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Zenteno dixit

A Cori Galeano.

Febrero 15

SUCEDE ASÍ: los que esperan bajo su balcón pueden escuchar los pasos intempestivos o el

descorrerse de los cerrojos y se lo comunican a la multitud que asimila los murmullos o los

gritos ahogados de los que habitan la línea de fuego, la cercanía, tan anhelada. Después

pueden verse o imaginarse las vidrieras descorriéndose, el ondular inspirador de las cortinas

del color del jaspe, el momento expectante de no saber si traspasará la tela roja y pondrá sus

manos en el antepecho para dejarse golpear por la luz del astro que impere. Entonces lo

veremos. Estaremos atentos a lo que tenga que decir.

Al menos eso es, en pocas palabras, lo que siempre le dice Vincent a los recién

llegados mientras que los muchachos y yo tiramos los dados o preparamos los carbones

para el asado quincenal. Es claro que lo hace para granjearse la admiración de los nuevos,

su maniobra para arrebatarle al tiempo de la espera lo que de otra manera sería únicamente

pérdida. Todos hemos debido hacernos de algo con lo que escandir este largo interregno de

duda, esta promesa que para algunos declina y que para aquellos que queremos conservarla

debe convertirse en esos trucos contra el aburrimiento, en la herramienta para hacerle el

desquite a la impaciencia y que para Vincent es contar una y mil veces cómo es que

veremos emerger en el balcón que tenemos a unos trescientos metros la presencia de

Archibaldo Zenteno. También ahí tiene que buscarse la explicación de los rasgueos de Luis

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en la guitarra, las predicciones meteorológicas de Antonio, los autorretratos astigmáticos

del Zurdo, mis caricias a Paola.

Es en verdad enternecedor el que después de tanto tiempo el juego le resulte a

Vincent. Los recién llegados ni siquiera terminan de organizar sus cosas en los espacios

dejados por los que abandonan: pronto quedan sitiados, hipnotizados, escuchando su

español soberbio y casi sin acento mientras se aprietan las manos y miran al cielo,

agradecidos. Me parece difícil creer que alguno de los muchachos o yo tuvimos alguna vez

ese gesto de alegría, ese afán jubiloso de la esperanza. Vincent adopta su papel de guía y

responde las mismas preguntas de siempre, con el mismo tono interesado, hasta que en la

saturación del conocimiento infundado de Vincent (pero cómo saberlo, cómo estar seguros

de que lo que dice Vincent, el más antiguo de nosotros, no es lo que sucederá realmente,

que sus palabras no son premonitorias) los nuevos dejan de ser nuevos y se van adaptando a

la vida en uno de los semicírculos intermedios que rodean el balcón del hombre y en donde

nosotros vivimos desde un tiempo que la prudencia (o la modestia, no estoy muy seguro) no

me permite registrar.

Lo cierto es que de alguna manera todos agradecemos el juego monótono de

Vincent, en primer lugar porque su extroversión de extranjero trasatlántico nos da la

posibilidad de fingir un poco de interés con respecto a los nuevos vecinos, irrupciones en el

lento fluir de la espera, y además porque, así no lo queramos aceptar, nos ayuda a alimentar

en la ficción de su relato la esperanza en decadencia de seguir aquí; recordándonos lo que el

olvido empieza a reclamar y que para todos es la certeza de que lo que dejamos atrás,

aquello a lo que renunciamos, se justifica en nuestra vida en estos cuartuchos improvisados

en los que perfeccionamos el adquirido hábito de la paciencia, en los subterfugios que

utilizamos para sobrevivir; la seguridad de que llegará el instante en que se descorran las
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ventanas y podamos escuchar las palabras que pronuncie la figura que esperamos.

Escucho cómo finaliza el relato conocido de Vincent mientras saco las yucas

peladas que flotan junto a las cáscaras en un balde con agua y se las paso al Zurdo para que

las coloque sobre el grill. Antonio, sentado junto a los nuevos, ejecuta una sombra sobre su

rostro para ver el cielo, fingiendo desinterés.

-Verán refulgir su túnica bajo la luz del sol como un preámbulo candoroso a lo que

tenga que decir -concluye Vincent.

-Eso es si sale de día -bromea Antonio, todavía un poco molesto por la apuesta que

acababa de perder-, por la noche es más como un epílogo. Digo, mientras se acostumbra

uno a la penumbra. Zurdo, viejito, no me vas a dejar quemar el choricito.

