Está en la página 1de 393

© Patricia Bonet

1ª edición, junio de 2023


ISBN: 9798394427145
Imagen de cubierta: Imagina Designs
Corrección: Mar Carrión

Reservados todos los derechos. No se permite la


reproducción total o parcial de esta obra, ni su
incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico,
mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización
previa y por escrito de los titulares del copyright. La
infracción de dichos derechos puede constituir un delito
contra la propiedad intelectual.

Los lugares que aparecen en esta novela son ficticios y


cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Para todas aquellas personas que se han
sentido un patito feo alguna vez.
Eres un cisne, y la primera persona que se lo
tiene que creer eres tú.
«La vida es aquello que
te va sucediendo, mientras
estás ocupado haciendo otros planes»
John Lennon
ÍNDICE
ÍNDICE
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO

~Helena~
Tres meses antes de entrar en la Universidad de
Vermont

Miro la carpeta marrón como si pudiera ver a través de


ella. Como si dentro no estuvieran todas las cosas que he
planificado desde que tengo uso de razón.
Todas mis ideas. Mis sueños.
Acaricio la cubierta y suelto un largo suspiro. Hay veces
que no puede tenerse todo. Hay veces que los sueños, por
el motivo que sea, se rompen, y esta es una de esas veces.
Lo mejor sería mentalizarme de ello de una vez por todas y
dejar de torturarme. ¿De qué me sirve? De nada. Si pienso
más en ello, más ganas de llorar me entran y al final es un
círculo vicioso del que cuesta demasiado salir.
Me encantaría llamar a alguien y contarle lo que me pasa.
Desahogarme. Me encantaría tener esa amiga a la que se lo
cuentas todo. La que es tu confidente. La que se presenta
en tu casa con una bolsa enorme de chucherías y el helado
Ben & Jerry’s más grande del supermercado solo para
decirte que todo irá bien. Que la decisión que has tomado
es la correcta y que ir a la Universidad de Vermont es lo
correcto.
Pero no tengo de eso.
Conozco a gente. Para mi gusto, a demasiadas personas.
Pero siempre se ha dicho que los amigos de verdad se
pueden contar con los dedos de una mano, y a mí me
sobran cinco. Cuando eres quién eres es difícil tener amigos.
Ese es otro de los motivos por los que he elegido
Burlington. Quiero ser invisible. ¿Podré serlo? ¿Lo
conseguiré?
Mi teléfono suena en alguna parte de la habitación y mi
primer instinto es ignorarlo. Supongo que es mi padre. No
quiero hablar con él. En realidad, es que no puedo hacerlo.
Si lo hago, me romperé y ahora no es el momento. Es la
única persona que, sin mirarme a la cara, sabe cómo estoy
o lo que pienso, aun estando a tantísimos kilómetros de
distancia. Es la única persona con la que soy yo misma, así
que queda descartado.
El sonido cesa solo para volver a sonar tres segundos
después. Miro la hora en el reloj de muñeca que llevo y que
fue mi padre, precisamente, quien me lo regaló hace solo un
mes, tras terminar el instituto, y frunzo el ceño. Son las
cinco de la tarde de un martes. A estas horas, donde está
mi padre, es de madrugada y está durmiendo, así que no
puede ser él y, si lo es, es que algo malo ha pasado.
Dejo la carpeta sobre la cama y me levanto de un salto. El
teléfono está en el escritorio, junto al ordenador abierto
donde se puede ver el email que me atormenta desde que
lo escribí hace una semana. Ese al que aún no le he dado al
botón de enviar. Vuelvo a fruncir el ceño al ver que es un
número que no conozco.
Las manos me tiemblan cuando caigo en que empieza por
siete, uno, ocho, el prefijo de Nueva York. Descuelgo
mientras vuelvo a la cama para poder sentarme.
—¿Diga?
—Hola, buenas tardes. Me gustaría hablar con Helena
Cortés.
La voz es de mujer. Es dulce. Atenta.
Estoy a punto de vomitar.
—Sí, soy yo. —Tengo que tapar el altavoz con la mano
para que no escuche cómo carraspeo. Me pica la garganta.
—Encantada de hablar contigo, Helena. Mi nombre es
Caroline Bradford y te llamo de la oficina de admisiones del
FIT de Nueva York. El Instituto de tecnología de la moda, por
si no conoces nuestras siglas.
—Las conozco —carraspeo—. Las conozco.
—¡Perfecto! —Su tono jovial me provoca ganas de llorar
—. Verás, enviamos la carta en la que te comunicábamos
que habías sido admitida hace más de un mes. En ella, te
pedíamos una serie de documentos, como la preinscripción,
pero no hemos recibido ninguno. Quería saber si ha habido
algún problema. ¿Lo has enviado por correo ordinario? No
me gustaría que se hubiera extraviado, aunque, por
desgracia, no sería la primera vez. Por eso preferimos recibir
la documentación vía email. Así sí que no hay errores.
Levanto la vista del suelo y miro la pantalla del
ordenador. Un email. Si no tuviera tantas ganas de llorar,
me reiría.
—¿Señorita Cortés?
Me levanto de la cama, voy hasta el escritorio, coloco la
mano sobre la tecla enter y, con los ojos cerrados, la
aprieto.
—Lo siento mucho, ha debido de haber un problema. Al
final, no voy a ir al FIT.
—¿Cómo dices? —Puedo notar la incredulidad de su voz.
Todo el mundo que quiere estudiar moda mataría por ir al
FIT.
Por lo visto, todos menos yo.
—Si miras en la bandeja de entrada, verás un email mío
rechazando mi plaza. Os agradezco muchísimo la
oportunidad, de verdad, pero me es imposible.
Se hace el silencio. No se escucha nada al otro lado. Si no
fuera porque el teléfono sigue reflejado en la pantalla del
móvil, podría pensar que la llamada se ha cortado. O que
me ha colgado.
—¿Puedo preguntar por qué? Si no es indiscreción.
Cierro los ojos. No quiero, pero lo hago; vuelvo a esa
entrevista, a esa conversación. A esas risas. A su
comentario. El pecho me duele igual que me dolió cuando la
escuché por primera vez. Igual que me ha dolido desde
entonces, cada vez que he pensado en ella.
Niego con la cabeza y suelto un suspiro.
—Lo siento, pero al final me es imposible ir —repito.
—Helena, escúchame. —El tono de voz de Caroline
Bradford ya no es jovial. Trago saliva y resisto el impulso de
morderme las uñas.
—No dejes pasar esta oportunidad. Sé reconocer un
talento cuando lo veo, y tus diseños lo muy buenos. No
debería decir esto, pero el portafolios que nos pasaste es
espectacular.
Me trago el primer sollozo. El pecho se me hincha por sus
palabras. Si Caroline Bradford cree en mí… Si la FIT cree en
mí… ¿Por qué no puedo hacerlo yo?
«Porque ella no lo hace», me grita mi subconsciente.
Niego con la cabeza y me trago otro gemido.
—Te lo agradezco mucho, de verdad, pero al final me he
decantado por estudiar arte dramático en Vermont. Pero,
repito, os agradezco mucho la oportunidad.
Caroline vuelve a quedarse en silencio unos segundos. Al
final, la escucho suspirar.
—Espero de verdad que te vaya muy bien, Helena.
—Gracias.
En cuanto la llamada termina, dejo el móvil de nuevo
sobre el escritorio, cojo la carpeta que sigue en la cama, la
guardo en un cajón, y me voy a la ducha. Así, el agua
camuflará las lágrimas que ruedan silenciosas y pesadas
por mis mejillas.
CAPÍTULO 1
No puedo perder la beca

