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16.

EVOLUCIÓN DE LAS ARTES FIGURATIVAS HASTA EL IMPRESIONISMO

En este tema se estudia el desarrollo que la pintura y la escultura experimentaron durante los tres pri-
meros cuartos del siglo XIX. Una serie de grandes acontecimientos históricos va marcando la fecha de
las principales transformaciones estilísticas. Los cambios formales se explican, en buena medida, por-
que cambian las condiciones sociales y técnicas en· las que se desenvuelve la vida de los hombres.
Pero, al mismo tiempo, las expresiones artísticas, musicales y literarias contribuyen a crear un clima
intelectual y emocional que será decisivo impulsor de los grandes acontecimientos. La Revolución
Francesa, como ya hemos comentado, extiende sus ideales por los diferentes países europeos. También
la independencia de los Estados Unidos de América se había logrado bajo el impulso de las ideas de
libertad e igualdad. Así, las primeras décadas del siglo pasado se van a caracterizar por la fusión de
dos fuertes ideales: el sentimiento nacional y el amor por los grandes principios liberales. El primero
parece haber sido consecuencia directa de la invasión napoleónica a distintos países, con la lógica
reafirmación de la identidad geográfica e histórica de cada nación; pero hay también un «contagio» a
las colonias iberoamericanas o a otros países oprimidos, como Grecia, que alcanzan ahora su indepen-
dencia. En 1820 y 1830 brotan en distintos puntos de Europa revoluciones liberales que consolidarán
el triunfo del romanticismo en el campo artístico y el de la burguesía en el social. En 1848 se producen
también importantes alzamientos populares que hacen temblar la estabilidad de los regímenes euro-
peos: en Francia, Austria, Italia, Inglaterra, y en otros lugares de Europa se ve surgir al proletariado,
por primera vez en la historia, como una clase revolucionaria, susceptible de amenazar la pervivencia
del «orden establecido». Ese mismo año, Marx y Engels publican el «Manifiesto comunista», y en
1864 participan muy activamente en la organización de la Primera Internacional. Esta etapa de la his-
toria europea se cierra en 1871, año en el que, después de la derrota francesa ante las tropas prusianas,
se instaura en París el primer régimen socialista de la historia: La Commune. Aunque tal experiencia
política no durará mucho, tiene grandes consecuencias psicológicas. En lo sucesivo nada será como
antes, y una demostración en el campo de la pintura, nos la suministra el impresionismo que aparece al
público, por primera vez, en la exposición colectiva de 1874 (véase tema 17). En las artes figurativas
todo esto se traduce en dos grandes períodos fáciles de diferenciar en sus líneas generales, aunque no
tanto ante ciertos artistas concretos que parecen escaparse a las clasificaciones.
El primero abarca hasta mediados de siglo (la revolución de 1848 es una fecha simbólica de «ruptura»)
y se caracteriza por la lucha entre el clasicismo de los pintores que siguen la huella de David, y el ro-
manticismo, que es la tendencia «de moda». A esta cuestión dedicaremos el capítulo 16.1, tratando de
demostrar que tal antagonismo es más aparente que real: en los artistas «clásicos» hay muchos ele-
mentos románticos, y en sus «oponentes» existe también gran admiración por artistas tan «equilibra-
dos» como Poussin. El romanticismo se nos aparece más como un movimiento social y espiritual que
como un estilo en el sentido más restringido del término.
El segundo período (capítulo 16.2) está impregnado de altos ideales sociales y de elaborados progra-
mas estéticos. Entre 1848 y 1871 triunfa el realismo, movimiento que pretende atenerse a los «datos
visuales» sin idealizar a los modelos ni poner pasión subjetiva en la ejecución. Coincide esta tendencia
con la primera difusión masiva de la fotografía, nuevo modo de producir imágenes, cuyo impacto en el
arte y en la sensibilidad de los tiempos modernos ha sido considerable.
El capítulo 16.3 está dedicado a la escultura de ambos períodos. En este medio expresivo es más difícil
establecer una separación nítida entre clasicismo, romanticismo y realismo, y por ello nos ha parecido
más oportuno estudiar, en su conjunto, las principales aportaciones de cada país.

16.1. CLASICISMO Y ROMANTICISMO EN LA PINTURA

El romanticismo hunde sus raíces en ciertas corrientes filosóficas y artísticas del siglo XVIII. El culto
al «sentimentalismo», el amor a «la naturaleza» y el rechazo de «la civilización», aparecen ya en filó-
sofos como Rousseau, en escritores como Goethe y en artistas como Greuze o Hubert Robert. La fase
«prerromántica» arranca del rococó, con su exaltación de las ruinas, de la asimetría y su visión idílica
del paisaje. Bajo las tendencias neoclásicas late un fuerte apasionamiento emocional: el deseo de resu-
citar las formas de la antigüedad, ¿no implica un impulso tan «romántico» como el que lleva a las evo-
caciones medievales u orientales? Por otra parte, coincidiendo con el apogeo neoclásico, algunos artis-
tas (Goya, Füssli, William Blake...) ofrecen un auténtico culto al inconsciente, a la irracionalidad, a la
locura y al sueño. El movimiento alemán del Sturm und Drang («tormenta e impulso») es también
contemporáneo, hacia 1780-85, de las grandes experiencias del «neoclasicismo atrevido» francés.
Clasicismo y romanticismo no son, pues, fácilmente separables. Se trata de dos polos contrarios que
responden a una doble aspiración de la burguesía de fines del siglo XVIII y de la primera mitad del
XIX : la tensión entre el orden y la libertad, o entre la razón y el sentimiento, se resolverá dando ma-
yor preferencia al primer aspecto cuando se lucha contra la «irracionalidad» política de la antigua mo-
narquía absoluta, mientras que la explosión de la libertad y el sentimentalismo se manifestará más
tarde, una vez consolidadas las conquistas revolucionarias. Esto explica que el romanticismo dé la
tónica moral al siglo XIX sin que por eso desaparezcan los ímpetus artísticos neoclásicos. Una serie
compleja de factores históricos determinan la temática y las formas del movimiento. El progreso en las
comunicaciones que aportan el ferrocarril y el barco de vapor, permite acercar el campo a la ciudad, al
tiempo que facilita la excursión a países lejanos, llenos de sugestiones exóticas. Todo ello se conecta
con el hastío y el rechazo que produce en muchos jóvenes sensibles la miseria moral y el monótono
fariseísmo de la burguesía industrial. De este modo se explica la importancia que en el romanticismo
van a tener ciertos géneros como el paisaje natural o la pintura costumbrista de tipos y personajes po-
pulares. El gusto por el Próximo Oriente y por los países mediterráneos, mucho más atrasados en su
desarrollo industrial, conduce a dibujantes y pintores a las representaciones de escenas árabes, o a las
vistas de edificios islámicos. España, como tema, se pondrá de moda en toda Europa y en América,
gracias a la herencia oriental en nuestras costumbres y en nuestros paisajes urbanos. El hombre román-
tico alimenta un espíritu de rebeldía que le lleva a las más arriesgadas empresas políticas (la «revolu-
ción» como idea permanente es una de sus obsesiones) o personales: contra el convencionalismo amo-
roso, la pasión y la vehemencia; contra el materialismo, una exaltación religiosa conectada con el de-
seo de revivir el pasado medieval; contra el orden y la seguridad, el amor al riesgo y la aventura des-
cabellada. Todo ello se concreta en el entusiasmo con que, tanto en pintura como en literatura, se cul-
tivan motivos como el de la tormenta, el paisaje nocturno, el suicidio, la locura, el sueño, etc.
Por primera vez en la historia, el romanticismo, como movimiento intelectual, cuenta con poderosos
vehículos de difusión. Nuevas técnicas para producir y multiplicar imágenes a un precio reducido,
surgen en estos años. La litografía permite al artista dibujar directamente sobre «la piedra» pulimenta-
da con el fin de imprimir cuantas copias se deseen de ese «original». La aparición de prensas metálicas
y el renacimiento del grabado en madera, hacen posible que las revistas periódicas, con abundantes
imágenes, sean verdaderamente populares. Con este movimiento estético y cultural los hombres em-
piezan a ver el mundo y a ver la representación, de otra manera: más libre, más espontánea y más rá-
pida.

Clasicismo y romanticismo en Francia

El juramento de los Horacios, de David (1784; Museo del Louvre), con su clara monumentalidad antiquizante,
es el punto de partida de la pintura neoclásica

El gran maestro de la pintura neoclásica es Jacques-Louis David (1748-1825), figura curiosa desde el
punto de vista humano, ya que encarna el prototipo del artista revolucionario, comprometido con los
ideales igualitarios. Su primera formación se opera en la escuela de Boucher, pintor a quien sigue al
principio de su carrera. Entre 1775 y 1780 David vive en Roma y ahí se «convierte» al clasicismo,
adoptando un estilo severo y equilibrado que se inspira en la escultura antigua, en Rafael y en Poussin;
los supuestos de estos modelos serán llevados hasta su máximo radicalismo. En 1784 se revela a sus
contemporáneos con una obra sorprendente: El juramento de los Horacios. Sobre un fondo liso, como
un altorrelieve, se despliega con decisión un momento lleno de enseñanzas morales: la rebelión contra
la tiranía, el sacrificio personal en aras de grandes ideales, etc. La «ruptura» con el estilo anterior es
total, asumiendo de un modo consciente, quizá por primera vez en la historia, un doble carácter técni-
co e ideológico. Frente a la frivolidad del rococó, David exhibe la grandeza ética y la austeridad de sus
héroes antiguos en obras como La traición de Leónidas, Las Sabinas apelando a la paz entre romanos y
sabinos (una llamada a la reconciliación de sus compatriotas), París y Elena, etcétera. Entre todas estas
pinturas, ejecutadas en los años noventa, destaca La muerte de Marat (1793): el tribuno revoluciona-
rio, en un marco de impresionante austeridad, exhala el último suspiro, con la pluma todavía en la
mano, mostrando el valor moral de la razón frente a la barbarie y al crimen. Con la ascensión de Napo-
león, David se convierte en pintor oficial del Imperio, haciendo cuadros propagandísticos como Bona-
parte atravesando los Alpes, o Coronación de Napoleón I en Notre Dame (1805-7). Un espíritu más
vehemente nos sugiere cierto parentesco entre estas obras y las de sus más indómitos seguidores.
En efecto, los primeros brotes de la pintura romántica aparecen en Francia por obra y gracia de algu-
nos discípulos de David. La enseñanza de este maestro es palpable en la lisa superficie del lienzo, en la
cuidada terminación de los detalles y en la atención concedida al equilibrio compositivo. Pero los te-
mas no tienen nada de clásicos, como se ve en la obra de Louis Girodet (1767-1824). Este artista fue
premio de Roma en 1789 (el año de la revolución), pero a su regreso a París, en 1792, expone El sueño
de Endimión, donde el cuerpo del joven dormido a la luz de la luna tiene claras connotaciones román-
ticas. Su preferencia por los temas legendarios le lleva a inspirarse en la saga de Ossian que había
compuesto Macpherson imitando a los antiguos poetas germánicos. De aquí proceden cuadros como
Las sombras de los guerreros franceses conducidos por la victoria al palacio de Odín, una obra patrió-
tica encargada por Josefina y Bonaparte. Con Los funerales de Átala (1808), su obra más conocida,
nos muestra una vez más sus preferencias por la literatura prerromántica. François Gérard (1770-1837)
trató al principio de imitar a Girodet, pero sus mayores éxitos los consiguió con el retrato, género que
era poco apreciado, pero que, sin embargo, tendría gran desarrollo en el romanticismo. Los personajes
pintados por Gérard tienen todo el patetismo sentimental de la nueva época, como puede apreciarse en
el Retrato de Madame de Staël, con los rasgos de Corina en el Cabo Miseno, tocando su laúd junto a
un mar tormentoso (Museo de Lyon), o en el de Madame Récamier (1802), sentada, y con larga túnica
blanca, bajo una galería con columnas.

Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa (Jean Antoine Gros, 1804; Museo del Louvre). La exaltación de
Napoleón, se hace ya en un ambiente de claro exotismo “oriental”.
Pero entre todos los discípulos de David el mejor dotado fue Jean Antoine Gros (1771-1835). Protegi-
do por Josefina pudo acompañar a Napoleón en su campaña italiana, determinándose así su vocación
de pintor militar, cantor de la epopeya imperial. El retrato de Bonaparte en el puente de Areola, le
muestra épico y juvenil, bajo el fuego enemigo, empuñando la bandera. Pero la mejor obra de Gros
fue, sin duda, Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa (1804): el ambiente oriental exótico y sór-
dido del lazareto lleno de enfermos, contrasta con la arrogante frialdad del héroe tocando sin temor la
llaga de un apestado. Un clima de emoción heroica, y una técnica mucho más libre, convierten a esta
pintura en una de las claves de todo el romanticismo.
La última fase de la pintura clasicista estuvo dominada por Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-
1867). Su larga vida le hizo contemporáneo de todos los grandes artistas románticos, con los cuales
polemizó enarbolando, hasta fechas muy tardías, la bandera del estilo clásico. En 1824, tras haber
permanecido 18 años en Italia, se instala en París predicando, con sus obras y verbalmente, la primacía
del dibujo y el carácter subsidiario del color. Y sin embargo, Ingres no pudo sustraerse ni al sentimen-
talismo ni a la evocación nostálgica del pasado. En El sueño de Ossian (1812), la grandeza romana y el
ensueño poético coexisten en una atmósfera más próxima al surrealismo que a las claras alusiones
heroicas de David. La posición «orientalista» del romanticismo le lleva a dibujar numerosas odaliscas;
en ellas, la precisión del detalle impide al espectador identificarse con ese mundo que suena mucho a
fría reconstrucción pompier de una realidad desconocida. Los desnudos de sus últimas obras (Baño
turco, 1859-63; La fuente, 1864) son casi tan exuberantes y mórbidos (aunque ejecutados con otra
técnica) como los de su rival Delacroix.

Aunque Ingres era considerado el abanderado de los “clásicos”, no faltan ecos románticos en obras como El
sueño de Ossian (1872; Museo de Montauban).

La dualidad, no exenta de tensiones, entre el clasicismo y el romanticismo, reaparece en ciertos discí-


pulos de Ingres como Hyppolyte Flandrin (1809-1864), o el criollo Théodore Chassériau (1819-1856)
que supo crear un nuevo tipo femenino, estilizado y de una refinada sensualidad, en obras como Venus
Anadiomena o Susana en el baño (1838). Una proximidad con Delacroix se evidencia en 1846, año en
el que viaja a Argelia y ejecuta obras «orientales» importantes.
El romanticismo pictórico en Francia tiene su culminación con tres grandes figuras, ante las cuales
palidece una buena parte del arte europeo de la época. Cronológicamente, el primero es Pierre Proud-
hon (1758-1823), muy admirado por David, a pesar de las diferencias que les separaban. En Italia,
Proudhon aprende de Correggio y de Leonardo, dejándose seducir por el sfumato y la atmósfera que
caracteriza a estos maestros del renacimiento italiano. El Retrato de Josefina, a la sombra de grandes
árboles, es un buen ejemplo de la melancolía con que envuelve a sus personajes. La justicia y la ven-
ganza divina persiguiendo al crimen es una dramática alegoría, con nocturno incluido, en la cual el
espíritu clásico se ha hecho plenamente romántico.

Retrato de Josefina, por P. Proudhon (Museo del Louvre). El tradicional aparato cortesano ha sido sustituido
por un deseo de “naturalidad”, situando a la modelo en plena naturaleza.

En La balsa de la Medusa, de T. Géricault (1879; Museo del Louvre), culmina la vehemencia exaltada del ro-
manticismo pictórico. El artista hizo largos estudios anatómicos observando en el hospital Beaujon la agonía y
la muerte de muchos enfermos. También construyó una maqueta de la balsa original. De esta manera pretendió
hacer “realista” la culminación de una tragedia.

Theodore Géricault (1791-1824) tuvo una vida breve e intensa y una muerte violenta, como corres-
ponde a un típico artista del momento. Al principio pintó escenas de la saga napoleónica, muy influido
por Gros (Oficial de cazadores a caballo, Coracero herido...), pero en 1816 viajó a Roma donde cono-
ció la obra poderosa de Miguel Ángel. Su cuadro más famoso fue La balsa de la Medusa (1819), un
tema «político» que se utilizó como alegato antigubernamental y que valió a Gericault no pocos dis-
gustos personales; en efecto, los contemporáneos apreciaron más la carga anecdótica del asunto (los
náufragos de la fragata Medusa divisan a lo lejos el buque salvador), que la vehemencia y variedad de
las actitudes, o el realismo minucioso y grandilocuente de la puesta en escena. Al año siguiente el cua-
dro fue exhibido en Inglaterra, donde tuvo un éxito mayor que en Francia, reportando a su autor bene-
ficios nada despreciables. Su pasión por los caballos (que le habría de ocasionar la muerte a conse-
cuencia de una caída) le inspira su última obra, El Derby de Epsom, en la cual se demuestra, una vez
más, que no era posible representar correctamente las patas de un caballo a la carrera antes de que la
instantánea fotográfica «detuviera» el movimiento.

La influencia de Rubens y la pasión por lo exótico son patentes en La Muerte de Sardanápalo (Delacroix; Mu-
seo del Louvre). Toda la composición se organiza a base de diagonales y curvas agitadas. El violento aconteci-
miento contrasta con la augusta serenidad del monarca asirio.

El más grande pintor que produjo el romanticismo, Eugene Delacroix (1793-1863), parece extraído en
su vida y en u obra de un folletín decimonónico. Probable hijo bastardo del Príncipe de Talleyrand,
padeció una laringitis tubérculo a que le forzaba a la reclusión en su propio domicilio. Esto le permi-
tió, paradójicamente, desempeñar un trabajo inmenso, de tal manera que la obra de Delacroix es una
de las más copiosas de la historia de la pintura. Su admiración por Rubens y por Veronés se concilió
perfectamente con la influencia temprana de Gros y Géricault: Dante en los infiernos (1822) es, efecti-
vamente, una confirmación de muchas de esas influencias, y especialmente de «La balsa de la Medu-
sa». Los ecos de Gros y de Velázquez, en cambio, se hacen más presentes en Las Matanzas de Quíos
(1824), un cántico a la independencia griega y una denuncia contra la ciega violencia del turco opre-
sor. El viaje a Londres que Delacroix efectúa en 1825, trae como consecuencia una presencia mayor
de temas británicos en los cuadros que presenta al salón de 1827: Hamlet y Horacio en el cementerio,
El naufragio de Don Juan (inspirado en Byron), etc. La obra más importante de este momento es La
muerte de Sardanápalo, donde el monarca asirio ordena matar a sus mujeres y a sus caballos antes de
que sus enemigos medos y persas entren en Nínive; la violencia barroca de la escena se ve favorecida
por una técnica suelta, ágil, en la que el color (como en toda la obra de Delacroix) prima sobre la línea
y el contorno. La Libertad guiando al pueblo, pintando en 1830, como un bello canto romántico a la
revolución, es un auténtico símbolo de los ideales que animaban a la ardiente juventud de la primera
mitad del siglo XIX. Delacroix fue autor también de temas árabes, influidos por su viaje a Argelia en
1832: Mujeres de Argel en su habitación, Recepción del embajador de Francia por el sultán Muley
Abderramán, etcétera. En esto sigue toda una corriente orientalista en la cual destacaron pintores como
Decamps (1803-1860), Fromentin (1820-1876), Dehodencq (1822-1882) y otros. En conjunto, la he-
rencia de Delacroix, como la del romanticismo en general, fue colosal: él libró el color, la pasta y la
textura superficial del lienzo; su definición del cuadro como una «fiesta para la mirada» ha permitido a
los artistas posteriores exponer más énfasis en las investigaciones sintácticas que en las semánticas.
Con ello se abre la vía a todas las revoluciones pictóricas de finales del siglo XIX y principios del XX.

Con La libertad guiando al pueblo (l830; Museo del Louvre), Delacroix hizo un canto vibrante a los ideales de
la revolución.

El romanticismo pictórico en Inglaterra


En Inglaterra el prerromanticismo se manifiesta vigorosamente y en fechas muy tempranas. Junto a los
poetas y pensadores aparecen pintores y dibujantes que bucean en las insondables simas del incons-
ciente y de lo irracional, al tiempo que reflejan la faz cambiante del paisaje inglés, progresivamente
«degradado» por la Revolución Industrial. Artista visionario excepcional fue Henry Füssli (1741-
1825) que nació en Zúrich y se estableció en Londres en 1769. Aunque estuvo en Italia y acusó la
influencia de Miguel Ángel y de la escultura antigua, su imaginación delirante no tiene nada de clási-
ca. Se inclina por los temas mágicos (Los tres brujos), por lo onírico (La pesadilla), lo erótico, y por la
ilustración de temas bíblicos o fantásticos (dedicó al Paraíso Perdido, de Milton, unos cuarenta cua-
dros). La pintura de Füssli presenta un aspecto contradictorio: mientras «la superficie» del cuadro, la
técnica, nos hablan de mesura y de contención, las tintas frías y dramáticas, y el mundo de sus perso-
najes, nos sumergen en un mundo fascinante y horrible, fiel expresión de la poética, tan británica, de
lo sublime.

Nachtmahr (Pesadilla nocturna) es el nombre del caballo de Mefistófeles, y el título que Füssli puso a este in-
quietante cuadro.
William Blake (1757-1827) fue un poeta místico y visionario, inclinado a los temas medievales y a los
más extravagantes delirios religiosos. Las acuarelas y grabados de Blake han sido «descubiertos» por
los críticos en fechas recientes, y hoy sus ilustraciones de la Biblia o la Divina comedia son considera-
das como precedentes importantes del surrealismo. En una línea parecida trabajó también John Martin
(1789-1854), cuyo interés por la vida moderna y por la industria, le llevaron a interpretar en clave
«apocalíptica» y fantástica, algunas situaciones «cotidianas».

El infierno de Dante, William Blake nos da una idea de las implicaciones místicas de su pintura y de la técnica
ligera y suelta que utiliza.

El gran descubrimiento del romanticismo inglés es el de la naturaleza. Hasta entonces los paisajes eran
«reconstruidos» en el taller del pintor, el cual traspasaba al lienzo «los recuerdos» y las impresiones de
la observación directa. Ahora se aprecia por primera vez que «la realidad exterior» no existe para el
pintor con independencia de las condiciones luminosas que permiten percibirla. Poco cuenta «el te-
ma», y por eso John Crome (1768-1821) pinta monótonas y melancólicas llanuras, o John Constable
(1776-1837) elige paisajes con nubes inestables, en los que, de un momento a otro, puede cambiar el
aspecto general. A este respecto, Constable afirmó: «La forma de un objeto es indiferente; la luz, la
sombra y la perspectiva siempre lo harán hermoso». La «pasta pictórica» de este precursor del impre-
sionismo es espesa, aplicada a veces con espátula, y eso le aleja de la limpieza y luminosidad que otros
artistas británicos consiguen con una técnica de moda: la acuarela.

