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Se aparta para mirarme a la cara.

—Como por ejemplo, ¿hablarle de nosotros?


Asiento con la cabeza, buscando sus ojos con nerviosismo.
—¿Si te parece bien? Podría desanimarlo, y sinceramente, estoy
cansada de ocultarlo.
Sonríe tanto que mi corazón da un salto.
—Ángel, sabes que quiero decírselo a todo el mundo, pero no
dejes que te obligue hasta que estés preparada...
—No —interrumpo, cerrando sus labios—. Llevo días pensando
en esto —le aseguro, con voz firme—. Quiero decírselo a todo el
mundo... si tú quieres —suelto.
Retira mi mano y la besa.
—Lexi, mírame. —Cuando lo hago, se inclina y me besa—. Es
todo lo que quiero. Quiero gritarlo a los cuatro vientos para que todo
el mundo sepa lo afortunado que soy.
—Eres un bombón —me burlo, apoyando mi frente en la suya—.
¿Y tu trabajo?
—Me importa una mierda mi trabajo, y esto no tiene nada que
ver con él. Tú eres mi prioridad, ¿entiendes? ¿Por qué no nos
tomamos este fin de semana para que lo pienses de verdad, y si el
lun Isabelle se levantó. Tenía las manos despellejadas y la sangre que le
brotaba del hombro le manchaba la manga del vestido.
Miró a su hermana, a Hugo y a Martin, que se alejaban ya por el
camino, pero, en vez de seguirlos, recogió su farol y se metió de nuevo
entre las ruinas.
La desesperación la envolvía como una densa niebla, aunque se
negaba a ceder a ella. Y a rendirse.
Cuando se agachó para mover una madera, notó que algo tiraba de
su falda. Segura de que se había enganchado el vestido en un clavo,
miró abajo, dispuesta a pegarle un tirón, y vio que no se trataba de un
clavo.
Era un ratón.
El animalito había clavado sus uñas diminutas en el dobladillo de
Isabelle y se aferraba a él con todas sus fuerzas, con las patas traseras
casi despegadas del suelo.
—¡Fuera! —le dijo Isabelle—. No quiero pisarte.
Pero el ratón no se soltaba.
«Se le habrán enganchado las uñas», pensó mientras se agachaba
para soltarlas. Sin embargo, al hacerlo, el ratón soltó el dobladillo, se
levantó sobre las patas traseras y chilló.
Isabelle reconoció al animal: era la misma mamá ratona que había
visto buscando lentejas en las grietas de las piedras de la chimenea, la
ratona a la que le había dejado el queso.
—Hola. No tengo comida para ti. Ojalá la tuviera. Pero...
La madre ratona levantó una pata, como un padre que silencia a un
niño parlanchín. Chilló otra vez. Y otra.
Al principio solo se oía un susurro. Un murmullo bajo, como la brisa
silbando entre la hierba. Pero después creció y se volvió más urgente, y
brotaba de todos los rincones de las ruinas.
Isabelle alzó el farol y contuvo el aliento, pasmada. A su alrededor,
sobre las piedras, bajo las maderas, con bigotes temblorosos, ojos
negros relucientes y rabos doblados en alto como signos de
interrogación, había muchos ratones. Cientos de ellos.
Tras otro chillido de la madre, desaparecieron entre los escombros.La joven los oía
escarbar, arañar, chillar y gritar.
Desconcertada, miró a la madre ratona.
—¿Adónde han ido? —le preguntó—. ¿Qué están...?
Con cara de fastidio, la ratona alzó de nuevo la pata. Estaba
escuchando algo con atención, le temblaban las grandes orejas.
Isabelle también prestó atención, pero no sabía qué oía el animal.
Levantó la vista. Las estrellas se desdibujaban. La oscuridad remitía. Le
quedaba poco tiempo.
Entonces, una serie de chillidos resonaron por los escombros. La
madre ratona respondió, emocionada, saltando de una pata a la otra.
Después llamó a Isabelle con un gesto y señaló algo.
La joven dejó el farol en el suelo y se arrodilló para ver mejor lo que
indicaba el animal. Al hacerlo, otro ratón fornido y alto salió de las ruinas.
Llevaba algo en la cabeza. Parecía una corona.
—¿Es tu rey? —preguntó Isabelle, ya completamente perpleja—.
¿Quieres que conozca a tu rey?
Otros ratones volvieron a salir de entre las ruinas y respondieron a la
pregunta de la joven con extraños ruiditos que sonaban a risa. La madre
llamó al ratón más grande, que miró a la muchacha con cautela y
sacudió la cabeza. La madre ratona dio un pisotón, y el ratón grande se
acercó a ellas.
