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UNIVERSIDAD CRISTIANA DE HONDURAS

UCRISH

ASIGNATURA:

DERECHO PENAL

TEMA:

LAS FUENTES DEL DERECHO PENAL

DOCENTE:

JOSE INDALECIO GALEANO AMADOR

ESTUDIANTE(S):

FERNANDA NICOLLE AMADOR ROSALES

LUGAR Y FECHA:

CATACAMAS,OLANCHO

FECHA

17/05/2024
LAS FUENTES DEL DERECHO PENAL.

I. Determinaciones previas: la teoría de las fuentes del Derecho.

Con la expresión fuentes del Derecho, que tiene varios significados, queremos aludir
tanto a la voluntad o poderes reales que en nuestra sociedad tienen facultad para
producir la norma jurídica (fuentes de producción), como a los modos o formas en que
esa voluntad se manifiesta al exterior (fuentes de manifestación) para que las
conozcan sus destinatarios.

Desde nuestra posición de penalistas, las fuentes del Derecho nos interesan
fundamentalmente en esta segunda acepción, ya que la problemática de las fuentes
de producción pertenece más al campo de la Ciencia Política o el Derecho
Constitucional. En esta significación, como fuentes de manifestación, las contempla
también el Código Civil, que contiene la normativa general sobre fuentes aplicable a
todos los sectores del ordenamiento, con las excepciones para el ámbito penal que
analizaremos a continuación. En este sentido, por fuentes de manifestación, o
formales, se entiende las formas que el Derecho objetivo asume en la vida social.

II. Las fuentes del Derecho Penal:

1.Fuentes directas e indirectas.

La doctrina suele diferenciar diversas clases de fuentes del Derecho, cuestión sobre la
que conviene llamar la atención habida cuenta de que la terminología que se emplea al
enumerar las distintas clases de fuente, no es única y puede provocar confusiones.
Para nosotros las fuentes del Derecho, y en concreto las del Derecho Penal, pueden
dividirse en fuentes de producción y fuentes de manifestación, en el sentido antes
señalado.
A su vez, las fuentes de manifestación pueden ser directas o indirectas. Las fuentes
directas son aquellas cuyo imperativo obliga a sus destinatarios por sí mismo –
directamente--, sin necesidad de que otra fuente reenvíe a ella para alcanzar su plena
obligatoriedad. Fuentes indirectas son las que necesitan del reenvío que a ellas
efectúa una fuente directa, por lo que tiene eficacia sólo si y en cuanto, la fuente
directa se refiere a ellas (como ocurre por ejemplo en el caso de las leyes penales en
blanco cuando remiten a un reglamento administrativo o a un acto de la autoridad).

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La normativa que regula las fuentes para todo el ordenamiento jurídico se encuentran
en el Título Preliminar del Código Civil. En el ámbito del Derecho Penal esa normativa
no es aplicable sin importantes matices.
Las peculiaridades que en materia de Derecho Penal presenta la teoría de las fuentes
encuentra su razón y fundamento en la especial severidad de las sanciones penales,
así como en la importancia de los bienes jurídicos que tutela, lo que motiva que sea
más exigible el absoluto respeto de las garantías que para el destinatario de las
normas suponen el absoluto respeto al Principio de Legalidad y la exigencia de certeza
y seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Caracteres estos que no pueden mantenerse en el
nivel necesario cuando las normas pueden nacer de la costumbre o los principios
generales del Derecho. Sólo la ley escrita, estricta y clara puede proporcionar esa
certeza y seguridad.
En consecuencia, la característica más esencial de la teoría de las fuentes del
Derecho penal, deriva de la absoluta vigencia del Principio de Legalidad, cuyo
fundamento y contenido hemos estudiado, y se caracteriza por imponer como
única fuente directa a la Ley en sentido formal, y la absoluta prohibición de la
utilización de la analogía para crear tipos delictivos, señalar penas o producir
agravaciones de estas.
Ahora bien, dichas limitaciones no deben sin embargo exagerarse. Han de ceñirse a lo
que establecen los preceptos positivos que consagran el Principio de Legalidad, esto
es: no puede apreciarse infracción penal si no está previamente descrita como delito
en una Ley, y no puede imponerse pena (ni pena más grave) o medida de seguridad
distinta a la previamente establecida por la Ley. En lo que se refiere a la analogía, y
como tendremos ocasión de analizar, se discute si la prohibición de la misma abarca
toda forma de analogía o por el contrario es admisible la analogía en los supuestos en
que favorece al reo.
Igualmente, esta afirmación supone que aquello que no queda sometido al imperio
absoluto de la reserva de legalidad –como las exenciones y las circunstancias
atenuantes de la responsabilidad--, tienen un régimen más flexible que permitiría la
operatividad de las otras fuentes generales del derecho en los términos previstos por
el artículo 1 del Código Civil. Sin embargo, y en la práctica, esta posibilidad aparece
como especialmente difícil, en la medida en que la Ley penal prevé todos los
supuestos de exención o atenuación de la responsabilidad criminal (así se entiende la
existencia de la eximente de cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un
derecho, oficio o cargo, contenida en el artículo 20.7 del vigente Código Penal, que
conecta el Derecho Penal con la totalidad del ordenamiento jurídico, reconociendo
validez a los efectos de apreciar esta concreta eximente, a todas las fuentes del
ordenamiento de las que puedan surgir derechos o deberes).

