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Educación sexual integral.

¿Qué aporta la
A.

perspectiva de género?
Docente: Eleonor Faur

Sitio: FLACSO Virtual


Curso: Educación Sexual Integral - Cohorte 4 - 2019
Clase: A. Educación sexual integral. ¿Qué aporta la perspectiva de género?
Impreso por: AYMARA PAULA LAZO GALVÁN
Día: martes, 4 de junio de 2019, 13:45

Tabla de contenidos
A. Educación sexual integral. ¿Qué aporta la perspectiva de género?
1. Pensar el género
2. Las y los docentes frente al género
3. Sin género: ¿puede haber integralidad en la educación sexual?
Bibliografía Obligatoria
Bibliografía Optativa
Referencias bibliográficas

A. Educación sexual integral. ¿Qué aporta la perspectiva de género?


Docente: Eleonor Faur*

Introducción

Lo primero que nos distingue como varones o mujeres es nuestra diferencia sexual, una diferencia que -inicialmente- se
inscribe en el mapa de nuestros cuerpos. Cuerpos que cambian, cadenas de significados que aparecen en cada relato
ocasional, registros cotidianos sobre una transformación ineludible en la subjetividad y en la sociabilidad, son algunos de los
signos que acompañan a la infancia y la adolescencia en nuestra cultura. En este devenir, la institución educativa
representa una institución privilegiada no sólo en lo que hace a la construcción de modelos de género dicotómicos
(asentados en estrictas fronteras acerca de lo “femenino/masculino”), sino también en la reproducción y el mantenimiento
de jerarquías y de relaciones desiguales entre varones y mujeres.
Joaquín Torres García - Fuente ver aquí

(Ref:
https://3.bp.blogspot.com/_EB7XaPlGGok/TDzIr4_ZDbI/AAAAAAAABLc/F7w3GhUs_ak/s1600/artwork_images_423794892_445232_joaquin-
torresgarcia.jpg)

Ya en el siglo XVIII, uno de los grandes tratados de la educación moderna, el Emilio de Jean-Jacques Rousseau, señalaba
directrices para la educación de Sofía, compañera ideal y (presunta) futura esposa de Emilio. “…la total educación de las
mujeres debe realizarse teniendo en cuenta a los hombres. Gustarles, serles útiles, permitir que ellos las amen y las
honren, criarlos cuando son pequeños, cuando adultos cuidar de ellos, aconsejarlos, consolarlos, hacer grata y dulce su
vida: éstos son sus deberes en todos los tiempos, esto es lo que desde la infancia debe enseñárseles (Ref: Citado en
UNICEF-Colombia-DNEM. 1999. )(…)” (Ref: Citado en UNICEF-Colombia-DNEM. 1999. ). Según el filósofo, se trataba de
seguir el derrotero trazado en la “naturaleza”. La mujer vendría a ser “naturalmente” el complemento, el agrado y la madre
del varón.

Aquí radica la piedra basal que sostuvo (sostiene) la justificación de las diferencias, incluso allí en donde devienen
desigualdades: en la biologización de los comportamientos. Es decir: en la pretensión de que las férreas fronteras en
papeles, responsabilidades y poderes entre géneros respondía a una disposición natural. Como señalamos en otro trabajo,
no negaremos las diferencias biológicas, pero sí el determinismo de la biología. El género, como toda construcción humana,
responde a una construcción cultural, histórica (Ref: Faur y Grimson, 2016).

Aunque mucha (pero mucha) agua haya corrido bajo el puente desde la publicación del Emilio, buena parte de estos
designios atravesaron décadas y hasta siglos en la educación. Un ejemplo notable fueron los libros de lectura de la escuela
primaria publicados en la Argentina durante buena parte del siglo XX, los cuales mantuvieron nociones de género
tradicionales, y sólo en la última década del siglo modificaron sustancialmente sus imágenes acerca de las niñas y de los
niños. Fue entonces que incluyeron, por ejemplo, varones y mujeres trabajando a la par, familias monoparentales, heroínas
mujeres participando en las guerras de la independencia, niños que ayudan en la cocina y niñas y niños que juegan juntos.
(Ref: Wainerman y Heredia, 1999)Pero, ¿acaso este indicador nos permite suponer que las desigualdades de género han
sido superadas en el ámbito escolar? ¿O que las instituciones educativas no continúan perpetuando estas brechas?

