha trascendido la dimensión del saber como posibilidad de
cuestionar científicamente. Pero se ha entrado en otro horizonte en el que la decisión libre tiene un carácter
determinante y da lugar a otro universo de comprensión de la realidad. Fe y razón científica no están
mutuamente enfrentadas; son dos dimensiones diferentes y no dos modos de conocer dentro de una misma
perspectiva. Por eso, el pretender recuperar un Jesús histórico a costa de un Cristo dogmático, significa
confundir las dimensiones y comprender erróneamente la fe como una forma inadecuada e imperfecta de
conocer. ¿Puede el propio Jesús histórico ser entendido fuera de la dimensión de la fe, cuando él mismo, Jesús
de Nazaret, concibió toda su vida como vida de fe? ¿No constituye la fe, precisamente la atmósfera y el
horizonte adecuados para poder comprender quién fue el Jesús histórico?

No le faltaba razón a la comunidad primitiva al identificar al Jesús histórico y carnal con el Cristo
resucitado y glorioso. La historia va siempre unida a la fe y, por ello, hay que rechazar a priori cualquier tipo de
docetismo, bien sea porque trate de reducir a Jesús a mera Palabra (kerigma, predicación), bien sea porque
pretenda reducirlo a un puro ser histórico que tuvo su fin en la muerte. La Palabra se hizo carne. Y con ello
pretende decirse que hay una historia del ser nuevo y escatológico que tuvo su comienzo, de forma epocal y
única, con Jesús de Nazaret, en toda su patente visibilidad. Este es el núcleo fundamental del mensaje cristiano.
El modo concreto de los balbuceos a partir de, y en torno a, esta realidad, variará a lo largo de la historia, como
varían también dentro del propio Nuevo Testamento. De ahí podemos colegir que esta discusión sobre el Jesús
histórico y el Cristo de la fe implica el problema fundamental del cristianismo: ¿surgió ya el homo revelatus,
totalmente divinizado e inserto en el misterio de Dios, o nos hallamos aún en ansiosa espera (cf. Lc 3,15),
perdidos dentro del mundo viejo y del ser alienado? El Nuevo Testamento es unánime al respecto: la salvación
ya ha aparecido y tiene un nombre: Jesucristo, el hombre nuevo, el primero en llegar a término y al que nosotros
seguiremos.

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1.2.4. Otras posiciones cristológicas actuales.

Además de las posiciones referidas, hay otras que delimitan el horizonte de la reflexión sobre Jesús y su
actuación religiosa. Nos referiremos brevemente a alguna de ellas.

a) Interpretación filosófico-trascendental de Jesús.

Esta corriente teológica, en la que se encuadran sobre todo teólogos católicos, arranca igualmente del
problema de la desmitificación. Para nosotros, innumerables afirmaciones (y de las más fundamentales) sobre
Jesús son una especie de mitos arcaicos: que Jesús sea al mismo tiempo Dios; que haya nacido de una virgen,
etc. ¿Qué significa para nosotros decir que Jesús es el Verbo encarnado? ¿Qué mediación podemos arbitrar para
incluir semejante dato dentro de nuestro horizonte de comprensión? Son muchísimos los que entienden de un
modo realmente mítico y equivocado la encarnación de Dios: como si excluyera totalmente la actividad
humana; como si Jesús no hubiera tomado parte realmente en nuestra condición humana, con todo lo que ésta
supone de búsqueda a tientas, de necesidad de creer y esperar, de crecer, comprender y relacionarse con Dios. Si
Jesús fue realmente Dios, ¿cuál es la condición de posibilidad de que la naturaleza humana pueda ser asumida
por Dios? Si el hombre Jesús pudo constituir la encarnación del Verbo, es porque ya existía esta posibilidad
dentro de la naturaleza humana. Ahora bien, Jesús es un hombre como nosotros. Por consiguiente, la naturaleza
humana en cuanto tal comporta esa trascendencia y esa capacidad de relacionarse con el Absoluto. Puede
identificarse con Él y formar parte de Su historia.

Por eso la Cristología presupone una antropología trascendental: el hombre, por su propia naturaleza,
está orientado dimensionalmente al Absoluto; ansía y espera unirse a Él porque éste es el sentido último de su
plena hominización; la exigencia más radical de su existencia reside en la posesión de un radical sentido de
unidad con el Infinito. El hombre descubre en sí mismo esa energía y ese movimiento hacia el Trascendente. Y
lo acepta en libertad. Reconoce que tal energía, de hecho, existe en él como condición para que el Infinito
mismo se comunique y venga a saciar el ansia del corazón humano. Este movimiento y esta apertura total del
hombre no permanecen vacíos e irrealizables en un eterno retorno y en una perenne situación sísifo-prometeica.
Sino que el Infinito mismo se autoentrega al hombre y, salvada la alteridad Creador-criatura, forma una unidad
reconciliadora de Dios con el hombre. El cristianismo vio en Jesús de Nazaret la realización de este anhelo de la
naturaleza humana. Por eso lo llamaron Verbo encarnado, Dios-hecho-hombre, Dios-con-nosotros. Aquí no se
afirman cosas milagrosas y extrañas, ajenas a las posibilidades que ofrece la naturaleza humana, sino que, más
bien, se afirma la suprema realización del propio hombre en Dios. Por eso Jesucristo Dios y Hombre no
constituye mito alguno, sino la realización escatológica de la posibilidad fundamental que Dios puso dentro de
la naturaleza humana.

b) Interpretación cósmico-evolucionista de Jesucristo.

Esta misma línea de reflexión es llevada adelante y profundizada en términos cósmico-evolucionistas


por Teilhard de Chardin y sus discípulos; según ellos, no sólo la naturaleza humana está abierta a lo
Trascendente, sino también todo el proceso de la evolución ascendente. Existe un movimiento de crecimiento,
de unidad y de conciencia que se halla presente en todos y cada uno de los diversos estratos de la línea de la
evolución. Jesucristo, confesado y predicado en los evangelios y en la Iglesia, representa el punto Omega de
convergencia de todas las líneas ascendentes de la evolución. Mediante Él, ya tuvo lugar la irrupción de toda la
realidad en el interior del misterio del Dios que lo es todo en todas las cosas. La encarnación de Dios no
significa tan sólo que haya sido asumido un hombre, Jesús de Nazaret, sino también que toda la materia en

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evolución se vio afectada; porque Jesús de Nazaret no es una mónada perdida dentro del mundo, sino una parte
vital del mismo, y fruto de todo un proceso de millones y millones de años de evolución convergente. De este
modo, Jesucristo puede ser considerado como el mejor regalo que la creación ha ofrecido a Dios y, al mismo
tiempo, el principal don de Dios a los hombres: en Él se entroncan los caminos del mundo con los caminos de
Dios, alcanzándose una culminación irreversible y la consecución de la auténtica meta a la que tienden todas las
fuerzas de la evolución.

c) Interpretación de Jesús con ayuda de las categorías de la psicología profunda.

Otra corriente de reflexión, todavía incipiente, hace uso de las categorías de la psicología profunda,
especialmente de la escuela de C. G. Jung, para entender algunas de las facetas fundamentales del fenómeno
"Jesús". No se trata, pues ya hace mucho tiempo que el tema ha quedado superado, de entender de un modo
psicologizante la vida consciente de Jesús. Se pretende, más bien, deslindar los condicionamientos del
Inconsciente colectivo implicados en la actuación de Jesús y en el movimiento por él desencadenado.

El Inconsciente se estructura en mitos y arquetipos, símbolos e imágenes. Para la psicología, al contrario


de lo que sucede con la historia de las religiones, el mito no se identifica con leyendas de dioses o cuentos
fantásticos acerca de seres supraterrestres, con su destino, sus luchas, sus derrotas y sus victorias de héroes. El
mito es la forma en que el inconsciente colectivo representa el sentido radical de las situaciones permanentes de
la vida en relación con Dios, con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el rey, con el
sacerdote, con los animales, con el hombre, con el mal, con el sexo, etc. El mito posee unas estructuras, un
lenguaje y una lógica que le son propios. El mito no es absurdo o arbitrario, aunque pueda parecérselo a la razón
analítica del consciente, cuya orientación va en el sentido de la verificación de los objetos. En el mito habla el
inconsciente, no el consciente. De ahí que la investigación meramente "científica" y "objetiva" difícilmente
entiende el mito, porque lo aborda con categorías tomadas de la vida consciente.

La verdad del mito tampoco reside en su realización "objetiva", en el mundo de la realidad. La


investigación "científica" y "crítica", al proceder así, descalificó de inmediato el mito, tachándolo de fábula o de
ilusión. El error, sin embargo, no está en el mito, sino en el estudioso que falseó absolutamente la perspectiva en
la ilusión de que el hombre no es más que racionalidad y vida consciente. El consciente y el mundo de los
objetos, como muy bien decía Freud, apenas son más que la parte visible del iceberg, que en su mayor parte se
oculta bajo el agua (el inconsciente). Desmitificar no significa desenmascarar el mito confrontándolo con la
realidad objetiva, lo cual sería no comprender el mito, sino caer en la cuenta del mito como lenguaje del
inconsciente, aceptarlo como una forma de comprensión lógica e integrarlo en el proceso de individualización
de la personalidad. Buscar el sentido del mito no consiste en detectar su origen genético, averiguar si procede de
los persas o de los griegos, como tampoco consiste en descifrar las tradiciones que lo configuraron. El sentido y
la verdad del mito residen en la fuerza interpretativa que posee para el esclarecimiento de la existencia.

Así, en Jesús, el mito del Reino de Dios significado por los símbolos apocalípticos representa la
búsqueda y la promesa de la plena realización del sentido de toda la realidad: la irrupción de la meta final de la
historia es inminente. Esto significa una crisis radical para el consciente, el cual ha de reorganizar su
ordenamiento existencial y hacer posible que surja un arquetipo del inconsciente capaz de transformar el
horizonte de la existencia. Con la predicación de Jesús se produce, en su forma extrema, la irrupción del sentido
de la existencia como comunión y participación de todo con Dios. El mito del Reino suponía una nueva imagen
de Dios. Ya no se revelaba el Dios-Ley, sino el Dios-Padre que llamaba indiscriminadamente a todos los
hombres, buenos y malos, justos e injustos, a participar en el Reino. Esto ocasionó un conflicto entre los judíos
que les llevó a liquidar a Jesús. Jesús, por su parte, soportó el conflicto como una forma de reconciliación con
sus propios verdugos. Jesús predicó el amor. Enviado a la muerte por odio, predicó el perdón. De este modo,

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creó un nuevo horizonte de fraternidad delante del mismo Padre que supera todas las limitaciones. La
resurrección vino a confirmar la inauguración del nuevo ser y del sentido radical de la vida como vida eterna, no
amenazada ya más por la muerte. Sin embargo, mientras el mito no se haga realidad para todos los hombres y
para el cosmos, no podrá ser totalmente desmitologizado y "des-ilusionalizado".

Hay en esta perspectiva una serie de preciosas intuiciones que vienen a iluminar ciertos puntos oscuros y
permanentemente incomprendidos del mensaje de Jesús, como pueden ser el anuncio de la inminente venida del
Reino, el conflicto con la ley, y otros. Fue una concepción racionalista, y con unos criterios tomados
únicamente de la vida consciente, lo que llevó a Albert Schweitzer a afirmar que Jesús, con su predicación del
Reino, se engañó miserablemente y que, precisamente por ello, no podía ser Dios. Consiguientemente,
Schweitzer abandonó la teología, estudió medicina y trató de vivir hasta el final con admirable fidelidad en
Lambarene (África), lo que le quedó del evangelio de Cristo: su mensaje ético de amor y de humanidad para
con todos los hombres, especialmente para con los más incapacitados.

d) Interpretación secular y crítico-social de Jesucristo.

Esta corriente de la teología católica y protestante se nutre inequívocamente del carácter privatizante que
el mensaje de Cristo asumió en la tradición de la Iglesia y en la teología más moderna de orientación
trascendental, existencial y personalista. El mensaje revolucionario de Cristo fue reducido a la decisión de fe del
individuo, sin ninguna relación con el mundo social e histórico en que se encuentra inserto. Las categorías en
que se predicaba el mensaje se extraían de la esfera de lo íntimo, de lo privado, del yo-tú, de las relaciones
interpersonales. Y también se privatizaba la conversión como una transformación de la vida de la persona sin
ninguna incidencia en el contexto político-social, que permanecía inmune a cualquier crítica. Los evangelios y
el mensaje de Cristo, sin embargo, tienen un marcado carácter público. Produjeron un evidente impacto en el
contexto social y político de la época. La muerte de Cristo tuvo como trasfondo una intriga de tipo político. Su
mismo mensaje acerca del Reino, aunque no fuese partidista, poseía una innegable connotación política, en el
sentido que esta palabra posee, en la tradición clásica, de interferir la vida pública, así como las relaciones del
hombre con el mundo y con los demás hombres. El Reino de Dios no puede ser fácilmente privatizado y
reducido a la dimensión espiritual, como si se tratara únicamente del perdón de los pecados y de la
reconciliación con Dios, sino que supone una transformación de las personas, del mundo de las personas y del
cosmos. La predicación de Jesús posee un marcado contenido crítico frente a las tradiciones sociales y
religiosas de su pueblo y los cánones de la religión veterotestamentaria. Todo esto, poco a poco fue siendo
espiritualizado en la Iglesia, marginalizado y, finalmente, se perdió como energía histórica de contestación y de
crítica en nombre de la libertad de los hijos de Dios contra la manipulación de la religión para legitimar
intereses de grupo, religiosos o eclesiásticos.

Esta tendencia teológica destaca, en Jesús y en su mensaje, precisamente los elementos de crítica, de
contestación y liberación que, releídos en nuestro contexto cultural, adquieren una especial relevancia religiosa
y política. El mensaje de Cristo posee una función crítico-liberadora contra situaciones de represión, bien sean
religiosas o políticas. Él no vino a fundar una nueva religión, sino que vino a traer un nuevo hombre. Por eso,
Jesucristo y su misión no pueden ser encuadrados, sin más, en unos cánones religiosos. Jesucristo trasciende lo
sagrado y lo profano, lo secular y lo religioso. Y por ello la Iglesia no puede ser identificada con Jesucristo ni
con el Reino de Dios. También ella cae bajo la reserva escatológica, es decir, la Iglesia no es el término y el
final en sí misma, sino el instrumento y el sacramento del Reino. A ella le compete la función de llevar adelante
la causa liberadora de Cristo, no sólo en el ámbito personal, en el ámbito, por así llamarlo, de conversión, sino
también en la esfera pública, en la esfera que podríamos denominar de transformación permanente para un
crecimiento jamás susceptible de fijación y estratificación absolutizantes. Frente a la situación definitiva que
aún está por manifestarse, todo lo del tiempo presente (en lo eclesiástico, en lo dogmático y en lo político) es

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relativo y está sujeto a perfeccionamiento y a crítica. Ahora bien, esta forma de ver las cosas obliga a una crítica
muy seria en el interior mismo de la Iglesia, y no sólo fuera de ella. Con demasiada frecuencia, por ejemplo, se
ha utilizado a Cristo, para justificar posturas de hecho de la Iglesia. Fue de este modo como surgió una llamada
"Cristología política", que pretendía justificar a la Iglesia que había salido triunfante de las persecuciones y se
había convertido, por designio de Dios, en heredera del Imperio Romano. La pax romana, según puede leerse en
algunos padres del siglo III como San Cipriano, es sustituida por la pax christiana. Al cabo de poco tiempo se
fundaba el Sacro Imperio Romano. Entonces no se presenta a Jesús como el amigo de todos, particularmente de
los pobres y los humillados, sino como Emperador, Legislador, Juez, Filósofo, Señor cósmico y Pantocrator.
Basta ver las imágenes de Cristo en los grandes templos a partir del siglo III. El Jesús de Nazaret, débil en
cuanto al poder pero fuerte en el amor, que renunció y condenó la espada y la violencia, fue desplazado por el
Cristo político que, por su resurrección, había sido constituido Señor del mundo. Sus representantes, los papas y
los obispos, gobiernan en su nombre y hacen uso de la fuerza para aniquilar a todos "los enemigos de Dios". En
las diversas instancias oficiales de la Iglesia post-constantiniana no tardó en olvidarse la violenta crítica dirigida
por Jesús contra la forma de ejercer el poder en el mundo antiguo: "Sabéis que los jefes de las naciones las
gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros,
sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero
entre vosotros, será esclavo vuestro; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20,25-28; cf Mc 10,42-45, Lc 22,25-27).

Según Jesús, por consiguiente, la jerarquía (poder sagrado) es propia de los paganos, mientras que la
jerodulía (servicio sagrado) es propia de los cristianos. Pero, en la historia, la Iglesia ha sucumbido a la
tentación del poder al estilo pagano, haciendo uso de la dominación y de los títulos honoríficos que aprendió en
las cortes romanas y bizantinas. Toda la vida humilde de Cristo pobre fue releída dentro de las categorías de
poder. Hasta hace poco, la escultura y la pintura nos presentaban el nacimiento de Cristo como la parusía de un
emperador romano, rodeado de regalos y con aires principescos. Los pobres pastores se transformaban en
príncipes, el mísero establo en cámara real, la Virgen santa y el buen José en cortesanos. Los milagros y las
parábolas de Cristo eran revestidos de una aureola de lujo y esplendor que espantaba a los pobres y avergonzaba
a los contritos de corazón. Y fue precisamente con ellos con quienes se identificó Cristo, y fue a ellos a quienes
anunció una gran alegría. Las consecuencias, tanto para la piedad como para la praxis eclesial, fueron
desastrosas, como perfectamente han demostrado investigadores católicos de la talla de un Jungmann y de un
Karl Adam; en lugar de experimentar el cobijo en las manos del Padre, entró miedo; en lugar de la inmediatez
filial, creció el recelo ante el Cristo-Emperador; en lugar de sentirse todos hermanos, se veían insertos en la
mitad de un engranaje jerárquico que se interponía entre Cristo y los fieles. En consecuencia, comenzó a
venerarse mucho más a los santos que a Cristo. Ellos eran algo más cercano y podían servir de mediadores con
Cristo. Pero, además de los santos, entraron en juego un sinnúmero de sacramentales que originaron un cosmos
sagrado, mediante el cual podía vivir su experiencia religiosa el pueblo sencillo, puesto que se sentía alienado
por la politización de la figura de Cristo y de las estructuras de la iglesia. Y todo esto perdura en gran medida en
el inconsciente religioso y cultural de nuestro cristianismo occidental.

Como ha podido vislumbrarse en esta breve exposición, si antaño se politizó a Cristo para justificar
situaciones de hecho de la Iglesia, hoy se recorre el camino contrario y se impone la tendencia a presentar la
figura de un Cristo apolítico, privatizado, que habla únicamente al espíritu y al alma, al objeto de, con la misma
preocupación ideológica, justificar la postura de una Iglesia instalada que goza de sus triunfos históricos y que,
sin embargo, se halla organizada en estructuras anacrónicas que llegan a poner en peligro la esencia misma y la
vida interior del cristianismo en grandes zonas del mundo. Una visión crítico-social de Jesús y de su mensaje ha
de estar atenta a las ideologizaciones por las que puede ser manipulada la Iglesia. Jesús es un elemento de
permanente crítica interna porque resulta incómodo, porque no se deja domesticar por ningún sistema teológico,
sino que se deja amar por la fe liberadora.

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e) El significado de la experiencia de Cristo en la juventud de hoy.

Es en este contexto de reflexión donde adquiere relevancia social y religiosa la nueva experiencia de
Cristo en la juventud de hoy. Desde la década de los sesenta, en el mundo occidental, especialmente en el
capitalista y post-industrializado, pudo percibirse una frenética agitación en los medios estudiantiles. Se produjo
el nacimiento de un impresionante movimiento de contestación de los cánones de valores fijos y tradicionales
de nuestra sociedad. La utopía de una sociedad global de consumo y sin necesidades se reveló como una utopía
realmente ilusoria. La técnica, en lugar de liberar, lo que hizo fue esclavizar de un modo más sutil a los
hombres. La sociedad urbana y tecnológica, secular y empírica, en lugar de crear mejores condiciones de
libertad personal, mutiló más profundamente a los ciudadanos. Como decía el analista de la juventud
norteamericana contemporánea, "durante 300 años, la ciencia y la tecnología científica habían gozado de una
reputación merecida e incontestable; había sido una maravillosa aventura en la que se habían difundido los
beneficios y se había librado al espíritu de los errores de la superstición y de la fe tradicional... En nuestra
generación, mientras tanto, esa ciencia y esa tecnología pasaron a ser vistas a los ojos de muchos,
principalmente de los jóvenes, como esencialmente inhumanas, abstractas, masificadoras, entregadas al poder y
hasta diabólicas". La protesta estallaba inexorable y sin compasión: "¡Oh generación de adultos! Mírense a sí
mismos y vean cómo precisan dos buenos tragos para tener el valor de conversar con un ser humano. Mírense a
sí mismos y vean cómo tienen necesidad de la mujer del prójimo para probarse a sí mismos que están vivos;
mírense a sí mismos, cómo explotan la tierra, los cielos y el mar, buscando el lucro y dando a todo eso el
nombre de Gran Sociedad. ¿Son ustedes los que nos van a decir cómo hay que vivir? Están ustedes
bromeando". Y de este modo surgió el movimiento de la anticultura, predicado y vivido especialmente por la
juventud hippy. Entre ellos se convierte en pasión colectiva la búsqueda de Paz y Amor, de un sentido superior
al de los intereses del lucro, la búsqueda de la espontaneidad, la amistad y la fraternidad universal.

Primero se intentó por medio de la liberación sexual, el alcohol y las drogas. Después, a través de la
meditación trascendental del Maharishi Manes Yogi, profeta de los Beatles. Y descubrieron por fin a Jesucristo,
a quien ven, admiran, aman y siguen como a un Super-Star, como alguien que primero vivió y después predicó
aquello que todos andan buscando: la paz, el amor, la solidaridad y la comunión con Dios. Él vale más que un
"viaje" con L.S.D. Él constituye una tremenda y auténtica curación. Se saludan con frases tomadas del Nuevo
Testamento, visten camisas estampadas con la figura de Cristo, recitan como una especie de jaculatoria: Jesús es
la salvación. El Mesías es el mensaje. Volvamos a Jesús. Ya está llegando. No se demora.

Aun cuando debamos mantener una postura crítica frente a este movimiento, no obstante debe hacer
pensar a la sociedad y a la Iglesia. La sociedad moderna, secular, arreligiosa y racionalista pensó que había
respondido con su abundancia económica a los problemas fundamentales del hombre. Pero lo que hizo fue
unidimensionalizar, privatizar y reducir a la esfera de lo individual el problema del sentido de la vida, de Dios y
de Jesucristo. Dios es inútil. No vale como factor económico. Pero el hombre es algo más que una economía y
una boca para comer. El hombre busca insaciablemente otro tipo de pan que le satisfaga de raíz. Trata de
descifrar el misterio que envuelve nuestra existencia, que se llama Dios y que se manifestó en nuestra carne con
el nombre de Cristo. Él es el sentido radical de la existencia.

El movimiento juvenil debe llevar también a la Iglesia a una reflexión cristológica. ¿Por qué esos
jóvenes no se afilian a la Iglesia? ¿Por qué su Jesús no es el Jesús de las predicaciones, de los dogmas, sino el
de los evangelios? Para muchos de ellos, Jesucristo fue un prisionero de la Iglesia, de su interpretación
eclesiástica y de la casuística dogmática. De este modo, Jesús perdió su misterio y la fascinación que ejercía
sobre los hombres, al ser encuadrado dentro de una estructura eclesial. Es preciso que liberemos a Jesús de la
Iglesia, a fin de que pueda nuevamente hablar y crear comunidad; comunidad que, entonces, se llamará con

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razón Iglesia de Cristo. Resulta sintomático que la canción Jesucristo, yo estoy aquí haya sido cantada por
millones de personas. Con ello se producía una nueva parusía de Jesús dentro de la vida de muchos seres
humanos, en un grito de fe, de esperanza y de deseo de que se cumpla la misión de Cristo, que consiste en "unir
a toda la humanidad en una única multitud, en una única raza, en una sola nacionalidad, en busca de un solo
ideal: el encuentro con Dios -un único Dios, aunque sea adorado de maneras diferentes por fieles de todas las
religiones- en un camino de paz y de amor". Este retorno a Jesús puede ser un signo de los tiempos, como
afirmaba Mons. Paulo Evaristo Arns, Arzobispo de S. Paulo, un signo de un regreso a lo esencial que puede
realmente llenar una vida y el corazón de los hombres: "Jesús representa el amor en el mundo. Es una especie
de faro. Su mensaje de amor nos permite descubrir a los demás y amarlos tal como son". En Él brilló
anticipadamente lo radicalmente humano, como en un primer momento de la escatología; ese humano que busca
frenéticamente la nueva generación.

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II PARTE

SITUACIÓN ACTUAL DE LA CRISTOLOGÍA

2.1 La Cristología como una exigencia vital de nuestra fe

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contesta: “Tú eres el Cristo”
(Mt 8,29)
La respuesta de Pedro “Tú eres el Cristo” o Jesús, o el Cristo, o en otras palabras, Jesucristo, es una
verdadera profesión de fe que comprende la totalidad del misterio de su persona. Esta respuesta de fe, que es
comprensible solamente a la luz de la Pascua, contiene tres aspectos: subjetivo, objetivo y contextual.

2.1.1 Aspecto subjetivo

La respuesta de Pedro, esto es, de los discípulos, supone la experiencia de un encuentro personal con
Jesús; encuentro que los fascinó por la transformación que en ellos realizó y que los llevó a decir: así lo vemos
nosotros.

2.1.2 Aspecto objetivo

La convicción de fe de los discípulos presupone la misma realidad de la persona de Jesús. Ellos expresan
una intención: si así lo vemos es porque es así. A este aspecto lo podemos llamar, también, momento de
donación.

2.1.3 Aspecto contextual

La experiencia de fe que la persona de Jesús suscitó en los primeros discípulos, es una experiencia que
ellos pueden identificar con un nombre que su mismo contexto religioso les proporciona: Cristo. A este aspecto
le podemos llamar, también, momento de proyección.

La pregunta de Jesús, que se sigue escuchando actualmente, obliga al hombre creyente a dar razón de su
fe (1Pe 3,15) en el aquí y ahora de su contexto existencial y cultural, siguiendo los elementos estructurales que
acabamos de ver. La afirmación de fe de Pedro puede seguir siendo el paradigma de nuestra cristología.

2.2 Pluralidad de accesos al misterio de Cristo en la actualidad

Distanciándose del modelo cristológico de Calcedonia, han surgido, en nuestro tiempo, nuevas
interpretaciones de la fe cristológica condicionadas, en cierta manera, por diferentes horizontes de comprensión.
Trascienden, en el recto sentido de la palabra, la misma fórmula dogmática de Calcedonia, no por ser falsa, sino
porque es verdadera. Veremos a continuación las figuras cristológicas más significativas:

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2.2.1 La cristología cósmica

Este intento, el más antiguo, pretende articular la fe en Jesucristo desde un horizonte cosmológico. Este
modelo, cultivado ya por los Padres apologistas del siglo II, fue renovado de una manera genial, en estos
últimos tiempos, por Teilhard de Chardin.

2.2.2 La cristología trascendental

En este segundo proyecto, Karl Rahner se esfuerza por interpretar el acontecimiento Cristo desde un
contexto antropológico. El hombre es un ser abierto a toda la realidad. Es una pobre referencia al misterio de
plenitud. La cristología viene siendo entonces la realización más radical de la antropología.

2.2.3 La cristología de tipo clásico

Este modelo centra su atención en la constitución ontológica de Jesucristo, pero de una manera dinámica
a diferencia de los manuales de la época postridentina. Se puede mencionar, como representante de esta
cristología a Jean Galot.

2.2.4 La cristología histórica

La historia es la clave hermenéutica esencial para descifrar el acontecimiento Cristo. Esta corriente
cristológica se sitúa en una doble vertiente: una cristología enmarcada en horizontes de alcance histórico
universal y una cristología que se articula bajo el signo del redescubrimiento de la cuestión sobre el Jesús
histórico.

La cristología de Walter Kasper, por ejemplo, es histórica en un triple sentido: el mismo objeto de la
revelación es considerado como histórico; la historia es el método más adecuado para el anuncio de la fe
cristiana al hombre de hoy; esta cristología histórica hace suyo el círculo hermenéutico de teoría y praxis. En
esta misma línea de reflexión cristológica se sitúa la obra colosal del profesor Schillebeeckx: Jesús. La historia
de un viviente.

Actualmente la teología no ha tenido miedo de utilizar las ciencias históricas porque lejos de vaciar la fe
cristiana, le dan contenido y le sirven de ayuda, aunque algunas veces se le presentan como una instancia
crítica. Hay que reconocer que muchas veces las representaciones que los creyentes se han formado sobre Jesús
de Nazaret no concuerdan del todo con los datos adquiridos por la investigación histórica.

Esta visión panorámica de cristología hace un compromiso con la dimensión histórica, consciente de que
dicha acentuación no se debe sólo a la moderna conciencia histórica de nuestra sociedad, sino más bien tiene en
cuenta que se trata de una exigencia de la misma fe: se cree y se reflexiona en una persona concreta que ha
vivido en nuestra historia.

2.2.5 La cristología de la liberación

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Este nuevo proyecto quiere configurar su fe desde una situación de pobreza, miseria y marginación,
buscando en la tradición de fe, la respuesta de libertad y liberación para todos los pueblos de Latinoamérica.
Son tres los momentos que integran su modelo de reflexión: el análisis de la realidad, la relectura de la palabra
de Dios y la transformación de la realidad.

2.3 Nuevas tareas de la Cristología

2.3.1 Una cristología histórica

La cristología reconoce como una de sus principales tareas el comprenderse históricamente, no sólo
porque debe empalmar con nuestra época que vive bajo la dimensión de lo histórico y en la que todo se mide
con el parámetro de la historia, sino porque toma conciencia de que la orientación histórica es una exigencia
intrínseca de la misma fe.

La respuesta de fe “Tú eres el Cristo”, nos remite a una historia concreta, al destino de un hombre que
pasó haciendo el bien. La cristología, por lo tanto, debe esforzarse por actualizar y mantener vivo el recuerdo de
Jesús de Nazaret.

2.3.2 Una cristología con dimensión universal

La cristología pretende ser la respuesta esperada y deseada a todos los interrogantes y problemas que
agitan al hombre situado en los diferentes contextos humanos. Esta pretensión universal de la fe cristológica se
podrá justificar sólo cuando se la sitúe en un contexto más amplio que sólo la filosofía y más concretamente la
metafísica pueden proporcionar, determinada esta última de un modo histórico y personal. La razón de este
encuentro cristología-filosofía está en el hecho de que aquí está en juego no este o aquel ser, sino el ser como
tal. Con esto no se quiere decir que la cristología y la teología en general se condicionen por un determinado
sistema filosófico como sería el aristotélico-tomista, sino que debe estar abierta y aceptar un sano pluralismo
filosófico.

2.3.3 Una cristología hoy debe ser soteriológica

La cristología al dar razón de la fe cristiana lo hace profundizando en el significado salvífico que el Jesús de
Nazaret ha tenido para las generaciones del pasado y del presente. Esta tarea quiere mantener siempre unidos
los dos elementos expuestos anteriormente: el histórico y el universal, superando de esta manera, los dos
extremos que la cristología registrara en su historia:
• La separación entre cristología y soteriología realizada por la escolástica medieval.
• La reducción de la cristología a la soteriología llevada a cabo por M. Lutero.

Actualmente la reflexión teológica ha caído en la cuenta que el camino para llegar a una cristología es la
soteriología, concediendo que, en el orden de la intención, lo primero es la cristología.

2.3.4 Una cristología contextual

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Esta tarea de la cristología está en continuidad con aquella del Nuevo Testamento que se va articulando
de acuerdo a los diferentes contextos y exigencias de las respectivas comunidades. Así lo comprueba la rica
denominación neotestamentaria de Jesús. Una cristología hoy por estar inmersa en la historia, por formar parte
intrínseca de la historia humana y porque es historia y cultura, se ve también intrínsecamente modificada y
condicionada por el contexto existencial.

Hablar de una cristología contextual es abordar el problema hermenéutico, más en concreto, el “círculo
hermenéutico” cuyo movimiento circular continuo consiste en un desplazamiento que va del contexto a los
datos revelados de la fe y después a la inversa, de los datos al contexto, y así sucesivamente. Para mayor
claridad y precisión se suelen sustituir la dialéctica de los dos elementos por la acción y reacción de los tres
componentes: texto, contexto e intérprete.

2.3.5 Una cristología hoy debe ser integral

Con esto se quiere significar que una reflexión cristológica no solamente debe atenerse a la globalidad del
dato revelado, sino que debe tener en cuenta los demás modelos cristológicos y beneficiarse de sus logros e
intuiciones. Esto implica mantener en continua interacción los cinco principios siguientes (que desarrollaremos
en la III parte):
• Principio de tensión dialéctica.
• Principio de la totalidad.
• Principio de la pluralidad.
• Principio de la continuidad histórica.
• Principio de integración.

2.4 El punto de partida de la cristología

En primer lugar, el punto de partida no lo constituye ni el Jesús de Nazaret considerado en sí mismo, ni


el Cristo del kerigma, ni el dogma cristológico. El punto de partida lo constituye más bien el movimiento que
Jesús fundó al inicio de nuestra era, esto es, la primitiva comunidad que conoció a Jesús y lo interpretó en un
acto de fe. Hablar de Jesús con lenguaje de fe como lo hicieron las primeras comunidades es afirmar al mismo
tiempo lo que Jesús era y lo que realmente significó para ellas.

El presente proyecto de síntesis cristológica adoptará este punto de partida, consciente de que
actualmente el teólogo está buscando continuamente en la imagen de Jesús que ofrece la crítica histórica,
elementos y signos capaces de orientar la búsqueda humana de la salvación hacia la respuesta cristiana que nos
habla de la salvación definitiva de Dios en Jesucristo.

2.5 El significado teológico de la pregunta histórica sobre Jesús

El punto de partida escogido para la cristología nos impone la tarea del acceso al Jesús de Nazaret por los
caminos que la exégesis y la teología, tanto católicas como protestantes, que se han trazado a partir de
Käsemann, valiéndose del método de la historia de las formas (Formgeschichte). Estas vías de acceso marcan ya
un distanciamiento con respecto a otros intentos que muy pronto fracasaron.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

a. En primer lugar, del escepticismo histórico esbozado por Reimarus, elaborado por Strauss y radicalizado
por R. Bultmann cuyos resultados exegéticos y hermenéuticos llevaron a la desgarradora ruptura entre el
Jesús histórico y el Cristo del kerigma. Si Jesús existió realmente, no interesa a la fe cristiana la cual
inicia, totalmente, con la comunidad postpascual.
b. En segundo lugar, del positivismo liberal que, en reacción a la corriente anterior, cree posible llegar
directamente, prescindiendo del kerigma y del dogma, hasta el Jesús de Nazaret y escribir su mismo
proceso sociológico.
c. Ante el desconocimiento de la importancia teológica del Jesús de Nazaret, la exégesis contemporánea se
ha esmerado, con ayuda del mismo método de la historia de las formas, por establecer una continuidad
no tanto cronológica cuanto teológica entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. Para esto realizan un
desplazamiento de miras que va de la comunidad pospascual, punto de partida de la fe según Bultmann,
hacia el grupo de discípulos que rodeó al Jesús pre-pascual, esto es, hacia la comunidad prepascual. Los
exegetas han demostrado que ya desde esta comunidad se puede hablar de una fe implícita en el maestro
Jesús que llegará a su plena madurez en la Pascua. La fe de esta comunidad que ha de pensarse como
estable, explica el interés por conservar la palabra o mensaje del maestro y comunicarlo a las
generaciones siguientes. La fe pre-pascual aunque inicial y embrionaria, hizo posible una fe postpascual
plena y madura.

Fue así como se comenzó a recuperar el valor teológico de la pregunta histórica sobre Jesús. Actualmente
con motivo de las nuevas investigaciones exegéticas se ha ido reforzando esta valoración teológica tanto así que
ha venido a ser una tesis común en la exégesis y en la teología.

2.6 Una cuestión de método

La cristología, como todo discurso teológico, puede adoptar diferentes métodos. El que ha predominado
hasta tiempos recientes puede llamarse “dogmático”. Este método tomó como punto de partida las
enunciaciones dogmáticas del Magisterio central de la Iglesia –en particular la definición de Calcedonia- y,
mediante un movimiento de retrospección, trató de comprobar los elementos esenciales del misterio con
referencias bíblicas elegidas e interpretadas adecuadamente. Hecha esta verificación, el método investigó
ulteriormente el significado de las definiciones dogmáticas relativas al misterio de Jesucristo para sacar de ellas
unas conclusiones todavía más precisas.

Tal método adolecía de serias limitaciones y peligros. El Nuevo Testamento no figuraba aquí como el
alma del proyecto teológico, sino que se hacía uso de él a modo de “método de textos probatorios” para
justificar las formulaciones dogmáticas. La Palabra de Dios no constituía la última norma (norma normans) en
base a la cual interpretar estas formulaciones; el dogma se convirtió en norma final. En este proceso, la Sagrada
Escritura se usaba de forma no crítica, a menudo sin tener en cuenta el método exegético; en particular, los
dichos atribuidos a Jesús en los evangelios –incluido el de Juan-, se tomaban indiscriminadamente por
auténticos (ipsissima verba). Tomando como norma absoluta el modelo calcedonense, se prestaba poca atención
a la pluralidad de cristologías ya presentes en el Nuevo Testamento; mucho menos se dejaba espacio para un
modelo calcedonense de cristología, una vez que el concilio hubo determinado el dogma cristológico. En breve,
la conexión entre Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio, tan acertadamente expresada por el Vaticano II
(DV 10), se había desviado a favor del dogma. Surgió así un peligro de dogmatismo, una manera de
absolutización de un determinado modelo cristológico que, como muestra la historia, a menudo no hacía plena
justicia a la verdadera humanidad de Jesús y en gran medida olvidaba su “historia” humana. El método
dogmático condujo a una cristología abstracta que, al perder el contacto con la vida concreta de Jesús, corría el
peligro de ser irrelevante incluso para nuestra vida concreta.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Las últimas décadas han sido testigo del desarrollo –en teología en general, y en cristología en
particular- de otro método más adecuado que puede llamarse “genético” o “histórico-evolutivo”. Éste parte de la
Sagrada Escritura, y particularmente de la esperanza mesiánica del Antiguo Testamento y su cumplimiento,
según el Nuevo Testamento, en la persona de Jesús. Este método continúa estudiando la cristología del Nuevo
Testamento, esto es, la reflexión de fe hecha por la Iglesia apostólica sobre el acontecimiento de Cristo a la luz
de la experiencia pascual, sin atender siempre de forma adecuada a la pluralidad de las cristologías del Nuevo
Testamento, en un intento expreso a veces de reducir a una síntesis artificial esas cristologías diversificadas. El
método sigue posteriormente el desarrollo de la reflexión cristológica a través de la tradición post-bíblica en la
Iglesia de los Padres. Así llega a los concilios cristológicos, cuyo objetivo inmediato era refutar y condenar las
herejías cristológicas que surgieron desde dos direcciones opuestas: el nestorianismo por una parte (Éfeso) y el
monofisismo por otra (Calcedonia). El método examina, además, los desarrollos cristológicos post-conciliares a
través de la historia más reciente hasta nuestros días, para terminar con las cuestiones cristológicas que
requieren mayor atención en el estado actual de la reflexión.

El Decreto sobre la Formación Sacerdotal del Vaticano II (OT 16) recomendó el uso en los estudios
teológicos del método genético, que se había aplicado en los años preconciliares, caracterizados por una vuelta
definitiva a las fuentes, tanto bíblicas como patrísticas. El mérito principal de este método, si se compara con el
dogmático, consiste en el puesto destacado que asigna a la teología “positiva” –es decir, al estudio de las
fuentes- como distinta de la teología “especulativa”. El desarrollo dogmático se ve así de forma lineal, como
movimiento progresivo que conduce a una comprensión cada vez más profunda del misterio cristológico. Habrá
que preguntarse, sin embargo, si el concepto lineal del desarrollo cristológico no simplifica demasiado los datos
históricos: en el curso de la tradición, ¿toda nueva tendencia en cristología ha representado un progreso y un
auténtico perfeccionamiento en la percepción que la Iglesia tiene del misterio de Cristo? ¿No nos hallamos
quizá ante un modelo cristológico –que de por sí no debía ser considerado como único y absoluto- que ha
adquirido de facto el monopolio de la reflexión teológica, desplazando otros modelos en su proceso, no sin
pérdida real para la percepción del misterio por parte de la Iglesia?

De momento, se puede señalar ya que el método genético corre también el riesgo de dejar poco espacio
para el pluralismo cristológico. Por lo que se refiere al Nuevo Testamento, el prólogo del evangelio de Juan se
considera, con justicia, como el ápice y la cumbre de la teología bíblica: pero, ¿se deja bastante espacio a la
cristología del primer kerigma? De modo semejante, en la Tradición el modelo calcedonense –con sus
determinaciones ulteriores en el concilio III de Constantinopla- tiende a ser absolutizado como el único posible
y, en consecuencia, como el modelo universal. Además, lo mismo que en el caso de su respectivo modelo
dogmático, también una teología desarrollada según el método genético puede ser abrumadoramente
especulativa en detrimento de la vida concreta y del contexto en que se hace la cristología. Cuantas más
deducciones especulativas se sacan de los datos cristológicos fundamentales, mayor resulta el peligro de
abstracción y de alejamiento del Jesús real de la historia y del contenido concreto de su Evangelio. Hablando en
general, el método genético muestra poco interés por contextualizar la comprensión del misterio de Cristo.

Tanto el método dogmático como el genético son deductivos. Los dos buscan sacar conclusiones todavía
más precisas de los datos cristológicos previos, yendo de lo mejor conocido a lo menos conocido. Ambos
también son fundamentalmente especulativos, procediendo de la doctrina a su aplicación a la realidad, a
menudo, sin embargo, sin lograr tomar contacto con la realidad de la vida concreta. Esta falta de contacto con la
realidad, característica de buena parte de la especulación teológica tradicional, está sugiriendo que se ha de
arbitrar un nuevo método que podríamos llamar “inductivo”.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

El método teológico inductivo no pone su punto de partida ni en las definiciones dogmáticas ni siquiera
en los datos bíblicos, sino en la realidad vivida de una situación concreta y en los problemas que suscita para la
reflexión de fe: en suma, el método inductivo parte del contexto partir del contexto, –ser “contextual”-,
representa para la teología en general, y para la cristología en particular, un cambio radical. Para la cristología
significará principalmente buscar en la historia de Jesús y en el mensaje evangélico una dirección en la que
encontrar una respuesta a los problemas vitales que el mundo presente plantea a los hombres y a la sociedad. La
definición anselmiana de la teología como “fe en busca de comprensión” sigue siendo válida para una teología
inductiva, pero su significado se ha renovado. Ya no se trata de decir teolegúmenos de los datos de la fe, sino
más bien de vivir la fe dentro del contexto y confrontar la realidad contextual con Jesús y su Evangelio. Allí
donde el método deductivo buscaba, –en vano-, aplicar la doctrina a la realidad, el inductivo procede en orden
inverso, desde la fe vivida en el contexto a la reflexión sobre el contexto a la luz de la fe.

El mismo concilio Vaticano II, a través de sus varias sesiones, conoció este cambio de perspectiva.
Mientras la constitución dogmática Lumen Gentium, siguiendo el método deductivo, asumía como punto de
partida los datos de la revelación para después deducir de ellos las conclusiones teológicas, la constitución
pastoral Gaudium et Spes, invirtiendo el proceso, adoptaba un método inductivo. En efecto, su primera mirada
se dirigió al mundo presente, escuchó sus problemas con atención y simpatía, descubrió en los deseos y
aspiraciones de la gente de nuestro tiempo la acción del Espíritu Santo, encontró en esas aspiraciones “signos de
los tiempos” y respondió a los problemas y expectativas del mundo de hoy a la luz del mensaje evangélico. En
el proceso –y no simplemente por casualidad- la Gaudium et Spes contribuyó a los dos grandes desarrollos
cristológicos producidos por el Vaticano II, en los cuales el misterio de Cristo se contempla como manifestación
del misterio del hombre y de su destino (GS 22), y el mismo Señor es visto como “la meta de la historia
humana, el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización, el centro de la humanidad, la alegría de
todos los corazones y el cumplimiento de todas las aspiraciones” (GS 45).

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

III PARTE

HACIA UN “ACERCAMIENTO INTEGRAL”


A LA CRISTOLOGÍA

La expresión “cristología integral” ha sido tomada de la Pontificia Comisión Bíblica. A su vez, el


“acercamiento integral” recibe aquí un significado más amplio, por el que hace referencia a una perspectiva de
conjunto. Por “cristología integral” la Comisión Bíblica entiende aquella que tiene en cuenta todo el testimonio
bíblico. En su comentario al documento de la Comisión Bíblica, J. A. Fitzmyer explica en esta dirección:

“En el estudio de la cristología hay que escuchar toda la tradición bíblica, tanto del Antiguo, como del
Nuevo Testamento, ya que se nos da toda entera como norma de la fe cristiana. En realidad, el desarrollo
literario de la unidad canónica de la Biblia refleja la revelación progresiva de Dios y su salvación ofrecida a los
seres humanos. En consecuencia, hay que retroceder hasta las promesas hechas a los patriarcas y que,
posteriormente introducidas a través de los profetas, se extendieron a las esperanzas del Reino de Dios y del
Mesías, y finalmente a la realización de las mismas en Jesús de Nazaret como el Mesías y el Hijo de Dios…”

Todo esto es muy cierto; sin embargo, un “acercamiento integral” en cristología, aunque ha de tener
como alma el mensaje revelado, ha de beneficiarse también de las intuiciones de los distintos métodos
teológicos.

3.1 Principio de tensión dialéctica

Lo hemos visto en acción de diferentes maneas y bajo distintos aspectos siempre que hemos apuntado a
la continuidad en la discontinuidad. Así, por ejemplo, entre la espera mesiánica veterotestamentaria y su
cumplimiento en el Nuevo Testamento; entre la “condición del judío” de Jesús y su transformación del
judaísmo; entre la cristología del Jesús histórico y la de la Iglesia primitiva; entre la cristología del kerigma
apostólico y las reflexiones cristológicas más maduras del Nuevo Testamento; entre las enunciaciones
primitivas post-bíblicas y los siguientes desarrollos cristológicos. En otra dirección, el mismo principio actúa en
la continuidad-discontinuidad entre la cristología “en búsqueda” del “existencial sobrenatural” del hombre y el
acontecimiento histórico de Jesucristo, o entre la cristología “en búsqueda” de las tradiciones religiosas del
mundo y el “encuentro” por parte de Dios y del hombre religioso en Jesucristo. En todos estos ejemplos del
principio de la tensión dialéctica habrá que asegurar la verdadera relación entre los elementos de la continuidad
y los de la discontinuidad. Esta relación ha de llevar consigo una “novedad completa” (San Ireneo), como la que
existe entre las “preparaciones evangélicas” (en el hombre, en las religiones e incluso en el judaísmo) y en el
acontecimiento histórico de Jesucristo. Y, por el contrario, podrá también implicar, a pesar de la diferencia de
expresión, una identidad de significado como la que existe entre la cristología neotestamentaria y la de las
tradiciones post-bíblicas. En suma, un mismo principio tiene muchas aplicaciones diferentes, cada una de las
cuales ha de ser valorada en su misma identidad.

3.2 El principio de la totalidad

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Por tal se entiende que una cristología bien asentada ha de evitar todo peligro de reduccionismo y de
unilateralidad en cualquier dirección. El misterio cristológico está compuesto de aspectos complementarios, con
frecuencia en contradicción entre sí a primera vista, pero que han de mantenerse juntos, si bien a menudo en
tensión. Todos los falsos dualismos y las aparentes contradicciones, como, por ejemplo, las que existen entre el
Jesús de la historia y el Cristo de la fe, entre la cristología implícita del mismo Jesús y la explícita de la Iglesia,
entre la cristología funcional y la ontológica, entre la soteriología y la cristología, entre la salvación y la
liberación humana, entre la liberación horizontal y la vertical, entre lo histórico “ya” y lo escatológico “todavía
no”, así como también entre la antropología y la cristología, entre el cristocentrismo y el teocentrismo, etc.,
deben ser superados. El modelo calcedonense de unión “sin confusión, ni cambio; sin división o separación”,
puede servir como paradigma útil: hay que hacer las distinciones, pero hay que preservar la unidad.

3.3 El principio de la pluralidad

Ya hemos observado que el Nuevo Testamento contiene una pluralidad de cristologías que han de
mantenerse en una unidad sustancial. El principio de la pluralidad se aplica todavía más en todo lo que se refiere
a la tradición cristológica post-bíblica y a los desarrollos cristológicos recientes. Dondequiera que aparezca, esta
pluralidad ha sido guiada a lo largo de la tradición cristiana por el intento de inculturar y contextualizar la fe
cristológica. Se puede demostrar fácilmente que ya en el Nuevo Testamento el interés por la inculturación y la
voluntad de contextualización está siempre en la raíz de la diversidad de los acercamientos al misterio de
Jesucristo, testimoniado en la predicación kerigmática; acercamientos patentes desde el paso de un contexto
cultural prevalentemente judaico a otro judeo-helenístico y después, posteriormente, a un contexto abiertamente
helenístico. El Concilio Vaticano II reconoció esto cuando en la constitución Dei Verbum hace referencia al
Sitz im Leben de los evangelios, es decir, al hecho de que éstos fueron escritos “con la mirada puesta en la
situación de la Iglesia” (DV 19)

El mismo intento de contextualización y de inculturación está en acción en el desarrollo de los dogmas


cristológicos dentro de la tradición post-bíblica, como se demostrará a continuación al hablar de “helenización”
y “deshelenización”. Lo mismo ocurre en los métodos y en las perspectivas cristológicas recientes. El método
“crítico-dogmático” de la cristología se inspira en el intento de inculturación de la fe cristológica en un contexto
de cambio cultural. El problema que se plantea es cómo mantener y expresar la fe tradicional en Jesucristo en el
contexto de cambio cultural en que, por una evolución en el significado de los conceptos, las formulaciones
tradicionales corren el riesgo de traicionar el “significado” que intentaban transmitir. La misma preocupación
domina al método “antropológico” de la cristología, sea en la forma de un evolucionismo cristológico que trata
de conciliar la fe cristiana con la cultura científica, sea en la de una “cristología trascendental” que tiene como
destinatario al hombre “adulto” en un mundo secularizado. Dígase lo mismo de las diversas cristologías, tanto
de la liberación como de las religiones, surgidas en los continentes del Tercer Mundo en respuesta a la
provocación de la liberación humana y del pluralismo religioso.

3.4 El principio de la continuidad histórica

La diversidad cultural ha dado origen a las distintas expresiones de la fe cristológica a lo largo de los
siglos. A pesar de ello existe un amplio grado de continuidad histórica entre los diferentes métodos
cristológicos, lo mismo que entre las distintas reducciones y herejías cristológicas, en los diferentes períodos de
la tradición. La permanencia de actitudes fundamentales hacia el misterio de Jesucristo se debe sobre todo a la
estructura ontológica del misterio mismo, compuesto, inseparable e inalterablemente, de dualidad y de unidad.
Esta estructura abre el camino a dos formas fundamentales de acercamiento, “desde arriba” y “desde abajo”, es

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

decir, desde la persona del Hijo de Dios que se hace hombre o desde el hombre Jesús que es personalmente el
Hijo de Dios. Más adelante nos preguntaremos sobre la prioridad histórica en la tradición bíblica y en la post-
bíblica de estos dos enfoques básicos. Dejando de momento a un lado esta consideración, se puede apreciar ya
la constancia a lo largo de los siglos de la lógica inherente a cada una de las dos formas de acercamiento.

Tenemos por un lado el acercamiento “descendente” o “desde arriba” iniciado desde la persona del Hijo
de Dios. El tipo de reduccionismo al que tal perspectiva puede dar lugar consiste en minar la realidad o el
carácter auténticamente humano de la humanidad de Jesús. En la tradición primitiva esta tendencia hizo surgir
diversas herejías cristológicas como el docetismo, el gnosticismo, el apolinarismo, el monofisismo y otras. En la
cristología escolástica sucede lo mismo, aunque bajo formas diversas, con el principio de las “perfecciones
absolutas” de la humanidad de Jesús, con la teoría de la visión beatífica durante su vida terrena o con el Jesús de
la espiritualidad barroca, representado como una teofanía del “buen Dios” manifestándose en forma o
apariencia humana. La misma tendencia aparece hoy día como otra posibilidad. Se ha observado que el
monofisismo es la tentación constante del “pueblo piadoso” pero poco informado (E. Masure); y K. Rahner ha
hablado del “criptomonofisismo” de muchos cristianos de nuestro tiempo.

La misma tendencia, si bien de manera oculta y más sutil, está en acción en la cristología “existencial”
de R. Bultmann, que en alguna medida evoca las corrientes primitivas gnóstica y docetista. Como vimos
anteriormente, para Bultmann es a fin de cuentas irrelevante, o poco menos, poder descubrir algo significativo
de la historia humana de Jesús, ya que el único acontecimiento pleno de significado es el de la palabra
proclamada en el kerigma, en el que se reta al hombre a una decisión de fe. Lo que en definitiva interesa a
Bultmann no es el significado que se ha de dar al acontecimiento del Jesús histórico, sino al “acontecimiento de
la palabra”. Éste existe en sí mismo y no necesita basarse en el Jesús histórico. La vida terrena de Jesús, los
misterios de su carne no tienen importancia alguna o valor para la salvación. La postura cristológica de
Bultmann se reduce a una nueva versión, en un contexto cultural muy distinto, del docetismo y del gnosticismo.
Su Cristo de la fe sin el Jesús de la historia se disuelve en un mito.

Por otra parte, tenemos el acercamiento “ascendente” o “desde abajo”, que pone su punto de partida en
el hombre Jesús. Como se puede intuir fácilmente, el tipo de reduccionismo al que está sometido este
movimiento es exactamente el contrario del que nace de la dirección opuesta. Consistiría en disminuir la
condición divina de Jesús o en mantenerse por debajo de la afirmación de su identidad personal de Hijo de Dios.
En la tradición antigua este reduccionismo se manifestó de varias formas, por ejemplo, en los ebionitas, que
redujeron a Jesucristo a la condición de profeta como los otros o, de otra forma, en las herejías cristológicas del
adopcionismo, del arrianismo y del nestorianismo. El mismo modelo apareció en la cristología escolástica de
forma exagerada en la cristología del “hombre asumido”, según la cual el hombre Jesús habría existido antes de
que el Hijo de Dios habitase en él; o en el “adopcionismo” español, que asignaba al hombre Jesús una filiación
divina adoptiva. Se puede reconstruir hoy la misma tendencia en el contexto moderno y secularizado del mundo
occidental, donde el racionalismo y la verdad, derivados de la observación científica, prevalecen a menudo.

Por válido que sea el proceder “desde abajo” hacia el misterio cristológico, los estudiosos que siguen
este método, las más de las veces no llegan adecuadamente a Jesús “Hijo de Dios”. La cristología se convierte
entonces en una “cristología por grados” en la que Jesús queda reducido a un hombre ordinario en el que Dios
está presente en un “grado extraordinario”. En todos esos casos, la cristología “desde abajo” termina en una
“cristología baja”.

En suma, la estructura del misterio cristológico abre el camino a dos acercamientos cristológicos
opuestos: –el “ascendente” y el “descendente”-, ambos legítimos y complementarios entre sí. Los dos, sin
embargo, tienen peligros intrínsecos que, si no se tienen en cuenta, pueden ocasionalmente llevar a herejías

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opuestas. Por un lado, el acercamiento “desde arriba”, característico de la escuela alejandrina, que desarrolló
una cristología del “Hijo encarnado”, está sometido a las tendencias monofisistas; por otro, el acercamiento
“desde abajo”, propio de la escuela antioquena, que dio lugar a la cristología del “hombre asumido”, puede
conducir al nestorianismo. Toda cristología deseosa de mantener la integridad del misterio cristológico habrá de
juntar en la unidad, por encima de toda forma de reduccionismo, los dos términos.

3.5 El principio de integración

Con este principio se busca una “cristología integral” que reúna los elementos complementarios,
aparentemente contradictorios, que componen el misterio de Jesucristo. Al mismo tiempo, ha de redescubrir y
reintegrar en una presentación de conjunto algunos aspectos del misterio que en el curso de los siglos, o también
en nuestro tiempo, se han perdido por el camino o se han descuidado de forma considerable.

Hemos afirmado la validez y la recíproca complementariedad de los dos acercamientos cristológicos, el


“desde arriba” y el “desde abajo”. Una “cristología integral” ha de combinar ambos. Más adelante veremos
cómo se complementan en la dinámica de la fe. Al mismo tiempo, también la soteriología y la cristología son
complementarias entre sí y se buscan mutuamente, como veremos también más adelante. En ambos casos, se da
un círculo completo: de la cristología “desde abajo” a la cristología “desde arriba”, y viceversa; y de forma
semejante, desde la soteriología a la cristología, y viceversa. Este movimiento circular completo mostrará mejor
la dialéctica que se mantiene entre los métodos complementarios desde ambas direcciones.

La cristología ha pecado a menudo de impersonalismo. Para eliminar esta limitación, se ha de presentar


siempre la dimensión personal y trinitaria del misterio. Una cristología del Dios-hombre es abstracta y la única
real es la del Hijo de Dios hecho hombre en la historia. Hay que mostrar, por tanto, que las relaciones
personales intra-trinitarias informan todos los aspectos del misterio cristológico, cosa que se verifica sobre todo
a propósito de la psicología humana de Jesús. Una parte de la dimensión trinitaria del misterio cristológico es su
aspecto pneumatológico. Por lo mismo, la cristología ha de incluir una “cristología pneumática”, que pondrá el
acento en la presencia universal y operante del Espíritu de Dios en el acontecimiento Cristo.

La dimensión histórica del misterio de Jesucristo, así como la verdadera “historia” humana de Jesús,
debe ponerse en claro una vez más para contrarrestar la tendencia “deshistorizante” y abstracta de gran parte de
la cristología del pasado. La fe cristiana está en Jesús el Cristo, esto es, en el Jesús de la historia que fue
constituido Cristo por Dios en su resurrección de entre los muertos: no es ni una fe en un Jesús sin Cristo ni en
un Cristo sin Jesús. La “Jesulogía” y la cristología se han de mantener unidas, ya que un Jesús sin Cristo es algo
vacío, un Cristo sin Jesús es un mito.

Finalmente, a pesar de la particularidad histórica del hombre Jesús, se ha de mantener también el


significado universal del acontecimiento Cristo y la dimensión cósmica de su misterio. Hay que mostrar que el
misterio de Jesucristo es “el universal concreto” en el que coinciden el significado universal y la particularidad
histórica. La razón es que en Jesús de Nazaret el Hijo de Dios se ha “humanizado” y su historia humana es la de
Dios.

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IV PARTE

EL MISTERIO DE CRISTO EN LA SAGRADA ESCRITURA

4.1 Fundamentos veterotestamentarios del Ministerio de Cristo

4.1.1 El Mediador real

A. LA PROFECÍA DE NATÁN A DAVID (2Sam 7, 8-16)

En Lucas el ángel de la anunciación presenta a Jesús con estas expresiones; “Será grande y será llamado
Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David su Padre y reinará para siempre en casa de Jacob y su
reino no tendrá fin” (Lc 1, 32ss). Jesucristo es presentado con los rasgos de un personaje real, hijo de David e
hijo de Dios. Esta calificación remite a una línea mesiánica veterotestamentaria que ve en la figura del rey al
mediador de la salvación entre Dios y su pueblo. Indiquemos sumariamente algunos trazos de esta corriente que
atraviesa el A.T. hasta Jesús y que es portadora de la llamada “promesa mesiánica”.

La raíz histórica de la espera mesiánica que atribuye al rey davídico la tarea de conducir la historia a su
cumplimiento, con la ayuda de Dios, es la llamada promesa davídica, referida en 2Sam 7, 8-16. El profeta Natán
anuncia al rey David la voluntad de Dios: “Así dice el Señor de los ejércitos: Yo te saqué de los apriscos, de
andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré
con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo
plantaré para que viva en él sin sobresaltos, (….). Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te
daré una dinastía. Cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus padres, estableceré después
de ti un descendiente, un hijo de tus entrañas, y consolidaré a su reino. Él edificará un templo en mi honor y yo
consolidaré su trono real para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; si se tuerce, lo
corregiré con varas y golpes, como suelen los hombres, pero no le retiraré mi lealtad (…). Tu casa y tu reino
durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre”.

El contenido central de la promesa, fijada en sus elementos esenciales ya en el siglo X, se refiere a la


protección divina sobre la casa de David y su reino, que tendrá estabilidad perpetua. El favor de Dios –cuyas
relaciones con la descendencia davídica serán como las que tiene un padre con su hijo-, no se retirará jamás de
la casa de David. Este pacto prolonga el pacto del Sinaí. David recoge y prolonga la promesa hecha a los
patriarcas. Hay una estrecha relación entre las dos promesas, ya que la promesa davídica garantiza a Israel la
posesión de la propia tierra, de la propia “casa” (v.11.16). En esta tierra el rey davídico edificará a Yahvé su
casa (v.5.13).

En el mismo período, bajo el reinado de Salomón (971-931 a.C.), el escritor “yahvista” relee la historia de
Israel desde la creación hasta la posesión de la tierra prometida (texto “J” del Pentateuco), con el fin de enraizar
el reino davídico en la tradición anterior, ofreciéndole también una clave de legitimación teológica. Son cuatro
las orientaciones históricas que se leen en clave davídica.

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El protoevangelio (Gn 3,15), es el punto de partida de esta relectura yahvista. La serpiente será derrotada.
La descendencia de la mujer le aplastará la cabeza. En relación a toda la comunidad, el tema expresa la promesa
de la victoria sobre el enemigo.

Reduciéndose solamente al pueblo de Israel, el segundo gran acontecimiento de esta relectura davídica de la
historia lo tenemos en la vocación de Abrahán (Gn 12,1-3), que constituye el punto de partida de la historia de
Israel: “El Señor dijo a Abrahán: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré. Haré
de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y será una bendición. Bendeciré a los que te
bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo”. Israel,
que es portador de esta promesa, lo va a realizar en la historia con el rey davídico y con su descendencia.

La bendición de Jacob (Gn 49, 8-12) constituye la tercera etapa y contiene la promesa hecha a la casa de
Judá: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos; pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos (…) No se apartará
de Judá el cetro ni el bastón de mano de sus rodillas, hasta que le traigan atributos y le rindan homenaje los
pueblos”. En las promesas de Jacob a sus hijos, a Judá se le asigna un puesto de preeminencia entre sus
hermanos y un papel de lucha y de victoria contra los enemigos. El acento sobre el futuro dominador es una
referencia a David, que recogerá la promesa de Judá y la llevará a cumplimiento en su descendencia.

La cuarta referencia histórica que el yahvista interpreta en clave davídica está en los oráculos de Balaam
(Nm 24,15-19). Balaam, un adivino de las orillas del Éufrates, que reconoce a Yahvé como Dios suyo (Nm
22,18), y bendice a Israel (Nm 23,11-12.25-26; 24,10), habla así: “Una estrella sale de Jacob y un cetro surge de
Israel, destroza los templos de Moab y el cráneo de los hijos de Set, conquistará a Edom y será su conquista
Seir, su enemigo, mientras Israel realiza proezas. Uno de Jacob dominará a sus enemigos y hará perecer a los
acampados en Ar”. La “estrella” del antiguo Oriente señala a un dios o a un rey “divinizado”. Aquí parece
referirse a la monarquía davídica y al futuro Mesías de la descendencia davídica, que reducirá a los confines de
Canaán a los enemigos y a los adversarios de Israel.

La figura de este combatiente, que pisoteará definitivamente a sus enemigos, asume los rasgos cada vez más
claros; con mucha finura artística, el autor yahvista pone de relieve la progresión de las diferentes promesas
hechas con la humanidad, con el pueblo de Israel, con la casa de Judá y con la dinastía davídica.

En el A.T. se puede trazar una línea que comienza en el zerá (“semilla”, “descendencia”) de la mujer (Gn
12,7), llega a la “semilla” de David (2Sam 7,12), y desemboca definitivamente en Jesús (cf. Gál 3,19), hijo de
José, de David, de Judá, de Jacob, de Isaac, de Abrahán (cf. Genealogía de Jesús en Lc 3, 23-38).

B. LOS SALMOS “REALES”

Está línea puede volver a encontrarse en los llamados “salmos reales”, que siguen la huella de la tradición
davídica, y, por tanto, con toda probabilidad, en la edad de la monarquía o antes del destierro. En ellos la
historia de Israel queda iluminada por la elección de David. Un ejemplo al respeto lo tenemos en el amplísimo
salmo 78, que considera la elección de David como el coronamiento de la larga historia del pueblo elegido,
guiado por Dios mediante el rey su siervo: “Escogió a David su siervo, lo sacó de los apriscos del rebaño; de
andar tras las ovejas, lo llevó a pastorear a su pueblo, Jacob; a Israel, su heredad. Los pastoreó con corazón
íntegro” (Sal 78,70-72).

En estos salmos se nos habla de un rey davídico concreto y contemporáneo al salmista. Su ambiente vital
parece ser la ceremonia litúrgica de la entronización real o su conmemoración anual. Los elementos esenciales
de este rito son: a) la unción de un rey, b) su entronización y coronación, c) la entrega del cetro con el decreto

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de legitimación (que señalaba deberes y derechos de un rey en cuanto hijo de Yahvé y cabeza de su pueblo), d)
la lectura de la promesa davídica, que se hace así contemporánea al nuevo rey (cf. Sal 89; 132; 72; 20). Una
síntesis de esta teología davídico-real se encuentra en el Salmo 21, que expresa la gloria del rey y su intimidad
con el Dios que lo sostiene en la victoria contra los enemigos.

Conviene señalar que tanto la solemne ceremonia de entronización como la ideología real subyacente (la
filiación divina del rey, su poder y su gloria en toda la tierra), están bajo el influjo del ambiente y de los mitos
mesopotámicos y egipcios de la época. Todo ello no es más que un simple instrumento expresivo y ritual. La
estrecha concepción monoteísta propia del AT presenta al rey solamente como un hombre elegido por Dios y
“consagrado” por él. No puede negarse, por otra parte, que en estos salmos se dibuja quizá una figura de
“mesías” revestido de manera asombrosa del kabod divino: “Tu victoria ha engrandecido su fama, lo has
vestido de honor y majestad” (Sal 21,6).

Aunque estos salmos, tomados aisladamente, se refieren a reyes concretos, en su conjunto han transmitido
en la historia la esperanza de un mesías real.

C. EL CICLO DEL EMMANUEL EN ISAÍAS

También en los textos del llamado ciclo del Emmanuel (Is 7, 10-17; 9,1-6; 11,1-9), redactados a finales del
siglo VIII a.C., se encuentra la referencia concreta al rey davídico con referencia a la promesa ligada a él.
Comienza, sin embargo a aflorar la superación de la expectativa histórica, que casi siempre queda
decepcionada.

1. Is 7,10-17.

El rey Acaz (735-715) está implicado en la guerra siroefraimita (735-732), que amenazaba al reino de Judá
y por tanto a la existencia de la casa davídica reinante. En lugar de mostrar confianza en la ayuda eficaz de
Dios, rechaza la protección divina y acepta el vasallaje del rey, que es “siervo” e “hijo” de Yahvé, el único rey
poderoso.

A pesar de la traición de Acaz. El Señor, que quiere permanecer fiel a la promesa hecha a David y a sus
descendientes, promete el nacimiento del Emmanuel. Así expresa Isaías esta profecía: “Por tanto, el Señor
mismo te dará una señal: la virgen concebirá y parirá un hijo, que llamarás Emmanuel. Comerá miel con
requesón hasta que aprenda a rechazar el mal y a elegir el bien” (Is 7, 14-15).

Además de los numerosos problemas de tipo interpretativo que el pasaje plantea (el significado exacto del
signo; la traducción adecuada del término hebreo álmah (=joven doncella; en los LXX traducido por Parthénos);
el contenido del nombre Emmanuel), se percibe la voluntad de Dios de continuar siendo fiel a la promesa
davídica. Ahora bien, Dios interrumpe la línea de los reyes comenzando de nuevo. Dios mismo intervendrá
dando una señal en el nacimiento del seno de una “virgen” del Emmanuel, es decir, del “Dios con nosotros”.
Este rey ideal, en contraposición al infiel Acaz, inaugurará la era de la felicidad paradisíaca. En el NT sabemos
que el cumplimiento de esta promesa se ha dado en la concepción virginal de Jesús (Mt 1, 22ss).

2. Is 9,1-6.

En este himno, Isaías celebra la liberación de la dominación asiria de algunos territorios del norte de Israel
por obra del poder salvífico de Yahvé. La liberación se pone en relación con el nacimiento de un rey davídico
justo: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva a hombros el principado y es su nombre: Maravilla

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de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz; para dilatar el principado con una paz sin
límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho,
desde ahora y por siempre” (Is 9,5-6).

El lenguaje y los títulos pueden compararse con los del protocolo de la coronación del faraón. Pensemos en
los cinco títulos –aquí son cuatro y uno es “Dios poderoso”- aplicados al rey con la promesa de un reinado feliz
y justo. ¿Se trata del nacimiento físico de un niño o quizá de la entronización real, expresada metafóricamente
como un nuevo nacimiento? Son posibles ambas interpretaciones. ¿Se refiere a Ezequías, hijo de Acaz, o quizá
a un rey davídico ideal? Parece improbable la referencia a Exequias, después de lo dicho en Is 7,10-17, en
donde se habla de una ruptura con el infiel Acaz.

3. Is 11,1-9.

Se trata de un auténtico poema mesiánico cantado por Isaías al futuro rey ideal: “Brotará un renuevo del
tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor, espíritu de prudencia y
sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11,1-2). En plena invasión
asiria (año 701), al profeta no le queda más que agarrarse a un rey futuro e ideal, que nacerá de la casa de David
(Jesé es el padre de David). Este nuevo rey estará enriquecido con el espíritu profético (Is 11,2) y hará reinar en
la tierra la justicia, reflejo terreno de la santidad de Yahvé (Is 11,3-5). Restablecerá así una paz paradisíaca en
toda la tierra: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán
juntos: un muchacho los pastorea (…). El niño jugará con la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el
escondrijo de las serpientes” (Is 11,6-8).

También el profeta Miqueas, contemporáneo de Isaías, toma esta esperanza mesiánica entreviendo al nuevo
David en la pequeña y desconocida Belén (Miq 5,1-5).