Los muchachos y yo sonreímos, un poco con la soberbia del estudiante adelantado.

-Igual será una cosa fantástica -le dice Vincent a los recién llegados-. Por algo

decidí viajar hasta acá, ¿no les parece?

Una mujer de unos cuarenta años y un anciano en silla de ruedas asienten

firmemente. La mujer dice llamarse Angélica, y el anciano, don Emilio, es su padre: un

hombre rodeado de una tristeza que no comprendo y que acompaña con una mirada curiosa

todo lo que sucede. Pero no habla: fue su hija la que lo presentó. Vinieron, como todos

nosotros, porque alguna vez escucharon las palabras del gran Zenteno repetidas en bocas

que a su vez repetían palabras escuchadas en una fuente siempre imprecisa, y, como en

todos nosotros, lo que escucharon les causó tal impresión que decidieron venir a completar

el movimiento telúrico en el epicentro del cataclismo. Se instalaron justo atrás de nuestro

campamento, en el espacio que dejó esta mañana el matrimonio de estudiantes americanos.

Tuvieron suerte. Caminaban por esta hilera de caseríos cuando vieron al muchacho

desarmando su carpa portátil, maldiciendo en la efectividad del inglés el día en que había
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decidido abandonar los otoños dorados de su Michigan natal y hacerle caso a su mujer. La

muchacha lloraba los inútiles ruegos de quedarse, silenciosa e insistente.

Era Luis el que vigilaba la noche, por si ocurría algo inesperado; es decir, por si

ocurría cualquier cosa. Alumbró con la linterna la tela de mi cambuche, para despertarme.

Paola dormía a mi lado, destilando ese olor a campo sembrado de agapantos sin el que me

sería tan insoportable la espera.

-¿Qué pasó, viejo? -fingí el temblor ansioso de que fueran las ventanas

descorriéndose.

-Nada, che. No te preocupés. No es Zenteno. Son los gringos que se van. Que suerte

que tenés.

-Ah. Bueno, ya te lo decía yo. Ese par no aguantaba el mes. En la mañana

arreglamos las cuentas.

-No le va a gustar nada a Antonio, ¿eh? Te apostó tres a uno.

Apostamos cigarrillos y cervezas, pequeñas fortunas presidiarias.

-Vení a dormir, querido -susurró Paola, sin despertarse del todo-. Hace frío.

-Dale, Luisito, mañana arreglamos todo. Estáte atento.

Todavía no amanecía, y ni los vecinos laterales ni los del semicírculo

inmediatamente anterior a ése habían puesto centinelas; de lo contrario habrían sido ellos y

no Angélica y don Emilio los que tomaran el lugar del matrimonio, así como nosotros

tomaríamos una vacante que se abriera en el semicírculo que tenemos frente a nosotros o

pudiéramos tomar un puesto más central en esta misma hilera. Todos queremos lograr una

cercanía que nos garantice el contacto directo cuando ocurra el prodigio. Todos nos

movemos en estos semicírculos como astros en sus órbitas incompletas buscando una

alineación que desconocemos y que al momento de concretarse abrirá las puertas del balcón
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del gran Zenteno.

-¿Hace cuánto que llegó usted acá? -le pregunta a Vincent la señora, y no nos queda

claro si se refiere al país o a la inmensa plaza que ocupamos- Habla muy bien el español.

-Oh -responde Vincent-. He estado aquí el tiempo suficiente como para echar de

menos la infelicidad que llevaba junto a mis compatriotas y mis tropezones en las calles

adoquinadas de mi vieja Tallin. Pero regresaré una vez ese balcón se abra y yo logre poner

en mi lengua lo que diga el hombre.

-Imposible, Vince -acota el Zurdo dándole vuelta al asado-. Más te valdría

enseñarles a los vikingos un poquito de castellano.

-Te equivocás en las coordenadas, zocato -corrige Vincent-. Los vikingos son los de

la península. Mis ancestros fueron casi todos campesinos o pastores.

-Igual que acá -dice Paola-. Mirá nomás qué coincidencia. Zurdo, acordáte de

guardarle algo a Luisito para cuando despierte.

-Angélica -dice Vincent, desviando el tono político que vaticina-. Discúlpame si te

tuteo, me resulta más fácil la conjugación de la amistad que la de la distancia. Decíme,

Angélica, ¿cuáles, y bajo qué circunstancias, fueron las palabras que escuchaste?