Se quitó la corona de la cabeza con las dos patas y se la ofreció a
Isabelle. Sin saber bien qué otra cosa hacer, ella la aceptó y la acercó al
farol. Cuando se percató de que no se trataba de una corona, en
absoluto, dejó escapar un gritito.
Era un anillo de oro.
SETENTA
El corazón de Isabelle rebosaba gratitud. Por un momento no fue capaz
de hablar.
Reconocía el anillo: maman se lo había regalado. Era fino, con una
amatista pequeña. Aun así, tenía que valer cuatro libras. Puede que
más.
—Gracias —logró decir al fin.
Dos ratones más salieron de entre las piedras arrastrando algo. Se lo
ofrecieron: era una pulsera de pequeños eslabones de oro; uncorazoncito dorado con
un rubí en el centro colgaba de uno de ellos. Su
padre se la había regalado. Estaba cubierta de hollín, pero eso podía
limpiarse.
Con el anillo compraría a Nero. Con la pulsera compraría su libertad.
Podía venderla y usar los beneficios para alquilar una habitación en la
aldea para ella y su familia. Se librarían de Avara, sus vacas y sus coles.
Muy agradecida por los regalos, Isabelle puso la mano en el suelo,
con la palma hacia arriba, delante de la mamá ratona. Ella vaciló, pero al
final se subió en ella. La joven la levantó hasta tenerla a la altura de los
ojos.
—Gracias —repitió—. Gracias de todo corazón. No sabes lo que esto
significa para mí. Jamás seré capaz de devolverte un favor tan grande.
Le dio un beso en la cabeza y la dejó en el suelo con mucho cuidado.
Después se levantó, con las joyas en la mano, y salió de la casa en
ruinas.
El sol ya asomaba por el horizonte. Los pájaros cantores daban la
bienvenida al alba. Para cuando llegó a la carretera, Isabelle corría.
SETENTA Y UNO
—Has regresado —dijo el hombre corpulento al abrir el cerrojo de la
puerta—. Creía que no lo harías. ¿Tienes mi dinero?
Isabelle, que había llegado allí un minuto antes que él, estaba
agachada con las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el
aliento. No había parado de correr desde la Maison Douleur al matadero.
—Tengo esto —dijo tras enderezarse. Se metió la mano en el bolsillo,
sacó el anillo y se lo dio.
Él se lo devolvió, ofendido.
—Te dije cuatro libras, ¡no un anillo! ¿Te parezco un prestamista?
El pánico la atenazó. Ni por un segundo había considerado la
posibilidad de que no lo aceptara.
—Pero es... es de oro. Vale más de cuatro libras —tartamudeó.
El otro descartó sus protestas con un gesto de la mano.
—Tendré que vendérselo al joyero, que es un agarrado. Mucho lío.
—Por favor... —le suplicó Isabelle, y se le rompió la voz.
El hombre la miró y después intentó apartar la vista, pero no fue
capaz. La chica tenía la cara manchada de hollín, el vestido empapadode sudor y una
manga manchada de sangre.
—Por favor, no matéis a mi caballo.
El encargado del matadero miró más allá de ella, hacia la calle. Soltó
una palabrota y masculló que era un blando, que siempre lo había sido y
que eso sería su perdición. Después se guardó el anillo.
—Ve a por él —le dijo, señalando el matadero con la cabeza—. Pero
date prisa, antes de que cambie de idea.
Isabelle no le dio esa oportunidad.
—¡Nero! —gritó.
El caballo estaba al otro extremo del patio, atado a un poste, y alzó
las orejas cuando oyó la voz de Isabelle. Sus ojos oscuros se
abrieron como platos. La joven corrió por el barro hacia él y se abrazó
a su cuello. El animal resopló y le dio un empujoncito con la nariz.
—Sí, tienes razón, hay que salir de aquí —dijo ella. Después lo
desató y lo condujo hacia la puerta.
En sus prisas por salir, no había visto a los demás caballos del
matadero, pero ahora sí. Había dos.
«Los habrán traído después de irme ayer», pensó. Estaban huesudos
y comidos de moscas. Tenían el pelaje mate y las colas llenas de
pinchos. Apartó la mirada. No podía hacer nada por ellos.
Habían llegado más hombres. El corpulento estaba preparando café
en una estufita negra dentro de un desvencijado cobertizo. Los demás
estaban a su alrededor, esperando una taza, aunque no tardarían en
recoger los mazos y los cuchillos, y empezar su trabajo.
Isabelle pasó por delante de ellos con Nero y salió por las puertas.
Cuando estaba a punto de marcharse con él, volvió la vista atrás.