4. Otros testimonios.

Esta teología veterotestamentaria de la salvación estrechamente ligada a la estirpe de David alcanza en


Isaías y Miqueas (siglo VIII) su máxima expresión. En el período siguiente, Jeremías, remitiéndose a un
contexto y a un lenguaje predavídico, habla de una “nueva alianza” (Jr 31,31-34). Como Isaías y Miqueas,
tampoco Jeremías tiene ninguna confianza en la familia real reinante: “ninguno de la estirpe (de Joaquín) tendrá
la suerte de sentarse sobre el trono de David ni de reinar todavía en Judá” (Jr 22,30). También Jeremías anuncia
un comienzo nuevo en un tiempo en el que el Señor suscitará “a David un retoño justo, que reinará como rey
verdadero y será sabio y ejercerá el derecho y la justicia sobre la tierra” (Jer 23,5). El nombre de este retoño
será “Señor nuestra justicia” (Jr 23,6).
Ezequiel habla de un nuevo rey, que será un nuevo David: “Mi siervo David estará con ellos y no habrá más
que un solo pastor para todos” (Ez 37,4).

En el Deuterozacarías (Zac 9,14), redactando hacia el final del siglo IV, encontramos resumida toda la
teología veterotestamentaria regia proyectada en el Mesías futuro: “Alégrate, hija de Sión; canta, hija de
Jerusalén, mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de
borrica. Destruirá los carros de Efraín, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las
naciones. Dominará de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra” (Zac 9,9-10). Es decir, se
presenta la entronización del rey davídico como humilde, pero victorioso. Será más poderoso que aquellos que,
como Acaz, habían puesto su confianza no en Dios, sino en una alianza político-militar terrena, y habían sido
derrotados y humillados. El poder de este rey mesiánico será universal.

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En estos textos la perspectiva ha cambiado ya. Desde el momento en que los reyes históricos no son capaces
de mantener la fe en la promesa davídica, se proyectan hacia un rey futuro, el ungido ideal que realizará el plan
de Dios.

Ésta será la óptica de los llamados textos intertestamentarios. El salmo 17 de los Salmos de Salomón
(redactados hacia el año 63, cuando la conquista romana) contiene una síntesis de esta ideología del rey
davídico mesiánico “Hijo de David” y “Ungido del Señor”. Es esencial en ellos la referencia a Dios como única
fuente de salvación incluso terrena. Los textos de Qumrám, además del mesías sacerdotal, expresan, al menos a
partir del s. I a.C., la espera de un mesías davídico, “el ungido de la justicia, el vástago de David”. Sin embargo,
en Qumrám el ungido es explícitamente un mesías político y nacional. Esta interpretación de tipo zelote-
farisaico es la vigente en tiempo de Jesús.

Una corriente de espera salvífica recorre, por tanto, todo el A.T. Es la esperanza mesiánica ligada al rey,
mediador de la salvación entre Dios y el pueblo. Si anteriormente esta esperanza se refería a un rey concreto e
histórico perteneciente a la casa de David, los fallos y las tradiciones de estos reyes la convierten en
escatológica, proyectándose hacia un Mesías futuro que corresponderá de lleno a la promesa davídica de 2 Sam
7.

4.1.2 El mediador sacerdotal

El NT presenta a Jesús no sólo como rey, hijo de David (Lc 1, 32s), sino también como sacerdote (cf. La
carta a los hebreos). En el AT puede encontrarse una corriente mesiánica sacerdotal, que paralela a la línea real,
desembocará en un mediador escatológico.

A) LA BENDICIÓN DE MOISÉS A LEVÍ (Dt 33, 8-11)

La bendición de Jacob (Gn 49, 8-12) había reconocido a Judá y a su casa una preeminencia real en
Israel; de igual manera la bendición de Moisés ve en Leví y en sus descendientes los detentores no exclusivos
del sacerdocio del pueblo elegido:

Da a Leví tus urim, y tus tumim al hombre fiel a ti, después de haberlo puesto a prueba en Massá, y al
que increpaste junto a las aguas de Meribá; al que dice a su padre y su madre: No os conozco; a sus
hermanos: No sé quiénes sois, y ni a sus propios hijos perdonarán. Ellos observan tu palabra y tu
alianza; enseñan tus decretos a Jacob y tus mandatos a Israel; ponen incienso en tus narices y un
sacrificio en tu altar. Bendice, Señor, su valor y haz agradable el trabajo de sus manos; golpea a sus
agresores y que sus enemigos no se levanten más (Dt 33, 8-11).

A Leví “hombre fiel” (v. 8), y a sus hijos, “que guardan su alianza” (v. 9), se les atribuyen tres
funciones: la transmisión del oráculo divino; la tradición y la interpretación de la ley y de las observancias
ligadas a ella (sobre todo las culturales conservadas en los diferentes santuarios); el servicio al altar. Con Leví el
sacerdocio se convierte en una institución ligada a una casta determinada. El rey permanece, sin embargo, como
el verdadero sacerdote de Israel, aunque delega a los levitas en el ejercicio del culto propiamente tal.

El salmo 110, de entronización regia, presenta la elevación del rey a la derecha de Yahvé: “Oráculo del
Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies” (v. 1). Esto implica la
concesión del poder y un nuevo nacimiento: “Somete en la batalla a tus enemigos. Eres príncipe desde el día de
tu nacimiento entre esplendores sagrados. Yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora” (v. 2-3). Sin

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embargo, el rey es celebrado como sacerdote: “El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote
eterno según el rito de Melquisedec” (v. 4). El rey davídico es, por tanto, sacerdote según el sacerdocio
preisraelítico de Melquisedec, rey de Salem (Jerusalén) y sacerdote del Altísimo (Gn 14, 17-20).

No sin el influjo de la ideología real del Oriente antiguo, el rey es considerado sacerdote, es decir,
mediador entre el pueblo y Dios. Siguiendo la tradición sumeri-acádica y egipcia, el rey representa al pueblo
ante Dios en la expiación y en la intercesión. Y representa a Dios en medio del pueblo garantizando la
bendición y la salvación de manos de los enemigos.

B) EL SACERDOTE MEDIADOR DE LA SALVACIÓN

Ya en el salmo 111, 2 se encontraba la referencia a Sión, como centro del poder del rey sacerdote:
“Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro”. Esta relación se convertirá en dominante durante y
después del destierro.

Durante el destierro (573 a.C.), Ezequiel tiene la grandiosa visión del templo futuro descrito por él
minuciosamente (Ez 40-48). El templo garantizará el retorno de la gloria del Señor (Ez 43, 4S). Será el lugar
donde el Señor habitará en medio de los israelitas para siempre (Ez 43, 7). La fuente del templo, con sus aguas
abundantes (Ez 47, 1-12) revelará la presencia del Señor como fuente de prosperidad y de bienestar.

Serán “los sacerdotes levitas hijos de Sadoc” (Ez 44, 15) los que celebren el sacrificio del templo. De
manera distinta a “los levitas que se han alejado de mí (= de Dios) en el descarrío de Israel y han seguido sus
ídolos” (Ez 44,10), los sacerdotes del templo de Jerusalén son los “levitas hijos de Sadoc”, que han observado
las prescripciones del santuario del Señor (cf. Ez 44, 15). Éstos “entrarán en mi santuario y se acercarán a mi
mesa para servirme y guardarán mis prescripciones” (Ez 44, 16).

En los textos postexílicos el sacerdote aparece como el verdadero mediador de salvación. Es


significativa la visión de los dos olivos en Zacarías (520 a.C.). Los dos olivos que se encuentran a derecha e
izquierda del candelabro de oro “Son los dos consagrados que asisten al dominador de toda la tierra” (Zac 4,
14). Los dos ungidos pueden señalarse históricamente. El real es Zorobabel, detentor del poder político. El
ungido sacerdotal es Josué, detentor del ministerio cultural. Ambos tienen la misma dignidad. Sobre ambos
brilla la gloria mesiánica.

A esta realidad se refiere también Jr 33 17-18 (texto postexílico). Aquí se lee que así como David “no
quedará privado de un descendiente que se siente sobre el trono de la casa de Israel”, tampoco “a los sacerdotes
levitas les faltará nunca quien esté delante de mí (= del Señor) para ofrecer holocaustos, para quemar incienso
de la ofrenda y cumplir los sacrificios de todos los días”. Pero, después del final misterioso de Zorobabel y la
desaparición de la monarquía, el sacerdocio comienza a absorber también las funciones reales. El sumo
sacerdote se convierte en el único auténtico representante del pueblo.

En una visión de Zacarías, el Señor dice al sumo sacerdote Josué: “Si caminas en mis caminos y
observas mis leyes, tendrá el gobierno de mi casa, serás el guardián de mis atrios y te haré crecer entre los que
están aquí” (Zac 3, 7). Las promesas salvíficas que antes iban ligadas al poder del rey pasan ahora al gran
sacerdote, guía y garante del pueblo.

En el siglo V la tradición sacerdotal “P”, redactada probablemente durante el destierro, relee el


Pentateuco en clave sacerdotal como había hecho en el siglo X el escritor yahvista en clave real davídica. La
tradición “P” es la de los sacerdotes del templo de Jerusalén. Su línea interpretativa aparece muy visible en

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Génesis, al final del libro del Éxodo, en todo el Levítico y en amplias secciones del libro de los Números. Esta
tradición absolutiza el ministerio sacerdotal como única mediación salvífica, centrada sobre el culto sacrificial.
La persona del sumo sacerdote está particularmente subrayada porque él es el que hace la ofrenda diaria (Ex 29,
38-42) y el que preside la liturgia anual de la expiación (Lv 16).

El sumo sacerdote, de la casa davídico-sadoquita, asume también la función del gobierno que antes le
correspondía al rey: “Sus ornamentos son ornamentos regios, y es también, al igual que el rey de otras épocas,
el ungido, en cuanto que a su investidura procede un rito de unción; es pues, si se quiere, el Mesías sacerdotal”
(Lv 4, 3.5.16).

Si la realización estaba ligada a la familia davídica de la tribu de Judá, el sacerdocio está ligado a la
familia sadiquita de la tribu de Leví. La promesa de una “casa duradera” fue hecha primero a David (cf. 2 Sam
7) y después a Sadoc (cf. 1 Sam 2, 35: se trata de un texto más tardío que el anterior). Si al hijo de David le
esperaba el “reino eterno”, a los hijos de Sadoc les espera un “sacerdocio eterno” (cf Ex 40, 15; Nm 25, 13),
ambos fundados en la alianza con Yahvé.

La lectura que el escritor sacerdotal “P” hace de la historia de Israel está orientada a la legitimación de la
institución sacerdotal y, como la del yahvista, se desarrolla en etapas, constituidas de otras tantas alianzas. Se va
de la alianza universal, con toda la humanidad en Noé (Gn 6, 18; 9, 11-17), a la más particular, con Israel en
Abrahán (Gn 17, 7-19), para acabar en la específicamente sacerdotal, con la familia de Pinjás, nieto de Aarón
(A Pinjás se refieren los sadiquitas como a su cabeza de estirpe; cf. 1 Cr 5, 27-41): “El Señor dijo a Moisés:
Pinjás, hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha alejado mi ira de los israelitas, porque ha estado animado
de mi celo entre ellos, y no he exterminado a los israelitas. Por eso, diles que yo establezco con él una alianza
de paz, que será para él, y para su descendencia después de él, una alianza de sacerdocio perenne, porque ha
tenido celo por su Dios y ha hecho el rito expiatorio para los israelitas” (Nm 25, 10-13). Parece que aquí el
redactor sacerdotal, recordando la ideología real davídica, ha aplicado a la familia del sumo sacerdote lo que
antes se refería a toda la tribu de Leví (Jer 33, 21; Dt 33, 8).

Esta mediación sacerdotal salvífica está presente también en el Sirácide (180 a.C.), que recuerda la
alianza de Dios no sólo con Aarón, sino también con Pinjás. A este último y a su descendencia le fue reservada
la dignidad del sacerdocio para siempre “para que presidiera en el santuario y en el pueblo” (Ecl 45, 24). Muy
probablemente el Sirácide se refiere al sumo sacerdote Simón II, contemporáneo suyo. Desgraciadamente
también esta esperanza, como sucedió con la real, se desvaneció pronto. Onías III, hijo de Simón II, matado
hacia el 170 a.C., fue el último sacerdote sadiquita. De esta manera se frustra también la espera de un mediador
sacerdotal histórico.

C) EL MESÍAS SACERDOTAL DEL FUTURO

En el siglo anterior a la era cristiana se vuelve a encender la espera mesiánica ligada a un Mesías
sacerdotal de los últimos tiempos. Qumrán habla tanto del Mesías real como sacerdotal. Los Testamentos de los
Doce patriarcas anuncian un mediador salvífico futuro que surgirá de la tribu de Leví. La relación entre el
Mesías sacerdotal y el real es parangonada a la existente entre el sol y la luna. El Mesías sacerdotal es
considerado superior al davídico. Además del oficio cultual, existirá también el de mediador de la revelación
divina y será portador de paz y de felicidad eterna: “Abrirá las puertas del paraíso […] Dará de comer a los
santos del árbol de la vida”.

No se puede dejar de señalar que esta corriente mesiánica sacerdotal atraviesa el AT a la búsqueda de
personajes históricos concretos que puedan expresarla al máximo. Decepcionada la verificación histórica, se

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proyecta hacia el Mesías sacerdotal futuro. En definitiva, hacia el cumplimiento en Jesucristo, que siendo Hijo
de David, es también sacerdote eterno según el rito de Melquisedec (cf. Heb 5, 10).

4.1.3 El Mediador Profético

El AT está traspasado por una tercera corriente de mediación salvífica, que es la profética. Junto al
ministerio político-religioso de reyes y sacerdotes, el ministerio profético ha estado siempre activo en Israel. Es
más, la función profética es históricamente anterior a la real y a la sacerdotal. Se trata de una función
carismática constitutiva de Israel, pues expresa su naturaleza y su misión, radicada como está en una
particularísima relación de diálogo con Dios.

A. EL PROFETA MOSAICO (Dt 18, 15 – 18)

La figura del profeta está dibujada en el capítulo 18 del Deuteronomio (s. VIII a. C.) por el mismo Moisés,
que amonesta al pueblo para que no se dirija a quien ejerce la adivinanza, el sortilegio o la magia, como hacen
los paganos (Dt 18, 11 – 13). El conocimiento de la voluntad de Dios será manifestado al pueblo mediante un
profeta semejante a Moisés y suscitado por Dios (Dt 18, 15). A este el Señor le pondrá en la boca sus palabras y
él anunciará lo que le ordene Yahvé (Dt 18, 18). El profeta es el que manifiesta la voluntad de Dios y no la
suya: “Cuando el profeta hable en nombre del Señor y la cosa no suceda ni sucederá, esa palabra no la ha dicho
el Señor, sino que la ha dicho el profeta por presunción” (Dt 18, 22). Israel ha estado siempre acompañado por
el ministerio profético, que es el ministerio por excelencia. A través del profeta, Dios dialoga con el pueblo
elegido manifestándole su voluntad. Y, en consecuencia, también el pueblo está en relación vital e inmediata
con Dios.

Moisés es el prototipo de profeta, cuya función tiene dos movimientos esenciales. Uno descendente, de
manifestación de la voluntad de Dios al pueblo. El otro ascendente, de intercesión por el pueblo ante Dios. Una
característica del profeta es su vocación personal, directa e inmediata de Dios. El sacerdote entra en relación
especial con Dios en cuanto perteneciente a una tribu particular. El rey, a pesar de la elección hecha por Dios y
sugerida por el profeta, es legitimado de manera personal e inmediata por Dios. Se trata de cierta
institucionalización en los profetas de la corte, en los ligados al culto. La línea del profetismo mesiánico pasa
por Josué, a través de los Jueces hasta Samuel, Elías, Jeremías y, a través de obed Yahvé, a Jesús.

Mientras Moisés, prototipo de profeta, era al mismo tiempo caudillo del pueblo
(función real) y liturgo (función sacerdotal: cf. Ex 24, 6), con la institución de la monarquía del sacerdocio, el
ministerio profético quedó exclusivamente al servicio de la revelación carismática de la palabra de Dios.

B. LOS CÁNTICOS DEL SIERVO DE YAHVÉ (Is 40 – 45)1

1. Introducción a los cánticos

Los poemas del Siervo de Yahvé constituyen el culmen de la corriente profética de mediación salvífica que
atraviesa todo el AT. Representan un verdadero escolio exegético y teológico.

El contexto es el que sigue a la destrucción de Jerusalén y del templo, con la desaparición definitiva de la
monarquía y la desaparición temporal del sacerdocio. Esto provocó una intensa reflexión profética, que
desemboca en estos cánticos. La figura del Siervo de Yahvé tendrá un papel importante en la interpretación

1 Cf. P. GRELOT, I canti del Servo del Signore (EDB, Bologna 1983).

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cristológica neotestamentaria. La misión y sobre todo la pasión y la muerte de Jesús serán comprendidas a la luz
del obed Yahvé de Isaías.

Los cánticos son obra de un autor, el llamado “Deuteroisaías”, que ha vivido poco antes del final del
destierro de Babilonia (antes del 538 a. C). La inserción en el contexto en que ahora se encuentran es
probablemente posterior a su composición.

Los exegetas distinguen cuatro cánticos:


El primero (Is 42, 1 – 7) contiene la presentación del Siervo (v. 1 – 4) y el oráculo dirigido a él, relativo
a su misión (v. 5 – 7):
1: Mirad a mi siervo a quien sostengo, mi elegido a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones.
2: No gritará, ni clamará, no voceará por las calles.
3: la caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará.
4: Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará.
Hasta implantar el derecho en la tierra y sus leyes que esperan las islas.
5: Así dice el Señor Dios, que creó y desplegó los cielos,
consolidó la tierra con su vegetación, dio el respiro al pueblo que la habita
y el aliento a los que se mueven el ella.
6: “Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado,
y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones.
7: para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión
y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”.

El segundo cántico (Is 49, 1 – 6) contiene el discurso del Siervo con la vocación de parte de Dios, su
respuesta a la llamada y su misión universal.
1: Escuchadme islas; atended, pueblos lejanos: Estaba yo en el seno materno,
y el Señor me llamó en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre.
2: Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano;
me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba.
3: y me dijo: “Tu eres mi esclavo, Israel, de quien estoy orgulloso”.
4: Mientras yo pensaba: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”;
en realidad, mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios.
5: Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo,
para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel –tanto me honró el Señor y mi Dios fue mi fuerza–.
6: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Israel;
te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”.

El tercer cántico (Is 50, 4 – 9) contiene la lamentación del Siervo por sus persecuciones y sufrimientos:
4: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
5: El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he echado atrás.
6: Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba.
No oculté el rostro a insultos y salivazos.
7: Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no
quedaré avergonzado.

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8: Tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos. ¿Quién es mi rival? Que se
acerque.
9: Mirad, el Señor me ayuda; ¿quién me condenará?

El cuarto cántico (Is 52, 13 – 53, 12) es el más largo y complejo, pero también el más importante.
Podemos subdividirle en cuatro partes.
En la primera (Is 52, 13 – 15), Dios habla del éxito y de la exaltación de su Siervo:
13: Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.
14: Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre.
15: así asombrará a muchos pueblos: los reyes cerrarán la boca
al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito.

En la segunda parte (Is 53, 1 – 6), todo el pueblo se expresa con una especie de salmo penitencial ante
los sufrimientos del Siervo:
1: ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se le reveló el brazo del Señor?
2: Creció en su presencia como un brote, como raíz en tierra árida
no tiene apariencia ni belleza, para que nos fijemos en él.
Lo vimos sin aspecto atrayente;
3: despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores,
acostumbrado a sufrimientos, ante quien se ocultan los rostros; despreciado y desestimado.
4: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores;
nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado.
5: traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes.
Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos han curado.
6: Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino,
y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.

En la tercera parte (Is 53, 7 – 10) es el profeta quien habla de los sufrimientos del Siervo:
7: Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca;
como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador,
enmudecía y no abría la boca.
8: Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron. ¿Quién meditó en su destino?
Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron.
9: Le dieron sepultura con los malhechores, porque murió con los malvados,
aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca.
10: El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento.
Cuando entregue su vida en expiación, verá su descendencia, prolongará sus años;
lo que el Señor quiere se cumplirá por sus manos.

En la última parte (Is 53, 11 – 12) es Dios quien habla de su Siervo:


11: A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará;
con lo aprendido, mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos.
12: Por eso, le daré una parte entre los grandes,
con los poderosos tendrá parte en los despojos;
porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores,
y él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.

2. La persona del Siervo de Yahvé

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Al problema de la identidad y de la misión del Siervo de Yahvé, el NT ha dado ya la respuesta definitiva,


releyendo el ministerio pascual de Jesucristo a la luz de estos cánticos. Para una respuesta estrictamente
exegética, habría que formular la siguiente pregunta: ¿cuál es la lectura adecuada a los cánticos, la histórica o la
escatológica? Responderemos que en la época de los grandes profetas de acción, profundamente comprometidos
en la vida social de su tiempo, este dilema no va a lo esencial. Todo oráculo de promesa desvelaba
automáticamente el futuro, que era el futuro de Dios. Pero la profecía se refería en primera instancia a las
circunstancias concretas de la misión del profeta. Por eso el profeta tenía actualidad, y sus oyentes la captaban.
Las sucesivas relecturas proyectarían el texto hacia un futuro indeterminado para salvaguardar su valor, más allá
de un presente que no había agotado el significado, porque no lo había cumplido enteramente.

Por ejemplo, el oráculo de Is 9, 1 – 6, del que ya hemos hablado, estaba probablemente ligado a
circunstancias históricas concretas: la elevación al trono de Exequias hacia el 78 a. C. Eso no ha impedido que
el mismo texto haya sido releído en adelante como portador de la promesa para la dinastía davídica, orientado
ya hacia un rey ideal futuro después de la caída de la monarquía. Este proceso muestra el paso de la lectura
histórica a la lectura escatológica. Una de las leyes que caracterizan las promesas proféticas es la atención al
presente como esencialmente orientado al futuro, en una esperanza constantemente renovada. La lectura
histórica y escatológica no se oponen, sino que la primera abre a la segunda.

Las interpretaciones relativas a la identidad del Siervo de Yahvé se pueden subdividir en dos grandes
grupos. Un primer grupo considera al Siervo como una colectividad, un segundo grupo lo entiende como una
persona sola. La interpretación colectiva identifica al Siervo con el pueblo judío, o con la parte sana del mismo,
o con un grupo de profetas, o con un Israel ideal. A favor de esta tesis está el hecho de que no pocas veces el
Siervo es identificado explícitamente con Israel: “Tu eres mi siervo Israel” (Is 49, 3), o con una parte del pueblo
(cf. En el contexto del Deuteroisaías: 41, 8; 42, 19; 44, 1; 45, 5…). Contra esta hipótesis están los puntos de
contraste entre la actitud del pueblo y la del Siervo. Mientras el pueblo está desmoralizado (Is 40, 27; 41, 10 –
13, 44, 1s), es pecador obstinado (Is 40, 2; 42, 19ss; 43, 24 – 28) y con una actitud distinta ante el dolor (Is 41,
11s; 53, 7), el Siervo, sin embargo, aparece lleno de confianza en Dios, incluso en los momentos de desilusión
(Is 49, 4; 50 7 – 9); es inocente y fiel al mensaje de Dios (Is 42, 2 – 4; 50, 4 – 6, 53, 9); será el liberador del
pueblo esclavo (Is 42, 7; 49, 6); sufrirá solamente por los pecados de los demás (Is 53, 4 – 6. 9. 11s), el Siervo,
sin embargo, aparece lleno de confianza en Dios.

La interpretación individual pretende ante todo identificar el personaje histórico concreto que
corresponde al Siervo de Yahvé. Se han apuntado los nombres de Moisés, Isaías, Jeremías, Osías, Josías,
Zorobabel, Ciro. Sin embargo, ninguno de estos personajes parece corresponder a los rasgos excepcionales del
Siervo. Se ha lanzado incluso la hipótesis de un personaje histórico contemporáneo al profeta y considerado
como el Mesías auténtico. Pero de este personaje se ha perdido la pista, si es que se ha dado tal figura. No falta
quien identifica al Siervo con el mismo profeta. Y entonces la pregunta es: cómo ha sido posible por parte del
profeta la descripción pormenorizada de ese final, de sus sufrimientos, del valor soteriológico y universal de su
persona y de su misión.

La relectura de estos cánticos realizada en el curso de la historia ha “abierto” su sentido histórico hacia
un horizonte de cumplimiento más amplio. De manera que se ha introducido la interpretación mesiánica y
escatológica del Siervo, tanto en el ámbito de la tradición griega de los LXX y del Tárgum como dentro de la
tradición cristiana, que ha visto en el Deuteroisaías al evangelista de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

3. La misión del Siervo de Yahvé2

2 Cf. P. MASSI, “Teologia del Servo di Yahvé e i suoi riflessi nel Nuevo Testamento”, en Il Messanismo, Atti ABI, p. 105 – 134.

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El Siervo es presentado como un profeta (los profetas eran “siervos de Yahvé”; cf. Is 4, 26; Am 3, 7; Jer
7, 25), predestinado desde el seno materno (Is 42, 1; 49, 1.5) y constituido en su ministerio mediante una
solemne proclamación por parte de Yahvé (Is 42, 1 – 5; 40, 3 – 11). Y todo eso en función de una misión ( Is
42, 1s; 49, 2. 5s; 50, 4).

Los destinatarios de esta misión están identificados. Se habla de los que están cansados (Is 50, 14), de
los ciegos y los prisioneros (Is 42, 7; 49, 9; 50, 10), y más ampliamente de “muchos” (Is 53, 11s). No parece
que tenga que comprometerse en una campaña político-militar, sino en una obra salvífica. El horizonte de la
misión es amplísimo. Se trata de pueblos (Is 42, 1; 49, 6; 52, 15), naciones (Is 49, 1), reyes (Is 52, 15), islas (Is
42, 4), de la tierra (Is 42, 4; 49, 6), de la humanidad entera.

La función universal del Siervo (cf. El primer cántico) es el anuncio de la palabra


(dabar) y la enseñanza (torah). Las modalidades de esta misión de anuncio implican personalmente al Siervo. La
misión está marcada por un sufrimiento íntimo, por el temor al fracaso y a la insignificancia (Is 49, 4), por parte
de Dios (Is 52, 2 – 4. 8; 49, 7); y también por un sufrimiento externo, caracterizado en el tercer y cuarto cántico
por persecuciones de tipo judicial y por graves padecimientos de tipo físico. El Siervo es acusado injustamente,
condenado, humillado, zarandeado, golpeado. El sufrimiento físico culminará en la muerte violenta. El Siervo
“fue eliminado de la tierra de los vivos”, “fue condenado a muerte”, y “se le dio sepultura entre los
malhechores” (Is 53, 8 – 9).

Su actitud tiene mucho en común con la de los demás profetas: paciencia, resignación, mansedumbre,
confianza en Dios. Hay también aspectos originales. Por ejemplo, su libertad y disponibilidad en la aceptación
de la propia misión de sufrimiento y de humillación (Is 50, 5s), y, finalmente, su muerte inocente. Del lamento
del mediador, golpeado y ultrajado por causa de su misión, brota por primera vez la consciente y activa
aceptación del sufrimiento en cuanto tal, un sufrimiento que conduce a la muerte, y que incluye la misma
muerte.3

El cuarto cántico dibuja también el significado soteriológico de la pasión y muerte del Siervo. Su
sufrimiento es sobre todo querido por Dios 4, como parte integrante de su misión (Is 53, 10). Es la consecuencia
de los pecados de los demás. Aunque es inocente, el Siervo sufre por los pecados “nuestros” y de “muchos” (Is
53, 5. 8). Su sufrimiento es un sufrimiento vicario. Sufre no sólo por causa o por culpa nuestra, sino también por
nosotros, en el sentido de que sufre y muere en nuestro lugar. Sus padecimientos son causa de salvación para los
demás.

Este sufrimiento será recompensado, puesto que conseguirá un triunfo sin fin. Después del estupor de
todos los pueblos y de los reyes, el Siervo “tendrá éxito, será honrado, exaltado y muy levantado” (Is 52, 13).
Este éxito se expresa en términos militares (victoria en la batalla, Is 53, 12), o en términos judiciales (victoria en
el juicio, Is 50, 8s). Más allá de los términos, la victoria consiste en el hecho de que, después de su muerte y
sepultura, y por una intervención singular por parte de Dios (cf. Is 52, 15), “verá la luz” (Is 53, 11). Verá
también “una descendencia” (la “semilla”: Is 53, 10), haciéndose cabeza de una generación.

También esta victoria tiene un valor soteriológico. El Siervo dará la vida a los demás y, saciado del
conocimiento de Yahvé (cf. Is 53, 11), podrá establecer la verdad sobre la tierra. Una vez levantado y
glorificado, ejercerá su función mediadora de interceder por los pecadores (cf. Is 53, 12). No falta quien llama

3 Cf. FÜGLISTER, Fundamentos…, p. 173.


4 Cf. E. FRANCO; “La morte del Servo sofferente in Is 53”, en Gesu e la sua morte, Atti della XXVII Settimana Biblia dell’ABI
(Paideia, Brescia 1984), p, 219 – 236.

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“resurrección” a este levantamiento y a esta exaltación del Siervo. Ciertamente que la nueva actitud de Dios en
relación al Siervo se realiza después y más allá de la muerte. Pero no hay más determinación en el concepto.

En estos cánticos no podemos dejar de señalar que hay una descripción “ante litteram” de la pasión, muerte,
sepultura y resurrección de Jesucristo, inocente, entregado a la muerte en medio de sufrimientos atroces, y
resucitado después por Dios para ser causa de salvación universal de toda la humanidad. Hasta los detalles
coinciden de manera singular. Por eso el Siervo de Yahvé es la figura profética que mejor ha concentrado en sí
el prototipo del mediador salvífico definitivo. Su misión de salvación, dirigida en primer lugar a Israel, se
amplía y llega a todos los pueblos. Se realiza en dos momentos: con la obediencia y el sufrimiento en vida; con
la victoria y la exaltación después de la muerte.

C. LA ESPERA PROFÉTICA

En el período postexílico decae la tensión del carisma profético. La institución profética desaparece y “la
palabra viviente del profeta queda sustituida por la palabra escrita de los sacerdotes, o de los escribas que en
lugar de los sacerdotes ejercen un papel de enseñanza”.5 En los textos de Qumrám, además del ungido real y
sacerdotal, aparece también una tercera figura de tipo escatológico: el profeta de los últimos tiempos,
frecuentemente identificado con Elías y sobre todo con Moisés “redivivo”. Probablemente este profeta es el
maestro de la comunidad, fundador de la secta qumrámica (S. II a.C.), llamado “maestro de justicia”. En él
parecen concluir algunos rasgos característicos del profeta mosaico, en cuanto que fue intérprete de la Escritura
y legislador de la comunidad. También su suerte fue parecida a la de los profetas: persecución y probable
muerte violenta.

Si en Qumrán la espera se había cumplido al menos en parte, no era así todavía en el judaísmo oficial,
abierto a la esperanza de un profeta semejante a Moisés, un liberador escatológico. En esto consiste la apertura
del AT al acontecimiento Cristo. La decadencia en la historia de la mediación profética liberadora y su
consiguiente proyección en sentido futuro escatológico constituyen el terreno propicio para la identificación de
Jesús a la luz de las Escrituras.

4.1.4 El mediador celeste

Hasta ahora hemos hablado de mediación salvífica intramundana, confiada a protagonistas concretos e
históricos, aunque con derivaciones escatológicas. Son reyes, sacerdotes, profetas que, o por vocación o por
pertenencia dinástica o tribal, reciben y desempeñan ministerios de mediación salvífica en medio del pueblo a
través de su acción de gobierno, de culto, de anuncio y de interpretación de la voluntad de Dios en la historia.
Estos mediadores son frecuentemente elevados a una altísima y misteriosa cercanía con Dios: “Siéntate a mi
derecha” (Sal 110,1). Son puestos en intima relación con él, como hijos suyos: “Yo seré para él un padre y él
será para mi un hijo” (2 Sam 7,14; cf. también Sal 2,7; 110,3).

Se les atribuye también un nombre divino: «Tu trono, oh Dios (Elohim), permanece para siempre» (Sal
45,7). Elohim en este caso califica al rey. Este titulo particular se aplica también a Moisés (Ex 4,16; 7,1), a los
jefes y a los jueces (Ex 22,6; 7,1). En el ciclo del Emmanuel de Isaías, uno de los nombres del «niño» es «Dios
poderoso» (Is 9,5). Así como en Jeremías el nombre del descendiente davídico será «Señor-nuestra-justicia».
(Jer 23, 6). Así como en Jeremías el nombre del descendiente davídico será «Señor-nuestra-justicia» (Jer 23, 6).

5 FÜGLISTER, Fundamentos…, p. 190.

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La proyección de estos mediadores terrenos hasta la esfera divina y su denominación con nombres
divinos son indicios de una tendencia a considerarlos particularmente aptos par revelar la potencia y la justicia
de Dios. Su dimensión humana es elevada a un altísimo nivel de intimidad con Dios. Por tanto, se puede hablar
con razón de corriente mesiánica ascendente. En el sentido de que en el AT el «Ungido», histórico o
escatológico, resplandece de gloria divina.

Del mismo modo podemos señalar una corriente «descendente» de mediación salvífica. La encontramos
en aquellas figuras de mediadores celestes, metahistóricos y trascendentes, que traspasan toda barrera de
espacio y de tiempo.

A) EL ANGEL (MAL’AK) DE YAHVÉ

En el AT el (ángel de Yahvé) habla y actúa en la historia como un hombre (alguna vez incluso es
llamado «hombre»: cf. Jc 13,6.8.10s; Jos 5,13s; 2Mac 3,25s; Ez 9,1-10,2; 40,3s; 7,18). La figura del ángel de
Yahvé es un indicio del gran dinamismo de encarnación salvífica presente en el AT. Pueden distinguirse tres
grupos de referencias a esta antigua categoría veterotestamentaria.

En un primer grupo, el ángel de Yahvé no parece distinguirse sustancialmente del mismo Yahvé: es eI
Señor trascendente que actúa personalmente en la historia del hombre y del pueblo elegido. En la visión del
ángel de Agar se trata de Dios mismo que se aparece en forma visible. Además, en el texto tenemos la
identificación del ángel con Dios: «Agar llamó al Señor que le había hablado: «Tu eres el Dios de la visión»
(Gn 16,13; cf. también Gn 31,l1ss; 48,15s; Ex 3,2; Nm 22,22.35; Jc 2,1.4; 6,11-22; 13,3-22; Os 12,4s).

En un segundo grupo, el ángel actúa en nombre de Dios y es distinto de él. El llamado “ángel del éxodo”
es un representante estrecho de Dios, que acompaña al pueblo en su peregrinación y que actúa en nombre de
Yahvé. Entre las promesas y las instrucciones contenidas en el códice de la alianza, Dios dice a Moisés: «He
aquí que yo envió un ángel delante de ti para guardarte por el camino y para conducirte al lugar que he
preparado. Ten respeto de su presencia y escucha su voz; no te rebeles contra él, pues no perdonará vuestra
infidelidad, ya que mi Nombre está en él. En cambio, si escuchas atentamente su voz y haces cuanto yo te diga,
seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios» (Ex 23,22-22; cf. también Ex 14 19; 32,34; Nm
20,16).

En un tercer grupo, se habla de «Un» ángel de Yahvé, que frecuentemente tiene un nombre muy
concreto: Miguel (Dan 10,13.21; 12,1), Rafael (Tob 3,17).

En las apariciones de Yahvé a Abrahán, junto a la encina de Mambré, tenemos una misteriosa presencia
de Dios en sus ángeles, bajo aspecto de hombres. En el relato se dice que «el Señor se aparece» a Abrahán (Gn
18,1), el cual, sin embargo, ve a «tres hombres», saludados por el con esta invocación: «Señor mío, si he
hallado gracia a tus ojos, no pases delante de mi sin detenerte ante tu siervo» (Gn 18,3-4). Estos «hombres» son
llamados después «ángeles» (Gn 19,1). Se trata de los ángeles hospedados también por Lot. Insidiados después
por los habitantes de Sodoma, destruyen la ciudad (Gn 19,1-9).

La función del ángel, sin embargo, no es la de castigar o destruir, sino la de manifestar el querer divino.
Su papel cosiste sobre todo en comunicar la voluntad de Dios (cf. Ex 3,2; Jc 6,11-23; 13,3-22; 23,31s). Además
de esto, se compromete en la liberación de Jacob de todo mal (Gen 48,17), sobre todo de Egipto,
acompañándolo a través del desierto hasta la tierra prometida (Ex 14,19s; 23,20.23; 32,34; 33,2; Nm 20,16; Jc
2,1.4). También durante el destierro el pueblo es asistido por un ángel (Bar 6,6). El sumo sacerdote Josué es

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defendido en su lucha contra Satanás por el ángel de Yahvé que lo libera de todo peligro con una ceremonia
simbólica de investidura (cf. Zac 3,1-7).

Además de la función reveladora y soteriológica, hay también una función de tipo ascendente que
integra las dos primeras. Se trata de la intercesión ante Dios ejercida por sus ángeles en favor del pueblo: «El
ángel del Señor dijo: «Señor de los ejércitos, ¿hasta cuándo no te apiadarás de Jerusalén y de las ciudades de
Judá, contra las que estás airado desde hace ya setenta anos?» (Zac 1,12).

Esta compleja figura del ángel, que se califica como mediación salvífica a partir de la iniciativa de Dios,
ha podido llegar a ser objeto de espera mesiánica. Es significativa, aunque misteriosa, la presencia de esta nota
escato1ógica en un texto de la primera mitad del s. v a.C.: «Mirad, yo envío mi mensajero para que prepare el
camino ante mi. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza
que vosotros deseáis. Miradlo entrar, dice el Señor de los ejércitos» (Mal 3,1).

B) LA SABIDURÍA DE DIOS

También la figura de la sabiduría en el AT puede prepararnos a entender mejor el significado grandioso


de Jesús Sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 24.30). Podemos articular en tres partes una síntesis de la personalidad
polivalente de la Sabiduría en el AT.

1. La Sabiduría de Dios

Su relación con Dios puede expresarse con esta fórmula: la Sabiduría está «en Dios, de Dios, con Dios».
En el AT la Sabiduría es una energía divina y constituye un atributo exclusivo de Dios. Sólo Dios tiene la
plenitud de la Sabiduría.

Sólo Dios es la fuente de la Sabiduría. Mas que «creada», ha sido «engendrada» (Prov 8,24) antes de la
creación, desde siempre y para siempre. La Sabiduría es «un reflejo de la luz perenne, un espejo sin mancha de
la actividad de Dios y una imagen de su bondad» (Sab 7,26). Se puede considerar como un alter-ego de Dios:
«Los que la veneran dan culto al Santo, y el Señor ama a los que la aman» (Eclo 4,14). Además de imagen de
Dios, es también su páredros (asistente al trono: Sab 9,4), haciéndose partícipe de su poder.

2. La Sabiduría y la creación

La Sabiduría estuvo presente en la creación del mundo (Sab 9,9; cf. también Prov 3,19-20; 8,28-29; Job
28,25-27). En la obra de la creación actúa como instrumento (Prov 8,30) y como artífice (Sab 7,21; 8,6). El
Targum de Jerusalén, comienza la Biblia no con las palabras: «En el principio Dios creó », sino con las
palabras: «Con Sabiduría Dios creó».

En Prov 8,22-31 hay un verdadero cántico a la Sabiduría creadora. «Engendrada y constituida» «desde la
eternidad», «cuando no existían los abismos», «cuando no existían los manantiales de las aguas», «cuando no
había hecho todavía la tierra y la hierba» (v.22-26), la Sabiduría estaba presente «cuando colocaba los cielos»,
«cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; y ponía un limite al mar», «cuando asentaba los cimientos
de la tierra» (v.27-29) La Sabiduría actuaba con Dios «como arquitecto» (v.30). En el mundo monoteísta de la
Biblia, la Sabiduría no es una «diosa-esposa», sino una «hija» de Dios, creada por Él «antes que ninguna de sus
obras» (v.22).

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En este texto, la Sabiduría es considerada como la primera de las manifestaciones de Dios y el origen de
sus realizaciones. Además de primicia, es también como el alba que precede y aclara todo. Con su existencia
marcará todos los seres, que reflejan un rayo de su luz. La Sabiduría, además está presente y operante en todos
los niveles del ser: en el cielo, en la tierra, en los abismos. Está presente en la globalidad de la obra creadora de
Dios. No sólo como testigo, sino como «arquitecto», como norma operante, como prototipo. Su armonía se
refleja, por tanto, en todo lo creado. Todo ser lleva consigo el sello de la Sabiduría, que es perfume de Dios
(Eclo 24,15) y luz de Dios (Sab 6,12; 7,10.26.30).

El interés salvífico de la Sabiduría se dirige a toda la humanidad: «Yo habité en las alturas y mi trono
está sobre una columna de nube. Entonces mandó y me habló el Creador de todas las cosas; el que me creó y
reposó en mi tabernáculo, me dijo: Habita en Jacob y ten tu herencia en Israel» (Eclo 24,6-8).

Su benevolencia esta dirigida sobre todo a Israel. Véase la obra de la Sabiduría en la historia, desde
Adán hasta Moisés en el éxodo, cuando «liberó un pueblo santo y una estirpe sin mancha de una nación de
opresores» (Sab 10,15; cf. 10,1-11,3).

La Sabiduría no tiene rostro humano, pero habla a través de la Torah y se identifica con ella. La Ley
«rebosa sabiduría» (Eclo 24,23). «Quien es fiel a la Ley obtendrá también la sabiduría» (Eclo 15,1). «En toda
sabiduría está la práctica de la Ley» (Eclo 19,19). Por eso, «quien observa la Ley domina su instinto, y el
resultado del temor del Señor es la sabiduría» (Eclo 21,11).

La Sabiduría no es letra muerta, sino palabra viviente. Se encarna en los profetas, en los sabios, en los
reyes, en los salmistas, en los hagiógrafos y en todo el pueblo de Dios. La Sabiduría enseña en las plazas y toma
la palabra con la misma autoridad de Dios (cf. Prav 1,20-33). Suscita con su palabra profetas y sabios (Sab
7,27), que profetizan también ellos (cf. Eclo 24,30-34).

Además de su función de profeta y maestra de profetas, la Sabiduría se manifiesta también en un


ministerio cultual: «He oficiado en la tienda santa delante de él, y me he establecido en Sión» (Eclo 24,10), de
manera que «quienes la veneran dan culto al Santo» (Eclo 4,14).

La Sabiduría ejerce también una función real: Por medio de mi reinan los reyes y los magistrados emiten
justos decretos; por medio de mi los jefes mandan y los grandes gobiernan con justicia (Prov 8,15-16). Su
espíritu es el que cubre al ungido davídico, sobre todo a Salomón (cf. 1 Re 3; Sab 6,9; 8-9).

Acoger la Sabiduría es acoger la vida. Rechazarla es encaminarse hacia la muerte. Delante de la


Sabiduría se hace una opción decisiva, como delante de Dios: «Dichoso el hombre que ha encontrado la
sabiduría y el mortal que ha adquirido la prudencia, porque su posesión es preferible a la plata y su provisión al
oro. Es mas preciosa que las perlas y el objeto mas caro no la iguala» (Prov 3,13-15). El que encuentra la
Sabiduría «encuentra la vida, y obtiene el favor del Señor; pero quien peca contra mí, se da a sí mismo; los que
me odian aman la muerte» (Prov 8,35-36). Quien ama la Sabiduría «ama la vida, los que la buscan con deseo
quedarán colmados de gozo. Quien la posee heredara la gloria; todo lo que emprenda, el Señor lo bendecirá»
(Eclo 4,12-13).

3. Origen y valor de la personificación de la Sabiduría

El origen de esta rica presentación de la Sabiduría personificada, difícilmente puede precisarse con
exactitud. Generalmente se la compara a la egipcia Maat, que en varios textos es presentada como la joven
diosa, imagen de la verdad y de la justicia. «Hablar y actuar como Maat», es hablar y actuar según justicia y

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verdad. Maat designa el orden y la armonía del mundo, de los fenómenos cósmicos, de los dioses y los
hombres. Es al mismo tiempo celeste y terrestre, divina y humana. Tiene innegables afinidades con la Sabiduría
bíblica: es hija del dios Atum y es preexistente al mundo, tiene predilección particular por los faraones y los
guía. Es fuente de vida: tiene en una mano la llave de la vida y en la otra el cetro, símbolo de gloriosa
prosperidad. Acompaña a los fieles más allá de la muerte.

Sin embargo, hay diferencias esenciales: el politeísmo egipcio esta lejos del monoteísmo bíblico; además
de Maat hay otra figuras preexistentes, mientras que en el AT está solo la Sabiduría; en los textos egipcios,
Maat no habla en primera persona, como hace la Sabiduría en la Biblia. Admitiendo incluso un influjo parcial
de elementos descriptivos entre Maat y la Sabiduría, estos han sido purificados en el contexto de la concepción
plenamente monoteísta de Israel.

La Sabiduría esta también presente en el judaísmo helenístico (Filón, Flavio Josefo), en los textos
apocalípticos: Henoc Etiope, Apocalipsis de Baruc, IV Libro de Esdras: hablan del descenso de la Sabiduría
divina junto a los hombres y de su retorno al cielo, después del rechazo, en los escritos de Qumran (que ven la
Sabiduría de Dios en la obra de la creación y en la historia), en los escritos rabínicos (en los cuales la Sabiduría
es identificada con la Torah).

El valor de esta Sabiduría personificada es difícil de determinar. No es una divinidad puesta al lado de
Dios ni menos aun, un semidiós. La Sabiduría es la sabiduría misma de Dios, vista como una personificación de
esta cualidad de Yahvé, bien subrayada y distinta de las demás cualidades. ¿Puede llamarse «hipóstasis»? Se ha
dicho que este término es bíblicamente demasiado impreciso y teológicamente demasiado preciso 55.
«Hipóstasis» se encuentra veinte veces en el AT (los LXX traducen con esta palabra doce términos hebreos
diferentes) y cinco en el NT, con dos significados diferentes: a) «substancia» (Heb 1,3: «substancia de Dios»);
b) «aseveración», «convicción» (2 Cor 9,4; 11,17; Heb 3,14; 11,1). Además, teológicamente este término ha
tornado en la época patrística el contenido concreto de hypóstasis-prósopon (persona).

En el AT la Sabiduría constituye un fenómeno literario original, que conviene respetar sin exasperarlo o
minimizarlo indebidamente. Se trata, en cualquier caso, de una realidad que ha ocupado un primer plano a la
hora de descifrar el acontecimiento Cristo en el NT: «¿que sabiduría es ésta que le ha sido dada?» (Mc 6,2);
«¿de adónde le viene a este esta sabiduría?» (Mt 13,54); «predicamos a Cristo potencia de Dios y sabiduría de
Dios» (1 Cor 1,24; 1,30). El valor de este mediador celeste de salvación es fuertemente proléptico. Con su
función profética, real, sacerdotal, creadora, cósmica, la Sabiduría resume las funciones más importantes
mesiánicas de mediación salvífica entre Dios y los hombres. Y en cuanto tal puede considerarse como un
anuncio de Cristo, Sabiduría encarnada. La obra creadora y salvadora de la Sabiduría veterotestamentaria se
encuentra plenamente cumplida en Cristo, «hecho por nosotros sabiduría» (1 Cor 1,3).

C) EL HIJO DEL HOMBRE (Dan 7,13-14)

En el libro de Daniel (compuesto hacia la mitad del siglo II a.C.) se encuentra una expresión misteriosa:
«Hijo del hombre». Tanto en arameo (bar’enash) como en hebreo (ben’adam) significa simplemente un
«hombre» (cf. Sal 8,5). En Daniel, sin embargo, parece tomar un significado particular, en cuanto que designa
un hombre que supera la condición humana. El capítulo 7 que trae esta expresión, contiene la descripción de la
visión de Daniel (7, 2-14) y su explicación (7,15-27). La visión presenta dos apocalipsis: el llamado apocalipsis
de las cuatro bestias que brotan del mar (y que simbolizan los reinos de la tierra y sus potencias políticas), y el
apocalipsis del Hijo del hombre, que describe la sesión celeste (v.9s) y la escena de la entronización (v.13-14):

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13: Y en mi visión nocturna ví venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el
anciano venerable y llego hasta su presencia.
14: A el se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es
eterno, no cesará. Su reino no acabara.

En esta visión de entronización real es presentado ante Dios («el Anciano») uno que viene «sobre las
nubes del cielo». Este es de origen celeste, porque aparece sobre las nubes, que son el elemento acostumbrado
de las teofanías veterotestamentarias. Este personaje misterioso celeste que se acerca para la investidura es
«semejante a un hijo de hombre» (v.13). Recibe de Dios un poder universal “todos los pueblos, naciones y
lenguas lo servían”, (v .14) y eterno “su reino es eterno, no acabaría”, (v.14).

La concreción de este personaje tiene varias interpretaciones. La primera ve ahí una persona individual.
Esto hacen algunos textos judíos apócrifos inspirados en nuestro pasaje (Henoc y IV Esdras). La segunda lo
interpreta en sentido colectivo. Apoyándose en los versículos 18 y 22 «dos santos del Altísimo») se afirma que
la expresión se refiere a los ángeles o a los israelitas que sufren persecución y que por eso son llamados
«santos» (cf. Dan 7 ,21s.25). No habría oposición entre las dos interpretaciones. El significado colectivo podría
prolongar el sentido personal, por el que el Hijo del hombre es también el representante, el jefe y el modelo del
pueblo de los santos.

A propósito de este texto, hay que observar que nos encontramos ante dos elementos: por una parte, un
hombre «celeste»; par otra, una escena de entronización, la que suele hacerse para el rey davídico. La
entronización del Hijo del hombre por parte de Dios se produce como una entronización regia. Es un indicia
importante para la aplicación que Jesús hace a si mismo de este título, que armoniza la humanidad del rey
davídico (cf. Sal 11 0,1) con la trascendencia del Hijo del hombre de Daniel, y la consiguiente universalidad de
su reino (cf. Mt 14, 62).

Como ya hemos dicho, la apocalíptica extracanónica ve en el Hijo del hombre un individuo can una
actividad de mediación salvífica. Para Henoc Etiope (finales del siglo II a.C.), el Hijo del hombre es un
personaje trascendente y celeste, con una actividad escatológica que se manifestará en el juicio y en la
redención universal (cf. c.31-71). También en el IV Libra de Esdras 57, redactado después de la destrucción de
Jerusalén en el 70 d.C., se presenta un personaje «semejante a un hombre», preexistente, trascendente y
vencedor: aniquilará las potencias del mundo. Su mediación salvífica alcanza a toda la creación y a toda la
humanidad.

Esta enigmática figura que aparece poco antes de Cristo y que se la aplicará Él a sí mismo, puede
también significar que el reino de Dios, como globalidad de bienes de justiciapaz-vida, es una realidad de tal
manera divina que no puede confiarse a un rey terreno histórico. Su gestión requiere un corazón y una mente
grande como la de Dios. Sin embargo, ese reino de Dios es para los hombres, para su salvación en la historia. El
Hijo del hombre expresaría así la trascendencia de la salvación (que proviene de Dios), y la redención del
hombre y del cosmos también en la historia (para los hombres).

Además del dinamismo ascendente de los mediadores terrenos (reyes, sacerdotes, profetas), tenemos
también este dinamismo descendente bajo la sombra del ángel de Yahvé, de la Sabiduría de Dios y del Hijo del
hombre. Precisamente el «Hijo del hombre» es el que preanuncia con su aparición una fusión de todos estos
dinamismos salvíficos en tensión. En su persona se cumplen las aspiraciones de la promesa davídica y la certeza
del origen divino, del apoyo y del ineludible cumplimiento para todos los hombres y para el cosmos de esta
promesa en la historia y en la eternidad.

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4.1.5 Relectura sistemática del Antiguo Testamento

A) LÍNEAS DE INTERPRETACIÓN

¿Cómo podemos entender hoy el aforismo agustiniano: «Novum Testamentum in Vetere latet, et Vetus
Testamentum in Novo paret»? En nuestros días, cuando la cuidada metodología histórica ha devuelto al texto
literal del AT su valor, su dignidad y su originalidad, la exégesis verotestamentaria necesita una plataforma
hermenéutica adecuada, sin prejuicios interpretativos indebidos.

Hay que excluir una comprensión exclusivamente «davídica» del AT, que vincule de manera inmediata
la salvación cristiana a la historia de Israel por medio de la circuncisión y la plena participación en la
comunidad cultural y jurídica del mismo pueblo israelita.

Hay que evitar también una ingenua interpretación «espiritualizada» del AT. El sentido pneumático,
para no ser arbitrario, siempre tiene que fundamentarse y referirse al sentido literal e histórico.

Hay que excluir también la convicción de poder comprender el acontecimiento Cristo sin el AT. La
afirmación de la «unidad entre AT y NT» significa «que Jesús y el Creador son uno, que el ser y no sólo la
historia pertenece a Jesús».

Y hay que evitar finamente, la interpretación cristológica «literal e inmediata» del AT. No se puede
elaborar una «cristología» sobre la letra del AT. Eso supondría una falsificación no solamente del sentido
histórico, sino también de su significado de fe, eliminando la tensión de la revelación divina y la novedad
absoluta de Cristo, cuyo acontecimiento no puede leerse de manera inmediata y literal en el AT.

La economía veterotestamentaria tiene sólo una función preparatoria a la venida de Jesucristo. Los
verdaderos motivos de continuidad no están en interpretaciones acomodaticias, sino en dos hechos dogmáticos
fundamentales. Primero, en que Dios «es el autor que inspira los libros de ambos testamentos, de modo que el
antiguo encubriera el nuevo, y el nuevo descubriera al antiguo». En consecuencia, «aunque Cristo estableció
con su sangre la nueva alianza […], los libros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación
evangélica, alcanzan su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento […], y a su vez lo iluminan y lo explican».

Esta unidad que respeta la dualidad hay que considerarla como una «expresión histórica fundamental de
la fe cristiana». El sujeto englobante de esa unidad-dualidad es el acontecimiento Cristo y la comunidad
eclesial. La Iglesia, apoyada en la confesión del misterio pascual de Cristo que anuncia, celebra y vive en el
Espíritu, es el sujeto en el cual se da la unidad y la dualidad del AT y el NT, la unidad en la pluralidad de las
cristologías neotestamentarias y de los dogmas a lo largo de la historia.

B) ALGUNOS MODELOS CONCRETOS DE RELECTURA CRISTOLÓGICA.

Por tanto, el recurso al AT no es sólo posible, sino que es necesario para una recta intención del
acontecimiento Cristo y de su originalidad. En el prólogo del comentario a Isaías, San Jerónimo reafirma esa
referencia esencial de los cristianos al AT: «Ignoratio enim Scripturarum ignoratio Christi est». Una cristología
de orientación histórico-salvífica no puede dejar de considerar el AT como una premisa indispensable para
acceder «a la sublimidad del acontecimiento de Jesucristo». (Flp 3,8). Hemos visto, además, que también el NT
entiende el acontecimiento Cristo en el contexto de la historia, de los símbolos, del lenguaje, de las categorías,

54
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de las estructuras y de las instituciones del AT. Por eso, pude decirse con propiedad que, mientras el NT nos
dice quién es Cristo, el AT nos dice qué es Cristo. «si el NT proclama que Jesús es el Cristo, no remite al AT; a
partir de éste es de donde hemos de aprender qué significa ser “Cristo” , “Hijo de David” e “Hijo de Dios”,
“Hijo del hombre” y “Siervo de Dios”, y también “expiación” y “reconciliación”, “salvación” y “redención”».

La óptica de lectura y la organización de la materia en la relectura cristológica contemporánea del AT


varía según los autores. F. Asensio, por ejemplo, presenta la «profecía de Jesús» en el AT presente en la ley, los
Salmos y los Profetas. G. Segalla señala también en la tradición legislativa, profética y sapiencial las grandes
líneas veterotestamentarias, para interpretar la persona de Jesús en el NT.

L. Bouyer se detiene sobre las llamadas prefiguraciones históricas del anuncio explícito de Cristo, y las
sitúa en la palabra de Dios dirigida en la historia al pueblo de Israel, en las instituciones y en algunos temas
clásicos, como el del Siervo del Señor, del Hijo del Hombre, del Mesías. M. Bordoni antepone a su cristología
neotestamentaria una lectura de la venida de Jesús en el cuadro complejo de las esperanzas históricas de Israel.
N. Füglister Y B. Forte evidencian cómo la esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas es la espina
dorsal del AT y está expresada de manera privilegiada en las distintas formas de la esperanza mesiánica
(profética, real, sacerdotal y apocalíptica). H. Cazelles matiza también su «cristología del AT» a la luz de la
realidad del «Mesías», en sus múltiples contenidos y expresiones.

De manera sugerente, J. Galot ve en el AT un original, aunque incompleto, dinamismo de encarnación


salvífica.

Una lectura del conjunto del AT evidencia cómo la religión judía en su conjunto tiene una estructura
intrínseca de encarnación salvífica. Esto lo demuestra la alianza, la relación paternidad-filiación, la promesa de
la «nueva alianza» (Ez 36, 26s; Jer 31,33). La presencia de Dios en el pueblo elegido queda subrayada por la
encarnación de la palabra en la revelación profética, por la encarnación de la acción divina en la historia del
pueblo, y por la visibilización de su presencia en símbolos concretos como la tienda, la nube y el templo.

En una posterior lectura cristológica en filigrana del AT, J. Galot recoge los presentimientos de una
figura divina del Mesías. Esta orientación se manifiesta en una doble dirección: ascendente, en la que un ser
humano tiende a elevarse hasta Dios; y descendente, en la que «una persona tiende a separarse de Dios y a salir
de la esfera divina para alcanzar la humanidad».

Es su esquema, esta relectura cristológica del AT revela una constante: la tendencia a la encarnación
salvífica por parte de Dios a favor de la humanidad. Este dinamismo lo llevará a cumplimiento Cristo, que
resumirá en sí no sólo la encarnación de la palabra, de la acción y de la presencia de Dios, sino sobre todo la
doble línea del encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios.

Vamos a descubrir algunas corrientes del dinamismo histórico-mesiánico presentes en el AT y


expresadas mediante las categorías del mediador de la salvación real, profético, sacerdotal y celeste. Este
último, con su dinamismo descendente, completará la línea ascendente de los demás mediadores humanos.

4.2 El acontecimiento Cristo en el Nuevo Testamento

4.2.1. Cristología Prepascual

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4.2.1.1 Jesús en los orígenes de la Cristología

En la introducción hemos expresado la convicción de que el núcleo fundamental de la “cristología” se


remonte hasta el Jesús prepascual. Todo comenzó con Jesús de Nazaret, que no constituye sólo el presupuesto
de la teología del NT, sino que es su origen y su fundamento. La investigación exegética se ha hecho menos
escéptica en cuanto a la posibilidad de llegar, a través del testimonio evangélico, hasta el Jesús histórico,
convencida de poder llegar no sólo a las “ipsissima verba”, sino al “ipsissimum Iesum”. Puede dibujarse así un
cuadro global de la existencia de Jesús, de su mensaje central, de sus actitudes características, de sus
actuaciones de poder, de su muerte en la Cruz.

Superando el escepticismo bultmaniano sobre la posibilidad de conocer la vida y la personalidad de


Jesús -además de la simple afirmación de su existencia, de la predicación del reino y de su muerte-, se tiende a
subrayar cada vez más la cristología “prepascual”, como fundamental para la comprensión del Cristo pascual y
de la misma cristología “postpascual”. El Jesús prepascual no pertenece solamente a la historia judía, sino que
forma parte del cristianismo. Es verdad que el acontecimiento pascual constituye la verdadera clave de lectura
de la persona y de la obra de Cristo, pero esta persona y esta obra se habían manifestado cumplidamente en su
vivencia histórica. El Jesús terreno se comprende en su plenitud a la luz de la pascua, pero el Cristo pascual no
es otro que el Crucificado resucitado.

El Jesús prepascual tiene un intrínseco y esencial significado “cristológico” y “soteriológico”. En Él


tenemos ya la manifestación de la bondad divina que se encarna y que salva. Su vida terrena no es simple
preparación para la pascua. El nacimiento y toda su existencia son acontecimientos salvíficos plenarios junto
con la pascua. Referirse a Él, por lo tanto, no significa seguir a un fantasma sin significación salvífica o sin
influencia. Él es el verdadero punto de partida de la cristología. La primera catequesis apostólica expresa con
convicción este vínculo, como puede constatarse en el discurso de Pedro en Pentecostés (cf. Hch 2. 22-24).

A la fe cristiana, completamente pascual, la historia prepascual le aporta una dimensión insustituible. El


NT por lo tanto, más que un desmentido de la cristología prepascual, contiene los acontecimientos más
significativos de la misma: el bautismo, las obras de poder, la extraordinaria intimidad con el Padre, el
seguimiento, la pasión y la muerte. Tampoco en la base de la teología paulina y joanea hay un simple punto
matemático, sino las dos realidades fundamentales de la vivencia histórico-teológica de Jesús: su encarnación y
su muerte en la cruz. No puede considerarse vana, como cristológicamente irrelevante, la realidad histórica del
Jesús prepascual, puesto que su historia terrena está “preñada de cristología”. “Al anunciar el acontecimiento
Cristo como acontecimiento de la salvación -afirma E. Lohse-, el Evangelio está indisolublemente ligado a la
historia de Jesús de Nazaret”. Y, haciendo suyas algunas afirmaciones de E. Käseman, el mismo autor concluye
reafirmando que fue la fe pascual la que recogió “lo que Cristo había realizado antes que nosotros creyéramos y
lo testimonió insertando en su anuncio la historia terrena de Jesús”.

4.2.1.2 ¿Cristología “Implícita” o “Abierta”?

En general, se considera la resurrección como el origen histórico de la fe en Jesucristo. Sin embargo, hoy
se afirma cada vez con más convicción la importancia decisiva del Jesús histórico para la misma fe de los
discípulos. Por eso el comienzo de la cristología hay que reconducirlo al ámbito de su vivencia prepascual. Y
esto también para evitar conclusiones extravagantes: “¿A quién se le hubiera ocurrido -afirma J. Jeremias
refiriéndose a esto- hacer comenzar el Islam sólo después de la muerte de Mahoma, o el budismo después de la
de Buda?”.

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Hoy se da un consenso suficientemente amplio sobre la posibilidad de encontrar ya en la vida terrena los
indicios que permiten a los discípulos entender el significado de la persona y de la obra de Jesús. Este
reconocimiento ciertamente no está tematizado ni conceptualizado adecuadamente, como lo estará después de
pascua y después de la efusión del Espíritu Santo. Pero existe. Consiste en una actitud ante el carácter
extraordinario de quien tienen delante. Ya antes de pascua ellos plantearon el problema del “ser” de Jesús,
dando el primer paso de su exousía (su autoridad) a su ousía (su realidad personal): “Pasar de esta exousía de
Cristo a la ousía del mismo es una necesidad lógica, no mitológica”.

Por eso, el paso del Jesús anunciador al Cristo anunciado se realiza antes de pascua: “Desde sus
primeros contactos con Jesús, los discípulos estaban interpretándolo, y las tradiciones de la Iglesia primitiva y
de los escritores evangélicos (justa e inevitablemente) han profundizado en este proceso de interpretaciones.

Por eso, puede hablarse legítimamente de cristología “prepascual” o “implícita”. “Implícita” no en el


sentido de que en Jesús falten indicios claros de reconocimiento cristológico, sino en el sentido de que tales
indicios no están todavía adecuadamente explicados y tematizados en los discípulos. Le falta la iluminación de
pascua, que fijará definitivamente el significado del acontecimiento de Cristo. Por parte de Jesús, sin embargo,
su existencia y la expresión de su íntima autoconciencia están totalmente orientadas en sentido cristológico. Él
se ha presentado siempre como el que tiene la autoridad absoluta de Dios en el campo espiritual.

Por eso, se debería hablar no tanto de cristología “implícita” sino de cristología “abierta”. La cristología
“abierta” sería la cristología prepascual, es decir, la fe incipiente de los discípulos, que tiene ya los elementos
fundamentales en que apoyarse (“autoridad espiritual”, “milagros”), y por eso queda “abierta” a su
complementación en la resurrección, que es el acontecimiento decisivo que ilumina todo el acontecimiento
Cristo. Efectivamente, la resurrección es el lugar privilegiado para interpretar no sólo al Jesús prepascual, sino
también al Cristo preexistente y al Cristo glorificado y parusíaco.

En conclusión, podemos hablar legítimamente de cristología ya antes de la pascua, puesto que Jesús ha
planteado a sus discípulos una decisión de fe respecto a su persona: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt
16, 15). Esta cristología prepascual no está contenida solamente en los “títulos” de Jesús, sino en toda realidad
global expresada en su autoconciencia, su predicación y sus obras, realidades todas que reivindican una
autoridad divina. Esta cristología permanece abierta a la iluminación definitiva de la resurrección, que será el
culmen del desvelamiento cristológico de la figura de Jesús. Confesarle a Él antes y después de pascua sigue
siendo siempre un don exclusivo del Padre en el Espíritu.

4.2.1.3 La Predicación de Jesús

La predicación, el anuncio, la enseñanza es la característica más relevante de la actividad de Jesús antes


del misterio pascual. Él se presentó como maestro y así es llamado en el NT (este término se aplica 41 veces a
Jesús y 29 veces es usado como título directo). Este apelativo (Mc 9,17. 38; Mt 6, 19; Lc 10, 25) normalmente
es la traducción del término hebreo rabí, frecuentemente usado también con este término en los Evangelios.
Jesús ha hablado y ha actuado como un maestro de su época, aclarando dudas jurídicas (Lc 12, 13s) cuestiones
doctrinales (Mc 12, 18s) y reuniendo en torno a sí sus discípulos.

El término maestro es usado también de manera absoluta como sinónimo de Jesús, el maestro (Mt 9, 11;
10, 24s; 17, 24). En este sentido hay que entender la misma exhortación de Jesús a sus discípulos: “No os dejéis
llamar Rabí, porque uno sólo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8). Probablemente

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estemos ante una interesante reinterpretación cristológica de ese título prepascual. Jesús es el maestro y también
después de su muerte tiene una autoridad duradera.

Una característica original de Jesús fue su extraordinaria autoridad. Su enseñanza la hacia con autoridad.
Después de haber hablado en la sinagoga de Cafarnaún, los presentes quedaron asombrados de su enseñanza,
porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas (Mc 1, 22; 1, 27; Mt 7, 29). Mientras
que los escribas eran intérpretes de las tradiciones de los padres, Jesús enseñaba con una autoridad que
pertenece sólo a Dios (Mc 1, 22; Lc 4, 32).

Por eso, tanto la muchedumbre como sus discípulos lo consideraban como profeta (Mc 6, 15; 8, 28). Sin
embargo, Jesús se consideraba superior a los Profetas: “Y aquí hay uno que es más que Jonás” (Mt 12, 41; Lc
11, 32); “Y aquí hay uno que es más que Salomón” (LC 11,32). Tiene un valor absoluto. Jesús no se presenta
como uno de tantos profetas. En Él se da un salto cualitativo absoluto. Él es el profeta último, definitivo,
superior a los demás. El profeta que manifiesta la palabra y la voluntad de Dios. El título cristológico joaneo
Logos resumirá esta profunda realidad prepascual de Jesús.

El contenido esencial de su predicación es el anuncio del reino, como realidad opuesta a todo lo que es
presente y terreno, y por tanto es solamente don de Dios. La venida del reino no puede ser humanamente
acelerada ni mediante la lucha contra los enemigos de Dios, ni mediante la observancia meticulosa de la ley
(como hacían los fariseos). Ni puede quedar reservada a un círculo estrecho de perfectos, como por ejemplo la
comunidad de Qumrán. La espera del reino debe ser paciente y confiada (las parábolas del grano de mostaza, de
la levadura y de la semilla que crece: Mc 4, 30-32; Mt 13, 33; Mc 4, 26-29)

La expresión reino de Dios o su sinónimo reino de los cielos se utiliza sobre todo en los sinópticos (más
de 120 veces, mientras en Jn se encuentra sólo 5 veces y en los demás escritos del NT 30 veces). Es
característica de la predicación del Jesús prepascual. Hay consenso en afirmar que la expresión marquiana ha
resumido fielmente el mensaje del Jesús histórico: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios esta cerca;
convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15; Mt 4, 17). La causa de la predicación de Jesús es el anuncio del
reino de Dios y su venida a la tierra.

El reino de Dios no se refiere a un territorio particular, sino a la verdadera soberanía de Dios sobre la
humanidad. El reino de Dios está presente donde está presenta la vida, la reconciliación, el gozo, la alabanza a
Dios. Según la misma oración de Jesús /Mt 6, 10-13), el reino actuará donde y cuando se cumpla la voluntad de
Dios, se santifique su nombre, hay abundancia de bienes materiales y espirituales, se realice la liberación del
mal. Se trata de un reino que realiza la totalidad de los bienes mesiánicos anunciados por la nube de mediadores
reales, sacerdotes, proféticos y celestiales, y que trae reconciliación, paz, libertad, gozo, salvación. Un reino de
futuro absoluto y liberado de la humanidad entera en Dios. Un reino que puede evocarse con las imágenes de
nueva alianza, gran banquete, de bodas reales, un reino que visibiliza la utopía de la felicidad absoluta, de la
vida y del gozo definitivo, de la superación del odio, de la división, del pecado, de la muerte.

La realidad del reino es sumamente misteriosa. Jesús proclama que este reino está cerca: “El tiempo se
ha cumplido y el reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15). Incluso, que ha llegado: “Dichosos los ojos que ven lo
que vosotros veis. Os digo que muchos profetas y reyes han deseado ver lo que vosotros veis, y no vieron, y oír
lo que vosotros oís, y no lo oyeron” (Lc 10, 23s). En la sinagoga de Nazaret, comentando a Isaías, Jesús dice:
“Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4, 21). Ha llegado, por tanto, el tiempo mesiánico en
el que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los
pobres se les anuncia la buena noticia (Mt 11, 5). También mediante las parábolas Jesús subraya la presencia del

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reino en la realidad cotidiana y concreta: en el grano de mostaza (4, 31s) en la levadura (Mt 13, 33), en la
semilla (Mc 4, 26s).

Al mismo tiempo, sin embargo, el reino es una realidad última, escatológica, que pondrá fin a la historia
y que se realiza más allá de la misma historia. Su cumplimiento está marcado por la parusía del Hijo que vendrá
en su reino (Mt 16, 28; Mc 9, 1). Jesús manda rezar: “Venga tu reino” (Mt 6, 10). La realidad del reino es
compleja. El reino está ya presente en el tiempo, pero todavía no plenamente realizado en cuanto a la
humanidad. La historia, marcada ya cualitativamente por la presencia del reino, tiende a su cumplimiento último
en la parusía.

El reino es además don exclusivo del Dios. El hombre no puede autodonarse, ni políticamente, ni
socialmente, ni éticamente. Por eso es reino de Dios: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha
complacido en daros su reino” (Lc 12, 32).

El reino tiene un intrínseco carácter soteriológico. Es oferta salvífica para el hombre: “Jesús andaba por
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando toda
maldad y dolencia” (Mt 9, 35). El reino de Dios se manifiesta en la historia como superación y destrucción del
mal físico y moral, del pecado, del dolor y de la muerte. Es la re-creación del hombre y de la naturaleza.

