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Rvdo.

Presbítero
José Denis M

Reflexión del Evangelio de 30 de abril de 2024


Ciclo litúrgico (B)
Evangelio

san Juan 14, 27-31a


“La paz os dejo, mi paz os doy”

Reflexión

Vivir la resurrección en comunidad es: Contar a la Iglesia lo que Dios realiza en nosotros.

A Jesús, lo azotan lo crucificaron fuera de la ciudad y cuando fueron los discípulos al sepulcro, Él se había
levantado y volvió a manifestarse en la ciudad (cenáculo).
Lo ocurrido a Pablo es casi un símil de lo ocurrido con Jesús: la tribulación llega a Pablo que apedreado lo
arrastran fuera de la ciudad y lo dejan por muerto, pero al llegar los discípulos, él se levantó y volvió a la
ciudad. El discípulo sigue el mismo recorrido que el Maestro.
La tribulación no es un obstáculo para que el Evangelio se siga anunciando y con la gracia de Dios la fe se siga
propagando.
En la comunidad, unidos a los presbíteros orar, ayunar, encomendarnos al Señor en quien creemos; así la
comunidad crece, se da la perseverancia en la fe, llega el ánimo a los discípulos.
Hay que confesar la fe y proclamarla; contar lo que Dios hace por medio de los creyentes.
Quizás hoy, más que nunca necesitamos el testimonio vivo de los creyentes de la comunidad; narrar cómo Dios
por medio del testimonio, se abre la puerta de la fe.
La propia comunidad es el testimonio vivo del resucitado.
No dejes que la palabra comunidad sea una palabra vacía en nuestro vivir cristiano.
El resucitado nos da: la paz como tarea, la paz como regalo.
"La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo".
La paz os dejo como una tarea.
La paz es fruto de una relación en armonía con la naturaleza, con uno mismo, con los demás, con Dios.
Cuando falta la armonía, reina la injusticia, la desigualdad, el egoísmo, la violencia; no puede haber paz.
Por eso tenemos una misión que nos deja Jesús: construir unas relaciones humanas de armonía, de justicia, de
igualdad, para que pueda reinar la paz. Si no hay justicia, no puede haber paz.
También dice Jesús: La paz os doy; es un regalo del Resucitado: para vivir con Dios en una relación de
armonía, de bondad, de amor, de vida.

Por eso el saludo de Jesús resucitado es paz.


Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Es la experiencia de la
misericordia de Dios en nuestra vida. La paz que garantiza los bienes mesiánicos de la salvación.
El don de la Paz que Jesús comunica a los discípulos es expresión del amor del Padre, fuente de gozo. Esa paz
no la puede dar el mundo.
Jesús vuelve al Padre; es su última noche antes de morir e invita a edificar paz y gozo y fe.

Pero esta vuelta al padre pasa por la cruz. Cuando llegue la cruz que sigamos creyendo y que comprendamos
la cruz como obediencia de Jesús al mandato del amor recibido del Padre.
Diócesis madre de dios (mater dei)
Medellín Colombia
Rvdo. Presbítero
José Denis M

Construye paz, armonía, justicia, fraternidad alegre, y cuando te llegue la cruz sigue creyendo en el amor de
Dios, cree en el mandato grande del amor… y que tu vida comunitaria sea testimonio vivo de Cristo resucitado.
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• La paz que viene de Dios.
• Un fruto de la Santa Misa.
• La paz, consecuencia de la lucha.

QUIENES CONOCIERON de cerca al beato Álvaro del Portillo cuentan que encarnaba muy bien aquellas
palabras de san Josemaría recogidas en Forja: «Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer
de Dios, es la paz en su alma: tiene “la paz” y da “la paz” a las personas que trata»[3-1]. Se trata de un deseo
de todos los corazones: alcanzar la paz, no vivir en la incertidumbre, estar convencido de que no hay tristezas
que no tengan consuelo. Sin embargo, no es fácil hacerlo: siempre hay asuntos que no funcionan, limitaciones
con las que hemos de convivir, sucesos que parecen irremediables… Para tener una paz duradera y darla a los
demás cuentan nuestros esfuerzos, pero lo más importante es encontrar en Dios su fuente inagotable.