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De cuanto antecede, puede seguirse que en el ámbito del Derecho Penal la única
fuente directa es la Ley escrita, y ello tanto en el caso de normas incriminatorias (las
que describen y prohíben delitos y los conminan con una pena), como en el de las que
no tienen ese carácter (los preceptos que prevén supuestos de exención de
responsabilidad criminal).
Sin embargo, las otras fuentes del ordenamiento pueden tener operatividad en el
ámbito penal, si bien como fuentes indirectas, es decir, por remisión a ellas de la Ley
penal.
2. La Ley penal.
a) Concepto y caracteres.
La ley escrita, es como acabamos de decir la única fuente directa del Derecho Penal.
El respeto al Principio de Legalidad impide que cualquier otra fuente pueda crear
delitos ni establecer penas. En esta materia, por lo tanto rige el denominado Principio
de absoluta reserva legal (o reserva de Ley). El resto de fuentes sólo tendrá
operatividad en la medida en que a ellas remita una ley penal escrita.
Entendemos aquí por Ley: toda disposición jurídica de carácter general aprobada por
las Cortes Generales y sancionadas por el Jefe del Estado conforme a los artículos 81
y ss de la Constitución española. Cuando tales disposiciones definen delitos y señalan
penas, decimos que son leyes penales.
Ahora bien, habida cuenta de la especial complejidad con que la Constitución regula la
capacidad normativa (Título III, Capítulo II de la Constitución), y la ambigüedad con
que el artículo 25.1 del mismo texto consagra el Principio de Legalidad Penal, es
necesario precisar aun más el concepto de Ley Penal.
En efecto, la problemática surge en la medida en que el artículo 25.1 de la
Constitución reconoce el Principio de Legalidad en términos confusos al señalar:
“Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones
que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción
administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”.
Nadie duda de que esto supone el reconocimiento del Principio de Legalidad Penal
(mejor sería decir del Principio de Legalidad en materia sancionadora, en la medida en
que se incorpora también las infracciones
administrativas), pero la referencia a la “legislación vigente” hace surgir
importantes dudas. Y ello porque en el concepto de “legislación vigente” se

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pueden abarcar tanto disposiciones con rango de Ley, como otros tipos de
instrumentos normativos que carecen de tal rango (reglamentos, órdenes, etc). Y lo
que es aun más grave, incluso dentro de las disposiciones con rango de Ley, que son
las que se regulan en el citado Capítulo II del Título III –“de la elaboración de las
leyes”--, es posible distinguir a su vez dos distintos grupos de disposiciones: las leyes
en sentido formal, es decir las disposiciones de carácter
general aprobadas por las Cortes Generales, y las denominadas “leyes en sentido
material”, que son disposiciones de carácter general y que obligan por sí mismas pero
dictadas por órganos del Estado distintos a las Cortes.
En nuestro ordenamiento, serían leyes en sentido formal las leyes orgánicas y las
leyes ordinarias, en tanto que serían leyes en sentido material los llamados Decretos
Legislativos y los Decretos Leyes.

