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A Cori Galeano.
Febrero 15
SUCEDE ASÍ: los que esperan bajo su balcón pueden escuchar los pasos intempestivos o el
descorrerse de los cerrojos y se lo comunican a la multitud que asimila los murmullos o los
gritos ahogados de los que habitan la línea de fuego, la cercanía, tan anhelada. Después
pueden verse o imaginarse las vidrieras descorriéndose, el ondular inspirador de las cortinas
del color del jaspe, el momento expectante de no saber si traspasará la tela roja y pondrá sus
manos en el antepecho para dejarse golpear por la luz del astro que impere. Entonces lo
Al menos eso es, en pocas palabras, lo que siempre le dice Vincent a los recién
llegados mientras que los muchachos y yo tiramos los dados o preparamos los carbones
para el asado quincenal. Es claro que lo hace para granjearse la admiración de los nuevos,
su maniobra para arrebatarle al tiempo de la espera lo que de otra manera sería únicamente
pérdida. Todos hemos debido hacernos de algo con lo que escandir este largo interregno de
duda, esta promesa que para algunos declina y que para aquellos que queremos conservarla
desquite a la impaciencia y que para Vincent es contar una y mil veces cómo es que
Archibaldo Zenteno. También ahí tiene que buscarse la explicación de los rasgueos de Luis
Vincent. Los recién llegados ni siquiera terminan de organizar sus cosas en los espacios
dejados por los que abandonan: pronto quedan sitiados, hipnotizados, escuchando su
español soberbio y casi sin acento mientras se aprietan las manos y miran al cielo,
agradecidos. Me parece difícil creer que alguno de los muchachos o yo tuvimos alguna vez
ese gesto de alegría, ese afán jubiloso de la esperanza. Vincent adopta su papel de guía y
responde las mismas preguntas de siempre, con el mismo tono interesado, hasta que en la
saturación del conocimiento infundado de Vincent (pero cómo saberlo, cómo estar seguros
de que lo que dice Vincent, el más antiguo de nosotros, no es lo que sucederá realmente,
que sus palabras no son premonitorias) los nuevos dejan de ser nuevos y se van adaptando a
la vida en uno de los semicírculos intermedios que rodean el balcón del hombre y en donde
nosotros vivimos desde un tiempo que la prudencia (o la modestia, no estoy muy seguro) no
me permite registrar.
posibilidad de fingir un poco de interés con respecto a los nuevos vecinos, irrupciones en el
lento fluir de la espera, y además porque, así no lo queramos aceptar, nos ayuda a alimentar
olvido empieza a reclamar y que para todos es la certeza de que lo que dejamos atrás,
utilizamos para sobrevivir; la seguridad de que llegará el instante en que se descorran las
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ventanas y podamos escuchar las palabras que pronuncie la figura que esperamos.
Escucho cómo finaliza el relato conocido de Vincent mientras saco las yucas
peladas que flotan junto a las cáscaras en un balde con agua y se las paso al Zurdo para que
las coloque sobre el grill. Antonio, sentado junto a los nuevos, ejecuta una sombra sobre su
-Verán refulgir su túnica bajo la luz del sol como un preámbulo candoroso a lo que
-Eso es si sale de día -bromea Antonio, todavía un poco molesto por la apuesta que
acababa de perder-, por la noche es más como un epílogo. Digo, mientras se acostumbra
-Igual será una cosa fantástica -le dice Vincent a los recién llegados-. Por algo
hombre rodeado de una tristeza que no comprendo y que acompaña con una mirada curiosa
todo lo que sucede. Pero no habla: fue su hija la que lo presentó. Vinieron, como todos
nosotros, porque alguna vez escucharon las palabras del gran Zenteno repetidas en bocas
que a su vez repetían palabras escuchadas en una fuente siempre imprecisa, y, como en
todos nosotros, lo que escucharon les causó tal impresión que decidieron venir a completar
Tuvieron suerte. Caminaban por esta hilera de caseríos cuando vieron al muchacho
desarmando su carpa portátil, maldiciendo en la efectividad del inglés el día en que había
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decidido abandonar los otoños dorados de su Michigan natal y hacerle caso a su mujer. La
Era Luis el que vigilaba la noche, por si ocurría algo inesperado; es decir, por si
ocurría cualquier cosa. Alumbró con la linterna la tela de mi cambuche, para despertarme.
Paola dormía a mi lado, destilando ese olor a campo sembrado de agapantos sin el que me
-¿Qué pasó, viejo? -fingí el temblor ansioso de que fueran las ventanas
descorriéndose.