La propuesta de esta clase es señalar y discutir qué aporta la dimensión de género en la educación sexual integral. Frente a
las concepciones que omiten (o vuelven implícita) esta variable, nuestra perspectiva indica que sin incorporar la dimensión
de género no hay integralidad posible en la educación de la sexualidad. Y que todavía resta camino por recorrer en pos de
la igualdad.

La clase se estructura en tres partes. Primero, se presenta de manera sucinta el significado del concepto de género.
Segundo, y sobre la base de una investigación desarrollada para el Ministerio de Educación de la Argentina, se revisan las
representaciones que porta el cuerpo docente contemporáneo en relación con esta cuestión. Finalmente, se presentan tres
perspectivas diferentes en el abordaje de la educación sexual, según integren (o no) la dimensión de género. Ellas van
desde la naturalización de las diferencias entre varones y mujeres (mediante las estrategias denominadas “educación para
el amor”) hasta la educación en derechos humanos (y su perspectiva acerca de la “educación para la igualdad”), pasando
por la perspectiva biomédica.

1. Pensar el género
El género es un mecanismo mediante el cual “hombre”, “mujer”, “masculino” y “femenino” se convierten en categorías
conceptuales legítimas (Htun y Weldon, 2017). Ubicar al género como una configuración institucional nos permite superar la
idea individual para pensar sobre las normas, leyes y políticas que contribuyen a afianzar dichas categorías y las
desigualdades ampliamente estudiadas. Tres ejes de la desigualdad: jerarquías, división sexual del trabajo y
heteronormatividad (Young, 2005).

Partimos de una definición general: el concepto de género se refiere a la construcción social y cultural que se organiza a
partir de la diferencia sexual. Abarca, al mismo tiempo, la esfera individual (incluyendo la construcción subjetiva y el
significado que una cultura le otorga a los cuerpos sexuados), y la esfera social (que influye en la división del trabajo, la
distribución de los recursos y la definición de jerarquías entre unos y otras). Erróneamente, se encuentran acepciones que
suponen que género constituye una manera más “académica” de decir mujer (Ref: Scott, 2000:270). Sin embargo, esta
categoría se refiere tanto a las mujeres como a los varones, y da cuenta de la dinámica relacional entre el universo
femenino y el masculino. Por ello, invita a comprender la lógica de construcción de identidades y relaciones de género como
parte de una determinada organización de la vida social, que involucra a ambos sexos.

Esta definición no es la única posible. Existen distintas perspectivas de aproximación al concepto de género, algunas
enfatizan en la dimensión simbólica que “cada cultura elabora sobre la diferencia sexual” (Ref: Lamas, 1994:4); otras
subrayan la desigualdad de poder presente sistemáticamente en esta construcción cultural (Ref: Kabeer, 1994). Pero, de
algún modo, se encuentran coincidencias en relación a que el género se refiere a la construcción de identidades en el orden
simbólico y a su ordenamiento social e institucional, plasmado en relaciones sociales signadas por jerarquías. Y que no se
trata de un concepto biomédico ni “natural”, sino que subraya la construcción histórica y social de los supuestos y mandatos
acerca de “lo femenino” y “lo masculino”.

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Simone de Beauvoir con su libro El segundo sexo, de 1949, incorporó la idea que las mujeres no nacen, sino que se hacen.
Sostenía que el mundo occidental estaba organizado en función de una polaridad entre varones y mujeres, en la cual los
hombres habían controlado los sistemas de poder (podría haber sido de otro modo, subrayaba) mientras que a las mujeres
les había quedado el papel de ser lo otro, lo distinto respecto al modelo central, que era el masculino y en este lugar –el de
la otredad-, les tocaba hacerse a sí mismas, parirse, a lo largo de la vida. La afirmación de Simone de Beauvoir fue
considerada la “primera declaración célebre sobre el género (Ref: Marta Lamas (1996) cita esta máxima de Mary Dietz)”, no
por haber incorporado el concepto en sí, sino por el desarrollo que realiza sobre la construcción de la feminidad como un
complejo proceso cultural. Extrapolando esta idea al universo de los varones, es evidente que la masculinidad es también
producto de procesos sociales y culturales, cuya práctica se plasma en el escenario de las relaciones de poder, de
producción (y división sexual del trabajo) y en los vínculos emocionales (Ref: Connell, 1995).

