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Filosofía del Lenguaje II

Asignatura: Filosofía del Lenguaje II


Profesora: Cristina Corredor

Tema 5. Primera parte: Filosofía del Lenguaje social y política I

Índice
1. Introducción
2. Mentir y engañar
3. Presuposiciones y manipulación. Dogwhistles
4. Propaganda
Nota bibliográfica

1. Introducción

El estudio de la comunicación lingüística y la pragmática del lenguaje tienen, por


razones metodológicas y de simplicidad explicativa, a trabajar con modelos
simplificados de la comunicación. En estos modelos se supone en general un
intercambio entre dos hablantes que tienen en común una lengua o lenguaje y
determinadas capacidades, así como un trasfondo de conocimientos y de
regularidades o patrones socialmente relevantes que son conocidos y aceptados por
las personas interlocutoras. En la tradición de Wittgenstein y la teoría de actos de
habla, además de una lengua o lenguaje común se presupone un contexto social o
forma de vida, en el que ya se dispone de un sistema complejo de reglas de uso y de
regularidades o patrones de acción conocidos y aceptados. En la tradición de Grice y
los desarrollos en pragmática cognitiva, no se necesita suponer una lengua o lenguaje
comunes; pero sí se asume que las personas interlocutoras comparten capacidades y
orientaciones suficientemente similares, como una orientación racional a la

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cooperación (Grice), una orientación cognitiva similar hacia la relevancia, y


capacidades similares para llevar a cabo inferencias y atribuir estados mentales.

Sin embargo, estos modelos parecen pasar por alto que la comunicación humana
presenta, por lo general, características y fenómenos que son complejos y no ideales.
La interacción lingüística no es necesariamente cooperativa y quienes participan en
ella pueden tener intereses y objetivos estratégicos que no manifiestan abiertamente.
También es posible que no respeten las reglas pragmáticas presupuestas con el uso de
las expresiones que profieren, con fines de engaño o manipulación. Algunos usos
lingüísticos son despectivos y dañinos, ofenden y favorecen, si no causan, formas de
subordinación y de marginación, lo que incluye privar a las personas destinatarias de la
capacidad de realizar algunos actos de habla.

En los últimos años, ha habido un interés creciente por estudiar un tipo de fenómenos
y usos comunicativos que puede describirse como no ideales y que resultan
problemáticos. La investigación y reflexión sobre ellos no solo tiene como objetivo un
mejor conocimiento y comprensión, sino que se orienta en último término a encontrar
maneras de evitar o paliar los daños que producen esos usos del lenguaje. Se ha
estudiado el engaño y su relación con la mentira; el uso de las presuposiciones con
fines de manipulación; el modo en que el discurso político puede incluir determinados
mensajes ocultos para una parte del auditorio, aunque reconocibles para otra parte;
también se ha vuelto a estudiar la propaganda política, haciendo uso de nuevos
recursos conceptuales; así mismo, se ha prestado una especial atención al fenómeno
del lenguaje peyorativo y despectivo, y a su manifestación extrema en el lenguaje del
odio; y, dentro de este complejo conjunto de usos del lenguaje, se ha debatido sobre
el silenciamiento ilocutivo, la pornografía y su carácter de ilocución que subordina a las
mujeres.

Esta enunciación de temas no es exhaustiva y las investigaciones y debates están


abiertos. Pero es posible aproximarse, aunque de forma necesariamente incompleta y
fragmentada, a algunos de los problemas y debates que han dado lugar a lo que ya se

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denomina filosofía del lenguaje social y política, o filosofía del lenguaje no ideal. Este
es el objetivo de las explicaciones y discusiones que siguen.