~Luke~
He suspendido. El insuficiente me saluda en rojo desde lo
alto del folio, burlón. Quiero hacer una bola con el papel y
lanzársela a la profesora Durand a la cara, pero entonces
me negaría ir a la recuperación y eso sí que sería un
problema, y de los gordos.
Estoy en esta universidad gracias a una beca.
Estoy jugando con los Catamounts gracias a una beca.
Si suspendo, lo voy a perder todo.
El timbre suena, anunciando el final de las clases. Todos
mis compañeros comienzan a recoger. Levanto la cabeza y
veo al fondo de la sala a la profesora metiendo sus cosas en
el maletín, lista para marcharse.
Es ahora o nunca.
Me levanto decidido y voy hasta ella con la mejor de mis
sonrisas. Esa que me ha sacado de muchos líos desde que
soy adolescente. Me planto frente a ella y carraspeo.
—¿Qué tal, profesora Durand? Hoy la veo diferente. ¿Ha
ido a la peluquería?
Sé que no lo ha hecho y, si ha ido, debería despedir a su
peluquero. Tiene el pelo que me recuerda a un caniche.
La señora Durand guarda la última libreta en el maletín,
cierra la cremallera y, entonces, levanta la cabeza y me
mira. Lo hace con expresión seria y sus ojos muestran vacío
y agotamiento; como si estuviera cansada de la vida.
Le echa un pequeño vistazo a mi mano, donde llevo el
examen, y suelta un suspiro hastiado.
—Que pase un buen verano, señor Fanning.
Después, se da la vuelta y comienza a andar hacia la
salida. De una zancada, me coloco enfrente de ella,
cortándole el paso.
—Tengo que hablar con usted —le digo en un tono
suplicante.
—Tengo tutoría los lunes. Le aconsejo que venga a hablar
conmigo la semana próxima.
—El lunes no estoy aquí. Nos vamos el fin de semana a
jugar un partido a…
—Entonces, nos veremos en septiembre —me corta. Le
importa un bledo si tengo partido o no. Podría entenderla,
pero es de vital importancia que hable con ella HOY.
Se mueve hacia la derecha, para pasar por mi lado y
marcharse, pero yo doy el mismo paso que ella,
bloqueándole de nuevo el camino.
La veo poner los ojos en blanco.
—Señor Fanning, tengo reunión con el decano.
—Serán solo cinco minutos. Dos. Por favor. —¿Junto las
manos e imploro? Juro que soy capaz.
Me mira, sin pestañear. Creo que está a punto de
mandarme a paseo, pero entonces da la vuelta para volver
a su escritorio, deja el maletín sobre la mesa y se cruza de
brazos.
—Dos minutos.
En otra situación sonreiría orgulloso, pero la verdad es
que este tema me preocupa bastante, así que guardo mi
sonrisa y me aproximo a ella serio. Levanto el examen y lo
dejo en la mesa junto a su maletín.
Ambos desviamos la atención hacia él.
—Está suspendido —apunta la señora Durand, como si no
lo supiera.
Suelto un suspiro y me paso la mano por la cabeza.
—Lo sé, pero no puede suspenderme.
Me mira con arrogancia.
—Yo no le he suspendido, señor Fanning. Ha sido usted. Yo
solo le he puesto la nota que se me merecía.
¿He dicho ya lo mal que me cae esta mujer?
Desplazo el peso de un pie a otro mientras busco las
palabras correctas. Esas con las que hacerla entender que
soy un buen estudiante además de trabajador. Que saco
buenas notas en todo y que, estoy seguro, podemos revisar
juntos este examen y encontrar esos pocos puntos que me
faltan para el aprobado. Todo eso sin sonar arrogante, claro.
—Lo sé, señora Durand, pero solo quiero que repasemos
juntos el examen para ver si se le ha podido pasar por alto
algún punto.
Ladea la cabeza y me mira como si fuera estúpido.
—¿Está insinuando que no sé corregir exámenes? ¿Que
usted sabe poner mejores notas que yo?
No estoy llevando nada bien esta conversación.
Niego con la cabeza y doy un paso hacia delante. Cuando
la veo alzar una ceja, indicando con ese movimiento que no
le ha hecho ninguna gracia lo que acabo de hacer,
retrocedo.
—Ni se me ocurriría. Lo único que le estoy pidiendo es
que revisemos juntos el examen. Su asignatura es la única
que he suspendido y de ello depende mi beca. —La miro a
los ojos y le hablo sincero. Necesito que vea en mis ojos la
necesidad que siento—. No puedo perderla, por favor. Si
pierdo mi beca, lo pierdo todo.
Esta mujer es dura de pelar. Es de esas personas que en
cuanto ves entrar por la puerta consiguen que los huevos se
te pongan de corbata. Nunca alza la voz, jamás. De hecho,
tiene un tono tan bajo que a los que estamos en última fila
a veces nos cuesta escucharla, pero eso no evita que la piel
se te ponga de gallina y que el corazón se te congele, sobre
todo cuando te mira tan fijamente como ahora mismo me
está mirando a mí.
Algunos dicen que es así porque llegó de Francia a
Estados Unidos por amor. Un amor que se le acabó en
cuanto le salieron las primeras arrugas y su marido la dejó
por una alumna suya.
De ella, no de él.
Era su asistente o algo así. Y desde entonces vive
amargada y su único propósito en la vida es amargarles la
vida a sus alumnos. Como si todos fuéramos la alumna que
se marchó con su marido.
Yo no sé si es verdad o no, tampoco me importa. Yo solo
quiero, y necesito, que me diga cómo puedo aprobar la
asignatura de francés. Hoy, a ser posible.
Tras unos segundos que se me hacen interminables, la
señora Durand vuelve a coger su maletín, me palmea el
brazo y se da la vuelta.
—Repase este verano la asignatura, señor Fanning. Nos
veremos en septiembre para la recuperación. No va a
perder la beca —dice esto último saliendo ya por la puerta.
En cuanto lo hace, esta se cierra con un suave clic y me
quedo solo en la clase, con los nervios a flor de piel y con
ganas de matar a la señora Durand.
Cojo el examen y subo los peldaños cabreado hasta mi
asiento. Meto todas mis cosas en la mochila de cualquier
manera, examen incluido, y me marcho del aula. He
quedado con los chicos en el campo para entrenar.
Cuando llego al vestuario, ya están todos mis
compañeros cambiándose.
—¿Qué pasa, capitán? Creíamos que ya no ibas a venir —
me dice Jacob dándome una palmada en la espalda.
No puedo evitar sentir un pequeño pinchazo en el pecho
al oír la palabra capitán. Todavía no me he acostumbrado a
ella. Me siento extraño y un ladrón. Esa palabra le
pertenece a Brad, no a mí. Es como si le estuviera quitando
algo que es suyo.
Parte de su identidad.
Como si le estuviera robando.
Saludo a Jacob y a los demás con un asentimiento de
cabeza. Abro mi taquilla y dejo todas mis cosas dentro. Saco
el uniforme y me lo pongo mientras el cabreo con la señora
Durand sigue carcomiéndome por dentro.
La puerta del vestuario se abre y el entrenador Jenkins
entra. Me mira y, por cómo lo hace, sé que sabe lo de mi
suspenso.
—Fanning, a mi despacho. Ahora.
Evito mirar a mis compañeros, aunque puedo sentir sus
miradas preocupadas sobre mí. Dejo el casco en el banco y
sigo al entrenador. Cierro la puerta a mi espalda en cuanto
entro en su despacho y me quedo de pie, esperando la
bronca. El entrenador, en vez de sentarse, se queda
también de pie, aunque lo hace apoyado sobre la punta de
su escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho y la
cabeza ladeada.
—¿Francés? ¿En serio? —pregunta, por fin.
Dejo escapar el aire y sacudo la cabeza.
—He hablado con la profesora Durand, pero no ha querido
escucharme. —El entrenador Jenkins chasquea la lengua
contra el paladar, contrariado.
—Luke, tu estancia aquí depende de la beca. Si
suspendes, te la quitan.
Me rio, aunque mi risa carece de humor.
—Lo sé, entrenador, pero no he podido hacer nada. Me ha
dicho que me verá en septiembre en la recuperación.
Veo cómo relaja los hombros.
—Entonces, no está todo perdido, hay una posibilidad.
—Eso parece.
—¿Eso parece? —Se aparta de la mesa y camina hacia mí
—. Luke, estabas hablando como si ya estuviese todo
perdido, pero aún tienes una oportunidad, y sé que no la
vas a cagar.
Enderezo los hombros y niego con la cabeza.
—No, señor.
—Bien. —Me da la espalda y rodea el escritorio para
sentarse en su silla. Apoya las manos en la mesa y vuelve a
mirarme—. Revisarán tu beca en octubre, así que ya sabes.
La temporada de hockey termina con el partido de este fin
de semana, así que este verano vete a Francia, búscate una
profesora que te dé clases particulares, no lo sé. Me da igual
cómo lo hagas, pero aprueba esa asignatura.
Asiento y él también lo hace. Después, con un leve
movimiento de cabeza, me señala la puerta, señal
inequívoca de que la conversación se ha terminado.
Salgo del despacho y regreso al vestuario. Los chicos ya
no están, por lo que deduzco que ya han salido al hielo.
Saco los patines de mi taquilla, me siento en el banco,
comienzo a abrochármelos… Y respiro. Porque cuando me
pongo los patines es como si el pecho se me abriese y por
fin me entrase el aire que he estado esperando durante
todo el día. Cuando me pongo los patines es como si algo se
apoderase de mí; libertad.
Vida.
No sabría cómo llamarlo, pero es genial. Si no apruebo
esta asignatura y pierdo esto, no sé qué haré con mi vida. El
hockey siempre lo ha sido todo para mí. Ha sido así desde
pequeño, desde ese primer partido con mis primos. No
puedo perder esta sensación.
Cojo el casco, el sticker, y salgo al hielo con el resto de
mis compañeros. Están entrenando, así que dejo el palo
sobre el banco y me uno a ellos. Marchamos un rato hacia
delante, llevando una rodilla al pecho mientras que el otro
pie permanece en el suelo. Vamos alternando una pierna
con la otra. Así, hasta que recorremos todo el estadio de
punta a punta cuatro veces. De eso pasamos a los saltos,
primero laterales y, después, los cruzados. Estoy sudando
cuando llega el momento de manipular el palo de hockey,
pero, como he dicho, este deporte es mi vida, y a mí, en vez
de cerrarme los pulmones, el hielo lo que me da es el aire
que necesito para poder respirar.
No dejo de pensar en lo que me ha dicho el entrenador.
Ojalá fuese tan sencillo como chasquear los dedos el hecho
de poder viajar hasta Francia durante dos meses, pero es
inviable. Pienso en la otra opción y frunzo el ceño. No sé a
quién podría pedirle que me diese clases este verano. La
universidad está a punto de terminar y todo el mundo se
marchará de aquí. La única persona que conozco que sabe
hablar francés mejor que la propia profesora Durand es
Brad, pero no creo que esté muy por la labor de darme
clases. Bastante tiene con las sesiones de rehabilitación a
las que va todos los días. Sacudo la cabeza y me concentro
en el disco que Marcus me acaba de lanzar. Ahora estoy
entrenando. Debo concentrarme en el partido del sábado. Ya
pensaré en las clases particulares después. Además, estoy
convencido de que cuando se lo comente a los chicos
sabrán darme un nombre.
CAPÍTULO 2
Mi familia