Ahora bien, como dicen algunas autoras “el hecho de vivir en un mundo compartido por dos sexos puede interpretarse en
una variedad infinita de formas” (Ref: Conwayet.al., 1996:23). Desde mitad de la década de 1950 y durante bastante
tiempo, la interpretación más extendida fue la que suponía la existencia de “roles de género” que suponían expectativas
recíprocas entre las personas. Es decir, que cada sujeto o grupo de sujetos sólo desempeña un papel determinado mientras
que espera de los otros un cierto desempeño, presuntamente complementario. Y este paradigma suponía que la
socialización de niñas y niños para estos papeles formaba parte del funcionamiento racional de la sociedad. Similar a lo que
refería Rousseau.

Sin embargo, una nueva ola del feminismo académico de la década de 1970 argumentó que esta definición de roles, lejos
de demarcar una complementariedad inofensiva, lo que de hecho mostraba, era una desigual distribución del poder entre
varones y mujeres. Un sinnúmero de investigaciones evidenciaron que las mujeres no desempeñaban un rol neutral sino
que ocupaban una determinada posición que suponía desventajas en términos de autonomía, de apropiación de sus
cuerpos, participación en la generaciónde recursos y en la toma de decisiones sobre los mismos, entre otras cosas. El
concepto de “roles sexuales” fue fuertemente criticado por académicas como Lopata y Thorne (1978:106), quienes
encontraron que el género no es un rol -como pueden ser los de madre o maestra- pues “no hay un conjunto definido de
relaciones cuya única función, de alguna manera, esté restringida a la característica social de ser hombre o ser mujer”.
Volviendo a Rousseau, la idea sería que nada indica que deba ser Emilio el encargado de los asuntos públicos y Sofía la
destinada a atenderlo y agradarle, pues no hay en los sujetos ninguna marca de origen (biológica, natural) que los canalice
hacia tales escenarios. Se trata, más bien, de una construcción social y cultural.

https://ladiaria.com.uy/articulo/2016/2/formas-de-ser-familia/

En 1970, autoras anglosajonas comienzan a utilizar el término género para denotar la dimensión cultural que se construye a
partir de la diferencia biológica. Hacia finales del siglo XX, la fertilidad de este desarrollo conceptual alcanzó a repensar las
cuestiones relativas al cuerpo y, consecuentemente, a cuestionar la distinción inicial entre sexo y género, sosteniendo que
la utilización del término sexo como un condensador de datos biológicos fue revestido de una naturalización ficticia. ¿Acaso
el cuerpo está exento de los sentidos culturales que le imprimimos? Si así fuera, ¿en qué lugar se inscribe la
intersexualidad? ¿Acaso es “natural” que a una persona que nace con órganos genitales ambiguos se lo intervenga
quirúrgicamente -incluso, sin su consentimiento- procurando encauzar su cuerpo y su forma de vida con lo que el enfoque
biomédico señala como “normal”?

Sin duda, fue la lectura de Foucault la que permitió ahondar en la discusión sobre este tema (Ref: Butler, 1982). Así, en
palabras de Marta Lamas (1996:356): “muchos de los nuevos trabajos histórico-desconstructivistas siguen los pasos de
Foucault: desesencializar la sexualidad, mostrando que el sexo también está sujeto a una construcción social”. Vale decir
que lo que se percibe como invariable no es ya el sexo, sino la materialidad de la diferencia sexual cuyo signo, no obstante,
admite significativas variaciones en la manera en la cual se interpreta (Ref: Butler, ob.cit.; Lamas, ob.cit).
Muchos fueron los aportes de la categoría de género para el análisis del complejo mundo de lo social. En primer lugar, la
inclusión de una visión que incorporaba a los varones en el análisis sobre la situación de las mujeres. Así, como sostuvo
Joan Scott (2000:266): “...quienes se preocuparon de que los estudios académicos en torno a las mujeres se centrasen de
forma separada y demasiado limitada en las mujeres, utilizaron el término “género” para introducir una noción relacional en
nuestro vocabulario analítico”. El problema no eran entonces “las mujeres” sino las relaciones de poder desigual entre
varones y mujeres, cuya cotidiana afirmación construía identidades y vínculos marcados por una asimetría simbólica y
material.