2. Mentir y engañar

Aunque la mentira es un fenómeno muy familiar para cualquier hablante competente,


no es fácil encontrar una definición que suscite un consenso amplio y que cubra todos
y solo los casos que haríamos caer bajo el concepto en la interacción ordinaria. Una
definición tradicional del acto de mentir sería la siguiente: mentir es hacer una
declaración falsa por parte de alguien que no la cree, con la intención de que otra
persona la crea. Esta definición restringe la mentira al acto de habla de declarar algo,
típicamente por medio de una oración declarativa. Otros actos de habla que utilicen,
por ejemplo, exclamaciones o imperativos (un saludo, una orden o una petición) no
podrían considerarse actos de mentir. Tampoco lo serían determinadas acciones que
no incluyan una declaración lingüística, como sonreír o reír falsamente. Esto plantea el
problema de si puede haber mentiras por omisión, aunque la definición tradicional lo
excluye.

También puede discutirse si una condición necesaria de mentir es hacer una


afirmación. Lo que se argumenta aquí es que enunciar una oración declarativa puede
diferenciarse de afirmar algo, pues una declaración irónica, por ejemplo, no es una
afirmación; pero puede ser una mentira, si la ironía no es manifiesta y lo que se
comunica literal y abiertamente cumple esta función. Sin embargo, sí se considera que
la mentira, para serlo, ha de cumplir tres condiciones. La primera es la condición de
insinceridad: quien miente ha de declarar algo que no cree, con independencia de que
eso que no cree sea o no el caso. La segunda es una condición necesaria relativa a la
persona destinataria. La persona a la que se miente ha de ser capaz de entender la
declaración y de formarse una creencia a partir de ella; pero puede tratarse también
de un auditorio general, y el vehículo de la mentira puede ser mecánico o electrónico.
La tercera condición para que una declaración sea una mentira es que quien habla
tenga la intención de engañar a la persona destinataria. Esta condición permite
diferenciar la mentira de lo que se puede llamar una falsedad por cortesía, cuando lo

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que se dice es abiertamente falso y tanto hablante como oyente pueden suponer que
ambos lo saben. Esta condición, además, permite seguir considerando que ha habido
mentira aunque no se logre el engaño.

Cada una de las condiciones mencionadas se ha podido poner en cuestión formulando


objeciones y a través de contraejemplos, lo que ha llevado a reformulaciones de la
definición tradicional que tratan de evitarlos. Se ha debatido, en particular, sobre la
condición de que deba haber una intención de engañar; por ejemplo, se puede
argumentar que una broma puede tener lugar a través de una mentira, sin que haya
en último término intención de engañar. Entre quienes defienden que esta condición
es necesaria, se discute también si hay que añadir además alguna condición o
especificación adicionales: por ejemplo, que la intención de engañar entrañe una
quiebra de la confianza previa; o que, además de la intención de engañar, esté
presente la vulneración de un derecho moral o algún daño moral a la persona
engañada. (Si se tiene interés en este debate, puede leerse la sección 2 de la entrada
sobre “The definition of lying and misleading”, Stanford Encyclopedia of Philosophy).

La primera condición para la mentira, que requiere que haya una declaración
lingüística, permite conceptualmente diferenciar la mentira de un concepto más
general de engaño. En una aproximación tradicional, el engaño se ha podido definir de
este modo: engañar es provocar intencionadamente una creencia falsa de la que se
sabe o se cree que es falsa. Este resultado puede lograrse por medios no lingüísticos,
utilizando signos naturales o no naturales (una señal orientativa, un llanto fingido).
También es posible engañar mediante proferencias no declarativas, como una
interjección. Una segunda diferencia entre la mentira y el engaño es que engañar es un
verbo de logro: así como el acto de mentir puede no lograr su objetivo, un acto de
engañar solo tiene ese carácter si ha tenido éxito.

Un conjunto de casos especialmente interesantes para la pragmática del lenguaje son


aquellos en los que se utiliza una declaración sincera y verdadera, que
intencionadamente implica algo falso que se deja que la persona interlocutora crea.
Un ejemplo muy citado y discutido es el del presidente Bill Clinton cuando declaró: “No

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hay una relación inapropiada”, como respuesta a las imputaciones de haber


mantenido relaciones de tipo sexual con una joven becaria de la Casa Blanca. Aquí, en
una interpretación plausible, Clinton estaba intencionadamente dando a entender que
su relación con la joven becaria nunca había sido inapropiada -lo que, bajo una
interpretación caritativa, era algo que seguramente él quería creer, aunque también
podía temer que sus interlocutores no lo considerarían así. El engaño puede también
lograrse mediante el uso de algunas figuras del lenguaje, como la ironía o las bromas,
que no pueden considerarse afirmaciones en sentido pleno.

