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Contenido

Portadilla
Información
Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capitulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Nota de la autora
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Sophie West

Atrapado por mi
sumisa

Bilogía ¿¡Secuestrada?! Vol. 2


©Sophie West 2021
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Primera edición noviembre 2021

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Prefacio

Branden miró a su alrededor. Las cajas de la mudanza estaban desperdigadas


por el pequeño salón, con las tapas abiertas y llenas a rebosar de cosas, recuerdos
acumulados de toda una vida.
—¿Estás segura, mamá? —le preguntó por enésima vez.
—Ya te he dicho que sí, cariño —contestó esta asomando la cabeza por el
arco de la cocina—. ¿Sigues pensando que me equivoco?
—No, sigo pensando que echaré de menos tenerte cerca.
Su madre se marchaba de Nueva York. Después de una vida entera
residiendo en una ciudad en la que apenas había tenido tiempo para vivir,
decidió por sorpresa jubilarse y marcharse lejos, a Miami nada menos. Junto a su
amiga Carola, alquilaron un pequeño apartamento cerca de la playa con la
intención de disfrutar del sol y la calidez de aquella ciudad.
Bianca salió de la cocina y se acercó a su hijo. Vestía unos vaqueros
gastados, una camiseta azul claro y llevaba el pelo recogido en un pañuelo rosa
que lo protegía del polvo, del que escapaban algunos mechones. Era una mujer
delgada y nervuda, con grandes ojos castaños, como los de él.
—Mi niño, lo sé —le dijo con dulzura, poniéndole la palma de la mano en la
mejilla en una caricia maternal—. Y yo a ti, ya lo sabes. Pero es hora de que
disfrute de la poca vida que me quede, ¿no crees?
—Mamá, por favor, solo tienes cincuenta y cinco años —exclamó con
desgana, en un tono infantil que hizo sonreír a Bianca—. Teniendo en cuenta la
esperanza de vida de hoy en día, te quedan mínimo treinta años más.
—Treinta años que pienso vivir bien lejos de Nueva York. Ya sabes que
nunca me gustó esta ciudad. Cuando murió tu padre y lo perdimos todo —le
explicó por enésima vez mientras volvía a la cocina a seguir metiendo cacharros
en las cajas—, tú y yo nos vinimos aquí porque tus tíos nos acogieron en su casa
y se preocuparon de ayudarme a buscar un empleo. Y yo necesitaba tener cerca a
la única familia que me quedaba.
—Lo sé, mamá, lo sé.
Pensar en la muerte de su padre seguía siendo doloroso para ambos. Branden
se apoyó en la pared y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Bianca
también permaneció callada durante unos minutos, quizá pensando en aquel
momento tan lejano ya en el tiempo, pero demasiado cercano en el corazón.
Jamás había llegado a superar la muerte del hombre que fue el amor de su vida y
seguía echándole de menos cada día.
Cogió las ollas y las envolvió en papel de periódico antes de meterlas en su
caja correspondiente. Cuando terminó, Branden se ocupó de cerrarlas con cinta
de embalar y de apuntar en un lateral «cocina» antes de cogerla y llevarla hasta
el salón, para apilarla con las demás.
—Nunca te he dicho cuánto siento no haber podido estar para ti cuando eras
pequeño.
La voz de su madre lo sobresaltó. Se giró hacia ella y vio en sus ojos la
profunda tristeza que la embargaba.
—Mamá, no tienes que pedirme perdón por nada. Sé que…
—Sí, sí —lo interrumpió su madre, haciendo un ademán con la mano como
si espantara a una mosca—. Sé que sabes que no tuve más remedio. Que para
poder mantenernos tenía que trabajar en tres empleos diferentes y que a duras
penas tenía tiempo ni para dormir. Sé que tu cabeza sabe todo eso —añadió,
acercándose a él. Lo abrazó, y Branden le devolvió el abrazo, apoyando la
cabeza en su hombro como cuando era pequeño. Bianca le acarició el pelo y
cerró los ojos—. Y sé que nunca me has reprochado nada, —susurró con voz
nostálgica—, ni siquiera cuando te convertiste en un adolescente, la época en
que los padres son lo peor y los culpables de todo. Tuve suerte contigo, siempre
has sido un hijo ejemplar. Pero necesito decirte que lo siento. Siento no haber
peleado cuando el banco nos quitó la granja. Siento haberte traído aquí, tan lejos
de tus amigos y de tu vida. Y siento…
—Mamá, basta —la advirtió, incómodo con toda aquella retahíla de
disculpas. Levantó la cabeza y la miró a los ojos, esos ojos castaños tan
parecidos a los propios—. Hiciste lo que debías, lo único que podías, dadas las
circunstancias. Y tampoco me ha ido mal en la vida, ¿no crees? —añadió,
mostrándole su mejor sonrisa.
—Te ha ido muy bien en la vida —admitió—. Por lo menos, en la
profesional. La personal… eso ya es otro cantar —murmuró, apartándose de él.
Branden dejó ir a su madre. Una risita, medio divertida medio hastiada, salió
de sus labios. Llegaba el momento en que le daría la charla sobre sentar cabeza,
casarse, formar una familia. Como cada vez que la visitaba.
—No empecemos, por favor.
—Tienes treinta y dos años, Bran. Sé que esa relamida de Georgia te hizo
daño pero…
—Georgia está más que olvidada, mamá.
—Pero, —recalcó la palabra con énfasis—, hay muchas mujeres por ahí que
tienen buen corazón y que serían buenas esposas para ti. Mujeres inteligentes y
cariñosas de las que podrías enamorarte si te dieses una oportunidad.
Branden pensó en Jailyn inmediatamente. Ocultó el rostro girando la cabeza
para que su madre no pudiese leer su expresión. Ella siempre sabía lo que pasaba
por su cabeza y no le apetecía nada tener que confesar que ya había encontrado a
esa mujer, pero que la había dejado escapar por culpa de su ambición.
—Sabes que no quiero enamorarme —gruñó, incómodo.
No quería pero lo había hecho. Y en las tres semanas que habían transcurrido
desde que se despidieron en el aeropuerto, le echaba de menos cada segundo. Oír
su risa, las charlas, su compañía, el brillo vidrioso de sus ojos provocado por el
placer, el tacto de su piel bajo los dedos, sus gritos cuando se corría…
—Y eso es lo que me preocupa, Bran. Hijo, el amor es parte fundamental de
la vida. Si renuncias a él, jamás podrás ser feliz. —La voz de Bianca era triste, y
Branden odiaba ese tono en ella. Le recordaba a aquellos primeros meses
después de la muerte de su padre, cuando ella apenas era capaz de levantar
cabeza y él no sabía qué hacer para ayudarla—. Sé que eres ambicioso, que te
has marcado unas metas y que harás lo que sea necesario para conseguirlas. Eres
tenaz e inteligente, y trabajas muy duro. Pero estás solo, Bran. Dime, ¿de qué te
sirve el éxito y el dinero, si no tienes a alguien que te importe con quien
compartirlo?
—Tendré a alguien, cuando llegue el momento. Alguien que podrá ayudarme
a conseguir algunas de esas metas.
—Una esposa no debe elegirse pensando en qué beneficios sacarás del
matrimonio. Debe elegirse con el corazón.
—¿Para qué, mamá? ¿Para sufrir como sufriste tú cuando papá murió?
Llevas toda la vida echándole de menos. Ni siquiera te permitiste enamorarte de
nuevo, rehacer tu vida con otro.
—¿Es por eso, que te niegas al amor? —Bianca se llevó una mano al corazón
y miró a su hijo con mucha tristeza—. Tu padre fue el hombre de mi vida. Nadie
podrá ocupar su lugar. Pero, ¿crees que me arrepiento de los años que pasé junto
a él? ¿De haberme enamorado de él?
—¿No lo haces?
—¡Por supuesto que no! —exclamó, furiosa y triste al mismo tiempo—. Los
años que pasé junto a tu padre fueron los mejores de mi vida, y volvería a
vivirlos aún sabiendo todo lo que vendría después. Da igual el sufrimiento que
me causó perderlo. Volvería a casarme con él con los ojos cerrados, sin dudarlo
un instante. Precisamente por eso me duele tanto que hayas renunciado a amar, y
saber que es por miedo, porque me viste sufrir cuando lo perdí, hace que me
sienta responsable y muy culpable. Cariño, encontrar el amor es lo mejor que
nos puede pasar en la vida, y renunciar a él es la peor decisión que podemos
tomar.
—Pues será mi peor decisión, mamá.
Bianca suspiró, sabiéndose derrotada. Bran era demasiado obstinado como
para ceder. Se había trazado un camino y no renunciaría a él con facilidad. Solo
esperaba que la mujer destinada a dinamitar todos sus planes no tardase
demasiado en aparecer en su vida.
Capítulo uno

Tres semanas. Tres semanas sin poder quitarse a Branden de la cabeza. Tres
semanas ocultándose de él, evitando subir a la planta 17 donde tenía su
despacho, o escondiéndose cuando él aparecía por la sala de descanso con
cualquier excusa tonta. Tres semanas sintiéndose rota y desubicada, como si
hubiera perdido su lugar en el mundo. Tres semanas llorando cada noche hasta
quedarse dormida. Tres semanas de angustia y dolor.
Tres semanas. Ese era el tiempo que había pasado desde que pronunció su
palabra de seguridad y todo entre ellos terminó igual que había empezado.
Por eso tenía que salir y divertirse. No podía seguir pasando los fines de
semana encerrada en casa llorando por los rincones como un alma en pena.
Tenía que volver a la vida.
—Oye, Kendra, ¿me has cogido el conjunto azul? El de topos blancos, que
lleva tanga en lugar de bragas.
—No, ¿por?
—Porque no lo encuentro. Creí que lo había lavado y guardado, pero no
aparece.
—Mira en el cesto de la ropa sucia. Igual estás confundida.
—Seguramente.
No estaba allí. Jailyn revolvió en el cesto, sacándolo todo, pero el conjunto
de lencería que había decidido ponerse no apareció por ningún lado.
«Qué raro», pensó, pero no le dio más importancia. Desde que había
regresado de la cabaña, no tenía la cabeza en su sitio. Era muy probable que lo
hubiese guardado en otro lado sin darse ni cuenta. Se pasaba las horas pensando
en Bran y en lo mal que se sentía por su culpa, y no prestaba atención a lo que
hacía.
«Ya aparecerá —se dijo—, en el lugar más insospechado».
Iban a salir. Kendra se había pasado toda la mañana del sábado insistiéndole
para hacerlo hasta que claudicó. Su amiga tenía razón. No podía seguir así. Era
el momento de retomar las riendas de su vida y olvidarse de Branden Ware de
una vez por todas. «Un clavo saca a otro clavo, ya sabes —le había dicho
Kendra—. Un buen revolcón con un tío bueno hará que el recuerdo de ese
mostrenco se enturbie».
Jailyn no tenía intención de darse un revolcón con nadie, pero sí podía bailar,
beber y disfrutar de la noche. Coquetear, quizá. Volver a sentirse sexy y deseada.
Pero no estaba preparada para nada más. Además, después de la intensa
experiencia que había supuesto estar en manos de Branden, ¿cómo podría
regresar al sexo vainilla sin pensar que le faltaba algo importante y primordial?
Los besos y las simples caricias jamás volverían a ser suficiente.
Al final, se puso el conjunto de encaje negro, bajo un vestido ajustado del
mismo color y unas sandalias de tacón alto que le estilizaban las piernas y los
glúteos. Se desenredó el pelo para hacerse un recogido que dejaba al descubierto
el delicado cuello de cisne y que realzaba el escote asimétrico del vestido. Se
maquilló un poco, lo justo para no parecer una muerta en vida y ocultar las
ojeras y la piel demacrada, pero se puso un color rojo intenso en los labios.
—Parece que vas de luto —dijo Kendra cuando se reunió con ella en el
salón.
—El negro es elegante y sexy.
—Podrías haberte puesto algo de color —insistió su amiga.
—¿No te has fijado en mis labios? —contraatacó, señalándose la boca.
—Por esta vez, lo dejo pasar. Pero el sábado próximo te pondrás el vestido
rojo. Píntate los labios de negro, si quieres.
—Kendra, por favor. ¿No es bastante que haya decidido salir contigo? Iba a
ponerme el azul, pero no encuentro el conjunto de lencería que va con él, y no
encuentro otro que pegue con las transparencias que lleva, ¿vale?
—Está bien. Venga, vamos. ¡A pasarlo bien!
—¡A pasarlo bien! —la remedó sin mucho entusiasmo.
Empezaba a arrepentirse de haberle dicho que sí, pero cuadró los hombros
como un soldado y salió detrás de Kendra.
Al llegar a la salida, como no, Elvyn Coyle, su vecino, abrió la puerta para
saludarlas. Desde el día de su regreso del lago Ontario, parecía que había tomado
por costumbre asomarse cada vez que la oía entrar o salir. Jai se puso seria,
molesta por ese acoso pretendidamente inocente pero que la incomodaba.
Kendra, en cambio, decidió saludarlo con una amplia sonrisa mientras daba un
saltito para bajar el último escalón.
—¡Ey, vecino! ¿Todo bien?
—Todo bien. ¿Vais de fiesta?
—Sí, vamos a darle un poco de salseo a estos cuerpos. Jai está muy depre
últimamente y me he propuesto hacerle olvidar su mal de amores.
—Pues espero que os divirtáis. Jailyn —añadió, fijando la mirada en ella—,
si necesitas hablar con alguien, quiero que sepas que yo siempre estaré aquí para
ti Te aprecio mucho, ¿sabes? A las dos —se apresuró a aclarar.
—Eh, sí, claro, gracias, señor Coyle —contestó, muy incómoda. Aquella
mirada había sido demasiado intensa incluso para un rarito como él. Le había
dado un repaso de arriba abajo y Jailyn tuvo la sensación de que la desnudaba
con los ojos. No le gustó ni una pizca.
«Ni loca iría a contarte mis problemas. Ni borracha perdida», pensó,
estremeciéndose hasta el alma.
—Adiós, chicas. Y tened cuidado, la noche es muy peligrosa para dos
mujeres guapas como vosotras.
—No sé por qué le das bola —se quejó a Kendra en cuanto salieron. Miró
hacia atrás de reojo y lo vio observándolas desde detrás del cristal de su ventana
—. Este tío me da escalofríos.
—Bah, es inofensivo, ya lo sabes —le quitó importancia Kendra—. Mira, ya
llega el taxi.
Coyle mostró una sonrisa torva en cuanto las vio subir al taxi. Miró hacia su
mano. Allí tenía, arrugado en su puño, un conjunto de lencería, de color azul
celeste con topos negros, muy sexy y escandaloso. Las braguitas eran apenas un
par de tiras y todavía olían a ella.
Se lo llevó a la nariz y aspiró con fuerza.

Fueron al Starlight, uno de los clubs más de moda del momento. Kendra la
arrastró primero hasta la barra para pedir unos cosmos y observaron a la gente
desde allí mientras se tomaban la bebida a sorbos. El lugar estaba repleto de
gente y Jailyn empezó a sentirse un poco agobiada. No quería socializar, no
quería ligar; lo único que quería era volver a casa, meterse en la cama, taparse la
cabeza con la almohada, y llorar.
Se les acercaron dos tíos. No estaban nada mal. Uno llevaba una media
melena y tenía los ojos azules. El otro, con el pelo más corto y oscuro, lo llevaba
arreglado con un peinado despeinado de esos que invitan a hundir las manos y
revolverlo. Eran bastante guapos y simpáticos. Kendra les dio bola todo el rato,
riéndose de sus tonterías y siguiendo la conversación a gritos a causa de la
música alta. Jai se limitó a sonreír y poco más. Las invitaron a otra copa y Jai se
dio cuenta de que Kendra miraba con interés al moreno. Si se liaban, le tocaría
quedarse a solas con el de la melenita. No le apetecía nada.
«¿Qué hago aquí? —se preguntó cuando Kendra se arrimó tanto al tío que
casi se funde con él. Las señales que ambos enviaban eran inequívocas—. Estoy
perdiendo el tiempo, y todavía no me siento preparada para esto».
Miró el reloj. Eran apenas las doce de la noche y quería irse a casa.
—Kendra, acompáñame al baño, por favor.
Su amiga la miró y vio, en su ceño fruncido, que algo pasaba. Asintió y la
cogió de la mano.
—Esperadnos aquí, volvemos en seguida. ¡No os vayáis, chicos guapos! —
les dijo a ambos, pero fijándose en el que había escogido.
Ellos levantaron las copas y asintieron.
—Aquí estaremos, nenas —dijo el moreno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kendra delante de las puertas del baño. Allí, el
ruido estaba atemperado y podían hablar sin gritar.
—Que no me encuentro bien. Esto, venir aquí… ha sido un error. Solo tengo
ganas de salir corriendo.
—Pero, Jai, dales una oportunidad. Son unos chicos muy majos. ¡Y guapos!
¿Has visto cómo te mira Bryan?
—¿Bryan?
—Sí, el de la melenita.¡No me digas que ni siquiera estabas escuchando!
—No, no estaba escuchando porque no me interesa —rezongó de mala gana
—. No me interesa ninguno.
—Solo te interesa el cabrón de Branden —terminó Kendra con voz apagada,
sintiéndose muy triste por su amiga—. Pero no puedes seguir así, cariño. Está
más que claro que no le interesas.
—¿Crees que no lo sé? Lo tengo muy claro en mi cabeza. Pero mi corazón…
—Negó con la cabeza, abatida. Apoyó la espalda en la pared y miró hacia el
techo oscuro del pasillo. Una de las bombillas parpadeó, transformando el
ambiente en algo lúgubre—. Necesito más tiempo. Quizá, incluso cambiar de
trabajo para no tener que verle más. No sé.
—Está bien, vámonos a casa. Iré a despedirme y le daré mi teléfono a Mike.
Tú, espérame en la puerta.
—No, no, nada de eso. —Jai se incorporó y le cogió las manos a su amiga—.
No es necesario que me acompañes, de verdad.
—No digas tonterías. No voy a dejarte sola.
—Pero es que necesito que me dejes sola. Y quiero que vuelvas allí, con
Mike, y te diviertas todo lo que puedas. Te estoy amargando a ti la vida y no es
justo. Hace que me sienta culpable.
—No digas chorradas, Jai. ¿El amor te ha podrido el cerebro, o qué?
—En serio, Kendra. Diviértete por mí, para que mañana puedas contármelo
todo y hacerme reír. Necesito que me hagas reír.
—Puedo hacerte reír sin necesidad de dejarte sola cuando más me necesitas
—insistió todavía.
—Eres la mejor amiga del mundo. —Jailyn la abrazó con fuerza—. Y por
eso te quiero tanto. —Se apartó de ella, la cogió por los hombros, la obligó a
girarse y le dio una palmada en su culo respingón. Kendra dio un respingo y la
fulminó con la mirada—. Pero ahora volverás allí, te enrollarás con Mike, te lo
pasarás de muerte y, por la mañana, me lo contarás todo. ¿De acuerdo? Hazlo
por mí.
—Eres insistente y cabezota —gruñó su amiga, dándose por vencida—. Pero
llama a un Uber, no te pongas a pasear por ahí buscando un taxi tú sola.
No hizo falta que se paseara ni que llamara a un Uber. Al salir, una pareja
que acababa de llegar se estaba bajando de un taxi. Jai se apresuró a subir antes
de que cerraran la puerta y respiró aliviada durante unos segundos antes de darle
su dirección. El taxista puso en marcha el coche y empezó a rodar. Por suerte, no
era de los que tenían la necesidad de llenar el silencio con palabras. Jailyn echó
la cabeza hacia atrás para apoyarla y cerró los ojos. La voz de la radio hablaba
de política y sobre las nuevas medidas del gobierno para paliar la crisis
económica, el tema perfecto para darle sueño y un respiro a su atribulada mente.
Se adormeció, y despertó sobresaltada unos minutos más tarde, abriendo los
ojos de golpe, como si algo hubiera llamado la atención de su subconsciente.
Acababan de pasar por delante de la puerta del Taboo.
—¡Pare! —gritó, todavía amodorrada, incorporándose bruscamente—. ¡Me
bajo aquí!
Pagó la carrera y bajó. Actuó por instinto, sin saber a ciencia cierta qué
pretendía. Solo sabía que tenía que volver a aquel club en el que había empezado
todo, aunque los motivos se le escapaban. No era racional, no era lógico, pero
tenía que hacerlo. Quizá encontraría a Branden y podría enfrentarse a él, pedirle
explicaciones, asegurarse de que realmente él no sentía nada por ella. Si él se lo
decía con claridad, podría acallar de una vez la dichosa voz que le susurraba que
la amaba, a pesar de todas las pruebas que había en contra.
En el vestíbulo, Samantha la recibió con una sonrisa. Jailyn dudó,
preguntándose si era una buena idea. Quizá no lo era, quizá solo haría el más
espantoso de los ridículos. Debería marcharse y volver a casa. Sí, eso haría.
—¿Puedo ayudarla en algo? —La voz solícita de la recepcionista detuvo su
vago intento de huir.
—Yo… —titubeó. No quería preguntar por Branden. Si él se negaba a hablar
con ella sería demasiado doloroso. Quería entrar, buscarlo y ver qué estaba
haciendo. Si se lo encontraba metiéndole mano a una sumisa, tan fresco y
lozano como siempre, tendría su respuesta sin necesidad de preguntar—. Estuve
aquí hace un mes, cuando el día de puertas abiertas, y me preguntaba si podría
echar otro vistazo.
—No hay ningún inconveniente, pero no puede entrar sola. Si quiere esperar
unos segundos, llamaré a uno de los Maestros para que la acompañe.
—Está bien. ¿Podría ser el Maestro Kerr? —preguntó atropelladamente
cuando Samantha salió de detrás del mostrador, antes que cruzara la puerta que
daba al club.
—Por supuesto —sonrió la recepcionista, mostrándole una sonrisa pícara que
decía muchas cosas—. Muy buena elección. —Le guiñó un ojo y abrió la puerta.
Le susurró algo al portero que estaba al otro lado y volvió a su puesto—. En
seguida lo avisan, señorita.
—Gracias.
Jai respiró más tranquila. Menos mal que, en el último momento, se había
acordado del amigo de Bran porque habría sido muy violento que fuese él
mismo el que apareciese para escoltarla. Y no quería ni pensar en la posibilidad
de tener que pasear por el club al lado de un completo desconocido.

—Las huellas y el ADN no han dado ningún resultado —estaba explicando


Kerr. Sentado en uno de los sofás apartados al lado de Bran, mantenía la mirada
fija en el escenario en el que un Amo hacía gemir a su sumisa—. Ha sido
imposible identificar quién estuvo en la cabaña.
—Entonces, no está fichado.
—Mi contacto ha mirado en todas las bases de datos del gobierno, y no ha
salido nada.
—Quizá solo fue un campista despistado que se encontró con un espectáculo
imprevisto y se limitó a disfrutar. Si nos hubiese grabado, a estas alturas los
vídeos estarían en todas las web porno, y no hay ni rastro, lo que es un alivio
—De todas formas, no voy a dejar de investigar. La cabaña ya no es un lugar
seguro para nosotros mientras ese tipo ande suelto por ahí.
—¿Y qué vas a hacer si lo encuentras?
—Enviarle un mensaje alto y claro, Bran —contestó con voz ominosa—. Te
aseguro que no le quedarán ganas de espiar a nadie cuando acabe con él.
Bran no quiso saber a qué se refería con aquellas palabras, pero el
desconocido casi le dio lástima. Casi. Iba a decir algo al respecto, pero una de las
camareras se acercó a Kerr y le dijo algo al oído. Él asintió, y se levantó.
—Tengo que dejarte. Después seguimos hablando.

Jailyn estaba de pie, visiblemente nerviosa. No paraba de poner en su lugar


un mechón rebelde que se había escapado del recogido, ni de tirarse de la corta
falda del vestido, como si tuviese miedo que, de repente, se le subiera hasta la
cintura.
—Vaya, esta sorpresa sí que no me la esperaba —dijo Kerr, sorprendido de
verla allí—. ¿Qué haces aquí?
—No lo sé muy bien, —contestó, mostrándole una sonrisa llena de dudas.
Entró en el Taboo muy segura de lo que quería, decidida a descubrir qué
sentía Branden. A cualquier precio. Con la estúpida esperanza de verlo tan
abatido como ella, con el corazón roto y llorando por los rincones. Observarlo a
escondidas para, de repente, ver cómo su rostro se iluminaba al verla. La niña
tonta y romántica que se escondía en su corazón se imaginó una escena digna de
una película, con él levantándose para ir a su encuentro, cogerla entre los brazos,
besarla con pasión, y prometerle una vida juntos.
Pero después de estar aquellos interminables minutos esperando, empezaba a
arrepentirse. Se aferraba a un sueño que no se haría realidad, y que le destrozaría
el corazón por completo.
«Esto es una equivocación. Vas a hacer el ridículo».
—Sam, ¿están libres los vestuarios?
—Sí, Maestro Kerr.
—Danos quince minutos, ¿quieres?
—Por supuesto.
Kerr cogió a Jai por el brazo y la llevó a través de la puerta de la derecha.
Eran como los vestuarios de cualquier gimnasio, con taquillas metálicas, bancos
de madera, y una zona a la izquierda con duchas privadas. La hizo sentarse en
uno de los bandos y él se sentó a su lado.
—Ahora, vas a contarme qué ocurrió en la cabaña, Jai.
—¿Qué? Ni hablar. Yo no…
—Escúchame, —la interrumpió haciendo un ademán con la mano—. Puedo
ser tu mejor aliado, si es lo que yo sospecho.
—Y, ¿por qué querrías hacer eso?
—Porque Bran es mi amigo y creo que cometió un error al dejarte marchar.
Pero, primero, quiero que me lo cuentes todo.
—Paso de detallarte las escenas sexuales —gruñó con mal humor. Kerr soltó
una carcajada.
—No es eso lo que espero, niña. Hablo de… sentimientos.
Arrugó los labios, como si la sola palabra le produjera asco. Jai casi se echó
a reír al ver su gesto. Estaba claro que el Maestro Kerr no era el tipo de hombre
que hablase mucho de ese tipo de cosas.
—Está bien —asintió Jailyn, dando un ligero cabeceo. Tomó aire
profundamente y lo soltó de golpe, como quien se arranca un esparadrapo de un
tirón para que el dolor dure menos—. Me enamoré de Branden. Y creo que él se
enamoró de mí. Pero… hay algo que le impide aceptarlo. Es como si luchase
contra lo que siente. Aunque otras veces pienso que me equivoco, que son
imaginaciones mías, y que solo veo lo que quiero porque yo sí estoy enamorada.
Y esta noche he salido para divertirme sin pensar en él, pero me ha sido
imposible, y volvía a casa cuando el taxi pasó por aquí y no pude evitar el
impulso de parar y entrar con… ni siquiera estoy muy segura de qué estúpida
idea tenía en mente. Pensé que si lo veía metiéndole mano a otra mujer me daría
cuenta que no me quiere. O que si lo veía triste como yo, me daría el valor
suficiente como para acercarme y darle otra oportunidad, aunque no me la haya
pedido —añadió en voz más baja, sintiéndose ridícula—. tú que le conoces, ¿qué
piensas?
—Lo que yo vi entre vosotros dos fue una conexión muy especial que iba
mucho más allá de la que tienen amo y sumisa —confesó Kerr.
—¿De verdad? —preguntó, con un hilo de voz, sintiendo que la esperanza
renacía con fuerza.
—Sí. Creo que se ha enamorado de ti y eso ha alterado todos sus absurdos
planes. Lleva un mes muy raro —confesó.
Branden iba al club igual de a menudo que antes, pero limitándose a pasear o
a observar con rostro pétreo las escenas que se reproducían en los escenarios. Sin
buscar la compañía de alguna sumisa. Apartando a las que se acercaban a él con
la clara intención de seducirlo. Jamás había entendido su fijación por encontrar a
una mujer de familia influyente para casarse con ella, y sintió mucha rabia al
darse cuenta de que estaba tirando por la borda la oportunidad de amar de
verdad. Estaba claro que esta sumisa había calado muy hondo en él, y que el
único motivo por el que se negaba a aceptarlo era su desmesurada ambición.
Su yo más romántico, aquella pequeña parte de sí mismo que mantenía
encerrada y encadenada en la parte más profunda de su ser, se rebeló ante aquel
despropósito.
Debería darle una lección que no olvidara jamás y lo obligara a abrir los
ojos.
—¿Enamorado? ¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro. Y tengo una idea que puede que funcione.
Le mostró una sonrisa maquiavélica y en sus ojos brilló un punto de
diversión.
—Miedo me das. ¿Qué idea es esa?
—Hazte pasar por mi sumisa para darle celos.
—¡¿Qué?! No, ni hablar. Dejando de lado que Kendra se enfadaría
conmigo…
—¿Se enfadaría contigo? Qué revelador —musitó él, pero Jai no le prestó
atención y siguió hablando.
—…tú no me gustas, ni me atraes sexualmente. ¿Cómo pretendes que me
ponga en tus manos para… para… hacer eso? La sola idea me… eeew.
Jailyn se estremeció con horror y Kerr dejó ir una risa entre dientes que le
sacudió los hombros. Su rostro escandalizado le hizo mucha gracia. Quizá
debería ofenderse por parecerle tan absolutamente repugnante la idea de follar
con él, pero era un hombre que sabía juzgar el carácter de las personas y, aunque
era evidente que Jailyn era una sumisa, no lo era con cualquiera. Era la sumisa
de Bran, así de simple. Cualquier otro le parecería un amo inaceptable.
—No voy a obligarte a hacer nada, muchacha. Solo lo simularíamos. En
ningún momento utilizaré las circunstancias para obligarte a tener sexo conmigo,
puedes estar tranquila. No me gusta forzar a las mujeres. De hecho, debería
ofenderme porque hayas pensado que soy capaz.
—Lo siento, no era mi intención.
—Lo sé, lo sé. Tranquila. Verás, mi idea es aparecer los dos juntos por el
club varias veces, estar un rato, tomar unas copas… Nada más. Ni siquiera te
tocaré íntimamente, aunque mi reputación se resienta con ello —bromeó—. Te
luciré como mi nueva sumisa delante de todo el mundo, alabaré tu buena
disposición en la intimidad, y si me presionan para hacer una escena pública
contigo, simplemente me negaré aduciendo que no estás preparada. Nadie se
atreverá a cuestionar mi decisión.
—¿Crees que funcionará?
—Bueno, —Kerr se encogió de hombros—. Branden es muy obtuso, pero
tiene una vena posesiva muy marcada aunque se empeñe en mantenerla oculta y
enterrada, e imaginarte conmigo… es muy probable que lo haga estallar.
—Te arriesgas a perder su amistad.
—Estoy seguro de que me lo perdonará todo en cuanto le contemos la verdad
—le quitó importancia.
—Y eso, ¿cuándo será?
—En cuanto se dé cuenta de que está enamorado de ti y de que está tirando
por la borda la oportunidad de ser feliz.
Jailyn asintió, aunque seguía sin estar convencida del todo de aquel plan. Era
arriesgado y muchas cosas podían salir mal. Pero, ¿acaso tenía algo que perder?
El único que de verdad se arriesgaba era Kerr. Intuía hasta qué punto la amistad
de Branden era importante para él y perderla le supondría un duro golpe. El
corazón se le llenó de gratitud. Si el plan salía bien, estaría en deuda con él
durante el resto de su vida. Pero…
—¿Y si te equivocas? ¿Y si no me quiere?
Kerr se encogió de hombros.
—La verdadera pregunta es: ¿qué estás dispuesta a arriesgar para saber la
verdad?
—Todo —afirmó llena de determinación—. Hasta mi corazón.
Capítulo dos

El plan era una locura. Jailyn se dio cuenta el domingo por la mañana,
mientras se lo contaba a Kendra. El rostro de su amiga era un poema y hablaba
por sí mismo. Su rostro, siempre demasiado expresivo, pasaba de la incredulidad
a la diversión rozando la incredulidad.
—¿Estás segura? —preguntó cuando Jai terminó de hablar.
Estaban sentadas en el sofá, todavía en pijama, con una buena taza de café en
las manos. Ni siquiera se habían peinado.
—No, pero no voy a rendirme sin luchar. Nunca he sido una cobarde y,
aunque te parezca una locura, estoy enamorada.
—¿Cómo vas a estar enamorada? Solo pasaste seis días con él. No es
suficiente. El amor necesita tiempo para llegar a conocer bien al otro y saber si
sois compatibles o no. Estás encoñada, que es diferente —intentó hacerla entrar
en razón.
—Que tú no creas en el amor a primera vista, no significa que no exista.
Además, parece que estés hablando de periféricos para un ordenador, no de
amor. El amor es imprevisible, caótico, se presenta cuando menos te lo esperas y
te da en toda la cara. Mal que me pese, me enamoré de Branden el primer día
que le vi, antes incluso de oír su voz. Ya sé que es irracional —se apresuró a
confesar al ver la expresión de incredulidad de su amiga, exasperada por no
saber cómo explicarlo para que lo entendiera—, pero es lo que hay.
—Sigo pensando que cometes un error. —Se encogió de hombros y dio un
sorbo al café antes de continuar—. Pero soy tu amiga, así que voy a apoyarte en
todo lo que pueda. Solo dime qué he de decirle al impresentable de Branden si
me pregunta.
—Entonces, ¿no te molesta que utilice a Kerr?
—¿Por qué iba a molestarme? —se extrañó Kendra.
—Bueno, te acostaste con él.
—Eso es agua pasada, cosa de una noche. Ni siquiera hemos vuelto a vernos
y, ya que parece que estamos en uno de esos momentos de sinceridad,
aprovecharé para confesar que no me apetece mucho verlo de nuevo. Es
demasiado intensito para mi gusto.
—Pues… va a estar aquí dentro de un rato.
—¿Aquí?
—Es lo que intentaba explicarte.
—Pero no viene para follar, ¿no?
—¡Claro que no! —se rio Jailyn al ver la expresión de su amiga. Parecía que
iban a saltársele los ojos—. Va a venir para trazar un plan. Se le nota lo militar.
Quiere tenerlo toooodo bien atado para que Branden no pueda pillarnos en un
renuncio, así que hemos de inventarnos una historia creíble que explique por qué
estamos juntos.
—Una de ciencia ficción —rió Kendra—, porque, cariño, no puedo ni
imaginarte con un tío con él.
—Tampoco me veía yo con alguien como Branden, y aquí estamos —gruñó,
algo molesta con su amiga pero sin saber muy bien por qué.
—Pero Branden no es un controlador patológico; por lo menos, no lo parece,
por lo que me has contado. Aunque, alguien como él seguiría siendo demasiado
para mí. No, no me veo yo saliendo con un tío así. Me dan espasmos solo de
pensarlo. Peeero, si es lo que tú quieres, te ayudaré en lo que pueda para que lo
consigas.
—Eres una buena amiga —susurró Jailyn, con el corazón henchido de
ternura.
—Sí, esa soy yo.

Kerr llegó a media mañana. Fue Kendra quien le abrió la puerta y lo dejó
pasar, sin poder evitar echar una mirada a la bolsa de deporte que llevaba
colgando del hombro. Él se quitó las gafas de sol y se las puso en la cabeza,
echándole una mirada cargada de intenciones mientras una sonrisa ladeada
asomaba en sus labios.
—Buenos días, pequeña leona —le susurró con sensualidad—. ¿Ya has
afilado las garras?
—Que te jodan, Kerr.
—Uh, esa boca.
—Siéntate y calla —le dijo con un bufido nada elegante mientras le señalaba
el sofá. Él le hizo caso y se dejó caer despatarrado, sin dejar de observarla como
si quisiera comérsela—. Jai sale en seguida. Oye, ¿estás seguro del lío en que
vas a meterla?
—¿No vas a sentarte a mi lado?
—Más quisieras tú. Contesta a la pregunta.
—Sí, estoy seguro. No tienes que preocuparte por tu amiga.
—Pues lo estoy. Si Branden no reacciona como tú esperas…
—Conozco muy bien a Branden. Casi podría asegurar que soy la persona que
mejor lo conoce en el mundo. Si, como sospecho, está enamorado, no dejará que
esta farsa continúe durante demasiado tiempo antes de intervenir.
—¿Y si no lo está? Porque eso es lo que me preocupa.
—Si no lo está, no me quedará más remedio que resignarme —contestó
Jailyn detrás de ella—. Kendra, sé que te preocupa que salga herida, pero es que
¡ya lo estoy! Y necesito averiguar qué es lo que él siente por mí.
—Pues la mejor forma de averiguar las cosas es hablando. ¿Por qué no le
preguntas directamente?
—Porque mentirá —intervino Kerr—. Igual que se está mintiendo a sí
mismo.
—Sinceramente, no sé si vale la pena todo este esfuerzo. Yo no me
preocuparía por alguien que niega sus propios sentimientos. Me lamería las
heridas y seguiría adelante con mi vida. Y allá él con la suya.
—Pero yo no soy tú, Kendra. Ya sabes que somos muy diferentes.
—Y por eso nos complementamos tan bien.
—Bueno, ¿has pensado en la historia que vamos a contar? —intervino Kerr.
Los momentos empalagosos no le iban demasiado.
—No entiendo por qué tenéis que inventaros algo. Decid sencillamente que
tú la llamaste, la invitaste a salir, y ella dijo que sí. Ya está.
—No es tan simple, Kendra. Branden sabe sobre nuestro pacto.
—El pacto por el que te negaste a hacer un trío. Vería muy raro que ahora
salieses conmigo.
—¿Trío? ¿Qué trío? —preguntó Kendra, mirando a uno y a otra con los ojos
muy abiertos—. ¿Tuviste la oportunidad de follar con los dos, y te negaste?
—Pues claro —exclamó Jailyn, algo ofendida por su duda—. Ese pacto es
importante para mí.
—Pues, en tu lugar, yo me lo habría pasado por el coño, literalmente. —
Kendra se echó a reír a carcajadas, divertida por el asco de chiste que había
hecho.
—¡Kendra! ¿Serás cabrona? —la acompañó Jailyn, riéndose también.
—Alguien debería lavarte esa boca con jabón —masculló Kerr, confuso por
el estallido en carcajadas de ambas.
—Nadie ha tenido huevos para hacerlo, Maestro —lo provocó Kendra,
pronunciando la última palabra con retintín, como si fuese una burla—. ¿Vas a
hacerlo tú?
—No me provoques, leona, que puedes salir escaldada.
—Mi mi mi. Céntrate mejor en el absurdo plan que traéis entre manos y a
mí, déjame vivir en paz. No soy nada tuyo para que andes riñéndome a lo tonto.
—Eso puede cambiar el día menos pensado.
—Sí, ya, y a los elefantes les saldrán alas. ¿Sabéis qué? Creo que me voy a
dar un paseo para que podáis seguir maquinando a solas. Hace un día demasiado
bueno como para quedarse encerrada en casa. ¿Comemos en el Victor’s?
—Vale. Nos vemos allí en un par de horas.
—Genial.
—¿Qué ocurre entre vosotros? —le preguntó en cuanto se quedaron solos.
Jai lo miraba con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido.
—Nada importante —le quitó importancia Kerr, encogiéndose de hombros
—. He descubierto que me gusta tocarle las narices a tu amiga.
—Ya…
Kerr dejó ir una risa corta y mordaz antes de cambiar de tema y volver a la
conversación original.
—La idea de Kendra no es del todo mala.
—¿Qué idea?
—La de simplificar la historia. Yo te llamé y tú aceptaste venir conmigo al
club.
Jailyn se presionó el puente de la nariz con dos dedos. Empezaba a tener
dudas sobre el plan. ¿Y si Kendra tenía razón? ¿Y si lo que debía hacer, era
seguir adelante con su vida y olvidarse de Branden?
—No. —Negó con la cabeza. Podía ser que se equivocara, pero la vida no
era más que una sucesión de aciertos y errores. Así se aprendía y se crecía, o eso
era lo que le decía siempre su madre. Y tenía que hacer eso, fuese cual fuese el
resultado final—. La mejor mentira es la que se disfraza con la verdad. Yo fui a
buscarte al club después de hablar con Kendra y asegurarme de que no le
importaba. Tú aceptaste ser mi Maestro durante un tiempo, hasta que me
acostumbre al club y conozca a más gente allí. Branden se lo creerá.
—¿Mientes muy a menudo?
—No demasiado. —Jai sonrió con tristeza—. Nunca me han gustado las
mentiras, pero cuando son necesarias no tengo ningún reparo en usarlas. Y, en
este caso, son absolutamente necesarias.
—Y, ¿qué le dirás si te pregunta por qué no acudiste a él?
—La verdad. —Jailyn alzó la mirada y la fijó en el rostro de Kerr. Él la
observaba con atención—. Que no podía pedírselo porque me he enamorado de
él y es evidente que no me corresponde; pero que me cansé de estar en casa
llorando y triste, y decidí tomar las riendas de mi vida
—Eres valiente —susurró con admiración.
—No, solo estoy desesperada —Jailyn dejó ir una risa seca y abatida,
burlándose de sí misma.
—Estás equivocada. Yo te veo como una mujer obstinada que sabe lo que
quiere y está dispuesta a luchar por ello. —Le cogió las manos entre las suyas y
las apretó con afecto—. Y vamos a hacer todo lo posible para que salgas
victoriosa, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Muy bien. Entonces, —Acercó la bolsa de deporte que estaba en el suelo,
empujándola con un pie, hasta ponerla delante de ella—, ve escogiendo qué ropa
llevarás el viernes cuando hagamos nuestra entrada triunfal en el club.
—¿Me has traído ropa?
—Por supuesto. Mi sumisa no puede ir vestida de cualquier manera. He
escogido varios conjuntos para ti. Espero haber acertado con la talla.
Jailyn abrió la bolsa y enrojeció hasta la raíz del pelo cuando sacó el primer
conjunto. Era un manojo de tiras de cuero pegadas a un diminuto tanga. Al ver
su cara de espanto, Kerr dejó ir una carcajada. Sin decir nada, sacó una revista
del fondo de la bolsa, un catálogo de ropa, y buscó hasta encontrar la foto. Dio
un golpe suave con el dedo sobre el papel y le dijo:
—Es este. Como ves, si se coloca bien, no muestra nada.
Jailyn miró la imagen de la modelo, que posaba de pie con el cuerpo ladeado
y una mano en la cintura. El tanga tapaba la zona del pubis, y las tiras,
estratégicamente colocadas, tapaban los pezones. Pero el resto del cuerpo estaba
completamente descubierto.
—Ni hablar. No me pongo esto en público ni loca. ¡Si es casi como ir
desnuda!
—Es una pena que te avergüences de tu cuerpo —le dijo chasqueando la
lengua con decepción.
—Ah, no, no vas a manipularme. No me avergüenzo de mi cuerpo. Pero
pasearme por el club con esto puesto, delante de un montón de desconocidos, es
algo muy diferente.
—Jailyn, ya has estado en el club, y has visto cómo visten las sumisas. —Sí,
lo había visto muy bien. La mayoría iban con un tanga minúsuculo, y los pechos
al aire—. Si quieres seguir adelante con el plan has de aceptar las exigencias que
conlleva, y una es la ropa que llevarás. Si quieres que Branden se crea que estás
conmigo, claro. Él sabe muy bien cuáles son mis gustos, y lo que permito o no
que vistan mis sumisas. Esta ropa es de mi estilo. Ponte cualquier cosa más
recatada, y sabrá que mentimos.
—Esta bien —concedió con desgana.
Sacó el resto de ropa y la esparció sobre la mesa de café y el sofá, a su
alrededor. Todo era absolutamente escandaloso y minimalista, destinado a
provocar erecciones a mansalva. Había un arnés con forma de body hecho con
tiras de cuero (jodidas tiras de cuero y la fijación de los Doms por este tipo de
cosas) que dejaba los pechos desnudos; en el lugar donde debería estar el
sujetador, había dos aros metálicos sujetos al cuero con finas cadenas.
Probablemente, la idea era colocarlos sobre los pezones para resaltarlos.
Jailyn tragó saliva, imaginándose vistiendo aquello mientras se paseaba por
el club al lado de Kerr.
El tercero era una minifalda minúscula y un corsé que se colocaba debajo de
los pechos, con dos cadenas sujetas a un collar de cuero para el cuello.
—¿Y las bragas? —preguntó Jailyn, sacudiendo la mini falda.
—¿Qué bragas? —La sonrisa de Kerr fue respuesta suficiente. Aquel
conjunto no llevaba.
—No puedo decidirme ahora —acabó confesando—. Todo esto es…
demasiado, ahora mismo.
—No hay problema, mientras el viernes, cuando te pase a buscar, lo hayas
hecho.
—¿No esperarás que salga de mi casa con…? —Jailyn señaló la ropa y lo
miró.
—Claro que no. Para eso el club tiene unos vestuarios, niña
—Buf —resopló, llevándose la mano al pecho—, qué alivio.
Kerr estalló en carcajadas y Jailyn lo miró, furiosa al principio, pero acabó
riéndose con él.
—No puedes negar que eres una completa novata —exclamó él entre risas.
Cuando se calmaron, Jailyn dobló la ropa para volver a guardarla en la bolsa
mientras Kerr le explicaba cómo transcurriría su noche en el club, y cómo debía
comportarse ella para que nadie pudiera poner en duda su relación amo sumisa.
Sobre todo, Branden. Tuvo que asumir que la tocaría y la besaría en público,
aunque le prometió que no llegaría demasiado lejos. Sería extraño si Branden
estaba delante pero, ¿qué sentido tendría hacerlo sin no podía verlo?
«Esto está siendo una muy mala idea», se repitió. Pero era el único camino
que tenía para provocar su reacción. Excepto, quizá, sacudirlo en la cabeza con
un bate de beisbol.
—¿Se lo dirás antes, o dejarás que el viernes se lleve una sorpresa?
—Se llevará una sorpresa. Si hablo antes con él, capaz es de no ir al club y
no podemos arriesgarnos.
Media hora más tarde, Kerr bajaba las escaleras para marcharse. La puerta
del bajo se abrió y salió un hombre enjuto y de mirada huidiza, con un pliego de
cartas en la mano. El hombre apenas pasó por su lado, evitando rozarlo.
No le gustó. Algo en él le produjo rechazo de forma instantánea. Se paró
antes de salir y lo observó subir las escaleras. Con la puerta abierta, esperó. Oyó
al hombre llamar en la puerta de Jailyn y escuchó la breve conversación que
mantuvieron. El tío solo le había subido las cartas, aunque le sonó a excusa
barata. «Debería hablar con Jailyn sobre este tío», pensó. Si ella fuese de verdad
su sumisa, lo haría. De hecho, no estaría abajo escuchando a escondidas, sino
que habría subido las escaleras detrás de él para marcar territorio e intimidarlo
con su presencia.
Pero Jailyn no era nada suyo, en realidad. Y no la conocía lo bastante bien
como para saber de qué manera recibiría una actitud así por su parte.
«Probablemente, me daría una patada en el culo y me mandaría rodando
escaleras abajo. No creo que sea el tipo de mujer que busque la protección de un
hombre. Y, mucho menos, la mía».
Se marchó antes de que el vecino bajara, aunque reacio a hacerlo. Echó una
mirada atrás antes de que la puerta se cerrara a su espalda y se encogió de
hombros. Lo investigaría sin decirle nada a ella. Ojos que no ven…

—El pesado de Elvin ha vuelto a subirnos las cartas —se quejó Jailyn en
cuanto se sentó a la mesa del Victor’s. El restaurante estaba casi vacío a aquella
hora, aunque se llenaría dentro de poco. Mucha gente del barrio iba a comer allí
cada día. Sus platos no solo eran deliciosos, sino que estaban a unos precios
bastante modestos—. Ya no sé cómo decirle que las deje en el buzón.
—Pobrecito, no te enfades con él. Creo que solo busca alguien con quién
hablar durante unos minutos. El pobre se pasa el día encerrado en su casa y solo
—contestó Kendra, que había llegado antes.
—Pues que se compre un gato —masculló.
—Eres mala —se rio.
—No tanto como tú.
—¿Yooo?
—Sí, tú, que te niegas a contarme qué paso con Kerr el día que fuimos al
Taboo. Y, después de veros juntos, me muero de curiosidad.
—Follamos y ya.
—Hubo algo más, estoy segura. —Jailyn la observó con los ojos
entrecerrados, esperando que sus gestos o su rostro le diera alguna pista; pero
Kendra se mantenía con cara de póker, algo excepcional en ella—. Va,
cuéntamelo —suplicó al fin con voz plañidera—. ¿Te gusta?
—¡Cómo va a gustarme un tío mandón que no deja suficiente aire a su
alrededor para poder respirar! Es insoportable, le encanta mangonear a la gente a
su antojo, y no acepta un no por respuesta. Además, está fatal de la cabeza. ¡No
quiere una amante, quiere una esclava que le diga a todo que sí! ¿Acaso me ves a
mí en ese papel? Ni. De. Coña.
—Pero te gusta —Afirmó, convencida de que tenía razón. ¡Cómo había
estado tan ciega! Porque estaba consumida por sus propios problemas. Cogió el
móvil que había dejado sobre la mesa y abrió la agenda—. Lo llamo ahora
mismo y cancelo todo el plan.
Kendra la detuvo aferrando la mano en la que sostenía el móvil.
—Ni de coña, ¿me oyes? Ni vas a cancelar nada, ni él me gusta. Además, me
gustase o no, eso es irrelevante. Jamás podría ser feliz con un tío como él, y lo
sabes. Estoy loca, pero no tanto como para obsesionarme con alguien que no
puede hacerme feliz. Así que tira adelante con el plan y olvídate de mí.
—¿Estás segura?
—Muy segura.
Jailyn unió la mano libre a las otras entrelazadas, dándole a Kendra un
apretón lleno de ternura y comprensión.
—Lo siento.
—No digas más gilipolleces y vamos a hablar de comida, que para eso
estamos aquí. —Deshizo el nudo de manos y cogió el menú para abrirlo—. ¿Qué
pedimos hoy?

«Los tíos que se ponen cachondos cuando ven a una mujer vestida de
colegiala, son pederastas reprimidos, ¿no lo sabías?».
La voz de Kerr resonó en su cabeza tan alto y claro, que pensó que había
regresado y estaba a su lado. Kendra se removió inquieta, en el sofá, y maldijo
en voz baja.
Después de comer, habían vuelto a casa para ver un par de capítulos de
Anatomía de Grey, pero Jailyn se quedó dormida en seguida, así que Kendra
apagó la tele y decidió echarse también una siesta.
Pero no podía quitarse a Kerr de la cabeza.
Volver a verlo había sido una prueba de fuego, una prueba que parecía que
no había superado. El recuerdo del rato pasado con él en el Taboo, volvió con
fuerza a su memoria, haciéndole sentir de nuevo todas aquellas sensaciones
molestas y tan demoledoras que la dejaron flotando como un puñetero asteroide
a la deriva en el espacio.
«A los hombres les gustan las mujeres vestidas de colegialas porque tienen
la estúpida idea de que las chicas de quince y dieciséis años de hoy en día, son
inocentes y fácilmente manipulables», contestó ella.
«No quiero pensar en eso», se dijo.
Pero pensó. Y recordó.

