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De genios e ingenios: Dudeney y Loyd

Les propongo a ustedes, lectores generosos, un problemilla para abrir boca. Un tabernero compra
seis barriles con capacidades de 15, 16, 18, 19, 20 y 31 litros respectivamente. Cinco de ellos los
llena de vino, y el restante de cerveza. Pasados unos días vende una cantidad de vino a un cliente;
después vende el doble de esa cantidad a otro, agotando las existencias de vino. El barril de cerveza
quedó entero, pero ¿sabrían ustedes decir cuál es la capacidad de éste? La solución al final de este
artículo.
Este es uno de los cientos -o miles- de problemas de ingenio planteados por el matemático Henry
Ernest Dudeney, nacido en abril de 1857 en una pequeña población de Sussex. Otro abril, el de
1930, despediría desde aquellas colinas a una de las cabezas más ingeniosas de este siglo.
Dudeney mostró desde muy joven una fuerte inclinación hacia el ajedrez y los problemas
matemáticos. Con nueve años publicaba problemas de ajedrez en un periódico local. Más tarde
escribiría en prestigiosas publicaciones, con el seudónimo de la “Esfinge”, participando incluso en
el grupo de escritores de sir Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes -un detective
también aficionado a las matemáticas-.
Dudeney colaboró durante treinta años con el Strand Magazine. En
1926 se publicaron los Modern Puzzles. Después de su muerte se
publicarían aun más colecciones de problemas matemáticos, que se
siguen reeditando en numerosos países.
Nuestro matemático tenía una especial predilección por la
criptografía -y en eso nos recuerda a Poe, que llegó a retar a sus lectores
para que le enviasen textos codificados para descifrar-, y se cuenta al
respecto una curiosa anécdota. Al parecer Dudeney había localizado en
la sección sentimental de un diario londinense unos anuncios en clave,
mediante los cuales un hombre citaba a una joven para un encuentro a
hurtadillas de sus padres. Dudeney descifró la clave y envió, por el
mismo medio, a la chica un mensaje advirtiéndole del riesgo que corría
su honor. La chica debió hacerle caso, puesto que le mandó a su
benefactor un mensaje cifrado de agradecimiento. A veces, el corazón de
un matemático es algo más que una cardioide regular...

Pero existen otras anécdotas menos cándidas que la anterior. Hacia 1893 Dudeney comenzó su
relación epistolar con otro célebre matemático, el estadounidense Sam Loyd. En sus cartas
compartían problemas y juegos matemáticos, aunque parece que Dudeney aportaba el ingenio y
Loyd el sentido pragmático, pues años más tarde el primero descubrirá que su amigo americano
aprovechaba el material que aquél le mandaba para publicarlo con su nombre. La hija de Dudeney
guardaba el recuerdo de su padre gritando enfurecido y comparando a Sam Loyd con el propio
diablo. La apropiación indebida del ingenio de Dudeney llega hasta nuestros días, y con frecuencia
podemos encontrar sus problemas matemáticos en libros y revistas -y puede que en alguna novela
también- sin que se cite su procedencia.
Y ya que se ha asomado Loyd a este artículo, que trata de personajes con atisbos de genialidad,
les contaremos algo sobre la vida y obra de este otro singular matemático.
Samuel Loyd nació en Filadelfia el 30 de enero de 1841. Ya con diez años era un buen jugador
de ajedrez; con catorce publicó su primer problema de ajedrez en el New York Saturday Courier, y
un año más tarde era considerado el mejor creador de problemas de ajedrez. Desde 1860 fue editor
de problemas matemáticos en la revista Chess Monthly. El ubicuo Martin Gardner lo ha catalogado
como el mayor artífice de puzzles del mundo, afirmación que en boca de tan prestigioso matemático
no debe considerarse palabrería vana.
Uno de los juguetes matemáticos más famosos de Loyd es el puzzle 14-15. Consiste en una tabla
de 4 por 4, con cuadrados numerados del 1 al 15, ordenados del 1 al 13, y con el 14 y 15 cambiados
de orden. Se trata de desplazar los cuadros, gracias al hueco libre, hasta ordenar todos los números.
Loyd llegó a ofrecer mil dólares de la época a quien lo resolviera, y muchos fueron los que
intentaron cobrar tan suculento premio. Pero nadie se pudo presentar a la hora de la resolución,
porque el problema era imposible de resolver; y Loyd lo sabía.

Otro puzzle de su creación, “The trick donkey”,


diseñado para el circo de P.T. Barnum, se vendió por
millones, y, de rebote, hizo millonario a su creador.
También popularizó los tangramas, esos pequeños
puzzles orientales de madera que aún pueden
comprarse en los mercadillos hippies.
Sam Loyd creó más de diez mil puzzles a lo largo
de su vida. Algunos de ellos, como el 14-15,
representaron un peligro para la vida pública. En los
Estados Unidos de principios de siglo las empresas
llegaron a prohibir a sus empleados jugar con los
puzzles de Loyd en horas de trabajo. También en
Europa estos rompecabezas se consideraban, por su
poder de adicción, un producto más nocivo que el
alcohol y el tabaco. Si pensamos que por esas fechas
la radio era aún ciencia experimental, y la televisión
ciencia ficción, es fácil comprender el éxito de un
pasatiempo popular y barato como los problemas
matemáticos.

Después de la muerte de Loyd, en 1911, los puzzles más famosos fueron recopilados en la obra
antológica The Cyclopedia of Puzzles¸ y al igual que pasaba con Dudeney es normal que circulen
versiones de ellos sin que sepamos su procedencia.

Estos dos maestros de la lógica son una muestra de que las matemáticas hay que saber venderlas
en paño de seda. En la actualidad vivimos un renacimiento de la divulgación matemática de la mano
de científicos y novelistas. Escritores como Hans Magnus Enszenberger, con El diablo de los
números, disfrazan de novela infantil fundamentos matemáticos que ignoran muchos adultos que
pasan por listos; otros como Denis Guedj y El teorema del loro, con el subtítulo de “novela para
aprender matemáticas” aprovechan el filón para abrir nuevos géneros que salven la tradicional
división entre las artes y las ciencias. A veces este tipo de divulgación roza la heterodoxia, pero a la
vista de matemáticos como Dudeney o Loyd, ¿quién defiende fundamentalismos?

Solución del enigma inicial: Dado que el vino vendido corresponde a una cantidad más su
doble, el total debe ser múltiplo de tres. Las capacidades de los barriles, al ser divididas por tres,
dan los siguientes restos: 0, 1, 0, 1, 2 y 1. De estos seis hay que escoger cinco cuya suma sea
múltiplo de tres. La única combinación posible excluye el resto 2, correspondiente al barril de 20
litros, que por tanto será el de cerveza. De este modo vemos que la primera venta fue de 33 litros
(15+18), y la segunda de 66 litros (16+19+31). Si ustedes han empleado la cuenta de la vieja
reciban sólo media felicitación, y que Dudeney les perdone.

Antonio Solano. 2000

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