Está en la página 1de 25

Todos somos uno

La cultura de los encuentros


William Schutz
Amorrortu editores

Primera parte. Una concepción sobre el hombre y la relación humana

(pag 19-67)

1. El cuerpo

Comprender el cuerpo es, en la filosofía del encuentro abierto, capital. El hombre es de hecho una unidad; y el cuerpo, la men-
te, los sentimientos, la conducta interpersonal y el espíritu son todas manifestaciones de una esencia única. Toda idea, gesto,
tensión muscular, sentimiento, ruido en el estómago, ademán de rascarse la nariz, flato, melodía entonada, desliz verbal,
enfermedad: todo es significativo y lleno de sentido, y se relaciona con el presente. Es posible conocerse y comprenderse en
todos esos niveles, y cuanto uno más se conoce más libre es de determinar la propia vida.
Si sé lo que me dice mi cuerpo, conozco mis sentimientos más profundos y puedo elegir lo que debo hacer. Si sé cómo contro-
lar el equilibrio químico de mi cuerpo, puedo alcanzar el estado que desee: éxtasis, vigilia continua, o cualquier otro. Con un
conocimiento completo de mí mismo, puedo determinar mi vida; sin él, estoy sometido a un control a menudo indeseable,
improductivo, molesto y perturbador.
Vaya como ejemplo este ejercicio. Será más valioso que ustedes lo practiquen ahora mismo, antes de continuar con la lectura.
(Me lo enseñó Dorothy Nolte.) Cierren los ojos e imaginen que anhelan con todas sus fuerzas estar en algún otro lugar, pero yo
los obligo a quedarse en su sitio. Háganlo durante un minuto, más o menos, antes de seguir leyendo. Identifiquen ahora en qué
lugar del cuerpo experimentan esa sensación. Algunas personas la sienten en el rostro, otros en las mandíbulas, los brazos, el
pecho o las piernas. Yo la siento habitualmente con máxima intensidad como un tirón en la garganta. Un día estaba
conversando con otras dos personas en el cuarto de un amigo. De pronto, comencé a sentir una contracción en la garganta.
Recordando este ejercicio, me pregunté si quería o no estar en algún otro lugar. Por supuesto, descubrí que la charla no me
resultaba entretenida; tenía que hacer unas compras, pero sentí que, por obligación hacia mi amigo, debía quedarme y
conversar. En la medida en que no abordaba conscientemente este conflicto, mi cuerpo tenía que ocuparse de él.
Parte de mi cuerpo estaba estático, cumpliendo con lo que yo suponía que era el deseo de mi amigo, en tanto que otra parte
—la garganta— se estaba esforzando por escapar, respondiendo a mi deseo personal. Una vez que tomé conciencia del con-
flicto, pude tomar una decisión consciente entre irme o quedarme. Decidí quedarme, ya que el afecto que sentía por mi amigo
era mayor que mi deseo de ir de compras. La tensión en la garganta desapareció: había trasferido el conflicto del nivel cor-
poral al nivel de la conciencia, y lo había resuelto allí. En consecuencia, mi cuerpo no se vio obligado a absorberlo, no tuvo que
prepararse para tomar dos direcciones opuestas. Resolví hacer extensivo este insight a un dolor de garganta que por entonces
sentía. Recordé que casi todos mis resfríos empezaban por un dolor de garganta, para pasar luego a toda la cabeza. Tal vez
—me dije— se inician en un momento en que, sin percatarme de ello, anhelo durante un lapso prolongado estar en algún otro
sitio, siendo el dolor de garganta resultado de una larga irritación, fruto a su vez de la constante tensión. A la sazón estaba en
Nueva York, lejos de mi hogar de Big Sur. A medida que reflexionaba sobre ello, el conflicto se me hizo patente: quería
retornar a Big Sur pero también quería hacer ciertas cosas en Nueva York. Nuevamente, traje el conflicto a la conciencia y
tomé la decisión de quedarme dos o tres días más en Nueva York. £n el pasado, un dolor de garganta tan fuerte como el que
entonces sentía había sido siempre el preámbulo de un resfrío; pero una vez tomada la decisión, mi garganta se curó, y
cuando llegué a casa me sentía perfectamente. En la actualidad, estoy tratando de identificar el significado de otras zonas del
cuerpo: de la sensación de recibir un apretón en el pecho, de mi acidez de estómago (quizá se trate de una amenaza a mi
masculinidad), de los nudos que se forman en mi estómago (a veces cuando me niego a dar algo importante, a veces cuando
siento la amenaza de ser rechazado), de un dolor de cabeza o de un dolor de espalda. Tengo la certeza de que todos ellos son
signos de algún conflicto irresuelto que no está en mi conciencia y, por ende, debe ser expresado por mi cuerpo.
Probablemente existan ciertos significados específicos; todavía no sé en qué medida sucede eso. También estoy bastante
convencido de que los significados son en buena parte peculiares del cuerpo de cada persona, si bien hay ciertas causas
estadísticamente frecuentes que corresponden a determinadas partes del cuerpo.

Al practicar el ejercicio anterior, es muy posible que se hayan sentido amarrados, no en la garganta como yo, sino en algún
otro lugar de su cuerpo. Hay emociones que tienen una fuerte tendencia a presentarse en partes específicas; por ejemplo, el
temor y la ira en el estómago, las amenazas a la masculinidad en el cuello y los hombros. Cada individuo debe hallar su pauta
singular tomando como base las generalizaciones estadísticas. Recuerdo a una mujer cuyos pies lucían de tal modo que uno
tenía la impresión de que debía de haber usado siempre zapatos de una medida tres números menor que la que le
correspondía. Los dedos se apretaban contra el resto del pie alzando las articulaciones, de modo que era relativamente
escasa la superficie del pie que pisaba el suelo. Su problema emocional consistía en una sensación de inestabilidad; sostenía
que «no estaba parada sobre sus dos pies», que cualquiera podía «derrumbarla», que «no mantenía sus posiciones». Su
marido hacía continuamente cosas que la herían, pero ella no era capaz de «tomar posición frente a él» ni de «parársele frente
a frente». Todas estas frases fueron espontáneamente utilizadas por ella al pasar revista a su situación. Por entonces estaba
siendo sometida a un método de masaje profundo —más exactamente, de organización aponeurótica— denominado
«rolfing», en el cual el «rolfer» (masajista ) manipula el cuerpo de modo de restituirlo a su posición normal. A medida que
trabajaba en los pies de la mujer, los dedos de esta empezaron a estirarse hacia delante, el pie en su conjunto descendió y el
peso del cuerpo pudo distribuirse en forma más pareja. Cada día el pie se aplanaba un poco más, acercándose a su posición
normal. En una de esas oportunidades, la mujer realizó un viaje imaginario que giró enteramente en torno de su sensación de
estabilidad y de arraigo. Hizo frente, asimismo, a su marido a partir del nuevo centro de fuerza que había encontrado. En el
aspecto físico, relató que ahora sentía determinadas partes de la planta del pie que no había sentido jamás, y que pasaba días
enteros descalza, deleitándose con la sensación que le producía tocar el suelo con todo el pie. La deformación de sus pies
había sido sentida, en el plano emocional, como una falta de estabilidad personal. La corrección del problema físico contribuyó
a resolver el problema de la estabilidad en el plano consciente. Obviamente, al mismo tiempo debieron ocurrir muchas otras
cosas para que tuviera lugar ese efecto, pero el cambio corporal fue decisivo en la modificación de su estado.
El supuesto de la unidad del hombre permite recurrir a diversas técnicas hoy conocidas para ayudar a la gente a que tome
conciencia más cabal de sí misma, con el objeto de alcanzar importantes logros terapéuticos y aprender a disfrutar más
plenamente. El «rolfing», método de integración estructural del cuerpo creado por Ilda Rolf, proporciona fundamentos físicos
a dicha exploración. Varios métodos intrapsíquicos, en especial el método de la fantasía y la terapia gestáltica, permiten
develar los elementos psíquicos. La combinación de tales métodos en el marco del encuentro es una manera muy fructífera
de combinar lo corporal, lo intrapsíquico y lo interpersonal. En todos estos enfoques tiene gran importancia la distinción entre
lo terapéutico y lo educativo —entre eliminar lo negativo y realzar lo positivo—. Creo que en mi trabajo personal he de-
sarrollado con mucha profundidad los métodos terapéuticos, no así los que acentúan y promueven los aspectos positivos.
Tratare de corregir ese defecto en esta obra, aunque es posible que no logre mucho éxito, puesto que mi familiaridad con los
métodos para alcanzar la alegría no es mucha. Los aspectos terapéuticos consisten en la localización de los bloqueos,
tensiones y conflictos, y en el descubrimiento de la forma de vencer su oposición. El aspecto educativo consiste en adquirir
control sobre el propio ser y hacer lo que se desee. Para comprender en detalle la relación existente entre cuerpo y mente,
quiero describir una técnica especial de trabajo corporal, el rolfing, y su vínculo con los sentimientos e ideas. Se basa en un
examen minucioso del organismo, y además de sus méritos intrínsecos en el aspecto físico, brinda un lenguaje que permite
comprender la relación del cuerpo con los demás niveles del funcionamiento humano.
La descripción que haré del rolfing me pertenece; si bien no violenta las ideas de Ida Rolf (quien la ha leído), esta no ha
coincidido con todo lo que en ella se afirma, sobre todo las inferencias que se extraen en el dominio psicológico. El rolfing
está basado en una concepción de la índole de los tejidos del ser humano, particularmente los músculos y aponeurosis. Se
presupone que ellos son más elásticos y plásticos que lo que se cree habitualmente. Es difícil imaginar una sustancia
análoga. Un músculo que trabaja en forma normal se contrae y relaja y, al hacerlo, se fortalece. El músculo puede normal-
mente contraerse o relajarse según se le exija. Cuando el tejido sufre algún trauma —p. ej., una torsión súbita en un acciden-
te, la excesiva tensión producida por hechos emocionales, o la necesidad de permanecer en tensión por la compensación
que demanda un 'desequilibrio corporal—, sus propiedades elásticas con el tiempo disminuyen. La tensión muscular es una
manera de frenar los sentimientos: el equivalente físico de una defensa psicológica. Luego de un número apreciable de
episodios de esta índole, o de ciertos episodios graves, el músculo deviene crónicamente tenso y pierde su flexibilidad de
respuesta. La presión ejercida sobre él se vuelve entonces dolorosa, ya que no tiene manera de soportarla y absorberla, así
como la persona que ataja con la mano rígida una pelota de béisbol violentamente arrojada hacia ella sentirá una punzada,
en tanto que no experimentará dolor alguno si deja que su mano retroceda al recibir el impacto. Dejando de lado por el
momento los tejidos que sufren una alteración permanente —como los sometidos a una operación quirúrgica—, tenemos
cuatro estados histológicos, i que son fundamentales para toda concepción sobre el crecimiento humano, inclusive la terapia
y la educación. En el primero de esos estados, el tejido está perfectamente sano y normal, y absorbe fuertes presiones sin
dolor alguno. El sujeto puede contraerlo o relajarlo a voluntad. Este tipo de tejido no ha sufrido ningún trauma ni tiene
bloqueos, y puede transmitir la energía normalmente. Es como si dijera: «Me relajaré si me indicas que lo haga».
El segundo estado entraña tensión, pero si se aplica sobre el tejido una presión externa y se le pide a la persona que se
concentre en el punto en que aquella actúa podrá hacer que el músculo se relaje o contraiga, absorbiendo la presión sin dolor.
Este tejido ha sufrido un trauma de poca importancia; el músculo se ha endurecido para impedir que el trauma se repita, pero
ese endurecimiento es bastante leve como para que, con el apoyo, ayuda y confianza de otra persona, sea posible liberarse
deliberadamente de la tensión. El tejido expresa: «Me relajaré si me brindas seguridad y apoyo». En el tercer estado,
interactúan los niveles psicológico y físico. Si la tensión muscular está inhibiendo el sentimiento producido por una experiencia
demasiado atemorizadora como para que el apoyo externo, por sí solo, brinde reaseguramiento, puede aliviarse dicha tensión
merced a la acción conjunta del apoyo psicológico y la presión física externa sobre el músculo. La tensión está sirviendo al
sujeto de protección contra el temor, la ira, el llanto, etc., y si se penetra físicamente en ella de manera tal que ya no controle
el sentimiento, este sale a la superficie. La pared tras la cual se escondía la persona se viene abajo, y la muestra agazapada.
Un buen trabajo terapéutico con ese sentimiento puede ayudarla entonces a elaborar su temor, tras lo cual la barrera se
vuelve innecesaria —vale decir que ya no necesita poner sus músculos en tensión—. El tejido dice: «Me relajaré si me brindas
apoyo y, a la vez, colaboras conmigo obligándome a relajarme».
En el cuarto estado, el músculo no relaja la tensión ni siquiera cuando se le ofrece apoyo. El trauma que padece es suficiente-
mente grande como para que se requiera algo más que apoyo o presión física con el objeto de abandonar la tensión
defensiva. El endurecimiento sirve de protección a algo que —sea lo que fuere— demanda otro tipo de trabajo, probablemente
psicoterapéutico, para que el individuo se sienta seguro en la situación, abandonándose y permitiendo ser vulnerado. El tejido
dice, simplemente: «No me relajaré».
Estos estados histológicos guardan paralelo con la represión y la inhibición psicológicas. Según la teoría de la represión, cier-
tos recuerdos cuyo contenido resulta peligroso son mantenidos fuera de la conciencia, sea por un proceso inconsciente
(represión ) o por un esfuerzo deliberado (inhibición). Estos procesos originan luego muchos actos, en apariencia
desconectados entre sí, como una manera de manejar el material reprimido; por ejemplo, las reacciones paranoides. Uno de
los modos de entender la relación que existe entre represión e inhibición consiste en determinar en qué condiciones puede el
sujeto recordar el material oculto. La persona que inhibe uno de sus actos puede evitar deliberadamente que la gente tome
conocimiento de aquel, a causa del embarazo que ello le provoca. Con frecuencia, el apoyo de otra persona que parece
comprender la situación, o un ofrecimiento de méritos suficientes como para que el individuo juzgue que vale la pena pasar
ese momento de embarazo, bastarán para recuperar el material oculto. Este tipo de alicientes no bastan, empero, con el
material reprimido, el cual a menudo procede de la primera infancia y está tan hondamente arraigado que es menester realizar
algún trabajo terapéutico para eliminar los obstáculos que impiden traerlo a la conciencia.
La similitud entre los estados histológicos y las situaciones psicológicas es sorprendente. En ambos casos, el cuerpo o psique
presenta una gama de aberraciones cuya resolución exige una serie de técnicas, de intensidad y características variables. Pa-
rece evidente que no se trata de dos fenómenos distintos sino del mismo fenómeno observado en dos planos diferentes. Una
idea o sentimiento reprimido se manifiesta como una tensión muscular crónica (o algún otro fenómeno físico análogo) en cierto
lugar del cuerpo. El grado de represión se traduce físicamente en la docilidad del músculo a la presión y en su retorno a una
posición normal.
Este fenómeno puede comprenderse también mediante el concepto de conflicto. Cabe considerar la tensión muscular como el
producto de un conflicto corporal: una parte del individuo quiere usar el músculo y otra parte quiere impedir que se lo use.
Como consecuencia de ello, el músculo se prepara para la acción y es detenido al punto, permaneciendo en el estado preli-
minar de un ciclo energético inconcluso. Tal lo que ocurre a veces, verbigracia, cuando un niño quiere escapar de su hogar.
Sus piernas se disponen a correr, pero, al mismo tiempo, tiene miedo de quedar solo y a expensas de sí mismo, por lo cual
inhibe el acto de correr, que no llega a concretarse. Si esta situación se repite, los músculos de las piernas pueden quedar
crónicamente contraídos, en un estado de tensión que «corporiza», literalmente hablando, el conflicto. Desde el punto de vista
físico, la envoltura aponeurótica (capa delgada que rodea el músculo) perderá su elasticidad por la falta de ejercicio, de modo
tal que cuando un músculo queda trabado y en tensión su posterior relajamiento resulta arduo y penoso. Es como si una
persona se acurrucara durante mucho tiempo, llevada por el miedo, en el centro de una bolsa de dormir de cuero; una vez que
el cuero se seque y endurezca, por más que pierda el miedo y quiera estirar los músculos, ello le será muy difícil; antes tendrá
que ablandar el cuero. Cuando tienen lugar acontecimientos bastante desagradables como para ser radiados de la
conciencia, el bloqueo detiene en parte el flujo vital de la energía. Si ese tipo de acontecimientos se repiten con frecuencia, la
psique y el cuerpo del individuo se alteran en forma tal que el bloqueo se transforme en una tensión muscular crónica, que
permita mantener dicho sentimiento alejado de la conciencia. La terapia constituye una tentativa de romper el bloqueo para
que continúe el flujo vital. Un ejemplo corriente de ello sería el niño que llora, particularmente el varón. A los cinco años ya ha
tenido repetidas veces la experiencia de que cada vez que él llora su madre le dice: «Deja de llorar»; entonces, cuando su
mentón comienza a temblar como preludio de un llanto, le da la orden de detenerse por temor a disgustar a su madre. Desde
el punto de vista psicológico, construye defensas que lo facultan para no llorar con tanta facilidad; desde el punto de vista
físico, pone en tensión los músculos del mentón. Si logra que estos no tiemblen, tal vez consiga frenar toda la pauta muscular
que genera las lágrimas. Los músculos del mentón devienen crónicamente tensos. Quizás esto, mismo haga que su mentón
parezca afilado, y contraiga los músculos que rodean la boca y los del cuello, volviéndolo más susceptible a los trastornos en
la garganta. Si, veinte años más tarde, alguien intenta masajear los músculos de su mentón penetrando lo suficiente como
para aflojarlos, relajará quizá su tensión crónica y las lágrimas comenzarán a fluir. Es como si a la edad de cinco años se
hubiera detenido la película cinematográfica de su vida, y ahora, veinte años después, vuelve a encenderse el proyector y el
movimiento continúa. Corren las lágrimas contenidas, retornan los recuerdos, ideas, sensaciones y emociones del pasado, y
mediante un trabajo cuidadoso puede elaborarse emocionalmente el incidente de modo tal que la mejilla no tenga ya
necesidad alguna de seguir en tensión. Puede relajarse, y con ella los músculos conexos. La «liberación de la tensión psíquica
y física mediante la verbalización o el acting out de una salida conveniente para la experiencia traumática reprimida,
acompañados de un contenido emocional apropiado», se denomina abreacción. En nuestro propio vocabulario, esta consiste
en la liberación de un bloqueo y su elaboración psicológica. El fenómeno de la abreacción cumple un papel importante en el
encuentro abierto. Hay otras técnicas para tomar mayor conciencia del propio cuerpo, como la siguiente (prueben de realizarla
antes de continuar con la lectura): Cierren los ojos y tápense las orejas con las manos, dirigiendo la atención a cada una de las
partes del cuerpo, una por una, comenzando a partir de la cabeza: frente, ojos, boca, garganta, cuello, parte posterior del
cuello, hombros, brazos, pecho, espalda, vientre, cadera, culo, genitales, muslos, jjarte posterior de los muslos, piernas, parte
posterior de las piernas, tobillos, pies. Luego, partiendo de la periferia, de la piel, avancen poco a poco hacia su parte central,
su núcleo. En algunos lugares sentirán un hormigueo, en otros casi nada. Reparen en las partes que pueden sentir cuando se
concentran en ellas y en las que están relativamente muertas o remotas. Por medio de este método puede trazarse un mapa
de conciencia del cuerpo de cada individuo. Hay sectores del cuerpo que forman parte muy íntegra de la persona, en tanto que
a otros ha renunciado, literalmente hablando, o permanecen alienados de ella. La observación de la textura de la piel y de su
temperatura es a menudo otro indicio para saber en qué medida está integrada una parte del cuerpo a la persona total. En las
partes alienadas, la carne está pobremente alimentada y cuelga fláccida, por la escasa atención e interés que se le ha
prestado. A veces, los pechos de una mujer revelan su carencia de afecto: parecen mustios, grises, abandonados. O hay en
las caderas, zonas de carne pálida y fofa, sin elasticidad ni vitalidad, en tanto que otros lugares del cuerpo lucen flexibles y
rubicundos, bien formados y en apariencia llenos de energía. Las partes olvidadas están con frecuencia más frías, a causa de
la escasa circulación sanguínea.
Vuelve a ponerse de manifiesto la notable relación entre la psique y el cuerpo. El mapa de la conciencia tiene que ver con la
integración personal. Los puntos corporales muertos indican una falta de integración del individuo en una persona total. Si la
zona de los genitales carece de vida, ello se debe a que no se ha coordinado la sexualidad con el resto de la persona. Siempre
que existe una esfera psicológica que a la persona le resulta difícil asimilar —ya se trate del sexo, la agresión, el amor, la ira,
la vida intelectual, el llanto, etc.— hay un lugar correspondiente del cuerpo en iguales condiciones.