~Helena~
Las tres cosas que más odio en este mundo son: a mi
madre, a mis hermanas y a mi madre y mis hermanas
juntas. Si a eso le añadimos una boda, bueno, dos, el
resultado va a ser catastrófico.
Miro la pantalla del teléfono, solo para asegurarme de
que es real y de que no estoy metida en una pesadilla de la
que soy incapaz de despertar. Pero no, es real. Tan real
como que los gritos de las tres juntas están a punto de
dejarme sorda, y eso que ni siquiera tengo el aparato
pegado a la oreja.
Me aprieto el puente de la nariz con los dedos y respiro
hondo. Intento buscar una sonrisa, porque, aunque no me
vean, sé que las tres son capaces de apreciar que estoy
poniendo los ojos en blanco y que tengo una mueca de asco
en la cara, pero me está resultando un pelín complicado.
—¡¡Helena!! —El grito de mi madre me hace dar un bote
y levantarme de un salto de la cama en la que me había
tumbado. Cojo aire y fuerzo esa sonrisa.
—Dime, mamá.
—No estás emocionada.
No es una pregunta, es una afirmación.
—Claro que lo estoy.
—Te estoy viendo poner los ojos en blanco.
Pongo los ojos en blanco, por supuesto.
—No lo estoy haciendo. Además, no puedes verme.
—Claro que puedo. Te he parido y puedo percibir cada
gesto tuyo desde la distancia. Incluso sé lo que estás
pensando en todo momento, aunque no te tenga delante.
A otra persona le resultaría espeluznante lo que está
diciendo. Yo estoy tan acostumbrada a que eso sea verdad,
que ya no me afecta.
Me siento recta y en plan indio sobre la cama a la vez que
cruzo los dedos de la mano con la que no sostengo el
teléfono, que descansa sobre mi regazo.
—Te juro que estoy emocionada, es solo que estoy un
poco cansada y cuando me habéis llamado estaba
durmiendo, así que aún no me he espabilado del todo.
—Son las doce de la mañana. ¿Cómo sigues durmiendo a
estas horas? —Otra madre lo podría preguntar preocupada.
El tono de la mía es de desdén.
Quiero decirle que me han despertado porque anoche
tuve la representación de la obra de West Side Story y nos
acostamos tarde, pues después fuimos todos juntos a
celebrarlo. Una obra a la que mi madre y mis hermanas no
han venido porque les pillaba lejos, según ellas. Según yo,
porque les importa una mierda mi carrera y lo que yo quiera
hacer con mi vida. Solo se importan ellas. Pero eso no lo
digo.
Me invento una excusa, como siempre.
Hace tiempo que dejó de preocuparme lo que ellas
pudiesen pensar de mí.
—No me encontraba muy bien. Me costó dormirme
anoche, así que hoy he decidido descansar.
Escucho su resoplido.
—Pues tómate un analgésico y a trabajar. No he educado
a mis hijas para que sean unas perezosas.
Casi me entran ganas de reír. Casi. Porque supongo que
no se referirá a sus otras dos hijas. A esas que son un clon
de las hermanas Hilton y que no han movido un dedo en su
vida. Creo que no saben ni cortarse la carne ellas solas.
Escucho a una de mis hermanas gritar y llamar a mi
madre. Esta se aleja el teléfono de la oreja y le dice que va
en un segundo. Cuando habla con ella lo hace con dulzura.
No tiene nada que el tono que emplea cuando habla
conmigo.
Miro la hora en el reloj de pulsera que llevo y suelto un
suspiro. Solo llevo hablando con ellas cinco minutos y
parece que sean cincuenta.
—Helena, te tengo que colgar. Allison quiere enseñarme
unos manteles que ha visto para la boda.
—¿Ya? Si se acaba de prometer. —Me arrepiento de lo que
he dicho en cuanto las palabras han salido de mi boca, pero
es que no miento. Jackson, su novio, le ha pedido
matrimonio hace una hora.
Minuto arriba, minuto abajo.
Sé que mi madre va a decirme alguna bordería de las
suyas, pero por suerte Allison vuelve a interrumpirla, o tal
vez haya sido Allegra, mi otra hermana. Son gemelas y
tienen la voz exactamente igual, por lo que hasta a mí me
cuesta a veces diferenciarlas. Sea como fuere, la réplica de
mi madre queda descartada y solo se limita a resoplar muy
alto y muy fuerte.
—Te llamaré en unos días. Adiós, Helena.
—Adiós, mamá. Siempre es un placer hablar contigo.
Llama cuando quieras. Espero tus llamadas con las mismas
ansias con las que espero el fin del mundo —digo a la nada,
pues mi madre ha colgado así sin más, como siempre.
Tiro el móvil sobre el colchón, abro las piernas, encondo
la cabeza entre ellas y comienzo a respirar de forma
pausada. Cualquiera que me vea pensaría que estoy
sufriendo un ataque de ansiedad. No es eso. Es solo que
cada vez que hablo con mi familia me quedo tan hecha
polvo que necesito unos minutos para recuperar el aire que
me roban y, sobre todo, para disipar el dolor de cabeza que
me provocan.
El teléfono comienza a sonar de nuevo y tengo ganas de
llorar. Como sea mi madre otra vez no pienso cogérselo. Con
la llamada de hoy he tenido suficiente para el resto de la
semana. Levanto la cabeza y busco el aparato de las narices
por la cama. Miro con miedo la pantalla, pero una enorme
sonrisa me atraviesa el rostro cuando veo que es mi padre
quién me está llamando.
Una sonrisa que ilumina el trocito de oscuridad que ha
dejado la llamada de mi madre.
Sé que hace unos segundos he dicho que cuando hablo
con mi familia me quedo tan hecha polvo que necesito unos
minutos para recobrar el aire y acabar con el dolor de
cabeza que me producen, pero hablaba de la parte
femenina de mi familia. Él no entra, ni por asomo, en esa
ecuación.
No tiene nada que ver con ellas.
Él es mi persona favorita en el mundo entero.
—¡Papá! —gritó eufórica nada más descolgar. Porque lo
estoy. En realidad, siempre lo estoy cuando hablo con él.
—¿Cómo está mi princesa? —Su voz dulce y cariñosa me
atraviesa y tengo que morderme el labio para no echarme a
llorar. Qué diferencia con mi madre.
Qué diferencia con todo el mundo.
—Muy bien.
—¿Qué tal fue la representación? —La sonrisa se me hace
más grande, si es que es posible. Él sí que se interesa por lo
que hago con mi vida.
—Una pasada, papá. Para el poco tiempo que tuvimos
para ensayarla quedó fenomenal. Aunque tampoco sé de
qué me sorprendo. Ya sabes lo trabajadora que es Hailey y
lo que se implica con cada cosa que hace y, bueno, Shawn
tampoco ha estado nada mal. El chico también se lo ha
currado bastante. Aunque tenía un buen aliciente para ello.
—¿Shawn? ¿Quién es Shawn? ¿Tengo que empezar a
partir piernas por esa universidad?
Me río y pongo los ojos en blanco, pero no lo hago porque
me exaspere, como me pasa con mi madre. Lo hago porque
me encanta cuando se pone en plan: «padre sobreprotector
y amenazante», un rol que no le pega nada porque mi padre
sería incapaz de matar a una mosca. Aun así, es una actitud
que le gusta adoptar de vez en cuando y que a mí me
encanta que lo haga, porque eso significa que me quiere y
que le importo.
—Shawn es el follamigos de Hailey.
—Querrás decir novio.
—Quiero decir follamigos. Hailey aún no está preparada
para ponerle una etiqueta más seria. Aunque está muy
enamorada de él.
Si mi amiga me escuchase ahora mismo hablar así de ella
y del puto follador, me cortaría la lengua, pero solo porque
odia que le digan las verdades a la cara.
—Entonces, ¿no tengo que partir ninguna pierna? —
pregunta mi padre. Niego con la cabeza, aunque no pueda
verme, y me tumbo bocarriba sobre la cama.
—No hace falta. Todo controlado.
—Menos mal. Hace días que no voy al gimnasio y estoy
bastante cansado.
Vuelvo a reírme, y mi padre lo hace conmigo. En cuanto
escucho su risa tengo que pinzarme el labio inferior para no
echarme a llorar.
Lo echo mucho de menos.
—Helena.
—¿Qué?
Lo escucho tragar saliva y yo ya sé lo que va a decir
antes de que lo diga.
—No sabes lo que me duele no haber podido ir a verte.
Una lágrima traicionera y solitaria se escapa y comienza a
rodar por mi mejilla. Me la seco rápido.
—No pasa nada, papá.
—Claro que pasa —suspira, y lo hace con pesar. A mí se
me encoge el corazón—. Todo lo que haces importa. A mí
me importa. Lo sabes, ¿verdad?
Ahora son dos lágrimas traicioneras las que se escapan.
Cómo odio tener a mi padre tan lejos.
—No pasa nada —repito—. Te lo prometo.
En realidad, me hubiera encantado que mi padre hubiese
venido a verme. Mentiría si dijera que no lo busqué entre el
público ayer por la noche, aunque me había dicho que le iba
a ser imposible acudir. Mi padre no es que viva muy cerca
de aquí. Desde que se divorció de mi madre hace más de
diez años, vive en España, su país natal. Mis abuelos
paternos se pusieron enfermos y él se marchó para
cuidarlos. Se suponía que sería algo temporal y que luego
regresaría a Los Ángeles, pero nunca lo hizo, solo de visita.
Sobre todo, para verme a mí.
Me aclaro la garganta a la vez que me trago el nudo que
siempre se me forma cuando hablo con él y pienso en
cuántos meses han pasado desde la última vez que lo vi. No
quiero que él se sienta mal y tampoco hay nada que
podamos hacer.
A veces, la vida es así y solo nos queda aprender a vivir
con ello.
Pienso en mi madre, en el motivo de su llamada, y sé que
ese será el tema perfecto que borrará de un plumazo
cualquier sentimentalismo que haya en esta conversación.
—Bueno, dime. ¿Te has enterado de la buena noticia?
Mi padre bufa, y eso hace que la risa se me salga por la
nariz y se trague cualquier lágrima.
—Acabo de colgarle a tus hermanas. ¿Una boda doble? —
Me lo imagino sacudiendo la cabeza—. Aunque tampoco sé
de qué me extraño.
—Allison y Allegra lo han hecho siempre todo juntas,
papá. Lo extraño es que una de las dos se hubiese casado
sin su apéndice al lado. ¿Te imaginas? —Me entra un
escalofrío solo de pensarlo, porque eso hubiese sido peor
que el deshielo de los polos.
Y es que cuando digo que lo han hecho siempre todo
juntas, no hablo en sentido figurado. Lo hago en el sentido
más amplio de la palabra. Más que gemelas, mis hermanas
mayores parecen siamesas. Al principio, cuando era
pequeña, les tenía envidia. Éramos tres, pero para ellas era
como si yo no existiese. Jamás contaban conmigo para
nada. Vale que eran cinco años mayores que yo, pero veía a
las hermanas mayores de mis amigas y se notaba que las
querían. Se las llevaban al cine, al parque, paseaban con
ellas… Incluso hacían noches de chicas.
Las mías me repudiaban como si fuera la peste.
Como si el que mis padres me hubiesen tenido era una
cruz en vez de algo bonito. Para más mofa, no nos
parecíamos en nada.
Ellas eran altas, rubias y con una belleza que te hacía
envidiarlas. Mi madre incluso las presentó a un concurso
infantil y ganaron, por supuesto. Lo hicieron juntas porque,
al ser tan iguales, ¿cómo elegir solo a una de las dos? Mi
madre jamás se planteó presentarme a mí. Yo no era fea,
pero tenía una «belleza del montón», según ella. Además,
mi pelo no era rubio como el de mis hermanas. Era del color
del fuego, un color que a mi madre la hacía estremecer,
como si las pelirrojas fuéramos hijas de Satanás. Por si fuera
poco, mi cara tenía tantas pecas que era imposible
contarlas todas, así que optó por presentarme a otras cosas,
como a baloncesto o a cosas «más de chico» y que iban
mejor con mi personalidad.
—¿Helena? —mi padre llamándome me hace regresar al
presente. Y se lo agradezco. Recordar ciertos aspectos de
mi vida, ahora mismo, no es algo que me apetezca mucho.
—Dime.
—Que acabo de caer en que Allison va a casarse con
Jackson, pero ¿tú sabes quién es el prometido de Allegra?
Abro la boca para contestarle, pero la cierro igual de
rápido que la he abierto. Ahora que lo pienso, no tengo ni
idea de quién es el prometido de mi hermana. No puede ser.
Arrugo el entrecejo e intento hacer memoria a ver si mi
madre me ha dicho algo cuando me ha llamado, pero no
consigo dar con ningún nombre. Solo me ha dicho que mis
hermanas se casaban, las dos.
A partir de ahí, todo han sido gritos, risas y cosas de la
boda que no me interesaban para nada. A lo mejor, sí que lo
ha mencionado, pero como no le estaba prestando mucha
atención no me he enterado. Aunque sí que he oído que
nombraba a Jackson varias veces.
—La verdad es que no tengo ni idea.
—A lo mejor es con… ¿Cómo se llamaba su último novio?
Me entra una arcada solo de pensar en él.
—Colin.
—¡Eso! Siempre se me olvida. Bueno, pues eso. A lo
mejor ha vuelto con Colin.
—Lo dudo mucho, aunque todo puede ser.
Mi padre y yo nos quedamos en silencio unos segundos,
después, los dos estallamos en sonoras carcajadas. Mi padre
se está riendo tan a gusto que yo solo puedo reír mucho y
más fuerte.
—Vamos a ir al infierno —dice entre carcajadas.
—¡Si no hemos dicho nada!
—Nos estamos riendo del prometido de tu hermana.
—Ni siquiera sabemos si él es el prometido.
Colin es borde, impertinente, estirado y va andando por la
vida como si tuviese un palo metido por el culo. Mi hermana
no es que sea santa de mi devoción ni la Madre Teresa de
Calcuta, pero es que él es insufrible. Por suerte, ella se dio
cuenta y lo mandó a la mierda, sobre todo al enterarse de
que había intentado meterle mano a su mejor amiga,
aunque también es cierto que, si Allison se iba a casar y
tenía que hacerlo con Allegra a su lado, no me extrañaría
que esta hubiese cogido al primer idiota que se le pasó por
la cabeza.
—Bueno, cariño, te voy a tener que colgar —dice mi
padre.
—Vale. Vendrás a la boda, ¿verdad?
—Supongo. Me han llamado para invitarme.
—¿Cómo no iban a hacerlo?
—No soy su padre.
—Sí que lo eres.
—Aunque yo las criase, no son mis hijas biológicas —dice
esto último con tanta pena que me dan ganas de estirarle a
mi madre de los pelos, porque esto es por su culpa.
Allison y Allegra no son las hijas biológicas de mi padre.
Este apareció en sus vidas cuando ellas tenían tres años y
su «verdadero» padre se marchó de casa, abandonándolas
a las tres. Mi padre, por aquel entonces, era el pediatra de
mis hermanas. Mi madre se enamoró de él, o eso dice. Mi
padre se enamoró de ella hasta la médula. De hecho, se
enamoró de las tres. Crio a mis hermanas como si fuesen
suyas, incluso las adoptó para poder darles su apellido.
Jamás hizo distinciones entre ellas y yo, ni para lo bueno ni
para lo malo, y mis hermanas lo adoraban.
Aunque a mí me detestasen, a mi padre lo querían con
locura.
Hasta que crecieron y se convirtieron en un clon de mi
madre. Mi padre empezó a tener tantos cuernos que le
costaba demasiado cruzar las puertas y todo se fue a la
mierda.
Exhalo y dejo salir el aire. No me apetece recordar viejos
momentos, solo quiero quedarme con que tendré a mi padre
para mí unos días. No sé exactamente cuándo se casan, no
me lo han dicho, aunque, conociéndolas, no creo que
esperen demasiado.
La paciencia no es una virtud que caracterice ni a Allison
ni a Allegra. Suelto un suspiro.
—¿Y te quedarás en casa de mamá cuando vengas? Hay
habitaciones de sobra. Podrías quedarte en la casa de la
piscina.
—Ni muerto, princesa. Supongo que me quedaré en el
Marriott.
—Ese pilla un poco lejos de casa.
—Lo sé.
Me río, suspiro, y repto hacia atrás hasta apoyar la
espalda en la pared.
—¿Puedo quedarme contigo? —lo pregunto en tono
jocoso, como si fuera una broma, aunque en el fondo lo he
preguntado en serio, pero los dos sabemos que eso
enfurecería tanto a mi madre que le haría la vida imposible
a mi padre, como si él tuviese la culpa de que no quiera
estar con ella, y no voy a consentir eso por nada del mundo.
—Sabes que me encantaría.
Sacudo la cabeza.
—Te quiero, papá.
—Y yo a ti, princesa. —Colgamos a la vez y vuelvo a dejar
el teléfono sobre la cama. Decido volver a tumbarme para
así mirar el techo. Repaso en mi cabeza la conversación que
he tenido con mi madre, de principio a fin, intentando
encontrar el nombre del prometido de mi hermana, pero no
doy con él, y eso me crea una mala vibración. No sé por
qué. Me da la sensación de que me lo han ocultado, pero
¿por qué harían algo así? Es absurdo y no tiene ningún
sentido. Seguro que solo son paranoias mías.
CAPÍTULO 3
He suspendido francés

