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EL NIÑO, LA GOLONDRINA Y EL GATO


Otras obras del autor para niños y jóvenes:
MANUEL Y LOS HOMBRES, Editorial Doncel, Madrid, 1961.
ROCINANTE DE LA MANCHA, Editora Nacional, Madrid, 1963.
EL AQUELARRITO, Editorial Doncel, Madrid, 1965.
MIGUEL BUÑUEL

EL NIÑO,
LA GOLONDRINA
Y EL GATO
Premio Lazarillo 1959
C. H. Premio Internacional Andersen 1962

DONCEL
3. • Edición: Diciembre, 1965

© MIGUEL BUÑUEL

• Esta novela es la versión juvenil de


Narciso bajo las aguas, premio «Gerper-
Ateneo de Valladolid», publicado, en
primera edición, por dicha Editorial.
• La portada y láminas han sido dibu-
jados por Lorenzo Goñi, y la música
que se reproduce en las guardas, com-
puesta por Cristóbal Halffter.
• Distribución: Ediciones Doncel. Pérez
Ayuso, 20. - Teléfono 2.15.74.04.
Madrid (2).

N. Registro: 8184 - 65 Depósito legal CS. 165-1965

Impreso en Litografía Armengot.- Enmedio, V.-Castellón de la Plana


prólogo

ADVERTENCIA PARA MAYORES

C UALQUIER lectoradulto, cualquier aficionado al espectáculo de la ficción


dramática y poética en sus formas orales, escritas o en imagen, puede
haber advertido cómo la torrencial expansión de los elementos transmi-
sores de cultura, particularmente a raíz de la última guerra, nos ha llevado
ante una crisis de imaginación y de fantasía que amenaza con hacerse
crónica.
Por ventura, asoma una reacción en el fondo del hombre contempo-
ráneo más cualificado: el retorno a sí mismo, la vuelta a la vida verda-

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dera, la huida ante el masivo espectáculo de cada minuto. Nada de eso
implica una deserción del ineludible frente social, pero es muy probable
que ése sea el único camino para el encuentro con las grandes vías del
espíritu que transitaron nuestros antecesores.
Este libro que usted, adulto, tiene entre sus manos, es un libro de
imaginación y de fantasía. Y es un libro poético, lo cual permite, por
encima o por debajo de su aparente condición infantil, pueda ser leído,
deba ser leído, por usted y también por su hijo. El niño, la golondrina
y el gato es una especie de filtro encantado que Miguel Buñuel, su autor,
ha inventado y fabricado para excitar la fantasía, para seducir la imagi-
nación de pequeños y grandes.
No se.trata de un libro deformante, claro es, en el cual usted o su hijo
quedan empantanados en los sólitos disparos de revólver, en el acostum-
brado triunfo «como sea» del llamado bueno y la consiguiente derrota
— casi siempre violenta y sangrante — del llamado malo; pero tampoco
es un libro formativo si vamos a quedarnos fuera del verdadero y amplio
sentido del vocablo. No se trata aquí de explicar al niño — y mucho menos
a usted — cuál es el mejor procedimiento de llegar a ser puntual o de
mantener los dientes limpios y sanos, ni siquiera de promover la salva-
ción del alma con el más digno empleo de estas u otras oraciones. Tales
formación — por fortuna — y deformación — por desgracia — tienen ya
sus paladines y se enseñan y practican en otros lugares y libros harto
diversos entre sí.
El niño, la golondrina y el gato es, ante todo, un relato fantástico,
totalmente imaginario, de radical originalidad, que yo sepa, con el cual
usted y su hijo se deleitarán y podrán sostener ese deleite por el tiempo
que gusten. Este libro, que sirve para cualquier edad, ha obtenido el Premio
«Lazarillo» del Instituto Nacional del Libro Español recientemente; este
libro, sin embargo, parece dirigido con mayor puntería a esa edad fron-
teriza que une más que separa la infancia con la adolescencia...

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Me permito recomendar a usted, finalmente, la contemplación dete-
nida de los dibujos de Lorenzo Goñi. Estoy seguro de que usted y su hijo
me agradecerán, si la leen, la presentación de este libro, aunque mucho
menos, y así es debido, que a su autor y que a su ilustrador.

PALABRAS PARA PEQUEÑOS

T E gustaría viajar por encima de las estrellas del cielo, sin avión,
y por debajo de las aguas de la tierra, sin submarino? Pues lee este libro y
fíjate mucho en sus dibujos. Te va a parecer, todo ello, un hermoso sueño. Un
hermoso sueño no interrumpido, como les ocurre a tus sueños verda-
deros y a los míos, que se detienen y comienzan cuando ellos quieren.
Tú eres un niño o una niña que sabe leer. Saber leer es una de las
maneras que las personas civilizadas tienen para diferenciarse de las per-
sonas no civilizadas o salvajes. Pero saber leer no quiere decir, a tu edad,
poder entenderlo todo. Ni ello es preciso ni nadie puede, salvo Dios, enten-
derlo todo: tú vives en una casa y no entiendes de arquitectura; tú meriendas
pan y chocolate y no es necesario por eso que entiendas de procesos diges-
tivos, sino que digieras normalmente, ¿verdad? A mí me gusta la música
y no por eso soy un técnico musical, ¿no es cierto? Tú lee este libro sin
prisa y fíjate en las cosas que pasan en él. Si esas cosas, en un instante
determinado, te obligan a dejar de leer y a pensar por tu cuenta en
algo muy parecido o muy diferente, el autor de este libro, que se llama
Miguel Bunuel y es alto, muy serio, delgado y bastante joven, será feliz.
Y tú, más tarde, también.

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Si lees bien este libro, si te gusta aunque no sepas por qué, ten la segu-
ridad de que, de esta lectura, saldrás más rico y saldrás mayor. No más
rico en dinero, en chicles o en cromos, sino en espíritu, que es una riqueza.
que contiene a todas las demás sin que ninguna otra pueda contenerla
a ella (¡qué risa, si en el chicle pudiera caber el espíritu!); no mayor en
años, en fuerza o en estatura, sino mayor en alma, en inteligencia, en belleza
interior, o sea dentro de ti.
Te lo 1:ligo yo, que me llamo y tú no te acuerdas,

José María SÁNCHEZ-SILVA

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Para Berta
1

LLI donde llegaba el agua, la tierra era verde,


muy verde. Allí donde no llegaba el agua, la
tierra era roja, muy roja.
En aquel lugar todos eran felices, muy felices. Eran aquellos
unos campesinos fuertes, tostados por mil vientos, arrugados
por mil fatigas, gozosos por mil satisfacciones.
En la tierra verde pastaban hermosos toros, hermosos cor-
deros, hermosos caballos. Los pastores, todavía adolescentes,
tocaban sendas flautas y sus sones estremecían el aire. Y uno,
al respirar ese aire, se sentía embriagado y oía músicas que

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nunca había oído. Los pastores se enamoraban de las pastoras.
Las pastoras se enamoraban de los pastores. Pero aquel era
un idilio tan puro, tan sentido, tan primitivo, que ni siquiera
osaban acercarse. En la distancia se hallaba la felicidad y el
amor crecía en hoguera inextinguible.
En la tierra roja se cosechaban las patatas más suculentas,
el trigo más harinoso, los frutales más jugosos de la comarca.
De cuando en cuando, y sólo cuando era preciso, el cielo se
abría en una regadera de lluvia. Así que, en la primavera, en
el verano, la tierra era verde o dorada, por haber madurado
ya el trigo. Ahora era otoño y la tierra era roja o verde. Ahora
se labraba la tierra roja o se sembraba en ella el trigo, cuyos
tallos de oro se inclinarían humildes ante las imperiosas hoces
de plata. Los hombres empuñaban la esteva del arado y ento-
naban una canción que animaba a los pacíficos bueyes que arras-
traban la reja que se hundía en la fecunda tierra.

Madre tierra yo te labro,


yo te quiero, yo te amo,
dame fruto este año.

Las mujeres esparcían la semilla de trigo que iba a ahijar


en diez espigas que serían vientre de cien hijos entonando una
canción de cuna que mecía los surcos.

Tú que serás alto y fuerte,


mi amor y mi trigo verde,
ahora, duerme. Duerme. Duerme.

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Los hombres y las mujeres, al cruzarse, sonreían limpia y
anchamente porque aún no había llegado la hora de las estrellas
que los acogería en su silencio.
El pueblecito era corona de un montículo rematado por una
esbelta iglesia románica, cuya afilada torre se clavaba en el
cielo azul, muy azul. Las casas, blancas, muy blancas; parecían,
vistas desde lejos, la diadema de una reina.
Por las empinadas cuestas, claveteadas de brillantes gui-
jarros, descendía la musical algazara de los niños que salían
de la escuela. Todos los niños eran morenos, muy morenos,
con grandes ojos negros y un pelo aún más negro. Todos, menos
uno, de tez blanca, muy blanca, de ojos azules, de cabellos
rubios, muy rubios. Este niño no corría, ni gritaba aleluyas
ininteligibles como los otros niños; caminaba a su paso, en
el silencio de su paso. Por eso se quedó el último y destacaba
más sobre los demás.
Caminaba a su paso, en el silencio de su paso; pues sus san-
dalias no hacían ruido y su garganta estaba tensa de rebeldes
gritos. Con sus grandes ojos absorbía el brillo de los guijarros
del suelo y sus ojos brillaban más aún. Diríase que aquel niño
era un príncipe vestido de campesino.
Entró en una casa donde todas las cosas estaban en su sitio
y donde todo era límpido y reverberante. Un olor a romero,
a tomillo, a espliego inundaba la estancia. Y un ambiente cálido,
que contrastaba con el tibio frío de la calle, envolvió al niño.
En toda la casa tan sólo había un gato. Un gato blanco, sedoso,
de ojos de color eosina. Un gato que, al darse cuenta de la
presencia del niño, se acercó a éste acariciándole con su sedosa
y peluda piel las piernas. El niño cogió un hato de comida, que
había ya preparado, y lo colocó en el extremo de un palo de

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sándalo. El niño, con el palo al hombro y seguido del gato, salió
a la calle.
Cuánto sol en la calle, cuánto brillo en los guijarros del
empedrado, cuánta luz en los ojos del niño. El niño empezó
a silbar. Los gorriones de los largos aleros empezaron a gorjear.
Una golondrina, que no pudo marcharse con los suyos porque
al momento de emigrar tenía un ala rota, salió de su nido
y, volando, volando, como si de nuevo aprendiese a volar, fue
a posarse en el palo del hato que llevaba el niño.
El niño caminaba por una senda de la campiña verde; la
golondrina revoloteaba en torno suyo; el gato saltaba y brin-
caba en torno suyo. De cuando en cuando, las suaves alas de
la golondrina o las más suaves plumas de la blanca pechera
de la golondrina acariciaban la frente del niño. También, de
cuando en cuando, la sedosa y peluda piel del blanco gato acari-
ciaba las piernas del niño.
Empezó a llover. Era una lluvia fina, lenta, acariciadora.
El niño caminaba como sólo lo saben hacer los niños, dando
un saltito hacia adelante y otro hacia atrás, que también era
hacia adelante.
Cuánto gozo en el niño, cuánto gozo en la golondrina, cuánto
gozo en el gato, envueltos como estaban envueltos por la res-
baladiza lluvia que no empapaba ni las ropas del niño, ni el
plumaje de la golondrina, ni el pelaje del gato. Y es que la lluvia
era lluvia nacida para la tierra a la que tenía que empapar
para hacerla esponjosa y madre de mil frutos.

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II

L niño, la golondrina y el gato entraron en un


bosque. La lluvia caía mansamente escurrién-
dose por las finas hojas y la rugosa corteza
de los estilizados pinos. Era como lágrimas que absorbiese la
tierra, como si la tierra se tragase sus propias lágrimas. Así
de mansa era la lluvia. Y todo el bosque estaba lleno de infi-
nitos corpúsculos de colores, como si en cada gota de lluvia
se ocultase un sol. De ahí que el bosque estuviera tan ilumi-
nado, de ahí que pareciese estar iluminado por un sinfín de
soles.

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El niño, la golondrina y el gato se detuvieron ante una pro-
cesión de orugas. El niño miró a la golondrina, la golondrina
miró al gato, el gato miró al niño. Los tres miraban absortos
la procesión, el desfile disciplinario, la masificación de las orugas.
Qué triste. El gato iba a dar un manotazo a la hilera de
orugas, pero la golondrina extendió sus alas diciendo que no
lo hiciera. Y no lo hizo.
El niño pensaba: «Están unidas en su dolor, en sus menes-
terosas necesidades, sobre todo en su ceguera. Serían capaces
de devorar el bosque. ¿Por qué no lo hacen?» El niño sacó de
su hato un pedazo de pan y lo desmigajó dejándolo caer en
la tierra. Las orugas se separaron unas de otras y, haciendo
un círculo en torno a las migajas, comenzaron a devorarlas
con sus blancas bocas.
Y vinieron otras orugas procesionarias o disciplinarias o masi-
ficadas y, separándose unas de otras, se acercaron para devorar
las migajas del pan nuestro de cada día que arrojaba el niño.
Y a éste se le acabó el pan y toda la comida se le acabó. Todo
lo devoraron las hambrientas orugas. Al terminar el banquete,
éstas se colocaron unas detrás de otras y, en señal de agrade-
cimiento, pasaron, haciendo una ese, entre las piernas del niño,
rozando con su fría y blanda piel sus pies.
Cuando las orugas ya se habían alejado, el niño, la golon-
drina y el gato sintieron hambre, mucha hambre. Nada tenían
para comer. La golondrina y el gato miraban al niño repro-
chándole el despilfarro que había hecho con la comida, dándosela
a las voraces orugas. El niño se encogía de hombros diciendo
para su cerebro: «¿Qué le vamos a hacer? Después de todo,
también es necesario tener hambre. Y, además, hay tanta luz,
hay tantos soles en este bosque, hay tantos colores... ¿Qué más

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podemos desear?» La golondrina y el gato escucharon el pen-
samiento del niño. Tan atentos estuvieron, que ya no sintieron
hambre.
Prosiguieron el camino. Era tan bonito caminar y caminar.
Y lo era más aún porque se caminaba junto a un gato que andaba
mayestáticamente dando saltitos, y de una golondrina que volaba
igual que una bailarina cuando cose con la punta de sus pies
el tablado de oro de su ballet. Así volaba la golondrina, cosiendo
con la punta de sus alas el aire que el niño respiraba gozosa-
mente.