2. El concepto de sí mismo

Hace algunos años, mientras dirigía simultáneamente grupos de enfermos psicóticos de un hospital neuropsiquiátrico, y —en
calidad de asesor— grupos de industriales de éxito, observé que la dinámica de la niñez temprana de estos grupos no era tan
distinta como se hubiera pensado. La mayoría de los psiquiatras han tenido una amplia experiencia con psicóticos, pero rara
vez cuentan con la oportunidad de examinar, con igual profundidad e intensidad, a personas de funcionamiento normal. Es
cierto que los esquizofrénicos registran con frecuencia entre sus antecedentes una madre dominante y un padre débil, pero lo
mismo sucede con los vicepresidentes de grandes compañías, superintendentes escolares, funcionarios públicos y
supervisoras de enfermeras.
Más que los acontecimientos específicos de la niñez, parecen importar sus efectos en el concepto que de sí mismo tiene el
niño. El divorcio de los padres, por ejemplo, puede dejar en él la impresión de que no se lo quiere ni se le da importancia, que
su presencia es inoportuna y no merece ser tenido en cuenta. Si cada vez que se toca el tema se lo obliga a salir del cuarto, si
no se le dice sinceramente lo que ha ocurrido, si se le hace sentir —como a menudo sucede— que él es el responsable de la
ruptura, si se siente indigno y cree que el padre lo abandona, saldrá de la situación con un concepto menoscabado de sí mis-
mo, no solo porque su autoestima disminuyó, sino también porque su cuerpo no ha respondido a la altura de sus
posibilidades. Pienso ahora en los cuerpos de personas adultas que he conocido. El hecho de sentirse pequeño e infantil
puede hacer que un individuo conserve en su adultez gorduras propias de los bebés. Se ven a menudo personas regordetas,
sin una sola arruga, como si tuvieran miedo de crecer en edad o madurar; o con un desarrollo genital detenido, cuando la
genitalidad desarrollada indica virilidad adulta. En las personas que traban rígidamente su zona genital y no le permiten ningún
movimiento, con frecuencia se halla, por debajo de la ingle, entre los genitales y el ano, un círculo de tensiones musculares;
estas tensiones pueden limitar la irrigación sanguínea de los genitales, impidiendo que alcancen su tamaño normal. La
sensación de haber dicho algo equivocado puede originar un bloqueo en la garganta e impedirle a la persona gritar o hablar en
voz alta. Si una madre divorciada cargó excesivamente de responsabilidades a su hijo luego de la separación, los hombros de
este último tal vez luzcan redondos y caídos, no como defecto postural sino como una verdadera pauta crónica de tensión
muscular. En cambio, si el divorcio ha sido manejado con inteligencia, el concepto que el niño tiene de sí mismo, tanto en lo
físico como en lo psíquico, se verá realzado. Si se lo hace partícipe de la situación, se le explica el porqué del divorcio, se le
aclara cuál es su rol y la relación que tiene con cada progenitor, se le permite ofrecer su ayuda o se hace lugar a sus deseos,
y aun se le solicita que asuma aquellos aspectos del rol del padre que se siente en condiciones de manejar, se verá muy
fortalecido en su condición de persona. En el plano psicológico, se sentirá necesario, capaz de enfrentar situaciones difíciles
querido e importante. En el plano corporal, su estructura física se yerguerá más erecta. Al verse a sí mismo como una persona
digna de respeto y que puede permitirse ser observada por los demás, es posible que su cabeza y su cuello, separándose un
tanto de los hombros, le hagan lucir la frente alta, tendiendo así a alargar y enderezar su columna vertebral. También es
posible que se sienta estable y sólidamente afianzado en la realidad, lo cual habrá de ponerse de manifiesto en su manera de
pararse, con los pies derechos y sólidamente apoyados en el suelo, y las piernas alineadas verticalmente con su pelvis. Esta
postura, junto con su capacidad para soportar fuertes sentimientos, lo facultará para respirar en forma completa y profunda,
permitiendo que sus sentimientos lleguen a todos los lugares del cuerpo y mejorando el tono general de este, al oxigenar la
sangre. De esa manera, el mejor concepto que tiene de sí pasa a formar una parte más permanente de su sí-mismo.
Al escribir esto siento que estoy forzando la credulidad de los lectores con todas estas afirmaciones acerca de cambios corpo-
rales que obedecen a hechos emocionales. Son estas nociones bastante extrañas, y muy distintas de las que habitualmente
aceptamos. Les ruego que acepten por ahora la validez de mis asertos. Creo que, a medida que sigan leyendo, los hallarán
más comprensibles y creíbles.
Tanto los progenitores como los amigos de un niño le colocan a este una cantidad innumerable de rótulos, muchos de los cua-
les son tomados como ciertos por el niño y asimilados al concepto que tiene de sí mismo. Una vez que esas descripciones se
internalizan, bloquean el desarrollo de ese aspecto de la persona. Recuerdo que, cuando niño, se me decía siempre que era
muy olvidadizo y que perdía constantemente cosas. Ese sentimiento ha continuado en mí; de hecho, aún hoy es cierto, y
constituye uno de los motivos de que este libro no esté mejor documentado con referencias a los trabajos realizados por otras
personas. En la escuela, cada vez que surgía un tema que exigiese memorización, yo simplemente clausuraba mi mente sin
hacer el mínimo esfuerzo. Jamás pude aprender bien una lengua extranjera, como tampoco la historia. Y como psicólogo, sólo
con grandes tribulaciones pude leer lo que otros habían escrito, en parte porque estaba convencido de que, hiciere lo que
hiciere, nunca habría de recordarlo bien. Por fortuna, en el concepto que tenía de mí mismo estaba incluida la confianza en mi
aptitud para pensar con claridad, de manera que me esforcé —con éxito— por aprender todo lo que llevara implícito un
principio lógico. Si bien en la evaluación negativa de mi capacidad de memorizar puede haber algo de cierto (y creo que lo
hay), sin duda me habría esforzado y habría aprendido mucho más si hubiera tenido inicialmente la idea de que mi memoria
era buena, o al menos normal.
Uno de los logros más importantes de una experiencia de encuentro que tenga éxito es el replanteo de todos aquellos ele-
mentos negativos del concepto de uno mismo implantados en fecha temprana y que el individuo nunca volvió a considerar. A
menudo se solicita a los integrantes de los grupos de encuentro que hagan aquello que «saben» que no pueden hacer; de ese
modo se revitaliza la parte atrofiada, y la persona cobra magnitud. Tal es lo que me sucedió cuando participé en el programa
para residentes de Esalen. Les dije a mis compañeros que nunca había podido cantar en público, y que si luego de los nueve
meses del programa conseguía hacerlo, este sería todo un éxito para mí. Después de cuatro días de encuentros intensivos me
encontré cantando, de pie frente a los demás, un vivaz popurrí de melodías de la década del cuarenta, como «The impossible
dream» y «That's my desire». Ahora, cantar me parece mucho más fácil —¡aunque no del todo, se los aseguro!—, y, en general,
puedo hacer en presencia de gran cantidad de gente cosas que antes solía considerar embarazosas y superiores a mis
posibilidades.
Un tipo de experiencia muy valiosa, que promueve el replanteo de las viejas categorías, son los viajes psicodélicos con la
droga. Vacilo en escribir sobre esto, dado que la tenencia de drogas es ilegal, pero lo cierto es que he vivido la experiencia y
considero muy útil transmitirla. Tal vez algún día prevalezca una opinión más racional sobre estas drogas, y se pase revista a
estas líneas promisorias.
Una amiga mía, a quien de niña se la había tildado de torpe e incoordinada, pudo agarrar, durante un viaje con LSD, un objeto
que se estaba cayendo de una mesa. Este hecho la maravilló: nunca había sucedido nada semejante. Súbitamente, la droga
penetró en sus arraigadas inhibiciones, su temor a las críticas y al ridículo, de modo tal que tomó contacto directo con su
cuerpo y su deseo de moverse. Al parecer, la experiencia le permitió desechar, de una vez para siempre, la idea de que era
una persona torpe. A partir de ese momento, baila con mayor soltura y ha comenzado a practicar muchos deportes con
pasmosa y creciente habilidad. Ha descubierto que, en verdad, es bastante coordinada.
En el plano físico, esas áreas obstruidas del concepto de sí mismo pueden tener permanencia variable, según la intensidad
con la cual fue inducido originalmente el rasgo de conducta, y la duración y frecuencia de los refuerzos. En el caso de mi
habilidad para cantar, aparentemente bastó el trabajo psicológico realizado en el grupo, junto con ciertos ejercicios con la
garganta, las mandíbulas y el pecho (véase el capítulo dedicado al rolfing, págs. 80-104).
Los sentimientos de los progenitores hacia el niño se transmiten más por vía no verbal que por vía verbal. Si a un niño se lo
obliga a retirarse cuando se discuten asuntos serios, capta el mensaje de que es un ser sin importancia e incompetente. El
adulto le comunica de mil maneras —tensiones musculares, tonos de voz, gestos faciales— sus sentimientos, contribuyendo
así al concepto que él elabora de sí mismo. Mi hija Laurie dejó de orinarse en la cama cuando tenía tres años; algunos meses
después comenzó a hacerlo nuevamente. Como psicólogo, sé que este es un fenómeno corriente y que no había motivo
alguno para alarmarse, de modo que la consolé diciéndole que no se preocupara; pese a ello, advertí que no quedaba
contenta. Entonces me encaminé hacia su cama y arrojé las sábanas al suelo con violencia. Rompió a llorar. Al inclinarme
hacia ella para apaciguarla, la verdad de la situación se me hizo bruscamente manifiesta. Ella tenía razón: por debajo de mi
apariencia de comprensión había un padre enojado que gritaba en silencio: «¿Por qué no dejas de mojarte en la cama? ¿No
te das cuenta que los otros niños de tu edad ya no lo hacen? Si tú sigues así, ¿cómo puedo ser el mejor de los padres con
respecto a este bloqueo?». Ella percibió perfectamente mis sentimientos, al parecer, en la rigidez de mis palabras de consuelo
y, sin duda alguna, en la violencia con que tiré las sábanas al suelo.
Los indicios no verbales son tan claros —sobre todo para los niños— que yo parto de la premisa de que saben cómo siento en
algún nivel, significativo. No hay lugar para ocultar nada. Lo mejor que puede hacer un progenitor es tomar conciencia de sus
sentimientos hacia el niño y abordarlos en forma directa, en vez de tratar de esconderlos y ser descubierto. De esa manera, al
menos, el progenitor conoce la imagen del niño que él transmite, en lugar de transmitir una imagen de la que no tiene
conciencia.
Lo mismo se aplica a la imagen corporal del niño. Los progenitores transmiten los sentimientos que tienen hacia el niño desde
el punto de vista físico por la forma de tocar o evitar el cuerpo de este último, y por las instrucciones que le dan acerca del
contacto corporal. Si tocan y acarician una parte del cuerpo, están transmitiendo que la consideran algo valioso y agradable; si
la evitan, la ignoran o formulan advertencias contra ella, están diciendo que la ven como algo extraño, desagradable y digno
de rechazo. Las víctimas más notorias de esta comunicación son los genitales y la zona anal. Muchos progenitores eluden
marcadamente tocar esas zonas, no las miran siquiera, y las ocultan cuando se les presenta la oportunida3. En el curso del
crecimiento, son alienadas cada vez más del resto del cuerpo como fuente de vergüenza y castigo. El aprendizaje de los
hábitos higiénicos puede dar lugar a tentativas de suprimir toda actividad en estas zonas, de detener el flujo de sentimientos.
Por lo general, la zona anogenital es la más evitada; le siguen, quizá, ciertas partes del rostro, como la boca, y tal vez el pecho
en el caso de las niñas. Cuanto más lejos de estas despreciadas zonas esté un lugar del cuerpo, más probable es que los
progenitores —o la gente en general— lo toquen. Para los varones, el pecho, los hombros y los brazos son regiones que es
lícito tocar, y en verdad es muy frecuente —en especial cuando juegan— que pasen sus brazos por encima de los hombros de
los compañeros, se den de puñetazos en la parte superior de los brazos y se tiren de los cabellos. Ocasionalmente, alguien se
atreverá a darle a otro una patada en el trasero, pero el hecho será advertido de inmediato y merecerá inevitables
comentarios, a menudo acompañados de risas ahogadas. Además de las zonas tabú, parece existir una tendencia a tomar
como eje de la persona su cabeza —que es la que habla, ve y oye, y a la cual se le habla—, en tanto que las partes alejadas
de ella reciben comparativamente menos atención. Rara vez son las piernas y los pies centro de gran interés, y muchas
personas pierden contacto con estos miembros remotos de su cuerpo. La mayoría identifica rápidamente con su sí-mismo el
pecho, los hombros, los brazos y la periferia de la cabeza. Los sentimientos inconscientes que los progenitores transmiten a
sus hijos por el tacto o la ausencia de tacto pueden dar origen a confusiones y conflictos en el niño. A veces, un padre «mo-
derno» dice cosas muy atinadas al respecto pero no toca mucho al niño; la confusión se le crea a este por la incongruencia de
los niveles: «Si realmente me aceptan tanto como dicen, ¿por qué no me tocan?». Es significativo que el contacto más íntimo
y total que tienen los adultos tiene lugar en la situación amorosa, en la que se esfuerzan por aceptar y amar totalmente a la
persona íntegra. Pero, por desgracia, hemos establecido una grave división entre el contacto amoroso y cualquier otro tipo de
contacto. El hecho de tocarse es muy importante en los grupos de encuentro abierto, pues denota un nivel de aceptación per-
sonal difícil de expresar en cualquier otra forma. Con ello queremos sugerir que debe estimularse, al niño a que se toque todo
el cuerpo, inclusive sus genitales, y que los progenitores deben hacer lo mismo. A menudo, masajear al niño es una manera
de expresarle el amor que se siente por cada una de las partes de su cuerpo, y de ayudarlo a que él también las acepte y las
ame. Una presión suave destinada a tomar contacto con las partes internas del cuerpo intensifica esta aceptación corporal.
La tribu senoi, de la Malasia, nos ofrece otro ejemplo de cómo se debe hacer para aceptar al niño y, por ende, ayudarlo a que
se acepte a sí mismo. La cultura de la tribu se funda en la comunicación de los sueños; cada mañana, sus miembros relatan
los sueños que han tenido durante la noche, y los ancianos de la tribu les indican de qué manera pueden mejorarlos. Pero lo
más importante, tal vez, es que la tribu acepta los sueños de todos sus miembros, incluidos los niños: se acepta a cada per-
sona hasta lo más profundo de su inconsciente, lo cual tiene que fortalecer mucho el concepto que tiene de sí misma. Con ello
se evita la sensación, tan frecuente en nuestra cultura, de que se nos acepta superficialmente pero seríamos rechazados» si
la gente supiera cómo somos «realmente».