~Helena~
Como sigan golpeando así la pared de mi habitación van
a terminar por tirarla abajo.
Bajo con fuerza la tapa del portátil y me giro para golpear
la pared con el puño. Doy tres golpes secos y paro. Me he
hecho daño, pero si lo hago flojito sé que no me van a oír.
Estoy a punto de sonreír cuando veo que los golpes han
parado, pero entonces vuelven y esta vez con más fuerza.
Lo están haciendo adrede, joder. Me ha tocado la
compañera de piso más tocapelotas de la historia.
Me levanto de la cama y voy hasta el armario para
vestirme con algo que no sea el pijama. Me pongo unos
vaqueros y la primera camiseta blanca que encuentro. Ni
siquiera sé qué dibujo lleva. Solo sé que quiero largarme de
esta casa cuanto antes o seré capaz de cometer mi primer
asesinato.
—¡¡Que te jodan, Clarise!! —chillo, histérica, aunque solo
tardo medio segundo en darme cuenta de la gilipollez que
he soltado. Eso mismo es lo que está haciendo. Las risitas
de Clarise, junto con las de su novio, son lo último que
escucho cuando salgo de casa dando un portazo.
Son solo las cuatro de la tarde. Hailey está con Shawn
haciendo lo mismo que está haciendo Clarise, y Chelsea ha
vuelto a Ottawa a pasar unos días con su padre, a ver si así
consigue olvidar que Scott se ha marchado hace ya más de
un mes y que no ha vuelto a saber nada de él. Yo estoy
segura de que volverá, pero el tío es cabezota.
Puesto que no puedo llamar a ninguna de las dos
hermanas Wallace para que me hagan compañía,
compruebo el listín telefónico en busca de alguna alma
caritativa que se apiade de mí y me ayude a pasar este día
de verano lo mejor posible, pero no encuentro a nadie. Las
clases terminaron hace más de dos semanas y casi todos
los estudiantes se han marchado a sus respectivos hogares
a pasar el verano y, de los que se han quedado aquí, no me
apetece llamar a ninguno, porque algunos me producen
más dolor de cabeza que la propia Clarise, por lo que no me
queda más remedio que irme sola.
Levanto la vista al cielo y el sol me ciega. Hace mucho
calor. Si hubiera preparado esta escapada con cabeza
habría cogido las cosas necesarias para irme a la playa,
pero, puesto que no he cogido nada más que mi persona y
el móvil, y que no pienso volver a subir a casa, decido que
haré mi segunda cosa favorita; iré a tomarme el helado de
Ben & Jerry’s más grande que tengan. Porque me lo
merezco.
Llego a la heladería apenas quince minutos después. Miro
por la cristalera y, como intuía, no hay muchos
universitarios. Casi todo lo que hay son turistas. Burlington
se llena de ellos en verano y no me extraña. Es una ciudad
preciosa en la que disfrutar del aire libre y admirar su
belleza natural.
Una de las cosas que más me gusta hacer es recorrer en
barco su lago o pasear en bicicleta por el sendero que
bordea la ciudad. Aunque nada se le puede comparar a
comerse uno de sus famosos helados.
En cuanto entro, la boca se me hace agua por culpa de la
mezcla de olores que hay flotando en el ambiente. Veo a
Marcus, uno de los chicos del equipo de hockey sobre hielo,
tras el mostrador. Parece intuir mi mirada, porque levanta la
cabeza y me sonríe al instante. Tiene una sonrisa muy
bonita. En realidad, todos los jugadores de hockey de esta
universidad la tienen, y es una mierda, porque además de
ser el deporte favorito de la universidad de Vermont, todos
ellos tienen un ego que no les cabe por la puerta.
Si fueran más feos, estas cosas no pasarían.
Estoy a punto de hacer pucheros por la enorme cola que
hay para pedir, cuando Marcus me hace un gesto con la
cabeza para que me acerque a la parte derecha del
mostrador. Me sabe mal, porque eso sería colarme, pero qué
se le va a hacer. Otra persona en mi situación haría lo
mismo y, quién diga que no, miente. Además, necesito un
helado como se necesita el aire para poder respirar.
Voy andando como quien no quiere la cosa hasta donde
me ha indicado Marcus y, con un movimiento de ojos, le
señalo el nuevo helado que la marca ha sacado con Netflix.
Es una mezcla de helado de crema de cacahuete con
remolinos de pretzel dulces y salados y trocitos de brownies.
Vamos, lo que vulgarmente se conoce como un ataque
directo a las arterias, pero que está buenísimo. Casi mando
a la mierda a Marcus cuando lo veo coger la tarrina
pequeña, pero por
suerte recula a tiempo y me pone la grande. Cuando me la
da, con un guiño de ojo y sonrisa «mojabragas» incluida,
veo a unas cuantas chicas mirarme con odio. No sé si por
colarme o porque el camarero que más bueno está de todo
el local me haya hecho ojitos. Supongo que un poco de las
dos cosas.
Les respondo con una enorme sonrisa y me meto una
buena cucharada de helado en la boca. Me controlo para no
gemir, porque, lo dicho, esto es de otro planeta y lo que le
pueda pasar a mis arterias me da igual. En estos momentos,
como si Claire y su novio tiran la pared de mi habitación
abajo.
Bueno, tanto no. Pero casi.
Veo a una pareja levantarse de un sofá que hay en una de
las esquinas y me lanzo hacia él en plancha. Me acomodo
en el asiento, con la espalda apoyada en el respaldo, y
suspiro de placer cuando me meto otra cucharada en la
boca.
—Joder, qué bueno está esto —gimo, bajito, con los ojos
cerrados.
—Quién fuese chuchara —me susurra alguien en el oído
dándome un susto de muerte.
Abro los ojos sobresaltada y me encuentro con unos ojos
verdes que me miran divertidos y con una sonrisa que va
derritiendo bragas allá por donde pasa.
Todos los jugadores de hockey están en una escalara
superior a la de Dioses griegos, pero el espécimen que
tengo justo delante se lleva la matrícula de honor. Luke
Fanning es de esos chicos que son tan guapos que serías
capar de donar un riñón si con eso te aseguran que va a
mirar en tu dirección, aunque solo sea una vez en tu vida.
Aunque sea de reojo.
La primera vez que lo vi, pensé que alguien de ahí arriba
me quería muchísimo y me lo había enviado para hacerme
muy muy feliz, aunque no tardé en darme cuenta de que
encapricharte de alguien como Luke es igual de peligroso
que hacer un trato con el mismísimo diablo. No es solo
capaz de hacer que tus bragas tengan vida propia, sino que
puede romperte el corazón en trozos tan pequeños que no
serías capaz de pegarlos de nuevo jamás, pero no porque
sea mal tío, al contrario, es tan buen amigo que da hasta un
poquito de asco, porque si fuera un cabrón sería más fácil
cogerle manía, sino porque Luke no se compromete con
nadie, ni siquiera con su compañía de teléfonos. Por eso
terminó siendo, única y exclusivamente, mi crush oculto.
Le echo un pequeño vistazo de arriba abajo de forma
disimulada (o, al menos, eso espero) mientras rezo por no
babear, y sonrío cuando me encuentro de nuevo con sus
ojos verdes.
—¿Qué haces por aquí, Fanning? ¿Te has perdido? —Luke
señala la cola que tiene a su espalda con la mano y después
me señala a mí.
—Venía a ver si Marcus me invitaba a un helado, pero ya
veo que se ha gastado su permiso de hoy en ti.
—Algo que le agradeceré de por vida. —Me llevo la tarrina
a los labios y le doy un beso, como si fuera el anillo de
poder y yo Gollum. Luke se relame y eso me pone en alerta.
No porque su lengua casi me produzca un cortocircuito al
lamerse al labio con ella, que también, sino porque no deja
de mirar mi helado y eso no me gusta nada.
—Ni se te ocurra —le advierto cuando veo que ni siquiera
parpadea. Luke aparta la vista de la tarrina y la dirige a mi
cara.
—Solo una cucharada.
—No.
—¿Por qué?
—Porque la comida no se comparte.
—¿Y eso quién lo dice?
—Joey.
—¿Quién?
—Tribbiani.
Luke se me queda mirando, como si estuviese pensando
en el nombre e intentando adivinar quién es. Al final,
sacude la cabeza y se encoge de hombros.
—Me suena, pero ahora no caigo. ¿Es del club de teatro?
Me pegan un tiro en el pecho y no me hacen tanto daño.
—Tienes que estar bromeando.
—¿No es del club de teatro? A ver, que conozco a mucha
gente del campus, pero no a toda. Además, sabes que soy
malísimo con los nombres. No es problema mío, es genético.
De mi padre, para ser exactos.
Noto cómo el helado se va derritiendo en mi mano, pero
es que estoy tan en shock que por un momento no puedo
pensar en nada más que en el hecho de que el chico que
tengo delante no sepa quién es Joey Tribbiani.
Todo el mundo sabe quién es Joey Tribbiani.
—¿De verdad no sabes quién es?
—¿No?
—¿Preguntas o afirmas?
—Me gustaría afirmar, pero ahora tengo un poco de
miedo. ¿Es el chico que nos sirve la comida en la cafetería?
Mierda.
Me aclaro la garganta y sacudo la cabeza.
—Es uno de los personajes de Friends. La mejor serie del
mundo. No puedes decirme que nunca la has visto.
Los labios de Luke comienzan a curvarse hacia arriba, en
busca de lo que parece una sonrisa. En otro momento, estoy
segura de que esa sonrisa me dejaría fuera de juego, pero
ahora mismo mi cabeza no está para fijarse en esas cosas. Y
mis ojos tampoco.
Sigo con mi shock particular.
—Nunca he visto Friends —dice por fin. Y así, con solo
cuatro palabras, es como tu crush deja de serlo.
—Tienes que estar bromeando —repito.
Luke cierra la boca y niega con la cabeza
—Nunca me ha llamado la atención, si te digo la verdad.
Creo que es una serie sobrevalorada. Además, lo que le
suele gustar a la gente no me suele gustar a mí.
Abro y cierro la boca varias veces seguidas y eso solo
hace que el chico que tengo justo delante tenga que
aguantarse la carcajada que sus ojos brillantes delatan que
está luchando por salir. Creo que es la primera persona con
la que me encuentro que no ha visto Friends. El helado
sigue derritiéndose en mi mano, pero parece que estoy
demasiado descolocada como para coger una servilleta y
limpiarme el
estropicio. Luke se me queda mirando durante unos
segundos más, hasta que mi mutismo lo hace sentarse a mi
lado, quitarme la cuchara de plástico de la mano y llevarse
con ella un trozo de helado a la boca. En cuanto la crema de
cacahuete le toca la lengua, me guiña un ojo y gime bajito.
—Tenías razón, esto está de muerte. —Su voz me
espabila, y el gemido también.
Joder, este tío no debería gemir.
Nunca.
Menos aún si está comiéndose algo que es mío.
Mierda. No quiero pensar en lo que ese pensamiento le ha
hecho a mi entrepierna, así que aprieto los muslos y echo el
brazo hacia atrás, alejándolo de su alcance, justo cuando lo
veo aproximándose de nuevo con la cuchara.
—Ni se te ocurra, Fanning. Y si antes tenía alguna duda,
después de lo que me has dicho esas dudas han volado
igual de rápido que tu atractivo.
La carcajada que suelta suena alta y clara en el local.
Incluso algunas cabezas se vuelven para mirarnos. Le quito
la cuchara y por fin me limpio la mano manchada de helado
con una servilleta.
—¿Ahora soy feo porque no me gusta Friends?
Asiento y me encojo de hombros mostrando indiferencia.
—Sí, básicamente. —Se le escapa otra carcajada y vuelve
a intentar quitarme la cuchara de la mano, pero esta vez
soy más rápida que él.
Me la meto en la boca y lo apunto con un dedo.
—Ni se te ocurra, Fanning —farfullo. Me mira haciendo
pucheros.
—Me acabas de llamar feo, Helena. Ten un poco de
compasión y dame helado. Si no, mi pobre autoestima se
verá afectada de por vida y todo será por tu culpa.
Pongo los ojos en blanco, me saco la cuchara de la boca y
me meto un trozo de bombón de cacahuete. Lo que más me
gusta de estos helados son los tropezones de chocolate o
galleta que te encuentras en ellos. Normal que sean los más
famosos del mundo.
—No me hagas reír, Fanning. No he visto a un tío con la
autoestima más grande que tú. —Me mira de forma pícara y
mueve las cejas un par de veces.
—Tengo otras cosas que también son grandes. Te las
puedo enseñar, si quieres.
¿Cómo puede ser tan capullo y tan sexi a la vez? Porque
me encanta lo que tengo ahora mismo en la mano, si no, se
lo pondría de sombrero.
Se levanta entre carcajadas antes de que pueda gritarle
cualquier barbaridad, y se va hacia el mostrador. No hace
cola como el resto de los mortales, porque ya hemos dicho
que los jugadores de hockey aquí son Dioses y Luke Fanning
es el presidente. —Me termino el helado y cojo el móvil a
ver si tengo alguna notificación interesante. Tengo un
mensaje de Hailey, y no puedo evitar sonreír en cuanto lo
leo.