-Nada, che. No te preocupés. No es Zenteno. Son los gringos que se van. Que suerte
que tenés.
-Vení a dormir, querido -susurró Paola, sin despertarse del todo-. Hace frío.
inmediatamente anterior a ése habían puesto centinelas; de lo contrario habrían sido ellos y
no Angélica y don Emilio los que tomaran el lugar del matrimonio, así como nosotros
tomaríamos una vacante que se abriera en el semicírculo que tenemos frente a nosotros o
pudiéramos tomar un puesto más central en esta misma hilera. Todos queremos lograr una
cercanía que nos garantice el contacto directo cuando ocurra el prodigio. Todos nos
movemos en estos semicírculos como astros en sus órbitas incompletas buscando una
alineación que desconocemos y que al momento de concretarse abrirá las puertas del balcón
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del gran Zenteno.
-¿Hace cuánto que llegó usted acá? -le pregunta a Vincent la señora, y no nos queda
claro si se refiere al país o a la inmensa plaza que ocupamos- Habla muy bien el español.
-Oh -responde Vincent-. He estado aquí el tiempo suficiente como para echar de
menos la infelicidad que llevaba junto a mis compatriotas y mis tropezones en las calles
adoquinadas de mi vieja Tallin. Pero regresaré una vez ese balcón se abra y yo logre poner
-Te equivocás en las coordenadas, zocato -corrige Vincent-. Los vikingos son los de
-Igual que acá -dice Paola-. Mirá nomás qué coincidencia. Zurdo, acordáte de
Angélica, ¿cuáles, y bajo qué circunstancias, fueron las palabras que escuchaste?
Y así llega la pregunta que de no haber sido Vincent habría sido el Zurdo o Paola o
cualquiera de nosotros, la única pregunta que en realidad nos interesa y cuya respuesta es
siempre una hecatombe de los gestos, un espejo límpido en el que reconocemos una silueta
que nos estaba vedada y que viene acompañada del sonido de las otras imágenes
posible la comprensión, no sabemos de qué, la comprensión del enigma negro que llevamos
dentro y que nos ha impulsado a escribir cartas de despedida o renuncia para salir a buscar
la pieza esencial que falta en este mosaico silencioso en donde auguramos el júbilo que no
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pudimos encontrar en las oficinas o en los viajes, en los proyectos o en los amores; siempre
al borde de este precipicio que es la inmensa plaza de tierra aplastada en la que esperamos
la aparición del hombre que nos revele aquello que nos separa de la felicidad, aquello que
buscamos con la perseverancia de los ingenuos, con la esperanza de los cobardes, con la
reconociendo el tono deletéreo del dictamen, contentos de encontrar una nueva excusa para
LA DIVISIÓN del trabajo y los lazos que establecemos (¿Lazos…qué quiere decir esa
palabra?) hacen del tiempo muerto de nuestra espera algo casi agradable. Después de la
llegada de Angélica (su presencia cálida fue la que la unió a nosotros, y se lo agradecemos -
perfil honesto) cada uno fue asignado con un día de la semana para actuar de centinela.
Todos menos don Emilio, claro. Desde el comienzo nos pareció innecesario crear relevos
en las noches; la vigilancia es un lujo que nos permitimos pero que no es esencial: de
abrirse las ventanas del balcón nos despertaríamos en un sobresalto, no cabe la menor duda.