3. Lo interpersonal

El concepto que tenemos de nosotros mismos deriva en gran medida de nuestras relaciones con el resto de la gente. Inter-
cambiamos con ella diversas mercancías, y debemos hacer diversos ajustes en ese intercambio. Para comprender este nivel
interpersonal emplearé un marco de referencia que ya utilicé, por primera vez, en mi libro FIRO (véase Bibliografía). Cada
persona tiene tres necesidades interpersonales básicas que se manifiestan en la conducta y los sentimientos que tiene hacia
otra gente; tal como yo las postulo, esas necesidades son las de inclusión, control y afecto. Toda la actividad del individuo
enraiza, empero, en sus sentimientos con respecto a sí mismo, en su concepto de sí mismo.
Con la palabra inclusión aludimos al sentimiento de ser importante y significativo, de tener méritos que nos hacen acreedores a
la atención de los demás. El aspecto del concepto de sí mismo vinculado con el control es el sentimiento de competencia, que
incluye la inteligencia, la apariencia exterior, el sentido práctico y la aptitud general para enfrentar el mundo. La esfera del
afecto está centrada en torno del sentimiento de despertar simpatía, de que la revelación del núcleo personal en su totalidad
hará que se lo considere algo digno de ser amado. La conducta de inclusión se refiere a la asociación con otras personas, el ser
excluido o incluido, el sentimiento de pertenecer al grupo o de estar unido a los demás (togetherness). La necesidad de ser
incluido se manifiesta como el deseo de que se repare en nosotros, de atraer la atención y la interacción. El militante
universitario suele protestar principalmente contra la poca atención que se le brinda, al convertirlo en un estudiante
«automatizado»; incluso si se le presta una atención negativa se siente, siquiera en forma parcial, satisfecho. Un aspecto
esencial de la inclusión es el hecho de ser una persona peculiar, vale decir, una persona dotada de una identidad particular.
Una parte importante del reconocimiento y atención suscitados consiste en ser discernible de otros individuos. El hecho de
que una persona sea identificable tiene su culminación en que sea comprendida, puesto que ello implica que alguien está
suficientemente interesado en ella como para descubrir sus características singulares.
Un problema que surge con frecuencia al entablarse relaciones grupales es el compromiso, la decisión de verse
involucrado en una relación determinada. Por lo común, en los ensayos iniciales de relación, los individuos tratan en
parte de presentarse mutuamente con el propósito de ver qué facetas de sí mismos despertarán el interés de los otros.
Los que permanecen en silencio suelen hacerlo porque no están seguros de que los demás se interesen por ellos.
La inclusión se diferencia del afecto en que no implica fuertes vínculos emocionales con personas determinadas, y del
control en que su preocupación básica no es dominar sino destacarse. Como la inclusión abarca el proceso de formación,
en la vida de un grupo suele ser la primera en surgir. La gente debe decidir si quiere o no integrar un grupo.
La persona que tiene muy poca inclusión, la persona subsocial, tiende a ser introvertida y a apartarse. Desea
conscientemente mantener esta distancia entre ella y los demás, e insiste en no querer mezclarse con la gente y perder
su intimidad. Inconscientemente, sin embargo, anhela que los demás le presten atención. Su mayor temor es que la
ignoren y muy pronto la dejen de lado. Cabe resumir su actitud inconsciente de este modo: «Nadie se interesa por mí, de
manera que no voy a correr el riesgo de ser ignorada. Me alejaré de la gente y me las arreglaré sola». Tiene un fuerte
impulso a la autonomía como técnica para vivir sin los demás. Por detrás de ese apartamiento está la creencia personal
de que los otros no la comprenden. Su angustia más profunda, la que se vincula con su concepto de sí misma, es que es
una persona inservible. Piensa que si nadie la consideró nunca bastante importante como para prestarle atención, no
debe tener valor alguno.
La persona hipersocial tiende a la extraversión. Busca incesantemente el trato con los demás y quiere que la busquen a
ella. Tiene, también, miedo de pasar inadvertida. Sus sentimientos inconscientes son los mismos que los de la persona
apartada, perp su conducta manifiesta es opuesta. Aquellos pueden sintetizarse así: «Aunque nadie se interesa por mí,
haré que me presten atención de cualquier forma». Se inclina a buscar compañía en todo momento porque no puede
permanecer sola. Proyectará todas sus actividades para realizarlas en grupo. La conducta interpersonal del tipo
hipersocial de individuo está destinada a que la atención se centre en él, a qué los demás adviertan su presencia, a ser
prominente. El método más directo consiste en transformarse en un participante intensivo y exhibitivo. Le basta imponer
su presencia al grupo para obligar a este a prestarle atención. Una técnica más sutil es tratar de adquirir poder (control)
o de resultar simpático (afecto), pero el propósito primario es captar la atención. Para el individuo que resolvió en su
niñez el problema de la inclusión, la interacción con los demás no ofrece ninguna dificultad. Se siente cómodo cuando
está con gente o sin ella. Puede tener mucha o poca participación en un grupo sin que ello genere en él ansiedad. Es
capaz de comprometerse intensamente con ciertos grupos o verse involucrado en ellos, pero también renunciará a
comprometerse si lo juzga apropiado. Inconscientemente, Piensa que es una persona valiosa y significativa. En el nivel
corporal, la inclusión se relaciona con la posibilidad de atravesar los límites que separan el sí-mismo del resto del
mundo, y, en consecuencia, tiene que ver fundamentalmente con la periferia del cuerpo, la piel y los órganos de los
sentidos, los ojos, las orejas, la nariz y la boca. La actitud desarrollada hacia estos órganos puede estar relacionada con
la actitud con respecto a la inclusión. Si el contacto con los demás es algo temido, los ojos impedirán la intrusión de los
demás desdibujando su imagen, tras lo cual, para verlos con nitidez, estará permitido levantar una barrera: los anteojos.
Cuando los ojos, pese a estar envueltos en el proceso activo de ver, no quieren ver realmente, se vuelven torpes y
lentos y parecen replegarse hacia la parte posterior de la cabeza. Los oídos que se niegan a la inclusión escuchan a las
personas cercanas como si estuvieran distantes. Se rechaza la proximidad, y se pone distancia con la gente. Los labios
se contraen y se vuelven impenetrables. La piel se aleja para no ser tocada; siente cosquillas con facilidad, produce
erupciones y salpullidos de modo que la gente no se aproxime. Es posible que se endurezcan, asimismo, los músculos
superficiales para reducir al mínimo toda sensación: el tacto se torna coriáceo.
No es forzoso que un mismo individuo apele a todos estos artilugios. Probablemente, determinadas circunstancias harán que
uno de ellos predomine sobre los otros. En la ópera rock titulada Tommy, un niño que ve a su madre acostada con un extraño
se vuelve ciego; luego, los oye hablar, y se vuelve sordo; más tarde se le dice que no debe contar a nadie lo que vio y oyó, y
se vuelve mudo. Este es quizás un buen ejemplo dramático de la razón que determina que se elija un sentido y no otro con el
objeto de evitar la inclusión.
En una gira reciente que realicé, y en cuyo transcurso intervine en un debate con gran número de personas, noté que mi voz
comenzaba a ponerse ronca, e interpreté que ello significaba que no tenía más deseos de hablar. Pero luego advertí que mi
audición se volvía irregular. Se trataba, por supuesto, de algo psicológico: sucedía simplemente que ya no quería escuchar
más a toda esa gente. Entonces comprendí cuan deseable y posible sería volverse sordo, al menos en esa situación. Cuando
la necesidad de inclusión es muy grande, el cuerpo puede trasuntarlo a través de una acción opuesta de los órganos peri-
féricos. Los ojos se muestran vigilantes, escrutan a las personas para verlas mejor. Tratan de ver a las personas distantes
como si en realidad estuvieran próximas. Un posible resultado de ello es que se desarrolle una buena visión, y que aparezcan
dos líneas verticales en el entrecejo como reflejo del esfuerzo hecho para ver con nitidez. Pueden probarlo ahora mismo
mirando un objeto (preferiblemente una persona) de dos maneras distintas: primero en forma indolente y torpe, como si los
ojos, pese a estar abiertos, se replegaran hacia el interior de la cabeza y trataran de ver lo menos posible aunque parecieran
prestar atención; luego, sintiendo que los ojos tratan de salirse de las órbitas para aferrar el objeto e incorporar cada uno de
sus aspectos. La diferencia entre ambas sensaciones es, por lo regular, muy marcada y nos prueba en alguna medida cuán
voluntario puede ser un fenómeno tan corriente como el mirar. La persona con gran necesidad de inclusión tendrá un olfato
agudo y un fino oído, acercando hacia sí las cosas lejanas. Su piel, receptiva al tacto, probablemente luzca tersa y abierta.
Este es el modelo de inclusión pura. Pero muy pronto surgen complicaciones. Una persona abierta a la inclusión puede ser
muy sensible al rechazo y levantar alguna barrera, o bien permitir el contacto físico pero luego tener miedo de él. En una clase
de rolfing pude observar una interesante diferencia corporal. Uno de los candidatos a instructores reaccionaba fíente a los
ataques de la profesora, Ida Rolf —quien emplea dichos ataques como método pedagógico—, poniéndose de inmediato a la
defensiva y buscando un autojustificativo, un contraataque, alguna larga explicación. Yo, en cambio, respondía con plena
calma y frialdad, dejándola continuar sin hacer ninguna salvedad, a veces coincidiendo con su punto de vista, aplacando entre
bromas tal vez algo de su ímpetu, mientras por dentro pensaba sin amilanarme que yo estaba en lo cierto. Al llegar el
momento de aplicar el rolfing a cada uno de nosotros, se puso de manifiesto una sorprendente diferencia en la reacción de la
periferia de nuestro cuerpo, la piel. Cuando el rolfer presionó sobre el cuerpo de mi compañero, este lanzó gritos y aullidos,
pidió que se interrumpiera la sesión, se quejó, lloró y criticó la falta de competencia del masajista. Yo, aunque sentí también la
mayoría de esas cosas, me mostré muy estoico y permití que el rolfer llegara a capas bastante profundas. Pero luego el rolfer
se sintió desconcertado por dos hechos. Cuando apartaba la mano de mi piel, esta volvía a la. posición que había tenido como
si fuera de goma y la presión de la mano no la hubiera afectado aparentemente en nada. Además, cuando presionaba mucho
dentro del cuerpo, se encontraba con una barrera como de acero. En otras palabras, mi compañero y yo manifestábamos con
nuestros respectivos cuerpos las reacciones casi idénticas que habíamos tenido en el plano psicológico: su respuesta
inmediata era análoga a mi aparente aceptación, que encubría una resistencia profunda.
Otra posibilidad de indagación de los correlatos corporales de la inclusión proviene de un comentario sobre el acto sexual, e
incorpora la función corporal a las consideraciones estructurales de las que he hablado. Pueden distinguirse en el coito varias
fases, que corresponden a la inclusión, el control y el afecto. Los problemas de inclusión tienen que ver con las fases iniciales,
con los sentimientos acerca de la penetración. Un hombre con problemas de inclusión probablemente tenga también pro-
blemas de erección. Su conflicto sobre si ha de penetrar o no penetrar se reflejará en la enervación del pene y en su predispo-
sición favorable o desfavorable a entrar. Una situación análoga se plantea con la mujer: los problemas de inclusión se reflejan
en la predisposición de su vagina a recibir el pene, en su laxitud o rigidez y en su grado de humectación. Asimismo, los
músculos pélvicos de ambos, que deben estar relajados para que el placer sea máximo, permanecerán contraídos si todavía
hay conflicto. También la respiración es fundamentalmente un fenómeno de inclusión: el modo de entrar o de salir de una
situación cualquiera. Si no se quiere entrar en compromiso alguno, se restringe la respiración y se produce una contracción
muscular, lo cual reduce virtualmente todas las funciones vitales. La pieria dedicación de su tiempo y energías implica para la
persona una respiración completa, un cuerpo cargado totalmente. Los hindúes y los yoguis han destacado la importancia del
control de la respiración o pranayama durante siglos. Ella es la clave de la involucración de la persona. Cuando tengo que dar
una conferencia o hacer una demostración para un grupo numeroso, habitualmente empiezo por indicarles que hagan
respiración profunda o algo que lo exija, como gritar, batir palmas o cualquier otra cosa que active su circulación. He
comprobado que ello modifica enormemente la atención y presencia del auditorio. Lo mismo es aplicable a un grupo de
encuentro. Cuando un integrante manifiesta una falta de involucración, haciéndole realizar alguna actividad que entrañe
respiración profunda casi siempre se logra que se una a los demás. Las pautas respiratorias se establecen en las primeras
etapas de la vida, y por lo común la persona no se percata de que su respiración no es completa. Mejorar dicha pauta es,
probablemente, una de las formas más rápidas de modificar la manera de sentir de todo el organismo. En la terapia
bioenergética, «el aire o aliento equivale al espíritu, al pneuma de las religiones antiguas, símbolo del poder divino que posee
Dios, la figura paterna. La respiración es un acto de autoafirmación, en cuanto la inspiración constituye un proceso activo. El
cuerpo chupa el aire. La forma en que uno respira pone de manifiesto lo que siente con respecto a lograr de la vida lo que se
desea».
En términos de los sistemas del organismo, no solo los órganos de los sentidos y la respiración se vinculan con la inclusión,
sino también los aparatos digestivo y excretor, que giran en torno del intercambio con el medio y a los cuales les concierne
que un objeto quede dentro o fuera del cuerpo. Estos aparatos expresan el deseo del organismo de incorporar o rechazar
objetos externos. Una persona con deseos de excluir rechazará el alimento, defecará con suma facilidad, o ambas cosas, y,
en los casos extremos, presentará vómitos y diarrea. Una persona ansiosa por incluir tomará el rumbo opuesto, vale decir,
comerá con exceso y sufrirá de constipación. Una relación bien resuelta en la esfera de la inclusión promoverá una digestión
y evacuación normales. Si tenemos en cuenta la interacción entre la persona y su cuerpo, el problema de la inclusión es un
problema energético. El cuerpo se excluye del mundo cuando queda desprovisto de energía. La diferencia entre vivir y no vivir
es la que existe entre tener y no tener flujos de energía, impulsos nerviosos, circulación sanguínea, respiración, etc. Cuando
un cuerpo se incluye a sí mismo en el mundo, está lleno de energía y sentimiento. El problema de la inclusión se reduce, pues,
a estar dentro o fuera; la interacción se centra en el encuentro, y su aspecto corporal es la energía.
La conducta de control concierne al proceso de toma de decisiones que tiene lugar entre las personas y las esferas del poder,