Por otra parte, el anclaje del concepto de género en la dimensión cultural, permitió superar una noción determinista en el
sentido biológico para reconocer la variabilidad de las nociones acerca de lo masculino y femenino en distintos contextos
culturales y socio-económicos, así como su dinamismo a lo largo de la historia. Vale decir que esta perspectiva puso en
evidencia que siendo el género el producto de una construcción cultural, era también objeto de transformaciones. Llevado al
escenario escolar, la dimensión de género hace parte de la pedagogía crítica, mostrando que, así como la educación
funcionó durante siglos como una de las instituciones reproductoras de la desigualdad, la misma institución puede
orientarse para contribuir a la superación de estas jerarquías.

La intervención de la educación formal en la construcción social del género filtró tanto la currícula educativa (por ejemplo,
mediante la continua referencia a protagonistas masculinos en la historia y la omisión de las mujeres), como también el
“currículo oculto”, que buscaba fortalecer comportamientos considerados “apropiados” para varones y mujeres, partiendo de
una visión dicotómica del género y de la sexualidad y buscando un disciplinamiento de cuerpos y subjetividades.

En tiempos en los que la educación sexual integral ha ganado terreno en las políticas de América latina y de otras regiones,
reaparecen viejas perspectivas al tiempo que surgen nuevos interrogantes y cuestionamientos a la hora de poner en
práctica estos enfoques e incluir nuevos contenidos pedagógicos. En relación con el género, vemos, por un lado, que
persiste la creencia que las diferencias sociales entre hombres y mujeres son originadas en sus características biológicas,
por el otro, una resistencia de carácter ideológico frente al concepto de género y su proyecto político hacia la construcción
de igualdad de derechos. Ambos enfoques parten de una consideración filosófica común: la naturalización de las
diferencias, la idea según la cual varones y mujeres son distintos “por naturaleza”, y que los intentos de reflexionar sobre
estas diferencias constituyen proyectos forzados que atentan contra la naturaleza humana. Con frecuencia, esta
perspectiva arrastra un conjunto de estereotipos (“los varones son más violentos”, “las mujeres son más aplicadas”, “los
varones tienen más necesidades sexuales”, “las mujeres no tienen fuerza””, “la homosexualidad es un asunto privado”, “sólo
hay dos sexos”), cuyo correlato es la aceptación acrítica de las desigualdades entre hombres y mujeres, y la falta de
reflexión acerca de todo aquello que no se origina en la diferencia sexual sino en la interacción social (Ref: Faur y Grimson,
2016).

¿Cómo deconstruir estas perspectivas en el ámbito escolar? ¿Es suficiente con integrar contenidos en los planes de estudio
(por ejemplo, sobre el protagonismo de las mujeres en la historia)? ¿Qué otros mecanismos se necesitan? Estos
interrogantes nos conducen a un concepto central en el campo de las políticas de género: el de transversalidad. Con él, nos
referimos a la necesidad de dar cuenta de las distintas formas en las que el género interviene en, al menos, dos
dimensiones simultáneas y complementarias. Por un lado, en los contenidos curriculares. Así, la pregunta necesaria refiere
a ¿cómo revisar la currícula educativa, en cada asignatura o área de conocimiento para involucrar un enfoque de género?
Por otro lado, en la transformación del currículo oculto. ¿De qué modo las instituciones educativas reproducen
desigualdades de género por fuera de los contenidos curriculares? La organización de la vida escolar, los roles asignados a
varones y a mujeres en los trabajos de equipo; la ocupación diferencial de la infraestructura escolar (por ejemplo, el
continuo uso del patio para el desarrollo de partidos de fútbol masculino y el corrimiento de las mujeres) constituyen algunas
de las claves necesarias de ser revisadas a la hora de integrar este enfoque. La educación sexual integral contiene una de
las llaves para la concreción de este proyecto ético y político, basado en última instancia, en el paradigma de los derechos
humanos.