Seis semanas antes…

El Taboo resultó ser mucho más de lo que esperaba. Un antro de perdición


absoluta. Y el hombre que estaba junto a ella, el Gran Pecador en persona.
—¿Te gusta que los hombres piensen que eres una chica inocente y
fácilmente manipulable? —preguntó mientras la llevaba de la mano por la sala
principal del club, dejando a Jailyn detrás. Se sintió levemente culpable, pero
Branden ya estaba yendo a por su amiga y sonrió al pensar en que, por fin,
follaría con él y podría olvidarlo de una vez por todas.
—A mí, lo que me gusta es follar. Cuantos más tíos me miren como tú estás
haciendo ahora mismo, más opciones tendré para escoger. Y, si para eso he de
ponerme una faldita plisada como esta… pues me la pongo. —Se encogió de
hombros, mirando a su alrededor.
Había una chica de rodillas delante de un Amo, y le estaba chupando la polla
delante de todo el mundo. Los rostros de ambos eran un poema, y era evidente
que ella lo estaba disfrutando tanto como él. El Amo marcaba el ritmo con una
mano en la cabeza de la sumisa, mientras con la otra no dejaba de magrearle los
pechos desnudos.
Kendra sintió una extraña excitación por la escena. Nunca había sido una
exhibicionista, por lo menos, no hasta aquel punto; pero se preguntó cuánto de la
excitación de la chica estaba provocada por las caricias, y cuánta por el hecho de
estar siendo observada. Se imaginó en su lugar, entre las rodillas del hombre que
tenía al lado, y la humedad le empapó las bragas en un santiamén
—¿Y si alguna de esas «opciones» decide que tiene más derecho que el
resto, y es él el que elige por ti?
—Sé decir «no» con mucha facilidad. Y, si se pone pesado, una buena patada
en los huevos arregla muchas situaciones incómodas.
—Así que eres una mujer agresiva.
—Cuando es necesario, por supuesto.
Cruzaron el salón principal y subieron las escaleras que llevaba a la segunda
zona. Allí, las luces eran más tenues. Tres escenarios estaban colocados
estratégicamente, uno en cada pared; entre los pasillos, colgadas del techo, había
cuatro jaulas doradas con la parte superior redondeada, como las típicas de los
pájaros pero mucho más grandes; dos de ellas estaban ocupadas. En uno había
un hombre, un sumiso, con el torso descubierto y unos pantalones que dejaban
desnudos sus genitales y su trasero. Estaba sujeto por las muñecas a la parte alta
de los barrotes, y tenía los ojos vendados y la boca amordazada con una pelota
de goma. El hombre era alto y la jaula demasiado pequeña para él, por lo que se
veía obligado a permanecer de rodillas. Delante, una mujer, una Ama, estaba
colocándole algo alrededor de la polla.
—Le está colocando una jaula para pollas —le explicó Kerr al oído al ver
con qué interés estaba mirando la escena—. Es muy probable que el sub haya
sido demasiado travieso para el gusto de su Ama, y lo castiga así. La jaula le
impide tener una erección y, te aseguro, que ella hará todo lo que esté en su
mano para torturarlo excitándolo.
—Eso debe doler de la hostia —murmuró, fascinada.
—Ese es el punto, niña salvaje. El dolor controlado puede ser un camino
más hacia el placer más absoluto. Te aseguro que él disfrutará de cada tortura y,
cuando su Ama le quite la jaula a la polla, tendrá el mejor orgasmo del mundo.
—Si yo fuese un tío, jamás me dejaría poner algo así.
—Ya lo creo que lo harías —exclamó con una sonrisa jactanciosa—. Con la
persona adecuada, por supuesto.
—Yo no soy una sumisa. Tampoco lo sería si fuese un hombre. Soy
demasiado agresiva. Creo que sería una buena Ama —añadió, pensativa.
—¿Tú? ¿Una Ama? Quítatelo de la cabeza. Eres una sumisa; por eso estás
aquí, conmigo —afirmó con una sonrisa petulante que a Kendra le molestó
demasiado.
—Estoy contigo porque te has ofrecido a enseñarme todo esto.
—Estás conmigo porque tienes la esperanza de que te muestre el camino que
tanto deseas pero no te atreves a tomar.
—Eres un creído, ¿lo sabías?
—Vamos, niña salvaje, acéptalo. Te mueres por que te ponga unas
restricciones y te ponga el culo colorado antes de follarte.
—No me conoces de nada, ni tienes la más mínima idea de qué me muero
por probar —protestó, incómoda por el hecho de que tenía razón. Pensar en estar
con las manos restringidas y bajo su poder, la estaba poniendo de un cachondo
insoportable. Casi tanto como su pedantería.
—Hagamos una apuesta —la provocó con un brillo en los ojos que debería
haber alertado a Kendra, pero que la subyugó—. Ponte en mis manos. Si no
consigo que te corras dos veces por lo menos, sin llegar a follarte, yo mismo me
meteré dentro de una jaula y dejaré que me pongas una de esas —dijo señalando
la polla del sumiso.
—¿Y si pierdo? ¿Qué reclamarás de mí?
—Vaya, así que piensas que puedes perder… —Sonrió de medio lado y alzó
una ceja insolente.
—No, no lo creo, pero soy precavida.
—Si pierdes, te follaré delante de testigos. —Acercó la boca al oído
femenino para susurrar—: meteré mi polla en tu coñito delicioso y me deleitaré
mientras otros miran cómo lo hago. ¿Aceptas?

Aceptó, claro que aceptó, joder. Y de ahí llegaron todos los males que la
acuciaban.
Capítulo tres

La semana pasó muy despacio. Fue como si los días no quisieran moverse de
su sitio para dar paso al siguiente. En la oficina, Jailyn estaba tensa y nerviosa
durante todas las horas, sin apenas poder concentrarse. Por un lado, el viernes se
acercaba y pondrían en marcha el plan que había tramado con Kerr. Por otro, se
pasaba el rato mirando hacia la puerta, esperando ver a aparecer a Branden en
cualquier momento, algo que deseaba y temía a partes iguales. Lo deseaba
porque eso sería una señal de que no estaba equivocada, y acudía allí con
cualquier excusa para poder verla. Y lo odiaba porque, cuando terminaba el día y
él no había aparecido, se sentía como una idiota.
No bajó a la planta catorce en toda la semana, lo que hizo que Jailyn se
replanteara la idea de intentar darle celos con Kerr. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si
todo era para nada?
Pero llegó el viernes y, aunque las dudas perduraban, tomó la decisión de
llevarlo adelante. ¿Qué podía perder? Nada.

Rebuscó por los cajones una y otra vez. No podía ser. No estaba por ningún
lado. Se llevó la mano a la frente y respiró profundo, intentando tranquilizarse.
Como si no estuviese lo bastante nerviosa. Llevaba perdidas tres bragas, dos
sujetadores y una camiseta súper sexy que solo se había puesto una vez. ¿Qué
coño estaba pasando? Era como si en su apartamento hubiese aparecido un
agujero negro que se tragaba su lencería y la hacía desaparecer.
—Kendra, ¿has visto el conjunto de encaje negro que me puse el sábado? No
lo encuentro por ningún lado.
Kendra asomó la cabeza por la puerta. Llevaba en la mano un bol de
palomitas y tenía la boca llena. Vestía con un pijama con los shorts rosa pálido y
la camiseta blanca con la cabeza de un unicornio bordada con brilli brilli.
—Nope. ¿Qué te pasa con la lencería, hija? ¿Es que vas perdiéndola por ahí?
—Ni idea, tía. Lo último que recuerdo es que lo puse en la cesta pequeña
para lavarlo a mano, el resto está en blanco. Pero yo juraría que lo lavé y lo tendí
en el baño, con el resto de lencería, el domingo por la tarde.
—Igual te equivocaste y te lo llevaste a la lavandería. ¿Has mirado en la ropa
para doblar?
—Sí, he mirado en todos lados, y ha desaparecido. Es muy extraño.
—Lo habrás perdido por ahí —bromeó Kendra, tomándoselo a broma.
—No tengo por costumbre ir perdiendo las bragas por ahí. Además, ¿cómo?
Si llevo más de un mes haciendo vida de monja.
—Los perderías en la lavandería, no le des más vueltas.
—Seguramente será eso —intentó convencerse, pero era muy raro todo.
Jamás llevaba la lencería fina a la lavandería. Siempre lo lavaba a mano porque
eran tejidos delicados que con las máquinas y las secadoras, se estropeaban.
Pero, ¿qué otra explicación podía haber?
—Será mejor que te des prisa, Kerr no tardará mucho en llegar y no creo que
le guste esperar. Ponte cualquier cosa, al fin y al cabo, tendrás que cambiarte,
¿no?
—Uf, no me lo recuerdes. Va a ser un mal trago de la hostia ir por el club
medio en bolas.
—Sarna con gusto no pica, dicen.
—Pero mortifica, Kendra, mortifica. Y tú, ¿qué planes tienes?
—Voy a hacer un maratón de Parque Jurásico. Me apetece mucho ver a
dinosaurios comiéndose enteros a unos cuantos hombrecitos insignificantes.
—Llevas toda la semana en plan destroyer. Oye, te lo vuelvo a repetir, si te
molesta que utilice a Kerr, dímelo. Estoy a tiempo de pararlo.
—Qué cansina eres, por Dios. No me molesta en absoluto. Va, vístete de una
vez, o tendré que verle el ceño fruncido a don mangoneador y no me apetece
nada.

Kerr pasó a recogerla a la hora acordada. Como buen ex militar, fue puntual
como un reloj. En el coche, Jai le enseñó la pequeña modificación que había
hecho uniendo dos de los atuendos. Había cogido el bodi de tiras y el conjunto
de la minifalda, convirtiéndolos en uno solo. Así, el sostén que dejaba los
pezones al aire, ya no lo hacía. Las tiras enganchadas por debajo de los aros
metálicos se ocupaban de eso. Y la falda iba por encima del minúsculo tanga,
por lo que su vulva ya no quedaría desprotegida.
—Siento si te decepciono, pero es a lo más que estoy dispuesta a llegar
delante de tantos desconocidos.
—Bueno, no puedo decir que me sorprenda —comentó Kerr, mirándola de
reojo con una sonrisa torcida en los labios—. No sabía que supieses coser.
—Y no sé hacerlo. Kendra me ha ayudado. Ella sí tiene manos mágicas para
estas cosas. ¿No te molestan los cambios?
—Si fueses mi sumisa, te habrías ganado un buen castigo y te tocaría ir
completamente desnuda durante toda la velada. —Se encogió de hombros sin
quitar los ojos de la calle—. Pero no lo eres. Suerte para ti, pero mala para mí.
Dejaron el coche en el aparcamiento que había delante del Taboo, un edificio
de varias plantas en el que el club tenía una zona reservada para clientes.
Bajaron por el ascensor, cruzaron la calle y entraron. Samantha los recibió con
una sonrisa, como siempre hacía.
—Ve a cambiarte —le dijo Kerr—, yo te espero aquí y firmo la entrada por
los dos. Si tienes algún problema, avisa y Sam irá a ayudarte, ¿verdad, preciosa?
—Lo que sea que el Maestro Kerr necesite, Señor. Sabe que siempre estoy a
su disposición.
—Lo sé, preciosa —le contestó él, dirigiéndole una sonrisa que a Jai le dijo
muchas cosas. Entre esos dos habían pasado cosas. Posiblemente se habrían
acostado más de una vez.
Jai no tuvo problemas. Cuando modificaron el corsé/arnés, lo hicieron de
manera que pudiera ponérselo sin ayuda. Lo colocó y lo abrochó, mirándose en
el espejo, teniendo cuidado de que cubriera todo lo que debía tapar. Después, se
colocó la mini falda por encima. Dejó su ropa bien doblada y la metió en una
taquilla, enganchándose la llave a la cintura para no perderla. Se volvió a colocar
las sandalias negras de charol brillantes, con un tacón que sabía le mortificaría
los pies durante toda la noche, y salió. Muerta de vergüenza, pero salió.
Empezaba el juego.
—Estas preciosa —le dijo Kerr en cuanto la vio aparecer, echándole una
mirada que decía a las claras cuánto apreciaba sus encantos. Lástima que no
fuese a catarlos, pensó.
—Gracias, Maestro —contestó ella, ya dentro del papel que le tocaba
representar.
—Pero te faltan un par de pequeños detalles. —Kerr se acercó y sacó algo
del bolsillo. Era una cadena plateada que enganchó al collar que le rodeaba el
cuello. Después, cogió algo de encima del mostrador. Eran dos restricciones de
cuero que procedió a colocarle en las muñecas, y que fijó en la parte posterior
del arnés, restringiendo sus brazos a la espalda—. Ahora sí, ya puedo decir
oficialmente que eres mi pequeña y dulce esclava. Bienvenida a bordo.
Jai tragó saliva. Empezaba a comprender los motivos de Kendra al decir que
era un tarado con el que no quería tener nada. ¿Esclava? ¿Iba a llevarla sujeta a
una correa como si fuese un perro? ¿Con los brazos inmovilizados? «Branden, si
esto sale bien y acabamos juntos, vas a tener que compensarme por muchas
cosas», pensó.
—Venga, vamos adentro. Que empiece la función.
Kerr dio un pequeño tirón de la cadena y la obligó a caminar detrás de él. Jai
lo siguió con la cabeza gacha, tal y correspondía a una buena sumisa. Kerr
saludó a Darryl, el barman, y se sentó en uno de los taburetes. Ella se quedó de
pie a su lado, un paso detrás de él, en silencio, pero Kerr la cogió por la cintura
con una mano y la atrajo a su lado, pegándola a su cuerpo.
—¿Lo de siempre? —preguntó Darryl.
—Ajá. Vengo con la boca seca.
—No me extraña —comentó el barman echándole un ojo a la nueva sumisa
del Maestro Kerr—. Tienes que decirme cómo lo haces para tener siempre a las
más bonitas pegadas a ti.
—Es mi carisma natural, —se vanaglorió con no poca vanidad—, las atrae
como a las moscas.
—Ya, será eso —no pudo evitar musitar Jai por lo bajo.
—¿Decías algo, cautiva?
—No, Maestro. Solo me he aclarado la garganta.
—Pues procura no aclarártela muy a menudo, a no ser que quieras que me
vea obligado a castigarte —contestó Kerr mirándola con fijeza.
Jai entendió el mensaje alto y claro. Si no se estaba calladita y seguía
soltando tonterías, alguien podría oírla y se preguntaría por qué el Maestro Kerr
le permite esa insolencia a su sumisa.
—Lo siento, Maestro.
Darryl le puso la cerveza delante y Kerr agarró la botella y se la llevó a los
labios. Mantenía la otra mano sobre el estómago de Jai, muy abierta, y ella podía
notar sobre la piel el calor que irradiaba.
Era una sensación extraña porque no le resultó desagradable. Era una mano
grande y firme que transmitía fuerza y seguridad. Dos de sus dedos no se estaban
quietos, y acariciaban constantemente la piel alrededor del ombligo, en un
movimiento mecánico del que él no parecía consciente pero que a ella empezaba
a gustarle. Hacía que se le erizara la piel y que diminutas chispas estallaran en su
útero, como si fuese realmente capaz de excitarla.
«No estás aquí para eso», se dijo, molesta. ¡Por supuesto que Kerr sería
capaz de excitarla! Era un Maestro experimentado que sabía muy bien qué,
cómo y cuándo tocar para estimular a una mujer. No tenía porqué sorprenderse
que ese roce que parecía casual, estuviese destinado a mortificarla.
—Puntual como un reloj —susurró Kerr.
Dejó la cerveza sobre la barra y le cogió el rostro para obligarla a girar la
cara y apoderarse de su boca en un beso avasallador. La invadió con la lengua,
cogiéndola por sorpresa, y arremetió contra su boca. La otra mano viajó hasta
debajo de la falda y le apretó una nalga, empujándola contra su incipiente
erección. Kerr la había arrastrado hasta ponerla entre sus piernas y la tenía allí
prisionera, besándola como si fuese suya, masajeándole el culo, frotándose
contra ella, magreándole los pechos.
Hasta que una voz demasiado conocida por ambos sonó llena de rabia.
—¿Qué mierdas estáis haciendo? —susurró Branden, parado al lado.
Kerr alzó la mirada y le sonrió con inocencia. Jailyn se sintió muy
avergonzada y agachó la cabeza, escondiendo el rostro contra el pecho de Kerr.
No quería mirar a Branden. Se sentía una traidora, indigna, como una adúltera
pillada in fraganti.
—Aprovechar lo que tú rechazaste —contestó Kerr—. ¿Te molesta, acaso?
—En absoluto —contestó Branden con una voz que heló todo el club—.
Pasadlo bien.
Se alejó de ellos sintiendo que todo se desmoronaba a su alrededor. Cuando
cruzó la puerta y los vio juntos, no quiso creerlo. «Son imaginaciones tuyas —se
dijo—, seguro que estás tan obsesionado con ella que la ves en todas partes».
Pero no era una alucinación. Jailyn estaba en manos de Kerr, semi desnuda, con
las manos restringidas a la espalda y la cadena al cuello que indicaba a todo el
mundo que era propiedad privada, que pertenecía al Maestro Kerr. Y se dejaba
besar y manosear por él. Incluso parecía disfrutarlo.
«Tú la dejaste escapar. No tienes nada que decir al respecto».
Pero una cosa era lo que le decía la cabeza, y otra muy diferente, lo que le
dictaba el corazón. Que Jailyn era suya y nadie más tenía derecho a tocarla.
Pero no lo era. No, en realidad. Esa era su forma de proceder, ¿no? Tener a
una sumisa unos días, follar con ella hasta quedar saciado, y después decirle
adiós con el convencimiento de que ambos seguirían su camino por separado.
Era lo que quería. Lo que había decidido.
¿Por qué, entonces, le dolía tanto?
Los observó durante toda la noche, desde lejos, mortificándose. Las putas y
jodidas manos de Kerr no se estaban quietas. No paraba de tocarla y era evidente
que a ella le gustaba. Se sentaron en primera fila con cada uno de los
espectáculos que se desarrollaron en el escenario primario, Jailyn encima de las
rodillas de él. Tenía los ojos turbios por el deseo y todo el mundo podía ver que
estaba excitada. Su lenguaje corporal hablaba alto y claro, había aprendido a
leerlo durante los días que pasaron en el lago Ontario. Cuando jadeaba de
sorpresa ladeaba ligeramente la cabeza a la izquierda; si se mordía los labios, era
porque ahogaba un gemido; entrecerraba los ojos antes de suplicar más. Y, si
echaba la cabeza hacia atrás, como estaba haciendo en aquel momento, era
porque estaba a punto de alcanzar el clímax.
La rabia lo consumió y varias veces estuvo a punto de salir huyendo. No
podía quedarse allí y contemplarlos con frialdad, pero parecía clavado en el
suelo, como si un hechizo lo hubiese pegado a las tablas del parqué. Rechazó a
varias sumisas que se le acercaron buscando sus expertas manos y bebió copa
tras copas, renegando de sí mismo por cobarde y maldiciendo el día en que
decidió follarse a Jailyn. La rabia se acumulaba como en el interior de una olla
exprés, amenazando con estallar cuando la presión sobrepasara el límite.
Tenía que irse. Largarse. Antes de que fuese demasiado tarde e hiciese algo
de lo que, seguramente, se arrepentiría.
Pero no pudo superar la tentación de ir tras ella cuando la vio apartarse de
Kerr para ir al baño, después de que este le liberara las restricciones. Entró detrás
y se apoyó en la puerta con la espalda para controlar el único punto por el que
ella podía escapar. Estaban a solas, por fin. Jailyn lo miraba con los ojos
desorbitados, seguramente con miedo. Caminó hacia atrás hasta que chocó
contra la pared a su espalda. Le dolió que le tuviera miedo y respiró
profundamente para controlarse. Estaba dolido y medio borracho, pero no tenía
intención de hacerle daño.
—¿Por qué estás con Kerr? —le preguntó con los dientes apretados—. ¿No
había otro?
—¿Acaso te molesta? —contestó ella, alzando el rostro con orgullo.
—Sí.
—Pues no sé por qué. Al fin y al cabo, tú y yo no tuvimos nada, ¿no? Para ti
solo soy otra más de tu lista. ¿O es que Kerr tiene prohibido follar con las
sumisas que han pasado por tus manos?
—No, pero tú sí tienes prohibido follar con los tíos con los que se ha
acostado tu amiga, ¿o eso ha cambiado? —preguntó con sarcasmo, destilando
acritud—. Quizá la amistad ya no es tan importante para ti.
—No es algo que deba preocuparte, ni tengo porqué darte explicaciones,
pero lo haré: lo hablé con Kendra y a ella no le importa.
—Si querías que te follara un Amo, podrías habérmelo dicho a mí. Hubiese
estado encantado de seguir metiendo la polla en tu coñito.
—Tú no me interesas.
—¿Ah? ¿No?
—No. No me gustan los hombres que son incapaces de sentir algo por la
mujer con la que se acuestan, y tú te niegas a dejar que los sentimientos afloren.
—¿Y Kerr sí es capaz? —dejó ir una risa cargada de amargura—. Nena, ese
tío es un puto témpano de hielo. No tiene corazón.
—Eso no es verdad y solo delata lo poco que le conoces. Me tiene cariño,
igual que yo a él. Nos gustamos. y empezamos a ser amigos. Y si, con el tiempo,
llegara a surgir algo más, sé que no es como tú. No es el tipo de hombre capaz de
negar lo que siente solo por miedo.
—¿Y cuándo me he negado yo a sentir por miedo? —Pronunció las dos
últimas palabras con asco, como si le repugnaran—. ¿Eh? ¿¡Cuándo!?
—El mismo día que nos despedimos afirmaste con rotundidad que jamás te
habías permitido sentir algo por tus sumisas. ¡Lo dijiste! Y me incluiste a mí en
esa lista. Me dejaste muy claro que no me ibas a permitir llegar a ser algo más.
Así que no entiendo por qué te molesta tanto que haya decidido irme con el
Maestro Kerr.
—Porque no fui yo quién decidió que todo había terminado. Fuiste tú quién
tomó la decisión de dejarlo.
—¿Y te extraña? —exclamó, exasperada—. Vi con claridad meridiana que
contigo no tenía un futuro a largo plazo.
—¿A largo plazo? —Branden estalló en carcajadas llenas de amargura—. ¿Y
con Kerr sí ves un futuro?
—¡Con él no espero nada de nada! ¡No tengo ninguna clase de expectativas!
—gritó.
—Ah, entonces, conmigo sí las tenías. ¿Esperabas un final feliz, con flores y
boda? —Volvió a reírse, llevándose la mano al pecho—. ¿En serio?
Jailyn se quedó en silencio. Había metido la pata hasta el fondo confesando
de manera indirecta lo que sentía, y Branden se lo estaba tomando como un
chiste.
Apretó la mandíbula y alzó la barbilla, mostrando una dignidad y una
seguridad que no sentía en absoluto.
—Durante los días en que estuvimos juntos en la cabaña, sí, llegué a
pensarlo. Que podríamos llegar a tener algo especial si nos dábamos la
oportunidad. Pero eso ya no importa —declaró con voz firme y convincente—.
No soy estúpida, Branden, ni una loca obsesiva que se empeña en rebajarse
yendo detrás de un hombre al que no le importa. Te he borrado de mi vida y de
mi corazón, y he decidido seguir adelante. Tú me introduciste en este submundo,
y el Maestro Kerr guiará mis pasos a partir de ahora.
—Eso lo dudo mucho —siseó con los dientes apretados.
Se abalanzó sobre ella, que no pudo apartarse ni huir. La agarró por los
brazos y se los sujetó con firmeza en la espalda, usando las restricciones que
Kerr le había puesto. La aprisionó contra su cuerpo antes de que su boca cayera
sobre la de ella. La besó con dureza y violencia, arremetiendo contra su boca
mientras la aplastaba contra la pared. Su lengua no tuvo misericordia y exploró
cada rincón. Una mano voló debajo de la falda y Jailyn abrió las piernas para
facilitarle el paso. Oh, Dios, sí, lo quería tocándola ahí, penetrándola con los
dedos, besándola como si le perteneciera, como si su vida dependiese del baile
erótico de sus lenguas. Se frotó contra él, deseando que sacara la polla de los
pantalones y la follara allí mismo, contra la pared. Gimió con fuerza y jadeó
contra su boca cuando los dedos la penetraron y empujaron mientras el pulgar
torturaba el clítoris. ¡Oh, Dios mío, lo había echado tanto de menos! Estaba
mojada, empapada, a punto para él. «¡Fóllame!», estuvo a punto de suplicar.
Pero Branden apartó la boca y la cogió por los hombros para sacudirla. Jailyn
lo miró con sorpresa, sintiéndose abandonada porque sus dedos, sus manos, ya
no la acariciaban ni le demostraban que le pertenecía.
—Tus besos y tu cuerpo no saben mentir —le escupió con rabia—. Todavía
estoy aquí debajo —le apretó el pecho bajo el que estaba el corazón—. Bajo tu
piel, en tu corazón, aunque quieras negarlo.
—Eso no importa porque eres un cobarde —le escupió con rabia, todavía
prisionera. Jadeó con fuerza, intentando recomponerse, apartar su mente del
estado de excitación en el que se encontraba. Branden solo había necesitado
unos segundos para alterar toda su determinación—. Eres tan cobarde que huyes
de ti mismo y te niegas la oportunidad que tienes de ser feliz. Así que déjame
seguir con mi vida y no vuelvas a acercarte a mí a no ser que decidas ser valiente
y aceptar lo que sientes por mí.
—¿Aceptar lo que siento por ti? No siento nada.
—¿Quién es el mentiroso ahora?
Branden arrugó los labios en un gesto de rabia y se marchó de allí, dejándola
sola.
Jailyn dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola en la pared que tenía a la
espalda, y cerró los ojos para intentar controlar el temblor de su cuerpo. Se le
escapó una risa nerviosa.
—Vaya, sí que está celoso —murmuró a la nada.
Capítulo cuatro

Branden salió bamboleándose del baño. La rabia y el exceso de alcohol


hicieron mella en su equilibrio y tuvo que apoyar la mano en la pared para
mantenerlo y no acabar en el suelo. Vio a Kerr de pie, hablando con el Maestro
Jonas. Apretó los puños y caminó hacia él, furioso, decidido a tener una
conversación con el maldito traidor.
—Vamos fuera. Ahora —le dijo, arrastrando las palabras.
—Estás borracho.
—Más de lo que imaginas —siseó entre dientes—. Vamos. Ahora.
El Maestro Jonas sacudió la cabeza, divertido y se despidió de su amigo para
apartarse. Kerr siguió a Branden hasta el exterior. Tuvo que ayudarlo en las
escaleras para que no se cayera al suelo, pero Branden apartó su mano tirando
del brazo de malos modos. La rabia supuraba por cada poro de su piel y no le
costaría nada acabar a puñetazos con él, aún a sabiendas de que Kerr le daría una
paliza.
Quizá fuese precisamente lo que necesitaba, que le hiciesen entrar en razón a
golpes.
Kerr lo siguió, entre divertido y preocupado. El plan estaba funcionando
mucho mejor de lo que esperaba, y con una rapidez quizá demasiado peligrosa.
—¿Quieres pelear conmigo? —le dijo en cuanto pisaron la acera. Si esa era
su intención, no sería demasiado cruel. Con un par de puñetazos lo derribaría.
—¿Por qué me estás haciendo esto? —preguntó, en cambio. Tenía los
dientes y los puños apretados, y lo miraba con un odio que Kerr jamás le había
visto en los ojos.
—No sé de qué me hablas.
Kerr decidió hacerse el loco para obligarlo a poner en palabras todo lo que
sentía. Era mucho mejor que dar las cosas por supuesto; así le quitaría a Branden
la opción de negarlas.
—Estás con Jai, hijo de puta.
—Y no creo que eso sea de tu incumbencia.
—Sabes de sobra que sí lo es.
—No, Branden. No lo sé porque tú no me has dicho nada al respecto.
—Contesta a mi pregunta, ¿por qué estás con ella?
—Porque me gusta, es una tía genial y tiene muchas ganas de aprender.
—Y a ti te ha faltado tiempo para ofrecerte, ¿no? Sin importarte lo que yo
opinase al respecto.
—Mira, tío, lo siento por ti, pero no creo que deba pedirte permiso para
aceptar a mi cuidado a una nueva sumisa que no tiene amo. —Kerr se encogió de
hombros, quitándole importancia al asunto, pero decidió echar un poco de sal en
la herida de Branden—. ¿Sabes qué? No, no lo siento, joder. Jailyn acudió a mí y
me cae demasiado bien para permitir que caiga en manos de cualquiera. ¿O es
que tú preferirías que estuviese en manos de otro?
—Preferiría que estuviese en mis manos —refunfuñó Branden, toda la rabia
evaporándose.
—Pues ponte las pilas y acepta lo que sientes por ella, porque sino sabes de
sobra que jamás volverá contigo
—¿Y tú qué coño sabes de lo que siento?
—Mucho más de lo que crees, gilipollas. La amas desde hace tiempo,
incluso de antes de estar con ella en el lago.
—No digas estupideces.
—¿Estupideces? Dime, entonces, ¿por qué montaste todo el lío para que
apareciera por el club? Nunca antes habías hecho algo parecido.
—Amor es una palabra demasiado grande. Me gustaba y tenía curiosidad,
pero, ¿amor? No me hagas reír —exclamó con hastío.
—Pues yo no te veo reír, precisamente; más bien estás cabreado como un
mono lleno de pulgas. Pregúntate por qué, y será mejor que encuentres la
respuesta pronto porque, ¿sabes? Jai me gusta de verdad y voy a hacer todo lo
posible por enamorarla.
No era cierto. Jai le caía bien, pero nada más. No sentía por ella nada
especial, solo una incipiente amistad. Pero pensó que confesar algo así sería la
puntilla perfecta para joderlo y que reaccionase.
—Vete a la mierda. Me voy a casa. Que lo paséis bien tú y tu sumisa. Que os
jodan a los dos.
Kerr lo vio marcharse por la acera, bamboleándose. Se quedó allí
observándolo para asegurarse que no sería tan gilipollas como para intentar
conducir. Lo vio pararse al borde de la acera y alzar una mano para parar a un
taxi.
Menos mal. En las condiciones en que estaba, borracho, cabreado y con el
reconcome de saber que Jailyn estaba con él, conducir hubiese sido demasiado
arriesgado.
—Bueno —suspiró al verlo subir en el coche—, la función terminó por hoy.
Volvió a entrar y buscó a Jai con la mirada. La vio allí cerca, en la barra,
charlando con Darryl. Se acercó a tiempo de oírla reír.
—¿Qué es eso tan gracioso que le has contado, Darryl?
El camarero giró el rostro y se encontró con la dura e incisiva mirada de
Kerr. Se puso tieso como un palo y muy nervioso.
—¿Eh? No, nada, Maestro Kerr —contestó escurriendo el bulto con cara de
circunstancias. Se fue pitando a la otra punta de la barra y empezó a simular que
estaba limpiando el polvo de la estantería de los licores, sabiendo que los ojos de
Kerr estaban observándolo.
—Solo me ha contado un chiste muy malo, nada más. ¿Qué ha ocurrido ahí
afuera? Cuando vi que te ibas a la calle con Branden, temí lo peor. ¿Os habéis
peleado?
—No, solo hemos tenido una charla muy interesante. Parece que el plan
funciona a la perfección. ¿Te llevo a casa? Branden se ha marchado y dudo que
vaya a volver.
—Sí, por favor, estos tacones me están matando.

—¿Qué habéis hablado, exactamente? —preguntó Jailyn ya en el coche. Se


había vuelto a cambiar de ropa antes de salir del club, y se quitó los zapatos
antes de cerrar la puerta del coche. Descalza, arañaba la moqueta con los dedos
de los pies, nerviosa.
—Me ha echado en cara que te haya acogido bajo mi ala; pero no te
preocupes, la cosa no ha llegado a mayores —contestó Kerr con la mirada fija en
el tráfico.
—Me siguió al baño.
—¡¿Qué?! —exclamó, girando el rostro momentáneamente para poder
mirarla—. No me di cuenta. Maldita sea. ¿Te hizo algún tipo de daño?
—No, tranquilo. Bueno, discutimos, eso sí. Y acabó besándome. Con rabia
—añadió, llevándose los dedos a los labios magullados—. Estaba muy celoso —
añadió, ahogando una risa satisfecha.
—Sí, mucho. —Kerr dejó ir una carcajada—. Jamás le había visto tan
alterado. No creo que tengamos que apretar mucho más las tuercas para que
acabe estallando.
—Eso espero. —Se quedó en silencio un rato, mirando por la ventanilla la
continua sucesión de edificios y coches. Pensativa, Al fin, suspiró y se giró hacia
él—. ¿Puedo preguntarte algo personal?
—Tú pregunta. Que te responda, ya es otra cuestión.
Jailyn asintió con la cabeza. Quizá iba a meterse en un asunto que no era de
su incumbencia, pero tenía mucha curiosidad. Además, estaba preocupada por su
amiga.
—¿Qué pasó entre Kendra y tú la noche que fuimos al Taboo?
Kerr se encogió de hombros.
—La asusté sin querer.
—¿La asustaste? ¿Cómo?
—Dándole algo para lo que no estaba preparada.
No, no estaba preparada para correrse entre sus brazos tal y como lo hizo,
algo que le encantaría volver a ver. El rostro contraído, los ojos vidriosos, su
total entrega, al final… Pero Kendra no parecía estar mucho por la labor.
—Pero, ella te gusta, ¿verdad?
—Eh, no vas a empezar a echarte atrás usando a Kendra como excusa,
¿verdad?
—¡No! Claro que no. Ella me ha dejado bien claro que no le interesas en
absoluto. Incluso le di la oportunidad de parar toda esta locura, pero se negó.
Dijo que no le importabas, aunque estoy convencida de que mentía. Pero no me
has contestado a la pregunta. ¿Te gusta?
—Sí, y creo que podríamos llegar a tener algo especial, si ella se atreviese a
aceptar lo que yo puedo ofrecerle. Pero dudo que llegue a hacerlo si no la
presiono un poco.
—Me dijo que eres un amo 24/7, y que no buscas una amante, sino una
esclava. ¿Es eso cierto?
—¿Tú qué crees? —le devolvió la pregunta sin mojarse.
—No lo sé. —Jailyn se encogió de hombros—. No me he relacionado
contigo hasta ese punto, ni tengo intención de hacerlo. Pero me pareces un
hombre comprensivo y amable.
Comprensivo y amable. Kerr sonrió para sus adentros. No había sido nada
comprensivo ni amable en su primer encuentro con Kendra. Había sido exigente
y un cabrón, no había podido resistirse a la tentación de doblegar a la fierecilla
terca y salvaje que tenía entre las manos. Pero ella se había corrido con fuerza.
Oh, sí, había disfrutado del desafío tanto como él.
—No soy así cuando hablamos de sexo, cariño, créeme. Kendra hace bien en
temerme.
En un rato, le había permitido hurgar en sus inseguridades y sus deseos más
profundos, y él se aprovechó de ello, sacando a relucir a la sumisa que se
escondía tras esa fachada de dureza e invulnerabilidad. La había despojado de
todas sus defensas, usó su terquedad en su contra, y le mostró lo que deseaba de
verdad: a un hombre como él, dominante y seguro de sí mismo, que pusiera en
jaque su obstinación y fuese capaz de regalarle los tres mayores orgasmos de su
vida.
Si volviese a tener la oportunidad de tenerla entre sus manos…
Y lo haría. Se ocuparía de ella en cuanto Branden recuperase el sentido
común y se diese cuenta de que no podía vivir sin Jailyn.
Dejó ir una risa entre dientes, burlándose de sí mismo. Se había convertido
en una celestina, en una vieja alcahueta que trazaba planes para emparejar a dos
tórtolas díscolas. ¡Vaya giros daba la vida!

Desde su ventana, Elvin vio a Jailyn descender del coche. Detrás de la


cortina, escondido entre las sombras, maldijo en silencio.
—Puta… —musitó entre dientes, con el rostro contraído por la rabia.
No había tardado mucho en buscarse otro jamelgo con el que follar.
Durante un mes entero la había visto subir y bajar de su casa con los ojos
llenos de tristeza y la sonrisa forzada. Y, de repente, todo ese dolor provocado
por la pérdida de su amante había desaparecido, siendo sustituida por la lujuria y
el desenfreno.
Seguro que el muy cabrón la acompañaría hasta la puerta y le daría un beso
de despedida. O igual lo invitaba a su casa, a su cama, para follar allí.
Soltó la cortina, que volvió a su sitio con un ligero movimiento, y caminó
hacia su despacho, golpeando el suelo con los pies.
—Puta, puta, puta…
El cabrón era el mismo que había estado con ella y el otro en la maldita
cabaña. Seguro que ya había follado con él. Seguro. El tal Branden la había
tratado como lo que era, una puta a la que usar para follar y divertirse, teniéndola
desnuda durante todo el día. No le extrañaría que se la hubieran tirado los dos.
Se miró los dedos de la mano, la misma con la que le había magreado las
tetas y el coño. Una sonrisa siniestra le curvó los labios. La había encontrado
sola, atada, desnuda y con los ojos vendados. ¿Acaso era un delito aprovecharse
de la situación? Desde luego que no. Llevaba años obsesionado con ella, desde
su llegada al apartamento. Había intentado ser su amigo, mostrarse amable y
bueno. Y ella siempre arrugaba el morro cuando lo veía aparecer. En lugar de
agradecerle su preocupación, lo trataba con indiferencia; incluso con desprecio.
Oh, sí, Elvin lo veía en su rostro cada vez que les subía las cartas, unas cartas
que él mismo se ocupaba de sacar del buzón para tener una excusa para ir a
verla.
Pero estos tíos que la trataban como a una cualquiera, con estos se abría de
piernas y les dejaba hacer lo que les diera la gana. Que la ataran. La
amordazaran. La humillaran. La pegaran. La trataran como a una esclava. La
follaran por delante y por detrás. Y se corría. ¡La muy zorra se corría! ¿Era esto
lo que quería? ¿Lo que le gustaba? ¿Que la violasen?
Se sentó ante la mesa en la que tenía los tres ordenadores conectados en línea
con los que trabajaba, y abrió la carpeta «Jailyn». Allí tenía guardados todos los
archivos. Vídeos y fotos de ella, incluso los que sacó en el lago. Su tesoro.
Abrió el primero, el que grabó la misma noche de su llegada.
Había visto cómo la secuestraban delante del portal de su casa. Quizá debería
haber llamado a la policía, pero pensó que si él la rescataba, se tiraría en sus
brazos y obtendría lo que tanto había soñado. Por eso, en lugar de llamar al 911,
activó el seguimiento del móvil, cogió la tablet, la pistola que guardaba en la
caja fuerte, y se metió en su propio coche para seguir el rastro.
Un rastro que lo llevó, horas después, hasta aquella maldita cabaña en que
descubrió qué era Jailyn en realidad.
Una puta. Como todas.
¡Él la había respetado! ¡Ni siquiera había llenado su apartamento de cámaras
para poder espiarla, a pesar de todas las oportunidades que había tenido!
Pero ya no más. Si era una puta, la trataría como tal.
Se desabrochó la cremallera y se sacó la polla para poder masturbarse
mientras Jailyn, en el vídeo, gritaba de placer.
Capítulo cinco

Para ratificar las palabras que le había dicho a Branden, Kerr decidió que
debía pasar el fin de semana con Jailyn. Si quería hacerle creer que estaba
interesado de verdad en ella, no debía resumir todo en unos simples encuentros
sexuales en el club. Debía poner más carnaza en el anzuelo. Así que el sábado la
invitó a cenar en el Rustik, un grill en el que servían unos chuletones enormes y
al que solían ir varios doms del Taboo que se encargarían de difundir la noticia
de que los habían visto juntos; y el domingo lo pasaron, en Central Park.
Visitaron el zoológico, pasearon por the Mall y el Bow Bridge, e hicieron un
picnic en Great Lawn. Jailyn aprovechó para hacerse algunos selfies junto a Kerr
y subirlas a Instagram, con la esperanza de que Branden la stalkeara y las viera.
Fue un día divertido en que pudo olvidar el dolor que sentía siempre que
Branden se hacía presente en su mente. Aparcó la melancolía y la sustituyó por
risas. Incluso llegó a pensar que era una pena que Kerr y ella no se sintieran
atraídos el uno por el otro. Seguro que Kerr no era el tipo de hombre que huía de
los sentimientos. Cuanto más le conocía, más honesto, íntegro y leal le parecía.
Y, bueno, su tendencia a controlarlo todo… era algo con lo que podría lidiar y,
como pareja, les daría una chispa de rivalidad. Ella se rebelaría de vez en
cuando, discutirían, y tendrían una reconciliación de las memorables, seguro.
Una verdadera pena que no pudiese sentir por él lo que sentía por Branden,
un hombre que, después de su enfrentamiento del viernes por la noche, no había
vuelto a dar señales de vida.
Jailyn esperaba una llamada del capullo, por lo menos. Que los celos que
sintió al verla en manos de Kerr lo hubiesen hecho reflexionar y darse cuenta de
lo que le ocurría. No esperaba que pidiera perdón, ni que le suplicara por volver.
Era demasiado orgulloso para ello. Pero sí algún intento de acercamiento.
Pero no hubo nada. Silencio absoluto. Ni siquiera un triste mensaje por
Whatsapp.

El lunes fue a trabajar con el ánimo caído y temiendo encontrarse con él.
¿Con qué humor lo miraría a la cara si se cruzaban? Estaba convencida de que le
había dolido verla con Kerr, pero no lo suficiente.
Había dormido poco, pasándose toda la noche pensando en Branden y en su
estupidez, así que a media mañana estaba muerta de sueño. Necesitaba otro café,
pero uno de los de verdad, no el agua sucia que solían tener en la sala de
descanso. Le pidió a Kendra que atendiera su línea por si alguien llamaba, cogió
la chaqueta y el bolso, y se subió en el ascensor para ir a la cafetería de la
esquina. Se colocó en la parte de atrás, para facilitar la salida de los otros
ocupantes si tenían que bajar antes y, cuando llegó a la planta baja y se disponía
a salir detrás de la marea de gente que siempre abarrotaba el ascensor, se
encontró con Branden allí.
Sin decir nada, la cogió del brazo, la volvió a meter dentro y se giró hacia la
gente que esperaba para subir.
—Ascenso ocupado —les soltó con cara de pocos amigos, retándolos—.
Esperad al siguiente.
Hubo protestas que se oyeron mientras las puertas se cerraban. Jailyn
también se indignó. Pegó un tirón del brazo que todavía le sujetaba y lo miró
desafiante, echando los hombros hacia atrás y levantando la barbilla.
—¿Se puede saber qué haces?
Branden pulsó el botón de la planta 17 sin decir nada y, al cabo de unos
segundos, pulsó el de stop. El ascensor se detuvo entre plantas con un ligero
siseo.
—Me han dicho que has tenido un fin de semana muy ocupado —le espetó,
rechinando los dientes.
—¿Es que ahora me espías?
—No hace falta que lo haga. El sábado, Kerr y tú os dejasteis ver bien
acaramelados por el Rustik. Todos me han hablado de la suerte que tiene mi
amigo con su nueva sumisa, —pronunció la palabra amigo con un deje amargo
tan evidente que Jailyn casi llegó a sentir lástima por él, durante un segundo—, y
lo muy enamorados que se os ve. Te has dado mucha prisa en olvidarte de mí.
—Parece que tienes a muchos correveidiles deseando darte el parte. ¿O has
sido tú, que has ido preguntando?
Tuvo que esforzarse para que no se diera cuenta de cuánto la afectaba tenerlo
tan cerca, y estar a solas con él. Si no fuese tan cabezota, acabaría con la farsa en
aquel mimo momento. No le gustaba verlo sufrir, y mucho menos, ser la causa
de su angustia; pero parecía que era el único camino para que se diese cuenta de
todo lo que estaba dejando escapar al negarse a aceptar lo que sentía por ella.
Branden rechinó de dientes por su tono desdeñoso. La conocía demasiado
bien para creérselo. Jai estaba interpretando un papel, estaba claro. Pero,
¿destinado a qué? ¿Qué era lo que buscaba?
—¿Cuándo vas a dejar correr esta farsa? Ambos sabemos que no sientes
nada por Kerr.
—¿A qué farsa te refieres?
Jailyn intentaba mantenerse fría y distante, pero con cada palabra que daba,
Bran se acercaba más a ella, acorralándola contra la pared, hasta que sus cuerpos
quedaron pegados y sus bocas demasiado juntas. Su aroma a sándalo y madera la
rodeó y no pudo evitar aspirarlo con fuerza para llenarse las fosas nasales,
recordando lo que había sentido al estar en sus manos. Un placer inmenso. El
calor de su cuerpo le recordó la ternura de los momentos vividos. Sí, como Amo,
Branden era implacable y la llevaba hasta el límite, obligándola a aceptar cosas
que jamás le hubiese permitido a otro. Pero cuando hablaban, o reían, o
simplemente se sentaban uno al lado del otro… se transformaba en alguien muy
distinto, en alguien tierno y amable. Y el último día, cuando ella cayó enferma y
con fiebre, la cuidó y estuvo pendiente de ella con amorosa disposición,
preocupándose, sin abandonarla ni un solo instante.
—La que os traéis entre manos —le susurró—. Porque ambos sabemos que
Kerr no es el tipo de amo que tu necesitas. Es de los de 24/7, algo que no
soportarías.
—Pues estás equivocado. Kerr es de lo más tierno y paciente, y para nada
necesita ser un amo 24/7. No conmigo. A ver si, en realidad, no conoces tan bien
a tu amigo como crees.
—Le conozco muy bien, igual que a ti —susurró sobre su boca.
Jailyn pensó que iba a besarla en la boca. Entreabrió los labios de manera
inconsciente, dispuesta a permitírselo. Lo necesitaba. Había echado de menos
sus besos, sus manos acariciándola, el calor de su cuerpo desnudo sobre el de
ella, sus movimientos mientras la follaba, la tensión de sus músculos, sus
gemidos, el aliento de sus jadeos sobre la piel…
Pero, en lugar de apoderarse de sus labios, inclinó la cabeza y la besó en el
cuello con mucha suavidad, solo ligeros aleteos destinados a hacerle perder el
rumbo.
—Estate quieto —susurró poniéndole las manos en el pecho para empujarlo;
pero su cabeza actuó por su cuenta, inclinándose hacia atrás para darle mejor
acceso. Sus labios eran suaves y ardientes, y el rastro que dejaban sobre su piel
ardía con el fuego de la pasión. «Oh, sí —pensó, arrugando la camisa con las
manos cuando estas se cerraron en puños para aferrarse a él— ¡cuánto echo de
menos esto!».
—Sabes que soy el único que puede darte lo que necesitas —susurró sobre
las comisuras de sus labios—. Lo supiste incluso antes de la cabaña. Por eso
venías a mi despacho a traerme los archivos en lugar de enviar a un mensajero,
como haces con los demás abogados.
—Branden, por favor —jadeó. Deslizó las manos hasta los hombros
masculinos y se aferró a la chaqueta, tirando de él sin siquiera darse cuenta.
Por supuesto que lo hacía con la vana esperanza de verle, de llamar su
atención, para que se fijara en ella. Iba siempre a llevarle la documentación, y
siempre se marchaba de su despacho con la aplastante sensación de que era
invisible, teniendo que soportar la estúpida mirada de condescendencia de
Carola, la imitación barata de Marilyn que era su secretaria.
—Deseas mis manos sobre ti —siguió Branden mientras una de sus manos
empezó a desabrocharle la blusa. Jailyn jadeó e intentó pararlo, decirle que no
continuara, pero su boca permaneció muda, perdida en la niebla de la pasión que
estaba despertándole—. Mis labios y mi lengua sobre tu piel. —Tiró del
sujetador para dejar un pecho al aire y poder acariciarlo mientras le llenaba el
rostro de besos, teniendo cuidado de evitar la boca. Cuando tiró del pezón, una
sacudida eléctrica recorrió todo su cuerpo, obligándola a soltar un gemido ronco
que le arañó la garganta—. Adoras mi polla en tu coño, mis dedos en tu coño. —
Con la mano libre, le subió la falda hasta la cintura y tiró de las bragas para tener
acceso al húmedo canal. La penetró con los dedos, iniciando un baile que le robó
la fuerza de las piernas—. ¿Kerr consigue que te mojes en tan poco tiempo?
¿Hace que tu vagina palpite con tanta fuerza?
Por supuesto que no. Kerr era agradable y sabía qué puntos tocar en una
mujer como ella para obligarla sentir; pero era una excitación falsa y hueca, un
ardor vacío de contenido y muy desagradable, que acabó haciendo que se
sintiera culpable. Porque Kerr no era Branden, y la hacía sentirse como una
auténtica traidora.
—Suéltame, por favor —gimió Jai mientras su cabeza protestaba por
aquellas palabras. Quería que parara pero quería que la obligara a continuar. Que
le exigiera entregarse a él, para luego poder tener una excusa que justificara sus
actos.
—No pienso hacerlo, Jailyn.
—No… no quiero esto —susurró, tragando saliva con dificultad. ¡Dios! ¿Por
qué mentía? ¡Claro que quería que la tocara! Sentir sus manos era lo mejor que
le había pasado en la vida.
—Pequeña mentirosa… Tu cuerpo me está diciendo algo muy distinto a lo
que dice tu boca. Si de verdad quieres que pare, di tu palabra de seguridad —la
retó.
Jailyn jadeó. Empezó a mover las caderas para salir al encuentro de los dedos
que la estaban masturbando de manera tan increíble e implacable. Se sentía tan
bien que estuvo tentada a dejarse llevar. Lo quería follándola contra la pared.
Que arremetiera contra su boca y la invadiera con la lengua. Que la marcara
como suya. ¡Ojalá siempre fuese así!
Pero la realidad se abrió paso entre la fiebre de la pasión. Branden no estaba
preparado para lo que ella quería y necesitaba. Si cedía en aquel punto, perdería
la partida. Tenía que hacer algo para detenerlo y detener su propia necesidad.
—¿Estás dispuesto a aceptar que entre nosotros hay mucho más que una
mera atracción sexual? —le preguntó entre jadeos, gemidos y suspiros—. ¿Vas a
aceptar el riesgo de empezar una relación formal conmigo y ver hasta dónde nos
lleva?
Branden se quedó congelado, con los dedos en el interior de Jailyn y la boca
tan cerca de la suya que respiraba su aliento. Se sobrepuso a la sorpresa con
rapidez y le mostró una media sonrisa entre jactanciosa y desdeñosa.
—¿Para qué queremos una relación formal si podemos tener algo mucho
mejor? La de Amo sumisa. Ponte en mis manos, Jailyn. Deja la locura que es
estar con Kerr y vuelve conmigo. Yo te mostraré el camino que te liberará del
todo y te llevaré hasta unas cimas de placer que jamás has podido ni imaginar.
—Archivo.
La palabra de seguridad restalló como un látigo. Branden apretó los dientes
y, durante un segundo, Jailyn creyó que no la respetaría y seguiría con su tortura.
Durante un segundo, deseó con todo su corazón que no la aceptara. Que la
besara para callarla. Que le arrancara la ropa y la follara allí mismo. ¡Deseaba
tanto sentir su polla deslizarse entre los muslos! Penetrarla con dureza para
mostrarle hasta que punto le pertenecía.
Pero Branden era un amo con honor y se apartó de ella sin dudarlo.
Trastabilló hacia atrás hasta tropezar con la pared a su espalda, sorprendido de
que hubiese sido capaz de poner punto y final a lo que pasaba entre ellos con
tanta facilidad. Su voz no había dudado ni un solo instante al pronunciar la
palabra de seguridad.
—Lo que me ofreces, no me interesa —susurró ella con el rostro ladeado,
incapaz de mirarlo a los ojos por el miedo a que él viese la verdad—. Merezco
mucho más. Merezco a un hombre íntegro y valiente capaz de arriesgarse en una
relación de verdad, de entregar su corazón a pesar del miedo. Yo sé muy bien lo
que siento y lo que quiero de ti, y lo que estoy dispuesta a darte. No me voy a
conformar con menos a cambio, Branden.
Se abrochó la blusa y se recolocó las bragas y la falda. Se alisó la ropa para
quitarle las arrugas que el breve encuentro habían provocado, y apretó el botón
de la planta 14 sin decir nada más.
Branden la miró como si no pudiese creer lo que había pasado, la forma tan
contundente en que ella acababa de rechazarlo. Había sido un encuentro casual,
un regalo ofrecido por el destino que decidió aprovechar en una fracción de
segundo, en cuanto las puertas del ascensor se abrieron y la vio allí, al fondo,
esperando su turno para salir. Pero se estrelló contra una pared construida a base
de determinación. Jailyn quería de él algo que no era capaz de dar. Seguía
diciéndose que era por su ambición, que sus planes tenían prioridad, y en ellos
no entraba casarse por amor y formar una familia. Se irguió con orgullo y tiró de
la corbata para enderezarla. En el fondo, sabía que era una mentira. Que Jai tenía
razón. Era el miedo lo que lo empujaba a negarse la posibilidad de estar con ella
en los términos que le exigía. Miedo a entregar su corazón y que se lo partiesen.
Miedo a sentir el dolor que, durante mucho tiempo, estuvo tan presente en los
ojos de su madre.
—Muy bien —dijo con una frialdad y una seguridad que no sentía en
absoluto—. Entonces, no tenemos nada más de lo que hablar —sentenció con
voz ominosa, sintiendo que el corazón que quería mantener a salvo, se rompía de
todas formas.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Jailyn salió sin decir nada,
con las piernas temblorosas y un nudo que le agarrotaba la garganta,
preguntándose si no le estaba presionando demasiado, si no estaba cometiendo
un error. ¡Le faltó tan poco para ceder! ¡Para entregarse de nuevo! ¿Y si Branden
no cedía? ¿Y si todo lo que podría obtener de él, era el simple vínculo que hay
entre un amo y su sumisa? Una relación con fecha de caducidad, destinada a
romperle el corazón y condenándola a estar sola el resto de su vida.
No. Jamás aceptaría algo así. Lo quería todo, o nada. Y si era «nada», podría
recomponer los pedazos de su alma y seguir adelante con su vida. Las heridas
curaban, los corazones sanaban, y volvían a ser capaces de amar. Si Branden no
era el hombre destinado a compartir la vida con ella, lo aceptaría.
Pero no antes de luchar con uñas y dientes.
Capítulo seis