la influencia y la autoridad. La necesidad de control varía a lo largo de un continuo en uno de cuyos extremos está el deseo de
tener autoridad sobre los demás (y, en consecuencia, dominio del propio futuro) y en el otro la necesidad de ser controlado y
de quedar exento de responsabilidades.
Es posible distinguir a las personas que buscan la inclusión de aquellas que buscan el control en el marco de un debate. La
que busca la inclusión o prominencia anhela fervientemente participar en él entre muchos otros, en tanto que la que se afana
por lograr control quiere ser la vencedora, o, por lo menos, estar en el mismo bando que la vencedora. Si se fuerza a ambas a
elegir, la buscadora de prominencia preferirá ser un participante vencido, mientras que la buscadora de dominio preferirá ser
un vencedor no participante.
El control se manifiesta, asimismo, en la conducta que se adopta ante las personas que tratan de lograrlo. Las
manifestaciones de independencia y rebeldía son ejemplos de renuencia a ser controlado, mientras que el acatamiento, la
sumisión y el cumplimiento de las órdenes impartidas indican diversos grados de aceptación del control. No hay una relación
forzosa entre la conducta que tiene un individuo en lo que respecta a controlar a los demás, y la que tiene en lo que atañe a ser
controlado. El sargento puede dirigir a sus hombres, por ejemplo, y aceptar al mismo tiempo con agrado y gratitud las órdenes
que le imparte el teniente, en tanto que el matón de barrio puede ejercer dominio sobre sus iguales y a la vez rebelarse contra
sus progenitores.
La conducta de control difiere de la conducta de inclusión en que no exige la prominencia. El poder detrás del trono es un
excelente ejemplo de un rol que satisfaría una gran necesidad de control y una escasa necesidad de inclusión. El bromista
ejemplifica una alta necesidad de inclusión y escasa necesidad de control. La conducta de control se diferencia de la afectiva
por estar vinculada con las relaciones de poder, más que con la proximidad emocional. Las frecuentes dificultades que se
plantean entre aquellos que quieren concentrarse en los negocios y aquellos que prefieren conocerse mejor entre sí ilustra
una situación en la cual la conducta de control es, para unos, más importante, mientras que la afectiva lo es para otros. La
preocupación por la propia capacidad, sobre todo en la esfera de la masculinidad, origina respuestas hipermasculinas. Esto es
muy frecuente de ver en el ámbito de la política, donde el esfuerzo por autoafirmarse suele generar reacciones absurdamente
exageradas ante las amenazas físicas, en particular cuando se trata de un funcionario oficial que tiene a su disposición un
cuerpo de policías o soldados.
Por lo corriente, en la evolución de un grupo o de una relación interpersonal, los problemas de control son posteriores a los de
inclusión. Una vez que el grupo se ha formado, comienzan las diferenciaciones; diferentes personas adoptan o buscan roles
diferentes, y las luchas por el poder, la competencia y la influencia suelen convertirse en los problemas centrales. En términos
de interacción, tales problemas constituyen enfrentamientos, para usar una palabra que ahora está en boga. La persona con
pocos deseos de control, llamada, en el caso extremo, un «abdícrata», es aquella que tiende a la sumisión y a la abdicación
de su poder y responsabilidad en la conducta interpersonal. Se inclina hacia una posición subordinada en la que no tendrá
que asumir la responsabilidad por las decisiones tomadas, ya que es otro quien se hace cargo. Desea conscientemente que
otras personas lo eximan de sus obligaciones. Jamás controla a los demás, ni aun en casos en que debería hacerlo; por
ejemplo, no se hará cargo de la situación ni siquiera si se produce un incendio en una escuela y ella es la única persona adulta
que hay en el edificio. Nunca toma una decisión si puede derivarla a otro individuo.
Para quien haya resuelto satisfactoriamente, durante su niñez, sus relaciones en la esfera del control, este último y el poder
no ofrecen problema alguno. Se sentirá cómodo impartiendo órdenes o no impartiéndolas, cumpliéndolas o no, según
corresponda en cada situación. A diferencia del abdícrata y del autócrata, no lo atemoriza su desvalimiento, torpeza o
incompetencia. Siente que los demás respetan su capacidad y serán realistas en lo que concierne a las decisiones que deben
confiarle. Las especulaciones acerca de los concomitantes corporales de la conducta de control comienzan con el control
muscular a través de la contracción, y a través de la actividad intelectual o nerviosa. Se admite, en general, que el sistema
nervioso central controla, junto con el sistema glandular, la anatomía. Ida Rolf ha desarrollado una idea fascinante sobre la
relación entre el núcleo del cuerpo —integrado, según ella, por la cabeza y la espina dorsal— y la envoltura —que incluye la
cintura pelviana y la cintura escapular con sus respectivas extremidades, las piernas y brazos—. El núcleo representaría el ser
y la envoltura el hacer. Ciertas personas desarrollan solo una de esas partes, otras desarrollan ambas y otras ninguna. Los
hombres suelen expresar en buena medida sus deseos de control a través de sus brazos, hombros y cuello. Con frecuencia
se relaciona la masculinidad con la posesión de músculos macizos y muy desarrollados en esas zonas. Los luchadores y ju-
gadores de rugby tipifican el caso extremo de esta formación, pues en ellos el gran músculo que va desde la parte media de la
espalda hasta la nuca, el trapecio, está tan desmesuradamente desarrollado que parecen no tener cuello. Pude experimentar
la sensación de perder el control y quedar, por ende, vulnerable, cuando un rolfer que estaba trabajando sobre mi nuca liberó
el trapecio —que yo había mantenido permanentemente contraído hasta entonces— de tal manera que mi cabeza y cuello
comenzaron a desprenderse de los hombros. Parado allí con la cabeza alta, en una elevación que a la vez que le era
desconocida le daba una maravillosa sensación de libertad, sentí miedo. Vino a mi mente la imagen del niño que asoma, en el
parque de diversiones, la cabeza por la diana del blanco para que la gente le arroje pelotas. Me sentí muy expuesto, a plena
luz para que todos me vieran, sin lugar donde ocultarme. Tal vez puedan experimentar en parte lo que sentí si se ponen de pie
y, escondiendo el mentón, alzan la cabeza como si les tiraran con una cuerda de la coronilla, al par que dejan caer los
hombros relajados. Cuando se han estirado todo lo que puedan, miren a su alrededor. En mi situación, percibí claramente por
qué motivo mi cabeza se había hundido entre los hombros: de esa manera me sentía más seguro, más protegido y menos
vulnerable.
En general, la pauta de las tensiones musculares representa la pauta defensiva de una persona, la manera como se controla
a sí misma para poder hacer frente al mundo. Una pauta de total ausencia de tensiones musculares crónicas —por oposición
al tono muscular— significaría, pues, un estado no defensivo, algo semejante quizás a la aniquilación del yo de los místicos
orientales.
El control intelectual incluye la plasmación voluntaria de las tendencias corporales. Se ejerce el control sobre los deseos fí-
sicos por medio de los códigos morales y en armonía con la educación recibida de los padres, de modo tal de dirigir la acción
con el pensamiento.
En la interacción entre una persona y su cuerpo, el problema del control es un problema de «centración». Un cuerpo poco con-
trolado es un cuerpo desorganizado; si el control es excesivo, se vuelve un cuerpo rígido. En un cuerpo adecuadamente
controlado, sus partes funcionan en forma integrada, en un movimiento fácil y conveniente. Cuando el cuerpo no se siente
seguro acerca de lo que está haciendo, se producen movimientos inadecuados e inarticulados. Estar «centrado» significa
tener cada cosa en su lugar correspondiente, estar «en conexión directa».
Cuando uno se des-centra, todos sus movimientos resultan levemente inarticulados.
En el acto sexual, el control se vincula con el momento y sincronización de los orgasmos y con la dirección de los
movimientos. Retener un orgasmo es un acto de control personal que tiene a menudo una motivación hostil: «Tú no puedes
satisfacerme». Los problemas de control sexual son la dificultad para alcanzar el orgasmo, la eyaculación prematura y la
incapacidad para la entrega.
El problema del control es, pues, estar encima o debajo, la interacción fundamental es el enfrentamiento, y su aspecto corpo-
ral la centración.
La conducta afectiva se refiere a las emociones personales íntimas que se suscitan entre dos personas, especialmente el
amor y el odio en sus diversos grados. El afecto es una relación diádica, vale decir que solo puede producirse, en un momento
dado, entre dos personas, mientras que tanto la inclusión como el control pueden darse en una diada o entre una persona y
un grupo. Como el afecto se basa en la creación de lazos emocionales, suele ser la última de las fases en el desarrollo de una
relación humana. En la fase de inclusión, la gente ha de encontrarse y resolver si continuará su relación; los problemas
vinculados al control les exigen enfrentarse y establecer de qué forma se habrán de relacionar. Para que la relación prosiga,
deben crearse lazos afectivos y la gente debe abrazarse para crear un vínculo duradero, y también para despedirse.
La persona dotada de muy poco afecto, el tipo subpersonal, tiende a evitar el estrechar lazos con los demás. Mantiene sus
unívocas relaciones en un plano distante y superficial, y nunca se siente más cómoda que cuando los demás hacen lo mismo
con ella. Desea conscientemente conservar esta distancia emocional; con frecuencia expresa su deseo de no verse
afectivamente envuelta, al par que busca, en forma inconsciente, una relación afectiva satisfactoria. Tiene el temor de que
nadie la quiera, y, en una situación grupal, de que los demás no gusten de ella. Tiene grandes dificultades para gustar
auténticamente de los otros, y desconfía de los sentimientos de estos con respecto a ella.
Su actitud puede resumirse así: «La esfera del afecto es muy penosa para mí pues he sido rechazada; por lo tanto, en el futu-
ro evitaré tener relaciones personales íntimas». La técnica directa del individuo subpersonal es la evitación de la proximidad o
involucración afectiva, hasta el punto de mostrarse hostil. Su técnica sutil consiste en ser superficialmente amigo de todos.
Con esta conducta se pone a resguardo de la necesidad de aproximarse a cualquier individuo o entablar con él relaciones per-
sonales.
En lo que atañe a su concepto de sí mismo, el individuo sub- personal piensa que si la gente lo conociera bien descubriría
rasgos suyos que lo hacen antipático. Por oposición a la angustia de inclusión, en la que se piensa que el sí-mismo es vacuo
e inservible, y a la angustia de control, en la que el sí-mismo es tonto e irresponsable, en la angustia de afecto el sí-mismo es
malo y antipático.
El individuo de tipo hiperpersonal trata de acercarse en demasía a los otros. Desea claramente que lo traten con mucha inti-
midad. El sentimiento inconsciente que lo mueve es este: «Mis primeras experiencias afectivas fueron penosas, pero tal vez si
vuelvo a probar resulten mejores». Caer simpático es sumamente importante para él, en su anhelo de aliviar la angustia que le
provocan el continuo rechazo e indiferencia de los demás. Con tal propósito, emplea como técnica directa el intento franco por
ganar aprobación, entablar vínculos muy personales, congraciarse, intimar y darse a las confidencias. La técnica sutil es más
manipulad va y posesiva: procura absorber por completo a los amigos y castiga disimuladamente cualquier tentativa de estos
por establecer otras amistades.
Los sentimientos básicos del sujeto hiperpersonal son análogos a los del subpersonal. Ambas son respuestas extremas,
motivadas por una gran necesidad de afecto y acompañadas de una fuerte angustia en cuanto a la posibilidad de ser amado
alguna vez —esencialmente, la posibilidad de ser una persona indigna de amor—; ambas, también, encubren considerable
hostilidad, originada en la previsión de un rechazo.
Para el individuo que resolvió satisfactoriamente sus relaciones afectivas en la niñez, el contacto emocional íntimo con otra
persona no plantea problema alguno. Se siente tan cómodo en una relación de esa índole como en la que exige tomar
distancia emocional. Si bien le importa que los demás gusten de él, cuando así no sucede considera que ello es producto de la
relación que existe entre él y la otra persona; en otras palabras, la antipatía que se le manifiesta no significa que sea una
persona completamente inmerecedora de cariño. Y es capaz de ofrecer un afecto auténtico.
La interacción fundamental, en la esfera del afecto, es el abrazo, ya sea literal o simbólico. El problema primario es la
expresión de sentimientos profundos apropiados, particularmente en situaciones grupales, en las que se presenta una
paradoja: al comienzo, muchos manifiestan la dificultad que tienen para expresar su hostilidad a los demás; luego, suele
ocurrir que se descubra que hay algo más difícil: expresar sentimientos positivos y cariñosos.
La diferencia entre la conducta de inclusión, la de control y la afectiva puede ejemplificarse con el caso de un muchacho que
ha sido expulsado de una cofradía estudiantil, aplazado en un examen y rechazado por su novia, y los distintos sentimientos
que tiene en cada circunstancia. La cofradía, al excluirlo de su seno, le dice que ellos, como grupo, no tienen gran interés en
él. El profesor, al aplazarlo, le manifiesta de hecho que lo encuentra incompetente en su especialidad. La novia implica con su
rechazo que no lo juzga merecedor de su cariño. El aspecto afectivo del acto sexual es el sentimiento posterior a su
consumación, que puede variar de una corriente de sentimientos cálidos y amorosos hasta una sensación de desagrado
acompañada por la pregunta «¿Qué estoy haciendo aquí?». Depende, en parte, del grado de conexión entre el corazón y los
genitales. El aparato circulatorio (corazón) y el reproductivo (genitales) son los más directamente vinculados a la esfera del
afecto.
En la interacción entre una persona y su cuerpo, el problema afectivo es un problema de aceptación. Este puede subsistir aun
cuando cuerpo esté bien cargado de energía y coordinado por medio de la centración. Un cuerpo que es aceptado puede per-
mitir que los sentimientos fluyan a lo largo de él sin eludir parte alguna. La sensación no es bloqueada. Un cuerpo que ño es
aceptado actúa contra sí mismo, en pos de un estado enfermizo o disociado. El cuerpo ideal, pues, es el que se siente col-
mado de energía, centrado y aceptable.
Con respecto a la relación interpersonal, la inclusión tiene que ver fundamentalmente con su formación, en tanto que el control
y el afecto tienen que ver con relaciones ya formadas. Dentro de las relaciones vigentes, en la esfera del control la cuestión es
quién da las órdenes y toma las decisiones, mientras que en la del afecto la cuestión es la proximidad o distancia emocional
que produce la relación.
En síntesis: el problema del afecto es estar cerca o lejos, la interacción es el abrazo, y su aspecto corporal la aceptación.