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III

llegaron a un lugar donde había muchos hongos


de todos los colores. Era otro bosque dentro
nin del bosque. Los colores de los hongos eran tan
destellantes, que el gato se los comía con los ojos. Pero como
sólo se los comía con los ojos, empezó a sentir verdadera ham-
bre. La golondrina saltaba de un hongo a otro hongo a punta
de ala. Era como una danza de etiqueta donde se tuviera que
ir vestido con brillante chaqué, brillante pechera, brillantes
zapatos negros. Al niño le encantaba la danza de la golondrina
y silbaba las notas que ésta punteaba con las alas. El gato se

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hallaba al margen de tan bello espectáculo. A él, lo que le
atraía, eran los colores de los hongos. Y los lamía; primero,
con los ojos; después, con la lengua. Pero pronto comenzó a
sentir en la lengua la esponjosidad de los hongos.
Estaba lamiendo uno colorado, muy colorado. Abrió la boca
y, de un mordisco, se lo comió. La golondrina dejó de danzar y
el:niño de"silbar y miraron al gato. El gato se puso todo colo-
rado. En vista de que el gato tenía su vergüenza, el niño empezó
de nuevo a silbar y la golondrina a danzar. El gato se pasó la
lengua por los bigotes y se dijo para sí: «¡Adelante!» Miró de
reojo al niño y a la golondrina y, de un bocado, se comió un
hongo verde. La golondrina dejó de danzar y el niño de silbar
y miraron al gato. «¡Bah, un camaleón!» Y el niño empezó de
nuevo a silbar y la golondrina a danzar. El gato se pasó la lengua
por los bigotes y se dijo para sí: «¡Adelante!» Miró de reojo
al niño y a la golondrina y, en un santiamén, se comió un hongo
amarillo. Se volvió de color amarillo. La golondrina dejó de
danzar y el niño de silbar y miraron al gato. «El sol que lo
dora». Y el niño empezó de nuevo a silbar y la golondrina a
danzar. El gato se pasó la lengua por los bigotes y se dijo para
sí: «¡Adelante!» Miró de reojo al niño y a la golondrina y, en
un vistonovisto, se comió un hongo blanco. La golondrina dejó
de danzar y el niño de silbar. Pensaron: «Este gato está comién-
dose los hongos, está envenenándose». El niño y la golondrina
se acercaron al gato. Pero, mientras se acercaban, el gato se
comió rápidamente uno y otro hongo, volviéndose de uno y
otro color. La golondrina, de un salto, se plantó en jarras sobre
el hongo que se iba a comer el gato y éste se detuvo. El gato
miró al niño, que también estaba en jarras, y se puso todo colo-
rado, no porque tuviese vergüenza, sino porque el último hongo

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que había comido era colorado. ¡Y pensar que la golondrina se
había plantado en un hongo blanco! El gato, dándose cuenta
de la terrible situación, miró a la golondrina y al blanco hongo
y casi estuvo por tragarse en un tris al hongo y a la golondrina.
Pero el gato sabía que no se había portado bien. Se dijo para
sí: «Me está bien empleado; así que, en el color de la vergüenza,
tengo la penitencia».
Caminaban. El gato iba delante dando tumbos, hipando
como un borracho. Detrás, tristes y meditabundos, iban el
niño y la golondrina. «¡Pobre gato nuestro!»«¿Y si se nos muere?»
«¡San Francisco de Asís, sálvalo!» Así iban discurriendo o rezando
la golondrina y el niño. Y así, de plegaria en plegaria, iban cami-
nando. Y el gato cada vez daba más tumbos e hipaba más.
El gato daba más tumbos e hipaba más, pero lo peor no
era esto. Lo peor era que a cada momento cambiaba de color.
Se volvía de color verde, de color azul, de color rojo, de color
morado, de color naranja, de color amarillo, de color añil.

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IV

de pronto, sin ocaso, llegó la noche. Las antor-


chas de las luciérnagas se abrieron en sendero.
'1 I Al final de éste, un árbol muy grande y muy
viejo, con los brazos extendidos y de cuyas ramas colgaban
las estrellas del firmamento, invitaban al niño, a la golondrina
y al gato a que entraran en su tronco abierto para que pasasen
allí la noche. Los tres amigos entraron en el árbol. Su interior
estaba iluminado por múltiples ojos que miraban con ternura
a los huéspedes. El suelo estaba cubierto de muelles plumas
de todos los colores. Los tres estaban muy cansados y se dejaron

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caer sobre las muelles plumas que los levantaban en el aire.
El gato ya no cambiaba de color y su piel era ya blanca, pero
estaba muy agotado y temblaba intermitentemente.
El niño, la golondrina y el gato se acurrucaron muy juntos.
Los ojos luminosos del interior del árbol se iban cerrando uno
a uno y, a medida que se iban cerrando, se oían las melodiosas
notas de un clavecín de cuerdas de platino. Y la luz iba dismi-
nuyendo paulatinamente. Cuando se hizo la oscuridad com-
pleta, por haberse cerrado todos los párpados de los ojos lumi-
nosos, el niño, la golondrina y el gato estaban profundamente
dormidos.
El niño soñaba. Soñaba que sus huellas le perseguían. El
corría, las huellas también. Pero las huellas aumentaban y
aumentaban, se atropellaban unas a otras y no podían alcanzar
al niño. Corría el niño. Corrían las huellas. Cien, mil, cien mil
huellas perseguían al niño. Y el niño no pudo más y cayó ren-
dido al suelo. Entonces las huellas, encaramándose unas sobre
otras, le pisotearon hasta dejarlo muerto. El niño se despertó
convulso. Pero uno de los ojos fantásticos del interior del árbol
se encendió, sonrió, volvió a apagarse y el niño se quedó dormido.

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MANECÍA elevándose el sol como un globo rojo
que tiñera de púrpura las hojas, las ramas y
los troncos de los árboles. Mil pájaros de mil
colores dejaban pasar por sus gargantas otras tantas canciones.
El sol se hizo de oro y el bosque se convirtió en un ascua de
infinitas tonalidades verdes.
El niño, la golondrina y el gato salieron del interior del
árbol donde habían pasado la noche. Miraban a un lado y a
otro, a arriba y a abajo. Sus ojos se extasiaban ante las dora-
das luces y sus oídos se llenaban de sorprendentes canciones.

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Prosiguieron su camino. El niño, dando saltitos hacia atrás
y hacia adelante como sólo lo saben hacer los niños. La golon-
drina, haciendo filigranas con la punta de sus alas como sólo
lo saben hacer las golondrinas. El gato, apoyándose tan sólo en
las uñas y dando volteretas como sólo lo saben hacer los gatos.
Caminaban por la senda que abrían sus propios pasos. Pri-
mero iba la golondrina, después el gato, a continuación el
niño. De pronto, los tres amigos se detuvieron bruscamente,
de tal modo que el gato pisó la cola de la golondrina y, el niño,
el rabo del gato. Nada chistaron. Para mejor escuchar dejaron
de respirar. Y es que de pronto se hizo un silencio tan denso
en el bosque que todo su afán era saber de dónde provenía
aquel silencio. La golondrina estiraba el cuello, extendía las
alas y su pico se orientaba hacia todos los puntos de la rosa
de los vientos. El gato tenía tiesas las orejas, erectos los bigotes
y su cabeza giraba como una veleta. El niño estaba atónito y
no se movía de tan clavado que estaba en la tierra, pero sus
ojos daban vueltas como una noria. Sin saber cómo, los tres
a un tiempo, se dirigieron hacia una zona muy oscura del bosque.
Andaban en puntillas sin hacer el menor ruido, temerosos de
perder el camino que podría llevarlos al lugar donde nacía el
silencio.
Qué silencio más profundo, denso y extenso era aquel silen-
cio. Y qué oscuridad la de aquel boscaje. Las luces, que entraban
por el tupido ramaje, eran como llamas de cirio. Por momentos
se acercaban más y más a aquel silencio. Lo delataba los latidos
en crescendo del corazón. La oscuridad, en estrías alargadas,
cada vez más negras a medida que avanzaban, se hacía cóm-
plice de la intrusión de nuestros amigos en la clausura del
silencio. Y el silencio se acercaba más y más a cada paso, como

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si se estuviera a punto de escuchar los acordes imperceptibles
de un órgano.
El niño, la golondrina y el gato se detuvieron: habían llegado
a las mismas fuentes de aquel profundo silencio. Los pulmones
dejaron de respirar y el corazón dejó de latir. Así escuchaban
mejor aquel silencio que sólo podía compararse al silencio
que deben escuchar los muertos. Sobre la desnuda tierra, en
perfecta formación, de rodillas, había un sinnúmero de mán-
tides religiosas en oración. Los tres amigos dieron media vuelta
y, como vinieron, de puntillas, sin hacer el menor ruido, se
fueron.
Cuando llegaron al punto de partida, nuevamente mil can-
ciones inundaron sus oídos. Pero dentro de sus almas quedaba
el profundo silencio de la plegaria de las mántides religiosas.

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VI

t. sol estaba en su cenit. Las margaritas se des-


hojaban solas porque no había enamorados
que las deshojasen. Las rosas morían allí
mismo donde nacían porque no había enamorados que las
cortasen. Las campanillas azules tocaban a gloria porque no
hay mayor gloria que el sufrimiento de los enamorados.
El niño intuía por qué las margaritas se deshojaban, por
qué las rosas se morían, por qué las campanillas tocaban a
gloria. Tanto lo intuía que sus ojos eran dos ascuas de agua.
Y la golondrina quería alegrar al niño y hacía piruetas invero-

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símiles en el aire. Y el gato quería alegrar al niño y daba volte-
retas y vueltas como un saltimbanqui. Pero el niño ni corres-
pondía con una sonrisa, ni con un gesto de aprobación, ni con
un ademán de desagrado. El niño caminaba adentrándose más
y más en el oscuro bosque de su tristeza.
El niño se sintió cansado, muy cansado, y se dejó caer, sonám-
bula y desmayadamente, sobre el desnudo prado, donde las
lianas del ballico se entrelazan desesperadamente con los tré-
boles, los lotos y los agrostis silvestres. La golondrina y el gato
también se dejaron caer rendidos a sus pies; la golondrina,
como si se le hubieran roto las alas de pronto; el gato, como
si se le hubieran quebrado las patas de pronto. Estaban jadean-
tes, pero con sus suaves plumas y su suave y peluda piel acari-
ciaban las piernas del niño. Este se dio cuenta de las suaves
caricias, del creciente interés de sus amigos, de lo que su tris-
teza suponía para ellos. Y fue tanta su emoción y su agrade-
cimiento, que se le puso la carne de gallina. El niño se levantó
de un brinco y dijo: «iEa, ya es hora de comer!» La golondrina
y el gato también se incorporaron de un brinco. El niño no
es que tuviera hambre, pero tenía que decir algo y se le ocurrió
decir eso de comer. Por eso se reía, porque no sentía hambre
y porque había dicho: «iEa, ya es hora de comer!» Y la golon-
drina y el gato también reían, porque tampoco sentían hambre
y porque les alegraba la risa del entrañable amigo.
Tenían que comer. El niño comenzó a recoger piñas del
suelo. La golondrina, a tirar piñas desde lo alto de los pinos.
El gato, a empujar las piñas con las patas; pero se hacía un
lío porque no lograba juntarlas. Daba una patadita a una
piña, daba otra patadita a otra, pero no se juntaban, sino que
iban más lejos o se quedaban más cerca. El caso es que a todas

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las piñas que encontraba al paso les daba una patadita y, claro,
cada vez tenía que dar más pataditas. Pronto tuvo delante de
sí una barrera de piñas. Ya no había modo de dar más pata-
ditas. Dio un maullido, diciendo: «¡Ya está bien!» Y el niño
se acercó con un brazado de piñas y lo arrojó sobre el montón
que había formado el gato. Este estaba con la lengua fuera
como un perro jadeante. La golondrina también acudió presto
con una piña en el pico y la dejó caer en vuelo sobre la cúspide
del montón.
Los tres se sentaron en torno a las piñas. El gato, ya sin
tantos jadeos, se pasaba la lengua por los bigotes. La golon-
drina se pasaba la punta de las alas por el pico. El niño se pasaba
la lengua por los labios. Por lo visto tenían hambre. Y es que
para comer piñones no hace falta ni tener hambre. El niño
abrió una piña. Con los dientes abrió un piñón, otro y otro.
Dio uno a la golondrina, otro al gato y el tercero se lo llevó
a la boca. Los tres amigos se miraron. Con sus dientes y el
pico apretaban en vano. Tanto apretaban que cerraban los
ojos. Desistieron. Los tres piñones fueron a parar de nuevo
a la mano del niño. ¡Oh, eran piñones de oro!
El niño con los dedos, la golondrina con el pico, el gato con
las uñas sacaron todos los piñones de las piñas y partieron la
cáscara. El niño llenó los dos bolsillos del pantalón de piñones
de oro.

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VII

ONTINUARONel camino. La golondrina iba delan-



• •te, después, el gato y, a continuación, el niño. El
niño saltaba y brincaba y, además, silbaba una
canción de cuna. La golondrina revoloteaba y giraba a ras del
suelo y, además, chirriaba acompañando los silbidos del niño.
El gato daba volteretas y brincos y, además, maullaba al com-
pás de los silbidos del niño y los chirridos de la golondrina.
El niño iba arrojando los piñones de oro. Los arrojaba sin ningún
objeto. Pero en el subconsciente quizá anidase el deseo de que,
si tenían que volver a casa, las piñas de oro arrojadas serían
la pista segura del regreso.