Bran jamás había estado en el despacho de Frederick Hooper hasta aquel


momento. Nunca se paró a imaginar cómo podía ser el lugar desde el que el gran
jefazo dirigía con mano de hierro el mejor buffete de abogados de Nueva York
pero, desde luego, no esperaba que fuese tan sobrio, moderno y luminoso. El
hombre tendría por lo menos setenta años, y la decoración minimalista no le
pegaba demasiado.
En realidad, su despacho no difería mucho de los de la planta 17, excepto
porque era más grande y tenía una zona, junto a los grandes ventanales que se
abrían a una excepcional vista de la ciudad, con dos enormes sofás de cuero
negro y un mueble pegado a la pared en el que estaban expuestas toda clase de
botellas de licor. El resto, la mesa, los sillones, los anaqueles repletos de libros
sobre derecho… era prácticamente igual al propio.
—Buenos días, Branden —lo saludó levantándose de su sillón para ir a su
encuentro con una mano por delante. Branden la estrechó y sintió la fuerza que
todavía emanaba de aquel hombre a pesar de la edad—. Hace un día espléndido,
¿verdad? Será un martes glorioso si así lo decidimos.
Sonrió con aquellos labios estrechos y lo miró con sus ojos grandes e
incisivos, evaluándolo.
—Por supuesto, señor Hooper.
Bran estaba nervioso. Jamás lo habían llamado al despacho del jefe, aquel al
que algunos llamaban Big Shark porque, decían, jamás soltaba a su presa y solía
engullir sin contemplaciones a todo aquel que le resultaba demasiado molesto.
—Tenemos muchas cosas de las que hablar, Branden. Sentémonos junto a la
ventana. ¿Te apetece tomar algo? —le preguntó dirigiéndose hacia la licorera—.
Tengo un Macallan que es una auténtica maravilla, no en vano cuesta 4000
dólares la botella —añadió dirigiéndole la misma sonrisa que una serpiente
mostraría a un ratón antes de engullirlo.
—No, gracias —contestó Bran junto al sofá, intentando mostrarse seguro de
sí mismo—. Es demasiado temprano para mí.
Hooper se encogió de hombros y volvió a dejar el vaso vacío en su lugar.
Fue hacia el sofá y se sentó, indicando a Bran que hiciese lo mismo.
—Muy bien, entonces, dejémonos de preámbulos y vayamos al grano. En
unos días —explicó—, habrá una reunión con los socios senior y decidiremos el
destino de unos cuantos de nuestros muchachos. —Así nombraba siempre a los
abogados más jóvenes, muchachos—. Algunos irán a la calle porque no han
demostrado estar a la altura de lo que se necesita para pertenecer a Hooper,
Maloney y asociados. Pero también hay tres plazas vacantes para socio junior, y
tú estás considerado para ocupar una de ellas. Eso, por supuesto, significa más
dinero; pero también más responsabilidad, casos más importantes, y más horas
de trabajo. ¿Crees que estás preparado para ello?
—Por supuesto, señor Hooper —contestó, sintiendo que las manos
empezaban a sudarle. Esperaba aquella oportunidad desde el mismo instante en
que pisó la planta 17 por primera vez. Ser socio junior de un buffete como aquel
le empezaría a abrir puertas importantes que se mantenían cerradas para un
simple abogado.
—No esperaba menos de ti —afirmó, satisfecho. Juntó las manos en un gesto
similar al de rezar y empezó a golpear las yemas de los dedos, unas contra otras
—. Pero hay un pequeño problema que deberías resolver antes. Preferimos que
nuestros socios junior tengan su vida privada encaminada. Somos un buffete
conservador, como ya sabrás a estas alturas. Por eso sería conveniente que
empezaras a buscar a una esposa adecuada. La familia es muy importante, es el
pilar sobre el que nuestra nación se sostiene, y la imagen que queremos de
nuestros socios es la de hombres serios y responsables. Tener una esposa, hijos,
ayuda mucho a que esa imagen sea firme. El trabajo que has realizado hasta
ahora es impecable y estamos muy contentos contigo. Pero, tu fama de
mujeriego no te beneficia en absoluto.
—Lo tengo muy presente, señor Hooper, pero todavía no he encontrado a la
mujer adecuada.
—Sí, —asintió haciendo un chasquido con la lengua. Dejó ir un ligero
suspiro que sonó a lamento—. Fue una verdadera lástima que tu relación con
Georgia Hudson no siguiera adelante. —Branden parpadeó, sorprendido de que
estuviera al tanto. Frederik, al ver su desconcierto, dejó ir una risa taimada—.
Muchacho, yo sé todo, absolutamente todo, lo que hacen mis empleados. —
Recalcó mucho la palabra «todo», y Bran sintió un estremecimiento que no
auguraba nada bueno—. Deberías ser más prudente con tus actos, muchacho.
Tus gustos y fetiches no le interesan a nadie, pero no es aconsejable que sean
tan… públicos. Los socios jamás te aceptarán si se enteran que frecuentas clubs
como el Taboo.
Bran intentó permanecer sereno. No era el momento de dejarse llevar por sus
emociones. A nadie le importaba si frecuentaba el Taboo o cualquier otro lugar.
Su vida privada era eso, privada, y nadie tenía derecho a juzgarla o usarla contra
él como un arma arrojadiza. No era un criminal, ni cometía delito alguno. Estuvo
a punto de espetárselo sin pensar en las consecuencias. Pero su férreo control
consiguió mantenerle la boca cerrada. Se estaba jugando el futuro, ese futuro por
el que día a día luchaba con uñas y dientes.
—Lo entiendo, señor Hooper —consiguió contestar con toda la frialdad del
mundo.
—Búscate una amante fija; o, si quieres, puedo recomendarte una empresa
de contactos que suministra putas de calidad. Tienen un catálogo muy amplio,
apto para todos los gustos. Seguro que encontrarás a la adecuada para satisfacer
tus necesidades en la intimidad de un hotel o un apartamento, sin que tengas que
hacerte ver en clubs en los que puedes encontrarte a cualquiera, y en los que
puede haber redadas en cualquier momento. Imagínate, un escándalo de esas
características te dejaría fuera, no solo de ser ascendido a socio junior, sino de la
firma. Tendríamos que despedirte, y sería una auténtica pena, ¿no crees? Un
abogado con una carrera tan prometedora como la tuya, tirada por la borda por
una estúpida indiscreción.
Bran entendió con claridad la amenaza subyacente en sus palabras. ¡Como
para no hacerlo! Había sido claro y cristalino de una forma fina pero brutal. A
Frederick Hooper no le gustaba su vida privada y lo estaba obligando a
cambiarla.
—Por supuesto, señor Hooper —contestó, intentando mantenerse impasible a
pesar del volcán de rabia que bullía en su interior.
No le gustaba la situación. Estaba acostumbrado a controlar su vida igual que
lo controlaba todo, y que alguien tomase las riendas para dirigirla en una
dirección concreta sin que le importase lo más mínimo lo que él pensaba, era
inconcebible.
Pero no le quedaba más remedio que comerse el orgullo y agachar la cabeza.
Frederick Hooper tenía en sus manos la llave de su futuro.
—Llevo tiempo observándote y tengo muchas esperanzas puestas en ti,
muchacho. —Su sonrisa beatífica no casaba con su mirada incisiva—. Por eso,
voy a ayudarte a encontrar a la esposa adecuada. Me recuerdas mucho a mí
mismo a tu edad: seguro de ti mismo, ambicioso, implacable —dijo,
levantándose para dar por terminada la reunión— y, si hubiese tenido un hijo
varón, me hubiese hecho feliz que fuese como tú. Pero Dios solo tuvo a bien
darme hijas —añadió con resignación. Miró el reloj de su muñeca, un carísimo
Patek Philippe de oro blanco—. He de dejarte, pero te espero esta noche en mi
casa para cenar y seguir hablando de tu futuro tan prometedor. A las siete en
punto. Mi secretaria te dará la dirección.

Jailyn removió la ensalada de su plato por enésima vez. Desde el día


anterior, cuando su encuentro en el ascensor con Branden, se la habían vuelto a
quitar las ganas de comer. Alzó la vista de su plato y miró a Kendra, que estaba
dando cuenta de su filete con patatas fritas y la envidió profundamente. Suspiró
y giró el rostro para observar al resto de gente de la cafetería. «Cada uno de ellos
tiene sus propios problemas», se dijo, pero nunca había sido de las que se
consolaba con la desgracia ajena.
—¿No tienes hambre? —preguntó Kendra.
—No.
No le había contado lo ocurrido en el ascensor. Se sentía culpable por no
hacerlo, pero era demasiado vergonzoso aceptar que había estado a punto de
rendirse solo por cuatro caricias.
—Me preocupas.
—Lo sé. —La miró forzando una sonrisa, pero solo consiguió una extraña
mueca—. Pero estoy bien.
—A mi no me lo parece, y ya sabes cuál es mi opinión al respecto de todo
este loco plan que tienes en marcha. Pero eres una adulta y he de suponer que
tienes el suficiente sentido común para saber qué es lo mejor para ti.
Jailyn iba a responder, pero el piar de un pájaro la interrumpió. Era el aviso
de que le había entrado un Whatsapp. Cogió el teléfono y lo leyó.
«Esta tarde paso a buscarte por el curro. ¿Tienes reparo a subirte en una
moto?», le preguntaba Kerr.
«Ningún reparo», contestó. Jamás se había subido en una, sería una nueva
experiencia.
«¿A qué hora sales?».
«A las 5».
«Allí estaré como un reloj».
Jailyn sonrió. Iba a dejar de nuevo el teléfono sobre la mesa después de
enviar un pulgar arriba cuando cayó en la cuenta de algo.
«No tengo casco», escribió con rapidez.
«Yo te traigo uno, no te preocupes».
Envió otro pulgar arriba y dejó el móvil. Kendra la observaba con interés.
—¿Con quién te mensajeas tan concentrada? —le preguntó llena de
curiosidad. Jailyn había pasado de parecer una magdalena pocha a un vigoroso
ficus.
—Con Kerr. Pasará a buscarme a las cinco.
—Vaya, parece que se lo está tomando en serio. Casi es como si estuviera
interesado en ti de verdad —murmuró, no sin cierto tono amargo que Jailyn
percibió con claridad.
—No digas tonterías —intentó quitarle importancia. Se estaban convirtiendo
en buenos amigos, nada más. Aunque… ¿podía ser que el muy canalla la
estuviera usando para darle celos a Kendra, igual que ella hacía con Branden?
—¿No te has planteado que, con todo el asunto del engaño, puede salirte el
tiro por la culata?
—No, porque no tengo nada que perder, y sí mucho que ganar.
—Perderás si Branden acaba muy enfadado y dolido.
—¿Y qué diferencia hay entre eso y que me ignore totalmente? —exclamó.
La actitud de Kendra empezaba a molestarla un poco. Estuvo a punto de enviar
todo el plan a la mierda en cuanto intuyó que Kerr le interesaba, pero ella misma
la detuvo y la obligó a seguir adelante. ¿A qué venía poner reparos ahora?—. El
resultado es el mismo. Por lo menos, ahora estoy haciendo algo para cambiar las
cosas.
—Y, ¿estás segura de que quieres que las cosas cambien? No sé, yo no te
veo emparejada con un tío como él.
—Kendra, que tú no te veas con alguien como Kerr, no significa que yo no
pueda estar con Branden. Es dominante, sí, pero solo en la cama, y ¿sabes lo que
me pone eso? El resto del tiempo, es un cielo de hombre. Y eso es lo que quiero
en mi vida, una relación con sexo explosivo, y una pareja con la que pueda
compartir experiencias como… no sé, ir a pescar en barca, o hacer esquí
acuático. Hay muchas cosas que podríamos experimentar juntos, si él lo
permitiese.
—Pero, ¿qué pasará si no lo consigues? ¿Y si Branden sigue en sus trece? ¿O
no está enamorado de ti en realidad y le importa una mierda que salgas con Kerr
o con quién sea? Acabarás destrozada, con el corazón roto.
—No me importa el riesgo. Siempre he pensado que hay cosas por las que
vale la pena luchar, y el amor es una de ellas.
—No estoy yo muy segura de eso. Parece un eslogan barato de esos que
acabas creyéndote de tanto repetirlo.
—Kendra, ya sé que tú no crees ni en el insta love ni en el amor en general.
Pero yo sí. Lo he vivido toda mi vida en casa gracias al amor que comparten mis
padres. Y quiero lo mismo para mí.
—¿Crees que lo conseguirás junto a Branden? —preguntó, incrédula.
Branden no le parecía el tipo de hombre que sucumbía al amor. Era demasiado
ambicioso para ello, y temía que su amiga se estrellara con tanta fuerza que no
pudiese volver a levantar cabeza.
—No lo sé. —Jailyn se encogió de hombros—. Pero espero que sí. Por eso
estoy luchando.
Kendra suspiró, asintiendo con la cabeza. Jamás podría hacerla entrar en
razón.
—Y yo espero que no estés cometiendo el mayor error de tu vida.
—El mayor error sería darme por vencida sin haber presentado batalla.
Kendra no dijo nada. Marcus y Amelia Middleton, con su amor perfecto y
duradero, enseñaron a su hija una experiencia vital que la marcaría para toda la
vida. Su propia madre le dio una visión muy diferente: el amor envenena el alma
hasta el punto de pudrirla, la retuerce y contamina, y convierte la existencia en
un infierno del que no se puede salir.
¿Por qué, al pensar en amor, infierno y batalla, su mente voló hasta Samuel
Kerrington?
De repente, sintió mucho calor, un sofoco que le subió desde las entrañas
hasta el rostro.
—Tengo que ir a mear —se excusó, levantándose.
Necesitaba refrescarse con agua bien fría, y eso hizo en cuanto entró en el
baño, sin importarle estropear el poco maquillaje que se había puesto aquella
mañana.
Fue en vano.
Las imágenes, los recuerdos, las sensaciones vividas durante el único
encuentro privado que había tenido con Kerr, seguían allí muy presentes,
punzantes como una aguja envenenada.

Seis semanas antes…

—¿Puedo cambiar de opinión? —tanteó en cuanto vio la mazmorra a la que


el maestro Kerr la había llevado. Intentó que pareciera una broma, pero en el
fondo se asustó.
Era un lugar diferente del exterior. La calidez presente en el resto del club,
estaba ausente. Parecía la sala de un hospital, pero uno de esos de los años
setenta, con las paredes alicatadas hasta el techo en un blanco nuclear frío y
aséptico. Enfrente de la puerta, una larga mesa metálica con un montón de
objetos encima, cuidadosamente colocados en paralelo unos de otros, como una
gigantesca bandeja de quirófano. Del techo colgaban cadenas, y también de las
paredes. Había un armario cerrado al lado de la puerta, tan blanco como las
paredes. Y, en el centro, lo que parecía un híbrido de potro y cruz. La estructura
principal era como un potro como los que usaban en clase de gimnasia en el
instituto, pero con la parte superior más plana, igualmente acolchado y
recubierto de cuero negro. De un extremo, salían dos brazos en perpendicular,
también recubiertos de cuero, uno hacia cada lado; al final, tenían unos grilletes
de cuero con hebillas brillantes, probablemente destinados a sujetar las muñecas.
Del otro extremo, unos centímetros por debajo, había dos estribos dispuestos
para poder apoyar los pies, con unos grilletes iguales.
—Por supuesto que sí, niña salvaje —contestó Kerr, limpiando con un paño
y desinfectante el potro que pensaba utilizar con ella—. Pero no creas que podrás
experimentar con otro dom en este club. —Negó con la cabeza, burlándose de
ella—. Si te echas atrás en nuestra apuesta, me encargaré de que todos los
presentes sepan que eres mía. Y nadie toca nada que sea mío.
—¿Acaso te tienen miedo?
—Hay jerarquías, niña, incluso dentro de los doms. Y, en el Taboo, yo estoy
en lo más alto.
—Ni que fueses el dueño —le espetó con una risa burlona, observándole
hipnotizada pasar el paño por encima del cuero. Él no respondió—. Ya, seguro
que eres el dueño —repitió, incrédula. No podía ser. Era una trola, destinada a
saber qué. A impresionarla, quizá.
—Piensa lo que quieras. Ven aquí —le ordenó, alargando la mano hacia ella.
Kendra, reticente, dio dos pasos hacia él pero se detuvo, la mirada fija en la
mesa que había más allá y que le produjo escalofríos.
—Espero que no pienses usar alguna de esas cosas sobre mí —murmuró,
señalando la mesa.
—Tranquila, no pienso hacerlo. Esos objetos son para…otras cosas.
—¿Para torturar? ¿Sacar muelas sin anestesia? ¿Hacer una operación a
corazón abierto?
Kerr dejó ir una risa seca, negando con la cabeza.
—No, son pura decoración. Los objetos a usar están guardados en el armario.
—Pues vaya gusto más gore. ¿El que decoró esta sala es un asesino en serie?
Kerr volvió a reír. Le gustaba el ingenio de la muchacha, a pesar de que
estaba provocado por el evidente nerviosismo.
—Cada mazmorra está decorada para reproducir un ambiente distinto. Esta,
simula un hospital. Hay sumisas que tienen fetiches con los hospitales.
—Deben estar mal de la cabeza —exclamó, abrazándose a sí misma—.
¿Quién puede ponerse cachonda en un hospital? ¿No hay otro sitio al que
podamos ir? ¿Otro un poco más… agradable?
—Lo siento, todas las mazmorras están ocupadas ahora mismo. Pero no te
preocupes, en cuanto te vende los ojos, lo olvidarás.
—¿Cómo que..? ¿Piensas vendarme los ojos? Ni de coña.
—¿Te retiras? Muy bien. Hasta aquí tu experiencia en el Taboo.
Kerr se encogió de hombros y guardó el trapo y la botella de desinfectante en
el armario. Kendra lo miró, incrédula.
—¿En serio? ¿Esto va así? ¿Si me niego a algo, se acabó todo?
—En este momento, sí. Hemos hecho una apuesta, y no voy a permitir que
restrinjas mis posibilidades de ganar.
—¿Y tú crees que voy a permitir que un desconocido me vende los ojos para
hacerme quién sabe qué? Estás loco.
—No voy a hacerte «quién sabe qué». Voy a proporcionarte placer. Nada
más. No voy a usar nada que pueda hacerte daño, ni voy a azotarte, ni nada por
el estilo. Tienes mi palabra.
—Y se supone que debo fiarme de tu palabra.
—Pues, sí. Pero si lo prefieres, puede pedir a alguien que venga como
observador y compruebe que la cumplo. A uno de los vigilantes de sala.
—Oh, sí, claro, otro tío para que disfrute del espectáculo —exclamó con
sarcasmo—. Y para más inri, uno al que le pagas el sueldo, si lo de que eres el
dueño es cierto.
—Muy bien. ¿Una dómina? ¿Eso sería aceptable para ti?
—Sí, eso estaría bien.
—De acuerdo. —Kerr salió al pasillo y habló con alguien allí,
probablemente uno de los vigilantes que se ocupaban de controlar que ningún
Dom se propasara más allá de lo acordado. Volvió a entrar al cabo de unos
segundos—. Hecho. La Maestra Kat vendrá en unos minutos. ¿Qué te parece si,
mientras tanto, vas preparándote?
—Y qué tengo que hacer.
—El primer paso es desnudarte, por supuesto. Puedes dejar la ropa sobre la
silla.
Kerr señaló un rincón de la mazmorra y Kendra vio una silla allí que le había
pasado desapercibida hasta el momento.
—Y, ¿no podemos hacerlo sin estar desnuda?
—Tú misma, pero te advierto que tu ropa acabará hecha jirones si no te la
quitas.
—Mejor no, o el taxista que tenga que llevarme a casa alucinará en colorines
—rezongó, provocando otra leve risa en Kerr.
Se quitó la ropa, no muy segura de en dónde se estaba metiendo. Pero había
ido al Taboo para experimentar cosas nuevas y ese pedazo de hombre simio no
iba a impedírselo. ¿Qué diferencia habría entre ponerse en manos de un extraño
y otro? Por lo menos, a pesar de su actitud un tanto cavernícola, Kerr estaba
esforzándose para que se sintiera segura.
Dejó la falda y la blusa perfectamente dobladas encima de la silla, no porque
le preocupara que se arrugaran, sino como una forma de hacer tiempo hasta que
llegara la tal Maestra Kat.
Esta llamó a la puerta y entró cuando Kendra ya se había quitado los zapatos
y el sujetador, bajo la atenta mirada de Kerr. Saludó a este estrechando su mano
y mantuvieron una breve conversación en voz baja que puso nerviosa a Kendra.
—Nada de cuchicheos, ¿queréis? —les amonestó—. Quiero enterarme de lo
que decís.
—Odio los días de puertas abiertas —rezongó la Maestra Kat—. Los
proyectos de sumisa llegan sin modales ni respeto por sus mayores.
—Y eso forma parte de su encanto, ¿no crees? —contestó Kerr mirando a
Kendra con una media sonrisa.
Esta se había girado hacia ellos y los miraba con el ceño fruncido, llevando
solo un diminuto tanga y tapándose los pechos con los brazos cruzados.
—Si tú lo dices —le contestó Kat, encogiéndose de hombros—. A ver,
mascota, Kerr me ha dicho que es tu primera vez y no te fías. Yo controlaré que
cumpla lo pactado contigo. ¿Te parece bien?
—No soy una mascota, me lamo Kendra —gruñó.
—Para mí, eres una mascota, nada más. ¿Te sirvo como salvaguarda, o no?
—Supongo. Tampoco es que tenga mucho más dónde elegir, ¿no? Está bien,
sigamos con esto. ¿Qué hago ahora?
—Nunca había tenido a una sumisa tan poco predispuesta —se quejó Kerr,
que empezaba a dudar de poder ganar la apuesta.
—Pues bien predispuesta que llegué aquí. Pero mira, al verte a ti empecé a
arrepentirme. Pero aquí estoy, porque he sido tan tonta como para aceptar una
apuesta contigo. Así que, ¿nos ponemos a ello o seguimos con la charleta?
—No deberías irritar al Dom al que vas a entregar el control, niña salvaje —
la amonestó Kerr, más divertido que enfadado por su descaro—. Ven aquí y
siéntate sobre el potro.
Kendra obedeció a regañadientes. Se subió de un pequeño salto, quedando
con los pies colgando. Kerr se acercó a ella con un pañuelo de seda negro y se lo
puso sobre los ojos, atándolo detrás de la cabeza.
—Tranquila —le susurró al oído—, te prometo que todo irá bien.
—Ya —gruñó Kendra con escepticismo. Era cabezota, pero aquel simple
murmullo con la sensual voz de Kerr tan cerca de su oreja hizo que se le erizara
el vello.
La guió para que apoyara los pies en los estribos y le amarró las piernas con
los grilletes, obligándola a mantener las piernas abiertas.
—Túmbate —le dijo, poniendo la mano en su nuca para sostenerla—, y
extiende los brazos.
Kerr le ató las muñecas con las restricciones y se apartó unos pasos para
poder admirarla. Kendra era hermosa, con la piel aceitunada brillando con la luz
blanca. Tenía unos pechos firmes y preciosos, con unos pezones oscuros y
grandes. Respiraba con agitación, seguramente porque estaba nerviosa, y su
abdomen subía y bajaba haciendo que los pechos temblaran ligeramente. La
cintura estrecha desembocaba en unas caderas generosas que soportaban un
trasero tentador, y escondían un hambriento coño oculto todavía por el tanga que
no se había quitado.
En silencio, ansioso por empezar, Kerr sacó una suave y esponjosa pluma del
armario. Tenía un palmo de largo y era negra como el carbón. Se acercó a
Kendra que se removió, nerviosa, cuando percibió su cercanía.
—A ver qué vas a…
—Silencio, niña salvaje. A no ser que quieras que también te amordace, no
pronuncies ni una sola palabra. Solo acepto ruiditos de placer, ¿entendido? —
Kendra apretó los dientes, irritada. ¿Tampoco podía decir nada? Como si estar
ciega no fuese suficiente suplicio—. Sé que te molesta —siguió Kerr—, pero
usas el constante parloteo para distraerte de lo verdaderamente importante y para
disimular tu nerviosismo; pero yo lo que quiero es que te concentres en lo que
sientes.
Kendra tragó saliva y asintió en silencio. La sorprendió la facilidad con que
la había calado. Pero se había puesto en sus manos y aceptado de forma tácita
hacer lo que le dijera, así que respiró profundamente y se dispuso a «soportar» lo
que tuviera preparado para ella.
Kerr hizo girar la pluma entre sus dedos y caminó alrededor de Kendra,
haciendo sonar las pisadas para ponerla más nerviosa. Se detuvo a sus pies unos
segundos, y siguió el paseo hasta volver a llegar a su cabeza.
Pasó la punta esponjosa de la pluma por su esbelto cuello, desde detrás de la
oreja hasta la clavícula, en una caricia muy suave. Kendra movió el hombro para
quitarse de encima lo que le provocaba el cosquilleo que le erizó el vello de la
nuca. Kerr ahogó una risa divertida, y siguió el camino con la pluma hasta la
axila más próxima, deteniéndose allí durante unos segundos, dando ligeros
golpecitos que la hicieron sacudirse mientras se le escapaba una risa nerviosa.
El camino de la pluma siguió, constante y tenaz, para rodearle el pecho
izquierdo e ir subiendo en una espiral ininterrumpida hasta coronar la cima: el
oscuro pezón que empezaba a erguirse y a tensarse.
Kendra, terca como ella sola, dejó ir un gemido corto que interrumpió al
apretar la mandíbula para no darle la satisfacción a Kerr.
La pluma se entretuvo unos segundos antes de seguir su incansable viaje por
la piel ardiente, hasta llegar a su segundo destino: el pezón derecho. Allí,
traviesa y obstinada en su misión, torturó la sensible piel hasta que el cuerpo de
Kendra se sacudió en un espasmo y su boca liberó el gemido contenido. Kerr
sonrió, satisfecho, al ver las dos puntas duras y erizadas en que se habían
convertido ambos pezones.
Sustituyó la pluma por las puntas de los dedos y trazó un camino suave y
zigzagueante, desde los pechos hasta el ombligo, que rodeó con círculos
concéntricos durante unos segundos, antes de continuar la travesía hasta la goma
del tanga.
La piel de Kendra estaba erizada y ardía, con el fuego que la pasión
despierta. Las caricias, suaves pero firmes, espabilaron cada milímetro, haciendo
que cada sensación viajara a velocidad de vértigo. Con los ojos vendados y con
la amenaza de permanecer en silencio a no ser que quisiera que la amordazara,
no tuvo modo de escapar a la percepción de cada toque y el efecto que este
causaba sobre ella. Ardor bajo la piel, el galopar del corazón, la ansiedad del
anhelo y la anticipación. «¿Qué hará ahora? ¿Qué tocará? ¿Qué acariciará? ¿Qué
me hará sentir?», preguntas que se respondían al cabo de pocos segundos,
convirtiendo su respiración en jadeos ahogados.
Kerr siguió la línea de la goma sobre la piel, rozando con las puntas de los
dedos sin desplazarla, desde una cadera a otra. Kendra tembló. Notaba los
pechos pesados y su coño empezaba a empaparse, al mismo ritmo que bombeaba
su corazón alterado. Kerr tiró del tanga hasta las rodillas, y Kendra apenas tuvo
tiempo de pensar un agradecimiento por no haberlo roto, cuando la mano
masculina, caliente y firme, se posó sobre su vulva y empezó a jugar con los
dedos en el clítoris. Acariciaba y frotaba con maestría, sabiendo dónde y cómo
tocar, y en qué momento, para conseguir que Kendra sintiera la excitación correr
como lava ardiente por sus venas. La sensación era agobiante, molesta y
terriblemente placentera. Tiró de los brazos para liberarse; quería obligarlo a
parar y al mismo tiempo, ansiaba que continuara. Jadeó y un gemido agudo se
escapó de su garganta, mientras la cabeza se movía de un lado a otro.
Era insoportable. Era maravilloso. Era…
La boca húmeda de Kerr se apoderó de un pezón y chupó con fuerza. El
estímulo viajó directo hasta su útero, agitándolo como un buen barman.
—Aaagh —gimoteó, tirando de las restricciones.
Los dedos en el clítoris, la boca en el pezón, chupando y acariciando a un
ritmo cada vez más rápido, la lanzaron a un orgasmo avasallador e inesperado
que estremeció todo su cuerpo, sin olvidar ni un solo rincón. Jadeó, resopló,
gimió y su cuerpo se sacudió mientras él seguía, implacable en su misión de
alargar el orgasmo lo máximo posible. Oleadas de placer la zarandearon,
zambulléndola en un maremoto que la arrastró mar adentro, amenazando con
ahogarla en el océano en que se había convertido su propio cuerpo.
—Primer orgasmo, niña salvaje —anunció Kerr en mitad de una risita
burlona.
Kendra ni siquiera se molestó por su tono socarrón, estaba demasiado
ocupada en recuperar la normalidad. El corazón seguía bombeándole a mil por
hora y los pulmones parecían no querer hincharse con el aire suficiente. Tenía el
cuerpo pesado, agotado, como si hubiera estado todo el día acarreando fardos; y
tan relajado después del orgasmo, que los ojos empezaron a cerrársele.
Hasta que algo duro, frío y vibrante, que emitía un sonido sordo, se acercó a
su coño y la penetró.
Tensó el cuerpo por la sorpresa y curvó la espalda, todo lo que las
restricciones le permitían. Gritó un «¡Aagh!» con los dientes apretados y a punto
estuvo de soltar una maldición. La vibración del consolador, unido a la
oscilación que Kerr le daba con la mano, moviéndolo y girándolo en los
momentos adecuados, se trasladó con rapidez hasta su cerebro, obligándolo a
producir más endorfinas. Sacudió las caderas, intentando librarse de él, pero la
mano dura e implacable de Kerr sobre su estómago la obligó a mantenerse
quieta. La vibración y el roce constante en su mojado canal lanzaron la chispa
para que el fuego que creyó apagado después del orgasmo, resurgiera con fuerza.
Volvió a jadear, a gemir, a sacudir la cabeza hacia un lado y otro. La mano sobre
el estómago se deslizó hacia sus pechos, apoderándose de uno primero, del otro
después, torturando los pezones con pellizcos que lanzaron destellos eléctricos
que viajaron por todo su cuerpo a través de las terminaciones nerviosas. Engarfió
los dedos de los pies y cerró las manos en puños, tensando cada músculo de su
cuerpo, intentando luchar contra el inminente orgasmo que se avecinaba. Si
volvía a correrse, perdería. Y odiaba perder.
Intentó pensar en cosas feas, cosas que odiaba como las películas gore.
Casi lo consiguió, pero una bofetada seca en su pecho derecho, parecida a
una mordedura, la devolvió a la realidad y al torbellino de excitación que la
arrastraba inexorable.
—No vale hacer trampas, niña salvaje —susurró Kerr sobre su boca antes de
apoderarse de ella.
No pudo pensar en nada más. El beso saqueó su boca con ferocidad. La
lengua de Kerr chocó contra la suya, dominándola. Los duros labios forzaron los
de Kendra, obligándolos a aceptar el beso. La fuerte mano le mantenía la cabeza
sujeta, para que no pudiera huir de él.
Kendra se rindió. ¿Qué sentido tenía resistirse? Se rindió al beso y a todo lo
que le exigía. Se abandonó al placer que recorría su cuerpo como un ejército
invasor, rindió cada plaza sin luchar más, solo aceptando el gozo que le
proporcionaba.
El segundo orgasmo arrasó con ella, lanzándola contra el cielo primero, para
estrellarla contra el duro suelo cuando la realidad regresó usando la sensual y
grave voz de Kerr.
—He ganado la apuesta, niña salvaje —dijo, parando el consolador y
quitándolo de su interior—. Este delicioso y empapado coñito ahora es mío para
follármelo delante de testigos.
¿Qué más daba todo? Estaba agotada y saciada como nunca antes, como
ninguno de sus amantes había logrado. Ni siquiera fue capaz de pensar. Su
cerebro, rebosante de las endorfinas, estaba abotargado. Parpadeó cuando Kerr le
quitó la venda de los ojos y el rumor de voces, cada vez más fuertes, a duras
penas llamaron su atención. Varios Doms con sus sumisas entraron en la
mazmorra, manteniéndose a una distancia prudencial, rostros desconocidos que
la observaron con interés.
—Esta pequeña novata ha perdido la apuesta que ha hecho conmigo —
explcó Kerr. Los susurros divertidos de los presentes llenaron el lugar—. Creyó
que no sería capaz de obligarla a correrse dos veces si se ponía en mis manos,
pero estaba equivocada.
—¿Apostar con novatas, Kerr? —lo interrumpió un dom alto y moreno que
tenía al lado a una chica amarrada con una correa y un bozal puesto—. Eso es
jugar con ventaja, ¿no crees? —La sonrisa en su rostro evidenciaba que se estaba
divirtiendo—. Cualquier sumisa de las presentes sabe que no debe apostar
contigo porque perderá.
—Oh, pero ella insistió, ¿no es verdad, niña salvaje? —le preguntó,
dirigiéndose a ella.
Kendra no contestó. Su aturdimiento estaba desapareciendo y empezaba a ser
consciente de la situación. Estaba desnuda y amarrada, totalmente inmovilizada,
en una habitación llena de hombres dominantes. A su merced. Podrían hacer con
ella lo que quisieran y no sería capaz de oponerse.
Debería haber sentido miedo. Cualquiera en sus cabales habría gritado de
terror. Pero, extrañamente, supo que Kerr no permitiría que la tocasen sin su
consentimiento. Peor aún. En aquel momento en que todavía no era capaz de
razonar con claridad, deseó que lo permitiese.
Y eso sí la aterrorizó.
—He perdido y vas a follarme delante de testigos. ¿También me obligarás a
escuchar tus tontos discursos? —le espetó, acuciada por el miedo a su propio
deseo—. Acaba de una vez, quiero irme a casa.
Un coro de risas la rodeó. Kerr la miró con los ojos relampagueantes. No le
había gustado su insolencia y Kendra supo que iba a hacérselo pagar.
Capítulo siete

Kerr pasó a buscarla a las cinco en punto, tal y como habían quedado. Lo
estaba esperando en la acera, frente a la puerta de salida del edificio, con Kendra
pegada a su lado. Después de la comida había estado comportándose algo raro,
nada que fuese alarmante pero sí, quizá, un poco preocupante. Su amiga se
empeñaba en afirmar que no quería nada con Kerr, pero Jailyn empezaba a
sospechar que algo sí había entre ellos. Cuando, aprovechando un breve
descanso para tomar café, volvió a sugerirle la idea de dejar correr todo el plan,
se mostró irritada con el tema.
—No intentes usarme de excusa —le dijo, frunciendo el ceño—. Si no lo ves
claro, abandona, pero a mí no me metas en medio.
Cabezona como ella sola. Como Branden. Jailyn suspiró y decidió no volver
a sacar el tema. Hacer de cupido no era uno de sus talentos y Kendra era de ese
tipo de personas que, cuando las presionabas demasiado, reaccionaban al
contrario de como esperabas.
Kerr llegó con una Harley Davidson Breakout de color granate, con el motor
niquelado y los tubos de escape de negro mate. El ruido atronador tan
característico era como una caricia. Jailyn se acercó con una sonrisa y Kerr le
entregó un casco integral para que se lo pusiera mientras se levantaba la visera
del suyo.
—Si me entero de que no la tratas bien —se hizo oír Kendra por encima del
ronroneo del motor, con cara de pocos amigos—, haré que te arrepientas.
—Me fascina que seas tan guerrera, niña salvaje —contestó, usando el mote
que le había puesto durante su breve interludio en el Taboo—. Algún día domaré
a la bestia, tenlo presente.
—Ni en tus sueños lo lograrías.
—Ay, niña —Kerr se rio como un chasquido—, no tienes ni idea de la clase
de sueños que tengo contigo. Si lo supieras, echarías a correr y te esconderías.
—No digas tonterías —exclamó, desdeñando su estúpida idea—, yo no corro
ni salgo huyendo, nunca. Y, un tío como tú, no sería capaz de domarme ni la uña
del dedo gordo del pie.
—¿Hacemos otra apuesta? —sugirió él con voz sensual. Kendra respingó,
recordando cómo había ido la última.
—No lo provoques, —la advirtió Jailyn, divertida con la escena, antes de que
su amiga contestase y se pusiera en un brete. ¿Que Kerr no le interesaba? Ja.
Que le fuese a otra con ese cuento, porque ella no se lo creía—. O acabarás
arrepintiéndote.
Se subió a la moto y se agarró a la cintura de Kerr. A este le temblaban los
hombros por la risa contenida. Era bueno, decidió, que no lo asustase la mirada
asesina que Kendra le estaba dirigiendo. Alzó la mirada para observarla y vio a
Branden salir por la puerta del edificio.
—Viene Bran —le susurró al oído.
Kerr le guiñó un ojo a Kendra.
—Si te pregunta, dile que me la llevo al club a tener una sesión de
entrenamiento a puerta cerrada. Puedes mostrarte celosa, si quieres; eso le dará
autenticidad.
—¿Celosa? Tú alucinas.
Jai dejó ir un bufido divertido, ahogando una carcajada. Se agarró bien de la
cintura de Kerr, pegándose a él con la única intención de que Branden la viera, y
deslizó las manos por el abdomen masculino hasta dejarlas muy cerca de la
bragueta.
—Jailyn, cariño —dijo este mientras se bajaba la visera del casco—, no sigas
o a Branden le estallará la cabeza.
—Que le estalle —contestó, encogiéndose de hombros—. A ver si así se le
aclaran las ideas.
—¡Qué mala eres! —Kerr estalló en carcajadas. Le dio gas al motor, puso la
primera, y arrancó, incorporándose al tráfico con agilidad antes de que Branden
llegase hasta ellos.
—¿A dónde van esos dos? —le preguntó a Kendra en cuanto llegó a su
altura.
Los vio en cuanto cruzó la puerta y sintió que el ejército de demonios que
últimamente anidaban en su estómago, se ponían a mordisquearle las tripas.
—A ti qué coño te importa —le espetó Kendra, furiosa.
Se giró para marcharse pero Branden la cogió por el brazo para impedírselo.
—¡Dímelo! —le exigió.
Kendra tiró de su brazo para soltarse y lo miró con desprecio. Estaba un poco
harta de aquel jueguecito que se llevaban entre manos. Harta de que el estúpido
de Branden no reaccionara como debía a pesar de que los celos se lo estaban
comiendo vivo. Y harta de sí misma y de la tremenda atracción que sentía por el
estúpido de Samuel Kerrington.
—Si tanto te interesa, —le escupió de malos modos—, el capullo de tu
amigo se la lleva al Taboo para darle una lección privada a puerta cerrada. A
saber qué cojones significa eso.
Branden sí lo sabía. Lo sabía muy bien, malditos fuesen ambos. Dejó de
prestarle atención a Kendra. Apretó los puños y tensó tanto la mandíbula que los
dientes le rechinaron. Kerr solo daba lecciones a puerta cerrada a sus sumisas
cuando eran muy inexpertas y quería prepararlas para subirlas a uno de los
escenarios de la segunda sala. Los escenarios en los que se ejecutaban las
sesiones más hardcore. El muy engreído solo lo hacía para demostrarles a todos
que era el mejor, el más capaz, el único que conseguía con tanta rapidez que una
inexperta subiera el umbral de su dolor de una manera casi exponencial.
«No tienes ni idea de dónde te has metido, Jailyn», pensó, con la rabia
corriendo por sus venas.

Jailyn sabía perfectamente dónde se había metido, en un plan absurdo que


podía estallarle en la cara por dos flancos diferentes, algo a lo que prefería
arriesgarse antes que quedarse con los brazos cruzados.
—¿Cómo es que tienes la llave? —le preguntó mientras Kerr abría la puerta
del club, que aquel día estaba cerrado.
Habían dejado la moto en el estacionamiento de delante y habían cruzado la
calle por el semáforo de peatones que había en la esquina.
—Soy uno de los dueños.
—Vaya, no lo sabía.
—Es mi seguro para cuando decida retirarme —le explicó.
—Y, ¿a qué te dedicas, exactamente?
—Trabajo para una compañía de seguridad contratada por el gobierno. No
puedo explicarte mucho más.
—Suena a que es peligroso.
—No voy a decirte que no —contestó, empujando la puerta y echándose a un
lado para que ella entrase primero—, por lo que sé que no podré dedicarme a
ello durante muchos años más. Este club es un buen negocio, por eso me decidí a
invertir en él. ¿Te apetece tomar algo?
—Sí, gracias. Una cerveza estaría bien.
Kerr se metió al otro lado de la barra y Jailyn se sentó en uno de los
taburetes. Con todas las luces encendidas, el club perdía ese aire tenebroso que
había percibido la primera vez que entró, aunque los equipos en el escenario
parecían pequeños monstruos amenazantes.
—No has de tenerles miedo —comentó Kerr poniéndole la botella delante.
Con solo una mirada, había percibido el recelo en ella—. Solo son… cosas.
—Cosas que, cuando el club está abierto, están a la vista de todo los
presentes. No sé, el otro día me excité con la sesión que presencié, pero no estoy
segura de ser capaz de subirme a uno de ellos y dejar que un tío me mangonee a
su antojo, delante de todo el mundo.
—No se trata de que un tío te mangonee, sino de que sea capaz de saber qué
deseas y necesitas, y te lo dé, a pesar de ti misma. De que te ponga a prueba
constantemente para conseguir que sientas el máximo placer posible.
—No creo que sintiera placer sabiendo que hay tantos ojos fijos en mí.
—Si estás en manos de un buen Dom, te aseguro que todos esos ojos pierden
importancia y dejas de pensar en ellos. Te centras en el placer que te proporciona
y el resto, deja de existir. ¿Quieres que te enseñe todos los recodos del club?
—Me da un poco de grima —se rió Jailyn—. Aunque, si me prometes
comportarte y no intentar liarme para acabar atada a uno de esos trastos, me
arriesgaré.
—Por favor, la duda ofende —exclamó él con gesto contrito, llevándose una
mano al corazón—. Aunque no voy a negarte que estar aquí contigo y no hacer
nada, me parece una gran pérdida de tiempo. Si quisieras, podría mostrarte todas
las excelencias que pueden ofrecerte esos «trastos». Pero, no estamos aquí para
eso, ¿verdad?
—No, no estamos aquí para eso. Aunque no sé si realmente sirve para algo.
¿Has hablado con Branden? ¿Te ha dicho algo?
—¿Desde el viernes? No. Se ha mantenido alejado de mí todo lo que ha
podido.
—A mí me abordó ayer en el ascensor del trabajo. Lo detuvo entre dos
plantas y… bueno, casi pasa algo entre nosotros. Por suerte, tuve la cabeza lo
bastante fría como para rechazarle. No le hizo ninguna gracia. ¿Crees que está
funcionando?
—Que está celoso, eso es seguro. Ya le viste hace un rato. Parecía un búfalo
al que le salía humo por las orejas. Si eso lo llevará a abrir los ojos o no, ya es
otra cuestión.
—No sé si estamos haciendo bien —se replanteó por enésima vez, con voz
cansada.
—Yo, tampoco —confesó Kerr antes de dar un trago a su cerveza—. Tú
decides. Si quieres pararlo, lo paramos.
—¿Y quedarme de brazos cruzados mientras veo cómo destroza nuestras
vidas por su tozudez? No, gracias. Prefiero arriesgarme. Sí, ya sé que parezco
idiota —añadió al ver la cara de fastidio de Kerr por sus incesantes dudas—, y
que no paro de titubear. Pero es que aunque sé que lo estamos haciendo por su
propio bien, me pongo en su lugar y me da pena todo lo que debe estar
sufriendo. Debe estar pasándolo muy mal.
—Supongo. —Kerr salió de detrás de la barra y se sentó a su lado—. Pero
está en su mano detenerlo y no lo hace. No dejes que los remordimientos te
impidan hacer lo que creas que es lo correcto. Aunque sea arriesgado. ¿Qué
tienes que perder?
—Nada, no tengo nada que perder —admitió, dejando ir un suspiro de
resignación—. ¿Crees que se presentará aquí?
—Me defraudará mucho si no lo hace. Pero no te preocupes, no le dejaré
cruzar la puerta, así que no verá que todo es un montaje.
—Algo sospecha ya. En la conversación que tuvimos en el ascensor…
—Ah, pero, ¿hablasteis? —la interrumpió, burlón.
Jailyn le dio un puñetazo en el brazo y fue como si golpease un muro de
cemento.
—¡Pues claro! —Kerr soltó una carcajada—. ¿Qué te crees? ¿Que me lancé
a por él?
—No, pero él a por ti… Es lo que hubiese hecho yo en su lugar. Tirarme a
por tu boca y besarte para que no pudieras pronunciar palabra. Ni pensar.
—Pues no. Empezó con las recriminaciones. Lo de besarme vino después,
cuando se dio cuenta de que no me acobardaba estar delante de él.
—Te mantuviste firme como una roca. —En su voz hubo un intenso tono de
orgullo.
—Por lo menos, lo intenté. Pero fue duro —añadió, mostrando una sonrisa
cargada de tristeza—. Cuando me di cuenta de cuánto lo afectaba, solo quise
echarme en sus brazos y confesar toda la verdad. Pero me di cuenta a tiempo de
que no conseguiría nada si me rendía.
—Esa es la actitud. Ten paciencia y mantente firme. Conozco bien a Branden
y sé que acabará dándose cuenta de que no vale la pena vivir sin ti a su lado.
—Eso espero.

Branden no apareció por el Taboo. Tenía otras obligaciones que atender,


aunque saber que Jailyn estaba con Kerr en el club, casi hizo que las enviara a
tomar por saco.
Casi.
Pero el señor Hooper lo esperaba en su mansión para cenar y hablar de su
futuro como futuro socio junior, y se negó a admitir que hubiese algo más
importante que eso. Ni siquiera Jailyn. Ni los celos que lo mordían en el vientre
y lo tenían irritable y malhumorado. Ni las imágenes que su mente imaginaba
aleatoriamente de Jai en manos de Kerr, desnuda y a su merced. Ni la rabia que
se arremolinaba formando nubarrones de tormenta en su cabeza.
Nada era más importante que poder medrar con éxito a un puesto de más
poder y responsabilidad, y gracias al cual ganaría muchísimo más dinero.
Entonces, ¿por qué a duras penas podía mantener su atención centrada en la
conversación que se estaba llevando a cabo durante la cena? ¿Por qué la voz del
señor Hooper le parecía exasperante? ¿Por qué sus hijas, sentadas en silencio, le
parecían patéticas? Mención aparte merecía la señora Hooper, una mujer que no
debía tener más de cuarenta años pero que, gracias a las múltiples operaciones de
estética que se adivinaban, era más parecida a una muñeca que a un ser de carne
y hueso, con una permanente mueca en los labios que quería semejar una sonrisa
pero que era espeluznante.
Las tres parecían una oda a la tristeza y la conmiseración. Sus ojos vacuos
apenas se apartaban del plato que tenían delante; sus movimientos, que podían
parecer gráciles y armónicos, estaban teñidos de auténtico pavor; y sus rostros
estaban vacíos de cualquier expresión. Eran como monigotes puestos en la mesa
solo para adornar, para hacer bulto y que el enorme comedor no pareciese tan
vacío. Si alguna de ellas alzaba la mirada y se atrevía a hacer algún leve
movimiento con los labios que no fuese abrir la boca para comer, la mirada fría y
brutal del señor Hooper conseguía que se tragasen las palabras antes de
pronunciarlas.
Le tenían miedo. Mucho miedo. Y Branden se preguntó qué clase de hombre
era y lo que les habría hecho a lo largo de sus vidas para lograr ese efecto.
«Casarme con una de las hermanas sería el trampolín perfecto para mis
planes», se dijo. Sería un golpe de efecto que aseguraría el futuro con el que
soñaba. Cualquiera de las dos serían la perfecta mujer florero que necesitaba y,
con el apoyo de la familia y el buffete, llegaría a alcalde y, después, a
gobernador, en pocos años.
Pero, ¿valdría la pena? Estaría bajo la bota de un hombre que, a todas luces,
era cruel y despiadado, que intentaría manejarlo a su antojo como hacía con las
hijas. Unas hijas que parecían demasiado jóvenes para ser suyas. ¿Qué edad
tendrían? Annika, la mayor, no podía tener más de veinticinco. Y Susan, la
menor, a duras penas llegaría a los veinte.
Su mente voló hasta Jailyn y el recuerdo de la semana que pasaron juntos.
Con ella, sí podría tener una buena vida y pudo imaginarse a sí mismo dentro de
cuarenta años junto a ella, sentados en el porche y viendo corretear a sus nietos
por el jardín. Sí, tendría risas, ternura, momentos plenos de felicidad, y el
convencimiento de que, en las épocas malas, sabrían apoyarse el uno al otro.
Pero tendría que renunciar a sus sueños, aparcarlos a un lado y olvidarlos;
porque las personas como ellos, que provenían de familias humildes, jamás
serían aceptados de buen grado en la élite de la política. Adiós a convertirse en
alcalde de Nueva York, en gobernador del estado, y ya ni hablar de llegar a ser
presidente.
Pero, ¿sus sueños valían la pena si, para alcanzarlos, tenía que renunciar a su
vida y a su alma?
—No debes hacer como yo —le decía el señor Hooper cuando Branden
volvió a prestar atención a la conversación—. Debes casarte ahora. Yo esperé
demasiado y los hijos llegaron cuando ya no tenía paciencia para ellos. Bueno,
hijos —añadió con desprecio, mirando a las dos chicas—. Debería decir hijas. Es
todo lo que mi mujer ha podido darme. Cuatro partos, cuatro hijas. Y todavía me
quedan dos por casar. —La mujer tembló y se encogió visiblemente. Aquel tema
seguro que le había dado unos cuantos disgustos y, a tenor por el miedo que
flotaba en el aire, cosas mucho peores. Branden echó cuentas y no le salieron; o
la señora Hooper se casó muy joven, o era más mayor de lo que aparentaba—. Y
no debes casarte con cualquiera. Aunque, un hombre inteligente como tú, eso ya
lo debe saber. Un buen matrimonio te abrirá muchas puertas que, de lo contrario,
permanecerán cerradas. ¿Me han dicho que tienes aspiraciones políticas?
—Sí, señor, así es.
—Bien. En el partido necesitamos sangre joven y nueva, hombres
inteligentes y dispuestos a dar el doscientos por cien. Puedo presentarte a mucha
gente, si estás interesado. Te aceptarían de buen grado y, con mi respaldo,
podrías ser el próximo alcalde.
La cena siguió durante un buen rato. Los platos y la conversación, casi un
monólogo que a Branden le resultó de lo más incómodo, se sucedieron uno tras
otro. Cuando terminaron de dar buena cuenta del postre, el señor Hooper se
levantó de la mesa y las tres mujeres lo imitaron inmediatamente, a pesar de que
Susan, la pequeña, todavía no había terminado su plato. Branden también se
levantó y dejó la servilleta arrugada al lado del plato.
—Soy un hombre viejo y estas reuniones me agotan; pero tú eres joven aún,
Branden —añadió con una seca carcajada—. Annika, cariño, ¿por qué no
acompañas al señor Ware y dais un paseo por los jardines y se los enseñas?
Estirar las piernas os hará bien a los dos, y a él lo ayudará a bajar el buen vino
que hemos tomado. No es cuestión de que conduzca teniendo una tasa de alcohol
por encima de la permitida, ¿cierto?
—Será un placer, señor Hooper.
—Por supuesto, padre —contestó la aludida, que rodeó la mesa y se cogió de
su brazo, dirigiéndole una sonrisa tan falsa que casi lo hace tambalear—. Por
aquí, por favor.

