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Con la dialéctica pasa lo mismo que con el burgués Jourdain al que se refería la obra de
Molière. Lo mismo que el burgués hablaba en prosa sin saberlo, todas las ciencias -sin
excepción- hablan dialéctica inconscientemente. No sólo las ciencias sociales y las
ciencias naturales, sino también la lógica formal, la matemática y la geometría.
A finales del siglo XVII Isaac Newton (1642-1727) y Gotfried Wilhem Leibniz (1646-1716)
aportaron a la ciencia una de sus herramientas más poderosas, el cálculo infinitesimal, que luego dio
lugar al análisis matemático, a las derivadas y las integrales. De la extraordinaria importancia de
este avance del saber, Engels dijo lo siguiente: De entre todos los progresos teóricos, no cabe duda
de que ninguno se encuentra a tan gran altura, como triunfo de la mente humana, como el
descubrimiento del cálculo infinitesimal en la última mitad del siglo XVII. Si existiese alguna
hazaña pura y exclusiva de la inteligencia humana, debemos encontrarla aquí (1).
Sin embargo, desde su mismo origen, el cálculo infinitesimal padeció un aluvión de dudas que aún
no ha remitido por sus supuestos débiles fundamentos científicos. El concepto mismo de
infinitesimal (cantidad divisible evanescente la llamaba Newton) constituía su punto más débil ya
que conducía resultados exactos por medios aparentemente inexactos y muy poco matemáticos, a
saber, despreciando valores muy pequeños pero en ningún caso iguales a cero.
Sin embargo, atraídos por la potencia del método, a partir del siglo XVIII los matemáticos se
lanzaron al empleo de la nueva herramienta, utilizando el análisis de una manera ciega, guiados por
la práctica. El enorme éxito obtenido para resolver un gran número de problemas, no estuvo
acompañado, contrariamente a la imagen de exactitud y rigor que transmite la matemática, por una
comprensión a prueba de críticas de lo que se hacía. Los matemáticos parecían convertirse en
tenderos generosos que despreciaban los céntimos para redondear los precios. El cálculo pareció
algo muy poco riguroso, una mera aproximación cuantitativa a la realidad, aunque de una utilidad
impecable. No se sabía muy bien por qué, pero funcionaba.
Leibniz era plenamente consciente de los problemas y de su incapacidad para resolverlos con un
mínimo rigor y, en una declaración muy poco habitual en él, confesaba: Las cosas infinitas lo más
que podemos hacer es conocerlas confusamente (2).
Una vez más la práctica superaba a la teoría, pero sólo porque los fundamentos de ésta no pueden
encontrarse más que en el materialismo dialéctico. Marx dedicó a este asunto sus Manuscritos
matemáticos, aún no publicados en castellano, y también Engels defendió la legitimidad científica
del cálculo frente a sus críticos. Puede decirse que aún hoy son los únicos porque para los
matemáticos la ciencia no puede fundamentarse en la filosofía, a la que desprecian. Y para ellos el
concepto de infinitesimal no es matemático sino filosófico de manera que prefieren dejar a su
ciencia sin ninguna clase de fundamento.
El sinequismo de Leibniz
Independientemente de Newton, Leibniz fue el otro creador del cálculo infinitesimal, que integra
dentro de una amplia y profunda concepción filosófica preñada de dialéctica.
El filósofo y científico alemán elaboró una teoría donde la noción de infinito desempeñaba un lugar
central. El infinitesimal es una foma de infinito que alude a lo infinitamente pequeño, pero sin
alcanzar nunca el cero. Ambos tipos de números (infinitos e infinitesimales) tienen la misma
propiedad fundamental, que los antiguos filósofos griegos (5) describían afirmando que eran como
esponjas absorbentes: lo finito se aniquila en presencia de lo infinito. Ante el infinito cualquier
número finito es como cero: si al infinito le quitamos uno de sus elementos, sigue siendo infinito, y
si le añadimos un elemento más, sigue siendo igual de infinito. Lo mismo le pasa al cero: cualquier
número finito multiplicado por cero es igual a cero, se anula. Una cantidad es infinitesimal respecto
a otra, no comparable con ella, cuando al sumarse a ella no logra aumentarla, ni disminuirla cuando
se les resta. Luego, podría decirse que es nula respecto a ella. Una playa no deja de serlo porque nos
llevemos un poco de arena pegada a los pies.
