Está en la página 1de 3

Que algún día yo sería dueño de una

casa.
Tiró de su hermanastra para colocarla delante de ella. La chica
resbalaba sobre las resbaladizas piedras, tropezaba, se golpeaba los
dedos de los pies y caía de rodillas. Cada vez que caía, Isabelle la
levantaba, hasta que por fin llegaron al otro lado.
Cuando salieron dando tumbos del río, Isabelle volvió la vista atrás.
Las ramas del escaramujo se habían unido para formar un muro
impenetrable de seis metros de altura. Oyó que gritaban órdenes detrás
de él, que sonaban disparos, que los perros ladraban, pero nada
atravesaba la enredadera. Las dos hermanastras estaban a salvo. Por el
momento.
—Tenemos que irnos —dijo Isabelle, todavía de la mano de Ella.
—¿Qué es esa cosa, Isabelle? —preguntó la reina, que contemplaba
el escaramujo.
—La magia de Tanaquill.
—¿Encontraste a la reina de las hadas? —preguntó la reina,
emocionada, volviéndose hacia Isabelle.
—Ella me encontró a mí. Te lo contaré después. No podemos
quedarnos aquí.
—Isabelle, ¿cómo me has encontrado? —le preguntó Ella mientras
corrían entre la maleza—. ¿Qué hacías en el campamento de Volkmar?
Isabelle no sabía por dónde empezar. —
Estaba huyendo. Con Nero.
—¿Nero? Pero si maman lo vendió...
—Lo recuperé. Pero madame LeBenêt... Nuestra vecina, ¿larecuerdas? La casa se quemó
y...
—¿Qué?
—Estábamos viviendo en su pajar, y ella quería que me casara con
Hugo...
—¡¿Hugo?!
—Para que Tantine le diera una herencia. Pero no quiero a Hugo. Y
está claro que él no me quiere.
La reina se paró en seco y paró también a Isabelle.
—¿Cómo ha podido pasar todo eso? —preguntó, afectada.
—No tenemos tiempo, Ella —protestó su hermanastra, que volvió la
vista atrás—. Te lo contaré después. Te...
Dejó la frase en el aire. Tan concentrada estaba en sacar a Ella del
campamento que no había tenido tiempo de pensar en nada más. En
aquel momento fue consciente del tremendo peligro al que se
enfrentaban. El gran duque era un traidor, aliado con Volkmar, las tropas
de Volkmar estaban ocultas en la Hondonada del Diablo y la reina lo
sabía todo. Volkmar y el gran duque intentarían detenerlas a toda costa.
Puede que ni siquiera lograran ponerse a salvo, que ni siquiera salieran
del bosque o, incluso, que ni siquiera llegaran vivas al final de aquel
sendero. Bien podía ser su única oportunidad de decirle a Ella lo que
necesitaba decirle.
Así que lo hizo. Le contó todo lo ocurrido desde el día en que se
marchó con el príncipe. Lo de Tanaquill. El incendio. El marqués. Los
LeBenêt. El ultimátum de Tantine. Y, por último, la nota de Felix, y que
maman la había destruido y les había causado un gran dolor a ambos.
—Todo habría sido muy distinto, Ella. De haber huido como teníamos
previsto, si mi madre no hubiera encontrado y destruido la nota, yo sería
muy distinta. Mejor. Más amable.
—Isabelle...
—No, déjame terminar. Necesito hacerlo. Lo siento. Siento haber sido
cruel. Haberte hecho daño. Eras preciosa. Yo no. Lo tenías todo, y yo lo
había perdido todo. Y estaba celosa. —La vergüenza le quemaba bajo la
piel. Se sentía indefensa y expuesta al decir todas aquellas cosas, como
un animalito del desierto al que han sacado de su madriguera para morir
al sol—. Tú no sabes lo que es eso.
—Tal vez sepa más de lo que crees —repuso la reina en voz baja.
—¿Podrás llegar a perdonarme?Su hermanastra sonrió, aunque no era la sonrisa dulce
a la que
Isabelle estaba acostumbrada, sino otra amarga y triste.
—Isabelle, no sabes lo que me estás pidiendo.
Isabelle asintió. Agachó la cabeza. La frágil esperanza que había
albergado al decirle a Ella que lo sentía acababa de hacerse pedazos.
Había encontrado a su hermanastra, había encontrado otro fragmento
que le había sido arrebatado, pero no importaba. No habría perdón, no
para ella. Las heridas que había infligido eran demasiado profundas. Las