Estas leyes en sentido material surgen en algunas ocasiones (los Decretos


Legislativos) por que el Poder Legislativo delega o autoriza al Ejecutivo la articulación
de unas bases o la regulación de una materia determinada; o bien por que la propia
Constitución prevé que el Gobierno dicte normas por razones de urgencia y necesidad
con la obligación de que una vez dictadas sean ratificadas por el Poder Legislativo (es
el caso de los Decretos Leyes).
Con este complejo panorama, la duda que se suscita es: ¿qué instrumentos
normativos de los que abarca la expresión ‘legislación vigente’ son los
constitucionalmente idóneos para actuar como fuente de las normas penales?. La
solución, aunque pudiera parecer otra cosa, no es en exceso difícil.
Por una parte, la lógica propia del Principio de Legalidad, y las exigencias de
seguridad y certeza jurídica inherentes al mismo (claramente reconocidas en el artículo
9.3 de la Constitución), implican que las normas penales sólo puedan crearse
mediante disposiciones de carácter general, lo que implica que sólo podrá actuar como
fuente de la Ley penal las disposiciones con rango de ley cuyo procedimiento se regula
en el Capítulo II del Título III de la Constitución; no caben por lo tanto los instrumentos
normativos que carezcan de rango de Ley.
Por otro lado, de los instrumentos normativos previstos con rango de ley, existe uno
específicamente vinculado a los contenidos sustanciales del Derecho Penal. En efecto,
el art. 81 de la Constitución, en su párrafo 1º, define las “leyes orgánicas”, como
aquellas que se ocupan del “desarrollo de los derechos fundamentales y de las
libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen
electoral general y las demás previstas en la Constitución”.

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De una lectura, incluso rápida, del precepto puede deducirse que en principio son las
leyes orgánicas las que han de actuar como fuente de las leyes penales, pues
normalmente estas leyes afectarán, bien por tomar como objeto de tutela y protección
alguno de los derechos fundamentales y libertades públicas (bienes jurídicos por
antonomasia) o bien por disponer su privación como mecanismo de sanción (penas y
medidas de seguridad), a los contenidos propios de las Leyes orgánicas.
Pero es que además, la propia Constitución limita la utilización de las denominadas
leyes materiales, pues al definir los decretos legislativos (en el artículo 82) y los
decretos leyes (en el artículo 86) excluye de forma expresa su operatividad para los
casos en que se afecte a los derechos y libertades fundamentales.
Por lo tanto y en principio, sólo la Ley Orgánica podría ser fuente de las Leyes penales.
Esta afirmación, sin embargo se ha discutido. Y se ha discutido en el sentido de
afirmar que puede haber normas penales que no afecten, tal como
exige el artículo 81.1 a ninguno de los “derechos fundamentales y libertades públicas”,
sobre todo si se considera que estos se reducen, como literalmente
parece reconocer la propia Constitución, a los derechos y libertades contenidos en la
Sección I, del Capítulo II, del Título I de la Constitución, y que abarcaría tan solo a los
derechos y libertades incluidos en los artículos 15 a 29, con el añadido del artículo 14
que consagra el esencial principio de igualdad. La literalidad de la rúbrica, y su mención
expresa en el artículo 81.1 fundamentarían esta interpretación.
De tal forma que, una ley penal que, por ejemplo definiera como delito un atentado al
medio ambiente (derecho recogido en el artículo 45 de la Constitución, y que no sería
de los derechos fundamentales y libertades públicas en sentido estricto), y lo
sancionara con una simple pena de multa (pena pecuniaria, que afecta al derecho a la
propiedad el cual se reconoce en el artículo 33 del Texto constitucional, y estaría
también excluida de la Sección I, capítulo II del Título I de la Constitución), no tendría
porque regularse por Ley Orgánica, sino que bastaría con una disposición con rango
de Ley Ordinaria.
Ciertamente, la argumentación aparenta ser formalmente válida. Pero sin duda olvida
que toda intervención penal afecta siempre, de forma directa o indirecta a los derechos
y libertades públicas esenciales. Primero, porque las sanciones penales se imponen,
con todas sus garantías, de forma “coactiva”
por lo que en algo afectan a la propia libertad del sujeto, incluso en caso de que la
sanción sea puramente dineraria. Pero es que además, toda condena, por ser públicos
los procedimientos y quedar registrada la situación de quien delinque hasta la
rehabilitación del delincuente, afecta de forma directa al fundamental derecho al Honor.