Dedham Mill, Essex (1820), por J. Constable; los reflejos y los cambios atmosféricos empiezan a tener impor-
tancia en la pintura.
El más importante paisajista inglés, William Turner (1775-1851), no es, sin embargo, un pintor «natu-
ralista». Primero e siente seducido por artistas «clásicos» (especialmente por Claude Lorrain), cuya
técnica reinterpreta en términos más sueltos, influido por los acuarelistas. La disolución de las formas
en un «polvo luminoso», enormemente sugestivo, puede tener justificación en obras como Lluvia,
vapor y velocidad: el Great Western Railway (1844), pero en la mayoría de los casos se trata de un
pretexto formal, un recurso mediante el que se pretende conseguir inéditas sugestiones poéticas. La
«abstracción lírica» de nuestro siglo tiene en Turner un claro precursor.

La técnica ligerísima de Turner, se adapta de manera excelente al tema de este cuadro: Lluvia, vapor y veloci-
dad (1844). Testimonia, además, el creciente impacto de ferrocarril en la historia de la pintura

Alemania: clasicistas, nazarenos y pintores de la tierra


Clasicismo y romanticismo se mezclan también en Alemania, siendo difícil aquí, como en otras partes,
una nítida separación entre ambas tendencias. El siglo XIX se inicia con un aumento relativo de paisa-
jes, bien como género independiente, o dentro de los retratos. De este modo «lo local» y «lo sentimen-
tal» hacen su entrada en la pintura. Un artista como Johann Asmus Carstens (1754-1798), representan-
te fiel del neoclasicismo, se nos muestra sin embargo ecléctico en sus preferencias y paradójico en sus
resultados. En arquitectura, por ejemplo, prefiere el gótico y rechaza el «clasicismo» de Miguel Ángel;
sin embargo, los cuadros que pinta acusan la influencia del gran maestro renacentista. El tema predo-
minante entre los artistas que siguen la línea de David, es el del paisaje clásico, cultivado por una le-
gión de artistas un tanto «eclécticos». Joseph Anton Koch (1768-1839) es el principal representante de
esta tendencia. En un arrebato, muy típico de los hombres del «Sturm und Drang», atraviesa andando
los Alpes en pleno invierno y se establece en Roma. Quizá eso explique la importancia que tienen las
montañas en sus paisajes, concebidos como escenarios grandiosos y solemnes (Paisaje con arco iris,
Cascadas del Schmadribach...). En sus cuadros de figura, y a pesar de su odio a «los arqueólogos»,
siguió siendo, en cambio, un clasicista.
El grupo pictórico más coherente del romanticismo alemán no surge en suelo germánico, sino en Ro-
ma. Una serie de artistas, nacidos hacia 1785, y opuestos a las enseñanzas académicas, deciden agru-
parse hacia 1810. Adoptan el nombre de los nazarenos con la intención de expresar su separación de la
escuela alemana y también sus nuevos ideales morales y religiosos. En realidad eran herederos de la
ola de sentimentalismo, medievalismo y beata religiosidad que invadía a Alemania, y por eso nada
tiene de extraño su deseo de vivir en comunidad en el Convento de San Isidoro del Pincio fundando la
«Hermandad de San Lucas». A un nuevo programa de vida, pensaban, corresponde un nuevo estilo
pictórico, ajeno a la tradición académica. El resultado, empero, no fue unitario, acusando, en medida
variable, la influencia de Rafael, de Perugino, de Fra Angélico, del barroco clasicista, e incluso de la
antigüedad grecolatina. De todos modos, ellos inician un curioso «eclecticismo pictórico» paralelo al
«historicismo» de la arquitectura. Friedrich Overbeck (1789-1869) y Peter Cornelius (1783-1867), los
más dotados del grupo, colaboraron en la decoración de la Casa del Cónsul de Prusia en Roma (1810-
16) y en la de la Villa Massimi (1817-27). Más tarde se separaron, alcanzando, el último de ellos, gran
reputación en Alemania. Como se ve, la evolución del grupo es bien representativa del tránsito román-
tico desde una etapa militante y radical, hasta su integración plena en la prosaica vida burguesa.
En tierra alemana florecieron figuras aisladas, sin grandes contactos entre sí. La fragmentación política
dificultaba la aparición de «centros coordinadores» de las distintas experiencias. Quizá esto explique
que Alemania, siendo el país mejor preparado para el desarrollo de un gran arte romántico, no haya
producido un Delacroix o un Turner. Importantes son, sin embargo, los «Heimatkünstler» (pintores de
la tierra o de la patria), cuya obra se ha revalorizado sin cesar a lo largo del siglo XX. Gaspar David
Friedrich (1774-1840), personalidad melancólica y sombría, pinta los bosques y llanuras de Alemania
del norte con un espíritu radicalmente romántico: cementerios, ruinas góticas, paisajes lunares...
Cuando aparecen las figuras, suelen estar colocadas de espaldas al espectador, como si el artista qui-
siera señalar que el «sentimiento», la auténtica humanización, se encuentran en la naturaleza. En el Sur
destacaron Moritz von Schwind (1804-1871) y Karl Spitzweg (1808-1885), pero en ellos la influencia
del «realismo» (véase el capítulo siguiente) es casi tan importante como la del romanticismo.

El amor panteísta a “la tierra”, y la sugestión de “lo misterioso”, son patentes en este Arco iris, de G. O. Frie-
drich (Museo Folkwang, Essen).

Neoclasicismo y romanticismo en España


El neoclasicismo en la pintura española asume características similares al de otros países. También
aquí el romanticismo convive con las experiencias «antiquizantes». Francisco de Goya es el mejor
ejemplo de esta dualidad: mientras que su obra juvenil y muchos retratos son pintados en plena época
(y en el espíritu) de la Ilustración, los grabados y las pinturas de sus últimos años, le muestran como
una de las personalidades más vigorosas del romanticismo. Clásicos «puros» son, sin embargo, José
Aparicio (1773-1838) y José de Madrazo (1781-1859). Ambos estudiaron en la Academia de Bellas
Artes de San Fernando, luego en Roma y fueron, en París, discípulos de David. El estilo de los dos es,
pues, relamido y frío, con exageraciones grandilocuentes y patrioteras; puede apreciarse en El hambre
en Madrid, cuadro que Aparicio hizo como propaganda política de Fernando VII, o en La muerte de
Viriato, de Madrazo. Se inicia entonces la corriente de la «pintura de historia» que tanta importancia
tendrá en la segunda mitad del siglo XIX. Mayor calidad tiene el Cincinato de Juan Antonio Ribera
(1779-1860) que es, seguramente, el mejor cuadro del neoclasicismo davidiano pintado por un artista
español. Vicente López (1772-1850) representa una opción menos radical, destacando especialmente
como autor de retratos académicos, minuciosos en la ejecución, y plagados de detalles primorosos
(joyas, objetos domésticos, etc.).
La muerte de Viriato (Museo del Prado), de José de Madraza, es uno de los cuadros más representativos del
neoclasicismo pictórico español. Con obras de este tipo se inicia la boga decimonónica de la “pintura de histo-
ria”.

Lo mejor de la pintura romántica española puede agruparse en tres núcleos que se justifican en virtud
del origen geográfico y de la afinidad temática y técnica. En el primero se incluirá a los sevillanos
Antonio María Esquivel (1806-1857) y José Gutiérrez de la Vega (¿1805?-1865). Ellos representan la
culminación pictórica del movimiento, y aunque su carrera profesional es muy similar (los dos estu-
dian primero en Sevilla y en 1831 vienen conjuntamente a Madrid), el estilo de ambos difiere de modo
sustancial: en Esquivel hay una «contradicción» entre la superficie lisa, aterciopelada y «académica»
del lienzo, y la atmósfera vaporosa y melancólica, llena de sentimentalismo, con la cual envuelve a sus
retratados. Gutiérrez de la Vega, por el contrario, hace vibrar la superficie del cuadro con puntos lumi-
nosos y destellos casi «impresionistas». En la pintura religiosa los dos imitan los tonos vaporosos y la
técnica de Murillo.

Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor (Museo del Prado) es, no sólo una
buena pintura de Esquivel, sino un documento iconográfico excepcional para la historia de nuestra cultura.
El segundo «grupo» está constituido por una larga serie de costumbristas que buscan lo «pintoresco»,
lo típico, y se dejan seducir por el aspecto amable y optimista de la realidad. Genaro Pérez Villaamil
(1807-1854) fue una especie de aventurero que abandonó la carrera militar para dedicarse a la pintura.
Sus cuadros tienen una técnica suelta, ágil, y su visión de los viejos edificios medievales está teñida de
subjetivismo. Hizo una multitud de acuarelas y dibujos que culminaron en la magnífica serie de lito-
grafías titulada España artística y monumental, publicada en París en 1842. Manuel Rodríguez de
Guzmán (1818-1867), buen dibujante, se hizo célebre por esas escenas andaluzas que tanto éxito te-
nían entre los viajeros extranjeros, y que es el punto de partida de una cierta visión falsa y deformada
de España que permanece vigente todavía entre muchas personas. Francisco Lameyer (1825-1877),
como Pérez Villaamil, abandonó el ejército para consagrarse a los pinceles. Como consecuencia de sus
viajes por Marruecos, Egipto, Palestina y el Extremo Oriente, nos dejó una serie excelente de cuadros
«orientalizantes» siguiendo esa moda internacional que ya hemos visto en el romanticismo francés. La
obra de Valeriano Domínguez Bécquer (1834-1870) es menos «monográfica», abarcando las costum-
bres, tipos y trajes de diversas regiones españolas. Era hermano del gran poeta Gustavo Adolfo, y con
él compartió una existencia desgraciada que no se refleja, sin embargo, en los personajes populares
que pintó, los cuales destilan salud y alegría de vivir.

Genaro Pérez Villaamil tenía una sorprendente capacidad evocadora. Este paisaje oriental que conserva el
Museo Romántico de Madrid es también una buena muestra de su brillante colorido y libertad técnica.

El costumbrismo de Valeriana Domínguez Bécquer, se extiende a los tipos populares de diversas regiones espa-
ñolas. En el grabado se reproduce la Fuente de la Ermita de Sónsoles, en Ávila (Museo Romántico, Madrid).
Frente a estos artistas, Leonardo Alenza (1807-1845) y Eugenio Lucas (1821-1870) representan la
continuación de la veta trágica y dura inaugurada por Goya. Su costumbrismo es amargo, ofreciéndo-
nos más la imagen de la «España negra» que la de la «España de pandereta». Aquejados por continuos
problemas económicos, vivieron poco menos que olvidados por sus contemporáneos, a pesar de que
representaban el aspecto más fecundo y creador del momento. La técnica de Alenza es suelta y natu-
ral; en él se funden armoniosamente las influencias de Velázquez y de Goya, como se aprecia en los
Retratos de niños que conserva el museo Romántico de Madrid. Las Sátiras del suicidio romántico
muestran su ironía desgarrada ante esta «costumbre» de la época. Eugenio Lucas pintaba con peque-
ños toques rápidos de pincel, buscando la mancha y la sugestión, más que el contorno. El misterio y el
rumor apagado respiran en sus fantásticas escenas de procesiones, cárceles y ajusticiados. La inspira-
ción de muchos de sus cuadros en los «caprichos» de Goya es evidente, habiendo llevado, a veces, a
confusiones entre los especialistas.