enlatados, granos, frutas, café, vino tinto, crema de dientes, baterías, aspirinas, cigarrillos,
preservativos. Hacemos el asado quincenal a la mañana siguiente para no tener que salar la
carne. No compramos periódicos: no hay noticias que esperar salvo ésa que todos
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esperamos. Al mismo comité le encomendamos también, y sólo a veces, las cartas que
enviamos a madres preocupadas y a cónyuges furibundos. Los que deben salir del
campamento para completar los rituales higiénicos (escasos) y las urgencias sanitarias
tienen la responsabilidad de traer agua. En las noches vadeamos la oscuridad con fogatas
efímeras que alimentamos con basura y ramitas secas con las que nos procuramos durante
el día y que se consumen mientras charlamos o escuchamos la voz nostálgica de Luis que
rememora en las melodías sureñas de Cadícamo y Lepera la tierra que dejó para venir hasta
aquí. Ninguno de nosotros le reprocha estos ataques de amor patrio: se los atribuimos a su
juventud exacerbada y nos refocilamos al pensar que algún día fuimos como él. Vincent y
don Emilio, que se han hecho amigos en la afinidad de los ancianos, le piden a una sola voz
(literalmente, pues el viejo Emilio es mudo) que entone una vez más «La casita de mis
viejos», y sólo entonces Barrio tranquilo de mi ayer nos damos cuenta Como un triste
atardecer de lo mucho que Vincent A tu esquina vuelvo viejo extraña su lejana Estonia. Se
Vincent, Antonio, Paola: todos han sido encuentros afortunados de los avances que se hacen
concéntricos tiene esa ventaja. Pero son palabras que debemos sopesar y discutir antes de la
apócrifas, pastiches hechos de fragmentos legítimos pero que entregan un sentido que el
análisis elemental prueba espurio. Poco a poco vamos haciendo una antología de las
palabras que nos resultan más íntimas, más rotundas. En las madrugadas, cuando todos
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inescrutables disposiciones del azar que nos sitúa en el punto desde donde tal vez podamos
escuchar con nitidez lo que el gran Zenteno diga y que únicamente entonces podremos
valorar con justicia. Quizá sea cierto lo que dice Vincent, que la desesperanza de los otros
se convierte para nosotros en aliciente. Tal vez. Pero yo creo que también podría darse un
paso hacia lo otro y decir que nuestras albricias son vientos gélidos para los que se quedan
atrás, para los que estuvieron con nosotros y que por cuestiones del movimiento aleatorio
distancias a la que no podemos regresar por el temor a perder el terreno ganado. Son estos
sociedades en donde los rostros sean reconocibles y amigos; son estos puestos de espejismo
en los que nos vemos rodeados (pero no queremos admitirlo) de caras nuevas en las que se
Hace algunos días se estableció una nueva disposición en los semicírculos que nos
deja una mezcla de bienestar y desasosiego. Sin la menor señal de advertencia vimos cómo
los Jaramillo desalojaron sus tiendas y evacuaron el lugar que ocupaban en el campamento
frente a nosotros. Se iban porque el nene tenía una otitis purulenta que no pudieron
controlar con las indicaciones del médico que vive (que vivía, imposible saberlo) en uno de
los semicírculos más allá de los nuestros. Sentimos un poco de lástima con la partida del
primer ser humano que veíamos nacer en esta plaza. Hace unos meses su madre había dado
luz en su tienducha sucia con la ayuda de comadres y viejas chismosas que rodearon el
lugar. Por estar lejos de su casa buscando algo con que atizar el brillo de sus ilusiones, los
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padres escogieron el nombre de Jesús. El Zurdo y Antonio sirvieron de testigos en la
ceremonia improvisada del bautismo. «El redentor ha llegado a nuestro pesebre -bromeó
buey.»
El caso es que los vimos partir con los gestos de la derrota y tuvimos que tomar una
decisión, aunque estuviera tomada de antemano. Cada vez que se abre una vacante
corremos el riesgo de fragmentar una vez más nuestro grupo si el lugar que encontramos es
más pequeño que el que ocupamos. Norma, José Asunción, la bella Mercedes: todos han
debido quedarse en un atrás que comienza por ser contiguo pero que en las constantes
mudanzas se fractura hasta la disolución. Permanecer unidos no tiene sentido cuando hay
El espacio que dejaban los Jaramillo era apenas justo para tres personas. Decidimos
hacer el esfuerzo de acomodar a cuatro. Los adelantos se ejecutan siguiendo una regla
instituida por nosotros mismos y que da prioridad a los que llegaron primero. Por derecho
del otro mundo. Era algo a lo que estábamos habituados; y además era un cambio
semicírculo en done Luisito y Paola permanecían por decreto. Todos volvíamos a ser
vecinos en ese movimiento de las piezas. El grupo quedaba intacto, mis visitas a la tienda
alegres.
Pero hace dos días una epidemia de disentería que llegó a nosotros sólo en forma de
rumor flageló los costados de este semicírculo que comparto con los muchachos y nos
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enfrentó en la apertura de fantásticas localidades centrales a una de las escenas de
-Va a caer un aguacero de miedo -dijo Antonio-. Tenemos que apresurarnos. ¿Dónde
está el Zurdo?