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Por lo que hemos de concluir, que en nuestro ordenamiento, única fuente de la Ley
penal es la Ley Orgánica.

b) Clases de Leyes Penales.


Las leyes penales se contienen en nuestro ordenamiento fundamentalmente en el
Código Penal de 1995, que por generalidad y contenido sistemático se suele
denominar Ley Penal Común.
Pero el Código no es la única Ley penal de nuestro ordenamiento, junto al mismo
existen algunas otras que en su conjunto, no siempre conocido –ni técnicamente
correcto-, componen en realidad el Derecho Penal español.
En primer lugar, existen las llamadas Leyes Penales Especiales. Son leyes distintas al
Código que definen delitos y señalan penas, si bien en materias específicas que por
su complejidad aconsejan su regulación de forma separada respecto a la Ley penal
común. Su existencia se reconoce y contempla de forma expresa en el artículo 9 del
Código Penal al señalar: “Las disposiciones de este Título se aplicarán a los delitos
que se hallen penados por leyes especiales. Las restantes disposiciones de este
Código se aplicarán como supletorias en lo no previsto expresamente por aquellas”.
También se refieren a las leyes penales especiales la Disposición Transitoria
undécima y la Disposición Derogatoria única del CP.
Como ejemplo de leyes penales especiales pueden citarse: la Ley 209/1964 de 24 de
diciembre, Penal y Procesal de la Navegación Aérea; la Ley Orgánica 5/1985 de 19 de
junio, de Régimen Electoral General; la Ley Orgánica 12/1995, de 13 de diciembre de
represión del contrabando; la Ley Orgánica 5/2000 de 12 de enero, reguladora de la
responsabilidad penal de los menores; o la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de
salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. Muy
destacable es también la Ley Orgánica 14/2015, de 14 de octubre del Código Penal
Militar.
Igualmente, es frecuente en la doctrina citar como categorías específicas de ley penal,
las denominadas leyes penales temporales y excepcionales, de grandísimo interés por
los problemas que plantean respecto a su vigencia y aplicabilidad. Son leyes que
nacen para tener vigencia durante un período de tiempo que expresamente se
determina en la propia ley (leyes temporales), o bien nacen para abordar los
problemas concretos de una situación excepcional (leyes excepcionales) generalmente
por graves motivos de política criminal frente a fenómenos criminales específicos, y
que pierden su vigencia cuando la situación que las motiva desaparece. En el marco
de estas leyes no es infrecuente que la declaración de los estados de alarma,
excepción y sitio lleven aparejadas normas penales de carácter excepcional.

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3. La costumbre y los principios generales del derecho en Derecho Penal.
Con la afirmación de que sólo la ley, con forma de ley orgánica es fuente directa del
derecho penal, estamos admitiendo que el resto de fuentes previsto en el sistema
general son, todo lo más, fuentes indirectas del sector punitivo. Como hemos
señalado, fuentes indirectas son las que no tienen eficacia creadora del derecho por sí
mismas, pero la adquieren cuando la Ley reenvía a ellas, concediéndoles la eficacia
que por sí mismas le falta.
En nuestra opinión, y siempre en el marco determinado por el ordenamiento jurídico
español, fuentes indirectas del Derecho penal pudieran ser: la costumbre, algunos
principios generales del derecho, los actos normativos o de la autoridad a que remiten
las leyes penales en blanco; y en cualquier caso merecen especial consideración los
convenios y Tratados internacionales, sobre todo en cuanto pueden condicionar la
Política Criminal del Estado (en este caso el Reino de España, como Estado miembro
de la Unión Europea).
a) La costumbre.
En sentido propio se entiende por costumbre la observancia uniforme, constante y
general de ciertas normas no escritas, con la convicción de su obligatoriedad jurídica.
No es costumbre por tanto cualquier observancia de normas, aunque sea uniforme,
constante y general; es preciso además que se observen con la conciencia de su
obligatoriedad jurídica.
En este sentido la costumbre pasa siempre por dos fases: una prejurídica, que
consiste en la mera repetición de conductas y usos; y otra jurídica, la constitución de
una regla de conducta (norma no escrita), con base en dichos usos, que se realiza ya
con la convicción de su obligatoriedad jurídica.
A esta costumbre, en sentido estricto o propio, el artículo 1.3 del Código Civil, equipara
los usos jurídicos que no sean meramente interpretativos de una declaración de
voluntad, por lo que a los efectos que nos interesan, como posible fuente indirecta del
derecho penal habría que dar la misma consideración a los usos, en el sentido
señalado por el Código Civil, y la costumbre en sentido estricto.
La exclusión de la costumbre como fuente directa en nuestro derecho penal es
indudable como consecuencia de la proclamación constitucional del principio de
legalidad y el ya analizado principio de reserva absoluta de Ley (concretamente de ley
orgánica). Sin embargo, en otros ordenamientos, como ocurre por ejemplo en el marco
de la siempre importante doctrina alemana, se concede a la costumbre una mayor
eficacia, llegando en casos a incluirlas en el ámbito de las fuentes directas.

