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Rearte, Juan, “Drama”, en Géneros, procedimientos, contextos.

Conceptos de uso
frecuente en los estudios literarios (Fonsalido, María Elena y López Casanova,
Martina, editoras). Los Polvorines: Editorial UNGS, 2018. ISBN 978-987-630-325-5

DRAMA

Definición

Por su etimología, el término drama remite a la acción (en griego, δράμα es “actuar”), por
eso un drama podría reunir un conjunto variado de producciones textuales y escénicas.
Habitualmente se entiende este género como una composición en verso o en prosa que
retrata la vida o el carácter de un personaje por medio de conflictos y emociones
desenvueltos por la acción y el diálogo. La división en cuadros, escenas y actos, también es
parte de una estructura que se ajusta a las convenciones del drama en el siglo XIX. Sin
embargo nos ocuparemos del drama como un género en el que se reúnen en el texto
determinadas propiedades generales e invariantes, así como aspectos cambiantes a través de
la historia, para, en general, ser llevadas a escena. El drama expresa la plasmación en la
dramaturgia y en el teatro, de las transformaciones socioformales que delimitan los
intereses políticos y culturales de la burguesía a partir del siglo XVIII, razón por la que es
necesario abordar históricamente el término como un tipo de producción artística de la
Modernidad. Si bien el drama, en el contexto isabelino, encarna ideas muy definidas en la
voluntad de diálogo, el pensamiento y la acción del sujeto hasta llegar a proyectar imágenes
que abarcaban en gran medida la cosmovisión de la época (Cerrato 2003), Patrice Pavis
señala que el término “drama burgués” fue acuñado por Denis Diderot en Discurso sobre la
poesía dramática (1758), ensayo en el que se reunirían por primera vez las características
del drama moderno. En Diderot se encuentran los rasgos de un teatro que comienza por dar
voz y enunciados socialmente determinados a figuras políticamente configuradas, en una
escena donde se deja de lado la función ornamental de los elementos escénicos, donde los
objetos pasan a guardar una relación de sentido con la acción y con los personajes, y
fundamentalmente, en el drama se presencia un conflicto que deviene en acción. En
esencia, ese conflicto, que se extiende en gran medida hasta el realismo del siglo XIX,
expone al lector y al público a desórdenes y dilemas morales y éticos, es decir, a problemas
propios de la intimidad con los que se identifica o al menos reconoce. El carácter serio pero
no trágico, el tono patético y la condición enteramente humana del conflicto, mantienen la
tensión y permiten considerar las transformaciones que recaen sobre el sujeto, ya sean
producto de su voluntad o de las fuerzas sociales con las que se vincula, pero más allá de
esa tensión, la acción persigue, conforme al clima de época y al preceptismo cortesano, a
exigir que la belleza moral sea puesta a prueba. Ya en su drama El hijo natural (1757),
Diderot conforma las relaciones, que escénicamente van a delinear por primera vez, tal
como lo plantea en su Discurso, una función central en el director de escena como
organizador de la materialidad, del espacio y del tiempo de acción, pero también como

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intérprete general del texto previo. Esta innovación es una de las más significativas para
entender esta clave central del drama moderno, la de una articulación específica y efectiva
entre el texto y la escena.