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Salió de debajo de una piedra un lagarto de ojos rojos y se
comió un piñón de oro y otro y otro. Y salieron otros reptiles.
Serpientes de todos los tamaños, dibujos y colores; camaleones
de un solo color, tortugas doradas... Todos los piñones de oro
que arrojaba el niño se los comían. Era bonito ver a la golon-
drina, al gato y al niño seguidos de aquel tumultuoso desfile
de reptiles.
Pero descendió desde lo alto un buitre de ojos sucios y los
reptiles se espantaron. El buitre se comió un piñón de oro y
otro y otro. Y descendieron otras aves. Halcones de plata,
águilas blancas, cóndores grises... Todos los piñones de oro
que arrojaba el niño se los comían. Era hermoso ver a la golon-
drina, al gato y al niño seguidos de aquel confuso desfile de
aves de rapiña.
Pero surgió de entre los árboles un oso corpulento, con los
ojos amarillos, y espantó a las aves. El oso se comió un piñón
y otro y otro. Y surgieron otros animales. Lobos negros, zorros
rojos, jabalíes azules... Todos los piñones de oro que arrojaba
el niño se los comían. Era bello ver a la golondrina, al gato y
al niño seguidos de aquel ululante desfile de animales salvajes.
Pero al niño se le acabaron los piñones de oro. Y, como
sintieran a sus espaldas el rugir de las fieras, se detuvieron y,
con brusquedad, dieron media vuelta. Al niño se le pusieron
los cabellos de punta. Al gato se le pusieron los bigotes erectos
y, además, encorvó el lomo formando una N. A la golondrina
se le pusieron tiesas las plumas de la cabeza. Los tres amigos
fueron rodeados por las fieras, las cuales se colocaron de pie
y, dándose la mano, iniciaron el juego del corro a la pata coja
ululando una canción infantil:

44
Somos animales buenos,
no nos comemos a nadie
que sea bueno.

Los tres amigos, por si acaso, se sostuvieron con un solo


pie, no fuera que por no hacerse el cojo, como los animales,
no los considerasen buenos.

Hala, hala, hala, a bailar,


que en nuestro vientre
suena el pandero.

Y los animales, separándose, se golpearon el vientre al tiempo


que bailaban. Los tres amigos hicieron otro tanto. Los animales
volvieron a darse las manos y, a la pata coja, dieron vueltas y
más vueltas.

Somos animales buenos,


no nos comemos a nadie
que sea bueno.

Los tres amigos, también volvieron a sostenerse con un


solo pie. La canción se repitió muchas veces. Y, cuando los
animales se cansaron, formaron una doble fila a modo de túnel
y los tres amigos no tuvieron más remedio que pasar por él
La golondrina y el gato temblaban porque veían cómo los col-
millos de las fieras destilaban hilillos de baba. El niño pasaba
impertérrito, porque veía cómo en los ojos de las fieras se
escondía vergonzosamente el color azulado de la bondad.

47
El niño, la golondrina y el gato desembocaron en un calvero
de muelle hierbabuena. Se tumbaron para descansar. Los tres
tenían que ahuyentar algo: el niño, la rabia; la golondrina y
el gato, el miedo.
VI I I

L quedar envueltos por el crepúsculo y el vuelo


de los purpúreos murciélagos negros, se levan-
Yo taron iniciando de nuevo la marcha.
Pero ¿qué tenía aquel crepúsculo? Era un crepúsculo gas
que envolvía todo tiñiéndolo de escarlata, un crepúsculo que
se respiraba haciendo más fácil el respirar, un crepúsculo aban-
donado por la noche. Y la mirada, el alma, el cuerpo se sentían
relajados, huidos de sí, henchidos de cósmicos deseos. No se
sabía si se andaba, si se deslizaba o si se volaba.

49
Y he aquí que, caminando, deslizándose o volando, los ojos
del niño, de la golondrina y del gato se toparon con los ojos pen-
santes de un búho. El búho desplegó un ala: «Buen crepúsculo».
«Muy buen crepúsculo», contestó el niño. Y, con estas frases
tan protocolarias, se inició un diálogo en el que no se pronun-
ciaron palabras.
Todo era un mutuo contemplarse a los ojos haciéndose
preguntas precisas que obtenían exactas respuestas; un enco-
gimiento de hombros de tiempo en tiempo que lo mismo podría
querer decir sí, no, quizá; un clavar la mirada en el infinito
crepuscular hasta sentir el rojo escarlata en el nervio ciego
del ojo.
Para el búho la única actividad digna de él y, por tanto, del
hombre, era pensar. Pero dejó sentado que el hombre no podía
pensar con la pureza del búho. El hombre estaba atado por un
cúmulo de necesidades y, lo que era peor, por un cúmulo de
pensamientos que él no había elaborado. En cambio, la única
necesidad del búho consistía en estar subido a una rama y,
cuanto más alta, mejor. Por lo demás tenía los ojos siempre
abiertos y cada vez su mirada se adentraba más y más en el
mundo, en el universo estelar, en las galaxias ignoradas.
Para el niño, tan funesto era pensar como no pensar. Entre
un extremo y otro estaba el punto medio del sentir, del aden-
trarse, del vivir. Pero el sentir era sufrimiento; el adentrarse,
vacío; el vivir, un prepararse a morir.
Para la golondrina, el pensar y el sentir eran no ya com-
patibles, sino consustanciales. Se piensa porque se siente; se
siente porque se piensa. O dicho de otro modo: se piensa
— cerebro — porque se tiene corazón; se siente corazón —
porque se tiene cerebro.

50
Tanto el niño como el búho aprobaban el discurrir de la
golondrina. Y es que tanto el niño como el búho decían lo
mismo, pero con palabras distintas. El búho decía una cosa
con palabras racionalistas; el niño decía esa misma cosa con
palabras sentidas.
Pero el gato ni estaba de acuerdo con el búho, ni estaba
de acuerdo con el niño, ni estaba de acuerdo con la golondrina.
Para el gato no había más razón y más sentir que la razón y
el sentir de vida. Y tan estúpido era pensar — búho —, como
sentir — niño —, como ser cerebral — golondrina —. Y el gato,
diciendo sonambúlicamente estúpido, estúpido, estúpido, co-
menzó a revolcarse en un montón de hojas para hacer alarde
de su razón y sentimiento de vida. Pero aquel montón no era
de hojas, sino de insectos que parecían hojas, y el gato, al verse
atacado por aquellos ortópteros, salió del acervo con algunos
pelos de menos y con unas cuantas cerdas de miedo de más
en el bigote. El niño, la golondrina y el búho reían a mandí-
bula o pico batientes.
Sin saber cómo, fueron rodeados por una nube de polvo
rojo reverberante. Ahora las risas no eran de una boca y dos
picos, sino de infinitas bocas con infinitos dientes. El polvo rojo
se extinguió como si los corpúsculos que lo componían fueran
llamitas que se apagasen. Las risas crecían. Y los dientes que
reían se hicieron visibles. Eran unos dientes coralinos, bri-
llantes; blancos sin duda, pero ahora, envueltos por el cre-
púsculo, coralinos. Y se hicieron también visibles los ojos, la
cabeza, el cuerpo entero de los animales que así reían. Eran
asnos, asnos salvajes; asnos de plata, indudablemente; pero
ahora, a la luz del crepúsculo, parecían ir envueltos con mantos
de púrpura. Los asnos dejaron de reir y, dando sendas coces

51
en el aire, dieron media vuelta iniciando la carrera, ya sin
levantar aquel polvo rojo reverberante.
Ante el niño, la golondrina y el gato se detuvieron tres
borriquitos niños y, moviendo las orejas, pusieron ojos tiernos:
«Montadnos». El niño montó en el borrico más grande. El gato,
en el borrico mediano, pero agarrándose al cuello. La golon-
drina, en el más pequeño, sobre la frente, entre las largas orejas.
Los tres borriquitos emprendieron la carrera entre los suyos.
El búho, más pensativo que de costumbre, extendió un ala:
«¡Adiós, amigos!»

52
IX

la noche no llegaba. El sol estaba al borde


del abismo de la luna sin atreverse a descansar
I;r en ella. Y las aves, los insectos, los mamíferos,
emparejados, estando como estaban al borde del sueño, no se
atrevían a descansar en sus lechos. Al sol le faltaba el manto
de la noche para quedar envuelto con la luna. A los animales
les faltaba también el manto de la noche para quedar envueltos
en el sueño. Pero ¿cómo podría el sol cubrirse con el manto
de la noche si su presencia es la negación de la noche? El sol,

53
dándose cuenta del imposible, empezó a ascender desde su orto.
Por esta vez había anulado la noche y el deseo de dormir lo
había hecho interminable.
Y mientras el sol ascendía, los cascos de bronce de la manada
de asnos capitaneada por el niño, la golondrina y el gato, hacían
retumbar la tierra en un son implacable de timbales. Y las
liebres de plata salían de sus madrigueras para ver pasar los
asnos. Y de los huecos de los troncos, las ardillas de oro. Y, de
los agujeros de la tierra, los ratones blancos. Y, de las oque-
dades de las rocas, los hurones rojos. Y, de las toperas de los
prados, los topos amarillos. Y, de las corrientes de las aguas,
los castores malvas. Todos se quedaban boquiabiertos con el
hocico titilante y los ojos de sueño. Y, cuanto más abrían la
boca, más cerraban los ojos, componiendo así un descomunal
bostezo.
También los insectos salían de sus escondrijos. El saltamontes
de oro daba un salto hacia atrás. Y los grillos metálicos erizaban
sus élitros de amianto haciéndolos chirriar. Y las cucarachas de
azabache escondían la cabeza con sus rizadas antenas en su
blando abdomen. Y el valiente escarabajo de esmeralda ponía
todo su afán en situarse bajo un casco de bronce para que lo
triturasen. Y a los escarabajos peloteros se les escapaban las
bolas de oro que fabricaban con sus excrementos. Y las multi-
colores moscas volaban alto para escandalizar con sus gritos
a los indiferentes pájaros.
Porque los pájaros, al horrísono paso de la manada de asnos,
no le hacían el menor caso.

54
os asnos entraron en un inmenso calvero azo-
tado verticalmente por el sol y se detuvieron.
No podían avanzar de tantas mariposas que
había retorciéndose en el suelo y revoloteando en el aire. La
manada se extendió rodeando el inmenso calvero y el niño,
la golondrina y el gato desmontaron de sus cabalgaduras y se
dejaron ensimismar por el espectáculo alucinado y alucinante
de las mariposas.
El suelo estaba lleno de larvas metálicas que se retorcían.
Las larvas se hacían crisálidas doradas. Las crisálidas se hacían
mariposas de mil formas, mil colores, mil brillos que remon-

55
taban el aire. Su vuelo era una búsqueda ansiosa, tensa, expec-
tante de su pareja. Y, cuando se encontraban, sus antenas se
entrelazaban. Y se estremecían en vuelo descendiendo lenta-
mente, tan lentamente, que parecía que nunca iban a llegar a
la tierra. Al llegar a la tierra, estaban ya muertas, se abar-
quillaban y surgían dos larvas que se perderían entre las otras
larvas. Dos larvas que se transformarían en crisálidas confun-
diéndose con las otras crisálidas. Dos crisálidas que se conver-
tirían en mariposas distantes que se encontrarían en el amor.
Cuanto más difícil era el amor, más alto tenían que volar
las mariposas para encontrarse. De ahí que su descenso fuera
interminable. Pero una mariposa subió tan alto, tan alto, que
el niño, la golondrina y el gato la perdieron de vista. ¿Encon-
traría su amor? ¡Cuán difícil debía de ser aquel amor!
De pronto, el niño, la golondrina y el gato se dieron cuenta
de que los asnos habían desaparecido. Y los tres amigos se
alejaron también de aquel lugar.
Llegaron a la fuente de una laguna espejeante. Bebieron,
no porque tuvieran sed, sino porque estaban inquietos. El agua
les sosegó. Y les sosegó también el vuelo tranquilo de las libé-
lulas. Y la calma de los nenúfares.
El niño, la golondrina y el gato se sentaron cara a la laguna,
detrás de un narciso y un sapo. El narciso y el sapo se miraban
en la espejeante agua. El narciso, en un abrir y cerrar de péta-
los, decía: «He aquí dos sapos». El sapo, en un croar emocio-
nado, decía: «He aquí dos narcisos». El niño dijo: «Dejad de
jugar a los espejos. Eso está bien para los muertos, pero no
para los vivos». El sapo dio media vuelta de un salto y el nar-
ciso volvió los pétalos en un giro de la cintura de su tallo. El
niño, la golondrina, el gato y el sapo sonreían.

56
X I

os tres amigos iniciaron de nuevo la marcha.


Pero caminaban muy torpemente porque el
camino que abrían sus pasos estaba cruzado
por telarañas. A su vez, como destruían las telarañas, las arañas
protestaban: «No hay derecho; nos destruyen las redes y esta
noche tenemos que cazar peces». El niño, la golondrina y el
gato se hicieron eco de las protestas y desviaron el camino.
El nuevo camino lo formaban las pisadas de los tres amigos
sobre un tupido césped de florecillas azules de olor dulce muy

57
penetrante. Pero, además, tenían que andar con cuidado para
no pisar las abejas que libaban el néctar de las florecillas. Las
abejas protestaban: «No hay derecho; nos destruyen la cosecha
de mosto y esta noche tenemos que emborrachar a nuestra
reina». El niño, la golondrina y el gato se hicieron eco de las
protestas y desviaron el camino.
El nuevo camino lo constituían bolas de excremento pisadas
por los tres amigos. Toda la tierra estaba cubierta por estas
bolas. Los escarabajos peloteros que acudían a recogerlas pro-
testaban: «No hay derecho; nos destruyen la cuna y la leche
de nuestros hijos que han de nacer esta noche». El niño, la
golondrina y el gato se hicieron eco de las protestas y desviaron
el camino.
Pero, como ya no se atrevían a caminar, se sentaron sobre
un ribazo. Dejarían pasar el tiempo con el fin de que las arañas
terminasen sus redes; las abejas, la recolección de su mosto,
y los escarabajos peloteros, la cuna y la leche de sus hijos.