Y así llega la pregunta que de no haber sido Vincent habría sido el Zurdo o Paola o

cualquiera de nosotros, la única pregunta que en realidad nos interesa y cuya respuesta es

siempre una hecatombe de los gestos, un espejo límpido en el que reconocemos una silueta

que nos estaba vedada y que viene acompañada del sonido de las otras imágenes

haciéndose añicos contra nuestra sensación de estar al borde de un precipicio en el cual es

posible la comprensión, no sabemos de qué, la comprensión del enigma negro que llevamos

dentro y que nos ha impulsado a escribir cartas de despedida o renuncia para salir a buscar

la pieza esencial que falta en este mosaico silencioso en donde auguramos el júbilo que no
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pudimos encontrar en las oficinas o en los viajes, en los proyectos o en los amores; siempre

al borde de este precipicio que es la inmensa plaza de tierra aplastada en la que esperamos

la aparición del hombre que nos revele aquello que nos separa de la felicidad, aquello que

buscamos con la perseverancia de los ingenuos, con la esperanza de los cobardes, con la

urgencia de los afligidos.

Cuando Angélica concluye su relato los muchachos y yo nos miramos satisfechos,

reconociendo el tono deletéreo del dictamen, contentos de encontrar una nueva excusa para

continuar con nuestra labor de espera.

-Zenteno dixit -la voz de Vincent confirma lo que pensamos.

Últimos días de mayo

LA DIVISIÓN del trabajo y los lazos que establecemos (¿Lazos…qué quiere decir esa

palabra?) hacen del tiempo muerto de nuestra espera algo casi agradable. Después de la

llegada de Angélica (su presencia cálida fue la que la unió a nosotros, y se lo agradecemos -

El Zurdo ha dejado de hacer la interminable versión de su autorretrato y ahora dibuja su

perfil honesto) cada uno fue asignado con un día de la semana para actuar de centinela.

Todos menos don Emilio, claro. Desde el comienzo nos pareció innecesario crear relevos

en las noches; la vigilancia es un lujo que nos permitimos pero que no es esencial: de

abrirse las ventanas del balcón nos despertaríamos en un sobresalto, no cabe la menor duda.

Cada semana un pequeño comité camina la exagerada distancia que separa el

campamento del mercado más cercano. Nos hacemos únicamente de lo necesario:

enlatados, granos, frutas, café, vino tinto, crema de dientes, baterías, aspirinas, cigarrillos,

preservativos. Hacemos el asado quincenal a la mañana siguiente para no tener que salar la

carne. No compramos periódicos: no hay noticias que esperar salvo ésa que todos
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esperamos. Al mismo comité le encomendamos también, y sólo a veces, las cartas que

enviamos a madres preocupadas y a cónyuges furibundos. Los que deben salir del

campamento para completar los rituales higiénicos (escasos) y las urgencias sanitarias

tienen la responsabilidad de traer agua. En las noches vadeamos la oscuridad con fogatas

efímeras que alimentamos con basura y ramitas secas con las que nos procuramos durante

el día y que se consumen mientras charlamos o escuchamos la voz nostálgica de Luis que

rememora en las melodías sureñas de Cadícamo y Lepera la tierra que dejó para venir hasta

aquí. Ninguno de nosotros le reprocha estos ataques de amor patrio: se los atribuimos a su

juventud exacerbada y nos refocilamos al pensar que algún día fuimos como él. Vincent y

don Emilio, que se han hecho amigos en la afinidad de los ancianos, le piden a una sola voz

(literalmente, pues el viejo Emilio es mudo) que entone una vez más «La casita de mis

viejos», y sólo entonces Barrio tranquilo de mi ayer nos damos cuenta Como un triste

atardecer de lo mucho que Vincent A tu esquina vuelvo viejo extraña su lejana Estonia. Se

los ve llorar a los dos viejos, emocionados.

Un poco arbitrariamente se han creado estos vínculos en los que sobrevivimos.

Vincent, Antonio, Paola: todos han sido encuentros afortunados de los avances que se hacen

en pos del balcón.