4. Sinceridad y franqueza

Uno de los conceptos fundamentales del encuentro abierto es el de la sinceridad y franqueza, de importancia vital para la
realización del potencial humano. Esa importancia se aclara mejor cuando se comprende la interconexión de niveles, ya que
la falla en alcanzar la sinceridad es una falla en todos los niveles humanos.
La revolución de la sinceridad, de la cual los grupos de encuentro constituyen una parte central, es una revolución contra la
estructura de nuestra sociedad. Los rodeos y la hipocresía se han convertido en un aspecto bastante generalizado de la vida
humana; las revueltas de los jóvenes y de los negros giran en torno de este problema. En mi opinión, esta rebelión tardó
demasiado tiempo en producirse. Mi generación silenciosa estaba mucho más inclinada a creer que contra los poderes de la
ciudad no se puede luchar, y a abandonarse en ese sentido. La corrupción y la hipocresía están tan arraigadas en nosotros
que las medidas que toma el orden establecido obligan prácticamente, como reacción, a apelar a la violencia, o al menos a
adoptar expedientes extraordinarios. Periódicamente aparecen libros que escarban en el lodo, como Silent spring, Unsafe at any
speed y The rich and the super-rich; ellos producen su impacto, y luego son en buena medida olvidados. La hipocresía cuenta
con amplia aceptación; se supone que es la mejor manera de vivir. En cierta oportunidad, la revista Time reprodujo estas
palabras del secretario de Estado Dean Rusk: «Creo que la diplomacia exige cierta serenidad. Durante siglos, la diplomacia
ha tratado de que las peculiaridades accidentales de la personalidad quedaran fuera de la conducción de los asuntos de
Estado. Es por ello que, por ejemplo, al pie de una nota diplomática asentamos la leyenda "Reitero a Vuestra Excelencia mi
más atenta consideración", cuando en realidad le estamos diciendo que se vaya al diablo». Este párrafo es a mi juicio
revelador. En primer lugar, un individuo que ocupa una posición tan alta como la de secretario de Estado aprueba la mentira
como modo típico de relación entre las personas. En segundo lugar, presume ingenuamente que es posible dejar de lado la
personalidad en las negociaciones diplomáticas. En tercer lugar, supone que durante todos estos años la diplomacia
convencional ha actuado efectivamente, aunque una de sus metas primordiales, la paz, virtualmente no se alcanzó nunca, y
parece estar cada vez más distante y no más próxima.
Los modales públicos desbordan hipocresía: ponen el acento en la imagen y en las apariencias antes que en la realidad.
También en Time encontramos esta cita de Jacqueline Kennedy Onassis, uno de los modelos fundamentales de nuestra con-
ducta, sobre todo la pública: « "Muéstrate como si hubieras ganado, John", le instó Jackie mientras posaban para las cá-
maras, luego de haber recibido la cinta rosada por el segundo puesto». En otras palabras: exhibe una falsa apariencia, no
importa cómo te sientas.
En el San Francisco Chronicle, una columna firmada por Charles McCabe llevaba por título «¡Uf, la sinceridad!» y en ella se
leía: «Puede ser que la sinceridad constituya la mejor forma de actuad en la mayoría de los casos, pero sin duda no es así en
asuntos del corazón, ni tampoco, en realidad, en cualquier intercambio social más o menos íntimo». En Redbook, un artículo
titulado «Por qué mienten las mujeres a sus maridos», que apoyaba en líneas generales la mentira, lo racionalizaba de este
modo: «Muchas de las mentiras sobre las cuales me informaron estas mujeres parecían verdaderamente tan prudentes y
bienintencionadas que no se justificaba en absoluto denominarlas mentiras». Y aclaraba así este punto: «Se sostiene que
después de los primeros años de matrimonio la verdad amenaza con frecuencia la paz conyugal cuando de dinero y sexo se
trata».
La gente expresa, asimismo, su virtuosa indignación cuando se hace algo en privado en la dirección contraria. Durante el
pleito por obscenidad y libertinaje llevado a cabo contra el dueño de un club nocturno, en su edición del 21 de noviembre de
1969 el Chronicle informaba: «El jefe de policía de Redwood City, John McDonald, está investigando el hecho de que varias
de las bailarinas y una película pornográfica presentada como prueba en el juicio (...) formaran parte esa misma noche del
espectáculo ofrecido en el Redwood City Elks Club».*

* Los «Elks Clubs» son en Estados Unidos asociaciones de bien común integradas habitualmente por individuos de sólida
posición económica semejantes a los clubes de rotarios. (N. del T . )