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En nuestro ordenamiento ello es inaceptable. Aunque como fuente indirecta la
costumbre sí tiene una cierta eficacia a través de las remisiones que a la misma se
hace, en ocasiones, de forma expresa por la ley, e incluso por vía interpretativa.
El primer caso, se produce cuando las normas penales en blanco remiten a ramas o
sectores del ordenamiento donde la costumbre es fuente directa; donde es constitutiva
de derechos, genera obligaciones, implica el sentido en que entender una regla de
conducta o comportamiento… . Igualmente ocurre cuando la ley penal apoya algunas
causas de exención de responsabilidad criminal, y muy concretamente en el caso de la
citada eximente del artículo 20.7 del Código Penal (cumplimiento de un deber, o
ejercicio legítimo de derecho oficio o cargo), en la medida en que esos deberes o
derechos que se cumplen o ejercitan, pueden nacer de la costumbre plenamente
constituida. Pero nótese, que la fuente real de la eximente será siempre la ley –
concretamente el precepto citado (art. 20.7) --, que es el que autoriza la incorporación
de la costumbre al marco de la exención de responsabilidad.
Por otra parte, la incorporación por vía interpretativa de la costumbre es relativamente
frecuente cuando a ella recurren los jueces y Tribunales para dar significación a
algunos elementos de la Ley penal necesitados de interpretación, actualización o
complemento. Es el caso, por ejemplo de la determinación del llamado “riesgo
permitido” en ciertas actividades peligrosas, la fijación de los “deberes de cuidado”
exigibles en ciertas relaciones o actividades, la conformación de especiales “deberes
de garantía”, o fundamentado la irrelevancia penal de ciertas conductas cuando se
consideran ‘socialmente adecuadas’ (p. e.: los frecuentes insultos a un árbitro de
futbol, son sin duda constitutivos de un delito de injurias, pero salvo que sean
especialmente graves se consideran ‘normales e inevitables’ en el desarrollo del
partido).

En cualquier caso, en estos supuestos sólo se admite la costumbre secundum legem,


es decir la que viene a dar sentido al contenido de la ley, y la praeter legem, es decir la
que amplia el sentido de la ley sin contradecir su contenido. Pero la que carece en
términos absolutos de eficacia es la costumbre contra legem, y desde luego no tiene
ningún efecto admisible la desuetudo como forma de derogación de las normas.
b) Los principios generales del Derecho.
Al igual que la costumbre, los principios generales del derecho asumen como mucho el
papel de fuente indirecta del derecho penal, si bien sería desconocer una evidencia el
hecho de restar importancia, en el ámbito penal, a este importante instrumento jurídico.