lágrimas le bañaron las mejillas. No sabía que el arrepentimiento fuera
tan similar a la desdicha.
—Isabelle, no llores, por favor. Por favor, por favor, no llores. No...
Unos ladridos cortaron sus palabras en seco.
Isabelle levantó la cabeza.
—Tenemos que seguir —dijo, secándose los ojos—. Tenemos que
buscarte un lugar seguro.
—¿Dónde?
—No lo sé. Ya pensaré en algo. Lo importante es llevarte sin que
recibas un disparo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Isabelle le dio la mano. Su hermanastra la aceptó y se la sujetó con
fuerza.
Las dos muchachas echaron a correr de nuevo.
Para salvar sus vidas.CiENTO DiEZ
Isabelle lanzó un guijarro a la ventana.
La piedra rebotó en el cristal y cayó de nuevo a la calle.
Estaba frente a un viejo edificio de piedra a las afueras de SaintMichel. Miró
nerviosa a un lado y a otro de la calle, recogió el guijarro y lo
lanzó de nuevo. Y de nuevo. Y, por fin, la ventana se abrió.
Felix se asomó, vestido con una camisa de lino abierta por el cuello y
sosteniendo una vela, mientras parpadeaba para intentar ver en la
oscuridad.
—Felix, ¡eres tú! —exclamó Isabelle, sin aliento. El joven le había
contado que vivía sobre la carpintería, pero no estaba segura de haber
acertado con la ventana.
—¿Qué estás haciendo aquí, Isabelle? —preguntó con los ojos
empañados de sueño.
—¿Podemos entrar? Estamos metidas en un lío. Necesitamos
escondernos.
—¿Necesitamos?
—¡Felix, por favor!
Felix metió la cabeza dentro. Unos minutos después estaba en la
puerta de la carpintería con la vela. Isabelle se reunió allí con él. Señaló
al otro lado de la calle, donde Ella esperaba bajo el ancho arco del taller
del cantero, sujetando las riendas de Nero. La joven corrió hacia ellos.
—Es Ella —le dijo Felix a Isabelle—. Tu hermanastra. La reina de
Francia.
—Sí.
—Se me han olvidado los pantalones. La reina de Francia está en mi
puerta, y yo voy en camisón. —Se miró—. Con las rodillas al aire.
—Me gustan tus rodillas —dijo Isabelle.
Felix se ruborizó.
—A mí también —dijo Ella.
—Alteza real —la saludó.
—Llámame Ella.
—Alteza Ella —se corrigió el joven—. Haría una reverencia, pero...
Bueno, este camisón es tirando a corto.
La reina se rio.Felix las invitó a entrar en el patio del taller. Después, se llevó
rápidamente a Nero a la parte de atrás, donde estaban los establos. Tras
darle de beber y meterlo en un compartimento vacío, regresó al patio y
cerró la puerta. Con movimientos veloces y sigilosos, condujo a las dos
muchachas a través del taller y por unas estrechas escaleras hasta su
habitación. Allí dejó la vela en una mesita de madera del centro del
dormitorio, recogió los bombachos de los pies de la cama y se los metió
con torpeza.
—Sentaos —dijo, señalando un par de sillas desvencijadas a ambos
lados de la mesa. La reina lo hizo con elegancia, pero Isabelle no era
capaz. Estaba demasiado inquieta; se puso a dar vueltas.
—Está sangrando —comentó Felix, y apuntó al pie descalzo de Ella.
Un corte lo recorría por arriba. El chico buscó un trapo y agua para
lavarlo, y después le pasó unas botas muy usadas.
—Son mías, las viejas. Te quedarán grandes, pero algo es algo. —Se
volvió hacia Isabelle—. Bueno, ¿qué has hecho ahora?
—¿Qué te hace pensar que he sido yo?
—Que siempre eras tú la que se metía en líos, no Ella —respondió
Felix mientras bajaba de un estante una lámpara de aceite.
Mientras Ella, exhausta, cerraba los ojos unos minutos y Felix le
quitaba la campana de cristal a la lámpara, Isabelle le contó lo sucedido.
La rabia endureció los rasgos del joven mientras la escuchaba.
—Después de escapar de Volkmar, subimos por el camino y
cabalgamos por el bosque silvestre —dijo Isabelle, terminando la historia
—. No sabía a dónde ir. No puedo regresar a la granja de los LeBenêt.
Puede que los hombres de Cafard me sigan esperando allí. Lo siento,
Felix. No pretendía arrastrarte a este desastre.

También podría gustarte