La conducta ideal que se toma públicamente como modelo puede ser a veces muy dañina. Por ejemplo, la gente suele atribuir
un valor muy grande al estoicismo frente a la tragedia. Un ejemplo que gozó de mucha publicidad es la reacción de la esposa
del presidente Kennedy cuando murió su marido. La imagen pública que ofrecía era la de una valentía virtualmente ajena a
toda emoción. Muchos estudios sobre la muerte nos han hecho saber que, por lo común, la esposa de un moribundo tiene
muchos y muy encontrados sentimientos. Además de su pesar, tristeza y desamparo, suele experimentar cierto alivio por
haberse desembarazado de los aspectos negativos de la relación, así como ira por haber sido abandonada. La conducta de la
señora Kennedy revelaba un grado mínimo de emoción en cualquiera de sus formas. Además, de acuerdo con los artículos
periodísticos, los Kennedy hicieron notables esfuerzos para que en el libro de William Manchester sobre el ex presidente no fi-
guraran ciertos sucesos que tuvieron lugar por esá época, y en los que se ponían de manifiesto la debilidad, encono, conflictos
y otros innobles sentimientos de sus protagonistas. El resultado de ello bien puede ser que cuando una mujer pierda a su ma-
rido y experimente algunos de estos habituales sentimientos negativos, su culpa se vea reforzada por el hecho de que la
señora Kennedy, en apariencia, no sintió nada de eso. Mientras trabajaba en un hospital neuropsiquiátrico pude observar de
qué manera ese mismo fenómeno de hipocresía pública o de postulación de principios irreales había menoscabado a
hombres comunes. Un gran número de psicosis parecían obedecer al conflicto entre los sentimientos psicológicos y biológicos
internos del individuo y las normas estrictas de la Iglesia. Cuando tomaban conciencia de su deseo de poseer a la esposa de
otro hombre, o de pegarle a uno de sus progenitores, o de desembarazarse de un hijo, les parecía tan inaceptable que debían
despreciarse a sí mismos y separar las distintas partes de su ser. Los escrúpulos religiosos, en lugar de aceptar su condición
humana, la condenaban. Cuando un valor religioso o social se convierte en norma y no armoniza con los sentimientos
humanos, origina culpa y vergüenza, y es emocional y psicológicamente destructivo.
En el ámbito de la educación, el alejamiento de la franqueza se expresa como la «legitimidad de lo remoto». Si un niño quiere
estudiar algo muy distanciado de sus sentimientos y circunstancias inmediatas, como la historia de los babilónicos, la vida en
el planeta Venus, la producción de algodón en Bolivia o la poesía de Algernon Swinburne, recibe gran estímulo para hacerlo;
pero si desea comprender mejor la situación que lo rodea sus emociones en la clase, su relación con la maestra, sus ac-
titudes competitivas con los compañeros de clase, su sentimiento de inferioridad o sus impulsos sexuales—, el aprendizaje se
le vuelve muy difícil y, con frecuencia, ciertos miembros de la comunidad llevarán a cabo una febril actividad para impedirlo. El
motivo de la resistencia que suscita la franqueza en las relaciones humanas es, en parte, el temor a enfrentarse consigo
mismo, temor alentado durante una niñez habitualmente dedicada al aprendizaje del autoengaño. Ante la perspectiva de mos-
trarse francamente, ciertos sectores de la sociedad suelen experimentar un verdadero terror. Los ataques emprendidos por la
derecha contra la sensibilización bajo el mote de «lavado de cerebro» y otros términos desaforados lindan con el pánico.
Cuando la demanda de sinceridad provoca tal reacción, se vuelve patente el carácter inaceptable que tiene para la sociedad
uno de sus principios más caros, el que dice que «la sinceridad es la mejor política».
Hay, empero, muchos indicios alentadores de un vuelco hacia la sinceridad en la vida pública y privada. Se han llevado a cabo
con considerable éxito numerosos grupos de encuentro entre negros y blancos. Los grupos formados por parejas comienzan
a basarse en la sinceridad como elemento fundamental. La impresionante rebelión de los jóvenes y de los negros es, en gran
parte, una rebelión contra la insinceridad y la duplicidad («dilo tal como es»). Se han probado grupos de encuentro (grupos T)
en el Departamento de Estado y en los gobiernos estaduales, si bien con éxito variable. Y se han difundido rápidamente en la
industria, la educación y la formación de enfermeras. Hay algunos planes educativos de avanzada —como los propuestos por
George Leonard en Education and ecstasy y por A. S. Neill en Summerhill— que se fundan en algo muy parecido al encuentro
abierto. Otra señal de la profunda necesidad que viene a llenar este enfoque es la enorme proliferación de centros de
crecimiento del tipo de Esalen —en menos de tres años, su número aumentó de uno a cien—. La filosofía de la sinceridad
realista ya se hace sentir.
Pero, a todas luces, la norma cultural sigue orientándose más por los buenos modales, el tacto, la prescindencia de los
sentimientos ajenos, las mentiras piadosas, la creencia en que «lo que no se sabe no puede herir a nadie», y así
sucesivamente. En síntesis: una concepción mucho más restringida y selectiva de la sinceridad. Tal vez, si una concepción de
esta índole alcanzó tanta popularidad, es porque existen ciertos importantes fundamentos psicológicos para ello, y será
preciso examinarlos antes de abogar por el enfoque de la sinceridad hacia uno mismo y hacia los demás.
Yo mismo no tengo muy claro en qué momentos y esferas debe ponerse límite a la sinceridad. Mi experiencia profesional y
personal hasta la fecha indica que todo el mundo puede ser mucho más sincero que lo que es; que una relación fundada en
bases más sinceras promueve una vida más plena, cualitativamente más rica; que la sinceridad hace que el cuerpo se sienta
mejor —más abierto, por lo general, menos contraído y dotado de un mejor funcionamiento—; que la sinceridad abre las puer-
tas de una nueva vida, de la misma manera que la pérdida de la virginidad permite alcanzar nuevos planos de intimidad
personal. Sé también que una sinceridad excesiva puede dar como resultado relaciones deterioradas o que avanzan
penosamente. Quisiera postular, en este punto, que una persona debe lograr la máxima sinceridad posible consigo misma y
con respecto a sí misma, sin limitación alguna; que en toda relación íntima debe haber un período de completa sinceridad y
franqueza, preferiblemente al comienzo, y luego de esta experiencia los dos integrantes de la relación deben decidir en
común, sobre la base de un acuerdo mutuo, en qué casos conviene restringir esa sinceridad; y que en las relaciones
accidentales la persona debe evaluar qué grado de sinceridad admite, en términos realistas, la situación, para después actuar
con un grado de sinceridad algo mayor.
En el caso de la sinceridad con uno mismo, el problema principal es aprender a tomar contacto con los propios sentimientos.
Casi todos hemos sido educados de modo de no tomar en cuenta nuestros sentimientos. Si a un niño se le dice que los
hombres no deben llorar, ni ser maricas o flojos, ni tener malos pensamientos, etc., comenzará a rechazar por ajenas sus
ideas negativas o débiles, su concupiscencia y otros pensamientos que los progenitores desaprueban. En la mayoría de los
casos, la consecuencia es que se dejan automáticamente fuera los sentimientos indeseados o castigados, y se pasa, de no
revelar los sentimientos propios a los demás, a perder conciencia de ellos en uno mismo. Uno de los logros más brillantes de
mi niñez fue soportar las curaciones del dentista sin un solo grito. Eso demostraba que yo las aguantaba bien, para, lo cual
debía tratar de reducir el dolor. El procedimiento mediante el cual el cuerpo procura eliminar el dolor consiste en contraer los
músculos —como cuando se aferra con ambas manos al sillón del dentista— y reducir el ritmo respiratorio. Para no sentir él
dolor, yo debía contraer las mandíbulas y los músculos del cuello, así como los de mis brazos y manos. Abran la boca como si
estuvieran en el sillón del dentista, aférrense a los brazos del sillón y traten de evitar sentir el dolor: podrán experimentar así
esta pauta muscular, sentir cada uno de los músculos que se contraen. Esta valentía mía era tan recompensada que al
principio no le hacía lugar al dolor, y luego trataba de apartarlo de mi conciencia, convirtiéndome en lo que querían que me
convirtiera: un individuo insensible al dolor, o al menos nada preocupado por él. Sólo mucho tiempo después pude admitir que
dolía como el diablo y que tenía un miedo bárbaro de ir al dentista. Esta pauta es muy común: el niño trata de ser como los
demás quieren que sea y se convence poco a poco a sí mismo de que él es así bloqueando la conciencia de sus sentimientos;
pero en su cuerpo no solo se ha desarrollado el sentimiento real sino también la defensa contra él. Funciona en tres niveles
antagónicos: los sentimientos corporales profundos (temor) no coinciden con la creencia consciente (valentía), y la defensa
construida (contracción muscular, rechazo) es una tentativa —que por lo común solo logra un éxito parcial— de conciliar los
sentimientos conscientes con el cuerpo. Este es el comienzo de la alienación con respecto al sí-mismo, de la pérdida de
identidad y de la pérdida de centración.
Cuando un niño comienza a modificar sus sentimientos para convertirse en un hombre, sus sentimientos corporales básicos y
las creencias conscientes que tiene acerca de sí mismo se distancian entre sí, y la necesidad de mantener ambas cosas sepa-
radas se vuelve mayor, pues está en proceso de construir una personalidad interconectada. Por ejemplo, su próxima
experiencia puede ser la compasión que despiertan en él los seres débiles, sentida en el cuerpo como una cierta blandura en
la zona del corazón y un impulso ia estirar los brazos y abrazar. Puesto que la imagen cultural de la virilidad rechaza tales
sentimientos «femeninos», el músculo cardíaco puede ponerse en tensión para detener tales sentimientos afectuosos, y el de
los hombros contraerse impidiendo que la energía fluya por los brazos, lo cual origina una prominente masa muscular en los
hombros y la delgadez del brazo, en el punto en que se ha bloqueado la energía. Tanto el bloqueo tendiente a impedir los
sentimientos «tiernos» como la contracción de las mandíbulas para evitar el dolor se unen bajo el rótulo general de «conducta
viril», y la motivación de cualquiera de esas conductas se ve incrementada por el hecho de que el aflojamiento de una de ellas
pone en peligro a la otra.