El reino es la realización de la espera mesiánica en la persona y en la obra de Jesús: “El Espíritu del
Señor está sobre mi, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para
anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año
de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Inmediatamente después de decir esto, añade: “Hoy se cumple esta Escritura
que acabáis de oír” (Lc 4, 21). El reino tiene una dimensión cristológica. Se identifica con la persona misma de
Jesús y con su presencia. A los discípulos de Juan, que le preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que
espera a otro?” (Mt 11, 3), Jesús les responde: “Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los
cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la
buena noticia, y dichoso el que no se escandaliza de mí” (Mt 11, 4-6). Es decir, Jesús se autodefine como reino
de Dios. Su presencia es la presencia del reino. Su doctrina, sus acciones, su comportamiento constituyen la
irrupción del reino de Dios en la tierra. Ciertamente es al Padre al que le corresponde dar el reino (Lc 12, 32),
pero también es verdad que Jesús lo prepara para nosotros con el mismo título: “Yo preparo para vosotros un
reino, como el Padre lo ha preparado para mí” (Lc 22, 29). Con Jesús da comienzo el año de gracia del Señor
(Lc 4, 19).

El reino de Dios, por tanto, es un don ofrecido por el Padre en Jesús y que comienza a dar sus frutos en
la historia, aunque su cumplimiento definitivo llegará en la parusía. Por parte del hombre supone conversión y
acogida radical de sus exigencias: deshacerse de todo para comprar la perla preciosa (Mt 13, 45-46), dejar la
familia y los propios bienes (Mt 10, 37), arriesgar la propia vida (Lc 17, 33, Mc 9, 43). El reino es ciertamente
una puerta estrecha (Lc 13, 24): “Si no os convertios y no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos” (Mt 18, 3). El reino supone total dependencia del hombre respecto a Dios, como los niños dependen
totalmente de los cuidados de sus padres. Se trata de un renacimiento de lo alto: “El que no nace de lo alto, no
puede ver el reino de Dios” (Jn 3, 3).

Un logion del Evangelio apócrifo de Tomás, considerado auténtico, trae este dicho de Jesús: “El que está
cerca de mí, está cerca del fuego; el que está lejos de mí, está lejos del reino”. El reino se realiza en la
proximidad del reino. Inaugurada por Jesús, la venida del reino será después prolongada en la Iglesia (Mt 13,
38; 21, 43).

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4.2.1.4 Las actitudes de Jesús

También las actitudes que Jesús tiene en relación con las instituciones, los ambientes, las categorías de
personas es un indicio importante para conocer su conciencia mesiánica y para el despertar gradual de la
pregunta cristológica por parte de los discípulos antes de pascua.

Las actitudes de Jesús ante la ley es uno de los puntos clave de la lectura histórico-teológica de su
existencia. Con este término el NT se refiere exclusivamente a la ley escrita y por tanto a los textos propiamente
legislativos y a las prescripciones cultuales que norman el ordenamiento de la vida del pueblo que Yahvé ha
elegido y liberado. No pocas veces, sin embargo, se toma el término como “pars pro toto”, y se refiere a todo el
AT. La ley es el elemento fundamental de la conciencia del pueblo judío. Es la presencia de Dios en medio de
su pueblo y configura el comportamiento religioso y ético de ese pueblo. Moisés recibió las tablas de la ley, los
diez mandamientos. Por eso, Moisés llega a ser sinónimo de ley.

Jesús confirma su adhesión a la ley. Declara que no ha venido para abolir la ley o los profetas. Sin
oponerse a la ley, no duda, sin embargo, en pasarse algunas prescripciones, como por ejemplo el sábado, (Mc
2, 28), el ayuno (Mc 2, 18-20), la impureza al comer (Mc 7, 1-8).

Jesús se considera libre ante la ley, Su actitud fue tan original ante la ley, considerada por Él como
superada en su acontecimiento, que en Juan Jesús confirma: “si creyerais a Moisés, me creeríais también a mí;
porque él ha escrito de mí”. Esto significa que la ley y los profetas puntan a Jesús y encuentran en Él la
referencia definitiva.

Jesús se permite juzgar a Moisés haciendo revisión de la ley de Dios. Moisés legisló a partir no de la
verdad original del hombre creado por Dios, sino de la debilidad humana. En este contexto hay que valorar las
conocidas antítesis del sermón de la montaña de Mateo. Están de acuerdo los autores en considerar que esta
contraposición con la ley es un dato importante del Jesús histórico. Él no comenta la ley, sino que se coloca por
encima de ella. Mientras los profetas comenzaban con la fórmula: “así habla Yahvé”, Jesús comienza con las
palabras: “Habéis oído que se dijo… pero yo os digo”. Se sitúa al mismo nivel que el legislador, que Dios
mismo, no para superar o contradecir la ley querida y dada por Dios, sino para revelar el verdadero contenido y
significado de la misma querido por Dios. La fórmula “en verdad, en verdad os digo” subraya esta autoridad
desvinculada de la ley antigua, superior a ella y reveladora de la verdadera voluntad del Padre.

En relación con el templo, considerado como sede privilegiada de la presencia divina y centro de
irradiación y de oración para todos los pueblos, Jesús tiene ante todo una actitud de respeto. Enseña en el
templo y lo considera la casa de Dios, la casa del Padre, la casa de la oración. Sin embargo, hay un gesto de
absoluta libertad en relación con el templo, con el de la “purificación” relatado por los cuatro evangelistas. En
este gesto están contenidas dos afirmaciones: el anuncio de la destrucción del templo (Mc 13, 2) y su sustitución
en la persona misma de Jesús. Un evangelista nos dice que “él habla del templo de su cuerpo” (Jn 2, 21) y que
se acordaron de esto después de pascua, cuando fue resucitado de entre los muertos.

La muerte de Jesús marca el final del templo: “El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc
15, 38). Su sacrificio pone término al templo y al culto antiguo. Para encontrar a Dios y su presencia
privilegiada y única en la tierra es ahora suficiente encontrarse con Jesús. Él es el nuevo templo de Dios. El
misterio del templo es, por tanto, la presencia de Dios no ya en un lugar, sino en la persona de Jesús. El nuevo
culto no está en el templo de Jerusalén, sino que consiste en la adoración trinitaria de Dios Padre en el Espíritu
Santo y en la verdad que es Jesús.

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Su actitud en relación con los marginados es uno de los rasgos más atestiguados del Jesús histórico. Por
eso se ha hablado de Jesús con las malas compañías. Por otra parte, uno de sus apelativos neotestamentarios fue
precisamente: “comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19). En el mensaje de Jesús, la
cercanía del reino significa cercanía salvífica de Dios a los publicanos, las prostitutas, los samaritanos, los
leprosos, las viudas, los niños, los ignorantes, los paganos, los enfermos. Su persona y su presencia se refieren
en primer lugar a los pobres y a los pecadores.

Jesús participa en la mesa de los pecadores. Al contrario que los esenios de Qumrán, que admitían
solamente a los “puros”, Jesús anuncia que también los perdidos están invitados a la mesa del reino.
Misericordia y perdón aparecen también en el episodio joaneo de la mujer sorprendida en adulterio, no
condenada por Jesús, sino invitada a la conversión. Se trata de un gesto de bondad absoluta de Jesús. Los
pecadores y los marginados son objeto de la predilección de Jesús.

Su actitud en relación al pecado resultó todavía más provocadora y le costó la acusación de “blasfemo”,
Jesús no sólo curaba, sino que expresaba la pretensión de perdonar los pecados. Esto suscitó estupor, pero
también incomprensión. En esta actitud, Jesús ofrece un dato significativo, ya que la misericordia y el perdón
de Dios para el hombre pasan a través de su gesto, de su palabra, de su acción.

También su peculiar actitud en relación con Dios, a quien llama Abbá dado a Dios por Jesús, por
ejemplo en la oración de Getsemaní, impensable en la oración Judía. Esta extrema confianza de Jesús en Dios
debió de parecer no sólo audaz, sino inconveniente. Sin embargo, expresa uno de los rasgos esenciales de la
autoconciencia de Jesús histórico al considerarse Hijo del Padre.

Un último dato es la invitación al seguimiento dirigido a los discípulos. Tanto en la predicación al


pueblo como en la vocación de los discípulos invita a elegir el reno de Dios. Pero la elección se concreta en la
aceptación o el rechazo de su persona. Frente a Jesús se elige a favor o en contra del reino.

Una llamada de este tipo a la decisión supone toda una cristología. Su palabra de vocación es
efectivamente una palabra creadora.

4.2.1.5 Los milagros de Jesús

Su historicidad:

Un elemento decisivo que está presente en toda la cristología prepascual lo constituyen los milagros
(térata, parádoxa) de Jesús, llamados mejor signos (seméia), “gestos de potencia” (dunámeis), obras (érga). En
el discurso de Pentecostés, Pedro subraya este aspecto inseparable del Jesús histórico: «Jesús de Nazaret,
hombre acreditado por Dios en medio de vosotros por medio de milagros, signos y prodigios, que Dios mismo
realizó entre vosotros por medio de Él, como bien sabéis» (Hch 2, 22).

La investigación exegética contemporánea parece confirmar el origen prepascual no sólo del hecho de
Jesús taumaturgo, sino también del significado dado a sus milagros: «Es [...] arbitrario decir que los relatos de
milagros son fruto de una actividad eclesial, como si esta fuera la única responsable de la forma y del sentido.
Por el contrario, el sentido es anterior al relato y tiene origen en Jesús: es prepascual. La tradición no ha hecho
más que prolongar, explicar, profundizar este sentido prepascual que se remonta hasta Jesús».

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La tradición evangélica nos ha transmitido un logion bastante realista relativo al fracaso de Jesús
taumaturgo en la ciudad de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún: <iAy de tí, Corozaín; ay de tí, Betsaida. Porque si
en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en medio de vosotros, habrían hecho
penitencia ya hace tiempo [...] Y tu, Cafarnaún, ¿crees que serás levantada hasta el cielo? ¡Te precipitarás hasta
el abismo! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros realizados en tí, hoy continuaría existiendo!»
(Mt 11, 21-24; Lc 10,13-15). La transmisión de este fracaso de Jesús por parte de la primitiva comunidad
cristiana, que tenía ya una fe muy firme en el Señor Jesús (cf. Hch 2, 22; 10, 38), sería incomprensible si no
correspondiera a la realidad histórica del hecho.

La investigación histórica actual, aplicada a los milagros, reafirma sobre todo la autenticidad global de
los mismos. Estos ocupan mucho espacio en la existencia y en el apostolado de Jesús. Sin los milagros no se
explicaría ni el entusiasmo de la muchedumbre y de los discípulos, ni el odio de los enemigos en sus
enfrentamientos. Los sinópticos contienen largas listas de milagros. En Marcos constituyen casi un tercio del
evangelio (31% del texto, es decir, 209 de los 666 versículos). A la primera parte del evangelio de Juan se la
llama normalmente el «libro de los signos». Los milagros, además, van estrechamente ligados a la predicación
del reino y a la aclaración del misterio de Jesús: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los
sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la buena noticia, y dichoso el que no se
escandalice de mí» (Mt 11, 5s). La mayor parte de los milagros de Jesús tuvo carácter público con testigos, que
pudieron controlar su veracidad. En el ya citado discurso de Pedro en Pentecostés se hace referencia a Jesús
taumaturgo, con la anotación «como bien sabéis» (cf. Hch 2 ,22). Finalmente, es un hecho indudable que
ninguno de sus contemporáneos le negó esta calificación. Sus adversarios le contestaron solamente la autoridad
con la que hacía los milagros (cf. Mt 12, 24).

En los últimos decenios se ha perfilado, tomándola de la historia profana, una refinada criteriología
histórica para fundamentar adecuadamente la autenticidad de los relatos evangélicos referentes a los milagros de
Jesús. Enumeramos aquí solamente los tres que nos parecen mas importantes. El criterio de múltiple fuente
verifica la autenticidad mediante el testimonio de varias fuentes independientes entre sí y en distintos géneros
literarios. El de discontinuidad subraya la actitud original de Jesús al realizar los milagros «en su nombre y con
su autoridad», de manera distinta a los profetas. Del AT y a los apóstoles, que los realizan «en nombre de
Jesús», Finalmente, el criterio de continuidad, tanto externa, es decir, la sintonía perfecta del relato con el
ambiente externo, como interna, o sea, la conexión íntima de los milagros con el anuncio del reino, centro de la
doctrina del Jesús prepascual. Estos y otros criterios son aplicados a cada uno de los milagros. Los resultados
positivos de esta criteriología ofrecen «una prueba de solidez histórica difícilmente recusable».

Realidad y significado de 1os milagros de Jesús:

Los milagros de Jesús, más que acontecimientos extraordinarios contra o sobre la naturaleza, hay que
considerarlos primeramente como un poderoso sostenimiento y reforzamiento de las fuerzas de la naturaleza por
parte de Dios, creador y providente. Mediante el «milagro», es decir, mediante la intervención inmediata
vivificante y sanante de Dios, la naturaleza es «potenciada» de tal manera que es restituida a la integridad que le
es propia: ésta revive, se cura, recupera su equilibrio psicológico, es sustraída al poder del maligno.

El milagro, incluso en su innegable aspecto extraordinario, es un reforzamiento intrínseco de la


naturaleza. Por tanto, es un acontecimiento profundo «según la naturaleza» del hombre, que es naturaleza
creada para la vida, la felicidad, para la integridad física y psíquica. Es casi un retorno del hombre a su
condición paradisíaca, cuando su naturaleza no estaba todavía marcada por la enfermedad o por la muerte. Por
eso, los milagros son signo de la cercanía del reino presente con Jesús en la humanidad y en el cosmos, que
quedan implicados en esta profunda restauración.

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Esto aparece en los términos usados, que sólo en poquísimos casos corresponde a nuestra palabra
«milagro». Pocas veces se les llama «hechos maravillosos» (Hch 2, 22; Rm 15, 19; 2Cor 12, 12; terata), o
«cosas prodigiosas» (Lc 5, 26: parádoxa). Los términos usados normalmente son: «actos de potencia»
(dunámeis), «signos» (seméia), «obras» (érga). La terminología bíblica señala que Jesús no fue un simple
realizador de prodigios. Los milagros adquieren su significado solamente en relación con su predicación, con su
misión y con la explicitación del misterio de su persona: «El milagro está siempre al servicio de la Palabra,
como elemento de Revelación o como testimonio de su autenticidad y de su eficacia».

Sintetizando el gran valor significativo de los milagros de Jesús, con R. Latourelle digamos que son
signos de la potencia de Dios, del ágape divino, de la llegada del reino mesiánica; son además signos de la
misión divina y de la gloria de Cristo; son también verdadera y propia revelación trinitaria; son símbolos de la
economía sacramentaria y son signos, finalmente, de la transformación del mundo en los últimos tiempos.
Tienen además una cuádruple función de comunicación y de revelación del mensaje de la salvación, de
testimonio de la realidad de Jesús y de liberación y promoción del hombre y del cosmos.

Aquí nos limitamos a subrayar que los milagros son signos de la irrupción estrepitosa del reino de Dios
en la tierra en la persona de Jesús, que destruye el reino demoníaco: «Si yo expulso los demonios por la fuerza
del Espíritu Santo, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28; Lc 10, 17-20). Donde avanza el
reino de Dios por medio de los milagros, allí se retira el reino del maligno: «Veo a Satanás caer del cielo como
un rayo» (Lc 10, 18). Los milagros restituyen al hombre su integridad física, espiritual, psíquica, anticipando de
'manera parcial, pero realísima, el futuro de la humanidad y del cosmos en Dios.

Testimonian así la exousía («autoridad/potestad») escatológica de Jesús (Mt 7, 29; 9, 6.8). Él es el


verdadero Mesías que habla y actúa, y su acción corresponde a su palabra. Los milagros, de hecho, son el
cumplimiento de las promesas mesiánicas (cf. Mt 11, 5s). «Expulsando los demonios y curando a los enfermos,
Cristo no sólo dice que rompe la potencia de Satanás, sino que la rompe efectivamente, establece el Reino de
Dios. Allí donde está Cristo, está actuando la potencia de salvación y de vida anunciada por los profetas; triunfa
sobre la enfermedad y sobre la muerte, sobre el pecado y sobre Satanás».

Si desde el punto de vista de la humanidad los milagros son signos, desde el punto de vista de Jesús son
las obras del Hijo, y se conectan estrechamente con la conciencia que tiene de su filiación divina. En el cuarto
Evangelio «Cristo es Dios mismo presente entre nosotros, con la potencia que resucita y vivifica, como el Padre
(Jn 5, 21). Su gloria es la de Yahvé». Si en los sinópticos los milagros están unidos a la venida del reino, en Jn
hacen explícita referencia a la persona del Hijo, que se manifiesta en sus obras: «Las obras que el Padre me ha
concedido realizar, las que estoy haciendo, son las que atestiguan que el Padre me ha enviado» (Jn 5, 36s; 10,
25).

También el milagro constituye un indicio significativo de cristología prepascual abierta al


reconocimiento postpascual (cf. Hch 2, 22; cf. también Rm 15, 18-19; 2 Cor 12, 12, Heb 2, 4).

4.2.1.6 Los títulos cristológicos

Para interpretar a Jesús de una manera creyente, la primera comunidad de discípulos encontró en su
cultura religiosa las categorías más apropiadas que pudieran, de alguna manera, expresar el significado del
misterio de la persona de Jesús. Se trata de las figuras de mediación salvífico-escatológicas que venían a
representar las esperanzas y expectativas de un futuro salvador que el pueblo aguardaba impacientemente. Cada

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una de ellas nació y se desarrolló en antiguas y grandes tradiciones que en muchas ocasiones se fusionaron entre
sí como lo ha demostrado la exégesis.

A. La figura salvífica de un Mesías

En la denominación neotestamentaria de Jesús, la comunidad primitiva dio mucha importancia al título


de Mesías o Cristo como lo demuestran muchos textos evangélicos (Lc 1, 32s; Mc 8, 27-33; Mc 14, 61s).

La esperanza mesiánica encarnada en este título no era unitaria en tiempos de Jesús; por lo tanto el título
era un tanto ambiguo y se prestaba a falsas interpretaciones. Digamos que en el mesianismo davídico se
conocen dos corrientes:
a) Un mesianismo político, dinástico-davídico y nacional.
b) Una figura salvífica del mesianismo davídico-profético-sapiencial.

La primera corriente tuvo su origen en círculos judíos que estaban interesados por la restauración de la
casa de David y que estaban animados por un espíritu escatológico. En este marco ambiental surge la esperanza
de un mesías rey que salvaría a su pueblo de la degeneración de la monarquía y de un mesías sacerdote que lo
redimiría de la degeneración del sumo sacerdocio.

La segunda corriente nace de la confluencia de dos tradiciones, una de corriente profética y otra de
corriente sapiencial. En este ambiente, el futuro salvador, el hijo de David se consideraba como el gran
taumaturgo y exorcista, el gran rey sabio, iniciado en la ciencia divina. Él tendría que salvar a su pueblo de los
poderes infernales del demonio y comunicar la revelación de Dios y el espíritu de Dios que Él había recibido. A
este mesías profeta corresponde, también, la función de juez real contra todos aquellos que no quisieron
reconocer sus poderes. El sufrimiento forma parte del destino del sabio mesías.

Debido a esta diversidad de significados que encerraba el título de “mesías”, éste no se encuentra en
boca de Jesús. Él nunca se autodenominó mesías, precisamente para no causar ningún malentendido. Entonces
Jesús ¿no pretendió ser el mesías o no tuvo conciencia mesiánica? De ninguna manera.

La comunidad postpascual, por otra parte, aplica esta denominación al crucificado-resucitado. Pero
entonces, ¿en qué sentido le aplica este título?

En primer lugar, cabe afirmar basados en la primera parte, que en la vida de Jesús existieron rasgos o
indicios mesiánicos-escatológicos. Toda su trayectoria da pie para interpretarle mesiánicamente. Si Jesús
hubiera negado su conciencia mesiánica o su pretensión mesiánica, hubiese puesto en entredicho su misma
misión con respecto al reino de Dios.

En segundo lugar, que fue la misma persona y obra de Jesús la clave hermenéutica que interpreta este
título dándole un nuevo significado: Jesús es el cumplimiento de las esperanzas veterotestamentarias pero como
Mesías sufriente, como el Mesías de la Cruz. La comunidad cristiana primitiva no dudó en apropiarse de este
título en su tarea de identificadores, pero interpretándolo cristianamente, a la luz de la pascua y de la andadura
histórica de Jesús.

B. Jesús, el Hijo del hombre

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Esta figura salvífica tan importante para expresar el misterio de Jesús no deja de presentar problemas a
la exégesis en cuanto a su origen y sentido. Los estudios histórico-exegéticos han demostrado que esta figura ha
sufrido una evolución en su significado a causa de la convergencia de tradiciones independientes.

Los escritos neotestamentarios coinciden en poner este título en los labios de Jesús. (Mc 2, 10; 2, 28; Mt
8, 20; Lc 11, 30; Mc 11, 31; 9, 31; 10, 33; 13, 26). Este hecho lo podemos interpretar como un testimonio que
nos pone frente a un recuerdo del Jesús histórico, esto es, que Jesús pudo haberse autodenominado como el
“Hijo del hombre” con el fin de revelar y ocultar al mismo tiempo el misterio de su persona y de su obra.

Con base en el AT, la figura “Hijo del hombre” ofrece un doble significado:
El primero dice relación al hombre en sí. Dios se dirige a éste llamándole de esta manera (Cfr. Ezequiel
en el que aparece unas 93 veces).

El segundo significado dice relación con un ser celeste que viene en las nubes del cielo y que representa,
en primer lugar, a la comunidad escatológica del reino de Dios, esto es, al nuevo Israel (Dan 7). Posteriormente,
llega a revestir rasgos individuales (4 Esdras y Henoc etiópico).

El “Hijo del hombre” encierra, pues, un doble aspecto: uno terreno, otro celestial.
Por lo que respecta a la obra de Jesús, el valor salvífico de esta figura escatológica consiste en que el
“Hijo del hombre” posee la justicia y en Él mora la justicia. “Es juez para los impíos, pero salvación para los
justos”. Debido a su relación con Dios, el “Hijo del hombre” es el mediador escatológico de la paz para los
justos y el fundamento de su esperanza. La liberación final consistirá en redimir al mundo de la esclavitud del
pecado.

Con respecto a la persona de Jesús, este título revela tanto la condición humano-terrena de Jesús como
su condición divino-trascendental. Él es, al mismo tiempo, el representante de Dios como el representante de los
hombres. “En Él y por Él, en su persona y su destino se decide el asunto de Dios y los hombres”.

C. Jesús, el profeta escatológico

Atendiendo a los orígenes del concepto religioso de “Profeta escatológico”, podemos afirmar
exegéticamente que está relacionado con una concepción deuteronomista de la historia (Dt 18, 15-19; 30, 15-20;
32, 2; 18, 15; Ex 23, 20-23; 33, 2). Más concretamente la figura del “Profeta escatológico” pertenece a la
tradición de Moisés según la cual éste es un profeta, un anunciador de la palabra divina.

Esencialmente el Deuteronomio está estructurado como si se tratara de un discurso de Moisés (Dt 5, 1. 5.


14; 6, 1).

De especial interés para nosotros, es conocer las características de Moisés y, por lo tanto, del “Profeta
escatológico” según esta tradición. Él era considerado como el mediador sufriente, el profeta sufriente y el
siervo de Dios sufriente. Es fácil advertir que los profetas posteriores suelen presentarse con los rasgos
proféticos de Moisés.

Es muy probable que en el Deuteroisaías se haya realizado una fusión del “justo sufriente” y de Moisés,
siervo profético y sufriente de Dios, dando como resultado el “Siervo de Dos sufriente” del Deuteroisaías.

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Debido a esta fusión, el “Profeta escatológico” igual y mayor que Moisés, tiene la misión de traer la ley
y el derecho universales, de ser el mediador de la nueva alianza, de guía del nuevo éxodo, de expiar los pecados
y de sufrir por su pueblo.

La tradición neotestamentaria conoce la imagen del “Profeta mosaico-escatológico”, la cual se encuentra


claramente documentada en las más diversas tradiciones primitivas cristianas: Marcos, el evangelio de san Juan
y el discurso lucano de Esteban.

En Mc 1, 2, por ejemplo, encontramos una alusión implícita a los texto clásicos de la tradición del
profeta escatológico (Ex 23, 30; Mal 3, 1; Is 40, 3; Mc 6, 14-16; 9, 7; Dt 18, 15; Ex 23, 20-23). Esto implica,
según el NT, “que dicho profeta tiene un significado universal e importancia para la historia entera…”. “Profeta
escatológico” significa, pues, un profeta que pretende anunciar un mensaje definido, válido para toda la historia.

Jesús, en su mensaje y en su vida actúa como el “Profeta escatológico” y va manifestando la pretensión


de que su mensaje tiene carácter universal cuando pone en íntima relación la decisión del hombre frente a Él y
su destino definitivo (Lc 12, 8-9; 7, 18-22; 11, 20).

La comunidad cristiana interpreta esta autocomprensión de Jesús, precisamente con el título de “Profeta
escatológico”. Y le llama de esta manera. Ésta denominación pre-neotestamentaria está a la base de las
confesiones postpascuales como lo veremos más adelante.

D. Jesús, Hijo de Dios

La primitiva comunidad cristiana expresó su fe en Jesús de la forma más profunda y precisa llamándole
“Hijo de Dios”. Para alcanzar de alguna manera el sentido de esta denominación interpretativa, es importante
tener en cuenta las dos siguientes observaciones:
a) En la mitología y en los ambientes helenista y estoico se usaba este título con sentido panteísta
siempre que se aplicaba a hombres célebres o dotados de atributos extraordinarios. Ellos eran hijos de dios en
sentido natural y biológico.
b) Dado el uso anterior de “hijo de dios”, en el AT siempre que se aplicaba este título, jamás se hacía
referencia a una relación natural sino más bien, con él se designaba el carácter de elección, misión y obediencia
del pueblo de Israel de parte de Dios (Ex 4, 22; Os 11, 1; Jer 31, 9) y con relación a Él, eran llamados hijos de
Dios el rey (Sal 2, 7; 89, 27s) el Mesías (2 Sam 7, 14); más tarde se les llama así también a todos los piadosos
de Israel.

Cuando la comunidad cristiana llama a Jesús “Hijo de Dios” se apoya directamente en la vida del Jesús
de Nazaret, principalmente hace referencia a su conciencia de ser Él el elegido, el enviado, el sumiso a la
voluntad de Dios a quien llama “Abbá”. Con la denominación de “Hijo de Dios” la comunidad creyente quiso
expresar la singularidad de esa pretensión de Jesús que ahora se veía confirmada por la resurrección.

Estaríamos contra la realidad de los hechos si nos adelantáramos en darle a este título neotestamentario
el sentido que siglos después le dio el dogma conciliar, esto es, entender la filiación divina en sentido
metafísico.

Jesús, pues, no se autodenominó “Hijo de Dios” aunque sí estableció una distinción entre Él y nosotros
por lo que respecta a la invocación como Padre, así lo atestiguan algunos textos evangélicos: “mi Padre” (Mc
14, 36), “vuestro Padre” (Lc 6, 36; 12, 30. 32), nunca “nuestro Padre”. Incluso los mismos textos afirman que
Jesús empleó el título de “hijo” (Mt 11, 17).

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4.2.2 La Luz de la Pascua

La pascua irradia la luz definitiva sobre la comprensión de Jesús por parte de sus discípulos. Ellos ya
habían creído en Él antes (cf. Jn 2, 11). Sin embargo, la pasión y la trágica muerte de Jesús les habían hundido
en el desaliento y en la incertidumbre.

Una síntesis de la fe prepascual no iluminada por la experiencia del resucitado la tenemos en las palabras
de los discípulos de Emaús, que resumen la extraordinaria parábola histórica de Jesús y su esperanza que ha
quedado defraudada: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderosos en obras y palabras, ante Dios y
ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte,
y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el liberador de Israel. Y ya vez: hace ya dos días que
sucedió esto” (Lc 24, 19-21). Ellos esperaban la liberación de Jesús y habían puesto en Él gran confianza. Pero
viendo que no sucedía nada después de su muerte, se alejan de Jerusalén, pensando que quizá había naufragado
otro sueño mesiánico más, como tantos otros de aquella época (véase la referencia de Gamaliel a la insurrección
de Teudas y Judas, ocurrida en torno al nacimiento de Jesús: cf. Hch 5,34-39).

Jesús resucitado, por su parte, después de recordar la realidad del Mesías sufriente, “comenzando por
Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura” (Lc 24, 27). Y tras la
fracción del pan “se les abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24, 31). Jesús resucitado se hace exegeta de su
vivencia mesiánica prepascual a la luz de las promesas veterotestamentarias. Él continúa su enseñanza, pero de
manera definitiva. Por eso, los discípulos, como los apóstoles en las apariciones, ahora “lo reconocen”
plenamente.

El acontecimiento pascual, que supone el culmen de la manifestación de Jesús, señala también el vértice
de la fe en Él. Ya antes había dado todos los datos para fundamentar su fe. El misterio de su pasión y su muerte
había resultado, sin embargo, demasiado traumático para la fe de los discípulos, sobre todo para Pedro. En los
días del sufrimiento no lo reconocieron. La negación de Pedro, más que un acto de falta de valor –
psicológicamente poco explicable en un temperamento como el suyo-, puede indicar más bien una verdadera
desorientación del apóstol al ver a Jesús prisionero. Él lo había “conocido” y “confesado” como el “Cristo, el
Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). “Su” Jesús era el Mesías poderoso y victorioso. Pedro no ve en el hombre
cubierto de salivazos, ultrajado, golpeado y ridículo (cf. Mt 26, 67) al Cristo que él había confesado
sinceramente. Por eso afirma con desprecio: “No conozco a ese hombre” (Mt 26, 72). El apóstol no quería
rendirse al proyecto de Dios que quería entregar a la pasión a su Mesías (cf. Mt 16, 22.23).

Por eso, Jesús recuerda en seguida a los discípulos de Emaús: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo
que anunciaron los profetas!, ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” (Lc 24,
25-26).

La resurrección de Jesús, por tanto, da significado unívoco y profundo a su realidad. Si durante la vida
terrena todavía había posibilidad de interpretaciones parciales hechas, “no según Dios, sino según los hombres”
(Mt 16, 23), en Pascua Jesús aparece como el Señor, el único y verdadero mediador entre Dios y la humanidad.

El acontecimiento pascual ilumina, no “crea”, en su auténtica realidad toda la trama de Jesús, por lo que
los discípulos pasan de la oscuridad a la luz, de un reconocimiento superficial, aunque motivado, a la confesión
definitiva, al testimonio y al anuncio. La resurrección permite a los discípulos relatar las palabras, los gestos y
las acciones del Jesús prepascual, no como las habían captado –y a veces “no entendido”- antes de Pascua, sino

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a la luz de su comprensión pascual. De esta manera, no elaboran un Jesús prepascual que no ha existido nunca,
sino que lo cuentan en la plena inteligencia de lo que Él había dicho y hecho realmente.

Todos los discípulos, por tanto, experimentan el paso realizado en Tomás de la incredulidad a la fe más
explícita: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Consiguientemente: Desde este momento el surco de la fe
apostólica no fue solamente el reino de Dios, cuya venida había anunciado Jesús (Mc 1, 15), sino la misma
persona del Salvador en quien este reino había tenido comienzo (cf. Hch 8, 12; 19, 8, etc.), tal como había sido
conocido por los apóstoles antes de su muerte, y que, a través de la resurrección de los muertos había entrado en
la gloria.

4.2.3. La fe cristológica de la comunidad cristiana primitiva (Cristología Postpascual)

A) LA VIVENCIA CRISTOLOGICA.

Iluminados por la luz del Resucitado y fortalecidos por el don del Espíritu, los apóstoles comenzaron a
vivir con compromiso su fe en Cristo y a testimoniarlo con valentía y con confianza (Cf. Hch 2, 32-36; 4, 29.31;
10, 39). Junto a una reflexión cristológica, la primitiva comunidad cristiana experimentó con eficacia la
presencia del Señor Jesús y de su Espíritu de santidad. Esta vivencia se manifiesta en la celebración litúrgica y
en el kerigma o predicación.

La liturgia
La liturgia, –como la celebración del bautismo y de la eucaristía-, estaba totalmente centrada en el
misterio de Cristo. Estaban aquí presente las doxologías, las oraciones, los salmos, las fórmulas de bendició n.
Aquí subrayamos solamente las “homologías”, que son breves fórmulas de fe cristológica, y los “himnos”,
composiciones poéticas más amplias y articuladas. Tanto las homologías, como los himnos tienen un doble
objetivo: “creer”, es decir, expresar la fe en Jesucristo, y “confesarle”.

Al comienzo, el acontecimiento que abarcaba toda la “fe” y la consiguiente “confesión” fue solamente la
resurrección. Así, dice Pablo: “Pues si tus labios confiesan (ean homologéses) que Jesús es el Señor, y tu
corazón cree (pisteúses) que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10, 9).

La homología.

La homología o profesión de fe presenta dos formas: la “aclamación” y la “fórmula-pistis”.

La aclamación es una forma nominal que contiene y proclama uno o más títulos cristológicos: “Un sólo
Señor Jesucristo” (eís kýrios Iésous Christós: 1 Cor 8, 6). “En la antigüedad las aclamaciones son gritos del
pueblo hechas en público y en común, formuladas rítmicamente, declamadas por un coro hablado, consideradas
inspiradas, y de alguna manera vinculantes”. También los cristianos han usado estos gritos entusiastas,
mediante los cuales expresaban el reconocimiento de Cristo como único Señor. Véase en el contexto litúrgico
de 1Cor 11-14 la aclamación de 1Cor 12, 3: “Nadie puede decir: “Jesús es Señor” (Kýrios Iésous) si no es bajo
la acción del Espíritu Santo”. Hay también aclamaciones más amplias, como por ejemplo la sexteta de 1Tim 2,
5.

La fórmula-pistis, sin embargo, es una homología verbal, formada por una breve predicativa. En Hch 8,
37 encontramos la sintética confesión bautismal del funcionario de la corte: “Creo que Jesucristo es el Hijo de
Dios” (el versículo está atestiguado sobre todo por testigos occidentales del siglo II en adelante. El mismo
contenido lo tenemos en 1Jn 5, 5: “¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Dios?” (Otras fórmulas verbales en Hch 17, 3; Jn 1, 34; 1, 49; 11, 27; 20, 31). Hay además fórmulas-pistis de
resurrección, que proclaman la resurrección de Jesús (cf. 1Cor 6, 14; 1Tes 1, 10; Hch 13, 30; 13, 37); de muerte
(cf. Rom 5, 8; 14, 15; 1Cor 8, 11; 2Cor 5, 14); de abnegación. En estas últimas está la referencia salvífica “por
nosotros”: “creemos en el que ha resucitado de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el cual ha sido
entregado a la muerte por nuestros pecados y ha sido resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 24-25; cf.
también Rom8, 32.34; Gal 1, 4; 2, 20; Ef 5, 2.25). Una fórmula-pistis que sintetiza la muerte y la resurrección
se encuentra en 1Tes 4, 14: “Nosotros creemos que Jesús ha muerto y resucitado”.

Las homologías neotestamentarias se refieren, por tanto, al dato fundamental del acontecimiento Cristo,
es decir, a la muerte y a la resurrección por nosotros. Entre los distintos títulos cristológicos son privilegiados
tres: Cristo, Señor, Hijo de Dios. Podemos añadir en seguida los desarrollos ulteriores de las homologías
verbales. Primero, el núcleo muerte-resurrección fue ampliado hacia atrás (a la misión, al nacimiento de Jesús y
a su preexistencia) y hacia delante (a su exaltación y a la parusía). Así, se convirtieron en la base de la redacción
de los evangelios, que son ampliamente de este credo esencial y se apoyan continuamente en él como en un
texto normativo. Finalmente, las homologías constituyeron los modelos y las afirmaciones centrales (la “regula
fidei”) de los sucesivos símbolos de la fe, sobre todo bautismales.

Los himnos

Los himnos son ampliamente de las fórmulas de fe y representan el drama de la encarnación y de la


humillación del Hijo de Dios para la redención de la humanidad. Podemos contar nueve, y se conocen por su
estilo poético (Lc 1, 68-79; 2, 29-32; Jn 1, 1-18; Ef 2, 14-16; 1Pe 3, 18-22), o porque van precedidos por el
pronombre relativo “el cual” (referido a Cristo), que los introduce en el nuevo contexto de una epístola (cf Fil 2,
6-11; Col 1, 15-20; 1Tim 3, 16; Heb 1, 2-3). Sacados de este contexto e inmersos en la experiencia litúrgica de
la comunidad cristiana primitiva, los himnos manifiestan con eficacia la proclamación entusiasta de Jesucristo,
Señor y Salvador universal de la humanidad y del cosmos.

Su contenido esencial consiste en la afirmación de que el redentor es igual a Dios, es mediador de la


creación y de la salvación universal, desciende del cielo para habitar entre los hombres, es exaltado por encima
de las potencias celestes y cósmicas. De algunos himnos daremos una breve síntesis más adelante. En todo caso,
representan una cristología muy desarrollada.

El kerigma

La predicación apostólica tuvo un enlace intrínseco con el Jesús histórico. Un primer sumario del
kerigma apostólico se encuentra en 1 Cor 15, 3-5, en donde se menciona la muerte, la sepultura, la resurrección
y las apariciones de Jesús.

Charles H. Dodd ha recogido de San Pablo (Rom; 1Cor 15, 1-7; Gál y 1 y 2Tes) los elementos
esenciales del kerigma cristiano. He aquí su reconstrucción:

1. Las profecías se han cumplido y ha comenzado la nueva época con la venida de Cristo.
2. Él ha nacido de la estirpe de David.
3. Murió según las Escrituras para liberarnos del mal de la era presente.
4. Fue sepultado.
5. Resucitó al tercer día según las Escrituras.
6. Ha sido exaltado a la derecha de Dios, como Hijo de Dios y Señor de vivos y muertos.
7. Vendrá de nuevo como juez y salvador de la humanidad.

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Sustancialmente el mismo es el contenido del kerigma que aparece en los Hechos de los Apóstoles (cf.
Hch 2, 14-39; 3, 13-26; 4, 10-12; 5, 30-32; 10, 36-43; 13, 17-41). La redacción que parece más completa es
la de Hch 2, 14-39, que contiene las siguientes afirmaciones:
1. Lo que sucede es lo que predijo el profeta.
2. (David) sabía que Dios, con juramento, le había prometido que uno de su estirpe había de sentarse en su
trono.
3. Jesús de Nazaret es el hombre al que Dios ha puesto como testigo ante vosotros con milagros y signos
realizados por Dios a través de Él para vosotros.
4. A este hombre, después de haber sido traicionado, según el designio inmutable y la presencia de Dios,
vosotros lo habéis crucificado y le habéis entregado a muerte.
5. A este hombre, Dios lo ha resucitado, librándolo de los lazos de la muerte.
6. Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús que vosotros habéis crucificado.

También el kerigma contiene el esquema del futuro Evangelio y hace continua referencia a la vida
terrena de Jesús y a su glorificación. El Jesús prepascual y el Cristo resucitado forman la realidad de un sólo
anuncio.

4.2.3.2 La Resurrección como centro y fundamento de la reflexión teológica

Simultáneamente a esta intensa vida eclesial se realiza una profunda reflexión “inspirada” en el
acontecimiento Cristo. Pueden distinguirse algunas etapas de este proceso evolutivo, que va de la resurrección a
la cristología desarrollada de Pablo y Juan. No siempre esta evolución corresponde al orden de redacción de los
escritos neotestamentarios. La cristología de algunos himnos y de las cartas paulinas, por ejemplo, aparece
mucho más amplia que la de los hechos.

Hemos visto ya cómo la vida litúrgica o el kerigma tienen como anuncio fundamental el de la
resurrección de Jesucristo. También la inteligencia del misterio de Cristo a la luz de la razón creyente tiene
como centro y fundamento la resurrección. San Pablo elabora su cristología a partir del misterio pascual. Lo
mismo los sinópticos, aunque dan amplio espacio a la vida terrena de Jesús, la refieren continuamente al
acontecimiento de su muerte y resurrección.

El instrumento principal que usa la comunidad primitiva para esta profundización de fe fue el Antiguo
Testamento.

A partir del acontecimiento pascual se hace más asidua por parte de la Iglesia la lectura cristológica de la
Escritura (cfr. 1Cor 15, 3-5, en donde los hechos de muerte y resurrección de Jesús, van acompañados de la
expresión: “según las Escrituras”. En éste uso de la Escritura la actitud del Jesús histórico se refleja en la de la
comunidad cristiana primitiva: “Si se plantea aquí de nuevo la cuestión sobre la autocomprensión de Jesús y la
importancia del Jesús terreno para la cristología de la Iglesia primitiva, no es sólo fácil entender, sino demostrar
que Jesús mismo ha visto a la luz de las Escrituras su conducta y su actuar, su tarea y su vida.

Él, con su interpretación de la Escritura, que tiene en el Deuteroisaías el centro de gravedad para el
anuncio de la salvación, ha señalado a la Iglesia primitiva la dirección para el desarrollo de su cristología”

El núcleo más antiguo de esta primera reflexión ha sido encontrado en la llamada “cristología de la
exaltación”, en la que la resurrección se considera como exaltación de Jesús a la derecha del Padre y efusión del

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Espíritu Santo: “A éste Jesús, Dios lo ha resucitado y todos nosotros somos testigos. Ensalzado por tanto a la
derecha de Dios y después de haber recibido del Padre el Espíritu Santo que le había prometido lo ha
derramado, como vosotros mismo podéis ver y oír. Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien habéis crucificado” (Hch 2, 32-36). La exaltación de Jesús tiene
un valor eminentemente salvífico: “Dios lo ha ensalzado con su derecha haciéndole jefe y Salvador, para dar a
Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados” (Hch 5, 31; cfr, 13, 32-33).

A partir de la cristología de la exaltación, se comienza la reflexión sobre el Jesús terreno y sobre su


diferente condición como Cristo celeste; por eso comienza una “cristología de los estadios” de Jesús se dice que
ha “nacido de la estirpe de David según la carne (kata Sarká), constituido Hijo de Dios con potencia según el
Espíritu de santificación (kata pnéuma) por la resurrección entre los muertos” (Rom 1, 3-4). En el único
acontecimiento Cristo se distinguen dos modos de ser; el humano de su existencia terrena y el “pneumá tico” de
su vida de resucitado.

Éstos dos modos de existencia vuelven a proponerse en 1Tim 3,16: “Se manifestó en la carne (Sarkí),
fue justificado en el Espíritu (en pneúmati); y en 1Pe 3, 18: “También Cristo a muerto una vez para siempre por
los pecados, el justo por los injustos para conducirnos a Dios; entregado a la muerte en la carne (sarkí), pero
devuelto a la vida en el Espíritu (pneúmati)”. La consideración de los dos modos o ámbitos de existencia de
Jesús (terreno y celeste) se convirtió después en la base para su explicitación ontológica y para la doctrina
patrística de las dos naturalezas. Ésta cristología primitiva de la exaltación se adapta bien al ambiente
judeocristiano, que veía confirmada la realeza gloriosa del Mesías davídico, aunque fuera a través del
sufrimiento de su pasión y de su muerte.

4.2.3.3. La Cristología de los Sinópticos

A mitad de camino entre el kerigma oral y los Evangelios sinópticos los estudiosos sitúan la llamada
fuente “Q”, una hipotética colección de “logia”, considerados como la base de la tradición común a Mateo y a
Lucas. La cristología de la fuente “Q” tendría los siguientes puntos característicos: el énfasis del apelativo “Hijo
del hombre” (referido al Jesús terreno y al juez escatológico), como título principal de Jesús, que así se
identifica con el juez escatológico; la presentación de la pasión y muerte de Jesús en la línea profética y
sapiencial de la persecución de los profetas y de los sabios; el relieve dado a la figura del Bautista como
precursor del juicio de Dios realizado en Jesús.

1. La cristología de Marcos
Nos limitamos a dar datos sumamente sintéticos. Siendo los Evangelios obras enteramente cristológicas,
haremos referencia continua a ellos tanto en la cristología patrística como sobre todo en nuestra síntesis
sistemática. Comenzamos por Marcos, respetando el consenso casi unánime de los estudiosos del tema. El
Evangelio de Marcos intenta motivar la realidad de “Jesús Cristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1). En la perícopa
central de Mc 8, 27-9, 13 son precisados los tres títulos más importantes de Jesús: “Cristo”, “Hijo del hombre”,
“Hijo de Dios”. El título fundamental parece ser el de “Hijo de Dios”, porque aparece en pasos importantes del
Evangelio: en el prólogo, en el bautismo, en las confesiones de los demonios, en el relato de la transfiguración,
en la confesión del centurión al pie de la Cruz. Toda la vida de Jesús está iluminada por este título. Es
significativa la escena de la teofanía del bautismo, en donde la precisión “el predilecto”, unida a “Hijo mío”
transforma esta relación en filiación única: “Tú eres mi hijo predilecto, en ti me he complacido” (Mc 1, 11).
Para Marcos este testimonio divino hay que interpretarlo en el pleno sentido de la confesión y del
reconocimiento de Jesús como “Hijo de Dios”.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Otra característica del evangelio de Marcos la constituye el misterio del Hijo de Dios o el “secreto
mesiánico”. En la misma perícopa central, después de la transfiguración, Jesús advierte a los discípulos que “no
cuenten a nadie lo que han visto sino después de que el Hijo del hombre haya sido resucitado de entre los
muertos” (Mc 9, 9): El secreto quiere expresar la idea de que el misterio de Jesús sólo puede se comprendido
por quien tiene fe y sigue su vida hasta la Cruz. Los demás no pueden comprenderlo. Por eso, el secreto
continúa a la resurrección. Marcos es un ejemplo de teólogo cristiano de los orígenes que, partiendo de fuentes
y tradiciones comunes, ofrece su particular visión cristológica.

2. La cristología de Mateo.
El título cristológico prevalente en Mateo es el de “Señor”, con el que se habla incluso del Jesús es
mirado a la luz de su exaltación pascual. La clave interpretativa de Mateo parece ser el cumplimiento de las
Escrituras en Jesús de Nazaret, y por eso es el Salvador prometido. La genealogía inicial, presentando su
descendencia tanto del pueblo de la promesa como de la estirpe real de David, pretende afirmar que Él es el
verdadero Mesías esperado, el verdadero Israel obediente a la voluntad del Padre.

Es insistente el relieve dado a la relación de Jesús con el Padre, de quien es Hijo predilecto. Su poder le
viene enteramente del Padre: “Todo me ha sido dado por mi Padre” (Mt 11, 27). Sólo Jesús tiene conocimiento
del Padre: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Es
también de Mateo el relato de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo y el acento de la preexistencia.
Jesús es presentado como descendiente de la estirpe de David, pero también engendrado del Espíritu de Dios.

En conclusión, Mateo coloca al Hijo al mismo nivel del Padre, presentando su igualdad con Dios más
bien en términos dinámicos y funcionales. El desarrollo posterior de la reflexión patrística sobre la ontología de
Jesús tendrá aquí un sólido punto de partida.

3. La cristología de Lucas
Cristo para Lucas es el centro del tiempo y de la historia de la salvación. Con Jesús la historia de la
salvación alcanza su madurez suprema y total. Él representa el nuevo nacimiento. Con Juan el bautista termina
el AT. Con Jesús comienza el NT. Este nuevo comienzo se realiza en el misterioso nacimiento virginal de Jesús
de María por obra del Espíritu Santo, que interrumpe una genealogía puramente carnal. Se subraya de Jesús
tanto la plena humanidad como la innegable filiación divina desde su nacimiento terreno. Con esta luz se
interpretan los títulos “Hijo de Dios”, “Hijo del Altísimo”, “Cristo”, “Salvador”, “Bienhechor”.

Hay que destacar en Lucas la sugestiva dimensión de la misericordia de Dios en relación con los
pecadores. El gran viaje a Jerusalén hacia su muerte y resurrección, presenta a Jesús como el que enseña el
camino de Dios. En eso se convierte también en ejemplo del cristiano que para seguir a Jesús tiene que llevar
cada día su Cruz.

En su Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, Lucas pone en estrecha relación el Jesús prepascual
con el Cristo glorificado por la Resurrección-Pentecostés. El no ve aislados y en una simple sucesión los dos
modos de existencia de Jesucristo, sino que comprende que el Jesús terreno puede ser entendido solamente a la
luz del Señor resucitado y ensalzado y que el Cristo que mora junto a Dios, dominador, no puede separarse del
Jesús que mora en la tierra y se revela.

4.2.3.4 La proclamación del Cristo resucitado en el Kerigma primitivo

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La exégesis contemporánea ha demostrado que los cuatro evangelios en donde predomina la imagen
canónica de Jesucristo, ha sido el resultado de la fusión, reinterpretación y corrección de otras fuentes anteriores
a Marcos, Pablo y Juan. Estas tradiciones nos proporcionan la oportunidad de identificar algunas cristologías
precanónicas e independientes unas de otras. Estas cristologías se reducen a cuatro y ofrecen dos características
importantes:

a) Cada una de ellas hace relación a un recuerdo histórico de la vida de Jesús, estableciendo de esta
manera, una continuidad histórica entre el kerigma respectivo y determinados aspectos del Jesús terreno. La fe y
la historia van de la mano.
b) El criterio fundamental e inspirador de estas primitivas profesiones de fe es la salvación definitiva de
Dios revelada en Jesús y que los primeros discípulos experimentaron en su encuentro con Él.

1. La cristología del Maranathá

Esta cristología es el credo más antiguo, aunque resulta difícil reconstruirlo en su forma original. Este credo
escatológico se remonta a la tradición profética y apocalíptica de los logia existentes en la Iglesia primitiva.
Según este credo, la cristología en Jesús significa que Él es el Señor que vendrá al final de los tiempos como
salvador y juez. El credo pone la mirada en lo que ha de venir y que ya existe en cuanto realidad celestial: Jesús
como juez del mundo ha sido ya glorificado pero tendrá que volver. Un eco de este credo escatológico-
apocalíptico lo podemos encontrar en Pablo que depende de una tradición prepaulina: “El Señor mismo, a la
orden dada por la voz de un arcángel, y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo
resucitarán en primer lugar” (1Tes 4, 16-17).

Los títulos que predominan en esta tendencia de credo son dos: Señor e Hijo del hombre. El primero parece
tener relación originaria con este credo escatológico; el segundo remite a los mismos ambientes apocalípticos y
por tanto, al Salvador absoluto. El aspecto histórico de Jesús que inspiró esta profesión de fe, fue su anuncio y
su mensaje sobre la inminencia del reino de Dios que ya en sí encierra una fuerte dimensión escatológica.

2. La cristología del taumaturgo divino

El origen contextual de esta tendencia de credo, podemos situarlo en la literatura profana greco-romana
sobre seres celestiales que, tomando forma humana, aparecen en nuestro mundo, donde realizan obras
sorprendentes de virtud y de fuerza que son consideradas como verdaderas epifanías de Dios: su maravillosa
aparición en la tierra es manifestación de lo divino. Ellos nacen de forma milagrosa, en muchos casos
virginalmente, del mismo Dios. Después de muertos son arrebatados, tomados de entre los hombres, y llevados
junto a los seres divinos.

Es evidente que cuando algunos judíos de habla griega, convertidos al cristianismo, que habían nacido y
crecido en esta literatura, oyeron hablar de Jesús, de su mensaje, de su obras, proyectan sobre Él estas categorías
interpretándolo según el modelo helenístico del “taumaturgo divino”. La presencia de este credo se deja sentir
en los escritos de Pablo, Marcos, Lucas y Juan, pero realizando toda una labor de purificación de los motivos
literarios de esta tendencia. El título de “Hijo de Dios” es el más indicado para expresar la virtud y la fuerza del
“taumaturgo divino”.

Aquí como en el credo anterior, podemos constatar la continuidad histórica entre el kerigma propio y un
aspecto de la vida del Jesús de Nazaret. ¿Cuál fue éste especto? Seguramente el hecho de sus milagros que
reflejaban el poder salvífico de Dios en contra del poder del mal que tenía aprisionado al hombre.

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3. Las cristologías sapienciales

El acceso a esta profesión de fe cristológica, dirige nuestra atención a la concepción veterotestamentaria de


la “Sabiduría”. Ella aparece en dos estratos bien definidos:
a. En el libro de los Proverbios.
En este libro, la “Sabiduría” aparece con rasgos personales:
• Es un ser celestial y preexistente (8, 22-31).
• Es la criatura predilecta de Dios que juega en su presencia.
• Es inaccesible a los hombres a menos que Dios se la revele.
• Desciende a la tierra y, al no ser reconocida, vuelve a los cielos.
• Es maestra de los hombres (9, 1ss).
• Es Mediadora de la revelación divina.
• Se relaciona con la creación.

b. En los círculos pietistas de los asideos.


La “Sabiduría” está relacionada con el justo:
• Solamente el justo es sabio porque enseña rectamente la ley (Dn 12, 10).
• Estos sabios fieles a la ley reciben revelaciones divinas que les permiten entender los
acontecimientos escatológicos.
• La plena sabiduría es un don escatológico del tiempo de la salvación.

En el NT Jesús aparece, en primer lugar, relacionado con la “sabiduría preexistente”. Ella envía sus
mensajes e incluso, al profeta escatológico. Los relatos de misión son característicos de esta cristología
sapiencial. En segundo lugar, es Mateo quien identifica a Jesús con la sabiduría.

En muchos himnos antiguos del NT, la sabiduría preexistente es aplicada a Jesús: Flp 2, 6-11; Jn 1, 1-17;
Hb 1, 3-4; Col 1, 15-20. De esta manera se aplica muy pronto a Jesucristo en las comunidades primitivas el
modelo de la preexistencia, encarnación, humillación y elevación, es decir, el modelo de descensus-ascensus.

El recuero histórico que está latente en esta profesión de fe sapiencial es el seguimiento de Jesús por parte
de sus discípulos: Jesús es el maestro que revela los misterios del Reino de Dios, su Padre, nos enseña las cosas
que ha oído junto a su Padre.

4. Las cristologías pascuales

Esta cristología primitiva confesaba a Jesús como el Crucificado resucitado. En ella se pueden identificar
dos vertientes:

La primera vertiente toma su origen en Pablo. En su kerigma establece una estrecha relación entre la muerte
de Jesús y el bautismo de los cristianos: “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de
que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre así también
nosotros vivamos una vida nueva… Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”
(Rm 6, 4-8).

San Pablo tiene su forma propia de entender la cristología pascual. Además del dato que hemos visto
anteriormente, en su mensaje conserva el fruto de la parusía y de la resurrección universal. El resucitar con
Cristo es un acontecimiento escatológico y, más aún, la muerte expiatoria de Jesús ocupa el centro de su
predicación. La cristología pascual de Pablo ha encontrado su perfecta expresión en 1Cor 15. Se ve ahí que

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Pablo maneja algunos datos de la tradición pero desde su óptica propia. Esto puede constatarse cuando une la
cristología de la parusía, esto es, del “Maranathá” con la cristología pascual.

La segunda vertiente está integrada por aquellas concepciones tanto prepaulinas como post-paulinas que
relacionan íntimamente el bautismo ya no con la muerte sino con la resurrección. Los cristianos han resucitado
ya en virtud del bautismo y ya no cabe esperar una resurrección futura: la resurrección se ha producido ya:
“Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros
delitos, nos vivificó juntamente con Cristo… y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo
Jesús” (Ef 2, 4-6)

Nos encontramos, en muy temprana edad, con una soteriología de presente en la que no había lugar a la
parusía, porque con la resurrección de Jesús se había consumado todo. Según el kerigma propio de este modelo,
los títulos más pertinentes son el de Cristo o Mesías, el de Jesucristo o Cristo Jesús. A esta tradición pertenece
también el título de hijo de David. La tendencia de éstos es clara: el Crucificado es el Mesías.

Por lo que respecta a la continuidad histórica, está claro que el rasgo histórico de la vida de Jesús que anima
y sustenta esta profesión de fe, fue su pasión y muerte histórica.

4.2.3.5 De la exaltación a la preexistencia y de la preexistencia a la filiación divina

La proclamación original de la fe pascual había dado ya un cuadro coherente de Jesús, trazando una
presentación que no era sino un primer paso en el desarrollo de la cristología del NT. La distancia entre la
cristología del Señor resucitado que se sienta a la diestra de Dios, constituido por Él como Salvador, y que
llama a los hombres a la reconciliación con Dios y con ellos mismos en la justicia y en el amor, y la cristología
de la filiación divina de Jesús, de su origen en Dios y de su preexistencia con Él, es notable. El NT, sin
embargo, da testimonio de un avance progresivo, significativo, hacia una cristología semejante. Este progreso
queda atestiguado no sólo en las Cartas de Pablo, en el Evangelio de Juan y en el Apocalipsis, sino que lo
encontramos también en la Carta a los Hebreos y en los evangelios sinópticos. Todos estos escritos ponen su
atención en la persona de Jesús y no simplemente en el papel único que le asignó Dios en el plan salvífico.

Lo hacen de distintas maneras y cada autor con su penetración propia e intención teológica personal.
Nuestra atención no es aquí poner de relieve la cristología específica de cada escritor del NT. Un breve esbozo
de la cristología de cada uno de los sinópticos demostraría que cada autor tiene su propia visión específica
respecto al misterio de la persona de Jesús. Por lo que se refiere al evangelio de Juan, vemos que estudia con tal
profundidad el misterio que sigue siendo insuperable. Las cristologías de Pablo y de la Carta a los Hebreos
abundan también en intuiciones personales y merecerían un apartado aparte. Lo que sí podemos hacer es trazar
en líneas generales el desarrollo orgánico de la cristología del NT tal como emerge del “corpus”
neotestamentario considerado como un todo. Es posible señalar algunas piedras miliares en este desarrollo que
apuntan hacia una progresiva dilucidación de la identidad personal de aquel a quien Dios estableció como Cristo
y Señor. Entre otras cosas, son testigos de las distintas etapas del desarrollo de una cristología del “Hijo de
Dios”.

1. Un desarrollo homogéneo hacia la “preexistencia”

La tarea de demostrar esta progresiva dilucidación es delicada. Requiere, si se han de distinguir las
diferentes fases de comprensión, leer cada autor y cada texto en su contexto y en su significado original. Sería
equivocado nivelar todos los argumentos leyendo en todas partes una profundidad de significado que se

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

alcanzará solamente en una etapa ulterior. Hablando del título “Hijo de Dios”, recordemos ya su significación
mesiánica cuando se aplica a Jesús en el kerigma primitivo. El mismo título adquirirá ahora, de manera
progresiva, un significado “sobreañadido”. Al término de este desarrollo se referirá, sin equívocos, a la filiación
única, ontológica y divina de Jesús. Sin embargo, no se ha de leer este sentido allí donde no está todavía
explícito. Es claro que la cristología del Hijo de Dios en el encuentro de la infancia (Lc 1, 32) dice solamente
que el niño, nacido de María, procede de Dios y que será llamado “Hijo del Altísimo”. No se hace referencia
todavía a la filiación eterna y divina de Jesús en su preexistencia, sino solamente al hecho de que Jesús procede
de Dios desde su mismo nacimiento.

Todo parece como si la condición divina de Jesús, que el kerigma primitivo había percibido en su estado
glorificado por medio de la resurrección, fuese reconducida progresivamente hacia el pasado mediante un
proceso de retroproyección. Pero todo esto tiene lugar en varias etapas: el nacimiento virginal de los relatos de
la infancia se representa como un signo divino de que Jesús proviene de Dios, desde el principio de su
existencia terrena, y calla la cuestión ulterior del origen eterno de Jesús desde Dios, en calidad de Hijo. El
problema de la preexistencia de Jesús, del misterio de su persona antes de su vida terrena e independientemente
de ésta, no se plantea todavía y, por tanto, no ofrece respuesta. Allí donde y cuando se tiene en consideración, el
problema llevará, en Pablo y en su ambiente, a nuevas intuiciones cristológicas y, sobre todo, en el evangelio de
Juan, a las alturas del prólogo en que, desde este punto de vista, justamente la cristología neotestamentaria
puede encontrar su propia cumbre.

En realidad, era inevitable que, habiendo percibido en la existencia humana glorificada de Jesús su
condición divina y su status de Salvador de todos dado por Dios, la fe cristiana reflexionará sucesivamente
sobre el misterio de su persona, planteándose el problema del origen de su dignidad exaltada. Una primera
manera de hacer esto fue demostrar que el Jesús prepascual, a lo largo de su vida terrena y desde sus orígenes,
era de Dios y que estaba ya destinado a la gloria, como se manifestó en su resurrección. Los evangelios
sinópticos dan cuenta de esta reflexión: el bautismo de Jesús en el Jordán va acompañado de una teofanía en la
que se atestigua el origen divino (Mc 1, 11). La teofanía en el momento de la transfiguración es un elemento
posterior que indica la misma realidad (Mc 9, 7). Volver atrás al mismo comienzo de la vida terrena de Jesús
llevó a los evangelios sinópticos a afirmar el origen divino de su nacimiento humano (Lc 1, 32). Pero no van
más allá. Todavía no se ha traspasado el umbral de la preexistencia de Jesús.

Pero cruzar el umbral de la preexistencia era tan inevitable como fecundo en significado cristológico.
Introducía un paso decisivo en la investigación sobre la verdadera identidad de Jesús y llevaba a intuiciones más
profundas del misterio de su persona. En realidad, si su condición de Señor resucitado era divina, cosa que Dios
puso de manifiesto y fue percibida por la fe; si esta condición divina, manifestada en su gloria, había estado
latente en Él durante toda su vida terrena, comenzando desde su verdadero origen desde Dios, entonces se sigue
que, más allá de su origen humano por parte de Dios, Jesús era y es ya con Él. Preexistía, estaba con Dios y en
Dios en un inicio eterno, independiente y antecedentemente a su manifestación en la carne. Pues el hombre no
puede llegar a ser Dios, ni puede ser hecho Dios, aun por Dios mismo. La condición divina de Jesús, que Dios
hizo brillar a través del estado glorioso de su existencia humana, era solamente, y no podía ser de otro modo, un
reflejo en su ser humano de la identidad divina que le era propia en su preexistencia con Dios.

El hombre no puede llegar a ser Dios, pero Dios puede hacerse hombre. Y llegó a serlo en Jesucristo ésta es
la inaudita afirmación a la que la reflexión de fe de los primeros cristianos conduciría inevitablemente, con tan
sólo desarrollar plenamente las implicaciones de la cristología del kerigma primitivo. Esto es lo que
descubrieron con estupor y maravilla y lo proclamaron con alegría al mundo entero, presentándolo como Buena
Nueva. Así es como gradualmente fue desarrollándose una cristología neotestamentaria, cuya finalidad no se
limita ya a afirmar la condición divina de Jesús, tal como aparecía en su estado glorificado, ni tampoco el origen

76
Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

divino de su existencia humana, sino que se extendía a su preexistencia en Dios, desde el cual venía y por el que
era enviado.

Una cristología de esta naturaleza se desplegará en dos partes complementarias, caracterizada, tal como es,
por un doble movimiento, hacia abajo y hacia arriba, descendente y ascendente, y que comprende todo el
acontecimiento salvífico de Jesucristo: vino de Dios, con el que preexistía desde la eternidad, y a través del
misterio pascual de su muerte y resurrección volvió a la gloria de su Padre. En esta perspectiva, la gloria de la
resurrección no aparece ya simplemente como don hecho por Dios a Cristo al resucitarlo de entre los muertos:
es también un retorno a la gloria que tenía en Dios antes de ser enviado por el Padre a cumplir su misión terrena
y, en realidad, antes de que existiera el mundo (Jn 15, 5).

Un antiguo testimonio del modo en que, yendo más allá de los límites del nacimiento humano de Jesús, la
reflexión teológica ha traspasado el umbral de la preexistencia, se encuentra en Rm 1, 3-4. El Evangelio de
Dios, según Pablo, se “refiere a Jesucristo, Nuestro Señor”, “su Hijo, nacido de la estirpe de David en cuanto
hombre, y constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de Dios, según el Espíritu
santificador”. La descendencia de David y la constitución con el poder de la resurrección representan los dos
momentos, hacia abajo y hacia arriba, del acontecimiento Cristo. El primero está simbolizado por la “carne”, el
segundo por el Espíritu. El uno es la entrada en el mundo de aquel que es el Hijo preexistente de Dios; el otro es
su ser constituido Hijo de Dios en su glorificación por parte del Padre. Una cristología de la preexistencia y
descendente se antepone a la cristología de la pascua o ascendente del kerigma primitivo. El proceso de
retroproyección ha llevado paradójicamente al resultado de una cristología del Hijo de Dios, hecho hombre, que
llega a ser Hijo de Dios en la resurrección.

Un claro ejemplo de un desarrollo cristológico completo, constituido por un movimiento descendente y


ascendente, se encuentra en el himno litúrgico citado por San Pablo en su Carta a los Filipenses (2, 6-11). Pablo
fundó la Iglesia de Filipos alrededor del 49 d.C., y escribió su Carta a los Filipenses hacia el 56. Sin embargo, si
tenemos en cuenta que cita un himno litúrgico que transmitió a los filipenses desde el principio de la fundación
de su Iglesia, podemos concluir que esta “apoteosis del crucificado” existía ya en los años 40. La importancia de
este hecho para el desarrollo de la cristología neotestamentaria no ha pasado desapercibida a la atención de M.
Hengel, que ha escrito: “Uno se siente tentado a afirmar que en el curso de menos de dos décadas el fenómeno
cristológico ha sufrido un desarrollo de proporciones mayores que las alcanzadas durante los siete siglos
posteriores, hasta la perfección del dogma de la Iglesia antigua”.

El himno de la Carta a los Filipenses es una composición bien equilibrada que podemos dividir en dos
partes, cada una de las cuales contiene tres estrofas que desarrollan respectivamente el movimiento descendente
y ascendente del que se compone el acontecimiento Cristo en su totalidad, y unidas entre sí por una conjunción:
“Por esto”. Este himno se cita aquí según la siguiente composición métrica:
6
El cual, siendo de condición divina no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. 7Al contrario, se
despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su condición de
hombre 8se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. 9Por eso Dios lo
exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre, 10para que ante el nombre de Jesús doble la
rodilla todo lo que hay en los cielos, en la tierra y en los abismos 11y toda lengua proclame que Jesucristo es
Señor para gloria de Dios Padre.

No podemos entrar en los detalles exegéticos de este texto. Baste con destacar algunos puntos salientes.
Es evidente el doble movimiento, hacia abajo y hacia arriba, cada uno de los cuales comprende tres estrofas de
las seis que componen el himno. Jesús vino de Dios, en cuya gloria moraba antes de su vida humana, y, gracias
a la resurrección, volvió a Él con su existencia humana glorificada. La vida humana y la muerte de Jesús en la

77
Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

cruz se ven como “autovaciamiento” y cumplen la figura deuteroisaiana del “Siervo de Dios”, en cuyos
términos Jesús mismo comprendió su propia muerte. Por el contrario, pero de manera análoga, la exaltación de
la resurrección se acuñó en términos que recuerdan fuertemente los del kerigma primitivo: el nombre sobre todo
nombre que Jesús recibió en su resurrección es el de “Señor”.

Claramente, la cristología aquí desarrollada no invalida la precedente sino que se adentra más
hondamente en el misterio de la persona de Jesús, planteando la cuestión de su preexistencia con Dios, tratando
de darle una respuesta. Pero la nueva cuestión surge de la proclamación pascual del Señor resucitado y da lugar
a una cristología más avanzada que expone solamente lo que estaba latente en el kerigma primitivo: ¿Quién es
realmente Jesús resucitado, dado que Dios mismo lo ha hecho Señor? En lo que Él es para nosotros está
implicado lo que es en sí mismo. La cristología funcional termina con preguntas relativas a la persona de
Jesucristo. Y la respuesta a las mismas señala el advenimiento de una cristología que se eleva del nivel
funcional al nivel ontológico. El dinamismo interno de la fe pascual pasa de uno a otro.

El himno de la Carta a los Filipenses, sin embargo, no se debería tomar aisladamente. Las cartas de la
cautividad y las pastorales citan otros himnos cristológicos ricos, también ellos, de doctrina cristológica.
También éstos son testigos de la dirección en que evolucionó la cristología paulina –y la de la Iglesia
apostólica- pasando gradualmente del nivel funcional al ontológico. Podemos mencionar, entre otros: Ef 2, 14-
16; Col 1, 15-20; 1Tm 3, 16; Hb 1, 3; 1Pe 3, 18-22. La importancia de la himnología primitiva para la
cristología del NT no ha escapado a la atención de los teólogos. Así, por ejemplo, ha escrito G. Segalla: “Por lo
que respecta al contenido cristológico, se comprende enseguida la grandísima importancia de los himnos en el
desarrollo de la cristología tanto para la concepción de la persona de Cristo, en particular de su preexistencia en
Dios, como para su misión redentora universal, en el espacio y en el tiempo”.

2. De la preexistencia a la filiación divina

El hecho de que una cristología ontológica estuviera latente en la funcional del kerigma primitivo no
significa, sin embargo, que una fuese deducible de otra, o que lo fuese de hecho, a través de un simple
procedimiento lógico. Hay que darse cuenta no sólo del hecho de que la preexistencia y la identidad divina de
Jesús llegaron a anunciarse de forma gradual, sino también del hecho de que todo se entendió en términos de
filiación divina. El título de Hijo de Dios, con el preciso significado ontológico que gradualmente asumirá al ser
aplicado a Jesús, vendrá a ser el modo privilegiado y decisivo para expresar su verdadera identidad personal. No
se puede explicar esto si no volvemos, más allá de la experiencia pascual de los primeros creyentes, a Jesús
mismo mediante el recuerdo de su vida terrena tal como se conservó en las primeras comunidades cristianas.

La experiencia pascual, separada del testimonio que Jesús dio de sí mismo, no sería suficiente ella sola para
explicar la fe cristológica de la Iglesia. Jesús, sin embargo, vio su propia filiación divina en todas sus actitudes y
actos y, sobre todo, en la oración a Dios, a quien llamaba “Abbá”. Lo hizo así bajo la mirada de asombro de los
discípulos que compartían su existencia cotidiana. Su conciencia humana, como hemos dicho ya, era
esencialmente filial. Sin duda, a pesar de la novedad de dirigirse a Dios en la oración con el término Abbá, los
discípulos no habían sondeado la profundidad de la relación de Jesús con su Dios. Ahora, sin embargo, que
Dios había permitido que su condición divina se manifestara en la resurrección, comienza a aclararse el pleno
significado de la filiación de Jesús con su Padre.

La compleja cristología neotestamentaria de la filiación ontológica de Jesús con Dios confiere una expresión
objetiva a la conciencia filial que está en el centro de la propia experiencia (subjetiva) que Jesús tuvo de Dios
durante su vida terrena. A los discípulos se les dio una vaga idea de esto, pero su pleno significado sólo se hizo
claro ahora. En último análisis, la cristología de la filiación de Jesús con Dios tiene y podía tener solamente

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como propio y último fundamento la conciencia filial de Jesús mismo: éste es su origen último. Sólo volviendo
hacia atrás con el recuerdo a lo que Jesús había dicho de sí mismo se podía finalmente percibir el misterio de su
unicidad con Dios. “Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron lo que había dicho”,
escribe Juan en su evangelio (2, 22), indicando el proceso de remembranza mediante el cual los discípulos,
después de la Pascua, llegaron a captar quién era Jesús. Posteriormente, Juan indica que este proceso de
remembranza y comprensión sólo podía tener lugar bajo la dirección del Espíritu Santo: “Él os enseñará todas
las cosas y hará que recordéis lo que yo os he enseñado” (14, 26).