A veces nos llegan nuevas palabras. La red de innumerables semicírculos

concéntricos tiene esa ventaja. Pero son palabras que debemos sopesar y discutir antes de la

asimilación que buscamos. Hemos sabido de calumniadores que propalan sentencias

apócrifas, pastiches hechos de fragmentos legítimos pero que entregan un sentido que el

análisis elemental prueba espurio. Poco a poco vamos haciendo una antología de las

palabras que nos resultan más íntimas, más rotundas. En las madrugadas, cuando todos

duermen, Paola y yo hacemos un amor callado y apasionado. En los momentos álgidos le


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susurro al oído las frases de Zenteno que más me cautivan. Sé que lo disfruta.

Septiembre 4

MOVIMIENTOS DE UN RELOJ DESCABALADO, caprichos de un zodiaco arbitrario,

inescrutables disposiciones del azar que nos sitúa en el punto desde donde tal vez podamos

escuchar con nitidez lo que el gran Zenteno diga y que únicamente entonces podremos

valorar con justicia. Quizá sea cierto lo que dice Vincent, que la desesperanza de los otros

se convierte para nosotros en aliciente. Tal vez. Pero yo creo que también podría darse un

paso hacia lo otro y decir que nuestras albricias son vientos gélidos para los que se quedan

atrás, para los que estuvieron con nosotros y que por cuestiones del movimiento aleatorio

de estas hileras de hombres y mujeres no pudieron continuar, o lo hacen únicamente en

distancias a la que no podemos regresar por el temor a perder el terreno ganado. Son estos

cambios en los semicírculos los que impiden la conformación de grupos estables, de

sociedades en donde los rostros sean reconocibles y amigos; son estos puestos de espejismo

en los que nos vemos rodeados (pero no queremos admitirlo) de caras nuevas en las que se

evidencian nuestras carencias.

Hace algunos días se estableció una nueva disposición en los semicírculos que nos

deja una mezcla de bienestar y desasosiego. Sin la menor señal de advertencia vimos cómo

los Jaramillo desalojaron sus tiendas y evacuaron el lugar que ocupaban en el campamento

frente a nosotros. Se iban porque el nene tenía una otitis purulenta que no pudieron

controlar con las indicaciones del médico que vive (que vivía, imposible saberlo) en uno de

los semicírculos más allá de los nuestros. Sentimos un poco de lástima con la partida del

primer ser humano que veíamos nacer en esta plaza. Hace unos meses su madre había dado

luz en su tienducha sucia con la ayuda de comadres y viejas chismosas que rodearon el

lugar. Por estar lejos de su casa buscando algo con que atizar el brillo de sus ilusiones, los
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padres escogieron el nombre de Jesús. El Zurdo y Antonio sirvieron de testigos en la

ceremonia improvisada del bautismo. «El redentor ha llegado a nuestro pesebre -bromeó

Vincent cuando se enteró-. Y en nuestra humilde choza el Zurdo es la mula y Antonio es el

buey.»

El caso es que los vimos partir con los gestos de la derrota y tuvimos que tomar una

decisión, aunque estuviera tomada de antemano. Cada vez que se abre una vacante

corremos el riesgo de fragmentar una vez más nuestro grupo si el lugar que encontramos es

más pequeño que el que ocupamos. Norma, José Asunción, la bella Mercedes: todos han

debido quedarse en un atrás que comienza por ser contiguo pero que en las constantes

mudanzas se fractura hasta la disolución. Permanecer unidos no tiene sentido cuando hay

posibilidades de aproximación, pero es algo que ayuda. ¿Acaso cabe esperar un

reencuentro, una nueva disposición que devuelva a los amigos extraviados?

El espacio que dejaban los Jaramillo era apenas justo para tres personas. Decidimos

hacer el esfuerzo de acomodar a cuatro. Los adelantos se ejecutan siguiendo una regla

instituida por nosotros mismos y que da prioridad a los que llegaron primero. Por derecho

éramos Vincent, Antonio, el Zurdo y yo quienes teníamos la obligación de avanzar. Nada

del otro mundo. Era algo a lo que estábamos habituados; y además era un cambio

superfluo: nosotros habíamos avanzado un poco y Angélica y don Emilio llegaban al

semicírculo en done Luisito y Paola permanecían por decreto. Todos volvíamos a ser

vecinos en ese movimiento de las piezas. El grupo quedaba intacto, mis visitas a la tienda

de Paola no mermaban su frecuencia. Era improbable un cambio repentino. Estábamos

alegres.