Hailey:
Scott ha vuelto. Ya te contaré los detalles.
Te quiero, pelirroja.

¡Lo sabía, joder!


Voy a contestarle eso mismo cuando me entra un nuevo
mensaje, esta vez de mi madre. En concreto, se trata de un
audio que dura más de siete minutos. Ni un podcast dura
tanto tiempo. ¿Qué tendrá que decirme? Ya he hablado con
ella esta mañana. Ya me ha dicho que mis hermanas se
casan este mismo verano y yo ya he fingido que la idea me
emociona, cuando la realidad es que preferiría quitarme los
pelos de dentro de la nariz con pinzas. Yo sabía que mis
hermanas no iban a esperar mucho y que se casarían
pronto, pero ¿tanto? Estamos a finales de julio y, por lo
visto, quieren una boda veraniega, así que se van a casar el
veinte de agosto, la misma fecha en la que lo hicieron mis
padres. Mi madre me lo ha dicho con voz melosa, como si
yo me creyera que le emociona la idea. A Morticia Addams
no le emociona nada que no sea ella y, después, ella otra
vez.
Si supiera que cuando pienso en ella la llamo así, me
desheredaría. A lo mejor, nos hacía un favor a las dos.
Me froto los ojos y pienso en mi compañera de piso.
Espero que Clarise y su novio hayan dejado de hacer
guarrerías cuando vuelva a casa, porque necesito
tranquilidad.
—Me voy solo cinco minutos y parece que se te haya
muerto el gato. ¿Tanto me echas de menos? —Levanto la
cabeza para volver a encontrarme con la sonrisa de Luke y
sus ojos color esmeralda.
Lleva en la mano una tarrina que es dos veces la mía. Se
sienta donde estaba antes y me ofrece una cuchara. No me
había dado cuenta de que llevaba dos.
—Me acabo de comer un helado yo sola.
—Pero tu cara me dice que necesitas más.
Podría rebatirle, pero tiene razón. Cojo la cuchara y como
un poco de su helado. A mí no me gusta que la gente me
quite mi comida y tener que compartir, pero, si los demás
se empeñan en que coja de la suya y coma, queda feo
decirles que no.
Me pregunta que qué me pasa y yo le cuento por encima
lo de la boda de mis hermanas y que la idea de ir a casa me
produce diarrea. Tengo que darle palmaditas en la espalda
porque gracias a mi confesión el helado se le ha ido por el
otro lado. También le cuento que estoy hasta las narices de
mi compañera de piso y su novio, y que como me hagan un
agujero en la pared por culpa de los golpes de su cabezal
les rompo la nariz. Luke termina soltando una carcajada y,
aunque debería enfadarme con él porque, en serio, están
siendo unos días de mierda, termino riendo porque una de
las cualidades del capitán del equipo de hockey (otra de las
cualidades, más bien) es que, cuando estás con él, todo
parece más sencillo y divertido. Además, es la primera vez
desde que recibí la llamada de mi madre hace una semana
que me estoy riendo a carcajadas y me siento relajada.
Nos terminamos el helado, pero ninguno hace el amago
de levantarse para marcharse. Estoy a gusto aquí sentada y
por la forma tan despreocupada en la que él está sentado y
lo relajado que se le ve,
parece que él también. Su móvil suena y sonríe. Es cierto
que está sonriendo desde que ha llegado, pero porque Luke
siempre está feliz. Lo que pasa es que la sonrisa de ahora es
de esas sinceras que te iluminan toda la cara. No puedo
evitar echar un pequeño vistazo a la pantalla porque,
bueno, soy cotilla por naturaleza y es lo que hay.
Yo también sonrío cuando veo el nombre de Brad en la
pantalla.
—¿Qué pasa, capi? —saluda en cuanto descuelga. Me
mira y señala el aparato—. Otro que no puede vivir sin mí.
Lo tengo loquito.
Escucho la voz de Brad a lo lejos. No me llega lo
suficientemente clara como para saber de qué hablan,
aunque pondría la mano en el fuego de que el moreno le ha
soltado alguna burrada al capitán, a tenor de la sonrisilla
canalla de este.
Finjo que miro mi propio teléfono mientras los dos amigos
hablan. No me ha pasado desapercibido ese capi del
principio. Puede que Luke sea ahora mismo el capitán del
equipo, pero está claro que sabe quién es el titular y a quién
le está guardando el sitio. Como supongo que les pasa a
todos los que somos amigos de Brad, una sombra negra se
adueña de nosotros cuando pensamos en Brad volviendo a
la pista. Después del accidente y de todo el tiempo que ha
pasado en el hospital, necesita una rehabilitación de las
duras y, además, larga. Con ella está desde el mismo
momento en el que abrió un ojo en esa camilla, pero eso no
implica que vaya a poder volver a jugar al hockey. Es un
tema tabú, por lo que nadie lo menciona nunca, y lo
entiendo, pero, aun así, ahí está, como ese amigo al que no
has invitado a tu fiesta, pero que no hay manera de que se
vaya.
Por lo menos, Brad es optimista y no ha perdido en
ningún momento la sonrisa ni la esperanza. Los médicos
dicen que la herramienta principal de una persona para salir
adelante y recuperarse es la cabeza.
Luke suelta un suspiro lastimero y se pasa la mano por la
frente. No tengo ni idea de qué están hablando, pero parece
preocupado. No hay ni rastro de su sonrisa.
—Qué va. Con esto de que es verano, todo el mundo se
ha largado de Burlington y no encuentro a nadie que pueda
enseñarme.
Luke asiente a algo que le dice Brad, aunque este no
pueda verlo. Refunfuña un poco más y al final cuelga el
teléfono. Cuando lo hace, me coloco de lado en el sofá, con
una pierna doblada debajo del cuerpo, y lo miro.
—¿Alguien tiene que enseñarte el punto g? Creía que a
estas alturas ya sabrías dónde está. Qué decepción.
Luke se gira como un resorte a mirarme. Intenta hacerlo
indignado, aunque hay un brillo divertido en esos ojos que
casi siempre están verdes, pero que, en algunos momentos,
como ahora, están marrones.
—No sabía que podías ser tan listilla.
—Tengo mis momentos. —Hago una mueca divertida y él
suelta una risita por lo bajo. Después, se recuesta contra el
sofá y se tapa los ojos con el antebrazo.
—He suspendido francés —dice, abatido. No entiendo
mucho de deportes, pero sé que, si no las apruebas todas,
no juegas.
Así de simple.
—¿Y el hockey?
Luke se aparta el brazo de la cara y, por primera vez
desde que lo conozco, veo agobio en su mirada. Dejo de
sonreír para centrarme en el chico bromista que tengo
enfrente.
Un chico que, de repente, parece todo menos eso.
—Tengo la recuperación en septiembre, así que tengo que
estudiar este verano a saco. Si suspendo, puedo olvidarme
de la beca y, por supuesto, del hockey.
—La vie craint parfois, mais je suis sûr que vous trouverez
une solution.
Luke se levanta tan rápido que no puedo evitar echar un
vistazo a su asiento para ver si se ha pinchado con algo.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta, haciendo que deje de
mirar a mi izquierda para mirarlo a él. Me observa con los
ojos abiertos de par en par.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué ha sido eso? —repite, ignorando mi pregunta.
—¿El qué?
—Eso que has dicho.
—No he dicho nada. Pone los ojos en blanco y comienza a
hacer aspavientos con las manos.
—Has dicho que la vie no sé qué.
—¿La vie craint parfois, mais je suis sûr que vous
trouverez une solution?
—¡Eso! —grita, eufórico, aunque sigue teniendo los ojos
abiertos—. He dicho que «La vida, a veces, es una mierda,
pero que estoy segura de que encontrarás una solución».
—¿En francés?
—Sí.
—¿Hablas francés?
—Claro.
—¿Cómo que claro? ¿Por qué yo no sabía que hablabas
francés?
—¿Y por qué tendrías que saber que hablo francés? No sé.
Tampoco es que lo vaya diciendo por ahí.
—Hablas francés —insiste, solo que esta vez lo dice como
una afirmación y no como una pregunta.
—Ya te he dicho que sí. También hablo español, italiano y
alemán, además de inglés, claro. Aunque el alemán lo he
perdido bastante. Mi padre me obligó a aprender idiomas
porque decía que eran el futuro y que cuantos más supiera,
mejor. Además, se me daba bien y es algo que me gusta. —
Sus ojos se abren todavía más—. ¿Por qué me miras así?
—Te quiero. —Me atraganto con mi propia saliva.
Me da un ataque de tos y Luke se tiene que acercar a
darme palmaditas en la espalda para que no me muera.
Necesito un vaso de agua, pero no tengo ni voz para poder
pedir uno. Luke sigue dándome golpecitos. Quiero decirle
que pare, pero cuando abro los ojos y le veo la cara, me
callo. Parece un niño en Disneylandia.
—¿Qué…? ¿Qué te pasa? —consigo decir tras un par de
intentos.
Un radiante Luke se sienta a mi lado. Me coge las manos
y me besa los nudillos.
—El entrenador Jenkins me dijo que me fuera a Francia
este verano a estudiar o que me buscara una profesora. Lo
que quisiera, pero con el objetivo de aprobar en septiembre.
La primera opción es inviable.
Yo creía que la segunda era factible, pero había pasado por
alto que todo el mundo se ha marchado a sus casas. —Lo ha
dicho todo de carrerilla sin respirar si quiera, porque se
tiene que detener a coger aire antes de continuar. Yo sigo
sin tener muy claro a dónde quiere llegar—. La cuestión es
que creía que mi suerte había muerto, hasta que has
aparecido tú.
Me soltaría de su agarre, pero no puedo por dos razones;
la primera, porque creo saber por dónde van los tiros y me
he quedado un poco paralizada. La segunda, porque no
sabía yo que Luke Fanning podía tener una piel tan suave y
calentita.
Sonríe enseñando todos los dientes y me da un suave
apretón en las manos.
—Helena, tienes que darme clases de francés este
verano.
CAPÍTULO 4
Sé mi profesora