Esta forma de dar a entender algo que se cree falso, dejando que la persona
interlocutora lo infiera y lo crea, se ha podido analizar en muchos casos mediante el
concepto de implicatura conversacional debido a Grice. De este modo, se hace posible
analizar, con las herramientas de su modelo, casos de comunicación que de ninguna
manera podrían considerarse comunicación abierta y sincera conforme al principio
cooperativo. Sin embargo, para que el engaño se logre y, por tanto, pueda decirse que
ha habido engaño, se requiere que quien habla logre inducir en su oyente una
determinada inferencia; para llevarla a cabo, la persona interlocutora necesitará por lo
general presuponer (y quien habla necesitará anticipar que ella va a presuponer) que
están vigentes determinadas reglas de uso y patrones de interacción, así como
recuperar datos e información del contexto objetivo tenido en común por hablante y
oyente. Esta observación pone de manifiesto la importancia de estudiar lo que está
presupuesto en el contexto en el que tiene lugar la comunicación.

3. Presuposiciones y manipulación. Dogwhistles

En general, cuando nos comunicamos, presuponemos información. Si una hablante


dice: “He ido a buscar a mi hermano al aeropuerto”, esta declaración presupone que
quien habla tiene un hermano. Algunas presuposiciones surgen por defecto, a partir de
la mera presencia de determinadas palabras o expresiones en la proferencia. Por
ejemplo, si la misma hablante hubiera dicho: “He ido a buscar a mis hermanos al
aeropuerto”, la presuposición que está presente es la de que la hablante tiene al
menos dos (o más) hermanos, pues en otro caso el empleo del plural sería inadecuado.

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En la oración: “El actual rey de Francia es calvo”, la expresión de descripción definida


“El actual rey de Francia” activa por defecto el presupuesto de que existe un actual rey
de Francia, y solo uno. A las expresiones lingüísticas que dan lugar de este modo a
determinadas presuposiciones se las llama activadores presuposicionales (del inglés
presuppositional triggers). Las presuposiciones asociadas con estos activadores
presuposicionales se categorizan como presuposiciones convencionales o semánticas.

Una definición clásica de las presuposiciones semánticas es la que propuso Strawson


(1950), y puede antes también encontrarse en Frege. De acuerdo con esta definición,
se dice que una oración declarativa presupone otra si, y solo si, para que la primera sea
verdadera o falsa, la segunda tiene que ser verdadera. Así, para que la oración “He ido
a recoger a mi hermano al aeropuerto” sea verdadera o falsa, hace falta que sea
verdadera la oración que enuncia que la hablante tiene un hermano. Esta definición
puede formularse en términos alternativos y no está exenta de debate, aunque es una
noción útil y la adoptaremos aquí.

Las presuposiciones semánticas deben distinguirse de lo que se conoce como


presuposiciones pragmáticas. Esta noción se debe sobre todo a Stalnaker, quien en
una serie de trabajos ha criticado la noción semántica de presuposición por ser
insuficiente para explicar el modo en que la información se da por supuesta en las
conversaciones corrientes; considera que lo que se necesita tener en cuenta no es lo
que las palabras u oraciones presuponen, sino lo que las personas presuponen cuando
hablan. Por ejemplo, si este texto está escrito en castellano, es porque quien lo escribe
está presuponiendo que sus lectores y lectoras entienden ese idioma; cuando la
meteoróloga pone un énfasis especial en describir el pronóstico para el fin de semana,
está presuponiendo que esa información tiene un interés especial para su audiencia.
Este tipo de presuposiciones se denominan, siguiendo a Stalnaker, presuposiciones
pragmáticas (o, también, presuposiciones conversacionales o “del hablante”). Se
definen del siguiente modo: una presuposición pragmática asociada con la proferencia
de una oración es una condición que quien habla esperaría normalmente que se
satisfaga en el trasfondo común (common ground) de quienes participan en el
intercambio comunicativo. Siguiendo a Stalnaker, se entiende que una proposición p