58
XII

N pájaro descendió jugueteando como una co-


rneta. Era un ruiseñor con un ramito de azahar
en el pico. Pasó por delante de los tres amigos
y el azahar los embriagó. A continuación pasó un estornino
con un ramito de jazmín. También el olor del jazmín los em-
briagó. Después pasó un jilguero, con un ramito de santolina,
y el niño le preguntó: «¿A dónde váis con tanto apresuramiento?»
El jilguero, con su canto suavísimo, le contestó: «Al entierro del
amante más enamorado». Y pasó un urogallo llevando en el
rojo pico un ramito de orégano. Y una paloma con mejorana.

59
Y una alondra con diamela. Y, finalmente, juntos, un pájaro
loco con nardo, un pájaro lira con mirto y un alcaraván con
albahaca.
El niño, la golondrina y el gato se juntaron con el pájaro
loco, el pájaro lira y el alcaraván. El niño preguntó: «¿Y vamos
a asistir al entierro del amante más enamorado?» El pájaro
loco, con los ojos desorbitados, contestó: «Sí, al entierro del
más amante de los enamorados». La golondrina preguntó:
«¿Y cómo ha muerto?» El pájaro lira contestó, haciendo vibrar
musicalmente las plumas de la cola: «El amor lo ha matado».
El gato preguntó: «¿Y quién era la amada?» El alcaraván, in-
flando las plumas rojas de la pechera, contestó: «La mariposa
más bella de las mariposas». «¿Y él?», preguntó el niño. El
pájaro loco, carraspeándole la garganta, respondió: «La mari-
posa más viril de las mariposas». El pájaro lira aclaró: «Es para
mí tan importante este entierro, que he perdido el concierto
más importante de mi vida». Y el alcaraván: «Para mí es tan
importante que, por asistir, he olvidado dónde ha puesto mi
pareja los huevos». Y el pájaro loco: «Para mí es tan impor-
tante, que he abandonado las rocas de mi soledad».
Y ya no hablaron más. El silencio se les metió tan adentro
que, aunque hubieran hablado, habrían movido los labios o el
pico pero no hubieran pronunciado palabra.
El niño sentía en su corazón el vuelo de aquella mariposa
en el calvero del amor que, ascendiendo, ascendiendo, se perdió
de vista cara al sol. Se imaginaba que, al no encontrar el amor
en el límite del amor, la mariposa encontró la muerte, porque
el límite del amor y la muerte debían ser una misma cosa.
Y llegaron ante la comitiva del entierro. Una quíntuple
fila interminable de hormigas, con hachones encendidos y man-

60
tos de terciopelo, precedían al cadáver izado por cien hormigas
guerreras. La mariposa, con sus hermosas alas extendidas y
sus antenas caídas, parecía un álbum de colores pintado a la
luz de la luna. Los pájaros revoloteaban casi a ras del suelo
llevando en sus picos flores aromáticas.
El niño y el gato se colocaron a un lado y a otro del muerto.
Inmediatamente, detrás del muerto, se colocaron el pájaro loco,
el pájaro lira y el alcaraván. La golondrina repasaba una y otra
vez en vuelo bajo la interminable comitiva y de la garganta
se le escapaban agudos chillidos que hacían vibrar las antenas
de las hormigas y las de todos los insectos que, a ambos lados de
la carrera, contemplaban silenciosamente el entierro. También
los fúnebres acordes de la cola del pájaro lira ponía graves a los
animales y alimañas que curioseaban el acompañamiento desde
sus escondrijos o agujeros, por lo que apenas asomaban el hocico
iluminado por la luz que desprendía sus ojos opalinos.
La comitiva entró en un reducido calvero rodeado de jóve-
nes cipreses blancos. El cadáver de la mariposa quedó deposi-
tado en el centro. Y mientras la golondrina cavaba con su pico
la fosa, las hormigas, con sus hachones encendidos y sus mantos
rojos de terciopelo, rodearon en sucesivos círculos concéntricos
el lugar del enterramiento. Los pájaros no cesaban de revolo-
tear con sus flores aromáticas en sus picos.
Las hormigas guerreras depositaron el cadáver de la mariposa
en el fondo del sepulcro y lo enterraron empujando con sus
fieras cabezas la tierra.
Un cuervo, revestido con blancas plumas de encaje, depo-
sitó el ramito de heliotropo que llevaba en el pico y entonó el
réquiem del amor.
Y una lluvia de flores aromáticas cayó sobre la tumba del

61
amante más enamorado, del amante más amante de los enamo-
rados, del amante que murió por haber sobrepasado el límite
del amor.
Silencio. Llovía fina y mansamente. La lluvia hacía más per-
meable el silencio y uno se sentía hueco, esponjoso, flotando en
el silencio.
Las hormigas dieron la vuelta en torno a la sepultura y
se alejaron. Los pájaron dieron una vuelta a ras de las flores y se
alejaron. El pájaro loco, el pájaro lira y el alcaraván depositaron
sus flores y se alejaron. El niño, la golondrina y el gato quedaron
solos en el calvero del cipresal. Pero fue por poco tiempo.
Un ciervo blanco, con cornamenta de estrellas, surgió de
entre los jóvenes cipreses y atrajo hacia sí al niño, a la golon-
drina y al gato. El ciervo les encaminó hasta la linde del bosque,
allí donde las flores del muérdago, del sauce y del endrino mueren.
Y allí, en la misma linde del bosque, nacía el principio del
arco iris.

62
XIII

L niño, la golondrina y el gato quedaron exta-


siados ante la maravilla del arco iris que podían
tocar con sus manos, sus alas o sus patas. Se
habían olvidado del blanco ciervo de la cornamenta de estrellas.
Pero éste no se había olvidado de ellos y los contemplaba con
ojos paternales y tiernos. Los tres amigos caminaban por el
arco iris. El ciervo permaneció clavado en la tierra hasta per-
derlos de vista.

65
Ascendían. Unas veces, por el ancho violeta. Otras, por el
ancho añil. Otras, por el ancho azul. Otras, por el ancho verde.
Otras, por el ancho amarillo. Otras, por el ancho naranja. Y,
en fin, por el ancho rojo.
Y se hizo de noche. Salió la luna y los colores del arco iris
se convirtieron en colores nunca vistos. O mejor dicho, el niño,
la golondrina y el gato ya habían visto esos colores en las alas
de la viril mariposa muerta.
Y llegaron al cenit del firmamento. Pasó un corneta, mon-
taron en él y penetraron en el umbral del reino de las
estrellas.

66
XIV

el umbral del reino de las estrellas era el


olimpo de los opacos pero brillantes planetas.
El corneta dio una vuelta entera alrededor
de la Luna cuya cara, jamás vista por la tierra, era un inmenso
abismo de luminosa plata, tan atrayente, que poco faltó para
que el niño, la golondrina y el gato se arrojasen a él. Se alejaban
de la Luna y el niño pensaba: «Verdaderamente, el día que a
la Luna le dé por enseñar la otra cara, la humanidad entera
se despeñará por el atrayente abismo de luminosa plata».

69
Y pronto divisaron Mercurio erizado de torres románicas,
góticas y mudéjares. Unas sombras amarillas deambulaban por
las torres. Al acercarse más y dar la vuelta en torno al pla-
neta, el niño, la golondrina y el gato comprobaron que las tales
sombras correspondían a las sombras de los mercaderes con
mantos anaranjados, a las sombras de los oradores con mantos
amarillos, a las sombras de los ladrones con mantos negros
escarlata.
Y Venus, la verde y lívida Venus, toda espuma, toda belleza.
Ceñida con el cinturón de su irresistible encanto. Un cinturón
tan brillante que los hombres de la tierra, al acostarse, le llaman
estrella vespertina, y, al levantarse, estrella matutina. Pero
al aproximarse y dar una vuelta siguiendo el brillante cinturón
de oro, el niño la golondrina y el gato vieron que la espuma
aquella no era tal, sino blancas palomas en un aleteo incesante.
Sobre ellas caía el polen metálico de Mercurio con el color
amarillo de la hipocresía y el polen esponjoso de Marte con el
color rojo del amor.
El corneta iba a cruzar la barrera del Sol. Pero como se le
acabase la luminosa cola, aterrizó en el mismo Sol, sobre una
roja protuberancia rodeada de máculas crecientes. El niño,
la golondrina y el gato montaron en otro corneta, cuya cola
era corno una cola de caballo al viento, y salieron disparados
sin dejar de ser acariciados por el interminable velo etéreo
que envuelve la corona solar.
Se acercaban a Marte, a una esfera metálica negra cruzada
por múltiples líneas rojas entre grandes superficies blancas.
Dando la vuelta en torno al planeta, el niño, la golondrina y
el gato vieron que las líneas rojas correspondían a carros de
acero tirados por belicosos caballos de fuego en centelleante

70
carrera. Los meteoritos que se acercaban al planeta eran des-
truidos por espadas furiosas protegidas por escudos de cuero
donde unos ojos se extraviaban y una voz se desgañitaba en
roncos gritos. Esta locura belicosa contrastaba con la calma
de las inmensas superficies blancas, superficies nevadas, super-
ficies claveteadas por los brillantes cascos de los guerreros caídos
en las batallas.
El corneta también dio sendas vueltas en torno a las lunas de
Marte—Febos y Deimos, dos colosales carros de combate tirados
por cinco gigantescos caballos de fuego.
Y Júpiter, con su doble banda roja de general de los cielos
y del aire, con su barba de platino acariciada por sus doce don-
cellas satélites, dando órdenes al pueblo de los planetillas o
asteroides que llenaban los espacios entre él y Marte. El niño,
la golondrina y el gato dieron la vuelta siguiendo las rojas
bandas de moaré que envolvían el voluminoso vientre de Júpiter
y, al pasar por el ombligo, éste se carcajeó y los innumerables
planetillas o asteroides le devolvieron las carcajadas en eco.
La cola del corneta se dividió en tres colas de caballo al viento.
Y el núcleo se partió también en tres. Ahora, el niño, la golon-
drina y el gato cabalgaban a la par en sendos cornetas.
Llegaron hasta la misma boca del amarillento Saturno en el
momento que se tragaba a uno de sus satélites hijos. La luna
hija se acercaba en espiral, el primer y segundo anillo lumi-
noso la aprehendía y la boca carnosa de Saturno la devoraba.
Pero, a su vez, por el segundo y tercer anillo, nacía una nueva
luna, la luna devorada regeneraba. Y el niño, la golondrina y el
gato vieron cómo Saturno devoraba y engendraba a sus lunas, a
Mimas, a Encélado, a Tetis, a Dione, a Reha, a Titán, a Temis,
a Hyperión, a Japet, a Febe.

71
Urano, cerca y lejos, era una continua explosión nuclear.
Las lunas Ariel, Umbriel, Titania y Oberón retrocedían espan-
tadas girando retrógradamente. Urano, que era el padre del
cielo y fue mutilado por su hermano el Tiempo, sangraba por
sus cien mil descuartizamientos y cada borbotón de su sangre
se convertía en una Furia que se estrellaba contra la bóveda
del infierno vigilado por Plutón. Tres de estas furias se estrella-
ron contra las respectivas colas de los cometas gemelos que
cabalgaban los tres amigos. La velocidad de los cometas se
hizo tan grande, que por un instante sobrepasó a la velocidad
de la luz.
Neptuno se aproximaba. Era una inmensa esfera de agua
encerrando un palacio de cristal tan grande que en una sola
de sus torres cabrían todas las catedrales de la tierra unidas.
Neptuno era el ombligo del sistema planetario. Por eso los
sabios astrónomos, sin conocerlo, mediante estudios mate-
máticos, certificaron su existencia. Los tres cometas, porque
así lo quiso el niño, no dieron una vuelta en torno al planeta,
sino un sinfín de vueltas en todos los paralelos y meridianos
acercándose más y más a la superficie de sus aguas. Y es que
el niño lo que quería era introducirse en las aguas para tomar
posesión del maravilloso y alucinante palacio de cristal. Y a
punto estuvo de conseguirlo. Espoleó a su cometa y estuvo
en un tris de introducirse en las aguas. Pero la golondrina y
el gato le alcanzaron y las colas de los cometas se juntaron
y el núcleo también, convirtiéndose en el corneta primigenio.
Se alejaron de Neptuno. Y, mientras se alejaban, el satélite
Tritón, mitad hombre, mitad pez, les saludó socarronamente
haciendo sonar su caracola corneta.
La puerta que daba acceso al reino de las estrellas era la

72
pupila del único ojo de Plutón entre sus dos pobladas cejas.
La bóveda orbitaria de Plutón estaba constituida por los infier-
nos. Pasar por los infiernos era peligroso porque a uno se le
podía retener allí eternamente. Tal era el papeleo de los visa-
dos, la burocracia de los expedientes, las órdenes y contra-
órdenes policiales. Y, si fuera poco, a esto había que añadir
los continuos procesamientos, los interminables juicios, las
perpetuas condenas. Así que el niño, la golondrina y el gato
enfilaron el corneta para no estrellarse contra las ciclópeas
jambas de la pupila del único ojo de Plutón y entraron feliz-
mente en el reino de las estrellas.