~Luke~
Yo creía que mi suerte había muerto. Cuando me ha
llamado Brad para preguntarme cómo llevaba el asunto y si
ya había encontrado a alguien, he estado a punto de
echarme a llorar. Suerte que estoy en una cafetería con
gente y he recuperado la conciencia a tiempo para no
perder mi dignidad. Pero la verdad es que estaba
desesperado. Me veía pidiéndole ayuda a Phil, un tío de mi
clase de económicas que me cae como el culo y que se cree
superior a los demás, pero que es el único al que conozco
que habla francés y que no se ha ido de Burlington. Pero,
entonces, Helena ha hablado en francés. ¡EN FRANCÉS! Y mi
suerte ha resurgido como el Ave Fénix.
La miro sonriente, en espera de una respuesta. Una que,
espero, sea afirmativa. Durante unos segundos me mira
seria, sin pestañear. Como si estuviera analizando lo que le
he dicho. Estoy a punto de repetirle mi proposición cuando
estalla en una carcajada tan grande que le hace echar el
cuerpo hacia atrás. Incluso se suelta de mi mano.
Al principio, durante los cinco primeros segundos, la miro
sin comprender. Al sexto, empiezo a hacerlo molesto.
—No sé qué te hace tanta gracia.
Me cruzo de brazos y la fulmino con la mirada. Eso parece
divertirla todavía más, porque me mira y vuelve a soltar una
carcajada.
—Estoy empezando a tomármelo como algo personal.
Frunce los labios, intentando ponerse seria. Aunque le
tiembla la barbilla.
—No puedes haberlo dicho en serio —dice por fin.
Me siento como ella, de lado, para quedar frente a frente
y no estar con la cabeza girada todo el rato, que al final voy
a coger tortícolis.
—¿Que tu risa voy a empezar a tomármela como algo
personal?
Niega con la cabeza.
—Lo de que te dé clases. —La miro sin entender—.
Vamos, Fanning. No puedo ser tu profesora de francés.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Esa no es una razón.
Resopla, tirando el aire por la nariz.
—Porque acabaríamos discutiendo.
—¿Cómo sabes eso? Soy buen alumno. Y aprendo rápido.
Soy un tío divertido. Me gusta salir y la fiesta. Siempre
propongo las ideas más disparatadas y me río hasta de mi
sombra, porque creo que la vida es demasiado corta para
no disfrutarla por estar todo el día amargados o enfadados.
La muerte del hermano pequeño de mi madre, al que
estaba muy unido, cuando tenía apenas nueve años me lo
demostró y el accidente de Brad de hace apenas uno me lo
reafirmó. Me implico en todo lo que me comprometo al cien
por mil y nunca hago promesas que no puedo cumplir.
Por eso me molesta la actitud que está teniendo Helena
por mi pregunta. Básicamente, porque me mira como si
estuviera bromeando.
Y no lo estoy.
En absoluto.
Ladeo la cabeza y espero serio a que termine de reírse.
No tengo prisa. Helena sigue riendo un rato más, hasta que
se da cuenta de que yo no lo hago. Entonces, cambia el
semblante burlón por uno mucho más serio.
—Me lo estás diciendo en serio. —Me jode la incredulidad
que hay en su tono. Aun así, me muerdo la lengua y me
limito a asentir.
—Necesito una profesora que me dé clases este verano.
No sabía que hablabas francés. ¿Por qué? Ni idea. Pero,
ahora que lo sé, te necesito.
Helena, por fin, parece estar entendiendo que le estoy
hablando completamente en serio. Y vaya si lo hago. Tengo
que aprobar en septiembre esa asignatura. Joder, soy capaz
de suplicárselo de rodillas si hace falta.
Helena parpadea, mira alrededor, a la puerta del local, a
la pantalla de su móvil, y luego otra vez a mí. Abre la boca,
la cierra, y la vuelve a abrir. Se levanta, y se vuelve a
sentar.
—¿Por qué no se lo pides a otra persona? —Entrecierro los
ojos.
—Ya te lo he dicho. No hay nadie, todos se han ido. Y
antes de que te puedas ofender porque creas que eres la
última opción, habrías sido
la primera si llego a saber que hablas francés. —Un
pequeño rubor le tiñe las mejillas. Un rubor que, a pesar de
estar un poco molesto con ella, me parece adorable.
Sacude la cabeza y se echa ligeramente hacia atrás.
—¿Por qué habría sido la primera?
—Es obvio. Porque somos amigos y me caes bien. Y
porque sé que contigo todos ería más fácil y nos lo
pasaríamos bien.
Otra vez el rubor.
Se vuelve a poner en pie y, esta vez, no se sienta. Se
cuelga el móvil al cuello y se coloca un mechón de pelo
suelto detrás de la oreja.
—Hay clases online.
—Las odio. Me gustan las presenciales. Mirar a mi
profesor a la cara, leerle los labios mientras habla. Una
pantalla es impersonal y fría. —Su pecho sube, baja, y
vuelve a subir.
—Lo siento, Fanning, pero no te puedo dar clases.
—¿Es porque no me gusta Friends? Porque si para que me
des clases tengo que verla, puedo empezar hoy mismo.
Incluso te invito a verla conmigo. Tengo palomitas.
La comisura derecha de la boca se le estira hacia arriba
ligeramente. ¿Es una victoria? Cuando vuelvo a mirar, ya no
hay ni rastro de la pequeña sonrisa.
—Acabaríamos matándonos.
—Eso no lo sabes.
—Lo sé.
—¿Ahora eres adivina?
—Puedes llamarlo intuición femenina.
No sabía que esta chica podía ser un hueso duro de roer.
Me pongo yo también de pie para estar en igualdad de
condiciones. Aunque la verdad es que le saco más de una
cabeza y tiene que levantar la suya para poder mirarme a
los ojos.
—Además de ver Friends, te compraré helado de Ben &
Jerry’s todas las semanas.
—No. —Odio esa palabra. En la vida se debería ir siempre
con el «sí» por delante.
—Te pagaré.
—No necesito el dinero.
—Todo el mundo necesita dinero.
—Yo no.
No quiero parecer un capullo, pero no puedo evitar
echarle un pequeño vistazo. No va fea, porque Helena no es
fea, pero no es que vaya vestida hecha un pincel. Lleva un
pantalón de chándal y una camiseta que es más vieja que la
que utilizo yo para dormir. De hecho, hasta se le ha borrado
el logo de la parte delantera.
Los brazos cruzados me impiden seguir mirándole la
camiseta.
—Mira, Fanning, que no vaya vestida como las barbies a
las que estás acostumbrado a llevar del brazo, no quiere
decir que necesite dinero para ropa. —Su tono destila tanta
rabia que me hace tragar saliva—. Solo significa que
prefiero dejarles las marcas a otras personas, así que
agradecería que dejaras de mirarme como lo estás
haciendo.
Aparto la vista de sus pantalones y la miro a la cara. Sus
ojos desprenden el mismo fuego que su pelo.
—No te estoy mirando de ninguna manera y, si te he
ofendido, lo siento. De verdad.
Helena me mira con desconfianza. Aun así, ya no parece
tan hostil como hace apenas unos segundos.
—Si no me estás mirando de ninguna manera, ¿por qué te
disculpas? —Cojo aire.
—Porque presiento que te he molestado y que estás a
punto de escupirme.
—Yo no escupo, eso es asqueroso. En todo caso, te daría
una patada en la entrepierna.
Me llevo las manos justo ahí y me encojo solo de pensar
en que podría hacerlo.
—Estábamos hablando de que seas mi profesora de
francés. ¿Cómo hemos podido acabar hablando de darme
una patada en los huevos
Helena sacude la cabeza y, en un abrir y cerrar de ojos,
pasa por mi lado en dirección a la puerta.
—Lo siento de verdad, pero no puedo darte clases.
Antes de que pueda abrir la boca o estirar la mano para
detenerla, sale de la heladería y se marcha. Lo hace
deprisa, como si tuviera prisa por huir.
En cuanto soy capaz de reaccionar, me siento otra vez en
el sofá y me paso la mano por la cara. No tengo ni idea de
qué ha pasado. En realidad, de lo que no tengo ni idea es de
por qué es tan reacia a darme clases. Cuando he dicho que
soy buen estudiante y que aprendo rápido, no estaba
mintiendo.
Miro la puerta por la que se ha marchado y pienso en
levantarme y seguirla. No le ha dado tiempo a irse muy
lejos y no tardaría en alcanzarla, pero no me gusta ser
pesado y tampoco agobiar a la gente.
Me levanto y esta vez cuando voy al mostrador me pido
un café. Vuelvo al sofá y, al sentarme, saco el móvil y miro
el calendario. No queda nada para que empiece agosto y el
tiempo corre en mi contra, así que abro la aplicación de las
notas y comienzo a escribir. Tengo que pensar en un plan de
ataque. En una estrategia.
Tengo que conseguir que Helena me dé clases este
verano.
CAPÍTULO 5
Hay cosas que no quiero admitir