2. Las y los docentes frente al género


** (Ref: Este acápite se basa en la investigación de Faur, Gogna y Binstock, 2015, para el Ministerio de Educación de la
Nación)

No hay institución educativa ni educación sin docentes. Esta declaración torna indispensable la comprensión acerca de
cómo conciben el género el cuerpo docente contemporáneo, para identificar los vacíos que deben ser abordados. Para
esto, recuperaremos el análisis del proceso de formación docente que se desarrolló en la Argentina entre los años 2008 y
2015, y mediante el cual se capacitaron más de 100.000 docentes y directivos, que permite acercarnos a las
representaciones acerca del género que presentan quienes hoy tienen la responsabilidad de llevar la educación sexual
integral (ESI) a las aulas (Ref: Faur, Gogna y Binstock, 2015).

El proceso reflexivo atravesado en el contexto de jornadas de capacitación presenciales, que invitó a docentes y directivos
a recuperar sus recuerdos de infancia da cuenta que, para ellos, la instituciones educativa tiene un papel tan significativo
como la familia en la construcción de pautas acerca de la sexualidad y el género. En uno y otro espacio los mensajes de los
adultos tallaron, en partes iguales, el silencio y la represión de muchos deseos y emociones, mediante la transmisión de
imágenes relacionadas con los comportamientos que se consideraban “apropiados” para varones o mujeres; la transmisión
de normas y valores en relación con sus cuerpos; la soledad vivida frente a los cambios corporales de la pubertad, y el
silencio adulto frente a los embarazos en la adolescencia.

Es claro que el sistema educativo talla de forma particular las normas aceptables y no aceptables en relación con la
sexualidad, y en parte, esta normatividad se expresa en el uso del cuerpo en el espacio escolar (Ref: Morgade, et.al., 2011).
La intervención simbólica sobre los cuerpos infantiles y adolescentes toma un lugar central en la narración de recuerdos y
escenas escolares rememorados por docentes y directivos, sea por la escasez de información al respecto, o bien por la
normativización de los comportamientos considerados “socialmente aceptables”. Habitualmente, estas dos formas de
comunicación (el silencio y el disciplinamiento) se interrelacionan, y marcan sus experiencias, en especial, cuando
recuerdan su pubertad.

Tal era el grado de ocultamiento de la sexualidad (y en especial, de la sexualidad femenina) que la llegada de la primera
menstruación es referida por las mujeres en reiteradas ocasiones. El acento se coloca una y otra vez en el
“desconocimiento” en el momento en que tuvieron su menarca, así como en la ausencia de cualquier explicación por parte
de docentes y familiares, e incluso, con el ocultamiento. Una docente de nivel inicial compartía que “la maestra se dedicó a
taparme para que no me vean”. Además, de indicarle que “sólo podía contarles a las chicas, no a los varones”. Escenas
similares, inolvidables para quienes hoy son adultas y docentes en todo el país, filtran sus experiencias escolares y
familiares, su constitución como sujetos sexuados y también su afectividad.

Ocultar sus cuerpos (incluso de sí mismas) aparece como un recuerdo constante de la escolaridad de las mujeres que hoy
son adultas y docentes o directoras de escuela. A veces, esas escenas se asocian a la educación religiosa, cuando se
refiere que “las monjas” -en escuelas confesionales-, recargaban sentidos similares con una mayor dosis de prohibiciones.
“Todos los días, al ingresar a la escuela, nos medían la pollera para que no se viera nada de piel”; “Nos decían que había
que cuidar el cuerpo, había que tenerle respeto, que era un bien preciado que nos había dado Dios. El uniforme era como
un envoltorio”.“Un día insistieron en que yo estaba maquillada y me hicieron lavar la cara delante de todos, y yo no estaba
pintada”.
(Ref: https://ladiaria.com.uy/articulo/2015/11/manos-a-la-tierra/)Tareas del hogar. RM