La moda romántica del suicidio por amor ha sido ridiculizada en este excelente cuadrito de Leonardo Alenza
(Museo Romántico, Madrid).

El mejor seguidor de Goya, fue Eugenio Lucas, autor de intensas y dramáticas pinturas como se ve en la Cárcel
de mujeres (Museo del Prado).
Gran importancia en este periodo tienen los dibujantes que ilustran multitud de libros y publicaciones
periódicas de la época. Gracias a figuras como Manuel Lázaro Burgos, Valentín Carderera, Vicente
Urubieta y otros muchos, las ideas y los tópicos gráficos del romanticismo alcanzaron notable difu-
sión. Fernando Miranda y Francisco Ortego fueron autores de estampas, excelentemente dotados, y
cuya revalorización se incrementa en nuestros días.

16.2. EL REALISMO PICTÓRICO Y LA FOTOGRAFÍA

Las tendencias «realistas» maduran en el seno del romanticismo. La disolución de la «visión clásica»
que se opera en la primera mitad del siglo XIX y la liberación de la técnica pictórica, contribuyen a
romper la tradicional jerarquía temática. Ya no era preciso pintar a los héroes y dioses de la antigüedad
o a los grandes personajes bíblicos para ser considerado como un gran artista. Por el contrario, la'
atención se dirigía hacia el paisaje, hacia los tipos populares (costumbrismo), hacia lo particular y lo
perecedero. En toda esta actitud está la base del realismo que cristaliza como movimiento definido
después de 1848. Desde el punto de vista técnico, la pintura del momento asume y acentúa las grandes
conquistas románticas, utilizándose también, con abundancia, las técnicas, cada vez más perfecciona-
das, de reproducción impresa de la imagen. Las condiciones históricas han cambiado, sin embargo, de
modo sustancial: la revolución de 1848 y la fuerza creciente de las organizaciones proletarias conlle-
van una agudización de la lucha de clases, obligando a muchos representantes del mundo artístico y
literario a «tomar partido» ante los grandes problemas políticos y sociales. Muchos artistas se adhieren
a la causa del socialismo, asumiendo como propios los sufrimientos y las aspiraciones de las clases
desposeídas. Frente al deseo de evasión del romanticismo, ellos acentúan su apego a la realidad pre-
sente; frente al subjetivismo, afirman el imperio de lo objetivo, de «lo que está ahí» y que no se puede
ni se debe soslayar. Hay, como puede verse, un claro impulso ético, un cierto deseo de transformar el
mundo en el que les ha tocado vivir. Desde el punto de vista formal, la pintura resultante tiene mucho
que ver con la reducción al plano del mundo exterior que se opera utilizando la cámara fotográfica.
Los temas son menos heroicos y amables: campesinos embrutecidos por el trabajo agotador, emigran-
tes, lavanderas, picapedreros o simples paisajes pintados ante la naturaleza, en un deseo vehemente de
representar la realidad tal como se supone «que es». El positivismo filosófico y científico, el socialis-
mo, y la creciente revolución tecnológica están, pues, en la base de este movimiento.

Nacimiento e importancia de la fotografía


El nuevo espíritu artístico se venía fraguando desde hacía tiempo. Sin mencionar los antecedentes
lejanos (el realismo del siglo XVII, por ejemplo) lo cierto es que ya, desde 1830, un escritor romántico
como Teófilo Gautier describe crudamente paisajes de arrabal. Balzac, el novelista reaccionario, pero
tan admirado por Marx y Engels, muestra en sus obras, con un gran realismo, la disolución de la aris-
tocracia, el auge de la burguesía, y su deplorable corrupción y mediocridad moral. Por otra parte, lo
más fecundo del pensamiento de Marx surge después de la lectura del libro de Engels La situación de
la clase obrera en Inglaterra (1845): la implacable y fría minuciosidad con la que describe las vivien-
das y las condiciones laborales de los trabajadores, son un buen ejemplo de los métodos (y de las in-
tenciones) del realismo. Para la pintura importan más, sin embargo, algunos descubrimientos técnicos:
durante siglos se había especulado con la posibilidad de fijar, mediante un procedimiento mecánico,
las imágenes del mundo exterior que se proyectaban en el interior de la «cámara oscura». El primero
que lo logró fue el francés Joseph Nicéphore Niepce (1765-1833). Sus especulaciones comenzaron por
el deseo de suplir, para las impresiones litográficas, la mano del dibujante. En 1816 obtuvo la primera
fotografía en negativo sobre papel, y ya en 1822 parece haber descubierto los fundamentos del foto-
grabado. Pero Niepce era un soñador que no habría logrado divulgar y hacer rentable su descubrimien-
to de no ser por su asociación con el pintor y negociante Louis Jacques Mandé Daguerre (1791-1851):
en 1829 firman un contrato por el que se comprometen a proseguir conjuntamente las investigaciones
y a repartir los beneficios que puedan obtenerse con el invento. La muerte de Niepce llega antes que
las ganancias, y será Daguerre quien ponga a punto un procedimiento simplificado para impresionar
placas metálicas y para fijar la imagen obtenida mediante un baño de sal y mercurio. El apoyo del
diputado François Aragó permite conseguir que el gobierno francés compre el invento a cambio de
una pensión vitalicia para Daguerre y para Isidore Niepce, hijo del inventor. Finalmente, el 19 de
agosto de 1839, Aragó, ante los Académicos de Ciencias y de Bellas Artes, revela públicamente el
procedimiento, ofreciéndolo a los aficionados y estudiosos del mundo entero.
Simultáneamente se desarrollaron las experiencias del matemático y filólogo británico William Henry
Fox Talbot (1800-1877) que obtiene desde 1844 pequeñas fotografías sobre papel. El gran hallazgo de
Talbot, sobre el que se basa su calotipo, es el del «negativo fotográfico» el cual permite hacer cuantas
copias idénticas se deseen a partir de una toma determinada.
La popularización de la fotografía fue instantánea. Los hombres de los años cuarenta y cincuenta se
quedaron estupefactos ante un descubrimiento que era capaz de reflejar «la realidad» de modo más
objetivo y más eficaz que ningún artista. En lo sucesivo, el modelo de la representación ideal ya no
será el pictórico, sino el fotográfico. Una auténtica convulsión estaba a punto de producirse entre los
pintores: unos, los miniaturistas y muchos retratistas convencionales, perdieron su clientela y tuvieron
que dedicarse al nuevo arte de la fotografía; otros, acusaron de tal modo el impacto de las nuevas imá-
genes, que llegaron a concebir la pintura como una especie de fotografía ideal en colores y de grandes
dimensiones. Las relaciones entre pintura y fotografía son, por tanto, muy estrechas, asumiendo, ade-
más, un carácter paradójico: mientras los pintores tratan de imitar el modelo de lo real que suministra
la cámara, los fotógrafos se esfuerzan porque sus retratos, paisajes o «escenas» se parezcan a los que
ofrecen los pintores. Esto es lo que explica el aire artificioso, un tanto pedante, que tienen los numero-
sísimos retratos de Adolphe-Eugene Disderi (1819-90), o el ridículo aparato de las escenas moralizan-
tes del sueco Oscar G. Rejlander (1813-75). Este último trataba de hacer «obras de arte», y para ello
no dudó en desarrollar auténticos fotomontajes de un tamaño relativamente grande: «Los dos senderos
de la vida», por ejemplo, medía 40 x 69 cm. Durante su presentación en la «Exposición de los tesoros
de Arte» de Manchester (1857), obtuvo un éxito abrumador, siendo adquirido por la Reina Victoria y
por el príncipe consorte. Pero aunque estos fotógrafos son muy representativos de la producción media
en la época del realismo existen importantes excepciones. Antoine Samuel Adam-Salomon (1811-81)
utiliza la iluminación como un factor expresivo de importancia primordial; Julia Margaret Cameron
(1815-79), con sus tomas en primer plano y sus efectos vaporosos, se preocupa de traducir el espíritu
interior de sus retratados. Y, finalmente, donde la fotografía da la medida de sus grandes posibilidades,
es en la toma testimonial: las imágenes captadas por Roger Fenton en la guerra de Crimea (1853-
1855), o las de Brady Gardner y Timothy O’Sullivan en la guerra civil norteamericana, muestran que
la mejor expresión de «la realidad» debía surgir de la utilización desprejuiciada de la cámara. Un nue-
vo lenguaje artístico, independiente de la tradición, estaba a punto de nacer.

Tiras fotográficas para tarjetas de visita, por A. Disderi. Con la popularización del retrato fotográfico, muchos
pintores y miniaturistas pierden su antiguo empleo.
El puerto de Balaclava durante la guerra de Crimea, una excelente muestra del realismo fotográfico de R. Fen-
ton.

El paisaje «realista»
Donde primero se afirman las tendencias realistas de la pintura es en el paisaje. Ya hemos subrayado
la importancia que tiene el deseo de los románticos de reflejar «el terruño», de hacer de la representa-
ción natural un «estado de ánimo». Desde 1831, al menos, las pinturas de Corot, de Paul Huet y de
algunos representantes de la «Escuela de Babizon», comienzan a llamar la atención de los críticos. El
realismo en Francia se va a desarrollar a partir de entonces de modo coherente y progresivo. El tránsito
del «paisaje clásico» al «paisaje realista» está magníficamente ejemplificado en la evolución de Cami-
lle Corot (1796-1875). Él es el más viejo y el más importante de todos los paisajistas realistas, pero su
aprendizaje fue duro y tardío: trabajó primero como aprendiz en casa de un comerciante de telas y
luego recibió las enseñanzas contradictorias de Etna Michalon, que le aconsejaba reproducir con inge-
nuidad la naturaleza, y de Víctor Bertin que trata de inculcarle la superioridad del paisaje histórico. Su
personalidad independiente comienza a fraguarse con sus primeros ensayos de pintura al aire libre. Ya
durante (su primer viaje a Italia (1825-1828) tiene que soportar las burlas de sus compañeros de estu-
dio por enfrentarse directamente con el motivo; se trata, no obstante, de paisajes «clásicos», por cuanto
los temas (El Coliseo, La Isla de S. Bartolomé... ) evocan todavía recuerdos antiquizantes. Este carác-
ter se atenúa en sus paisajes franceses donde la «objetividad» del artista consigue mayores cotas de
difusa luminosidad, mostrándose ya su tendencia al abandono de los volúmenes cúbicos y bien defini-
dos. En Corot, la evolución es lenta, casi imperceptible. Trabaja siempre definiendo primero las masas
cromáticas y volumétricas para llegar después a los detalles; el resultado es una alianza difícil de igua-
lar entre la fidelidad realista, el encanto poético y el equilibrio compositivo. Sus otros viajes a Italia
(1834 y 1843) y los que hace a todos los rincones de Francia, le permiten reflejar atmósferas y motivos
sumamente variados; prototipo de artista viajero, lo va a ser también del indiferente ante las oscilacio-
nes de la crítica. Desde 1840, las alabanzas a su pintura aumentan, pero deberá esperar a la Exposición
Universal de 1855 para alcanzar una consagración definitiva. No deja de ser casual que en ese mismo
acontecimiento, Gustave Courbet abra su famoso barracón con el que da nombre al realismo. Corot
puede ser estimado desde los años 50, entre otras cosas, por la importancia creciente de la imagen
fotográfica: ciertos ramajes «borrosos» que aparecen en sus dibujos y pinturas de hacia 1860 están,
además, influenciados por el «corrido» fotográfico que se producía al impresionar árboles movidos por
el viento con las placas, lentísimas, utilizadas en la época.
Claridad, luminosidad y ligereza, son cualidades de Corot bien visibles en Le village de Rosny (1839; M. del
Louvre).