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pasa a formar parte del trasfondo común de un grupo cuando todas las personas del
grupo aceptan, para los propósitos de la conversación, que p, y todas ellas creen que
todas creen que todas aceptan p, etc. (hay conocimiento mutuo o recíproco de que la
aceptación de p se tiene en común).

Ha habido amplio debate en relación con cuál es el origen de las presuposiciones


pragmáticas, cómo surgen o de dónde proceden. Stalnaker se limita a indicar que son
tendencias inferenciales, y que pueden estar asociadas (o no) con presuposiciones
semánticas, de forma que no son dos categorías excluyentes. Se ha discutido, en
particular, la posibilidad de que el fenómeno de la presuposición pueda explicarse en
términos de implicaturas griceanas. Sin embargo, esto parece que puede desestimarse.
Pues un rasgo característico de las implicaturas conversacionales es que pueden
cancelarse sin generar una anomalía semántica. Pero este no parece ser el caso de las
presuposiciones pragmáticas o, cuanto menos, resulta más problemático. Por ejemplo,
si la autora de este texto declarase: “Escribo en castellano, pero no presupongo que
mis lectores y lectoras entiendan el idioma “, seguramente su acción merecería
censurarse o, como mínimo, considerarse en algún sentido inapropiada.

Un fenómeno de particular interés en relación con las presuposiciones asociadas con


algún activador presuposicional (incluidas las pragmáticas) es que pueden tener usos
informativos. Esto ocurre cuando, al proferirse una oración que incluye un
determinado activador presuposicional, la presuposición correspondiente aún no
forma parte del trasfondo común de hablante y oyente; es decir, antes de la
proferencia de la oración esa presuposición no está incluida entre las creencias
compartidas por las personas interlocutoras y puede ser, en particular, información
nueva para quien escucha. En estas situaciones tiene lugar, por defecto, un fenómeno
de acomodación: quien desconocía la información presupuesta la acomodará, es decir,
la añadirá al trasfondo de creencias compartidas. La noción procede de D. Lewis, quien
la formula como una regla pragmática de acomodación: su aplicación hace que quien
escucha y desconocía la información presupuesta la incorpore al trasfondo común,
cuando esto se requiera para la aceptabilidad de lo que se dice.

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Sin embargo, esta explicación del fenómeno, que lleva a aceptar el contenido
presupuesto como formando parte del contexto de creencias compartidas, ha podido
ser puesto críticamente en cuestión. Gauker ha observado que el contexto no puede
definirse en términos de creencias compartidas y ha propuesto distinguir dos nociones
de contexto: el contexto cognitivo de quienes participan en el intercambio, constituido
por sus creencias comunes, y el contexto objetivo. Para evaluar si una proferencia es
correcta o apropiada, es el contexto objetivo el que se necesita tener en cuenta. Por
ejemplo, si un entrevistador en un espacio público pregunta a un político: “¿Ha
resuelto sus problemas con Hacienda?”, en el contexto cognitivo de las creencias que
puede pasar a acomodar la audiencia entra en juego la presuposición de que el político
ha tenido antes problemas con Hacienda; pero esta presuposición, aunque pueda
resultar acomodada por una parte de la audiencia, puede ser falsa si se tiene en cuenta
el contexto objetivo, del que depende la evaluación de ese contenido presupuesto. De
esta forma, Gauker trata de argumentar en contra de que la regla de acomodación
pueda aplicarse acríticamente para que resulte apropiado cualquier contenido
proposicional. Observa que las conversaciones están dirigidas por el contexto objetivo,
en tanto hay normas en la comunicación lingüística que exigen que las personas
interlocutoras se adhieran a ese contexto. Así, por ejemplo, se exige de quien habla
que diga lo que cree verdadero o correcto y, si no lo hace, se le piden cuentas por ello.