~Helena~
Cuando decidí matricularme en la Universidad de
Vermont, lo hice con un claro objetivo: distanciarme lo
máximo posible de mi madre y de mis hermanas, y yo creo
que casi tres mil millas está bien. A veces, pensar eso me
hace sentir una persona horrible, pero, entonces, recuerdo
lo encerrada y atrapada que me sentía entre las paredes de
mi casa y se me pasa. En ocasiones, también pienso que
podría haberme ido a España con mi padre, pero me
apetecía vivir sola. La idea de independizarme me llamaba
demasiado la atención como para dejarlo pasar. Así que,
hice la maleta y me planté en Burlington sin conocer a
nadie y sin tener muy claro lo que haría con mi vida, pero
con una felicidad como hacía tiempo que no sentía.
No mentiré al decir que me daba un poco de miedo el
hecho de no conocer a nadie. No quería ser como una de
esas chicas que salen en las películas que se sientan solas
en una mesa de la cafetería o bajo la sombra de un árbol.
Siempre he sido una chica sociable y con amigos, pero en
mi fuero interno sé que la mayoría de ellos estaban
condicionados por el nombre y apellido de mi madre.
En Burlington, podía empezar de cero y ser solo yo,
Helena Cortés. Nadie me conocía, o eso esperaba. Tenía el
reto por delante de conseguir esos amigos por mí misma y
no por influencia de nadie y, sobre todo, de ningún colegio
elitista.
Para mi sorpresa, esa amistad llegó a los pocos días de
pisar la universidad. Lo hizo en forma de una chica morena
con los ojos marrones y los labios finos que pronto se
convirtió en mi compañera de batallas en la escuela de arte.
Hailey Wallace era, y es, una chica a la que es difícil no
querer. Es abierta, extrovertida, adora cantar y, cuando
anda, parece que lo haga bailando. Me bastó solo un par de
días para darme cuenta de que su amistad era sincera.
Porque Hailey, cuando te quiere, lo hace sin reservas. Y,
ahora, esa amistad está a menos de dos días de coger un
avión para irse a Londres.
Me siento en la cama junto a Chelsea, su hermana
gemela, y me tumbo de espaldas en el colchón. Coloco las
manos entrelazadas sobre mi vientre y comienzo a tararear
Atlantis, de Seafrest. Desde que la escuché hace unos
meses por primera vez se ha convertido en mi canción
favorita.
He venido a casa de Hailey y Chelsea para ayudar a la
primera a hacer la maleta y hemos hecho de todo menos
eso. Hemos reído y también llorado. Hemos visto vídeos de
las tres juntas y hemos estallado en carcajadas al ver
algunas fotografías. Hemos cantado a pleno pulmón como si
estuviéramos solas en el edificio y no existieran los vecinos
y hemos bailado la canción Everybody de los BackStreet
Boys, tal y como hicimos en el concierto al que fuimos en
Newark.
Una lágrima solitaria comienza a rodarme por la mejilla,
pero me la quito rápido, antes de que otras decidan
acompañarla y, sobre todo, antes de que Hailey pueda
verla.
—Si empiezas a llorar, lloraré yo también y esta fiesta
pasará a ser un desastre —murmura Chelsea a mi lado. La
miro de reojo y veo que tiene los ojos rojos y una sonrisa
tirante en el rostro. Si para mí es difícil, no me quiero ni
imaginar cómo tiene que ser para ella, pues nunca he visto
a dos hermanas tan unidas como a las gemelas Wallace.
—Te he escuchado, pequeño pony —dice Hailey. Está de
pie frente al armario, de espaldas a nosotras, sacando
prendas de los estantes y lanzándolas a la maleta que tiene
abierta en el suelo.
Me incorporo en la cama, apoyándome en los antebrazos,
al tiempo que la escucho soltar un suspiro y darse la vuelta.
Sus ojos, idénticos a los de su hermana, también están rojos
y se está mordiendo el labio inferior. No puedo evitar
romper a reír.
—Somos patéticas —confieso entre hipidos. Hailey me
lanza una camiseta a la cara.
—Esto es por tu culpa.
—¿Por la mía? —Miro a las dos hermanas—. Vosotras
también estáis llorando.
Chelsea, a mi lado, también ríe. Sus risas hacen que el
colchón se mueva y, con él, yo. Me vuelvo a tumbar de
espalda y clavo la vista en el techo. Atlantis termina y
comienza a sonar Anytime you need a friend. Me río tanto
que empieza a dolerme la barriga.
—Tu lista de reproducción es patética, Hails.
Esta gruñe, aunque no cambia la canción. Chelsea y yo
tampoco. Lo que hace es tumbarse con nosotras en la
cama. Juntamos las cabezas y miramos al techo.
Concretamente, a las estrellas de colores que compramos a
los pocos días de que alquilaran este piso. Cuando Hailey y
yo lo dejamos lo más cómodo y bonito posible para cuando
Chelsea decidiera salir de Ottawa y volver a casa con
nosotras.
Una idea me cruza la mente. Una idea que hace que mire
a la hermana de mi mejor amiga con esperanza.
—Chess, ¿qué vas a hacer con este apartamento?
Chelsea me mira.
—Vivir en él.
—¿Sola? —Una sonrisa de oreja a oreja se le dibuja en la
cara al tiempo que veo cómo se sonroja.
—La verdad es que Scott se viene a vivir conmigo. Ahora
que Shawn se marcha y, puesto que el apartamento era de
su padre, Scott se ha quedado sin lugar en el que dormir por
las noches.
La esperanza desaparece tan rápido como Chelsea
termina de hablar. Soy idiota. Debería haberlo intuido.
¿Cómo no iba a irse su novio a vivir con ella? Vuelvo a mirar
el techo mientras la presión en el pecho reaparece.
—¿Por qué lo has preguntado? —Ahora es el turno de
mirar a Hailey. A veces, cuando estoy con las dos, siento
como si estuviera presenciando un partido de tenis.
—Odio a Clarise y necesito irme de ese piso o acabaré
asesinándola —murmuro con los dientes apretados. Esa
chica me exaspera.
—Lo siento —murmura Chelsea.
Otra vez a girar el cuello hacia la izquierda.
—No te preocupes. Debería haberlo intuido.
—¿Por qué no te buscas un apartamento para ti sola?
Giro a la derecha.
—Lo había pensado, pero me apetecía vivir la experiencia
de compartir piso. Aunque supongo que esa experiencia es
una mierda si tu compañera es imbécil.
—Puedes irte a vivir con Kiyoshi.
Vuelta a la izquierda.
—¿Kiyoshi? Creía que ya compartía piso.
—Así es, pero, como tú, quiere asesinar a sus
compañeros. Él, por guarros. —La esperanza que había
muerto hace unos segundos empieza a florecer de nuevo.
—¿Y busca nueva compañera para el año que viene?
—Eso tengo entendido. Pero lo mejor es llamarlo, así
salimos de dudas.
—¿Te imaginas viviendo con Kiyoshi? Ese piso tiene que
ser una fiesta continua. —Cambio a la derecha. Como siga
así mucho tiempo, voy a terminar mareándome—. Y yo voy
a perdérmela.
Hailey compone una mueca. Yo pongo los ojos en blanco y
me incorporo. Parece un partido entre Arturo Claramunt y
Chris Lacoste.
Necesito poder mirar a las dos hermanas a la vez o voy a
terminar fatal del cuello. También coger mi móvil y buscar el
teléfono del compañero de clase de Chelsea. No es que
Kiyoshi y yo tengamos una relación tan estrecha como la
que Chelsea y él tienen, pero somos amigos y, desde luego,
es mejor opción que la que tengo ahora.
Desbloqueo la pantalla, pero la sonrisa se me congela en
la cara en cuanto lo hago. En su lugar, un cosquilleo
comienza a recorrerme el cuerpo. Uno que empieza en el
dedo gordo del pie y que termina en el último pelo de mi
pelirroja cabellera.
—¿Qué pasa? —pregunta Hailey. Por un segundo creo que
se lo pregunta a su hermana, pero, entonces, por el rabillo
del ojo veo que se incorpora y que intenta mirar la pantalla
de mi móvil.
Reacciono rápido, pero eso también hace que lo haga de
forma infantil; bloqueo el móvil y me lo guardo a la espalda.
Hailey arquea una ceja y me observa interrogante.
—¿Qué haces?
—Nada.
—Acabas de esconder el móvil para que no vea la
pantalla.
—No es cierto.
—¿No? Pues dámelo.
Extiende la mano, con la palma hacia arriba, y mueve los
dedos. Yo le miro la mano y niego con la cabeza.
—No puedo.
—¿Cómo que no puedes? —En su tono se advierte un
toque de diversión y eso es señal de peligro.
De ese que te pide salir corriendo en dirección contraria.
Miro a Chelsea en busca de ayuda. Ya he dicho que las
gemelas son iguales físicamente, pero en forma de ser no se
parecen en nada.
Chelsea es la comedida, la recatada y la tímida. La más
sensata de las dos y la que, supuestamente, se llevó la
paciencia y la cordura al nacer. Cuando mis ojos impactan
con los suyos, veo que su expresión es idéntica a la que
tiene su hermana en este momento.
—Lo siento —dice, como si hubiera leído la súplica que no
he llegado a decir en voz alta—. Yo también estoy intrigada
y quiero saber qué pasa.
Estoy a punto de decirle que es una traidora, cuando
siento cómo el móvil desaparece de mis manos. Me giro a
tiempo de ver a Hailey saltar de la cama con él en las
manos.
—¡Dámelo! —grito, aunque es muy tarde. Su sonrisa de
superioridad me lo dice.
Mira la pantalla, después a mí, y luego otra vez a la
pantalla.
—Vaya, vaya lo que tenemos aquí… —murmura. Mira a su
hermana—. ¿Quieres saber lo que acabo de leer?
Chelsea me echa una pequeña mirada. Una que dura
menos de un segundo, y se encoge de hombros.
—Por moralidad, debería decir que no, pero qué narices.
Quiero saberlo. —Me levanto de la cama, pero Hailey es más
rápida. Se mueve hacia atrás, hasta llegar al escritorio y
subirse a él de un salto.
—Dame el móvil, Hailey.
—Ni de coña.
—Nunca debí decirte la contraseña.
—Ahora ya no puedes hacer nada.
Se ríe. Yo solo quiero asesinarla.
Desliza el dedo por la pantalla y me mira socarrona.
—Es un mensaje de Luke. —Me cruzo de brazos y ladeo la
cabeza, intentado adoptar una actitud pasota.
—Lo sé. Ahora, ¿puedes darme ya el móvil?
Deshecha mi pregunta con un aspaviento de la mano y
sigue deslizando el dedo.
—Dice, y cito textualmente: «Haré lo que sea si aceptas.
Dime que sí». —Escucho un jadeo a mi espalda procedente
de Chelsea. Yo no la puedo mirar. Estoy demasiado ocupada
intentando asesinar a mi mejor amiga desde la distancia.
—Aquí hay otro que también es interesante. —Se aclara la
garganta y se endereza. Cualquiera que la viese pensaría
que está a punto de dar un discurso—. «Voy por la segunda
temporada y estoy más enganchado que a cualquier partido
de la NHL. Me encanta el personaje de Chandler. Y el de
Phoebe. Mónica creo que me pone un poco nervioso. ¿Cuál
es tu favorito?». —Aparta la mirada de la pantalla y me mira
pícara—. Me encanta el que viene justo después. Mira,
pequeño pony, escucha: «Si te vienes a verla conmigo, dejo
que te comas todo el Netflix y Chilll’d tú solita».
Hailey ha dicho la última frase de forma sensual. Como si
estuviese a punto de tener un orgasmo.
Si no la quisiera tanto, la daría un empujón y la tiraría de
ese escritorio. En cambio, lo que hago, es hacerle un corte
de mangas.
Ella se parte de risa.
—Eres una cría —musito.
—Y tú tienes rojas hasta las orejas. —No hace falta
mirarme en un espejo para saber que tiene razón.
En vista de que va a ser imposible recuperar mi móvil, me
siento en la cama. Hailey baja de un salto de la mesa y se
acerca a mí sin perder en ningún momento la sonrisa.
—¿Netflix y Chilll’d es alguna palabra en clave para el
sexo?
—Eres idiota.
—Y una cría, no lo olvides. —Se sienta en la cama a lo
indio—. No nos digas que así es como Luke llama a su polla.
Chelsea suelta una carcajada y, aunque a mí no me
gustaría hacerlo, termino acompañándola. Hailey es muy
bruta cuando quiere y por eso la quiero tanto.
—¿Vas a contarnos por qué Luke te envía estos mensajes
subidos de tono? —pregunta Hailey cuando ha conseguido
tranquilizarse, porque ella no se ha quedado atrás y ha
reído como la que más.
Pongo los ojos en blanco.
—No son mensajes subidos de tono.
—¡¿Estás liada con Luke?! —chilla Chelsea. Volteo para
mirarla con los ojos desorbitados.
—¡No estoy liada con Fanning!
—No pasaría nada. El chico está muy bien.
—Demasiado —apostilla su gemela—. Si no estuviera a
punto de mudarme a Londres, lo intentaría con él.
—De mudarte y de comprometerte a una relación seria
con Shawn, del que estás muy enamorada y al que la
semana pasada te dirigías
como follamigos. —Ahora es el turno de Hailey de poner los
ojos en blanco. Lo hace como si su hermana hubiera soltado
una gilipollez, cuando las tres que estamos en esta
habitación sabemos que la inalterable e inalcanzable Hailey
Wallace se muere por los huesos de su vecino de arriba.
—Tecnicismo. —La aludida me pasa un brazo por los
hombros y me da un apretón—. Cuéntale a mamá Wallace
qué pasa entre tú y Luke.
—No pasa nada.
—Ha dicho: «Haré lo que sea si aceptas. Dime que sí».
—¿Tienes que hablar como si estuvieras doblando una
película porno?
—Estoy segura de que con Luke todo suena a porno.
La miro con seriedad, aunque ella mi seriedad se la pasa
por el forro de los cojones. Quiero enfadarme con ella por
ser tan insistente y entrometida, aunque la verdad es que
no puedo. Yo soy igual, para qué mentir. Solo hay que ver el
coñazo que le di con su «no relación» con Shawn. Aunque
esto es ligeramente diferente, pues entre ellos SÍ que
pasaban cosas y entre Luke y yo no pasa absolutamente
nada.
Me zafo de su abrazo y me pongo en pie.
Carraspeo.
—Fanning me pidió hace tres días que le diera clases
particulares de francés este verano. Por lo visto, ha
suspendido y tiene la recuperación en septiembre. Si no
aprueba, le quitan la beca y, si le quitan la beca, adiós al
hockey.
—¿Y qué le has dicho? —Miro a Chelsea.
—Que no puedo ser su profesora.
—¿Por qué? —Otra vez el puñetero partido de tenis.
Menos mal que esta vez las tengo a las dos enfrente y nos
tengo que girar la cabeza completamente de un lado a otro.
—Pues porque no.
—Esa no es una razón. —Eso mismo me dijo Luke, aunque
no se lo digo.
—Es una razón válida como otra cualquiera si sé que
vamos a terminar discutiendo.
—Luke es muy buen estudiante. —Y vuelta a la gemela
comedida—. Muchas veces nos hemos ido a estudiar a la
biblioteca él, Brad y yo, y el chico es aplicado. De hecho,
envidio la capacidad tan retenedora que tiene.
Suelto un suspiro y me apoyo en la esquina de la mesa.
Hailey ha dejado de mirarme divertida para pasar a hacerlo
de forma suspicaz. Como si estuviera a punto de decirme
algo que no me va a gustar.
—Suéltalo —le exijo antes de que le termine explotando
la cabeza por culpa de tanta contención.
—No quieres darle clases a Luke porque te gusta y crees
que eso será un problema.
Me río. Lo hago como si acabara de soltar la gilipollez más
grande del mundo. Que, en realidad, lo es.
—No me gusta Luke.
—Te gusta.
—No es cierto.
—Sí que lo es.
—No.
—Sí.
—Chicas —interviene Chelsea, poniéndose en pie y
colocándose justo en medio de los dos—. ¿Podemos dejar de
lado esta discusión absurda?
—Sí —contestamos las dos a la vez. Hailey asoma la
cabeza por un lateral de su hermana y, moviendo solo los
labios, dice: «Sí que te gusta».
Qué exasperante puede llegar a ser esta chica cuando
quiere.
Chelsea, aunque no ha visto a su hermana, sabe
perfectamente lo que ha hecho, porque se gira y la apunta
con un dedo.
—Cállate, Hails. —Vuelve a mirarme a mí—. No pasa nada
si te gusta. Me parecería lo más normal del mundo.
Elevo los brazos al cielo, desesperada, y los dejo caer de
golpe.
—No me gusta. —Veo cómo Hailey abre la boca, así que
es mi turno de amenazarla con el dedo antes de que algún
sonido salga de ella—. Me gustaba, tiempo pasado. Antes.
Ahora, no.
Hailey me mira como si le hubiera soltado la trola más
grande del mundo y, aunque sé que se muere por decir
algo, parece pensárselo mejor, porque hace como que se
cierra la boca con cremallera y la tira a la otra punta de la
habitación. Me reiría, pero estoy demasiado concentrada en
mantener mi cara de póker. Porque, a quién quiero engañar.
Me gusta Luke. Claro que me gusta.
El otro día, cuando lo vi aparecer por la cafetería, pensé
que mi encoñamiento por él era cosa del pasado. Lleva la
palabra mujeriego escrita a fuego en la frente y eso es
peligroso. No me gustaría ser como algunas de las chicas a
las que he visto llorar por su culpa.
Pero en cuanto me propuso que le diera clases, me di
cuenta de que mentirse a una misma es de las cosas más
fáciles que un ser humano sabe hacer. Y quedó más
demostrado cuando me dijo «te quiero». Lo dijo igual que el
que dice que el cielo es azul y el sol amarillo, pero a mí casi
me produjo un atragantamiento y, lo más vergonzoso de
todo, que fue con mi propia saliva. Luego, cuando me cogió
de las manos y me besó los nudillos, estuve a punto de
echarme a llorar, porque habría sido capaz de pedirle que
me las besara de nuevo solo para poder sentir sus labios
calientes otra vez sobre mi piel.
En ese momento, me di cuenta de lo patética que era y
de lo arriesgado que sería tener a Luke durante tantas horas
pegado a mí.
Por eso le dije que no. Por eso salí corriendo y por eso no
le he contestado a ninguno de los mensajes que me ha
estado enviado.
Por eso me he obligado a no sonreír cuando he visto que
se ha visto toda la primera temporada de Friends en solo
tres días.
Dejo de pensar en Luke y en todo lo que sentí el otro día y
me centro en las dos chicas que tengo delante. Una me
mira prudente. La otra, con los labios apretados en una fina
línea de la fuerza que está haciendo para no hablar.
Miro la maleta, que sigue en el suelo, abierta, y con toda
la ropa desperdigada por todas partes, y luego el armario.
Me dirijo hasta él y saco un vestido amarillo que, estoy
segura, es de Chelsea, y comienzo a doblarlo.
—Como no nos pongamos ya con esto, no te vas a
Londres. Y al chico de arriba le dará un infarto si llega al
aeropuerto y no te ve.
Escucho a mi espalda cómo las dos hermanas se hablan
sin palabras. Aunque yo no he llegado al nivel de intimidad
que tienen ellas, y tampoco lo pretendo, en estos años he
aprendido a leerlas tan bien que hay gente que dice que
podríamos ser las tres hermanas. Desde luego, yo las
cambiaba por las mías.
Ese pensamiento me hace reír y también llorar. Pensar así
de gente de tu misma sangre es deprimente.
Dejo el vestido en la cama bien doblado y cojo otro. Otras
manos me acompañan en la tarea. Son las de Hailey. Me
guiña un ojo y se inclina hasta dejarme un beso en la
mejilla.
—Espero que vengas a Londres a verme.
—No lo dudes.
CAPÍTULO 6
Duchas y resbalones