Una actitud más decididamente realista la ofrecen los pintores que, por haberse instalado en la aldea
de Barbizon, cerca de Fontainebleau, reciben el apelativo global de Escuela de Barbizon. El tema de
todos ellos lo constituye el bosque, los prados, los arroyos de los alrededores... La elección de motivos
«banales» les permite investigar los cambios atmosféricos, los efectos de lejanías, las filtraciones de
luz entre los claros del arbolado, etc. De unas preocupaciones similares, utilizando una paleta más
clara, surgirá, como veremos, el impresionismo. El primero en instalarse en Barbizon es Theodore
Rousseau (1812-1867), pintor solitario y melancólico que deberá esperar hasta los años cincuenta para
alcanzar un reconocimiento por parte de la crítica. En 1846 llegan Jules Dupré (1811-89) y Díaz de la
Peña (1808-1867), hijo de emigrantes españoles y uno de los más dotados del grupo. Otro de ellos,
Charles-François Daubigny (1817-1878), afirma su talento como paisajista a partir de 1848. La bús-
queda de grandes planos y su aspiración a subordinar los detalles a las masas cromáticas, lo aproximan
de modo sustancial a Corot.

Vista de la llanura de Montmartre, (Museo Thyssen-Bornemisza), de T. Rousseau, es un buen ejemplo de la


temática y de las aspiraciones “realistas” de la Escuela de Barbizon.
Al tiempo que los pintores franceses se aproximan a «da realidad», lo hacen los ingleses, los centroeu-
ropeos y, con mayor retraso, los españoles. Quizá sea Adolf Menzel (1815-1905) el más importante
paisajista alemán. El conocimiento de las obras de Constable en 1839 le inspira obras desprejuiciadas
en las cuales la luz juega un papel primordial. Su Cuarto del balcón (1845) o Teatro del Gimnasio
(1846) son claros antecedentes del impresionismo. En Hans Thoma (1839-1924) se acusa la influencia
directa de Courbet, a quien conoció en París en 1868. La ambigüedad de sus pinturas es una nota des-
tacada: por una parte existe un sentimiento romántico ante la tierra, y por otra se hace patente el deseo
de criticar situaciones sociales injustas. ¿Hasta qué punto el realismo «social» no es, por lo tanto, un
romanticismo comprometido? En cualquier caso, y desde el punto de vista formal, una cosa está clara:
en Alemania, los pintores realistas mezclan sus acentos con los que acusan la influencia impresionista,
pero hacia 1900 la naturaleza es vista ya por todos sin ningún eco «romántico». Esto prepara al país
para la gran eclosión de las vanguardias que se produce en el siglo XX.
En España, el paisaje realista es introducido por el belga Carlos de Haes (1826-1898) que despliega
una intensa actividad docente induciendo a nuestros jóvenes artistas a reproducir la naturaleza sin pre-
juicios folklóricos y sin adherencias románticas. Agustín Riancho (1841-1929) es uno de los más ca-
pacitados seguidores de esta doctrina: el paisaje montañés es reflejado fielmente con una paleta «den-
sa» en la que cuentan mucho todavía, sin embargo, esos tonos oscuros de las sombras que distinguen a
casi todos los pintores antes del impresionismo. Joaquín Vayreda i Vila (1843-1894), en cambio, es un
auténtico precursor de las vanguardias pictóricas en España; sus Paisajes de Olot, por ejemplo, nos
permiten considerarlo como una especie de «Corot catalán», muy personal y sugestivo.

Carlos de Haes es el introductor en España del paisaje realista. En el grabado, se reproduce su cuadro, La
Canal de Mancorbo en los Picos de Europa (Museo del Prado).

El realismo «testimonial»
Junto a los paisajistas, los pintores de figura. Desde el primer momento, el «programa» de estos artis-
tas va a encontrar un ambiente de polémica y apasionamiento determinado, a la vez, por la temática y
por el tratamiento formal. ¿Qué se había representado hasta entonces en la gran pintura y cómo se
habían presentado los temas? La mitología, las escenas históricas y religiosas, los héroes, dioses, per-
sonajes afamados... Todo ello con el lenguaje apasionado del romanticismo o con la idealizada racio-
nalidad de los neoclásicos. Ahora, el pueblo y sus miserias irrumpen en los grandes lienzos y lo hacen
con una frialdad y con un vigor que deja estupefactos a los espectadores burgueses. La pincelada es
firme y el contorno preciso; se huye por igual de la emoción romántica y del calculado «equilibrio» de
los clásicos. La pintura tiene una clara voluntad de ruptura que se manifiesta, simultáneamente, en el
terreno de las formas y en los de los contenidos. La lucha de clases alcanzaba al mundo del arte sin
que fuera posible evadir el alineamiento con alguno de los bandos. Una demostración: Jean François
Millet (1814-1875) fue tachado de socialista y, en consecuencia, boicoteado por la clientela burguesa.
Y, sin embargo, esa acusación no tenía ningún fundamento objetivo; se basaba solamente en el humil-
de origen social del artista y en la temática de sus pinturas: El sembrador, Las espigadoras, El Ange-
lus... Pintar rústicos campesinos, captados en sus faenas cotidianas con toda ingenuidad, era un motivo
suficientemente grave como para ser condenado al ostracismo.

La “humildad” campesina hace su aparición en las pinturas de Millet. El Angelus (Museo de Orsay) es una de
las más celebres.

A diferencia de Millet, Gustave Courbet (1819-18 77) sí era un verdadero socialista, educado ya por su
abuelo en los ideales de la Revolución. Al mismo tiempo es uno de los más grandes pintores europeos
del siglo XIX. En 1839 va a París, donde frecuenta la Facultad de Derecho y comienza su aprendizaje
pictórico. El primer cuadro que es admitido en el Salón, Retrato con el Perro negro (1844), muestra ya
algunas de las características que desarrollará más tarde. El temperamento apasionado y generoso de
Courbet le inclinaba a la polémica y a las acciones espectaculares: en 1846, con Champfleury y Max
Bouchon, alza públicamente la bandera del arte realista después «de haber discutido los errores de los
románticos y de los clasicistas». Quizá esto pueda explicar el rechazo, en el Salón de 1847, de su
Hombre con pipa, y también su activa participación en las jornadas revolucionarias de 1848. La con-
secuencia de todos los acontecimientos sociopolíticos, y de la evolución personal del artista no se deja
esperar, y es así como surgen sus obras más importantes y discutidas. Con Los picapedreros presenta
la dura realidad de las clases trabajadoras; con El Entierro en Ornans se recrea en el friso implacable
de los rostros campesinos, que parecen construidos con la misma materia que la tierra; «Bonjour Mon-
sieur Courbet» («El encuentro») es un excelente retrato de grupo en medio de un paisaje despejado. En
1855, junto a las instalaciones de la gran exposición universal de París abre un barracón propio con el
siguiente rótulo: «Realismo. Exposición y venta de 40 cuadros y 4 dibujos de Gustave Courbet. Precio
de entrada, 1 franco». Es el momento culminante de su producción y también el año de la consagra-
ción oficial de la nueva tendencia pictórica. Su «alegoría real», Estudio del pintor, era una obra
g1gantesca en la cual Courbet se ha representado a sí mismo como intérprete y árbitro de las múltiples
facetas (desde la naturaleza a los distintos grupos sociales) que ofrece la «realidad». Otras pinturas
más o menos «pornográficas», como Señoritas de los bordes del Sena o El Sueño siguieron escandali-
zando a sus contemporáneos, pero no eran capaces de hacer olvidar que su autor pintó también exce-
lentes paisajes y escenas de aza ajenos, en principio, a las grandes polémicas del siglo. Courbet pasó
los últimos años de su vida en el exilio, pues su participación en la experiencia revolucionaria de La
Comuna (1871) había sido ostentosa y destacada. Este último episodio nos demuestra que la coheren-
cia entre un programa estético y un programa político-ideológico implicaba ya los riesgos de una re-
presión indiscriminada.

El entierro en Ornans, de Courbet (Museo del Louvre), causó sensación por la implacable objetividad en la
representación de los personajes rurales

En una línea similar a Courbet se sitúa Honoré Daumier (1808-1879), un artista que nace a la luz pú-
blica gracias al enorme desarrollo de la litografía y al auge creciente de la prensa política. Su actividad
crítica en La Caricature le vale, en 1832, seis meses de cárcel. En el año 1835 se prohíbe la caricatura
política y Daumier ingresa en la revista Charivari para la cual realizará, a lo largo de 30 años, unos
4.000 dibujos en pro de la libertad y la justicia, con una técnica suelta y un gran vigor expresivo. La
gran aportación de Daumier consiste, pues, en haber mostrado que los medios de expresión del artista
«militante» debían plegarse a las exigencias de una sociedad cada vez más determinada por la multi-
plicación incesante de imágenes impresas. De hecho, la incidencia de sus pinturas tradicionales fue
prácticamente nula, y aunque nosotros consideremos que obras como La República, La lavandera o El
coleccionista de estampas superan con su halo poético al realismo testimonial, ni una cosa ni otra fue-
ron apreciadas de modo especial por sus contemporáneos.

Las agitaciones populares del siglo XIX han encontrado un eco en obras como Motín, de H. Daumier
La Lavandera, de H. Daumier (Museo del Louvre), es una recreación pictórica del trabajo humano cuya calidad
supera el mero testimonio “social”

El preciosismo minucioso de Fortuny es evidente en obras como La Vicaria (1870; Museu Nacional d’Art de
Catalunya)

El impacto de las corrientes estéticas y sociales que hemos detectado en Francia se acusa en todos los
países de Europa. La revolución de 1848 determina la aparición en Alemania de series xilográficas
como la Nueva Danza de la muerte de Alfred Rethel (1816-1859). El más entusiasta seguidor de
Courbet fue, empero Wilhelm Leibl (1844-1900), que abandona todo resto historicista para pintar sin
ideas preconcebidas obras como Políticos de aldea o Mujeres en la iglesia; el estudio minucioso de los
modelos y de todos los pormenores compositivos distingue la obra toda de este implacable «realista».
En España, dejando aparte la pintura de historia, observamos una ambigüedad programática bastante
notable. Artistas como Mariano Fortuny (1838-1874) heredan parte de la temática romántica, pero la
traducen a un lenguaje pictórico minucioso y efectista (La odalisca, Marroquíes...); sólo en cuadros
más o menos costumbristas, como por ejemplo La vicaría, se aprecia una real aproximación al testi-
monio desprejuiciado de la realidad. Por su vida y por su obra, nuestro Courbet fue Ramón Martí Al-
sina (1826-1894). Identificado con los ideales revolucionarios de 1868, también se preocupaba por
reflejar en su pintura la vida cotidiana de las bajas clases medias y del pueblo trabajador; una cierta
proximidad con el impresionismo nos permite valorar ciertas obras (La siesta, por ejemplo) como más
próximas al naturalismo literario que al habitual programa realista.

