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La dama y el vagabundo

Miguel Huezo Mixco

“¡El mundo entero se enterará de esto!”, se repetía un humilde sastre, envalentonado por su
hazaña de aplastar siete moscas de un golpe. Tanto, que decidió que su pequeño taller era
demasiado pequeño y se lanzó a recorrer el mundo. Tras superar una serie de pruebas de
fuerza y habilidad haciendo uso de su ingenio, llegó, precedido de la fama, al jardín de un
palacio real. El soberano le mandó a ofrecer que, si lograba vencer a unos gigantes que
asolaban la comarca, recibiría como recompensa la mano de su hija y la mitad del reino.

La literatura de todos los tiempos está llena de este tipo de historias en las que un hombre
humilde consigue lo inimaginable: el reconocimiento de quienes le rodean, el amor de una
joven y bella dama, y hasta la felicidad. La literatura nos anima a quienes no posemos
títulos, ni cargos honoríficos, ni patrimonio, a intentar lo improbable. Pues no hay más
remedio que ser como los comuneros, en cuyas barricadas estuvo Rimbaud, el poeta, y
lanzarse a tomar el cielo por asalto. Con denuedo, con coraje, sabiendo que en el intento se
va la vida.
Rubén Blades, al igual que otros músicos, ha cantado la hazaña de hacerse con lo
imposible. La canción se llama “Ligia Elena”. En pocas estrofas y con un ritmo contagioso,
canta la historia de una niña de sociedad que se ha fugado... con un trompetista. “Mientras
los tristes padres preguntan en dónde fallamos/ Ligia Elena con su trompetista amándose
están./ Dulcemente se escurren los días en aquel cuartito”.

Como la del trompetista, hay una historia más antigua que nos habla de otro artista: el
flautista de Saint-Merry, invocado en el espléndido poema de Guillaume Apollinaire, que
arrastraba tras de sí un tropel de mujeres embrujadas por el sonido de su instrumento.

La audacia suele tener recompensas, como en la historia del sastre. Las destrezas, también,
como en la canción del trompetista. Audacia, habilidades, sí, y también algo de “malas
artes”, como en el poema del flautista. No siempre es Amor el protagonista de todas estas
historias, aunque al final, como en las películas favoritas, siempre sea posible un final feliz.

El amor es la tan anhelada contingencia que aflora en otra serie de narraciones. El cuento
de la princesa cuyo candor o buenos sentimientos hacen aparecer al príncipe encantado que
estaba detrás de la nauseabunda figura de un sapo, nos habla de los poderosos antídotos de
la ternura y de la posibilidad de transformarnos. De ser, sino bellos, mejores. Los amorosos
padres de Ligia Elena, cada vez más resignados a la decisión de su nena, probablemente
anhelen que aquel salsero termine mutándose en el príncipe azul.

Aunque en la vida no todo es azul, la felicidad es posible. Lo dicen los cuentos y, como
sabemos, las ficciones son más que ficciones. Hablan de la realidad desde los ángulos más
insospechados. Entronizan lo imposible como una posibilidad. El milagro ocurre, como en
la Rosa de Paracelso, el mejor cuento de Borges. O como en la conocida historia de la Bella
y la Bestia. Aquel monstruo que hacía que la joven se estremeciera de miedo, por obra del
amor desaparece y en su lugar emerge un hombre “más hermoso que el Amor mismo”. Una
de las lecciones de ese maravilloso cuento la expresa el Hada cuando a los adversarios de
aquel amor les dice: “no os pongo otra pena que la de ser testigos de su felicidad”. El amor,
tan huidizo y escaso, tan poderoso, como la flor del Olivar.

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