En el momento del desarrollo de la cristología neotestamentaria a que hemos llegado, hay un continuo ir y
venir entre las cuestiones suscitadas por la reflexión cristiana sobre Jesús y el testimonio de Jesús mismo, tal
como fue confiada a la memoria cristiana. Encontramos aquí en acción, en la interpretación neotestamentaria de
Jesús, al “círculo hermenéutico”. Y a través de este proceso fueron evolucionando las respuestas de la fe,
conduciendo a la confesión de Jesús como el Hijo de Dios. El Jesús de la historia, tal como es capaz de
descubrirlo hoy la exégesis crítica mediante la tradición de los evangelios, hizo y dijo lo suficiente para
justificar la interpretación de fe de su persona que la Iglesia apostólica, a la luz de la experiencia pascual,
construyó paso a paso.

Baste con recordar aquí algunos elementos: la autoridad con la que Jesús proclamó el plan y el pensamiento
de Dios, como si lo leyese en el corazón de Dios mismo; su certeza de que el Reino de Dios no sólo estaba cerca
sino que se estaba inaugurando mediante su vida y acción en su persona; la seguridad de que su actitud hacia el
pueblo y las instituciones y sus milagros expresaban la actitud y la acción misma de Dios; su convicción de que
estar abiertos a Él y a su predicación significaba responder, en la conversión y el arrepentimiento, a la oferta de
la salvación por parte de Dios; y que ser sus discípulos equivalía a entrar en el Reino de Dios; pero, sobre todo,
su cercanía a Dios, sin precedentes, en la oración. Los interrogantes que la vida y la predicación de Jesús había
suscitado recibían una respuesta decisiva: Jesús es el Hijo de Dios. Se retomaba la expresión bíblica tradicional,
pero, ahora, aplicada a Jesús después de muchos años de reflexión, a la luz de la experiencia pascual sobre el
misterio de su persona, adquiría un significado tan rico que se refería en términos propios a la singular relación
Hijo-Padre. Se transmitía de forma inadecuada, pero cierta, el misterio único e inefable de la comunión de Jesús
con Dios, el Crucificado que había sido resucitado.

Con el descubrimiento de la filiación divina de Jesús se abría un nuevo enfoque para el discurso de fe, que
ya no comenzaría, como lo había hecho el kerigma primitivo, desde el Señorío del Resucitado, sino que,
invirtiendo la perspectiva, tomaría como punto de partida la unión del Padre y del Hijo en una inefable
comunión de vida, antes e independientemente de la misión del Hijo recibida del Padre. La preexistencia de
Jesús antes de su vida terrena, postulada por la condición divina de su estado de Resucitado, era de hecho la
existencia en la eternidad de Dios. Fue posible, por tanto, invertir todo el discurso cristológico y partir de la
contemplación del misterio inefable de la comunión del Padre y del Hijo en la vida íntima de Dios. W. Kasper
ha demostrado bien la enorme aportación del cambio de perspectiva causado en la cristología –y en la teología-
por la consideración de la preexistencia en Dios de Jesucristo, su Hijo. Escribe:

“Los enunciados neotestamentarios sobre la preexistencia expresan fundamentalmente, de forma nueva y con
mayor profundidad, el carácter escatológico que connota la persona y la obra de Jesús de Nazaret. En Jesucristo
Dios se manifestó y comunicó de manera definitiva, incondicionada e insuperable, por la que Jesús entra en la
definición misma de la esencia eterna de Dios. Del carácter escatológico del acontecimiento de Cristo se sigue
que Jesús desde la eternidad es Hijo de Dios y que Dios desde la eternidad es el Padre del Señor Jesucristo. La
historia y destino de Jesús tienen su fundamento en la esencia de Dios; la naturaleza divina se manifiesta como
acontecimiento. Las afirmaciones neotestamentarias sobre la preexistencia conducen, por tanto, a una
reinterpretación más amplia del concepto de Dios”.

79
Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Este planteamiento, de hecho, conduce a la cristología neotestamentaria a su clímax. Encuentra su


máxima expresión en el prólogo del evangelio de Juan (1, 1-18), que puede considerarse el ápice de reflexión
cristológica del NT.

“1Al Principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. 2Ya al principio ella
estaba junto a Dios. 3Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir. 4En ella estaba
la vida y la vida era la luz de los hombres; 5la luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la sofocaron…
14
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, la gloria propia de Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad. 16De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. 17Porque la ley fue
dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús. 18A Dios nadie lo vio jamás; el
Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”.

Sin entrar en una exégesis elaborada del texto, podemos hacer algunas observaciones. El escrito aplica al
Hijo preexistente el concepto de “Verbo” de Dios, tomándolo de la literatura sapiencial del AT. Dios, el Padre,
se distingue del Verbo que es Dios. “Y el Verbo se hizo carne” expresa la existencia personal humana del
Verbo; la “carne” indica la frágil condición humana que comparte con los hombres. “Y habitó entre nosotros”
evoca la teología veterotestamentaria del shekinah en virtud de la cual la Sabiduría “plantó su tienda” para
morar entre los hombres.

A pesar de la debilidad de la carne, la gloria de Dios, según Juan, brilla a través de la existencia humana
de Jesús desde sus comienzos; la manifestación de su gloria no se aplaza, como para Pablo, al tiempo de su
resurrección y exaltación. Jesucristo, el Verbo hecho carne, es el “unigénito” “Hijo de Dios”. Por eso, su ser
eternamente engendrado por el Padre queda expresado de manera distinta que el título funcional de
“primogénito” de entre los muertos, atribuido a Jesús en su resurrección (Col 1, 18). El hecho de que el Verbo
encarnado esté “lleno de gracia y de verdad” significa que es en su persona la culminación de la bondad y de la
fidelidad de Dios hacia su pueblo. Porque, si la Ley dada por Dios mediante Moisés fue ya una gracia,
Jesucristo es la suprema gracia de Dios y la más alta manifestación de su fidelidad a su designio salvífico.

Si, comenzando por el prólogo, damos una visión panorámica de todo el evangelio de Juan, resulta claro
que el acontecimiento Cristo se manifiesta en su plenitud desde el “éxodo" al “eisodos”. El Hijo eternamente
con el Padre, la encarnación, la visión de su gloria en la condición humana, que culmina en el acontecimiento de
la cruz y resurrección, la efusión del Espíritu: todo esto constituye el misterio de Jesucristo y el acontecimiento
Cristo en toda su amplitud.

A pesar de la semejanza entre el himno cristológico de la Carta a los Filipenses y el prólogo de Juan, hay
que reconocer plenamente el valor del itinerario de una ruta a otra de la cristología, tal como ha sido bien
observado por R. Schnackenburg, que escribe con agudeza: “No obstante la cristología de la exaltación y de la
glorificación, para Juan surgió con la encarnación un nuevo punto de apoyo. Mientras el himno a Cristo de Flp
2 ,6-11 se orienta hacia la entronización de Cristo con dominio sobre el mundo y toma en consideración la
preexistencia solamente como punto de partida de la vida de Cristo para comprender el hecho inaudito de su
anonadamiento y de su humillación, para Juan resulta también sumamente importante el primer cambio desde el
mundo celeste a su permanencia en la tierra. Toda la vida de Cristo se ve ahora como un descender y un subir
del Hijo del hombre, como venida del Hijo de Dios al mundo para volver de nuevo al Padre y alcanzar
nuevamente la gloria primera que le era propia aun antes de la fundación del mundo”.

Con el prólogo, pues, se ha alcanzado una altura que se mantendrá inalcanzable. Hemos cerrado un
círculo completo desde la condición divina del Resucitado al misterio de la comunión eterna del Hijo con el

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Padre. La economía divina de la salvación produjo la teología de la vida íntima de Dios, cuyas semillas llevaba
en su interior. La cristología funcional dio sus frutos en la ontológica mediante el impulso del dinamismo
interno de la fe. La respuesta dada por la fe, a la luz de la experiencia pascual, a la pregunta ¿Qué es Jesús para
nosotros? llevó a la respuesta definitiva que la fe puede y debe dar a la pregunta ¿Quién es Jesús? La cristología
del prólogo joáneo es, podemos afirmarlo, la respuesta cristiana decisiva a la pregunta que Jesús dirigió a sus
discípulos: “¿Quién decís que soy yo?” (Mt 16, 15). Sin embargo, semejante respuesta resulta posible sólo al
final de un largo proceso de reflexión teológica.

La cristología con la que se cierra el NT es una cristología “hacia abajo”. Ya expusimos anteriormente
en qué sentido se puede decir que la cristología del kerigma primitivo es “hacia arriba”, pues así lo indica el
hecho de que la condición divina de Jesús se percibió y afirmó en primer lugar en el estado glorificado de su
existencia humana. Seguimos el proceso de interrogantes que esta primera intuición desencadenó y el
progresivo cambio de perspectiva a que dio lugar mientras se buscaba, a niveles siempre más profundos, la raíz
de esta condición divina que se colocaría finalmente en la secreta vida íntima de Dios, anterior e
independientemente a la existencia humana de Jesús en la tierra. La cristología que mana de este cambio
completo de perspectiva es, por necesidad, “hacia abajo”: por parte del ser eterno del Hijo con el Padre para
llegar a hacerse hombre en su misión terrena recibida de Dios y, a través de su misterio pascual, en su vuelta a
la gloria del Padre.

El Hijo de Dios conoció una condición humana e hizo suya la historia humana. La secuencia a la que
rinde testimonio el desarrollo de fe del NT, desde una cristología hacia arriba a una cristología hacia abajo, ¿es
puramente fortuita? ¿O debemos pensar, por el contrario, que este desarrollo fue necesario, empujado como
estaba por un intenso dinamismo? La segunda alternativa es la correcta, pues, en último análisis, la condición
divina de Jesucristo, percibida primero en la fe mediante su manifestación en la humanidad glorificada de Jesús,
no podía, a medida que la fe se hacía reflexiva, continuar poniéndose solamente en su humanidad. La razón es
que la humanidad glorificada era sólo un pálido reflejo de su condición divina. El cambio de perspectiva era
inevitable y necesario en la medida en que daba sus frutos, pues sólo así la reflexión sobre el misterio de
Jesucristo podía alcanzar una fase madura y encontrar expresión adecuada. La cristología hacia arriba condujo a
la cristología hacia abajo, arrastrada por el dinamismo de fe.

Esto no significa afirmar que la cristología hacia abajo sustituya a la cristología hacia arriba, haciéndola
obsoleta. La cristología del prólogo y del evangelio de Juan no canceló la del kerigma de la Iglesia primitiva. Ni
nosotros, hoy, hemos de elegir entre las dos o, por esta razón, entre las distintas cristologías de los varios
escritores neotestamentarios. Siguen siendo enfoques diversos, fragmentarios y mutuamente complementarios
del misterio de Jesucristo, que se sitúa por encima de cada uno de ellos y que siempre escapará a una
comprensión plena. Hoy, como en la Iglesia primitiva, las diversas cristologías del NT han de mantenerse, por
tanto, en una tensión y en un diálogo fructífero por miedo –eligiendo uno a expensas de otro- a no abarcar en
nuestra visión la plenitud del misterio y, quizá, a perder de vista tanto la auténtica humanidad de Jesús como su
verdadera filiación divina.

Éste es el motivo por el que, si bien en un cierto sentido la cristología del evangelio de Juan y,
particularmente, la del prólogo representa el culmen de la cristología neotestamentaria, ésta no puede
convertirse en un modelo absoluto y exclusivo, con el resultado consiguiente de no dejar lugar alguno a la
cristología más antigua del kerigma primitivo. Sin embargo, como se dirá enseguida, esto sucedió en no
pequeña medida y no sin serios peligros y resultados negativos en la historia de la cristología después del
concilio de Calcedonia, si bien no en conexión directa con este último. Gran parte de los escritos cristológicos
recientes, por el contrario, se presentan como reacción masiva frente al monopolio secular y al predominio
unilateral del modelo cristológico “desde arriba”.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Contrariamente, habrá que preguntarse también si la cristología “desde abajo”, mediante la cual la
reflexión cristológica reciente se vincula nuevamente a la del kerigma primitivo, se puede bastar a sí misma y
ser plenamente adecuada sin el complemento de una cristología “desde arriba”. Juzgando desde la pluralidad de
cristologías en la unidad de fe, de la que el NT es digno testigo, se puede ya suponer que, para evitar que resulte
unilateral en una dirección u otra, la reflexión cristológica tendrá que seguir siempre un doble camino, “desde
abajo” y “desde arriba”, e integrar ambos. Y viceversa. O bien, lo que es lo mismo, partiendo de la soteriología
se acercará a la cristología para completar de este modo un círculo, recorriendo dos veces el camino completo
arriba mencionado. Esto es quizá lo que significaría un acercamiento “integral” a la cristología.

Esta cristología integral asignaría al planteamiento desde abajo su papel legítimo y necesario, consciente
del modo con que el kerigma primitivo presentó la persona y la obra de Jesús. “Jesús de Nazaret fue el hombre a
quien Dios acreditó entre vosotros con los milagros, prodigios y señales que realizó por medio de Él entre
vosotros…” (Hch 2,22). La cristología de Pedro, el día de Pentecostés, era la de la presencia y de la obra de
Dios en el hombre Jesús: era una cristología del “Dios en el hombre” y no del “Dios-hombre”. ¿Qué significa
esto para nosotros hoy?

Finalmente, ya hemos observado anteriormente que, en la reflexión gradual de la Iglesia sobre el


misterio de Jesucristo, el NT ocupa un lugar privilegiado como punto necesario de referencia para toda
elaboración posterior. Es y debe seguir siendo en todo momento la “norma última”. La razón es que la
cristología neotestamentaria representa la interpretación auténtica del misterio por parte de la comunidad
apostólica de los comienzos, inspirada por el Espíritu Santo y reconocida por la Iglesia como Palabra de Dios.
Pero se ha de recordar que este testimonio no es monolítico. Más bien, se compone de una pluralidad de
testimonios en la unidad de fe. La tensión en la unidad de las diversas cristologías del NT garantiza todavía hoy
la legitimidad y la necesidad de una pluralidad de cristologías.

4.2.3.6. La Cristología desarrollada de Pablo y Juan

En la cristología paulina y joanea están presentes todas las dimensiones esenciales de Jesucristo: su
preexistencia, su existencia terrena, su glorificación-exaltación y su dimensión escatológica.

1. La cristología paulina

Partiendo de la experiencia del Resucitado, del kerigma de la comunidad cristiana primitiva y de las
fórmulas del AT, Pablo elabora su reflexión cristológica que, más que un verdadero y propio desarrollo,
contiene tres niveles sucesivos de profundización. Su cristología es además eminentemente soteriológica. El
primer nivel, arcaico (1-2 Tes y segunda parte de la 1 Cor), está centrado en la parusía y en la resurrección de
Jesús, como primicia de la nuestra.

El segundo nivel (Rom, Gal, 1-2 Cor) tiene su centro de interés en la eficacia actual de la resurrección y
de la muerte de Cristo, como nuevo principio religioso: “Este principio religioso es el poder y la munificencia
de Dios presente en Cristo”. Y esto en antítesis con el judaísmo, porque Cristo ha puesto fin a la economía de la
ley; y en antítesis con la filosofía griega, porque el cristianismo es aceptación de la eficacia de la obra salvífica
de Cristo y no un culto histérico o una teoría filosófica.

El tercer nivel (Ef, Flp, Col) ofrece una visión cristológica más completa, reelaborando de manera nueva
los resultados de los dos niveles anteriores: “El centro de interés está aquí en la idea de “misterio”; el modo

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según el que Dios ha realizado la salvación revela la Sabiduría “secreta”, de la que es objeto Cristo, al tiempo
que es Cristo quien la realiza”. Este tercer nivel está totalmente centrado en la persona de Cristo, que unifica la
comunidad de los hombres, judíos y paganos (cf. Ef 2, 14-16), y las potencias cósmicas (cf. Col 2, 14-15; 1Cor
15, 27-29). Los títulos cristológicos paulinos más importantes son “Cristo” y “Señor”.

2. El himno cristológico de Flp 2, 6-11

Es uno de los pasajes más fascinantes de toda la literatura cristiana y ofrece la visión teológica más
amplia del acontecimiento Cristo en toda su complejidad. La forma hímnica poética se adecua perfectamente a
la riqueza evocadora del contenido, todavía hoy no siempre comprensible en todas sus profundas implicaciones.
Se trata de un himno prepaulino, que sirve a san Pablo como base para recomendar el recto sentir a la
comunidad de los Filipenses.

El pasaje es una verdadera crux interpretum no sólo por los problemas relativos a su origen, a la
estructura de la composición, a los influjos, a la interpretación de algunas palabras-clave, a la presencia o no de
la idea de preexistencia o de la encarnación, sino también por la diversidad de actitudes hermenéuticas. Hay
quien tiende a privilegiar su contenido dogmático en perjuicio de su función ético-paradigmática, y viceversa.

A nosotros nos parece que hay que tener en cuenta tanto el texto, con su intrínseca e ineliminable
riqueza doctrinal, como su contenido parenético. Ambos elementos se iluminan mutuamente. La extraordinaria
kénosis ontológico-obediencial de Cristo representa para Pablo el criterio fundamental del comportamiento
moral de concordia de la comunidad de Filipo. El apóstol propone a los cristianos no la imitación de una u otra
acción del Jesús prepascual, sino la globalidad de su misterio de encarnación, es decir, la aceptación de la
condición humana y de la obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de Cruz.

El contenido cristológico del himno parece presentar cuatro fases, que forman otras tantas dimensiones
del acontecimiento Cristo.

La primera fase se refiere a la preexistencia y la expoliación voluntaria: “Tened en vosotros los


sentimientos los sentimientos que hubo en Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró un
tesoro celoso ser igual a Dios; sino que se despojó (ekénosen) a sí mismo” (Flp 2, 5-7a). Aquí se afirma que
Cristo subsiste en la “forma” o en la “condición” divina y que, encontrándose en esta condición, “se despojó a sí
mismo”. Esta kénosis indica tanto la encarnación (cf. v. 7b) como el modo como ésta ha sido querida y
realizada por el Hijo (cf. v8). Eso corresponde a lo dicho por san Pablo en otros lugares (cf. 2Cor 5, 21; 8, 9) y a
un texto de la carta a los Hebreos, que considera el paso de la condición divina a la humana como un acto de
obediencia realizada por el Hijo en relación al Padre: “Por eso, entrando en el mundo, Cristo dice: no quieres ni
sacrificios ni ofrendas, pero me has dado un cuerpo… Entonces yo dijo: aquí estoy…, oh Dios, para hacer tu
voluntad” (Heb 10, 5-7).

La segunda fase representa la condición humana de Cristo caracterizada por su obediencia absoluta:
“tomó la condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres. Y así, actuando como un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 7b-9). La afirmación
relativa a Cristo, “Hecho (ghenómenos) semejante a los hombres”, subraya tanto la realidad de la encarnación
como la modalidad de su realización. Como el Siervo de Yahvé, Jesús se ha humillado así mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte de cruz. Se ha señalado acertadamente que sólo un ser trascendente podía aceptar la
muerte con espíritu de obediencia. Para la humanidad, la muerte es una necesidad ligada a la naturaleza
humana.

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En estas dos primeras fases el himno primitivo y el mismo Pablo pretenden reafirmar que la base del
recto comportamiento concorde y humilde de los cristianos debe tomar como ejemplo la kénosis radical del
Hijo en su hacerse hombre y en su actitud de humildad, de escondimiento y de obediencia. El “ser” del Hijo
encarnado es el que debe regular el “deber ser” de los cristianos.

La tercera y cuarta fase incluyen la exaltación de Cristo y su triunfo sobre el universo: “Por eso, Dios lo
levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: “Jesucristo es Señor”, para gloria de
Dios Padre” (Flp 2, 9-11). Siendo la exaltación de Cristo no una actitud, sino una condición ontológica, ésta da
cumplimiento adecuado a la kénosis ontológica y existencial de la encarnación y de la pasión-muerte. En eso
consiste la ejemplaridad suprema del misterio de Jesucristo: en fundamentar su influjo soteriológico sobre su
realidad ontológica, y consiguientemente motivar con su “ser” el “deber ser” de los cristianos.

El himno puede considerarse como un testimonio antiquísimo de cristología completa, puesto que hace
referencia a las tres condiciones de Cristo, antes, durante y después de la encarnación. Este himno estuvo en la
base de la doctrina patrística del “intercambio”: el Hijo de Dios, sin perder sus prerrogativas divinas, se hace lo
que somos nosotros, para que nosotros podamos llegar a ser lo que es él.

3. La cristología cósmica de Col 1, 15-20

Las afirmaciones originales que se encuentran en el himno cristológico de Col 1, 15-20 fueron objeto no
sólo de precisiones doctrinales en la época de la controversia arriana, sino también de sugestivas reflexiones
patrísticas referentes, por ejemplo, a la teología de la imagen y a la cristología cósmica. No pudiendo hacer aquí
un comentario adecuado a su riqueza, nos limitamos a una síntesis de su contenido.

En este contexto, “primogénito” (protótokos) no indica la primera de una larga serie de criaturas, sino el
unigénito Hijo de Dios, en cuanto Sabiduría (cf. 1Cor 1, 24) redentora y por tanto también creadora (cf. 1Cor 8,
6) del hombre y del cosmos. Además de creador y causa ejemplar (Col 1, 16) Cristo es presentado como
cohesión del cosmos (Col 1, 17), como cabeza de la Iglesia y primicia de los resucitados (Col 1, 18), como autor
de la redención y de la reconciliación universal a través “de la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Algunos de estos
temas serán objeto de ulteriores precitaciones en la parte sistemática.

Concluyendo esta breve exposición de la cristología paulina, puede afirmarse que para Pablo “Jesucristo
es preexistente “en forma de Dios”” en el Padre; es aquel a través de quien se ha hecho la creación y también la
redención, y a través del cual todo tiene que volver a l Padre”.

La cristología del prólogo joaneo (Jn 1, 1-18)

La reflexión de San Juan representa el culmen de la inteligencia de Cristo en el NT, porque une
armónicamente cristología y soteriología, eternidad e historia, Jesús histórico y Cristo pascual. El prólogo de su
evangelio es un texto de gran inspiración religiosa y de ilimitada profundidad teológica. Es evidente el contraste
entre la simplicidad de las palabras y la altura de su contenido. Sin ningún preámbulo, uno es introducido en la
intimidad de la vida divina. Se trata de la mirada del águila que escruta con agudeza el ministerio de Dios que
se hace hombre. Si los sinópticos comienzan su evangelio por la historia de Jesús, Juan lo comienza por la
vivencia eterna del Verbo. Añadamos en seguida, sin embargo, que si en el prólogo (Jn, 1, 1-18) el movimiento
es desde arriba hacia abajo, en el resto del evangelio el movimiento es desde abajo hacia arriba (Jn 1, 19-20,
31). Mientras en el prólogo desde el Verbo que es Dios se llega a su encarnación, en el resto del evangelio se
sube de Jesús de Nazaret a la confesión de su divinidad.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

En los dos primeros versículos –“En el principio existía el Verbo (ho lógos), y el Verbo estaba junto a
Dios y el Verbo era Dios. El Verbo estaba en el principio junto a Dios” (v. 1-2)- tenemos cuatro proposiciones
que con el mismo ritmo y con el mismo verbo (“erat”) expresan el ser eterno del Logos, su particularísima
cercanía ontológica junto a Dios, su divinidad y su preexistencia. En esta realidad desde arriba esta el
fundamento de la autoridad absoluta de Jesús en la tierra.

El tercer versículo expresa de dos maneras, afirmativa y negativamente, el concepto de la acción


creadora del Verbo: “Todo fue creado por medio de él, y nada de lo que existe ha sido hecho sin él” (v. 3; cf.
también v. 10). “Todo” se refiere a toda la obra “ad extra” de Dios, y, por tanto, no sólo a la creación, sino
también a la historia de la salvación.

En los versículos 4-12 se define al Verbo como “vida” y “luz de los hombres” y se subraya tanto el
rechazo que le está reservado por parte del mundo y de los suyos como la acogida de los que han creído en él.

En los versículos 13-14 se afirma la encarnación del Verbo. Como precisaremos más detalladamente en
la parte sistemática, Juan hace dos afirmaciones: la encarnación del Verbo (v. 14) y su concepción virginal.
Nosotros preferimos la lectura en singular, “el cual”, y así el v. 13 presenta en primer lugar las modalidades de
la encarnación del Verbo: “el cual ha sido engendrado no de sangre, ni de amor carnal, ni de voluntad humana,
sino de Dios” (v. 13). Lo mismo que Mateo y Lucas, también Juan atestiguaría así la concepción virginal de
Jesús. En segundo lugar, el evangelista reafirma la realidad de la encarnación: “Y el Verbo se hizo carne y
acampó entre nosotros” (v. 14). Éste es el punto culminante del prólogo. El Logos que ya existía, ahora
deviene. Mientras antes estaba con Dios, ahora es también hombre. Si antes sólo podía ser contemplado por
medio de una manifestación suya (creación, pueblo elegido y sus mediadores), ahora es contemplado
personalmente.

En los versículos 15-17, el Verbo se identifica expresamente con “Jesucristo” (v. 17), históricamente
prenunciado por Juan Bautista: “Éste es aquel de quien dije” (v. 15). Hay por tanto una continuidad e identidad
personal, además de funcional, entre el Verbo eterno y el Jesús histórico. Además, precisamente porque viene
de Dios, el Verbo encarnado, es decir, Jesucristo, puede ser el único verdadero revelador del misterio de Dios:
“A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo único que está en el seno del Padre es quien nos lo ha revelado” (v. 18).

En este prólogo hay una síntesis cristológica inspirada. El Verbo está junto a Dios; él mismo es Dios; es
creador; se hace verdadero hombre para dar al hombre el poder de llegar a ser hijo de Dios; es el único
revelador de Dios. El Verbo es “Jesucristo”, “Hijo unigénito del Padre” (v. 17-18).

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

V PARTE

EL MISTERIO DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA

5.1. Introducción a la Cristología Patrística y Conciliar

5.1.1 De la Escritura a los Padres

La experiencia, el anuncia, el testimonio, y la reflexión cristológica de la Iglesia no ha terminado con la


revelación neotestamentaria, sino que ha continuado con la vida misma de la comunidad eclesial, que, a la luz
del Espíritu del Señor resucitado, ha progresado en la penetración del misterio de Cristo. Partiendo del dato
bíblico fundante, la Iglesia a leído e interpretado la Escritura “con el mismo Espíritu con que se escribió”.
Actuando así, ha enriquecido la inteligencia de la fe en su Señor: “Puesto que va creciendo en la comprensión
de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las
meditan en su corazón (cf Lc 2, 19 y 51); ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas
espirituales; ya por el anuncia de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la
verdad”. En esto consiste el dinamismo de la tradición que conduce al progreso de la comprensión. En la
tradición eclesial el dato bíblico es profundizado, explicitado, explicado y vivido en toda su riqueza y no como
mera repetición.

Una relectura de la historia de la teología, de Ireneo a Orígenes, de Agustín a Tomas, de Möhler y


Newman a nuestros días, presenta una tradición eclesial en búsqueda y en progreso constantes. Y es que la
Iglesia esta animada por el Espíritu, que la ayuda a leer y descubrir la verdad en el curso de la historia, y a
demás por el desarrollo de la doctrina cristiana que permanece en la verdad al mismo tiempo que crece. Más
allá de las legítimas divergencias de escuela, la tradición nos transmite principalmente la interpretación de la
Escritura, leída por la Iglesia y entre la Iglesia. La Iglesia es el verdadero lugar teológico de comprensión y de
progreso real de la Palabra de Dios bajo la acción del Espíritu de la verdad. La Escritura mantiene su identidad
como anuncia vivo y abierto solamente en el ambiente eclesial: “Dios, que habló en otro tiempo, no cesa de
hablar con la Esposa de su Hijo amado; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la
Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la verdad completa y hace que la palabra de
Cristo habite en ellos abundantemente”. (cf. Col 3, 16)

En la historia bimilenaria de la cristología, que la Iglesia ha vivido bajo el signo del Espíritu, podemos
distinguir algunas etapas significativas de este desarrollo: la patrística (s. II al VIII), que, cristológicamente
hablando, ha sido la más decisiva; la medieval (s. IX al XV), que ha sistematizado, no sólo el aspecto
ontológico del acontecimiento Cristo, sino también el aspecto soteriológico; la moderna (s. XVI al XIX) y la
contemporánea (s. XX), preocupada por valorar la humanidad de Cristo y por la búsqueda de nuevos horizontes
y nuevas síntesis. Daremos solamente algunas líneas de cristología patrística, cuya expresión más completa se
encuentra en los pronunciamientos de los primeros concilios ecuménicos.

5.1.2. Cristología Patrística

La cristología de los Padres de la Iglesia se alimenta de la Sagrada Escritura. Más aún, su cualidad más
notable es precisamente la exégesis bíblica. Muchos factores determinaron su prodigioso desarrollo. Primero, la

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

ineludible «fides quaerens intellectum» de los escritores eclesiásticos, orientales y occidentales. En segundo
lugar, el diálogo serio con la filosofía de la época, con las corrientes estoicas y platónicas, que se oponían
radicalmente a la doctrina de la creación del hombre y de la encarnación de Dios. La novedad absoluta de la
confesión cristiana de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, pedía que se justificara adecuadamente la compa-
tibilidad de esta confesión con el monoteísmo judío, y que se hiciera ver que esta confesión es superior al
politeísmo pagano y al monoteísmo filosófico griego. Este esfuerzo apologético y dialéctico fue uno de los
elementos más importantes para la correcta inculturación de la fe. El tercer factor de profundización y de
progreso fue la confrontación interna de las diversas escuelas teológicas, muchas veces en medio de la polémica
y de los conflictos. Recordemos la escuela alejandrina con su cristología Lógos/ sarx y la antioquena con su
cristología Lógos/ ánthropos. El último elemento ha sido la lucha contra los herejes, que negaban de vez en
cuando la verdadera divinidad, la verdadera humanidad o la realidad misma de Jesucristo.

Pero el gran debate de la cristología patrística llegó a su culmen cuando tuvo que responder al rechazo
metafísico de la divinidad de Cristo por parte del helenismo, que no era capaz de conjugar, en el acontecimiento
de la encarnación, la trascendencia de Dios con la contingencia histórica de Jesús. Se consideraba imposible la
intervención directa y personal de Dios en la historia (instancia platónica), y la acogida de esa intervención
divina por parte del cosmos (instancia estoica). La teología patrística fue un período vital de defensa y de
purificación del kerigma cristológico ante el continuo y multiforme peligro de su degradación.

En este laborioso paso de la cristología bíblica a la cristología patrística asistimos a un triple proceso.
Primero, hay una selección en la tradición que se refiere a Jesús. Aquí la cuestión de su origen y de su esencia
adquiere un puesto cada vez más central en el debate teológico, como fundamento seguro de su función
soteriológica. En segundo lugar, está la transformación del dato bíblico que llega del kerigma al dogma. Por
eso, el dogma puede definirse acertadamente como «kerigma más reflexionado, esclarecido por la teología y
sostenido por una conciencia eclesial profundizada». Y entonces viene la reinterpretación del mismo dato
bíblico y de la tradición precedente, entendida como reafirmación auténtica, en nuevos ambientes y en nuevas
situaciones culturales, del significado ontológico y soteriológico del misterio de Cristo.

5.1.3. Herejías Cristológicas de los primeros siglos

Las primeras herejías: ebionismo, marcionismo, gnosticismo

Evidentemente, el que fue el elemento específico del cristianismo primitivo será también el objeto de la
contestación que se produciría tanto en el terreno pagano como en el judío, pero también en el interior del
propio cristianismo, donde la fe en un Dios crucificado no dejó de presentarse como una creencia problemática
y escandalosa, imponiendo -al menos en el mundo judío- un problema difícil de exculturación: en efecto, había
que empezar a creer que la salvación no estaba ligada ni a la estirpe ni a la ley de Moisés, sino únicamente a la
fe en Jesucristo muerto y resucitado (cf. Rom 4, 23-25), ante el cual el judío y el gentil se encuentran en el
mismo plano.

La dificultad de romper los vínculos con el ambiente cultural/religioso judío explica la aparición del
ebionismo, una corriente de pensamiento judeocristiana que negaba la divinidad de Jesús, reconociéndolo como
simple hombre. Los seguidores de esta doctrina deben identificarse con aquellos judíos de tinte cristiano, que
eran quizás esenios convertidos, que habían permanecido fieles a las costumbres de la Ley, pero hostiles al
templo. De ellos habla Orígenes en su Contra Celso II, 1, advirtiendo que “ebión en hebreo significa ·"pobre·” y
añadiendo que estas personas “acogen a Jesús, pero quieren seguir viviendo según las leyes de los judíos”;
indica, además, que hay dos sectas de ebionistas: “los que como nosotros admiten que Jesús nació de una virgen

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

y los que creen que no nació de esta manera, sino como todos los hombres”. El punto de partido de esta primera
herejía cristiana es la dificultad más religiosa que filosófica de conciliar la divinidad de Cristo con el dogma
bíblico de la unidad y la unicidad de Dios. El monarquianismo que profesan los ebionitas se puede considerar,
por consiguiente, como la herejía típica del alma judía del cristianismo, donde resulta más fácil hablar de un
Cristo profeta, elegido por Dios para llevar al conocimiento perfecto de la Ley, donde solamente existe la
salvación. Así pues, el judaísmo aceptó el anuncio espiritual de Jesús, pero rechazó la trascendencia de su
persona.

Si el ebionismo no consiguió cortar el cordón umbilical que lo ligaba al judaísmo, el marcionismo, por el
contrario, rompió claramente con la matriz judía, incluso a nivel del pensamiento. En efecto, Marción, nacido
en Sínope a comienzos del siglo II y fundador de la secta que lleva su nombre y que duró hasta mediados del
siglo V, se puso a proclamar la redención realizada por Jesús por la misericordia de Dios Padre. La constatación
de que el Dios veterotestamentario no presentaba los rasgos de misericordia del Dios anunciado por Jesús,
llevaron a Marción a distinguir entre el Dios benévolo y padre de Cristo, que salva libremente y por amor, y el
Dios del AT, Señor de este mundo, al que subyuga mediante el temor y la Ley. En conformidad con esta
orientación antijudía, el hereje Marción rechazó todos los libros del AT y algunos de NT, considerándolos como
interpolados por los judaizantes; aceptó, con algunas enmiendas, a Lucas y a Pablo, dando vida, de este modo,
al primer canon de escritos neotestamentarios.

Otra herejía con la que tuvo que enfrentarse el cristianismo primitivo fue el docetismo gnóstico, que
afirmaba que Jesús no recibió nada corporal, ya que no nació de María, sino a través de María. Las premisas de
este docetismo en el que se encuentran asociados los marcionitas, los valentinianos, Apeles y algunos otros
herejes, tiene que buscarse en una antropología que no conoce más que al hombre espiritual y niega todo valor a
la realidad carnal que Cristo, evidentemente, no pudo asumir por tratarse de un elemento insalvable. Para los
gnósticos que fundaban su concepción sobre la carne de Jesús en 1Cor 15, 47 y en Rom 8, 3, la única realidad
es la del mundo divino, hasta el punto de que una cosa es tanto más real cuanto menos materiales.

Alusiones a la cristología de Ignacio, Melitón, Ireneo y los Apologistas

Contra este docetismo de tendencia judaizante, tal como se encuentra ya en 1Jn 1, 1-3; 4, 1-3; 2Jn 7,
tomó posición Ignacio de Antioquía, insistiendo en el carácter realísimo de la humanidad de Jesús, subrayada
por un significativo verdaderamente: “verdaderamente nació, comió, bebió; verdaderamente padeció bajo
Poncio Pilato; verdaderamente fue crucificado y murió…; verdaderamente resucitó de entre los muertos…”. El
reconocimiento de la humanidad de Jesús va a la par con el reconocimiento de su divinidad, que él ve expresada
de forma suprema y definitiva a partir de la resurrección. El tema de la unidad entre la humanidad y la divinidad
de Cristo queda expresada por Ignacio en el siguiente trozo de Efesios 7, 2, donde leemos:

“no hay más que un solo médico


carnal y espiritual,
engendrado e inengendrado,
hecho en la carne Dios,
en la muerte vida verdadera,
(nacido) de María y de Dios,
primero capaz de padecer y ahora impasible,
Jesucristo nuestro Señor.”

Lo mismo que para Ignacio, también para un obispo del siglo II, Melitón de Sardes, destacado exponente
de la teología asiática, el tema de la unidad en Cristo, hombre-Dios, constituye el eje de su teología. En

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conflicto con el gnosticismo doceta, el obispo de Sardes concede una particular importancia a la encarnación.
En contra de Marción, que negaba el nacimiento de Jesús haciéndole aparecer ya adulto en el mundo, Melitón
afirma que Jesús es “hombre perfecto”. Sus dos naturalezas, son designadas, como ya en Ignacio, con los
términos “cuerpo = naturaleza humana + espíritu = naturaleza divina”. Melitón es, además, el primero que, a
propósito del doble componente de Cristo, habla de duae substantiae, fórmula que pasó a ser clásica en
cristología. En conformidad con esta doctrina de las dos substancias, aplica la llamada “comunicación de
idiomas” afirmando, por ejemplo, que Dios fue “asesinado” o que “el impasible sufre y no se venga”. Se trata
de expresiones ortodoxas, pero que fácilmente se prestan a confusión y que, en efecto, prepararon el terreno a la
herejía monarquiana. De todas formas, está fuera de duda la notable aportación que dio Melitón a la cristología,
pero también a la terminología teológica que con él se enriqueció con algunos términos como “substancia”,
“encarnación”, “hombre perfecto”.

También la cristología de Ireneo parte de preocupaciones apologéticas contra el gnosticismo y el


marcionismo. Sin estar movido por intenciones cosmológicas, como los Apologistas, se muestra más bien como
un fiel intérprete de la Tradición y de la “regula fidei” recibida de la misma. Es el primer pensador cristiano que
presenta de forma amplia la obra de Cristo dentro de una “historia de la salvación” que se extiende desde el AT
hasta el retorno escatológico. Por consiguiente, la teología de Ireneo, en contraposición a los dualismos
gnósticos, será una teología de la unidad de Dios y del plan divino de salvación, unidad del hombre y unidad de
Cristo.

La unidad del plan divino de salvación se expresa mediante el concepto paulino de recapitulación: a
través de ella Cristo asume la humanidad con toda su historia, a partir de Adán. En esta perspectiva resulta
central el papel de la encarnación, dado que solamente un hombre puede recapitular en sí a la humanidad. Cristo
-declara Ireneo- es “salvación porque es carne”. Por otra parte, la iniciativa de esta salvación tiene que partir de
Dios. Como leemos en el Adversus haereses III, 18,7: “si no hubiera sido el hombre quien venció al adversario
del hombre, el enemigo no habría sido vencido justamente. Por otro lado, si no hubiera sido Dios el que nos dio
la salvación, no la habríamos recibido de manera estable…; el Mediador de Dios y de los hombres, gracias a su
parentesco con los dos, tenía que conducirlos de nuevo a la amistad y a la concordia, haciendo que Dios
asumiera al hombre y que el hombre se ofreciera a Dios”.

Es evidente la intención antignóstica y antidopcionista presente en estas palabras. En la enseñanza


cristológica de Ireneo, que es ante todo una enseñanza de redención, el axioma fundamental debe buscarse en la
doble composición de Cristo: “en cuanto que el Verbo de Dios era hombre…. el Espíritu de Dios reposaba
sobre él…; en cuanto que era Dios, no juzgaba según las apariencias ni condenaba de oídas…”. Para expresar la
unidad de Dios con el hombre, Ireneo adopta un rico vocabulario, pero se trata ordinariamente de fórmulas que,
precisamente por el contexto soteriológico en que aparecen, no se refieren a la unidad ontológica de la Palabra
hecha carne, sino que expresan la unión de Dios con la generación humana realizada en Cristo y por Cristo. De
todas formas, Ireneo se planteó el problema de la unidad de Dios en conflicto con los gnósticos, que distinguían
entre un Cristo incapaz de sufrir y un Jesús sujeto al sufrimiento.

Pero, al rechazar este dualismo, Ireneo esbozó ya una enseñanza de la proprietates de Cristo,
distinguiendo entre lo que es “propio de Dios” y lo que es “propio del hombre”.

Finalmente, teniendo en cuenta que el gnosticismo rechaza la carne del hombre como “incapaz de
salvación”, se comprende que Ireneo, por toda respuesta, lea la historia de Cristo en relación explícita con la
carne “caro salutis”: “Por mucha solemnidad que pongan en sus afirmaciones, todos los herejes llegan en
definitiva a esto: a blasfemar contra el creador y a oponerse a la salvación de la criatura de Dios que es la carne,
por la cual¸ como hemos demostrado de muchas maneras, el Hijo de Dios llevó a cabo toda su economía”.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

No podemos silenciar aquí el papel considerable de la reflexión cristológica de los Apologistas.


Partiendo de premisas medioplatónicas, asumieron el esquema medioplatónico de la realidad que distinguía tres
planos: Dios-universo-hombre. El eslabón intermedio que colmaba el abismo entre Dios y el universo era
precisamente el Logos, que tenía por tanto una función creadora cosmológica. El discurso de los Apologistas se
hizo propiamente cristológico en la identificación del logos universal con el hombre Jesús. Sin embargo, en una
concepción de este tipo no estaba ausente el peligro de reducir a Cristo al rango de un dios menor, a pesar del
empeño de Justino por afirmar que el Logos es distinto y no separado del Padre. Fue este peligro, que algunos
vislumbraron, el que dio vitalidad al pensamiento monarquiano.

La herejía adopcionista y el modalismo del siglo III

La lucha que se desarrolló en el siglo II contra el gnosticismo y el marcionismo llevaron a un


asentamiento de los fundamentos de la fe: la Escritura y la Tradición. Sin embargo, a finales del siglo II
surgieron nuevas divergencias doctrinales que alimentaron la polémica, pero también la reflexión teológica,
sobre el misterio de Cristo, Dios-hombre.

El adopcionismo hunde sus raíces en el judeocristianismo heterodoxo, del que constituye una
reviviscencia teológicamente más elaborada. Según esta doctrina, llamada también monarquianismo
adopcionista, Cristo sería -según las diversas orientaciones- un ángel adoptado por Dios como Cristo
(Engelchristologie), o bien un simple hombre (Jesús) que, debido a sus méritos, fue libremente adoptado por
Dios en el momento del bautismo mediante el descendimiento de Cristo sobre él. En forma de paloma. De esta
segunda orientación se hizo promotor en Roma, a finales del siglo II, un tal Teodoro de Bizancio. Su
condenación no logró reducir la fuerza de la herejía, que encontró notables exponentes en Teodoro, “el
banquero”, Asclepiodoto y Artemas. Se encontrarán más tarde huellas de este adopcionismo en Pablo de
Samosata, Fotino de Sirmio y Marcelo de Ancira.

Otra herejía del siglo II recibe el nombre de modalismo debido a su contenido: en efecto, sostenía que el
único Dios se manifiesta a nosotros de diversos “modos”: como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo. Fue
Noeto, presbítero de Esmirna, quien defendió el pensamiento moralista (finales del siglo II); para él, “Cristo es
el Padre; el Padre fue el que se encarnó, el que sufrió y el que murió”. Con esta concepción moralista o
patripasiana (= el Padre que sufre) va unida una cristología de tipo pneumático que distinguía entre Jesús (Hijo)
y Cristo (Padre). Como nos confirma Tertuliano en su Adversus Praxean 27, 1, los moralistas “distinguen
ciertamente, aunque siempre dentro de una única persona, al uno y al otro, al Padre y al Hijo, diciendo que el
Hijo es la carne, o sea el hombre, o sea Jesús, mientras que el Padre es el Espíritu, o sea Dios, o sea Cristo”. Se
trataba evidentemente de una distinción de naturaleza, no de persona.

La cristología de Tertuliano y de Orígenes

Ante un cuadro heterodoxo tan variado como el del siglo III se sitúa el cartaginés Tertuliano, el cual,
aunque no elaboró un sistema de pensamiento, iluminó sin embargo algunos puntos esenciales del misterio de
Cristo, ofreciendo a la teología latina los primeros conceptos básicos para un léxico dogmático.

Lo mismo que Ireneo, Tertuliano insiste en la unidad de Dios, de Cristo, unidad del hombre y unidad del
plan de salvación.

En relación con la cristología, sigue en pie la afirmación de las dos “naturalezas” o dos “substancias” en
Cristo: “Encontramos que Cristo ha sido explicado exactamente como Dios y como hombre…, siendo

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

ciertamente en todos los aspectos Hijo de Dios e hijo del hombre, según la una y la otra substancia, distantes en
su peculiaridad, ya que ni el Verbo es algo distinto de Dios ni la carne es algo distinto del hombre… Vemos este
doble estado, no ya confundido, sino unido en una sola persona, Jesús, Dios y hombre”.

La preocupación por subrayar la unidad en Cristo camina a la par con la preocupación por distinguir las
“propiedades” de las dos sustancias, superando de este modo la opinión moralista de un cambio de la Palabra en
la carne, pero superando igualmente la idea de una mezcla entre Dios y el hombre que diera origen a un
“tertium quid”, ni carne ni Espíritu. Como precisa Tertuliano, “(en Cristo)… queda a salvo la peculiaridad de
cada una de las dos substancias, ya que en él el Espíritu realizó sus operaciones, es decir, sus milagros y sus
obras y sus signos, y la carne experimentó sus pasiones, el hambre con el diablo, la sed…, las lágrimas…, la
angustia…, la muerte… Como las dos substancias actuaban distintamente cada una en su naturaleza, por eso
mismo realizaron sus obras y lo que de ellas se derivó”.

El antidocetismo de Tertuliano se refleja en su consideración de las relaciones entre el alma y el cuerpo,


asumidos ambos plenamente por el Verbo. “¿Qué es lo que había recibido Cristo del Padre, sino aquello de lo
que se había revestido? Sin duda alguna, el hombre, constituido de carne y de alma”. Esta distinción entre el
alma y Espíritu divino liberó a Tertuliano de la tentación de adscribir al Espíritu el papel del alma, haciéndolo
sujeto de las “pasiones”: “Este grito (a saber, “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”) de la carne y del alma,
o sea, del hombre (no del Verbo ni del Espíritu, es decir, no de Dios), se produjo para mostrar que no estaba
sometido a la pasión aquel Dios que abandonó al Hijo, al entregar a la muerte su substancia humana” (Adv.
Prax. 30, 2).

Teniendo presente todo esto, se puede afirmar con certeza el carácter eminentemente bifisita de la
cristología de Tertuliano. “El interés de su cristología es infinitamente mayor desde el punto de vista de la
distinción de la unidad de la persona…; (Tertuliano) contribuyó, sin duda, a crear en Occidente, y quizás, en
cierta medida, también dentro de la escuela antioquena, aquella mentalidad bifisita que habría de provocar la
reacción indignada contra los excesos de monofisismo. Y éste es el mérito principal de su cristología”.

Un mérito no menor en el terreno teológico es el que hay que reconocer al alejandrino Orígenes, que fue
el primero en ofrecer una síntesis (no un sistema) del pensamiento cristiano, desarrollando una teología de
búsqueda o de “hipótesis de trabajo” con carácter dialéctico.

A diferencia de los apologistas, que con su esquema tripartito (Dios-cosmos-hombre) asignaban al


Logos una función cosmológica intermedia, Orígenes da un paso adelante buscando la relación
trascendencia/inmanencia o divinidad/humanidad en el mismo Cristo, y más propiamente en su alma. Se
verifica entonces este planteamiento:

Dios - Logos - Cosmos


-
Alma
-
Cuerpo

La unión entre el Logos y el alma, realizada ya en la preexistencia, se convirtió en la encarnación -a


través del alma- en unión entre el Logos y la carne. Así pues, el alma tiene una función esencial en la cristología
del maestro alejandrino. Es el nudo que enlaza las realidades que constituyen al Verbo encarnado. La unión que
se produce en él entre ellas es mucho más que una unión moral; más aún, Orígenes llega a afirmar que el alma y
el cuerpo quedan divinizados por su contacto con el Verbo: “Decimos que su cuerpo mortal y el alma humana

91
Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

que en él reside adquirieron la más grande excelencia, no solamente por la comunión, sino también por la unión
y la fusión con él, y que fueron transformados en Dios participando de su divinidad”.

Es evidente el riesgo que se corre en esta concepción: el de absorber la humanidad en la divinidad hasta
privarla de sus normales prerrogativas.

Por otra parte, en la síntesis de Orígenes habrá dos puntos que parecerán ambiguos a todos los que,
después de él, se olviden del carácter dialéctico de su reflexión:

1. La naturaleza del Logos que, según la orientación medioplatónica, tenía una función intermedia y
subordinada;
2. La afirmación de la preexistencia de las almas.

El arrianismo y el apolinarismo

El sentido de la controversia arriana debe buscarse en la solución al primer punto que señalábamos
mediante la afirmación de la divinidad plena del Verbo y de su consubstancialidad con el Padre.

El que provocó la nueva herejía fue Arrio (256-336), presbítero de la Iglesia de Alejandría. Recogiendo
las viejas posiciones medioplatónicas del demiurgo, medidas sólo en parte por la teología dialéctica de
Orígenes, se empeñó en afirmar que sólo el Padre es inengendrado y sin principio y, por tanto, el único
verdadero Dios. Respecto a él, el Hijo resultaba haber sido creado antes del tiempo y ser, por consiguiente,
inferior a él. Quedaba en pie la filiación divina que Arrio no negaba; pero se trataba de una filiación no por
naturaleza, sino por adopción o por gracia.

En una perspectiva estrictamente cristológica, el arrianismo llegaba a negar el alma en Cristo, que
resultaba totalmente superflua, ya que la presencia del Verbo en un cuerpo humano bastaba para hablar de
encarnación y para constituir realmente a un hombre.

Esta concepción se compagina bien con la doctrina de la inferioridad del Verbo. Efectivamente, el hecho
de que él ocupe el lugar del alma humana impone, como consecuencia, que recaigan sobre él todas las pasiones
y debilidades humanas. Esta doctrina arriana que refiere al Verbo las funciones y las debilidades del alma
human lleva a la afirmación de un monofisismo fundamental, ya que se entiende la unión del Verbo con su
carne como unidad de alma y cuerpo. Un símbolo atribuido a Eudoxio de Constantinopla (+369) expresa
claramente esta doctrina: “Creemos… en un único Señor Jesucristo… encarnado, no hecho hombre, ya que él
no asumió ningún alma humana, sino que se hizo carne…; no dos naturalezas, ya que él no era perfectamente
hombre, sino Dios en la carne en vez del alma, siendo todo ello una naturaleza debido a su conjunción; capaz de
padecer debido al plan de salvación, ya que el sufrimiento de un alma o de un cuerpo no tenía el poder de salvar
el mundo”.

La negación del alma humana de Cristo constituyó igualmente el eje de la reflexión teológica de
Apolinar de Laodicea que, sin embargo, en contra del arrianismo, mantuvo la fe “nicena” en la
consubstancialidad del Verbo con el Padre. La posición de este pensador se levanta sobre el principio de la
autonomía esencial de toda naturaleza espiritual.

Como declara en el Fragmento 2: “Es imposible que dos (esencias) espirituales y dotadas de voluntad
cohabiten en el mismo, pues en ese caso la una estaría en contraste con la otra en virtud de su propia voluntad
así como también de su propia actividad. Por consiguiente, la Palabra no asumió un alma humana”. Esta

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

negación del alma humana llevó a Apolinar a un monismo cristológico, donde el cuerpo figura como
instrumento y el Verbo como agente: “El instrumento y el agente –declara en el Fragmento 117- fundamentan
de modo natural una única actividad; y si es una única actividad, entonces es una única naturaleza; por tanto, se
convirtió en una única naturaleza: la de la Palabra y la del instrumento”. Se trata, además, de una naturaleza
intermedia entre Dios y el hombre, que de hecho “no es ni enteramente hombre, ni (enteramente) Dios, sino una
mezcla de Dios y de hombre.

La cristología de Atanasio y de los antioquenos

Presente en el Concilio de Nicea, Atanasio fue durante los decenios posteriores el más firme defensor de
la “consubstancialidad”. Sin embargo, a nivel cristo-lógico, no parece que se planteara el problema de la
relación que liga al Verbo con su cuerpo. Parte más bien del principio soteriológico de que no puede ser salvado
más que lo que ha sido asumido, y desde aquí llega a establecer la asunción del alma humana, aunque no
menciona expresamente la función del alma del entendimiento en Cristo.

La cristología de Atanasio es del tipo “Palabra-carne”, donde, sin embargo, la carne -como señala en el
escrito Adversus arrianos 3, 30- indica a la humanidad entera de Cristo, según el uso de la Escritura. Atanasio se
preocupa además de afirmar que la Palabra no se hizo hombre, en cuanto que asumió a un hombre; que no se
hizo carne, en cuanto que vino en una carne. Respecto a la doctrina arriana, el obispo insiste en el
“homoousios”. El Dios que entra en contacto con el hombre produce de este modo su divinización. Pero queda
en pie un problema al que Atanasio no presentó suficiente atención: aquel que se encuentra divinizado en este
Cristo, ¿es verdadera y plenamente un hombre?

A este interrogante responderán los teólogos antioquenos, como Diodoro de Tarso y Teodoro de
Mopsuestia, que afirmarán tanto contra el apolinarismo como contra el arrianismo la perfecta humanidad y la
plena divinidad de Cristo.

En Él permanecen sin confundirse ni alterarse en sus propiedades los elementos humano y divino. En el
pensamiento antioqueno se llega a afirmar, por consiguiente, una clara separación en Cristo entre el hijo de Dios
y el hijo de María. Diodoro de Tarso aseguraba, sin embargo, que esta distinción no significaba la afirmación de
“dos hijos”, aunque no explicó suficientemente esta unidad.

Por su parte, Teodoro de Mopsuestia dio un paso más respecto a su maestro Diodoro. Enseñó la unidad
irrompible de las dos naturalezas en la única persona de Cristo: “No fue solamente Dios, ni tampoco solamente
hombre; sino que es verdaderamente Dios y hombre, por naturaleza, “en los dos” ”. Y en la Homilía catequética
VI, 3 declara: “En su profesión de fe nuestros bienaventurados Padres (de Nicea) escribieron… que seguían los
Libros sagrados que hablan de manera diferente de las naturalezas, enseñando una sola persona (prosopon),
debido a la conjunción exacta que tuvo lugar…”. Así pues, Teodoro de Mopsuestia dio a la cristología un
impulso que se encargó de recoger el concilio de Calcedonia. Y sobre todo, el reconocimiento pleno de la
humanidad de Cristo lo llevó a subrayar el papel activo que ejerció esta humanidad, a través de la obediencia,
en la obra de la salvación.

Sin embargo, se le puede achacar a Teodoro que no poseía la verdadera noción de la communicatio
idiomatum, que tampoco supo aplicar otro antioqueno, Nestorio.

Nestorio y el Concilio de Éfeso (431)

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Nestorio, al convertirse en patriarca de Constantinopla (428), temiendo que se mezclaran las dos
naturalezas en Cristo, se mostró contrario al uso, ya común desde el siglo IV, de llamar a María “theotokos”
(madre de Dios). Distinguía con claridad en Cristo las propiedades humanas y divinas, prefiriendo hablar de
María como “madre de Cristo”. Esta expresión le parecía que garantizaba mejor la integridad de la naturaleza
humana de Cristo, entendida como personalidad completa. Resulta difícil definir los límites doctrinales exactos
del error de Nestorio, dado que mantenía su fe tanto en el misterio de la perfecta humanidad y divinidad de
Cristo, como en la unidad indisoluble de la Palabra encarnada, al no predicar -a pesar de que le acusaban de
hacerlo- a “dos Cristos”. De todas formas, la cristología de Nestorio era poco afortunada, ya que carecía de
instrumentos conceptuales adecuados. Si profesaba la unidad de Cristo, no sacó todas las consecuencias de esta
convicción. En efecto, mostró que rechazaba la llamada communicatio idiomatum, es decir, la atribución al
hombre de los atributos de Dios y viceversa, en virtud de la primacía ontológica de la persona en Cristo. El
concilio de Éfeso del año 431, presidido por el patriarca Cirilo de Alejandría, promotor de una cristología
alejandrina que hablaba de unidad de naturaleza, unidad de hipóstasis en Cristo, condenó a Nestorio.
Anteriormente Cirilo había transmitido a Nestorio una carta del papa Celestino, a la que había añadido 12
anatematismos suyos, en los que había una cristología alejandrina tan radical que ningún antioqueno habría
podido suscribirla jamás.

Nestorio fue condenado y depuesto en Éfeso, a pesar de la ausencia de los obispos sirios que, guiados
por Juan de Antioquía, desaprobaron en un anticoncilio convocado por ellos todo lo que habían hecho Cirilo y
los otros obispos. Tras los desórdenes que entonces estallaron, el emperador depuso a Nestorio y a Cirilo, el
cual logró, sin embargo, que lo rehabilitaran. Por su parte, Nestorio obtuvo permiso para retirarse a un
monasterio de Antioquía; incluso después del concilio, le siguieron tenazmente algunos discípulos, que llevaron
hasta las más extremas consecuencias su enseñanza sobre la coexistencia en Cristo de dos naturalezas y dos
personas (humana y divina), sin unión hipostática.

El monofisismo de Eutiques y el Concilio de Calcedonia (451)

El término “monofisismo” indica la doctrina que afirma que Cristo resulta de la composición de las dos
naturalezas (humana y divina), que no subsisten distintas la una de la otra. Según los partidarios del
monofisismo, después de la encarnación existía una única naturaleza. Por consiguiente, el cuerpo de Cristo no
era como el nuestro, sino que estaba divinizado. Esta doctrina, presente germinalmente en la enseñanza de la
escuela teológica de Alejandría, que resaltaba de forma absoluta la iniciativa divina respecto a la aportación del
hombre (“el Verbo se hace carne), fue divulgada por Eutiques. Según este monje de Constantinopla, que
sostuvo a Cirilo de Éfeso del 431, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana en Cristo suponía la
absorción de esta última en la primera, hasta el punto de que ya no es posible hablar más que de una sola
naturaleza, concretamente la divina (“Confieso que nuestro Señor era “de dos naturalezas” antes de la unión,
pero después de la unión confieso “una sola naturaleza”. Es evidente que el monofisismo de Eutiques
menoscababa la humanidad de Cristo.

Basándose en el apoyo del patriarca de Alejandría, Dióscoro, y obligados a callar todos los que se le
oponían, Eutiques y su enseñanza se impusieron en el concilio convocado en Éfeso el año 449, conocido como
“latrocinio efesiano”. De nada valieron las quejas y las invitaciones del papa León al emperador Teodosio II
para la convocatoria de un nuevo concilio. La muerte imprevista del emperador (450) cambió la situación.
Pulqueria y Marciano, que sucedieron a Teodosio, convocaron un sínodo en Éfeso, pero, debido a la guerra que
amenazaba, hubo que trasladar la sede a Calcedonia. En este concilio de Calcedonia (451) se condenó la
doctrina de Eutiques, no sin resistencias por parte de algunos obispos. Prevaleció entonces la enseñanza
expresada anteriormente por el Papa León al obispo Flaviano de Constantinopla (“Tomo a Flaviano” 449). En
este escrito, León indicaba que las dos naturalezas en Cristo, quedando a salvo sus respectivas propiedades, se

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

unen por la encarnación en una única persona. Por tanto, Cristo es perfecto, tanto en la naturaleza humana como
en la divina. La teología cristiana que entonces se propuso “logró encontrar el justo medio entre la pura
trascendencia divina y la inmanencia que no admite elevación”.

Hablar de las dos naturalezas no separadas y no confundidas significa que puede tomarse realmente en
serio la naturaleza humana o la asunción de la humanidad por parte de Cristo. “El hombre Jesús no está a la
sombra del Hijo de Dios, sino a su luz”. En último análisis, y aunque con fórmulas aparentemente abstrusas
como las de Calcedonia, este concilio mantuvo el escándalo de la fe cristiana, al no medir a Dios con medidas
humanas. Como declara Hilario de Poitiers en su De Trinitare I, 13: “Esta (fe sólida) no concibe a Dios según
las ideas que caracterizan a la opinión común y no juzga a Cristo según los principios del mundo, ya que en él
reside realmente la plenitud de la divinidad… Se dejó crucificar…, padeció en su naturaleza humana. Dios
realizó estas cosas, que sobrepujan los límites de la inteligencia propios de la naturaleza humana, ya que no
están bajo la percepción natural de nuestro entendimiento, dado que una obra eterna e infinita exige una
capacidad intelectual igualmente infinita”.

El mérito de Calcedonia reside en haber mantenido firmemente esta fe y en haber construido las barreras
legítimas contra el adopcionismo, el monarquianismo, el arrianismo, el apolinarismo, el nestorismo y el
monofisismo. Pero la investigación sobre el misterio de Cristo no se detiene aquí.

PLANTEAMIENT REPLANTEAMIEN
O DE LOS TO DE LOS
PROBLEMAS NICEA (325) PROBLEMAS CALCEDONIA
(451)
Si II III IV V
glo
s

He GNOSTICISM
rej EBIONISMO ARRIO “Nestorio”
O
ías ADOPCIONISMO (Modalismo) APOLINAR DE L. EUTIQUES
GNOSTICISMO
PABLO DE
SAMOSATA
Au IGNACIO ATANASIO
DE TERTULIANO
tor ANT. CAPADOCIOS CIRILO DE AL.
es MELITÓN DE S. ORÍGENES ANTIOQUENOS NESTORIO
(Diodoro de T.
APOLOGISTAS
Teodoro de M.
IRENEO
Pr 1ª fase: Divinidad 1ª fase: 1ª fase: Divinidad de 1ª fase: La unidad
obl de Cristo en el Humanidad de Cristo contra Arrio. y la dualidad de
em diálogo con judíos Cristo. Cristo.
as y griegos. 2ª fase: Humanidad
do 2ª fase: (alma humana) de Las dos

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

mi 2ª fase: Divinidad de Cristo. Comienza el cristologías


na Humanidad de Cristo contra problema de la patrísticas.
nte Cristo contra el Pablo de S. unidad de Cristo.
s gnosticismo. Primera síntesis
con Orígenes.
Pr
obl Dios sí, pero
em ¿hasta qué
as punto?
sin Hombre sí, pero
res ¿hasta qué
olv punto?
er La crisis.

5.1.4. La Cristología conciliar y algunas líneas de hermenéutica conciliar

En esta segunda parte vamos a presentar algunas líneas de cristología conciliar, que recogen las
aportaciones más significativas de la reflexión patrística sobre Cristo. De hecho, los primeros concilios
ecuménicos fueron los que definieron el símbolo de la fe, que sigue siendo hoy el centro de nuestra profesión de
fe cristológica. Fijando con sus definiciones los diques más consistentes de la ortodoxia, trazaron de hecho el
camino seguro del desarrollo de la cristología patrística, muchas veces fragmentaria y con momentos frecuentes
de pausa y de ruptura. Los concilios son ciertamente puntos privilegiados de suprema concentración cristológica
y de auténtico desarrollo en la continuidad. Es significativo al respecto que se citen explícitamente unos a otros
antes de proceder a nuevos pronunciamientos. De esta manera, se convierten en criterio válido para la
interpretación «en contexto» del dato bíblico original. Y hemos elegido esta orientación también con un matiz
ecuménico, puesto que se trata de concilios de la Iglesia todavía sustancialmente unida, antes de los grandes
cismas de Oriente (1054) y de Occidente (siglo XVI).

Las definiciones dogmáticas de los primeros concilios ecuménicos están bien ancladas en la base firme
de la Escritura pero no dejan de ser formulaciones humanas. Y, como tales, están insertas y condicionadas
necesariamente por un envoltorio lingüístico y por un ambiente histórico-teológico. Como hacemos con el
lenguaje bíblico, también con el lenguaje dogmático es necesaria una adecuada metodología hermenéutica.

5.1.4.1 El lenguaje y las fórmulas dogmáticas

Lingüísticamente, un pronunciamiento conciliar consiste en un intento oficial de transportar el lenguaje


bíblico, más bien evocador y narrativo, al lenguaje técnico de la teología, dentro del esfuerzo por presentar un
mensaje concreto de fe con enunciados y proposiciones. Éste trabajo de conceptualización no puede traducir
toda la riqueza y la vitalidad del kerigma bíblico. Se trata realmente de un verdadero proceso kenótico. El
desvío inevitable que hay entre la realidad del misterio de Cristo y su expresión lingüística se agranda con el
que se da entre expresión bíblica y enunciado dogmático.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Ahora bien, la tarea de interpretar un concilio consiste en rescatar el acontecimiento narrado en la


fórmula y el misterio que el acontecimiento refleja, evitando ulteriores hemorragias de significado y
devolviendo incluso a la fórmula toda la vitalidad que tenía en su contexto. En este proceso delicado de
reconstrucción lingüística es importante señalar cuál es la intención comunicativa del concilio. Hay que
especificar si la fórmula es simplemente informativa, o si es una automanifestación, o si reclama la adhesión de
fe. Teniendo esto en cuenta, las definiciones cristológicas de los primeros concilios no son simples
comunicaciones informativas del misterio de Cristo. Son una llamada autorizada a la fe en el misterio, que se
expresa en la fórmula.

5.1.4.2. Historicidad y Fórmula Dogmática

Las proposiciones dogmáticas hay que considerarlas también a la luz de la historicidad del hombre y de
su verdad. Sus pronunciamientos dogmáticos, como sucede con la vida de la Iglesia, se sitúan en un proceso
continuo de asimilación de la verdad. Este proceso tiene categorías diversas no sólo diacrónicamente a través de
la historia, sino también sincrónicamente en las distintas zonas y escuelas eclesiales. Por eso hay una diferencia
legítima a la hora de entender y expresar la misma verdad. Una es la definición de Éfeso, de escuela claramente
alejandrina, y otra es la de Calcedonia, en la que confluyen también las aportaciones de la escuela antioquena y
de la teología occidental. Una es la expresión del misterio cristológico de la formula calcedonense, y otra es la
de la fórmula del Concilio de Constantinopla III, que amplía el significado de la perfecta humanidad de Cristo.

Esta historicidad, como podemos ver, n significa recorte o error, sino progreso en el conocimiento cada
vez más profundo y consciente del misterio. Lo demuestra el desarrollo histórico de las formulaciones del
dogma cristológico conciliar. Este proceso está regulado por criterios concretos que han madurado desde el
comienzo en la conciencia de fe de la Iglesia antigua: en primer lugar, las definiciones tienen que estar de
acuerdo con la intención de Cristo y con la letra del kerigma neotestamentario; en segundo lugar, tienen que ser
aceptadas y vividas por toda la comunidad eclesial; y, finalmente, tienen que corresponder y ajustarse a la
misión misma de la Iglesia.

5.1.4.3. Principios Hermenéuticos

En la lectura de los concilios nos hemos atenido, aunque muy sintéticamente, a los siguientes principios
hermenéuticos, claramente inspirados en la metodología que se aplica a la Sagrada Escritura. Primero, una
adecuada interpretación de los pronunciamientos conciliares debe realizar un diligente análisis histórico-
filológico y literario del texto, que nos acerque lo más posible al significado exacto de la fórmula en el contexto
lingüístico de la época. En segundo lugar, hay que buscar los posibles géneros literarios que se encuentren en el
texto, el ambiente vital de las mismas declaraciones, y la historia de su redacción. En los pronunciamientos
cristológicos de los primeros concilios ecuménicos, por ejemplo, se da una cierta variedad de géneros literarios
«credo», «carta», «definición», propiamente tal, «anatemas», «textos redactados», cuya intención comunicativa
queda fijada no sólo por el texto, sino también por la historia de la redacción.

Si aplicamos estos dos principios, la fórmula cristológica no hay que considerarla de manera absoluta,
sino en relación con la doctrina a la que se refiere y a la que responde de manera solemne y «definitiva». Por
eso, no puede considerarse como la única y la más perfecta expresión de ese misterio concreto, o porque no era
ésa la intención expresa del concilio (aunque fuera esmerada la criba en su elaboración), o porque el tono
polémico tendía a acentuar algunos elementos en perjuicio de otros. Además, no podemos pretender que una

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fórmula, inserta en su contexto, consiga dar una respuesta directa a problemas que están completamente fuera
del horizonte de la mentalidad concreta de la época.

El tercer principio hermenéutico podría formularse así: la interpretación de la fórmula dogmática debe
intentar ante todo captar cada vez más profundamente la realidad del misterio divino revelado, porque entiende
el pasado en la perspectiva del presente, y porque abre el pasado y el presente al horizonte de la promesa futura.
Además de captar el significado histórico, hay que transportar a la actualidad el misterio profundo que subyace
en el pronunciamiento cristológico. El objetivo de este camino hermenéutico no es arqueológico, sino vital. A
través de la expresión lingüística hay que entrever la realidad del misterio que ahí se encierra y que se expresa
en ella históricamente.

Esta importante y delicada fase interpretativa consta de dos momentos. En el primero, se interroga al
pasado con la luz que aporta la fe eclesial en el momento actual. En este diálogo surgirán necesariamente
aspectos nuevos y originales de la verdad divina revelada, sacando de ella virtualidades todavía inexpresadas.
Con esto, no sólo el pasado revive en el presente, sino que el presente, al profundizar la comprensión del
misterio, se hace capaz de interpretar la verdad revelada en plena sintonía con el dato tradicional.

El segundo momento -pasado y presente en perspectiva de futuro es una consecuencia de la historicidad


del hombre, pues el hombre amplía continuamente sus horizontes, aspirando a una comprensión cada vez más
adecuada del misterio divino revelado. Y es también consecuencia del concepto de verdad propio de la Biblia,
que se presenta como «epifanía-manifestación», y como «epangelía-promesa», con un carácter peculiar de
continua novedad que hay que captar, expresar y vivir. La definición dogmática, por tanto, pretende sacar las
virtualidades del misterio para el presente y para el futuro. La definición queda siempre radicalmente abierta al
futuro, porque la riqueza total de la realidad divina no se puede expresar de una vez para siempre, ya que en la
fórmula se encuentra no plenamente expresada, sino tensionalmente indicada.

Como consecuencia inmediata de todo esto, no podemos considerar la interpretación del dogma como si
fuera una aventura desacralizante del pasado, sino como una urgencia inevitable del mismo dogma y de la
verdad divina que éste expresa. Esa verdad se encarna continuamente en nuevos contextos noético-
existenciales. Y, además, la interpretación del dogma no puede hacerse cumplidamente a base de una cristología
«metadogmática», apoyada exclusivamente en el dato bíblico fundante de l a Escritura. En la Iglesia actual el
dato bíblico hay que leerlo necesariamente en el contexto de toda la tradición eclesial, que es vida y
comprensión auténtica de Cristo en el Espíritu.