Pero hace dos días una epidemia de disentería que llegó a nosotros sólo en forma de

rumor flageló los costados de este semicírculo que comparto con los muchachos y nos
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enfrentó en la apertura de fantásticas localidades centrales a una de las escenas de

separación. Era el tiempo de la siesta bajo la canícula.

-Va a caer un aguacero de miedo -dijo Antonio-. Tenemos que apresurarnos. ¿Dónde

está el Zurdo?

Sé que dudé al ver los ojos de Paola. Sé que concebí la idea de abandonarla.

-Luisito, andáte con los muchachos. Yo me quedo -dije al final.

Paola no estuvo de acuerdo. Me reprochó con palabras que al principio fueron

tiernas el que dejara pasar una oportunidad así, después de tanto tiempo. Le dije que no me

importaba avanzar más con tal de estar con ella. Reincidí en aquello que había marcado mis

desilusiones pasadas: le dije que la amaba; que juntos, desde lejos, veríamos las

iridiscencias que la luz formara en los pliegues de la túnica del hombre. Nos besamos.

Lloró un llanto quedo. Me dijo que no lo aceptaría.

-Viejo, se hace tarde -insistió Antonio-. Ayudáme a buscar al Zurdo. Mirá nomás

esos nubarrones-. Levanté los ojos. Vi el cielo más límpido que jamás haya visto.

Vincent se despedía de don Emilio con ademanes fraternos. El viejo escribía algo en

un pedazo de cartón. Fue en ese momento que llegó el Zurdo, acompañado de Angélica.

-Muchachos, vayan ustedes. Nosotros nos quedamos-los vimos tomándose de las

manos.

Entonces comprendimos que a pesar de la inestabilidad de la estructura en la que

habitamos todavía queda espacio para las concordancias. No las de la colectividad, pero al

menos sí las de la intimidad, las que pueden hacer de la espera algo parecido a una

existencia digna. Miré a Paola. Le agradecí sin decírselo el que hubiera querido sacrificarse

por mí, que hubiera querido renunciar a la posibilidad de nuestra vida juntos con tal de

saberme en un lugar que permitiera una mejor visión del gran Zenteno. Quizá no se lo dije
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porque, además de agradecérselo, resentí un poco el que su conato de sacrificio les

permitiera al Zurdo y a Angélica convertirse en un símbolo que habríamos podido ser, un

símbolo que se deshizo al momento de partir y del que me siento distante ahora que

estamos aquí, desde donde pueden imaginarse las orquídeas que cuelgan del balcón

mientras recordamos a los que no nos acompañan.

A veces creemos escuchar ecos de la guitarra de Luisito. En las noches difíciles

fumamos y jugamos a las cartas. Cuando la espera se hace insoportable, Vincent nos

muestra el pedazo de cartón en donde el viejo Emilio escribió las palabras que escuchó del

gran Zenteno.

Noviembre 9

ESTA MAÑANA, temprano, vino el Zurdo a decirme que algo grave había sucedido.

Caminó toda la madrugada, despertando a la gente con la linterna, hasta que llegó a nuestro

nuevo campamento, a unos doscientos metros del balcón del hombre. No me quiso

anticipar la noticia, apenas me rogó que lo acompañara. Pensé en despertar a Antonio, pero

era mejor si se quedaba y vigilaba el campamento. Le dije cualquier mentira a Paola y salí

del cambuche con el Zurdo.

No me respondió ninguna de las preguntas que le hice desde mi preocupación.

Caminaba sin mirar a nadie, casi como un sonámbulo.

-Loco, todo esto es una mierda -dijo cuando yo había desistido-. Esperamos a que se

descorran esas putas ventanas y la vida se nos pasa acá, tirados en estas tiendas de muerte

que no son un hogar. Más le vale al viejo ese que lo que tenga que decir justifique todo lo

que tenemos que pasar. Te juro, loco, que lo mato si me doy cuenta de que esto no fue más

que un desperdicio.
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Después volvió al silencio.

Cuando llegamos al campamento vi que don Emilio esperaba fuera de la tienda.

Lloraba sin sonidos, y había una mujer extremadamente gorda pero hermosa consolándolo

inútilmente. Otro grupo de personas vigilaba, desde sus puestos, cómo la tragedia de otros

era para ellos solamente novedad. Al verme llegar, el viejo estiró los brazos como un nene,

y cuando me tuvo al frente me tocó la cara con unas manos saturadas de lágrimas y mocos.