Sería necesario remitirnos al siglo XVI para señalar que desde entonces se habían ido
creando las condiciones para el desarrollo del drama. Precisamente, no es posible hablar de
una forma unificada en sus orígenes, sino, como sugiere Raymond Williams, de una
“comunidad de formas” definida por la especificidad social de sus inquietudes y de su
espacio de producción y circulación (Williams 1994: 146). No creemos necesario analizar
este desarrollo en relación con otros géneros, pero sí al menos indicar que en el elemento
colectivo de la forma dramática se integran inquietudes y objetivos coincidentes con otras
formaciones en el contexto político y social de mediados del siglo XVIII, como la comedia
de costumbres o la ópera moderna. En efecto, una de las transformaciones fundamentales
que expresa el drama moderno es la representación de relaciones a través de personajes
socialmente determinados y que hasta entonces, en la tragedia neoclásica, se habían visto
representadas por el coro y por personajes heroicos. La representación de las relaciones
interpersonales enriquecieron los conflictos de dimensión histórica y política, fenómeno
que evidencia que no estamos sólo ante un cambio de cosmovisión, sino también ante un
radical giro en la autopercepción de los autores, que pasan a canalizar, además de los
intereses de las élites, sus propias inquietudes. Los dramas de Gotthold Ephraim Lessing
Minna von Barnhelm (1767) y Emilia Galotti (1772), en el contexto de la Ilustración
alemana, explicitan la confluencia entre política y arte, y precisamente el arte dramático es
producto de un campo de lucha particular. En su tratado Dramaturgia de Hamburgo
(1767), Lessing toma como referencia la Poética de Aristóteles, pero no para legitimarse en
la querella contra el neoclasicismo francés, muy extendido en el teatro alemán, sino para
poner sus preceptos a la luz de la modernidad burguesa, y para tomar como principio
predominante para un fin digno y decoroso, el de la naturalidad, que es el que provee la
finalidad “ética y didáctica” (Spang 2011: 261). Con sus dramas burgueses, Lessing prepara
el terreno para la revolución estética del movimiento Sturm und Drang (“tormenta e
impulso”, nombre debido al drama de Friedrich Maximilian Klinger de 1776), movimiento
que en suma expande el interés de autorepresentación de la burguesía que a menudo
colisionará con los intereses de las cortes que promueven y financian el arte teatral.

Por medio de la “Relativización y depreciación de las virtudes heroicas aristocráticas”,


Arnold Hauser considera que el drama se constituye en instrumento de propaganda de la
burguesía y de su ideología, haciendo explícito el contenido latente de un conflicto que se
vuelve programático (Hauser 1994: 247). Frente a esta configuración, Williams advierte la
persistencia de la figura del príncipe en la evolución de la tragedia neoclásica a las nuevas
convenciones que van a sustituir el orden olímpico y el coro por relaciones políticas y
personales demarcadas históricamente (Williams 1994: 144). Asimismo, es de notar la
creciente asimilación del género por las élites sociales, y en particular por la burguesía. Las

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innovaciones formales que vamos señalando no pueden concebirse sin presentar las
respectivas condiciones sociales. Esta transformación del mundo representado lleva a un
cambio en el estilo: la diversidad de la métrica se simplifica, se vuelve uniforme, y
paulatinamente comienza a ser abandonada. En el drama moderno, el lenguaje representa,
se remite a temas y modos que deben ser identificados por el destinatario. El orden
consuetudinario aparece en su complejidad en escena y la acción visible -más que referida-
se vuelve centro de interés de la representación y cumple una función estructurante. Según
Williams, la percepción popular del conflicto se debe a la referencia a formas simples y
callejeras, como la pantomima, lo que tiene su inmediata consecuencia sobre una forma
canónica del conflicto dramático, en el que se representa un intercambio de fuerzas e
intereses que tienden a una transformación de un estado inicial.

Con Friedrich Schiller, la aparición de la anomalía social había llevado, con Los bandidos
(1781), a la desintegración de las esferas públicas y privadas por las contradicciones entre
el ideal de orden y la práctica de un absolutismo deslegitimado. Ese régimen obsoleto y
caduco pretendía continuar su linaje desconociendo que en manos del criminal Franz Moor,
contrafigura de Karl, héroe, y sin embargo, incendiario y asesino, se descubría su estado
terminal. Schiller había puesto en tensión el drama con los objetivos sociales del arte
teatral, al plantear in extremis la amalgama de crimen, pasión y libertad, pero finalmente, si
bien deja prevalecer la educación moral a través de la obra de arte (Bodas Fernández 2011),
queda pendiente el problema de la continuidad del sistema político.