A medida que se multiplican estas tensiones musculares, el efecto se hace mucho mayor, hasta que la persona ha construido
una gran red de fantasías sobre sí misma y destina un importante monto de energía a mantenerlas. Al par que se multiplican
las pautas de tensión, el cuerpo se contrae cada vez más, y junto con las limitaciones musculares pueden sobrevenir otros
síntomas corporales. El cuerpo pierde su alineamiento correcto por la presión excesiva que soportan diversos órganos: los
vasos sanguíneos se contraen, disminuyendo el suministro de sangre y alimento a las distintas partes del organismo; se
contrae también la respiración, reduciendo la oxigenación de la sangre; los plexos endocrinos y nerviosos sufren una presión
antinatural; en líneas generales, el cuerpo se debilita y se torna más susceptible a la enfermedad, pierde energía, agilidad,
gracia y economía de movimiento.
Una de las cosas que se piensan ante tal situación es: «No sé quién soy», pensamiento que adopta varias formas: «Quisiera
ser ese tipo de persona, pero no me siento en condiciones de serlo», «Deseo entablar una buena relación con un hombre,
pero siempre echo a perder mis relaciones», «Me gustaría poder relajarme, pero siempre estoy lleno de preocupaciones»,
«Quisiera hacerme oír por los demás, pero me siento tímido y embarazado». En otras palabras: las ideas no armonizan con
los sentimientos. El cuerpo y la mente se han separado y han perdido contacto entre sí.
El gran problema reside en pasar de nuestro actual estado de duplicidad a la situación de franqueza, sinceridad y conciencia
de sí. Es un problema muy conocido en psicoterapia: cómo penetrar en las defensas del individuo sin dejar a este despro-
tegido y vulnerable. El procedimiento de los grupos de encuentro está destinado, en su totalidad, a lograr mayor franqueza.
Las técnicas descriptas en esta obra y en Joy tienen todas por objetivo emprender este viaje a través de la liberación de los
bloqueos y de la energía en forma tal que la persona pueda manejar el proceso tal como se da.
Como la gente difiere entre sí, llegados a cierto punto de conciencia de sí mismos y de franqueza, pueden rebelarse —tam-
bién con su. cuerpo— y no querer seguir más allá. Tal vez nos estén diciendo que están en condiciones de funcionar a las mil
maravillas con su nivel actual de defensividad y rigidez. He observado que se dan respecto de esto dos razones principales.
Algunos se sienten avasallados por las emociones, notan que su exaltación y depresión son excesivas. Ciertas actrices muy
sensibles sufren este problema. Sus sentimientos son muy agudos y deben someterse a un mayor control. La otra objeción
proviene de aquellos que han invertido mucho de sí mismos en la coordinación de su estructura defensiva; estas personas
piensan —y a veces concuerdo con ellas— que su funcionamiento ya es adecuado, y que el dolor y el esfuerzo que implica
penetrar en esa compleja superestructura defensiva y reconstruir la personalidad no merecen la pena (a lo cual debo agregar
que no estoy completamente seguro de que la nueva estructura sea más satisfactoria). Este es el caso, en particular
—aunque no exclusivamente— de las personas de cierta edad. En tales circunstancias, el objetivo que se persigue es más
limitado, y se centra en la eliminación de los bloqueos más superficiales y en el logro de una mayor soltura en la vida cotidiana.
Sin embargo, en ninguno de estos casos acostumbro tomar al pie de la letra las afirmaciones de la persona, ya que uno de los
aspectos de la mayoría de las defensas erigidas por la personalidad es el agradecimiento prematuro: «Muchas gracias, me ha
ayudado mucho. (Ahora déjeme sola.)». Y esta súplica suele hacerse exactamente cuando se está por producir la apertura
más importante. La sinceridad con uno mismo promueve la congruencia de pensamiento y sentimiento, una sensación de
integridad e integración que contribuye a resolver el problema de la identidad. Una vez que la persona ha tomado contacto
estrecho con su cuerpo, es capaz de autocorregirse cuando las cosas se apartan de su cauce, recuperando así su equilibrio.
Además, al conocer mejor su estado físico, puede prever, analizar y por lo general evitar enfermedades incipientes. La dieta
alimenticia se vuelve más importante, pues su cuerpo le envía mensajes sobre lo que necesita y sobre lo que le disgusta. Esta
sensibilidad aumenta los placeres y percepciones de todo tipo. La comida es más rica, los colores más vividos, las formas más
nítidas, más gustosos los gustos, más fragantes las fragancias. El organismo se encuentra en su totalidad finamente
sintonizado y fluye la energía vital. Con el propósito de analizar la sinceridad en una relación íntima, tomemos como referencia
la pareja de hombre y mujer, casados o no. Cuando me presenté en televisión para promover mi libro Joy y dar a publicidad
estas ideas, cada vez que afirmaba que la total sinceridad en el matrimonio era algo bueno, me veía invariablemente
acometido por participantes o invitados que disentían conmigo. En una de las entrevistas, se me quiso sugerir que debía hacer
una excepción con las experiencias premaritales; y, en general, terminaba esas presentaciones con la sensación de que, o
bien había pasado por alto algo que todos los demás sabían (sensación muy frecuente en mí), o bien conocía algo que podía
modificar mucho las cosas en un sentido positivo.
Cuando se dio la película Bob y Carol y Ted y Alice, se planteó en todo el país —y, en verdad, en todo el mundo— la cuestión de
la sinceridad conyugal. El filme se basaba en una idea que tuvo origen en un laboratorio de Esalen: la idea de que la sin-
ceridad entre las parejas es algo bueno. Mis sentimientos con respecto al filme son ambiguos. La descripción que en él se
hace de Esalen es ridícula, y en ningún momento parece decidirse entre ser una parodia de la idea original o una cosa seria.
Aparentemente, la idea de que los miembros de una pareja prueben ser completamente sinceros entre sí es muy nueva. Yo
mismo lo he intentado con una pareja, como así también mis amigos de Esalen —quizá diez parejas lo hayan hecho—; por
último, se la ha aplicado hasta la fecha a unas cien parejas que integran grupos.
La búsqueda de sinceridad se inicia pidiendo a las parejas que piensen en tres secretos que jamás hayan contado a su
compañero o compañera, y que muy probablemente pondrían en peligro la relación. En el curso del laboratorio cuentan todos
esos secretos. El secreto preponderante se refiere al adulterio, pero la lista incluye también relaciones homosexuales,
fantasías, sentimientos de hostilidad y muchas cosas más. Luego pedimos que revelen tres secretos positivos, sentimientos
de admiración o estima que nunca hubieran transmitido a su pareja. Estos últimos suelen ser más difíciles de decir, a causa de
la competencia y celos latentes. Cuando se revelan los secretos negativos, se produce toda una serie de consecuencias
emocionales, que incluye accesos de furia, sarcasmo, belicosidad, odio, intelectualizaciones, y desemboca casi siempre en
una exploración de las fallas en la relación que originaron tal conducta. Por supuesto, cada pareja vive esta experiencia de
una manera distinta, pero con frecuencia ocurre que los ultrajes mutuos se compensan entre sí. El marido confesará que ha
practicado el adulterio, para encontrarse luego con que su mujer guarda idéntico secreto. En la gran mayoría de los casos, el
resultado de estas experiencias y otras semejantes es un nuevo y refrescante punto de partida para la pareja, la sensación de
haberse vuelto a casar sobre una base por completo distinta, la renovación de los sentimientos que los unen. Estos
sentimientos provienen, principalmente, de la energía que ha sido liberada; aplicada antes a mantener el secreto, ahora queda
en libertad y puede incorporarse a la relación amorosa. La persona queda así más accesible para su pareja.
Por ejemplo, si el secreto del marido es: «Ya no me atraes sexualmente, y estoy manteniendo una relación con mi secretaria,
que sí me excita», hay grandes esferas de la vida que la pareja no comparte. El marido debe actuar con precaución. Sus
músculos, su respiración y otras funciones corporales experimentarán una constricción, siquiera temporaria, cuando la
esposa llama a la oficina, cuando le pregunta por su trabajo, cuando quiere saber cómo fueron las cosas, cuando él debe
imaginar de qué manera escabullirse de la casa sin que ella lo advierta, cuando se habla sobre el sexo, cuando van a ver una
película cuyo tema es el adulterio, y así sucesivamente. Además, ya no puede mostrarse espontáneo con su esposa. Debe
imponer la censura a todo lo que esté por salir de él, por temor a resultar comprometido. Cada vez son más numerosas las
esferas de la vida evitadas por él, cada vez es mayor el monto de energía que debe destinar a su secreto. El resultado de ello
es que cuando llega a casa se siente casi siempre cansado, y no pueden conversar de nada cómodamente. El sentimiento
fundamental del que son conscientes es que su relación se vuelve monótona. Si hay otros secretos, la situación se multiplica.
Si también la mujer esconde algunos, el drenaje de energía de ambos comienza a reforzarse mutuamente. En este punto
suelen declararse enfermedades a menudo imposibles de diagnosticar. Esto sucede en incontables matrimonios, y el tributo
que hay que pagar, tanto psicológico como físico, es muy grande. Cuando una pareja sobrelleva el intercambio de secretos,
resulta maravilloso ver cómo rejuvenece la relación como fruto de la nueva energía que en ella se infunde.
Un incidente que tuvo lugar en los comienzos de una de mis relaciones personales puede servir como excelente ejemplo del
vínculo que existe entre las ideas y sentimientos, el cuerpo y la sinceridad en cualquier relación íntima. En el curso de la
relación a la que aludo, examinamos el problema de lo que dimos en llamar el Tema A: cómo aborda la pareja sus deseos
sexuales con respecto a los demás. Desde los inicios de la relación, resolvimos que si realmente nos queríamos cada uno de
nosotros debía estar dispuesto a incrementar la libertad del otro, de modo que habría de permitir las aventuras sexuales con
personas extrañas a la pareja. Ella fue la primera en tenerlas: una noche vino y me dijo que se había acostado con John.
Experimenté entonces por primera vez la incongruencia de idea y sentimiento, de mente y cuerpo. Con mi pensamiento la
apoyé: «Está muy bien, querida; has hecho tal como habíamos dicho; te comprendo. Caramba, ¿acaso no somos personas
avanzadas?». Sin embargo, sentía un nudo en el estómago como jamás había tenido. Mi estómago no parecía guardar la
misma calma ni ser tan comprensivo como mis palabras.
Luego que hube sobrellevado esta tormenta inicial, nos dispusimos a elaborar el incidente, a comprenderlo y a resolver todos
los sentimientos que había activado. Un lunes por la mañana comenzamos nuestras conversaciones, y, apelando a todas las
técnicas de encuentro que conocíamos, tratamos de asegurarnos de que llegábamos al fondo de la cuestión, analizando la
hostilidad latente de mi pareja, la inseguridad que yo sentía en lo tocante a mi masculinidad, etc. Eso anduvo muy bien, y por
la tarde me sentía magníficamente con respecto a ella; lo habíamos elaborado. Luego fuimos a la cama y comenzamos a
hacer el amor: para mi sorpresa, no tuve erección. Miré hacia abajo y hallé que mi pene no tenía fuerza alguna ni mostraba
ningún ángulo de elevación: no era más que un objeto colgante. Sentí algo extraño, algo así como que la verdad estaba en mi
cuerpo. Mi convicción de que los sentimientos que tenía hacia ella habían sido resueltos era mero palabrerío (definición: pa-
labras desconectadas de los sentimientos). De manera que al día siguiente volvimos sobre el asunto, y charlamos acerca de la
relación mía con mi madre, la de ella con su padre, etc. El martes a la noche volví a sentirme bien, pero al mirar hacia abajo vi
muy poca intumescencia, apenas un ángulo mínimo de elevación, eso era todo. El miércoles hablamos de lo que yo no hacía
por ella, de por qué ella no me satisfacía, etc.; a la noche, la dureza y la elevación habían aumentado levemente. Parecía
como si mi pene fuera la respuesta que aguardaba al final del libro. Tras las actividades diarias, mirábamos hacia abajo para
comprobar si habíamos solucionado o no el problema. Hasta el sábado no pude penetrarla.
La reacción del cuerpo frente a los problemas de la mayoría de las parejas, en general, y frente a la infidelidad en particular, es
muy definida. A menudo, una mujer perdonará verbalmente las actividades de su esposo pero su cuerpo no responderá a él,
ya sea negándose a la relación sexual, o por falta de humectación de la vagina, o no teniendo orgasmo. Esta es una de las
razones por las cuales prestar atención al funcionamiento del cuerpo es un buen comienzo para la relación total. La insince-
ridad entre los miembros de una pareja casi siempre afecta al cuerpo, aun cuando la mente aborde la situación con aparente
racionalidad y tolerancia.
¿Qué sucede una vez que la pareja se ha puesto de acuerdo en ser tan sincera y franca como ambos son capaces? Una chica
y yo vivimos de este modo durante varios años, y puedo contarles cómo evolucionamos. El primer problema consistió en llegar
a la sinceridad básica, y estaba íntimamente ligado con la dificultad de tomar conciencia de nosotros mismos, a la que ya aludí
antes. Comprobamos que por más que nos confesáramos secretos en repetidas oportunidades, siempre quedaba algo
inconfeso. El problema de estar en contacto total con uno mismo parece no tener fin. Por último, descubrimos que habíamos
ido demasiado lejos. El rastreo y dragado constante de nuestros sentimientos estaba dándole a nuestra relación un carácter
tan pesado y opresivo que la convertía en algo poco provechoso. Por ejemplo, yo acostumbraba pensar en otras mujeres
cuando estaba haciendo el amor con ella. Finalmente se lo dije; Se mostró algo herida, pero a continuación me reveló que en
tales circunstancias fantaseaba a veces con Paul Newman y otras con Paul McCartney, el de los Beatles. Me sentí muy
mortificado; hablamos del asunto, y tratamos de sacarle provecho investigando qué nos ofrecían esas figuras fantaseadas
que no obtuviéramos ano del otro. Pero el anuncio, después de cada sesión amatoria, de los personajes que integraban el
reparto actuante llegó a ser muy fatigoso. De modo que acordamos no repetirlo salvo que uno de los dos estuviera
particularmente interesado en averiguarlo. Dimos por sentado, simplemente, que el hecho ocurriría de vez en cuando, que tal
vez tuviera ciertas ventajas —p. ej., la de ser una manera de enfrentar la atracción provocada por otros—, que quizá
significara que no estábamos plenamente satisfechos uno del otro en ese momento, pero que era aceptable. Y si no debíamos
debatir la cuestión cada vez, era más agradable. Tal es lo que hicimos. Si algún aspecto de la sinceridad ya explorado nos
parecía más opresivo que útil, coincidíamos en no aludir a él, en el entendimiento de que si alguno de los dos quería
enterarse, el otro se lo contaría con toda franqueza. Estos parecen ser los aspectos importantes de la sinceridad en una
relación íntima. Es menester que se comience por experimentar la sinceridad total, ya que es imposible decidir a conciencia
cuáles son las esferas que la pareja quiere mantener abiertas y cuáles quiere mantener cerradas sin haber hecho la
experiencia directa de la total sinceridad. Más tarde, puede efectuarse en común la elección de esas esferas. La decisión
mutua es vital. Cuando una persona toma la decisión por su cuenta en bien de la otra, es casi seguro que se está poniendo a
la defensiva, y surgirán dificultades. Acordar que la esfera cerrada puede ser abierta nuevamente en cualquier momento es
esencial y permite confiar en que la relación no ha de incurrir en nuevos tropiezos; también significa que cada integrante de la
pareja ve en el otro a su confidente más íntimo, lo cual contribuye a robustecer el vínculo. Cada pareja adoptará una solución
diferente. Algunas, tras experimentar la sinceridad total, decidirán que desean continuar de ese modo; otras resolverán aplicar
la sinceridad en distintas esferas o circunstancias, por períodos de variable duración e incluso, quizá, resolverán que uno solo
de sus integrantes habrá de ser sincero pero no el otro (si concuerdan en que el hecho de ser sinceros no los afecta de igual
manera, no hay motivo para que lo sean ambos). En general, las parejas pueden verse beneficiadas con un grado mayor de
sinceridad que el que suponían que eran capaces de manejar, con el consecuente aumento de energía, espontaneidad e
intimidad.
Cuando la relación entre dos personas es menos íntima, el problema de la sinceridad se vuelve aún más complejo y variable.
El factor decisivo es probablemente la importancia de la relación. En el caso de un médico y una enfermera que trabajan
juntos en una sala de hospital, es muy posible que una buena relación mutua repercuta en la eficiencia de su tarea, y origine
una mejor terapia y una mayor dosis de felicidad en sus enfermos. En cambio, la relación entablada por una mujer con un
vendedor que la atiende ocasionalmente no tiene la misma trascendencia; si uno de ellos oculta al otro algunos de sus
sentimientos básicos, difícilmente habrá de modificarse mucho por ello su vínculo comercial, y es probable que ambos
prefieran expandir su energía física y psíquica dirigiéndola hacia un objetivo distinto del encuentro recíproco.
Con respecto a la falta de sinceridad en las relaciones ocasionales, el factor que más se pasa por alto es el gran efecto que
tiene esa insinceridad en otras personas y acontecimientos, efecto que es con frecuencia mal comprendido. Por ejemplo, en
cierta oportunidad una escuela de enfermería solicitó mi ayuda profesional para mejorar la eficiencia y satisfacción personal
de sus miembros. En mis charlas con diversos integrantes del departamento correspondiente, una de las cosas que advertí
fue el gran número de quejas presentadas por los alumnos en lo atinente al exceso de tareas y de ejercitación que les imponía
el curso. Esta queja es bastante habitual en todas partes, pero parecía en este caso más aguda de lo acostumbrado. Cuando
lo comenté con el claustro de profesores, me hablaron del número creciente de conocimientos que exigía la profesión de
enfermero, el mayor rigor de las exigencias, las nuevas drogas y técnicas, etc. Muchos de ellos comenzaron su explicación
con la frase célebre: «Los muchachos de hoy. . .», y algunos —aunque no todos— mencionaron que los enfermeros actuales
tenían una orientación psiquiátrica más fuerte que los del pasado. En el grupo de encuentro que llevamos a cabo con el
claustro, este último resultó ser el factor clave. Todas las razones por ellos aducidas tenían algo de cierto, pero la dificultad
primaria parecía residir en la importante división existente entre ellos con respecto al papel de la psiquiatría en el campo de la
enfermería, por oposición a la mayor experiencia con las técnicas de la medicina general. Las discrepancias en torno de esta
cuestión estallaban ocasionalmente y todos las conocían en forma clandestina, pero la convicción de que, si la gente se
mostraba sensata, la situación se resolvería, llevaba implícito el hecho de que nunca se enfrentaran tales discrepancias. Si no
se las enfrentaba, ¿cómo podría resolvérselas? ¿Debían los alumnos estudiar mucha psiquiatría, o debían dedicarse en
mayor medida a la práctica médica? Frente a ese problema interpersonal, se había adoptado como solución exigirles ambas
cosas; de ese modo los integrantes del claustro evitaban el enfrentamiento. Por supuesto, esta solución hacía que los
estudiantes estuvieran sobrecargados de tareas.
Esta situación se asemeja a aquella en la cual, por negarse un individuo a abordar conscientemente un conflicto, este debe ser
abordado por el cuerpo en forma de enfermedad o tensión, como ocurría cuando yo quería irme de la ciudad de Nueva York.
En este ejemplo, parte de mi cuerpo quería permanecer en la ciudad y parte no: de ahí la tensión. Entre los profesores de los
enfermeros, parte abogaban por los cursos de psiquiatría y parte no, y eran sus alumnos los que tenían que vérselas con el
conflicto.
Cada vez se reconoce más el lugar preponderante que ocupa la insinceridad en los problemas sociales y políticos, y la
complejidad del propio concepto de diálogo. Un diálogo sin conciencia de uno mismo es sofistería. Las charlas y discusiones
sobre la paz yerran el blanco cuando no van acompañadas de la comprensión de uno mismo, ya que derivan en una virtuosa
indignación y en acusaciones mutuas. Anthony Lewis, corresponsal del New York Times en Londres, cita un ejemplo
excelente:

«A los estudiantes norteamericanos se les dice que deben respetar las instituciones. El presidente de su país deplora los in-
sensatos ataques que se dirigen a todas las grandes instituciones creadas por las civilizaciones libres. Pero ese mismo
presidente ordena llevar a cabo un masivo ataque armado en un país extranjero, sin respetar los procedimientos establecidos
por la Constitución para hacer la guerra ni solicitar siquiera un apoyo menos formal por parte del Congreso.
»Los estudiantes escuchan a su presidente manifestar apesadumbrado que vivimos en una era de anarquía interna y externa,
para luego enviar tropas norteamericanas a Camboya sin la mínima deferencia hacia los procedimientos internacionales: sin
consultar a sus aliados, sin informar del asunto a otros países del sudeste asiático que estaban organizando, con sus
auspicios, una conferencia sobre Camboya, sin pedir permiso al gobierno cuyo territorio ordenó bombardear e invadir ...».

Este es el principio general: Si un conflicto no se resuelve en un nivel más alto o más complejo de organización, se expresará,
en su forma irresuelta, en un nivel inferior. Los conflictos irresueltos del individuo se expresarán como dolencias físicas en el
nivel corporal; el conflicto de un pequeño grupo (claustro de profesores) se expresará como problema individual (estudiantes);
el conflicto de un funcionario público (Nixon) deberá ser absorbido por su electorado (ciudadanos). Tal el precio que se paga
por la insinceridad y falta de franqueza. Ya volveremos a referirnos a este principio fundamental. ¿Qué diremos con respecto
a la vida privada? El hecho de que se conciba la franqueza como meta valiosa, ¿anula acaso la antigua virtud de la «privada»?
En esencia, sí. En primer lugar, quiero distinguir soledad de privacía. Todo el mundo puede verse beneficiado con ocasionales
períodos de soledad; por privacía entiendo el hacer y pensar cosas que no se quieren contar a nadie. Ya he aludido antes a los
límites que esto tiene, pero, dentro de esos límites, creo que cuanto más franco puedo ser con respecto a todo lo que hago o
digo más completamente libre me siento, más responsable de mí mismo y en condiciones de permitir que todos me conozcan.
En mi caso —y sospecho que también en muchos otros—, la privacía tuvo su origen en la culpa sexual. Ella me ofrecía el
único medio de masturbarme sin ser descubierto. Creo que cuando una pareja afirma que quiere estar a solas lejos de sus
hijos lo que habitualmente quiere decir es que quiere practicar el coito sin ser vista ni molestada. Los demás motivos para
querer apartarse del resto de la gente están más vinculados a la soledad, como en el caso de un hombre que desee leer el
diario tranquilo: en general, no necesita mantener en secreto lo que hace. La privacía significa, por lo común, ocultar algo que
provoca vergüenza. Un pariente mío acababa de ser despedido de su empleo y ya corría la voz por toda la familia de que no
debía permitirse que se enteraran los extraños. «Digan que dejó de trabajar por su propia voluntad. De todos modos, no es
cosa que le importe a nadie». La vergüenza hace que invoquemos la privacía. Los militares explotan desenfrenadamente su
sistema de seguridad para ocultar sus equivocaciones y desatinos. En la época en que fui oficial de la marina tuve ante mis
ojos gran cantidad de documentos denominados «secretos» que nada tenían que ver con la seguridad nacional, sino que
servían simplemente para encubrir una actividad deshonesta o poco inteligente. La privacía actúa también en el plano corporal
trabando la energía y endureciendo los músculos, de modo que los demás no descubran lo que el sujeto encuentra difícil de
manejar en sí mismo.