5.2. Los grandes Concilios Cristológicos

5.2.1. Nicea (325) Afirmación de la verdadera divinidad de Cristo

5.2.1.1 Aspectos históricos

1. LA CONTROVERSIA ARRIANA

Hacia el 320 en Alejandría, capital cultural del imperio, el presbítero Arrio (260?-336), oriundo de Libia,
comenzó a defender su manera de concebir la absoluta trascendencia de Dios y la relación existente entre el
Padre y el Hijo en la Trinidad. Su más fuerte adversario fue Alejandro, obispo de Alejandría. El documento

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más antiguo sobre la controversia arriana es la breve carta a Eusebio de Nicomedia. En ella Arrio, lamentándose
de la oposición que encuentra, expone de manera simple y radical su doctrina:

El Hijo no es engendrado ni es parte del ingénito, ni deriva de un sustrato; sino que por voluntad y
decisión del Padre ha venido a la existencia antes de los tiempos y de los siglos, plenamente Dios,
unigénito, inalterable. Y antes de haber sido engendrado o creado o definido o fundado (Prov 8, 22-25),
no existía. Porque no era ingénito. Nos persiguen porque decimos: “El Hijo tiene principio, mientras
que Dios es sin principio”. Por eso nos persiguen, y porque hemos dicho: “Viene de la nada”. Lo hemos
dicho porque no es ni parte de Dios, ni deriva de un sustrato.

Por tanto, para Arrio, solamente el Padre es el ingénito. El Hijo es creado, tiene principio y ha sido
creado de la nada. La línea de la tradición alejandrina y origeniana considera al Padre, al Hijo y al Espíritu
como tres hipóstasis (es decir, tres realidades individuales subsistentes), partícipes de la misma naturaleza
divina, pero distintas entre sí y subordinadas la una a la otra. Arrio acentúa de manera exagerada este
subordinacionismo. Ignorando la distinción entre la generación eterna del Hijo en el seno del Padre y la
creación en el tiempo de todas las cosas, Arrio coloca al Hijo en el lugar de las criaturas. Para él, el Padre es la
mónada absolutamente trascendente con relación al Hijo. El Hijo es inferior al Padre en naturaleza, en rango,
en autoridad, en gloria. Cristo en realidad no es más que un “dios menor”, aunque Arrio, en la carta a Eusebio
antes citada, le llama “plenamente Dios” de manera impropia. El verdadero Dios absolutamente único es Dios
Padre. Fuera de él no puede haber otro Dios en el sentido verdadero del término. Para Arrio, compartir con
otros la naturaleza divina sería admitir una pluralidad de seres divinos y considerar divisible y mudable la
misma naturaleza divina. Por tanto, todo lo que existe fuera del Padre es creado y es llamado a la vida de la
nada. También el Verbo es criatura del padre, subordinada a él. Es criatura perfecta de Dios; “no eterno, ni
coeterno, ni ingénito junto con el Padre, ni tiene el ser junto al Padre”.

Si sólo el Padre es verdadero Dios, las tres hipóstasis divinas no comparten la misma substancia.
Además del Padre, las otras dos hipóstasis son “dios” sólo en sentido figurado. En esta concepción restringida
de la mónada divina, las hipóstasis del Hijo y del Espíritu son quitadas de la esfera divina y colocadas en el
orden de las criaturas. El Hijo no es verdadero Dios. No coexiste desde la eternidad con el Padre. No es hijo
natural del Padre. Ha sido creado de la nada. No es, por tanto, semejante al Padre, y el Padre no puede ser
conocido por el Hijo ni en el Hijo. Finalmente, el Hijo es sujeto de cambios psíquicos y morales, cosa que no le
sucede al Padre.

Las tesis arrianas y antiarrianas pueden sintetizarse así:

Arrio:
1. El Verbo no coexiste desde la eternidad con el Padre
2. El Verbo ha sido creado de la nada.
3. El Verbo no es hijo natural del Padre realmente.
4. La naturaleza del hijo no procede de la del Padre.
5. El Verbo ha comenzado a existir por un acto de la voluntad del Padre.
6. El Verbo por naturaleza está sometido a mutación, física y moralmente.

Alejandro:
1. El Verbo coexiste con el Padre desde la eternidad.
2. El Verbo no ha sido creado, es él el que ha creado todo.
3. El Verbo es hijo no por adopción, sino por naturaleza.
4. El Verbo tiene una naturaleza igual a la del Padre.

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5. El Verbo existe por comunicación de la esencia del Padre.


6. El Verbo en su naturaleza divina no está sometido a la mutación ni al sufrimiento.

Para Justificar sus tesis, Arrio acude frecuentemente a pasajes bíblicos del Antiguo y del Nuevo
Testamento, que emplean expresiones como “hacer”, “crear”, “engendrar” (Prov 8, 22; Col 1, 15; Hch 2, 36;
Heb 1, 4; 3, 1), que hablan de los hombres como “hijos de Dios” (1Cor 8, 6; Jn 1, 12; Dt 14, 1; Is 1, 2), que
consideran al Hijo “inferior” al Padre (Jn 14, 28; 17, 3; Mc 10, 18) o “sujeto a la ignorancia y a las pasiones
humanas” (Mc 13, 32; Jn 11, 33.39).

2. LA CONVOCATORIA DEL PRIMER CONCILIO ECUMÉNICO EN NICEA (325)

Para dirimir esta controversia, y sobre todo para restaurar la paz entre los obispos del imperio,
Constantino el Grande convocó en el año 325 el primer concilio ecuménico en Nicea, ciudad vecina a
Nicomedia, capital oriental del imperio y residencia del emperador. Aquí comienza una nueva institución
eclesial. No fue neutral el papel de Constantino y de los demás emperadores en la convocatoria, en la
orientación y en la recepción de los siete primeros concilios ecuménicos, celebrados todos en Oriente. En el
siglo IV, Eusebio de Cesarea (265?-339/340) había trazado una teología política muy particular, que
consideraba providencial la unión del cristianismo con el imperio. La división generada por el politeísmo y por
la poliarquía política se consideraba superada y sanada por la unidad existente entre cristianismo e imperio
romano.

Al emperador, y concretamente a Constantino, se le otorga así una connotación político-religiosa


determinada. Eusebio, por ejemplo, dice que el emperador “es el intérprete de Dios y del Logos-Cristo porque,
a la manera del Logos-Cristo, tiene la ciencia requerida de las cosas divinas, es un maestro”. El emperador, tal
como lo Eusebio, está muy por encima del concilio, incluso en los asuntos de fe. En realidad, nunca tuvo ni
ejerció esa pretensión doctrinal tan exagerada. Su intervención en materia de fe puede considerarse más bien
como una mediación autorizada que facilita el encuentro, la precisión doctrinal, la concordia. Su objetivo fue el
de pacificar los ánimos de los contendientes, sobre todo de Arrio, de su obispo Alejandro y de los que apoyaban
respectivamente al uno o al otro, consolidando así la comunión eclesial, mediante la unidad doctrinal. El
emperador consideraba la paz de la Iglesia como una premisa indispensable para la prosperidad del imperio.

Constantino es consciente de que la tradición eclesial es la norma suprema en materia de fe. La


convocatoria del concilio, por tanto, responde a su convicción personal de poder servir de instrumento eficaz de
reconciliación. Los pronunciamientos conciliares nicenos, que en la práctica constituyen el símbolo, hay que
considerarlos como elaborados por los obispos, bajo la guía del Espíritu Santo, en la búsqueda de la voluntad de
Dios. Su criterio de verdad y de validez no es la voluntad extrínseca del emperador, sino la regla de fe y la
tradición apostólica. Estas decisiones, además, encontraron en la persona del emperador un custodio vigilante y
una poderosa garantía.

Las dos intervenciones teológicamente relevantes de Constantino hay que considerarlas en este contexto
en que el emperador tiene una función subsidiaria. Una y otra las hizo por sugerencia de Osio de Córdoba,
consejero suyo para las cuestiones religiosas: la convocatoria de un concilio en Nicea y la introducción del
homoousios en el símbolo de fe. En ambos casos se trata en primer lugar de una acción político-religiosa, que,
resolviendo la controversia arriana, intenta restaurar la paz y la concordia en la Iglesia, y consiguientemente en
el imperio. Tales intervenciones, sin embargo, tuvieron una función teológica innegable. Sirvieron de hecho
para precisar la conciencia de la fe eclesial, llegando a una formulación ortodoxa de la verdad de Cristo y de su
mediación salvífica.

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3. EL SÍMBOLO DE NICEA

No nos han llegado las actas de los dos primeros concilios ecuménicos. No podemos, por tanto, hacer
una historia de la redacción del símbolo niceno. Tenemos relatos e impresiones parciales en un fragmento de
san Eustacio de Antioquía, en algunos escritos de san Atanasio y en la carta-relación enviada por Eusebio de
Cesarea a su iglesia. En esta carta Eusebio expone de forma esquemática cómo se llegó a la elaboración del
símbolo; e inmediatamente ofrece una interpretación sistemática de las expresiones antiarrianas. Según
Eusebio, después de la lectura hecha por él del símbolo de la Iglesia de Cesarea, explícitamente aprobado por el
mismo emperador, los padres conciliares, “con el pretexto de añadir “consubstancial”, han compuesto este
texto”. Al llegar aquí, transcribe el símbolo niceno con sus anatemas antiarrianos.

No es atendible la hipótesis de que los padres hayan creado una nueva fórmula de fe. Mas bien, es muy
probable que se hayan servido de uno o más símbolos-base, y en ellos han introducido las oportunas precisiones
antiarrianas. Continúa abierto el problema del lugar de origen del símbolo o de los símbolos usados. El credo
niceno, de hecho, se considera una edición revisada del de Cesarea (F.J.A. Hort, A.E. Burn, A. Von Harnack), o
de fórmulas bautismales del grupo de Jerusalén (H. Lietzmann), o, finalmente, de dos símbolos de Cesarea y de
Jerusalén (R.E. Person).

LA DEFINICIÓN DE FE

Creemos en un solo Dios Padre todopoderoso, creador de todo lo visible y lo invisible. Y en un sólo
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, unigénito engendrado del Padre, es decir, de la substancia del Padre, Dios de
Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre, por quien
han sido creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó
del cielo y se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió al cielo y vendrá a juzgar a vivos
y muertos. Creemos en el Espíritu Santo.

A los que dicen: “Hubo un tiempo en que no existía” o “No existía entes de ser engendrado” o “Ha sido
creado de la nada”, o afirman que deriva de otra hipóstasis o substancia o que el Hijo de Dios es creado, o
mutable o alterable, a todos esos los condena la Iglesia católica y apostólica.

5.2.1.2. Contenido Teológico de la definición.

a) El Credo.

Estructuralmente, el símbolo niceno está compuesto de dos partes claramente distintas. La primera
contiene el credo propiamente tal. La segunda, los anatemas de condena. En la primera parte los añadidos
antiarrianos más significativos son: a) la cláusula es decir, de la substancia del Padre; b) la frase Dios verdadero
de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre. El bloque central relativo al estatuto
ontológico y soteriológico de Jesucristo se encuentra entre la afirmación inicial referente a “Dios Padre
omnipotente, creador de todo lo visible y lo invisible”, y la breve confesión final que se refiere al “Espíritu
Santo”.

1. Jesucristo es confesado como Hijo de Dios, engendrado unigénito del Padre. Es decir, el Hijo no es
creado, sino engendrado del Padre. Más aún, es el Unigénito del Padre. Todas las demás cosas son creadas.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

2. Es decir, de la substancia del Padre. Se trata del primer añadido explícitamente antiarriano. El “es
decir” pretende dar una interpretación definitiva a la afirmación “engendrado del Padre”. No se trata, como
decía Arrio, de un acto creativo de Dios, sino de una auténtica generación del Hijo de la misma substancia del
Padre. De manera que el Hijo participa plena y totalmente de la esencia divina. El concilio hubiera preferido
usar una frase bíblica, como la joanea “de Dios” (cf. Jn 8, 42), que emplea san Atanasio. Pero los arrianos,
utilizando 1Cor 8, 6 y a 2Cor 5, 18, respondían diciendo que todas las cosas son “de Dios”. Para evitar
malentendidos interpretativos, se optó por una cláusula explícitamente antiarriana. Por tanto, Nicea definió que
el Hijo, engendrado del Padre, es “de la substancia del Padre”, en contra de Arrio, que mantenía que el Hijo no
tenía nada en común con la substancia del Padre.

3. Dios verdadero de Dios verdadero. Es un añadido contra Arrio, que consideraba verdadero Dios sólo
al Padre, mientras el Hijo lo era o en sentido figurado o por participación de gracia. El concilio reafirma que el
Hijo es verdadero Dios, en todos los sentidos en que el Padre es Dios.

4. Engendrado, no creado. Contra los arrianos que aplicaban al Hijo indiferentemente el término
“engendrado” y “creado”, el concilio expone su propia interpretación: el Hijo es engendrado eternamente del
Padre. De manera que el Padre no ha dejado nunca de ser Padre ni el Hijo ha dejado nunca de ser Hijo: “Por
tanto, el Hijo y el Padre han tenido que coexistir desde toda la eternidad, siendo el Padre el que engendraba
eternamente al Hijo”.

5. Consubstancial (“homooúsios”) al Padre. Es la afirmación que resume el significado permanente


antiarriano de Nicea: el Hijo es Dios verdadero en cuanto eternamente engendrado del Padre y
“consubstancial” a él. Hay muchos problemas no resueltos todavía sobre el origen, el significado y la recepción
del término homooúsios. Haciendo un resumen, digamos que el término no es bíblico, sino que es un adjetivo
griego derivado de ousía, que en aquel momento tenía muchos significados, según el contexto. Ousía podía
significar una realidad singular, una entidad particular (la “substancia primera” de Aristóteles), o el universal y
el genero de pertenencia de un cierto número de individuos (la “substancia segunda” de Aristóteles), o
simplemente “substancia”, “materia”. En consecuencia, también el adjetivo derivado homooúsios (en latín:
consubstantialis o consubstantivus) podía tener muchos significados. Por ejemplo, se sabe que lo usaban los
gnósticos para indicar la semejanza en el ser entre seres diferentes, o su pertenencia al mismo grado o modo de
ser. En contexto teológico cristiano, homooúsios podía indicar o que el Padre y el Hijo participaban
monárquicamente de la misma ousía individual, o que participaban de una genérica naturaleza divina común a
ambos.

Empleado en sentido monarquiano por Pablo de Samosata en el siglo III, el término fue explícitamente
condenado por el Sínodo de Antioquía del 268. Parece que Pablo de Samosata afirmaba que Padre e Hijo
formaban un único ser indiferenciado. Es decir, el Hijo no tenía una ousía propia. Por lo que homooúsios
significaba que el Hijo estaba en el Padre, como la palabra (logos) en el hombre. Por tanto, Cristo, el Logos, era
algo semejante a la palabra que sale de la boca de un hombre. Condenando esta interpretación, el sínodo de
Antioquia se vio obligado a afirmar que el Hijo no era homooúsios con el Padre, sino que era una hipóstasis
separada. Arrio, por su parte, en la consubstancialidad del Hijo con el Padre entendía una concepción
materialista de la ousía divina, que quedaría así repartida entre los dos.

Los padres del concilio, sin embargo, entendían con este término una definitiva aclaración teológica de
lo que dice la Escritura sobre el origen del Hijo con relación al Padre. La revelación divina nos presenta en Dios
dos maneras de proceder. La primera, inmanente a Dios mismo, consiste en la generación eterna del Hijo del
seno del Padre. La segunda, fuera de Dios mismo, consiste en la creación o también la misión del Hijo al

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mundo. Los arrianos entendían la procesión del Hijo del seno del Padre únicamente como una creación extra
deum; Nicea, sin embargo, la considera como una generación eterna dentro de la realidad divina. El homooúsios
de Nicea afirma, por tanto, no sólo que el Hijo es semejante al Padre, sino además que es completamente igual a
él, por que participa de la misma substancia o naturaleza divina por su generación eterna en el seno del Padre.

Es significativa la explicación que ofrece Eusebio de Cesarea en su relato: “Así también, cuando se ha
discutido con detalle la expresión “el Hijo es consubstancial al Padre”, se ha señalado que no es a manera de
cuerpos ni hay semejanza con los seres animados mortales, por división de la substancia o por escisión, y que
no hay pasión, mutación ni alteración de la substancia y de la potencia del Padre. De hecho, la naturaleza no-
engendrada del Padre es ajena a todo esto. Por el contrario, “consubstancial al Padre” significa que el Hijo de
Dios no tiene ninguna semejanza con las criaturas creadas, y que es semejante en todo solamente al Padre que lo
ha engendrado, y no deriva de ninguna otra hipóstasis o substancia, sino del Padre”. Por tanto, Nicea concibe la
Trinidad como interna a la divinidad: es decir, se afirma la unidad originaria en el ser divino de la Trinidad
inmanente y de la Trinidad económica. La tríada arriana tiene, por el contrario, otra estructura: arriba está la
mónada del Padre, toda la divinidad; fuera y más abajo están el Hijo y el Espíritu, ambos pertenecientes en
diversa gradación al orden de las criaturas.

En conclusión: a) el término homooúsios, aunque no es bíblico, es apropiado para expresar el kerigma


apostólico de la generación eterna del Hijo por otra parte del Padre y de su plena participación en la naturaleza
divina; b) aunque el término fue condenado en Antioquía (a. 268), en Nicea no tiene el mismo significado
“monarquiano” que le daba Pablo de Samosata; c) no transmite un concepto materialista de la divinidad: el Hijo
no es parte del Padre, puesto que la esencia divina es indivisible por naturaleza, y el Hijo posee también en
plenitud esa naturaleza; d) evita, finalmente, el peligro de reviviscencia del sabelianismo (una forma de
monarquianismo patripasiano), afirmando explícitamente la divinidad del Padre y del Hijo y la distinción de
ambos.

6. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó... Este párrafo contiene la
síntesis escriturística del acontecimiento Cristo, desde la encarnación al misterio pascual y a la parusía. Las
precisiones conciliares sobre la verdadera divinidad del Hijo anteceden y son el fundamento de la verdad de su
obra salvadora. La defensa antiarriana de l ontología de Jesucristo sirve para garantizar la soteriología cristiana.
Si Cristo no es verdadero Dios, no es auténtico salvador del hombre, sino solamente un intermediario extrínseco
de salvación.

b) Los anatemas.

1. Aquí se condenan oficialmente algunas frases célebres de la doctrina arriana que negaba la eternidad
del Verbo, su existencia antes de la generación, afirmaban su creación de la nada, y su mutabilidad y
alterabilidad.

2. El concilio condena también la afirmación de la derivación del Verbo “de otra hipóstasis o
substancia”. Aquí se identifican los términos hypóstasis y ousía. La historia de estas importantes categorías
teológicas nos dice que, a partir del año 362, la terminología será precisada definitivamente en doctrina
trinitaria: la hypóstasis indicará una de las personas de la Trinidad, mientras que la ousía queda reservada para
la esencia o la naturaleza divina. Algo parecido a lo que sucederá en el año 451 en Calcedonia a propósito de
hypóstasis y de Physis.

5.2.1.3. El Significado de Nicea

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A. EL DOGMA DE NICEA COMO INTERPRETACIÓN AUTÉNTICA DE LA ESCRITURA.

La controversia arriana se centra en la comprensión y en la correcta interpretación de la verdad bíblica


sobre Jesucristo. De hecho, se pregunta por el significado de “hijo” aplicado a Cristo, por la relación entre el
Padre y el Hijo, y por el modo más adecuado de expresar esa relación. Ya el Nuevo Testamento, llamando a
Jesús “Hijo” y “verbo”, había introducido el concepto de generación del Hijo por parte del Padre, precisando
que se trataba de una generación espiritual y eterna. La explicitación ulterior de la relación ENTRE EL Padre Y
EL hijo y el paso lingüístico de la Escritura al dogma se realizaba introduciendo en el símbolo niceno algunas
explicaciones teológicas, como las cláusulas “es decir, de la substancia del Padre” y “Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre”. Nicea tradujo la comprensión escriturista de Cristo
a lenguaje dogmático, en el contexto histórico y cultural del siglo IV.

El comienzo del lenguaje dogmático supone un giro decisivo en la historia a partir de este momento.
Nicea legitima el “es decir” (toutéstin), la explicación necesaria autorizada y unívoca de un contenido particular
del kerigma neotestamentario. El lenguaje bíblico se mostraba incapaz de transmitir la interpretación auténtica
del ser del Verbo, ya que los arrianos recurrían también a la Escritura para sus tesis erróneas. Nicea renuncia a
lo que podía ser una repetición equívoca y se decide a emplear un lenguaje nuevo. Traduce así con autoridad la
fe bíblica e impide de esta manera la hemorragia de significado que la interpretación arriana lleva consigo. La
Escritura narra el acontecimiento Cristo con las obras y palabras de Jesús, el nuevo lenguaje dogmático es
prevalentemente especulativo. La narración y la proclamación del acontecimiento Cristo se desplazan hacia su
explicación. Con la nueva terminología se pierde la inmediatez bíblica, pero se gana en precisión.

B. NICEA ES UN EJEMPLO DE EXPRESIÓN “EN CONTEXTO” Y “DESHELENIZA” EL DOGMA


CRISTOLÓLOGICO.

El período que va desde en Nuevo Testamento a Nicea es un diálogo permanente entre la fe cristiana y la
cultura griega, con modalidades, actitudes y posturas diferentes de los escritores cristianos de los primeros
siglos. Es innegable que les ha influido la filosofía de la época, y más concretamente el estoicismo y el
platonismo, que les ha llegado por medio de la evolución frecuentemente sincretista del medioplatonismo
(siglos I-II) y del neoplatonismo (del siglo III). Los padres reflexionaron críticamente sobre esquemas y
categorías conceptuales de la síntesis medioplatónica –La escala del ser, que va desde el “primer principio” a la
nous, al anima mundi, al lógos estoico y a la “materia primordial no-engendrada”- y de teorías neoplatónicas –
sobre todo de las tres hipóstasis jerárquicamente organizadas: el “uno”, la “nous” engendrada del “uno” e
inferior a él; y el “anima mundi” nacida del desbordamiento de la potencia de la nous.

Fue notable sobre todo el influjo del esquema de la emanación del ser y de su jerarquización en diversos
planos y grados, que contrastaba de plano con la concepción bíblica de la creación de la nada. Orígenes, por
ejemplo, admitía una gradualidad en el mundo divino, y la postura intermedia del Logos conducía a la siguiente
ecuación: como Dios se relaciona con el Logos, así el Logos se relaciona con los seres racionales. Esta
concepción atenuaba la noción de creación, que supone más bien una disyuntiva entre Dios y las criaturas.

En este contexto es donde Arrio sitúa al Hijo en un plano inferior al Padre y superior al de las criaturas.
En la carta al obispo Alejandro afirma: Dios Padre “ha engendrado al Hijo unigénito antes de los tiempos
eternos, y por medio de él ha creado los tiempos y todas las cosas: lo ha engendrado no en apariencia, sino en
realidad, por su voluntad lo ha hecho subsistir, inmutable e inalterable. Es criatura perfecta de Dios, pero no
como una criatura más; engendrada, pero no como una más de las que serían engendradas”. También en la Talía
Arrio distingue tres esferas: la de Dios, la del Hijo y a de los seres que han sido creados por medio del Hijo. El

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Hijo es, por tanto, ajeno al ámbito de Dios y al ámbito del mundo: ”Él (el Hijo) no lleva ningún elemento
característico (ídion) de Dios en su existencia individual, porque él no es igual (ísos) al Padre, ni tampoco
consubstancial (homooúsios)”.

Nicea, para mantener la fidelidad a la tradición eclesial y para resolver la controversia arriana, hizo tres
opciones. Primero, dada la ambigüedad del lenguaje tradicional bíblico, adoptó el nuevo término homooúsios.
Segundo, asignó a esta palabra el papel de transmitir de modo inequívoco la fe eclesial en la divinidad de Cristo
“consubstancial” al Padre. Y tercero, con esta opción el concilio repudió el esquema filosófico de la emanación
y de la gradualidad del ser entre Dios y el mundo. Para Nicea, entre Dios y las criaturas no hay ningún dios de
segundo rango, ningún intermediario, ningún demiurgo.

Esta inculturación del kerigma no llevó consigo una corrupción del mensaje bíblico. Es más bien, le
helenización consistió en el “es decir”, indispensable desde el punto de vista cultural para defender
adecuadamente la verdad bíblica sobre Jesucristo. El término griego homooúsios sirve paradójicamente para
purificar de manera definitiva los anteriores esquemas de interpretación del mensaje cristiano, puesto que tiene
la intención de excluir la pluralidad de grados de ser intermedios. Aplicado a Jesucristo, que por ser Dios y
hombre podía dar lugar a interpretaciones ambiguas al respecto, indica que Cristo está al mismo nivel de ser que
Dios. Homooúsios pierde su originaria connotación filosófica anticristiana y adquiere un contenido concreto
bíblico-cristológico.

En este camino de precisión, el helenismo no sólo fue ajeno, sino contrario al dogma niceno. La filosofía
griega de la época no podía aceptar la noción de una verdadera encarnación de Dios, impensable para las
distintas corrientes platónicas por su doctrina sobre la divinidad y para los estoicos por su concepción del
cosmos. El helenismo no era capaz de resolver el problema de conciliar la absoluta trascendencia divina con la
real contingencia de la existencia histórica de Jesús de Nazaret, el Logos encarnado. Nicea rechazó el
compromiso arriano con el helenismo y modificó el esquema metafísico griego. Lo desmitificó profundamente
y lo purificó admitiendo solamente dos modos de ser: el de ser increado y el de ser creado. El homooúsios
significa el culmen de la crisis del platonismo antiguo: “El corte neto del año 325 ha servido para que la
teología postnicena no considerara adecuado para la interpretación de las afirmaciones trinitarias el sistema
triádico de Plotino, con lo cual el platonismo medio llega a su fin.

Esquema niceno:
a. Padre- Hijo-Espíritu Santo

b. Criaturas

Esquema arriano (medio-platónico):


a. Padre (no-engendrado)

b. Hijo (generado = creado) – E. S.

c. Criaturas.

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Se puede afirmar, por tanto, que la filosofía griega no helenizó Nicea, sino que Nicea deshelenizó y
superó definitivamente a los filósofos griegos: la teología del homooúsios, la del “genitos nos factus”, es la que
renueva definitivamente el obstáculo principal del helenismo a la hora de reconocer la plena divinidad de Cristo
y es la que realiza la catarsis cristiana del universo metafísico de los griegos. Con esta teología se ha trazado
una sola línea en la vertical del ser, y esta línea no separa al Hijo del Padre, sino al Hijo de las criaturas.

C. EL ASPECTO SOTERIÓLOGICO.

Los debates sobre la ontología de Cristo no fueron una simple curiosidad especulativa. Su finalidad era
la de fundamentar doctrinalmente la salvación realizada por Cristo. La doctrina arriana, reduciendo al Verbo a
un simple intermediario humano a la mera presencia profética, envilece la mediación salvífica de Cristo. Para
Arrio, la fuente verdadera de la salvación no era Cristo, sino sólo y exclusivamente el Padre. Sin embargo,
Nicea, para poder dar razón de su experiencia vital de salvación en Cristo, subrayó la verdadera divinidad del
Hijo de Dios encarnado. La controversia arriana afectaba el núcleo esencial de la fe cristiana e implicaba
vitalmente incluso a los simples fieles: “Oprimidos por las persecuciones de Dioclesiano (a. 303) y Licinio (a.
320), era muy importante saber quién era Cristo, por cuya causa los cristianos eran perseguidos”.

Además de la disputa sobre la ontología de Cristo, la crisis arriana afectaba a la pretensión soteriológica
del Verbo. Según Arrio, Cristo es un personaje extraordinariamente bueno y sabio, que salva al hombre en el
sentido de que ofrece un modelo perfecto de vida. Con esta interpretación filosófica y cultural de Cristo como
maestro de salvación, pero no salvador absoluto y universal, Arrio sacrifica el dato original de su fe bíblica y la
somete a la ideología del monoteísmo filosófico y el universalismo humano. El obispo de Alejandría, por el
contrario, mantuvo incólume su fe bíblica según la cual el bautismo regenera al hombre, y eso presupone en
Cristo un auténtico poder divino. Sólo si Cristo es Hijo de Dios por naturaleza, puede hacer a los hombres hijos
de Dios por adopción. Ninguna dificultad de tipo filosófico y cultural convence a Alejandro para minimizar o
reducir el mensaje cristiano.

También la reacción antiarriana de Atanasio salvaguardó la auténtica soteriología cristiana: “Si el Hijo
fuera criatura, el hombre sería solamente mortal, por no estar unido a Dios (…). Si el Hijo no fuera verdadero
Dios, el hombre no podía ser divinizado porque estaría unido a una criatura”.

5.2.1.4 Punto de partida de una nueva Reflexión.

El símbolo niceno fue también decisivo para la afirmación de la verdadera divinidad del Espíritu, y para
la precisión posterior de la fe en Jesucristo. Además, el concilio dejó huellas profundas en la liturgia y en la
piedad cristiana: “no es ninguna exageración considerar a Nicea como punto de partida de una nueva teología y
señalar en particular como período niceno el siglo IV, en el cual la fe de Nicea se convirtió cada vez más en la
confesión de fe común para todos los cristianos”.

5.2.2. Constantinopla (381) Afirmación de la Humanidad completa de Cristo

5.2.2.1. Aspectos históricos

1. LA CONTROVERSIA APOLINARISTA

A) LA CRISTOLOGÍA «LÓGOS/SÁRX»

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El primer documento que nos ha llegado de la cristología lógos/sárx es del sínodo de Antioquía del año
268, donde algunos obispos de la zona siropalestina, pero de formación y de mentalidad origeniana, condenaron
al obispo del lugar Pablo de Samosata como monarquiano adopcionista 6. Según este esquema cristológico, el
Logos divino ocuparía en Cristo el lugar de su alma humana; y por eso la naturaleza humana de Jesús no tendría
alma propia. Esta nueva doctrina comenzó a afirmarse a finales del siglo III y a comienzos del IV en el
ambiente alejandrino y en sus áreas de influencia: “No es fácil explicar por qué esta línea cristológica se ha
difundido en ambiente origeniano, puesto que Orígenes había valorado como nadie hasta entonces la función
que el alma humana de Cristo tiene en el compuesto teándrico”7.

Hacia la mitad del siglo IV, Apolinar (nacido en torno al año 315 y muerto antes del 392) 8, obispo de
Laodicea de Siria, llevó hasta sus últimas consecuencias la cristología lógos-sárx, hasta el punto de provocar
una enérgica reacción del ambiente antioqueno, que no podía aceptar una humanidad incompleta en Jesucristo.
En la compleja cuestión histórico-teológica del apolinarismo9 hubo algunas condenas por parte de sínodos y por
parte de teólogos como Epifanio, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno. La condena oficial de Apolinar en
el año 381 y en el 382 provocó la destrucción de sus escritos. Se salvaron algunos 10, por la estratagema de sus
discípulos, que los difundieron con seudónimos, atribuyéndoselos por ejemplo a Gregorio Taumaturgo, al papa
Julio, a Atanasio. Precisamente Cirilo de Alejandría, en la controversia nestoriana, se apoyó en textos
apolinaristas creyendo que eran de Atanasio. La falsificación se descubrió hacia la mitad del siglo VI y fue
denunciada oficialmente en el segundo concilio de Constantinopla del año 55311.

La cristología lógos-sárx de Apolinar tiene dos preocupaciones de fondo: la afirmación de la verdadera


unidad en Cristo y la salvaguarda de su absoluta santidad ontológica y moral. Apolinar afirma que el Logos
divino asume una naturaleza humana, privada de su alma racional. De manera que Cristo está compuesto por el
Logos divino y por un cuerpo humano. Como lógos énsarkos 12 (Verbo encarnado) u “hombre celeste”13.Cristo
emplea la humanidad, que consiste sólo en su cuerpo, como un instrumento inerte, y forma así un solo principio
de querer y de acción. De esta manera, queda garantizada la unidad y la santidad. Se elimina el alma racional
porque es el principio humano de autodecisión, independiente del Verbo. La voluntad divina está perfecta y
constantemente orientada hacia el bien, pero la voluntad humana, incapaz de secundar esa orientación, podría
introducir un principio de oposición al Verbo, y dar lugar a las pasiones, al pecado y a la muerte 14. En un
fragmento, Apolinar sintetiza su doctrina al respecto de esta manera:

Pablo proclama muy acertadamente que “en el único y omnipotente Dios, vivimos, nos movemos y
existimos”, y que el Verbo para vivificarla (la carne) y moverla podía hacerlo por su voluntad, ya que ha
acampado en la carne; la divina energía ocupaba el puesto del alma y del intelecto humano. Por eso, Juan

6 Cf. M. SIMONETII, en Il Cristo, II: Testi teologici e spirituali in lengua greca dal IV al VII secolo, a cargo de M. SIMONETII (Mondadori, Milano 1986),
p.309.
7 Ibid.
8 E. MÜHLENBERG, voz Apolinaris, en Theologische Realenzyklopiidie III. p.362.
9 Cf. A. GRILLMEIER, Gesu il Cristo nella fede della chiesa 1: Dall'etii apostolica al concilio di Calcedonia (451) (Queriniana, Brescia 1982), p.607-629.
10 Los estudios críticos fundamentales para el conjunto de los escritos de Apolinar son los de H. LIETZMANN, Apollinaris von Laodicea und Seine
Schule. Texte und Untersuchungen, lC.B. Mohr (P. Siebeck) (Tübingen 1904) (reeditado en G. Olms, Hildesheim-New York 1970); E. MÜHLEN-BERG,
Apollinaris von Laodicea (Vandenhoeck& Ruprecht, Göttingen 1969); E. CATTANEO, Trois homélies pseudo-chrysostonienne ssur la Paque comme
oeuvre d'Apollinaire de Laodicée (Beauchesne, Paris 1981). Una traducción italiana de los escritos que nos han llegado sobre la base del texto crítico
de LietzmannapareceE. BELLINI (ed.), Su Cristo: il grande dibattito nel quano secolo (Jaca Book, Milano 1978).
11 Cf. BELLINI, Su Cristo..., p.22s.
12 Cf. p. ej. el fragmento <<A, Dionisio l» (LIETZMANN, Apollinaris..., p.256, 20; 261,24); Su Cristo..., p.l0l, 105).
13 Cf. el tratamiento y la documentación en GRILLMEIER, Gesit il Cristo...l/1, p.610-614.
14 Cattaneo advierte que en la antropología de Apolinar el nous humano, en lugar de dominar las pasiones, es dominado por ellas. Cf. E CATTANEO,
Trois homélies…, p. 186.

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denomina acampada su venida del cielo. Así, después de haber dicho: “El Verbo se hizo carne”, no añade “y
alma”. Es imposible que dos principios intelectivos y volitivos habiten en el mismo lugar: si eso fuera así, cada
uno combatiría contra el otro con su voluntad y energía. Por tanto, el Verbo no tomó un alma humana, sino
solamente la semilla de Abrahán. Por eso, la prefiguración del templo del cuerpo de Cristo fue el templo de
Salomón, que era sin alma, sin inteligencia, sin voluntad15.

Parece que la cristología de Apolinar ha tenido dos formulaciones sucesivas, una dicotómica y la otra
tricotómica16. La más antigua considera a Cristo compuesto por el Logos divino (que sustituye al alma humana)
y por el cuerpo. En esta concepción, la segunda persona de la Trinidad es como el alma del cuerpo humano de
Cristo, engendrado de María virgen. En Cristo, el Logos es el auténtico sujeto del querer y del actuar. El cuerpo
humano es el instrumento que lo secunda pasivamente. La formulación tricotómica es posterior y parece
apoyarse en 1Tes 5, 23. Esta considera a Cristo compuesto de tres elementos: el Logos divino (que funciona
como nous, es decir, como entendimiento humano), el alma animal (psyché) y el cuerpo (sárx o soma). Aunque
éste no es un problema de primera importancia 17, parece que Apolinar ha usado indiferentemente tanto el
esquema de la filosofía aristotélica (nous-psiché-soma) como el de la antropología bíblica (pneuma-sárx)18. En
todo caso, ambas formulaciones coinciden en negarle a Cristo el elemento superior del ser humano, que queda
sustituido por el Logos divino.

B) LA «MÍAPHYSIS» DE CRISTO

Cristo es un compuesto unitario cuyo único principio de decisión y de acción es el Logos divino. El
esquema apolinarista en el que se enumeran las partes que forman la totalidad tiene precisiones completamente
inconsistentes, como la de considerar a Cristo un “ser intermedio” 19. Y tiene interés en destacar que las dos
partes no son iguales: “El pneuma divino conserva en todo su preeminencia. Es el espíritu vivificante, el agente
que mueve eficazmente su naturaleza corpórea, y los dos -Logos y naturaleza corpórea- constituyen una unidad
de ser y de vida. Apolinar encuentra en esta explicación, en definitiva, el auténtico fundamento metafísico de la
unidad del hombre-Dios”20. Toda la acción vital de Cristo depende del Logos, que domina completamente su
naturaleza humana, haciéndola intrínsecamente impecable: “Dios, aunque se ha encarnado en una carne
humana, conserva intacta su propia energía: él es entendimiento que no puede ser vencido por las pasiones del
alma y de la carne, gobierna divina e impecablemente la carne y los movimientos de la carne, no sólo es
invencible ante la muerte, sino que destruye la muerte”21.

En este contexto se comprende mejor el concepto que Apolinar tiene de physis. Para él significa el ser
dotado de movimiento propio, la potencia que se autovivifica. En esta acepción el concepto de physis sólo
puede aplicarse al Logos. De ahí la fórmula apolinarista: “una sola naturaleza encarnada del Dios Logos” 22, que
Cirilo de Alejandría empleará frecuentemente en la controversia nestoriana. Más aún, según Apolinar el
«compuesto Cristo» no sólo es una physis, sino también una sola ousía, una sola hypóstasis, un solo prósopon, y
esto porque, en la “síntesis vital” de la que surge Cristo, el único principio motor de la humanidad es el Logos
divino: “En las divinas Escrituras no aparece ninguna división entre el Verbo y la carne, sino que el mismo es

15 Se trata del fragmento “Sobre la unión” (LIETZMANN, Apollinaris…, p. 204, 1 – 7); Su Cristo…, p. 67; cf. También texto y traducción en Il Cristo II,
p.319
16 Cf. LIETZMANN, Apollinaris…, p 5x; BELLINI, Su Cristo…, p. 4 y 18.
17 Cf. GRILLMEIER, Gesu il Cristo... 1/1. p.612.
18 Cf. MÜHLENBERG, Apollinaris von Laodicea, p.179
19 Para la documentación. cf. GRILLMEIER. Gesil il Cristo... 1/1, p.613s.
20 Cf. GRILLMEIER. Gesu il Cristo... 1/1. p.614.
21 Cf. «Confesión de fe pormenorizada» de Apolinar (LIETZMANN, Apollinaris p.178, 13-17; Su Cristo..., p.41.
22 “" Cf. La profesión de fe enviada por Aplinar “ A Juan” (LIETZMANN, Apollinaris…, p. 251, s; Su Cristo…,
p. 95; Il Cristo II, p. 321); Cf. GRILLMEIER, Gesú il Cristo… I/1, p. 614-620.”

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una sola naturaleza (physis), una sola hipóstasis (hypóstasis), una sola energía, una sola persona (prósopon),
todo Dios, todo hombre”23.

En conclusión, Apolinar ha afirmado ciertamente la unidad y la santidad de Cristo. Pero ha disminuido


la integridad de su naturaleza humana, privándola de su alma racional, que es la fuente autónoma de las
decisiones y de las actuaciones. Actuando así, ha vaciado completamente la obra redentora de Cristo. Sobre este
grave error se concentró con toda razón la reacción antiapolinarista de Epifanio, Diodoro, Gregorio Nacianceno
y Gregorio Niseno. Partiendo del principio patrístico “lo que no ha sido asumido, no ha sido redimido”, estos
autores reafirmaron la certeza de la Iglesia, según la cual Cristo ha tenido que asumir no sólo el cuerpo, sino
también el alma para poder redimir al hombre compuesto de cuerpo y alma24.

2. EL PRIMER CONCILIO «ECUMÉNICO» DE CONSTANTINOPLA (381)

Para confirmar la verdadera fe de Nicea, para responder a las herejías postnicenas, sobre todo la
apolinarista y la macedoniana, y también para nombrar un obispo ortodoxo para la ciudad imperial, el
emperador Teodosio el Grande, de cuerdo con el coemperador occidental Graciano, convocó en el año 381 en
Constantinopla un concilio sólo para los obispos orientales25. Entre los casi 150 participantes -fueron
convocados también algunos obispos macedonianos que después se retiraron-, había teólogos eminentes como
Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa, Cirilo de Jerusalén, Diodoro de Tarso. No nos han llegado las actas 26,
y las noticias que tenemos nos llegan por los escritos de los historiadores Sócrates, Sozómeno y Teodoreto. Este
último, por ejemplo, transmite una carta de los obispos reunidos en un sínodo en Constantinopla en el año 382 y
dirigida al papa Dámaso y a los obispos occidentales, en la que se ofrece una síntesis de los acontecimientos y
de las verdades de fe definidas contra los herejes 27. Por lo que se refiere a nuestro tema, los obispos reafirman:
“no aceptamos [...] la asunción de una carne sin alma, sin inteligencia' imperfecta, puesto que sabemos que el
Verbo Dios, perfecto antes de todos los siglos, se ha hecho perfecto hombre en los últimos tiempos por nuestra
salvación”28. En esta misma carta se llama “ecuménico” al sínodo celebrado en Constantinopla en el año 381 29.
Esta calificación, en este contexto, pretende referirse con toda probabilidad solamente a la Iglesia de Oriente 30.
El concilio de Calcedonia extenderá a toda la Iglesia, oriental y occidental, el carácter ecuménico del concilio
de Constantinopla del año 38131.

3. EL SÍMBOLO «NICENO-CONSTANTINOPOLITANO»

A. ORIGEN

Con este símbolo la Iglesia se opuso a la herejía apolinarista, que negaba la integridad de la humanidad
de Cristo, y a la herejía macedoniana, que negaba la divinidad del Espíritu Santo. Desarmó también
definitivamente la herejía arriana en sus diferentes articulaciones. El símbolo además se consolidó como

23 Cf. el «Discurso sobre la fe. es decir. sobre la encarnación del Verbo de Dios» de Apolinar (LIETZMANN. Apollinaris p.198. 15-199. 2; Su Cristo...,
p.63).
24 Véase lo que escribe Gregorio Nacianceno. en la <<Primera carta a Cledonio»: <<Si uno espera en un hombre privado de inteligencia. él mismo
está sin inteligencia y no merece ser salvado del todo. Puesto que lo que no es asumido. no queda curado; mientras que lo que ha sido unido a Dios,
eso es lo que se salva» (cf. SIMONETTI. Il Cristo n. p.329).
25 Cf. I. ORTlZDE URBINA, Nicée et Constantinople (Éd. de l'Orante, Paris 1963), p.139-242.
26 Para la presentación de las fuentes del concilio, cf. ORTIZDEURBI. NA, Nicée et Constantinople, p.297-299.
27 TEODORETO, Historia ecclesiastica V,9.
28 Decisioni dei concili ecumenici, p.121.
29 Cf. ibid.
30 Cf. ORTlZDE URBINA, Nicée et Constantinope, p.169.
31 Cf. ibid., 223-235.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

fórmula bautismal y fue introducido en la liturgia eucarística, de manera que “de todos los credos que existen es
el único que con cierto fundamento puede presentarse como ecuménico o universalmente aceptado”32. A pesar
del éxito innegable de esta recepción eclesial universal, el origen del símbolo niceno-constantinopolitano, su
redacción y su promulgación plantea no pocos problemas. Una presentación sintética de esta problemática
histórico-crítica nos ayudará a captar la aportación dogmática conciliar con mayor equilibrio. Esta aportación
dogmática, como veremos, quedó condensada en fórmulas precisas, pero no cerradas, sino abiertas a variaciones
y adaptaciones lingüísticas notables.

Digamos ante todo que el texto del Símbolo de Constantinopla apareció por primera vez el 10 de febrero
del año 451, durante la segunda sesión del concilio de Calcedonia, cuando por invitación de los delegados
imperiales el arcediano Aecio de Constantinopla leyó en alta voz “la fe de los 150 padres” 33. Esta fórmula de fe
fue después incorporada al credo de Nicea, antes de la verdadera y propia definición calcedonense elaborada
por ese concilio en el año 451. Dossetti, que ha hecho la edición crítica del símbolo de Nicea (= N) y de
Constantinopla (= C), nos informa que todos los testigos griegos y latinos de C se refieren o a la segunda sesión
de Calcedonia o a su definición de fe: “La historia concuerda en decimos que C, como “símbolo de
Constantinopla”, fue conocido sólo a partir del concilio de Calcedonia”34.

Dejando el problema todavía no resuelto de los motivos del “silencio” de C durante setenta años35, nos
preguntamos ahora por su origen. La tradición calcedonense considera C como una confirmación substancial de
N, con breves añadidos antiheréticos. Sin embargo, confrontando objetiva y estructuralmente N con C, resultan
tales divergencias entre los dos textos que no se puede considerar a C como una edición revisada de N: “Se trata
sin duda ninguna de dos documentos absolutamente diferentes” 36. Los críticos han tomado dos posturas
opuestas. Para algunos (p.e., F.J.A Hort, A. Von Harnack) C es anterior al año 381 y, por tanto, independiente
del concilio de Constantinopla. Mientras que para otros (p.e. E. Schwartz, editor de las actas de Calcedonia) C
es una elaboración original del concilio del año 381. Siendo diferentes, las dos soluciones olvidan el dato
tradicional, que consideraba a C como una confirmación de N37. ¿Cómo explicar, sin embargo, su innegable
diferencia? La solución la dio en 1936 J. Lebon 38, en cuya línea se pusieron también los estudios de]. N.D.
Kelly39, AM. Ritter 40 y G.L. Dossetti41. Según estos autores, en los siglos IV y V, las expresiones «fe de Nicea»,
«símbolo»o «ékthesis (=exposición) de los 318 padres», más que hacer referencia a un texto literal concreto, se
referían al contenido teológico del símbolo y en particular a expresiones clave de la fe nicena, como el
homooúsios. La calificación, por tanto, de «símbolo de fe nicena» podía darse a un determinado símbolo que
respetara substancialmente el contenido de fe definido en Nicea. En este asunto histórico-dogmático, la «fe
nicena» contiene al mismo tiempo una constante de continuidad, marcada por el homooúsios, y una variable
lingüística, ofrecida por la multiplicidad de formulaciones, con frecuencia notablemente diferentes entre sí. En
32 J.N.D. KELLY, Primitivos credos cristianos (Secretariado Trinitario, Salamanca 1980), p.353.
33 Cf. ACO U/l, 2, p.79s. Dossetti afIrma que el texto griego leído en esta segunda sesión conciliar presenta «una notable garantía de autenticidad»
[G. L. DOSSETTI, Il simbolo di Nicea e di Constantinopoli.Edizione critica (Herder, Roma 1967), p.269]. Efectivamente, fue leído por Aecio, que
probablemente lo había sacado de los archivos imperiales (ibid., p.171, 269). Este texto vuelve a encontrarse tal cual en el concilio VI de Constantinopla
del año 681. El mismo Dossetti anota que E. Shwartz consideraba los textos de Nicea y Constantinopla leídos en la segunda sesión calcedonense
como las fórmulas «en estado puro», mientras que los textos presentes en la quinta y sexta sesión e insertados en la defInición de fe del año 451
estaban «arreglados»por los padres conciliares. Por este motivo, imprimió en la edición crítica de la definición de Calcedonia (ACO U/I, 2, p. l72s) un
texto de Nicea y Constantinopla notablemente diferente del tradicional (d. DOSSETTI, Il simbolo..., p.269). Sin embargo, Dossetti –y con él Lebon,
Kelly, Ritter- no comparte esta teoría (d. ibid. p.269-284).
34 DOSSETTI. Il simbolo p.264.
35 Cf. A. DE HALLEUX. «La réception du symbole oecuménique. deNicée a ChaIcédoine». en Ephemerides Theologicae Lovanienses 61 (1985) 5-47.
36 KELLY, Primitivos credos…, p.360.
37 Cf. ibid. 359-363.
38 J. LEBON, «Les anciens symboles dans la définition de ChaIcédoine». en Revue d'Histoire Ecclésiastique 32 (1936) 809-876.
39 Cf. KELLY. Primitivos credos p.383-393.
40 A. M. RITTER, Das Konzil von Konstantinopel und sein Symbol(Vandenhoeck & Ruprecht. G6ttingen 1965).
41 Cf. DOSSETTI, Il simbolo p.24. 277-284.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

la diversidad de expresiones hay, sin embargo, coincidencia del contenido de fe. A pesar de las variantes,
necesarias por la adaptación de N al uso bautismal y a ulteriores precisiones antiheréticas, el texto seguía siendo
siempre el «símbolo de Nicea»42.

En Constantinopla (año 381) sucedió algo parecido. Un símbolo local, substancialmente «niceno» -en el
sentido antes indicado-, fue tomado como base para precisiones antiapolinaristas y antimacedonianas. Al hacer
esto, el concilio no tuvo intención de formular un nuevo símbolo de fe, sino simplemente confirmar la
definición dogmática nicena con las oportunas precisiones antiheréticas. Por tanto, C no constituye una nueva
fórmula de fe, ni ha tenido nunca una existencia autónoma respecto de N. En realidad -como dice acertadamente
Dosetti- no debía hablarse de los símbolos de N y C, sino del símbolo de N y C 43. Mejor, incluso, del símbolo
niceno-constantinopolitano. Se trata efectivamente de la confirmación substancial, si no literal, de la fe nicena,
mediante las necesarias y compartidas precisiones antiheréticas, introducidas en un símbolo de probada
ortodoxia.

Para valorar mejor la estructura y el contenido de C, tenemos que responder a una pregunta: ¿qué «credo
niceno» concretamente tomó el concilio de Constantinopla como base de sus retoques y añadidos, y por qué?
Partiendo del dato ya aclarado de que C no es una versión modificada del texto literal de N 44, Y de que tampoco
es una composición original del concilio del año 381 45, se piensa que C ha sido un símbolo de fe que ya existía.
Para elegir este formulario concreto tuvieron en cuenta dos consideraciones: su consonancia perfecta con Nicea,
y su capacidad para transmitir las respuestas y los añadidos conciliares, posiblemente sin herir demasiado la
susceptibilidad de los obispos macedonianos. Se piensa que este credo fue presentado oficialmente en el
concilio durante las negociaciones que se tenían con los obispos macedonianos para llegar a un posible acuerdo
con ellos y evitar la división46. Se trata, por tanto, de una versión del «símbolo niceno», modificada con los
añadidos relativos al Espíritu Santo y especialmente apropiada para ser aceptada por ambas partes. Se piensa
que el símbolo haya podido ser una confesión de fe bautismal usual en los años setenta del siglo IV,
perteneciente probablemente a la Iglesia de Antioquia o a la comunidad de Jerusalén (Kelly)47. Si este símbolo
existe con certeza antes del año 381 --de hecho, e está incluido casi entero en el Anchoratus de Epifanio de
Salamina, que es del año 374, Ortiz de Urbina considera probable que su autor sea Epifanio48.

B. ESTRUCTURA

La estructura de C, lo mismo que la de N, es una estructura tripartita, con sus tres artículos dedicados
respectiva mente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo49.

Creemos en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todos los seres visibles
e invisibles, y en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, engendrado del Padre ante de todos los
siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre, por quien
todo fue hecho.
Por nosotros lo hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y se encarnó del Espíritu Santo y de
María Virgen y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue

42 Cf. ibid., 278.


43 Cf. ibid., 284.
44 Cf. KELLY, Primitivos credos…, p.360.
45 Cf. ibid., p.382.
46 Cf. RITTER, Das Konzil p.189-191; cf. también KELLY, Il simboli…, p.383s.
47 Cf. KELLY, Primitivos credos..., p.395.
48 Cf. ORTIZ DE URBINA, Nicée et Constantinople, p.187.
49 Transcribimos el símbolo niceno-constantinopolitano según la edición crítica de DOSSETTI, Il simbolo..., p.244-250; cf. también DS 150. FIC 277.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre, y
de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creemos en la Iglesia una, santa, católica y
apostólica. Confesamos un solo bautismo para el perdón de los pecados. Esperamos la resurrección de los
muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

Comparando estadísticamente el texto de C y el texto literal de N, en lo que se refiere al segundo artículo


cristológico, nos encontramos con lo siguiente:

Primero, en C se advierten algunas omisiones cristológicas: 1, es decir, de la misma substancia del


Padre; 2. Dios de Dios; 3. en el cielo y en la tierra (precisión a la obra creadora del Hijo); 4, los anatemas
antiarrianos finales. Quizá las dos primeras expresiones pueden considerarse superfluas, ya que una está
incluida en el homoousios, y la otra en la afirmación «Dios verdadero de Dios verdadero»50. La ausencia de los
anatemas nicenos puede justificarse porque se consideran superados por lo menos lingüísticamente, ya que
responden a una situación en la que todavía no se distinguía hypóstasis y ousía51.

Por otra parte, C contiene algunos añadidos cristológicos: 1. (engendrado) antes de todos los siglos; 2.
(bajó) del cielo; 3. (se encarnó) del Espíritu Santo y de María virgen; 4. fue crucificado por nosotros bajo
Poncio Pilato; 5. fue sepultado; 6. (resucitó al tercer día) según las Escrituras, 7. está sentado a la derecha del
Padre: 8. (de nuevo vendrá) con gloria; 9. y su reino no tendrá fin.

Estas inclusiones ensanchan la perspectiva bíblico-teológica al presentar el misterio de Cristo. Pero casi
ninguna puede atribuirse a la intención del concilio del año 381. La mayor parte estaban ya contenidas en el
símbolo de «fe ni-cena», que los padres conciliares tomaron como base. Cristológicamente hablando, solamente
dos (la 3 y la 9) pudieron estar dictadas por la urgencias del momento. A ellas hay que añadir el primer canon
de condena de las herejías, del que hablaremos un poco más adelante.

5.2.2.2 Contenido Teológico

El primer añadido cristológico consiste en la cláusula: (se encarnó) del Espíritu Santo y de María
Virgen. Es una ampliación del escueto “se encarnó” de Nicea. Tradicionalmente estas palabras se han
considerado como una intencionada precisión antiapolinarista. Así las interpreta Diógenes, obispo de Císico,
durante la primera sesión del concilio de Calcedonia. Cuando Eutiques se acogió al símbolo de Nicea, Diógenes
protestó afirmando que en Constantinopla del año 381 se habían hecho precisiones a la fe nicena con sentido
apolinarista: (Nicea), dice Diógenes, tiene añadidos de los santos padres por la opinión perversa de Apolinar,
Valentiniano, Macedonio y otros semejantes. De hecho, se ha añadido al símbolo de los santos padres: “Bajó
del cielo y se encarnó del Espíritu Santo y de María Virgen”. Eutiques ha omitido esto porque lo considera
apolinarista. Apolinar aceptó el santo concilio de Nicea, pero entendió los términos según su falsa opinión,
olvidando las palabras “del Espíritu Santo y de María virgen” para no tener que confesar la unión según la
carne. Los santos padres posteriormente amplían el término “se encarnó” de los santos padres de Nicea
añadiendo “del Espíritu Santo y de María virgen. Dejando a un lado la intención apolinarista de la cláusula,
ciertamente se ha introducido una novedad teológica: en el símbolo niceno-constantinopolitano, el

50 Cf. 1. Ortiz DE URBINA, «La struttura del simbolo constantinopolitano», en Orientalia Christiana Periodica 12 (1946) 280.
51 Cf. KELLY, Primitivos credos..., p.360.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

acontecimiento Cristo no se considera sólo en relación al Padre, sino también en relación al Espíritu Santo y a
María virgen.

Tiene una intención antiherética más concreta el añadido: y su reino no tendrá fin. La frase bíblica (cf.
Lc 1, 33) pretende salir al paso de la doctrina de Marcelo de Ancira y de Fotito, que, con el pretexto de
salvaguardar la unidad de Dios, negaban que Cristo siguiera existiendo eternamente y negaban, por tanto, la
eternidad de la encarnación, afirmando que la unión hipostática se disolvería después de la parusía y con ella el
misterio de la encarnación.

A estas pequeñas huellas antiapolinaristas, el primer canon añade una condena explícita. Se supone que
una refutación más detallada debía encontrarse en el “tomos” dogmático del concilio, que no nos ha llegado y
del que queda alguna huella en la citada carta del sínodo del año 382. Allí los obispos afirman: “Mantenemos
intacta la doctrina de la encarnación del Señor; es decir, no aceptamos la asunción de una carne sin alma, sin
inteligencia, imperfecta, sabiendo que el Verbo de Dios, perfecto antes de los siglos, por nuestra salvación se ha
hecho perfecto hombre en los últimos tiempos.

El canon tiene dos partes. La primera contiene la ratificación oficial de la “fe de los 318 padres reunidos
en Nicea de Bitinia”, que “no debe ser abrogada, sino que debe permanecer íntegra”. La segunda parte del
canon “anatematiza toda herejía, especialmente la de los eunomianos o anomeos, de los arrianos y eudosianos,
de los semiarrianos y pneumatómacos, de los sabelianos, de los marcelianos, de los fotinianos y de los
apolinaristas.

En su extrema concisión, el canon condena explícitamente las herejías trinitarias, cristológicas y


pneumatológicas más importantes de su tiempo. Queda también anatematizado oficialmente el apolinarismo. El
fundamento teológico de estos pronunciamientos es doble: la precisión importante del homooúsios niceno y la
adquisición terminológica definitiva de la distinción en la Trinidad de tres hipóstasis en la única ousía.

En la carta del año 382 los padres afirman: (la fe nicena) nos enseña que hay que creer en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, una sola divinidad, poder, substancia del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, iguales en dignidad, coeternos en poder, tres hipóstasis perfectísimas, es decir, tres personas
perfectas, de manera que al considerar las personas no se produzca la necedad de Sabelio que las confunde,
suprimiendo sus propiedades personales, ni prevalezca la blasfemia de los eunomianos, de los arrianos, de los
pneumatómacos, que dividen la substancia, la naturaleza o la divinidad, y añaden otra naturaleza, creada o de
sustancia diferente, a la Trinidad increada, consubstancial y coeterna.

5.2.2.3. Aspecto Soteriológico

Los debates sobre la ontología de Cristo no fueron una simple curiosidad especulativa. Su finalidad era
la de fundamentar doctrinalmente la salvación realizada por Cristo. La doctrina arriana, reduciendo al Verbo a
un simple intermediario humano y a una mera presencia profética, envilece la mediación salvífica de Cristo.
Para Arrio, la fuente verdadera de la salvación no era Cristo, sino sólo y exclusivamente el Padre. Sin embargo,
Nicea, para poder dar razón de su experiencia vital de salvación en Cristo, subrayó la verdadera divinidad del
Hijo de Dios encarnado. La controversia arriana afectaba al núcleo esencial de fe cristiana e implicaba
vitalmente incluso a los simples fieles: Oprimidos por las persecuciones de Diocleciano (a.303) y Licinio (a.
320), era muy importante saber quien era Cristo, por cuya causa los cristianos eran perseguidos.

113
Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Además de la disputa sobre la ontología de Cristo, la crisis arriana afectaba a la pretensión soteriológica
del Verbo. Según Arrio, Cristo es un personaje extraordinariamente bueno y sabio, que salva al hombre en el
sentido d e que le ofrece un modelo perfecto de vida. Con esta interpretación filosófica y cultural de Cristo
como maestro de salvación, pero no salvador absoluto y universal, Arrio sacrifica el dato original de su fe
bíblica y la somete a la ideología del monoteísmo filosófico y del universalismo humano. El obispo de
Alejandría, por el contrario, mantuvo incólume su fe bíblica según el cual el bautismo regenera al hombre, y eso
presupone en Cristo un auténtico poder divino. Sólo si Cristo es Hijo de Dios por naturaleza, puede hacer a los
hombres hijos de Dios por adopción. Ninguna dificultad de tipo filosófico y cultural convence a Alejandro para
minimizar o reducir el mensaje cristiano.

También la reacción antiarriana de Atanasio salvaguardó la auténtica soteriología cristiana. Si el Hijo


fuera criatura, el hombre sería solamente mortal, por no estar unido a Dios... Si el Hijo no fuera verdadero Dios,
el hombre no podía ser divinizado porque estaría unido a una criatura.

5.2.3. Éfeso (431) Afirmación de la Unidad de Cristo

5.2.3.1. Aspecto histórico

1. LA CONTROVERSIA NESTORIA

LA CRISTOLOGÍA “LÓGOS-ANTHROPOS”

A comienzos del siglo quinto se enfrentan en Oriente dos tradiciones cristológicas diferentes. La del
lógos-sárx, de ambiente alejandrino, que, sin las exageraciones erróneas de Apolinar, continúa viva en Cirilo de
Alejandría. Y la del lógos/ánthropos, de ambiente antioqueno, que tiene sus representantes más conocidos en
Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo, Teodoreto de Ciro, Nestorio. Para completar,
habría que añadir una tercera tradición cristológica importante, la occidental latina, cuyos exponentes más
relevantes son san Agustín y san León Magno y que puede situarse entre las dos orientales: “Por un parte,
subraya la distinción de las dos naturalezas, y por otra. Reconoce con la tradición alejandrina, más que la
antioquena, la communicatio idiomatum”.

El representante más autorizado de la cristología antioquena es Teodoro de Mopsuestia en Siria (+ 428),


cuya doctrina fue condenada después de su muerte en el año 553. La condena provocó la destrucción y la
dispersión de sus escritos. En traducción siríaca nos han llegado 16 textos de Homilías catequéticas
(descubiertas en 1932), en las que leemos: “la naturaleza divina no ha sufrido la muerte, sino que es obvio que
la ha sufrido el hombre asumido como templo del Dios Lógos, el mismo que ha muerto y que ha sido resucitado
por quien lo ha asumido. Y la naturaleza divina no ha sido ensalzada después de la cruz, sino que ha sido
ensalzado el templo que había sido asumido, que ha resucitado de entre los muertos, ha subido al cielo y está
sentado a la derecha de Dios”.

En este texto aparecen algunas características de la cristología lógos-ánthropos, que podemos llamarla
también doctrina del lógos assumens y del homo assumptus. Esta cristología considera dos sujetos distintos en
Cristo, el Lógos y el hombre, estrechamente unidos «por conjunción». «Nadie -continúa Teodoro- reconoce
como Dios por naturaleza al que es judío según la carne, o como Dios por encima de todo al que es judío por
naturaleza. Sin embargo, hablando de los dos al mismo tiempo [san Pablo] manifiesta claramente la perfecta
conjunción entre el asumido y el que lo asume, de manera que la diferencia de naturaleza manifieste a todos el
honor y la gloria que el asumido recibe de la unión con el Dios asumente».

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En resumen, la cristología lógos/ánthropos de Teodoro de Mopsuestia afirma: a) la perfección de las dos


naturalezas de Cristo y sobre todo la integridad y la autonomía de la naturaleza humana, disminuida por
Apolinar; b) la distinción de la naturaleza divina y de la naturaleza humana; c) y al mismo tiempo la unidad en
Cristo de ambas naturalezas, mediante la categoría de la «conjunción».

En todo caso, cualquier alejandrino considera que esta cristología tan «divisiva» no es capaz de explicar
suficientemente el modo de unión de las dos naturalezas de Cristo, y menos aún si se emplea el término
prósopon (= figura, aspecto externo), que dice menos que hipóstasis al expresar esta unión.

B) NESTORIO RECHAZA EL TÍTULO «THEOTOKOS»

Nestorio era sirio de nacimiento y antioqueno de formación, y llegó a ser patriarca de Constantinopla en
el año 428. No es fácil reconstruir históricamente su cronología y el contenido exacto de su pensamiento, pero
al parecer criticó el kerigma eclesial de su tiempo, es decir, la conciencia de fe que la Iglesia tenía en relación
con María, a la que invocaba con el título theotókos (Dei genitrix, madre de Dios). Con ello, cometió el «error
de intentar detener un desarrollo del kerigma, cuya antigüedad y valor teológico apenas había comprendido». Y
esto además en Constantinopla, donde los fieles rendían a María theotókos un culto fervoroso. Algunos
mantenían cierta cautela al respecto, como es el caso del «nestoriano» Alejandro, obispo de Hierápolis (+
después del año 435), que permitía usar el título theotókos solamente en la piedad popular, pero no en sentido
teológico. De todas maneras, parece históricamente cierto que este apelativo mariano estaba presente no sólo en
la piedad popular, sino también en la liturgia y en el lenguaje teológico de la época; y «es verdad también que
los problemas doctrinales que el término lleva consigo no están dilucidados ni resueltos en este momento».

En una carta enviada por primavera del año 429 al papa Celestino, Nestorio deploraba el hecho de que
los arrianos y los apolinaristas habían llamado a María «madre de Dios, mientras que los santos y por encima de
toda alabanza eminentes padres del concilio de Nicea no habían dicho nada más sobre la santa Virgen. Sólo
habían dicho que nuestro Señor Jesucristo se ha hecho carne por obra del Espíritu Santo y de la Virgen María».
Y añadía: (no hablo ya de las Escrituras, que por todas partes, por medio de los ángeles y los apóstoles, nos
hablan de la Virgen como Madre de Cristo, pero nunca como Madre de Dios, del Lógos». Estas afirmaciones
están ratificadas en la carta que Nestorio dirige a Cirilo, en la que escribe: «En toda la sagrada Escritura, cuando
se recuerda la economía del Señor, se nos dice que el nacimiento y la pasión no son de la divinidad, sino de la
humanidad de Cristo; por tanto, si queremos ser exactos en los adjetivos, la santa Virgen debe llamarse Madre
de Cristo, y no Madre de Dios».

Nestorio ya anticipaba sus reservas sobre el término theotókos, prefiriendo el de christotókos. Pensaba
que el primer término no era ni «escriturístico» ni «patrístico». No se había formulado expresamente ni en la
Escritura ni en ningún concilio ecuménico. En todo caso, Nestorio no ha negado nunca de manera absoluta este
término: «la negación aparece en el contexto de su preocupación antiarriana, o simplemente antimonofisita, que
da pie a toda la polémica de Nestorio». En este contexto antiarriano debe considerarse también el famoso pasaje
del discurso pronunciado por Nestorio el 25 de diciembre del año 428, que provocó la intervención de Cirilo:

“¿María es theotókos, es decir, madre de Dios, o es anthropotókos, es decir, madre del hombre? ¿Dios tiene una
madre? Entonces no hay que reprender a los griegos cuando atribuyen madres a los dioses [...] Pues no, querido.
¡María no engendró a la divinidad! La criatura no engendró al que es increado. El Padre no engendró de la
Virgen a Dios Verbo como si éste comenzase a vivir en aquel momento. La criatura no parió al Creador, sino
que parió al hombre, que es instrumento de la divinidad”.

C) LA CRISTOLOGÍA DE NESTORIO

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No es fácil presentar hoy el pensamiento cristológico de Nestorio, y esto por tres motivos. Primero, por
la escasez de escritos que nos han llegado: algunas cartas, homilías y fragmentos del período de la controversia
y el tardío Libro de Heráclides, compuesto entre los años 449 al 451, que probablemente sea testigo de una
cierta evolución de su pensamiento. En segundo lugar, por la interpretación divergente que los estudiosos de la
cristología patrística hacen de Nestorio todavía hoy, sobre todo después de la revalorización de Nestorio que
comenzó Loofs a comienzos de este siglo y continúa Scipioni con sus investigaciones. En tercer lugar, por la
importante intervención del concilio ecuménico de Constantinopla II del año 553 en, su canon 14, que
anatematiza al que acuse al concilio de Efeso de haber condenado a Nestorio «sin suficiente juicio y discusión»
(cf. DS 437).

La investigación histórica actual no considera fiable «el modelo convencional» de la doctrina de


Nestorio tal como la presentan sus adversarios y sobre todo Cirilo de Alejandría. Según este esquema, la
cristología de Nestorio constaría de las siguientes tesis: a) la afirmación de «dos hijos» en Cristo, el Lógos
divino y el hombre Jesús; b) la vuelta al adopcionismo de Pablo de Samosata, considerando a Jesús «simple
hombre» y templo de la divinidad; c) la presentación de la unión del Lógos con el hombre Jesús como
puramente extrínseca, moral, por gracia.

Nestorio negó siempre con todo vigor el fundamento de estas acusaciones. El estaba preocupado -y la
crítica contemporánea parece confirmar sus afirmaciones- por salvaguardar la integridad de la naturaleza
humana, que el apolinarismo había reducido, y quería reclamar plenitud de esa naturaleza contra los
alejandrinos, que la reducían a mero instrumento pasivo del Lógos.

Por otra parte, Nestorio afirmó la distinción de las propiedades de las naturalezas y su unidad,
rechazando la acusación de predicar dos Cristos. Presentó la unidad de las dos naturalezas en Cristo con el
término synápheia (conjunción) y no con el de hénosis, para evitar que se entendiera como «mezcla». Hablaba
también de «unión por complacencia» (kat'eudokían), pero no con sentido adopcionista, sino para subrayar la
voluntariedad del Lógos en la unión con su naturaleza humana. Y, en fin, para expresar la distinción y al mismo
tiempo la unidad de la divinidad con la humanidad en Cristo, adoptó el lenguaje típico de la escuela antioquena:
hombre asumido por el Lógos, en quien el Lógos habita como en un templo.

Con esta perspectiva, Nestorio lógicamente no podía aceptar la fórmula ciriliana de la mía physis. La
consideraba insuficiente y expuesta al error apolinarista. A pesar de todo, afirmaba la unidad ontológica de la
persona de Cristo, que se manifestaba externamente en un solo prósopon (término que en ese momento indicaba
substancialmente la apariencia externa indivisa), en donde confluían las dos naturalezas.

En el libro de Heráclides Nestorio acepta también una cierta communicatio idiomatum, que antes había
rechazado explícitamente en la respuesta a la segunda carta de Cirilo. La iglesia nestoriana profesa la cristología
de Nestorio hasta el día de hoy, resumiéndola en la fórmula «dos naturalezas, dos hipóstasis, un prósopon de
Cristo».