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Como hemos visto en otros temas, los principios generales del derecho, sobre todo
los más esenciales cumplen una importante labor en el ámbito punitivo, actuando por
una parte como límites al ejercicio de la potestad punitiva del Estado, así como
fundamentando su legitimidad en la medida en que las leyes penales sean compatibles
con esos grandes principios (del hecho, de ofensividad, de culpabilidad y sobre todo
de legalidad).
Pero además, no ha de olvidarse que los principios generales del derecho se
convierten en el más genuino instrumento para proceder a la interpretación racional de
las leyes, así como en criterios básicos que guían su aplicación al caso concreto. En
este ámbito específico, cobra un especial protagonismo el principio de “equidad”
entendido como justicia del caso concreto, que actúa sobre todo en el momento de
aplicación de la norma fundamentando las decisiones específicas del juzgador, para
decidir la necesidad de la intervención punitiva, determinar la intensidad con que ha de
producirse, la finalidad principal a la que debe tender, y sobre todo concretando para el
hecho y su responsable la concreta sanción a imponer y su cuantía. Esta es una
consecuencia obligada que surge por el carácter general de las previsiones penales, y
la necesidad, basada en los principios generales antes señalados, de concretar
respecto al caso concreto y a su autor su contenido específico.
4. Los Tratado Internacionales: especial consideración de la integración de España en
la Unión Europea.
Tradicionalmente se ha considerado como posible fuente indirecta del Derecho Penal
los convenios y Tratados internacionales suscritos por el Reino de España. Su
reconocimiento como esencial instrumento normativo se reconoce en el artículo 1.5
del Código Civil, cuando afirma “las normas jurídicas contenidas en los tratados
internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a
formar parte del ordenamiento interno mediante su publicación íntegra en el Boletín
Oficial del Estado”, precepto que interpretado a contrario, implica que los Tratados son
derecho interno y tendrán aplicación directa a partir del momento de su publicación en
el citado Boletín.
Desde el punto de vista constitucional tienen también una especial relevancia. En
primer lugar por la afirmación que se contiene en el artículo 10.2
cuando señala: “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades
que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración
Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las
mismas materias ratificados por España”. En la medida en que el Derecho Penal,
como hemos comentado con anterioridad, en todo caso afecta con sus normas a los

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derechos y libertades fundamentales, los convenios y tratados son punto de referencia
obligado para la interpretación de las leyes penales.

Además, y habida cuenta de la cada vez mayor cohesión de la sociedad internacional,


y las cada día más complejas relaciones entre estados soberanos, la propia
Constitución se ocupa en el Capítulo III del Título III, justo después de ocuparse de “la
elaboración de las Leyes”, de los Tratados Internacionales, a los que dedica los
artículos 93 a 96. El párrafo primero de este último artículo viene a ratificar el
contenido del Código Civil, al señalar: “Los tratados internacionales válidamente
celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del
ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o
suspendidas en la forma prevista por los propios tratados o de acuerdo con las normas
generales del Derecho internacional”.
En base a este tratamiento, por lo tanto, los Tratados internacionales pueden ser
fuente del derecho, si bien su eficacia se condiciona a su publicación en el Boletín
Oficial del Estado, acto por el cual pasan a ser en sentido estricto derecho interno,
salvo que los propios tratados añadan alguna otra condición o procedimiento, en cuyo
caso no serán directamente aplicables hasta que el mismo se cumpla.
Ahora bien, sobre estas consideraciones generales en cuanto a la aplicabilidad de los
Tratados, en el ámbito específicamente penal hay que hacer algunas consideraciones
más.
La primera pasa por cuestionarse si existen Tratados Internacionales que contengan
auténticas normas penales, y cuál es su régimen de aplicación. La cuestión es
discutida, en la medida en que mayoritariamente se niega la existencia un auténtico
Derecho internacional penal, es decir, de auténticas disposiciones de origen
internacional que definan delitos y señalen auténticas penas. Como vimos en su
momento esta posibilidad es compleja, pues la potestad punitiva del Estado afecta a
su soberanía de forma que no es frecuente que esta se someta a pactos o convenios
con otros Estados. De ahí, precisamente, la exigencia de la publicación en el Boletín
Oficial del Estado para que pasen a ser derecho interno.
Ahora bien, si bien es cierto que hoy por hoy no existen auténticas normas penales de
origen internacional, no lo es menos que caso de que se planteara dicha posibilidad,
en mi opinión no muy lejana, la propia Constitución ha regulado de forma
pormenorizada la posibilidad de su incorporación a nuestro ordenamiento, con un
escrupuloso respeto a las exigencias del Principio de Legalidad. Así, el artículo 93.1,
ya señala: “mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los