El parlamento dramático se configura como un elemento formal unificante, y aún cuando


en el siglo XVIII prevalecen estructuras versificadas, se dan las condiciones para la
inclusión de un estilo popular que repercute extraordinariamente en el desarrollo ulterior.
Esa impronta se registra en el carácter de la representación de la lengua en el contexto
público, pero también específicamente en el ámbito privado, incluyendo la representación
del discurso interior. Pavis define la tipología del monólogo considerando las funciones
dramáticas y la forma literaria (Pavis 1996: 297, 298), por lo que, en particular, es posible
identificar en la forma del monólogo de reflexión o decisión, una situación característica
del héroe del drama moderno, el momento de asumir la resolución de un dilema.

Es un elemento fundamental de la modernidad que el lenguaje como producto de los


distintos estamentos y clases puede ser medio y objeto de la representación dramática. Así
como sirve a la justificación política del absolutismo, también revela sus debilidades y
contradicciones, y fundamentalmente el estado de guerra sobre el que se funda ese régimen.
Aún así no debe pensarse en la forma dramática como anticipación de sistema político
alguno, sino más bien que los procesos culturales intervienen sobre las cualidades de
cualquier estructura formal. Gustav Freytag (1866) estableció un esquema formal en el que
las unidades de acción se corresponden con la división en actos y con una intensidad
creciente y gradual. En Don Carlos, de Friedrich Schiller se puede apreciar esta relación
dinámica a través de innovaciones que favorecen la verosimilitud y la intriga para un

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despliegue de acciones muy complejo. Las cinco unidades de la acción: 1. Exposición, 2.
Gradación en el desarrollo de la acción, 3. Punto culminante, 4. Retardamiento de la acción
y 5. Catástrofe se corresponden así con la estructura de los actos, dentro de los cuales
predomina un orden interno. En particular, en este drama de 1787, la crisis política
conduce, en la representación, a una interacción entre orden social y disolución, lo que
pone de relieve la inocultable relación entre los escenarios públicos y los privados.

Con el Romanticismo se observa una discontinuidad mayor en la referencia al mundo de la


experiencia. En la primera década del siglo XIX, la escritura dramática de Heinrich von
Kleist a menudo elude la representación visual del conflicto para explorar un contenido
latente de la acción a través del enigma, la confusión y los malentendidos a los que da lugar
el lenguaje. En efecto, el lenguaje representa, pero de aquí en adelante el mundo
representado ofrece menos certidumbre que el mundo concebido por la Ilustración.

El activo rol social de la burguesía en el contexto de la Restauración monárquica en


Europa, prefigura nuevamente en el drama un escenario de lucha, en el que se denuncia la
imitación complaciente o en el que, por el contrario, se llama a la revolución estética. Así,
por ejemplo Giacomo Leopardi, en sus escritos publicados como Zibaldone dei Pensieri
denuncia en el drama moderno el predominio del artificio por sobre la poesía, ya que
“fingir una pasión o un carácter que no tiene (cosa necesaria al dramaturgo) es algo
completamente ajeno al poeta” (Leopardi 1921: 1182). Se trata de un diagnóstico semejante
al que lleva a Victor Hugo a proclamar el nacimiento del drama romántico con su
“Prefacio” a Cromwell (1827). En un gesto de apropiación que tiene resonancias con la de
los románticos alemanes, Hugo ve en Shakespeare al precursor de la nueva estética y
destaca el ritmo de la acción y la inserción de los conflictos sociales e históricos (Wellek
1973: 279). En respuesta a la Academia Francesa contra las reformas del Romanticismo,
Hugo desconoce la historicidad de escuelas y generaciones y, una vez más, proyecta los
aportes de Racine y Moliére sobre el acuciante presente de inestabilidad política. A
diferencia de Stendhal, que exige abandonar la métrica y tomar distancia de toda
preceptiva, Hugo mantiene que la versificación libre de su drama es producto de la
imaginación y que el drama romántico tiene su fundamento en lo real, es decir, en la
combinación de la naturaleza a un tiempo sublime y grotesca del hombre (Hugo 1966: 58).
Esta ironía estructural que anida en lo verdadero y multiforme revela la posibilidad de
trastocar las unidades formales. El devenir temporal de Cromwell, por ejemplo, que se
reduce a un día y que alcanza a más de 70 personajes, sugiere una amalgama de
acontecimientos que representa el movimiento y las convulsiones de la historia. Hugo
considera, como Schiller con Los bandidos, que el drama no es representable, precisamente
porque las dimensiones y proporciones exceden las posibilidades del teatro de acercarse a
la realidad. También aquí se mantiene la estructura convencional de los cinco actos del
drama, pero resulta sugerente que Hugo concibe cada uno de esos actos como
escenificaciones sociales relativamente autónomas, aunque integradas a la unidad de la