Inglaterra: «La Hermandad prerrafaelista»


En Inglaterra, el realismo se va a manifestar de un modo muy peculiar y contradictorio. En la nación
más industrializada, donde la destrucción del paisaje había sido más intensa, y donde la minería de las
clases trabajadoras había alcanzado las cotas más elevadas, surge, hacia 1848, la «Hermandad de los
prerrafaelistas». Se trata de la asociación de un grupo de pintores y de críticos que comparten una pro-
funda aversión por el retórico arte oficial y por las formas de vida que a él van aparejadas. La Her-
mandad comienza sus manifestaciones públicas en 1850 suscitando reacciones irónicas y elogios en-
cendidos. El apoyo de Ruskin que decisivo para lograr una rápida aceptación general de estos pintores.
¿Con qué supuestos trabajan los prerrafaelistas? ¿Cuáles son sus logros y contradicciones? Por una
parte su reacción contra el arte oficial les lleva a tomar como modelos a los pintores primitivos italia-
nos, anteriores a Rafael, y también a «copiar» las imágenes que proporciona la cámara fotográfica. Un
rasgo diferenciador surge de esta doble imitación pues mientras ciertos artistas del grupo insisten más
en el realismo del detalle (Millais, Holman Hunt, Maddox-Brown), otros (Rossetti, Burne Jones) tien-
den a cultivar una pintura evasiva y lírica muy particular. De otro lado, los prerrafaelistas están en
contra de la sociedad industrial y sueñan con los modelos de vida del mundo medieval; esto les condu-
ce a un romanticismo sentimentaloide y moralista que hace inoperantes sus aspiraciones de transfor-
mación social.

La joven ciega, de J. E. Millais, combina el realismo de los detalles con una temática sensible y retórica. El
arco iris y el esplendor de la naturaleza aumentan la tristeza que produce la ceguera de la muchacha.

Dante Gabriel Rossetti (1828-1882) fue uno de los fundadores de la hermandad. Su temperamento
literario y enfermizo hace que las figuras de sus cuadros tengan una lánguida estilización (por ejemplo
«Ecce Ancilla Domini», de 1850, donde toma como modelo de la Virgen a su hermana Cristina). Ed-
ward Burne Jones (1833-1898) fue discípulo de Rossetti, de quien hereda su gusto por lo legendario y
por la morbidez decorativa. Sus cuadros posteriores a 1878 pueden considerarse auténticos preceden-
tes del «modern style»: La escala de oro (1880), Historia de Pigmalion (serie de 1869-79), etc. Con
John Everett Millais (1829-1896) las contradicciones del prerrafaelismo se acentúan: minuciosidad y
realismo en los detalles y concepción general literaria y blanda. Ofelia (1852) o La joven ciega, nos
demuestran el grado tan elevado de cursi sensiblería al que se puede llegar con una factura pictórica de
notable calidad. Algo parecido, pero con mayor espectacularidad, se puede ver en William Holman
Hunt (1827-1910) que pinta escenas religiosas como La luz del mundo (1854). Su estancia en Siria y
Palestina le permitió documentare sobre los escenarios, animales y tipos humanos de la Biblia; esto se
tradujo en obras como La cabra huida o El hallazgo de Jesús en el Templo, en los cuales la luz juega
ya un papel primordial. De todos los artistas ingleses del momento, el más cercano al realismo interna-
cional es Ford Madox Brown (1821-1893); de hecho, él tiende un puente entre las preocupaciones
sociales de los pintores continentales y la mística religiosidad de sus colegas de la Hermandad prerra-
faelista. Con El trabajo (1852-65) hace un cántico al poder del hombre para transformar la realidad. El
último de Inglaterra (1855) es un alegato contra el drama humano de la emigración. El lavatorio de los
pies (1852-56), en cambio, está más próximo a las convenciones del grupo prerrafaelista.

“Ecce Ancilla Domini”, de D. G. Rossetti (1849-50; Tate Gallery, Londres) es un cuadro que resume todo el
refinamiento arcaizante y melancólico del prerrafaelismo

El trabajo, de F. Madox Brown (7 852-65; Manches ter, City Art Gallery) es una alegoría "realista", que esta-
blece contactos con la temática de Courbet.
El realismo retrospectivo: La pintura de historia
Un último género que se despliega de modo especial en la segunda mitad del siglo XIX es la pintura
de grandes acontecimientos en relación con la historia de cada país. La «pintura de historia» despre-
ciada hasta hace poco por muchos críticos, empieza a ser revalorizada en la actualidad, pues con inde-
pendencia de la falsa teatralidad de las actitudes, la mayoría de los pintores consagrados a esa activi-
dad demostraron gran habilidad técnica y capacidad para integrar en grandes escenarios la representa-
ción correcta de todos los detalles. Podríamos hablar de «realismo retrospectivo» para calificar a esta
pintura que aplica al pasado técnicas imitares a las que otros artistas emplean para pintar tipos y acon-
tecimientos del pre ente. Aunque en todos los países hay grandes representantes de esta corriente, sólo
vamos a mencionar, a título de ejemplo, algunos artistas españoles. José Casado del Alisal (1832-
1886) nos da con la Capitulación de Bailén, un ejemplo de lo que es el género: gran tamaño, luz ve-
lazqueña, actitud variada en los personajes, y una notable verosimilitud general. Antonio Gisbert
(1835-1902) representa los ideales liberales, a los cuales sirvió en obras excelentes como El fusila-
miento de Torrijos y sus compañeros o Los comuneros de Castilla. Finalmente, con el malogrado
Eduardo Rosales (1836-1873) nos encontramos ante un pintor de grandes cualidades, cuya pincelada
valiente y entonación clara, preludia las tendencias impresionistas; El testamento de Isabel la Católica
es, quizá, su obra más conocida: la mesura de sus personajes y el aire de drama contenido que inspira
la escena, contrastan con la superficie vibrante de la tela, donde los colores parecen negar su perfecta
adecuación a la escena y afirmar una vocación de «aire libre» que sólo en algunos paisajes podrá Ro-
sales satisfacer.

F. Pradilla, firmó en Roma el año 1877 esta interpretación de doña Juana la Loca (Museo del Prado).

La Capitulación de Bailén, de Casado del Alisal (Museo del Prado), es una típica pintura de historia con claras
alusiones a la obra de Velázquez.
El Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros (Museo del Prado), un tema liberal visto por Antonio Gisbert.

La intensidad dramática y la fidelidad arqueológica hacen que La Muerte de Lucrecia, de Eduardo Rosales
(Museo del Prado), encaje bien en los corrientes artísticos dominantes del siglo XIX. Su técnica suelta y las
tonalidades claras anticipan, en cambio, otras tendencias posteriores.

16.3. LA ESCULTURA HASTA FINALES DEL SIGLO XIX

Durante el siglo XIX la escultura sigue, desde el punto de vista estilístico, las mismas tendencias que
la pintura. Una serie de factores culturales y técnicos determinarán, sin embargo, importantes diferen-
cias. El neoclasicismo es, en la plástica, más fuerte y persistente que en la pintura, ya que los modelos
artísticos de la antigüedad eran fundamentalmente escultóricos; la búsqueda de «lo pintoresco» tiene,
en cambio, menos posibilidades de desarrollo. Eso explica que el romanticismo y el realismo no sean
tan fáciles de separar por lo que toca a gran parte de la producción escultórica decimonónica. Un fac-
tor condicionante, de gran importancia, reside en la sustitución del tradicional mecenazgo aristocrático
por una nueva clientela burguesa que hace encargos particulares de entidad variable, entre los que
abundan pequeñas figuras de adorno para colocar en viviendas «normales» ciudadanas. Esa misma
burguesía favorece la multiplicación de retratos (bustos generalmente), muy caracterizados, en los que
se continúa la línea «realista» del siglo XVIII. Pero las grandes creaciones escultóricas del siglo se
vinculan a los poderes institucionales (el Estado, los municipios, ciertas empresas privadas...). El mo-
numento público, aunque con ricos antecedentes, encuentra ahora un despliegue inusitado, vinculán-
dose a los programas urbanísticos y arquitectónicos, modificando con su sola presencia el aspecto todo
de espacios previamente construidos: los personajes ilustres encarnan las grandezas militares, políti-
cas, literarias o artísticas de la localidad o de la nación. También se glosan (a veces simultáneamente)
las virtudes del «ciudadano ideal». Si añadimos a esto los relieves o las figuras exentas que adornan a
todos los edificios, tanto oficiales como privados, nos damos cuenta de que la escultura decimonónica,
consciente o inconscientemente, cumple un papel didáctico, tiende a hacer del espacio colectivo el
ámbito donde se despliega el catálogo completo de la «ejemplaridad burguesa». Finalmente, donde los
escultores encuentran una oportunidad de hacer culminar estos supuestos, es en el momento fúnebre.
Los grandes cementerios surgen ahora en las afueras de las ciudades; bien «urbanizados», coherentes
perfectos, constituyen ejemplos de la «ciudad ideal»; pero también, y gracias a las numerosas escultu-
ras, pueden ser considerados como materializaciones de la «ciudad parlante», plena de significados
éticos y de evocaciones sentimentales. Estos serán los polos sobre los que se moverán la mayor parte
de las esculturas del momento; los distintos géneros, tamaños y técnicas aportan matices sin negar los
caracteres esenciales.

Los grandes neoclásicos: Canova y Thorvaldsen


El escultor italiano Antonio Canova (1757-1822) y el danés Bertel Thorvaldsen (1770-1844) ejempli-
fican de modo admirable la culminación del neoclasicismo en la escultura, sus apoyos ideológicos y
sociales, y también las principales diferencias formales existentes en el seno de esa corriente del arte
occidental. Canova asume con cierta libertad toda la tradición antigua y renacentista de su país, lle-
gando incluso a hacerse eco de algunos grandes hallazgos del barroco romano: así los Monumentos
funerarios de Clemente XIV (1783-1787) y los de Clemente XIII (1787-1792) están inspirados en los
que hizo Bernini para Urbano VIII y Alejandro VII; las mismas actitudes en los personajes, e idéntica
estructura compositiva. Y sin embargo hay cambios sustanciales: frente a la policromía, la blancura
inmaculada del mármol (en el siglo XVIII se creía que las esculturas antiguas no estaban pintadas); la
vehemencia en las actitudes ha sido suplantada por una serena contención; ya no hay adherencias ma-
cabras, grandes cortinajes, ni basamentos más o menos agitados, sino una serena melancolía, una equi-
librada meditación sobre el misterio de la muerte. Frente a esta desprejuiciada depuración de estilos
anteriores, Thorvaldsen mantiene una postura de mayor rigor. Su origen nórdico le lleva a adherirse a
un modelo histórico rígidamente codificado: Grecia. Así, si en Jasón con el vellocino de oro (1803),
obra con la que alcanzó la fama, encontramos fundidos los modelos del «Doríforo» y el «Apolo del
Belvedere», en otras posteriores el neohelenismo será mucho más conscientemente acentuado. En
realidad Thorvaldsen, aunque hijo de un escultor en madera islandés, tenía una sólida cultura clásica
adquirida en Roma en contacto con el pintor A. J. Carstens y, especialmente, con el arqueólogo Geor-
ge Zoega. Su escultura es el resultado de una «ciencia aprendida», cosa que no se evidencia del mismo
modo en un italiano como Canova para quien «la antigüedad» es algo que está en el ambiente y que se
asume casi sin querer. Podríamos afirmar que el clasicismo en Canova es «el punto de partida» y para
Thorvaldsen «la meta de llegada». El primero fue protegido por Napoleón que quiso fijarlo en París y
convertirlo en su escultor oficial; retratos como Busto del primer cónsul (1803) o el bronce Napoleón
con la Victoria (1810) están evidentemente relacionados con el programa político imperial: la «anti-
güedad» es aquí una pantalla de ocultación, un mero artificio propagandístico. Thorvalden, en cambio,
llega a ser el principal rival de Canova sin someterse a las influencias de un protector exclusivo: sus
grandes encargos proceden de Suiza, Inglaterra, Polonia, Alemania e Italia. Escultor internacional,
mimado por toda la aristocracia europea, puede consagrarse a puras recreaciones de mitos o aconteci-
mientos históricos de la antigüedad: El cortejo de Alejandro, es una prueba de ese filohelenismo que le
llevará, incluso, a restaurar las esculturas mutiladas del templo de Egina; Ganimedes con el águila de
Júpiter, está concebido como un auténtico friso que debe ser contemplado desde un punto de vista
preferente; con el relieve de Las tres gracias se logra reducir a una mesurada frialdad curvilínea, el aire
sensual con que la tradición había cargado al tema. En fin, Psiquis, Ebe o Marte y el Amor nos ofrecen
otros tantos ejemplos en los que se evidencia cómo, sin salir de los modelos griegos, hay mucho en
este escultor de sincretismo interestilístico: Policleto, Fidias y Praxiteles se alían para producir un
resultado mucho más original de lo que el propio Thorvaldsen podía suponer. Los recuerdos de escul-
tores concretos antiguos son, en cambio, menos frecuentes en Canova; él busca una «ejecución objeti-
va» (que encarga a veces a los especialistas) pero no rehúye los impulsos apasionados y personales,
como es bien patente en sus bocetos en los cuales la materia aparece torturada y la superficie sin pulir
sugiriendo gran intensidad emotiva. Incluso en «obras acabadas» como el Monumento funerario de Mª
Cristina de Austria, el acento sentimental es tan fuerte que nos recuerda, una vez más, la inexistencia
de fronteras claras entre el clasicismo y el romanticismo.