En línea con Gauker y teniendo en cuenta su distinción, Sbisà ha observado


críticamente lo siguiente. Si quien habla presupone un contenido que está inducido
por un activador presuposicional, y la persona interlocutora considera que el contexto
objetivo no se corresponde con ese contenido presupuesto, esta persona estará
autorizada a considerar no solo que quien habla está equivocado en relación con los
hechos, sino que ha vulnerado una norma de la comunicación. La proferencia de una
oración es apropiada o correcta solo si el contexto objetivo se corresponde con su
contenido. Es responsabilidad de quien habla tratar de asegurarse de que es así. Esto
entraña que las presuposiciones son asunciones por las que puede hacerse
responsable a quien las genera con sus palabras, y que han de tenerse en cuenta para
poder hacer una evaluación apropiada de ellas.

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Sbisà observa que las presuposiciones, así entendidas, se convierten en un


instrumento adecuado para transmitir contenidos que pueden considerarse
ideológicos: asunciones acerca de cómo es el mundo y cómo debería ser, no
necesariamente conscientes, si bien susceptibles de hacerse presentes de manera
consciente. Pero advierte también de que las presuposiciones informativas se pueden
usar con fines persuasivos, y de un modo que saca ventaja de su carácter no
totalmente explícito. Una presuposición no es una enunciación explícita, como lo son
las afirmaciones, los juicios o los argumentos. De acuerdo con un análisis en términos
de la teoría de actos de habla original de Austin, estos últimos son actos de habla
judicativos y, en cuanto tales, están sujetos a evaluarse de acuerdo con su verdad o
falsedad, o más en general según su corrección o incorrección. Las presuposiciones,
por el contrario, no están expuestas al mismo control, pues lo que requieren de las
personas interlocutoras es que acepten, den por sentado o acomoden el contenido
presupuesto en la comunicación. De esta forma, al evitar el examen crítico, las
presuposiciones se pueden convertir en poderosos instrumentos ideológicos para
favorecer la manipulación y el engaño. No obstante, Sbisà sugiere que también es
posible, si se hacen explícitas, convertirlas en objeto de un análisis crítico.

Un caso particularmente interesante de contenidos presupuestos que cumplen fines


ideológicos es el de lo que, en parte debido al impulso del trabajo de Saul, ha pasado a
denominarse dogwhistles (en castellano, silbidos de perro). Saul observa que, si se
quiere entender cómo funciona la manipulación política a través del habla y del
discurso, es preciso prestar atención a determinadas formas que funcionan de una
manera no enteramente consciente y que no pueden explicarse apelando ni al
contenido semánticamente expresado (lo que se dice) ni al contenido comunicado
pragmáticamente (lo implicado). Este es el caso, en particular, del fenómeno de los
dogwhistles.

El término, de acuñación relativamente reciente, comenzó a utilizarse en el periodismo


político estadounidense en los años 80, para referirse a un tipo de manipulación a
través del discurso político que está diseñado para que pase desapercibida a una

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mayoría del público. Esta manipulación puede ser abierta o permanecer oculta, y ser o
no intencionada. En la definición propuesta por la lingüista Kimberly Witten,

Un dogwhistle [abierto e intencionado] es un acto de habla que se ha diseñado,


intencionadamente, para permitir dos interpretaciones plausibles, siendo una
de ellas un mensaje privado, codificado y dirigido a un subconjunto del
auditorio general, y mantenido oculto de tal forma que ese auditorio general
no es consciente de la existencia de la segunda interpretación codificada.
(Citado por Saul, 2018, a partir de un trabajo aún no publicado; mi traducción.)