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que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de
competencias derivadas de la
Constitución”, como en su caso pudiera ser la potestad punitiva del Estado. E
igualmente, el artículo 94.1 c) contempla la posibilidad de que el Estado se obligue por
medio de Tratados en materias que, como la estrictamente penal, afecten a los
derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I de la Constitución,
exigiendo para este caso la previa autorización de las Cortes Generales.
Por otra parte, hay que distinguir los genuinos Tratados internacionales de carácter
estrictamente penal, de otra serie de Tratados que regulan aspectos instrumentales o
procesales para la aplicación del Derecho Penal interno, siendo los más frecuentes y
representativos los Tratados de Extradición firmados por España con otros países. En
este sentido, la Ley de Extradición pasiva de 1985 considera a estos tratados fuente
permanente e incluso preferente a las disposiciones de la propia Ley. También tiene
un indudable carácter instrumental, aunque sin duda es un paso adelante en la
coordinación internacional de la intervención penal frente a determinados tipos de
ilícitos especialmente graves, el Estatuto de Roma de la Corte Penal internacional, de
17 de julio de 1998.
Finalmente, existen también tratados internacionales a los que expresamente reenvían
las leyes penales, y en los que se definen aspectos necesarios para la integración e
interpretación de las normas del sector punitivo, y que por ello deben ser tomados en
consideración por Jueces y Tribunales para dar contenido a ciertos elementos que
aparecen en algunos preceptos penales, por ejemplo el Convenio de Viena de 1971,
sobre estupefacientes, psicotrópicos y drogas tóxicas, con sus convenios de
actualización, en los que se viene a definir cuáles son, en concreto, tales sustancias
prohibidas.
Problema distinto, aunque íntimamente relacionado con la eficacia de los Tratados,
son las cuestiones relacionadas con el Derecho Penal que han ido surgiendo como
consecuencia de la plena integración de España en la Unión Europea. La Unión, que
surgió con una vocación bastante alejada de los fines punitivos, a medida que se ha
consolidado, y aumentado la complejidad de las relaciones entre los Estados
miembros, se ha visto en la necesidad de pronunciarse sobre determinadas cuestiones
anejas a la potestad punitiva. Así, primero se identificaron determinados intereses
esenciales para la propia subsistencia de la Unión, que parecía conveniente fueran
objeto de protección penal de forma armónica y similar para todos los estados
miembros; posteriormente, y en desarrollo de los Tratados fundacionales, se
identificaron ámbitos donde parecía conveniente adoptar políticas comunes a todos
los miembros (los famosos tratados de Schengen y Tampere sobre un espacio único
de justicia y seguridad).

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En este sentido, la Unión Europea para el cumplimiento de sus fines entra en cierta
forma en el ámbito de la creación de normas penales, si bien no es fuente en sentido
estricto. El mecanismo generalmente utilizado es el de la armonización de la
legislaciones penales, en el sentido de que la Unión, a través de mecanismos
normativos de distinta naturaleza –recomendaciones, acciones comunes, decisiones
marco, directivas, etc. --, recomienda un determinado tratamiento punitivo de concretos
fenómenos de trascendencia comunitaria (por ejemplo, el fraude de subvenciones, el
tráfico ilícito de trabajadores, o la inmigración clandestina, la lucha contra la corrupción
y la delincuencia organizada), imponiendo a los Estados miembros que adecúen,
modificándolo si es necesario, sus ordenamiento penales a dichas exigencias.
Precisamente por ello, no puede afirmarse que los instrumentos generados en este
ámbito por la Unión europea sean fuente del Derecho Penal: la fuente siempre será la
ley orgánica interna que en cumplimiento de las recomendaciones o directivas altere
el contenido de las leyes penales internas (un magnífico ejemplo de esta situación
puede encontrarse en la lectura del Preámbulo de la Ley Orgánica 5/2010 de 22 de
junio, que reforma muy profundamente nuestro Código Penal y que explica la mayor
parte de sus muchos cambios, precisamente, en la necesidad de armonizar o trasponer
las indicaciones de diversas decisiones marco comunitarias a nuestro ordenamiento
interno). De hecho, la última reforma de nuestro Código Penal, llevada a cabo por L.O.
1/2019, de 20 de febrero, se produce literalmente “para transponer Directivas de la
Unión Europea en los ámbitos financiero, de terrorismo y abordar cuestiones de índole
internacional”. En cualquier caso y como hemos señalado la Unión Europea presenta
un fructífero “germen” para un futuro derecho internacional penal de la Unión, en la
regulación que su Tratado fundacional realiza de los mecanismos de ‘asimilación’ para
la protección en cada Estado de los intereses de la Unión (art.
325.2 TFUE), y la ‘armonización’ en materias tan trascendentes como el terrorismo, la
trata de personas, la explotación sexual de mujeres y niños, tráfico ilícito de drogas y
armas, blanqueo de capitales, ciberdelincuencia, delincuencia organizada en una
enumeración que el propio Tratado reconoce que deberá ser paulatinamente revisada
y ampliada (art. 83.1 TFUE).
III. La jurisprudencia: especial consideración de las sentencias del Tribunal
Constitucional.
Como es sabido son varias las acepciones de la palabra jurisprudencia. A los efectos
que aquí importan, ha de llamarse la atención sobre dos de ellas: la amplia y la
restringida. En la primera acepción, jurisprudencia es todo fallo que provenga de un
órgano jurisdiccional con competencia penal, haya sido o no apelado o recurrido. En
una acepción restringida, jurisprudencia es la doctrina formada por sentencias
reiteradas y en el mismo sentido sobre una misma materia que provienen bien del
Tribunal Supremo al resolver este órgano los recursos de casación (la llamada