Los jardines que rodeaban la mansión estaban iluminados por farolillos de


varios colores que le daban el aspecto de bosque mágico, como si en cualquier
momento pudiesen aparecer elfos y hadas. Los caminos rodeaban los parterres
llenos de flores cuyos colores variaban por efecto de la iluminación. Branden
miró el edificio que dejaban a su espalda. Le pareció una oda a la ostentación,
con sus pilares de mármol y la escalinata que subía hasta la amplia terraza. Tenía
todo el aspecto de ser una antigua mansión del siglo XVII reformada para
ofrecer cualquier comodidad requerida, pero Bran no era arquitecto ni sabía nada
de construcciones, así que podría ser perfectamente una imitación.
Annika caminaba en silencio a su lado. Le había soltado el brazo en cuanto
cruzaron las puertas francesas que los llevaron hasta la terraza y, al bajar las
escaleras, se apartó de él lo suficiente como para que ni siquiera pudieran tocarse
accidentalmente.
—¿Cuántas hermanas sois? —preguntó Bran, en un intento de iniciar una
conversación que rompiera ese silencio incómodo.
—Cuatro, pero mis dos hermanas mayores ya están casadas, así que para
padre ya no cuentan —explicó con amargura mal disimulada—. Yo voy a ser la
siguiente.
—¿Estás prometida?
—Aún no. ¿Por qué crees que estás aquí? —le espetó sin mirarlo. Alzó los
ojos hacia el cielo y ahogó un suspiro.
—Tu padre me ha invitado para hablar de mi futuro profesional.
Annika dejó ir una risa seca y cargada de pesadumbre, con un ligero toque de
sarcasmo e incredulidad.
—¿En serio eres tan inocente? No me lo creo. Si padre te ha invitado es
porque sabe que eres un hombre ambicioso capaz de cualquier cosa para
conseguir llegar a lo más alto. ¿Y qué hay más alto, para un abogado, que
emparentar con Frederick Hooper? Tenías muy claro a qué venías, no lo niegues.
—He de admitir que, durante la cena, se me pasó por la cabeza. Pero tu padre
y yo no hemos hablado nada al respecto. Además, tú deberías tener la última
palabra, ¿no?
Annika se paró y giró el rostro para mirarlo directamente a los ojos. Su pelo
castaño, recogido en un moño alto, destelló con tintes rojizos cuando la luz del
farolillo que tenía sobre la cabeza se balanceó por el aire y dirigió la luz hacia
ella. Sus enormes ojos azules lo escrutaron en profundidad, intentando decidir si
le decía la verdad o mentía.
«Puede que diga la verdad», concedió al fin.
—Yo no tengo ni voz ni voto en mi matrimonio. Como no los tuvieron mis
hermanas. A mi padre no le importa lo que queramos o deseemos, tiene nuestras
vidas bien planificadas desde que nacimos y no va a permitir que un simple
deseo le estropee los planes. ¿Qué te ha prometido a cambio del sacrificio que
supondría casarte conmigo?
—¿Sacrificio? ¿Prometido? —Branden estaba realmente sorprendido—.
Nada. Ya te he dicho que no hemos hablado de ese tema.
—Entonces, es que piensa que eres más inteligente que los dos últimos. O
más tonto. Todavía no lo he decidido.
—Annika, en serio, no sé de qué me estás hablando. Yo solo he venido a
hablar sobre mi ascenso a socio junior.
—Aférrate a esa idea, si quieres. Pero la verdad es que has venido para
conocerme. Soy lesbiana, ¿sabes? —le espetó de pronto—. Y mi padre está
furioso con eso. Cuando se lo confesé, estúpida de mí, todavía era joven y creía
que tendría la oportunidad de escapar de sus garras. Estaba en la universidad y
enamorada de una chica maravillosa con la que decidí que pasaría el resto de mi
vida. Él se encargó de destrozar mi sueño de la peor manera posible. Me está
buscando un marido, señor Ware, un hombre lo bastante ambicioso como para
obviar mi defecto. Un hombre capaz de doblegarme y, palabras textuales suyas,
con una buena polla que sepa usar para demostrarme que estoy equivocada y que
mi lesbianismo no es más que un capricho tonto inventado para atormentarle.
Como si mi orientación sexual solo fuese una rabieta de adolescente.
Branden no dijo nada. De repente, comprendió por qué Frederick Hooper
sacó a colación el tema de sus fetiches. Era un Dom experimentado y pensó que
un hombre como él sería capaz de doblegar la voluntad de Annika, de someterla
bajo su puño como él tenía dominada a toda su familia. La indignación lo
sacudió, rabiosa y punzante. ¿Qué clase de hombre creía que era? ¿Qué idea tan
retorcida tenía sobre el BDSM?
«Tranquilízate. No importa lo que piense o crea. Lo importante, es que tienes
ante las narices la oportunidad de conseguir lo que querías. Si te casas con
Annika, podrás tenerlo todo. Puedes llegar a un acuerdo con ella para aparentar
el matrimonio perfecto de cara a la galería; pero, en la intimidad, cada cual
tendría a sus propios amantes. Podrías tener a Jailyn».
Abrió la boca, dispuesto a proponérselo en un impulso nada acorde con su
personalidad. Pero el recuerdo de Jailyn se interpuso y la cerró con un chasquido
sin pronunciar ni una sola palabra.
Porque sabía que Jailyn jamás aceptaría algo así. Si se casaba con Annika, la
perdería para siempre.
Y eso, era inconcebible.
Capítulo ocho

«¿Qué es lo que estoy haciendo?».


Branden dejó caer el expediente sobre la mesa y se reclinó en el sillón de su
despacho. Se frotó el rostro con las manos como si así pudiese despejar los
nubarrones que giraban en torno a su cabeza, provocando pensamientos
tormentosos.
Habían pasado dos días desde la cena en casa del señor Hooper. Dos días en
los que no había podido dejar de pensar en la posibilidad de aceptar casarse con
Annika y asegurar su futuro y su entrada en la política. Dos días en que se había
sumergido en el nuevo caso que le habían asignado, el primero verdaderamente
importante. Thomas Edington, hijo del archimillonario Bruce Edington, había
sido detenido por violación, y el mismo Patrick Hooper lo había puesto a él al
frente del equipo de abogados que preparaban su defensa.
«¿Qué cojones estoy haciendo con mi vida?»
Thomas era culpable, de eso no había duda. Ni siquiera hizo falta que lo
admitiera en la reunión que tuvieron el día anterior. Todas las pruebas lo
señalaban, pero también su actitud chulesca, su prepotencia, su evidente
misoginia y desprecio por las mujeres.
«Esa putita lo estaba deseando, joder —dijo con una sonrisa mezcla de
desdén y arrogancia—. Todas dicen que no al principio. Lloran y patalean,
haciéndose las estrechas. Pero todo es puro teatro. Quieren cazarme, ¿sabes?
Todas, absolutamente todas, tienen la secreta esperanza de convertirse en la
señora Edington, y por eso se arriman a mí en cuanto me ven aparecer. Pero
cuando se dan cuenta que solo son un polvo y que no pasarán de ser eso…
¡amigo! Se cabrean y amenazan con denunciarme por violación».
Hasta aquel momento, su padre había podido frenar a tiempo las denuncias,
ofreciendo cantidades sustanciales de dinero que las víctimas habían aceptado a
cambio de firmar un acuerdo de confidencialidad, por lo que la acusación no
podría recurrir a ellas para establecer que Thomas era un violador en serie. Pero
eso no cambiaba la realidad: ese cabrón hijo de puta era un cerdo que merecía
pudrirse en la cárcel.
Y Branden tenía que conseguir que saliese libre del juicio. ¿La estrategia?
Acosar y acusar a la víctima para que el jurado creyese que mentía y que la
acusación era un acto de venganza.
«Estoy desperdiciando mi vida —pensó, levantándose en un impulso
incontenible—. ¿Por qué voy a defender a este hijo de puta, si no lo merece?
Voy a cubrirme de mierda hasta el cuello, y todo por culpa de mi desmesurada
ambición. Toda mi puta vida ha girado en torno a eso y es como si la estuviese
tirando por la borda, despreciando todo lo bueno que podría tener. Como
Jailyn».
¿Qué pensaría Jailyn de él cuando se enterase de que iba a defender a un tío
como Thomas Edington? La defraudaría y, probablemente, lo despreciaría.
Su primer caso importante de verdad, un caso que le daría fama y renombre,
y sentía tal asco por sí mismo que tenía hasta ganas de vomitar.
¿En qué clase de hombre se estaba convirtiendo? En uno que no le gustaba
cuando se miraba en el espejo. En alguien que ya no reconocía.
Necesitaba ver a Jailyn, volver a verse reflejado en sus ojos verde azulados,
oír de nuevo su voz. Ella era lo único que seguía dándole sentido a su vida y
reconocerlo era un duro golpe para él. La ambición, el poder, todos sus sueños,
pasaban a un segundo plano cuando rememoraba los momentos vividos a su
lado. Sorprendentemente, no era el intenso placer ni el goce infinito que
experimentaba lo que más echaba de menos. Era su simple presencia, el brillo de
sus ojos cuando reía, y la ternura desinteresada que le ofrecía. Jailyn tenía un
gran corazón, y empezaba a ser consciente de que el propio estaba arrugándose y
secándose como una uva. Necesitaba que ella le recordase cuáles eran las cosas
que importaban de verdad.
Llamó a su departamento y pidió que se la enviasen. No se atrevió a llamarla
directamente porque supo que se negaría a ir, pero si era su propio superior
quién se lo ordenaba, no tendría más remedio que obedecer. Quería verla en su
despacho, estar a solas con ella. Era una auténtica locura, pues seguramente lo
mandaría a la mierda sin dudarlo ni un instante. Pero no podía evitar tener la
secreta esperanza de que, por lo menos, pudiesen mantener una conversación
civilizada que lo ayudara a despejar la niebla de su maldita y obcecada mente.
Tardó quince minutos en aparecer, quince minutos que le parecieron una
eternidad. Llegó con la insulsa coleta y la ropa gris y anodina, incapaces de
esconder la magnífica mujer que era. Cruzó la puerta y se quedó quieta junto a
ella, como si temiese adentrarse en el despacho.
—¿Qué es lo que quieres, Branden? —le preguntó con una seriedad formal
que le dolió, el rostro alzado con orgullo y la mirada directa y firme.
—Hablar —contestó él, queriendo acercarse a ella pero sin atreverse a
hacerlo. Jailyn aparentaba decisión y fuerza, pero temía que saliese corriendo en
cuanto él hiciese algún gesto demasiado intenso para su gusto.
—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar, a no ser que hayas cambiado de
opinión respecto a lo que sientes por mí. —Fría como el hielo, tan distinta de la
mujer ardiente que tuvo entre los brazos—. ¿O esperas que te felicite por tu
próximo ascenso? Está en boca de todos.
—Todavía no es seguro —contestó con voz cansada.
—Eres el jefe del equipo que va a defender a Thomas Edington, por favor —
soltó con desprecio—. Es evidente que vas a ser uno de los nuevos socios junior.
Estarás orgulloso.
—No tanto como pensé que estaría —confesó, dejando ir una risa de auto
desprecio—. Tengo al alcance de la mano algo por lo que he luchado y con lo
que he soñado durante toda mi vida, pero solo puedo pensar en ti, y en lo que
pensarás de mí.
—Ya sabes qué pienso de ti.
—Que soy un cobarde.
—Que tu ambición y tu miedo te ciegan. No sé por qué temes tanto entregar
tu corazón, pero es una pena.
—¿Me tienes lástima? —Se irguió, con el orgullo herido mordiéndole el
trasero.
—Me da lástima el niño herido que hay en ti. ¿El adulto? No, en absoluto.
Estoy segura de que hay muchísima gente en el mundo que han tenido infancias
peores que la tuya y son lo bastante valientes como para no permitir que
condicione sus vidas de adulto. ¿A qué tienes miedo, Branden?
«A convertirme en un continuo lamento si a ti te pasa algo. En un despojo
lloroso sin voluntad para levantarme de la cama. Tengo miedo a entregarte mi
corazón y a que tú te mueras y me dejes solo, igual que hizo mi padre».
Qué ridículo todo, pensó. Era ridículo que, el hecho de tener miedo a perder
a una persona, le impidiese estar con ella.
—Ya te he dicho que no tengo miedo a nada —contestó, aunque el desprecio
que supuró su voz estaba dirigido hacia sí mismo y hacia la mentira que acababa
de soltar—. Soy ambicioso, tengo planes trazados con meticulosidad, y
enamorarme no entra en ellos.
—Las personas que afirman no tenerle miedo a nada, son las que más
temores esconden —sentenció Jailyn. Era una frase que había oído en alguna
parte, pero no supo a quién.
—Vaya, ahora eres filósofa. —Una sonrisa cargada de tristeza le curvó los
labios.
—Filósofa de la vida. —Jailyn también sonrió. Se apartó de la puerta y se
acercó hasta él. No pudo contener el impulso de alzar la mano y acariciarle la
mejilla. Branden cerró los ojos e inclinó la cabeza para apoyarse en aquella
caricia tierna que le tocó hasta el alma. ¿Por qué no podía soltar todo el lastre
que lo estaba ahogando? Jailyn tenía razón cuando decía que había gente que
había pasado por mierdas mucho mayores que la suya. ¿Por qué, entonces, no
era capaz de dar un paso al frente y tomar lo que la vida le ofrecía?
La abrazó con cuidado, temiendo que ella se apartara; pero no lo hizo. Jailyn
le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Podía oír el
repiquetear nervioso de su corazón bajo el carísimo traje que llevaba. Su calor la
rodeó y se permitió liberar un tenue suspiro de satisfacción.
—No estoy seguro de querer defender a Thomas Edington —susurró él
contra su pelo.
—Pues no lo hagas —contestó ella, la voz amortiguada por su chaqueta.
—Si no lo hago, Hooper no volverá a confiar en mí.
—Mándalo a la mierda.
Jailyn oyó la risa divertida que le retumbó en el pecho.
—Si hago eso, me despedirá en lugar de ascenderme.
—Branden, ¿qué es lo que te llevó a estudiar derecho? —le preguntó alzando
el rostro para mirarlo.
—Se me daba bien. —Sus ojos quedaron prendados de los de ella. Sus
rostros, tan cercanos, casi podían acariciarse—. Y creí que era el mejor primer
paso que podía dar para conseguir mis objetivos.
—Y, ¿cuáles son esos objetivos?
Branden suspiró. Cerró los ojos y apoyó la barbilla en la cabeza de Jailyn,
acunándole la mejilla para que volviera a reposar contra su pecho.
—Yo… —Tragó saliva. No estaba acostumbrado a abrir su corazón y su
pasado como iba a hacer, como tenía que hacer para que ella comprendiera—.
Nací en Nebraska, en una granja. —Cuando empezó a hablar, todo se hizo más
fácil y las palabras salieron a borbotones de su boca, sin que pudiera detenerlas
—. Mi padre murió cuando yo todavía era un niño, y lo perdimos absolutamente
todo. Durante años viví en la miseria, Jailyn. Mi madre tenía que trabajar en dos
sitios y a duras penas daba para cubrir nuestras necesidades básicas. Pasamos
hambre, y frío. Vi a mi madre consumirse por la preocupación y la pena, y me
juré que haría lo que fuese para sacarla de allí. El camino más rápido era la
delincuencia, algo demasiado normal en el barrio en el que vivíamos. Pero yo
era más inteligente que eso, y sabía que estudiar y labrarme un futuro, aunque
era el camino más largo, era también el más seguro. Me pasé la infancia y la
adolescencia estudiando sin parar, obsesionado con sacar las mejores notas.
Ganar la beca Lighman era mi única oportunidad, pero para conseguirla tenía
que ser el mejor, no solo de mi instituto, sino de todos los institutos del estado.
Estudié sin parar, me apunté a todos los créditos extra que pude, y me olvidé de
disfrutar de mi infancia y mi adolescencia. Pero lo logré. Gané la beca y pude ir
a Harvard, y me juré que no iba a desperdiciar la oportunidad que me había
ganado con tanto esfuerzo.
—Y, ¿estar conmigo sería desperdiciarla, Branden? ¿Eso crees?
—Eso pensaba pero ya no lo sé… —reconoció, totalmente perdido—. Y este
caso está sacando a relucir cosas que no me gustan nada. Estoy defendiendo a
alguien que sé que es un violador en serie, y mi meta es que lo declaren inocente
y salga libre. Cuando vuelva a hacerlo, ¿qué parte será responsabilidad mía,
Jailyn? ¿Cómo podré mirarme en el espejo y seguir pensando que soy un hombre
bueno y justo?
—Ya no lo serás, Branden —afirmó ella en un susurro cargado de
conmiseración. Puso las manos en su pecho y, aunque a regañadientes, se apartó
de él—. Ya no lo serás.
—Por primera vez en mi vida, me siento perdido. —Branden dejó caer los
brazos y apartó la mirada de ella—. Te necesito en mi vida, a mi lado. Tú eres
mi faro, la que puede marcarme el camino correcto.
—No. —Jailyn negó con la cabeza. Sentía la pena y el dolor hechos un nudo
en su garganta y en la boca del estómago. Quería echarse en sus brazos, besarlo,
asegurarle que todo iría bien. Besarlo para hacerle olvidar, acariciarlo para
consolarlo, ofrecerse a él para poder entrar en la vorágine del placer y que,
durante un rato, pudiese arrinconar todas sus preocupaciones. Pero no era el
camino correcto—. Lo siento, pero no. No soy yo quien ha de decidir qué rumbo
debes tomar en tu vida. No voy a permitir que me utilices como excusa para que,
si después te arrepientes o sale mal, puedas echármelo en cara y culparme de tus
decisiones.
—Podría tenerlo todo, si tú quisieras. Si aceptaras ser mi amante, incluso
cuando yo me casara. Podría seguir con mis planes sin tener que cambiar nada.
Si te tuviera a mi lado, podría enfrentarme a cualquier cosa, sin que mi
conciencia me carcomiera, porque te tendría a ti.
—¿No te das cuenta de las estupideces que estás diciendo? ¿De verdad
piensas que yo voy a conformarme con ser «la otra»? ¿Durante el resto de mi
vida? ¿Que cerraré los ojos y no diré nada mientras vas perdiendo todo lo que te
hace ser el hombre del que me enamoré?
—No perderé nada si tú estás conmigo.
Casi parecía suplicar, y a Jailyn se le rompió el corazón. Nunca lo había visto
así, tan perdido y ofuscado. Podía terminar con aquello si decía «sí». Unas imple
palabra de dos letras que lo cambiaría todo para siempre.
Pero no podía. No podía. Aceptar su proposición la cambiaría para siempre,
y no le gustaba la clase de persona en la que acabaría convirtiéndose. Se conocía,
sabía cómo terminaría, llena de amargura y odiándolo.
—No, no voy a estar contigo en las condiciones que me estás ofreciendo.
Nunca. ¿Te repugna este trabajo? Déjalo. ¿Prefieres seguir aquí, defendiendo a
violadores, porque eso es lo que espera Hooper de ti? Pues hazlo. Si eso es lo
que tienes que hacer para conseguir su apoyo para lograr tus sueños, adelante.
Pero yo no voy a quedarme para ver cómo acabas destruyendo todo lo bueno que
hay en ti. Me niego.
—Jailyn…
—No —repitió, al borde del llanto, y alzó una mano mostrándole la palma
como si así pudiera detener el torbellino de sentimientos que la atormentaban,
como un guardia en mitad de un cruce—. Eres tú quien ha de tomar la decisión.
Nadie más. Es tu vida y es tu alma la que perderás en el proceso. Pero si decides
seguir adelante con esta locura, no me busques, porque no quiero formar parte de
ella.
Se fue, con el alma hecha pedazos, preguntándose si había hecho lo correcto,
con los remordimientos atormentándola. Se limpió los ojos, molesta por las
lágrimas que asomaban. Salió del despacho sin darse cuenta de que Carola, la
secretaria de Branden, fue tras ella. La paró antes de girar la esquina y salir al
pasillo abarrotado de gente.
—Toma —le dijo, ofreciéndole un pañuelo. Jailyn alzó la mirada,
sorprendiéndose de su rostro preocupado teñido de lástima—. Es jodido cuando
te enamoras de quién no debes —contestó a su silenciosa pregunta.
Jailyn asintió y se echó en sus brazos para llorar silenciosamente.

Branden se dejó caer en el sillón, sintiendo que toda su vida se derrumbaba a


su alrededor. Todos sus planes le parecieron huecos, vacíos de contenido. Eran
como una mala película de serie B, sin argumento ni historia. Se frotó el rostro y,
en un arranque de rabia, ahogando un grito salvaje, arrasó con todo lo que había
sobre la mesa, tirándolo al suelo sin importarle nada. Los papeles, los objetos, se
estrellaron contra el suelo o salieron revoloteando, desperdigándose
desordenados.
Lo estaba perdiendo todo, incluso a sí mismo. La frialdad, el control sobre su
vida, la seguridad en sus objetivos, el camino tan bien trazado… Era como si un
tsunami estuviese arrasando con todo, vapuleando cada pequeño rincón de su
ser, empujándolo contra cada escollo que encontraba, destruyendo todo lo que
encontraba a su paso, para arrastrarlo después hacia el fondo junto a un tumulto
de escombros hasta ahogarlo.
¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer?
El teléfono vino a interrumpir el desorden en que se encontraba su mente. Su
sonido ahuyentó momentáneamente todo lo demás y pudo centrarse durante unos
segundos, los justos para contestar la llamada.
Era el Gran Tiburón, el mismísimo Frederick Hooper, anunciándole con voz
marcial que aquella tarde, a las siete, una limusina pasaría a recogerlo por su
apartamento. Annika, su hija, debía asistir a un evento benéfico en su
representación, y él sería su acompañante. No lo sugirió, no le preguntó si estaba
dispuesto; simplemente le ordenó lo que debía hacer con la seguridad de que no
podía negarse.
Se sintió como un títere cuando respondió con un «Sí, señor» vacío de
emoción.
Salió de su despacho, sorprendiéndose de que Carola no estuviese en su
mesa, y fue hasta el baño para refrescarse. Se miró en el espejo y no se
reconoció. Las ojeras debajo de sus ojos eran muy evidentes, estaba demacrado
por culpa de las noches de insomnio, y los ojos enrojecidos delataban las fugaces
lágrimas que habían escapado de ellos, algo de lo que ni siquiera había sido
consciente. Se mojó la cara y se secó con las toallas de papel, lanzándolas a la
papelera con furia reprimida.
Odiaba la situación en la que se encontraba, pero más estaba empezando a
odiar su propia vida.
Y debía tomar una decisión antes de que las telas de araña que Hooper estaba
tendiendo a su alrededor, lo atraparan y ya le fuese imposible escapar de ellas.

La fiesta fue una gran puesta en escena con la jet set de Nueva York sobre el
escenario. Gente rica y poderosa luciendo sus mejores galas, disfrazando su
egoísmo y falta de decencia haciendo generosas donaciones para una causa de la
que seguramente no conocían nada. ¿Que hay que dar dinero para los huérfanos?
Pues se da, aunque esos niños no me importen una mierda. ¿Que ahora toca
salvar a las ballenas? Pues a golpe de talonario limpio mi conciencia mientras
mis fábricas contaminan las aguas.
Branden casi podía oír sus pensamientos mientras caminaba con Annika
Hooper de su brazo. Ella se encargó de presentarle a mucha gente, entre ellos, a
dos congresistas y un senador.
«Era esto lo que querías, ¿no?», le preguntó su conciencia mientras las luces
de los flashes lo deslumbraban. Entrar con la cabeza alta en las fiestas más
distinguidas, codearse con los poderosos, ser aceptado y llegar a formar parte de
la élite que gobernaba el país.
El lazo del corbatín lo molestaba y el esmoquin, hecho a medida por el mejor
sastre de la ciudad, le parecía una camisa de fuerza que le daba tirones en los
lugares más incómodos.
Annika se movía con elegancia y seguridad. Lejos de la influencia de su
padre, casi parecía otra persona. Se habían borrado las arrugas de su ceño
permanentemente fruncido, o la tensión de sus hombros. Parecía relajada y feliz,
como pez en el agua mientras se codeaba con toda aquella gente que Branden
solo había visto en las revistas. Sería una esposa perfecta para él, una que lo
ayudaría a llegar a lo más alto. Se preciaba de saber juzgar bien a las personas
con un solo vistazo, y su intuición le decía que era una chica de buen corazón, a
pesar de su padre.
—No pareces muy feliz —le dijo en un momento que estuvieron a solas,
mientras él cogía un par de copas de champán de la bandeja que portaba un
camarero y le ofrecía una a ella—. Estás muy silencioso.
—Supongo que estoy abrumado —confesó con una sonrisa.
—Sí, toda esta gente impone la primera vez que los ves. Pero hay un truco
para evitarlo —añadió, bajando el tono de su voz como si fuese a confesar un
gran secreto—: imagínatelos sentados en el retrete. No falla.
Branden estalló en una carcajada que le hizo temblar la mano en la que
sostenía la copa. Ahogó la risa inmediatamente cuando varios ojos lo miraron
con altivez.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto —contestó con seriedad—. Imagina sus cuerpos gordos y
rechonchos, llenos de arrugas, sentados en el retrete, con el rostro contraído por
el esfuerzo de… ya me entiendes, evacuar lo que han comido.
Branden, muy serio de repente, la miró con una mezcla de amargura y
sorpresa. Annika tenía un carácter muy parecido a Jailyn, y eso le provocó una
punzada de nostalgia. La conversación que mantuvieron por la mañana seguía
retumbando en su cabeza, haciéndose un hueco mientras echaba raíces. Jailyn
tuvo razón cuando le dijo que tenía que decidir qué hacer con su vida sin
utilizarla como excusa para sus decisiones. Era su responsabilidad y no debía
dejarla en los hombros de otra persona. Lo que quería, lo que soñaba, el rumbo
que quería tomar, eran una carga que solo le concernían a él, y era injusto
esperar que ella…
Se vio a sí mismo, dentro de unos años, convertido en una copia de Frederick
Hooper, sentado en su gran y carísima mesa de madera maciza, con su esposa y
sus hijas alrededor, cabizbajas y temerosas, igual que vio a Annika. Un hombre
poderoso y amargado sin un atisbo de felicidad en su rostro; duro y cruel, cínico
y sin empatía, incapaz de sentir el sufrimiento ajeno. Un hombre al que todos
temían pero nadie amaba, ni siquiera su propia familia.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Annika, preocupada. El rostro masculino era
la viva imagen de la desolación.
—No, no es nada. Nada importante —mintió, intentando recuperar la
compostura.
—Pues parece que sí la tiene para ti. Te has puesto pálido como un muerto.
—Es que… —Apretó la mandíbula con rabia. No estaba acostumbrado a
sentirse así, tan perdido. Siempre estuvo seguro del camino que debía seguir,
cuáles eran sus objetivos y la forma de lograrlos. Pero jamás se había planteado
el precio que debería pagar por ellos.
Un precio que era demasiado alto.
—Estoy enamorado —confesó en un arrebato de sinceridad—. Y estoy en
una encrucijada en la que he de tomar la decisión más importante de mi vida, y
me atormenta equivocarme. Perdóname por mi sinceridad, pero he de soltarlo
todo antes de que me ahogue. Es evidente que tu padre quiere nos casemos,
como tú misma dijiste. Si lo hago, si acepto y me caso contigo, perderé a la
mujer que es el amor de mi vida porque jamás aceptará ser la otra, la amante.
Pero, a cambio, tendré la oportunidad de conseguir lo que siempre he soñado. Tu
padre ha echado bien el anzuelo delante de mí para que pique.
—Esta fiesta —asintió ella—. Este evento es el cebo, ¿no? Codearte con
congresistas y senadores te demuestra que lo que dijo mi padre durante la cena dl
otro día, es cierto. Puede apadrinarte para que entres en el partido por la puerta
grande.
—Así es.
—Pero ya no estás tan seguro de quererlo, ahora que sabes el precio que
debes pagar.
—Parece que me estás leyendo la mente —dijo con una sonrisa
apesadumbrada—. Sé que quiero entrar en política, pero no sé si el camino que
me ofrece tu padre, es el que quiero seguir. No sé si merece la pena.
—¿Vender tu alma al diablo a cambio de poder y dinero? No merece la pena,
créeme. No te dejes atrapar en la trampa que te está tendiendo. Mira, me pareces
un hombre estupendo, y teniendo en cuenta que debo casarme sí o sí, me
encantaría hacerlo contigo. Estoy convencida de que me tratarías bien, e incluso
podríamos llegar a ser amigos. Al menos, durante los primeros años. Hasta que
perdieras los escrúpulos y la conciencia, y te convirtieras en una copia de mi
padre.
—He luchado toda mi vida para estar aquí —susurró, con la mirada perdida
entre los asistentes, pavos reales con sus brillantes plumas—, pero desde que
conocí a Jailyn, parece que ya no es suficiente. Me siento como si hubiera
malgastado toda mi vida.
—Hazle caso a tu corazón, Branden, o te arrepentirás toda tu vida. Si dejas
que mi padre envenene tu mente con sus promesas de riqueza y poder, acabarás
perdiéndolo todo. Nada material puede sustituir al amor. Los logros en tu carrera
profesional, los triunfos, el dinero o el reconocimiento, nada de eso podrá llenar
el gran vacío que tendrás en tu corazón. Lo sé muy bien.
—Hablas por experiencia —susurró. No era una pregunta.
Annika asintió y esbozó una sonrisa cargada de tristeza, amargura y
arrepentimiento.
—Perdí mi oportunidad de ser feliz. Me acobardé y dejé que mi padre se
entrometiera en mi vida; permití que sus amenazas calaran en mí. Tuve miedo de
dejar lo que tenía, aquello con lo que había crecido: el dinero, y la cómoda
tranquilidad de no tener que preocuparme por nada. Me pintó un futuro negro
lleno de penalidades si me iba con mi chica porque él cerraría el grifo y no
volvería a ver un centavo suyo nunca más. No confié en mis capacidades para
ganar mi propio dinero, ni en que ella se quedase a mi lado si pasábamos apuros.
No la creí cuando me dijo que me amaba, que el dinero de mi familia no le
importaba, que me fuese con ella lejos a empezar una nueva vida. Me arrepentiré
toda la vida, Branden. —Suspiró desde lo más profundo de su corazón y cerró
los ojos, quizá evocando la imagen de su amor—. Esta noche, cuando te vayas a
dormir, cierra los ojos e imagina un futuro sin ella a tu lado. Piensa en cómo
será, y dónde estarás. Sé sincero contigo mismo, y toma la mejor decisión.
Capítulo nueve

«¿Cómo será mi vida sin Jailyn?».


Una pregunta fácil de hacer, pero muy difícil de contestar.
Branden se tumbó en la cama, con los brazos bajo la cabeza, y fijó la mirada
en el techo.
¿Cómo sería su futuro sin ella a su lado?
«¿Cómo será si acepto pagar el precio para ser socio junior y me caso con
Annika?».
¿Sería una vida sin sentido? ¿Llena de la misma amargura y arrepentimiento
que había visto en sus ojos? ¿O el poder y la riqueza se encargarían de taponar el
enorme vacío que ya sentía en el corazón? Pensó en su madre y en las palabras
que le dirigió, enfadada: «Los años que pasé junto a tu padre fueron los mejores
de mi vida, y volvería a vivirlos aún sabiendo todo lo que vendría después. Da
igual el sufrimiento que me causó perderlo».
Perder a su padre no solo le causó sufrimiento, también penurias y escasez de
todo. Tuvo que trabajar hasta caer agotada para poder sacar adelante a su hijo, y
darle un techo, comida en la mesa, y ropa decente para vestirse. Pero no se
arrepentía de nada.
«Estoy haciendo el idiota», se dijo.
Se frotó el rostro y se dio la vuelta para ponerse de lado. Tiró de las sábanas
con rabia y aspiró el aroma a limpio. Un aroma artificial, sin vida. Nadie
dudaría entre tener una vida llena de amor, o un futuro baldío de sentimientos.
Nadie, excepto él, el hombre al que le gustaba tener el control total sobre su
vida, que odiaba los imprevistos; el mismo hombre que, al interrogar a un testigo
durante un juicio, jamás hacía una pregunta de la que no supiese la respuesta
Porque no le gustaban las sorpresas, ni el riesgo.
Permitirse amar a Jailyn e intentar construir una vida a su lado, era igual que
ir a un juicio sin haberse preparado: lo más seguro era que todo saliese mal y la
improvisación le estallase en la cara. Casarse con Annika era asegurarse el
porvenir y tener el respaldo de una de las familias con más poder de la ciudad.
Para su cabeza, la parte racional y fría que siempre había regido sus
decisiones, la respuesta a sus dudas era clara. Pero para su corazón…
Para su corazón, era otro cantar muy diferente.
«Pero no tienes porqué renunciar a tus sueños aunque decidas pasar tu vida
al lado de Jailyn. El camino será más largo, pero no imposible».
Aquello, también era verdad. Había caminos distintos que otros ya habían
transitado con éxito, que le llevarían a la misma meta. ¿Por qué tenía que
escoger el único que sabía, a ciencia cierta, que le traería soledad, dolor y
tormento? Porque era el más corto y en el que menos escollos encontraría.
Se pasó prácticamente la noche entera despierto, intentando tomar una
decisión en firme. Sólo se quedó dormido cuando el agotamiento lo venció, pero
su cabeza no le permitió descansar.

Estaba en un funeral. El tanatorio estaba lleno de gente con rostros difusos


que hablaban en susurros. No notó la pena, ni la tristeza, en las voces de los
presentes. Pasaron como autómatas ante él para entrar en la capilla donde se iba
a celebrar el responso. Se preguntó qué hacía allí, si no conocía a nadie de los
presentes. ¿Quién se había muerto? Quizá estaba para otra cosa.
Miró a su alrededor, buscando la puerta de salida. Quería irse. No pintaba
nada allí. Había algo sobrevolando su mente, una intuición ambigua que le
apremiaba a marcharse con urgencia porque lo que lo estaba esperando en el
salón, no iba a gustarle; pero también le decía que aquel era el lugar que le
correspondía.
Aunque quiso que sus pies se movieran hacia el exterior, se dirigieron tras
las personas sin rostro, siguiendo el mismo camino que ellos, hacia la capilla,
como si una mano invisible lo empujara en aquella dirección sin importarle qué
era lo que él quería.
Se quedó atrás, pegado a la pared, sin comprender qué estaba haciendo allí.
Al lado del ataúd había un caballete de madera, pintado con riguroso negro,
que soportaba la foto del rostro de un hombre desconocido. Hubo algo en él que
le resultó familiar. Quizá fueron los ojos, grandes y castaños; o el pelo que,
aunque canoso, se adivinaba muy oscuro en otro tiempo. O los pómulos fuertes.
Tal vez, los labios carnosos.
Tuvo un estremecimiento de mal augurio cuando se dio cuenta de que era
muy parecido a él, aunque mucho más viejo. ¿Podía ser que fuese en pariente
lejano?
«Será eso», se dijo. Seguramente vino al entierro con su madre, aunque
seguía sin recordar cómo había llegado hasta allí, ni dónde estaba ella. No la veía
por ninguna parte.
Una chica de unos veinticinco años, con el pelo rubio recogido en un austero
moño, un recatado vestido negro y un pequeño tocado de tul en la cabeza, se
acercó al ataúd y posó las manos en el borde. Estuvo allí durante unos segundos,
murmurando algo en voz baja. Una rápida sonrisa torcida, tan fugaz que pasó
desapercibida para todos excepto para Branden, le curvó los labios durante unos
segundos. Fue una sonrisa de satisfacción que escondió tan pronto como se giró
hacia los presentes. Con dignidad, caminó hasta el atril y sacó un papel del
bolsillo. Lo desdobló, lo colocó en el atril y lo aplanó, pasando las manos sobre
él con lenta parsimonia.
Empezó a leer el panegírico, alabando al muerto como siempre se hace en
estos casos: sus años de dedicación al bufete que fundó su abuelo, su carrera
política, todas las cosas buenas que hizo por la ciudad de Nueva York cuando
fue elegido alcalde, su intensa dedicación cuando fue elegido gobernador, la
malograda carrera hacia la Casa Blanca a causa del inesperado infarto que acabó
con su vida…
«Mi padre fue un gran hombre», dijo con orgullo fingido al público, como si
estuviese dando un discurso, pero parecía que hablase de un extraño. ¿No era
raro? ¿Dónde estaba el cariño por los recuerdos compartidos, el dolor por su
ausencia, o esa tristeza que desborda los ojos cuando has perdido a alguien que
te importa pero quieres parecer sereno? No había rastro. Fue como si la chica
estuviese hablando de un completo desconocido con el que no tuviese vínculo
alguno. No había afecto en su voz, ni en sus gestos. El muerto le importaba un
carajo. Casi era como si, en realidad, se alegrase de su muerte.
El funeral terminó media hora después. La gente fue marchándose del lugar
pero Branden permaneció inmóvil, con los ojos atrapados en el ataúd todavía
abierto. La sala quedó vacía y el silencio fue ensordecedor. Un triste funeral en
el que no hubo ni una sola lágrima y en el que la tristeza brillaba por su ausencia.
«Pobre tío», pensó, refiriéndose al difunto. Había hecho grandes cosas en su
vida, pero ni siquiera su propia hija era capaz de sentir dolor por su muerte.
«¿Esto es lo que quieres?», se preguntó.
Dio dos pasos hacia el ataúd. No supo por qué, pero tenía la necesidad de ver
al muerto cara a cara, tocarlo con las manos, sentir bajo los dedos la fría y áspera
piel apergaminada. Era como si le urgiese comprobar algo que ni siquiera sabía
qué era.
Una mujer entró a hurtadillas y Branden se quedó quieto, a medio camino.
La mujer pasó por su lado sin reparar en su presencia, como si no estuviese allí.
Se detuvo cerca del ataúd, dudando durante unos segundos, y miró hacia atrás
con desazón, como si esperara que alguien la detuviera. Se tranquilizó al darse
cuenta de que nadie la seguía.
Era una mujer mayor, de unos sesenta años, con el rostro ovalado y unos ojos
verde azulados que todavía seguían muy presentes en su memoria.
—Jailyn, —jadeó.
Pero, no podía ser. Era imposible. ¿Cómo iba a ser Jailyn? Era una auténtica
locura.
—Querido Branden —dijo la mujer que no podía ser Jailyn y que, sin
embargo, lo era —, tan infeliz y amargado. Nadie, excepto yo, lamenta tu
muerte. Ni siquiera tus propios hijos. Porque ninguno de los que ha asistido a tu
funeral, excepto yo, te conoció antes de convertirte en el hombre tan lleno de
rabia y desprecio que amargó la vida a todo el mundo. Nunca llegaste a
comprenderlo, ¿verdad? que tener algo que perder hace que la vida merezca la
pena, y preferiste seguir tu camino en solitario buscando algo que jamás llegó a
hacerte feliz. Qué lástima y qué desperdicio de vida.
Había mucha pena y dolor en sus palabras, y nostalgia por lo que podría
haber sido pero no fue.
Branden sintió que las manos le temblaban. Ahogó una carcajada nerviosa
cuando la mujer se giró y, durante unos segundos, se lo quedó mirando
fijamente. Abrió la boca como si fuese a decirle algo, pero al final negó con la
cabeza y volvió a pasar ante él, sin mirarle, para abandonar la capilla.
Branden se acercó al ataúd. Le temblaban las piernas igual que las manos.
Sentía una gran congoja en el corazón y en la garganta, un miedo casi
paralizante que le gritaba a pleno pulmón que huyera, que no se acercara al
ataúd, que no quería ver quién estaba dentro. Pero su cuerpo pareció tomar sus
propias decisiones porque no obedeció al cerebro y siguió caminando hacia la
plataforma, subió los dos escalones, y sus ojos se posaron en el cuerpo sin vida.
Allí, dentro del ataúd, con el rostro relajado con la placidez que solo da la
muerte, sus propios ojos le devolvieron la mirada.

Branden se despertó jadeando. El aire apenas le llegaba a los pulmones y


tenía el cuerpo empapado de sudor frío. Tiró la sábana hacia un lado y se levantó
a trompicones para buscar el aire fresco de la terraza. Tropezó con una silla y la
apartó de un manotazo, lanzándola contra el suelo. Cojeando por el dolor, abrió
las puertas dobles y salió al exterior.
El aire frío de la madrugada le golpeó el rostro. Llenó los pulmones con una
inhalación larga y profunda, y los vació despacio, dejando que el aire fluyera
lentamente, recobrando poco a poco el control. El corazón le latía tan deprisa y
desacompasado que, durante unos minutos, temió estar sufriendo un infarto. Se
llevó la mano al pecho y apoyó la espalda en la pared, deslizándose poco a poco
hasta sentarse en el suelo.
Había sido un sueño. Una pesadilla que le había mostrado su mayor y más
profundo miedo. El verdadero. El auténtico. No la sarta de mentiras que se
contaba continuamente para excusar las decisiones que tomaba.
—Has sido un auténtico imbécil —se dijo con auto desprecio, viendo con
claridad por primera vez en su vida.
Tenía muchos miedos. Muchos. A la pérdida. A la pobreza. A no hacer algo
importante con su vida. A que su paso por este mundo fuese olvidado.
Pero había uno, el más importante, que se había mantenido escondido detrás
de todos los demás, dejando que los otros tomaran las riendas, acechando en la
oscuridad pero sin atreverse a asomar la nariz: miedo a vivir y a morir solo.
—La vida solo vale la pena si tienes algo que perder —murmuró, recordando
las palabras de la imaginaria Jailyn.
Porque llegar a tener algo que perder, algo verdaderamente valioso y
excepcional, significaba que había tomado las decisiones correctas.
—Solo hay una cosa en la vida que vale la pena de verdad —se dijo. Alzó el
rostro para mirar al cielo nocturno y apoyó la cabeza en la pared—. Amar y ser
amado. Todo lo demás, como diría mi madre, son pamplinas.
Liberó una carcajada nerviosa que surgió del pecho, resonó en la garganta y
rebotó contra los dientes. Una carcajada que se alargó, grave y profunda, hasta
convertirse en un ataque de risa, una hilaridad histérica que duró varios minutos,
consiguió que sus ojos lagrimearan y acabó tumbado de lado sobre el suelo, con
los brazos doblados sobre el estómago.
Cuando terminó, se sintió libre por fin. Como si la enorme mochila llena de
mierda que llevaba permanentemente colgada en su espalda, se hubiese vaciado
de repente, aligerando el peso que arrastraba. Se quedó tumbado, mirando hacia
el cielo. La luna destellaba brillante y poderosa, enmarcada por la negrura.
Por primera vez en muchísimos años, se sintió en paz, consigo mismo y con
el mundo. Porque había comprendido.
Era el momento de tomar de verdad el control de su vida y no dejar que los
miedos lo gobernaran.