Un ejemplo propuesto por Saul (adaptado aquí) es el siguiente. Durante sus campañas
presidenciales, el presidente George W. Bush necesitaba el apoyo de los grupos
fundamentalistas cristianos; pero entre sus votantes había también un amplio grupo
de votantes que sentían inquietud ante ese fundamentalismo. La solución empleada
en los discursos de Bush fue la de hacer uso de un dogwhistle dirigido a esos grupos
fundamentalistas cristianos. En uno de sus discursos, se encuentra esta declaración: “Y
sin embargo hay poder, un poder que obra milagros, en la bondad, el idealismo y la fe
del pueblo americano” (mi traducción; la cita original es: “Yet there’s power, wonder-
working power, in the goodness and idealism and faith of the American people”). En el
análisis que ofrece, Saul explica que, para el grupo de no fundamentalistas, esta
afirmación era un mero ejemplo de discurso político grandilocuente y vacío, que
pasaba desapercibido. Pero para los grupos fundamentalistas cristianos, “wonder-
working power” es una expresión que se emplea para referirse, específicamente, al
poder de Cristo. Con ello, a estos grupos se les estaban trasmitiendo dos mensajes. El
primero era un mensaje cristiano explícito, que podría obtenerse sustituyendo
“wonder-working power” por “the power of Christ”. El segundo era el de que Bush
hablaba su idiolecto, con lo que les indicaba que era uno de ellos.

Aquí no podemos detenernos más en las distinciones que Saul ha elaborado, y que
forman parte del debate y la investigación ahora en curso. Pero son muy numerosos
los ejemplos que cabe encontrar en el discurso público y muy en especial en el
discurso político empleado con fines de propaganda.

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4. Propaganda

La propaganda política, y su uso con fines de manipulación de la opinión pública, ha


sido un motivo de preocupación que ha centrado la atención y el estudio
especializados. Por lo general, se entiende por propaganda un uso de la comunicación
que se orienta a lograr influir en o a persuadir a un auditorio, con el fin de lograr así
determinados objetivos. En la actualidad, la propaganda suele asociarse a fines de
manipulación, aunque en su origen el término tenía un valor neutro y descriptivo para
hacer referencia a aquellos materiales y discursos cuyo objetivo era el de promover
determinadas opiniones o ideas.

Una importante aportación reciente a este debate, en el ámbito de la filosofía


analítica, se ha debido al trabajo de Jason Stanley. En su obra How propaganda works
(2015), argumenta que la propaganda política puede tener efectos epistémicamente
perniciosos para la democracia. Para mostrar de qué modo actúa, distingue dos tipos
de propaganda, la propaganda de apoyo (supporting) y la propaganda erosionante
(undermining; también se puede traducir por ‘debilitadora’). La propaganda de apoyo
utiliza un ideal político valioso para generar emociones desprovistas de razón (como,
por ejemplo, un miedo infundado o un orgullo sin fundamento) y poner a esas
emociones al servicio de realizar el ideal en cuestión. La propaganda erosionante es la
que utiliza un ideal para ponerlo al servicio de un objetivo que tiende a erosionar ese
mismo ideal. Esta propaganda erosionante adquiere el carácter de demagogia cuando
impera una ideología viciada (flawed) que distorsiona un ideal político valioso de tal
forma que impide reconocer el hecho de que el objetivo que se promociona erosiona o
debilita la realización del ideal que se invoca.

Un ejemplo de propaganda erosionante es el siguiente. Durante la guerra de secesión


estadounidense, el bando sureño apelaba al ideal de la libertad para defender su
secesión. Tenía que imperar una ideología racista viciada que enmascarase las
contradicciones inherentes a apelar a la libertad para defender un orden basado en la
esclavitud de muchas personas.

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Stanley hace uso en su análisis de algunas nociones y distinciones que proceden del
ámbito de la filosofía del lenguaje. Por ejemplo, muestra cómo un mecanismo
característico mediante el cual un discurso aparentemente razonable puede utilizarse
para erosionar la razonabilidad del discurso público es el de las palabras en clave (code
words). Al asociar repetidamente determinadas palabras con determinados mensajes,
se crea un segundo nivel de contenido comunicado; en el nivel ‘oficial’ de la
comunicación, el discurso parece razonable; pero al añadir ese segundo nivel de
contenido comunicado, el acto de habla puede resultar irrazonable. De este modo, las
palabras en clave contribuyen a erosionar las normas de razonabilidad del discurso
público y, con ello, a dañar la deliberación democrática. Un ejemplo particular de estas
palabras en clave lo constituyen los dogwhistles de los que ya hemos hablado.

