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Un inconfundible perfume autoritario

Miguel Huezo Mixco

Estuve en San José por unos pocos días para cumplir con una misión de trabajo. Aunque
viví allá casi dos años y luego me tocó viajar a la capital tica con cierta frecuencia,
nunca antes había estado en un acto oficial. El viernes 23 de julio fui a la Casa
Presidencial costarricense, ubicada en el distrito Zapote, y me llevé una sorpresa.

Comenzaré por decir que Costa Rica es una sociedad pacífica; abolió el ejército en
1948; pronto se convirtió en un referente de estabilidad política, avance social y respeto
al medio ambiente. A muchos les podrá parecer un estereotipo, pero no hay duda de que
estos aspectos influyen en la forma de convivir entre sus habitantes.

El día mencionado, tomé un taxi y fui a Casa Presidencial. Como iba con el tiempo
justo, deseaba que no se produjeran contratiempos para ingresar a la sede del gobierno.
Para mi sorpresa, no tuve necesidad de mostrar mi identificación ni la carta de
invitación al evento. Un amable señor, vestido de saco y corbata, me invitó a pasar
adelante. No atravesé ningún detector de metales, ni pasé por la humillante experiencia
de ser olido en los pantalones por un perro amaestrado. En el interior de la casa tampoco
vi un solo hombre armado.

El agradable auditorio de la casa de gobierno, rodeado de ventanales, se me antojó, por


sus proporciones y decorado, bastante municipal. Pasados unos minutos de la hora a la
que se convocó el acto, una dama tomó el micrófono y anunció que el acto estaba por
comenzar. Todo mundo ocupó sus asientos y entonces ingresó, desde atrás de la mesa
principal, la presidenta Laura Chinchilla. Sin mayor solemnidad saludo con un “buenos
días”, y el auditorio entero respondió con otro “buenos días”. El acto había comenzado.

De seguro que en Costa Rica no todo marcha bien. Es cierto que las brechas sociales del
país están entre las más bajas de Latinoamérica, pero los niveles de concentración del
ingreso se han acentuado en las últimas décadas. Como dijo la presidenta Chinchilla en
su breve discurso combatir la desigualdad constituye un imperativo político y ético.

Me llamó la atención que todas las personas que hablaron en el acto utilizaron el podio
presidencial, algo que a nadie se le ocurre en El Salvador. Cuando le contaba estas cosas
a una amiga costarricense, esta me respondió con cierta satisfacción: “sí, los ticos somos
muy igualados”. Es significativo que en el habla cuzcatleca la expresión “igualado”, o
“igualada”, tenga más bien una indicación peyorativa.
Cuando volvía a mi hotel no pude dejar de evocar el aire militar que caracteriza los
eventos del gobierno salvadoreño, un perfume que viene del pasado y llega hasta
nuestros días. En 1992, con los Acuerdos de Paz, se estableció la obediencia de los
uniformados al poder civil. Pero hay rasgos culturales que se resisten a morir.

Siempre me ha parecido curioso que La Granadera, la rimbombante marcha que


escuchamos cuando el presidente salvadoreño ingresa a un acto oficial, corresponde a
las disposiciones especiales de los honores militares. Para no ir más lejos, la celebración
de la Independencia de 1821 –una acción en la que no se disparó ni un tiro-- suele tener
como principal atractivo el desfile de los diferentes servicios militares acompañados con
el estruendo de los aviones de combate. Pienso, de verdad, que cambiar esa arraigada
cultura marcial quizá sea más urgente que prohibir el desfile de cachiporristas en los
desfiles de la fiesta patria.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 5 agosto 2010)

Ilustración: La batalla de Kurukshetra.

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