D) LA CRISTOLOGÍA DE CIRILO

Cirilo (nacido en Alejandría entre los años 370 y 380 y muerto en el año 444), obispo de Alejandría
desde el año 412, fue el gran oponente y el acusador de Nestorio. Su formación teológica alejandrina le impedía
aceptar la cristología «divisiva» de lo antioquenos. Las afirmaciones más relevantes del pensamiento de Cirilo,
que están en la base de su postura antinestoriana, podemos reducirlas a tres.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Cirilo afirma la integridad de la naturaleza humana -después de la condena de Apolinar-, pero, fiel a su
cristología alejandrina lógos/sárx, concede la precedencia absoluta al Lagos divino, que es el único verdadero
centro de acción en Cristo. La naturaleza humana es completa, pero permanece como instrumento pasivo. La
escuela antioquena acentuaba la autonomía de la naturaleza humana hasta constituida en un segundo sujeto
junto al Lagos. Cirilo, por el contrario, no deja nunca lugar a un protagonismo humano o a un principio
operativo distinto del Lagos: «El Verbo es siempre el verdadero y único protagonista, pero, en un sentido más
global, el único principio de operación que se afirma es la naturaleza divina». Por eso, «para Cirilo es
totalmente inconcebible una humanidad que tengan cierto coprotagonismo, como principio autónomo de
operaciones; una humanidad a la que atribuir la victoria sobre Satanás o sobre los poderes del mal mediante la
lucha de toda la existencia terrena; es inconcebible el sentido que la existencia terrena tiene por todo eso».
Cirilo evita los términos homo assumptus y todo lo que pueda favorecer la división en Cristo. Resumiendo
mucho, para Cirilo, «en el Verbo encarnado, el hombre es el Verbo, pero el Verbo en cuanto unido a la carne.

Una consecuencia directa de esta perfecta unidad es la doctrina ciriliana de la communicatio idiomatum,
es decir, la posibilidad de poder atribuir a la persona divina propiedades o características (=idiomata) tanto
humanas como divinas. Permaneciendo las dos naturalezas distintas y sin confusión, en virtud de la unión puede
predicarse de la persona divina lo que es de la humanidad y lo que es de la divinidad. Se puede decir, por
ejemplo, que Dios ha padecido y ha muerto, aunque ese sufrimiento y esa muerte propiamente sólo se dan en la
humanidad. En su segunda carta a Nestorio que viene a ser «un breve pero completo tratado de cristología
alejandrina» Cirilo explica por qué, tomando como base la «communicatio idiomatuffi», puede hablarse
correctamente de María como theotókos: «Por eso, (los santos padres) han tenido la valentía de definir a la santa
Virgen como Madre de Dios, no porque la naturaleza del Lagos, es decir, su divinidad, haya comenzado a
existir en la santa Virgen, sino que decimos que el Lógos ha sido engendrado según la carne porque ha sido
engendrado de ella el santo cuerpo animado racionalmente, que está unido a él según la hipóstasis».

La síntesis de la cristología ciriliana está contenida en la fórmula «una sola naturaleza de Dios Lógos
encarnada», que Cirilo consideraba de Atanasio, pero que en realidad está tomada de la carta de Apolinar a
Juan. La fórmula significa que en el único sujeto que es el Lógos encarnado subsisten de manera íntegra e
inconfusa las características de la humanidad y de la divinidad. Dice Cirilo en la segunda carta a Nestorio: «Con
eso afirmamos que son diferentes las naturalezas que se han unido en verdadera unidad, pero de ambas ha
resultado un so1o Cristo e Hijo. No porque a causa de la unidad haya sido eliminada la diferencia de las
naturalezas, sino más bien porque divinidad y humanidad, reunidas en unión inefable e inaudita, han producido
para nosotros al solo Señor y Cristo e Hijo».

2. EL CONCILIO DE ÉFESO (431)

A petición quizá de Nestorio, el emperador de Oriente Teodosio II (408-450) al que se une también el
emperador de Occidente Valentiniano III (425-455) convoca un concilio en Éfeso para Pentecostés del año 431
(7 de junio), con el objetivo declarado de restaurar la paz y la tranquilidad de la Iglesia, turbada por la
controversia de Cirilo y Nestorio. Fueron invitados todos los metropolitas del imperio y, entre otros, también el
papa Celestino (422-432). Que envió como legados a dos obispos y al presbítero Felipe, y san Agustín (la carta
de convocatoria tiene la fecha del 19 de noviembre del año 430; el santo había muerto el 28 de agosto).

Por dificultades de viaje, una semana después de la fecha de comienzo faltaban todavía los legados
romanos, el patriarca de Antioquia y los obispos siríacos. Mientras esperaban, la situación de Efeso se iba
deteriorando, no sólo por las continuas disputas entre favorables y contrarios del título theotókos, sino además,
por el calor, las enfermedades y la muerte de algunos participantes. Todo eso impulsó a Cirilo a no esperar la
llegada de los retrasados y dar comienzo al concilio el 22 de junio del año 431. Tenemos las actas, y podemos

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

seguir a través de las mismas el agitado desarrollo de las sesiones conciliares, que se prolongaron hasta el 22 de
julio. En esta breve exposición nos limitamos a la decisiva sesión de apertura del 22 de junio, que podemos
articular en cinco momentos.

1. Después de una breve presentación de la disputa entre Nestorio y Cirilo, que hizo Pedro, presbítero de
Alejandría, se comprueba la voluntad explícita de Nestorio de no participar en las reuniones. Juvenal,
obispo de Jerusalén, invita a que se lea públicamente el credo de Nicea, «de manera que, confrontando
los discursos sobre la fe con este credo, el que concuerde sea confirmado, y el que no esté conforme sea
rechazado». En este momento se lee la fórmula de fe de Nicea con el anatema final (se ignora el credo
de Constantinopla del año 381).

2. El segundo momento está en la lectura de la segunda carta de Cirilo a Nestorio, a la que Juvenal presta
su pleno asentimiento inmediatamente, confirmando la armonía que existe entre el credo niceno y la
doctrina de Cirilo. También el obispo de Cesárea de Capadocia da su consentimiento, afirmando que
todo lo que el credo niceno dice de manera sintética, la carta de Cirilo lo expone de manera más clara y
ampliada, y no contiene innovación alguna. Todos los obispos presentes expresan unánimemente su
asentimiento pleno y explícito.

3. Inmediatamente después se lee la respuesta de Nestorio a Cirilo para verificar «si está también conforme
con los dogmas definidos por los santos padres de Nicea».Y otra vez Juvenal, obispo de Jerusalén, abre
el turno de valoración afirmando: «Esa carta no está conforme en absoluto con la piadosa fe definida por
los santos padres de Nicea y anatematizo a los que creen de este manera. Todo esto es completamente
extraño a la verdadera fe». A este juicio se unieron todos los demás. Acacia, obispo de Melitene (en
Armenia), da razones de su desacuerdo con Nestorio, añadiendo que éste niega la unión de Dios con la
humanidad, aunque la afirme de palabra. Al final, todos los obispos anatematizan unánimemente la
carta, la doctrina y al mismo Nestorio.

4. El cuarto momento de la sesión se dedica a otros testimonios. Se lee una carta del papa Celestino a
Nestorio y la tercera carta de Cirilo a Nestorio: esta última «se archivó inmediatamente». Se pasa
después a los testimonios orales acerca de la doctrina de Nestorio, que los obispos del mismo concilio de
Efeso han recopilado: por ejemplo, Teodoro, obispo de Ancira, cuenta que le ha oído a Nestorio negar
que puedan predicar se del Unigénito las cualidades y las propiedades de la naturaleza humana.
Finalmente se da lectura a un florilegio de citas patrísticas y a una carta de Capreolo, obispo de Cartago.

5. Esta primera: sesión termina sentenciando solemnemente la deposición de Nestorio de la dignidad


episcopal, que suscriben más de doscientos obispos

Hay que señalar un dato que tiene su importancia a la hora de valorar estas decisiones conciliares. Como
no estaban presentes los nestorianos, no hubo lugar; a debate ni a intercambio de opiniones. Los participantes en
la primera sesión se expresaron todos unánimemente a favor de Cirilo y en contra de Nestorio.

Desde el punto de vista dogmático, el Concilio de Éfeso puede reducirse a las actas de esta sesión
inaugural, y más concretamente a sus tres primeros momentos: esto es, a la confrontación de la doctrina de
Cirilo y de Nestorio con el credo de Nicea. Ahí se ve cómo el concilio concede una importancia dogmática
diferente a la segunda y a la tercera carta (con sus doce anatemas) de Cirilo a Nestorio. La segunda carta,
comparada con Nicea, recibe una valoración y un consenso solemne por parte de todos y cada uno de los
participantes mientras que la tercera carta es simplemente leída y puesta en las actas, como se hace con los

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

demás documentos secundarios del cuarto momento de la sesión. El valor dogmático de Éfeso se encuentra todo
él y solamente en la segunda carta de Cirilo a Nestorio.

Finalmente, haciendo suya la doctrina contenida en esta carta, el concilio proclama oficialmente a María
como theotókos. Cirilo había escrito: «Por eso (los Santos Padres) han tenido el valor de definir a la santa
Virgen como Madre de Dios».

De forma paralela al concilio, cuatro días después, Juan de Antioquía convocó una reunión de obispos
anticirilianos, que, protestando por la irregularidad del procedimiento adoptado por Cirilo, subrayaron el peligro
de apolinarismo que los anatemas cirilianos contienen: por esta razón, condenaron a Cirilo y lo depusieron.
Llegaron los delegados romanos, y, en las sesiones del 10 y del 11 de julio, confirmaron las decisiones tomadas
contra Nestorio el 22 de junio.

Éfeso tuvo una prolongación dogmática importante en la llamada «fórmula de unión» del año 433, que
sancionó un consenso entre Cirilo y Juan de Antioquia. Se llegó de esta manera a un entendimiento, que
resultará muy útil cuando llegue Calcedonia.

5.2.3.2. Contenido Teológico

A) LA SEGUNDA CARTA DE CIRILO A NESTORIO

Al contrario de lo sucedido en Nicea, en Éfeso no se elaboró ninguna fórmula cristológica. Pero es


correcto afirmar que Éfeso prevalece una “orientación dogmática”, con la que podrá interpretarse correctamente
la encarnación en contra de Nestorio. Aunque no tengamos una “fórmula de fe efesina”, de las actas conciliares
podemos tomar algunos elementos que “sirven de fórmula”.

Estos elementos se encuentran en la sesión inaugural. Primero, el símbolo niceno como regla
fundamental de fe, a la luz de la cual se valoran las dos doctrinas opuestas: la ciriliana y la nestoriana. Segundo,
el veredicto conciliar sobre estas cartas, de consenso y de condena respectivamente, que constituye “el acto
dogmático decisivo del sínodo”. Tercero, los padres de Éfeso hacen suya la orientación dogmática (cristológica
y mariológica de Chirlillo, expresada plenamente en la segunda carta de Cirilo a Nestorio (no en la tercera con
los anatemas añadidos). Por tanto, el dogma de Éfeso, que es una repetición del de Nicea, puede quedar
condensado en algunas afirmaciones que Cirilo nos ha dejado:

El santo y gran concilio [de Nicea] ha definido que el engendrado Hijo de Dios Padre por naturaleza
como Hijo unigénito, Dios verdadero, luz de luz, por quien el Padre ha creado todas las cosas, es el mismo que
bajó del cielo, se encarnó, se hizo hombre, padeció, resucitó al tercer día y ascendió de nuevo al cielo.

Nuestras palabras y nuestros conceptos deben atenerse a esta definición, cuando pensamos que el Logos
nacido de Dios se ha encarnado y se ha hecho hombre […] El Logos se ha hecho hombre, uniendo a sí según la
hipóstasis de manera inefable e inaudita una carne animada por alma racional, y se llama hijo del hombre; y esto
ha sucedido no sólo por su querer o beneplácito ni tampoco por la simple asunción de un prósopon.

Afirmamos que las naturalezas que se han unido en verdadera unidad son distintas, pero de las dos ha
resultado un solo Cristo e Hijo, la unión no ha eliminado la diferencia de las naturalezas, sino que divinidad y
humanidad, reunidas por unión inefable e inaudita, han producido para nosotros el solo Señor y Cristo e Hijo.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

[…] El Logos se ha hecho carne significativa que ha participado como nosotros de la carne y de la
sangre y que se ha apropiado de un cuerpo como el nuestro, naciendo como hombre de una mujer; no ha dejado
de ser Dios y de ser engendrado por Dios Padre, sino que ha continuado siendo lo que era incluso cuando ha
asumido la carne. Esto lo proclama la recta fe por todas partes; y así han pensado los santos padres.

Por eso, han tenido el valor de definir a la santa Virgen como Madre de Dios, no porque la naturaleza del
Logos, o sea, su divinidad, haya comenzado a existir de la santa Virgen, sino que decimos que el Logos ha sido
engendrado según la carne porque ha sido engendrado de ella el santo cuerpo racionalmente animado, unido a él
según la hipóstasis.

Éfeso canonizó la cristología unitaria de Cirilo, que afirma la “unión según la hipóstasis” del Logos con
la sárx; sancionó el único sujeto en Cristo, la integridad y perfección de las dos naturalezas, la communicatio
idiomatum, el título de theotókos atribuido a María. Y toda esta cristología la consideró como interpretación
auténtica de Nicea.

B) LA FÓRMULA DE UNIÓN DEL AÑO 433

Esta “orientación dogmática” ciriliana, que Éfeso hizo suya, quedó complementada con la llamada
fórmula de unión del año 433. Aquí se alcanzó un equilibrio mayor entre la cristología alejandrina y la
antioquena. Se trata del “credo de Éfeso” como tal y une a Éfeso con Calcedonia en una continuidad sustancial.

FÓRMULA DE UNIÓN

Profesamos nuestra fe en el Señor nuestro Jesús Cristo, Hijo de Dios, Unigénito,


Dios perfecto y hombre perfecto de alma racional y cuerpo, nacido del Padre antes
de los siglos según la divinidad, y en los últimos tiempos el mismo por nosotros y
por nuestra salvación nacido de María virgen según la humanidad, consubstancial
al Padre según la divinidad y consubstancial (homooúsios) a nosotros según la
humanidad.
La unión (hénosis) se ha hecho de las dos naturalezas. Por eso profesamos un
solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor.
Según este concepto de la unión sin confusión, profesamos que la santa virgen
es Madre de Dios (theotókos), porque el Dios Logos se ha encarnado y se ha hecho
hombre y por esta concepción ha unido a sí el templo que ha tomado de ella.
En cuento a las expresiones que los evangelistas y los apóstoles refieren al
Señor, sabemos que ellos decían de Dios las consideradas comunes, aplicándolas al
único prósopon; otras las diferenciaban, refiriéndolas a las dos naturalezas, y nos
han transmitido que las dignas de Dios son según la divinidad y las humildes según
la humanidad.

La fórmula tiene en cuenta los elementos esenciales de la cristología alejandrina (unidad de sujeto; uso
del término hénosis y no symápheia para señalar la unidad de las dos naturalezas; atribución de la encarnación
al Logos; afirmación de María como theotókos), y de la cristología antioquena (afirmación de las dos

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naturalezas; su unión en un solo prósopon). Emplea además el término homooúsios para indicar la
consubstancialidad de Cristo no sólo con Dios Padre, sino también con los hombres.

Esta fórmula es importante porque las dos corrientes de pensamiento encuentran una forma unitaria de
expresar la conciencia de fe eclesial a través de un lenguaje no estrictamente académico.

5.2.3.3. Su significado Cristológico y Mariológico

A) CRISTOLÓGICO

La problemática de Éfeso no era ni la confesión de la verdadera divinidad del Logos, como en Nicea, ni
la afirmación de la integridad de la naturaleza humana, como en Constantinopla. Su problema era entender la
unidad de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Más concretamente, se trataba de elegir entre dos
interpretaciones de escuela la “unitaria” y alejandrina de Cirilo, y la “divisiva” y antioquena de Nestorio. La
primera se pregunta cómo asume el Logos una verdadera humanidad. Y responde con la fórmula: unión en la
hipóstasis. La segunda se pregunta de qué manera el hombre ha sido asumido por el Logos. Y responde: el
Logos inhabita en el hombre o el hombre es asumido por el Logos y las dos naturalezas perfectas están
conjuntadas en un solo prósopon.

Además de la perspectiva diferente de cada escuela, la aclaración de la unidad de Jesucristo tenía una
dificultad añadida por la imprecisión del lenguaje. Mientras que en Constantinopla -fruto de la precisión
trinitaria “tres hypóstasis -una ousía- se había confirmado la distinción entre hypóstasis y ousía, en Éfeso
hypóstasis y physis significaban lo mismo “el término griego naturaleza (physis) no es claramente distinto del
de hipóstasis, o sea, del sujeto subsistente concreto, porque conserva una connotación existencial por razón de
su etimología (phyo, nacer). Por eso, Cirilo piensa en “una sola hipóstasis” y habla también de “una sola
naturaleza”, siendo esto último inaceptable para su adversario; y Nestorio, por su parte, habla de “dos
naturalezas” y piensa también en “dos hipóstasis”. Este lenguaje tan ambiguo será precisado en Calcedonia en
el año 451.

La disputa, que parece fundamentalmente “ontológica” tiene también una profunda incidencia
“soteriológica”. Esto se constata si profundizamos en el significado de la communicatio idiomatum, es decir, en
la apropiación al Verbo de expresiones como “se hizo hombre, padeció, murió, resucitó”. Nestorio se esforzó en
probar que la Escritura no había atribuido jamás al Logos los acontecimientos de su existencia terrena, desde la
generación hasta la muerte. Con eso, ponía su veto a la auténtica encarnación de Dios, puesto que, según él, el
Verbo “no podía sufrir”. Cirilo se encontró también con la disyuntiva entre la tesis filosófica de la impasibilidad
divina y el dato escriturístico del Logos que se encarnó, padeció, murió y resucitó; y Cirilo se tomó en serio la
radicalidad del dato bíblico. Y aplicó al Verbo no sólo las propiedades de la divinidad, sino también las
características de la humanidad, para interpretar correctamente la Escritura y Nicea. Con eso garantizó la
salvación que Dios concede al hombre en el acontecimiento Cristo. Refutar la verdad ontológica de Jesucristo
mediador, verdadero Dios y verdadero hombre, significa refutar también la “economía”.

B) MARIOLÓGICO

La doctrina mariológica de Éfeso es una consecuencia del dogma cristológico, expresado en las dos
afirmaciones-clave: “unión según la hipóstasis” y communicatio idiomatum. Efectivamente, si en Cristo la
unión de la naturaleza divina y la naturaleza humana se realizó según la subsistencia (y no según la substancia),
es correcto afirmar que el Verbo ha nacido realmente de la virgen María.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

En el texto dogmático de Éfeso los dos pasajes “mariológicos” más significativos se refieren a la
generación del Verbo según la carne. En el primero se dice: “él por nosotros y por nuestra salvación, ha unido a
sí según la hipóstasis el elemento humano y ha nacido de mujer; en este sentido decimos que ha nacido de
mujer; en este sentido decimos que ha nacido según la carne. Efectivamente, no fue engendrado primero como
hombre común de la santa Virgen, y después descendió sobre él el Logos, sino que el Verbo se ha unido y ha
aceptado nacer según la carne del vientre de ella, en el sentido de que ha hecho suyo el nacimiento según la
carne”. El nombre propio de María y la referencia al Espíritu Santo no se encuentran en Éfeso, aunque se
encuentran en Constantinopla I. Todos sabemos que el símbolo del año 381 [Constantinopla I] no fue conocido
hasta Calcedonia. En todo caso se considera a María como “el principio causal de la generación humana del
Verbo, ya que en su vientre el Verbo une consigo la naturaleza y de Ella nace como primogénito”.

En el segundo pasaje se propone formalmente y se explica el título theotókos: “Esto proclama la recta fe
por todas partes; y así han pensado los santos padres. Por eso, han tenido el valor de definir a la santa Virgen
como Madre de Dios, no porque la naturaleza del Logos, o sea, su divinidad, haya comenzado a existir de la
santa Virgen, sino que decimos que el Logos ha sido engendrado según la carne porque ha sido engendrado de
ella el santo cuerpo racionalmente animado, unido a él según la hipóstasis”. Theotókos aquí significa “madre
del Verbo encarnado”. Y “engendrar significa todo el proceso genético de la concepción y del parto”. Se dice
que la divinidad del Verbo no ha tenido comienzo en el seno de María, sino que “ha tomado de ella la
naturaleza humana completa que Él ha unido consigo según la hipóstasis”. Cirilo justificó el título recurriendo a
los “santos padres”, que son los testigos del uso legítimo de este apelativo para María (p.e., Orígenes, Atanasio,
Eusebio de Cesarea, Basilio, Gregorio Nacianceno).

El concilio, al proclamar a María como theotókos, no sólo avaló la devoción popular a la Santísima
Virgen, sino que le dio fundamento bíblico-dogmático, el misterio del Verbo encarnado. En este contexto, la
condena de Nestorio se consideró un triunfo de la Virgen que está junto a su Hijo divino. La theotókos de Éfeso,
unida a la gloria de su Hijo, fue celebrada en Roma con la reconstrucción de la basílica liberiana de Santa María
la Mayor, y sobre todo con los espléndidos mosaicos de su arco central, realizados poco después del concilio
por el papa Sixto III (432-440).

5.2.4. Calcedonia (451) Afirmación de la unidad en la distinción de las dos naturalezas de Cristo

5.2.4.1 La crisis monofisista: de Éfeso (431) a Éfeso (449).

Los concilios han profundizado el dogma cristológico, reafirmando en Nicea (a. 325) la verdadera
divinidad de Jesucristo contra Arrio; en Constantinopla I (a. 381), la integridad de su naturaleza humana contra
Apolinar; y en Éfeso (a. 431), su perfecta unidad contra los peligros de la cristología “divisiva” de Nestorio. A
pesar del consenso entre Cirilo y Juan de Antioquia, con la fórmula de unión del año 433, la “linea dogmática”
de Éfeso tuvo sus vacilaciones y no la aceptaban los antioquenos, sobre todo por la ambigüedad de las
expresiones cirilianas: mía Physis, hénosis kath’hipóstasin (“una sola naturaleza”, “unión según la hipóstasis”),
ambas de sabor “monofisista”. Efectivamente, dado el amplio significado de physis e hypóstasis, la primera
expresión podía interpretarse también como la afirmación de una sola “esencia” o “naturaleza” en Cristo; y la
segunda como una unión en la “substancia” o “naturaleza”, y no en la “subsistencia” o “persona”. No faltaban
los que endurecían las afirmaciones cirilianas con tal intransigencia que se prestaban a ser acusados de
monofisismo.

Los veinte años que van de Éfeso a Calcedonia sirvieron para precisar el lenguaje y para aclarar el
contenido de la afirmación de la unión de las dos naturalezas en Cristo. Ofrecieron su aportación tanto las dos
escuelas orientales (alejandrina y antioquena) como la tradición occidental latina por medio de la obra del papa

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León Magno. Los acontecimientos más significativos al respecto pueden reducirse a cuatro: 1) la elaboración
del Tomus ad Armenios (435) de Proclo de Constantinopla; 2) la redacción de El mendicante (447) de
Teodoreto de Ciro; 3) la doctrina “monifisista” de Eutiques y su condena en el año 448; 4) el Tomus ad
Flavianum (449) del papa León I y el “latrocinio de Éfeso” de ese mismo año.

Proclo, patriarca de Constantinopla del año 434 al 446, en su Tomus ad Armenios del año 435 defiende
Éfeso y rechaza la cristología “divisiva” de Teodoro de Mopsuestia, al que considera, con Diodoro de Tarso,
maestro de Nestorio. Para afirmar la unidad de Cristo prefiere el término hypóstasis al de phisis, como
subsistencia concreta: “confieso una hipóstasis del Logos Dios encarnado”. En esta fórmula de Proclo
“podemos apreciar una aclaración del significado hipostático o personal, mientras que en la fórmula de Cirilo, la
que él más usaba, entendía hipóstasis en el sentido de substancia”.

En el campo opuesto, Teodoreto, obispo de Ciro del año 423 al 446, junto a Antioquía, inspirador de la
fórmula de unión del año 433 e “ideólogo oficial de los orientales”, ante la proliferación de las ideas
monofisistas escribió en el año 447 el diálogo El mendigo o El multiforme. Contra las ideas monofisistas
defendidas por el “mendigo”, el interlocutor “ortodoxo” sostiene con sólidas motivaciones la integridad de las
dos naturalezas en Cristo, su distinción y la communicatio idiomatum: “hemos de saber que la unión hace que
los adjetivos sean comunes […] Pero […] la comunidad de nombres no ha provocado la confusión de
naturalezas. De hecho, por eso queremos también distinguir en qué sentido el mismo es Hijo de Dios e Hijo del
hombre, y en qué sentido existe ayer, hoy y siempre”. Toda la obra de Teodoreto es una demostración de la
distinción entre la naturaleza divina y la humana en la única persona de Jesucristo; “En otras ocasiones he dicho
que la única persona asume las propiedades divinas y humanas […] y que después de la unión la Sagrada
Escritura atribuye a la única persona tanto lo que es elevado como lo que es humilde”.

Parece que en El mendigo, Teodoreto esté aludiendo al monje Eutiques de Constantinopla (378-454),
que, defendiendo a ultranza la doctrina ciriliana de la mía physis, se había atrevido a afirmar la no
consubstancialidad de Cristo con nosotros, apelando a esta doctrina: “Profeso que nuestro Señor ha sido de dos
naturalezas antes de la unión, pero después de la unión profeso una sola naturaleza”. Este enunciado
“monofisista”, que Eutiques no había explicado suficientemente a nivel teórico, fue condenado en el llamado
synodos endemooúsa del año 448 (o sea, en el sínodo de obispos que se hallaban presentes en Constantinopla
por casualidad en ese momento).

En el año 449 tuvo lugar en Éfeso un concilio, que después se llamó latrocinium ephesium, que
rehabilitó a Eutiques, condenó a los “difisistas” (que sostenían las dos naturalezas) e impidió la lectura del
Tomus ad Flavianum del papa Leon I. Los tumultos producidos durante su desarrollo causaron la muerte de
Flaviano, patriarca de Constantinopla y adversario de Eutiques. Las decisiones caprichosas de este concilio
provocaron una enérgica reacción antimonofisista y la petición de una precisión conciliar adecuada.

5.2.4.2. El Tomus ad Flavianum del Papa León I

Dediquemos un Poco más de atención al Tomus ad flavianum que es el documento cristológico más
importante en su genero producido por la Iglesia latina, “el único texto que ha influido de Verdad en la teología
oriental”, Con esta carta doctrinal, fechada el 13 de junio del año 449, el papa León I se pone a favor de
Flaviano, patriarca de Constantinopla, contra Eutiques. El Tomus Es una síntesis de la tradición cristológica
accidental, ya que con Tertuliano y Agustín habían distinguido con precisión las dos naturalezas presentes en la
única persona de Jesucristo. Constituye también la superación definitiva, al menos desde el punto de vista
terminológico, de la ambigua formula ciriliana de la mia Phycis.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

León afirma, en primer lugar, la doctrina de la “doble consubstancialidad. Siguiendo el símbolo bautismal,
presenta la doble generación de Cristo en el seno del Padre y por obra del Espíritu Santo y de María, por eso, el
Verbo tiene doble naturaleza y es consubstancial al Padre y a nosotros.

En segundo lugar, subraya la integridad de las dos naturalezas en Cristo y su confluencia en la unidad de
la persona, usando la formula que Calcedonia empleará posteriormente “permaneciendo íntegras las
propiedades e una y otra naturaleza y substancia, y confluyendo en una sola persona, la majestad ha tomado la
humanidad” Para León la unidad de persona es el fundamento de sus afirmaciones “dificitas”. Para él la persona
no es un tercer elemento que resulta de la unión de las dos naturalezas, sino el mismo Verbo preexistente de
Padre que desde la eternidad existía como persona. En el momento de la asunción de la naturaleza humana no
surge un nuevo sujeto, sino que es la misma persona del Verbo la que asume la naturaleza humana y se hace
verdaderamente hombre.

En tercer lugar propone la enseñanza de la comunicatio idiomatum. Por ella, manteniendo la distinción,
puede predicarse la misma persona tanto lo que es propio de la divinidad como lo propio de la humanidad: “Por
eso, en virtud de la unidad de persona, que está en una y otra naturaleza, se lee (en la Escritura) que el Hijo del
hombre ha bajado del Cielo, y que el hijo de Dios a tomado carne de la virgen de la cual ha nacido; y, al
contrario, se dice que el Hijo de Dios ha sido crucificado y sepultado, mientras que todo esto lo ha sufrido no es
la unidad por la que el unigénito es coeterno y consubstancial al Padre, sino en la debilidad de la naturaleza
humana”.

La doctrina cristológica de León, las dos naturalezas en Cristo después de la unión, que excluye tanto el
munofisismo eutiquiano como la formula ciriliana de la única naturaleza, es la mejor introducción a la
comprensión de Calcedonia.

5.2.6.3 La Cristología Medieval en Occidente

A. Características generales

No hubo en el medievo latino graves errores cristológicos, excepto el de Berengario de Tours (s. XI),
que negó la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Por eso los grandes concilios de la época no contienen
progresos doctrinales significativos. El concilio lateranense IV (1215), el segundo Concilio de Lyón (1274), el
de Viena (1311 – 1312) y el de Florencia (1439 – 1442) se limitaron a proponer de nuevo la doctrina tradicional
al respecto. El Daecretum pro Jacobitis del Concilio de Florencia (1442), después de una breve síntesis
cristológica, resume y condena todas las herejías antiguas más importantes, desde los ebionistas a los
monotelitas, presentando finalmente la obra redentora de Cristo.

Si la época patrística ha definido el dogma cristológico, el medievo latino lo ha conservado través de la


rica tradición litúrgica, y posteriormente lo ha profundizado mediante la utilización sistemática de la razón
filosófica, en amplia armonía con la fe en todas sus expresiones de piedad litúrgica, de ascética, de mística, de
predicación, de religiosidad popular. Más que definiciones el medievo latino nos ha presentado sus propias
interpretaciones del estatuto ontológico de Cristo, de su obra redentora, de los misterios de su humanidad.
Incluso la característica de la espiritualidad cristocéntrica medieval esta en la atención a los misterios de la
humanidad de Cristo, sobre todo los de la infancia y los de la pasión.

Este cristocentrismo está enfocado de un modo más bien estático. Cristo nos es el principio y el fin de
una humanidad dinámicamente orientada a su perfección, sino más bien el vértice d un pirámide que une al

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hombre y a Dios. Otro tema que aparece en la reflexión cristológica medieval es el estudio de concepto de
persona, que tiene variaciones muy diversas en la profundización de la relación entre cristología y la
antropología y que constituirá una significativa herencia para la reflexión posterior.

B. Líneas de desarrollo sistemático

SAN ANSELMO (nacido en Aosta en 1033 y muerto en Canterbury en 1109), buscando dar razón de la
propia fe, presenta con su Cur Deus Homo? (¿por qué Dios se ha hecho hombre?) un verdadero tratado de
soteriología. Ha sido la justicia, la misericordia y sobre todo el amor el que ha impulsado al Hijo de Dios a
encarnarse para redimir al hombre, y ofrecer así, una satisfacción adecuada por el pecado.

SANTO TOMAS DE AQUINO (1225 – 1274) hace la síntesis cristológica más completa que tenemos
hasta el día de hoy. Santo Tomas nos ha dejado varios tratados del misterio de Cristo. Los más amplios están en
el Scriptum super Sententiis (1254 – 1258) en la Summa contra Gentes (1259 – 1270) y en la Summa
Theologica (1267 – 1273). Nos limitaremos a esta última obra. Esta construida sobre el principio de
inteligibilidad de Aristóteles y de Plotino: es decir, la dialéctica entre el éxitos (salida) y el reditus (retorno).

La primera parte de la Summa Theologica corresponde al exitus (salida) y la segunda al reditus


(retorno). Toda criatura, y también el hombre y su historia, se encuentra entre estas dos causas, la eficiente de
Dios creador y providente (I parte) y la final de Dios beatificante y glorificante (II parte). En el reditus de la
criatura a Dios interviene un hecho histórico totalmente libre y gratuito, el de la encarnación, para liberar al
hombre del pecado; de manera que el retorno a Dios “de hecho” es obra de Cristo Salvador. La transición de la
segunda a la tercera parte es es paso del orden necesario a las realizaciones históricas.

La III parte de la Summa contiene la reflexión propiamente cristológica y soteriológica (q.1-59). Incluye
el tratado de la conveniencia de la encarnación (q.1), la unión hipostática (q.2-15), las consecuencias de la unión
hipostática (q. 16-26), los misterios de la vida de Cristo: infancia (concepción, nacimiento, circuncisión,
bautismo: q 27-39), vida pública (tentaciones, predicación, milagros: q.40-45), misterio pascual (pasión, muerte,
sepultura, descenso a los infiernos, resurrección, ascensión: q. 46-59).

Es imposible explicar aquí la rica cristología de Santo Tomás de Aquino, doctor communis. Solamente
subrayamos el profundo análisis soteriológico que hace de los misterios de la vida de Cristo, sobre todo del
misterio pascual. Efectivamente, no son meros acontecimientos históricos que han sucedido, sino verdaderos
lugares de salvación de la humanidad de Cristo. La reflexión de Santo Tomás es para la teología católica un
punto de referencia ineludible por su equilibrio y realismo de fondo, por la correspondencia recíproca entre
“cristología” y “soteriología”, entre encarnación y acontecimiento pascual, entre profundización ontológica y
explicación existencial.

Conocimiento teológico y vida espiritual están muy bien conjugados en San BUENAVENTURA (1217-
1274), que presenta una reflexión original, teórico-existencial sobre Cristo. Siguiendo el ejemplo de San
Francisco de Asís, Cristo es también para él el centro del universo y de la historia del hombre. El itinerario de la
salvación del hombre consiste en la asimilación progresiva a Cristo en el Espíritu: “Creados en el Verbo
increado y redimidos en el Verbo encarnado, vivimos en la historia llevando en nuestros corazones la luz y el
dinamismo vital del Verbo inspirado, esto es, el Cristo Glorificado que nos transforma en él por el Espíritu”

Un cierto contrapunto crítico a algunas soluciones dadas por Santo Tomás lo pone el pensamiento
cristológico del Beato JUAN DUNS SCOTO (1266-1308), franciscano escocés, muy agudo en sus
razonamientos teológicos. A la pregunta Cur Deus Homo?, se diferencia de San Anselmo y de Santo Tomás.

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Responde que el motivo de la encarnación es el coronamiento del universo, la recapitulación de todo lo creado
en Cristo. El pecado no obligó a Dios a encarnarse; sino que el verbo encarnado es el horizonte interpretativo
del hombre y de su historia. El primado en la intención del amor de Dios corresponde a la venida de Cristo: “en
primer lugar, Dios se ama a sí mismo; en segundo lugar, se ama a través de otros distintos de sí; (las criaturas),
y se trata de un amor puro; en tercer lugar, quiere ser amado por otro que lo pueda amar en grado sumo,
tratándose de alguien que le ame fuera de Él; en cuarto lugar, dispone la unión de esa naturaleza que debe
amarlo en grado sumo, aunque nadie hubiera pecado (la encarnación); finalmente, en el quinto momento, pensó
en el mediador (Jesús) que venía para padecer y redimir a su pueblo (redención). Esta interesante y sugestiva
visión hace que Duns Scoto sea el único entre los grandes medievales que intuyó la extensión de la gracia de
Cristo incluso antes de su venida histórica, y sostuvo por ello que María fue preservada del pecado “por la
gracia del Mediador”

C. Líneas de espiritualidad cristocéntrica

J.A. Jungmann sostiene que en la Edad Media se produce una cierta desviación cristológica. Según él,
toda la cristología esta orientada a subrayar la divinidad de Cristo a costa de su humanidad. Esto puede
ayudarnos a entender en su justo valor la consideración que la espiritualidad medieval hace de la humanidad de
Cristo. En ella quizá, falta una visón sistemática y completa del misterio de la realidad divino-humana de Cristo
y de la pasión-pascua con todas sus consecuencias para la piedad y para la vida. En todo caso, Cristo está en el
centro de la vida espiritual de los religiosos, del anuncio de los predicadores, de las representaciones de los
artistas, de la devoción de los fieles.

La sequela Christi es la escuela de formación del monaquismo medieval, en perfecta continuidad con la
tradición patrística. De la meditación de la Escritura y de la participación en la liturgia, brota una teología
espiritual centrada en Cristo, imagen del Padre, revelación de su amor, buen pastor, maestro, médico de las
almas. Alguna vez se le atribuye también el título de “Padre” y de “Madre”, desde el momento en que se atisba
en él la ternura de un corazón paterno y materno. Además de esta cristología de los “títulos”, la piedad
monástica esta animada por una intensa devoción hacia la humanidad de Jesús, que se expresa en la
contemplación y en la coparticipación (compasión) en los fundamentales misterios de navidad y pascua. La
contemplación además se convierte en imitación perfecta y la imitación se hace comunión a través del
sacramento de la eucaristía. Figuras muy relevantes de esta espiritualidad cristocéntrica medieval – presente en
todas las escuelas espirituales de la época- son San Bernardo de Claraval (1090-1153) y San Francisco de Asís.

FRANCISCO DE ASÍS (1181-1226) es considerado como el santo más parecido a Cristo: “imagen de
Cristo de Occidente”, “símbolo de Cristo en la edad media”, aquel que “sacaba de la Palabra lo que así resonar
en sus palabras”. Su imitación de los misterios de la humanidad de Jesús, desde navidad, (el nacimiento de
Greccio) hasta la pasión y muerte (la revelación del crucificado; los estigmas en La Verna), era continua y sin
“glosa”. Siguiendo fielmente las huellas de Jesucristo, San Francisco es “un hombre en el que Jesucristo
manifestaba a los demás hombres algo del misterio de su vida”. Francisco de Asís no se preguntó quién era
Jesús para él. No existe, por eso, un Cristo “de San Francisco”, pues Francisco de Asís tuvo simplemente “el
Jesús de la Iglesia”, del que fue transparencia y al que hizo hablar en su propia existencia. Su predicación y su
ejemplo, con el de sus seguidores, fueron un componente esencial de la espiritualidad cristocéntrica medieval,
todavía viva hoy en la piedad del pueblo crisiano.

Otras figuras significativas de esta espiritualidad cristocéntrica fueron Santa Gertrudis de Helfta (1256-
1301), en Sajonia, con su cristocentrismo litúrgico; la beata Ángela de Foligno (1248-1309), con su
cristocentrismo de la pasión, y Santa CATALINA DE SIENA (1347-1380), con su cristocentrismo eclesial. En
Santa Catalina la contemplación de la humanidad de Jesús, como manifestación de la caridad divina, marca

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profundamente toda su existencia. También en ella encontramos una creativa cristología de los hombres. El más
original es el titulo de “puente”, la imagen soteriológica que subraya de Cristo su función de revelador y
realizador de la verdad: en el abismo abierto por el pecado, el Hijo se hace “puente”, para volver a unir la tierra
y el cielo, es la Iglesia de Cristo la que se convierte en puente hacia Dios: “La Iglesia no es otra cosa, que el
mismo Cristo”

Este cristocentrismo empapa también la piedad del pueblo, que celebra y vive los misterios de Cristo
mediante la devoción a la infancia de Jesús, la participación en su pasión (el “vía crucis) y el culto
particularmente intenso a la eucaristía, el sacramento en el que Jesucristo está realmente presente. Hacia finales
de la Edad Media (s. XIV), la llamada devotio moderna descubre la escucha del maestro interior y su imitación,
aportando un cierto equilibrio entre el devocionalismo exterior del pueblo, por una parte, y el espiritualismos
abstracto de algunos místicos (M. Eckart), por otra. Expresiones notables de este cristocentrismo interiorizado
son la Vida de Jesucristo de Ludolfo de Sajonia (+1370) y la imitación de Cristo, atribuida a Tomás de Kempis,
no está exenta de fundadas contestaciones.

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OJO

VI PARTE

LA ENCARNACIÓN, ACONTECIMIENTO CRISTOLÓGICO

6.1 El fin de la Encarnación

A).-POSTURAS TRADICIONALES.

Se trata de una quesito disputata clásica en cristología. Con Anselmo de Aosta (+1109) nos preguntamos:
¿Porqué Dios se ha hecho hombre?. La encarnación ¿es un acontecimiento contingente reclamado por el pecado
del hombre o forma parte del plan de Dios desde la eternidad? ¿ es simplemente un presupuesto para el
sacrificio redentor, o tiene también un significado en sí misma, siendo el fundamento de la nueva creación?.
Simplificando mucho, pueden reducirse a dos las respuestas teológicas tradicionales al respecto. La primera,
llamada también tesis redentiva o soteriológica, ve en la encarnación de Cristo sobre un remedio al pecado de
hombre. La segunda, llamada perfectiva o cristológica, subrayando el primado cósmico de Cristo, considera la
encarnación como el cumplimiento de la creación. El exponente más conocido de la primera es santo Tomás de
Aquino, y de la segunda es Juan Duns Scoto. Precursores de la postura escotista habrían sido Ruperto de Deutz,
Honorio de Autún, Alejandro de Ales y Alberto Magno, los cuales sostenían que el Verbo se habría encarnado
incluso si el hombre no hubiera pecado.

Las motivaciones de la solución redentiva las expresa el Aquinate en la primera cuestión de la III parte de su
Summa Theologica, dedicada a l misterio de la encarnación, como obra de amor libre y gratuito de la Trinidad
hacia el hombre:

Sobre esta cuestión has distintas opiniones. Unos dicen que el Hijo de Dios se hubiera encarnado aunque el
hombre no hubiera pecado. Otros sostienen lo contrario. Y parece más conveniente la opinión de estos últimos.
Porque las cosas que dependen únicamente de la voluntad divina, fuera de todo derecho por parte de la Sagrada
Escritura, que es la que nos descubre la voluntad de Dios. Y como todos los pasajes de la Sagrada Escritura
señalan como razón de la encarnación que el pecado del primer hombre, resulta más acertado decir que la
encarnación ha sido ordenada por Dios para remedio del pecado, de manera que la encarnación no hubiera
tenido lugar de no haber existido el pecado. Sin embargo, no pos esto queda limitado el poder de Dios, ya que
hubiera podido encarnarse aunque no hubiera existido el pecado.

Las afirmaciones que con prudencia hace santo Tomás son dos: a) la Escritura sitúa el motivo de la encarnación
en el pecado del hombre; b) sin embargo, la tesis de la encarnación perfectiva no puede excluirse.

Por el contrario, para Juan de Duns Scoto el motivo de la encarnación está no tanto en la redención del hombre
del pecado cuanto en el primado de Cristo en la encarnación:

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Si la caída fuese la causa de la predestinación de Cristo, de ahí se seguiría que la obra suprema de Dios
estuviera externamente condicionada, en cuanto que la gloria de todos los hombres no es parangonable en
intensidad a la gloria de Cristo. Ahora bien, parece muy poco razonable que Dios deje de hacer una obra tan
excelsa a causa de la buena conducta de Adán, es decir si Adán no hubiera pecado. U no puede admitirse que un
bien tan elevado esté ocasionado en las criaturas solamente por causa de un bien menor.

La encarnación, por tanto, no es un acontecimiento subordinado al pecado del hombre. El acontecimiento Cristo
es totalmente incondicionado.

La historia de la cristología conoce un encendido contraste entre las dos opiniones, defendidas respectivamente
por tomistas y escotistas con una postura casi siempre exclusiva de la tesis del otro. Hay que añadir que ambas
soluciones encuentran fundamentos oportunos en la tradición bíblico-patrística, y que además no han faltado
intentos de armonización.

B) REPLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA.

Para apuntar hacia una solución del problema hoy, hay que tener en cuenta la diferente compresión del
mundo y de la historia por parte de la concepción estática medieval y la concepción dinámica de la Escritura. En
la primera, el mundo se contempla como obra perfecta de Dios desde el comienzo. Por eso, la redención de
Cristo, condicionada o no por el pecado de Adán, no sirve más que para reconstruir el orden inicial turbado por
la culpa. Sin embrago, en la mentalidad bíblica y en la de no pocos Padres tanto orientales como occidentales se
tiende a subrayar la dimensión escatológica. El orden y la perfección de la criatura alcanzan su plenitud no al
comienzo, sino al final de la historia. Consiguientemente, la encarnación del Verbo tiene ciertamente una
intrínseca función redentora, de salvación del pecado del hombre. Pero no sólo esto. El acontecimiento Cristo
tiene en sí mismo, independientemente de la caída inicial, el papel de conducir dinámicamente a su plenitud la
historia del hombre y del cosmos.
SIGUIENDO A j. Meyendorff, ésta sería la visión de Máximo Confesor, para quien la encarnación fue un
acontecimiento previsto y decidido independientemente del pecado del hombre.

Este punto de vista dice Meyendorff está perfectamente de acuerdo con la idea de Máximo acerca de la
naturaleza creada como un proceso orientado hacia un fin escatológico: Cristo el Logos encarnado. En cuando a
creador, el Logos es como el principio de la creación, y una vez encarnado, es también su fin, cuando todas las
cosas existirán no sólo por medio de él, sino también en él. Para ser en Cristo la creación tenía que ser asumida
por Dios, hecha suya; por eso, la encarnación es una condición previa de la glorificación final del hombre,
independientemente de la culpa y de la corrupción del hombre.

En un contexto dinámico de tensión y de apertura al futuro no hay oposición entre la finalidad redentiva y
perfectiva de la encarnación, puesto que el acontecimiento Cristo es el fin hacia el que tiende el hombre. Por eso
M. Bordón puede afirmar: “A la luz de esto, la discrepancia sobre el fin de la encarnación parece estar superada:
todo el proceso evolutivo, en cuando dirigido hacia Cristo, es a la vez creativo y salvífico”. Tenemos así una
mayor integración entre creación y redención en el único plan de salvación de la humanidad y del cosmos.

La encarnación no es un hecho contingente que se sobre-añade a una historia preconstituida sin tener en cuenta
ese hecho, sino que expresa una ley esencial que regula las relaciones entre Dios y el mundo en la visión
cristiana. Esta ley está fundada en la libre elección divina de llamar al hombre a una consumación con él en
Cristo. Por eso, la creación lleva consigo una intención soteriológica que comienza a realizarse desde el
comienzo de la historia humana, la cual desde el primer momento es historia salvífica.

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Es conveniente señalar aquí que, aun con sus notables límites, sobre todo en lo que se refiere al concepto de
pecado y de redención, P: Teilhard de Chardin ha ofrecido una aportación considerable a este problema. Su
Cristo cósmico-universal, polo de atracción de todo el proceso evolutivo y fin último de la historia del mundo,
tiene sus raíces en Col. 1, 15-20 (primado cósmico de Cristo), Ef 1,10 (recapitulación de todo en Cristo), Rom
8,17-23 (redención del universo, consecuencia de la redención del hombre); y también en Ireneo (con su
concepción del universo sometido a la acción unificante de Cristo), Orígenes (con su concepción del universo,
visto como organismo unitario, en el que Cristo está omnipresente), Atanasio, Gregorio de Nisa, Cirilo de
Alejandría, Melitón de Sardes. En Teilhar de Chardin los misterios de la creación, encarnación, redención se
consideran como caras complementarias de un mismo proceso, el de la pleromización crítica y el de la gradual
unificación de todas las cosas en Cristo.

También para J. Moltmann, la encarnación de Cristo y su sacrificio redentor no significan sólo remisión de los
pecados, sino sobre todo sobreabundancia de gracia. Entre pecado y gracia hay una desproporción a favor de
ésta. Es decir, hay una plusvalía de la gracia de Cristo, que muestra la fuerza de la nueva creación y que lleva a
plenitud la creación del comienzo. Concretamente, este plus significa que el Hijo, imagen del Padre, con su
encarnación realiza la verdadera humanidad, el verdadero icono del hombre, según el plan de Dios. Como tal, es
el primogénito entre muchos hermanos. (Rom 8,29). La encarnación del Hijo de Dios, por tanto, permite a los
que son llamados a la humanidad su configuración con la imagen de Dios en el Hijo, realizando de esta manera
la promesa implícita en su creación. De ahí se sigue que el Hijo de Dios se ha hecho hombre sobre todo para
llevar a plenitud la creación; es decir, el Hijo se habría hecho hombre incluso si el género humano no hubiera
pecado.

Por tanto, la afirmación de que el Verbo se ha encarnado por nosotros y por nuestra salvación hay que
entenderla en este amplio contexto de creación-redención-plenitud. Por tanto, no sólo como remisión del
pecado, sino como intrínseca potencia que incentiva la realización de las fuerzas físicas, morales y espirituales
de la humanidad. Dios, podemos concluir con J. Galot, no ha querido ni creación ni universo, sino en la unidad
de Cristo. Desde antes de la creación, Dios pensaba en una humanidad redimida por Cristo, puesta bajo su poder
vivificante.

6.5 La Ciencia de Jesucristo

A) PLURALIDAD DE INTERPRETACIONES

Hasta ahora hemos afirmado que el sujeto único de la conciencia humana de Jesucristo es el «Yo»
personal del Verbo y que el contenido de esta conciencia consiste en la conciencia de su identidad de Hijo de
Dios («conciencia filial») y de su misión salvífica («conciencia mesiánica»). Ahora afrontamos el problema del
modo de conocer del Verbo y del origen y la amplitud de su ciencia humana.

Todos están de acuerdo en admitir en él una ciencia experimental, adquirida, no omnicomprensiva, sino
limitada a los conocimientos (lengua, personas, lugares, historia y religiosidad de Israel) necesarios y útiles para
una existencia auténticamente humana en el contexto concreto socio-cultural de la Palestina del siglo I de la era
cristiana. Hay acuerdo también en el desarrollo de este conocimiento empírico. Algunos acentos
neotestamentarios son significativos al respecto: «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios
y de los hombres» (Lc 2,52; cf. también 2,40); «aun siendo Hijo, aprendió a obedecer por lo que padeció y,
hecho perfecto, se ha convertido en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,8-9; cf.
Rom 5,19; Flp 2,8). En esta última afirmación, el aprendizaje de Jesús no sólo es auténtico, sino también
intrínsecamente salvífico.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Sin embargo, las opiniones se dividen a propósito del modo del conocimiento humano de Jesús y del origen de
estos datos no experimentales, adquiridos no del exterior, sino del interior, o mejor «desde arriba». La
conciencia filial y mesiánica, el contenido de la revelación, el plano de la redención no son fruto de su
experiencia histórica. No es su vida terrena la que suscita en él la vocación mesiánica y la que determina el
desenvolvimiento concreto de los acontecimientos salvíficos. Sino al contrario, es su profunda conciencia filial
la que constituye la fuente y el horizonte del desarrollo de su historia terrena, orientándola hacia una finalidad
mesiánica concreta. Y esto desde el comienzo de su vida consciente. Jesús niño afirma: « ¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).

Las opiniones compartidas hoy en el mundo católico pueden reducirse a tres:

1. Doctrina de la triple ciencia humana (santo Tomás)

De origen medieval, esta doctrina admite en el Jesús prepascual un triple modo de conocimiento o una
triple ciencia humana. Santo Tomás, por ejemplo, habla de «ciencia de los bienaventurados» (scientia beatorum
vel comprehensorum), «ciencia infusa» (scientia indita) y «ciencia experimental adquirida» (scientia
experimenta lis acquisita). Los autores que proponen también hoy esta doctrina, y que atribuyen la visión
beatífica al Jesús prepascual, aportan al pensamiento del Aquinate significativas actualizaciones, buscando una
más adecuada fundamentación bíblico-patrística de la misma. En todo caso sostienen que las motivaciones
profundas de su concepción residen en la condición hipostática de la humanidad asumida por el Verbo y en su
misión de revelación salvífica.

A propósito de la ciencia experimental, se afirma que se adquiere a través de la experiencia concreta. Es


limitada y está en progreso (cf. Lc 2,40.52). No se trata, por tanto, de una «omnisciencia experimental», sino de
una ciencia elaborada a partir de la experiencia del Jesús histórico y ajustada a la cultura sobre todo religiosa de
su ambiente. Como se trata de un proceso de abstracción, hay una auténtica elaboración conceptual de la
experiencia externa que da lugar al progreso y a la novedad. Esta ciencia humana de Jesús provoca en él aquel
sentido característico suyo de admiración, de descubrimiento y de espontaneidad, que los Evangelios nos
transmiten varias veces. Jesús se admira de la fe del centurión de Cafarnaún (Mt 8,10; Lc 7,9) y le llena de
estupor la incredulidad de los habitantes de Nazaret (Mc 6,6). Al ver llorar a María, la hermana de Lázaro, se
conmueve profundamente, se turba y rompe a llorar (Jn 11,33). En Getsemaní, sin embargo, se atemoriza (Mc
14,33).

Además se admite en Jesús un segundo tipo de conocimiento humano, la ciencia infusa. Esta no proviene de la
experiencia externa, sino que se le comunica a su inteligencia humana directamente desde arriba, como sucede
con el conocimiento de los ángeles, mediante la adquisición de especies inteligibles. Diferente a la visión
beatífica, que es inmediata, esta ciencia infusa es conceptual.

La ciencia de los bienaventurados o ciencia de visión o visión beatifica es la visión inmediata y perfectísima de
Dios que los bienaventurados tienen en el cielo. Se trata de un conocimiento siempre en acto y beatificante. Para
los hombres esta ciencia de visión es la participación en el conocimiento de las personas divinas. El
conocimiento que Jesús tiene de su propia divinidad y de su ser filial mediante la visión beatífica es la
repercusión metafísicamente necesaria de la presencia del Verbo en la naturaleza humana asumida por él. Es el
reverso psicológico de su ontología.

Se admite además una estrecha relación entre ciencia de visión y ciencia infusa. La primera, siendo
supracategorial, tiene necesidad de ser conceptualizada para ser expresada y entendida humanamente en su

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

contenido de revelación salvífica. La ciencia infusa es, por tanto, la traducción en términos de conceptos
humanos del misterio de la vida trinitaria de Dios, conocido mediante la ciencia de visión. La visión beatífica,
llamada también «revelación creada supracategorial», y la ciencia infusa, «revelación creada categorial»,
inseparablemente unidas forman la «revelación creada total». La primera constituye el fundamento y el
contenido de la segunda, y la segunda es el medio de manifestación humana de la primera.

2. Teoría de la visión inmediata no beatífica (K. Rahner)

Para Rahner, la teoría que atribuye a Jesús la visión beatífica, desde el primer instante de su existencia,
«suena en el primer momento mitológicamente casi» y parece contradecir la auténtica humanidad e historicidad
del Señor. Supondría, además, un contraste con el gradual desarrollo de Jesús (Lc 2,52) y con algunas
afirmaciones suyas de ignorancia sobre realidades decisivas para la salvación del hombre (cf. Mt 24,36; Mc
13,32). Por eso, reservando la visión beatífica a la humanidad glorificada del Cristo pascual, admite en el Jesús
prepascual solamente una visión inmediata no beatífica.

Esta visión inmediata sería un momento intrínseco de la unión hipostática, y, por tanto, absolutamente
inalienable. Siendo la unión hipostática la asunción ontológica de la naturaleza humana en la persona divina,
ello supone una cierta determinación de la realidad humana por parte del Verbo. Se trata de un acto de la
potentia oboedientialis de la naturaleza humana y de su radical posibilidad de ser asumida. Esta determinación
ontológica desde arriba de la naturaleza humana en Cristo «ha de ser necesariamente consciente de sí, puesto
que, en todo ser espiritual, ser y ser presente a sí mismo son dos momentos intrínsecos de la misma realidad».

El contacto inmediato y consciente de Jesús con Dios tiene que ser considerado como una condición
fundamental de su existencia. Se trata de una conciencia originaria, que deriva de la unión hipostática: «la
conciencia de ser Hijo de Dios no es otra cosa que la iluminación ontológica e intrínseca de esa filiación». Esa
conciencia no hay que imaginarla como una representación objetiva de Dios, sino que se sitúa en el polo
subjetivo de la conciencia de Jesús y constituye el horizonte atemático de su conciencia.

En el Jesús prepascual, por tanto, se da sobre todo esta situación fundamental de contacto inmediato con Dios,
poseído por él desde el comienzo de su existencia terrena. Debe admitirse, en segundo lugar, una evolución
gradual de esta originaria autoconciencia suya, que consiste en la tematización y objetivación concreta,
mediante la conceptualización humana de ese estado fundamental suyo, que por principio no es ni visión
objetiva ni conciencia plural y compuesta. La visión inmediata atemática tiende, por tanto, a desarrollarse y a
tematizarse históricamente, transformándose en una ciencia objetiva. Esta explicitación y desarrollo de la
conciencia y de la ciencia de Jesús, sin embargo, no significa que venga a saber algo que hasta ese momento
ignoraba, sino que, al contrario, comprende continuamente más a fondo lo que él es y que sustancialmente
conoce desde siempre.

En conclusión, en este estado fundamental «global y no temático de su filiación e inmediatez con el Logos, se
sabe de manera no temática también todo lo que pertenece a la misión y a la tarea soteriológica del Señor». Por
eso, por una parte, se admite la visión inmediata de Dios como momento intrínseco de la unión hipostática, y
por otra, se concibe esta visión como un estado fundamentalmente originario, privado de contornos objetivos,
atemático y radical de la naturaleza espiritual creatural de Jesús. La experiencia humana y el condicionamiento
histórico serían los estímulos para la tematización objetivante de este originario y perenne contacto inmediato
con Dios, permitiendo así un conocimiento gradual y en desarrollo y una auténtica evolución religiosa y
espiritual.

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Esta hipótesis sugestiva de Rahner, sin embargo, no está exenta de dificultades. No parece que pueda
compartirse la hipótesis de una visión inmediata, pero no tematizada de Dios. Más que visión, debería llamarse
condición a priori del conocer humano de Jesús. Además, la posibilidad de tematización desde fuera, es decir,
mediante la experiencia, de esta visión inmediata y atemática parece contradecir la rea1idad de los hechos. No
es la experiencia histórica extrínseca de Jesucristo la que puede aportar los elementos fundamentales
(autoconciencia filial y mesiánica, revelación, predicción del futuro) para la tematización de esa visión. Sino
que sucede lo contrario: es la visión la que influye en la experiencia, haciendo concepto humano, palabra y
gesto histórico-salvífico de Cristo. Finalmente, la visión inmediata de Dios, que para Rahner sería no beatífica,
más que resolver, parece eliminar el problema de la coexistencia de la visión beatífica y del sufrimiento en
Cristo.

3. Hipótesis de la única ciencia humana en Jesucristo (J. Galot)

J. Galot sostiene que la doctrina medieval de la triple ciencia humana en Jesucristo, más que fundarse en
el dato bíblico-patrístico, sería el resultado de una deducción apriorista a partir del principio de perfección.
Según este principio, Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, no podía dejar de poseer todas las perfecciones
posibles de un conocimiento creatural, incluida la visión beatífica. Sin embargo, admitiendo esto, no quedaría
respetada suficientemente la distinción entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesús. Además, la
teoría de la triple ciencia introduciría -según Galot- en la psicología humana de Jesucristo una serie de
compartimentos por los que prácticamente conocería las mismas cosas de tres maneras diferentes. La visión
beatifica en el Jesús terreno, finalmente, haría superflua y artificial su ciencia experimental, y además vaciaría
su sufrimiento haciéndole aparente. En conclusión, «el Cristo "verdadero hombre" no ha vivido en la tierra una
vida celestial, ni en el plano intelectual ni en el plano afectivo; no ha tenido ni visión inmediata ni felicidad de
la visión».

Según Galot, en el Jesús prepascual hay una sola ciencia humana, formada de conocimientos «experimentales»
y conocimientos «de origen superior». Estos últimos incluirían el conocimiento de Dios y otros conocimientos
infusos singulares, como las predicciones, el conocimiento de los corazones, el conocimiento de la doctrina
religiosa y el plan de la redención. Durante su vida terrena, Jesús no ha gozado de la visión beatífica de Dios, lo
cual habría anulado la realidad de la encarnación, vaciado la verdadera kénosis del Verbo y destruido el valor de
su sacrificio redentor. ¿De qué naturaleza es entonces el conocimiento humano singular que Jesús tiene del
Padre? Para Galot ese conocimiento se manifiesta sobre todo en la experiencia del Abbá, que «revela una
intimidad con el Padre profundamente enraizada en la psicología de Jesús». Se trata de una experiencia de tipo
místico y por eso se la llama contacto místico filial: «Los místicos hablan de contactos místicos con Dios:
experimentan el sentimiento de la presencia de Dios, tienen la impresión de estar fundidos con la vida divina, de
estar inmerso s en ella. Es toda la personalidad la que se siente comprometida en este contacto. Estos contactos
místicos con el Padre fueron los que permitieron a Jesús, en los albores de su conciencia humana, reconocer su
identidad de Hijo y captar la verdad de su «Yo» divino en la conciencia humana. Sería la inevitable repercusión
psicológica de la paternidad ontológica del Padre. Efectivamente: «Por medio del Espíritu Santo [el Padre]
actuó en la psicología de Jesús para hacerse reconocer como Padre. Ha asegurado un desarrollo psicológico
continuo y en conformidad con la generación física».

Este sentimiento de la presencia del Padre acompaña y marca los estadios de conciencia del Jesús histórico,
permitiendo su desarrollo y su enriquecimiento psicológico. La fuente de esta «mística filial» de Jesús se sitúa
en la recepción de gracias análogas a las de los contactos místicos: «Jesús ha recibido luces que podríamos
llamar infusas para reconocer al Padre como su verdadero Padre en el pleno sentido de la paternidad.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

En Jesús, por tanto, los conocimientos infusos de arriba y los adquiridos experimentalmente de abajo están
presentes al mismo tiempo armónicamente en su única ciencia humana, que se desarrolla psicológicamente
como la de cualquier hombre: «Esto quiere decir que Jesús no ha tenido desde el primer instante conciencia de
la propia identidad, como pretendía la teoría de la visión beatífica. La vida humana de Cristo ha comenzado en
la inconsciencia, como cualquier otra vida humana, y el despertar de la conciencia ha sido progresivo».

En esta hipótesis, como en la de Rahner, admitimos un intento de aclaración y simplificación del complejo
problema de la ciencia humana de Jesucristo, no pocas veces indebida y apriorísticamente exasperado. A pesar
del fundamento bíblico de la hipótesis de Galot, nos parece insuficientemente motivada la autoconciencia
humana de Jesús recurriendo solamente a la experiencia mística, la cual, aunque se dé, es intrínsecamente
puntual y siempre deudora de las gracias especiales de iluminación infusa. En la Escritura aparece, sin embargo,
que la autoconciencia filial de Jesús, más que un conjunto de iluminaciones puntuales, es un estado permanente
que sirve de horizonte interpretativo a toda su existencia terrena y a todo su desarrollo psíquico. Por eso está
anclada más bien en la ontología, de la que es su desarrollo psicológico armónico y estable. En el fondo ésta es
la «tradicional» línea hermenéutica que une las dos primeras hipótesis, aunque sean diferentes sus conclusiones.

B) EL MISTERIO DE LA CIENCIA HUMANA DE JESÚS

Partimos de dos datos de hecho: la complejidad pluridimensional y pluriestratificada de la conciencia


humana, que puede hospedar al mismo tiempo diversos tipos de conocimiento y distintos niveles de
aprehensión, y la coincidencia en la conciencia humana de Jesucristo de conocimientos adquiridos e infusos. En
este sentido, partiendo del dato bíblico, nos preguntamos si la conciencia filial de Jesús, es decir, la conciencia
que él tenía de ser el Hijo del Padre, es una «conciencia inmediata atemática» o solamente un «contacto
místico» que no constituya una misteriosa pero realísima visión beatificante del Padre, que se revela así como la
estructura psicológica que sustenta el ser y el actuar humano del Verbo. No parece que esta hipótesis de trabajo
pueda dañar la integridad de la humanidad del Verbo. La contemplación de Dios por parte del Hijo -sobre todo
cuando se trata del propio Padre ontológico- en ningún caso puede verse como una lesión de la naturaleza
humana ni del hombre en general, ni de Jesús en particular. La vocación de ambos -aunque con título diferente-
es efectivamente la de ser «hijos de Dios».

1. El dato bíblico

I. «Señor, tú lo sabes todo» (Jn 21,17)

Partiendo del uso joaneo de los verbos ginósko («conozco») y oída (<<sé») se ha propuesto una
significativa distinción de su significado. Ginósko indicaría un conocimiento experimental adquirido, mientras
que oída designaría el conocimiento como meta alcanzada o poseída. Referido a Jesús, por tanto, el verbo
ginósko mostraría «un conocimiento natural, que Jesús ha adquirido con medios humanos ordinarios». Por
ejemplo, se afirma que «llegó a saber» que los fariseos habían sido informados de su actividad (Jn 4,1; cf.
también 5,6; 6,15; 16,19). El mismo verbo es también usado para indicar la mirada penetrante y escrutadora de
Jesús en relación con los hombres, de lo que tenía mucha experiencia. Consiguientemente, se lee que «Jesús no
se fiaba de ellos, porque conocía a todos y no necesitaba que nadie le diese testimonio del otro, pues sabía lo
que hay en cada hombre» (Jn 2, 24-25).

Sin embargo, en el uso de oída tendríamos indicios de un conocimiento no adquirido desde fuera. Es decir,
indicaría el conocimiento de la realidad divina. Por eso, frente a los que no conocen al Padre, Jesús declara
perentoriamente: «Yo lo conozco, porque vengo de él y él me ha enviado» (Jn 7,29; 8,55). Al indicar el origen
de su conocimiento del Padre, revela que viene del Padre (Jn 16,27; 17,8), porque está en el Padre (Jn 17,21.23)

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

y está siempre vuelto a él (Jn 1,1-2). «Sabiendo», por tanto, de dónde viene y adónde va (Jn 8,14; cf. 13,4),
revela cosas «conocidas», porque las ha «visto» (Jn 3,11).

Sin embargo, se ha advertido justamente que esta regla tiene algunas excepciones. En muchos pasajes, el
conocimiento del Padre por parte de Jesús se expresa casi indistintamente con uno u otro verbo (cf. Jn 7,29;
8,55; 10,14-15; 17,25).

Esto no le quita nada al testimonio joaneo de un conocimiento particular «desde arriba» que Jesús tiene en sus
relaciones con el Padre y en relación con su misión. Por ejemplo, el conocimiento de la «hora». El «sabe» que
la hora ha llegado (Jn 13,1). «Sabe» que el Padre «había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios
volvía» (Jn 13,4). En el momento de su prendimiento, Jesús conoce «todo lo que le iba a suceder» (Jn 18,4).
Hasta poder exclamar en la cruz: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

Este dramático cuadro de «anticipación del tiempo», sin hacer de menos al establecido para su hora (cf. Rom
5,6), no puede dejar de ser un indicio de un misterioso pero real «dominio» que Jesús tenía de su vida histórica,
vista y leída totalmente en la mente del Padre. La anticipación de su muerte no sucede como en algunas
enfermedades graves o experiencias místicas: «En Cristo hay mucho más. Para comenzar, él conoce esta
muerte. A partir del momento en que nosotros lo vemos -en el Bautismo, en la teofanía del Jordán- Cristo ha
entrado en el proceso que le conduce a la muerte; sabe que tiene que morir pronto, y cuál va a ser su muerte. El
testimonio que ofrece a su Padre -la fidelidad a su misión- es lo que plantea y estrecha en torno a sí su cepo
mortal; anuncia, por tres veces, su pasión, crucifixión y muerte. El sabe que esta muerte es "su hora": la ha
establecido el Padre».

Este conocimiento global de los acontecimientos, claro y al mismo tiempo no artificial, lleva a una
interpretación más profunda de la misteriosa conciencia humana de Jesús. Antes de pascua, los mismos
discípulos lo advirtieron, precisamente en el ámbito de la revelación de la misión de Jesús por parte del Padre.
Le dijeron: «Ahora vemos que lo sabes todo... Por eso creemos que has venido de Dios» (Jn 16,30). Se trata de
la misma afirmación que encontramos inmediatamente después de pascua, en la conmovida respuesta de Pedro:
«Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (Jn 21,18). Ese «saberlo todo» atestiguado por los discípulos
corresponde al conocimiento mismo de Jesús en el momento-síntesis de su existencia salvífica, cuando exclamó
en la cruz: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

II. «A Dios nadie lo ha visto nunca: el Hijo unigénito que está en el seno del Padre es quien nos lo ha revelado »
(Jn 1,18)

Con la declaración inicial, «a Dios nadie lo ha visto nunca», el evangelista reafirma un principio del AT (Ex
19,21; 33,20; Lc 16,2; Núm 4,20; Dt 5,24-26). Incluso la visión de Moisés (cf. Ex 34,1-10) y la de Isaías (cf. Is
6,1-5; 12,41) son experiencias muy imperfectas del mundo divino. A pesar de lo extraordinario de la
experiencia extática inicial de Isaías, gratificado de manera particular con luces sobrenaturales, puede
encuadrarse también en lo de «a Dios nadie lo ha visto nunca».

La auténtica revelación de Dios se tiene solamente en el Hijo unigénito del Padre. Aquí se plantea el problema
de si «el que está en el seno del Padre» se refiere al Verbo preexistente, al Jesús prepascual o al Cristo
postpascual. La solución habría que verla en la afirmación de la permanencia del Verbo eterno en el Padre, no
sólo como preexistente y glorificado, sino también en su estado de encarnación. Solamente si no cesa de estar
en el seno del Padre, podrá manifestar a los hombres la plena revelación de Dios, convirtiéndose así en el
verdadero «exegeta» de los misterios del Padre.

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

Por otra parte, la fuente de la verdad de su revelación está en la conciencia permanente que el Verbo tiene de
morar en Dios, contemplado por él sin descanso. Como es propio de la realidad de la permanencia ontológica
del Verbo encarnado en Dios que su conciencia humana alcance su visión constante del Padre. Dice al respecto
M. J. Lagrange: «Jesús ha conocido al Padre como Verbo. Pero lo ha revelado durante su vida humana, y sería
sorprendente que su naturaleza humana no hubiera participado del conocimiento requerido para ser en grado
único el Revelador. Esto significa que Jesús fue agraciado con la visión beatífica desde esta vida. La tesis
teológica parece tener aquí un sólido apoyo».

Es clara la distinción entre conocimientos infusos, concedidos abundantemente a los profetas, y la revelación
divina de Jesucristo, si consideramos, por ejemplo, a Isaías. El profeta suele introducir su mensaje con fórmulas
como: «El Señor dice» (Is 1,2), «Escuchad la palabra del Señor» (Is 1,10). Sin embargo, Jesús proclama con
autoridad: «En verdad, en verdad os (o «te») digo», con esta fórmula empleada sobre todo en el cuarto
evangelio (Jn 1,51; 3,3.5.11; 5,19.24.25; 6,26.32.47.53; 8,34.51.58...). Este doble «en verdad») -corresponde al
hebreo «amen», cuya raíz indica estabilidad, solidez, certeza- «traduce la certeza divina que tiene de la absoluta
verdad de sus declaraciones, ya que, en lugar de moverse en el mundo de la fe, tiene evidencia de lo que dice».
Jesús en persona es, por tanto, el «Amén, el Testigo fiel y veraz» (Ap 3,14), la afirmación última y definitiva
del Padre (cf. 2 Cor 1,20).

III. Jesús habla de lo que sabe (J 3,11-13; cf. 6, 46; 8,38)

Mientras el texto anterior es una reflexión del evangelista, el amplio pasaje de Jn 3,11-13 se refiere al
pensamiento mismo de Jesús sobre su revelación. Respondiendo a Nicodemo, Jesús dice: «En verdad, en verdad
te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no
acogéis nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas de la tierra y no me creéis, ¿cómo vais a creerme si os
hablo de cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre que está
en el cielo» (Jn 3,11-13). Aunque atestiguada imperfectamente, la lectura «que está en el cielo» (v .13) es
aceptada por exegetas cualificados, o porque la omisión parece ser demasiado exclusivamente egipcia, o porque
la lectura más difícil es frecuentemente la preferible. Aquí, como en Jn 1,18, el Verbo, incluso encarnado,
permanece siempre «en el seno del Padre».