Llegó al despacho de Frederick Hooper con el ánimo ligero. Estaba


convencido de lo que iba a pasar después de la conversación que pretendía
mantener con él, y no le importaba en absoluto. Lo único en lo que podía pensar
era en acabar con aquella situación de una vez por todas y correr a buscar a
Jailyn, arrancarle un beso profundo y casi eterno y, después, confesar lo que
sentía por ella. Y al infierno todo lo demás.
—Branden, —exclamó Hooper con falsa alegría, levantándose para recibirlo.
Le estrechó la mano y le palmeó la espalda con la otra en un gesto amigable
totalmente fuera de lugar—. Me alegro de que hayas venido a verme porque
quería hablar contigo. Vamos, siéntante. ¿Qué tal la fiesta de anoche? ¿Te lo
pasaste bien? Annika ya me dijo que te presentó al congresista Morrison. Es un
hombre de gran influencia dentro del partido y…
—Señor Hooper, no he venido para hablar de la fiesta, sino para dejar las
cosas claras de una vez por todas.
Branden lo interrumpió con seguridad. Volvía a ser él mismo, y no se dejó
intimidar por aquel hombre bajito y rechoncho, ni por su aura de poder
maquiavélico. Se sentó en el sillón frente a la mesa y cruzó las piernas con
descaro.
—Muy bien. —El rostro de Hooper adquirió un tinte sombrío—. Tú dirás.
Se sentó en su trono de cuero al otro lado de la mesa, se reclinó hacia atrás y
juntó las yemas de los dedos, esperando.
—Más bien es usted el que debe hablar para contarme los planes que tiene
para mí, porque estoy convencido de que son muchos. Empecemos por Annika,
su hija. ¿Qué es lo que pretende?
Frederick lo observó durante unos instantes, sopesando a su interlocutor.
Mostró una sonrisa turbia y asintió con la cabeza.
—Las cosas claras. Muy bien. Me gusta eso de ti, Branden. Directo al tema a
discutir en lugar de perder el tiempo dando rodeos que no llevan a ninguna
parte. Pretendo que te cases con ella. Annika es un poco… especial. Tiene la
cabeza llena de pájaros, es inmadura y está un poco confundida con algunas
cosas. Necesita un marido que sepa conducirla con mano firme y que no se deje
llevar por sentimentalismos absurdos; que le indique lo que debe hacer, cuándo
hacerlo y cómo. Tú has demostrado ser un hombre responsable, con unos firmes
objetivos en la vida, y tus inclinaciones peculiares te hacen el candidato perfecto
para ser el marido que necesita. Como regalo de bodas, me ocuparé de que tu
nombre pase a formar parte de la firma: Hooper, Maloney, Ware y asociados.
¿Qué tal te suena? Por supuesto, también me ocuparé de que tu entrada en el
mundo de la política sea por la puerta grande. Casarte con Annika y ayudarla a
ser una mujer digna, es un precio muy bajo a cambio de lo que obtendrás.
Hooper podría cumplir con todo solo chasqueando los dedos. Jim Maloney,
el otro socio principal, no iba a ser un problema. Llevaba años apartado del
bufete, dejándolo todo en manos de su socio. Y el resto de asociados, aceptarían
la decisión sin rechistar porque no tendrían otra opción.
—Suena muy bien, señor Hooper.
—Entonces, ¿aceptas? —preguntó con un destello ansioso iluminándole los
ojos.
—No.
El silencio cayó como una losa después de la rotunda negativa. Casi se pudo
oír un cri cri lleno de suspense durante el intervalo. El color del rostro de Hooper
cambió. De un rosado saludable pasó a un blanco ceniciento para, acto seguido,
volverse de un rojo iridiscente antes de estallar.
—¿Qué te has creído? —siseó, abalanzándose sobre la mesa para golpearla
con ambas manos—. ¿Es que crees que vas a poder sacar algo más de este trato?
Piénsalo bien porque…
—No quiero sacar nada porque no va a haber trato. No pienso casarme con
Annika —lo interrumpió con sangre fría, sin alterarse ni un ápice—. No sé qué
clase de hombre piensa que soy, pero está completamente equivocado. Y me
ofende la sola idea de que crea que soy capaz de casarme con Annika aun
sabiendo que ella no quiere.
—Lo que mi hija quiere no tiene la más mínima importancia —escupió con
rabia. Se levantó, resollando como un cerdo—. ¿No quieres casarte con ella?
Muy bien. Ya encontraré a otro. Seguro que en ese club que frecuentas habrá
más de un candidato con menos escrúpulos que tú, que sea apto para convertirse
en mi yerno. En cuanto a ti, estás despedido. Y no solo eso, voy a ocuparme de
que tu carrera profesional se desvanezca. Ningún bufete querrá contratarte. Estás
acabado.
Branden también se levantó, sorprendido de la serenidad que lo arropaba.
Estaba tirando a la basura todos los años de duro trabajo y esfuerzo pero, en
lugar de estar aterrado por el futuro, se sentía en paz, librándose de una cárcel
que le estuvo carcomiendo la vida durante interminables años.
—Llevo mucho tiempo trabajando en este bufete, señor Hooper, y he visto
muchas cosas —le dijo con calma, mirándolo a los ojos—. Cosas que, estoy
convencido, al Fiscal General le interesarían mucho: ocultación de pruebas,
sobornos a jueces, intimidación a testigos y jurados… entre otras muchas cosas.
No soy un necio, señor Hooper, pero sí un hombre precavido. Desde la primera
vez que me ordenaron saltarme la ley para favorecer a un cliente, me he ocupado
de «coleccionar» pruebas, por si acaso. Así que será mejor que acepte este nuevo
trato: manténgase «neutral» en cuanto a mi futura trayectoria profesional, y yo
mantendré las pruebas a buen recaudo.
Hooper apretó la mandíbula y arrugó los labios, enseñando los dientes como
un perro amenazando con morder. No estaba acostumbrado a que sus
subordinados le presentasen batalla, y mucho menos que le ganasen la partida.
No le quedó más remedio que tragarse el orgullo y echar a un lado el
resentimiento para tender una mano cuyo apretón cerraba un trato para nada
ventajoso.
—Recoge tus cosas y lárgate de mi bufete —le espetó.
Branden sonrió.
—Con mucho gusto.
Salió del despacho sintiéndose libre y feliz, con una sonrisa de oreja a oreja
que irradiaba felicidad. Se sentía ligero, como un globo aerostático que hubiese
pasado la mayor parte de su existencia apretujado en una caja, guardado en un
almacén y, por fin, lo llenaban de aire caliente y lo echaban a volar. Por primera
vez, no tenía ni idea de qué iba a hacer con su vida, excepto ir a por Jailyn. Su
carrera y su futuro profesional habían pasado a un segundo plano, dejando de ser
una losa que condicionaba todas sus decisiones. ¿Miedo al futuro? En absoluto.
Se sabía muy buen abogado y tenía plena confianza en su capacidad para
encontrar otro trabajo; otra cuestión era decidir en qué tipo de bufete quería
entrar. En Hooper, Maloney y asociados había llegado a odiarse a sí mismo
defendiendo a gentuza que merecían estar en la cárcel. Quizá era el momento de
probar a hacer todo lo contrario. Tenía contactos en la fiscalía y más de una vez
lo habían sondeado para ver qué tan receptivo estaba a la idea de cambiar de
bando. Podía ser una buena opción, pero antes tenía que solucionar lo más
apremiante: su relación con Jailyn.
Y no podía esperar.
Bajó hasta la planta catorce y entró como un tornado en la sala donde ella
trabajaba. Jailyn no se dio cuenta de su presencia hasta que lo tuvo delante de su
cubículo, absorta en su trabajo y los ojos fijos en la pantalla del ordenador.
Cuando lo vio, alzó el rostro con brusquedad y abrió la boca para decir algo,
probablemente protestar, pero Branden la cogió de una mano, dio un tirón para
ponerla de pie, la pegó a su cuerpo y, sin mediar palabra, la besó delante de todo
el mundo.
Jailyn intentó resistirse, por supuesto. Le puso las manos en el pecho y lo
empujó para apartarlo, pero fue como si Branden se hubiese convertido en una
roca inamovible. La forzó a abrir los labios con el ímpetu que da la
desesperación y su lengua entró como una tromba en la boca, devorándola con
ansia, explorando cada recoveco como si fuese la primera vez que probaba su
sabor.
Jailyn se rindió, a pesar de la efímera vergüenza que sintió al oír los vítores
de sus compañeras que, eufóricas y divertidas por la escena, los aplaudían y
animaban como si fuesen estrellas en un escenario. Las manos que intentaban
apartarlo se cerraron sobre su camisa, arrugándola, para acabar deslizándose
sobre el pecho y anudarse en la nuca, aprisionando la cabeza masculina en un
cepo carnal. Sus lenguas enredadas eran puro fuego; las manos de Branden
abiertas sobre su espalda eran el calor tan anhelado. Sus cuerpos anhelaban
fundirse en uno solo, olvidando dónde estaban.
—¿Y si dejáis ya de dar el espectáculo?
La voz de Kendra, entre divertida y alarmada por la exhibición, consiguió
que recuperaran la cordura. A regañadientes, Branden apartó la boca de la suya,
jadeante, y la observó durante unos segundos con una sonrisa bailándole en los
labios, antes de soltarla con reticencia.
—Tenemos que hablar —dijo, sofocado.
—Ya lo creo que tenéis que hablar, pero no aquí —intervino Kendra,
empujándolos hacia fuera de la sala—. Buscaos un hotel o algo —añadió
refunfuñando.
Jailyn se dejó llevar de la mano. Aturdida por la muestra pública de pasión
de Branden, todas sus reticencias y sus planes se vinieron abajo. Algo había
cambiado en él, algo sutil pero importante que le devolvió la esperanza que casi
había perdido. La llevó por el pasillo hasta la sala de las fotocopiadoras; le gruñó
al becario que estaba allí perdiendo el tiempo con el móvil en la mano,
echándolo con malos modos; y se aseguró de que nadie fuese a interrumpirlos
poniendo una silla bajo el poco de la puerta para que no pudiesen abrirla.
—¿A qué viene todo esto? —pudo preguntar por fin saliendo de la
estupefacción.
—Viene a que he tomado una decisión; probablemente, la más importante de
mi vida. —Se acercó a ella y tomó su rostro entre las manos—. Hooper me ha
despedido.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Es una historia muy larga que te contaré esta noche, durante la cena.
—Branden, ya hemos hablado de esto y…
—No, Jailyn. —Enfatizó la negativa moviendo la cabeza mientras sus ojos
se quedaban clavados en los labios femeninos—. Se acabaron las excusas. He
tomado una decisión y voy a ir a por todas contigo. Nada de medias tintas.
¿Querías una relación seria conmigo? ¿Que fuésemos pareja? Pues es lo que
somos a partir de ahora. Así que, llama a Kerr e infórmalo de que, a partir de
ahora, tienes nuevo Amo y ya no estás disponible para él.
—¿Solo Amo? —inquirió, juguetona, sin acabar de creerse que su plan
hubiese funcionado.
—Llámame novio, si lo prefieres. El único hombre que va a haber en tu vida
a partir de ahora.
—Kerr nunca ha estado en mi vida, no de la forma que te hicimos creer.
—¿Qué quieres decir?
—Es una historia muy larga que te contaré esta noche, durante la cena —lo
remedó, ahogando una risa.
Fueron a besarse de nuevo. La intensidad en la mirada de Branden auguraba
muchas cosas más, pero fueron interrumpidos por los furiosos golpes que
alguien dio en la puerta.
—¡Abrid de una vez! ¡Aquí la gente venimos a trabajar!
Ambos rieron. Jailyn un tanto avergonzada por la situación; Branden, con
orgullo. Sí, se sentía muy bien haber dado el primer paso en la dirección
correcta.
Capítulo diez

Branden llegó puntual. Quería hacer las cosas bien. Lo había jodido
demasiado como para dejarse llevar por las reticencias, así que decidió ser
romántico a pesar de que lo que deseaba era llevársela a su apartamento, atarla a
la cama, y no soltarla hasta que ambos terminasen bien saciados. Durante tres o
cuatro días, como mínimo.
En lugar de eso, se presentó con un gran ramo de flores. Como idiota que
era, no tenía ni idea de cuáles eran sus preferidas, así que optó por la media
docena de rosas rojas que le aconsejó la florista. «Simbolizan la pasión», le
explicó.
Pensaba llevarla a cenar al París, un restaurante francés pequeño y coqueto,
con una ambientación tan romántica y empalagosa que se le haría insufrible pero
que soportaría como un jabato solo por hacerla feliz. Después, darían un paseo
en uno de los carruajes de Central Park y se besarían mientras los cascos de los
caballos repiqueteaban sobre el asfalto. Le susurraría palabras amorosas al oído,
le dedicaría caricias tiernas, y se comportaría como un caballero. Esta vez quería
hacer las cosas bien. Era muy consciente de que debía volver a ganarse su
confianza.
Fue Kendra quien le abrió la puerta de la calle y lo esperaba en el
descansillo. Estaba bloqueando la puerta, con los brazos cruzados y una actitud
bastante agresiva.
—No la jodas esta vez, —le advirtió.
—No tengo intención de cagarla de nuevo, Kendra —contestó él.
—Bien, porque si lo haces, si vuelves a romperle el corazón, tendrás que
vértelas conmigo.
Podría parecer una amenaza fútil. ¿Una mujer tan delgada, de apenas metro
setenta, amenazando a un hombre como él? Pero Branden no se lo tomó a
broma. Entendía perfectamente la postura de la amiga de Jailyn y su afán por
protegerla, porque era la misma necesidad que lo embargaba cuando pensaba en
ella.
—Estoy seguro de ello.
—De acuerdo. Pasa, entonces. —Kendra se apartó de la puerta para dejarlo
pasar y entró detrás de él, cerrando la puerta a sus espaldas—. Siéntate, si
quieres. Saldrá enseguida. ¿Te apetece una cerveza?
—No, gracias. Pero te agradecería un vaso de agua.
Tenía la boca reseca y los nervios enroscados en la boca del estómago. Jamás
se había sentido tan terriblemente inseguro en una cita. Pero es que ninguna de
las mujeres con las que había salido anteriormente, ni siquiera Georgia,
consiguieron que se sintiera como un chico de instituto a punto de pedir a la jefa
de las animadoras que fuese al baile con él: patético y poca cosa.
No se sentó. Se imaginó hundido en el sofá, escondido detrás del enorme
ramo de rosas, como un pardillo. Una imagen ridícula. Prefirió mantener la
dignidad y esperar de pie, y así se bebió el vaso de agua mientras sostenía el
ramo con la otra mano, intentando mantener una confianza que parecía haberse
evaporado. ¿Dónde estaba el hombre dominante y seguro de sí mismo? Era
como si se hubiese ido de vacaciones precisamente en el momento en que más lo
necesitaba.
«Qué ridiculez —se regañó mientras le devolvía el vaso vacío a Kendra,
componiendo una sonrisa superficial que hasta a él le pareció falsa—. ¿A qué
vienen estos nervios? Jailyn ya ha sido tuya, la has tenido entre los brazos
gimiendo y suplicando por más. Sabes cómo volverla loca de deseo, qué la
excita y qué no. Así que deja de hacer el tonto».
Aunque precisamente ese era el problema. Conocía a la Jailyn sumisa, la que
se había entregado a él con total confianza. Pero apenas conocía a la mujer que
había detrás. ¿Cuál era su plato favorito? ¿Qué color le gustaba más? ¿Era de
días soleados, o lluviosos? ¿De cine, o de sofá y palomitas? ¿Qué música solía
escuchar? ¿Practicaba algún deporte? ¿Qué aficiones tenía? Quería saberlo todo
de ella y se preguntó por qué había sido tan estúpido de no escuchar con la
suficiente atención los días que pasaron juntos.
—Vaya, qué ramo tan bonito y exuberante.
Branden se giró hacia la voz de Jailyn. Estaba parada ante la puerta que
llevaba al pasillo, observándolo con una media sonrisa coqueta. Lleva un vestido
negro ceñido, con escote en V, que estilizaba su figura, y unas sandalias de tiras
de tacón alto. El pelo, largo y suelto, lo invitaba a hundir las manos en él para
atraerla y besarla. Estaba preciosa y elegante, y no estuvo muy seguro de poder
cumplir su propósito de no llevársela a la cama.
—Son para ti —contestó él, ofreciéndoselo.
—Muchas gracias. —Jailyn lo cogió y hundió la nariz entre los pétalos para
aspirar el perfume, con los ojos cerrados—. Será mejor que lo ponga en un
jarrón.
—Yo me ocuparé —intervino Kendra—. Venga, largaos y disfrutad. Y tú —
añadió mirando a Branden por encima del ramo—, será mejor que hagas que mi
amiga se sienta una princesa, o te arrancaré los huevos, ¿entendido?
—¡Kendra! —exclamó Jailyn, horrorizada. Branden dejó ir una carcajada.
—Alto y claro, mi generala.
Bajaron las escaleras cogidos de la mano. Jailyn estaba tan feliz que llegó a
preguntarse si no era más que un sueño y se despertaría para descubrir que su tan
ansiada cita no era real. Se paró delante de la puerta de salida, decidida a
comprobarlo.
—Espera.
—¿Qué ocurre? —preguntó Branden, mirándola preocupado. ¿Quizá se
había arrepentido y cambiado de opinión?
—Bésame —dijo ella, arrimándose a su duro y ardiente cuerpo, levantando
ligeramente el rostro con los labios entreabiertos.
—Vaya… —Branden le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí
para pegarla a su cuerpo—. ¿Ahora eres tú la que da las órdenes? —susurró
sobre su boca.
—Solo por esta noche —musitó ella, sintiendo el atronador sonido de su
corazón como un tambor.
—Entonces, escucho y obedezco, mi Señora…
Su rostro descendió y se apoderó de los jugosos labios femeninos. Invadió la
boca con la lengua dejando que toda la pasión que sentía fluyera a través de ella,
conteniendo el resto del cuerpo que ansiaba poseerla. La besó con avidez,
bebiendo de ella como un náufrago sediento, como si estuviera muriéndose y
ella fuese su única salvación.
Sin ser plenamente consciente, se movió para aplastarla contra la puerta. El
calor de su cuerpo lo arropó y se filtró a través de los poros de su piel para llegar
hasta el corazón hambriento, que retumbó, acelerándose.
Apartó la boca, jadeante, en un intento de recuperar la cordura. Su cuerpo
clamaba de deseo y lo empujaba a poseerla allí mismo, en contra de cualquier
buen juicio. Pero se había prometido regalarle la noche romántica que Jailyn
merecía y no podía estropearlo todo dejándose llevar.
—Será mejor que salgamos o perderemos la reserva —jadeó sobre su boca.
—Sí, será mejor —musitó ella con los ojos clavados en la boca masculina.
—Deja de mirarme así o no saldremos de aquí.
A Jailyn se le escapó una carcajada.
—Entonces, deberías soltarme.
—No quiero hacerlo. No voy a soltarte nunca más, Jailyn.
Repartió besos por su rostro y por el cuello, bajando peligrosamente por el
escote. Quería apartarse. Debía hacerlo. Pero no podía.
—Branden… —gimió Jailyn.
—¿Qué?
—La cena… la reserva… tenemos muchas cosas de las que hablar.
Sus palabras decían una cosa, pero sus manos, aferradas a la chaqueta,
decían todo lo contrario.
—Tienes razón, sí —jadeó, apartándose por fin—. Vamos.
La cogió de la mano y salieron por la puerta. Branden se preguntó cómo
diablos iba a sentarse delante del volante y conducir teniendo una erección de
mil pares de narices.

Elvin los vio bajar. Espiar a través de la mirilla de la puerta, o detrás de las
cortinas de la ventana, se había convertido en su pasatiempo favorito. Observarla
sin que Jailyn lo supiese le daba una sensación de seguridad que no tenía cuando
estaba frente a ella. Durante meses, casi dos años ya, se había comportado como
el buen vecino: el que la ayudaba cuando venía cargada con la compra: el que le
subía la correspondencia para que no tuviera que molestarse en bajar a por ella:
el que se ofrecía a repararle los estropicios caseros, aunque siempre había
rechazado su ayuda. Casi dos años esperando que se fijara en él, que lo mirara
con ojos agradecidos, que mostrara un mínimo de interés. Dos años en los que
había estado perdiendo el tiempo.
¿Acaso no se daba cuenta de que él se percataba de la forma en que lo
miraba? ¿De su desconfianza? ¿Del desdén con que lo recibía cada vez que se
tomaba la molestia de subir a su apartamento? ¿Por qué no podía esforzarse un
poco y ser amable con él? Ni siquiera le permitía entrar en su apartamento. Tenía
que usar la llave que se había agenciado e ir cuando sabía que no había nadie en
casa.
Estaba claro que ser el vecino amable y solícito no funcionaba. No, cuando
la mujer que le interesaba era una puta a la que le gustaban los hombres altos y
guapos, con pinta de cabrones. Como el tío rapado con cara de malas pulgas que
vio salir de su casa días antes. Como este con el que se estaba besuqueando en el
portal, el mismo que la había atado desnuda para follársela en el lago, a plena
vista de cualquiera; el que la había dejado amarrada y ciega en la cocina de la
cabaña.
Salivó al recordar cómo se sentía su piel desnuda bajo la mano, o la humedad
de su coño cuando la folló con los dedos. El estúpido señorito que vestía trajes
caros le había dado la oportunidad de disfrutar de ella sin saberlo, y la
aprovechó, por supuesto.
Rememoraba ese momento cada vez que se ponía a mirar las fotos y los
vídeos que había grabado, y masturbarse con el recuerdo o las imágenes ya no
era suficiente para él. Entrar en su piso a escondidas para robarle la ropa interior
ya no le producía la misma satisfacción.
La necesitaba a ella, desnuda y abierta, para poder chuparle las tetas a gusto,
manosearla hasta hartarse, meterle la polla hasta la garganta. ¿Le gustaba que la
amarrasen? ¿Que la denigraran? ¿Que la humillaran? Él podía dárselo.
La rabia y la impotencia de saberse invisible lo atormentaban. La bilis le
subió por la boca, dejándole un regusto amargo, el mismo que le llenó la boca
cuando descubrió el tipo de mujer que era aquella que lo obsesionaba. Creyó que
era diferente, que no era como las otras, pero se había equivocado. Era igual al
resto de putas que poblaban el mundo, las mismas que se pavoneaban delante de
él con esos vestidos mínimos que casi no dejaban nada a la imaginación,
mirándolo con desprecio cuando se acercaba a ellas e intentaba hablarles; putas
que lo ignoraban, que lo despreciaban y se burlaban, que creían que él no tenía
derecho a desearlas, tocarlas y follarlas.
«¡Soy un hombre! —gritó su cabeza llena de rabia—. ¡Tengo derechos! ¡Y
necesidades!».
¿Por qué tenía que pagar para copular, cuando otros lo conseguían gratis?
¿Por qué se veía obligado a acudir a las prostitutas de la calle para poder meter la
polla en un agujero caliente? Tías que le daban tanto asco que no podía ni
mirarlas a la cara, por eso siempre las ponía a cuatro patas para follarlas por
detrás.
Pero esta no se escaparía, no se iría de rositas después de la humillación que
suponía saber que era capaz de pasar de mano en mano, dejándose follar por
cualquiera, menos por él. La tendría debajo de su cuerpo, se juró. La ataría a una
cama boca arriba, con las piernas bien abiertas, y se pondría encima. Sentiría sus
tetas aplastarse contra su pecho, notaría cada curva de su cuerpo pegado al suyo,
y metería la polla en ese delicioso y húmedo coñito mientras la miraba a la cara.
«No te vas a librar de mí, querida —pensó mientras apretaba los puños con
fuerza—. Tú vas a ser mía, lo quieras o no».
Se apartó de la mirilla y corrió a la ventana en cuanto Jailyn y su
acompañante salieron a la calle. Los vio entrar en un coche de lujo, uno de esos
que él no podía permitirse. La rabia se convirtió el odio y resentimiento e hirvió
en su interior como en una olla exprés con la válvula obstruida, a punto de
estallar. Respiró con fatiga, con el aire atorándose en la garganta y el corazón
bombeándole puro rencor.
Oyó un ruido en la escalera, y vio salir a Kendra poco después. Una sonrisa
siniestra le curvó los labios. No había nadie en casa.
Quizá era el momento de poner un poco de terror en la vida de Jailyn. Quizá
era el momento de sacarla bruscamente de su plácida existencia y, de paso,
desahogarse con la ferocidad de un animal salvaje. No lo pensó. Se dejó llevar
por el impulso y la necesidad de hacerle vivir la misma impotencia que sentía él
cada vez que la veía con otro hombre. Quería que se sintiera desvalida,
vulnerable, violada e indefensa. Demostrarle que él no era un pobre desgraciado.
Que tenía poder, el poder de convertir su vida en un infierno, si se lo proponía.
Cogió la llave del apartamento y subió las escaleras sabiendo que, cuando
Jailyn regresara a casa, empezaría su pesadilla.

Para Branden, la cena en el París fue una auténtica pesadilla. Por mucho que
intentaba atender lo que ella le estaba contando, el plan que había urdido con
Kerr para ponerlo celoso, no podía parar de imaginarse a Jailyn amarrada a su
cama, desnuda, gimiendo de placer, suplicándole más. «¿Qué cojones te pasa,
tío?», se preguntó. Que llevaba más de un mes sin follar, eso le pasaba, y todas
las señales que Jailyn le estaba enviando eran claramente provocadoras. Como la
manera en la que se pasaba la lengua por los labios para recoger los restos de
salsa con los que se los había manchado. O la forma en que se pasaba los dedos
por el borde del escote mientras hablaban. O el brillo que despedían sus ojos
cuando lo miraban después de parpadear con languidez. O su pie descalzo,
rozándole la rodilla por debajo de la mesa.
—Estate quieta, Jailyn, o lo pagarás caro —le susurró sin perder la sonrisa.
Debería sentirse molesto por la conspiración de la que había sido objeto, y ya
hablaría con Kerr cuando fuese el momento. Pero allí, en aquel instante, solo
podía estar pendiente de lo cerca que el pie estaba de su ansiosa polla.
—No veo el momento —le contestó ella, inclinando ligeramente la cabeza
mientras la punta de la lengua se asomaba entre los labios.
—Estoy intentando tener contigo una cita romántica normal, y me lo estás
poniendo muy difícil.
—¿Y quién ha pedido una cita romántica normal? —preguntó alzando una
ceja inquisitiva.
—Se acabó. —Branden tiró la servilleta encima de la mesa y alzó una mano
para pedir la cuenta—. Espero que sepas lo que has estado haciendo, porque ya
no hay marcha atrás, cielo.
La alegría que bailó en sus ojos y la amplia sonrisa de satisfacción que le
curvó los labios, hablaron por sí solos. Claro que sabía lo que hacía, y estaba
deseando pagar las consecuencias.
No esperó a llegar a su apartamento. Ni siquiera a llegar al coche. El
restaurante estaba en la última planta de un edificio de cincuenta y dos pisos con
siete ascensores, dos de ellos exteriores. Branden la llevó hasta uno de estos
últimos, el que quedaba en el lado del río. Las paredes eran transparentes y podía
disfrutarse del espectáculo que suponía ver el puente de Brooklyn de noche.
—Nunca lo había visto así —musitó Jailyn, poniendo una mano sobre la
pared, sobrecogida por la visión de la enorme estructura iluminada por cientos
de luces reflejándose sobre la oscuridad del agua. Abstraída por la magnífica
vista, no se percató de que Branden presionaba el botón de stop del ascensor
para que se quedara parado entre dos plantas.
—Es precioso, ¿verdad? —le susurró al oído, pegándose a su espalda—.
Pero no tanto como tú.
—¿Has parado el ascensor? —preguntó, al darse cuenta de que el paisaje ya
no se movía.
—Ajá.
—Pero…
—Me has provocado, mascota. —La voz ominosa hizo que se estremeciera
de anticipación—. Desde el beso en el zaguán de tu casa que tengo la polla dura
como una piedra. —Arrastró la cremallera del vestido hasta abrirla—. No
contenta con eso, has estado insinuándote durante toda la cena. —Le puso las
manos en la cintura y las deslizó hacia arriba hasta apoderarse de los pechos para
acariciarlos por encima de la ropa—. Me has hecho notar el escote del vestido.
—Arrastró los tirantes por los hombros y los brazos hasta que el corpiño quedó
colgando de su cintura—. Te has relamido los labios, obligándome a imaginarlos
alrededor de mi polla—. Le desabrochó el sostén y lo dejó caer al suelo—.
Dime, ¿qué castigo crees que mereces?
Las manos se apoderaron de los pechos y Jailyn dejó caer la cabeza hacia
atrás, apoyándola en el pecho masculino.
—El que tú creas conveniente, Maestro —gimió, cuando los dedos de
Branden pellizcaron los pezones con dureza.
Su coño se empapó con rapidez. Tan necesitado, tan hambriento. Las manos
masculinas descendieron y empujaron el vestido hacia el suelo. De un tirón, le
rompió las bragas, dejándola completamente desnuda.
—Podría azotarte este culo tan hermoso hasta que las nalgas se pusieran de
un rojo incandescente —jadeó sobre su cuello, dándole un azote con una mano.
Ella gimió—. Hasta que no pudieras sentarte en una semana. —Volvió a
azotarla y Jailyn sintió que el coño le palpitaba de necesidad—. Podría atarte
usando tus propios sostenes, inmovilizarte así como estás, expuesta tras los
cristales como un maniquí en un escaparate. —Los cogió del suelo y, con un
movimiento rápido, la amarró al asidero de la pared, muy apretados para que no
pudiera soltarse—. Podría poner el ascensor en marcha y permitir que bajara
para que todos te vieran mientras te follo. ¿Qué te parece la idea? —la amenazó,
aunque no tenía intención de cumplirla.
Jailyn jadeó, presa de la desazón, y tiró para librarse de las ataduras, solo
consiguiendo que se apretaran más.
—Que no me gusta en absoluto —protestó.
—A mí tampoco me gustó verte en el Taboo, medio desnuda y en manos de
Kerr. —Era mejor usar aquella excusa que la realidad, que estaba tan excitado
que no podía esperar a llegar a su casa—. Que me hicieses pensar que follabas
con él. ¿Puedes imaginarte cómo me hiciste sentir?
—¿Celoso? ¿Desesperado?
—Atormentado.
La cogió del pelo y tiró hacia atrás, obligándola a girar el rostro para
apoderarse de su boca. La besó con violencia, marcándola con el puro fuego que
desprendía. Sus lenguas chocaron y se enredaron, entablando una batalla que
terminó con la rendición de Jailyn cuando dejó ir un largo e intenso gemido. La
mano libre de Branden había reptado por su estómago hasta el pubis, y los dedos
habían empezado a torturar el clítoris, robándole cualquier deseo de resistirse.
Todo dejó de importarle excepto el intenso placer que le regalaba.
El beso y las caricias se prolongaron. Los dedos exigentes de Branden la
penetraron y Jailyn inició un baile con las caderas, frotándose contra la
protuberancia bajo los pantalones de él, buscando los dedos furtivos cada vez
que abandonaban su interior, gimiendo contra su boca cuando la otra mano le
apretaba un pecho.
—Maestro, por favor… Quiero… Necesito… —jadeó contra la severa boca.
—Sé lo que necesitas, cariño —susurró él respirando agitadamente antes de
precipitarse a liberar su polla.
La aferró por la cintura para sujetarla contra su cuerpo y le levantó una
pierna agarrándola por debajo de la rodilla para tener mejor acceso a su coño. La
penetró de golpe, hasta el fondo, sin titubeos ni consideraciones. Jailyn gritó,
pero no de dolor. El placer intenso de tenerlo de nuevo en su interior, follándola,
explotó en un grito salvaje que le arañó la garganta. Cada empuje de sus caderas
la aplastaba contra el cristal, aprisionando sus propias manos. El frío del material
contra los pechos le erizó la piel y convirtió sus pezones en dos guijarros. Era
una postura incómoda y humillante, con la mejilla comprimida, los pechos
aplastados, las manos pegadas a su propio estómago. Estaba atada y vulnerable,
a su merced. Pero el mundo había desaparecido a su alrededor, no existía nada
más que ellos dos, su polla follándola, sus jadeos contra su pelo enredado, y el
violento contoneo de sus caderas buscándose.
El orgasmo los alcanzó al mismo tiempo, atravesándolos como un rayo en
plena tormenta, liberando una miríada de chispas que les recorrió la piel,
sacudiendo sus cuerpos sudorosos y jadeantes. Branden se derramó en su interior
y Jailyn sintió el calor de su semen colmándola mientras temblaba y gritaba por
el inmenso placer que se había apoderado de ella hasta el último estertor.
Renuente a abandonar el húmedo y cálido refugio, Branden le regó el cuello
de mil besos mientras intentaba recuperar el resuello. Había sido un encuentro
tosco e impaciente, pero plenamente satisfactorio para él.
—¿Estás bien? —le preguntó al oído cuando pudo recuperar el habla—. ¿Te
he hecho daño?
—No —contestó ella con un balbuceo, con la mejilla todavía pegada al
cristal—. Creo que no, aunque ahora mismo no estoy muy segura. —Dejó ir una
risa avergonzada—. Me has dejado aturdida con tanta vehemencia y descontrol.
—Sí, bueno… Maldita sea —masculló al apartarse de ella y darse cuenta de
que no se había puesto el preservativo—. No he usado protección.
—En estos momentos, es lo que menos me importa —se rió ella, todavía
abrumada por el orgasmo que había vivido—. ¿Me sueltas, por favor?
—Mmmm, no sé —murmuró él pegándose a ella de nuevo. Le rodeó la
cintura con los brazos y empezó a acariciarle los pechos—. Me gusta demasiado
tenerte así, desnuda y sin posibilidad de huida. ¿Y si nos quedásemos aquí para
siempre? —bromeó.
—Cambia el ascensor por una cama, y aceptaré la propuesta —musitó ella,
sintiendo que, a pesar de creerlo imposible, volvía a excitarse con sus caricias.
—Tienes razón, el ascensor no es un buen lugar para quedarse. En cualquier
momento, alguien va a querer usarlo.
Reacio pero sabiendo que debía poner fin a aquella locura, le desató las
manos y la ayudó a vestirse.
—Y, ahora que nos hemos quitado el gusanillo del sexo y que ambos
estamos saciados momentáneamente, ¿me vas a contar qué ha pasado para que te
despidieran?
Capítulo once

Kendra volvió a casa temprano. La cita con Michael de contabilidad había


resultado un muermo total, un aburrimiento estratosférico. Cuando salieron del
restaurante se excusó y ni siquiera aceptó que la acompañara hasta casa. Quería
quitárselo de encima cuanto antes. Sabía que salir con alguien del curro no era
buena idea, pero tenía a Kerr sobrevolando por su cabeza todo el santo día y
quiso probar a ver qué pasaba. Y Michael estaba macizorro a pesar de ser
contable.
Pero no funcionó.
No fue culpa de Michael, que se mostró encantador en todo momento. La
culpa fue exclusivamente suya, por no ser capaz de dejar de compararlo con
Kerr.
Maldito Kerr.
No le había costado demasiado mantener a raya la brutal atracción que sentía
por él durante el tiempo en que solo tenían en común el ardiente encuentro en el
Taboo. En esos días solo fue un tío más de los muchos con los que había follado;
o, por lo menos, eso es lo que se decía. Le había descubierto un nuevo mundo
repleto de sensaciones y experiencias límite que nunca antes había
experimentado, pero en su recuerdo era poco más que una polla con patas. Su
conversación aquella noche fue minúscula, insuficiente para conocerle de
verdad, y lo poco que adivinó le hizo salir corriendo: demasiado intenso,
demasiado dominante, demasiado… todo.
Pero cuando irrumpió en su vida a través de Jailyn y del absurdo plan que
urdieron para poner celoso a Branden, descubrió su lado más humano y
generoso. Tan generoso que incluso se arriesgaba a perder a su mejor amigo con
tal de conseguir que diese el paso que lo llevaría a la felicidad. Y eso consiguió
que empezara a verlo con otros ojos.
Subió los peldaños hasta su apartamento preguntándose si estaría cometiendo
el mayor error de su vida al negarse una oportunidad con él. Aunque quizá todo
era una alucinación y lo único que quería Kerr de ella era follar. Aunque la
intensidad con que la miró las veces que estuvieron juntos, como si tuviese que
hacer un gran esfuerzo para no tirarse encima de ella, le decía que por su parte
también había una atracción muy poderosa.
Abrió la puerta, encendió la luz, y se quedó paralizada, con los ojos abiertos
por la mezcla de sorpresa y horror que la embargó.
Alguien había entrado en su casa. Alguien lo había destrozado todo.
Las cosas estaban tiradas por el suelo, rotas. El sofá estaba destripado, al
igual que los cojines, cuyo relleno estaba esparcido por el suelo. La pantalla del
televisor estaba hecha pedazos y yacía tumbado de lado, con una esquina
apoyada contra el mueble. En la cocina, abierta al salón, los taburetes de la isla
estaban todos tumbados excepto uno. Las puertas de los armarios abiertas, y los
botes de pasta, café, azúcar, etc., abiertos y su contenido esparcido.
Entró sin ser consciente del peligro que podía correr si el intruso todavía
estaba allí, como hipnotizada por el destrozo que veían sus ojos. Reaccionó
soltando una maldición. Soltó las llaves y el bolso y cogió con fuerza el bate de
béisbol que tenía escondido tras la puerta. Con él en ristre, preparado para
descargar un golpe al primer indicio, gritó:
—¡Si hay alguien ahí será mejor que salgas echando leches o te parto la
crisma!
No hubo contestación. Claro que, si había alguien escondido, no sería tan
subnormal de dejarse ver.
Aterrorizada pero decidida, cruzó el salón hacia el pasillo en el que estaban
los dormitorios. Las puertas estaban abiertas, arrancadas de sus goznes. Su
cuarto parecía intacto, como si ni siquiera hubiesen entrado en él. Pero el de
Jailyn…
El de Jailyn estaba peor que el salón. Las puertas del armario estaban
astilladas a golpes y su ropa, esparcida por el suelo y sobre la cama, hecha
jirones. Todas las fotos que tenía sobre la cómoda, de su familia, de sus amigos,
varios selfies en los que estaban las dos, las habían sacado de sus marcos y roto
en mil pedazos. Los fragmentos de cristal brillaban sobre la alfombra.
Bajó el bate, convencida de que quien fuese ya no estaba allí, y alzó la vista
hacia la pared en el que reposaba el cabecero de la cama. Allí, la palabra
«PUTA» brillaba en letras grandes y rojas.
—Esto es una locura, una locura —musitó.
Volvió atrás para coger el móvil. Como estúpida, se lo había dejado dentro
del bolso, en la entrada. Lo cogió con manos temblorosas y, sin ser muy
consciente de lo que hacía, solo dejándose llevar por el instinto más primario,
buscó el único nombre cuyo portador le daría seguridad: Kerr. Entre balbuceos y
ahogando el llanto nervioso, le contó lo ocurrido y colgó con su promesa de que
iba hacia allí volando.
No tardó más de veinte minutos en llegar, toda una proeza teniendo en
cuenta que no vivía cerca precisamente. Voló con la moto a toda velocidad, sin
respetar límites de velocidad ni semáforos en rojo, esquivando con maestría los
coches que se cruzaban en su camino, arriesgándose a una colisión que podría
haber sido mortal. Nada le importaba excepto que Kendra lo necesitaba.
En cuanto le abrió la puerta de abajo con el portero automático, subió los
escalones de tres en tres, dejó caer el casco al suelo y se abalanzó sobre ella para
abrazarla, protector. Kendra se permitió ser débil por una vez y se dejó arropar
por su segura calidez mientras estallaba en llanto contra su pecho, con el rostro
pegado en la chaqueta de cuero.
—¿Estás bien? —preguntó estúpidamente.
Kendra asintió sin despegarse, rozando la mejilla contra el suave cuero.
—Sí, solo un poco asustada —musitó—. Cuando llegué ya no había nadie.
—Gracias al cielo —susurró él, cerrando el cepo de sus brazos entorno a su
tembloroso cuerpo—. Hay que llamar a la policía.
—Y a Jailyn —añadió Kendra, saliendo del refugio del abrazo. Se limpió el
rostro mojado por las lágrimas con el dorso de la mano—. Creo que todo esto es
por ella.
—¿Por qué lo dices?
—Porque se han ensañado con su cuarto, el mío lo han dejado intacto. Y,
además, han escrito algo en la pared.
—¿Has sido tan loca como para entrar en el apartamento tú sola, sin saber si
todavía había alguien dentro? —exclamó Kerr, horrorizado ante la idea de que
hubiesen podido hacerle daño—. ¡Eres una inconsciente!
—Y tú, un capullo —contestó ella, enfadada—. De todo lo que te he dicho,
¿solo te quedas con esa tontería?
—¡¿Llamas tontería a arriesgarte en tonto?!
—Mira, ha sido una mala idea llamarte. Ni siquiera sé por qué lo he hecho.
Lárgate antes de que me cabrees de verdad. Ya me ocupo yo de llamar a la poli y
a Jailyn.
—De eso, nada. ¿De verdad crees que voy a hacerte caso y dejarte sola, así?
Ya me encargo yo de todo —añadió, quitándole el móvil de la mano y haciendo
caso omiso de sus protestas.
—¡Oye! ¡Pero tú qué te has..!
No pudo terminar la frase. Kerr la acalló con un rápido pero profundo beso
que le arrebató todas las ganas de pelea, ahuyentó todo el miedo y el
nerviosismo, y le dejó la mente alelada. Cuando se dio cuenta, había cargado con
ella sin dejar de besarla y la había sentado en el único taburete que había
quedado de pie. Se quedó allí, con la boca abierta, mirándolo estupefacta y sin
saber cómo reaccionar, mientras él cumplía con lo que había dicho.

La llamada sorprendió a Branden conduciendo. Iban de camino al


apartamento de él cuando sonó el móvil. Estuvo a punto de no contestar al ver un
número desconocido en la pantalla del ordenador de a bordo, pero Jailyn lo
reconoció.
—Es Kendra —dijo, extrañada—. Tiene que haber pasado algo.
Alargó la mano y le dio al botón para aceptar la llamada. Antes de que
pudiera decir algo, la voz de Kerr resonó en el otro lado.
—¿Branden?
El aludido tardó unos segundos en responder. Todavía estaba molesto con él
por haberle mentido, aunque también estaba agradecido porque su engaño lo
había ayudado a tomar la mejor decisión de su vida.
—Estoy conduciendo, tío. —contestó al fin, sin quitar los ojos de la carretera
—. ¿Qué ocurre?
—Estoy con Kendra, en su apartamento. Deberíais venir.
—¿Qué haces en mi casa? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien Kendra? —preguntó
Jailyn, alarmada.
—Muchas preguntas a la vez, chica. —Se oyó una ligera risa al otro lado—.
Kendra está bien, no te preocupes. El resto…
—Dame eso —se oyó a Kendra a lo lejos. Un forcejeo, una risa de Kerr, un
par de maldiciones de Kendra, y la voz de está sonó fuerte en el aparato—.
Alguien ha entrado en casa, lo ha revuelto todo y roto muchas cosas. La policía
está al llegar y deberías estar aquí para decirles si falta algo.
—Oh, Dios mío —musitó, asustada por su amiga—. Pero, ¿tú estás bien?
—Sí, sí, yo estoy bien, todo lo bien que puedo estar teniendo a este
mostrenco al lado —rezongó refiriéndose a Kerr.
—Vamos para allá en seguida.
—No tardéis, porfa, o habrá un cadáver además del destrozo.
Antes de colgar, se oyó de nuevo la risa de Kerr de fondo.

Cuando llegaron, la policía ya había llegado y Kendra y Kerr estaban en el


descansillo, contestando las preguntas de un inspector. Jailyn subió corriendo,
con Branden detrás, para abrazarse a ella.
—Es horrible, Jai. Ha de ser obra de un tarado, seguro —aseguró
abrazándola.
—¿Por qué dices eso?
—Por el regalo que han dejado, señorita —contestó el policía—. Soy el
inspector Wendell.
—Jaylin Middleton. También vivo aquí.
Mientras las dos chicas hablaban con el policía, Kerr cogió del brazo a
Branden y lo apartó un poco para poder hablar sin que ellas los escucharan.
—Esto tiene muy mala pinta. El cabrón que ha entrado ha destrozado la
habitación de tu chica y ha escrito la palabra «puta» en la pared del cabecero.
Branden apretó los puños y miró a Jailyn, que seguía contestando las
preguntas del inspector.
—¿Crees que es el mismo tío del lago?
—Posiblemente. Quizá no fue casualidad que apareciera por allí.
—Piensas que la siguió a ella. Pero, ¿cómo?
—Hoy en día hay muchas maneras de seguirle la pista a una persona. Los
mismos móviles son unos chivatos. Me temo que es un perturbado que está
obsesionado con ella.
—No pueden quedarse aquí, ninguna de las dos. Es demasiado peligroso.
—Eso mismo creo yo. Lo difícil será convencerlas a ellas. Jailyn no se
vendrá a mi casa si Kendra se queda sola.
—De Kendra me encargo yo, colega.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Lamentándolo mucho, no puedo hacer nada más —estaba diciendo el
inspector Wendell cuando se acercaron al trío—. Técnicamente es solo un
allanamiento, a no ser que echen algo en falta, lo que lo convertirá en un robo.
Lo más extraño, es que la puerta no ha sido forzada. ¿Le han dejado la llave a
alguien, o dado alguna copia?
—No, —negó Jailyn con firmeza—. Nadie más que nosotras tiene la llave de
este piso.
Wendell sacudió la cabeza.
—Es todo muy raro. Todas las ventanas están cerradas y aseguradas con el
pestillo, y no hay marcas en la puerta de haber sido forzada —repitió—. ¿Están
seguras de que nadie más tiene llave? ¿Alguna amiga, quizá? ¿O ex novio?
—Le aseguro que no, inspector.
—Bien. Deberían asegurarse de que no les han robado nada, y hacer una lista
de los destrozos para adjuntarla a la denuncia. Con esta, podrán reclamar al
seguro.
—¿Y qué hay del CSI? —preguntó Kerr, interviniendo en la conversación.
—No van a venir. Como ya le he dicho, es solo un delito menor. Lo más
probable, es que sea una gamberrada de algún ex como venganza —especuló.
—Y yo le digo que no —lo cortó Kendra, bufando exasperada—. ¿No se da
cuenta de que es un lunático que está obsesionado con mi amiga?
—Mire, señorita, sea como sea, yo no puedo hacer nada más. De veras que lo
siento.
—Pero, ¡¿cómo que no puede hacer nada más?! —exclamó Kendra, muy
cabreada—. Vaya mierda de policía. ¿Para qué sirven ustedes?
—Kendra, por favor. —Jailyn la tomó del brazo para girarla y obligarla a
mirarla—. Basta, por favor. El hombre tiene las manos atadas.
—Deberían ponerse a buscar al tarado en lugar de encogerse de hombros
como si no pasara nada ¿No te das cuenta?
—Todavía estás alterada y…
—¡Pues claro que estoy alterada! ¿Pero tú has visto cómo lo ha dejado todo?
¿Cómo vamos a poder seguir viviendo aquí?
Kendra estalló en llanto y se abrazó a su amiga, impotente. Estaba saliendo
del shock inicial y empezaba a ser consciente de lo grave que era lo ocurrido.
—No vais a hacerlo —intervino Branden con voz segura—. Jailyn, tú te
vienes a mi casa. Kendra, tú te vas con Kerr.
—¡¿Qué?! Ni loca me voy yo con este a su casa.
—Nos iremos las dos a casa de mis padres —dijo Jailyn.
—Nada de eso. Kendra, sabes que Jailyn quiere irse con Branden pero que
no lo hará si tú te quedas sola.
—Qué bonito, Kerr —masculló Kendra—, intentando manipularme con la
culpabilidad.
—No le hagas caso. —Jailyn le echó una mirada asesina—. Iremos a dormir
a casa de mis padres y, por la mañana, volveremos para arreglar todo este
estropicio y ver si nos han robado algo.
—No. —Kendra negó con la cabeza—. Kerr, maldito sea, tiene razón. Tú
quieres estar con Branden, y sería muy rastrero por mi parte ponerte pegas. Me
iré con él esta noche. Mañana llamaré a un cerrajero para que cambie la
cerradura y ya pensaré qué hago luego. Pero, tú —añadió mirando a Kerr con los
ojos llameantes—, como intentes algo conmigo, te rompo los huevos.
¿Entendido?
—Un día, me voy a hartar de tus amenazas, niña salvaje.
—¿Y qué harás entonces?
—Ponerte el culo bien rojo.
Kendra bufó, despectiva, y agarró a Jailyn para entrar en el piso. Si iban a
dormir fuera, necesitarían ropa.

—No entres en tu cuarto —le dijo a su amiga cuando le vio la intención.


Quería ahorrarle la impresión de ver el estado en el que había quedado; al
menos, por esa noche.
—Pero necesito mi ropa —protestó Jailyn.
—No se ha salvado nada, cariño. Lo ha destrozado todo —le dijo con mucha
tristeza. Jailyn no se merecía que le pasara algo así. La cogió de la mano e
intentó tirar de ella con suavidad—. Ven, yo te dejaré lo que necesites.
—Pero quiero verlo —insistió, sin apartar los ojos de la puerta rota de su
cuarto. Se resistió al leve tirón de su amiga, negándose a moverse.
—Kendra tiene razón —intervino Branden, que las había seguido. Kerr,
prudente, se quedó atrás en la puerta—. Puedes esperar a mañana, ¿no crees?
—Sí, puedo esperar; pero no quiero. Quiero ver con mis propios ojos lo que
ha hecho ese tarado, sea quién sea —afirmó con terquedad—. ¿Qué importancia
tiene hacerlo ahora o esperar a mañana? De todas maneras, esta noche seré
incapaz de dormir.
—Está bien, como quieras. —Kendra miró a Branden, que asintió en silencio
—. Mientras, iré recogiendo la ropa que nos llevaremos.
Jailyn, en shock por todo el desastre, todavía sin creerse lo que estaba
viendo, entró en su cuarto caminando muy despacio, como si estuviese en una
pesadilla, para verlo todo destrozado. Su ropa yacía hecha jirones, esparcida por
el suelo y sobre la cama, junto con los pedazos de fotos y los fragmentos de
cristal de los porta retratos. El colchón estaba destripado, rajado de arriba abajo.
Las cortinas, arrancadas de la pared.
—¿Quién puede estar tan enfermo para hacer algo así? Y, ¿por qué yo?
Nunca le he hecho daño a nadie —musitó, llena de tristeza y miedo.
Se había quedado quieta en mitad de todo el desastre, sin saber qué hacer.
—Está claro que es un loco, y los locos no necesitan más motivos que los
que se imaginan. Venga, ya lo has visto todo, vayámonos a casa. Necesitas
descansar.
Se agachó y cogió un pedazo de foto. En ella, el rostro partido de su padre
sonreía a la cámara. Recordó ese momento. Fue durante la última Navidad. Se
habían reunido en su casa con toda la familia, tíos, tías y primos. A Carly, su
prima adolescente, le acababan de regalar una cámara de fotos digital, y se pasó
todo el día haciendo fotos a tontas y a locas.
—Lo que necesito es saber quién ha hecho esto, y por qué —dijo, llevándose
el fragmento de foto al corazón.
Tenía un nudo en la garganta y le dolía el corazón. Habían roto todas sus
fotos, testigos de momentos felices en su vida, y muchas eran irrecuperables. Era
como si el autor de aquella devastación quisiera romperle igual la propia vida,
hacerla pedazos hasta que no quedase nada de ella.
—Kerr y yo nos encargaremos de eso, cariño.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo pensáis hacerlo?
—No te preocupes por eso. Solo, confía en mí.
«Confía en mí». ¿Por qué no? Estaba agotada, todavía incapaz de procesar lo
que estaba pasando. Branden tenía razón, necesitaba descansar. Y sabía que
podía confiar en él. No estaba acostumbrada a dejar sus problemas en manos de
otros pero, por una vez, agradeció tener a alguien que pudiese hacerse cargo de
ellos.
—Está bien. Confío en ti.

Al final, decidieron que al día siguiente no harían nada en el piso. Kerr, que
trabajaba en una importante empresa de seguridad, había estado pegado al
teléfono, tirado de contactos y favores, y consiguiendo que el más prestigioso
laboratorio criminalístico privado de la ciudad se hiciese cargo de la escena. Por
la mañana, enviarían a un equipo que la analizaría al completo en busca de pistas
que llevasen hasta el responsable.
Se despidieron en la acera. Jailyn le preguntó a Kendra si estaba segura de
irse con Kerr, y le aseguró que si quería irse con Branden y con ella, sería bien
recibida. Kendra lo consideró durante un momento porque estar a solas con Kerr,
en su casa, era un peligro para ella; pero al final, se negó. Su amiga quería estar a
solas con Branden, y era lógico. Después del mes de mierda que había pasado,
sufriendo por culpa del abogado obtuso y cabezón, se merecía poder disfrutar a
pesar de las circunstancias. No iba a ser ella la que estuviese en medio,
estorbando, solo porque temía estar a solas con Kerr.
Hicieron el camino en silencio. Jailyn agradeció que Branden respetara su
mutismo y no se empeñase en llenarlo de palabras huecas, solo para distraerla.
Necesitaba ese silencio para poder pensar en lo ocurrido y asimilarlo. Todavía
estaba en shock, incapaz de comprender cómo alguien podía desearle tanto mal.
En lo que habían visto sus ojos, había mucha rabia y odio dirigido hacia ella;
pero Jailyn no le había hecho daño a nadie. ¿Cómo podía el desconocido odiarla
tanto? ¿Qué le había hecho que fuese tan horrible que mereciese que le
destrozaran todas sus pertenencias, todos sus recuerdos?
—A partir de ahora, no irás sola a ningún lado —dijo Branden al fin, cuando
ya estaba metiendo el coche en el aparcamiento subterráneo del edificio en el
que vivía.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que has oído —contestó con la mandíbula tensa—. No voy a permitir
que el tipejo tenga la oportunidad de acercarse a ti. Te llevaré al trabajo, te iré a
buscar, y si tienes que ir a algún otro sitio, te acompañaré. Nada de ir en metro o
taxi. Seré tu chófer hasta que lo pillemos.
—Branden, yo te lo agradezco, pero no es necesario que…
—No, Jailyn, no vas a discutirme esto —la interrumpió con brusquedad—.
Ese tío está loco. Ya has visto lo que ha hecho en tu casa. No podemos saber qué
otras ideas retorcidas tiene en mente. Por mi propia paz mental y por tu
seguridad, no irás sola a ningún lado. Irás conmigo, siempre. Prométemelo.
Jailyn lo miró y vio determinación en sus ojos, y también miedo. Miedo a
que le pasara algo. No la dejaría en paz hasta que se lo prometiera. Un torrente
de agradecimiento la desbordó. Branden se preocupaba por ella de verdad.
—Está bien. Te lo prometo.
Branden asintió, aliviado.
—Subamos a casa. Te darás un baño y nos iremos a dormir.
—No se si me apetece ahora mismo.
—Sí te apetece. Necesitas relajarte y el baño te ayudará.
—¿Ya estás en plan mandón? —Le dirigió una sonrisa cansada y Branden
posó la mano en su mejilla para acariciársela.
—Cuando se trata de tu bienestar, siempre.