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trama: I. Los conjurados; II. Los espías; III. Los bufones; IV. El centinela y V. Los
trabajadores. Por otro lado, la figura del héroe se vuelve ambigua. Si el drama expresa “la
tragedia dentro de la comedia” (Hugo 1966: 63), los grandes hombres, expuestos
públicamente a la intriga y las miserias de su tiempo, se muestran como emergentes de su
comunidad. El regicida que ambiciona ser rey se mueve “acompañado del cortejo
innumerable de hombres de todas clases” (íbid.), y revela ante ellos una verdad moral.

Como en su desarrollo temprano el drama propusiera una reflexión sobre el orden social y
sobre el rol de las instituciones, conforme se vuelve hegemónico el predominio cultural de
la burguesía europea, la realidad como presente, deseo y amenaza se torna el centro de las
inquietudes. Este predominio deja paso también a la incertidumbre producto de las
transformaciones sociales del siglo XIX, los procesos revolucionarios y la progresiva
concientización de la clase trabajadora. La determinación social e ideológica de toda
estructura formal, sugiere Peter Szondi en su Teoría del drama moderno, ofrece la clave de
interpretación del drama moderno y despeja la posibilidad de la universalización de sus
rasgos (Hays 1983: 70). De todos modos, como género de la Modernidad, acompaña su
emergencia y también su crisis. La conciencia de la sujeción al entorno lleva al individuo a
una introspección que deja vacante la esfera de acción y que traslada el conflicto al orden
de lo privado y de la intimidad. Los dramas individualistas de Henrik Ibsen, August
Strindberg y de Antón Chéjov, con todo su crepuscular esplendor, representan las
limitaciones formales del drama. Si, como sostiene Szondi, el drama reúne tres rasgos
absolutos, como el tiempo presente, el espacio interpersonal y la libertad de acción, con
estos autores, quedan a la vista las grietas del monumento cultural de la cultura burguesa.
En dramas de Ibsen, como en La noche de San Juan (1853), no es en el presente que se
decide la suerte de los personajes, sino que la memoria, como un permanente oleaje,
devuelve al lector/espectador al pasado en el que se consumó una cierta formación
(Lagunas Pilar 2006). Por medio de la estructura analítica, que pone la trama en función de
revelaciones, el personaje adquiere conciencia del pasado como si se tratara de un espacio a
contemplar. Asimismo, la soledad del sujeto en los dramas de Chéjov, a través de los
variados conflictos que se revelan en La gaviota (1896), presenta un aspecto formal
recurrente, el del monólogo como conciencia naciente, ámbito de recuerdos y sensaciones,
y ya no función o producto de la acción. Por su parte, en el drama subjetivo de Strindberg
Adviento (1898), se abandona la presunta objetividad de una conciencia que organiza el
mundo representado, se deja atrás la división en actos, y fundamentalmente se introduce la
perspectiva panorámica de la experiencia, presentada como sucesión de estaciones, y que
supone, como la función del testigo en los dramas de Gerhard Hauptmann, un
distanciamiento crítico, producto de la incongruencia de la forma artística con la realidad
social (Garrido 2011). Estas rupturas, en suma, de la dialéctica autónoma profundiza la
crisis de la obra dramática moderna y prepara, a su vez, el terreno para la estética
contemporánea, que se situará hasta mediados del siglo XX, entre la preservación del
drama del naturalismo tardío, del expresionismo y del existencialismo, y las estrategias de