Sé que dudé al ver los ojos de Paola. Sé que concebí la idea de abandonarla.
tiernas el que dejara pasar una oportunidad así, después de tanto tiempo. Le dije que no me
importaba avanzar más con tal de estar con ella. Reincidí en aquello que había marcado mis
desilusiones pasadas: le dije que la amaba; que juntos, desde lejos, veríamos las
iridiscencias que la luz formara en los pliegues de la túnica del hombre. Nos besamos.
-Viejo, se hace tarde -insistió Antonio-. Ayudáme a buscar al Zurdo. Mirá nomás
esos nubarrones-. Levanté los ojos. Vi el cielo más límpido que jamás haya visto.
Vincent se despedía de don Emilio con ademanes fraternos. El viejo escribía algo en
un pedazo de cartón. Fue en ese momento que llegó el Zurdo, acompañado de Angélica.
manos.
habitamos todavía queda espacio para las concordancias. No las de la colectividad, pero al
menos sí las de la intimidad, las que pueden hacer de la espera algo parecido a una
existencia digna. Miré a Paola. Le agradecí sin decírselo el que hubiera querido sacrificarse
por mí, que hubiera querido renunciar a la posibilidad de nuestra vida juntos con tal de
saberme en un lugar que permitiera una mejor visión del gran Zenteno. Quizá no se lo dije
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porque, además de agradecérselo, resentí un poco el que su conato de sacrificio les
símbolo que se deshizo al momento de partir y del que me siento distante ahora que
estamos aquí, desde donde pueden imaginarse las orquídeas que cuelgan del balcón
fumamos y jugamos a las cartas. Cuando la espera se hace insoportable, Vincent nos
muestra el pedazo de cartón en donde el viejo Emilio escribió las palabras que escuchó del
gran Zenteno.
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ESTA MAÑANA, temprano, vino el Zurdo a decirme que algo grave había sucedido.
Caminó toda la madrugada, despertando a la gente con la linterna, hasta que llegó a nuestro
nuevo campamento, a unos doscientos metros del balcón del hombre. No me quiso
anticipar la noticia, apenas me rogó que lo acompañara. Pensé en despertar a Antonio, pero
era mejor si se quedaba y vigilaba el campamento. Le dije cualquier mentira a Paola y salí
-Loco, todo esto es una mierda -dijo cuando yo había desistido-. Esperamos a que se
descorran esas putas ventanas y la vida se nos pasa acá, tirados en estas tiendas de muerte
que no son un hogar. Más le vale al viejo ese que lo que tenga que decir justifique todo lo
que tenemos que pasar. Te juro, loco, que lo mato si me doy cuenta de que esto no fue más
que un desperdicio.
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Después volvió al silencio.
Lloraba sin sonidos, y había una mujer extremadamente gorda pero hermosa consolándolo
inútilmente. Otro grupo de personas vigilaba, desde sus puestos, cómo la tragedia de otros
era para ellos solamente novedad. Al verme llegar, el viejo estiró los brazos como un nene,
y cuando me tuvo al frente me tocó la cara con unas manos saturadas de lágrimas y mocos.
tierra aplastada de la plaza. Al abrir las telas que aislaban la tiendita de las miradas de los
sombra que pensé evadir al dejar mi otra vida. Angélica se lamentaba dulcemente y lo
peinaba con dedos de madre, pasando una y otra vez sus dedos rojos de sangre en el pelo
del muchacho.
Ninguno atisbó las posibilidades del suicidio. Según el Zurdo, se habían quedado,
como tantas otras noches, junto al fuego. Luisito cantó lo de siempre, me dijo el Zurdo,
habló de su casa en la Argentina, como siempre. No nos extrañó en lo absoluto que se fuera
a dormir temprano. Fijáte, loco, qué miseria. Nosotros aquí al lado conversando sobre las
brazo con ese pedazo de lata sucia, muriéndose sin decir nada, junto a nosotros.
Leo: «Rosaura Lemus. La Plata 299. Banfield, Buenos Aires, Argentina». Después se queda
mirándome. Se tapa la boca con la mano sucia para no llorar, quizá, o para no decir algo
que quiere decir. Siento que el cuerpo muerto de Luis es en verdad eso: lo que no queremos
decirnos, lo que tememos decir por aparentar esta perseverancia que se hace cada vez más
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irrisoria.
un hueco en la tierra que injuriamos, en la tierra que tal vez no merezca estas ofrendas.
Amenazamos con matar a cualquiera que escoja ese lugar para acampar.