Una segunda distinción conceptual, relacionada con la noción de palabras en clave, es


la que se establece entre el contenido tematizado (at-issue content) y el no tematizado
(not-at-issue content). Un ejemplo puede servir para entender la distinción.
Consideremos la declaración siguiente: “Hasta que cumplí diez años, pasaba una parte
del verano con mi abuela, que vivía en un barrio de Boston de clase trabajadora”. Aquí,
la oración principal se refiere al hecho de haber pasado una parte del verano con la
abuela. Este sería el contenido tematizado. La oración subordinada, “que vivía en un
barrio de Boston de clase trabajadora”, aporta un contenido que no constituye el tema
principal de la oración. El contenido tematizado es el que centra la comunicación y
puede verse como la información que se afirma con la proferencia de la oración. Al
afirmar algo, se está proponiendo que ese contenido se incorpore al trasfondo común
de hablante y oyente. En contraposición, el contenido no tematizado de una
proferencia no se presenta como un contenido que se propone, de manera explícita,
que pase a formar parte del trasfondo común. Pero, de acuerdo con el diagnóstico de
Stanley, ese contenido no tematizado se añade directamente al trasfondo común. Por
esta razón, el contenido no tematizado es por lo general no negociable, no puede
desafiarse o cuestionarse de manera directa y resulta por defecto incorporado al
trasfondo común, incluso si el contenido tematizado se rechaza.

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Stanley ha observado que un tipo de propaganda política consiste en establecer una


asociación repetitiva entre determinadas palabras y determinados significados
sociales. Por ejemplo, cuando los medios de comunicación vinculan imágenes de
personas negras con menciones repetidas de la palabra welfare (estado de bienestar),
el término welfare adquiere el contenido no tematizado de que las personas negras
son holgazanas.

Un estudio de más amplio alcance en relación con los daños que el discurso puede
causar se encuentra en el artículo de Teresa Marques “Bestias con forma humana”,
que está propuesto como lectura para esta primera parte del Tema 5 y que conecta
directamente con el contenido de la segunda parte del Tema.

Nota bibliográfica

Sobre la distinción entre mentir y engañar, puede leerse la entrada “The definition of
lying and deception” de la Stanford Encyclopedia of Philosophy. Una contribución
imprescindible al debate reciente sobre este tema es el libro de Jennifer Saul, Lying,
Misleading, and What Is Said, Oxford: Oxford University Press, 2012.

En relación con las presuposiciones, en este documento se han tenido en cuenta:


Strawson, Peter F., 1950, “On referring”, Mind, 59: 320–44; Stalnaker, Robert, 1974,
“Pragmatic presuppositions”, en Munitz, M. and Unger, P. (eds.), Semantics and
Philosophy, New York University Press, 197–214; Stalnaker, Robert, 1998, “On the
representation of context”, Journal of Logic, Language and Information, 7: 3–19;
Gauker, Christopher, 1998, “What is a context of utterance?”, Philosophical Studies 91:
149-172; Sbisà, Marina, 1992, “Ideology and the persuasive use of presuppositions”,
en J. Verschueren ( ed.), Language and Ideology. Selected Papers from the 6th
International Pragmatics Conference, Vol. l. Antwerp: International Pragmatics
Association, 1999, pp. 492-509.

Sobre dogwhistles, el trabajo de referencia es: Saul, J, 2018. ‘Dogwhistles, political


manipulation, and the philosophy of language,’ in D. Fogal, D. Harris, and M. Moss
(eds.) New Work on Speech Acts, Oxford: Oxford University Press, pp. 360–83. El
trabajo referido de Jason Stanley es: How Propaganda Works, Princeton University
Press, Princeton, 2015.

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