Los recuerdos de los varones también remiten al desconocimiento, que superponía silencios sobre su propio desarrollo y
sus cambios corporales y el solapamiento de lo que sucedía a las chicas. Un docente de primaria y modalidad especial
señaló: “es la primera vez que estoy rodeado de tantas mujeres que hablan sobre este tema”. Dividir a varones y mujeres
para abordar cualquier cuestión relativa a la sexualidad fue la pauta inicial de la socialización de muchas generaciones. Y
muchos/as se convirtieron en docentes, portando esas representaciones consigo mismos/as.

La pedagogía del género es central en la transmisión de normas sobre la sexualidad. La división tajante de esferas
caracterizadas como “femeninas” o “masculinas” fue un patrón común en esta transmisión, patrón que se erige bajo un
único modelo de sexualidad: la heterosexualidad (Ref: LopesLouro, 1999). Esta norma continúa atravesando buena parte
de las imágenes y las prácticas pedagógicas de docentes y directivos, que se perciben desafiados frente a la creciente
visibilidad de otras formas de sexualidad y de vivir el género. “A nosotros nos educaron para ser varón o para ser mujer”
refiere una docente. Esa educación transmitía permisos y prohibiciones asociadas con el género. Espacios, juegos,
vestimentas consideradas “apropiadas” para las niñas y no para los niños, y viceversa (Ref: LopesLouro, 1999;
Morgadeet.al., 2011; Faur, 2003)).

Lo cierto es que, a pesar de reconocer estas pautas en su socialización, en la actualidad, una rotunda mayoría de docentes
y directivos refiere no haberse sentido jamás discriminada/o por ser varón o mujer. Quizás por resultarles ajeno el concepto
de discriminación, que dificulta asociar los episodios en los cuales se percibieron distinguidos respecto del género opuesto y
su interpretación como discriminación, cuyo significado –desde la perspectiva de los derechos humanos- no siempre es
evidente para quienes no están familiarizados con estos conceptos*. Pero también, la masiva adhesión a la idea de no
haberse sentido nunca discriminadas/os puede indicar la posible aversión que despierta un concepto con connotación
negativa, con el cual el cuerpo docente prefiere no identificarse.

Lo que vienen a discutir las teorías de género parece disonante no porque lo sea, sino porque el orden social asentado
sobre las desigualdades está tan profundamente arraigado que, diría Pierre Bourdieu (1999), no requiere justificación. Se
impone a sí mismo como autoevidente y es tomado como ‘natural’ gracias al acuerdo casi perfecto e inmediato que
obtiene.
Programa de estimulación de lectura en P 1 Foto: AlessandroMaradei

Dicho lo anterior, desde el punto de vista pedagógico, lo interesante es el modo en el cual esta percepción se va
modificando mediante la formación docente. Es así que, los procesos formativos permiten que las profesoras mujeres
comiencen a cuestionar la organización social del género y el lugar subordinado que les fue asignado, señalando, por
ejemplo: “si los dos trabajamos, ¿por qué de la casa me ocupo sólo yo?”; o “si cuando estás manejando, te mandan a lavar
los platos, hay una discriminación”, o “yo quería ser radióloga, pero mi jefe me dijo que no podía quedar embarazada,
entonces entré al magisterio”, expresiones que inauguran, en el espacio colectivo, una nueva reflexividad en torno a la
pregunta acerca de las relaciones de género y de la posición de las mujeres en la familia, en el mundo del trabajo, en la
sociedad.

Ahora bien, la capacidad transformadora que se puede inaugurar a partir de la formación docente es la de reflexionar sobre
sus propias prácticas como agentes de formación de las nuevas generaciones. Desde ese punto de vista, la investigación
desarrollada ha mostrado el modo en que, durante las jornadas de capacitación, los y las docentes identifican situaciones
que requieren modificarse:

“Ahora que estamos trabajando el género, puedo ver, desde mi rol de preceptor, las cosas que hago mal. Por ejemplo,
cuando hay que ordenar los bancos del salón les pido a los varones y si hay que hacer alguna tarea de escritura que
requiera cierta prolijidad se la pido a las mujeres... voy a tener que revisarlo” (Preceptor, Secundario).