Antonio Canova hizo con el Monumento Funerario de María Cristina de Austria, una obra llena de acentos
prerrománicos, (1798-1805; Iglesia de los Agustinos, Viena).

Jasón con el vellocino de oro, de B. Thorvaldsen (Museo Thorvaldsen de Copenhague), ejemplo depurado del
neoclasicismo escultórico.

La escultura en Francia
Durante el siglo XIX, en Francia, la importancia de la escultura es cuantitativa y cualitativamente mu-
cho menor que la de la pintura. No hay figuras descollantes que puedan marcar la pauta a los otros
escultores europeos. El espíritu burgués, imitado y kitsch, impone los pequeños tamaños, así como
ciertos géneros bastardos que no tienen nada que ver con la noble tradición de la escultura, ni tampoco
con las ideas progresistas del momento: caricaturas en yeso o terracota, adornos para chimeneas, cen-
tros de mesa, medallones y relieves diversos... Junto a esto, la preocupación por la economía y por la
apariencia, lleva a sustituir el mármol o el bronce por otros materiales, como hierro fundido o cinc
dorado. En 1837 se descubre el principio de la electrolisis y desde entonces, mediante la galvanoplas-
tia, muchas esculturas recibirán una «metalización» artificial que contribuye a su falsa apariencia de
riqueza o venerable solidez. Sólo en algunos artistas concretos, y ante ciertos encargos, revive la gran
tradición del arte francés. Así, el neoclasicismo, que tiene gran importancia en la arquitectura y en la
pintura, no ofrece dignos equivalentes en la escultura: la influencia de Pigalle y de Houdon es grande,
predominando la mediocridad y la falta de originalidad. A pesar de todo, Jean Pierre Cortot (1847-
1843) se hizo famoso con una representación de El soldado de Maratón anunciando la Victoria; su
obra más conocida en la actualidad es la Coronación apoteósica de Napoleón, en el Arco de la Estrella
de París. Su evidente frialdad se ve compensada en parte por la grandeza del escenario; el contraste
con la vitalidad de «La Marsellesa» de F. Rude, en el mismo arco, contribuye a minimizar algunos de
sus logros. El principal retratista de esta tendencia «moderada» fue David D’Angers (1788-1856),
cuya capacidad de caracterización fue verdaderamente notable; una demostración nos la proporciona
su serie de bustos fisiognómicos realizados como un intento de aplicación de las teorías del doctor
Gall. Sus medallones y retratos de bulto son numerosísimos, proporcionándonos una galería iconográ-
fica de valor inapreciable. En el terreno de la gran composición escultórica, su obra principal fue, en
París, el frontón del Panteón.
El mejor escultor del momento es François Rude (1784-1855) a quien toca, por la cronología de su
vida y por su obra, convertirse en una figura de transición entre el clasicismo y el romanticismo. Su
formación y sus obras juveniles se sitúan, efectivamente, dentro de la primera tendencia (Relieves de
la Educación de Aquiles [castillo de Tervuren], Pescador napolitano, etc.). Pero un ímpetu nuevo apa-
rece en La marcha de los voluntarios de 1792 más conocida por «La Marsellesa» (1832): aunque la
composición y los ropaje siguen siendo neoclásicos (los soldado revolucionarios, por ejemplo, están
desnudos o vestidos a la romana), el espíritu vibrante de la canción se ha encarnado en la piedra; los
más altos ideales adquieren un tono épico, sincero y altamente emotivo, que entra de lleno en el espíri-
tu romántico. La feliz combinación entre agitación dinámica (la Victoria alada que empuja la mirada
hacia la izquierda) y contención (las figuras verticales de los guerreros), convierten a este relieve en
una de las obras culminantes de la plástica decimonónica. El sentimiento es más románticamente evo-
cador en el Monumento a Napoleón que construyó en Fixin-les-Dijon (1847) por encargo de un vete-
rano de las guerras imperiales: sobre un roquedal, con el águila a sus pies, se despierta Bonaparte para
acceder a la inmortalidad; todo ello sería situado en un bosque de pinos, cuya verdura no desaparece
tampoco en invierno. En sus últimas obras, Rude evoluciona claramente hacia el realismo, aunque sin
abandonar la gesticulación romántica de sus personajes. Así, la estatua en pie conmemorativa del Ma-
riscal Ney (1853) lo muestra en la batalla, con el sable desenvainado, gritando a sus tropas la voz de
ataque: tiene el mismo ímpetu de «La Marsellesa», pero sin los pedantes resabios de la antigüedad: he
aquí la peculiar «verosimilitud» que exige la combinación del programa realista con el género monu-
mental.

El vibrante canto revolucionario (La Marsellesa) aparece encarnado en los personajes que F. Rude esculpió
para el Arco de la Estrella en París
En la escultura francesa del momento sólo se puede comparar con Rude al animalista Antoine Louis
Barye (1796-1875). El encarna perfectamente la indecisión entre el pormenor realista y la emoción
romántica que parece caracterizar a todos los escultores de su época. En la temática que elige es un
verdadero maestro; esculpe fieras, generalmente en movimientos violentos, atacando sus presas o en-
tablando luchas emocionantes: León aplastando una serpiente, Indio montando en un elefante que
pisotea a un tigre, Lobo apresando por el cuello a un ciervo herido... La primera de esas obras haría
escribir a Teófilo Gautier: «Ante este terrible y soberbio animal que eriza sus melenas, que crispa su
hocico con cólera plena de asco, y afirma sus uñas de acero en el horrible reptil que se retuerce en la
convulsión de una rabia impotente, todos los pobres leones de mármol metieron la cola entre las patas
y estuvieron a punto de dejar escapar la bola que les servía de apoyo». Pero esta aparente ausencia de
convencionalismos, ¿no es en realidad paralela al gusto por «lo exótico» manifestado entre los pinto-
res orientalistas? Por lo demás, la especialización de Barye no era el resultado de una elección volun-
taria, sino consecuencia de los encargos recibidos a lo largo de casi toda su vida. El escultor esperó en
vano oportunidades para desarrollar su talento en otras temáticas y sólo al final de su vida parece ha-
ber tenido ofertas importantes. Barye, por eso, dirá con amargura: «Me pasé toda la vida esperando
parroquianos y vienen a mi tienda cuando ya cierro los postigos». Algunas esculturas «con figura hu-
mana» demuestran, en efecto, Jo mucho que podría haber hecho este artista en ese campo: con El lapi-
ta y el centauro (1850), por ejemplo, exhibe su capacidad para hacer «realista» y «emocionante» el
estilo clásico de Fidias.

A. L. Barye se especializó en la escultura de animales salvajes. Las ilustraciones muestran a un águila sobre
una roca y a un jaguar devorando una liebre.
El mismo gusto por lo espectacular se ve también en Jean-Baptiste Carpeaux (1827-75), figura muy
representativa de la escultura durante el Segundo Imperio. Con su grupo de La Danza, en la Opera de
París, consigue sugerir una alegría desenfadada, un delirio dionisíaco capaz de sobreponerse a cual-
quier adversidad. El ritmo de las figuras es intenso y barroco, consiguiendo así hacer del monumento
la ilustración perfecta de una «cualidad». El grupo de Ugolino y sus hijos sugiere, en cambio, todo lo
contrario: el hambre, la amargura y la desesperación han sido reflejados con crudeza y con efectismo.
Carpeaux se nos aparece, por tanto, como un escultor ideal del siglo XIX, capaz de interpretar diversos
temas y de tocar todos los registros emotivos con el mismo grado de eficacia. Frente a esto, el severo y
equilibrado clasicismo de Albert Bartholomé (1848-1928), supone una clara reacción que anuncia,
casi, las tendencias constructivas del arte contemporáneo. El Monumento a los muertos, en el cemen-
terio parisino de Père Lachaise, presenta una excelente combinación de emoción y serenidad sin caer
en el arqueologismo estrecho de algunos escultores típicamente neoclásicos de principios del siglo
XIX.

La alegría exultante del movimiento resplandece en La Danza, grupo esculpido por Carpeaux, para el Teatro de
la Opera de París.

Alemania
Durante este período, la escultura alemana conoce un buen florecimiento. La inexistencia de un centro
político único es, en parte, una desventaja, pues impide la concentración y potenciación de las energías
creadoras. Pero, de otro lado, favorece la multiplicidad de «estilos» y el despliegue de personalidades
muy diversas. Todas las tendencias artísticas encuentran así oportunidad de desarrollo y florecimiento.
El clasicismo predomina en un primer momento; los escultores viajan a Italia y allí se impregnan de
las obras de la antigüedad. No obstante, la gran tradición medieval y barroca del arte alemán impide a
estos artistas caer en la pura imitación arqueológica. Gottfried Schadow (1764-1850) representa bien
la actitud media: es un hombre polifacético que dibuja, pinta, modela, suministra patrones para las
manufacturas de porcelana, y domina las tradicionales técnicas escultóricas. En 1788, Schadow regre-
sa de Italia a Berlín y aquí va a desarrollar una gran actividad retratística y monumental. En algunos
bustos, como en el de Henriette Herz aparece un evidente sello personal sobreponiéndose al ropaje
clasicista. Su capacidad para hacer «hablar al modelo» queda bien patente en otras obras como el fa-
moso Busto de Goethe. Su estilo híbrido, a medio camino entre la gracia rococó y el clasicismo cano-
viano, puede apreciarse mejor en el Monumento funerario del conde Alejandro de la Marca (1791): el
niño, recostado sobre una almohada, parece soñar, mientras un relieve, en el sarcófago, muestra cómo
el anciano tiempo conduce, al joven de la mano hacia una gruta sepulcral. Con el Retrato de las Prin-
cesas Luisa y Federica (1795), graciosamente enlazadas, nos ha proporcionado una obra llena de ter-
nura, sin caer en el amaneramiento ni en la retórica sensiblera. Con todo, su obra más popular fue la
Cuadriga de la Puerta de Brandeburgo en Berlín, la cual llegaría a ser un símbolo de la ciudad. Las
preocupaciones de Schadow por la perfección, cristalizaron en una obra teórica que, muy significati-
vamente, tituló Policleto o de las medidas del hombre (1833).