Traté, desde mi incomprensión, de decirle algo justo.

El cuerpo de Luisito había quedado sobre la mancha de su sangre absorbida por la

tierra aplastada de la plaza. Al abrir las telas que aislaban la tiendita de las miradas de los

impertinentes me llegó ese olor a hierro oxidado y a podredumbre enclaustrada en la

sombra que pensé evadir al dejar mi otra vida. Angélica se lamentaba dulcemente y lo

peinaba con dedos de madre, pasando una y otra vez sus dedos rojos de sangre en el pelo

del muchacho.

Ninguno atisbó las posibilidades del suicidio. Según el Zurdo, se habían quedado,

como tantas otras noches, junto al fuego. Luisito cantó lo de siempre, me dijo el Zurdo,

habló de su casa en la Argentina, como siempre. No nos extrañó en lo absoluto que se fuera

a dormir temprano. Fijáte, loco, qué miseria. Nosotros aquí al lado conversando sobre las

figuras de las constelaciones o cualquier otra estupidez y el pibe aquí serruchándose el

brazo con ese pedazo de lata sucia, muriéndose sin decir nada, junto a nosotros.

Angélica deja de peinar el pelo de Luis y me entrega un sobre untado de sangre.

Leo: «Rosaura Lemus. La Plata 299. Banfield, Buenos Aires, Argentina». Después se queda

mirándome. Se tapa la boca con la mano sucia para no llorar, quizá, o para no decir algo

que quiere decir. Siento que el cuerpo muerto de Luis es en verdad eso: lo que no queremos

decirnos, lo que tememos decir por aparentar esta perseverancia que se hace cada vez más
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irrisoria.

Entre el Zurdo y yo cavamos la tumba de Luisito. Hacemos con dolor de hermanos

un hueco en la tierra que injuriamos, en la tierra que tal vez no merezca estas ofrendas.

Amenazamos con matar a cualquiera que escoja ese lugar para acampar.

Marzo 12

-ABRIRÁ LOS BRAZOS AL CIELO. Recibirá nuestro agradecimiento más

profundo -le dice Vincent a Marcos, un ingeniero melancólico que es nuestro nuevo vecino

y que lo escucha con cariño.

Paola, que los escucha conversar, hace un gesto de desdén que sólo yo recibo. Si por

lo menos supiéramos cuándo fue la última vez que Zenteno apareció en el balcón. Nuestro

tiempo aquí deja de medirse con las convenciones regulares. Ignorando cuándo fue la

última vez, cuándo será la próxima, esperamos en algo similar a la eternidad.

Es asombrosa la fe de Vincent, la inquebrantable determinación de lograr un sueño

que comienza a deshacerse en nuestros augurios. Sé que el Infierno no es el castigo: es el

tiempo de la espera antes de que llegue el castigo. Quizá, sin darme cuenta, repito el gesto

de desdén de Paola.

Antes de acostarme, Vincent hace un ademán con la mano. Entiendo que quiere que

me acerque. Me dice:

-Viejito, las preguntas que te hacés tienen respuesta allá -señala el balcón, a escasos

cincuenta metros-. No te podés desesperar en este momento.

Me quedo en silencio, sin ejecutar una réplica a lo que me dice Vincent. Cuando

entro a la tienda Paola pretende dormir. Me desnudo, en silencio, y al abrazarla noto que

gime, desconsolada. Lanzo el murmullo consabido; me siento un poco idiota utilizando


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palabras en las que poco a poco he dejado de creer.

Sin fecha

TRATO DE AVANZAR junto a Paola entre cuerpos que se convulsionan, entre chozas y

tiendas que se destruyen por la avalancha de hombres y mujeres, por los brazos y piernas

que arrasan con los campamentos cimentados en la espera. Avanzo, trato de avanzar junto a

la mujer que esperó conmigo el día de hoy, que alivianó mi espera y la hizo más soportable

y más compleja. Avanzo, intento avanzar entre los charcos de sangre y vómito, saltando los

regueros de bilis dejados por borrachos desafortunados que no tienen la capacidad de

moverse en este pandemonio hecho de carne y alaridos, de huérfanos y mascotas olvidadas.