“Es romper con un paradigma que lleva mucho tiempo, lo que estará bien pero nunca se ha hecho. A todos nos pesa
el paradigma porque estamos todos involucrados. Somos hijos de una sociedad machista donde nosotros sostenemos
la estructura instala- da en relación con los juegos, por ejemplo. Cuestionamos y resulta que ese niño ve todos los días
a sus padres ejerciendo los diferentes roles” (Docente, Primaria).

(Ref: https://www.claves.org.uy/web/2015/09/15/uruguay-protege-a-sus-ninos-ninas-y-adolescentes-de-la-explotacion-sexual/)Piernas – Uruguay


país del buen trato

El reconocimiento de las transformaciones pone en cuestión la naturalización de las diferencias. La formación docente,
desde ese punto de vista, requiere no solamente la transmisión de conceptos y perspectivas teóricas sino, muy
especialmente, la reflexión personal y la observación de situaciones cotidianas en las cuales intervienen como docentes, y
que les permita problematizar la cuestión de los géneros.
3. Sin género: ¿puede haber integralidad en la educación sexual?
Aunque la integralidad de la ESI requiere de la mirada de género, no siempre la educación sexual propone la incorporación
de esta perspectiva. Revisemos sucintamente los enunciados de tres enfoques que se distinguen en su concepciones y
metodologías: la educación para el amor; el enfoque biomédico y la perspectiva de los derechos humanos.

En un extremo, encontramos las propuestas morales acerca de la “educación para el amor”. Se trata de producciones
desarrolladas, en general, por grupos allegados a la educación católica. Se basa en la noción de que los papeles de los
varones y las mujeres son obra de la naturaleza, y que la educación en sexualidad debe asentarse en la transmisión del
valor de la familia, la abstinencia previa al matrimonio, la fidelidad y la heterosexualidad. Para esta perspectiva, hay una
única forma aceptable de vivir la sexualidad y de conformar matrimonios y familias. Se trata de un abordaje que cuestiona el
concepto de género y que desafía los adelantos que en materia de educación integral de la sexualidad se han producido
tanto en el nivel internacional como en un conjunto de países de América latina (entre éstos, la Argentina, Cuba y
Uruguay).

Un segundo enfoque se fundamenta en el modelo biomédico. Desde esta perspectiva, la educación sexual se debe orientar
a la transmisión de información y conocimientos científicos actualizados que permitan prevenir los “riesgos” asociados con
el ejercicio de la sexualidad (el embarazo temprano no deseado y las infecciones de transmisión sexual). La población
priorizada para recibir contenidos de sexualidad es la adolescente, en razón de su mayor exposición a riesgos asociados a
su ciclo vital. Si bien, éste ha sido un enfoque relevante desde el punto de vista sanitario, no siempre responde a visiones
integrales, ni incluye la dimensión de género, ni necesariamente cuestiona el sexismo en la educación, o la homofobia.
Finalmente, rara vez vincula aspectos relacionado con la prevención de la violencia de género ni la violencia sexual.

Un tercer modelo permite integrar los aspectos relacionados con el género, como dimensión central de los derechos
humanos. Se trata de dar cuenta que la educación debe estar encaminada a la búsqueda de la igualdad entre las personas,
e incorpora, de manera integral, los distintos aspectos culturales, sociales, físicos y psicológicos presentes en el terreno de
la sexualidad. La igualdad en la educación presenta dos ejes relacionados entre sí: el primero es el derecho de todas las
personas a la educación y el segundo, el derecho a una educación que forme para el respeto de los derechos humanos y el
ejercicio de sus libertades fundamentales. Estos principios están enunciados en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (Art.26) y ampliados en la Convención para la Eliminación de Todas las formas de Discriminación contra las
Mujeres (CEDAW, Art.10) y en la Convención sobre los Derechos de los Niños(CDN, Art. 28 y 29), especificando en cada
caso las particularidades en función del género y el ciclo vital.Si bien el paradigma de la igualdad en el acceso es el más
conocido y ha estado presente en las leyes y políticas educativas durante el siglo XX, el de la formación para la igualdad
tiene tanto peso como el primero, aunque su vinculación a planes y programas educativos todavía se encuentre en
construcción (Ref: Faur, 2004).

