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LA HISOTRIA Y

LAS CIENCIAS
SOCIALES
EQUIPO:

CINTHIA CITLALY ALONZO CARRERA

KATIA ARREDONDO LOPEZ

MARGARITA ELÍAS SEGOVIA

ANGELA FERNANDA REYES SÁNCHEZ


1.LAS RESPONSABILIDADES DE LA HISTORIA
La historia se encuentra, hoy, ante responsabilidades temibles pero al mismo
tiempo exaltantes. Sin duda, porque siempre ha dependido, en su ser y en sus
transformaciones, de condiciones sociales concretas.
«La historia es hija de su tiempo.» Su preocupación es, pues, la misma que pesa
sobre nuestros corazones y nuestros espíritus. Y si sus métodos, sus programas,
sus respuestas ayer más rigurosas y más seguras, y sus conceptos fallan todos a
la vez, es bajo el peso de nuestras reflexiones, de nuestro trabajo, y, más aún, de
nuestras experiencias vividas.
En el curso de los últimos cuarenta años, han sido particularmente crueles para
todos los hombres; nos han lanzado con violencia hacia lo más profundo de
nosotros mismos y, allende, hacia el destino del conjunto de los hombres, es decir,
hacia los problemas cruciales de la historia. Ocasión ésta par apiadarnos, sufrir,
pensar, volver a poner todo forzosamente, en tela de juicio.
El problema de la historia no se sitúa entre
pintor y cuadro, ni siquiera —audacia que
hubiera sido considerada excesiva— entre
cuadro y paisaje, sino más bien en el paisaje
mismo, en el corazón de la vida.
1. La historia se nos presenta, al igual que la vida misma, como un espectáculo
fugaz, móvil, formado por la trama de problemas intrincadamente
mezclados y que puede revestir, sucesivamente, multitud de aspectos
diversos y contradictorios. Esta vida compleja, ¿cómo abordarla y cómo
fragmentarla a fin de aprehender algo? Numerosas tentativas podrían
desalentarnos de antemano.

La vida, la historia del mundo, todas las historias particulares se nos


presentan bajo la forma de una serie de acontecimientos: entiéndase, de
actos siempre dramáticos y breves. Una batalla, un encuentro de hombres
de Estado, un importante discurso, una carta fundamental, son instantáneas
de la historia.
1. Hay que abordar, en sí mismas y para sí mismas, las realidades sociales.
Entiendo por realidades sociales todas las formas amplias de la vida
colectiva: las economías, las instituciones, las arquitecturas sociales y, por
último (y sobre todo), las civilizaciones; realidades todas ellas que los
historiadores de ayer no han, ciertamente, ignorado, pero que, salvo
excepcionales precursores, han considerado con excesiva frecuencia como
tela de fondo, dispuesta tan sólo para explicar —o como si se quisiera
explicar— las obras de individuos excepcionales, en torno a quienes se
mueve el historiador con soltura.
Entendámonos: no existe un tiempo social de una sola y simple colada, sino
un tiempo social susceptible de mil velocidades, de mil lentitudes, tiempo
que no tiene prácticamente nada que ver con el tiempo periodístico de la
crónica y de la historia tradicional. Creo, por tanto, en la realidad de una
historia particularmente lenta de las civilizaciones, entendida en sus
profundidades abismales, en sus rasgos estructurales y geográficos.
Cierto, las civilizaciones son mortales en sus floreceres más exquisitos;
cierto, resplandecen y después se apagan para volver a florecer bajo otras
formas.
No es posible una historia nueva sin la
enorme puesta al día de una
documentación que responda a estos
problemas. Dudo incluso que el habitual
trabajo artesanal del historiador esté
a la medida de nuestras ambiciones
actuales.
La historia ha sido arrastrada a estas orillas quizá peligrosas por la
propia vida. Ya lo he dicho: la vida es nuestra escuela. Pero sus lecciones
no sólo las ha escuchado la historia; y, tras comprenderlas, no sólo la
historia ha sacado sus consecuencias.

En realidad, la historia se ha beneficiado, ante todo, del empuje


victorioso de las jóvenes ciencias humanas, más sensibles aun que ella a
las coyunturas del presente.

Hemos asistido, desde hace unos cincuenta años, al nacimiento,


renacimiento o florecimiento de una serie de ciencias humanas,
imperialistas; y, a cada vez, su desarrollo ha significado para nosotros,
los historiadores, tropiezos, complicaciones y, más tarde, inapreciables
enriquecimientos. Quizá sea la historia la mayor beneficiaría de estos
recientes progresos.
«Mientras que los historiadores aplican a los documentos del pasado sus viejos
métodos consagrados, hombres cada vez más numerosos dedican con entusiasmo
su actividad al estudio de las sociedades y de las economías contemporáneas...
Esto sería inmejorable, claro está, si cada cual, en la práctica de una
especialización legítima, en el cultivo laborioso de su jardín, se esforzara, no
obstante, en mantenerse al corriente de la labor del vecino. Pero los muros son
tan altos que muy a menudo impiden ver. Y, sin embargo, ¡ cuántas sugestiones
inapreciables respecto del método y de la interpretación de los hechos, qué
enriquecimientos culturales, qué progresos en la intuición surgirían entre los
diferentes grupos gracias a intercambios intelectuales más frecuentes! El porvenir
de la historia... depende de estos intercambios, como también de la correcta
intelección de los hechos que mañana serán historia. Contra estos temibles
cismas pretendemos levantarnos...»
Todos somos conscientes del peligro que entraña una historia social:
olvidar, en beneficio de la contemplación de los movimientos
profundos de la vida de los hombres, a cada hombre bregando con su
propia vida, con su propio destino; olvidar, negar quizá, lo que en cada
individuo hay de irreemplazable. Porque impugnar el papel
considerable que se ha querido atribuir a algunos hombres abusivos
en la génesis de la historia no equivale ciertamente a negar la
grandeza del individuo considerado como tal, ni el interés que en un
hombre pueda despertar el destino de otro hombre.

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