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jurisprudencia mayor), bien de otros órganos, fundamentalmente Tribunales
Superiores de Justicia y las Audiencias Provinciales en los casos en que en ellas
termine la intervención jurisdiccional por adquirir firmeza el fallo, lo que sucede
generalmente por la naturaleza del delito y la gravedad de su sanción.

La jurisprudencia no forma parte del repertorio de fuentes que contempla el artículo


1.1 del Código Civil, diciéndose en el párrafo 6 de su artículo 1 que la jurisprudencia
complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que de modo reiterado,
establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los
principio generales del derecho. El modo en que, en el ámbito del Derecho Penal, la
jurisprudencia procede a complementar el ordenamiento jurídico es ofreciendo criterios
de interpretación de la ley, que constituyen un cauce orientador para todos los
aplicadores de la misma. Fuera de ello, la doctrina jurisprudencial no tiene asignada
legalmente ninguna otra función. No constituye fuente ni directa ni indirecta en el
Derecho Penal. Sus fallos, ni vinculan a los Tribunales inferiores, ni si quiera al propio
Tribunal que los dicta, como puede apreciarse al observar los frecuentes cambios de
doctrina jurisprudencial en una misma materia. Sin embargo, desde el punto de vista
del estudioso y el aplicador de la ley penal es un instrumento inestimable.
Ahora bien, dentro del concepto amplio de jurisprudencia hay que destacar la
trascendencia de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, por la especial
importancia de sus fallos, y la relevancia que pueden llegar a tener, no tanto en la
creación de normas, capacidad de la que sin duda carece, sino por el efecto
derogatorio, anulador, de aquellos en los que se aprecia la inconstitucionalidad de una
norma.
En efecto, el artículo 161 CE (y la L.O 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal
Constitucional) contempla a dicho tribunal como el principal mecanismo de control (se
ha llegado a denominar “autotutela”) y preservación del sistema constitucional. Lo cual
lo hace respecto a las normas penales valorado su contenido y legitimidad tanto en el
momento de su creación (a través de los recursos de constitucionalidad y la cuestión
de constitucionalidad) y en su aplicación a través del recurso de amparo.
Sin embargo, de lo que el Tribunal Constitucional carece -y debe carecer- es de
capacidad creadora de cualquier tipo de norma, lo que hace especialmente criticable lo
que cierto sector de la doctrina ha denominado “jurisprudencia integradora”: sentencias
en las que el Tribunal, discutiendo la constitucionalidad o no de una norma, se permite
determinar y concretar los requisitos que serían necesarios para afirmar sus
compatibilidad con el ordenamiento constitucional,

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“orientando” de esta forma la futura labor legislativa (como ocurrió, por ejemplo en
nuestro ordenamiento con la sentencia 53/1985, en que detalló las condiciones para la
constitucionalidad de la despenalización del aborto que dio lugar al art. 417 bis del
anterior Código Penal de 1973).

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