Avanzo, invento un camino dentro del caos humano, apartando con mis brazos la

desesperación que crece a mi lado como maleza en una jungla húmeda y espantosa en

donde todos somos exploradores y óbices de la exploración, en donde todos contribuimos al

desenfreno de poder llegar, de poder escuchar las palabras de un hombre que no hemos

visto nunca pero que saldrá en cualquier momento para aplacar este ardor de continuar

vivos. Avanzo, y mientras lo hago me gustaría decirle a Vincent que su historia estaba

acertada en muchas cosas pero que hay otras que no pudimos imaginarnos: este avanzar

ininterrumpido y desordenado de gente que se atropella y que aniquila, este

derrumbamiento de extremidades que todo lo ciega, que todo lo interrumpe. Ni siquiera

escuchamos el descorrerse de las vidrieras: escuchamos el solo inicio del desastre que se

regaba como un líquido furioso por el campamento. Los semicírculos no sirvieron de nada,

no nos ayudaron a buscar el sitio privilegiado. Eran simples fachadas que se rompieron en

el instante del primer grito ahogado. Después todo fue el rompimiento de las órbitas, el

símbolo terriblemente informe del zodiaco que destruimos. Me gustaría decirle, o mejor,
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mirarlo y comunicarle el júbilo lleno de horror que me embarga al saber que ha llegado el

día, que estamos en el último punto de esta línea que nos separa del resto de los hombres,

de sus actos y sus valores. Me gustaría, pero el pobre Vincent salió esta mañana en

compañía de Marcos a traer las provisiones para una semana más de espera, una semana

que ya no existirá en este día en que la espera se anula con gente que agoniza sobre la tierra

aplastada, sobre la tierra sin frutos en la que tuvimos que esperar este día, bajo la tierra en

que tantos de nosotros esperarán todavía más en el silencio tan temido. Entre los hombres y

mujeres camino, sobre los hombres y mujeres, debajo de los hombres y mujeres, en un

camino en donde las preposiciones son algo absurdo camino y pienso que intentaré estar

allá para poder repetirle con pelos y señales a Vincent lo que diga el gran Zenteno,

entregarle por lo menos mi fiel versión de los hechos y alivianar un poco el dolor que

sentirá cuando atraviese las puertas de Viru, cuando camine por las callejuelas de la ciudad

antigua y pueda ver desde la iglesia de San Olav el puerto abierto al mar y la nostalgia

abierta al arrepentimiento de haberse ofrecido para ir al mercado y no poder estar acá

mientras avanzamos tomados de la mano con movimientos furiosos y vesánicos hacia el

balcón del gran Zenteno.

Atrás van quedando los escombros producidos por nosotros mismos, atrás nuestros

compañeros de viaje, atrás Antonio que ha debido permanecer atrás, atrás nuestra vida antes

de la misión esperanzadora, nuestra vida de fracasos y de preguntas por el sentido que

estamos a punto de arrebatarle al hombre cuando atraviese la cortina del color del jaspe,

aquí sí tenías razón, Vincent, las preguntas que nos hicimos constantemente sin hallar una

respuesta valiente que nos sacara de la abulia en la que nos movíamos por el mundo, las

preguntas que tal vez el hombre pueda responder, si llegamos, si logramos avanzar un poco

más en esta arena movediza. Atrás se escuchan los gritos de niños abandonados por sus
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padres, de mujeres que no pueden combatir contra la bestialidad de los hombres que las

golpean para despojarlas de la posibilidad del camino que todos debemos abrirnos,

avanzando, avanzando, hasta que podemos ver el ondular de las cortinas y vemos cómo se

materializa en el aire una mano, un brazo, el cuerpo de un hombre vestido en una túnica

violeta que no refulge con este sol del mediodía, un hombre que en el afán por avanzar me

ha parecido como cualquier otro y que ni siquiera parece notar nuestra presencia, o tal vez

no es que parezca, tal vez es un hombre como cualquier otro, un hombre que levanta su

rostro al sol y luego ve la plaza desierta, escuchando el silencio que nosotros no podemos

escuchar, presos como estamos de este juego en el que nos involucramos por pasión o por

ingenuidad, por amor o por descorazonamiento. Paola y yo logramos el esperado punto de

la línea de fuego y levantamos los ojos para ver al hombre que no nos ve, que no nos quiere

ver, que no es capaz de vernos a nosotros, solo, completamente solo en ese balcón que ha