Pero a diferencia de Newton, en Leibniz los infinitesimales no son instantes de tiempo ni nada
físico sino algo mucho más general y dialéctico: la interrelación universal de los fenómenos donde
cualquier cambio en la naturaleza provoca reacciones en su entorno, de manera que incluso el más
insignificante de los cambios trae consecuencias. Todo cuerpo se resiente de todo lo que se haga en
el universo, afirma Leibniz (6). En un mundo denso en el que el vacío no existe, cualquier
movimiento provoca un efecto sobre los cuerpos por más distantes que se encuentren. Esto quiere
decir que lo infinitesimal no es algo despreciable, un resto insignificante, sino algo a tomar en
consideración.
También a diferencia de Newton, que era atomista, Leibniz es sinequista, es decir, que defiende la
infinita divisibilidad de la materia: todo continuo es divisible en partes que, a su vez, son siempre
divisibles. Considera esta cuestión como la dificultad fundamental de la filosofía, el famoso
laberinto de la composición del continuo (7), hasta el punto de que llega a hablar de una ley de
continuidad que se expresa en su principio: la materia nunca da saltos (8).
A diferencia de la física, dominada por el atomismo, el sinequismo está sólidamente implantado en
la matemática desde la época de Arquímedes (287-212 a.n.e.) iniciador del postulado de
continuidad. Después de los pitagóricos, en la matemática no ha habido verdadero atomismo; más
bien toda la matemática es un esfuerzo de siglos por comprender el continuo y trabajar con él.
El postulado de continuidad de Arquímedes, que se encontraba ya apuntado en Euclides (9),
establece la divisibilidad infinita de los entes matemáticos y puede formularse gráficamente
diciendo que una magnitud que evoluciona de un valor a otro, en su recorrido toma todos los
valores intermedios entre ambos. Es como si para cruzar un río siempre tuviéramos un puente que
nos evitara tener que saltar por el lecho de una piedra a otra.
Pero el sinequismo de Leibniz y de los matemáticos es erróneo; el postulado de Arquímedes es a la
vez un postulado de la continuidad y de la discontinuidad. Para cruzar los ríos matemáticos tenemos
puentes tanto como piedras pero, además, sucede que, en ocasiones, una orilla no tiene nada que ver
con la otra; el puente une extremos que no son homogéneos.
La perplejidad
Nadie entendió lo que significaban aquellas cantidades divisibles evanescentes. Berkeley afirmó en
1734 que si podemos alcanzar una solución exacta por medio de razonamientos erróneos, entonces
lo mismo cabe decir de la fe, que puede lograr también conocimientos verídicos por vías místicas.
Si el cálculo diferencial vale, también vale la teología. Un artículo suyo llevaba el siguiente título:
El analista, o discurso dirigido a un matemático infiel, donde se examina si los objetos, principios
e inferencias del análisis moderno estan formulados de manera más clara, o deducidos de manera
más evidente, que los misterios religiosos y los asuntos de la fe. En él comentaba Berkeley: ¿Qué
son las fluxiones? Las velocidades de incrementos evanescentes. Y ¿qué son estos mismos
incrementos evanescentes? Ellos no son ni cantidades finitas, ni cantidades infinitamente pequeñas,
ni nada. ¿No las podríamos llamar fantasmas de cantidades que han desaparecido? En sus
Principios del conocimiento humano, el obispo, una de cuyas preocupaciones fue siempre la
matemática, ya había atacado los profundos misterios envueltos en los números así como su infinita
divisibilidad (13). El obispo sostenía que una extensión finita no puede contener un infinito número
de partes. Esa es una curiosa paradoja que repugna el sentido común, decía. No se puede multiplicar
un infinitésimo por ninguna cantidad de la que resulte un número finito; ni siquiera el infinito
multiplicado por un infinitésimo arroja un resultado finito. No existen infinitésimos de infinitésimos
de infinitésimos, así como tampoco infinidad de infinidades ni ninguna cantidad menor que el
mínimo sensible.