Boletín informativo: grupo de encuentro para parejas


Des Moines, Iowa, mayo de 1984: En uno de los nuevos grupos de encuentro para parejas se revelaron ciertos fenómenos de
importancia. A continuación ofrecemos un resumen de la reunión celebrada por cuatro parejas de Des Moines.

Coordinador: George, quisiera que usted y Helen se sentasen en el centro del círculo y se dijeran mutuamente uno de los
secretos en que les pedí que pensaran... un secreto que jamás hayan contado a su pareja y que muy probablemente
pondría en peligro la relación entre ustedes.
Helen: Es gracioso, ¿sabe?, pero desde que usted nos formuló ese pedido he estado tratando de pensar en algún
secreto, y no se me ocurre ninguno. Tal vez ello se deba a que George y yo acostumbramos a hablar con mucha libertad
entre nosotros. Nos contamos prácticamente todo.
George: Es cierto. En realidad, si vinimos aquí fue por curiosidad. Nuestro matrimonio funciona a las mil maravillas.
Helen: Espero que no se interprete que no tenemos ningún problema. Tenemos altibajos, como toda pareja, pero no
tengo por qué quejarme. (Sonríe.)
George: .Sí, salvo que yo ando muy cansado. (Se ríe.) No sé por qué ustedes hacen estas reuniones de noche. Tuve
que manejar durante seis horas para llegar aquí. Estoy exhausto. (Se tira sobre la alfombra.)
Coordinador: Helen, usted dijo que se cuentan prácticamente todo.
Helen: Sí... ¿eso dije? Oh, bueno, habrá una o dos cosas que no hemos mencionado, pero.. . Coordinador: ¿Podría
pensar en alguna de esas cosas? Helen (después de un momento de silencio): Bueno.. . veamos ...
George (desde el suelo): Vamos, querida, dile algo para dejarlo contento. (Ambos se ríen.)
Helen (apresuradamente): Bueno, hay ciertas experiencias concretas que no son más que meros ejemplos de un acuerdo
general que establecimos en el pasado y que no exige ser cabalmente explicitado en todo momento. Con ello no se
lograría sino recargar las líneas de comunicación y posiblemente originar dificultades totalmente innecesarias que
pueden ser evitadas mediante un raciocinio maduro y prudente. Somos adultos, después de todo, y practicamos ciertas
restricciones convenientes. George (se incorpora y queda sentado): ¡Por Dios, Helen! ¿Qué significa todo eso?

(Larga pausa.)

Helen: Bueno, estuve pensando en una cosa, George, aunque estoy casi segura de habértela dicho. Además, es muy trivial.
George: Tal vez se te olvidó si era tan trivial, querida. Tal vez no tuviera ninguna importancia. (Extiende los brazos hacia ella.)
Helen: De todos modos, estoy segura de habértela dicho. (Larga pausa.)
Sally: ¡Por todos los santos! ¿De qué se trata? Helen: Me siento tan tonta de contar esto. George: Es mejor que continúes,
querida. Esta gente no te dejará tranquila hasta que lo hagas. Helen: Bueno, ¿te conté lo de Milton, no? George: Quizá. ¿Qué
pasó con Milton? Helen: Bueno, ¿te acuerdas cuando te acostaste con esa chica, hace un año, y yo quedé tan trastornada?
Me dijiste que si yo quería acostarme con otros hombres no había ningún inconveniente. ¿Recuerdas? George: ¡¿Milton?!
Helen: Me acosté dos veces con él mientras estabas fuera de la ciudad.

(Larga pausa. George clava la mirada en Helen, aparece en sus ojos una llamarada de ira, luego recupera el control de sí mis-
mo.)

George (con voz tranquila): Me alegro de que me lo hayas dicho, Helen. No me gusta nada, desde luego, pero estuvimos de
acuerdo en que no habríamos de imponernos trabas uno al otro, de modo que no me sorprende que hayas hecho eso.
(Pausa.) Este... ¿gozaste? Helen: Sí, mucho.
George: O h . . . ( Comienza a comerse las uñas; detrás de él, Sally es acometida por un ataque de hipo.) Coordinador: Su
tranquilidad resulta sospechosa, George. Cuando a mí me sucede una cosa así, me siento morir. George {en actitud
razonable): Debe comprender que. llegamos a un acuerdo sobre este punto y que varios años atrás tuve un asunto amoroso
que le conté a Helen. Coordinador: ¿Qué siente su cuerpo, George? George: No se siente muy bien, naturalmente. Se me
hace difícil respirar, y siento un apretón en el estómago. Estoy sudando bastante, no sé por qué, y . . .
Coordinador: George, ¿quiere prestar atención a sus dedos? Se los está frotando fuertemente entre sí. Vamos a ver si puede
representar a uno de sus dedos y hablarle a algún otro. Establezca un diálogo entre ellos.
George: Soy mi dedo anular. Quiero dejarte limpio, empujar tu cutícula para que luzcas mejor. ¡Maldición! Me pone furioso que
no me dejes sacarte ese último pedazo de suciedad y dejarte limpio. Ahora soy mi otro dedo. ¡Por Cristo, déjame tranquilo! Tú
mismo no eres tan limpio. Déjame vivir mi vida y vive tú la tuya. Yo no estoy tratando de limpiarte todo el tiempo. Estoy tratando
de ayudarte, simplemente. No me apartes. No te enfurezcas... Yo n o . . . (George rompe a llorar; luego sigue. ) Me siento tan
solo, tan desesperado. No sé a quién volverme. (Sally, entretanto, continúa con el hipo, que se hace más fuerte cada vez.)
Coordinador: ¿Podría decirle eso último a Helen? George: Sí. Helen, me siento desesperado. No sé por qué lo hiciste (sigue
llorando). No quiero perderte. (Llora intensamente y suspira. Helen lo toma en sus brazos unos minutos.) Helen: Yo no quiero
abandonarte ... (Volviéndose al coordinador.) Vea lo que ha conseguido. Todo esto era innecesario. George: ¿Por qué lo
hiciste? ¡Y con Milton, nada menos! (Sally sigue con su hipo.)
Coordinador: Helen, usted se está separando de George. Helen: ¿Sí? No era mi intención. Lo siento. Me siento más cómoda
en este lugar, eso es todo. (Sally hipa fuertemente. Helen se vuelve rápidamente hacia ella y le espeta con ira:) ¡Sally, termina
ya con ese maldito hipo!
Sally: Perdóname, Helen. He probado de pararlo por todos los medios pero hace 15 minutos que lo tengo y no hay caso.
Coordinador: Les pido a todos que dejen de hacer lo que estén haciendo y dirijan su atención a Sally, que reconozcan su pre-
sencia. Sabemos que usted está con nosotros, Sally.
(El grupo reconoce la presencia de Sally, centra su atención en ella durante varios minutos. Milagrosamente cesa su hipo, y
sonríe. Helen comienza a sollozar.)

Helen (gritando): Eso es 'lo que pretendo de ti, George, que me prestes atención. Que dejes de dar por sentada mi existencia
y de tratarme como si yo fuera un mueble más. Milton no vale gran cosa, sin duda, pero me consideraba importante. No un día
sus narices en el periódico todas las noches. Se preocupaba por mí. Y tú no.
George: Dios mío, Helen, lo sé. Merezco que me den un mazazo por la cabeza.
Coordinador: A menudo, las personas tienen aventuras amorosas porque algo no marcha en su matrimonio. Sería muy u t i l
para ustedes dos que pudieran sacar partido de sus asuntos amorosos para ver qué es lo que no marcha entre ambos. Les
hará bien sacarse de adentro todas las cosas que tenían guardadas hasta ahora.
George: Muy bien. De una cosa estoy seguro, Helen, y es que no me siento suficientemente atendido por ti. ¿Por qué no
mantienes la casa más limpia? ¿Por qué no me tienes preparado un trago cuando llego a casa? ¿Por qué no intervienes en la
conversación cuando vienen amigos a casa, y no eres amable con ellos? ¿Por qué no cuidas mejor a los chicos para que yo
pueda descansar? Y andas siempre despeinada. Helen (gritando): ¡Te crees un gran personaje, pero tú tampoco eres ninguna
maravilla! Te pones bastante pesado cuando llegas a casa. Nunca hablas conmigo de nada. Simplemente me das dinero para
hacer cosas pero no me diriges la palabra. George (con un grito contenido): ¿Por qué no me dejas solo de vez en cuando?
Quieres que pase todo el tiempo en casa, o que te converse o que te lleve a alguna parte . . . Helen: No pretendo que pases
más tiempo en casa .. . Solo que . . .
Coordinador: ¿Estarían dispuestos a hacer algo para tratar de aclarar sus respectivos sentimientos? i George: Creo que sí.
Helen: Sí.
Coordinador: Helen, párese delante de George y rodéelo con sus brazos para que no pueda escapar. Tómese fuertemente las
manos. Y usted, George, trate de liberarse de ella. Si George se libera, Helen, corra tras él y vuelva a aferrarlo. Y usted,
George, trate de desprenderse. (Helen aprieta a George entre sus brazos y comienzan a luchar. George se ríe.)
George: ¡Tienes fuerza! (Se ríen ambos.) Tal vez yo no tenga, muchas ganas de escaparme.

(Empieza a forcejear pero no consigue moverse de su lugar. Su sonrisa desaparece y se pone serio. Trata de separar las
manos de Helen, pero sin éxito. Luego intenta liberarse violentamente, da vueltas en su lugar. Helen sigue tenazmente
aferrada. George estalla en una carcajada y se afana aún más. Ambos están muy serios y respiran con dificultad. Por último,
George se desprende, Helen lo persigue y lo vuelve a agarrar. (greorge le quita las manos de encima y la empuja; ella vuelve
a perseguirlo y él a empujarla. Al fin, ella cae sollozando al piso. George la consuela. )

George: Dios, nunca me había dado cuenta. Helen: Es así como me siento casi todo el tiempo, George, siento que te quieres
librar de mí. (Varias de las mujeres del grupo hunden la cabeza en el regazo y rompen a llorar.)

(La reunión concluyó poco tiempo después. A la mañana siguiente, Helen lucía deslumbrante. Tenía algo que anunciar.)

Helen: Quiero contarle al grupo que anoche, cuando nos fuimos de aquí, me sentía tan mal como nunca me había sentido en
ocho años de matrimonio. George y yo seguimos con el asunto hasta las cuatro y media de la madrugada. Nos dijimos todo lo
que habíamos ocultado en todos estos años ... y algunas cosas eran muy feas. Luego nos dijimos todo lo que nos gustaba del
otro, todo lo que amábamos, y fue sorprendente comprobar cuántas de esas cosas no las habíamos confesado nunca. Eran
casi más numerosas que las negativas Llegados a ese punto, pensamos que estaríamos agotados, pero nos pusimos a hacer
el amor, y fue la relación sexual más gloriosa que jamás tuvimos. ¡Fue algo maravilloso! Nunca pensé que podría ser así.
George (sonriente)-. Yo tampoco.
Helen: Me sentí tan libre, como si estuviera totalmente entregada a George. Mi cuerpo era una pura vibración y pulsación. Fue
increíble.
George: Sí. ¡Al diablo con Milton!
Helen: Esta mañana nos levantamos temprano . . . parecíamos estar llenos de energía ... y nos encaminamos a una roca que
está sobre el río, y allí volvimos a casamos. Juramos no ocultarnos nunca tantas cosas uno al otro.

5. Misiticismo y espiritualidad

La dimensión espiritual del hombre es real, y debe tomársela en cuenta junto con el cuerpo, el sí-mismo y lo interpersonal;
pero como mi familiaridad con ella no es mucha, me resulta difícil escribir sobre el tema.
Nunca pensé que yo fuera, siquiera remotamente, una persona religiosa. Mi educación judía se redujo al aprendizaje de algu-
nas palabras —schlemiel, megilla, bupkts— y a gustar ciertos platos exquisitos. Nada de Bar Mitzva ni de lecciones de hebreo.
Mi formación científica robusteció mi creencia en la racionalidad de todo: era imposible demostrar la existencia de Dios, en el
positivismo lógico no había lugar para el pensamiento mágico, y hasta el agnosticismo era una evasión. Simplemente no creía
en los abracadabras. Era un ateo. Pero he aquí mi dilema. En el primer borrador de este libro escribí algunas cosas que
reflejaban una ampliación de mis perspectivas y una apertura hacia el pensamiento místico. «Buenos pensamientos», pensé.
Figuraban allí los cuatro párrafos siguientes:

Una de las diferencias más notables entre la religión oriental y la tradición de Occidente se vincula con la conexión existente
entre el hombre y el cosmos. Las filosofías orientales parecen hacer mucho más hincapié en la relación que guardan entre sí
todas las cosas en la naturaleza. Las personas que toman drogas suelen afirmar que se sienten en mayor armonía con el
universo y más en contacto con las similitudes de todas las cosas, no solo entre los hombres sino también entre los
fenómenos naturales. Esa experiencia promueve un mayor interés por el efecto del cosmos en la vida del hombre (p. ej., la
astrología), el poder de los rezos sobre las plantas, la influencia del clima y del ambiente sobre la condición humana y —lo que
es más importante en nuestro caso— la interrelación casi total de mente, espíritu y cuerpo. Esta última idea, conocida por
muchos de los yoguis hindúes, ha hecho ya notables contribuciones al encuentro abierto, como se verá cuando examinemos
el kundalini y ciertas téc….

También podría gustarte