Planteando un antítesis entre «las cosas de la tierra» y «las cosas del cielo» (v.12), Jesús señala dos objetos
distintos de su revelación. Habla de realidades «terrenas» que todos pueden observar, como el «viento que sopla
donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). Pero habla también de
realidades «celestes» que humanamente no pueden captarse, como la bajada del Hijo del hombre a la tierra por
la encarnación, su exaltación celeste, su relación filial con el Padre y las relaciones intratrinitarias. No pocos
exegetas ven aquí un lenguaje inspirado en Sab 9,16, cosa frecuente en Juan. En el prólogo, el evangelista
emplea la doble tradición veterotestamentaria de la «Sabiduría» y de la «Palabra de Dios», para presentar a
Jesús como la Sabiduría divina encarnada.

Ahora bien, en la tradición sapiencial se afirma que la Sabiduría divina «todo lo conoce y todo lo comprende»
(Sab 9,11). Al identificarse con la Sabiduría, Jesús se presenta a Nicodemo como el perfecto revelador de Dios.
Sus palabras provienen de todo lo que «sabe» y «ha visto». Su revelación, por eso, es expresión de una ciencia
vinculada a la visión.

En Jn 3,11-13 tenemos una situación parecida a la de Jn 1,18. Con la diferencia de que, mientras en Jn 1,18 el
Hijo unigénito revela al Padre con su encarnación, en Jn 3,11-13 es el Hijo del hombre, que vive en la tierra y
que ha bajado del cielo, el que realiza esta obra. La precisión es importante incluso para dar el contenido justo al
perfecto «hemos visto» (v.11: heorákamen), semejante a los que se encuentran en Jn 6,46: «solamente el que

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viene de Dios ha visto al Padre», y Jn 8,38: «Os digo lo que he visto junto al Padre». Estos tres perfectos no
pueden atribuirse sólo a la visión que el Hijo tenía en su preexistencia, antes de la encarnación. Habría que
leerlos o uniendo Jn 3,11 («hemos visto») con 3,13 («que está en el cielo»), o en el contexto de las afirmaciones
de Jn 5,19-20, donde todos los verbos están en presente: «En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer
nada sino lo que ve hacer al Padre; lo que él hace, también lo hace el Hijo. El Padre ama al Hijo y le manifiesta
todo lo que hace». Los tres perfectos se refieren a una acción cuyo efecto dura también en el presente (como
sucede a menudo en griego). Por tanto, se trata «de una visión que ha existido siempre y que dura a lo largo de
toda la vida terrena del Hijo del hombre». Y, gracias a esta visión siempre actualizada, Jesús puede cumplir
adecuadamente su función de revelación.

IV Conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo y la revelación a los hombres (Mt 11,27; Lc 10,22).

Citamos solamente Mt 11,27: «Todo me ha sido entregado por mi Padre; nadie conoce al Hijo sino el
Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Es una parte del
llamado himno de júbilo (cf. las tres estrofas en Mt 11,25.26-27.28-30). La afirmación «Todo me ha sido
entregado por mi Padre» puede indicar transmisión de un conocimiento y entrega de un poder (cf. Jn 3,35). El
contexto inmediato induce a referirse a la revelación divina que Jesús aporta. El conocimiento mutuo entre el
Padre y el Hijo recuerda también la tradición sapiencial, en la que se afirma que sólo Dios mantiene con la
Sabiduría una relación de recíproco conocimiento y amor (Eclo 1,1-10; Sab 8,3-4).

En el pasaje de Mateo, en primer lugar, se expresa una situación permanente de pleno y mutuo conocimiento
existente entre el Padre y el Hijo encarnado. En segundo lugar, el Padre y el Hijo se presentan como un misterio
inaccesible al hombre, de manera que ni las experiencias proféticas y místicas más elevadas lo pueden penetrar
adecuadamente: «has escondido estas cosas a los sabios y entendidos» (v.25). También Lucas alude a «muchos
profetas y reyes» (Lc 10,24) sumamente carismáticos, que hubieran querido ver la revelación del Señor, y no la
han visto (Lc 10,24). En tercer lugar, a la revelación del Hijo de Dios encarnado se debe el que este misterio sea
comunicado a los hombres. Y, finalmente, notemos que la afirmación de Mateo está en presente: «Nadie conoce
al Padre sino el Hijo». Es decir, indica que el conocimiento del Padre permanece durante la vida terrena de
Jesús. Puede hablar de las «cosas del cielo» (cf. J n 3,12) en la medida en que «conoce» perfectamente al Padre
(Mt 11,27).

V. La transfiguración

No es fácil sintetizar en pocas líneas la lectura exegética de estos textos (cf. Mt 17,1-8; Mc 9,28-36; cf.
también Jn 12,30-36; 2 Pe 1,16-18). Estamos ante una teofanía con muchos detalles simbólicos, que subrayan
un momento decisivo de la revelación divina. El contexto es el que precede a la pasión. La «transfiguración» -la
anticipación en la tierra de la vida «pneumática» de Cristo- no sólo no es extraña a la realidad terrena de Jesús,
sino que también anuncia su experiencia más dolorosa desde el punto de vista humano. Incluso parece constituir
el verdadero horizonte existencial de sus misterios dolorosos, en vista de la definitiva manifestación gloriosa.

El «monte alto» (Mt 17,1), el rostro de Jesús que «brilla como el sol» y sus vestiduras hechas «blancas como la
luz» (Mt 17,2), la presencia de Moisés (la ley) y Elías (los profetas) que hablan «con él» (Mt 17,3), las palabras
del Padre que le proclaman «Hijo amado» (Mt 17,5), alcanzan la cumbre de su significado en el mandamiento
explícito de Dios: «Escuchad lo» (Mt 17,5).

En la transfiguración, Jesús, incluso en la kénosis de la encarnación, permanece en el esplendor de su realidad


divina. Si su humanidad está asociada a esta gloria, no parece tan ilegítima la hipótesis de una visión actual del
Padre por parte de la conciencia humana del Verbo. Porque, además, en este contexto Jesús se presenta no como

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el que recibe la luz, sino como el que es «la luz» y la da. Se trata de un tema frecuente en el cuarto evangelio, en
el que Jesús, incluso «encarnado», es llamado «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Jesús es
consciente de serlo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12); «Yo he venido al mundo como luz» (Jn 12,46);
«Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (Jn 9,5). Como «luz» en el mundo manifiesta el misterio de
Dios: «Luz inmutable del Padre, oh Verbo, en tu fulgurante luz hemos visto hoy, en el Tabor, la luz que es el
Padre y la luz que es el Espíritu que ilumina toda criatura».

La «luz» que es Jesús no es la profética, sino la misma de Dios, que se manifiesta también en su humanidad. La
categoría teológica de la visión beatífica en el Cristo prepascual no parece inadecuada del todo para la
comprensión de la conciencia que Jesús tiene de estar en el Padre.

De la transfiguración aparece también que esta visión beatífica de Jesús terreno no elimina ni contrasta con la
realidad de la pasión. Jesús aparece aquí como la Belleza crucificada. En el comentario al icono bizantino de la
transfiguración, P. Evdokimov afirma: «pero precisamente por estar crucificada, la belleza de Jesús resplandece
más. El amor, también el de Dios, no puede dejar de ser sacrificial [...]; sin embargo, la Cruz -éste es el mensaje
secreto del icono- resplandece ya con la luz de la mañana de Pascua».

2. Cristo «viator» y la visión beatífica

Partiendo de este conjunto de testimonios, el primitivo kerigma cristiano ha identificado a Jesús no con
los profetas o los sabios, sino con la Sabiduría misma de Dios. Así, Pablo afirma: «predicamos a Cristo potencia
de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24); «Cristo Jesús [...] es para nosotros sabiduría» (1 Cor 1,30). También
el Apocalipsis subraya que el Cordero tiene «siete ojos» (Ap 5,6) 153. Es decir, el Mesías tiene la plenitud del
conocimiento y de los dones del Espíritu (cf. Is 11,2) y por eso es digno de abrir los siete sellos (cf. Ap 6-8).
Notemos que el título cristológico «Cordero» alude a un contexto sacrificial: la omnisciencia del Cordero es la
de la humanidad sufriente y al mismo tiempo gloriosa de Cristo. El régimen de existencia terrena de Jesús, tal
como lo presenta el NT, no parece excluir apodícticamente la hipótesis de una visión beatífica. Ni esta
conclusión prejuzgaría la realidad y el compromiso de sufrimiento del Hijo en su pasión y muerte.

De esto no faltan indicios significativos en la teología patrística. Orígenes, por ejemplo, compara la condición
del alma humana asumida por el Verbo a la del hierro sumergido en el fuego: «Como el hierro está en el fuego,
así el alma humana [de Cristo] se encuentra siempre en la Palabra, siempre en la Sabiduría, siempre en Dios, y
todo lo que hace, todo lo que piensa, todo lo que comprende es Dios». Un diácono llamado Fernando plantea a
Fulgencio de Ruspe (468-533) la pregunta «si el alma de Jesucristo había sido plenamente consciente de su
asunción por parte de la divinidad». Fulgencio, después de haber precisado que «el alma humana en el Verbo
forma el único Cristo y el único Dios unigénito», pone en guardia de negar a Cristo el pleno conocimiento
humano de su divinidad, y concluye: «Podemos claramente afirmar que el alma de Cristo tiene plena conciencia
de su divinidad; sin embargo, no sé si tenemos que decir que conoce la divinidad como Dios se conoce a sí
mismo, o no decir que conoce todo lo que Dios sabe, pero no como Dios lo sabe («potius dicendum est, quia
novit quantum illa [«illa» = «divinitas»] sed non sicut illa»). Siglos después, Abelardo (1079-1142) atribuye al
alma humana de Jesús la «visión perfectísima de Dios» («Deum perfectissime videbat»). Partiendo del dato
bíblico, en la teología patrística y medieval se comenzó a distinguir lo que Jesús «aprende» de lo que «sabe» y
«ve», hasta la doctrina escolástica de su triple ciencia humana: experimental, infusa y beatífica.

Proponemos ahora algunas consideraciones sobre Cristo «viator» y al mismo tiempo «comprehensor». En él
esta visión «misteriosamente beatífica» se presenta, por una parte, como una exigencia intrínseca de la unión
hipostática, y, por otra, como el fundamento de su misión reveladora y redentora. Además, no se presenta

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dañosa de su auténtica humanidad, ni hace menos dolorosa la pasión, que el Verbo ha vivido plenamente «in
sacramento humanitatis».

La visión beatífica en el alma humana de Cristo es sobre todo expresión de la armonía que hay en él entre el
orden del ser y el del conocer. Efectivamente, de la unión de la naturaleza humana en la persona del Verbo brota
también su unión en la visión. Esta visión es, por tanto, la traducción a nivel de conciencia de la unión
hipostática. Se capta aquí la profunda relación que existe entre el Verbo y su humanidad asumida. Por lo que la
unión hipostática sin visión beatífica sería en Cristo una realidad psicológicamente inerte y privada de la
correspondiente acción vital.

Como consecuencia psicológica de su ser ontológico, esta visión no puede ser un simple contacto místico, ni
sólo un horizonte psicológico atemático. Por el contrario, la visión es sobreabundante, solar y beatífica
inmediatez cognoscitiva de Dios, y, como tal, perenne subsuelo conciencial de la existencia terrena de Cristo,
que le permite, incluso como hombre, continuar viviendo vuelto al Padre. Este conocimiento inmediato de Dios
es ciertamente atemático, pero no por defecto, sino por exceso. Esta visión es intrínsecamente inefable, porque
es «transcategorial» y «metacategorial». Es decir, supera por lo rico e inagotable de su contenido todas las
categorías conceptuales del lenguaje humano. Más que indeterminación atemática es superdeterminación y
superconcentración temática. Por lo que, paradójicamente, la tematización de esta visión inmediata en
categorías y en lenguaje humano no supone un progreso ni un enriquecimiento, sino una verdadera y auténtica
kénosis y una involución, porque va del «más» del conocimiento al «menos» de la expresión y la formulación.
Consiguientemente, la indispensable conceptualización que esta visión supracategorial ha debido tener mediante
la llamada «ciencia infusa» constituye un misterioso proceso kenótico. Cristo terreno vive en sí el paso de la
riqueza de la visión al continuo e intrínseco empobrecimiento de su traducción conceptual.

Además, la visión beatífica es también el fundamento de la misión de Jesús. La posesión tranquila de la


conciencia filial y mesiánica brota precisamente de esta visión del Padre, que ilumina y aviva su existencia
humana, sus encuentros, y sobre todo el sufrimiento de la pasión. Jesucristo en cuanto Palabra y Sabiduría de
Dios no se priva, en su situación humana, de esta fuente íntima de conocimiento inmediato y beatificante del
Padre. El himno de júbilo y la transfiguración constituyen la expresión puntual de este constante «estar en
misión siempre vuelto hacia el Padre». El conocimiento profundo del corazón humano, la predicción de los
acontecimientos futuros, la revelación de la comunión trinitaria, la orientación hacia la pasión no son fruto de la
experiencia empírica, ni tematizaciones de su desarrollo psíquico, sino conocimiento fontal en el Padre de su
designio de salvación.

De todo esto deriva que en Jesús se dé la posibilidad simultánea de la visión beatífica con la auténtica
humanidad y con la realidad del sufrimiento de la pasión. La kénosis no borra la visión del Padre, sino que
coexiste con ella, dándole su valor redentor. Por eso, Cristo es a la vez «comprehensor» y «viator», así como es
simultáneamente «revelador» y «siervo», «sacerdote» y «víctima», «Hijo de Dios» e «Hijo del hombre». De la
visión del Padre alcanza su revelación, que lleva consigo no sólo palabras de vida y de verdad, sino también la
entrega de su vida al Padre en el misterio del sufrimiento y de la muerte.

Admitir en Cristo la visión y el dolor es leer y aceptar plenamente la globalidad de su acontecimiento.


Efectivamente, él está en el seno misericordioso del Padre y al mismo tiempo en las manos despiadadas de la
humanidad pecadora. Este inefable estar al mismo tiempo en uno y otro sitio, en vez de atenuar el sufrimiento y
el dolor, los hace más agudos porque son más sentidos en su profunda carga de lejanía de la caridad de Dios y
de inmersión en la impiedad del pecado del hombre. Por eso, el dolor en él es tanto más profundo cuanto más
íntima y beatífica es su unión con el Padre. El sufrimiento coexiste con su visión del Padre porque es la
traducción obediencial de su caridad redentora: «como el Padre me conoce y yo conozco al Padre, yo doy mi

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vida por la ovejas» (Jn 10,15). Aquí está la raíz de su «dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45; Mt 20,28;
Heb 10,5-9). En su real estado de kénosis, el Verbo encarnado está siempre (lleno de gracia y de verdad» (Jn
1,14).

La visión beatífica de Jesús no es entonces evasión del dolor, sino inmersión más convencida de la caridad que
sostiene y fecunda su pasión y su muerte. Esta misteriosa experiencia existencial es más fácil vivirla que
interpretarla y explicarla. Ahora bien, es un hecho que el corazón humano puede albergar a la vez luz y
tinieblas, gozo y dolor, presencia y abandono. En el corazón humano de Jesús no hay barreras que impiden la
comunicación entre la luz beatífica de Dios y la noche y la tristeza del dolor y de la muerte. También en su
conciencia, ha unido admirablemente el cielo y la tierra, a Dios y al hombre.

7.3 La Resurrección

A. MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS

El viernes y el sábado santo, con su providencial realidad de muerte “salvífica”, no fueron, sin embargo,
la última palabra del acontecimiento Cristo. A la muerte de Jesús no le siguió el silencio absoluto de Dios. El
Hijo eterno hecho, hombre, crucificado y depositado en el sepulcro excavado en la roca, no quedó como presa
de la muerte. El vertiginoso recorrido de la kénosis que le había llevado a la vida divina de la comunión
trinitaria a la obediencia de la encarnación (Heb 10, 7) y de la aniquilación en la cruz (Flp 2, 8; Heb 5, 8) no se
hunde en la sombra definitiva de la nada. K. Rahner dice al respecto: “La muerte de Jesús es tal que, por su
propia naturaleza, se anula en la resurrección, desemboca y muere en ella”. Esto significa que la muerte de
Jesús –que durante su vida terrena había anunciado a Dios como el Dios de los vivos (Lc 20, 38) y la fuente
misma de la vida (Jn 5, 26); que había realizado milagros de resurrección (cf. Mc 5, 21-15.35-43; Mt 9,18-
19.23-26; Lc 8,40-42. 49-56; Lc 7,11-17; Jn 11, 1-45); que se había proclamado a sí mismo como “vida”
(Jn5,26), “resurrección (Jn11,25-26) y “luz de la vida” (Jn 8,12)—, esa muerte es destruida por la
sobreabundante plenitud y poder de su vida divina: “nuestro Señor Jesucristo resucitando –dice san Agustín—
ha hecho glorioso el día que muriendo había hecho luctuoso”.

En Cristo resucitado encontramos un hecho inaudito: “la muerte de la muerte. Entrando en la humanidad del
Hijo de Dios, sumergida en el océano de vida que es Dios, la muerte muere y se hace vida. No vida humana,
que siempre es mortal Sino auténtica vida “divina”, vida “pneumática”, vida completamente penetrada por el
Espíritu inmortal y vivificante de Dios, que no admite caducidad ni quiebra. La humanidad torturada,
crucificada y sepultada de Cristo se hace así la humanidad resucitada y gloriosa del Hijo de Dios. Ésta es la
unidad irrompible entre muerte y resurrección en Cristo. La muerte humana, en toda su realidad y tragedia, ha
sido misteriosamente cambiada en vida divina. Jesucristo realiza como primicia absoluta la vuelta del hombre
no al paraíso perdido, sino al seno mismo de la comunión trinitaria. Con la resurrección de Dios, la humanidad
gloriosa confirma su pertenencia a la misma definición de Dios cristiano, que es Padre, Hijo “verdadero Dios y
verdadero hombre”, y Espíritu Santo.

B. LA RESURRECCIÓN, ACONTEIMIENTO CRISTOLÓGICO PLENARIO

Todo el NT está penetrado de este extraordinario e inesperado misterio de gloria. El estupor y la


incredulidad de los discípulos es tan grande (cf. Mc 16, 14) que provoca el reproche de Cristo resucitado: “¡Qué
necios y torpes sois para entender la palabra de los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciese estos
sufrimientos para entrar en su gloria?” (Lc 14, 25-26). “¿Por qué tenéis miedo, por qué dudáis en vuestro
corazón?” (Lc 24,38). Sin embargo, una vez confirmada la fe en el Resucitado, la comunidad eclesial se dio

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cuenta inmediatamente de la importancia decisiva del acontecimiento y difundió su mensaje con convicción,
hasta el martirio. Con total sinceridad san Pablo puntualiza la centralidad de la resurrección, como criterio
primario de la verdad del anuncio cristiano: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es
nuestra fe. Seríamos falsos testigos de Dios, porque habríamos testimoniado contra Dios que él ha resucitado a
Cristo, mientras que no lo habría resucitado” (1 Cor 15,15-16). H. Schlier señala al respecto: “De la
resurrección de Jesucristo la Iglesia primitiva no ha hablado ni con indiferencia ni de forma no comprometida,
sino con emoción y en actitud de profesión de fe”.

La resurrección se convierte en el centro de la predicación apostólica y en el verdadero origen de la Iglesia: “A


este Jesús, Dios lo ha resucitado y todos nosotros somos testigos” (Hch 2, 32). Las afirmaciones más antiguas
son aquellas en las que la resurrección aparece como un acto de Dios respecto a Jesús: “Dios lo ha resucitado de
entre los muertos” (Rom 10,9; 1 Tes 1,10; cf. También Hch 2, 23-24; 3, 25;4, 10; 17,31; Rom 8,11; Gál 1,1; Col
2, 12; Ef 1, 10; declaraciones sustancialmente análogas se encuentran en Rom 4,25;6,4.9; 7,4; 8,34; 1 Cor
15,12-17.20; 2 Cor 5, 15). Vienen después las afirmaciones en las que Jesús es el sujeto del resurgir:
“Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34; cf. 1 Cor 15,3-5).

La resurrección constituye el núcleo de los primerísimos símbolos de fe que pueden encontrarse en el NT. San
Pablo en la introducción de su carta a los Romanos aclama a Jesucristo “nacido de la estirpe de David según la
carne, constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación mediante la resurrección de entre
los muertos” (rom 1,3-4, cf. También 4,24; 8, 34; 1 Cor 15,3-5; t Tim 3, 16; 2 Tim 3, 26; 2 Tim 2, 8; 1 Pe 1, 21;
3, 18-20). “Nosotros creemos –dice el Apóstol— que Jesús ha muerto y ha resucitado” (1 Tes 4,14). La
proclamación de Cristo resucitado es anuncio de salvación: “Si tus labios confiesan que Jesús es el Señor, y tu
corazón cree que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvo” (Rom 10,9).

En el NT la resurrección de Jesucristo presenta una realidad plenaria que podemos sintetizar en tres aspectos.
Primero, la resurrección es la confirmación de la divinidad de Cristo, que vuelve a su gloria de Hijo del Padre,
con su humanidad resucitada. Segundo, es la revelación suprema del Dios trinitario: del Padre, que acepta el
sacrificio redentor de Jesús y lo glorifica resucitándolo y elevándolo a su derecha; del Hijo, que con su
encarnación salvífica merece la exaltación gloriosa; y del Espíritu Santo, que es espíritu de vida y de
resurrección (“Cristo… entregado a la muerte, y vivificado en el espíritu”: 1 Pe 3, 18; cf. También Rom 1, 4).
Tercero, la resurrección supone la conclusión de la alianza de la restauración de la amistad entre Dios y el
hombre, gracias a la cual la vida divina es comunicada como primicia a través de él a toda la humanidad
(redención objetiva), y a través de él a toda la humanidad (redención subjetiva). Este influjo de Cristo
resucitado no es sólo ejemplar o intencional, sino real y eficaz. Es decir, tiene el poder espiritual de transformar
a los hombres a su imagen para hacerlos hijos de Dios.

C. EL LENGUAJE DE LA RESURRECCIÓN

El lenguaje neotestamentario referente a la resurrección es muy variado. Teniendo que traducir un


acontecimiento que es único y que está por encima de toda la experiencia humana, los autores sagrados lo han
comunicado mediante una multiplicidad de vocablos y de expresiones como resurrección, exaltación,
glorificación, triunfo, ascensión, nueva vida, recreación, presencia de Jesús en la historia y en el mundo, señorío
cósmico. Pero hay que decir que en el NT y en la época patrística se afianzó casi exclusivamente el lenguaje de
“resurrección”. En efecto, tanto el lenguaje simbólico de Heb 9, 11-12 (“entrada en el santuario celeste”) como
el llamado lenguaje de “exaltación” propio de los pasajes litúrgicos e hímnicos (Flp 2,9; Ef 4,10; 1 Tim 3,16),
así como la fórmula “Jesús vive” (2 Cor 13,4; Rom 14,9) y otras semejantes, no suponen necesariamente la
resurrección de entre los muertos. Se trata de categorías que no consiguen expresar adecuadamente la realidad
de la resurrección de Jesús. Son más bien afirmaciones de apoyo o explicativas. La opción por el lenguaje de

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resurrección se hizo casi inevitable, porque contra toda expectativa de la época tenía que expresar el
acontecimiento único de la resurrección de un hombre concreto, preludio de la resurrección de todos.

La resurrección de Jesús, sin embargo, no consiste en revivir o en el simple retorno ala vida terrena, como
sucedió con Lázaro. Jesús fue devuelto con su humanidad a la vida gloriosa, plena e inmortal de Dios. Por eso
su cuerpo glorioso es un cuerpo “pneumático” (1 Cor 15,44) o “espiritual”, en el sentido teológicamente fuerte
de un cuerpo enteramente invadido del soplo vital del Espíritu de Dios, que lo transformó de corruptible en
incorruptible, de vil en glorioso, de débil en fuerte (1 Cor 15, 42-43), de mortal en inmortal (1 Cor 15, 53-54).
La resurrección de Jesús constituye su victoria definitiva sobre la muerte y sobre el pecado, pues “la muerte ha
sido engullida por la victoria” (1 Cor 15, 54). En la resurrección de Jesús la muerte fue destruida para siempre
(cf. Is 25, 8).

D. LA REALIDAD DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

En el NT la fe en la realidad de la resurrección es un hecho decisivo e inequívoco: “Verdaderamente


(ontos = “realmente”) el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” Lc 24, 34). Los escritos
neotestamentarios pretenden transmitir un acontecimiento real. Al contrario, fue el encuentro con Cristo
resucitado el que suscitó en ellos la fe firme en la realidad de su actual estar vivo junto al Padre. La resurrección
no es la consecuencia de la fe de los discípulos, sino más bien la causa. De hecho, los discípulos estaban tristes
(Lc 24, 18), escépticos, incrédulos, duros de corazón (Mc 16,14), dubitativos (Mt 18,17), asustados (Lc 24,37).

La resurrección, demás, es un acontecimiento que en primera instancia afectó exclusivamente a Jesucristo, que
la vivió y la experimentó en su humanidad, y gracias a la cual su humanidad se hizo gloriosa, “pneumática”. Y
una vez resucitado se apareció después a los discípulos. Se trata, por tanto, primeramente de la resurrección “de
Jesús”. Sólo después y a partir de este hecho fontal se puede hablar de “experiencia” de los discípulos. La
realidad de la resurrección de Jesús, por tanto, no reside ni se identifica con la experiencia que los discípulos
vivieron al estar con él, o de su conversión o de su misión. Éstas son algunas consecuencias del acontecimiento
real de la resurrección de Jesús. Ellas no constituyen la resurrección. Jesús no ha resucitado en el contexto de un
encuentro interpersonal cualquiera. Él ha resucitado realmente de la muerte introduciendo su humanidad en la
vida divina. Después está la repercusión de esta resurrección en los discípulos, que se convierten a él
definitivamente.

La resurrección es, por tanto, un hecho eminentemente de arriba, que tuvo aspectos históricos decisivos para la
primera comunidad cristiana. No fue, sin embargo, un “acontecimiento de los discípulos”, aunque ellos se
conviertan en protagonistas después de Jesús de los hechos pascuales. En definitiva, no fue una realidad creada
por los discípulos mediante fraude o manipulación (según interpretaciones racionalistas ya superadas), o por
conversión postpascual a las enseñanzas de Cristo (según una línea interpretativa contemporánea), sin conexión
con las apariciones y con la tumba vacía. En el primer caso tendríamos un engaño innoble y totalmente
infundado por parte de los discípulos. En el segundo, la resurrección consistiría en una revivificación de la
enseñanza de Jesús en el ánimo de los discípulos, por lo que ellos consiguientemente habrían confesado: “Jesús
está vivo en medio de nosotros”.

En realidad, esta última afirmación es verdadera solamente si se fundamenta en el acontecimiento concreto de la


“resurrección de Jesús”, que no se agota en una existencia “intencional” o “subjetiva” en los discípulos, sino en
el hecho “objetivo”, “real” y “personal” de Cristo resucitado. La resurrección, como la muerte y la sepultura, es
presentada en la Escritura como un hecho que se refiere esencialmente a Jesucristo, aunque tiene repercusiones
decisivas en los mismos discípulos.

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E) LA HISTORICIDAD DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Desde el punto de vista de testimonio histórico –es decir, aplicando los distintos criterios de autenticidad
histórica—, la resurrección está atestiguada de manera compacta y unánime en todos los escritos del NT. Se
considera el culmen del curso terreno de Jesús y el centro del anuncio de la comunidad primitiva. Desde este
punto de vista, por tanto, puede considerarse como hecho “histórico”, en cuento sólidamente atestiguado por las
fuentes neotestamentarias.

Ahora bien, cuando afirmamos la historicidad de la resurrección, queremos resaltar su realidad de


acontecimiento verdaderamente sucedido. Aunque es un acontecimiento esencialmente trascendente y
metahistórico, la resurrección tiene un sólido engarce en nuestra historia. Las apariciones de Cristo resucitado
supone, efectivamente, un auténtico y misterioso encuentro entre trascendencia de Dios e inmanencia del
hombre, entre eternidad y tiempo. Se trata –hemos de decirlo inmediatamente— de un gratuito “dejarse ver” de
Jesús, que ilumina a sus interlocutores con la gracia de la fe. Pero este encuentro se produce en el espacio-
tiempo de la historia. Desde este punto de vista, la resurrección tiene un “margen histórico” real, una innegable
“cara” que mira a la historia del hombre. Consiguientemente, el hombre puede captar esta “huella” e
interpretarla. En este sentido la resurrección puede llamarse, con W. Pannenberg, “acontecimiento histórico”.

En realidad, la verificación “histórica” de la resurrección no es algo inmediato, sino mediato. Lo que el NT


alcanza de manera inmediata, a través de los criterios de autenticidad histórica, es la fe de los discípulos en la
resurrección de Jesús, fundamentada en un doble hecho: las apariciones del Resucitado (tanto en la tradición
preevangélica como en la evangélica), y la tumba vacía. La resurrección se capta solo “mediatamente”, a través
de esta fe firme y “fundamentada” de los discípulos en Cristo resucitado, cuyo cuerpo ya no está en el sepulcro.

La investigación histórica no percibe la resurrección en el hecho puntual en que sucede trascendentemente –ese
hecho no es atestiguado ni “imaginado” por las fuentes neotestamentarias, mientras es detalladamente
“descrito”, por ejemplo, en el Evangelio apócrifo de Pedro—, sino que se centra más bien en la miseriosa
concreción histórica-metahistórica de los encuentros del Resucitado con los discípulos. Y esto confirma la
fiabilidad testimonial de las fuentes canónicas sobre el acontecimiento central de la fe cristiana. Llegar a la
resurrección por este camino “mediato” de la verificación histórica no supone un asentimiento menor en el
orden de la fe, sino que supone un encuentro renovado con los indicios providenciales que el Resucitado mismo
ha querido dejarnos.

Éste es el mensaje contenido en 1 Cor 15, 3-8, donde la resurrección de Jesús es presentada al mismo tiempo
como acontecimiento de fe y como acontecimiento histórico indudable, fuertemente atestiguado. La verdad del
anuncio de fe queda verificada por la realidad del acontecimiento, y de esta manera esa verdad no se pierde en
el mito.

F. “CRISTO […] HA RESUCITADO AL TERCER DÍA, SEGÚN LAS ESCRITURAS, Y SE


APARECIÓ” ( 1Cor 15, 3-5)

En la primera carta a los Corintios, escrita veinte años después de la muerte de Jesús, san Pablo,
hablando del “evangelio” (1 Cor 15,1) transmitido por él a los fieles de esa ciudad, afirma:
3: Os he transmitido lo que a mi vez yo he recibido: que Cristo MURIÓ (apéthanen) por nuestros
pecados según las Escrituras,
4: FUE SEPULTADO (etaphé)
Y HA RESUCITADO (egégertai) al tercer día según las Escrituras
5: y se APARECIÓ (ophthé) a Cefas y a los Doce.

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6: Después SE APARECIÓ a más de quinientos hermanos a la vez.


7: después SE APARECIÓ a Santiago y a todos los apóstoles.
8: Por último, como a un aborto, se me APARECIÓ también a mí (1 Cor 15, 3-8).

El verbo “transmitir” y “recibir” (v.3), típico de la transmisión oral de una fórmula fija, y el vocabulario
no paulino usado en los versículos 3-5 muestran que el fragmento no es del Apóstol, sino una antigua “fórmula
de fe” del kerigma primitivo. El mismo Pablo lo habría recibido en el momento de su conversión (en torno al
33-35 d. C.), o con ocasión de su visita a Jerusalén (hacia el 36-38 d.C), o como muy tarde a comienzo de los
años 40. Gerhardsson considera el fragmento no como una fórmula de fe, sino como un sumario de catequesis o
un prontuario de predicación. Se trataría de unas notas con los puntos de predicación, que pudieran desarrollarse
más amplia y más completamente recurriendo al material de testimonios y relatos recibidos por tradición.

En todo caso, nos encontramos ante un testimonio antiquísimo y global de los acontecimientos pascuales,
enunciados tanto en su realidad histórica como en su significado histórico-salvífico.

Los acontecimientos esenciales histórico-salvíficos son cuatro: la muerte, la sepultura, la resurrección y las
apariciones de Jesús. Hemos visto ya que la muerte es presentada como acontecimiento al mismo tiempo
histórico y teológico-salvífico, es decir, querido por Dios (“según las Escrituras”) para nuestra redención (“por
nuestros pecados”). La mención de la sepultura, (“fue sepultado”) supone una confirmación de la muerte y
alude al sepulcro vacío, cuya tradición –según parece ya demostrado– no es más reciente que la que se refiere a
las a pariciones.

El tercer acontecimiento mencionado es el de la resurrección, expresado con el verbo egégertai (=”ha sido
resucitado”), perfecto pasivo que señala el resurgimiento como obra de Dios en Cristo (como transmiten los
testimonios más antiguos: cf. 1 Tes 1, 10; Rom 4, 24). Empleando el verbo en perfecto y no en aoristo –como
sucede para “murió” y “fue sepultado” –, el texto griego subraya un hecho cuyo efecto dura hasta el presente.
Cristo continúa estando vivo todavía hoy en su condición de resucitado. Dos datos acompañan a la resurrección.
El primero, “al tercer día”, es sobre todo una información cronológica. Como no ha habido ningún testigo
ocular en el acontecimiento puntual de la resurrección, ésta indicación concreta viene o del descubrimiento del
sepulcro vacío de las primeras apariciones del Resucitado. Pero este dato también tiene un matiz teológico. Nos
dice que la muerte, que ha sido real (cf. “fue sepultado”), no había tomado posesión definitiva y absoluta del
cuerpo del Señor mediante el deterioro de la descomposición, como le había sucedido por el contrario a Lázaro,
que ya olía mal, porque era “el cuarto día” (tetartaíos = “quatriduanus”; Jn 11, 39). El segundo dato, “según las
Escrituras”, concreta más lo del “tercer día” y recordaría tanto las alusiones veterotestamentarias como las
previsiones de la resurrección que el mismo Jesús había hecho (cf. Mt 27,63; Mc 14,58; 15,29; Lc 24,7-46; Jn 2,
19.20). Según la mentalidad judía, este testimonio escriturístico tendría más valor que la misma experiencia
personal de los discípulos.

El cuarto hecho esencial de esta primitiva fórmula de fe o sumario de predicación lo constituyen las apariciones,
evocadas concretamente mediante el verbo “se apareció” (ophthé = “fue visto”, que es aoristo pasivo de horáo).
Se trata de un término que no forma parte del vocabulario paulino (se encuentra solamente aquí en la fórmula de
fe de 1 Tim 3, 16). En la versión griega de los Setenta esta forma se usa: a) cuando se trata de “cosas” concretas,
que antes estaban escondidas o invisibles y después entran en el campo visual (después del diluvio “se vieron”
las cumbres de los montes: Gen 8,5); b) cuando se habla de “personas” que se presentan libremente ante la vista
de los demás (cf. Ex 23, 15; 34,21); c) cuando se trata de “teofanías”, en las que Dios, saliendo de su absoluta
trascendencia e invisibilidad, transparenta su gloria (Gén 12, 7; Es 3,2s). el uso neotestamentario sirve para
indicar, por ejemplo, la aparición de Elías y Moisés en la transfiguración (Mc 9,4), o la de las lenguas de fuego
en Pentecostés (Hch 2,3).

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En conclusión, el verbo ophthé expresa visiones y apariciones reales y objetivas, pero que, en el caso de las
teofanías, no se trata de acontecimientos neutrales. En las apariciones del Resucitado, de hecho, tenemos, por
una parte, el “dejarse ver” de Cristo, que sale del escondite de la muerte, y por otra tenemos la experiencia
perceptiva de los discípulos, con un contenido objetivo externo a ellos. Es decir, no se trata de visiones
nocturnas tenidas durante el sueño (cf. Hch 16, 9; 18,9), ni de experiencia extáticas (cf. Hch 22,17s). Las
apariciones de Jesús son hechos concretos y como tales se sitúan en el mismo plano que los precedentes hechos
reales de la muerte, de la sepultura y de la resurrección. Sin embargo, aun admitiendo que Cristo resucitado es
una realidad externa a los discípulos, no se percibe simplemente por los sentidos, ya que las pariciones
pascuales quedaron ocultas a las observaciones neutrales. La visión del Resucitado es un don del mismo
Resucitado.

Para certificar la realidad del acontecimiento, san Pablo aporta seis categorías de testigos del Resucitado,
elegidos entre las que considera más significativas: 1) Cefas, nombrado el primero por su dignidad (cf. También
Lc 24,32); 2) Los Doce, término técnico para designar el colegio apostólico en sentido estricto; con toda
probabilidad se está refiriendo a la aparición sucedida en el cenáculo la tarde misma del día de pascua (Lc 24,
36-43; Jn 20,29-23); 3) Más de quinientos hermanos, que quizá formaban un grupo determinado de cristianos,
objeto de particulares atenciones por parte de los apóstoles, y cuyo testimonio garantizaba junto con los Doce la
verdad de las apariciones; 4) Santiago, “el hermano del Señor” (Gál 1, 19), que tenía un prestigio particular en
la Iglesia de Jerusalén (Hch 21, 18-19; Gál 2, 9); 5) Todos los Apóstoles: se trata del colegio apostólico
ampliado a aquellos discípulos que, mediante la manifestación de Cristo resucitado, habían recibido la misión
de predicar el Evangelio y la resurrección (cf. 1 Cor 1, 15-17; 9,1-3; Gál 2, 8-17; Rom 1, 5; 10,14s; Ef 2, 20) 6)
Pablo, a quien se apareció en el camino de Damasco (Hch 9,3-7).

Esta simple lista de testigos de las apariciones tiene como finalidad motivar la realidad de la resurrección de
Jesús. Incluso Bultmann no puede dejar de admitir que con este texto el Apóstol intenta hacer creíble la
resurrección como un hecho objetivo e histórico, enumerando la lista de testigos oculares.

G. LAS APARICIONES EN LA TRADICIÓN EVANGÉLICA

Se pueden distinguir dos tipos de relatos de apariciones en la tradición evangélica. Un primer tipo
comprende los relatos de apariciones a privados, con un esquema de narración bastante libre. Las más
importantes son a las mujeres (Mt 28,9s), a los discípulos de Meaux (Lc 24,13-35), a María Magdalena (Jn 20,
11-18). El segundo tipo comprende los relatos de apariciones oficiales (cf. Mt 28, 16-20; Mc 16, 14-18.19-20;
Lc 24, 36-49; Jn 20, 19-23.24-29), que presentan un esquema sustancialmente común: aparición y saludo de
Jesús; reacción de incredulidad por parte de los apóstoles; reproche de Jesús; revelación y comprobación de la
realidad de su identidad (Lc 24, 38-43 y n 20, 25-38 son los más explícitos al respecto); encomienda de la
misión.

Marcos se limita simplemente al anuncio de la resurrección (cf. Mc 16, 9-10; además el elenco de las
apariciones al final: Mc 16, 9-20). Mateo proclama su primer mensaje pascual como victoria de Dios contra los
malvados (Mt 27, 62-28,15) y como misión universal de los apóstoles (Mt 28, 16-20). El relato de Lucas que
comprende el capítulo 24 entero es muy rico y está bien articulado. Se habla de la tumba vacía descubierta por
las mujeres, de Pedro que va al sepulcro, del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús, de las apariciones
a los apóstoles y de la ascensión. El mensaje pascual de Lucas se resume en el anuncio de Jesús como el
Viviente: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc 24,23);”Se apareció a ellos, después de su
pasión, dando pruebas de que estaba vivo” (Hch 1, 3). El núcleo del mensaje pascual de Juan parece ser la
afirmación de Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). “He visto al Señor”, exclama María Magdalena (Jn

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20, 18). En las apariciones a los discípulos, después del saludo de Jesús “se alegraron de ver al Señor” (Jn
20,20). Jesús resucitado se presenta como el Señor, que envía a los discípulos a la misión y les transmite el don
del Espíritu y el poder de perdonar o retener los pecados (Jn 20, 21-23).

H. EL SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LA RESURRECCIÓN

Ahora nos preguntamos por el significado que este acontecimiento adquiere en la historia de la
salvación, si consideramos la resurrección como un hecho real que afecta a la persona misma de Cristo, incluso
en su dimensión “corporal”, o como un hecho que se refiere a Cristo resucitado en absoluta continuidad
personal con Jesús crucificado, aunque en una condición totalmente nueva y “pneumática” (cf, 1 Cor 15). ¿Qué
palabra salvífica original pretende decir el Padre mediante la resurrección del Hijo? ¿Y qué dice este
acontecimiento sobre la persona y sobre la obra de Cristo, y consiguientemente sobre la salvación del hombre?
En resumen, ¿cuál es el “en sí” y el “para nosotros” del acontecimiento de la resurrección?

La respuesta podemos anticiparla en seguida con la siguiente afirmación. En la gran variedad de las
interpretaciones escriturísticas de Cristo resucitado el elemento teológico de fondo está en la “convicción de que
la intervención del Padre librando a Jesús de Nazaret de la muerte ha operado una profunda renovación en él,
como sello a la obra llevada a cabo por él con su venida al mundo. Y esta renovación ha alcanzado a todo lo que
existe, al hombre y a la creación, estableciendo una nueva alianza y dando comienzo a una nueva creación”.

Así como los Padres de la Iglesia han ofrecido sus fundadas sugerencias sobre el misterio pascual, también la
más reciente producción teológica sobre la resurrección ha aclarado aspectos originales de este misterio
plenario, extendiendo sus consideraciones no sólo a comprender lo que le sucedió a Jesús, sino también lo que
les sucedió a los discípulos. La resurrección saca del “en sí” del acontecimiento un “para nosotros” salvífico,
con indicaciones positivas de este innegable aspecto “hacia abajo”.

1. La resurrección como acto escatológico de la potencia de Dios.

Esta prospectiva es ampliamente analizada por W. Kasper, para quien la historia, en la línea de K. Adam
y J.R. Geiselmann, es la clave hermenéutica esencial del destino único e irrepetible de Cristo. Después de haber
apuntado los elementos cristológicos que aparecen en el marco histórico de la vida de Jesús. Kasper coloca en el
centro de su reflexión el acontecimiento de la resurrección, analizado desde un triple punto de vista.

Sobre todo y fundamentalmente, la resurrección es un acto escatológico del poder salvífico de Dios. Con la
resurrección han comenzado los acontecimientos salvíficos últimos y definitivos. En Cristo resucitado el
éschaton está ya presente en toda su riqueza de cualidad nueva de vida divina. La resurrección de Jesús no
significa una recuperación del antiguo modo de vivir, sino que marca el comienzo de la re-creación definitiva
obrada por Dios, que una vez más se define como el Dios que da la vida.

En segundo lugar, la resurrección de Jesús es la exaltación del hijo, como confirmación decisiva de su persona y
de su obra, de manera que precisamente en este Jesús resucitado se decide el destino último del hombre.

La resurrección, finalmente, es un acontecimiento de salvación. No se refiere solamente a Cristo, sino que


marca el comienzo y la anticipación general de la resurrección de los justos. Jesús, el primero de los
resucitados, inaugura un mundo nuevo y un nuevo género humano, que históricamente se visibiliza en la
Iglesia, sacramento de su presencia salvífica.

2. La resurrección como realización de la “nueva humanidad”

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Continuando la anterior reflexión, J.I. González Faus tras haber señalado la “irrupción de lo
escatológico” en el acontecimiento pascual, profundiza en la resurrección como “utopía humana” realizada ya
en Cristo. Partiendo del concepto paulino de «primicia» (cf. 1 Cor 15,20.23), afirma que la resurrección de
Jesús no sólo incluye todas las demás resurrecciones, sino que las precede y las hace posibles. La resurrección
de Jesús abre el futuro como futuro de vida y no sólo como simple porvenir.

Cristo resucitado es así la semilla de la «nueva humanidad), que, introducido en la vieja humanidad, la libera de
la esclavitud del pecado, de la ley y de la muerte. Jesús resucitado es el hombre nuevo y abre a la humanidad un
futuro de novedad humana absoluta. La realidad de esta plenitud y de esta novedad ha irrumpido ya en nuestra
historia, polarizando la marcha hacia “el estado del hombre perfecto” (Ef 4, 13).

3. La resurrección de Jesús como cumplimiento de la «esperanza trascendental» del hombre

Fiel a sus presupuestos antropológicos, Rahner busca en la misma naturaleza del hombre la posibilidad
de comprender y aceptar el acontecimiento totalmente gratuito e indeducible de la resurrección de Cristo. Para
él, todo hombre espera necesariamente su resurrección. Todo hombre quisiera poder decirse sí a sí mismo para
alcanzar la plenitud y experimenta esta pretensión en todo acto de su libertad responsable, tanto si consigue o no
darse cuenta de forma explícita de las implicaciones de este acto de su libertad, como si, por el contrario, la
acepta en la fe o la rechaza en la desesperación.

El concepto de resurrección, entonces, no es algo completamente extraño al destino del hombre en cuanto tal,
sino que es la realidad que le promete y asegura la validez permanente de su existencia única y total: «Por tanto,
si el hombre afirma su existencia como permanentemente válida y que debe salvarse [...], entonces ese hombre
afirma -esperando- su resurrección». Ahora bien, «esta esperanza trascendental en la resurrección es el
horizonte de comprensión para la experiencia de fe de la resurrección de Jesús».

La resurrección de Jesús es, por tanto, la confirmación de nuestra esperanza trascendental de resucitar. Es
también la confirmación y la aceptación de Jesús como salvador absoluto de la humanidad, puesto que en él se
da la palabra definitiva de salvación pronunciada por Dios en la historia para toda la humanidad y para el
cosmos.

4. La resurrección como etapa decisiva del proceso de glorificación de Jesús

Para J. Galot, la glorifcación de Jesús, que es el paso del estado de kénosis al estado de gloria y de
suprema divinización, no se identifica sólo con la resurrección. La glorificación comprende cuatro estadios: el
descenso a los infiernos, la resurrección propia y verdadera, la ascensión y Pentecostés. Esta articulada
glorificación de Cristo adquiere para él el valor de una liturgia, en el sentido de una traducción visible,
escalonada en el tiempo, de un misterio de varias facetas, que en el plano espiritual e invisible se realizó
simultáneamente. La sucesión cronológica de cada hecho pascual y la subdivisión del único misterio en varias
etapas tiene un objetivo tanto pedagógico (Dios ha querido hacernos comprender, a través de acontecimientos
distintos, los diferentes aspectos de la glorificación de Cristo y de su efecto en nosotros) como propedéutico
(estos intervalos permiten a los discípulos prepararse mejor a los diversos acontecimientos). Además, este
«desarrollo temporal» está más acorde con la instauración terrena del reino de Dios, indicando el adecuado
cumplimiento de la redención objetiva.

Refiriéndose después a la relación entre los distintos misterios, señala que, mientras “la resurrección es la
irrupción de la vida nueva, espiritual y divina, en el cuerpo de Jesús, la ascensión es la atribución de un nuevo

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poder, espiritual y divino, transmitido al cuerpo como ya lo estaba en el alma de Cristo”. Con la resurrección
Jesús es constituido «hombre nuevo» (Ef 2,15), realizando en él el nuevo tipo de humanidad que el hombre va
tener después de él. Con la ascensión Jesús es confirmado en su función social: sentado a la derecha del Padre y
convertido en cabeza del cuerpo místico, Cristo «puede comunicar a la humanidad su estado nuevo de
resucitado». Después, Pentecostés es la presencia continua de Cristo glorioso mediante el Espíritu.

5. La resurrección como experiencia de encuentro con Cristo en la Eucaristía

A estas consideraciones sustancialmente «desde arriba» de la resurrección, se unen otras interpretaciones


sobre los aspectos «para nosotros» de la resurrección de Jesús: “Jesús ha sido reconocido como resucitado, vivo
y salvador allí donde se realiza el acontecimiento de la Iglesia». Su reconocimiento como resucitado sucede
especialmente cuando se constituye una comunidad o en la «fracción» del pan. La verdad de estas afirmaciones
reside en el hecho de que, «desde los orígenes, el pensamiento cristiano vincula la eucaristía con la pascua del
Señor, que es un misterio, a la vez, de muerte, de resurrección y de presencia en el mundo», San Ignacio de
Antioquía reconoce en el sacramento “la carne de nuestro salvador Jesucristo, carne que ha sufrido por nuestros
pecados y que, en su bondad, el Padre ha resucitado”.

La eucaristía, centro de la vida eclesial, es «memorial de la muerte y de la resurrección», banquete en el que


«está encerrado […] Cristo, nuestra pascua y pan vivo que, mediante su carne vivificada y vivificante en el
Espíritu Santo, da vida a los hombres».

La Eucaristía es el sacramento de la «presencia» del Resucitado. Jesús se manifestó a sus discípulos “al partir el
pan” (Lc 24, 35). Es una presencia que se da y que salva. Al poder infinito del Resucitado se debe la
transformación eucarística que pone a Cristo en la visibilidad de este mundo: «La carne de Cristo se ha hecho
eucaristía en virtud de la resurrección». Cristo cambia el pan y el vino por el poder de su resurrección: «La
eucaristía es el efecto y el signo esplendoroso del señorío cósmico de Cristo en su resurrección».

6. La resurrección como experiencia de vocación y de misión

Es un aspecto particularmente subrayado por H. Küng. Para él, no se puede «desde un punto de vista
histórico-crítico considerar las apariciones sólo como expresión de la fe en el significado, la misión y la
autoridad decisivos de Jesús a la vista de su muerte. Si los discípulos huidos y desalentados se convirtieron en
confesores dispuestos a arriesgar su vida, ello no se debió simplemente según todos los textos del NT a la
predicación, vida y muerte de Jesús, sino a experiencias muy concretas con Jesús en su condición de resucitado
a la vida».

En esta experiencia no se da sólo la identificación de Jesús como resucitado, sino que se trata también «de una
vocación personal, de una misión a predicar, de una mirada no tanto hacia atrás cuanto hacia adelante: de la
incorporación concreta de un hombre al servicio de este mensaje».

La vocación al apostolado es por tanto experiencia de resurrección: «Los afectados por estas experiencias se
dejan reclamar libremente por Dios para el seguimiento y la predicación del Crucificado viviente y del anuncio
de su resurrección [...]». Por tanto, las apariciones del Resucitado son experiencias de fe con un doble valor: de
anuncio del Crucificado resucitado y viviente y de vocación a la misión. Por eso el acontecimiento pascual de
Cristo tiene su influjo sobre los discípulos. Aunque la vocación y la misión de estos últimos depende de la
realidad del acontecimiento.

7. La resurrección como experiencia de conversión

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Dejando a un lado su interpretación más bien “subjetivista” de la resurrección, que pretende introducir
“una ruptura con una tradición hermenéutica de siglos”, para E. Schillebeeckx la experiencia de resurrección de
los discípulos de Jesús es una experiencia de conversión. La experiencia pascual podría definirse así: «bajo la
iniciativa de Jesús, convertirse a Jesús como Cristo, encontrar la salvación definitiva en Jesús» 106. La realidad
de la Pascua para los discípulos fue un proceso de conversión: «El que antes se ha escandalizado de Jesús y
después de algún tiempo lo proclama como único portador de salvación, ha pasado inevitablemente por un
"proceso de conversión"».

La resurrección es, por tanto, la expresión de la oferta terrena de salvación, que Jesús renueva después de su
muerte. Con razón se subraya la estrecha conexión entre resurrección y remisión de los pecados, ya que es una
realidad pascual por excelencia junto con la eucaristía (cf. Jn 20,23).

En esta interpretación se pone de manifiesto un aspecto importante del misterio pascual. El proceso de
conversión de los discípulos fue parte integrante del acontecimiento pascual y, como tal, es innegable, bien
documentado y quizá a veces desatendido. Pero el encuentro con Cristo resucitado es el que suscita este proceso
de conversión y no viceversa. Jesús provoca a los discípulos a la conversión ya la fe, infundiéndoles el Espíritu
y el poder de perdonar a su vez los pecados.

8. La resurrección de Jesús en el horizonte de la praxis de liberación

J. Sobrino, tras haber asegurado la historicidad auténtica del núcleo esencial de las tradiciones pascuales,
subraya el significado teológico de la resurrección de Jesús. Esta incluye la decisiva afirmación sobre Dios,
como «el que resucitó a Jesucristo de entre los muertos» (Rom 4,24) y como amor liberador.

A propósito de la comprensión de la resurrección hoy, Sobrino ofrece tres consideraciones. La primera es la


radical esperanza en el futuro, que implica una transformación total del hombre y de la historia, como
manifestación de la justicia definitiva de Dios (proléctica y realmente realizada ya en la resurrección de Jesús).
La segunda se refiere a la conciencia histórica, invitada a captar el sentido de la historia como promesa, en una
perspectiva de misión. La tercera consideración se refiere a la praxis. Con la resurrección se inaugura una nueva
praxis de vida, que se explicita en el servicio en dos direcciones: en la predicación de Cristo resucitado y en la
realización del contenido expresado en la misma resurrección' como promesa para el mundo y como
construcción de la nueva creación. «La resurrección desencadena un servicio que realiza los ideales
escatológicos de justicia, de paz, de solidaridad humana. El esfuerzo por hacer real estos ideales es lo que
permite la comprensión de lo que sucedió en la resurrección de Jesús». La praxis del amor es la que hace que la
esperanza en el futuro sea cristiana.

9. La resurrección de Jesús como radical acontecimiento de re-creación de la humanidad

La última interpretación de la resurrección está tomada de la iconografía y de la dogmática greco-


ortodoxa, como aparece, por ejemplo, en uno de los más antiguos mosaicos de la anástasis, que se encuentra en
el monasterio de Dafni en Grecia (siglo XI). Se advierte en seguida una diferencia fundamental con la tradición
iconográfica occidental. Inspirándose en el Evangelio apócrifo de Pedro, la tradición pictórica occidental se
concentra exclusivamente en el momento de la resurrección, que no recogen los Evangelios canónicos, y sobre
el triunfo de Cristo, que, abriendo el sepulcro, sube glorioso hacia el cielo, dejando asustados a los que se
encuentran alrededor.

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La iconografía oriental, sin embargo, representa la resurrección no como un movimiento hacia arriba referido
sólo a Cristo, sino más bien un acontecimiento que es a la vez glorificación de Jesús y liberación del hombre.
Por eso se representa el descenso de Cristo al hades para librar a los muertos y hacerles revivir en su gloria. El
descenso a los infiernos es también el título del icono de la resurrección en la tradición oriental, cuyo
significado global lo expresa el estribillo del himno pascual: «Cristo ha resucitado, con su muerte ha vencido a
la muerte y ha dado la vida a los que estaban en los sepulcros».

Fijémonos en los detalles de la imagen que, como hemos visto, es eminentemente teológica. Sobresale en el
centro del cuadro la figura de Cristo glorioso, con aureola resplandeciente, con vestidos luminosos, sobre fondo
de oro. Este fondo aporta una atmósfera de luz pascual. Cristo sostiene con la mano derecha la cruz, con la que
subyuga la cabeza de un viejo, tirado en el suelo, inmovilizado por cadenas y pisado por el pie derecho de Jesús.
El viejo simboliza la muerte, que encadenada ya no puede dañar al hombre: es decir, la muerte ha sido vencida
por la cruz y la resurrección de Jesús. Esta derrota se hace más evidente aún por los escombros del reino de los
muertos, cuyo edificio con sus instrumentos de tortura y de castigo ha sido destruido por la potencia vital de
Cristo, que pisotea las puertas abiertas del hades. La muerte es así vencida y Cristo puede desbordar su vida y su
resurrección.

Dentro de este movimiento de aniquilación de la muerte, Jesús resucitado, con la cruz en la mano derecha –
como sacando de su sacrificio redentor el poder de su victoria sobre la muerte-, levanta enérgicamente con su
mano izquierda la mano de otro viejo, que es imagen de Adán, y que representa a su vez a todo el género
humano, no sólo por su naturaleza humana, sino además por su condición de muerto.

Se trata del encuentro de los dos Adanes: juntos ya no sólo en la kénosis de la encarnación y de la muerte, sino
en la gloria de la resurrección. Cristo «imagen de Dios invisible» (Col 1,15), «resplandor de su gloria e
impronta de su substancia» (Heb 1,3), se encuentra y salva a la humanidad entera, recreando en Adán su
original «imagen» y «semejanza» (Gén 1,27) con Dios. El poder redentor de la cruz no se agota en la
resurrección de Cristo y en su victoria personal sobre la muerte, sino que alcanza en un perfecto círculo
soteriológico también la salvación del hombre.

Alcanzado por esta corriente salvífica, Adán es literalmente sacado fuera del sepulcro. En esta órbita de
resurrección y de vida en Cristo advirtamos que en la mano del Resucitado que aprieta la de Adán podemos
descubrir la gran misericordia de Dios: la mano del hombre, que se había apartado por el pecado de la mano
creadora de Dios, es de nuevo reconquistada para Dios por la mano re-creadora de Cristo. .

Este flujo de resurrección afecta también a Eva y a los demás justos del AT que aparecen al fondo a la
izquierda: se ven los reyes y profetas David y Salomón. A la derecha aparece Juan el Bautista, que, según el
evangelio apócrifo de Nicodemo, después de su degollación habría predicado también en el hades la futura
liberación realizada por Cristo (por eso lleva en la mano una inscripción, símbolo del anuncio evangélico).

Para la tradición iconográfica y teológica greca-ortodoxa, la resurrección de Jesús es la celebración del


encuentro salvífico de toda la humanidad con el nuevo Adán, es la fiesta de la liberación del hombre. La
resurrección de Jesús es también la resurrección de la humanidad.

I) CRISTO RESUCITADO. «TIERRA DE LOS VIVOS»

En todas las interpretaciones aparece la riqueza de este acontecimiento que es al mismo tiempo trinitario,
porque revela el misterio santo de Dios en todo el esplendor de su poder divino; cristológico-soteriológico,
porque sella la encarnación redentora de Cristo con su resurrección de entre los muertos; eclesiológico, porque

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es fundamento de la experiencia de encuentro con el Resucitado en la comunidad, en la fracción del pan, en la


misión apostólica, en la vocación al seguimiento, en la conversión y en el perdón; antropológico, porque rehace
al hombre nuevo, recreado a imagen y semejanza de Dios; escatológico, porque es inauguración de los últimos
días como destino final de la humanidad y del cosmos.

Cristo resucitado es la verdadera “tierra de los vivos”;

La vida se ha difundido en todas las cosas; todo está lleno de luz indefectible y una aurora perenne
llena el universo. El que existe antes que la estrella de la mañana y que los astros, Cristo, el inmortal, el
grande, el inmenso, brilla en todas las cosas más que el sol. Por eso, para todos nosotros los que creemos
en él se abre un día grande, eterno, luminoso: la Pascua mística, celebrada en figura bajo la luz y realizada
en la realidad por Cristo; la Pascua maravillosa, prodigio de la virtud divina, obra de su poder, fiesta
verdadera, eterno memorial. De la pasión a la impasibilidad, de la muerte a la inmortalidad, de la herida a
la curación, de la caída a la resurrección, del descenso a la ascensión.

PROBLEMAS DE LA PSICOLOGÍA
HUMANA DE JESÚS

El concilio de Constantinopla III había en parte introducido en la propia doctrina de la voluntad humana
de Cristo una perspectiva histórica: en el misterio de su sufrimiento, pasión y muerte, Jesús se sometió a la
voluntad del Padre con un acto auténtico de voluntad humana. El concilio de Constantinopla III, por tanto,
estaba sí orientando directamente la reflexión cristológica de la Iglesia hacia los problemas de la psicología
humana de Jesús que estaban ya latentes en su doctrina sobre la voluntad y acción humana de Jesús. Para hacer
justicia a estos problemas era necesario un retorno al Jesús de la historia y a su vida humana, de los que da
testimonio la tradición evangélica: sólo así podrían evitarse teorías apriorísticas y deducciones abstractas. Esto
explica que, desde hace algunas épocas, la psicología de Jesús se haya convertido en objeto de un estudio
explícito, centrado en la historia concreta y humana de Jesús, tal como la Iglesia apostólica conservó su
memoria en la tradición escrita y oral. Objeto del presento capítulo será, pues, un estudio concreto sobre la
psicología humana de Jesús.

Esto no significa que la reciente cristología se centre exclusivamente en dicho estudio. La tradición conciliar
dejó sin resolver problemas relativos a la constitución formal ontológica de Jesucristo, a la que se dedicó gran

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Escuela Parroquial Jesús María y José Apuntes de Cristología

parte de la reflexión teológica a lo largo de los siglos siguientes. No es éste el lugar para poder seguir las
distintas teorías propuestas por las escuelas clásicas y dar cuenta de forma racional del misterio de la unión
hipostática. Esto último, sin embargo, continúa todavía hoy empeñando la reflexión de los estudiosos de la
cristología, los cuales se acercan a ella adoptando de manera predominante –pero no exclusiva- una perspectiva
ascendente, hacia arriba.

Si la persona ontológica del Hijo de Dios comunica con la humanidad de Jesús y, en consecuencia, ésta
existe por el “acto de ser” del Hijo, ¿no es, acaso, impersonal su humanidad e irreal, en último análisis, su
existencia humana? ¿Es concebible el “éxtasis de ser” (H. M. Diepen) del hombre Jesús en el Hijo de Dios? Ya
observamos anteriormente que el dogma cristológico contenía implícitamente la respuesta a tal cuestión, que de
hecho es una falacia. El “hecho de ser” del Hijo dota a la humanidad de Jesús de una existencia humana real y
auténtica: lo hace hombre de forma personal. A pesar de ello, sigue urgiendo la cuestión de si Jesús, negando en
sí una persona humana, no ha llegado a ser irreal. ¿En qué sentido, entonces, es posible hablar de Jesús como
“persona humana”? En el sentido, al menos, de que una persona “divina-humana” es también verdaderamente
humana, y en el sentido ulterior de que el Hijo de Dios hecho hombre goza, actualiza y desarrolla una genuina
“personalidad humana”. W. Kasper escribe a este propósito:

“La asumpción de la humanidad de Jesús, acto de la más alta unión, sitúa a esta naturaleza en su
autonomía de criatura. La humanidad de Jesús está, pues, hipostáticamente unida con el Logos de forma
humana, y esto significa que garantiza la libertad humana y la autoconciencia humana. Precisamente porque
Jesús no es otro que el Logos, en el Logos y a través de él, es también una persona humana. Y, al contrario, la
persona del Logos es la persona humana”.

Unida a esta primera cuestión hay otra: el modelo cristológico tradicional de una persona en dos
naturalezas ¿no ha dejado en concreto de hacer justicia a la auténtica, histórica y concreta humanidad de Jesús?
¿Y es capaz de hacerle justicia de alguna manera? P. Schoonenberg, que formuló estas preguntas, sugirió con
precisión que sólo un cambio completo de perspectiva en la constitución ontológica de Jesucristo es capaz de
compensar sus límites y restablecer su justo equilibrio: Jesús no sería una persona divina que asume la
naturaleza humana, sino una persona humana en la que Dios está plenamente presente y operante en su Verbo.

El aparente “dualismo” de la cristología de las dos naturalezas sería, por tanto, superado y su condición
divina se pondría una vez más allí donde la descubrió el kerigma primitivo, es decir, no más allá ni por encima
de su existencia humana, sino desde dentro y desde lo hondo de la misma.

Un cambio semejante de perspectiva no parece ni necesario ni practicable teológicamente y tampoco se


trata de elegir entre la cristología del kerigma primitivo y los desarrollos posteriores del Nuevo Testamento. A
pesar de ello, hay que dirigir la atención hacia la necesidad de volver a la realidad concreta de Jesús y, a tal fin,
de no dejar perder la unión con la cristología funcional del kerigma, una cristología desde abajo, que habló de
Jesús como de un hombre en que Dios estaba presente y operante (cf. Hch 2, 22).

El presente capítulo trata de demostrar que ambas perspectivas, la ascendente y la descendente, deben
combinarse en una teología de la psicología humana de Jesús que quiera hacer justicia al mismo tiempo tanto a
la realidad de su condición humana e histórica como a su identidad personal de Hijo de Dios.

Una teología semejante ha de compensar las deficiencias de que adolece gran parte de la especulación
cristológica del pasado. Ha de recuperar la dimensión histórica de la vida humana de Jesús en su estado de
kénosis, el aspecto personal de sus relaciones con Dios, su Padre, en obediencia y libre sumisión y, finalmente,
el motivo soteriológico que constituye el fundamento de su misión mesiánica. Esta vuelta y esta mirada

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renovada al Jesús real de la historia someten a la teología de su psicología humana, de su conciencia y


conocimiento, de su voluntad y libertad, a una revisión profunda. Lo que se pide es una teología de los
“misterios históricos” de la vida humana de Jesús: los misterios de su bautismo y transfiguración, de la agonía
en el huerto y del grito en la cruz, de su conciencia de la mesianidad y filiación, de sus conocimiento e
ignorancia, de su oración y fe en Dios, de su entrega a su misión de sus obediencia a la voluntad del Padre, de
su libre autoentrega y del “abandono” en las manos de su Padre.

La tradición evangélica ha conservado el recuerdo de estos “misterios históricos” de la vida de Jesús. Y


lo ha hecho, sin duda, de distintas formas: cada evangelio sinóptico posee características propias y un interés
específico. Después de un período prolongado de meditación en los misterios de la vida de Jesús, el evangelio
de Juan penetra más hondamente en la autocomprensión y la psicología humana de Jesús. Pero en los cuatro
evangelios se encuentra la memoria de la misma persona y del mismo acontecimiento. Ya demostramos antes
cómo, a través del testimonio de los evangelios, se puede recuperar al Jesús de la historia hasta el punto de
poder afirmar que la interpretación de Jesús que nos da la iglesia apostólica se basa realmente en la
autocomprensión y revelación de Jesús.

Permaneciendo en el ámbito de la comprensión de fe que la Iglesia apostólica tuvo del hombre Jesús y
que se contiene en la tradición evangélica y en los demás escritos del Nuevo Testamento, es posible demostrar
ahora qué retrato del hombre Jesús nos transmite y cómo percibe su piscología humana. A la objeción de que no
tenemos ningún acceso a la psicología humana de Jesús y que es pura presunción reconstruirla a partir del
testimonio evangélico, la respuesta es que, dado que este último ha conservado a rasgos generales un retrato de
Jesús, mostrándonos el tipo de hombre que era, nos queda la posibilidad de acceder a su autocomprensión, pues
las actitudes y las acciones de una persona revelan naturalmente y desvelan espontáneamente el pensamiento y
las intenciones de la persona misma.

LA AUTOCONCIENCIA Y EL CONOCIMIENTO HUMANO DE JESÚS

1. La unidad psicológica y la autoconciencia de Jesús

1. La problemática de la unidad en la distinción

La unidad ontológica de la persona de Jesucristo supone también la “psicológica”. Por otra parte, la
existencia humana de Jesús introduce en el Hijo de Dios una distinción que se extiende del nivel ontológico al
de la autopercepción o autoconciencia. ¿Cómo concebir, por tanto, la unidad psicológica de Cristo? ¿Cuál es el
centro de referencia de las acciones humanas? ¿Cuál es el centro de referencia de las acciones humanas? ¿La
conciencia divina? Pero, ¿no es ésta común a las tres personas divinas? ¿Será, entonces, la conciencia humana?
Pero si en Jesucristo no hay persona humana, ¿puede la conciencia humana hacer de centro de referencia? Se
pueden distinguir tres aspectos del problema del modo siguiente: 1) ¿Se puede, o se debe, afirmar en Jesús un
centro de referencia psicológico humano, es decir, un ego humano? 2) La naturaleza humana de Jesús ¿es
autónoma o heterónoma? 3) Más importante todavía: ¿en qué modo el hombre Jesús era consciente de ser el
Hijo de Dios?

El dogma cristológico ofrece a este propósito algunas orientaciones que necesitan ser brevemente
recordadas. El concilio de Constantinopla III afirmó que en Jesucristo hay una voluntad y una acción
auténticamente humanas, no, sin embargo, en oposición a la voluntad divina, sino perfectamente sometidas a
ella. Era necesario, se dice, que la voluntad humana “se moviese a sí misma” (kinèthènai), pero, por otro lado

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(dè), que estuviera sometida a la voluntad divina. ¿Cómo se ha de entender esta autodeterminación de la
voluntad humana de Jesús en plena conformidad con la divina?

Por un lado, las “dos voluntades” y acciones no pueden yuxtaponerse una a otra o verse, por así decirlo,
de manera paralela, como era el caso del nestorianismo. Por otro, no se puede pensar que la voluntad divina
obre como principio “hegemónico”, regulando y determinando a la manera monofisita una voluntad humana
que se dejaría guiar pasivamente. ¿Cómo conciliar, por tanto, la auténtica iniciativa de la voluntad humana de
Jesús y su sumisión moral a la voluntad de Dios? No hay en Jesús dos líneas paralelas de acción ni hay en él
una acción “teándrica” derivada de la fusión de las dos acciones y voluntades. Hay que afirmar una unidad
orgánica de las dos voluntades en comunión y subordinación. Los actos humanos mantienen su autenticidad,
pero son actos humanos del Hijo de Dios. Así como el Verbo de Dios solamente haciéndose hombre llegó a ser
–por añadidura- “algo menos de lo que es en sí mismo” (K. Rahner), de la misma manera, sus acciones humanas
son algo menos que las divinas; sin embargo, así como Jesús es personalmente el Verbo encarnado, así también
sus acciones humanas son personalmente las del Hijo encarnado.

La solución al problema de la unidad psicológica de Jesús se ha de buscar también en la dirección de un


correcto equilibrio entre dos posiciones extremas y opuestas. Como se podría esperar, existen dos acercamientos
al problemas; los dos tienen como punto de partida polos opuestos, desde abajo y desde arriba. Ambas
perspectivas son igualmente válidas dentro de los límites permitidos: no hay una cristología absoluta de la
psicología humana de Jesús. Ambas, sin embargo, necesitan completarse mutuamente, no sea que, haciéndose
unilaterales, amenacen la unidad o la distinción. Las controversias de las últimas décadas dan fe de la realidad
de un peligro semejante.

Un planteamiento antioqueno llevado a sus últimos extremos puede tener como ejemplo la cristología de
dos franciscanos y escotistas, Déodat de Basly y L. Seiller. Partiendo de la cristología del homo assumptus, de
la escuela antioquena, Déodat concibe el diálogo entre Jesús y Dios como un “duelo de amor” entre Jesús
hombre y el Dios trino. Aunque el “hombre asumido” no es una persona humana, sin embargo, dada “su unión”
con el Verbo, el ego humano de Jesús sigue siendo plenamente autónomo. El “hombre asumido” encuentra al
Dios trino en un “duelo de amor”. L. Seiller, discípulo de Déodat, ha consolidado la perspectiva del maestro.
Continúa afirmando que en Jesús no hay persona humana y sostiene que “la unión hipostática” no afecta a la
psicología humana de Jesús. El “hombre asumido” actúa como si fuese una persona humana; es el sujeto
humano, plenamente autónomo, de las propias acciones sobre las cuales el Verbo de Dios no ejerce la más
mínima influencia. La obra de Seiller fue colocada en el índice de libros prohibidos en 1951. La razón es que,
concibiendo el ego humano de Jesús como sujeto autónomo no queda a salvo la unidad de la persona divina
ontológica.