Las discusiones siguieron. En la serie de artículos de la Enciclopedia que consagró al cálculo,
D'Alembert estableció una diferencia muy precisa entre Leibniz y Newton, oponiendo el supuesto
embrollo filosófico de uno (Leibniz) a la claridad científica del otro (Newton). Según D'Alembert,
el británico no ha tomado jamás el cálculo diferencial como el cálculo de cantidades infinitamente
pequeñas, sino como el método de las primeras y últimas proporciones, es decir, el método de
encontrar los límites de las relaciones, comprendiendo que la teoría de los límites es la verdadera
base del cálculo diferencial. Por el contrario, criticó a Leibniz porque se puede prescindir muy
cómodamente de toda esa metafísica del infinito en el cálculo diferencial.
Con el fin expreso de sustituir la noción de infinitesimal, Lagrange convocó un concurso de
matemáticos en 1784 en la Academia de Berlín. Pero, ante la falta de respuestas satisfactorias,
publicó su propia solución, tratando de apartar al cálculo de los infinitesimales y de colocar la
noción de derivada en un lugar preeminente. Se proponía vaciar de significado físico a los
diferenciales, evitando identificarlos con los infinitesimales y sacándolos para siempre de la
matemática. El título completo de su obra lo decía todo acerca de su propósito: Teoría de las
funciones analíticas que contienen los principios del cálculo diferencial depurados de toda
consideración de los infinitamente pequeños o evanescentes, de límites o de fluxiones y reducidos
al análisis algebraico de cantidades finitas. En lugar de hablar de dx y dy había que hablar de
dy/dx. El concepto de diferencial dx es confuso; el de derivada dy/dx es transparente.
El éxito de la tesis de Lagrange ha separado a la matemática de sus aplicaciones prácticas en otras
ciencias. Así se refleja en la distinta consideración que tienen de los infinitesimales: en la
matemática no desempeñan ninguna función, mientras en todas las demás ciencias constituyen
conceptos decisivos. La matemática ha renunciado a dar significado al concepto de infinitesimal;
para ella sólo la derivada y la integral tienen importancia. Por el contrario, las demás ciencias –con
otros nombres- siguen aludiendo a los infinitesimales.
Evidentemente, como reconoció Berkeley, Lagrange sólo había sorteado formalmente el problema
para evitar contradicciones, ya que al final es preciso volver a la idea de los incrementos
evanescentes. En el momento de las aplicaciones físicas, como se refleja en su Mecánica analítica,
Lagrange recuperaba el uso de los infinitesimales. Volvía al punto de partida.
Aún en la actualidad la matemática sigue dando rodeos, como los de Lagrange, para eludir los
infinitesimales, y la filosofía burguesa se ha tomado en serio ese esfuerzo quimérico. Por ejemplo,
en España en el prólogo al Anti-Dühring que escribió en 1964, Manuel Sacristán critica la
interpretación del cálculo infinitesimal que Engels realizó cien años antes en aquella obra, por una
perniciosa infuencia de Hegel, porque la noción de infinitésimo es absurda y la de fluxión vaga e
imprecisa. Afortunadamente, dice Sacristán, hoy las viejas antinomias del cálculo inifinitesimal
están superadas por la matemática, que considera las variables como simples signos. A diferencia de
Berkeley, Sacristán no llegó a obispo: no entendió el cálculo pero tampoco a Engels.