Le preparó la bañera mientras Jailyn sacaba de la bolsa la ropa que Kendra le


había dejado. No tenían la misma talla, su amiga era más delgada, así que
tuvieron que rebuscar hasta encontrar un par de vestidos anchos y un camisón
que le fuesen bien. Por la mañana, tendría que ir de compras. El tarado tampoco
había respetado los trajes que se ponía para ir a trabajar y era totalmente
inconcebible que fuese con uno de estos vestidos floreados. Le caería una buena
bronca si lo hacía.
Por suerte, y hablar de suerte era un sarcasmo en sí mismo dadas las
circunstancias, todo había pasado un viernes por la noche. Al día siguiente, iría a
alguna de las tiendas de segunda mano en las que se compraba la ropa para el
curro y se haría con dos trajes completos por poco precio. Pero el resto de ropa,
que tanto esfuerzo le había costado…
—Lo que necesito ahora mismo —musitó con rabia y tristeza—, tener que
gastarme cientos de dólares en ropa.
No le quedaba nada, ni unas tristes bragas.
Pensó en llamar a sus padres para contarles lo ocurrido, pero desistió. Los
preocuparía innecesariamente y, cuando le exigiesen que volviese a casa por su
propia seguridad, tendría que explicarles por qué no lo hacía, y dónde estaba.
Todavía no se sentía preparada para hablarles de Branden.
—La bañera está lista.
Branden asomó la cabeza por la puerta del vestidor. La vio muy quieta,
mirando con aire ausente el vestido que tenía entre las manos, y se acercó a ella
para abrazarla.
—Todo va a salir bien —susurró sobre su pelo con ternura.
Ella se abrazó a él y empezó a llorar en silencio. Las lágrimas corrieron
libres por sus mejillas y empaparon la camisa de Branden.
—Lo siento —musitó.
—¿El qué?
—Que te veas envuelto en estas circunstancias tan turbias. Lo siento mucho.
—No tienes nada que sentir, porque no es culpa tuya. Es culpa del tarado.
—«Tarado» ya es su nombre oficial, ¿no? —intentó bromear para quitarse de
encima la terrible sensación de indefensión.
—Sí, será el tarado hasta que descubramos su nombre real.
—Y, ¿qué haremos cuando sepamos quién es?
—Los problemas, de uno en uno, cariño. De uno en uno —musitó. Pero él
sabía muy bien que haría con él. Lo tenía más que claro—. Venga, vamos al
baño o el agua se enfriará y todo mi esfuerzo habrá sido en vano.
La acompañó hasta el baño y ayudó a desnudarla. Jailyn se dejó hacer. La
atención y cuidado con que la mimaba era reconfortante, sobre todo en un
momento en que tanto lo necesitaba. Sentirse arropada y cuidada, saber que no
estaba sola, la ayudaría a superarlo.
Entró en el agua y se sentó en la bañera, apoyando la cabeza en el filo. El
calor abrazó su piel y dejó ir un suspiro de agradecimiento. Las manos de
Branden, grandes y fuertes, iniciaron un suave masaje en sus hombros.
—Tienes que relajarte —le dijo con dulzura—. Estás demasiado tensa.
—Lo intento —musitó ella con los ojos cerrados, dejándose llevar por el
terso contacto de los dedos masculinos.
—Me gustaría poder hacer más. —En la voz de Branden había un tinte de
frustración.
—Lo estás haciendo muy bien —ronroneó Jailyn, cada vez más a gusto.
—Puedo hacerlo mejor —le susurró al oído y Jailyn se estremeció.
La mano de Branden se deslizó hasta abarcar un pecho y empezó a
acariciarlo perezosamente.
—Branden, no me apetece tener sexo ahora mismo —protestó algo molesta
—. Me estás incomodando —¿Por qué los tíos siempre pretendían arreglar las
cosas con el sexo?
—Relájate y no te preocupes. Esto solo es para ti, no para mí. Es un…
regalo, para ayudarte a ahuyentar toda la tensión. Te prometo que no voy a
exigirte nada.
—Pero…
—Ssssht —le chistó con suavidad—. Dame cinco minutos. Si dentro de
cinco minutos sigues incómoda en lugar de excitada, prometo parar.
—Está bien —aceptó, aunque lo hizo más por las pocas ganas que tenía de
iniciar una discusión que por la promesa en sí misma.
Se relajó y lo dejó hacer, pensando que estaba perdiendo el tiempo. Tenía la
cabeza llena de demasiadas cosas como para poder disfrutar de su toque. Miedo,
rabia, frustración, vulnerabilidad. Emociones demasiado intensas para ser
aplacadas por unas cuantas caricias.
Se sorprendió con el primer gemido que emitió su propia boca. Las manos de
Branden estaban obrando su magia acariciándola con suavidad, con una ternura
inmensa que se tradujo en ese gemido sorprendido. Cuando sus dedos le
pellizcaron los pezones curvó la espalda, haciendo que la superficie del agua
temblara y varias gotas salpicaran el suelo.
—No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos durante todas estas
semanas —le confesó al oído—. De todas las noches que soñé contigo y me
desperté sintiendo el corazón vacío porque no estabas a mi lado.
—Y, ¿de quién fue la culpa? —susurró con la piel erizada.
—Mía. Fui un estúpido y un cobarde.
La respuesta de Jailyn a eso fue un gemido largo y prolongado. Una de las
manos de Branden se había deslizado sobre su estómago y llegó al pubis, donde,
inquieta, curioseó entre el vello y la suave piel de alrededor del clítoris.
—No te voy a discutir eso —atinó a contestar cuando logró controlar el
temblor que la invadió.
—Nunca podré agradecerte lo suficiente que no te rindieras conmigo —
continuó él, sonriendo al ver el rostro de la mujer que amaba abandonarse a sus
caricias.
—Harás bien en recordarlo.
Branden dejó ir una risa suave. Le besó la mejilla y el cuello y dio un suave
toque con el dedo sobre el clítoris.
—¿Te sigues sintiendo incómoda? ¿Quieres que pare?
—Si paras, te mato —gimió Jailyn cuando el inquisitivo dedo de él la
penetró.
—No pienso parar nunca.
Las caricias y los besos se sucedieron. Branden no pudo controlar la
necesidad de apoderarse de su boca, mordisquearle los labios, penetrarla con la
lengua. Cuando el segundo dedo se introdujo en su húmedo canal, Jailyn se
aferró con fuerza al borde de la bañera. La superficie del agua osciló y se vertió
sobre el suelo, salpicando los pantalones de él.
—Así me gusta, pequeña, déjate llevar, cielo —le susurró al oído, y su voz,
sus palabras, provocaron que un torrente de lava se precipitara a través de venas
y arterias, le aceleró el corazón, que atronó ansioso en sus oídos, y le comprimió
los pulmones.
La excitación creció, serpenteó desbocada por toda su piel, dejando rastros
ardientes hasta que el orgasmo estalló, lanzando miríadas de estrellas tras sus
ojos cerrados. Su cuerpo convulsionó, provocando una tórrida marea que la hizo
arder en la hoguera de la lujuria.
Las caricias de Branden no la abandonaron ni un instante. Sus manos la
sostuvieron proporcionándole un nido acogedor en el que refugiarse cuando la
oleada de sensaciones devastadoras remitió y volvió a la realidad.
—Madre mía… —musitó. Su cuerpo, antes tenso como la cuerda de un
violín, se había relajado ahuyentando todo rastro de rigidez—. Y yo que no
quería…
Branden dejó ir una risa suave contra su oído.
—Por eso, siempre deberías confiar en mí y en que sé perfectamente lo que
necesitas, cariño.
—Al final acabaré por creérmelo.
La soltó un instante, el tiempo justo para coger la toalla, y la ayudó a salir de
la bañera. La envolvió con la suavidad de la tela, la cogió en brazos y la llevó
hacia la cama. La sentó y la secó minuciosamente antes de tumbarla y arroparla
con la ligera colcha de verano. Jailyn, soñolienta y relajada, pidió el camisón en
un murmullo.
—No te hace falta, cariño mío —musitó contra su oído. Le dio un beso en la
mejilla y le acarició el pelo desparramado sobre la almohada—. Duerme ahora y
descansa.
Branden, dolorido y con la polla hinchada, consideró la opción de meterse en
la ducha y masturbarse para aliviarse, pero decidió que no quería dejarla sola ni
un solo instante. En aquel momento, su propia incomodidad era lo que menos le
preocupaba. Se desnudó y se metió en la cama para abrazarla, proporcionándole
un espacio seguro en el que dormir, y se dispuso a velar su sueño durante toda la
noche.
Capítulo doce

Kendra odiaba ir en moto, pero más odiaba tener que estar pegada a Kerr. El
rugido atronador del motor que le embotaba los oídos, la velocidad con la que se
movían por la calzada, y el miedo a acabar en el suelo después de un estrepitoso
accidente, deberían haber acallado todos sus pensamientos. Pero su mente no
procesaba nada más que el calor del cuerpo masculino pegado al de ella, el
aroma a cuero de su chaqueta y la absurda sensación de seguridad que le
transmitía estar en sus manos. Confiaba en él de una forma instintiva y absurda
que solo podría traerle problemas.
«No debería haber aceptado», pensó, arrepintiéndose de su decisión. Ir a casa
de Kerr era peligroso para su paz mental; pero no por él, sino porque temía sus
propios impulsos, los mismos con los que llevaba luchando desde la fatídica
noche que pasó en el Taboo. La misma noche en que descubrió con horror el
motivo por el que ninguno de sus anteriores amantes había conseguido satisfacer
su lujuria: en su interior, oculta bajo capas y capas de convencionalismos e ideas
preconcebidas, habitaba una sumisa que deseaba ser sometida. Y Kerr la obligó a
mirarla a los ojos y reconocer su existencia.
Se removió sobre la moto, incómoda, y su movimiento obligó a Kerr a
contrarrestarlo con un ligero movimiento del manillar.
—Ten cuidado, niña salvaje —la advirtió a través del sistema de
comunicación que tenía instalados en los cascos—, o puedes hacer que nos
vayamos al suelo.
—Lo siento —contestó ella, aferrándose más a su cintura con los brazos.
Aquella noche había sido demasiado para ella y, aunque no era el momento
apropiado para evocarla, su cabeza tuvo una opinión muy diferente.

Seis semanas antes

—He perdido y vas a follarme delante de testigos. ¿También me obligarás a


escuchar tus tontos discursos? —le espetó, acuciada por el miedo a su propio
deseo—. Acaba de una vez, quiero irme a casa.
No debería haber sido tan insolente. Lo supo en cuanto vio el brillo
incandescente en los ojos de Kerr y la leve sonrisa torcida que curvó sus labios.
No era un hombre acostumbrado a que las mujeres le plantaran cara de una
forma tan descarada. Seguro que prefería a las que se corrían con solo verlo,
babeaban en su presencia y se desvivían por complacerlo y llamar su atención.
Aunque no podía culparlas por ello. Era un hombre con un atractivo salvaje y un
aura atrayente, y al Taboo se iba a lo que se iba: a follar, básicamente; a buscar
placer, aunque fuese de formas que a Kendra le parecían retorcidas y poco
saludables. Y Kerr tenía todo el aspecto de ser un maestro en esas lides. Normal
que todas las sumisas presentes lo miraran con ojos apreciativos a él, y con
envidia a ella.
«Os cambiaba el sitio gustosa», pensó. Pero una pequeña parte de ella, un
pedazo minúsculo y escondido, protestó por esa idea. Ni loca les dejaría ocupar
su lugar. No después de los dos orgasmos que había tenido en tan poco tiempo.
¿Qué otro hombre le había provocado algo así? La mayoría triunfaban si
conseguían que se corriese una sola vez, cosa que no pasaba tan a menudo como
deseaba.
«Te aburre el sexo tradicional, confiésalo —susurró aquella parte que había
mantenido atrapada y escondida tan profundamente que no había llegado a
escuchar hasta aquel momento—, por eso los tíos con los que te has enrollado
hasta ahora fueron decepcionantes».
Pero Kerr no había sido una decepción. Todo lo contrario. Solo con su
actitud de troglodita cavernario ya había logrado que se pusiera cachonda, y con
cuatro toques más, consiguió que se corriera ¡dos veces!
—Acabaré cuando yo lo considere pertinente, niña salvaje —le dijo—. Y si
sigues con tus insolencias, solo conseguirás que te amordace.
Kendra abrió la boca para darle una réplica ácida, pero la cerró con un
chasquido porque sabía que no era una simple amenaza. Si seguía por ese
camino, la cumpliría. Aunque… la idea no le desagradó del todo.
¿Qué coño le estaba pasando? Estaba desnuda, prisionera en un potro, atada
de pies y manos, rodeada de desconocidos que la miraban con ansia
depredadora, en manos de un desconocido… ¿y la excitaba la idea de que la
amordazara?
«Estás mal de la cabeza».
Eso debía ser. Se había vuelto loca. O la habían drogado. Esta última idea la
alarmó momentáneamente, pero se la quitó de la cabeza. Samuel Kerrington no
era el tipo de hombre que usaba drogas para conseguir mujeres y ejercer su
dominio sobre ellas.
—Caballeros, la sumisa aquí presente ha perdido una apuesta conmigo. —La
voz profunda de Kerr llenó el espacio, imponiéndose sobre los murmullos—.
También se ha mostrado, como habéis sido testigos, insolente y provocadora.
Aunque, en su defensa, diré que es la primera vez que se somete a un Maestro.
¿Creéis que debo castigarla, o proceder directamente a cobrar mi premio?
—¿Cuál es el premio? —preguntó el Dom que llevaba a su sumisa con bozal.
—Follármela delante de testigos.
—Eso me parece poca recompensa por el esfuerzo de soportar su insolencia.
¿No estáis de acuerdo?
Todos los presentes asintieron, incluso las sumisas. Kendra apretó la
mandíbula con fuerza para impedir que su boca pusiera voz a sus pensamientos,
porque sería contraproducente. La frase «calladita estás más guapa», contra la
que se había rebelado toda su vida, cobró un significado demasiado abrumador.
Pero no sirvió de nada.
—Eh, un trato es un trato, y este era que tú podrías follarme delante de
testigos. No que pudieras disponer de mí a tu antojo, para hacerme lo que te
venga en gana, en contra de mi voluntad. ¿O es que no tienes palabra?
Un «oooh» generalizado, cargado de sorpresa y horror, salió de todas las
gargantas. La cabeza de Kerr giró con brusquedad para fijar sus ojos en ella.
Kendra le aguantó la mirada, sorprendida porque, en lugar de ver ofensa o
enfado, creyó vislumbrar un atisbo de diversión. ¿Se estaba divirtiendo?
—Tienes razón, pero me estás poniendo en una situación difícil, niña salvaje.
En este club, tengo una reputación que mantener y tú te estás esforzando mucho
por destruirla. ¿He de permitirlo solo porque eres una novata? Aunque… —Se
llevó la mano al mentón y se lo frotó con los dedos, en un gesto exagerado,
como si estuviera concentrándose en pensar—, hay algo que podemos hacer.
¿Qué tal otra apuesta? Si consigo que te corras una tercera vez sin usar las
manos ni objetos, te pondrás totalmente en mis manos para lo que yo desee, sin
protestas ni insolencias.
—¿En tus manos? ¿Para lo que te dé la gana? ¿Sin que tenga opción a
protestar o quejarme? Va a ser que no. A saber qué ideas tendrás. No me apetece
nada acabar azotada o cualquier otra cosa que implique dolor para mí.
—Vaya, —exclamó, satisfecho consigo mismo, mostrándole una sonrisa
complacida—. Eso significa que tienes claro que lo conseguiré. Eso ya es todo
un triunfo, teniendo en cuenta que dudabas de mi capacidad para procurarte un
solo orgasmo, y ya has tenido dos.
—No tiene nada que ver —protestó por encima de las risitas de los presentes
—. Solo estoy siendo precavida.
—¿Precavida? ¿O miedosa?
—¿Miedosa? ¿En serio? ¿Crees que recurrir a algo tan infantil va a
provocarme la necesidad de demostrar que soy valiente? —resopló.
La burla fue acompañada por varias risitas ahogadas de los presentes. Kendra
observó a Kerr, inquieta. No estaba en situación de provocarlo, ¿qué coño le
pasaba? Pero, o lo disimulaba muy bien, o su descaro no lo molestaba en
absoluto; al contrario, parecía relajado, como si la situación lo divirtiera y la
estuviese disfrutando.
—Lo que creo —respondió con calma—, es que viniste aquí para
experimentar, pero convencida de que nada de esto iba a gustarte. Que no te
excitaría y, mucho menos, que conseguirías dos orgasmos en una situación de
total indefensión. Y creo que tu actitud irreverente y de falta de respeto, solo se
debe al miedo que tienes por lo que has sentido al ponerte en mis manos, y por lo
que realmente deseas. Como eres una mujer fuerte e independiente, no eres
capaz de asimilar que hay una parte de ti misma que ansía que la sometan, y te
rebelas contra esa necesidad. Kendra, —se inclinó sobre ella y le acarició la
mejilla con el dorso de la mano, con un toque suave y ligero, tan enternecedor
como el afectuoso tono de su voz—, no hay nada malo en dejarte llevar, no vas a
ser menos fuerte ni independiente por aceptar que te gusta que te sometan
durante el sexo. Al contrario, será liberador. La vida nos obliga constantemente a
tomar decisiones, a elegir entre caminos diferentes; pero hasta la elección más
nimia e intrascendente puede acabar resultando una carga. Te he dado la
oportunidad de liberarte de ellas durante un rato, eso te ha gustado y te aterroriza
al mismo tiempo. Acabo de conocerte, no sé nada de ti; y, sin embargo, tengo la
sensación de que llevas demasiado tiempo luchando sola, tomando decisiones
sin ayuda, sin tener a alguien en quien apoyarte. Sin nadie que te cuide y vele
por ti y tus necesidades.
Kendra tragó saliva y se le humedecieron los ojos. ¿Cómo podía saberlo?
¿Cómo podía haberse dado cuenta de lo sola que siempre había estado? ¿De lo
pesada que le resultaba la carga que llevaba a cuestas? Se había visto obligada a
ser una adulta cuando todavía era una niña. Con una madre incapaz de seguir
adelante, perpetuamente sumida en una depresión, que amaba más la botella de
alcohol que a su propia hija, no había tenido más remedio que crecer rápido para
cuidar de sí misma para sobrevivir.
—Eso no… —empezó a hablar. Quería negarlo todo, porque acepar que Kerr
tenía razón la pondría en una situación lamentable que no quería.
Pero fue interrumpida por la aparición de Branden.
—Lamento interferir así, Maestro Kerr, pero su amiga la necesita ahora
mismo —dijo, señalando a Kendra.
Así terminó aquella sesión tan perturbadora, de repente y sin previo aviso.
Kendra se sintió tremendamente aliviada de poder escapar sin tener que pagar el
precio.
Mientras Branden echaba de la mazmorra a todo el público, Kerr la desató y
la ayudó a vestirse para que pudiera acudir junto a Jailyn. Pero, antes de dejarla
ir, le susurró una promesa que, en sus oídos, sonó a amenaza:
—Esto no ha acabado entre nosotros, niña salvaje. Me debes el pago de la
apuesta y, ten seguro que, algún día, lo cobraré.

—Ocuparás la habitación de invitados —le dijo mientras subían por el


ascensor.
Estaban en un edificio antiguo en el Upper West Side que ocupaba toda una
manzana y tenía un maravilloso jardín interior, como un oasis en mitad de la
selva de asfalto, con árboles y parterres llenos de flores. En la entrada, dos
porteros se ocupaban de atender las necesidades de los inquilinos y de controlar
a cualquier extraño que quisiese acceder.
—No te imaginaba viviendo en un sitio así —comentó, extrañada. Era un
edificio de lujo, no cabía duda, de los que solo te puedes permitir si tienes los
bolsillos repletos de dólares.
—¿Y dónde te imaginabas que vivía?
—No sé, ¿en un antiguo almacén reconvertido en vivienda, con su
montacargas, y sus paredes de ladrillo sucio? Dese luego, no en un edificio de
lujo en el Upper West Side.
Kerr dejó ir una risa contenida mientras las puertas del ascensor se abrían
para dar paso a un pasillo con suelo de mármol recorrido de punta a punta por
una alfombra color arena y de pelo corto.
—Estoy viviendo de prestado aquí —comentó, sacando la llave del bolsillo
—. El apartamento es de un amigo y yo solo me ocupo de cuidárselo. Tiene
muchos objetos de coleccionista y, como pasa muchos meses al año fuera de la
ciudad, no le apetece arriesgarse a dejarlo vacío. A pesar de que la empresa en la
que trabajo se ocupó de convertirlo en un fuerte inexpugnable.
—Pues quizá deberían ser Branden y Jailyn los que vinieran aquí. Al fin y al
cabo, es ella la que parece que está en peligro —murmuró antes de quedarse
boquiabierta al cruzar la puerta.
Si los espacios comunes, como la entrada abovedada con los sofás de
terciopelo, o el jardín privado que había vislumbrado al penetrar en el edificio,
ya la habían dejado atónita, el interior del apartamento la hizo sentir que estaba
en un sueño. ¡Qué diferente del suyo, tan pequeño y comprimido! Solo cruzar la
puerta se encontró con un amplio y luminoso espacio. Presidían la zona tres
sofás de color mostaza encarados a una chimenea de mármol que lucía, en forma
de bajorrelieve, dos falsas cariátides, una a cada lado del hogar. La pared opuesta
a los grandes ventanales que daban al jardín estaba cubierta por modernas
vitrinas de madera blanca con las puertas de cristal, y mostraban objetos de lo
más variopinto, desde antiguas puntas de flecha hechas de sílex y Venus
prehistóricas, hasta…
—¿Esto es un muñeco de Boba Fett? —preguntó, asombrada.
—No es cualquier muñeco. Es un prototipo de 1.979 que nunca llegó a
comercializarse porque lleva una mochila capaz de disparar un cohete y se
consideró que era peligroso para los críos. Ahí donde lo ves, está valorado en
ciento cincuenta mil dólares.
—¡¿Que qué?! —Kendra se apartó de la vitrina como si esta fuese a
morderla y se llevó las manos a la espalda, por si acaso se les ocurría tomar por
su cuenta la decisión de abrir la puerta y tocarla.
—Lo que has oído.
—¿Cómo se puede llegar a pagar tanto dinero por un cacho de plástico?
—No tengo ni idea. —Kerr se encogió de hombros—. ¿Quieres ver tu
habitación?
—Espero que sea un dormitorio normal y que no deba preocuparme por qué
toco o rompo —rezongó mirando a su alrededor.
Había varias mesas consolas colocadas estratégicamente por todo el salón.
La de detrás del sofá principal era de caoba, con las patas curvadas y acabada en
pan de oro. Encima, varias figuras de porcelana que tenían una pinta carísima. El
resto de muebles eran similares pero no iguales. No entendía de estilos, pero
todos parecían antiguos y en perfectas condiciones, y estaban abarrotados de
objetos como en una extraña exposición ecléctica y sin sentido.
—Es del todo normal y corriente, con muebles del Ikea —comentó distraído,
empezando a caminar hacia el pasillo. Kendra lo siguió teniendo cuidado de ni
siquiera rozar por error alguno de los objetos expuestos.
—¿Cómo puedes vivir en un sitio así, lleno de cosas carísimas, y no estar
siempre aterrorizado? Yo tendría un sin vivir constante. Imagínate que un día te
cargas algo y tienes que pagarlo…
—Ya estoy acostumbrado, y tampoco paso demasiado tiempo en casa. Este
será tu cuarto.
Kerr abrió la puerta y se apartó para dejarla entrar. Kendra se asomó. No
había nada especial en el dormitorio. Muebles blancos y decoración nórdica en
tonos verdes, muy relajante.
—¿Es la habitación en la que se quedan a dormir tus sumisas? —espetó de
repente con acritud, sin poder morderse la lengua.
¿Y, por qué se preocupaba por eso? ¿Qué más le daba a ella si por esa cama
habían pasado toda una ristra de mujeres antes que ella?
Kerr dejó ir una risa ronca. Kendra parecía celosa de las posibles amantes
que hubiese tenido y eso lo divertía mucho. Estaba claro que no le era tan
indiferente como quería aparentar.
—Ninguna mujer antes que tú se ha quedado a dormir en esta casa. En
realidad, eres la primera persona a la que invito a quedarse.
—Vaya, qué gran honor —murmuró, sarcástica.
—Lo es —afirmó con seriedad, pero la sonrisa se le escapó por las comisuras
—. Esa puerta da al baño, por si quieres darte una ducha antes de dormir.
Tranquila, no voy a irrumpir en tu privacidad —se apresuró a explicar al ver la
expresión desconfiada de su rostro—, a no ser que tú me lo pidas, claro está. —
Kendra bufó como un gato irritado provocando la diversión en él—. La otra es el
vestidor, para que dejes tus cosas. Que descanses, Kendra.
—¡Espera! —Kerr se quedó quieto bajo el marco de la puerta abierta,
mirándola, esperando a que siguiera hablando. Kendra suspiró y se mordió el
labio. Habían pasado demasiadas cosas y todavía estaba muy nerviosa y no se
sentía muy tranquila—. La casa… ¿es segura?
—Totalmente. Puerta de alta seguridad en la entrada, cristales blindados en
las ventanas, marcos de acero con cierres electrónicos, y las alarmas están
conectadas —explicó con su mejor tono profesional—. En el improbable caso de
que alguien intentase forzarlas para entrar, se llevaría una desagradable sorpresa.
Todavía estás asustada, ¿verdad? —añadió, endulzando la voz. Era
comprensible. Llegar a casa y encontrarse con todo el desastre habría sido
traumático para cualquiera. Le hubiese gustado poder acercarse y abrazarla para
transmitirle seguridad, pero reaccionaría como una gata salvaje y solo
conseguiría ahuyentarla. Debía medir cuidadosamente sus pasos si quería tener
la oportunidad de acabar lo que empezó en el club—. ¿Qué te parecería si te das
una ducha rápida mientras yo preparo palomitas, y después nos sentamos a ver
una peli? Te la dejaré escoger a ti.
—¿Sin protestar si elijo una comedia romántica?
—Palabra de boy scout.
—De acuerdo. Acepto el plan.
Kerr asintió con la cabeza mientras sonreía y la dejó sola. Kendra notó el
corazón cálido, como si de repente se hubiese llenado de ternura. Kerr la estaba
cuidando y parecía preocuparse por ella. Era agradable, por una vez en la vida,
tener a alguien así al lado. Por supuesto, no debía olvidar el tipo de hombre que
era: un Dom obsesionado con el control. No iba a permitirse caer en sus redes
sensuales a pesar de que su sonrisa la encandilaba y sus actos le ablandaban el
cerebro. Se mantendría firme en todo momento: nada de sexo. Pero sí podía
dejarle cuidar de ella durante unas horas, y disfrutar de esas palomitas sentada a
su lado mientras veían una película. Y escogería la más empalagosamente
romántica del catálogo. Seguro que la odiaría.
Con una sonrisa traviesa curvándole los labios, se dirigió hacia el baño.
Capítulo trece

El sábado amaneció cálido y soleado. Un día luminoso que irradiaba un


resplandor especial sobre su nueva vida. Estaba en la cama de Branden, en su
apartamento, y no le importaban las terribles circunstancias que la habían
llevado hasta allí. De día, con el sol entrando a raudales por las ventanas, podía
encarar la situación olvidándose del miedo.
Se levantó de la cama sin preguntarse dónde estaba él. Lo oía al otro lado de
la puerta, trasteando en la cocina, y el delicioso aroma de las tortitas y del sirope
llegaba hasta ella. Era muy placentero estar con un hombre al que parecía
encantarle cocinar.
Buscó algo que ponerse y encontró una bata de suave terciopelo azul marino
sobre los pies de la cama. Seguramente la había dejado allí para ella. Se la puso
para cubrir su desnudez y pasó la mano sobre la tela, acariciándola.
Había dormido profundamente toda la noche, sin pesadillas ni sobresaltos.
Curioso, cuanto menos, después del susto de la noche anterior. Saber que se era
el centro de obsesión de un tarado no era un caramelo que apeteciera tragar; pero
la constante presencia de Branden a su lado, firme y protector, le había dado la
seguridad suficiente como para descansar sin interrupciones. De una manera
subconsciente lo sintió allí, rodeándola con los brazos, durante toda la noche.
Iba a salir para reunirse con él cuando le sonó el móvil. Lo cogió de encima
de la mesita (Branden debió ponerlo allí) y contestó al ver que era Kendra.
—¿Qué tal la noche? —le preguntó desde el otro lado.
—Bien, he dormido como un tronco. ¿Y tú? ¿Qué tal se está comportando
Kerr?
—Bien, también, a las dos preguntas. La verdad es que está siendo un cielo
de hombre —añadió con un gruñido incrédulo—. Pensé que se me echaría
encima y tendría que batallar para que me dejara en paz, pero no. Ha sido muy
amable. Demasiado, si quieres que te lo diga. Me está dando mala espina.
—No sé qué problema tienes con él, pero me da la impresión de que estás
siendo una exagerada. Si me contaras qué paso la noche del club, a lo mejor
lograría entenderte.
—No pasó nada de nada. Follamos, punto y pelota. No insistas más.
—Está bien, no insistiré, pero no me lo creo. Está claro que toda esa
hostilidad ha de venir de algo que te hizo O que no te hizo —añadió, socarrona
—. Pero no importa. Ya me lo contarás cuando estés preparada. Aunque quiero
que sepas que me tienes intrigadísima porque, desde que te conozco, no te he
visto así por ningún tío.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Así, cómo?
—Que te hacen chiribitas los ojos cuando lo miras, tía, aunque lo niegues. Y
más vale que sepas que a él le pasa igual contigo. No me extrañaría que intentara
aprovechar la ocasión para seducirte.
—Pues lo lleva claro si lo intenta porque no pienso caer. Ya tuve suficiente
con una vez.
—¡Ja! —exclamó Jailyn, triunfante—. ¡Lo sabía! Vamos, cuéntame qué pasó
—añadió con tono quejumbroso.
—¿No acabas de decir que esperarías a que estuviera preparada?
—Buf, eres un hueso duro de roer y yo me muero de curiosidad. Pero está
bien, me la comeré con papas. Oye, —añadió, preocupada por su amiga—, si se
pone pesado y no quieres seguir con él, me llamas y nos volvemos a casa, o
vamos a casa de mis padres, o te vienes aquí a casa de Branden, ¿de acuerdo?
—No te preocupes, soy perfectamente capaz de bregar con Kerr sin ayuda.
¿Y que tal la noche con Branden? —preguntó para cambiar el tema que la estaba
poniendo nerviosa.
—Absolutamente maravilloso —contestó Jailyn con voz soñadora—. Ha
sido un cielo. Me ha cuidado como si fuese una reina, y ahora mismo está
haciendo tortitas.
—¿Tortitas? Qué suerte tienes. Kerr se ha limitado a hacer café y me ha
gruñido que si quiero algo más, ahí tengo la cocina.
—¿Gruñido?
—Sí, parece que el chico se ha levantado de mal humor. En fin, ¿qué vais a
hacer después?
—No tengo ni idea, pero he de salir de compras. —Pensó en toda su ropa
destrozada y se le agrió la mañana—. No me queda más remedio. ¿Te vienes?
—Por supuesto. Lo que sea con tal de salir de este museo. Si vieses dónde
vive Kerr, te atragantarías. A mí me da miedo moverme por si rompo algo. Es un
piso de lujo en el Upper West Side lleno de objetos carísimos.
—Vaya. ¿Es que es rico, o qué?
—Nada de eso. Me dijo que es de un amigo que pasa muchos meses fuera de
la ciudad y él se ocupa de cuidárselo. Pero en serio, ha de haber cientos de miles
de dólares en objetos de coleccionista. O más. Me da mucha grima, la verdad.
Pero bueno, no me queda otra que aguantarme. Oye, en un rato he de pasar por
casa para darles la llave a los del equipo de laboratorio, ¿nos vemos después?
—De acuerdo. Dame un toque cuando estés lista, ¿vale?
Jailyn colgó después de despedirse de su amiga y salió del dormitorio. El
estómago le rugía de hambre y el olor del delicioso desayuno que Branden
estaba preparando, no ayudaba.

Branden estaba feliz. No recordaba un tiempo en que se sintiese así de


contento y dichoso. Ni siquiera cuando le llegó la carta comunicándole que le
habían otorgado la beca Lighman y que podría estudiar en Harvard. La muerte
de su padre había marcado un antes y un después en su vida, abocándolo a una
infancia desdichada y llena de culpas, como si él fuese el responsable del dolor
que su madre soportaba día tras día.
Y todo se debía a la presencia de Jailyn en su casa. Ella la había llenado de
luz y de esperanza, devolviéndole la ilusión por un futuro que jamás se atrevió a
soñar.
Inexplicablemente, pensó en Georgia, la mujer con la que pensó casarse y el
dolor que le produjo su rechazo. Si en algún momento llegase a encontrarse con
ella, le daría las gracias por aquella negativa que creyó que frustraba todos sus
planes, pero que le abrió la posibilidad de llegar a donde estaba ahora. ¡Vaya lío
si Georgia hubiese aceptado su propuesta de matrimonio! Porque Jailyn nunca
sería el tipo de mujer que se conformase con ser la otra, ni para él sería
suficiente tenerla como amante. ¿Cómo había podido llegar a considerar esa
opción?
—Porque estabas ciego —murmuró mientras ponía en el plato otra tortita
más.
—¿Con quién hablas? —preguntó Jailyn a sus espaldas. Él se giró y la
recibió con una sonrisa.
Al levantarse, solo se había puesto los bóxer y, aunque se sentía ridículo con
el delantal, la forma en que ella lo miraba, con la boca entreabierta y la lengua
asomando un poco, quizá invitándolo de forma inconsciente, expresaba
perfectamente cuánto apreciaba su semi desnudez.
—Con nadie, solo pensaba en voz alta.
Dejó la espátula sobre la encimera y la abrazó, atrayéndola hacia sí, y la
besó. Jailyn respondió al beso colgándose de su cuello y dejando ir un ligero
suspiro contra su boca.
—Me ha despertado el olor de las tortitas. ¿Siempre piensas ser así de cruel
conmigo?
—¿Cruel?
—Adoro las tortitas, me las comería a toneladas. Lo que haría que me
pusiera gorda y fofa, y tú dejarías de mirarme.
—Jamás dejaré de mirarte, mi amor —le prometió él con los ojos brillantes
por la emoción—. Sin importarme la cantidad de tortitas que comas diariamente.
—Eso me gustaría verlo —se rio ella, pero aquella declaración le llegó al
corazón—. He hablado con Kendra —añadió, apartándose de él para olisquear el
plato lleno de deliciosas y orondas tortitas recién hechas—. Hemos quedado que
después me llamará para ir juntas de compras.
—Iré con vosotras —contestó él con la espátula en ristre—. Ya te dije que
hasta que no pillemos al cabrón, no irás a ningún lado sin mí.
—Te aburrirás.
—No te preocupes, ya encontraré la manera de que me compenses —replicó
haciendo un divertido movimiento de cejas—. ¿Que tal si a la vuelta nos
pasamos por un sex shop y escogemos algunos juguetitos nuevos para probarlos
esta tarde? Te aseguro que la expectativa del momento me mantendrá
entretenido.
—Creía que ya tenías un arsenal —se burló Jailyn haciendo una mueca.
—Sí, los tengo. —El rostro de Branden se puso sombrío e inclinó la cabeza
como si estuviera avergonzado—. Un arsenal de juguetes que he usado
innumerables veces en otras mujeres. Te parecerá una tontería, pero los he tirado
todos a la basura. —Alzó el rostro para mirarla con intensidad—. Quiero
empezar contigo de cero, en todos los aspectos.
—Vaya… es un gesto muy conmovedor, pero no era necesario que lo tiraras
todo. Yo… no voy a sentir celos de las mujeres de tu pasado. Confío en ti
plenamente y sé que, mientras estés conmigo, no habrá otra.
—Siempre consigues abrumarme con tu generosidad y tu confianza, Jailyn.
Pero también lo he hecho por mí. Necesito sentir que estamos construyendo algo
sólido y duradero, que no solo somos una pareja, sino un equipo. Escoger juntos
nuestros juguetes sexuales es solo el principio.
—Wow. Cada vez pareces menos dominante y más… «normal».
—No lo repitas si no quieres que te demuestre hasta qué punto estás
equivocada, mascota. —La amenazó con la espátula, algo que a Jailyn le produjo
una risa que tuvo que contener llevándose las manos a la boca—. No te rías, y no
dejes que el delantal te confunda.
—No, Maestro —contestó. Pilló un tenedor y se llevó un pedazo de tortita a
la boca—. Lo siento, Maestro —siguió, con la boca llena.
Branden sacudió la cabeza y se echó a reír. Toda una vida junto a ella, iba a
ser muy divertida.

—Ha sido alucinante —contó Kendra mientras se estaban probando unos


modelitos muy chic. Se encontraron en el centro comercial a las once, después
de que Kendra fuese hasta el piso para entregar las llaves al equipo que iba a
procesarlo para buscar pruebas—. ¿Te acuerdas esa peli inglesa que vimos en
que los CSI iban con unos monos blancos para evitar contaminar la escena? Pues
así iban estos. Súper profesionales. Me dieron hasta repelús, parecían escapados
de Estallido, la peli esa del Hoffman que me obligaste a ver.
—Y, ¿cuándo podremos volver? —preguntó Jailyn desde el otro probador.
—Uf, me han dicho que tardarán varios días en procesarlo todo. Son muy
minuciosos. De todas formas, dudo mucho que Branden te deje volver; por lo
menos, hasta que hayan pillado al maníaco.
—Está claro que protestará, pero he de volver a mi vida. No voy a permitir
que un tarado la ponga patas arriba.
—De eso se ha encargado ya Branden, ¿no? —le preguntó con sorna,
asomando la cabeza por la cortina—. De ponerla patas arriba. Oye, te queda
estupendo este vestido.
Jailyn se miró al espejo, girándose a un lado y a otro.
—¿Tú crees? ¿No me resalta demasiado la barriga?
—No digas gilipolleces, te queda como un guante. Estás buenorra —añadió,
guiñándole un ojo—. Mira, yo en tu lugar no tendría prisa por volver a casa. Está
claro que Branden está feliz de tenerte en la suya. Aprovéchalo y hazte un
huequito en su armario, que se acostumbre a ver tus cosas por allí.
—Ya tengo el huequito hecho en el lugar más importante, que es su corazón.
Además, seguramente, ahora que está sin trabajo, tendrá que abandonar ese
apartamento. No creo que pueda mantenerlo.
—Pues será la excusa perfecta para ayudarle a encontrar uno nuevo que os
mole a los dos, para cuando decidáis vivir juntos de forma permanente.
—Parece que estás echándome, tía. ¿Tantas ganas tienes de quedarte sola?
—No digas tonterías. En cuanto te marches tendré que buscarme otra
compañera. ¿Sabes la pereza que me da eso? Pero tengo más que asumido que
pasará, así que mejor que sea rápido. Ya sabes, como cuando te quitas una tirita,
que ha de ser de un tirón seco para que duela menos.
—¿Ahora soy una tirita? Chica, pensaba que era tu amiga.
—Sí, una tirita roñosa de la que tengo muchas ganas de deshacerme —siguió
la broma Kendra, echándose a reír.
—Y a ti, ¿cómo te va con Kerr?
—Ese es como una puta garrapata —gruñó—, no puedo quitármelo de
encima.
—¿De forma literal? No me extraña, está pillado por ti.
—De forma figurada, lista. Cuando le he dicho que había quedado contigo se
ha empeñado en acompañarme y, por mucho que le he dicho que no hacía falta,
no ha habido manera de que me dejara venir sola. Es un pesado de cojones.
—Se preocupa por ti, deberías alegrarte en lugar de quejarte.
«No tienes a demasiados amigos que hagan eso», estuvo a punto de añadir,
pero habría sido innecesariamente cruel. Kendra era la típica chica extrovertida
que conocía a todo el mundo, con una larguísima lista de contactos en su agenda;
pero era a muy pocas personas que dejaba traspasar la tenue frontera que lleva a
la amistad.
—No sé si me apetece mucho que Kerr se preocupe por mí, la verdad.
—No entiendo qué problema tienes con él. Es un cielo de hombre: generoso,
atento, protector… Tiene sus peculiaridades y sus defectos, por supuesto, ¿qué
hombre no los tiene? Pero yo no los veo como un muro infranqueable.
—Te has empeñado en emparejarme con él, ¿no?
—Kendra, está claro que te gusta. Mucho. Y tú a él. No sé por qué te cierras
en banda.
—Y yo no sé por qué insistes tanto. Bueno, sí lo sé: el amor te tiene sorbido
el seso.

Kerr y Brandon estaban sentados en el banco delante de la puerta de la


tienda, esperando. Bran tenía al lado las cuatro bolsas con la ropa que Jailyn ya
se había comprado. Estaban en silencio y sus rostros eran todo un poema
dedicado al aburrimiento y el fastidio.
—Teniendo la oportunidad de librarte de esto —dijo Branden con un suspiro
—, no sé por qué te has empeñado en venir.
—Porque no tenía nada mejor que hacer, y no quiero dejar sola a Kendra.
Además, anoche no tuvimos tiempo para hablar. ¿Te contó Jailyn que nuestra
«relación» era mentira?
—Sí. —Branden asintió con la cabeza para enfatizar la afirmación. Giró el
rostro hacia su amigo y añadió—: Y quiero darte las gracias. Al principio estaba
cabreadísimo contigo, no entendía cómo podías hacerme esto. Pero está claro
que vuestro plan funcionó. ¿De quién fue la idea? ¿Tuya o de ella?
—Mía, por supuesto. Jailyn es demasiado buena para idear algo tan
retorcido. Me alegro de que funcionara —añadió después de unos segundos de
silencio.
—Te arriesgaste a romper nuestra amistad.
—Valió la pena. Me ponía de los nervios que fueses tan obtuso, y merecías
que te diesen una lección. Entonces, ¿todo bien entre nosotros?
—Todo bien.
Kerr asintió, satisfecho. Todo había vuelto a la normalidad, como debía ser.
Branden se había caído del burro y aceptado que amaba a Jailyn, y esta volvía a
sonreír. Ahora, solo faltaba que él consiguiese lo que deseaba: a Kendra. La niña
salvaje la volvía loco cada vez que abría la boca, lo desafiaba constantemente, y
eso le gustaba demasiado. Siempre había disfrutado con los desafíos, y esta
mujer lo era.
—Después de comer Jailyn y yo iremos a darnos una vuelta por el sex shop.
Kendra y tú podrías venir, también.
—No, gracias —contestó con una sonrisa ominosa—. Tengo otros planes,
aunque ella todavía no lo sabe.
—Estás pillado, ¿eh?
—Y Kendra también, aunque se empeñe en negarlo. Y creo que voy a
aprovechar la oportunidad para demostrárselo.
—Pues mucha suerte —le deseó Branden, palmeándole la espalda—. Vas a
necesitarla.

Después de comer los cuatro juntos, Kerr y Kendra se despidieron para


volver al apartamento. Al principio, ella se opuso porque no le apetecía nada
estar a solas con él, pero cuando Jailyn le dijo entre risas que iban a curiosear en
la tienda de artículos sexuales, se le quitaron las ganas de quedarse. ¿Visitar el
sex shop con Kerr? Ni loca. No quería darle la oportunidad de que se le
ocurriesen demasiadas ideas pornográficas para poner en práctica con ella.
Bastante recalentado tenía ya el cerebro.
Pero, al cruzar la puerta, descubrió que él no necesitaba estímulos externos
para joderla, metafóricamente hablando.
—Esta noche iremos al Taboo —le anunció mientras cerraba la puerta tras
él.
—Irás tú, yo tengo otros planes.
—¿Qué planes?
—Es sábado. ¿Creías que me iba a quedar tranquila en casa? He quedado con
varias amigas para ir a tomar unas copas por ahí.
—Eso no es verdad. ¿Por qué mientes?
—¿Cómo que miento? ¿Qué necesidad tengo de mentir?
—No sé, dímelo tú.
—Esto es un diálogo para besugos —rezongó, caminando hacia el pasillo
para meterse en su cuarto. Quería perderlo de vista.
—Sé cuando mientes, Kendra. No has quedado con nadie. Pensé que te
apetecería salir a divertirte conmigo.
—¿Contigo? ¿En el club? —Se giró para mirarlo. De sus ojos saltaban
chispas furiosas. Adoraba verla así, con los ojos llameantes de ira, plantándole
cara—. Estás loco. No me divertiría en absoluto.
—Pues la otra noche sí lo hiciste, a pesar de ti misma, ¿o también vas a
negarlo?
—¡Por supuesto que lo niego! Ir al Taboo y aceptar esa estúpida apuesta fue
la peor idea que he tenido en años.
—Pues yo recuerdo algo muy distinto, niña salvaje. Te corriste dos veces. De
manera brutal. Como jamás te habías corrido antes. Aunque hayas preferido
olvidarlo. —Kerr hablaba con calma, dándole a su voz una inflexión sardónica
que la sacaba de quicio—. Pero lo entiendo, de verdad. Teniendo en cuenta el
miedo que tienes a dejarte llevar y a confiar en los demás, tu reacción es de lo
más lógica.
—Yo no tengo miedo, eso es una estupidez —rezongó, aún sabiendo que él
tenía razón.
—Niégalo todo lo que quieras, aunque no vaya a cambiar la verdad. El
miedo rige tu vida, mantienes a tu verdadera personalidad sepultada bajo
toneladas de escombros a base de simple fuerza de voluntad, negándote a aceptar
lo que eres y lo que necesitas en tu vida, y en la cama.
—Y, ¿qué es lo que necesito? —replicó en el mismo tono—. Seguro que tú
me lo cuentas.
—Necesitas a un hombre que te libere de la responsabilidad de tomar
decisiones; que sepa qué deseas o necesitas, y te lo ofrezca.
La miró con una intensidad que a Kendra se le erizó todo el vello. ¿Cómo
podía ser que viese en ella tan claramente lo que escondía a todo el mundo? Eso
la aterraba y fascinaba al mismo tiempo.
—Ya, y ese hombre eres tú, claro.
—Por supuesto —replicó con decisión, dando un paso hacia ella. Kendra no
pudo evitar retroceder, intimidada por su presencia y por su firmeza—. Te lo
demostré con creces hace un mes, y te niegas a volver al club conmigo porque
sabes que es verdad. Estás convencida de que si te permites bajar la guardia una
sola vez más conmigo, dejarás de ser la mujer fuerte e independiente que eres.
Pero, ¿sabes qué? Yo no permitiría que algo así sucediese.
—Oh, no, claro. ¡No me hagas reír! Estarías encantado si sucediese y me
convirtiera en una sumisa babeante obsesionada por complacerte. Eso es lo que
buscas en una mujer, ¿no? Una esclava obediente las veinticuatro horas del día,
que no tenga opinión ni personalidad, a la que hartarte de darle órdenes en todo
momento. Todo el mundo lo sabe.
—Eso es lo que creen los demás, y eso es lo que me han ofrecido
innumerables veces. ¿Por qué será que no he aceptado a una sola de esas
sumisas?
—Tú sabrás —replicó con desprecio—. A lo mejor fue porque no tenían las
tetas adecuadas, o el culo a tu gusto.
—No busco una esclava, Kendra, busco a una igual que, si es necesario, sea
capaz de plantarme cara en el día a día; pero que disfrute como una loca con
todas y cada una de mis perversiones. Quiero una mujer que se moje nada más
verme, que jamás me rechace cuando quiera follar, y que esté dispuesta a hacerlo
en cualquier lugar, en cualquier momento y en cualquier circunstancia. Quiero a
una mujer atrevida y valiente que no se avergüence de lo que es y que se muestre
orgullosa de llevar mi collar, el que le dirá a todo el mundo que es mía. ¿Y tú?
¿Quieres ser esa mujer? ¿O prefieres seguir escondida y pasarte toda la vida
muerta de miedo?
—Ya te he dicho que no tengo miedo, ni de ti, ni de nadie.
—Entonces, ven al Taboo conmigo esta noche y demuéstramelo.
Capítulo catorce