En esta sintonía, Alonso y Morgade (2008) proponen que la educación integral de la sexualidad aborde los siguientes
aspectos: a) el enfoque de género, incluyendo la consideración de los estereotipos y las desigualdades vinculadas a lo
femenino y lo masculino, b) un enfoque que comprenda la integralidad de la sexualidad, incluyendo los aspectos sociales e
históricos que contribuyen a construir las identidades sexuales, c) una perspectiva que desnaturalice la mirada sobre los
cuerpos, e incorpore la dimensión del placer sexual, d) la promoción de vínculos, actitudes y conductas no sexistas, e) la
prevención de la violencia basada en género, y f) la promoción del diálogo entre jóvenes y adultos para el abordaje de los
temas de la sexualidad.

En definitiva, la perspectiva de género en la escuela requiere revisar no solamente los contenidos que se ofrecen, también
las metodologías y la gestión escolar. Y aunque nada de esto se puede realizar sin las y los docentes, vemos hoy docentes
interpelados frente al género, que no siempre cuentan con la reflexividad ni con los conocimientos adecuados para hacer
frente a esta tarea. Es así que buena parte del éxito de la llegada a las aulas de estas dinámicas y contenidos requiere
asentarse en un proceso masivo y profundo de formación docente.

Bibliografía Obligatoria
Connell, R.W. “La organización social de las masculinidades” en Valdés, T y Olavarría J. (Comp.) Masculinidades.
Poder y Crisis. Isis internacional, FLACSO Chile (Disponible en PDF en Bibliografía Obligatoria Módulo 2)

Conway, Jill, Susan Bourque y Joan Scott. (1987) “El concepto de género”, en Lamas, M. (Comp.). (1996) El género. La
construcción cultural de la diferencia sexual. México. PUEG/ Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa. (Disponible en PDF
en Bibliografía Obligatoria Módulo 2)

Bibliografía Optativa
Amorós, Ceclia. (2000) “Elogio de la vindicación”, en Ruiz, A. (comp.).(2000) Identidad femenina y discurso jurídico.
Buenos Aires. Editorial Bibios. Colección Identidad, Mujer y Derecho (Disponible en PDF en Bibliografía Optativa
Módulo 2)
Faur, Eleonor (2003) “¿Escrito en el cuerpo? Género y derechos humanos en la adolescencia.”, en Checa, Susana
(Comp.) Género, sexualidad y derechos sexuales y reproductivos en la adolescencia, Buenos Aires, Paidós.
(Disponible en PDF en Bibliografía Optativa Módulo 2)

Scott, Joan W. (2000) “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Lamas, M. (2000) El género. La
construcción cultural de la diferencia sexual. México. PUEG/ Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa (Pág. 265 a 302).
(Disponible en PDF en Bibliografía Obligatoria Módulo 2)

Referencias bibliográficas
Alonso, Graciela y Morgade, Graciela (2008) “Educación, sexualidades y géneros. Tradiciones teóricas y
experiencias disponibles en un campo en construcción”, en Alonso, G. y Morgade, G. (compiladoras) Cuerpos y
sexualidades en la escuela. De la “normalidad a la disidencia. Buenos Aires, Paidós.

Beauvoir, Simone de (1949) El segundo sexo. Los hechos y los mitos. Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte.

Bourdieu, Pierre (1999). La dominación masculina. Barcelona, Anagrama.

Butler, Judith (1982): “Variaciones sobre sexo y género: Beauvoir, Wittig y Foucault”, en Lamas, Marta (1996) El
género. La construcción cultural de la diferencia sexual. México. PUEG/ Grupo Editorial Miguel Angel Porrúa.

Connell, R.W. (1995). Masculinities. Berkeley, Los Angeles, University of California Press

Conway, Jill, Susan Bourque y Joan Scott. (1987) “El concepto de género”, en Lamas, M. (comp.). (1996) El género.
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