Aún siguiendo el planteamiento antioqueno de la cristología del homo assumptus, la posición del P.
Galtier es mucho más cauta y matizada. Afirmó que Jesús, el homo assumptus, aunque no era una persona
humana, tenía un ego psicológico humano, esto es, un centro humano de referencia de las acciones humanas
propias. El ego de los dichos de Jesús, contenidos en los evangelios, no se refería a la persona divina del Verbo,
sino que expresaba su personalidad humana. Además, puesto que la naturaleza humana de Jesús es completa,
posee naturalmente una conciencia humana gracias a la cual –ya que la conciencia pertenece a la naturaleza- la
naturaleza humana de Jesús se hace intencionalmente presente a sí misma en sus acciones humanas. Por eso, las
acciones y experiencias humanas de Jesús se refieren a un centro humano, psicológico y empírico: el ego
humano es el centro de la vida psicológica de Jesús. Éste goza plenamente de autonomía psicológica, pues,
aunque en conformidad con la voluntad divina, la naturaleza humana se determina a sí misma. El Verbo de Dios
no ejerce influencia alguna sobre los actos humanos de Jesús, de los que él es simplemente el “sujeto de

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atribución”. Además, la conciencia humana es consciente de las propias acciones y las refiere a sí misma como
a su sujeto inmediato.

Es aquí donde surge una dificultad en la posición de Galtier. ¿Cómo sabe Jesús que es el Hijo de Dios y
no simplemente una persona humana? ¿Cómo sabe que su ego humano es sólo un centro psicológico de
referencia, no una persona ontológica? Galtier busca la solución a este problema en la “visión beatífica”, es
decir, en el conocimiento objetivo e inmediato de la Trinidad que se presume tuvo Jesús durante su vida terrena.
En efecto, según Galtier, es necesaria la visión beatífica en Jesús para impedir que, de lo contrario, tuviera una
percepción errónea subjetiva de ser una persona ontológica humana. En la visión beatífica del Dios trino, el
intelecto humano de Jesús ve la propia humanidad unida hipostáticamente a la segunda persona de la Trinidad.
Este conocimiento objetivo de su persona divina es la clave para entender el misterio de la unidad psicológica
de Jesús. En síntesis, según teoría de Galtier, hay en Cristo un ego humano psicológico; la naturaleza humana
goza de plena autonomía; Cristo, mediante la visión beatífica, tiene un conocimiento objetivo de su propia
identidad divina.

En dirección opuesta está el exagerado acercamiento alejandrino a la unidad psicológica de Jesucristo,


representado, entre otros, por P. Parente. La tesis de este autor consiste en un cambio completo de la posición de
Galtier: en Jesús no hay un ego humano psicológico; la naturaleza humana es totalmente “heterónoma”; Cristo
tiene una conciencia directa y subjetiva de la propia identidad divina. Mientras que para Galtier la naturaleza
humana actuaba como si constituyese una persona humana, para Parente el Verbo de Dios no sólo actúa de
manera personal en y por las acciones humanas de Jesús, sino que es también el principio “hegemónico” que las
regula y determina. De lo que se sigue que el único principio de unidad, incluso psicológica, es la persona
divina del Verbo, ya que no hay ningún ego psicológico humano que haga de centro de referencia de las
acciones humanas. El ego de los dichos evangélicos de Jesús es directamente la persona divina. La naturaleza
humana no sólo queda sustancialmente “auto-desposeída” mediante la unión hipostática, sino que es gobernada
y guiada “hegemónicamente” por el Verbo en todas sus acciones: es, por tanto, enteramente heterónoma.
Además, la conciencia humana de Jesús alcanza a la persona divina del Verbo: Cristo es directamente
consciente de su propia persona divina. Los dichos de Cristo consignado en los evangelios expresan asimismo
una conciencia inmediata: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30).

2. Hacia una solución del problema

Con ocasión del 1.500 aniversario del concilio de Calcedonia, el papa Pío XII publicó la carta encíclica
Sempiternus Rex (1951), en la que se afirmaban los principios básicos para una comprensión correcta de la
unidad psicológica de Jesús. Recuerda el papa que no se puede poner en peligro la unidad de la persona en
Jesucristo. “Aunque nada impide escrutar más a fondo la humanidad de Cristo, aun desde el punto de vista
psicológico”, se debe respetar, sin embargo, la definición de Calcedonia. Sigue poniendo de relieve las nuevas
teorías que de manera desconsiderada sustituyen la definición calcedonense por las “propias elucubraciones”:
“Estos teólogos describen el estado y la condición de la naturaleza humana de Cristo en tales términos que
parece que se haya de tomar como un sujeto sui generis, como si no subsistiese en la persona del mismo
Verbo”. El significado del documento es el siguiente: es legítimo hablar de un ego psicológico humano en Jesús
con tal que se mantenga la unidad ontológica de la persona. En consecuencia, no es lícito suponer en él dos
individuos ni concebir un homo assumptus dotado de plena autonomía, puesto, por así decirlo, al lado del
Verbo.

La unilateralidad de ambas posiciones extremas y opuestas, descritas arriba, es imputable a la falta de


una clara distinción entre persona y naturaleza. Erigiendo la naturaleza a sujeto de la conciencia, Galtier concibe

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erróneamente la naturaleza como “sujeto” de las acciones. Por otro lado, considerando al Verbo como principio
“hegemónico” de los actos humanos, Parente, de manera también equivocada, le atribuye el papel de
“especificar” esas acciones. Para encontrar el justo equilibrio es necesario salvaguardar de manera intacta la
distinción entre persona y naturaleza. Sin embargo, como se verá a continuación, el problema del conocimiento
que Jesús tenía de su propia divinidad se puede afrontar tanto en clave antioquena como en clave alejandrina.

A. La persona divina el ego humano psicológico.

El ego de la conciencia humana de Jesús no es la naturaleza humana en su autoposesión intencional


(Galtier), sino que, por el contrario, es la persona divina, ontológica. La razón es que la conciencia es el acto de
la persona en la naturaleza y mediante ésta. Se sigue que el centro último de referencia de los actos humanos de
Jesús es la persona divina del Verbo. El ego de los dichos evangélicos de Jesús es, en última instancia, el Verbo
de Dios en su conciencia humana: él es consciente de sí mismo de manera humana, así como él es el que obra
verdaderamente de modo humano.

Esto, sin embargo, no quiere decir que en Jesús no haya una “personalidad humana” o un ego humano
que actúe como centro humano de referencia de las experiencias humanas de Jesús. El ego de los dichos
evangélicos es el Verbo, pero precisamente en cuanto consciente de manera humana en su humanidad: es la
expresión de la autoconciencia humana del Verbo. El misterio de la unión hipostática se extiende al orden de la
intencionalidad humana. En consecuencia, el ego humano psicológico de Jesús es, en efecto, nada más que la
prolongación, en la conciencia humana, del ego de la persona del Verbo. El uno no se opone al otro, sino que se
relaciona esencialmente con él. Sin un centro de forma humana de las propias experiencias humanas como
suyas. En este sentido escribe k. Rahner:

“Jesús… posee un centro subjetivo de acción, humano y creatural, tal que en la libertad le coloca frente a
Dios incomprensible. Un centro en el que Jesús ha vivido todas esas experiencias que nosotros tenemos de Dios
en un sentido no menos, sino por el contrario, más radical… que en nuestro propio caso. Y ello, hablando con
propiedad, no a pesar de, sino más bien a causa de la llamada unión hipostática. Pues, en realidad, cuanto más
unida está una persona a Dios, por su ser y por su existir de criatura, tanto más intensa y profundamente alcanza
el estado de autorrealización. Y cuanto más radicalmente un determinado individuo es capaz de experimentar su
realidad de criatura, tanto más unido está Dios.

B. Autonomía y heteronomía de la naturaleza humana de Jesús.

Para resolver el problema de la autonomía o heteronomía humana de Jesús, es necesario definir con
claridad qué es la autonomía y tener en mente la distinción entre persona y naturaleza. La naturaleza humana de
Jesús es “autónoma” en el sentido de que cumple por principio lo que especifica y determina las acciones y
reacciones humanas. La sustancial “auto-expropiación” de la naturaleza humana, unida hipostáticamente al
Verbo, no quita para nada su espontaneidad. La piscología humana de Jesús es semejante a la nuestra: la
naturaleza humana especifica sus acciones humanas, garantizándoles su autenticidad humana.

Por otro lado, puesto que está unida hipostáticamente al Verbo, la naturaleza humana de Jesús está
totalmente expropiada ontológicamente en orden a la persona. Las acciones humanas de Jesús son
verdaderamente las del Verbo de Dios: él es el que actúa en ellas, ejerciendo su propia “causalidad personal”.
Pero esta total “expropiación” en el orden de la persona no quita para nada el sentido de responsabilidad y de

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iniciativa humana de Jesús: garantiza que en Jesús el Hijo de Dios mismo responde como hombre a la misión
recibida de su Padre. El Verbo de Dios cumple personalmente su misión humana con total dedicación y entrega.
Vale también aquí el axioma que K. Rahner pone a propósito de toda relación entre Dios y la criatura:

“La proximidad y la lejanía, el estar a disposición y la autonomía de la criatura crecen en la misma


medida y no en medida inversa. Por eso Cristo es hombre de la manera más radical y su humanidad es la más
autónoma, la más libre, no a pesar de, sino porque es la humanidad aceptada y puesta como automanifestación
de Dios”.

C. La conciencia de Jesús de la propia filiación divina.

Es el aspecto más misterioso de la conciencia humana del Verbo encarnada. Explicar la conciencia que
Jesús tenía de la propia divinidad por medio de la “visión beatífica” no satisface por diversos motivos. Primero,
porque el conocimiento de Jesús de la propia identidad personal sería inferior específicamente a la que de
ordinario tienen los hombres: una persona tiene una conciencia subjetiva y no sólo objetiva de la propia
identidad. Segundo, la “visión beatífica” deja sin explicar cómo conoce Jesús que su propia humanidad está
unidad a la segunda persona de la Trinidad, cosa que se presume debe ver por medio del conocimiento objetivo
de la visión. Tercero, como se verá más adelante, la “visión beatífica” de Jesús durante su vida terrena se
supone gratuitamente: no se afirma, en efecto, en el Nuevo Testamento.

Es, por tanto, necesario hablar en Jesús de una conciencia subjetiva de su divinidad. Pero, ¿cómo puede
un entendimiento humano ser el instrumento con el que una persona divina se hace consciente sí misma? Una
vez más son posibles aquí dos enfoques distintos y opuestos: el que parte desde abajo (entre otros, K. Rahner y
E. Gutwenger), que se pregunta en qué modo el hombre Jesús es subjetivamente consciente de la propia
divinidad, y el que parte desde arriba (por ejemplo, H. U. von Balthasar), que interroga de qué forma el Verbo
encarnado se hace consciente humanamente en la conciencia humana de Jesús. Ambos caminos, dentro de los
parámetros del misterio de la unión hipostática, son válidos y complementarios.

a. La enunciación desde abajo.

El hombre Jesús es subjetivamente consciente de la propi divinidad mediante una conciencia directa de
la unión hipostática. Lo que equivale a decir: la unión hipostática vuelve a entrar en la esfera de la conciencia
humana de Jesús. La autoconciencia humana de la divinidad no es una nueva realidad añadida a la unión
hipostática, sino que representa el aspecto subjetivo de la misma. La unión hipostática no podría existir sin esa
conciencia, ya que es la prolongación natural de la unión hipostática misma en la esfera del entendimiento
humano. Por eso, el ego de los dichos evangélicos de Jesús se refiere a la persona del Verbo, en cuanto
humanamente consciente de sí mismo.

b. La enunciación desde arriba

Se cambia la perspectiva. El problema no es: ¿cómo puede el hombre Jesús saber que es Dios?, sino,
más bien: ¿cómo sabe el Hijo de Dios que es hombre? Habiendo asumido la naturaleza humana y, con ella, una
conciencia humana, el Verbo de Dios se hace consciente de forma humana. El centro último de referencia de un
acto semejante de conciencia divina. Pero, ¿cómo puede un intelecto humano ser instrumento en virtud del cual
una persona divina llega a ser consciente de sí misma, tarea esta a la que por naturaleza no estaría preparada?
Necesita adaptarse a semejante tarea, pero no, sin embargo, por una realidad añadida a la unión hipostática.

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Más bien, la asumpción de la naturaleza humana por el Verbo se extiende también sus efectos hasta la
conciencia humana de Jesús. La conciencia humana del Hijo de Dios es, pues, la prolongación en la conciencia
humana del misterio de la unión hipostática. Así como la comunicación del “acto de ser” del Verbo a la
naturaleza humana hace a ésta idónea para subsistir en él y le da la existencia, de manera semejante hace idónea
a la conciencia humana para ser el trámite para la autoconciencia humana del Verbo. Así, el ego hipostático del
Logos se hace autoconsciente en la naturaleza y en la conciencia humana. El ego es la persona divina
humanamente consciente: es el ego humano del Verbo.

En conclusión, se puede afirmar lo que sigue. La única persona divina del Verbo es humanamente
autoconsciente en Jesús: esto supone en él la existencia de un ego humano psicológico. La conciencia humana
es propia del Verbo, mientras que la divina es común a las tres personas divinas. En la vida divina intratrinitaria,
emerge una conciencia “del Nosotros”, que tiene tres centros focales de conciencia. La autoconciencia humana
de Jesús, por el contrario, introduce una relación de diálogo “Yo-Tu” entre el Padre y el Verbo encarnado: “Yo
y el Padre somos uno” (Jn 10, 30); “El Padre es mayor que yo” (Jn 14,28). Estos datos evangélicos que
expresan la conciencia humana del Hijo encarnado pasan a clave humana y extienden a nivel humano la
relación interpersonal del Hijo con el Padre dentro de la vida divina.

2. El conocimiento humano de Jesús

1. El problema del conocimiento y de la nesciencia

¿Qué conocimiento humano tuvo Jesús? ¿Qué perfección atribuir a su conocimiento humano y qué
límites hay que ponerle? Un estudio del conocimiento humano de Jesús ha de tener en cuenta dos hechos: se
trata del conocimiento del Hijo de Dios; el Verbo, encarnado en la kenosis, no tuvo la posesión durante su vida
terrena de la “perfección” (teleiòsis) (cf. Heb 5,9) que alcanzó en la resurrección. Sin duda, hay que afirmar en
Jesús algunas perfecciones a causa de su identidad personal de Hijo de Dios. Por otra parte, no sólo su
naturaleza humana sigue siendo la misma, sino que su existencia humana en la kenosis implica que él,
voluntariamente, asumió las imperfecciones.

El que, por la unión hipostática, las dos naturalezas no se mezclen –la naturaleza humana conserva su
propia integridad- implica que las perfecciones de la naturaleza divina, es este caso el conocimiento divino, no
se comunican directamente a la naturaleza humana; el que las dos naturalezas no estén separadas significa que
la conciencia humana de Jesús es la del Hijo de Dios. Las perfecciones de una conciencia como ésta no deben
ser, por ello, ni exageradas ni indebidamente reducidas. Además, el estado kenótico de la existencia humana de
Jesús significa que no se permitió a la gloria divina (doxa) manifestarse durante su vida terrena sino en el
tiempo de su glorificación, y que el Verbo, habiendo asumido plenamente la condición concreta del género
humano, excepto el pecado (Heb 4,5), comparte con los hombres su condición, sufrimiento y muerte
comprendidas. Asumiendo libremente las consecuencias del pecado que podía adaptar y transformar en
instrumento de salvación.

Todo esto sirve para demostrar que “el principio absoluto de perfecciones” aplicado muchas veces a la
humanidad de Jesús, de manera especial a su conciencia humana, carece de fundamento. Las perfecciones
humanas de Jesús son proporcionales a su estado kenótico y están en relación a su misión. En cuanto al primero,
hay que recordar que lo que diferencia el estado kenótico de Jesús del de su estado glorioso es una
transformación real: sólo en la resurrección estará en posesión de la plenitud de su poder mesiánico y salvífico.
En cuanto al segundo, Jesús, durante su vida terrena, poseyó el conocimiento y las perfecciones humanas,
necesarias al cumplimiento de su misión.

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Es necesario, sobre todo, volver a los evangelios para ver cómo la tradición apostólica entendió la
humanidad de Jesús. La tradición evangélica, en efecto, no sólo da testimonio de las perfecciones sorprendentes
de la humanidad de Jesús, sino también de sus obvias imperfecciones: su nesciencia, la tentación, la agonía del
huerto, el grito en la cruz… Estas indicaciones son tanto más fiables cuanto que podrían haber planteado
dificultades para la fe en Jesucristo, fe que la tradición evangélica trataba de comunicar.

La psicología humana del Verbo encarnado en la kenosis aparece, por tanto, como un profundo misterio.
¿Cómo conciliar y combinar en ella elementos que parecen contradecirse y anularse mutuamente? ¿Cómo
afirmar al mismo tiempo la usencia del pecado y la verdadera tentación, la visión de Dios y el sentido de haber
sido abandonado por él en la cruz, la obediencia a la voluntad de Dios en la muerte y el libre ofrecimiento de sí
mismo? En todo esto son inútiles y fuera de lugar deducciones apriorísticas: lo que se requiere es seguir la
historia de Jesús y su misión. Por un lado, debe revelar al Padre (Jn 1,18), por otro, debe sufrir por la salvación
de la humanidad (Lc 24,26).

Por lo que respecta al conocimiento de Jesús, la tradición evangélica transmite sus extraordinarias
perfecciones: habla del Padre como quien lo ve (Jn 1,18), manifiesta un conocimiento sorprendente a la edad de
doce años en el Templo (Lc 2, 40), la gente queda pasmada de su doctrina (Mt 7, 28), enseña con una autoridad
personal única (Mc 1,22), posee un conocimiento sorprendente de las Escrituras sin haberlas estudiado
formalmente (Jn 7,15), conoce los secretos de los corazones (Lc 6,8), predice el futuro, aunque haya que tratar
con cautela la predicción de sus muerte y resurrección. Juan lo resume todo diciendo que Jesús conocía todas
las cosas (Jn 16, 30); Lucas, por su parte, afirma que el niño Jesús aprendió por la experiencia y que “creció en
sabiduría” (Lc 2,52). Él se mostró sorprendido, hizo preguntas y hasta admitió que no sabía (Mt 24,36; Mc
13,32).

Ante el fallo de las deducciones apriorísticas, habría que buscar en la tradición evangélica la guía para
una teología del conocimiento humano de Jesús. Con toda seguridad hay que afirmar en él algunas limitaciones:
debió haber conocido su identidad personal de Hijo de Dios, debió haber tenido un conocimiento especial del
Padre para revelarlo. Pero, ¿qué conocimiento? Ni se pueden negar, mediante deducciones apriorísticas,
definidas como “míticas” (K. Rahner), los límites del conocimiento de Jesús de que hablan los evangelios,
como su nesciencia y su duda, su progreso y sus limitaciones.

Partiendo desde “el principio absoluto de las perfecciones”, la teología ha afirmado en Jesús una triple
especie de conocimiento humano: la visión beatífica de los bienaventurados en el cielo, un conocimiento infuso
(angélico) y un conocimiento experiencial, considerados los tres como exhaustivos y omnicomprensivos. ¡Jesús
habría conocido todas las cosas, de forma humana, de tres maneras diferentes! A semejante construcción
“mítica” hay que objetar que: 1) dado que durante su vida terrena Jesús no alcanza el “fin de su curso”, sino que
está en camino, es absurdo pedir en él la visión de los bienaventurados; 2) el Verbo de Dios se hizo hombre y
no ángel (Heb 2,16); 3) un conocimiento experiencial exhaustivo es una contradicción terminológica. Además,
si Jesús hubiese gozado de la visión beatífica durante y a lo largo de toda su vida terrena, ¿cómo se podría dar
cuenta del misterio del sufrimiento y agonía? Distinguir en su alma humana niveles diferentes y afirmar que el
apex gozó de la visión beatífica, mientras la “parte más baja” permaneció sometida al sufrimiento, significa
dotar a Jesús de una “psicología artificial a diferentes planos”, lo cual, a la postre, no explica nada, pues la
visión beatífica invade, por naturaleza, toda la psicología humana de la persona.

¿Qué dirección se encuentra en el dogma cristológico para la solución del problema de la psicología
humana de Jesús? Mientras que el concilio de Constantinopla III habló explícitamente de “dos voluntades
naturales y dos operaciones naturales” de Cristo, ningún concilio cristológico ha hecho una afirmación

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semejante respecto a las dos formas de conocimiento, el divino y el humano. Sin embargo, la existencia en
Jesús de un conocimiento humano forma parte de la doctrina de fe, ya que está implicada en la integridad de la
naturaleza humana. También aquí se aplica el principio afirmado al comienzo del “Tomus” de San León, y
retomado, después, por Constantinopla III. “Cada naturaleza obra en comunión con la otra lo que le es propio,
esto es, el Verbo opera cuanto es del Verbo, y la carne hace cuanto es de la carne”. En tiempos recientes, en el
contexto del modernismo, un decreto del Santo Oficio (1918) declaró que no se puede afirmar con seguridad
(tuto) que no hay evidencia alguna que demuestre (non constat) que el alma de Jesús, durante su vida terrena,
tuviera la visión beatífica de los bienaventurados (comprehensores). Este decreto disciplinar, relativo a la
enseñanza pública, no tenía la intención de poner fin al debate entre los estudiosos de la cristología. Quería más
bien, al hablar de la visión beatífica de los bienaventurados, atribuir a Jesús una visión “inmediata” del Padre.
Lo que importaba era la modalidad del conocimiento que Jesús tenía del Padre y no los efectos que acompañan
la visión de los bienaventurados que han alcanzado el término de su curso terreno y, con él, la fruición
definitiva de Dios. La misma interpretación vale también para la carta encíclica Mystici Corporis (1943), en la
que se atribuye la “visión beatífica” a Jesús también durante su vida terrena.

2. Hacia una solución del problema

A. La visión inmediata del Padre.

No se puede probar el hecho de que Jesús, durante su vida terrena, tuviera la “visión beatífica”. Su
íntimo conocimiento del Padre, aun implicando un contacto directo e inmediato con él, no supone
necesariamente la “visión beatífica”. Lo que es cierto es el hecho de que Jesús tiene una experiencia personal y
humana del Padre. El dicho evangélico “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30) se refiere a esta experiencia
inmediata de una relación íntima y personal con el Padre, cuyo origen ha de encontrarse en la vida divina
misma. Un conocimiento “infuso” o “profético” daría cuenta a duras penas de la inmediatez y de la intimidad de
esta relación personal. Pero, no se presume en absoluto su carácter “beatífico”, como el que tiene lugar en los
bienaventurados a causa de la definitiva fruición de Dios de que gozan después de haber llegado a su meta final
al término de su curso terrenal. Por lo que respecta a la tradición cristiana, sólo un texto de san Agustín
parecería poder afirmar la visión beatífica de Jesucristo durante su vida terrena.

Lo que hay, pues, que afirmar es que Jesús, durante su vida terrena, tuvo “la visión inmediata” del Padre.
Esto, en realidad, quedaba implicado en la conciencia humana subjetiva de su filiación divina, de que se habló
anteriormente. Jesús era subjetivamente consciente de su identidad personal de Hijo o, en otras palabas, el
Verbo era autoconsciente de forma humana. Los “dichos” absolutos del ego eimi” de Jesús, presentes en el
evangelio de Juan (Jn 8,24; 8,28; 8,58, 13,19), manifiestan esta directa conciencia subjetiva. Implicada en la
autoconciencia humana de Jesús como el Hijo, está la visión intuitiva e inmediata del Padre, pero, mientras la
primera es conciencia subjetiva, la segunda es conciencia objetiva.

Esto quiere decir que el Hijo encarnado vivió en su conciencia humana el misterio de su relación
personal y esencial con el Padre dentro de la vida divina. La conciencia subjetiva del Hijo en la humanidad
implicaba el conocimiento objetivo e intuitivo de Aquel de quien procede el Verbo como Hijo, desde el interior
de la vida divina. Jesús ve al Padre porque en su conciencia humana vive conscientemente su relación personal
de Hijo con él. Su conciencia personal de hijo implicaba la visión inmediata del Padre.

Una visión inmediata como ésta es distinta de la visión beatífica de los bienaventurados por más de un
motivo. Primero, se trata de la relación interpersonal e inmediata entre el Hijo-como-hombre y su Padre, y no de
la visión del Dios trino por una persona humana. En la relación “Yo-Tú” entre el Padre y el Hijo, es el Padre el

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que se hace el “Tú” del Hijo-en-la-humanidad, y no la Trinidad, el objeto de la visión del hombre. Los
bienaventurados en el cielo contemplan la Trinidad y dicen: “Tú eres”; Jesús, en la tierra, en el “Yo soy” de su
autoconciencia de Hijo, ve al Padre y no así mismo. Segundo, la visión inmediata del Padre por parte de Jesús
no comporta la fruición beatífica que se produce en los bienaventurados por la unión definitiva con Dios al
término de su peregrinación terrena. El Jesús terreno pre-pascual, por el contrario, está en camino hacia el
Padre; en su estado kenótico, su alma humana no ha alcanzado la gloria divina. La visión inmediata que Cristo
tiene del Ppadre se convertirá en “beatífica” solamente en su estado glorioso de resucitado; mientras tanto, en su
estado kenótico, queda espacio para el sufrimiento humano, para el misterio de la agonía y para el sentido de
abandono de Jesús por parte de Dios en la cruz, sin suponer en él una “psicología a más niveles”.

Además, la autoconsciencia de Jesús y la visión inmediata del Padre son susceptibles de crecimiento y
de desarrollo, característica esta que falta en la “visión beatífica”. La humanidad de Jesús está sujeta a las leyes
de la psicología humana y de la actividad espiritual. Así como la autoconciencia crece por el ejercicio de la
actividad espiritual de una persona, así también la autoconciencia humana de Jesús como Hijo y la visión del
Padre que la acompaña crecieron desde los primeros años hasta la edad madura de la misión pública. La
conciencia que Jesús tenía de su misión mesiánica y del modo en que debía llevarla a cabo creció de manera
acorde desde el bautismo del Jordán, en que quedó identificado con el Siervo paciente de Dios, hasta Jerusalén,
donde se debatió con su muerte sobre la cruz. A pesar de la carta encíclica Mystici Corporis, nada indica o
requiere que Jesús fuese consciente de su divinidad o que tuviese la visión del Padre desde el momento de la
encarnación; Heb 10,5 se refiere al estado kenótico de la vida terrena del Hijo en general, y no al momento
puntual de la encarnación.

Por último, la visión inmediata de Dios durante su vida terrena no debe ser necesariamente comprensiva
en su totalidad. Ciertamente se extendió a las relaciones interpersonales con el Padre y con el Espíritu, pero
nada indica que se hubiese extendido, como habría ocurrido con la “visión beatífica” de los santos, al plan
salvífico de Dios. Jesús, sin duda, sabía todo lo que había que saber para el ejercicio de su misión salvadora,
incluyendo el significado salvífico de su muerte en la cruz. Pero este conocimiento no le venía de la visión de su
Padre: para ello se requería otro tipo de conocimiento humano.

B. El conocimiento experiencial.

No se necesita decir nada del conocimiento experiencial de Jesús. Basta con subrayar que fue del todo
normal y ordinario. Así como el conocimiento experiencial es por naturaleza limitado, de la misma manera
también el de Jesús era limitado, susceptible de crecimiento o en modo alguno completo y exhaustivo. Jesús
aprendió de la gente, de los acontecimientos, de la naturaleza, de la experiencia… En su conocimiento
experiencial Jesús compartió la condición ordinaria de los hombres; como ellos, alcanzó la madurez humana,
aprendiendo paso a paso a entregar la propia vida humana, “existiendo” totalmente para los demás.

C. ¿El conocimiento infuso?

Algunos teólogos, por ejemplo E. Gutwenger, han negado en Jesús el conocimiento infuso, porque
parecía superfluo a causa de su visión inmediata de Dios. Pensaban que la visión de Dios se extendía a todo lo
que Jesús tenía que conocer en vistas a su misión o, eventualmente, que era omni-comprensiva. Que Jesús
conocía todo lo que debía conocer porque era indispensable para el ejercicio de su misión, está fuera de duda.
Pero ésta es precisamente la razón por la que parece necesario afirmar en él un conocimiento “infuso”.

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Este conocimiento no debe afirmarse a priori sino en atención al papel que desempeña en el ejercicio de
la misión de Jesús. Tampoco ha de entenderse como conocimiento “angélico”, sino que, más bien, se ha de
comparar con el conocimiento “infuso” de los profetas. Como estos últimos, por su experiencia de Dios,
recibían un mensaje de él que luego les era confiado transmitir a Israel, así, de modo semejante, Jesús Llegó a
conocer por Dios todo lo que era necesario para llevar a cabo su misión y todo lo que debía revelar. En
particular, la visión que Jesús del Padre, por ser inmediata, no era de por sí susceptible de comunicación. Era
necesario traducirla a un conocimiento conceptual y comunicable para que Jesús pudiera revelar al Padre. El
conocimiento infuso tenía la misión de dar lugar a esta trasposición. Además, la visión inmediata que Jesús
tenía del Padre no era omni-inclusiva. Se extendía primariamente a las relaciones intratrinitarias que Jesús vivía
en su conciencia humana. Otros conocimientos le venían por “infusión”; su profundo sentido del significado de
las Escrituras (cf. Jn 7,15), su intuición respecto al plan salvífico divino para la humanidad, el significado
salvífico de su muerte en la cruz… En todos estos casos, el conocimiento “infuso” estaba totalmente ordenado
al cumplimiento de la misión de Jesús. Conoció todo lo que era necesario para tal fin: ¡no tenía necesidad de
conocer otra cosa¡

D. La nesciencia de Jesús.

El conocimiento de todo lo que se requería para la misión de Jesús no excluye una “nesciencia” real. El
problema de la nesciencia de Jesús se ha planteado sobre todo en relación al “día del juicio”. La tradición
evangélica hace afirmar a Jesús, con un cierto énfasis, que no conocía “el día” (Mc 13,32; Mt 24,36). Los
exegetas discuten si los textos se refieren a la destrucción de Jerusalén o la “juicio final”: los textos
escatológicos son ambiguos. Enfrentando a la negativa frecuente, por un lado, por parte de los teólogos, de una
cierta nesciencia de Jesús, y, por otro, al decreto del Santo Oficio citado más arriba, según el cual no se puede
enseñar sin peligro la existencia de una cierta “nesciencia” en Jesús, K. Adam se pregunta con agudeza:
“¿Quién tiene razón? ¿Jesús o los teólogos? ¿Jesús o el Santo Oficio?”

Algunos Padres de la Iglesia (Atanasio, Cirilo de Alejandría) admitieron que Jesús no conocía “el día”.
Otros afirmaron que Jesús lo conocía, pero que confesó desconocerlo porque no correspondía a su misión el
revelarlo (Jerónimo, Juan Crisóstomo). Para Agustín, dado que la “ignorancia” es una consecuencia del pecado
y conduce a él, Jesús no podía ignorar nada. Algunos Padres llegaron a afirmar que Jesús conocía y no conocía
al mismo tiempo: conocía en la “visión beatífica”, entendida como omni-inclusiva, pero no conocía en el
sentido de que, como no era su misión revelarla, este conocimiento no había sido trascrito a un leguaje
comunicable. Jesús, por tanto, habría confesado sinceramente su propia nesciencia.

Dejando aparte otras construcciones sutiles, no existe razón teológica alguna para no admitir claramente
que Jesús no conocía. Hemos visto que, durante su vida terrena, la visión que Jesús tenía del Padre no era omni-
comprensiva y que conservaba, gracias a un conocimiento infuso y profético, todo lo que le era necesario
conocer para su misión reveladora y salvífica. Si el día del juicio no formaba parte de la misión reveladora de
Jesús, no era necesario que lo conociese y, simplemente, no lo conocía. La nesciencia formaba parte de su
estado kénotico.

Se pueden hacer otras preguntas: si Jesús no tuvo un conocimiento particular del día del juicio, como los
evangelios lo atestiguan claramente (Mc 13,32), ¿es legítimo para los teólogos pensar que Jesús se equivocó a
este respecto? En la confusión de las distintas opiniones que circulaban en su tiempo sobre este tema, ¿se puede
pensar que Jesús no haya tenido una clara opinión propia a este propósito? ¿O habría podido Jesús compartir la
opinión equivocada, o difundida, según la cual la parusía debía realizarse pronto? Esta pregunta la formula R. E.
Brown:

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“¿Es totalmente inconcebible que, puesto que Jesús no sabía cuándo tendría lugar la parusía, se inclinara a
pensar y decir que se verificaría lo más pronto posible? La incapacidad de corregir opiniones contemporáneas al
respecto ¿no sería consecuencia lógica de su nesciencia?... Puesto que hay indicios, incluso una cierta
declaración, de que Jesús no conocía cuándo tendría la victoria final, muchos teólogos católicos propondrán que
tal conocimiento no era esencial a la misión de Jesús. Pero, ¿podrían admitir los teólogos que Jesús no era
inmune a las opiniones confusas de su época sobre el tiempo de la parusía? Un exegeta no puede resolver
semejante problema, sólo puede evidenciar la innegable confusión de las afirmaciones atribuidas a Jesús”.

Esto equivale a pasar de la ignorancia a la duda, y de la duda a la opinión equivocada. ¿Podría, por tanto,
admitir la teología que Jesús compartió opiniones equivocadas de su tiempo sobre las razones que no afectaban
a su misión salvadora? Una vez más hay que decir que Jesús conocía sin sombra de error todo lo que se refería
su misión. Pero, además de esto, podía haber opiniones bastante comunes en su tiempo que él habría podido
compartir. Es difícil admitir si se puede pensar que la inminencia de “la hora” fuera parte de estas opiniones,
pues sería contradecir su voluntad de continuar la propia misión en la Iglesia. Sin embargo, si la nesciencia
formaba parte del estado kenótico de la vida terrena de Jesús, la posibilidad de compartir las opiniones del
tiempo sobre cosas que no importaban a su misión se ha de ver como parte de la aceptación de nuestra
condición humana.

3. La oración y la fe de Jesús

A. La oración de Jesús

Jesucristo, el Mediador, es una persona divino-humana que une en sí misma la divinidad y la


humanidad. Él es, a un tiempo, Dios que se vuelve hacía los hombres en su Verbo en la autocomunicación y en
la autoentrega, y la humanidad –que recapitula y representa- vuelta hacia Dios en respuesta de reconocimiento.
Un “misterio de adoración salvífica” (E. Schillebeeckx), constituido por un doble movimiento: de Dios a la
humanidad, en la salvación, y de la humanidad a Dios, en adoración. De aquí se derivan las dos direcciones de
las acciones humanas de Jesús. En un movimiento descendente, sus acciones humanas pueden llegar a ser la
expresión humana del poder salvífico de Dios. Tal es el caso, como veremos a continuación, de los milagros de
Jesús, en los cuales su voluntad humana se convierte en la expresión de un poder divino. En el movimiento
ascendente, las acciones humanas de Jesús son adoración divina perfecta.

En esa segunda categoría hay que considerar la “religión” de Jesús, su oración, su veneración y
adoración del Padre. Además de las circunstancias concretas exteriores de la vida de oración de Jesús, lo que
hay que sondear es el significado y la profundidad de su adoración de Dios. Haciendo un uso extremo de la
clave antioquena, Galtier describió a Jesús como el que se dirige en oración al Dios trino, el Hijo incluido.
Jesús, por tanto, como hombre, se habría dirigido en oración también a Cristo como Dios. Esta comprensión de
la oración de Jesús se basa en una interpretación errónea de los datos evangélicos. Esta interpretación sostiene
que, cuando se dice que Jesús “ora” al Padre (Mc 14,36), se entiende realmente Dios (theos). Lo contrario, sin
embargo, es lo verdadero: Jesús ora al Padre, incluso cuando Dios (theos) es mencionado en el texto evangélico
(cf. Mc 15,34). K. Rahner ha demostrado de forma convincente que el término Theos se refiere en el Nuevo
Testamento a la persona del Padre (Yahveh del Antiguo Testamento), excepto donde –en Pablo o Juan- el
concepto se aplica también a Jesús. En cualquier forma, jamás se refiere a Dios de manera indeterminada o a la
Trinidad.

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Para dar fundamente a su tesis desde un punto de vista teológico, Galtier observa que la oración de Jesús
es el reconocimiento por su parte de la propia relación con la Trinidad en la creación. Además, la naturaleza
humana de Jesús es el principio de los actos humanos y, aunque unida hipostáticamente al Verbo, no quedó
asumida dentro de las relaciones intratrinitarias. En respuesta a esta argumentación, hay que responder que,
aunque creada por la Trinidad, la naturaleza humana de Jesús queda asumida en una unión personal con el
Verbo y, por tanto, queda también asumida en una unión personal con el Verbo y, por tanto, queda también
sumida indirectamente en las relaciones intratrinitarias. Toda la vida religiosa de Jesús, su obediencia y su
ofrecimiento a la muerte, su oración y su adoración están dirigidas no desde el hombre Jesús a la Trinidad, sino
desde el Hijo encarnado, en su humanidad, al Padre. Todas estas acciones son la expresión humana, en la
humanidad asumida por el Hijo, de su relación interpersonal con el Padre, con quien está “sustancialmente”
relacionado en la divinidad.

Jesús, por tanto, oró al Padre y no a Dios en general o a la Trinidad ni tampoco al Hijo o al Espíritu.
Jesús, en efecto, vivió como hombre, a nivel humano, sus relaciones personales intratrinitarias con el Padre y el
Espíritu. Vivido y experimentado de forma consciente en su psicología humana, su origen eterno e
intratrinitario por el Padre a través de la generación quedó expresado en la oración y en un sentido de total
dependencia del Padre. Éste es el motivo por el que Jesús oró al Padre y solamente a éste, como atestiguan los
evangelios. Por lo que se refiere al Espíritu, el evangelio es testigo de que Jesús promete enviarlo del Padre,
después de su resurrección y glorificación (Jn 15,26). Esta promesa expresa en el plano humano la relación
gracias a la que, dentro de la vida divina, el Espíritu Santo recibe su origen del Padre a través del Hijo. En
ambos casos y por ambas partes se realizó en la psicología humana de Jesús una trasposición a nivel humano de
las relaciones intratrinitarias dentro de la divinidad.

Así pues, el origen eterno que el Hijo tiene del Padre por vía de generación, una vez traspasado al plano
humano de la psicología humana de Jesús, adquirió un sentido de total dependencia. Es este sentido de total
dependencia del Padre el que se manifiesta en la oración de Jesús. Su oración al Padre es la expresión de una
conciencia que es esencialmente filial.

B. La fe de Jesús.

Muchos teólogos se niegan a hablar de fe en Jesús. Unos arguyen la ausencia de fe en él por la “visión
beatífica”: la visión y la decisiva fruición de Dios excluyen la fe, como afirma el mismo Pablo (1 Cor 13,8-13).
Otros basan su negación de fe en Jesús en su autoconciencia de Hijo y en su visión inmediata del Padre: éstas
no dejarían espacio alguno a la fe. En años recientes, sin embargo, no han faltado teólogos que han afirmado
que Jesús vivió una verdadera vida de fe y que, en realidad, comprendía el modelo perfecto y el paradigma de
fe.

La fe no debe concebirse, en primer lugar, como adhesión a verdades reveladas, sino, en sentido bíblico,
como entrega y confianza personal en Dios. La autoentrega de Jesús, sin embargo, está dirigida al Padre. Forma
parte de la “vida religiosa” y de la vida de oración de Jesús. A lo largo de su vida terrena se confió la Padre,
buscó e hizo la voluntad del Padre, y ésta solamente. No en el sentido de que la siguió pasivamente, sino en el
sentido de que se conformó libremente a ella y que empeñó todas sus energías humanas para cumplirla. Este
rendimiento a la voluntad del Padre se convirtió, sin embargo, en “fe ciega” cuando, en la escena de la agonía
en el huerto, la voluntad del Padre se hizo oscura y Jesús la buscó en el tormento y las lágrimas. Una
circunstancia misteriosa intervino, entonces, entre la voluntad del Padre y la voluntad humana de Jesús, una
circunstancia que éste experimentó profundamente y que superó en la oración. Se pueden aplicar a la escena de
la agonía las palabras de la Carta a los Hebreos cuando dice:

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“El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y
lágrimas a Aquel que podría librarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y aunque
era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación
eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5,7-9).

Tenemos aquí la descripción perfecta de lo que significó la vida de fe de Jesús en sus aspectos más
trágicos y profundos: la lucha implicada en la búsqueda de la voluntad del Padre y su conformidad con ella, una
confianza inagotable en él y su entrega definitiva en total obediencia y, merced a todo ello, el crecimiento del
hombre Jesús en su filiación con el Padre y en su poder salvífico para con la humanidad. Es característico que la
Carta a los Hebreos describa también a Jesús como “el autor y perfeccionador de la fe” (Heb 12,2). ¿Origen o
modelo, o ambas cosas? Cualquiera que sea la interpretación preferida de Heb 12,2, la carta pone de manifiesto
–junto con el evangelio de Juan- la expresión más profunda de la fe de Jesús en Dios, su Padre. Que una fe
semejante sea compatible con la autoconciencia de Jesús como Hijo y con su “visión inmediata” del Padre,
quedará demostrado claramente a continuación al hablar explícitamente de la voluntad humana y del
sufrimiento de Jesús. Puesto que el sentido de dependencia del Padre por parte de Jesús era la expresión humana
de su relación filial intratrinitaria, más que contradecirla, suponía su identidad de Hijo. La fe de Jesús no anula
la fe en Jesús, antes, le da fundamento. Forma parte de la cristología implícita del Jesús terreno sobre el que se
basa la cristología explícita de la Iglesia apostólica.

LA VOLUNTAD Y LA LIBERTAD HUMANA DE JESÚS

La voluntad y las acciones humanas de Jesús

1. El problema de la distinción en la unidad

El concilio de Constantinopla III (680-681) afirmó dos voluntades y dos acciones naturales, unidas en
Jesucristo, “sin separación, sin cambio, sin partición, sin confusión”. Explicó también que no hay oposición
alguna entre ellas –la voluntad humana está en plena conformidad con la divina- pues “sucedía en realidad que
la voluntad humana se movía a sí misma (kinèthènai), aun estando sometida a la voluntad divina”. El concilio,
sin embargo, no explicó el modo en que la voluntad y la acción divina y humana se combinaron en la única
persona de Jesucristo o de qué tipo de autonomía gozaron la voluntad o las acciones humanas respecto a la
voluntad divina. Porque, ¿cómo pueden y deben combinarse, de un lado, la autodeterminación de la voluntad
humana de Jesús, entendida como principio que determina las acciones auténticamente humanas, y, de otro, su
perfecta y firme sumisión a la voluntad del Padre? Demostramos ya que las acciones humanas de Jesús son las
mismas del Hijo de Dios, quien ejerce sobre sí la causalidad propia de la persona. De modo semejante, se
afirmó que la naturaleza humana determina y especifica los actos humanos de Jesús, los cuales, a pesar de su
pertenencia a la persona del Hijo de Dios, siguen siendo auténtica e íntegramente humanos. El problema
teológico sometido a examen es el de reconciliar e integrar la verdad y la autenticidad de la voluntad de la
acción humana de Jesús con la característica restrictiva de su sometimiento a la voluntad del Padre.

A la hora de buscar una respuesta a este problema, es necesario una vez más recordar el estado kenótico
del Jesús prepascual y su real identificación con la condición concreta de la humanidad (cf. Heb 4,15), que
prohíben la aplicación a la vida terrena de Jesús del falaz principio de las “perfecciones absolutas”. En realidad,
se pueden y se deben afirmar en la voluntad humana de Jesús algunas perfecciones en virtud de su identidad
personal de Hijo de Dios: tales son la ausencia de pecado así como también la ausencia de inclinación al
pecado, llamada “concupiscencia”. Pero la persona divina de Jesús no impide en él la existencia de una

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verdadera tentación ni mucho menos la de la debilidad humana, del desfallecimiento, del miedo, de la tristeza,
como testifica la tradición evangélica. El principio-guía para una valoración teológica de las perfecciones y de
los límites de la voluntad humana de Jesús –lo mismo que de su conocimiento humano- es que el Hijo de Dios
asumió todas las consecuencias del pecado que podían ser asumidas por él, incluidas el sufrimiento y la muerte,
y a las que dio un significado y un valor positivo para la salvación de la humanidad. En realidad, “a excepción
del pecado, fue en todo probado igual que nosotros” (Heb 4,15).

Por los demás, aquí están fuera de lugar las deducciones apriorísticas de las perfecciones y de los
límites. Hay que recurrir, más bien, a la tradición evangélica, tomada en su valor genuino. No de manera
ingenua, como si toda escena consignada en el evangelio haya de ser considera histórica literalmente, sino
porque la memoria de la Iglesia apostólica, contenida en la tradición evangélica, testifica la comprensión de la
humanidad de Jesús por parte de testigos oculares, una vez que sus ojos quedaron abiertos a su misterio en la
experiencia pascual. Es fundamentalmente en la tradición evangélica donde debemos, por tanto, descubrir cómo
las perfecciones humanas, debidas a la identidad de Jesús como Hijo, y sus límites, consecuencias de su estado
de autovaciamiento (kenosis),se combinan juntamente.

Las contradicciones aparentes, de las que pocas se pueden mencionar, no faltan a este propósito. ¿Cómo
conciliar la ausencia del pecado en Jesús –y, de forma todavía más radical, su “impecabilidad” teológica- con la
realidad con la libertad genuinamente humana? De manera semejante, una vez negada la “visión beatífica” en
Jesús durante su vida terrena, queda el problema de cómo conciliar su “visión inmediata” del Padre con el
sufrimiento moral que padece, con el desfallecimiento, el miedo y la angustia que experimenta en la lucha de la
“agonía” y, todavía más, en su grito en la cruz y en su sensación de estar abandonado de Dios. Estas y otras
contradicciones aparentes ayudan a esclarecer la profundidad de la humanidad del Hijo de Dios, semejante en
todo a nosotros excepto en el pecado.

2. Hacia una solución del problema

A. Jesús era inmune al pecado.

El Nuevo Testamento afirma claramente la ausencia de pecado en Jesús: Hb 7,26; 1 Pe 1,18; 1 Jn 3,5…
Lo mismo queda afirmado en el concilio de Calcedonia como doctrina de fe, haciendo referencia a Heb 4,15.
Que Jesús nació sin pecado original quedó afirmado igualmente como doctrina de fe en el concilio de Toledo XI
(675), y fue repetido por el concilio de Florencia (1442). Es también doctrina de fe la ausencia en Jesús de toda
inclinación al pecado, es decir, la “concupiscencia”. Lo afirmó el concilio de Constantinopla II (553) y esta
armonía perfecta en la humanidad de Jesús se explica teológicamente por la ausencia en él del pecado original.
Por lo que se refiera a la intrínseca y absoluta impecabilidad de Jesús, ésta representa un “teolegúmeno” y no
una doctrina de fe verdadera y propia. Se deduce teológicamente del misterio de la unión hipostática: si Jesús
hubiera de cometer pecado, Dios sería el autor de acciones pecaminosas, lo que es una contradicción.

Sin embargo, tanto la esencia del pecado en Jesús cuanto su impecabilidad no lo hacen inmune a la
tentación. Los testimonio evangélicos afirman claramente la realidad de la tentación en Jesús: Mc 1,12-13; Mt
4,1-11; Lc 4,1-13; cf. Heb 2,18. Este testimonio ha de considerarse en su valor efectivo y no se puede reducir la
tentación de Jesús a una realidad simplemente “extrínseca”. Era real, la experimentó íntimamente y provocó en
él una verdadera lucha. Jesús probó en lo hondo de su humanidad las duras exigencias que la voluntad del Padre
y la fidelidad a la propia vocación mesiánica le impusieron. Su obediencia y sumisión no fueron indoloros, a
pesar de que su voluntad no vaciló nunca, sino que se sometió siempre. El carácter genuino de la tentación de
Jesús emerge más claramente sobre todo en la tradición evangélica por su relación con la forma en que tuvo que

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llevar a cabo su vocación mesiánica: no como un Mesías triunfante sino como el que realiza en sí el tipo del
Siervo de Yahveh. Los tres sinópticos, además, señalan que Jesús fue conducido al desierto por el Espíritu para
ser puesto a prueba (cf. Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,1).

B. Jesús no fue inmune al sufrimiento.

El hecho de que Jesús estuvo sujeto al sufrimiento corporal está ampliamente atestiguado por la
tradición evangélica, especialmente en los cuatro relatos de la Pasión. Se insiste también en la Carta a los
Hebreos: 4,15; 2,17-18; 5,8…; la misma realidad se afirma como doctrina de fe en el concilio Lateranense I
(649), y se repite en el concilio Lateranense IV (1215) y en el de Florencia (1442). Por lo que se refiere al
sufrimiento moral en Jesús, su evidencia aparece principalmente en los relatos evangélicos de la escena de la
“agonía” y de la lucha (agonía), como la llama el evangelio de Lucas (según algunos manuscritos que incluyen
Lc 22,43-44 en el texto evangélico): “Y entrando en agonía oraba más fervientemente…” (Lc 22,44). La agonía
es, indudablemente, uno de los episodios más misteriosos de la vida de Jesús, si nos atenemos a como la
entiende la tradición evangélica.

Es característico que los tres evangelios sinópticos abunden en observaciones que describen
detalladamente los sentimientos humanos y las reacciones experimentadas por Jesús, mientras se enfrenta a una
muerte violenta y busca en la oscuridad la voluntad del Padre. Mateo y Marcos hablan de tristeza hasta la
muerte (Mt 26,38; Mc 14,34) y añaden angustia (Mt 26,37; Mc 14,33) y miedo (Mc 14,33). Lucas, de manera
más explícita, describe la “agonía” de Jesús en los términos siguientes: “Y su sudor se tornó como de gotas de
sangre que caían hasta el suelo” (Lc 22,44). Los tres sinópticos hablan de oración intensa de Jesús que busca la
voluntad del Padre, que, en esta prueba suprema, se había tornado misteriosamente oscura. Jesús, se puede y se
debe decir, experimentó angustia y tristeza, desfallecimiento y lucha. En realidad, compartió con la humanidad
el miedo que suscita una muerte inminente –que, además, es una muerte violenta- siempre que la naturaleza se
rebela ante su próxima laceración. A través de esta lucha, Jesús buscó, en la soledad y en la oscuridad, la
voluntad de Dios, que, de manera extraña, se hizo oscura e incomprensible.

¿Cómo conciliar con este sufrimiento y lucha moral la “visión inmediata” del Padre, afirmada
anteriormente? Seguramente la “visión beatífica” hubiera hecho imposible todo sufrimiento, ya que la
bienaventuranza, que lleva consigo la fruición definitiva de Dios, es incompatible con toda sensación de
sufrimiento. Tampoco se puede recurrir, para hacer estas realidades compatibles entre sí, a estratagemas
artificiosas, como la momentánea interrupción de la visión beatífica o la división del alma humana de Jesús en
dos partes, de las que la superior habría gozado de la visión de Dios, mientras la inferior habría sido susceptible
de sufrimiento. La razón es que la posesión decisiva y la visión de Dios comprenden, por su naturaleza, toda la
psique humana. El “estado de gloria” consiste precisamente en esto.

Sin embargo, Jesús durante su vida terrena no está en el estado de gloria sino en el de kenosis, no está al
término de su carrera humana sino en camino hacia el Padre. En su estado de anonadamiento y en su
peregrinación al Padre, Jesús no goza de la “visión beatífica” de los bienaventurados en el cielo. Posee, sin
embargo, como se explicó anteriormente, la conciencia humana de su identidad de Hijo de Dios y la
consiguiente “visión inmediata” de Dios, al que llama “Padre”. Esta visión inmediata de Dios, a diferencia de su
equivalente “visión beatífica”, era compatible con el sufrimiento humano: Jesús era consciente de que sufría
como Hijo y de que debía sufrir, aun cuando fuera el Hijo (cf. Hb 5,8). Sólo con la resurrección estaba Jesús
destinado a gozar de la definitiva posesión de Dios, estando, entonces, unido a él en su gloria: sólo entonces su
visión de Dios estaba destinada a convertirse en “beatífica”.

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Mientras tanto, Jesús era consciente de ser el Hijo de Dios en el auto-anonadamiento. La conciencia de
la condición kenótica, derivada de su misión mesiánica, se hizo más viva que nunca cuando se enfrentó a la
inminencia de una muerte violenta. Esto explica cómo en la lucha de la “agonía” perdura la visión del Padre,
aun cuando Jesús estuviera dominado por la angustia humana.

De esta manera se ha de entender el grito de l cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
(Mc 15,34; Mt 27,46). Es cierto que Jesús experimentó la sensación de estar abandonado por el Padre. Esto, sin
embargo, no supone, como se ha expuesto muchas veces, que el Padre abandonara a su Hijo y se alejara de él,
dejándole sufrir en el olvido y en el abandono divino. Jesús, como ningún otro, probó en la cruz la distancia que
existe entre la bondad infinita de Dios y la pecaminosidad de la humanidad, a causa de la cual asumió la muerte
en la cruz. Pero esto no supone de ninguna manera que Dios abandonara a su Hijo. Al contrario, el Padre
“simpatizó” (sufrió con) empáticamente con el sufrimiento y la muerte del Hijo. Es esto tan verdad que en el
misterio de la cruz, más que en otro acontecimiento, el amor infinito de Dios se reveló con toda claridad. El
Dios de Jesucristo se reveló aquí como un Dios que sufre y sufre con, no por necesidad, si así se puede decir,
sino por la bondad sobreabundante que mostró hacia la humanidad en su Hijo que sufre y muere.

Por lo que respecta a Jesús mismo, aun con la sensación de haber sido abandonado por el Padre, sigue
estando unido a él y le hace la entrega de sí mismo. No queda abandonado de Dios; más bien “se abandona a sí
mismo” en las manos del Padre. El evangelio mismo es testigo de esto: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc 23,46). El grito de Jesús en la cruz está tomado del salmo 22, del que se cita el primer versículo
(22,1). Como se sabe, este salmo, que comienza con una sensación de abandono por parte de Dios, termina
proclamando la liberación por su parte. En armonía con el artificio literario hebreo, aplicar a sí mismo el primer
versículo de un salmo significaba implícitamente identificarse con él en su integridad. En la oscuridad de la
situación, Jesús en la cruz superó la sensación de abandono por parte del Padre, expresando la total entrega de sí
mismo en manos, con seguridad y confianza.

La sensación de abandono por parte del Padre que Jesús experimentó en la cruz era compatible con la
unión y la visión que de él tenía el Hijo. Para demostrarlo, se pude recurrir –de forma análoga- a la experiencia
de los místicos. Cuando hablan de “noche oscura del alma” no intentan decir que Dios se ha alejado de ellos y
se ha hecho extraño. Más bien, la sensación de lejanía va acompañada por la presencia cercana, permanente,
dando cuenta así de la purificación suprema del alma en atención a su perfecta unión con Dios. Es, en efecto,
una prueba suprema la que –a fortiori- sufrió Cristo en la cruz, precisamente cuando estaba a punto de la
autohumillación a la exaltación, de esta vida y de la muerte a la gloria de su Padre. Experimentó el abandono de
Dios que le era próximo y que acompaño a su Hijo al sufrimiento. Jesús se entregó a sí mismo en total
confianza en las manos de Dios, en quien confiaba y que podría librarle de la muerte.

C. Los actos humanos de Jesús como expresión del poder divino salvífico.

Como se observó anteriormente, Jesús es al mismo tiempo Dios que se vuelve hacia la humanidad en la
autocomunicación de sí mismo, como la humanidad que se vuelve hacia Dios en aceptación y respuesta. Su
mediación ha sido descrita como un misterio de “adoración salvífica”, compuesta de un doble movimiento: de
Dios a la humanidad en la salvación, de la humanidad a Dios en la adoración. De aquí derivan las dos
direcciones de las acciones humanas de Jesús: desde arriba y desde abajo. Pertenecen a la dirección ascendente
la “religión” de Jesús, su vida de oración y la adoración de Dios. Analizamos estos temas en la sección primera

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de este capítulo. En esta segunda sección nos queda por decir algo a propósito de los actos humanos de Jesús
que siguen el movimiento opuesto, es decir, el descendente.

A propósito de todas las acciones humanas de Jesús, hay que decir al mismo tiempo que son acciones
humanas del Hijo de Dios, que las realiza de forma personal y que se especifican y determinan por la naturaleza
humana y, por tanto, son auténtica y exclusivamente humanas. Es preciso añadir que la causalidad personal del
Hijo de Dios no interfiere la autonomía natural de los actos humanos de Jesús. Para ver esto, hay que invocar
una vez más el axioma según el cual la autodeterminación y la autonomía crecen en proporción directa, y no
inversa, a la unión y la proximidad con Dios. En Jesús, la más alta modalidad de unión con Dios se combina con
la total autonomía de la naturaleza: intimidad absoluta con plena autenticidad.

En la línea descendente, algunos actos humanos de Jesús son la expresión humana del poder divino
salvífico. Tales son los milagros que caracterizaron el ministerio de Jesús, entendidos como parte integrante de
la venida del Reino de Dios que se estaba estableciendo en la tierra a través de él: las curaciones y los
exorcismos, las resurrecciones, los milagros morales, así como los milagros “de la naturaleza”. En todos estos
acontecimientos, el acto humano de la voluntad de Jesús se convierte en el vehículo del poder divino de curar y
liberar, de restaurar y salvar.

¿Cómo, entonces, realizó Jesús sus milagros? No simplemente pidiendo a Dios que intercediese con su
poder infinito y produjese los efectos de curación y de salvación. Ni de la manera en que los profetas produjeron
efectos milagrosos, recurriendo e invocando la intervención de Dios. Al contrario, Jesús obra milagros gracias
al ejercicio de su misma voluntad humana: “Quiero, queda limpio” (Mc 1,41); “Lázaro, sal fuera” (Jn 11,43)…

Para constatar esto, hay que recurrir una vez más al misterio del Hijo de Dios hecho hombre, al misterio
del Verbo encarnado. “Ipsum Verbum personaliter est homo” (santo Tomás). El Verbo de Dios se hizo
personalmente hombre en Jesucristo; él es Dios en forma humana o Dios humanizado. Esto significa que la
humanidad de Jesús se hace la autoexpresión de Dios en el mundo y en la historia. De esta manera, sus acciones
humanas, que son las acciones humanas del Verbo de Dios, pueden ser la expresión humana de una acción
divina, la señal eficaz y el canal visible del poder divino, operante de forma humana en el mundo.

Jesús, por tanto, obra milagros mediante un acto de su voluntad humana y no mediante una intercesión
con Dios en la oración. Su voluntad humana es eficaz en cuanto expresión humana de la voluntad divina, es
decir, signo eficaz del poder divino. “Salía de él una fuerza que curaba a todos” (Lc 6,19). Cuando la oración
acompaña a los milagros de Jesús, no es para interceder ante Dios en favor del pueblo para que intervenga
directamente y lo sane, más bien, Jesús busca la voluntad de su Padre en cada situación concreta y acompasa la
propia voluntad humana a la del Padre. Una vez en sintonía con la voluntad del Padre, la voluntad humana de
Jesús se convierte en canal por el que el poder salvífico de curación fluye y opera.

Libertad humana de Jesús

1. El problema de la libertad en la dependencia

Hay que dar por cierto el hecho de que Jesús, durante su vida terrena, gozó de una auténtica libertad
humana, algo que va implícito en la integridad de la voluntad y de la actividad humana, la cual permanece en la
unión con el Hijo de Dios. La doctrina del concilio de Constantinopla III (681) supuso esto cuando afirmó que
la voluntad humana de Cristo sigue inalterada después de la unión. El concilio, sin embargo, no explicó en qué
forma Jesús es un “hombre libre”. El problema de la libertad humana de Jesús, en efecto, está cargado de

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dificultades y contradicciones aparentes, especialmente si tenemos en cuenta la ausencia de pecado y la


impecabilidad de Jesús.

Hay que aclarar en primer lugar que Jesús ejerció una verdadera libertad de elección en lo que se refiere
a la serie de acciones mediante las cuales hubiera llevado a cabo mejor su misión. Es necesario subrayar que
Jesús, en semejantes opciones, desarrolló un sentido extraordinario de iniciativa, invención y responsabilidad
sin que faltaran tampoco ocasiones para tales opciones. La tradición evangélica, en efecto, es testigo de un
cambio de estrategia por parte de Jesús en el trascurso de su vida pública, después de la crisis del ministerio de
Galilea: enfrentado a un aparente rechazo, Jesús decidió concentrarse en la formación de un núcleo de
discípulos; más tarde, se habría hecho a la idea de acercarse a Jerusalén para encontrar allí su destino. Si la
libertad es la suprema perfección de la persona y la señal más alta de la dignidad humana, sería una grave
injuria a la verdadera auténtica humanidad de Jesús, el no considerarlo un hombre libre. Hay que afirmar, más
bien, lo contrario: como hombre perfecto, Jesús tenía que estar dotado de perfecta libertad.

La dificultad acerca de la libertad humana de Jesús surge cuando Jesús se ve obligado por lo que parece
un mandato estricto del Padre, como parece ser el caso de su pasión y muerte. En realidad, son éstas las
consecuencias naturales del contraste inevitable entre la misión a la que debía permanecer fiel y las fuerzas que
entran en colisión con él. Ni Dios quiso directamente la muerte de su Hijo en la cruz, sino que más bien fue la
fidelidad de Jesús a su misión salvífica lo que inexorablemente la condujo a este punto. Permanece, sin
embargo, el hecho de que la muerte de Jesús en la cruz estaba en el designio amoroso salvífico de Dios para la
humanidad: la muerte demostró, en la profundidad del anonadamiento del Hijo, la hondura del amor expansivo
de Dios por la humanidad. En este sentido, es justo decir, que, según el plan de Dios, Jesús debía morir en la
cruz.

El Nuevo Testamento afirma lo mismo, como cuando el evangelio de Lucas explica que “era necesario”
que “el Mesías sufriera esto y así entrara en su gloria” (24,26). La “necesidad” (edei) a la que aquí se alude
tiene el sentido bíblico de lo que está implícito en el plan y designio de Dios para la humanidad. Que Jesús,
especialmente en su pasión y muerte, tuviera que obedecer al Padre, se afirma claramente en el Nuevo
Testamento (cf. Rom 5,19; 4,25; Flp 2,8; Heb 5,8). Y mientras el concepto de thelema (Lc 22,42) podría
entenderse como referido a un deseo del Padre, el de entolé (Jn 14,31) sólo se puede entender en el significado
de precepto o mandato por parte de Dios, en relación a la misión de Jesús, que exige la estricta obediencia.
Jesús, entonces, no tenía opción de morir o no morir.

La libertad humana de Jesús resulta problemática cuando tiene que obedecer al Padre, en vista,
especialmente, a la ausencia de pecado e impecabilidad. El problema puede formularse en forma de dilema. Si
Jesús pudiera desobedecer, ¿qué sería de su impecabilidad? O, si no pudiera desobedecer, ¿qué libertad posible
le quedaría en este caso? Frente a este dilema, algunos teólogos han pesando que el problema de la libertad de
Jesús carece de solución. Otros, incapaces de mantener en equilibrio los tres polos, han optado por mantener
solamente dos, olvidando de alguna manera el tercero. De aquí que se pueden reagrupar fácilmente las
opiniones en tres grupos: las que minimizan la voluntad divina respecto a la muerte de Jesús, las que mitigan su
impecabilidad y, finalmente, los que reducen el campo de su libertad. ¿Se puede proponer una solución capaz de
combinar los tres polos sin prejuzgar ni la impecabilidad de Jesús ni la voluntad del Padre sobre su muerte ni la
libertad auténticamente humana de Jesús?

2. Hacia una solución del problema

Sólo se puede dar una solución desde un nuevo acercamiento a la libertad. La esencia de la libertad no
consiste en el ejercicio de la facultad de elección. Si así fuera, la necesidad y la libertad se excluirían

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mutuamente en todos los casos. Y que las cosas no son así queda claro por el hecho de que, aun estando
determinado por el acto con que se conoce y ama a sí mismo, Dios es al mismo tiempo soberana e infinitamente
libre. Además, los bienaventurados en el cielo, aunque necesitados del amor de Dios, han alcanzado la
perfección de su libertad. La libertad es una perfección ontológica de la persona que se realiza en formas y
grados diferentes en Dios y en la persona humana.

La esencia de la libertad se ha de poner en la autodeterminación, que constituye la dignidad de la


persona. Una persona debe a su propia autodeterminación el llegar a ser lo que es. La esencia de la libertad
reside en que la acción de la persona viene y procede de ella misma, es realmente su obrar. Santo Tomás la
definió como “el dominio que una persona tiene de sus propios actos” (dominium sui actus). Se podría decir que
la libertad es “la aseidad de la voluntad”. La libertad, pues, exige la responsabilidad personal; la persona es
responsable de las propias acciones en tanto en cuanto proceden de la propia autodeterminación.

Libertad no es sinónimo de indeterminación; consiste, más bien, en asumir el propio determinismo y en


llegar a ser, por medio de la autodeterminación, lo que se debe ser. La libertad, entonces, no es una prerrogativa
que poseemos, sino una perfección que debemos conseguir y en la que debemos crecer: es un don y un empeño,
una vocación. La facultad de elección en esta vida, además de ser la modalidad concreta en la que la persona
humana ejerce la propia libertad, es también la señal de su imperfección presente. Cuanto más perfecta se hace
una persona, cuanto más necesita del bien, menor en ella es la posibilidad de una opción moral y más perfecta
se ha hecho su libertad, hasta que, plenamente autodeterminada en la visión de Dios y en la posesión de su
último fin, alcance la plena libertad y ejerza la perfecta libertad.

Queda claro, pues, que no toda necesidad se opone a la libertad. Seguramente una violencia desde fuera
la suprime, de la misma manera que toda necesidad ciega intrínseca en la persona, sobre la que la voluntad no
tiene poder alguno. Si, no obstante, la necesidad es intrínseca a la misma voluntad; si una persona en pleno
conocimiento del fin que se propone y urgida por el impulso irresistible de su propia voluntad hacia el bien se
determina infaliblemente por él, tal determinación es el signo de una libertad plenamente madura.

La perfección de la libertad crece en proporción directa a la autodeterminación de la voluntad hacia el


bien. Dios, en su total autodeterminismo, es infinitamente libre; los bienaventurados, por cuanto se adhieren
voluntariamente al estado de bienaventuranza en el que están determinados, han alcanzado una liberación total;
los santos, siempre más atraídos por Dios, a cuya llamada responden voluntariamente, están llegando a su
libertad a medida que pierden su indeterminación; los hombres en esta vida están buscando a tientas la libertad,
desarrollando progresivamente una necesidad responsable de unirse a Dios.

Tal concepto de libertad, aun cuando pueda parecer filosófico, coincide de manera chocante con la
noción bíblica. Presentémosla brevemente: para San Pablo estamos “llamados a la libertad” en Cristo Jesús (Gal
5,13); el santo es libre, mientras el pecador es un esclavo; la conversión a Dios en Cristo es alcanzar la libertad,
pues Cristo nos salva de la esclavitud del pecado (cf. Gal 5,1; 5,13; 2Cor 3,17); pertenecer a Él significa ser
libres (1 Cor 3,22-23). De la misma manera, para San Juan la única esclavitud verdadera es la del pecado (Jn
8,34); la libertad, por el contrario, deriva de la adhesión a Cristo y de la liberación del pecado por medio de Él
(Jn 8,32.36); “quien obra la verdad viene a la luz” (Jn 3,21). La novedad operada en Jesús, podemos decir, es la
promoción de la persona humana a la libertad mediante el Espíritu, que se convierte en el principio de nuestra
liberación.

Volviendo a Jesús, a la luz de este análisis de la libertad humana hay que decir que su libertad humana
es perfecta. Donde no hay voluntad expresa determinante del Padre, sigue existiendo la elección. Éste era el
caso, en gran parte, por lo que respecta sobre todo a los medios y a la modalidad para la realización de la misión

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de Jesús: quedaba una plena posibilidad para la iniciativa y la invención. Además, no fue esto lo que hizo
perfecta la libertad de Jesús; más bien, éste era el signo que le quedaba en esta vida a un peregrino en camino
hacia la última meta. Una vez exaltado a su gloria, su voluntad humana quedaría plenamente determinada,
definitivamente establecida en la adoración del Padre y en el ejercicio de su poder salvífico. Mientras tanto, sin
embargo, las veces que fue sometido a obediencia por parte del Padre, Jesús no tenía la posibilidad de elección.
Con todo, se determinó a sí mismo con pleno conocimiento de la meta que se le había propuesto y se adhirió a
ella con todo su ser. Su voluntad coincidió perfectamente con la del Padre. Esto que resolvió él en un acto
auténtico de autodeterminación coincidida infaliblemente con la voluntad divina.

Siempre que entraba en juego una exigencia de la voluntad divina, Jesús era determinado por ella, sin
embargo, su voluntad humana estaba dispuesta a provocar la acción propia, a ejercer la propia
autodeterminación, no a causa de una violencia divina impuesta desde el exterior, sino por un impulso personal
salido de dentro. La visión del Padre no actúo de impulso forzado que impidiera la autodecisión, sino de meta
que le atrae a sí y cuya intuición lleva a la autodeterminación plenamente iluminada. Esto parece ser cuanto se
desprende de la afirmación de K. Rahner –en una cita que merece repetirse-, según el cual la cercanía de Jesús a
Dios y su disponibilidad hacia él, lejos de impedir su libertad auténtica, la condujeron a su perfección. Escribe:

“La cercanía y la lejanía, el estar a disposición y la autonomía de la criatura crecen en la misma mediad y no de
manera inversa. Así Cristo es hombre de manera más radical y su humanidad es la más autónoma, la más libre
no a pesar de, sino porque es la humanidad aceptada y puesta como automanifestación de Dios”.

Es éste, de la misma manera, el tipo de libertad humana que Jesús reivindicó para sí mismo, según la
tradición evangélica, especialmente en el misterio de su pasión y muerte. En ningún lugar afirma haber elegido
libremente morir; al contrario, atribuye su muerte a la elección y a la voluntad del Padre (cf. Mc 14,36 y
paralelos; cf. también Mt 26,53; Heb 5,7). Por otra parte, sin embargo, Jesús reivindica ofrecer la propia vida
espontáneamente, esto es, en total autodeterminación, en libertad perfecta: “Por esto me ama el Padre, porque
yo entrego mi vida, bien que para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo voluntariamente la
entrego. Tengo el poder de entregarla y tengo el poder de recobrarla. Éste es el mandato que he recibido de mi
Padre” (Jn 10,17-18; cf. Gál 2,20; Heb 7,27; 9,14…).

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