sido la presencia de nuestros sueños y nuestras pesadillas, sonriendo como un niño o como

un enfermo mental y viendo en el aire lleno de polvo sólo un aire limpio, sólo el diáfano

paisaje que sus ojos pintan sobre esta debacle. Agarro con fuerza la mano de Paola y apunto

mis sentidos al antepecho en donde ahora se apoya el hombre. Es ahora, le digo, es ahora,

le tengo que gritar, y al parecer todos piensan lo mismo porque hay una tregua en los

alaridos y en los llantos, un leve silencio que se asienta para dejarnos ver los labios que se

mueven, la lengua que se apoya contra los dientes y que dice algo, algo, algo que escucho

con el embelesamiento del desdichado, con la atención del retardado, con la gratitud del

perdonado, mientras hay gente que registra en máquinas que capturan el movimiento y el

sonido las palabras que salen de la boca del hombre y que yo trato de tatuar en mi memoria

que siempre ha sido deficiente, siempre un lugar caliginoso, pero esta vez no, por Vincent,

por el futuro después de esta labor de espera trato de retener lo que dice Zenteno, las
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palabras que caen en mí como un rayo cálido y estruendoso.

¿Por qué no me causa sorpresa la consecuencia de la soledad? Escucho las palabras

redondas del gran Zenteno y ni siquiera me maravillo cuando escucho a los que están a mi

lado repetir las palabras dichas y veo que son otras, que son distintas a las que yo escuché,

que hay abismos que se abren entre ellos y yo, entre las palabras que escucharon y el

mensaje que yo logré descifrar, que lo que captaron los hombres con sus máquinas de la

memoria se repetirá en las pantallas con el mismo resultado: siempre el mensaje

tergiversado, siempre las palabras que fueron otras dispersándose en una doctrina débil que

todos acogerán cuando yo estoy cada vez más convencido de que esta vez no hay espacio

para los acuerdos, que no hay sitio para las razones rotundas ni para la compañía; sólo el

espacio de la soledad, sólo el espacio de la intimidad con uno mismo, onanismo de

comprensión en donde veo que todos se regocijan formulando palabras que no entiendo,

soltando al aire frases que no escuché pronunciar y que me parecen extranjeras, falaces. Ni

siquiera se han dado cuenta de que el viejo Zenteno abandonó el balcón, que no finge más

el no poder vernos, que nos ha dejado nuevamente huérfanos frente a su casa a la que no

tendremos más acceso que este de sus palabras desde el balcón. Ni siquiera se han dado

cuenta de que estamos solos, que se yerguen murallas alrededor nuestro. Hay hombres que

se abrazan, o que pretenden abrazarse, agradecidos, cada uno repitiendo aquello que logró

escuchar y que difiere del ser humano que tiene más próximo. Hay mujeres que se arrastran

por el suelo, extasiadas, con la mano en el sexo o en la cara. Veo a don Emilio en su silla de

ruedas, no al Zurdo ni a Angélica sino al viejo don Emilio, solo, humedeciéndose las

arrugas con el llanto copioso que deja salir mientras sonríe y muere. Trato de buscar el

rostro de Vincent, en la mezcolanza de errores trato de encontrar su figura para acercarme y

decirle que no los escuche, que todos están desvariando, repitiendo fórmulas sacadas de
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quién sabe dónde, pero en vez de su rostro encuentro la duda de si no seré yo quien

desvaríe, la duda como una presencia sólida que ya no me deja avanzar, que me obnubila y

que me deja como un tonto. Repito en voz alta las palabras que he escuchado, una vez, otra

vez, y sólo en ese momento me doy cuenta de que ya no sostengo la mano de Paola, de que

ella está frente a mí repitiendo en la sensualidad de su voz algo que me suena como una

disculpa, como una excusa, como un rencor; algo que en definitiva no se parece en nada en

lo que yo creí escuchar en lo que dijo Zenteno, a las palabras que llevo conmigo y que

conservaré por el resto de mi vida, conciente de que me separan definitivamente de todos

los hombres. Quizá Paola está pensando lo mismo que yo. Sólo repite ininterrumpidamente

la retahíla erial que no comprendo mientras se aleja, mientras me alejo de este propósito de

persecución, de la sinrazón de esta búsqueda, del dolor que ya no sentiré cada vez que

llegue la certeza del futuro sin ella.

Rubén Orozco

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