Marzo 12
profundo -le dice Vincent a Marcos, un ingeniero melancólico que es nuestro nuevo vecino
Paola, que los escucha conversar, hace un gesto de desdén que sólo yo recibo. Si por
lo menos supiéramos cuándo fue la última vez que Zenteno apareció en el balcón. Nuestro
tiempo aquí deja de medirse con las convenciones regulares. Ignorando cuándo fue la
tiempo de la espera antes de que llegue el castigo. Quizá, sin darme cuenta, repito el gesto
de desdén de Paola.
Antes de acostarme, Vincent hace un ademán con la mano. Entiendo que quiere que
me acerque. Me dice:
-Viejito, las preguntas que te hacés tienen respuesta allá -señala el balcón, a escasos
Me quedo en silencio, sin ejecutar una réplica a lo que me dice Vincent. Cuando
entro a la tienda Paola pretende dormir. Me desnudo, en silencio, y al abrazarla noto que
Sin fecha
TRATO DE AVANZAR junto a Paola entre cuerpos que se convulsionan, entre chozas y
tiendas que se destruyen por la avalancha de hombres y mujeres, por los brazos y piernas
que arrasan con los campamentos cimentados en la espera. Avanzo, trato de avanzar junto a
la mujer que esperó conmigo el día de hoy, que alivianó mi espera y la hizo más soportable
y más compleja. Avanzo, intento avanzar entre los charcos de sangre y vómito, saltando los
Avanzo, invento un camino dentro del caos humano, apartando con mis brazos la
desesperación que crece a mi lado como maleza en una jungla húmeda y espantosa en
desenfreno de poder llegar, de poder escuchar las palabras de un hombre que no hemos
visto nunca pero que saldrá en cualquier momento para aplacar este ardor de continuar
vivos. Avanzo, y mientras lo hago me gustaría decirle a Vincent que su historia estaba
acertada en muchas cosas pero que hay otras que no pudimos imaginarnos: este avanzar
escuchamos el descorrerse de las vidrieras: escuchamos el solo inicio del desastre que se
regaba como un líquido furioso por el campamento. Los semicírculos no sirvieron de nada,
no nos ayudaron a buscar el sitio privilegiado. Eran simples fachadas que se rompieron en
el instante del primer grito ahogado. Después todo fue el rompimiento de las órbitas, el
símbolo terriblemente informe del zodiaco que destruimos. Me gustaría decirle, o mejor,
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mirarlo y comunicarle el júbilo lleno de horror que me embarga al saber que ha llegado el
día, que estamos en el último punto de esta línea que nos separa del resto de los hombres,
de sus actos y sus valores. Me gustaría, pero el pobre Vincent salió esta mañana en
compañía de Marcos a traer las provisiones para una semana más de espera, una semana
que ya no existirá en este día en que la espera se anula con gente que agoniza sobre la tierra
aplastada, sobre la tierra sin frutos en la que tuvimos que esperar este día, bajo la tierra en
que tantos de nosotros esperarán todavía más en el silencio tan temido. Entre los hombres y
mujeres camino, sobre los hombres y mujeres, debajo de los hombres y mujeres, en un
camino en donde las preposiciones son algo absurdo camino y pienso que intentaré estar
allá para poder repetirle con pelos y señales a Vincent lo que diga el gran Zenteno,
entregarle por lo menos mi fiel versión de los hechos y alivianar un poco el dolor que
sentirá cuando atraviese las puertas de Viru, cuando camine por las callejuelas de la ciudad
antigua y pueda ver desde la iglesia de San Olav el puerto abierto al mar y la nostalgia
Atrás van quedando los escombros producidos por nosotros mismos, atrás nuestros
compañeros de viaje, atrás Antonio que ha debido permanecer atrás, atrás nuestra vida antes
estamos a punto de arrebatarle al hombre cuando atraviese la cortina del color del jaspe,
aquí sí tenías razón, Vincent, las preguntas que nos hicimos constantemente sin hallar una
respuesta valiente que nos sacara de la abulia en la que nos movíamos por el mundo, las
preguntas que tal vez el hombre pueda responder, si llegamos, si logramos avanzar un poco
más en esta arena movediza. Atrás se escuchan los gritos de niños abandonados por sus
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padres, de mujeres que no pueden combatir contra la bestialidad de los hombres que las
golpean para despojarlas de la posibilidad del camino que todos debemos abrirnos,
avanzando, avanzando, hasta que podemos ver el ondular de las cortinas y vemos cómo se
materializa en el aire una mano, un brazo, el cuerpo de un hombre vestido en una túnica