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distanciamiento escénicas de Erwin Piscator, en cuanto al montaje, y de Bertolt Brecht en
cuanto a la teoría y a la escritura teatral. Así, en el teatro épico, tanto la escritura como la
representación, estarán orientadas a provocar una confrontación entre la materia de la
representación, dotada de referencias y elementos técnicos que “desrealizan” la imagen, y
la conciencia del lector-espectador. En general, estas estrategias de distanciamiento
permitirán reflexionar sobre la forma del drama, diluyendo su autonomía formal y
volviéndola parte de una hegemonía que aparece bajo crítica.

Puesta en análisis

Durante el siglo XIX, el drama despliega aspectos convencionales, como una estructura
dividida en actos y escenas que acompañan la evolución de la tensión, la relación del héroe
con su contrafigura, y del héroe frente a las instituciones, pero esta consolidación de la
forma también conduce a llamativas innovaciones. Nos detendremos en un autor
representativo de su época, y al mismo tiempo precursor de estéticas futuras. La obra de
Kleist fue calificada por Goethe como expresión de un teatro para ser leído, un “teatro
invisible” (Goethe 1807, citado en Sembdner 1996: 162), un emergente indeseable del
Romanticismo, anatema con el que impugnó un producto sintomático de la época en la que
el apartamiento de lo clásico invertía los valores estéticos del drama. En el período
romántico, el potencial dramático de un peculiar modo de presentar los conflictos, con una
latencia que recuerda lo fantástico o al menos un carácter velado y misterioso de la
realidad, se expresa en el drama El príncipe de Homburgo (1811). Esta pieza puede
considerarse un paso muy significativo en la transición del drama burgués al drama realista.
Georg Lukács considera que esa significación, una vez más, descansa en la naturaleza del
conflicto. El conflicto no se reduce a la pasión individual, que por otro lado, aparece
atenuada, solapada por el estado de inconsciencia del príncipe que aparece insomne en la
primera escena, sino que se extiende a “todo un contenido nacional y social” que permite
problematizar –en el texto y en escena- la fuente política y social de la trama. El individuo
y la sociedad entablan un conflicto de difícil resolución, porque, entre otras razones, la
lengua del burgués difiere de la artificiosa comunicación de la corte del Príncipe Elector.
Esa lengua, ya no producto de la convención ni artificio legal, quiere ser medio para
expresar la emancipación del sujeto. La liberación de las ataduras morales y sentimentales
ponen al príncipe Friedrich de cara a su destino: para ver en estado de conciencia debe
aceptar su estado de culpabilidad.

Lukács considera que en la evolución dramática del héroe aparece el poder que encarna y
que ya lo había puesto en contradicción, el poder social objetivo se remonta al pasado
feudal y descubre al sujeto, en el presente, en estado de soledad (Lukács 1964: 25). En
estado de soledad, considera Lukács, el héroe de los dramas de Kleist, debe empeñarse,
movido por el deseo, en desenmascarar la realidad, debe quitar el velo discursivo de la
experiencia para finalmente enfrentarse con su destino. En Homburgo, esa acción se
representa en la estructura espejada que concluye con el héroe nuevamente ante la corte,

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pero ahora, con los ojos cubiertos para ser ajusticiado, logra ver el mandato del destino.
Marthe Robert ha señalado que en ese universo representado, el drama no se dispara por la
violación de tal o cual ley primordial –moral, social o religiosa-, en este mundo
fragmentado de una incipiente Modernidad, el conflicto radica en la íntima convicción de
una culpa que llevan los héroes. En concordancia con Lukács, el despliegue de la vida
social lleva al individuo al drama. Esta criatura desconoce la tragedia, porque no puede
encarnar ni representar una ley concomitante, ni necesidades colectivas. El sujeto de Kleist
no sólo duda, también desconoce su origen y su destino, su impulso lo lleva a librarse del
pantano de la existencia, este es el fin de la acción (Robert 1955: 50).

Bibliografía para ampliar

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Bibliografía consultada

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