Continuidad y discontinuidad
Por tanto, el postulado de Arquímedes, que los matemáticos califican de continuidad, lo que hace es
introducir la discontinuidad y los saltos en la matemática. Descubre que entre unas magnitudes y
otras no sólo hay diferencias cuantitativas sino también cualitativas de manera que, precisamente a
causa de ello, no se pueden poner en relación. El cero y el infinito, tomados como magnitudes, están
entre las no arquimedeanas. Cuando una magnitud no se puede comparar con otra se dice que es
infinita o, lo que es equivalente, infinitamente grande o infinitamente pequeña en relación con ella.
Por ejemplo, no podemos hallar la media aritmética entre una magnitud finita cualquiera y el
infinito, y entonces decimos que es infinita, que es otra manera de decir que no son homogéneas.
Los números son relaciones entre las cosas y no las cosas mismas y, para que pueda haber números,
las cosas antes se tienen que poder relacionar. No se pueden sumar zapatos y cebollas. En su obra
De la esfera y del cilindro, Arquímedes lo expresó con un cuidado exquisito que no siempre se ha
leido bien: Entre líneas desiguales, superficies desiguales y sólidos desiguales, la parte en la que la
más grande sobrepasa a la más pequeña, sumada a sí misma es capaz de de sobrepasar cualquier
magnitud dada entre las que son comparables entre sí. Este último inciso es la clave: las
magnitudes deben ser comparables y los infinitesimales son magnitudes incomparables con respecto
a las finitas.
300 años antes de nuestra época, Arquímedes ya estaba expresando una aplicación específica de la
ley dialéctica de la transformación de los cambios cuantitativos en cambios cualitativos: una
magnitud que, aunque próxima, no es nula, llega a anularse a partir de un determinado momento.
Este postulado es también una aplicación de salto de lo continuo a lo discreto, que requiere, como
dice Leibniz, cierta consideración del infinito y el infinito sigue dando vértigo a los matemáticos (y
a todos los científicos en general). Sólo Engels supo apreciarlo. Es el único que defiende el uso de
infinitesimales sin ninguna clase de complejos, porque –afirma- la diferencia entre una cantidad
cualquiera y un infinitésimo no es sólo cuantitativa sino cualitativa. Lo infinitamente grande no sólo
es diferente de lo infinitamente pequeño sino que entre ambos hay una oposición cualitativa
infranqueable. Entre cantidades tan dispares desaparece toda relación racional, toda comparación y
se vuelven cuantitativamente incomensurables. Los infinitesimales –añade Engels- no son
cantidades imaginarias sino que existen en la naturaleza. Para ello se apoya en el carácter relativo
de las magnitudes. Por ejemplo, las distancias del sistema solar son infinitesimales en comparación
con los años-luz en que se miden las distancias galácticas, y lo mismo cabe decir de unas masas
terrestres en comparación con las de las grandes estrellas del universo, de manera que lo que parece
misterioso e inexplicable en el caso de la diferencial, en la abstracción matemática, aquí parece
tan corriente como si fuese evidente, por lo que se puede afirmar que la naturaleza opera con
diferenciales (16).
Notas:
(1) Dialéctica de la naturaleza, Madrid, 1978, pg.212
(2) Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Madrid, 1977, pg.51
(3) Engels, Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.216
(4) Anti-Dühring, México, 2ª Edición, 1968, pgs.112-113 y 125
(5) Aristóteles, Metafísica, Madrid, 1985, pg.87
(6) Monadología, 61
(7) Discurso de metafísica, 10
(8) Nuevos ensayos, cit., pg.49
(9) Elementos de Geometría, Libro V, Definición 4
(10) Engels, Anti-Dühring, cit., pg.111
(11) Anti-Dühring, cit., pgs.127-128
(12) Anti-Dühring, cit., pgs.76-77
(13) Principios del conocimiento humano, Barcelona, 1999, pgs.93 y stes.
(14) Discurso de metafísica, 12
(15) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.215
(16) Dialéctica de la naturaleza, cit., pgs.206 y 213