«La paz que nos ofrece el mundo es una paz sin tribulaciones; nos ofrece una paz artificial, una paz que se
reduce a tranquilidad. Es una paz que solo mira las propias cosas, las propias seguridades, a que no falte nada
(...). Una tranquilidad que nos hace cerrados, que no ve más allá. El mundo nos enseña la senda de la paz con
anestesia; nos anestesia para no ver otra realidad de la vida: la cruz. Por eso san Pablo dice que se debe entrar
en el Reino del cielo pasando por muchas tribulaciones. Pero, ¿se puede tener paz en la tribulación? Por parte
nuestra, no (...). Las tribulaciones existen: un dolor, una enfermedad, una muerte… La paz que da Jesús es un
regalo: es un don del Espíritu Santo» [3-2].

En el trato con el Señor es donde encontramos la seguridad del alma que necesitamos para nosotros y para
los demás. Solo él tiene la clave. Todos los sueños de felicidad se colman en Cristo. También nosotros anhelamos
esa paz que se difunde naturalmente porque transmite el modo más real de ver las cosas: con la mirada de
Dios.

NOS REMUEVEN LAS palabras que el Señor dirige a los apóstoles en la Última Cena y que recoge el evangelio
de este día: «La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón
ni se acobarde» (Jn 14,27). ¿Qué inquietudes nos hacen perder la calma? ¿Qué provoca que nuestro corazón
tiemble o flaquee? Solo en el Señor hallaremos reposo, la paz real de saber que el único descanso es ponerse
en manos de Dios. «Fomenta, en tu alma y en tu corazón, en tu inteligencia y en tu querer –decía san
Josemaría–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa voluntad del Padre celestial... —De ahí nace
la paz interior que ansías» [3-3].

En cada Santa Misa vivimos esa comunicación de la paz que solo Dios concede. Justo antes de recibir la
comunión, tras el Padrenuestro, el sacerdote abre los brazos a toda la humanidad y dice: «La paz del Señor
esté con vosotros». La más profunda serenidad de espíritu brota del altar. Todo el bien de la Iglesia, de cada
cristiano, de cada hombre, nace de Jesucristo, del Santo Sacrificio del Calvario. Un cristiano que viva unido a
la Misa, «que viva unido al Corazón de Jesús, no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la
Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino»[3-4].

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Rvdo. Presbítero
José Denis M

Escribía san Josemaría: «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción, declaró Dios por boca del profeta
Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en él se nos manifiesta con toda claridad que Dios
nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra
mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría»[3-5].

SANTO TOMÁS de Aquino explica, tomando la lista que ofrece san Pablo sobre los dones y los frutos del Espíritu
Santo, que quien «vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. De ahí que la consecuencia de la caridad sea
el gozo. Mas la perfección del gozo es la paz»[3-6]. Y, a la vez, esta implica que «no seamos perturbados por las
cosas exteriores y que nuestros deseos descansen en una sola cosa. Por eso, después de la caridad y del gozo se
pone, en tercer lugar, la paz»[3-7] que nos facilita poner en primer lugar al Señor y apartarnos de lo que nos
aparta de él. En la vida interior, la iniciativa depende de él y de su gracia. Al mismo tiempo, con su ayuda,
podemos fortalecer nuestra correspondencia, nuestra lucha personal: «Me escribes y copio: “Mi gozo y mi paz.
Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la
guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener
paz”»[3-8].

San Josemaría enseñaba que la paz es consecuencia de la guerra, pero no de una guerra cualquiera, sino
principalmente de la que se mantiene con uno mismo: desechando el egoísmo, trabajando los propios deseos
para que sean más parecidos a los de Jesús, concentrando nuestras fuerzas en extender el bien, etc. En
definitiva, luchar para llevar a cabo lo que agrada a Dios, ganando espacio a lo que nos aparta de él. Para
tener paz y para darla, en cierto sentido, hay que conquistarla poco a poco. Podría decirse que cuando uno
está en guerra con el mundo, no está en paz consigo mismo. «Siempre están los hombres haciendo paces, y
siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al
auxilio de Dios, para que él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y
en el mundo»[3-9].

La Santísima Virgen es Reina de la Paz porque vivió pendiente del Señor, a pesar de los sufrimientos y los
avatares desconcertantes de su vida. A ella le pedimos que nos dé tranquilidad y serenidad cuando en nuestra
vida se levantan las dificultades personales, familiares y sociales.

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