En el Retrato de las princesas Luisa y Federica, de G. Schadow se aprecia una cierta “suavización”: del ideal
neoclásico.

Junto a Schadow hay toda una legión de escultores clasicistas de interés variable, pero ninguno iguala
a Christian Rauch (1777-1857) que pasa por ser el más puro representante del neoclasicismo en Ale-
mania. Su respeto por la antigüedad era muy grande y ya, en 1804, estando en Roma, asume el ideario
rigorista de Thorvalden. Sin embargo, el medio social en que Rauch trabaja es muy distinto al del es-
cultor danés: tiene que hacer monumentos públicos, estatuas-retratos que representan en muchos casos
a hombres contemporáneos, y para eso no encuentra modelos explícitos en el arte de la antigüedad. En
consecuencia, Rauch pasa a ser uno de los inventores del nuevo género escultórico: renuncia al relie-
ve, adopta un pedestal tratando de que exista un buen acuerdo entre el mismo y la figura colocada
encima (esto lo consigue, a veces, unificando el material, como en el Monumento a Maximiliano José
en Múnich: todo el conjunto es de bronce) y, respecto a las efigies propiamente dichas, Rauch las viste
con un manto que proporciona mayor empaque constructivo y nobleza «antigua» ; este elemento llega-
rá a ser indispensable en casi todas las obras de este tipo erigidas en el siglo pasado. Un paso adelante
lo da Rauch con el Monumento ecuestre de Federico II de Rusia (1840-51), donde renuncia a la esta-
tua aislada para construir un conjunto eminentemente didáctico, con multitud de personajes «ilustres»
rodeando al basamento. En otros géneros puede, en cambio, explayar mejor sus tendencias clásicas,
como ocurre con la Tumba de la Reina Luisa en el Mausoleo de Charlottenburg (1813). Rauch ha re-
costado al personaje con naturalidad haciendo que las piernas se crucen y que sus manos reposen
blandamente sobre el pecho, pero no ha sabido evitar una cierta sensación de vacía frialdad.
La huella de Rauch es grande en Alemania. Se nota en Ernst Rietschel (1804-68) quien, partiendo de
supuestos clásicos, alcanza el realismo con algunos retratos inspirados en los que resplandece el deseo
de conciliar la «expresión espiritual» y la minuciosa corrección (Estatua de Lessing en Brunswick.
Lutero en Worms, etc.). Pero la reacción anticlásica está encarnada por Reinhold Begas (1838-1911).
También él procede del taller de Rauch y tiene una sólida formación clásica, pero en Roma, en com-
pañía de Feuerbach y Bocklin se satura de nuevos ideales. De este modo, más que imitar a la antigüe-
dad, se inspira en el barroco romano con su aliento realista y apasionado. Tres cosas caracterizan esen-
cialmente a este escultor: virtuosismo técnico, gran maestría, y pasión por la «objetividad». Esto últi-
mo le conduce a un realismo «pictórico», siempre a la búsqueda de vivos efectos de luz y sombra. Sus
retratos de Menzel, o el de Moltke cuentan entre lo mejor de su obra. Con la Fuente de Neptuno, frente
al Palacio Imperial de Berlín, Begas ha intentado demostrarnos que es posible la naturalidad aún en los
temas más tradicionales y artificiosos.
El realismo exacerbado conduce a ciertos escultores a posiciones cercanas a las del naturalismo litera-
rio. Rudolf Maison (1854-1904) reproduce hasta el más mínimo detalle de sus modelos con una minu-
ciosidad extrema. Cultiva, sobre todo, pequeñas esculturas de género. Marx Klinger (1857-1920) sigue
en esta misma línea, pero su deseo de aproximar todo lo posible la «representación») al «modelo», le
lleva a combinar materiales diferentes en la misma obra. Esta técnica, sin embargo, se pone al servicio
de ideas abstractas con lo cual el resultado acaba siendo una negación del proclamado «principio de la
realidad». Su famoso, «Beethoven» por ejemplo, no es tanto un retrato particular como la expresión
enfática y un poco pueril de sus creaciones musicales. La escultura llegaba así a una especie de disolu-
ción de la forma en la anécdota alegórica y en el detalle minucioso, y contra esto, en un movimiento
paralelo al del A. Bartholomé en Francia, reacciona Adolf von Hildebrand (1847-1921). Con su acti-
vidad teórica y con su ejemplo como escultor representa una corriente de renovación clásica, recupe-
radora de los «valores táctiles» y arquitectónicos de la forma. Su influencia fue regeneradora abriendo
el camino a ciertas corrientes contemporáneas.

El escultor belga Constantin Meunier es el creador de un nuevo “héroe”: el proletario moderno. Puede apre-
ciarse en esta fotografía de El Pudelador (Museos Reales de Bellas Artes, Bruselas)

Bélgica: Constantin Meunier


La mejor traducción escultórica del realismo social en la pintura, aparece en Bélgica. Dos grandes
escultores, Van der Stappen (1843-1910) y Lambeaux (1852-1908), acompañan dignamente a una
figura descollante en la plástica decimonónica: Constantin Meunier (1831-1904). Primero se dedicó a
la pintura, viviendo en la región minera del Borinage: los obreros industriales y el paisaje destrozado
por las nuevas instalaciones son sus temas preferidos. Cuando tiene 57 años vuelve de nuevo a la es-
cultura para realizar tipos humanos de una grandeza sorprendente. Meunier interpreta al Trabajador
del puerto, al Pudelador, al Herrero, al Descargador de leña de un modo diferente al habitual: ni sensi-
blería, ni idealización «clásica», ni minuciosidad de materializadora. Frente a todo esto, el mundo del
trabajo aparece cantado con optimismo y con un elevado sentido de la forma, prescindiendo de la
anécdota inútil para valorizar el volumen esencial. Meunier ha realizado la gran hazaña (paralela a la
de Courbet) de sustituir a los dioses antiguos o a los próceres burgueses, por los nuevos héroes de la
vida moderna: los proletarios anónimos. Contemplando estas esculturas, llenas de fuerza física y mo-
ral, se entienden mejor algunos presupuestos «revolucionarios», y no es casualidad que el «realismo»
de los actuales países socialistas reconozca en Meunier a uno de sus maestros esenciales.

La escultura en España
En España se manifiestan, sin grandes innovaciones, todas las tendencias escultóricas que florecen en
los otros países europeos. El neoclasicismo, como corriente estética, acarrea la desaparición de las
tallas policromadas en madera, al tiempo que la ola revolucionaria hace emerger una nueva clientela
burguesa que expresa sus aspiraciones con encargos individuales o a través de las instituciones. El
mármol y el bronce serán los materiales ideales, mientras que el monumento público, de tipo civil,
suplantará a la temática religiosa hasta entonces predominante. El clasicismo más radical lo represen-
tan artistas como José Álvarez Cubero (1768-1827), formado en Madrid, París y Roma, y autor de un
excelente grupo alusivo a la Defensa de Zaragoza (1818): La protección que un joven aguerrido, presta
a su padre herido ha sido «filtrada» por claras influencias griegas. En los retratos (María Luisa de
Parma, Isabel de Braganza...) la influencia de Canova es más acusada. Características muy similares
vemos en la vida y en la obra de Damián Campeny (1771-1855), cuyos trabajos al principio nada tie-
nen que envidiar a lo mejor del clasicismo internacional: su Diana, por ejemplo, es una correcta re-
creación clásica; La fe conyugal, Lucrecia muerta o Cleopatra agonizante poseen una cualidad enso-
ñadora, una cierta tristeza contenida que enlaza con el sentimiento romántico. Aun perteneciendo a
este mismo grupo de escultores, Antonio Solá (1787-1861) representa una línea más «avanzada» como
puede verse en el Monumento a Daoíz y Velarde de Madrid; a pesar de su inspiración en «Los tirani-
cidas», los ropajes y el cañón a sus espaldas nos sitúan en la época contemporánea.

La Defensa de Zaragoza (1878), por J. Álvarez Cubero (Museo del Prado, Madrid), es uno de los mejores gru-
pos del neoclasicismo escultórico español.
A mediados del siglo, las pervivencias neoclásicas se justifican por la función de muchos edificios
públicos, la cual determina, como ya hemos visto (tema 15.2), el modelo historicista que se haya de
adoptar. Así, el Palacio de las Cortes requiere un frontón clásico que ejecuta Ponciano Ponzano (1813-
1877) representando, con inspiración en modelos grecorromanos, un tema tan romántico como es Es-
paña y la Constitución. La misma ambigüedad percibimos en José Piquer (1806-1871), cuya vida y
aficiones personales son totalmente románticas, mientras que en sus esculturas sigue fiel a la tradición
neoclásica. El romanticismo, en cambio, triunfa plenamente en ciertos monumentos públicos aislados,
sobre todo cuando se erigen en honor de personajes contemporáneos. José Gragera (1818-1897), fue el
autor de la controvertida estatua de Mendizábal que se levantó en la antigua plaza del Progreso (hoy
Tirso de Molina) de Madrid; serenidad, decisión, concentración espiritual y realismo primaron en la
interpretación de este gran personaje liberal.
Pero tanto aquí como en la pintura, la confusión entre lo romántico y lo realista se arrastra hasta fines
de siglo. Jerónimo Suñol (1840-1902), Venancio Vallmitjana (1828-1919), Ricardo Bellver (1845-
1924) y otros, son buenos ejemplos del eclecticismo predominante, sin que esto sea un obstáculo para
la realización de obras excelentes. Así, el Ángel caído, de Bellver, uno de los mejores artistas del si-
glo, muestra cómo el escultor ha puesto al servicio del viejo tema cristiano un implacable realismo y
una poderosa agitación barroca.

Frontón del Congreso por Ponciano Ponzano. En el centro, se ha representado una alegoría de España y la
Constitución.

El ángel caído, de Ricardo Bellver, (Parque del Retiro, Madrid), es uno excelente interpretación del viejo temo
de Lucifer.
Un paso adelante aparece en el naturalismo de escultores que, como Agustín Querol (1860-1901) y
Mariano Benlliure (1862-1947), establecen un puente entre el siglo XIX y las vanguardias contempo-
ráneas. Ambos tienen un modelado fácil y una fecundidad prodigiosa. Gustan de las incurvaciones y
de la anécdota, acercándose sus esculturas a la disolución pictórica y a la estética modernista. Pero
también son autores de importantes monumentos públicos en los que resplandece (especialmente por
lo que respecta a Benlliure) una gran capacidad para combinar la observación «fotográfica» de la
realidad, con la adecuación al personaje y al lugar donde se coloca la estatua (Monumento al General
Martínez Campos en el Retiro de Madrid, Monumento a Joselito en el cementerio sevillano, etc.). Las
limitaciones de ambos se perciben mejor teniendo en cuenta la simultaneidad de sus producciones con
las grandes creaciones de Rodin.

El monumento al general Martínez Campos, por M. Benlliure (Parque del Retiro, Madrid), respira una serena
naturalidad difícil de encontrar en otras obras del mismo tipo.

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