Jailyn abrió la caja de lencería y miró lo que contenía su interior. La habían


comprado aquella misma tarde, durante la visita al sexshop. Branden lo había
escogido sin permitirle verlo. Simplemente, le había ordenado cerrar los ojos y
mantenerlos así hasta que le diera permiso para abrirlos. Ella obedeció, no sin
alguna reticencia, pero su mirada admonitoria la hizo comprender que no era
momento de discutir. Estaba en modo Maestro, e intentar llevarle la contraria
solo le traería problemas.
Envuelto en papel de seda, encontró un corsé y una diminuta falda de suave
cuero negro, y un collar del mismo material, claveteado con diamantes, junto
con una correa. Su corazón palpitó con fuerza al ver el collar. En un lateral,
grabado en una pequeña placa dorada, rezaba la leyenda: «Propiedad del
Maestro Branden».
Debería sentirse ofendida y humillada. Sin embargo, su corazón se ensanchó
porque había conseguido lo que quería. Después de tanto tiempo negándolo,
Branden había admitido por fin que la amaba y se pertenecían.
«Él también debería llevar algo que advirtiese a las demás que es mío»,
pensó, pero un Amo jamás aceptaría algo así. Ni siquiera su Maestro.
Estaba sola en el vestidor del Taboo. Al otro lado de la puerta, Branden estaba
esperando a que se cambiase de ropa. No debería hacerle esperar. En realidad, no
quería hacerle esperar. Era la primera vez que iban al club juntos, y todos sabrían
que estaban juntos.
Se quitó la ropa que llevaba puesta, dejándola bien guardada en la taquilla. Se
puso la diminuta falda, que a duras penas le cubría el pubis desnudo, y dejaba
buena parte de su trasero al aire. Después, se colocó el corsé por debajo de los
pechos y lo abrochó en la espalda. Su forma hizo que los pechos se alzaran y
apretaran, casi como si los estuviera ofreciendo descaradamente a quién los
mirara. Tiró un poco de las copas para cubrir los pezones, pero a duras penas
llegaban; estaba hecho a propósito para que estos se mostraran con impudicia. Se
puso los zapatos de tacón muy fino y se miró al espejo.
Su primera impresión al verse fue que parecía una prostituta.
—No lo eres —se dijo en voz alta—. Eres una sumisa que quiere ver feliz a
su Maestro, que también es el hombre que amas.
Y eso lo cambiaba todo.
Salió al vestíbulo donde la esperaba Branden con el collar en la mano y le
pidió que entrara para colocárselo. Podría haberlo hecho ella misma, pero no
quería perderse la delicia sensual que supondría verse ante el espejo de cuerpo
entero, con él detrás, poniéndole el collar que diría a todo el mundo que era suya.
Branden la siguió sin decir nada. Su polla se inflamó al ver el suave balanceo
de sus caderas, y las nalgas descubiertas. Estaba provocadora, sensual y
deliciosa. Se puso detrás de ella, frente al espejo, y cogió el collar que ella le
ofrecía.
Jailyn se levantó el pelo y le ofreció el cuello. Branden le colocó el collar
rodeándolo y lo abrochó en la nuca. Después, posó las manos en sus hombros
desnudos y le dio un beso en la curva del cuello, justo donde se sentía el palpitar
acelerado de su corazón.
—Estás preciosa, mi amor —le susurró—. ¿Lista para el gran paso?
—Lista, Maestro.
—Bien. Te llevaré por la correa y caminarás un paso por detrás de mí —le
explicó con calma—. Debes mantener los ojos bajos en todo momento, y no
debes mirar a nadie directamente, a no ser que te hablen. No me contradigas, ni
desobedezcas, ni intervengas en conversación alguna por propia iniciativa. ¿Has
entendido?
—Sí, Maestro.
—Voy a hacer que sea una noche muy especial para ti.
La vergüenza le quemó ligeramente las mejillas cuando entraron en el club.
Quería esto, lo deseaba, pero acostumbrarse a caminar medio desnuda entre la
gente, era otra cosa.
Pensó en saludar a Darryl cuando lo vio al otro lado de la barra, atendiendo,
pero recordó las instrucciones de Branden: mantener la mirada baja y no hablar a
no ser que le hablasen primero. El camarero le hizo un disimulado gesto con la
mano al verla y ella le sonrió en respuesta.
Bajaron el primer grupo de escaleras hacia la zona principal. Había más gente
que cuando vino con Kerr. Los sofás estaban todos ocupados con Doms sentados
cómodamente mientras sus sumisas permanecían arrodilladas en el suelo, o
sentadas sobre sus regazos.
Varias veces quiso que la tragara la tierra, cada vez que Branden se detenía a
saludar a algún Dom e intercambiaban algunas frases. Ninguno de ellos llevaba a
sus sumisas atadas con una correa, como la estaba llevando a ella, y las miradas
hambrientas de los hombres la hacían sentir incómoda y excitada al mismo
tiempo.
El aire acondicionado estaba puesto y el aire fresco le rozaba el trasero
desnudo. La falda a duras penas era capaz de cubrir el triángulo de vello entre
sus muslos, y el corsé rozaba sensualmente contra los erizados pezones. A pesar
de estar nerviosa, la sensación de caminar prácticamente desnuda entre
desconocidos era excitante. Y tampoco es que ella fuese la única.
Subieron las escaleras hasta la parte alta del club, los estiletes de sus zapatos
repiquetearon sobre el mármol de los escalones.
Branden se había ocupado de que le reservasen uno de los sofás cercanos al
escenario principal, y hacia allí se dirigieron. Se sentó y la empujó con suavidad
para que se sentara sobre su regazo.
—Ven aquí, cariño.
Jailyn se deslizó sobre sus piernas y puso una mano sobre el pecho masculino.
La aspereza del pantalón vaquero de Branden le rozó las nalgas desnudas.
—¿Te has dado cuenta de cómo te miraban los demás Doms? —Le acarició
los labios con la punta de los dedos—. Te desean, pero jamás te tendrán.
Sus ojos castaños brillaron con codicia mientras la miraba, como si ella fuese
un preciado tesoro.
—Sí, Maestro —susurró ella con voz ronca, subyugada por la fuerza de
aquella mirada.
—Eres tan excitante, ninguna puede compararse a ti. —Su voz, oscura y
profunda, le erizó el vello de la nuca—. Quiero saborear lo que otros solo
pueden soñar tener.
Sin dejar de mirarla a los ojos, Branden arrastró los dedos desde sus labios a
la estilizada garganta, salvó el obstáculo del collar y siguió bajando, hasta llegar
al borde del corsé que a duras penas contenía los pechos. Tiró suavemente y el
pecho brotó con rapidez, el pezón endureciéndose. Branden agachó la cabeza y
se apoderó de él con la boca y chupó con fuerza. Jailyn gimió al sentir el
exquisito placer correr por sus venas.
Sin dejar de torturar el pezón con los dientes y la lengua, destapó el otro
pecho y lo cubrió con la mano, acariciándolo, amasándolo, pellizcándolo.
Jailyn volvió a gemir y echó la cabeza hacia atrás, abandonándose al placer,
olvidándose de que no estaban solos. Lo único que le importaba eran las manos
y la boca masculina sobre ella.
Branden abandonó el pecho y deslizó la mano hasta debajo de la falda.
Empujó suavemente entre los muslos y ahuecó el coño. Jailyn contuvo el aliento
cuando empezó a acariciarle los húmedos pliegues y soltó el aire como en un
agudo silbido cuando empujó dentro de ella, introduciendo el dedo en su canal
de la misma forma en que ella anhelaba la erecta polla que se clavaba contra sus
nalgas.
—Me gusta que siempre estés tan mojada cuando te toco —le susurró contra
el oído antes de introducirle dos dedos más y empezar a follarla con ellos con
fuerza.
—Oh, Maestro…. Yo… Necesito…
—¿Qué necesitas, mi cielo? —preguntó con voz ronca, el aliento caliente
sobre su cuello antes de que pasase la húmeda lengua sobre su piel.
—Que me folles, por favor…
—Todavía no te lo has ganado, cariño mío —contestó. Jailyn lloriqueó
mientras empujaba las caderas en busca de los implacables dedos—. Antes, has
de obedecer mis órdenes, hacer todo lo que te pida sin protestar, y complacerme
completamente. Solo entonces podrás tener mi polla. Te follaré con tanta fuerza
que no podrás evitar gritar hasta quedarte sin voz.
Jailyn se estremeció con la mezcla de palabras eróticas, los pechos expuestos
y los dedos penetrándola sin piedad. Sintió cómo el orgasmo se enroscaba,
implacable, en su útero, a punto de estallar como una tormenta de verano.
—¿Puedo correrme, Maestro? —preguntó con un gimoteo.
—No —contestó sin dejar de masturbarla—. Tu deber es refrenar tu placer
hasta haberme complacido, cariño. Y, ahora mismo, me complace tocarte así.
Santo Dios, simplemente explotaría si seguía tocándola así. No podría
evitarlo. Se esforzó por contener el orgasmo. Le temblaron los músculos y el
sudor corría libre por su frente y espalda. Clavó los dedos en su pecho y apretó
los dientes hasta hacer que rechinaran.
—Nno.. por favor… —farfulló sin sentido.
«No puedo soportarlo más. Por favor, necesito correrme», era lo que quería
decir, pero sus labios y su lengua se negaron a formar las palabras.
Cuando, finalmente, Branden sacó los dedos de su coño y se los llevó a la
nariz, se apoyó contra él, aliviada y sollozante.
—Hueles muy bien, mi amor —musitó contra su oreja antes de mordisquearle
el lóbulo. Jailyn tembló contra él cuando Branden se llevó los dedos a los labios
y saboreó sus jugos—. Y sabes deliciosa —siguió.
Le pasó la mano por la espalda y esperó a que se tranquilizara y recuperara el
control sobre sí misma. Jailyn estaba muy excitada y su cuerpo temblaba contra
el suyo. Su instinto más primitivo le gritaba que la tomara ya, allí mismo. Que la
tumbara sobre el sofá, le abriera los muslos, y la penetrara rudamente con la
polla hasta correrse. Pero aquello pondría fin a la noche, y se negaba a ello.
Había mucho por explorar antes de terminar.
Cogió uno de los cojines del sofá y lo tiró al suelo, delante de él. Empujó con
suavidad a Jailyn para erguirla y le ordenó con voz ronca:
—De rodillas, cariño.
Jailyn parpadeó, confundida, durante unos segundos hasta asentir con la
cabeza.
—Sí, Maestro.
Se bajó del sofá y se arrodilló sobre el cojín que él había dispuesto. Observó a
Branden frotar la erección bajo los pantalones antes de liberar la polla.
—Chúpala, dulce hurí —le ordenó, agarrándole el pelo con fuerza—. Te
recompensaré con creces si haces bien tu trabajo, cariño.
Su estómago se retorció de excitación e intentó rodear el miembro con una
mano, pero él la detuvo.
—Solo la boca.
—Sí, Maestro.
Cruzó las manos en su espalda y se inclinó levemente hacia adelante. La
mano masculina estaba enredada en su pelo y la dirigió hacia la polla antes de
empujar con las caderas. Jailyn relajó la garganta todo lo que pudo, hasta que lo
tomó por completo. Lamió el duro eje, chupó la cabeza, y gimió mientras él le
follaba la boca.
Branden gimió empujando más adentro aún, y la tela áspera del pantalón
vaquero acarició la mejilla de Jailyn cuando él movió las caderas.
—Mírame —barbotó Branden. Estaba empapado en sudor y resollaba,
intentando mantener el control sobre su cuerpo.
La mirada de Jailyn encontró la de él, que observaba fascinado cómo la polla
entraba y salía de la deliciosa boca, frotando los labios y la lengua hasta llegar a
la garganta. Rozó los pezones contra el suave terciopelo del sofá y gritó de la
sensación. Solo pudo pensar en aliviarse, en dejar que sus manos, mantenidas
tras su espalda solo por su fuerza de voluntad, volaran hacia su empapado coño y
meterse los dedos para apaciguar su necesidad.
—Basta —gimió Branden al borde del colapso.
La apartó tirando levemente del pelo y la atrajo hacia sí para besarla con
furia, inclinándose hacia adelante y encerrar su menudo cuerpo entre sus piernas.
Branden batallaba duro para mantener el control y no dejarse llevar por el
hambre. Tenía los testículos a punto de estallar y la polla le dolía como nunca
antes. Jadeó con fuerza contra su boca y se dejó caer hacia atrás, liberándola. Se
guardó la polla en el pantalón, algo mucho más difícil de hacer que de pensar, y
cerró la cremallera con cuidado para no pillársela. Si ocurría algo así, sería un
desastre.
Cerró los ojos con fuerza y se obligó a controlar la respiración. Casi lo había
conseguido cuando uno de los vigilantes de la sala se dirigió a él.
—El escenario está libre, Maestro Branden. ¿Va a ocuparlo tal y como
requirió?
Abrió los ojos y asintió.
—Sí, ahora mismo. Vamos, cariño. Nos toca.
Jailyn tragó saliva cuando miró hacia el escenario. Branden la había cogido
por la correa y la guiaba hacia allí, sorteando los sofás y las jaulas en las que las
sumisas rebeldes estaban siendo castigadas. Los ojos de todos los presentes se
fijaron en ellos cuando subieron los cuatro escalones y atravesaron el escenario
hasta llegar al centro, donde colgaba una cadena larga y gruesa con dos grilletes
al final.
—Ponte bajo la cadena —le ordenó Branden—, y levanta los brazos por
encima de la cabeza. —Jailyn hizo el gesto de intentar colocarse el corsé para
cubrir sus pechos desnudos, pero Branden la detuvo cogiéndola por las muñecas
—. Nada de cubrirte, cariño.
Jailyn asintió con un nudo en la garganta. No sabía si sería capaz de llegar
hasta el final. Se había prometido que sí, pero ahora, al notar todas las miradas
fijas en ella, su voluntad flaqueó.
Pero Branden no le dio opción. Le alzó las manos y las apresó con los
grilletes metálicos alrededor de las muñecas. Estaban recubiertos de una tela
suave y esponjosa para evitar los roces y no resultaron desagradables ni fríos al
contacto con la piel. Alguien fuera de su vista tiró de la cadena y esta se tensó,
obligándola a estirar más los brazos, hasta que a duras penas podía sostenerse
sobre los zapatos de tacón.
—¿Recuerdas tu palabra de seguridad, cariño? —le susurró Branden,
acariciándole la mejilla con un dedo.
—Sí, Maestro —contestó con voz temblorosa—. Archivo.
—Bien. Dila si no te ves capaz de soportar el castigo.
—¿Castigo? —exclamó ella, nerviosa—. ¿Por qué, Maestro? He hecho todo
lo que me has dicho.
El sonido amortiguado de unas risas llegó hasta ella, pero se obligó a
mantener la mirada sobre Branden. No quería ver los rostros de la gente que los
estaba observando. Se moriría de vergüenza si lo hacía.
—Utilizaste a mi amigo Kerr para encelarme —afirmó. Un murmullo de
sorpresa vino de los espectadores. Aquello estaba convirtiéndose en una maldita
telenovela—. Te hiciste pasar por su sumisa solo para hacerme sufrir.
—Yo… creí que habías comprendido por qué lo hice, Maestro.
Branden se aceró a ella hasta que sus rostros estuvieron tan cerca que le
acariciaba con el aliento.
—Y lo comprendo, cariño —le susurró con ternura para que solo ella lo oyera
—. Pero empezarán a correr muchos rumores sobre ti a partir de hoy si no los
atajamos de raíz. Estuviste aquí con Kerr hace una semana. Hoy, has venido
conmigo. Si no les demuestro que eres mía, cualquiera de ellos puede pensar que
tiene alguna posibilidad contigo.
—No me fastidies, Maestro —le replicó, ácida, también en voz baja—. Esto
no lo haces por mí, lo haces por tu reputación.
—Ambos motivos son perfectamente válidos. —Le pasó un dedo sobre los
labios muy lentamente—. Y tú obtendrás un fantástico orgasmo.
—Más te vale que sea de los que me deja sin sentido, porque si no, igual
decido vengarme.
—¿Me estás desafiando? —preguntó, frunciendo el ceño pero con una sonrisa
cómplice en los labios. Le gustaba mucho su faceta rebelde.
—Puede…
Branden capturó su rostro con ambas manos y la besó. Movió la lengua en el
interior de su boca con maestría y le mordisqueó los labios, obligándola a gemir
y a estremecerse cuando la asió por la cintura y apretó la dolorosa erección
contra su estómago. La derritió para demostrar ante todos que ella solo era suya,
y de nadie más. Era todo calor y hombría, y su boca sabía al vino que habían
tomado con la cena antes de venir al club. La besó durante tanto rato que su
cabeza empezó a girar, y le devolvió el beso con la misma fiereza, queriéndole,
necesitándole, deseando poder tocar con las manos su piel desnuda. No le
importó nada más excepto su boca sobre la suya, sus manos sobre su piel y su
polla presionando contra ella. Desde el primer momento creyó que jamás sería
capaz de hacer algo así en público; y, sin embargo, aquí estaba, con los pechos
desnudos, colgando de una cadena, con las nalgas al descubierto y, muy
probablemente, el triángulo de vellos púbicos bien visibles para todos, siendo
besada y acariciada sin pudor alguno. Sin que ninguno de los presentes le
importase lo más mínimo. Solo Branden. Nada más que Branden.
Él se apartó ligeramente, dejando su gran y caliente mano sobre la mejilla
durante un instante. Después, trasladó ambas manos a la espalda de Jailyn y
desabrochó el corsé para quitárselo. Jailyn tragó saliva, el cuerpo temblando,
pero no apartó los ojos de la mirada subyugadora de Branden. Alargó la prenda
hacia alguien que la cogió y la retiró del escenario. Branden tiró de la cremallera
de la falda para bajarla y la deslizó por los muslos y las pantorrillas hasta que
quedó en el suelo.
Jailyn estaba completamente desnuda, excepto por los zapatos de tacón fino
que la sostenían.
Branden se apartó de ella y alguien desde las sombras del escenario le
proporcionó un flogger de largas tiras de suave cuero. La acarició levemente con
el cuero, deslizándolo por los pechos desnudos y su estómago tenso. Jailyn
tembló con el lento y sensual movimiento sobre su cuerpo. Branden era
embriagador y su mirada ardiente, sus gestos seguros, conseguían que su coño se
empapara. Lo deseaba con fuerza, sin importarle quién los observara. Lo
necesitaba en su interior, follándola duro.
—¿Qué es lo que quieres, cariño? —le preguntó, como si le hubiese leído el
pensamiento, y le dio un ligero golpe con el flogger en el costado.
Jailyn se estremeció, aunque no hubo dolor. La respuesta salió de sus labios
sin vacilación.
—A ti, Maestro.
Branden la azotó de nuevo, esta vez un poco más fuerte.
—Y, ¿qué quieres exactamente de mí?
Jailyn gimió por la necesidad de tenerle dentro. El ligero picor del golpe no
hizo más que incrementar su deseo por él.
—Quiero que me folles, Maestro.
Branden soltó un gruñido bajo, lleno de satisfacción.
—Lo haré, en cuanto hayas sido debidamente castigada.
Jailyn lloriqueó, aunque no tenía miedo. Conocía a Branden y sabía que él
jamás cruzaría el límite. Le ofrecería el dolor justo para intensificar su placer,
pero estaba tan loca de lujuria, tan desesperada, que no pudo reprimir el sollozo
anhelante.
Branden se enfocó en el castigo y el flogger golpeó cada punto que tocó, lo
bastante fuerte para que fuese doloroso, pero no lo suficiente como para ser
insoportable. Azotó la barriga, los muslos, los pechos, lo tobillos. Jailyn no pudo
refrenar los gritos de sorpresa y dolor en cada contacto. Parpadeó por las
lágrimas que asomaron en sus ojos, pero los aguijonazos lograron que su coño se
empapara todavía más.
—Se acabó coquetear con otros para darme celos.
—¡Sí, Maestro!
—Y aprenderás a obedecerme ciegamente, siempre.
—¡Sí, Maestro!
Jailyn inclinó la cabeza, conteniendo las lágrimas. Sentía el dolor sordo y el
ardor de la piel, pero lo que más dolía era el profundo anhelo por sentir su polla
llenándola.
Branden sonrió de satisfacción al ver las líneas rosadas que envolvían el
cuerpo de su mujer. Era un experto con el flogger y jamás le haría daño; pero
podía aportarle un placer increíble que la llevaría al orgasmo, solo con el látigo.
Si así lo decidía.
Estaba tan bella. Colgaba de las cadenas, y el suave contorno de su cuerpo se
tensaba cuando le aplicaba el castigo. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente
y sus ojos verde azulados brillaron con la humedad de las lágrimas contenidas.
Abrió ligeramente los labios jugosos y la polla de Branden se sacudió con fuerza
cuando la vio morderse el labio inferior.
Joder, si seguía así, acabaría avergonzándose al correrse en los pantalones.
—No puedo seguir adelante, Maestro.
La voz de Jailyn surgió titubeante, apenas un susurro sofocado entre jadeos.
—Lo harás, cariño. Tienes la fuerza y la valentía.
Branden intentó conservar la voz controlada, a pesar de que lo único que
quería era arroparla entre sus brazos y llevársela a la cama. Pero debía seguir, tal
y como habían planeado. Jailyn tenía miedo de someterse en público sobre un
escenario, y debía demostrarle que era capaz.
Dejó el flogger y se acercó a ella. La luz de los focos hacía brillar su piel llena
de gotas de sudor. Le acarició el pecho dolorido, surcado de líneas rojas, y la
besó en los labios, un ligero toque que le dio fuerzas para continuar.
—La polla de cristal, por favor, Mark —le pidió al hombre en las sombras sin
apartar la mirada de los ojos de Jailyn.
Esta los abrió desmesuradamente cuando Branden asió lo que había pedido.
Se parecía a un pene perfectamente formado, con la cabeza gruesa y el eje lo
bastante grande como para que se preguntara si cabría en su coño, y cuánto de
profundo intentaría introducírsela.
Branden deslizó el falo sobre un pezón y Jailyn lanzó un jadeo de sorpresa.
Estaba helado y su pezón se arrugó hasta dolerle. Branden la besó mientras lo
pasaba por encima del otro pezón, torturándola, y Jailyn gimió contra su boca,
temblando. Su cuerpo todavía estaba encendido por la agradable azotaina, sus
manos restringidas en la cadena, y se sentía a punto de perder el juicio, como si
flotara en el cielo, entre las nubes.
Branden fue deslizando la polla de cristal por su cuerpo, acariciándole con
ella la barriga, jugando en el ombligo, sobre el abdomen tenso, hasta los rizos
húmedos entre los muslos. Jailyn no pudo reprimir los estremecimientos, tanto
por las caricias como por lo frío que estaba el objeto.
—¿Quieres que te folle con esto? —le preguntó Branden.
Todo lo que pudo contestar ella fue un gemido bajo que provocó que él alzara
una ceja, interrogante.
—Si a ti te complace, Maestro —se obligó a contestar. Aunque hubiese
preferido tener su ardiente polla llenándola, tomaría cualquier cosa que lograra
apaciguar el dolor de su coño.
Él hizo un gesto de aprobación, satisfecho con su respuesta, y acarició los
pliegues empapados con la polla de cristal durante unos instantes, muy
lentamente, hasta que la introdujo de un empujón en su interior.
Jailyn gritó, arqueando la espalda y echando la cabeza hacia atrás. La
sensación era tan intensa que no pudo controlar su reacción.
—No te corras hasta que no te dé permiso, cariño —le recordó.
El contraste del ardor de su coño con el frío del objeto fue abrumador.
Branden la folló con él, empujándola repetidas veces dentro y hacia afuera.
Jailyn se estremeció colgada de las cadenas, todo su cuerpo presa del temblor
incontrolable, y gimoteó hasta que lo sacó y se la acercó a los labios temblorosos
para meterle la fría cabeza en su ardiente boca. Jailyn paladeó su propio sabor,
manteniendo los ojos clavados en los de él, tan ardientes y brillantes mientras
observaba cómo ella lamía con delicia el miembro artificial, igual que lo había
hecho con su propia polla hacía tan solo un rato.
Branden la sacó, intentando mantener a raya su propio temblor. Jailyn
observó cómo cogía un tubo de gel y lo esparcía lentamente por encima de la
polla de cristal.
—Relájate, cariño, y será más fácil —le susurró Branden.
Mientras la distraía acariciándole un pecho, con la otra mano rodeó su cintura
hasta poner la cabeza del miembro de cristal sobre el fruncido ano. Jailyn tragó
saliva y parpadeó.
La polla entró hábilmente y la llenó, ensanchándola. No estaba tan fría, su
propio cuerpo la había calentado, pero no fue menos estimulante cuando empezó
a moverla, hacia adentro y hacia afuera, follándole el culo. Gimió con fuerza,
con gritos entrecortados, cuando empezó a acariciarle el coño, estimulando el
clítoris, deslizando los dedos entre sus empapados pliegues, llevándola a un
nivel más alto de placer. Quería correrse, necesitaba correrse, si no lo hacía de
inmediato, se moriría. Pero la exigencia de su Maestro pesó más que la
necesidad, y contuvo con fuerzas el orgasmo, obligándola a lloriquear.
Branden la sujetó contra su cuerpo y su boca ardiente se apoderó de la suya
para besarla sin dejar de follarle el trasero. La lengua excavó, exigente,
obligándola a responder. Jailyn lo hizo por puro instinto y necesidad, cerrando
los ojos. Estaba al borde, su mente aturdida por tanto placer solo era capaz de
reaccionar por puro impulso irracional.
—Coloca las piernas alrededor de mi cintura, cariño —le susurró al romper el
beso, y ella obedeció sin dudar, a pesar de que sentía los músculos débiles.
—Voy a follarte el coño, cariño, sin dejar de follarte el culo con la polla de
cristal —le advirtió, pellizcándole un pezón para obligarla a abrir los ojos y
mirarlo.
—Sí, Maestro —farfulló ella, sin saber muy bien qué le había dicho pero sin
importarle lo más mínimo. Lo que fuese con tal de terminar con esta tortura.
Su dureza masculina era tan intensa y erótica que su cabeza no era capaz de
procesar nada. Solo sentía, nada más. Y cuando Branden colocó la cabeza de la
polla en la abertura de su coño, creyó que volaría en mil pedazos.
—Fóllame, Maestro —le suplicó sollozante, con balbuceos agudos—. Por
favor…
Branden le mostró una sonrisa tan canalla como erótica que la hizo
estremecer. Sacó un condón del bolsillo, rasgó el envoltorio con los dientes y se
lo puso con agilidad y destreza.
—Vas a sentirte como nunca antes, cariño.
Jailyn tembló, con ambas cabezas presionando, una en el culo, la otra en el
coño. Branden se mantuvo inmóvil durante unos segundos, dándole tiempo a
asimilar lo que iba a hacer.
Y, entonces, entraron a la vez, en perfecta sincronización, ambos miembros
en su interior, ensanchándola y llenándola como jamás se había sentido.
—Joder —musitó Branden entre dientes—, qué bien se siente.
Jailyn apenas podía entender lo que decía. La sangre golpeaba con fuerza en
sus oídos mientras ambas pollas, la caliente y gruesa de Branden, y la fría y dura
de cristal, la follaban, entrando y saliendo de su interior. Apretó las piernas
entorno a la cintura masculina y rechinó los dientes, notando cómo el orgasmo se
acercaba, se apoderaba de ella y se derramaba con fuerza por todo su cuerpo,
fluyendo por su torrente sanguíneo, sacudiéndola con energía, como si un rayo la
alcanzara.
—Por favor, por favor —gimoteó—, no puedo más.
—Ahora, mi amor, córrete.
Se disolvió en un maremoto de placer mientras Branden seguía empujando
contra ella con dureza, poseyendo al mismo tiempo su coño y su culo. Su cuerpo
se convirtió en polvo de cristal arrastrado por un tornado, los fragmentos
esparcidos por cada rincón del club. Tembló y tembló, creyendo que el orgasmo
jamás terminaría.
A duras penas oyó los jadeos de Branden, ni que el ritmo de los empujes se
incrementó hasta convertirse en un espasmo descontrolado cuando él se corrió.
Estaba sintiendo el orgasmo más asombroso e intenso que jamás había
experimentado.
Cuando terminó, Branden, sin salir de su interior, alzó un brazo para
desatarla. Mark, el Dom que lo había asistido desde la sombra, se precipitó a
ayudarlo. Los brazos de Jailyn cayeron inertes y él la abrazó contra su pecho.
Incapaz de pensar, dejó que la sostuviera y la llevara en brazos, para abandonar
el escenario y trasladarla al dormitorio privado que tenía reservado.
La dejó con suavidad sobre la cama, y la arropó, posando un beso sobre sus
labios entreabiertos. Completamente saciada y exhausta, Jailyn se dejó llevar y
cayó presa de un profundo sueño.

Al fondo de la sala, Kendra también se corría. Estaba sentada sobre los


muslos de Kerr, dándole la espalda, con las piernas abiertas, mientras una de las
manos masculinas la masturbaba. Con un tanga de fino raso negro y un collar de
cuero rodeándole el cuello como única vestimenta, no podía creer que el
espectáculo que habían dado Jailyn y Branden sobre el escenario la hubiese
excitado tanto.
—He vuelto a ganar la apuesta, niña salvaje.
—No has ganado una mierda —contestó, resollando, apoyándose
desmadejada contra él.
—Tienes una esclava muy guapa, Kerr —dijo una voz desconocida.
Kendra levantó los ojos para observar al recién llegado. Era muy atractivo,
con un aire a lo Brad Pitt. Alto, atlético, con el pelo rubio corto, unos ojos verdes
intensos y un bigote con perilla redondeada.
—Lewis —lo saludó el aludido.
—Si algún día quieres compartirla, avísame. Estaré encantado de participar.
Kendra fue a abrir la boca para protestar. ¿Compartirla? ¿Qué coño se creía
este subnormal? ¿Que ella era un trozo de carne sin voluntad? Pero Kerr la vio
venir y, antes que pudiese decir nada, le giró el rostro y la besó en profundidad
hasta que se derritió entre sus brazos.
—Tendré en cuenta tu oferta cuando llegue el momento —contestó después
de dar por terminado el beso.
Lewis hizo un ademán con la cabeza y se marchó.
—¿Cómo que tendrás en cuenta su oferta? ¿Pero de qué vas?
—No te preocupes, todavía no estás preparada para eso. Pero todo llegará.
—Eres un maldito prepotente.
—Un prepotente que te arranca los orgasmos más devastadores que has
tenido nunca. Créeme, niña salvaje, llegaremos al punto en que aceptarás
cualquier cosa que quiera hacerte, incluso compartirte con otros hombres, porque
sabrás que, a cambio, obtendrás un placer inimaginable.
—No puedes compartir lo que no es tuyo.
—Pero es que eres mía, aunque todavía no lo hayas aceptado, cariño.
La convicción en sus palabras hicieron que se estremeciera de pies a cabeza.
¿De gusto? ¿De placer? ¿De miedo? Todavía no lo tenía muy claro, pero quería
descubrirlo. Pertenecer a alguien de verdad, y que esa otra persona la cuidase y
velase por ella, era algo que jamás había experimentado en su vida. Sí, podría
darle una oportunidad a este cernícalo a pesar de sus formas cavernícolas.
Incluso, podría llegar a gustarle.

Capítulo quince

—Comer un perrito caliente paseando por Central Park es todo lo que


necesito para ser feliz un domingo.
Habían llegado a media mañana, después de un despertar perezoso y de darse
una ducha rápida en el apartamento, lugar al que no recordaba volver la noche
anterior. Había sido tan intenso que aún no podía creer que hubiese sido real. En
su memoria aparecía más como un sueño intenso y vívido que una realidad, pero
se moría por experimentarlo de nuevo.
Branden se había empeñado en ir cuando ella le comentó durante el
desayuno cuánto le gustaba pasar allí las mañanas del domingo porque era uno
de sus lugares favoritos. Habían dado un paseo romántico en barca por el lago,
se subieron al colorido tiovivo, pasearon por sus puentes, se detuvieron a
escuchar a los músicos ambulantes; incluso asistieron, de lejos, a una boda que
se estaba oficiando en Strawberry Fields.
Cuando les entró hambre, se pararon ante un carrito de venta ambulante y
compraron perritos calientes y agua embotellada para comérselos mientras
paseaban por los senderos de The Ramble hasta Bow Bridge.
—¿De verdad? ¿Te conformas con tan poco?
La sonrisa sexy de Branden hizo que le flojearan las piernas.
—Bueno, que tú me acompañes lo hace más… interesante —contestó.
—Podríamos hacerlo todavía más interesante —le susurró contra la oreja. Se
había puesto a su espalda y su fuerte mano masculina apretó contra el estómago
para que sus cuerpos se pegaran. Jailyn pudo notar la incipiente erección contra
su trasero.
—Mmmm —ronroneó como una gatita feliz—. ¿Qué es lo que propones?
—Salir del camino, escondernos entre la espesura, y follarte. —Su voz,
suave y aterciopelada, era una invitación tan poderosa como las mismas
palabras.
—Alguien podría vernos.
—Sí, es un riesgo. —El sol calentaba desde el cielo y varias nubes corrían
empujadas por la suave brisa del verano—. Un riesgo que incrementa la
excitación. ¿Te niegas, mascota? —añadió.
Su voz dominante hizo que le temblara todo el cuerpo con un
estremecimiento que la recorrió de la cabeza a los pies, y le puso los pezones
duros como un diamante.
—No, Maestro —contestó, comprendiendo que el juego había empezado.
Las nubes ocultaron el sol de repente y una suave llovizna empezó a caer.
Jailyn dejó ir un grito de sorpresa y decepción.
—Oh, mierda. Deberíamos buscar refugio.
—Nada de eso, mascota.
Jailyn giró el rostro para mirarlo y vio que tenía los ojos clavados en sus
pechos. La camiseta estaba empapándose y se le pegaba al cuerpo como una
segunda piel, haciendo evidente el fruncimiento de sus pezones duros.
—Como ordenes, Maestro —susurró, subyugada por su mirada hambrienta.
Su corazón empezó a latir como un loco.
Branden la cogió de la mano y se internó en la espesura. Esquivó los árboles
y los matorrales, buscando un buen lugar. Encontró un pequeño claro, escondido
y privado, y se detuvo. Más allá, se podía oír a la gente que corría buscando
refugio, algunos gritando y riendo; pero, para él, habían dejado de existir. Su
único mundo era Jailyn, sus labios entreabiertos y su propio corazón,
bombeando con desespero.
En el preciso momento en que sus labios se tocaron, ambos gimieron. La
lengua de Branden se introdujo en su boca, acariciando con pericia, bromeando y
tentándola. Sostuvo su cabeza con firmeza con una mano mientras que, con la
otra, apretaba una nalga por encima de la minifalda. Los gemidos de Jailyn de
aumentaron a medida que el beso se intensificaba, dominándola como siempre
hacía. Nunca se cansaría de aquella sensación de pertenencia, ni de la libertad
que le daba la sumisión.
Antes de darse cuenta, Branden la había llevado hasta el suelo, apoyándole la
espalda sobre la tierra húmeda, sin dejar de besarla. La lluvia caía sobre ellos,
suave y refrescante, empapando sus ropas y resbalando sobre su piel. Una de las
rodillas de Branden se deslizó entre los muslos femeninos, separándolos,
obligando a la corta falda a resbalar por los muslos, casi hasta su cintura.
Brandon gruñó contra su boca mientras jugaba con ella, explorando su
cuerpo con una de sus manos, apretando sus pechos a través de la camiseta
mojada, pellizcando uno de sus pezones tan duro que Jailyn se arqueó hacia él y
gritó en su boca por el súbito dolor. Branden deslizó la mano desde el pecho al
muslo y acarició con dos dedos la piel desnuda. Los gemidos de ella se hicieron
más fuertes, y su respiración, más rápida y agitada.
Era una locura. Estaban al aire libre, bajo la lluvia, rodeados de gente. Más
allá podía oírlos. Algunos se habían refugiado de la lluvia bajo la glorieta que
tenían a apenas unos metros, en el cruce del camino, y podía oír sus voces. Pero
se sentía tan bien, tan bueno; y era tan excitante saber que había una posibilidad
de que alguien se acercara hasta allí y los viera.
Branden se separó ligeramente para mirarla. Tenía las mejillas sonrosadas,
los labios entreabiertos e hinchados por sus besos, los párpados pesados y los
ojos oscuros por el deseo. Recorrió su tembloroso cuerpo con la mirada,
deteniéndose brevemente en los pezones que empujaban contra la camiseta
mojada, hasta llegar a la falda arremangada. Llevó una mano hasta allí y la elevó
más, muy lentamente.
—Pon tu mano sobre la mía, mascota, y llévala hacia donde necesitas que te
toque.
Su voz sonó áspera, rota por la lujuria. Jailyn no dudó y obedeció al instante.
Cubrió la mano masculina con la suya más pequeña y lo guió desde el muslo
hacia su monte de Venus.
—Dios… —susurró Branden, tomado por sorpresa. Jailyn no llevaba ropa
interior.
Los rizos del pubis le hicieron cosquillas en la palma de la mano mientras
Jailyn la conducía hasta que los dedos le rozaron los pliegues. El corazón de
Branden latió más rápido y la polla le dolía más allá de lo soportable. Ansiaba
desabrocharse la bragueta y sumergirse en su coño sin más demora, pero se
contuvo. No quería que todo terminara tan rápido.
Bromeó con los dedos en los labios exteriores, acariciando y tentando pero
sin profundizar en la humedad de su coño.
—¿Qué quieres que haga ahora, mascota?
Tenía que buscar otra manera de dirigirse a ella. «Mascota» era para las
sumisas eventuales, no para la mujer que amaba. El pensamiento fugaz se cruzó
por su mente pero lo desechó al instante. No era el momento, ni el lugar. Ya
pensaría en algo.
—Tócame, Maestro —gimió ella con los ojos entornados—. Frótame el
clítoris.
Branden le dirigió una sonrisa de aprobación y empujó los dedos entre los
pliegues. Acarició el clítoris con el pulgar y Jailyn lanzó un gemido largo y
agudo. Sus manos, tensas, se aferraron a los bíceps masculinos.
—¿Quieres que te folle?
—Síííí… —gritó, clavando los dedos.
Branden volvió a sonreír y deslizó los dedos en su empapado canal,
bombeando en su interior con ellos, tan profundo que los nudillos llegaban a
rozar los pliegues.
Jailyn gritó y arqueó la espalda, levantando el pecho. Sus preciosas tetas,
ocultas bajo la camiseta, se agitaron, llamando la atención de Branden. Bajó la
cabeza y mordió un pezón a través de la ropa. Ella jadeó y gimió, apretando los
dedos contra el brazo masculino, y sacudía la cabeza hacia un lado y al otro,
llenándose el pelo de barro. Branden la folló duro con los dedos, metiéndolos y
sacándolos de su coño, al mismo tiempo que le mordía y chupaba los pezones.
—Estoy… estoy a punto de correrme —lloriqueó Jailyn, mordiéndose los
labios.
—Ya sabes cómo funciona esto, cariño. No hay orgasmo sin mi permiso.
—Pero no… por favor, Maestro, no puedo —gimoteó, las lágrimas por el
placer mezclándose con la lluvia.
Branden sacó los dedos de su coño empapado y se los llevó hasta los labios
para chuparlos.
—Sabes tan jodidamente bien, cariño —susurró con los dientes apretados—.
Quítate la camiseta.
La ayudó a incorporarse para que se sentara y la observó con atención a
medida que se quitaba la prenda por la cabeza y sus pechos saltaron libres. La
camiseta cayó al suelo, ensuciándose, pero Jailyn ni siquiera pensó en ello. Solo
tenía ojos para la mirada hambrienta de Branden.
—Joder, eres tan hermosa —le dijo, antes de inclinarse y lamer uno de los
pezones.
Jailyn gimió al notar la húmeda caricia. Enrolló sus brazos alrededor de la
cabeza masculina y echó la suya hacia atrás. Jadeó cuando su boca cubrió el
pezón y chupó con dureza, y ahogó un grito cuando los dientes se cerraron
alrededor del tenso brote y la mordió. Torturó sus pechos durante un buen rato,
deleitándose en cada gritito y cada jadeo, sabiendo que su necesidad aumentaba
al mismo ritmo que la propia.
De repente, paró y se apartó ligeramente de ella. Deslizó los dedos por su
vientre hasta la cinturilla de la falda y tiró de la cremallera. Se la quitó por la
cabeza, empujando hacia arriba, obligándola a levantar los brazos. Por fin la
tenía como quería, completamente desnuda.
—¿Tú no te quitas la ropa, Maestro? —le preguntó con los ojos brillantes por
la excitación.
—Solo cuando te hayas ganado el derecho —contestó mientras se quitaba el
cinturón y se levantaba para ponerse detrás de ella.
—¿Vas a castigarme, Maestro? —preguntó con el corazón latiéndole con
fuerza contra su pecho. Se tensó, esperando la azotaina mientras el cuerpo le
temblaba.
Branden no respondió. Cogió sus brazos y los forzó hacia la espalda,
enrollando el cinturón para atárselos con firmeza.
—Tan hermosa… —susurró a su espalda, acariciándole el pelo sin
importarle que estuviera lleno de barro y hojas secas—. Tan tentadora…
Volvió a ponerse frente a ella, de pie, y se desabrochó la bragueta del
pantalón vaquero. Su pene largo y grueso asomó muy cerca de su rostro.
Branden se sintió como si su erección fuese mas grande, dura y dolorosa que
nunca. Jailyn siempre lograba que la bestia en su interior se revolviera peleando
por salir y hacerle perder el control. Tuvo el primitivo impulso de echarla hacia
atrás y follarla tan duro hasta que gritara lo bastante alto como para que la
oyesen desde cada rincón de Central Park.
En su lugar, tomó la melena embarrada de Jailyn en un puño y atrajo sus
labios hasta la erecta polla. Ella gimió mientras arremolinaba la lengua alrededor
de la cabeza de su erección y no pudo reprimir un gruñido ronco y profundo. La
empujó y deslizó la polla en el interior de su boca.
—Eso es, cariño —jadeó—. Tómame profundo.
Por Dios, su boca se sentía siempre tan caliente y húmeda. Jailyn emitió
pequeños sonidos, gemidos de placer mientras succionaba la polla, y después
pasaba la lengua por la cabeza del pene. Cerró el puño apretado en el enredado
pelo y empezó a empujar, dentro y fuera, follando la deliciosa boca, pero con
cuidado de no llegar demasiado lejos y hacerle daño.
Bajó los ojos para observar a la mujer atada ante él, devolviéndole la mirada
con sus ojos verde azulados como el mar un día soleado. El dolor de su polla
aumentó mientras miraba su propia erección desaparecer entre los carnosos
labios.
Joder, se estaba acercando demasiado al orgasmo, y no podía permitirlo. Era
un dom experimentado y debía ser capaz de mantener el control en todo
momento, incluso sobre su propio cuerpo y sus propios deseos.
Pero, se veía tan hermosa con las manos atadas a la espalda, mirándolo con
los ojos oscurecidos por el deseo.
No podía aguantar mucho más antes de enterrarse profundo en ella. Iba a
follarla con todo lo que tenía.
Se puso detrás de ella y se arrodilló. Jailyn gimió cuando él pegó su cuerpo
al suyo, la ropa áspera y mojada contra su piel ardiente, y su pecho presionando
con fuerza las manos atadas a la espalda. La besó en la curva del cuello mientras
frotaba su erección contra los empapados pliegues.
Gritó al sentir la exquisita sensación de tenerlo dentro, llenándola y
estirándola, mientras sus manos, grandes y fuertes, la sostenían. Empujó dentro y
fuera y Jailyn gimió con cada movimiento que hacía, ardiendo por la necesidad y
por la forma en que se sentía en su interior. ¿Alguna vez dejaría de ser así de
intenso?
—¿Te gusta, cariño? —le preguntó contra el oído, su aliento rozándole la
oreja.
—Siiii —gimoteó ella con la voz ronca.
—¿Alguna vez habías follado en pleno Central Park?
Jailyn negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Una de las manos
de Branden se deslizaron por su abdomen y se apoderaron de un pecho para
pellizcarle el pezón y aumentó el ritmo de los empujes, jadeando cuando los
testículos chocaron contar el coño.
—Y, ¿qué te parece la sensación de estar aquí, —jadeó—, escondidos, a
pocos metros de las personas que podrían descubrirnos? ¿Te gusta?
—No se —contestó ella sin resuello, alargando la e como un silbido. Sentía
que los pulmones iban a estallarle de un momento a otro. Deseó tener las manos
libres para poder apoyarse en el suelo y empujar hacia atrás, contra las caderas
masculinas, para profundizar la penetración.
Branden redujo la velocidad.
—¿No lo sabes?
—Yo… yo… —No podía pensar en nada excepto en la profunda y
desesperada necesidad de correrse, pero Branden esperaba una respuesta,
moviendo las caderas cada vez más lentamente, exasperándola—. Sí, me gusta la
sensación de peligro —admitió al fin.
Branden volvió a bombear con fuerza dentro de ella, sosteniéndola con un
brazo por la cintura, el otro deslizándose sobre su vientre hasta llegar al clítoris y
pellizcarlo. Jailyn gritó y echó la cabeza hacia atrás. El orgasmo estaba tan cerca,
tan cerca, que no sabía si sería capaz de contenerlo por más tiempo. Las chispas
en su vientre se habían transformado en un fuego avasallador que la estaba
consumiendo. Todo su cuerpo se estremeció por la necesidad. Su polla era tan
grande, dura y sólida que llegaba a cada punto sensible en su interior.
—No puedo más, por favor —sollozó, sintiendo su cuerpo ardiente a punto
de estallar en llamas.
—Aguanta un poco más, cariño.
La embistió más fuerte y profundo durante unos segundos, resollando contra
su oído, la áspera camiseta empapada de lluvia pegada contra su espalda. Le
volvió a pellizcar el clítoris, y le susurró al oído.
—Ahora, cariño. Córrete ahora.
Jailyn gritó. El orgasmo la golpeo tan fuerte que pensó que iba a romperse en
mil trozos. El calor que se había arremolinado se convirtió en un torbellino de
fuego que arrasó con su cuerpo y su mente. Todo lo que le había hecho y le
seguía haciendo, magnificó el impacto del clímax: Las duras y profundas
embestidas a un ritmo furioso; la sensación de la áspera ropa contra la piel
desnuda; sus dedos implacables torturándole el clítoris; las manos atadas a su
espalda; el sonido de las voces más allá de los árboles; la lluvia cayendo sobre su
rostro. Todo, la había llevado hasta un punto de locura del que creyó no poder
regresar. Oleada tras oleada, el orgasmo atravesó su cuerpo desde los pies a la
cabeza, y no iba a detenerse jamás, no mientras él continuara follándola con
aquel ritmo frenético. No podía soportarlo. La estaba conduciendo más allá de la
locura.
El grito ahogado de Branden se estrelló contra su oído. Mantuvo las caderas
apretadas contra el ardiente culo femenino y sintió el latido de la polla dentro del
coño que, espasmo tras espasmo, la apretaba. Se derramó con fiereza, vertiendo
el caliente semen en el coño hambriento mientras sus contracciones la mantenían
prisionera. Fue un orgasmo brutal y demoledor que casi agotó sus fuerzas.
Jadeó, intentando recobrar el resuello y que los pulmones se le llenaran de
aire. Su pecho subía y bajaba bajo la espalda de Jailyn. Dejó un suave beso en su
hombro y en su cuello y le desató las muñecas con una mano. La giró un poco,
lo suficiente para poder acunar su cuerpo desnudo contra el pecho y apoyar la
barbilla contra su pelo empapado y sucio de barro.
—La que hemos liado —murmuró ella ahogando una risa cansada—. Vamos
a llenar de barro el interior del coche.
Branden no respondió. Simplemente, tomó su boca en un beso salvaje,
posesivo y dominante mientras pensaba que su coche le importaba una auténtica
mierda.
Capítulo dieciséis

La mañana del lunes, Branden la acompañó en su coche hasta el trabajo. Al


despedirse, todavía dentro del vehículo, insistió en que no fuese sola a ningún
lugar.
—Pídele a Kendra que te acompañe, ¿de acuerdo? Y si tienes que salir del
edificio, me llamas a mí.
—Creo que estás exagerando.
—Jaylin, por favor, aunque solo sea por mi propia paz mental, hazme caso.
—Está bien —suspiró, accediendo. Estaba convencida de que Branden
exageraba, pero no quería discutir. Ojalá descubrieran pronto quién era el tarado
para poder recuperar su vida—. Te llamaré si he de salir del edificio.
—Gracias.
Se dieron un rápido beso antes de que ella bajase del coche y le dijera adiós
con la mano. Branden esperó a que entrara en el edificio antes de marcharse. Iba
a tener un día ocupado, con dos entrevistas de trabajo y las visitas programadas a
cuatro apartamentos diferentes, pero lo dejaría todo si ella lo necesitaba. Tenía
que mudarse porque ya no podía mantener el alquiler de su actual vivienda, no si
quería que los ahorros le durasen; pero antes se iría a vivir debajo de un puente
que permitir que Jailyn se expusiera al peligro saliendo sola a la calle.
A media mañana, Jailyn estaba enfrascada en su trabajo cuando le sonó el
móvil.
—¿Dígame?
—¿Señorita Jailyn Middleton? Soy John Black, del departamento de
personal de la Hunt's Point Library. Ha quedado una plaza vacante que debemos
cubrir inmediatamente y su perfil la hace perfecta para ocuparla. ¿Está
disponible para venir a una entrevista a las dos de esta tarde?
—¿La Hunt's Point? ¿En el Bronx? —Jailyn miró el reloj. Eran casi la una de
la tarde pero si salía inmediatamente, llegaría a tiempo—. Sí, por supuesto.
—¡Estupendo! La esperamos, entonces.
El hombre al otro lado colgó sin esperar contestación y Jailyn se quedó
mirando el teléfono. No podía creérselo. Por fin, uno de sus currículums había
ido a parar a las manos correctas.
Se levantó con rapidez, cogiendo su chaqueta y el bolso como un rayo, y fue
hasta la mesa de Kendra.
—Tengo que irme —le dijo en voz baja—. Me han llamado de la Hunt's
Point. Tengo una entrevista de trabajo a las dos. ¿Puedes cubrirme, por favor?
—Sí, claro. Ve tranquila. ¿Llamarás a Branden para que te acompañe?
—Sí, claro, lo haré desde el ascensor. Gracias, —añadió—, eres un solete.
Salió reprimiendo las ganas de hacerlo dando saltos de alegría, sin poder
creer que la suerte estuviera cambiándole. Llevaba meses, desde que terminó el
último curso, entregando currículums en todas las bibliotecas, y no la habían
llamado de ninguna, hasta ese momento. Se subió en el ascensor y marcó el
número de Branden. Si iba en coche llegaría antes que si usaba el metro; además,
le había prometido que lo llamaría en caso de tener que abandonar el edificio de
Hooper, Maloney y asociados, y ella siempre cumplía lo que prometía. Pero
saltó el buzón de voz.
«¿Será posible?», pensó, fastidiada.
No podía perder tiempo o llegaría tarde. Caminó hacia la entrada de metro de
Park Avenue mientras volvía a llamarle. Nada. Cuatro veces marcó su número, y
las cuatro saltó el buzón de voz. Debía estar en algún lugar sin cobertura, o quizá
lo tenía apagado porque estaba en plena entrevista de trabajo. Tenía dos, aquella
mañana, aunque no recordaba a qué hora. Y ella no podía esperar.
Mientras esperaba en el semáforo para cruzar, vio por el rabillo del ojo a un
hombre sentado en el suelo. Iba andrajoso, con el pelo sucio y barba descuidada.
Tenía en las manos un cartón en el que había escrito, con caracteres temblorosos,
que estaba en la calle y pedía limosna. Se le encogió el corazón. Nadie debería
verse obligado a vivir así, era cruel e inhumano que en una sociedad rica hubiese
personas pasando hambre y sin un techo bajo el que refugiarse. Rebuscó en su
monedero y sacó algunos centavos mientras se acercaba a él. Pero vio su mirada
de infinita tristeza, de total desesperanza, y volvió a guardar las monedas y sacó
un billete de diez dólares para echarlo en el cuenco cochambroso que tenía ante
él.
—Muchas gracias, señorita —le dijo con voz trémula—. Ojalá tenga un día
fantástico.
Jailyn no supo qué decir. Nunca lo sabía, en estos casos. La impotencia que
sentía por estas injusticias siempre la dejaban muda. Le dirigió una sonrisa y
apretó el paso para apresurarse a cruzar antes de que el semáforo volviera a
ponerse en rojo.
Ya estaba cerca del metro. Cogería la línea seis, que la llevaría hasta la
Avenida Longwood, y de allí a la Hunt’s Point solo serían cinco minutos
caminando.
La calle estaba llena de gente, como siempre. Decenas de rostros
desconocidos se cruzaron con ella. Sumida en sus pensamientos, concentrada en
intentar ponerse en contacto con Branden, no se fijó en el único conocido hasta
que fue demasiado tarde.
—Sigue caminando.
La voz de Elvin, su extraño y repelente vecino, la sobresaltó. Se había
acercado a ella para cogerla del codo mientras le clavaba algo en los riñones.
—¿Qué…?
—Tengo una pistola, Jailyn. Si intentas salir huyendo, empezaré a disparar.
Tú serás la primera en caer, pero vendrán más detrás. ¿Quieres que mueran
inocentes por tu culpa?
—Yo… No entiendo nada, ¿qué pretende?
—Sigue caminando y cállate la boca, zorra —le escupió. No podía ver su
rostro porque lo tenía detrás, pero el odio que transmitió su voz le puso los pelos
de punta.
—Señor Coyle, está cometiendo un error.
—Aquí, la única que ha cometido un error has sido tú. Sigue andando y no te
pares, o por Dios que provoco una masacre.
Le creyó. Parecía muy desesperado y fuera de sí, capaz de cumplir su
amenaza, así que obedeció aunque todo su ser le gritaba que se resistiese.
Caminaron por la avenida, cruzándose con mucha gente. Jaylin miraba a
unos y otros, esperando que alguien, quien fuese, se diese cuenta de lo que
pasaba y la ayudase. Pero todo el mundo iba sumido en sus propios problemas,
sin prestar atención a los demás.
—Por aquí —le ordenó, empujándola hacia un callejón oscuro y estrecho.
Al final, entre dos contenedores llenos de basura, había un coche. La empujó
hacia allí y se apartó de ella para poder abrir el maletero. Fue entonces cuando
Jailyn pudo ver la pistola que empuñaba. Era real, un revolver del 38 corto que
no dejó de apuntarla.
—Métete dentro —exigió, señalando el maletero.
—Elvin, ¿por qué haces esto?
—Te lo contaré todo cuando lleguemos a nuestro destino. Ahora, sube.
—No quiero hacerlo —dijo retrocediendo. aterrorizada. Hasta aquel
momento, todo parecía irreal, como si no estuviera pasando de verdad; pero la
boca abierta y oscura del maletero la sacó de su ensimismamiento devolviéndola
de golpe a la realidad. Si se metía allí dentro, desaparecería. Nadie podría
ayudarla. Nadie la encontraría.
—He dicho que subas. —Elvin alzó el revolver y amartilló—. Puedes
hacerlo intacta o con una bala dentro. A mí me da igual.
Lo miró a los ojos y supo que hablaba en serio. Le dispararía y la metería
igual en el maletero. ¿Qué otra opción tenía que obedecer? Se metió dentro,
temblando, con las lágrimas resbalando por las mejillas. Asustada. Creyendo que
allí se acababa todo para ella. Preguntándose por qué. ¿Qué le había hecho a
Elvin que fuese tan grave, como para merecer algo así?
—Fuiste tú, ¿verdad? El que entró en mi casa y lo destrozó todo.
—Sí, cariño —admitió, quitándole el bolso de un tirón—. El que lo destrozó
todo. También fui el que te siguió hasta el lago y te vio comportándote como una
puta —le siseó con rabia, inclinándose hacia ella para echarle el aliento en la
cara—. Y el que te tocó, y te metió los dedos en el coño cuando el hijo de puta
de tu novio te dejó sola, ciega y amarrada a la mesa de la cocina. ¿Lo recuerdas?
Estabas tan mojada… Estuve a punto de follarte allí mismo.
Jailyn tembló, de rabia, miedo y asco. ¿No había sido Branden el que la
había tocado? ¿Había sido Elvin el que la sobó? Tuvo náuseas al recordar el
momento y se llevó las manos a la boca intentando pensar en cualquier otra cosa
para evitar vomitar.
—¿Por qué haces esto? —lloriqueó, cada vez más asustada.
—Porque llevo meses intentando que me veas, y tú solo me miras con
desprecio. —Sacó un puñado de bridas de plástico negro y la ató de pies y
manos con fuerza, hasta que se le clavaron en la piel—. Porque follas con
cualquiera, pero no eres capaz de dirigirme ni una simple sonrisa, o agradecerme
el esfuerzo de subirte las cartas. —Sacó un rollo de cinta americana y rompió un
trozo con los dientes. Se la pegó sobre los labios, amordazándola—. Pero ahora
estás en mis manos, y voy a conseguir de ti todo lo que he deseado desde el día
en que te vi por primera vez. —Le cogió el rostro con una mano, clavando los
dedos en las mejillas—. Voy a convertirte en mi putita, cariño. —Cerró la puerta
del maletero de un golpe seco y la oscuridad se cernió sobre Jailyn—. Será
mejor que no formes escándalo ahí dentro. Si llamas la atención, saldré del
coche pegando tiros y mataré a mucha gente, ¿entendido? Podría ser que tú
sobrevivieras, pero tendrías sobre tu conciencia la muerte de muchos inocentes.
Tiró el bolso en uno de los containers y aplastó el teléfono móvil con la bota
hasta hacerlo picadillo. Después, con la satisfacción de un trabajo bien hecho,
subió al coche y lo puso en marcha. Ver el terror en los ojos de Jailyn lo había
puesto muy cachondo y la polla le apretaba en los pantalones. Tiró de estos para
acomodarse y dejó ir una carcajada. ¡Oh, Dios, qué bien se sentía! Por fin, la
sensación de ser invisible se había esfumado. Jailyn lo había visto, ¡vaya que si
lo había visto! y se había dado cuenta del poder que tenía sobre ella. Se sentía
eufórico, borracho de poder, imparable. Nadie sería capaz de detenerlo. Y
Jailyn… Bueno, estaba seguro de que se resistiría al principio, pero acabaría
sometida a sus caprichos. Rompería su voluntad, haría añicos su resistencia, y
acabaría suplicando por su polla. No le quedaría más remedio, a no ser que
prefiriese morir de hambre.
Se rio imaginando la escena. Jailyn desnuda, de rodillas ante él, con las
manos atadas a la espalda (¿no era eso lo que le gustaba? Pues él se lo daría),
suplicando que le follase la boca a cambio de una rebanada de pan seco.
Sí, se acabó el tener que pagar a putas para poder follar. Ahora, tenía a una
de su propiedad, y podría hacer con ella lo que quisiese.
Joder, se moría de ganas de llegar a casa para poder empezar.

