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La tuna de oro (Avila Gráfica, Caracas, 1951) es el segundo libro y, hasta hoy, el último

publicado por Julio Garmendia. Contiene, como el anterior, ocho cuentos encabezados
por el que da su nombre a la obra. De nuevo una prosa de casticismo inmarchitable, sin
grandilocuencia, los cuentos despegan con suavidad de mariposa, nada es retumbante y,
sin embargo, la escritura es desatada con el don cervantino de contar.

Julio Garmendia es un espía de mundos inadvertidos, de personajes inefables, de


relaciones insólitas en una casa de pensión, en una frutería, en la penumbra de una
iglesia o en la turbada paz de un cementerio. Sabe hablar con los animales, menos
animales que muchas personas. En sus cuentos siempre hay un perro, un gato, un
conejo, un venado, un pájaro, un sapo o una mariposa. Mundo de ternura, sin
blandenguerías, personajes humildes (pensionistas, sirvientes, habitantes de casas
solitarias, fantasmas y mendigos) aparecen tratados con la gracia de un humor fraternal o
con la ironía sin malicia, sin fealdad, sin sátira (aquí no acertó Semprum) de un espía
comprensivo, sonriente y cálido.

La tuna de oro tiene los ingredientes tetmáticos de la tradición costumbrista, desde Cajigal
hasta los hoteles y pensiones de Blanco Fombona, de Enrique Bernardo Núñez (Después
de Ayacucho), de Pocaterra. En este sentido, la vertical fantástica de La tienda de
muñecos aparece cortada por una horizontal realista. Es cierto. La tuna de oro es un hotel
sorprendido por el narrador en época fijable, pensión de caudillos provincianos, de
políticos de medio pelo, de estudiantes, de aventureros de paso y de poetas de
amenazantes cuartillas. El autor nos da, dentro de ese marco tetmático, una pequeña
obra maestra, breve y concluida, sobre un trozo de vida caraqueña y sobre algunos
rasgos de la condición humana de todos los tiempos. No podía resultar costumbrista el
trabajo de un narrador de lo improbable, tan seguro y tan lúcido de su capacidad para
establecer relaciones insólitas entre las cosas de un mundo cotidiano: la imaginación
ejerció su búsqueda en un escenario y en un tiempo vivenciales, los personajes son muy
reales y, sin embargo, sus sueños, sus pequeñas tribulaciones, sus construcciones
ilusorias parecen como aislados de una realidad lejana (aun cuando circundante) que los
exila y los suspende como, en la pintura japonesa, son suspendidos en imprecisa lejanía
ciertos trozos del paisaje.

"La pequeña Inmaculada" retoma la búsqueda del reino perdido de los cuentos
misteriosos, verdadera joya de la literatura de todos los tiempos, el relato voluntariamente
se dispersa en cuadros y escenas separados, y a la vez unidos, por algo así como
disolvencias de un lenguaje que se levanta y desciende y se esfuma para volver a
elevarse con ondulaciones de plegaria. Original visión de un ambiente místico, allí apenas
se mueven seres en trance de éxtasis o remordimientos, viejas beatas y ancianos
penitentes, niñas casi de cera bendita y mujeres enlutadas con movimiento de oscuras
arañas. Contrasta con la serenidad de un santo de bigotes, que se mueve y se persigna y
parece bendecir a todos, la figura vulgar del sacristán, pasando de cepillo y lochero como
él solo. Todo ello envuelto en la penumbra apenas invadida por la luz que dejan filtrar los
vitrales polvotientos, y por el parpadeo de las velas que se encienden, se apagan y
vuelven a ser encendidas con devoción temblorosa de almas aisladas entre la vida y la
muerte. Uno sabe, como en "La tuna de oro", que afuera está la calle, pero el autor aísla y
suspende el fragmento de mundo que fabula y lo construye como totalidad. Ahora
advertimos que el realismo temático sirve de apoyo irónico al cuento inverosímil.

"Las tres mujeres", es una instantánea a medianoche, en un parque, después de un


temblor de tierra: tres damas solitarias acampan allí hasta la madrugada, acompañadas
de un perro fiel, un novio tardío y los restos de una vida sin percances mayores que los de
un desengaño y una soltería llevados con reminiscencias viajeras, y con la dulce
resignación de una mano amorosa acariciando a una gata apenas olvidada.

"Guachirongo" es la locura de los crepúsculos en una ciudad donde el sol sabe morirse
como un dios poeta (Barquisimeto); locura metida en el grito y en las danzas de un
vagabundo de pueblo que celebra el mito de la luz poniente con la fiesta despidiendo a un
sol en llamas, desangrado.

"El médico de los muertos" corresponde a esa especie de técnica realista tan bien
cultivada por el autor. Aquí los muertos de una ciudad invadida por el vértigo y la
trepidación del urbanismo, se reúnen y deliberan acerca de la desgracia de su viejo
cementerio, rodeado de edificaciones y de calles y a punto de ser profanado por
máquinas y maquinistas. El gran peligro -advierte un médico a quien han despertado en
su tumba -es la vida, cuyos síntomas son el movimiento, la angustia, el afán de las ideas.
Hay que prevenirse contra el mal terrible y ordena reposo absoluto para aquellos muertos
que más se mueven, gesticulan y se exaltan.

"Eladia" no me gusta, no sólo por ser un tema raro en cuentística de don Julio (una niña
negra y callada -"me pesa, me pesa"- vuelve un día a su lugar de origen y cobra una vida
hasta entonces apagada), sino porque no me resulta fabulosamente auténtico o, dicho de
otro modo, porque su inverosimilitud no me convence.

"Manzanita" es ya un cuento clásico, donde el amor a la naturaleza y a la vida vegetal son


comparables al mismo amor de la naturaleza y a la vida animal que hay en "Las dos
Chelitas". Virtud envidiable y don cervantino son los de escribir una literatura al alcance
de los niños, con frescura de alma joven, heredera de las Florecillas, y al mismo tiempo
con la grave madurez de quien mantiene el movimiento de las cosas en la intensa
conciencia de que vida y muerte van marcando el paso de los hombres.

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