violeta que no refulge con este sol del mediodía, un hombre que en el afán por avanzar me
ha parecido como cualquier otro y que ni siquiera parece notar nuestra presencia, o tal vez
no es que parezca, tal vez es un hombre como cualquier otro, un hombre que levanta su
rostro al sol y luego ve la plaza desierta, escuchando el silencio que nosotros no podemos
escuchar, presos como estamos de este juego en el que nos involucramos por pasión o por
la línea de fuego y levantamos los ojos para ver al hombre que no nos ve, que no nos quiere
ver, que no es capaz de vernos a nosotros, solo, completamente solo en ese balcón que ha
sido la presencia de nuestros sueños y nuestras pesadillas, sonriendo como un niño o como
un enfermo mental y viendo en el aire lleno de polvo sólo un aire limpio, sólo el diáfano
paisaje que sus ojos pintan sobre esta debacle. Agarro con fuerza la mano de Paola y apunto
mis sentidos al antepecho en donde ahora se apoya el hombre. Es ahora, le digo, es ahora,
le tengo que gritar, y al parecer todos piensan lo mismo porque hay una tregua en los
alaridos y en los llantos, un leve silencio que se asienta para dejarnos ver los labios que se
mueven, la lengua que se apoya contra los dientes y que dice algo, algo, algo que escucho
con el embelesamiento del desdichado, con la atención del retardado, con la gratitud del
perdonado, mientras hay gente que registra en máquinas que capturan el movimiento y el
sonido las palabras que salen de la boca del hombre y que yo trato de tatuar en mi memoria
que siempre ha sido deficiente, siempre un lugar caliginoso, pero esta vez no, por Vincent,
por el futuro después de esta labor de espera trato de retener lo que dice Zenteno, las
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palabras que caen en mí como un rayo cálido y estruendoso.
redondas del gran Zenteno y ni siquiera me maravillo cuando escucho a los que están a mi
lado repetir las palabras dichas y veo que son otras, que son distintas a las que yo escuché,
que hay abismos que se abren entre ellos y yo, entre las palabras que escucharon y el
mensaje que yo logré descifrar, que lo que captaron los hombres con sus máquinas de la
tergiversado, siempre las palabras que fueron otras dispersándose en una doctrina débil que
todos acogerán cuando yo estoy cada vez más convencido de que esta vez no hay espacio
para los acuerdos, que no hay sitio para las razones rotundas ni para la compañía; sólo el
comprensión en donde veo que todos se regocijan formulando palabras que no entiendo,
soltando al aire frases que no escuché pronunciar y que me parecen extranjeras, falaces. Ni
siquiera se han dado cuenta de que el viejo Zenteno abandonó el balcón, que no finge más
el no poder vernos, que nos ha dejado nuevamente huérfanos frente a su casa a la que no
tendremos más acceso que este de sus palabras desde el balcón. Ni siquiera se han dado
cuenta de que estamos solos, que se yerguen murallas alrededor nuestro. Hay hombres que
se abrazan, o que pretenden abrazarse, agradecidos, cada uno repitiendo aquello que logró
escuchar y que difiere del ser humano que tiene más próximo. Hay mujeres que se arrastran
por el suelo, extasiadas, con la mano en el sexo o en la cara. Veo a don Emilio en su silla de
ruedas, no al Zurdo ni a Angélica sino al viejo don Emilio, solo, humedeciéndose las
arrugas con el llanto copioso que deja salir mientras sonríe y muere. Trato de buscar el
decirle que no los escuche, que todos están desvariando, repitiendo fórmulas sacadas de
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quién sabe dónde, pero en vez de su rostro encuentro la duda de si no seré yo quien
desvaríe, la duda como una presencia sólida que ya no me deja avanzar, que me obnubila y
que me deja como un tonto. Repito en voz alta las palabras que he escuchado, una vez, otra
vez, y sólo en ese momento me doy cuenta de que ya no sostengo la mano de Paola, de que
ella está frente a mí repitiendo en la sensualidad de su voz algo que me suena como una
disculpa, como una excusa, como un rencor; algo que en definitiva no se parece en nada en
lo que yo creí escuchar en lo que dijo Zenteno, a las palabras que llevo conmigo y que
los hombres. Quizá Paola está pensando lo mismo que yo. Sólo repite ininterrumpidamente
la retahíla erial que no comprendo mientras se aleja, mientras me alejo de este propósito de
persecución, de la sinrazón de esta búsqueda, del dolor que ya no sentiré cada vez que
Rubén Orozco