73
XV

1_ entrar en el reino de las estrellas, la luminosa


cola del corneta se agotó y el niño, la golon-
.1..• drina y el gato aterrizaron en el tiovivo del
Zodíaco. Precisamente sobre Aries. El niño, sobre el lomo
del carnero; el gato, sobre el cuello; la golondrina, sobre los
cuernos.
En torno todo era una algarabía de color y de luminarias
multicolores en continuo movimiento: abanicos, círculos, ben-
galas, líneas paralelas, surtidores, líneas cruzadas, toboganes,
espirales, palmeras, exágonos, norias... Y un estridente ruido

77
en son de música melodiosa llenaba los cósmicos espacios.
Aquéllo no era el cielo, sino la Feria de las Estrellas. Sonó un
organillo y el tiovivo del Zodíaco comenzó a girar.
Aries era un carnero travieso que, de cuando en cuando,
doblaba las rodillas para que el niño, la golondrina y el gato
dieran un brinco por encima de muchas estrellas. Siempre
caían indefectiblemente sobre el carnero. El niño, sobre el
lomo; el gato, sobre el cuello; la golondrina, sobre los cuernos.
Y, a cada travesura de Aries, los tres amigos reían y hacían
reir a las más serias estrellas que contemplaban el giro del
tiovivo. Delante de Aries, Tauro.
Tauro, toro negro bruñido, cuernos de bronce afilados y
erectos, ojos fieros, boca y nariz abiertas echando espumarajos
de fuego, tersos músculos brillantes, brava postura, patas ara-
ñando la arena de las estrellas. Y el estoque de Aldabarán cla-
vado en todo lo alto salpicando en redondel rojos luceros.
Y Géminis. Cástor y Pólux eran sendos diamantes negros
— Dióscuros — incrustados en la frente de cada una de las
hijas de Leucipo, mascarón de proa de un navío abarrotado
de argonautas.
Y Leo, un domesticado y manso león montado por Régulo,
un reyezuelo ignorante y déspota, que con sólo una mirada
de sus ojos amarillos, coronados por cutáneas crestas de basi-
lisco, apagaba el brillo de las estrellas que le adulaban.
Y Virgo, rodeada de nebulosas de seda siempre rasgadas
por el viento jadeante de las estrellas y de cuya boca brotaban
en todas direcciones surtidores de luminosas y rojas fresas.
Y Libra, donde descansaban pesadamente los vientos jadean-
tes de las estrellas que habían rasgado los velos de Virgo.
Y Escorpio, escorpión de oro, cuyo veneno se lo introducía

78
en su propio cerebro cuya sustancia gris era la brilladora e
inquietante Antares.
Y Sagitario, musculoso mancebo de piel blanquísima, que
no cesaba de lanzar flechas de cobre líquido en todos los ángu-
los de la rosa de las estrellas.
Y Capricornio, mitad cabra, mitad pez, montado por mujeres
que se agarraban desesperadamente a sus diamantinos cuernos.
Y Acuario, una esfera de cristal llena de peces de todos
tamaños, formas y colores, montados por niños vestidos de
marinero que portaban tersos globos, sedosos molinillos de papel
y plateadas serpentinas multicolores.
Y, finalmente, Piscis, un gigantesco pez transparente, cuyo
vientre era un jardín de algas rojas, azules, malvas, donde niñas,
vestidas también de marinero, saltaban a la comba con sus
trenzas de oro, tiraban al aire el diábolo palpitante de su cora-
zón, corrían detrás del aro femenino de sus faldas o jugaban
al corro de la gallina ciega con los ojos clavados en la venda
que cubría los ojos de Eros.
Dejó de sonar el organillo y el tiovivo del Zodíaco se detuvo.
El niño, la golondrina y el gato descendieron de Aries y mon-
taron en la Ballena, la cual no cesaba de balancearse.

79
XVI

E detuvieronrante el gigante Orión en el mo-


mento en ,que -éste iba a lanzar la Liebre de
la fuerza a través •de interminables carriles en
cuesta, parábolas y círcules..Orión,sonreía con sus dientes de
estrellas y, aunque tenía las cuencas de los ojos vacías, por ellas
miraban los ciento treinta y seis luceros de su manto anaran-
jado. A sus pies yaclawsus bellas enamoradas Rigel, Betelgeux
y Bellatrix..Orlón, ante la expectación de las curiosas estrellas,
tenía la Liebre en la mano. Una, dos, tres carreras. Y la Liebre
salió-disparada venciendo todas las cuestas, todas las parábolas,

81
todos los círculos, chocando, finalmente, contra un lucero, que
explotó haciendo un ruido equivalente a cien mil bombas de
hidrógeno.
El niño, la golondrina y el gato prosiguieron su viaje en la
Ballena. Pero pasaron por el Perro Mayor y los ladridos lasti-
meros de éste los detuvo. Detrás del Perro, estaba Sirio, junto
a una barraca. Sirio, echando chispas de elocuencia por la boca,
gritaba: «¡Pasen, señores, pasen, y verán a la estrella erizo,
al microcosmos amaestrado, al macrocosmos de infinitos kilos,
al hombre de las diez garras, cinco pares de alas y cinco cabe-
zas de águila; y los ojos del hombre que enloqueció de dolor,
y el frasco de formo! donde se guarda el dolor que no se sabrá
nunca, y...!»
Y ya no oyeron más, porque la maternal Ballena no quiso
que el niño, la golondrina y el gato oyeran más.
Ahora se oía un vals y la Ballena lo valsaba. Cuántas estre-
llas arriba, abajo, a los costados. Y, así, valsando, la Ballena
chocó estrepitosamente con algo, algo que se encendió en mil
guirnaldas multicolores al son de un cuplé que hubiera hecho
furor en la tierra. Era el Navío que, gracias al golpe de la
Ballena, iniciaba la Kermés de las estrellas. Y la Ballena se
alejó del Navío echando por las narices surtidores de champán.
Pasaron por el Cráter, donde fabricaban copos de azúcar
de estrellas. El Cuervo cogió tres copos y uno se lo dio al niño,
otro a la golondrina y, el tercero, al gato.
Al llegar a Ofiuco, los tres amigos se despidieron de la Ballena
y montaron en aquel tobogán sinfín. Subieron, bajaron y se
marearon de lo lindo.
Pero no se marearían tanto cuando en el tiro al blanco de
la Saeta, el niño, la golondrina y el gato hacían diana en todas

82
las bombillas, dejando a oscuras más de un rincón del cielo.
Y subieron a la noria del Boyero. Pero los pacíficos y mansos
bueyes se espantaron. No habían visto jamás a un niño, a una
golondrina, a un gato. Y como no cesaban de manotear y agi-
tarse, el eje de la noria, que era Arturo, chirriaba y brillaba
más aún.
Al bajar de la noria del Boyero, pasaron sendos lebreles
entre las piernas del niño, entre las alas de la golondrina, entre
las patas del gato, y se los llevaron cabalgando. Los Lebreles
perseguían a una inalcanzable estrella. La estrella llegó ante
la Jirafa. Ascendió las interminables patas de ésta. Ascendió
el interminable cuello. Y, finalmente, se lanzó otra vez al espa-
cio. Los Lebreles ascendieron también las interminables patas
y el interminable cuello de la Jirafa y se lanzaron también al
espacio. Pero el niño, la golondrina y el gato quedaron pren-
didos entre las protuberancias córneas de la frente de la Jirafa.
Desde tal altura, la Feria de las estrellas adquiría unidad, relieve,
sentido. Y todo era más claro, más nítido, más brillante aún.
Los tres amigos descendieron en el paracaídas de una nebulosa.
Y cayeron en el mar de los Delfines y se encontraron mon-
tados en sendos de estos enlevitados y enchisterados cetáceos,
cuyo blanco vientre estaba cubierto de -brillantes condecora-
ciones. Los Delfines, formando un inmenso ejército, se intro-
dujeron en el carrusel de las olas de la Vía Láctea. Al son de
una marcha guerrera saltaban, saliendo y volviendo a intro-
ducirse en el oleaje de la Vía Láctea, salpicando de leche el
casco jaspeado de la bóveda celeste. La marcha de los Delfines
no tenía fin.
El niño, la golondrina y el gato estaban cansados, muy can-
sados, y sus ojos se cerraban con los párpados de los que han

83
gozado la feria de lo indecible/El joven Altair acertó a pasar
por encima de ellos montado erhsu Aguila, los<recogió y, en
sus brazos, los llevó a la Cabellera de Berenice. Al depositarlos
en la negra y sedosa-cabellera,estaban yatdormidos.
XVI 1

L ,niño, la ,golondrina y el .gato despertaron en


un amanecer cenital de estrellas. Salieron de
entre las madejas de seda -de la Cabellera
de Berenice. Cerca, en un prado de vírgenes y esrneraldinas
thierbas, pastaba el Potro que, trotando, trotando, había seguido
-al joven Altair y su Aguila cuando transportaba a los tres ami-
gos. 'Se -acercaron al Potro y, en un descuido de éste, lo mon-
taron. El niño, •sobre él lomo, en él sitio exacto donde montan
los caballeros. El gato, sobre el cuello, agarrándose a las crines
,con sus uñas de miedo. La golondrina, entre las orejas erectas

87
y sobre la última crin, la cual era un lucero. Los tres tenían
que agarrarse fuertemente a las crines porque el Potro se enca-
britaba salvajemente levantando una polvareda de estrellas.
Pero pronto el Potro se acostumbró a la suave carga y hasta
se arrepintió de los brincos que había dado. Y, cabalgando,
cabalgando, llegaron al límite de los dominios del Dragón.
El Potro lo sobrepasó y fueron atraídos en tromba por los
fríos pero cegadores ojos del monstruo y tragados por su helada
y heladora boca.
Ahora el Potro trotaba sobre guijarros congelados entre
estalactitas de hielo. El niño, la golondrina y el gato temblaban
de frío. Todo era tinieblas y silencio. De pronto surgió un
rayo penetrante, muy luminoso, ardiente. Siguieron el rayo
sin sentir ya el helador frío. El rayo terminaba en los labios
de una bella mujer, transparente, como de cristal, dormida
sobre un lecho de hielo.
Los tres amigos se apearon del Potro. El niño tocó las manos
de la mujer y sintió tal frío, que estuvo a punto de helarse,
de volverse transparente, como de cristal. Pensaba: «Hay que
hacer algo; esta muchacha está encantada, como en los cuentos
de hadas; habrá que desencantarla». Pero ¿qué hacer? La golon-
drina, adivinando el pensamiento del niño, inició la danza ritual
del desencantamiento en torno a la boca de la bella mujer
dormida. Pero nada. El gato, que también había adivinado el
pensamiento del niño, le hacía cosquillas en la planta de los
pies y en el dorso de las manos. Nada. Hasta que el niño, en
un arranque intuitivo, tocó con la yema de sus dedos, en una
suavísima titilación, los labios de la mujer. Ella abrió sus inmen-
sos ojos. El niño le preguntó: «¿Eres tú, Nichilolebe?»
De entre unos carámbanos azules salió un duendecillo de

88
cristal cubierto de campanillas de hielo y, aproximándose a la
bella mujer, le cerró los inmensos ojos que habían inundado
de luz y calor la estancia. El duendecillo habló haciendo sonar
sus campanillas de hielo: «No sé quiénes sois ni me importa
saberlo. Pero seáis quienes seáis, no conviene que fatiguéis a la
muchacha; está muy débil. Si no ha muerto ya es por ese rayo
luminoso y ardiente de su enamorado. Este es su castigo. Ella
era hija de la Nieve y del Hielo. El, hijo de la Llama y del
Fuego. Sin embargo, estaban destinados a ser el uno del otro.
Pero ella no renunció a su frialdad por el amor. En cambio,
él renunció a su fuego por el amor y se convirtió en hielo. Así
no podían amarse y fueron castigados por Eterno a ser estrellas
distantes. Ella es la estrella Sin Nombre y conserva su frialdad;
él es la estrella Polar y conserva su fuego. Ella anhela fundirse
con Polar; él, arriba, no sé lo que anhela, pero el rayo que envía
es de fuego. Mira, pequeño, si este rayo lo dirigiese Polar contra
la tierra, la abrasaría». El niño habló: «Pero ¿por qué Polar no
desciende desde lo alto, mata al Dragón y rapta de su frialdad
a la amada?» «No sé — dijo el duendecillo haciendo sonar las
campanillas de hielo —, no sé lo que ocurre allá arriba».
El niño, la golondrina y el gato montaron de nuevo en el
Potro y, saliendo por una de las siete colas del Dragón, se enca-
minaron al encuentro de la estrella Polar. Los tres amigos
estaban dispuestos a incitar a Polar para que matara al Dragón
y raptara de su frialdad a la estrella Sin Nombre.

89
XVIII

llegaron ante Polar. Los Ositos de la conste-


. !ación saltaban, daban volteretas y tocaban
sendos panderos en los que cascabeleaban
diminutos luceros. Ellos eran osos, eran pequeños y nada sabían
del drama que les circundaba.
Polar era un hombre con el pecho horadado como una ven-
tana abierta de par en par a todos los vientos. De su jadeante
corazón de fuego partía el rayo que moría en los labios de Sin
Nombre. La frente de Polar estaba atravesada por un clavo
de cabeza exagonal de oro, que lo sujetaba irremisiblemente
a la bóveda del firmamento.

91
La luz de ese clavo exagonal llega a la tierra. Y a esa luz
los hombres la llaman la estrella Polar, la estrella guía, la
estrella de los navegantes.
El niño habló: «Venimos de la gruta del Dragón; hemos
visto a Sin Nombre. Sin Nombre te ama y suspira por ti. Yo,
la golondrina y el gato te pedimos que cojas la espada de estre-
llas, que pende de tus pies, montes en el Potro, cabalgues hasta
el Dragón sin dejarte atrapar por sus ojos, mates a éste y raptes
a Sin Nombre de los duendecillos de hielo. Así, Sin Nombre
tendrá un nombre, tendrá calor y, lo más importante, te ten-
drá a ti».
Polar rompió a reir. Habló: «Tú eres la inocencia pura y
no sabes que así como la muerte es difícil, lo es también el
amor. No digo que mi amor sea imposible. No digo nada.
Pero, mira, mira el clavo que me atraviesa la frente. ¿Lo has
mirado ya? Tócalo. ¡Anda, tócalo!» Y el niño lo tocó. «¿Qué
has sentido?» «Nada». Polar volvió a reir. Calmó la risa con
un rictus amargo, y habló: «Pues los hombres a esto -- y seña-
laba el clavo — lo llaman el centro del universo, el ojo de la
humanidad, el ombligo de la verdad, el agujero del más allá,
el punto de unión de los enamorados».
Decir enamorados y romper a reir de nuevo fue una misma
cosa. Polar insistió. «¡De los enamorados! ¡Ja ja ja ja ja...!»
Polar estaba loco. No había más que ver y oir para cercio-
rarse que estaba loco.
Se acercó la Osa Mayor desgreñada de estrellas. Habló:
«Usted siempre tan triste, don Polar, siempre tan triste. Me
llevo a mis críos para darles el biberón de la Vía Láctea, pero
algún día me los llevaré para siempre. Es usted un desagra-
decido, venga de dar vueltas y volteretas y de tocar el pandero

92
y usted, erre que erre, cada instante que pasa más triste. Pero
¿a dónde va a ir a parar usted, don Polar?»
Polar habló con ojos extraviados inundados de acuosos
luceros: «¡Lléveselos ya, doña Osa; lléveselos ya, doña Osa;
lléveselos ya, doña Osa...!»
Sí, Polar estaba loco, estaba solo, estaba triste. Y ante los
locos, los solos, los tristes, no cabe más que dejarlos a solas
con su locura, su soledad y su tristeza.
El niño, la golondrina y el gato montaron en el Potro y se
alejaron con la cabeza hundida en el pecho. Solamente faltaba
que el gato dijera: «Mire vuestra merced, don Niño, quese
mete en aventuras que dejan muy malparada el alma». y la
golondrina: «Ahora quisiera llorar».