Jailyn no supo cuánto tiempo pasó encerrada en la oscuridad dentro del


maletero. Afuera, oyó el ruido del tráfico durante un buen rato hasta que, poco a
poco, este fue haciéndose menos intenso. No podía parar de llorar. El miedo era
abrumador y paralizante, igual que sus amenazas. Cada vez que notaba que el
coche se detenía, debía luchar contra el impulso de hacer ruido o gritar pidiendo
socorro. Sabía que debería hacerlo, que no podía permitir que Elvin se la llevase
sin oponer resistencia, pero el miedo a que otros salieran heridos o muertos, la
mantenía inmóvil y en silencio.
Cuando por fin el coche se detuvo y oyó a Elvin bajar de él, había pasado
una eternidad. La puerta del maletero se abrió y tuvo que cerrar los ojos porque
la luz se le hizo insoportable. Había dejado de llorar hacía ya un rato, pero no se
había dado por vencida. Escaparía, no sabía cómo ni cuándo, pero lo haría.
Aprovecharía la primera oportunidad que le ofreciese, y haría lo que fuese
necesario para sobrevivir hasta que llegase.
Elvin cortó la brida que le mantenía las piernas atadas y la sacó del maletero
tirando de ella sin miramientos. Tenía el cuerpo entumecido y todos los
músculos le hormigueaban. Estaban en un garaje privado, pequeño, en el que a
duras penas cabían ellos dos pegados al coche. Estaba descuidado y
cochambroso, con las paredes sucias de moho y olía a viejo y abandonado.
La empujó de malas maneras para que entrara en la casa por la puerta lateral.
El interior de la vivienda no estaba en mejores condiciones. Aquella casa había
vivido tiempos mucho mejores. El papel de las paredes estaba arrancado en
algunas partes. El suelo, de madera, mostraba algunas tablas partidas y otras
arrancadas. Los muebles estaban cubiertos por unas sábanas que antaño debieron
ser blancas, pero ahora estaban grises, llenas de polvo y suciedad. Había telas de
araña en algunos rincones, y la puerta de entrada y las ventanas estaban cegadas,
atravesadas por tablas de madera clavadas en los marcos.
Jailyn, todavía amordazada, se dejó llevar por el pasillo hasta la puerta del
sótano. Allí, con la tenebrosa negrura dándole la bienvenida como una boca a
punto de tragársela, salió levemente del shock que la había atrapado e intentó
resistirse. Pudo más el miedo de lo que la esperaba allí abajo, que el terror que le
provocaba el amenazante revólver. Forcejeó contra la mano que la mantenía
sujeta, tiró y empujó, haciendo trastabillar a su secuestrador. Durante unos
segundos, fue libre e intentó salir corriendo, desesperada. Se arrancó la cinta de
la boca y gritó. Pero la dura culata del revólver impactó contra su cabeza,
aturdiéndola lo suficiente como para que Elvin pudiese cargar con ella y bajarla
al sótano sin más incidencias.
—Eres una puta desagradecida —masculló al tirarla sobre un colchón
mugriento que estaba directamente sobre el suelo— ¿Has visto lo que me has
obligado a hacer? —Tiró de sus manos todavía atadas por la brida y la encadenó
a la pared, cerrando unas esposas alrededor de sus muñecas.
—¡Suéltame, cabrón! —Jailyn pataleó desde el suelo, intentando luchar
contra Elvin, culpándose por no haberlo hecho antes, por dejar que el miedo la
paralizara y le impidiera luchar por su vida y su libertad.
Elvin le asestó un puñetazo en el estómago que la dobló sobre sí misma,
arrancándole el aire de los pulmones.
—Llevo semanas preparándome para esto, ¿sabes? —siseó sobre su rostro
contraído por el dolor. Varias gotas de saliva impactaron contra su mejilla—.
Este sótano está insonorizado, puedes gritar lo que quieras que nadie te va a oír.
—Se sentó a horcajadas sobre su estómago y apoyó las manos en el suelo,
inclinándose más sobre su rostro. Las cortas cadenas tiraban de los brazos de
Jailyn, obligándola a mantenerlos por encima de su cabeza—. Eres una puta. Has
ido de un tío a otro, dejándote follar por todos. Y ese club al que vas… —
chasqueó la lengua y dejó ir una risa seca al ver la sorpresa en su rostro—.
¿Creías que no lo sabía? Fue una sorpresa descubrir que te gusta que te aten, y te
azoten, y que te follen sin consideración. Vas a tener mucho de esto, en este
sótano. Hasta puede que invite a alguno de mis amigos a disfrutar de ti, igual que
tu «novio» invitó a su amigo.
—No, por favor, Elvin…
—Bueno, el primer «por favor» acaba de salir de tu boca. ¿No te dije que me
suplicarías? —Jailyn empezó a sollozar, aterrorizada. Sabía que venía a
continuación. Iba a violarla, haría con ella lo que quisiera y no tendría modo de
resistirse. Elvin le pasó la mano por el rostro para limpiar las lágrimas—. No
llores, querida. Vas a tener lo que tanto deseas. ¿No es fantástico?
Le separó la chaqueta y agarró la pechera de la blusa blanca. De un tirón,
arrancó los botones, que salieron despedidos por el suelo del sótano. Jailyn gritó
y suplicó para que no siguiera, pero él solo se rio. Tiró del sujetador hacia arriba,
y los pechos quedaron desprotegidos. Se apoderó de ellos con ambas manos,
sobándolos con dureza, disfrutando de los gritos de súplica de ella.
—Tienes unas tetas fantásticas —babeó, inclinándose para chuparle un
pezón—. Voy a disfrutar de lo lindo, nena.
El sonido de su móvil lo interrumpió. Mascullando una maldición, lo sacó
del bolsillo del pantalón y puso cara de fastidio al ver quién era: su jefe. Se
levantó, apartándose de su prisionera y subió las escaleras de dos en dos para
contestar desde arriba. No quería tentar a la suerte, su jefe era un cabrón y si a su
puta se le ocurría gritar pidiendo auxilio, le joderían la diversión.
Jailyn estalló en amargos sollozos. Se arrastró por el suelo hasta llegar a la
pared y se hizo un ovillo contra ella.
Estaba perdida. No podría escapar. Nadie la encontraría. Pensó en Branden,
en Kendra, en sus padres, y en el dolor que les provocaría su desaparición. La
buscarían, por supuesto, pero jamás la encontrarían. ¿Cómo podrían suponer que
era su propio vecino quien la había secuestrado? Kendra se lo había dicho
multitud de veces, parecía inofensivo, y nadie sospecharía de él. La mantendría
aquí encerrada, abusaría de ella todo lo que quisiera, hasta que deseara morir. Y,
cuando se aburriera de violarla, cuando eso ya no le proporcionara la
satisfacción que buscaba y necesitaba, la mataría.
Ese era el destino que le esperaba.
—Tengo que irme, cariño. El hijo de puta de mi jefe ha convocado una
reunión y no puedo faltar. Pero no te preocupes, esta noche volveré y
continuaremos donde lo dejamos.
Apagó la luz, cerró la puerta con un chasquido, y dejó a Jailyn sumida en la
total oscuridad.

Cuando dieron las tres sin tener noticias de Jailyn, Kendra empezó a ponerse
nerviosa. Le envió un whatsapp, pero no le llegó. Se quedó mirando el único tick
que había al lado de su mensaje, gris y solitario.
«Seguro que todavía está en plena entrevista y tiene apagado el móvil».
No había nada que pusiera más nervioso que estar en una entrevista de
trabajo y que el teléfono empezara a sonar.
Dejó el móvil al lado del teclado y repiqueteó con los dedos sobre la mesa,
esperando.
Media hora más tarde, seguía sin llegarle.
«Esto no es normal».
La llamó, ya preocupada, pero le saltó el buzón de voz. Pensó en llamar a
Branden, pero había sido tan estúpida que no tenía su número.
«Kerr».
Él lo tendría y podría dárselo.
No se lo pensó dos veces.
—¿Me echas de menos, niña salvaje? —fue lo primero que dijo al contestar.
Kendra bufó. ¿Por qué se le habría ocurrido aceptar su desafío e ir con él al
Taboo el sábado por la noche? Ahora, el capullo creía que la tenía en el bote, y
no es que fuese demasiado desencaminado.
—Estoy intentando hablar con Jai pero tiene el teléfono apagado. ¿Puedes
darme el de Branden?
—Pero, ¿no está contigo en el trabajo?
—Claro que no. —Chasqueó la lengua—. ¿No crees que si estuviera aquí no
te estaría llamando a ti para pedirte el número de él? La llamaron para una
entrevista de trabajo en la Hunt's Point Library y se fue echando leches porque
tenía el tiempo justo para llegar; pero me dijo que avisaría a Branden, así que
supongo que estará con ella.
—Yo lo llamo y te digo.
—¡No! Espera… —Pero Kerr ya había colgado.
Kendra, enfadada, le sacó la lengua al móvil antes de volver a dejarlo sobre
la mesa. No le quedaba más remedio que esperar.

Branden contestó al primer timbrazo. En cuanto Kerr le preguntó si estaba


con Jailyn, la sangre huyó de su rostro y notó que el estómago se le encogía.
Cuando le contó lo que Kendra había dicho, supo que algo iba muy mal.
Debió llamarlo cuando él estaba en plena entrevista, con el móvil apagado, y
al encenderlo de nuevo no le había llegado ninguna notificación. Viva la
tecnología.
Masculló una maldición y se puso en el carril izquierdo para girar.
—Estoy en el coche, a unos veinte minutos de la biblioteca. Me acercaré a
ver si todavía está allí. —Golpeó el volante, enfadado consigo mismo y
sintiéndose culpable por haber apagado el móvil. Si le ocurría algo a Jailyn, no
podría perdonárselo jamás—. Seguramente habrá ido en metro. Creo que hay
una parada en Park Avenue con la 33.
—Iré hasta allí a ver si descubro algo. Puede que alguien la viera.
—De acuerdo. Gracias, tío.
—Branden, no te preocupes, la encontraremos.
—Sí, seguro que sí —contestó, pensando con pavor en la posibilidad de que
el tarado hubiese decidido dar un paso más y se la hubiese llevado.

Kerr voló con la moto. Divisó de lejos el rótulo de la entrada a la estación y


aceleró, fintando entre los coches, desesperado por llegar. Aparcó la moto
encima de la acera sin importarle el riesgo de una multa, se quitó el casco y miró
alrededor. Por supuesto, no había ni rastro de Jailyn. Si había ido por allí, hacía
horas que había pasado.
Al otro lado de la calle, apoyado contra la pared, un sin techo pedía limosna.
«Debe llevar horas aquí. Quizá la ha visto», pensó. Estaba desesperado y
cualquier pista que le diese, por pequeña que fuese, sería una bendición.
Cruzó la calle por la mitad, arriesgándose a que lo atropellaran. Sorteó
algunos coches, le pitaron varias veces, incluso oyó algún insulto que contestó
mostrando un enfático dedo medio. Se acercó al sin techo rebuscando con el
móvil una foto de Jailyn. La encontró en el Instagram de Kendra.
—Eh, amigo, debes llevar muchas horas por aquí, ¿no? —le preguntó,
poniéndose las gafas de sol en la frente mientras se agachaba ante él.
—No creo que sea asunto tuyo.
—No, no lo es, pero quizá puedas ayudarme. Estoy buscando a una amiga
que debe haber pasado por aquí sobre la una. —Le mostró la pantalla del móvil,
en el que unas sonrientes Jailyn y Kendra estaban saludando—. Es la de pelo
más oscuro. ¿La has visto?
El hombre inclinó el rostro hacia el móvil.
—Puede. ¿Para qué la buscas? —preguntó, mirándolo con desconfianza.
—Porque no sabemos nada de ella desde esa hora y la rubia —señaló a
Kendra en la foto—, que es mi novia, está preocupada.
—¿Siempre la tiene tan controlada? Quizá sea más novia de ella que tuya —
se burló.
Kerr se pasó una mano por el rostro, en busca de paciencia. El tío era
desconfiado, y no podía echárselo en cara. Viviendo en la calle no podía ser de
otra manera.
—Escucha, hay un tío que está obsesionado con ella. Entró en su
apartamento y lo destrozó, y tenemos miedo de que haya podido secuestrarla. No
es normal en Jailyn desaparecer así, ¿de acuerdo?
El hombre lo miró y se rascó la barba, intentando decidir si le estaba
diciendo la verdad. Al final, asintió.
—Pasó por aquí, y me dejó diez dólares. Una chica muy guapa y de buen
corazón. Cruzó la calle hacia la estación de metro, pero pasó algo raro. Un tipo
se le acercó mucho y se fue con él, aunque no parecía muy contenta de verle.
Claro que había demasiada distancia como para poder estar seguro.
—¿Cómo era el tipo?
—Más bajo que tú, enclenque. Caminaba un poco encorvado. No le vi la cara
porque estaban demasiado lejos, y además llevaba una gorra calada.
—¿Viste hacia dónde se la llevó?
—Sí, hacia aquel callejón. —El hombre señaló extendiendo la mano—. Lo
más raro, es que poco después lo vi pasar en un coche verde, pero iba él solo. De
ella, ni rastro.
—Por casualidad, ¿no recordarás el número de matrícula?
—No. —Era demasiado pedir tener tanta suerte—. Pero era un Ford de los
noventa, ese que llevaba un alerón, tan mal conservado que daba la impresión de
que se iba a caer en pedazos en cualquier momento.
—Muchas gracias, amigo. —Kerr sacó el billetero y le dio uno de cincuenta
dólares—. En agradecimiento por tu ayuda.
—Vaya, hoy está siendo un buen día —rio entre dientes—. Espero que
encuentres pronto a tu amiga y que todo esté bien.
—Gracias, colega. Oye, si por casualidad la ves pasar de vuelta, ¿puedes
decirle que sus amigos la estamos buscando?
—Claro, sin problema.
Kerr asintió y se levantó. El callejón que le había señalado no estaba lejos, y
tardaría menos yendo a pie desde allí que cruzando la calle para volver con la
moto, así que echó una carrera, sorteando a los peatones que abarrotaban la acera
a aquella hora.
No pintaba nada bien. Si el desconocido que la había obligado a ir con él era
el acosador, en el callejón podía haber pasado cualquier cosa. MIentras corría
hacia allí, mil escenarios se le pasaron por la mente, y ninguno bueno. Jailyn,
asesinada. Jailyn, violada y herida. Jailyn, moribunda dentro de un contenedor
de basura.
Entró en el callejón como un tornado, llamándola a gritos.
—¡Jaylin! ¡Jailyn!
Miró entre la inmundicia del suelo, las cajas de cartón amontonadas junto a
los containers, y abrió estos para mirar dentro. Revolvió entre la basura,
obviando el mal olor. Había de todo allí dentro. Restos de comida putrefacta del
restaurante de la esquina, bolsas de basura, botes de cristal rotos, ropa, envases
de plástico…
Pero ni rastro de ella.
Respiró, aliviado. Todavía no sabían dónde estaba, pero por lo menos, su
cadáver no había aparecido, lo que permitía tener un hilo de esperanza.
Se frotó la frente sudorosa con la manga de la chaqueta y se miró las manos,
asquerosamente sucias. Arrugó los labios en un gesto de repugnancia y miró
alrededor, buscando algo que estuviese lo bastante limpio como para poder
limpiárselas, y algo que había pasado desapercibido, llamó su atención. Se
inclinó sobre el container, apartó un par de bolsas y tiró de la asa incólume que
asomaba entre ellas.
Era un bolso. Uno que le había visto a Jailyn el día que fue a buscarla al
trabajo, uno tipo tote, de imitación charol, negro como una de las cucarachas que
deambulaban por allí.
—Maldita sea —masculló.
Lo abrió sin dudarlo y rebuscó en su interior hasta encontrar la cartera. La
abrió y dentro encontró el carnet de conducir de Jailyn.
—Joder, joder…
Dio un paso atrás con los puños cerrados, buscando algo que golpear para
aliviar la frustración y la rabia. El tío se la había llevado. No había duda.
Algo crujió bajo sus pies. Debajo del papel de periódico que estaba pisando.
Lo levantó y encontró un móvil hecho trizas.
El móvil de Jailyn.
Capítulo diecisiete

Kerr llamó a Branden para darle las malas noticias. Como era de esperar, no
le hicieron puñetera gracia. Lo oyó renegar varias veces a través del teléfono, al
mismo tiempo que insultaba a otro conductor.
—Escucha —dijo Kerr, resollando. Caminaba con el paso acelerado hacia su
moto—, pásate a recoger a Kendra e id a mi apartamento los dos.
—¡¿A tu puto apartamento?! ¡¿A qué?! ¡¿A sentarnos a esperar?! —gritó
Branden. Kerr tuvo que apartar el auricular del móvil de su oreja para no
quedarse sordo.
—A esperarme a mí, sí.
—Y tú, ¿a dónde irás?
—Voy a llevar el bolso y los trozos del móvil al laboratorio, para que los
examinen. Quizá encuentren alguna prueba.
—Dime dónde es que voy para allá.
—¡No! —lo cortó, tajante—. Vete a mi apartamento con Kendra e intenta
tranquilizarte.
—¿Que me tranquilice? ¡Vamos, no me jodas! ¿Cómo estarías tú si fuese
Kendra la que ha desaparecido?
—Como tú, o peor.
—¿Entonces? ¿A qué viene eso de que «me tranquilice»?
—Porque cuando encontremos a Jailyn, y lo haremos, necesitará que tengas
la cabeza fría para poder ayudarla. Encárgate de Kendra, cuéntale lo que pasa, e
id a esperarme a mi apartamento. Y deja que yo haga mi trabajo. ¿De acuerdo?
Branden permaneció en silencio unos segundos. Kerr solo oyó la pesada
respiración de su amigo, y algunos golpes sordos al otro lado de la línea.
Probablemente, estaba aporreando el volante.
—Está bien —dijo al final, con la voz más calmada—. Pero mantenme
informado, por favor.
—Por supuesto.
Kerr colgó. Había llegado hasta su moto. Se puso el casco, montó, y salió
como alma que lleva al diablo, sorteando coches como un suicida.
Tenía que llegar al laboratorio cuanto antes.

Llegó al laboratorio en menos de quince minutos. Había, casi literalmente,


volado sobre el asfalto. Se impacientó en el ascensor; le pareció que iba
especialmente lento. Cuando llegó por fin a su planta, salió en estampida,
protegiendo la bolsa de plástico en la que llevaba el móvil y el bolso. Atravesó
las puertas de cristal como un tornado y, sin esperar a que la recepcionista lo
atendiese, entró en la zona restringida, con la pobre chica corriendo detrás de él
intentando impedírselo.
—No pasa nada, Allegra —la detuvo Roger Corman, dueño y director del
mejor laboratorio criminalístico privado de Nueva York—. Es un amigo. ¿A qué
viene tanta prisa? —preguntó, girándose hacia Kerr.
—La han secuestrado. Esto es de ella, estaba en el lugar del que se la han
llevado.
Roger lo miró con sus ojos castaños y se pasó la mano por el pelo, largo y
ondulado, para echárselo hacia atrás. Después, se subió los lentes, redondos y
metálicos, que le daban un aire soñador y algo despistado.
—Sígueme. —Empezó a caminar hacia uno de los despachos mientras
seguía hablando—. Hemos encontrado huellas y ADN por todo el piso, los
mismos que nos trajiste tú hace un mes. Como ya sabes, no revelaron nada. Si
tuviéramos, por lo menos, a un sospechoso…
—En las películas todo parece mucho más fácil —rezongó.
—Sí, tienen a los guionistas de su parte y eso es esencial —bromeó Roger—.
¿No tenéis ninguna pista más?
—Hay un testigo que vio un hombre con ella antes de desaparecer, pero no le
vio la cara. Y un coche —añadió, acordándose de repente—, un Ford de los 90’,
verde.
—Eso puede darnos algo. ¿Dónde la secuestraron? —Roger se sentó tras la
mesa, dejó la bolsa con las pruebas al lado del teclado del ordenador e hizo crujir
los nudillos.
—De un callejón cerca de la parada de metro de Park Avenue con la 33.
—Bien, vamos a ello. —Empezó a teclear con rapidez—. ¿Qué modelo de
coche era? ¿Lo sabes?
—No, solo la marca, el color, y que tiene un alerón.
—De acuerdo. Estoy haciendo algo que no es del todo legal, así que no
puedes contárselo a nadie, ¿ok?
—No tengo ni idea de lo que haces.
—Accediendo al sistema de cámaras de vigilancia pública —informó Roger
con una sonrisa pícara—. A ver si localizamos el coche y podemos ver la
matrícula. Por suerte, tengo un programa automatizado que lo buscará en las
imágenes mucho más rápido que si lo tuviésemos que hacer con nuestros ojos.
¿Sobre qué hora creéis que ocurrió el secuestro?
—Sobre la una.
Kerr seguía de pie, nervioso. Se puso las manos en los bolsillos del pantalón
porque no sabía qué hacer con ellas. Se sentía impotente, y era una sensación
que no le gustaba.
—Bien, aquí tenemos las imágenes de todas las cámaras de la zona, de la una
menos cuarto a las dos de la tarde. Pongo los parámetros de búsqueda en el
programa y… a buscar. Puede tardar unos minutos. ¿Qué piensas hacer cuando
identifique al tío?
—Mejor no te lo cuento —contestó Kerr, mostrando los dientes apretados en
una sonrisa que no auguraba nada bueno para el secuestrador.
—Eh, yo te he contado que tengo hackeadas las cámaras —protestó.
—Eso es un delito menor comparado con lo que pienso hacerle, Roger.
—Vaaaale, comprendido. Ahí está, tenemos un resultado. Y se ve
perfectamente la matrícula. Voy a buscarla a ver qué nos sale… —Tecleó el
número y, en décimas de segundo, tenían un nombre y una dirección—. Vaya,
esto sí es una sorpresa. Resulta que el dueño del Ford es vecino de tu amiga:
Elvin Coyle.
—¿Cómo que…? ¡Joder! ¡Pues claro! ¡El tío siniestro del bajo!—El mismo
que había visto subir las escaleras con un manojo de cartas en sus manos, el de
mirada huidiza. El que se había prometido investigar porque le dio muy mala
espina pero no lo hizo—. No creo que la tenga encerrada en su casa, sería
demasiado arriesgado. Además, parte de tu equipo todavía está allí procesándolo
todo, ¿no?
—Sí, tengo a cuatro investigadores allí ahora mismo.
—La tendrá en otro sitio, pero, ¿dónde?
—¿Vamos a averiguarlo?
Se puso a teclear frenéticamente durante un rato, buscando en cualquier base
de datos, a ver qué podía averiguar sobre el sospechoso. Fue un trabajo tedioso.
Encontró su lugar de trabajo, y sacó todo su historial familiar, buscando relación
con cualquier lugar en el que se pudiese mantener prisionero a alguien, por muy
descabellado que pareciese. Fue la media hora más larga que Kerr había vivido.
—Lo tengo —exclamó Roger por fin—. Elvin Coyle no tiene ninguna
propiedad a su nombre, pero hay una pequeña casa, cuya herencia está en
disputa, que actualmente está deshabitada. Te paso la ubicación a tu móvil.
—Roger, ahora soy yo el que te debe una muy grande, tío.
—Tranquilo, algún día me la cobraré.
Jailyn no permaneció ociosa. Después de un buen rato de lágrimas aterradas
e indefensas, poco a poco se fue recuperando del shock, y el miedo empezó a ser
sustituido por la rabia. Esa rabia sorda que nace en las entrañas, se enrosca en las
tripas, sube por la espina dorsal y se convierte en odio asesino, llenando las
mentes de sangre y vísceras.
No iba a quedarse de brazos cruzados esperando a que el muy cabrón
volviera para violarla. Se había librado por los pelos, gracias a un giro dramático
del destino, pero no habría una segunda interrupción. Cuando Elvin regresara, lo
único que podría impedir que la violara era que ella estuviera preparada para
defenderse. No podría hacerlo si seguía asustada y encadenada, y no podía
esperar a que alguien fuese a rescatarla. Estaba sola. No podía esperar ayuda de
nadie.
Por supuesto que Branden y los demás la estarían buscando. Habrían ido a la
policía, estos dirían que no podían hacer nada hasta que pasaran veinticuatro
horas, y estarían removiendo cielo y tierra para encontrarla. Pero sería inútil. A
ninguno de ellos se les ocurriría que el enclenque vecino de abajo era el maldito
tarado. Ni si quiera a ella se le había ocurrido, a pesar de la mala espina que
tenía con él. Porque jamás piensas que alguien que vive tan cerca de ti puede ser
un loco peligroso.
—He de quitarme estas cadenas —musitó en voz alta.
Las siguió hasta el grueso clavo que se hundía en la pared a la altura de sus
rodillas. Lo palpó a ciegas y los dedos se le llenaron de herrumbre.
—Esto está aquí desde el año de maricastaña. —Su voz sonó más firme en la
oscuridad—. Seguramente lo clavaron el mismo año que construyeron esta casa.
Si tengo suerte…
Tironeó del clavo, hacia un lado y el otro, para comprobar si cedía. Una
sonrisa sádica cruzó su rostro cuando notó cómo se movía. Solo un poco, apenas
unos milímetros, pero fue suficiente para darle esperanzas.
Hurgó alrededor. Antes de que Elvin apagara la luz, vio que las paredes
estaban recubiertas por pladur, supuso que formaba parte del aislamiento que
dijo que había puesto para insonorizar el sótano.
—Qué cutre eres, tarado —escupió, dejando que el odio y el desprecio
fluyesen libres—. Pladur y, probablemente, corcho debajo. Solo espero que la
pared original de debajo también sea cutre y no roca viva, porque si es así, estaré
jodida.
Acercó el colchón hasta pegarlo a la pared y se arrodilló encima. Movió
cuello y hombros para desentumecerlos, preparándose para el trabajo titánico
que tenía por delante. Iba a arrancar ese clavo, por sus santos ovarios. Quedaría
libre y, cuando Elvin bajase al sótano, creyendo que ella seguía asustada e
indefensa, se llevaría la sorpresa de su vida.
Trabajó incansable durante más de dos horas, sin prisa pero sin pausa,
moviendo el grueso clavo de un lado hacia otro. Derecha. Izquierda. Derecha.
Izquierda. Un minutos, tras otro, tras otro. Los dedos le sangraron, la piel rota
por el roce y el esfuerzo constante. Los hombros y los brazos empezaron a
dolerle, y tenía la espalda tan dolorida que hasta respirar le costaba.
Pero no se rindió.
Siguió con su movimiento constante, mientras iba ideando las mil maneras
en que iba a vengarse de Elvin.
—Le arrancaré los ojos. Le hundiré los pulgares hasta que le revienten. Le
golpearé la cabeza con las cadenas hasta que pueda ver sus sesos. O mejor, se las
enrollaré en el cuello y tiraré hasta que se ahogue. Quiero verlo con la cara
amoratada y la lengua por fuera. A ver qué tan valiente eres estando solos tú y
yo, pedazo de mierda, sin ningún inocente con el que amenazarme.
La letanía en voz alta de todas las maneras en que iba a hacerle pagar,
pronunciada con los dientes apretados, no dejó que la furia asesina se
consumiera en nada. La mantuvo viva y ardiente, como la leña que chisporrotea
en una chimenea. Ni un segundo se rindió; ni durante un momento, flaqueó.
Siguió y siguió hasta que, con un chasquido triunfal, el clavo quedó libre.
Justo a tiempo de oír el motor del coche sobre ella.
Elvin acababa de regresar.

—No parece que haya nadie —musitó Branden mirando hacia la casa
abandonada antes de bajar del coche—. ¿Estás seguro de que es aquí?
Estaba anocheciendo ya y no podía dejar de pensar en que Jailyn llevaba
demasiadas horas en manos del tarado. La angustia y el miedo por lo que le
podría haber hecho era insoportable.
—Es la única pista que hemos encontrado.
—Deberíamos ir a por Elvin y sacudirlo hasta que nos diga dónde tiene a
Jailyn.
—No te preocupes. Si ella no está aquí, es lo que haremos. Toma. —Kerr
sacó un revólver de la guantera del coche, un todo terreno negro y enorme, y se
la ofreció junto a una pequeña linterna—. Por si acaso.
Branden asintió y cogió ambas.
—Vamos allá.
Bajaron del coche y atravesaron la acera. Branden tuvo que reprimir la
impaciencia por llegar y se obligó a caminar a un paso que no fuese sospechoso.
Ya no había nadie en la calle a esas horas, con la noche tan cercana, pero se
podía ver la luz en las ventanas de las casas vecinas. ¿Quién sabe si alguien
estaba observándolos?
La puerta principal estaba bloqueada y cegada por las maderas clavadas en
el marco, igual que las ventanas. Rodearon la casa, internándose también en el
jardín trasero, sin encontrar un agujero por el que meterse.
—Esto es imposible. No hay manera de entrar. Incluso las ventanas del
primer piso están bloqueadas.
—Sí la hay. —Kerr señaló el garaje, un anexo con el tejado inclinado pegado
a la casa—. Seguro que entra y sale por ahí.
—No va a ser fácil abrirla.
—Espera aquí. —Kerr fue hasta el coche, abrió el maletero y sacó una
palanca. Volvió, mostrándose a Branden, con una sonrisa triunfal—. Esto nos
ayudará.
La encajó a la mitad, allí donde las bisagras partían en dos la puerta, e hizo
palanca con fuerza. Sonó un chasquido y la puerta se abrió sin más problemas.
Dentro, encajonado entre estanterías y cajas llenas de trastos viejos, el Ford
verde con un alerón trasero les dio la bienvenida.
—Parece que está aquí —susurró Branden.
Kerr asintió y le hizo un gesto con el dedo sobre los labios para que
permaneciera en silencio. Entró mientras Branden se ocupaba de bajar de nuevo
la puerta. Puso la mano sobre el capó. Todavía estaba muy caliente. Elvin había
regresado solo unos minutos antes que ellos llegaran.
Encendieron las linternas y observaron a su alrededor hasta localizar la
puerta que comunicaba con la casa. La abrieron con cuidado. Al otro lado, la
oscuridad seguía reinando.
Banden sentía el corazón bombear en sus oídos. Le sudaban las manos
además de temblarle, y respiraba con agitación. En cambio, Kerr estaba en su
salsa. Tenso pero tranquilo, se movía con sigilo manteniendo todos los ángulos
bien cubiertos con la automática que empuñaba, buscando a Elvin Coyle entre
las sombras. Linterna y cañón apuntaban siempre en la misma dirección, y fue
abriendo camino hasta la escalera, asegurándose de que no había ningún peligro,
con Branden siguiéndole muy de cerca.
—Hay que mirar habitación por habitación —le susurró a su compañero en
voz muy baja—. Registra esta planta y yo subiré arriba.
—Ten cuidado, Kerr.
El aludido solo chasqueó la lengua antes de empezar a subir las escaleras.
Branden tragó saliva. Nunca se había visto en una situación como aquella, en
la que su vida pudiese peligrar. Pero el miedo a lo que pudiese estar pasando
Jailyn era mucho peor e hizo que se sobrepusiera.
Todo estaba en silencio y oscuro. Caminó intentando no hacer ruido, pero a
cada bocanada de aire que daba, le pareció que su propia respiración era como
una explosión. A la derecha, la cocina estaba vacía. Tropezó con una lata tirada
en el suelo y el ruido metálico resonó por toda la casa como un millar de
campanas. Maldiciendo, siguió caminando hasta el comedor, esperando que
Elvin no lo hubiese oído. Estaba vacío. Y el salón de al lado, también. No estaba
en la planta baja.
Volvió hacia las escaleras siguiendo una ruta diferente desde el salón y,
entonces, vio la puerta del sótano, disimulada bajo la escalera, con dos cerrojos
nuevos y brillantes asegurándola.
Atrapado entre la desazón y el miedo a lo que pudiera encontrarse al otro
lado, y por la impaciencia por rescatar a Jailyn, tiró de ellos hasta descorrerlos.
La puerta se abrió hacia afuera con un desagradable chirrido.
De repente, desde el piso de arriba, un alboroto estruendoso desgarró el
silencio que reinaba Branden alzó la vista, dividido entre la necesidad de bajar al
sótano para comprobar que Jailyn estaba allí y poder rescatarla, y la
preocupación por su amigo y por la pelea que parecía estar ocurriendo arriba.
Solo duró unos segundos, y el ansia por rescatar a Jailyn ganó, por supuesto.
Kerr era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo y no necesitaría su ayuda
para acabar con el tarado. Así que, empuñando el revólver en una mano y la
linterna en la otra, empezó a bajar hacia el oscuro y tenebroso sótano.

Kerr subió el primer peldaño desentendiéndose de Branden. Sabía que Elvin


estaba arriba, acechando. Probablemente, habría oído el ruido de la palanca
contra la puerta del garaje y se habría escondido; o, peor, estaría esperando la
oportunidad para acabar con ellos.
Branden era valiente y quería a Jailyn con locura, pero no era un soldado. No
sabía qué significaba mancharse las manos con la sangre de tus enemigos, o
mirarlos a los ojos mientras sentía cómo la vida se les escapaba. No entendía que
algo así marca para siempre y que, una vez cruzas aquel umbral, no hay vuelta
atrás. Por eso lo había dejado abajo con la excusa de que debían registrar todas
las habitaciones, a pesar de que el ligero sonido de una respiración entrecortada,
y el suave roce de unos pies sobre el suelo, lo habían alertado de que Elvin
Coyle se escondía en el piso superior.
Al llegar a la mitad de la escalera apagó la linterna y esperó unos segundos,
hasta que los ojos se le acostumbraron a la tenue luz del exterior que entraba
entre las rendijas de las ventanas tapiadas. Estaba habituado a moverse en
silencio, cauto, al amparo de las sombras de la noche, y la luz de la linterna
alertaría al enemigo de su posición y sus movimientos.
Se agachó para ofrecer un menor blanco y siguió subiendo. Los peldaños,
viejos y ajados, a duras penas protestaron. Arriba lo esperaba más oscuridad.
Esperó quieto un instante, escuchando. De abajo llegó el rugir metálico de una
lata rodando por el suelo y las tenues maldiciones de Branden. Al fondo del
pasillo, una sombra se movió y se deslizó hacia la derecha, cruzando una puerta
abierta.
Kerr sonrió.
Caminó despacio en esa dirección, teniendo cuidado de no chocar contra
algún mueble. En su mano derecha aferraba el arma de fuego, una Glock de
9mm parabellum. Se apoyó contra la pared contraria a la puerta por la que la
sombra había desaparecido y se movió muy lentamente. Al otro lado, más
oscuridad, excepto por dos rayos de luz, procedentes de las farolas exteriores,
que cruzaban la habitación y la iluminaban lo suficiente. Una cama la presidía,
junto con un pequeño y viejo sofá apoyado contra la pared bajo la ventana.
No había nadie. ¿Quizá la sombra había sido un espejismo? Lo dudaba. Las
motas de polvo flotaban en el aire y parecían deslizarse por los rayos de luz
como diminutas partículas vivas y divertidas entreteniéndose en el intangible
tobogán luminoso.
Se irguió un poco, manteniendo la espalda curvada, y corrió hacia el interior,
precipitándose contra la cama para usarla de escudo. Asomó la pistola por
encima del raído y desnudo colchón, apuntando hacia el otro lado de la
habitación.
No había nadie.
Kerr se levantó, indeciso. Juraría que había visto a alguien entrar allí, pero no
había ni rastro, ni otra puerta por la que pudiese haber escapado.
Salió de detrás de la cama, erguido en toda su altura, y sacó la linterna del
bolsillo para estudiar minuciosamente la pared. Recorrió con la luz cada
milímetro del cochambroso papel pintado, deteniéndose a estudiar cada grieta,
esperando encontrar una señal, o una puerta secreta. Pero, o no la había, o estaba
tan magníficamente disimulada que era imposible detectarla. Giró sobre sí
mismo, observando su entorno, dudando de su propia percepción, sin darse
cuenta que, a su espalda, una pequeña porción rectangular de pared se abría
silenciosamente. Desde la oscuridad, raudo como una centella, una mano asomó
empuñando un martillo que descendió buscando la cabeza de Kerr.
Este, alertado por el instinto, o quizá por el leve movimiento del aire tras él,
giró agachándose al mismo tiempo, logrando que el martillo, en lugar de en la
cabeza, impactara por error en la mano que empuñaba la pistola. El arma salió
disparada al tiempo que Kerr ahogaba un grito de dolor. Más allá, el rostro
contraído por la rabia de Elvin se abalanzó sobre él, con el martillo levantado,
dispuesto a atacar. Kerr levantó una pierna, que impactó contra el abdomen del
otro hombre, más delgado y enjuto, y salió disparado contra la pared de la que
había emergido.
De un salto, Kerr se levantó y agarró el arma del suelo, girando para apuntar
hacia la oscuridad más allá de la puerta.
Elvin gritó, sabiéndose atrapado en aquel maldito armario empotrado, sin
salida. Con la rabia bulléndole en la sangre, y el odio infundiéndole valor, saltó
hacia adelante, desesperado, dispuesto a derribar a su enemigo. Su hombro
impactó contra el estómago de Kerr y lo tiró al suelo. Se levantó, sabiendo que
apenas tenía unos segundos para intentar escapar engullido por la oscuridad de
aquella vieja casa que conocía como la palma de su mano.
Fue en vano.
Desde el suelo, la mano de Kerr aferró su tobillo y tiró de él, haciendo que
diese de bruces en el suelo.
No tuvo ni una sola oportunidad. Kerr, un soldado entrenado, experto en la
lucha cuerpo a cuerpo, al que tuvo la suerte de pillar desprevenido una vez, se
alzó sobre él, inmisericorde. Lo agarró por el cuello y, antes de que tuviera
tiempo de volver a gritar, lo dejó inconsciente de un golpe.
Se levantó, resollando, pensando que ya era demasiado viejo para estas cosas
y que, quizá, debería abandonar su empleo como mercenario y buscarse algo
más tranquilo. Fue hasta la escalera y llamó a Branden.
—¡¿La has encontrado?! —le preguntó gritando desde el borde de la
escalera.
Branden alumbró al final de la escalera. El sótano estaba a oscuras, como
una cueva. Usó la luz de la linterna para buscar el interruptor. Todos los sótanos
tenían algún tipo de luz, aunque solo fuese una triste y solitaria bombilla
colgando. Dio con él, uno de aquellos redondos y viejos, hechos de porcelana,
con una palanca en forma de lazo que tenías que hacer girar. Lo hizo y el sótano
se iluminó con una luz tenue y siniestra, como en una película de terror.
Guardó la linterna en el bolsillo de la chaqueta y, con el arma apuntando
hacia adelante, empezó a bajar, poco a poco, asegurando el pie en cada escalón.
La madera carcomida crujió bajo sus pies y la bombilla tembló ligeramente.
No veía a Jailyn por ninguna parte. Al fondo había un colchón sucio tirado
contra la pared, y las paredes parecían recubiertas por pladur.
No había nada más. El sótano estaba vacío.
Estaba a mitad de escalera y seguía sin ver a Jailyn. No la tenía allí. ¿Podía
ser que se hubiesen equivocado?
Bajó un escalón más y algo se enganchó en su tobillo, tirando de él,
haciéndolo tropezar y caer rodando las escaleras, dando con la cabeza contra el
duro suelo.
Un grito lleno de rabia resonó contra las paredes. Aturdido, vio a contraluz
una figura oscura y amenazante abalanzarse sobre él. Alzó el revólver.
Amartilló.
Pero la figura se detuvo y la ansiada voz que tanto había echado de menos,
pronunció su nombre.
—¿Branden?
—¿Jailyn? —contestó, incorporándose y llevándose una mano a la dolorida
cabeza.
—Has… venido. Me has encontrado —susurró, incrédula.
—Por supuesto que te he encontrado —contestó sin saber si sentirse
ofendido por la duda.
Jailyn se le echó encima y empezó a llorar, hipando desesperada. Branden la
abrazó con fuerza contra su cuerpo, sin poder creer que la tenía de vuelta en sus
brazos.
—Pensé que no me encontrarías —balbuceó entre sollozos—. He pasado
tanto miedo, creí que iba a… iba a…
—Ya ha pasado, cariño —le susurró con ternura, manteniéndola sujeta
contra sí—, ya ha pasado.
—Has venido —volvió a repetir.
—Siempre, siempre, mi amor, siempre iré a por ti cuando me necesites.
Siempre.
—¡¿La has encontrado?! —oyó a Kerr gritar desde arriba.
—Vamos, hemos de salir de aquí, cariño. ¡Sí! —le gritó a Kerr—. ¡La tengo
y está bien! ¡¿Tienes a Coyle?! —preguntó a su vez, pero Kerr no respondió.
Se guardó el revólver en el bolsillo y agarró a Jailyn, que había perdido las
fuerzas cuando la rabia y la agresividad que la habían mantenido en pie, se
desvanecieron. La cogió en brazos y subió las escaleras, con ella aferrada a su
cuello, llorando ahora en silencio. Alumbrándose con la linterna, atravesó el
pasillo hasta la puerta del garaje, la empujó con el pie y salió al exterior. El aire
fresco de la noche le golpeó la cara y le llenó los pulmones de golpe. Se sentía
como si llevase horas sin poder respirar.
Caminó hacia el coche, abrió la puerta de atrás, y se sentó sin soltarla.
—¿Te ha hecho algo? —se atrevió a preguntar por fin mientras la envolvía
en una manta suave y esponjosa.
—¿Aparte de secuestrarme, pegarme, amenazarme y atarme como a un
perro? —susurró con sarcasmo. Poco a poco, volvía a ser ella—. No, no tuvo
tiempo de nada más, por suerte para mí. Lo llamaron por teléfono y tuvo que
marcharse.
Brander respiró, aliviado. Jailyn era fuerte y, con ayuda, podía superar
cualquier cosa. Pero una violación… eso era algo que difícilmente se superaba.
Como una vez le oyó decir a una víctima, una violación no se supera, solo
aprendes a vivir con lo ocurrido. Por suerte, su Jailyn no tendría que aprender a
vivir algo así.
Pocos minutos después, Kerr abandonó la casa y entró en el coche.
—¿Y Coyle? —le preguntó Branden.
—Ya no tenéis que preocuparos por él —contestó, poniendo la llave en el
contacto para poner el motor en marcha.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Simplemente, que ya no hará más daño a nadie.
Branden abrió la boca pero la cerró con un chasquido. Sería mejor no
enterarse de qué había ocurrido en el piso de arriba. Le bastaba con saber que le
debía la vida de Jailyn y la suya propia.
El coche rodó sobre el asfalto, con Kerr al volante. En sus oídos, todavía
resonaba el chasquido del cuello de Coyle al romperse, pero pronto
desaparecería. Siempre acababa desapareciendo. Quizá por la noche vería su
rostro en sueños, pero tampoco sería la primera vez que sus muertos lo visitaban.
Miró el reloj y suspiró. En quince minutos, una furgoneta negra aparcaría
delante de la casa. Del interior, bajarían dos hombres vestidos con un mono
negro que se encargarían de hacer desaparecer el cadáver. Él mismo, en cuanto
dejara a Branden y a Jailyn en su casa, iría hasta el apartamento del tarado y se
encargaría del resto. Si las fotos y las grabaciones del lago estaban allí, las
encontraría y las destruiría.
No quedaría ningún rastro de Elvin Coyle. Nadie sabría nada de él, nunca
más. No habría policía, ni investigación. Simplemente, desaparecería de la faz de
la tierra y acabaría olvidado, tal y como merecía.
Epílogo

Tres meses después

Jailyn miró de nuevo la fachada del edificio, situado en el barrio de Astoria,


en Queens. Solo tenía cuatro plantas, con la fachada de ladrillo vista de ese color
marronoso rojizo tan típico, pero contaba con una lavandería en el sótano, y un
gimnasio bien equipado. El apartamento en sí era diminuto: una sola habitación,
un baño y una pequeña cocina integrada en el salón. Pero lo compensaba con las
estupendas vistas hacia el East River que tenían desde la terraza.
Era perfecto para empezar su nueva vida juntos.
—¿Vas a seguir subiendo cajas o vas a quedarte ahí mirando la pared? —dijo
Branden quedándose quieto a su lado.
—Estoy intentando imaginar cómo será nuestra vida aquí. Siento mucho que
hayas tenido que abandonar tu espléndido apartamento.
—Yo, no. Demasiado grande y frío. Demasiado vacío. ¡Y caro! —añadió,
riéndose—. Aquí seré muy feliz, ¿sabes por qué? Porque estamos juntos.
Jailyn sonrió, amorosa, y se puso de puntillas haciendo una extraña finta para
poder besarle a pesar de las cajas que ambos llevaban en las manos.
—Venga, perezosa, que ya queda poco —la animó él, sonriéndole.
Subieron por las escaleras hasta el segundo piso, cargando cada uno con una
caja. Entraron en el apartamento y las dejaron en el suelo, al lado de las que ya
habían subido.
—Dos viajes más y habremos terminado —dijo él, estirando los brazos como
un gato para desentumecer los músculos.
—¿Terminado? Faltará colocarlo todo en su sitio.
—Eso podemos hacerlo mañana. Te propongo un plan mejor —añadió,
acercándose a ella para abrazarla—. Estrenar la ducha bien juntitos, —le susurró
contra los labios—, dejar que adore tu cuerpo igual que adoro tu alma y,
después, salir a cenar.
—Mmmm, suena muy bien —musitó, coqueta, rodeándole la cintura con los
brazos para pegarse a él—, follar en la ducha con el nuevo fiscal del distrito. ¿Te
he dicho lo orgullosa que estoy de ti?
—Ajá —contestó él, más interesado en besarle el cuello que en otra cosa.
—Y, ¿qué se siente?
—¿Qué se siente, de qué? —murmuró mientras se concentraba en
mordisquearle el lóbulo de la oreja.
—Al estar en el lado correcto de la ley.
Branden dejó en paz la oreja y apoyó la frente en la de ella.
—Se siente muy bien —susurró—. Gracias.
—¿Gracias? ¿Por qué me das las gracias?
—Por ayudarme a encontrar el camino correcto.
—Qué tonto eres. Lo encontraste tú solo.
—Sabes que no es así. Si no hubieras irrumpido en mi vida, habría seguido
mi plan original basado solo en la ambición y el miedo. Me enseñaste que hay
cosas mucho más importantes.
—Y todo empezó porque abrí el cajón de tu mesa para curiosear. Después
dirán que la curiosidad mató al gato. Yo creo que mas bien le dio alas para volar.
Branden iba a decir algo, pero cerró la boca cuando el teléfono móvil de
Jailyn empezó a sonar. Ella lo cogió y miró extrañada hacia el número
desconocido que parpadeaba en la pantalla.
—¿Diga? —Se puso seria y puso una mano en el pecho de Branden para
detenerlo cuando este intentó acceder de nuevo a su cuello—. Sí, soy yo. —
Escuchó atentamente lo que le decían desde el otro lado de la línea. Su rostro
había adquirido un gesto de seriedad—. ¿El lunes? Claro, por supuesto. Muchas
gracias.
Colgó y alzó el rostro. Sus ojos estaban empañados y había arrugado los
labios en un rictus que Branden no supo interpretar bien. Parecía triste, como si
le hubieran dado una mala noticia.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó, alarmado.
—No te lo vas a creer —musitó.
—Me estás asustando.
Ella estalló en una risa nerviosa al mismo tiempo que empezó a llorar. Era de
alegría, sorpresa, y nervios. Se echó en sus brazos y lo apretó muy fuerte.
—Era de la Biblioteca Museo Morgan —musitó, riendo y llorando al mismo
tiempo—. ¡Me han contratado! ¡Empiezo el lunes!
—¿En serio? —exclamó él, los labios ensanchándose en una gran sonrisa—.
¡Eso es estupendo!
—¡Sí! ¿Te imaginas?
Branden la cogió en volandas y giró con ella, acompañándola en su alegría,
mientras estallaban en carcajadas. Dio dos vueltas y la dejó de nuevo en el suelo
para poder acunar su hermoso rostro con las manos.
—Esto hay que celebrarlo por todo lo alto —le dijo—. Yo me encargo de
subir lo que falta. Tú, date una ducha y arréglate: nos vamos a cenar al
Clocktower.
—Pero, ¿no hay que reservar mesa con semanas de antelación?
—Cariño, sigo teniendo mis contactos —le guiñó un ojo—, y la noticia
merece que tire de ellos. Estoy muy orgulloso de ti, ¿sabes? —añadió con tanta
ternura que a Jailyn le dio un vuelco el corazón—. Has luchado por lo que
quieres con uñas y dientes. Incluso por mí. No te rendiste aunque parecía un caso
perdido. No te merezco.
—Por supuesto que me mereces —exclamó ella, abrazándolo de nuevo—. Y
yo te merezco a ti. No te pongas tan sentimental o voy a echarme a llorar otra
vez.
—Dios me libre de hacerte llorar. Quiero que siempre estés feliz y contenta,
y las únicas lágrimas que quiero ver asomar por estos preciosos ojos tuyos, son
las de alegría. Y voy a luchar con todas mis fuerzas para conseguir mi nuevo
objetivo en la vida.
Lucharía y lo conseguiría, porque Jailyn no se merecía menos que una vida
llena de dicha y felicidad; y él haría todo lo que estuviese en su mano para
proporcionársela.
Quiero darte las gracias por llegar hasta aquí. Espero que
disfrutaras con esta historia, y que te haya distraído de los problemas
cotidianos haciendo que los olvidaras durante unas horas. Si ha sido
así, he conseguido lo que siempre busco con mis novelas.
Si eres una de mis lectoras habituales, quiero darte las gracias por
estar ahí novela tras novela, por tu apoyo, aunque sea silencioso, y por
el cariño que me demostráis siempre en redes.
Si es la primera vez que me lees y quieres más, en la página
siguiente encontrarás una lista con todas mis novelas publicadas hasta
el momento. Espero que te animes a seguir leyéndome.

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Un beso, y muchas gracias.


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