Nadie los había alimentado ni les había dado agua. ¿Para qué? ¿Por
qué malgastar comida en unos animales que iban a morir? Estaban
viejos, acabados. No valían nada. No tenían esperanza.
Isabelle agarró tan fuerte la correa de Nero que se le acalambraron
las manos. La pulsera, la que pensaba usar para comprar su libertad y la
de su familia, le pesaba en el bolsillo. Y le pesaba aún más en el
corazón.
Alzó la mirada al cielo.
—¿Qué estoy haciendo? —preguntó, como si esperara una respuesta
de las nubes.
Después ató a Nero a la valla, se sacó la pulsera del bolsillo y entróde nuevo en
el matadero.
«Menuda idiota está hecha —diría mucha gente—. Hay que ser muy
tonta para dar su pulsera por una causa perdida».
No hay que escuchar nunca a esa clase de personas, las de almas
estrechas.
El perro huesudo que aparece en tu puerta. El pájaro con un ala rota
al que le devuelves la salud. El gatito que encuentras llorando a un lado
de la carretera.
Crees que los estás salvando, ¿verdad?
Ah, la ingenuidad, ¿es que no lo ves?
Son ellos los que te están salvando a ti.SETENTA Y DOS
Isabelle, con la cabeza gacha, caminaba por la carretera de vuelta del
matadero, dejando atrás las afueras de Saint-Michel, con los tres
caballos detrás.
«Madame me va a matar —pensó, preocupada—. Ni siquiera quería
a Martin, que se gana su sustento. ¿Qué dirá cuando vea a Nero y a
estos dos pobres despojos?».
Entonces se le ocurrió algo mucho más preocupante: «¿Y si madame
se enfada tanto que amenaza con echarnos a la calle otra vez?».
No había tenido en cuenta esa posibilidad cuando regateaba por las
vidas de los caballos, lo único que le importaba entonces era salvarlos,
pero ahora era una amenaza real. Tantine había logrado convencer a
Avara para que las permitiera quedarse después del desastre del perro
muerto sudoroso; Isabelle dudaba que fuera capaz de salvarlas por
segunda vez.
—¿Isabelle? ¿Eres tú? ¿Qué haces?
Isabelle levantó la mirada al oír la voz y logró esbozar una sonrisa
rota.
—No lo sé, Felix. Los ratones me encontraron un anillo y una pulsera.
Y pensaba usarlos para alejarnos de madame y sus malditas coles. Pero
he acabado dándolos en el matadero para salvar a Nero y a estos dos.
No podía permitir que murieran. Dios mío. ¿Qué he hecho? —dijo muy
deprisa.
Felix, al que habían enviado al herrero a por clavos, ladeó la cabeza.
—Espera... ¿Ese es Nero? ¿Qué ratones? ¿Por qué sangras?
Isabelle se lo explicó todo.
Felix apartó la mirada mientras hablaba. Se limpió los ojos. Isabelle,
que le daba patadas nerviosas a la tierra, no vio el brillo plateado en
ellos.
Estaba terminando su historia cuando un ruidoso grupo de niños que
subía en tropel del río la interrumpió.
—A ver... ¿Son tres caballos o cuatro? —gritó uno.
—¡Tres caballos y una chica fea con cara de caballo! —gritó otro.
Todos se partieron de risa. Isabelle hizo una mueca.
—Salid de aquí antes de que os dé una patada en el culo —losamenazó Felix,
acercándose.
Se desperdigaron.
—No les hagas caso —le dijo a Isabelle—. Lo que dicen... no es
cierto.
—Entonces, ¿por qué lo dicen? —preguntó ella en voz baja.
Felix la miró. A esta chica. Que estaba cansada, sucia,
ensangrentada y empapada de sudor pero seguía desafiante. Esta chica.
Que había sacado del matadero a tres criaturas desamparadas a las que
nadie quería.
—Esa no es la pregunta, Isabelle —respondió en voz baja—. La
pregunta es: ¿por qué te lo crees?SETENTA Y TRES
—¡Nelson, Bonaparte, Lafayette, Cornwallis! —gritó Azar—. ¡Teníais
razón desde el principio, caballeros! ¡No volveré a viajar dentro!
Azar estaba de pie sobre su carruaje, con las piernas abiertas para
guardar el equilibrio, mientras este se lanzaba con gran estruendo por el
camino hacia Saint-Michel. En breves minutos empezaría una partida de
cartas en una habitación sobre la herrería, y no quería llegar tarde. Sus
cuatro capuchinos estaban con él, persiguiéndose entre ellos mientras
chillaban de placer.
—¡Más deprisa, más deprisa! —le gritó al conductor.

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