93
XIX

L Potro se detuvo ante la mansión de Casiopea.


Casiopea, tronco verde claveteado de ramas
verdes, hilando sus propios cabellos y el cabello
de sus hijas en una rueca de estrellas, clavó sus ojos en los ojos
del niño. El niño bajó del Potro y, seguido de la golondrina y
el gato, se acercó, sonámbulo, a Casiopea. Esta también se
acercó, sonámbula, al niño. Se detuvieron frente a frente. Casio-
pea habló: «Te he estado tanto tiempo esperando...»
Casiopea, el niño, la golondrina y el gato atravesaron un
interminable dintel de estrellas. Recorrieron.,interminables

97
corredores de estrellas. Descendieron interminables escaleras
de estrellas. Y, al fin, entraron en un aposento en cuyo centro
había una mesa camilla exagonal y un brasero, en el que ardían
diminutos luceros. Toda la familia estaba reunida. Casiopea
exclamó: «Mirad, éste es...» Y no supo decir su nombre. El
niño terminó la frase: «Tabajaraníes... Pero allá abajo, en la
tierra, me llaman Narciso». Y Casiopea presentó su familia
al niño: «Cefeo, mi esposo — leía un tratado de antropología
metafísica —, mi hija Andrómeda — daba de amamantar a un
niño —, mi hija Itameda — leía un libro de una poeta hindú
titulado Canto último —, mi hija Ugemeda — hacía punto de
ganchillo —, mi hija Ertameda — no hacía nada; sólo miraba
y miraba con sus ojos inmensos adentrándose hasta la medula
de lo que miraba —, mi hijo Genaldo — jugaba con un gato
negro —. ¡Ah! — en ese momento entraba Perseo —, el esposo
de Andrómeda».
La golondrina jugaba con las tres hijas menores de Casiopea.
Pasaba las páginas poéticas que ya había leído Itameda. Des-
hacía el punto de ganchillo de Ugemeda. Arrancaba las pes-
tañas de Ertameda, y a Ertameda le salían otras pestañas más
largas y negras. Las cejas de Ertameda, de tan finas y enarcadas,
eran alas de golondrina en un querer remontar el vuelo.
El gato jugaba con el gato negro de Genaldo y con el propio
Genaldo.
El niño miraba a los ojos de todos. Sobre todo a los ojos
de Ertameda, que siempre miraban. A los ojos de Ugemeda,
que sonreían. A los ojos de Itameda, que nunca miraban. A los
ojos de Andrómeda, en los que se veía fluir la leche que absorbía
el hijo. A los ojos de Cefeo, nostálgicos, cínicos, lejanos. A los
ojos de Perseo, ojos petrificados en ámbar. A los ojos de Genaldo,

98
ojos de inteligente gato. Y a los ojos de Casiopea, ojos de abi-
sales estrellas, como los ojos de su hija Ertameda.
«¿No te sientas?», dijo Casiopea. El niño se sentó. Nada se
hablaba. Sobran las palabras cuando los labios y los ojos sonríen
estremecidos. Pero aquella armonía perfecta del mutuo enten-
dimiento fue rota por la estentórea voz de Perseo: «¡Fuera!»
El niño se había levantado para marcharse. Casiopea lo
retuvo y se encaró con su yerno: «¿Quién eres tú para dar
órdenes en esta casa?» «Yo soy el que cortó la cabeza de Medusa,
el que liberó a Etiopía del monstruo marino, el que salvó a
Andrómeda de las fauces de ese monstruo. ¡Yo soy Perseo!
¿Queréis, sí, queréis que os muestre la cabeza de Medusa?
¿Queréis convertiros en piedra? ¡¡En piedra!!»
Todos habían dejado sus respectivas faenas o sus juegos.
Todos estaban ya como convertidos en piedra. Todos miraban
a Perseo con ojos de fiera y al niño con ojos lastimeros. Casio-
pea gritó: «¡Fuera tú, Perseo, tú que eres peor que todos los
monstruos y todas las gorgonas juntos!»
Perseo había empalidecido. De su capa amarilla sacó la
cabeza de Medusa. Pero no tuvo tiempo de mostrarla. Atenea,
surgiendo de la inteligencia recta y de la recta moral, la cubrió
con su escudo. Y la cabeza de Medusa quedó estampada en el
escudo de Atenea, y Casiopea y los suyos, el niño, la golon-
drina y el gato no se convirtieron en piedra.
El niño habló: «Me voy, tengo:que volver a la tierra». Y sus
ojos se llenaron con las luminosidades de los ojos inmensos
de Ertameda, la del mirar hondo, la hija menor de Casiopea.
Casiopea exclamó: «Tú te irás a la tierra, pero en el firma-
mento quedará tu recuerdo...» Y, en aquel preciso momento,
entró el gigantesco Hércules, musculoso de luceros, y añadió:
«Quedará con nosotros tu constelación y también las conste-
laciones de la golondrina y del gato».
Hércules cogió al niño y, como un San Cristóbal, se lo montó
en el hombro. La golondrina se subió a la cabeza y el gato se
encaramó en el otro hombro. Cuando Hércules salió, los ojos
de Casiopea se cubrieron de acuosas estrellas.

100
XX

ÉRCULES, con su preciosa carga, atravesó mon-


tañas de nebulosas, ríos lácteos, valles de luce-
ros. Llegó al hemisferio sur y se detuvo ante
el Taller del Escultor. Entró. El escultor preguntó: «¿Un en-
cargo?» «No — dijo Hércules —, es el grupo escultórico que
te hará célebre en la tierra y en el olimpo de las estrellas, con
el que ganarás todos los primeros premios y todas las medallas
de oro. Se trata de esculpir las constelaciones más bellas y
modernas del universo: las constelaciones el Niño, la Golon-
drina y el Gato».

101
Y el escultor puso inmediatamente manos a la obra. Prime-
ramente hizo el diseño. La tierra, a simple vista, vería así las
constelaciones: El Niño: dos estrellas de primera magnitud
ojos —, una de segunda — nariz y boca — y dos de tercera
orejas —. La Golondrina: una estrella de segunda magnitud
pico —, tres de magnitud descendente a cada lado — alas
y una de quinta magnitud encima del pico — cola —. El Gato:
dos estrellas de segunda magnitud — ojos —, dos de tercera
—patas — y cuatro de cuarta — rabo —. Pero los telescopios
de los sabios astrónomos verían, además, más de mil estrellas
y tres nebulosas que harían de pedestal.
El grupo escultórico quedó terminado. Todas las constela-
ciones, todas las nebulosas, todas las estrellas, hasta las más
remotas galaxias, fueron consultadas para decidir el lugar del
emplazamiento. Todos querían tenerlo junto a sí. En vista de
que no se podía atender a todos, el Escultor y Hércules deci-
dieron emplazar las nuevas constelaciones junto al signo del
Zodíaco, correspondiente al mes del nacimiento del niño. Así
que, como el niño había nacido en julio, el lugar elegido fue
Libra.
Pegaso arrastraba el pesado grupo escultórico de las cons-
telaciones el Niño, La Golondrina y el Gato. Delante iba el
Cisne tocando la Lira, y Vega, a cada acorde, se estremecía.
El desfile lo abría el Centauro con la Cruz del Sur en alto. A
continuación, el ejército de Lagarto con guirnaldas de estre-
llas, la Hidra Macho y la Hidra Hembra entrelazadas. El niño,
la golondrina y el gato iban montados en Auriga, detrás del
grupo escultórico. Y, finalmente, el Escultor y Hércules mon-
tados en la Corona Boreal.
El lugar del emplazamiento estaba rodeado por todas las

102
constelaciones, todas las nebulosas, todas las estrellas del fir-
mamento. Y, lejos, las galaxias más remotas. Al llegar la comi-
tiva se abrieron en gran vía para dejarles paso. Llegaron al
lugar señalado y las nuevas constelaciones se descubrieron.
Se descubrieron sin discursos, sin aplausos, sin marchas
reales. Tal era la belleza de las constelaciones el Niño, la Golon-
drina y el Gato.

103
XXI

N la tierra se estremecieron. Los ojos de todos


los humanos se clavaban una y otra vez en el
cielo. Hasta los ojos de las bestias se clavaban.
Habían aparecido nuevas estrellas, nuevas constelaciones. ¿Qué
significaba ésto? Nadie hablaba ya de la próxima guerra, sino
del próximo fin del mundo. Y hubo que calmar la opinión pública
que se excitaba más y más cada noche azuzada por la prensa,
la radio y la televisión. Todos los jefes de Estado del mundo
se reunieron en Ginebra. Después de prolijas deliberaciones
acordaron consultar a los sabios astrónomos, pues sólo ellos
podían tener la solución del enigma.

105
Y los sabios astrónomos fueron consultados y éstos comuni-
caron al mundo sus conclusiones. No podían ser más sencillas.
Las nuevas constelaciones, a las que habían bautizado con los
nombres el Niño, la Golondrina y el Gato, habían existido
siempre, pero tan infinitamente lejos, que hasta ahora no había
podido llegar la luz de sus estrellas a la tierra.
La opinión pública se calmó, los jefes de Estado se tranqui-
lizaron. Todo el mundo se sosegó, todo, menos los sabios astró-
nomos, los cuales seguían sin pegar los ojos durante la noche.
Y ya no se volvió más a hablar de guerras ni de finales del
mundo. Tampoco se hablaba de la paz, porque de la paz se
habla cuando se preparan las guerras.

106
XXI I

L niño, la golondrina y el gato tenían su cons-


telación, su recuerdo permanente en el firma-
mento. Había que descender a la tierra. Pero
el niño no quería descender a la tierra. El niño pensaba: «Vol-
vería a la tierra si me tuvieran preparado un sepulcro de agua».
Y el niño, la golondrina y el gato atravesaron las infinitas galaxias
ignoradas por los hombres y llegaron al límite del cielo, allí
donde termina el clamor de las estrellas y empieza el silencio
de la nada.

107
El niño se iba a quedar en el abismo de la nada. Exclamó:
«¡Voy, Nichilolebe!» La golondrina temblaba. El gato temblaba.
Iba ya a arrojarse, pero el Cisne, que les había seguido, con
las alas extendidas, se interpuso y lo impidió. Dieron media
vuelta. El Ciervo de la cornamenta de estrellas les aguardaba.
El niño, la golondrina y el gato, guiados por el Ciervo y
respaldados por el Cisne, con las alas abiertas en luceros, des-
cendían del firmamento. Tanto descendieron que llegaron al
cenit del arco iris.
Los tres amigos se deslizaron por el tobogán del arco iris
y llegaron a la tierra, aterrizando sobre las aguas de un lago
azul, terso, brillante.

108
X X I II

L niño, la golondrina y el gato fueron rodeados


*41. por seis cisnes. Los seis cisnes, con las alas
extendidas, formaron un exágono perfecto y
se hundieron con los tres amigos en las aguas del lago azul,
terso, brillante.
El descenso era gozoso y se respiraba mejor que cuando se
estaba rodeado de aire. Ni un pez, ni un alga, sólo agua cada
vez más azul, más tersa, más brillante.
Arribaron al fondo del lago. Los cisnes ascendieron y el niño,

111
la golondrina y el gato se encontraron de cara a un barco de
vela blanco, puro, con la quilla, los palos y las jarcias de oro.
Un barco de vela que lo mismo podría caber en una botella,
que cruzar el océano con cien mil pasajeros a bordo.
El niño, la golondrina y el gato, entonando una canción mari-
nera, subieron al velero por la escala del batel.

El mar, el mar, el mar


lo tengo metido en un puño.

En mi corazón un velero
surca las aguas del mar entero.

El mar, el mar, el mar


lo tengo metido en un puño.

Cantando, brincando y saltando recorrieron la cubierta de


proa a popa. Las blancas y vírgenes velas, redondas, cuadradas,
trapezoidales, en abanico, en cuchillo, en aguja, se mecían al
compás de los cantos y los volatines de los tres amigos.
El niño subió a lo más alto del palo trinquete. La golondrina,
a lo más alto del palo mayor. El gato, a lo más alto del palo
mesana. Al descender, se detuvieron en todas las cofas. En la
cofa del mastelerillo, en la cofa del mastelero, en la cofa del
mástil. Y sujetaron bien las banderas — las constelaciones el
Niño, la Golondrina y el Gato sobre fondo azul , los velachos,
las gavias y las sobremesanas.
Pisaron cubierta y las velas quedaron grávidas por los vientos
de las aguas, el ancla se levó por sí sola. El niño se plantó
majestuoso en el castillo. La golondrina, en lo alto del tajamar,

112
hacía de mascarón de proa. El gato, no sin cierto cuidado, llegó
hasta la punta del bauprés. Y el velero se hizo a las aguas en
un suavísimo estremecimiento.
Multitud de hipocampos escoltaban al velero. Eran caba-
llitos rojos con cola y crin blancas rizadas por el viento.
El velero navegaba a toda vela, a velas desplegadas, a velas
tendidas, a velas llenas.
El viento de las aguas peinaba la sedosa pelambre del gato,
la rubia cabellera del niño, las blancas plumas de la pechera
de la golondrina.
Los tres amigos se encerraron en el camarote transparente
del capitán desde el cual se divisaba todo lo que ocurría en la
proa, en la popa, en babor y en estribor. El niño sacó de un
armario la aguja de marear, el catalejo y el cuaderno de
bitácora.
El niño escribió en el cuaderno de bitácora: «Rumbo: centro
del fondo del lago donde se levanta el palacio arbóreo de cristal.
Velocidad: mil nudos. Maniobra: línea recta. Los caballitos ala-
zanes nos escoltaron hasta el límite de la selva de las algas.
Al entrar en la selva, nos acompañaron los peces espadas, los
cuales nos abrían paso cortando los bejucos y los tallos de las
algas. Todo nos llamaba la atención: los peces pájaros, los peces
insectos, los peces mamíferos. Nos recordaban otros pájaros,
otros insectos, otros mamíferos. Las algas, gigantescas, eran
gelatinosas, membranosas o coriáceas. Y las había blancas,
azules, verdes, negro púrpura, pardas, rojas, malvas, anaran-
jadas, amarillas. Y de todas formas: coronas filamentosas en
continua danza, como tiras de papel al viento, en copos de
madréporas, como colas de caballo, en guirnaldas, como sauces
llorones, en abanico plegándose y desplegándose continuamente,

113
en esponjosos corales, como serpentinas, en plumíferas estre-
llas... Hasta hongos algas había. Al salir de la selva de las algas,
el velero encalló en las aguas de los silbidos. Peces agujas nos
sobrevolaban y herían gratamente con sus silbidos nuestros
tímpanos. Un soplo fortísimo de viento hizo que el velero con-
tinuara su marcha. Los peces agujas, sin dejar de silbar, nos
escoltaron hasta la región de los etéreos velos. Allí nos acom-
pañaron los peces voladores, los cuales, con sus aletas cuchillos,
rasgaban las sutiles gasas que nos envolvían. A medida que nos
acercábamos al centro del fondo del lago, donde se levanta el
palacio arbóreo de cristal, el cúmulo de etéreos velos se hacía
más amplio, más denso, más profundo. Por fin, surgieron los
peces gaviotas y arribamos felizmente, sin hacer ninguna ulte-
rior maniobra, ante la escalinata de jaspe transparente del
palacio arbóreo de cristal».

114
XXIV

1. niño, la golondrina y el gato se quedaron exta-


siados ante el palacio arbóreo de cristal. Ascen-
dían la escalinata de jaspe transparente y, de
cuando en cuando, se detenían para mejor, mirar. Llegaron a
una explanada empedrada con diamantes en rosa. Avanzaban.
La golondrina, volando a ras del suelo. El gato, arrastrándose
y como queriendo arañar los diamantes. El niño, patinando.
Iniciaron el ascenso de la escalinata de topacio transparente.
A un lado y a otro, se erguían finas columnas como espárragos
atravesando hojas de sándalo con incrustaciones de amatista.

1/7
Llegaron a una explanada empedrada con rubíes. Iniciaron el
ascenso de la escalinata de ópalo transparente. A un lado y a
otro, surgían extrañas ramificaciones vegetales — como patas
de crustáceo — de turmalina roja atravesando medias y afila-
das lunas de cuarzo noble.
Y llegaron a la meseta donde se asentaba el palacio arbóreo
de cristal, sencillo, majestuoso, esbelto. Troncos en Y, entre-
lazados entre sí por tubos de cristal de roca, por los que deam-
bulaban peces de colores, sostenían la planta primera. En el
suelo, valvas erizadas de agujas atravesando gigantescas perlas
blancas o negras. La planta segunda la componía una eclosión
de columnas gladiolos atravesando platillos nenúfares. La ter-
cera planta la constituía una faja de cerusita en celosía cris-
talina, a través de la cual se veían columnas, como colmillos
de elefante, atravesando esferas de cristal agujereadas en las
que entraban y salían los peces. Sobre esta planta se erguía
una torre aguda, que repetía los elementos arquitectónicos de las
plantas anteriores en una estilización mágica, sutil, quebradiza.
El niño, la golondrina y el gato entraron en el palacio arbóreo
de cristal y recorrieron todos sus huecos, todos sus pasadizos,
todas las escaleras de caracol, las cuales eran de jacinto trans-
parente. Llegaron al final de la torre aguja y se asomaron a
un balconcillo. El palacio, las múltiples columnas, la escalinata
en abanico desde tal altura, se hacía ya indescriptible. Por encima
de los tres amigos pasaron dos peces eléctricos y, al cruzarse,
saltó una chispa que recogió la afilada aguja de la cristalina
torre. El palacio arbóreo de cristal se estremeció levemente.
El niño, la golondrina y el gato montaron en un pez landó
que se apostó junto al balconcillo. Iniciaron su primer paseo
por la meseta.

118
La meseta era el esqueleto de una ciudad muerta. Calles y
plazas empedradas con almandino. Y, de trecho en trecho, a
un lado y a otro, troncos de acacias, de tilos, de castaños petri-
ficados en cuarzo aurífero con las ramas mutiladas formando
dedos crispados. Y esquinas con escudos abstractos esmaltados
en hierro. Y fustes de ámbar terminados en horquilla, donde
dormían los erizos gas. Y torres bermejas de formas crustá-
ceas. Y fragmentos de bóveda, como vísceras rosadas, estriadas
de venas verdes, sostenidos por una columna afilada de ágata.
Y espadañas sobre muros inacabados de ladrillo de oligisto,
cuyas campanas de cobre hacían vibrar con sus sones el viento
de las aguas en un lamento fúnebre. Y césped de diminutas
algas verdes o azules. Y peces silenciosos y ciegos que salu-
daban, sonámbulos, con sus aletas de plata al paso del niño,
la golondrina y el gato.

119
XXV

L niño, la golondrina y el gato se apearon del


pez landó y entraron en un jardín, no riendo,
sino cantando: «Ja ja ja ja ja». La golondrina
iba entre las patas del gato; el gato, entre las piernas del niño.
Deslizándose, se balanceaban de un lado para otro: «Je je je
je je». Los peces vulgares, percas, truchas, lampreas, abrían
sus bocas aplastadas y contestaban en eco: «Eh eh eh eh eh».
Los tres amigos atravesaron un pasadizo de algas claveles:
«Ji ji ji ji ji». Dieron una vuelta en el mirador de los naranjos
y limoneros algas, rodeado de arrayanes: «Jo jo jo jo jo». Los

121
peces vulgares, angulas, salpas, carpas, abrían sus bocas en
círculo y contestaban en eco: «Oh oh oh oh oh». Se deslizaban
por el parterre de las algas delicadas, orquídeas, crisantemos,
camelias: «Ju ju ju ju ju».
En la galería de las algas abetos fueron rodeados por los
peces globos, tersos, brillantes, de todos los colores. El niño
cogió uno rojo; la golondrina, uno azul; el gato, uno blanco.
Iniciaron de nuevo la canción del «Ja je ji jo ju». Los peces
globos les seguían y, con sus boquitas en A, en E, en 1, en O, en U,
se hacían eco de la canción. Y, cantando, cantando, surgieron por
encima de ellos un banco de peces paraguas, tersos, brillantes,
negros. El niño, la golondrina, el gato y los peces globos se
detuvieron. También los peces paraguas. «Bien — dijo el niño —,
los globos y nosotros: vida; vamos protegidos por los paraguas:
muerte. Adelante». Y prosiguieron el camino entonando de
nuevo la canción del «Ja je ji jo ju». Los peces globos se hacían
eco de la canción y los peces paraguas se balanceaban, sonám-
bulos, a su compás. Y, de esta manera, atravesaron sendas de
tulipanes algas, de bocas de dragón algas, de gladiolos algas,
los cuales también se hacían eco de la canción.
Entraron en una glorieta de cipreses algas cubierta de césped
rojo. Los peces paraguas ascendieron y desaparecieron. Los
peces globos, como atraídos por los paraguas, ascendieron
también y desaparecieron. El niño, la golondrina y el gato que-
daron solos. Pero fue por un breve momento. Una tortuga
con caparazón de cristal entró en la glorieta y los tres amigos
montaron en ella. La tortuga salió de la glorieta de los cipreses
y se introdujo por una rosaleda de escaramujos algas.

122
X XV I

i. niño, la golondrina y el gato, montados en la


tortuga de caparazón de cristal, descendían
. por una sima en tinieblas. Eran seguidos por
luminosos paracaídas medusas blancos, azules, rojos. Llegaron
a un corredor. Los peces focos alumbraban con sus ojos las
oscuras aguas. Las paredes de la sima eran de cuarzo amatista,
limpias, salvo en las grietas cubiertas de musgo rojo, azul o
malva.
Entraron en un círculo de estalactitas de turquesa verde
transparente que iluminaban las aguas. Los peces saltarines
saltaban de una estalactita a otra a través de trapecios invi-

125
sibles en continuos saltos de muerte. Los peces torpes hacían
reir a los tres amigos, a la tortuga y a los peces que circun-
daban el circo con sus ojos luminosos. Los peces bailarines,
de suaves curvas femeninas, envueltos con las gasas sutiles de
sus aletas y el velo aún más sutil de su cola, danzaban mara-
villosas danzas de amor y muerte.
El espectáculo terminó con una traca de peces alfileres fos-
forescentes, y el niño, la golondrina y el gato, sin tortuga, pro-
siguieron su camino alumbrados por los peces focos.
Se oía una música de órgano en cante jondo. Los tres amigos
iban a desembocar en una gran nave abovedada, estrecha, esti-
lizada, atravesada por un rayo de luz en penumbra, como esos
rayos de sol que se filtran en la oscuridad de las catedrales
atravesando sus vidrieras de colores. Y llegaron a la gran nave
abovedada cuyas paredes y columnas eran de oligisto especular
con estrías sanguinolentas, como si en otro tiempo hubieran
sido piedras de sacrificio. El tal rayo no era luz, sino una cas-
cada de aire. Una cascada de aire que ahogaba y mataba a los
peces que se atrevían a cruzarla. El niño, la golondrina y el
gato atravesaron aquella nave abovedada no sin sentir el sofoco
del ahogo, la angustia de la muerte, cuando la muerte se retrasa
indefinidamente.
Recorrieron pasadizos que se hacían interminables. Bajaron
escaleras que se hacían interminables. Ni un pez, ni un alga.
Y el silencio, más intenso a cada instante. Y las tinieblas, a
cada paso, más negras. Aquel caminar silencioso y ciego era
como un adentrarse en la Valhala, allí donde moran los muertos.
Y, efectivamente, los interminables pasadizos, las intermi-
nables escaleras, acabaron por desembocar en un cementerio
de peces.

126
El suelo estaba cuadriculado con lápidas sin nombre de
cristal de roca negro puro o blanco puro. Encima, flotando,
quietas, fantasmales, láminas fosforescentes pisciformes. El
silencio era tan hondo, que se dejaba sentir en la medula de los
huesos. Y las fosforescentes láminas, cuando se veían de frente,
eran agujas hirientes, y, cuando se veían de lado, planos aluci-
nantes. Y eran más hirientes y alucinantes aún porque eran
impalpables, porque el niño, la golondrina y el gato los cor-
taban en la marcha con sus ojos desmesuradamente abiertos.
Salieron del Valhala de los peces. Era ya todo agua, clamor
de vida, luz. En la explanada, junto al cementerio, les aguar-
daba la tortuga de caparazón de cristal. Montaron. «A palacio»,
dijo el niño. «A palacio», dijo la golondrina. «A palacio», dijo
el gato. Y la tortuga, dando tres resignadas cabezadas, inició
una velocísima carrera. Pero los tres amigos, de tan aquietada
que tenían el alma, nada veían y oían de su contorno. Su ver
y oir era sólo para sus adentros, para los peces envueltos en
la negrura intensa de sus muertes, en la blancura intensa de
su silencio eterno.

127
X XVII

UANDO la tortuga entraba en la meseta, los


peces encarnados teñían las aguas de púrpura.
Y los peces murciélagos punteaban de negro
escarlata la estampa. En el centro de la plaza de las rotas arca-
das el pez lira tañía su soledosa canción. Pero pronto fue rodeado
por el pez clarinete, por el pez oboe, por el pez flauta, por el
pez trompeta, por el pez timbales y la canción se hizo diálogo,
se hizo más canción.
El niño, la golondrina y el gato se apearon de la tortuga y,
acercándose a la orquesta de los peces, se sentaron sobre el

129
desnudo almandino para escuchar el diálogo verdad de la can-
ción. Los peces vulgares, los barbos, los salmones, los meros,
pasaban por la plaza de las rotas arcadas sin detenerse, sin
prestar siquiera la más mínima atención a los peces músicos.
Pero en lo alto ya empezaban a brillar los peces estrellas y la
música les hacía titilar.

130
XXVIII

llegó la noche. Los peces azules teñían de azul


intenso las aguas. Los erizos gas, que estaban
dormidos en las horquillas de los fustes de
ámbar, se despertaron y sus púas se encendieron en lívidas
luminosidades. El pez de hielo, el pez plata, el pez luna se colgó
del firmamento de los peces estrellas. Por el paseo de las algas
álamos paseaban los peces enamorados cogidos de su cola nup-
cial. Los peces sapos vigilaban las desiertas calles, cuyos rotos
portales no tenía que abrir nadie. Los peces noctámbulos, con
cara de sueño, deambulaban sonámbulos, ellos que no se acos-
tarían antes del primer canto del pez gallo.

133
Y el niño, la golondrina y el gato entraron en el palacio
arbóreo de cristal y, sobre un montón de muelles escamas de
colores, se acostaron, durmiéndose en el acto. El niño soñaba.
El niño soñaba que era Polar, con el clavo exagonal de oro
clavado en la frente y el pecho horadado con el corazón de
fuego descubierto a todos los vientos. Estaba encerrado en una
pecera de un manicomio. La pecera se tambaleó, cayó y se
estrelló contra el suelo. El niño, sintiendo que se ahogaba,
se despertó convulso. Pasó un pez noctámbulo apestando a
vino y con su suave cola le cerró los párpados.
La golondrina también soñó. Soñó que era Sin Nombre,
que no tenía plumas y que su desnudo cuerpo, cristalino, trans-
parente, estaba claveteado de agujas de hielo que sustituían a
las plumas. Estaba helada y helaba a los que la miraban. Pero
el rayo que le enviaba Polar y moría en su pico le aliviaba.
El enano de cristal, cubierto de campanillas de hielo, se acercó
y la apartó del amoroso rayo de Polar. La golondrina sintió
tanto frío, que se despertó convulsa. Pasó un pez noctámbulo
apestando a vino y con su suave cola le cerró los párpados.
El gato también soñó. Soñó que el niño era un hombre joven
y la golondrina una mujer joven que se amaban. Y él, él era
un gato viejo, negro, con los ojos amarillos, muriéndose de
envidia porque no era ni hombre ni mujer. Y, para colmo, era
un estorbo para los jóvenes, porque no les quitaba un solo
momento sus ojos amarillentos de encima. El gato empezó a
morderse desesperadamente el rabo y se despertó convulso.
Pasó un pez noctámbulo apestando a vino y con su suave cola
le cerró los párpados.

134
X XIX

LBA. Los peces perla teñían de azul perla las


aguas. El pez luna se hundió en la sima de su
platillo. El platillo extremo surgió con el pez
fuego, con el pez de oro, con el pez sol. El niño, la golondrina
y el gato, tristes, nostálgicos, angustiados, contemplaban el
amanecer marino en el umbral diamantino del palacio arbóreo
de cristal.
El niño miró hacia arriba y en la inmensa superficie del lago
vio los inmensos ojos de una mujer. El niño susurró labios
adentro: «Nichilolebe». El corazón, la garganta, los ojos le

135
crepitaban. La golondrina, temblando, le besó con su pico en
los labios. El gato, temblando a los pies del niño, estaba llorando.
El niño extendió sus brazos de angustia y descendió corriendo,
seguido de la golondrina y el gato, las tres escalinatas que le
separaban del velero.
Llegó ante el velero y lo abrazó.

Los peces desfilaban respetuosamente, sin atreverse siquiera


a rozar con sus vientres, el cadáver de un niño con los ojos
abiertos, que tenía un barquito de papel en la mano; el cadáver
de una golondrina con las alas extendidas, el cadáver de un
gato mordiéndose el rabo.

136
X XX

OCHE. Estrellas. El pueblecito era una pirámide


escalonada negra. Ni una ventana con luz, ni
un farol encendido en una calleja, ni una lám-
para de aceite en la pequeña iglesia. Todas las luces se habían
lanzado al campo y eran serpentinas múltiples recorriendo
todos los caminos, todas las trochas, todos los espacios. Las
luminarias alumbraban el verde de los campos verdes, el rojo
de los campos rojos. Hombres y mujeres portaban las desaso-
segadas antorchas, que hacían titilar el aire. Y del silencio
hacían pisadas secas. Y del corazón, una bola de angustia prieta.

139
Y del cerebro, una esponja de conjeturas inciertas. Así llevaban
ya tres días con sus tres noches. Los días eran de sol y las noches
de estrellas.
El niño rubio había desaparecido. El gato blanco del niño
había desaparecido. La golondrina, que no pudo emigrar con
los suyos porque tenía un ala rota, había desaparecido. Algunos
campesinos habían visto al niño, a la golondrina y al gato. El
niño — se decían — llevaba un palo y en el extremo de éste
un hato. Y silbaba. Y estaba contento. Y caminaba a saltitos.
Y la golondrina revoloteaba gozosa alrededor suyo. Y el gato
saltaba y brincaba junto a sus tobillos. ¿A dónde se dirigían?
¿Al bosque? ¿Al lago? Nada sabían responderse. Pero cuando
se hacían estas preguntas, los hombres, las mujeres, con las
antorchas erectas, clavaban sus ojos en el cielo y se estreme-
cían. No podían creer lo que veían sus ojos, lo que decían los
periódicos de todo el mundo.
Los periódicos decían en todas las lenguas, en todos los
continentes, en todos los pueblos que en el cielo habían apare-
cido nuevas estrellas, que tres nuevas constelaciones habían
surgido en el firmamento, que las nuevas constelaciones las
habían bautizado los sabios astrónomos con los nombres el
Niño, la Golondrina y el Gato.
Y se estremecían porque pensaban que el niño, la golondrina
y el gato habían elegido el camino de las estrellas y que, allá
arriba, se habían hecho constelación, guardia de Dios, guía de
un mundo desquiciado. Sí, allá en lo alto, estampadas sobre
el firmamento, estaban las constelaciones el Niño, la Golondrina
y el Gato, cuyas estrellas brillaban más sobre las demás. Pero...
No cejaban de buscar. Ni habían perdido la esperanza de
encontrar al niño, ni habían perdido la esperanza de encontrar

140
al gato o a la golondrina que pudieran dar la pista del niño,
ni habían perdido la esperanza de encontrar, al menos, el cadá-
ver del niño. Por eso buscaban y rebuscaban en los canalillos y
acequias de los campos verdes.
Al niño rubio lo que más le gustaba, lo que más le divertía,
lo que más amaba, era hacer barquitos de papel que luego
botaba en las aguas de las acequias. Muchos campesinos recor-
daban ahora las frases con las que aquél contestaba a la curio-
sidad de éstos cuando era sorprendido en semejante juego:
«Los barcos de papel siempre se hunden». «Estoy aprendiendo
a vivir». «Algún día viviré en el fondo del lago». Y ya no recor-
daban más porque se lo impedía el filo del cuchillo que se aden-
tra en las arterias de la garganta.
Un perro, surgiendo de la oscuridad, se acercó corriendo a
un grupo. Llevaba en la boca un palo, el palo de sándalo del
que colgó el hato el niño. El perro alargó su boca. Un hombre
cogió el palo de sándalo. Al perro, ya libre del palo que tenía
que sujetar clavándole los dientes, se le escapó un aullido angus-
tioso. Dio un brinco y echó a correr. De cuando en cuando, se
detenía con la lengua fuera para dejarse alcanzar por los porta-
dores de las antorchas.
Este grupo ya no caminaba en hilera sino en V, con la punta
dirigida hacia adelante, en flecha, y en carrera contenida. Esta
era la señal convenida para hacer ver a los demás grupos que
se había encontrado la pista. De haber encontrado al niño, se
habrían detenido haciendo un círculo, un círculo de hombres
y mujeres, un círculo de llamas. Así que, a medida que la señal
luminosa entraba en el campo visual de los demás grupos, éstos
caminaban en V hacia un mismo punto engrosando, al fin, la V
primera que seguía al perro.

141
Y el perro llegó a la orilla del lago y se detuvo junto al
intacto hato de comida del niño. Aullaba. Los hombres y las
mujeres, con sus trémulas antorchas, se acercaban lentos y
jadeantes en gigantesca V. Una gigantesca V, que se partió
por su vértice para rodear, en perfecto círculo, el lago.
Cuando se hizo el círculo perfecto en torno al lago, un círculo
de hombres y mujeres, un círculo de llamas, un soplo fortísimo
de viento apagó las antorchas. Y se apagaron también las estre-
llas del firmamento.
En la superficie tersa del lago brillaban las estrellas, como
si las estrellas yacieran en su fondo. Y las estrellas de las cons-
telaciones el Niño, la Golondrina y el Gato brillaban más sobre
las demás. Tanto brillaban, que las demás empalidecieron hasta
extinguirse.
Sólo las veintiuna estrellas del Niño, la Golondrina y el
Gato brillaban en la superficie tersa y opaca del lago como
soles a los que se les podía mirar cara a cara, como a la luna.
Unas lágrimas de mujer cayeron en la superficie tersa del
lago y ésta se puso de carne de gallina, como la carne de gallina
de un niño.
El lago reflejaba la luna en cuarto menguante.

Madrid, enero, 1957.

142
índice

Páginas

Prólogo 7

Los hombres 13

El bosque 21

Las estrellas 67

El lago 109

Las antorchas 137


aEL NIÑO, LA GOLONDRINA Y
EL GATO», EN SU TERCERA EDI-
CION, SE TERMINO DE IMPRIMIR
EN LOS TALLERES GRAFICOS DE
HIJOS DE F. ARMENGOT EL DIA 24
DE NOVIEMBRE DE 1965, FESTIVI-
DAD DE SAN JUAN DE LA CRUZ

LAUS DEO

h„,, In/ 4 Serie A (21,5 x 25,5 cm.)


/ ‘1, O
sha
411 0. EL NIÑO, LA GOLONDRINA Y EL GATO, Miguel Buñuel. Premio
«Lazarillo», 1959. Cuadro de Honor Premio Internacional «Ander-
sen», 1962.
1. LUISO («María», matrícula de Bilbao), Sánchez-Silva y Luis de
Diego. Premio «Virgen del Carmen», 1960.
2. EL JUGLAR DEL CID, Joaquín Aguirre Bellver.
Premio «Lazarillo», 1961.
3. ANGEL EN ESPAÑA, Jaime Ferrán.
4. ATILA Y SU GENTE, Luis de Diego.
5. RASMUS Y EL VAGABUNDO, Astrid Lindgren. Premio Interna-
cional «Andersen».
6. EL GUIÑOL DE DON JULITO, Carlos Muñiz.
7. CUENTOS DEL ANGEL CUSTODIO, Laura Draghi. Premio
«Lauro d'Oro».
8. EL JARDIN DE LAS SIETE PUERTAS, Concha Castroviejo.
Premio «Doncel» de Cuentos, 1961. Cuadro de Honor del Premio
«Literario Infantil», 1962.
9. DARDO, CABALLO DEL BOSQUE, Rafael Morales. Premio
«Doncel» de Novela, 1961. Cuadro de Honor del Premio «Litera-
tura Infantil», 1962.
10. A LA ESTRELLA POR LA COMETA, Carmen Conde y Antonio
Oliver. Premio «Doncel» de Teatro, 1961.
11. EL BORDON Y LA ESTRELLA, Joaquín Aguirre Bellver. Premio
«Literatura Infantil», 1962.
12. MANUEL Y LOS HOMBRES, Miguel Buñuel. Cuadro de Honor
del Premio «Literatura Infantil», 1962.
13. EL SUEÑO DEL PICONERO, Antonio Cerezo Moreno. Premio
de Honor «Doncel», 1961.
14. MARSUF, EL VAGABUNDO DEL ESPACIO, Tomás Salvador.
15. LA AVENTURA DEL «SERPIENTE EMPLUMADA», Pierre
Gamarra. Premio «Jeunesse», 1961.
16. LANDA «EL VALIN», Carlos María Ydígoras.
17. BERTOLIN, UNO, DOS... ¡TRES!, Federico Muelas. Premio
«Doncel» de Novela, 1962.
18. DE UN PAIS LEJANO, Angela C. Ionescu. Premio «Doncel» de
Cuentos, 1962. Premio «Lazarillo», 1963.
19. EL ESPEJO DE NARCISO, Alfonso Martínez-Mena.
Accésit Premio «Doncel» de Novela, 1962.
20. EL ARCO IRIS, María Isabel Molina. Amé* Premio «Doncel»
de Cuentos, 1962.
21. EL NIÑO Y EL MAR, José María Biurrun.
22. LA ISLA DE LAS TORTUGAS, Amado Gracia.
23. DETRÁS DE LAS NUBES, Angela C. Ionescu.
24. MARCELINO, PAN Y VINO, José María Sánchez-Silva.
25. UN MUCHACHO SEFARDI, Carmen Pérez-Avello.
Premio «Doncel» de Novela, 1965.
26. LAS RUINAS DE NUMANCIA, María Isabel Molina.

Serie B (11,5 x 19,5 cm.)


1. UT Y LAS ESTRELLAS, Pilar Molina Llorente.
Premio «Doncel» de Novela, 1964.
2. ZORRO ROJO, May D'Alengon. Premio «Jeunesse», 1964.

C PJ CULTURA POPULAR JUVENIL

1. EL AQUELARRITO, Miguel Buñuel.


2. SOLDADOS, Celedonio Perellón.
3. EL GATO DE LOS OJOS COLOR DE ORO, Marta Osorio.
Premio «Doncel» de Cuentos, 1965.
4. JUEGOS AL AIRE LIBRE.
5. CUENTOS PERUANOS, Pamela Francis, Carlota Carvallo y Fran-
cisco Izquierdo. Premios «Doncel» de Cuentos Folklóricos Hispa-
noamericanos, 1964.
6. LA RUTA DEL POLO NORTE, José Aroca.
7. EL REY BALTASAR, María Elvira Lacaci.
8. HERNÁN CORTES, Andrés Romero.

COLECCION BALLENATO
1. LOS PIRATAS DE «LA TERRIBLE», Concha Castroviejo.
2. LA ISLA DEL JADE, Angela C. Ionescu.
3. LA FUERZA DE LA GACELA, Carmen Vázquez Vigo.
4. EL ZOPILOTE PRESUMIDO, Concha Castroviejo.
5. EL GUSANO AMARILLO DE JUGUETE, Angela C. Ionescu.
6. HISTORIA DE UN TOMATE PALIDUCHO, Carmen Vázquez Vigo.
latA
o
<911180

1. MODELISMO NAVAL, Julio O. Guillén.

2. EL ARTE DE LA COMETA, Fernando de la Torre.

3. EL ARTE DE LA HISTORIETA, Juan Antonio de Laiglesia.

4. MAQUETISMO ESPACIAL, José R. Aroca.

OTROS LIBROS

HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL ESPAÑOLA, Carmen


Bravo-Villasante.

ANTOLOGIA DE LA LITERATURA INFANTIL EN LENGUA ESPA-


ÑOLA (2 tomos), Carmen Bravo-Villasante.

LOS ANDES, 400 AÑOS DESPUES, Expedición Española a los Andes


del Perú, 1961.

EN 79 DIAS, VUELTA AL MUNDO EN VESPA, Santiago Guillén y


Antonio Veciana.

VIDA DEL JOVEN ANDERSEN, Mariano Tudela.

AIRE LIBRE, Delegación Nacional de Juventudes.

LA PRENSA INFANTIL EN ESPAÑA, Jesús María Vázquez. O. P.

MUSICA PARA NIÑOS, José Peris.

ALIMENTACION JUVENIL, Manuel Martínez Llopis.

EL JUEGO EN LA EDUCACION FISICA, Rafael Chaves.

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