~Luke~
En cuanto Ross pronuncia el nombre de Rachel en la boda
en vez del de Emily, con la que está a punto de casarse,
pego un bote y grito señalando la pantalla.
—¡¡Lo sabía, joder!! Sabía que este tío iba a meter la pata
e iba a pronunciar el nombre de Rachel en vez del de su
prometida en la boda. Si solo había que verle la cara de
enamorado que tiene cuando la abraza al verla en la iglesia.
Una de sus mejores amigas. Sí, mis cojones.
La puerta de mi habitación se abre de golpe,
sobresaltándome. Un Jacob desnudo y con pinta de haber
metido los dedos en un enchufe me mira cabreado. No
puedo evitar fijarme en la marca de pintalabios que tiene en
el pecho y en los tres arañazos que la rodean.
Pongo los ojos en blanco y lo señalo.
—¿No podrías vestirte? No me apetece nada verte la
polla. Otra vez.
—¿Y tú no podrías bajar el volumen del portátil y, ya de
paso, de tus gritos? —Suelto una carcajada.
—¿De mis gritos? He tenido que subir el volumen porque
tus gritos y de los de… ¿Con quién estás ahora?
—No es de tu incumbencia.
—Pero ¿acaso te acuerdas de su nombre?
Se agacha, coge lo primero que pilla, que no es otra cosa
que una zapatilla mía de deporte, y me la lanza. No me da
por muy poco, aunque me ha rozado la oreja.
—Baja el volumen, capullo. —Es lo último que dice antes
de cerrar la puerta de un portazo.
Cojo el mando y, sonriendo, subo más el volumen de la
televisión, solo por joder.
Apoyo la espalda en el cabecero y me vuelvo a colocar el
ordenador sobre las rodillas. El capítulo termina y suelto un
silbido cuando veo que ya he terminado la cuarta
temporada. ¿En serio? Me las he bebido, literalmente. Y eso
que yo lo único que me bebo sin respirar es el wiski con
limón.
Cojo el móvil, como viene siendo habitual en mí en los
últimos días, y le envío un mensaje a Helena.

Luke:
Ross acaba de decir el nombre de Rachel en la boda.
Esto se pone cada vez más interesante.

Luke:
Si yo fuera Emily, le daría una patada en las pelotas.

Y como también viene siendo habitual, veo que está en


línea, que los dos tics se vuelven azules indicando que me
ha leído, y que no me contesta. Las pelotas de esta chica
son más grandes que las de Jacob.
Suelto un suspiro y me pinzo el puente de la nariz.
No he querido agobiarla presentándome en la puerta de
su apartamento. Básicamente, para que no pensara que soy
un acosador, pero en vista de que no me hace ni puñetero
caso no me va a dejar otra opción. No puedo perder esa
beca. Mi futuro está en juego.
Dejo el portátil a un lado y me levanto de la cama. Me
pongo las zapatillas de deporte —las mismas que me ha
tirado Jacob hace un segundo—, y salgo de la habitación.
Los gritos de mi compañero de piso y su compañera son la
banda sonora del pasillo. Al pasar por la puerta de su
habitación, doy tres golpes fuertes sobre esta, solo para
cortarles el rollo y dar por culo, y salgo de casa. Me subo en
la moto y pongo rumbo hacia casa de Helena.
Me encanta conducir por las calles de Burlington. Son
muy diferentes a las de casa. Estas son más tranquilas y
siempre parece que estén pintadas de rojo. Como si siempre
fuese Navidad. Y se nota que es una ciudad universitaria, a
pesar de ser verano y que casi todos los estudiantes se han
marchado a su casa.
Aparco en la puerta del edificio y miro la fachada en
busca de su piso. No tengo ni idea de cuál es. Solo sé que
vive aquí porque una vez vine a recoger a Hailey. Pienso en
llamar a Helena y preguntarle, pero si no me ha contestado
a los mensajes dudo mucho que vaya a cogerme el teléfono.
A Hailey no la puedo llamar porque ahora mismo está
volando rumbo a Reino Unido. Llamaría a Brad, pero no creo
que él lo sepa. Además, lleva un par de días que está
teniendo problemas con la rehabilitación y es mejor no
molestarlo. Mi única opción es Chelsea.
Marco su número y espero, pero nadie lo coge. Lo vuelvo
a intentar y nada. Debería tomármelo como una señal del
destino. Una que me dice que deje en paz a la pelirroja y me
busque otra profesora, pero los Fanning tenemos una
manía, y es que somos muy cabezotas y cuando se nos
mete algo entre ceja y ceja es imposible sacárnoslo. —
Vuelvo a marcar el número de Chelsea y, por suerte, esta
vez descuelga.
—¿Qué quieres, Luke? —No sé si me hace más gracia el
tonito impertinente con el que me ha hecho la pregunta o
que le noto la respiración bastante agitada.
Me apoyo en la moto y sonrío, aunque no pueda verme.
—¿Te pillo mal, Ottawa? —Chelsea resopla. Odia que la
llamen Ottawa. En realidad, odia que Scott la llame así. U
odiaba, más bien. Escucho a lo lejos una risa masculina.
—Eres un capullo.
—No he dicho nada.
—No te decía a ti.
—Eso ha dolido, pequeño pony. —La voz de Scott llega
amortiguada desde el otro lado del aparato.
Queda claro que no está sola.
—No hace falta que contestes a mi pregunta de antes, sé
que te pillo con las manos ocupadas. Supongo que estás
intentando aliviar el vacío
tan grande que tu hermana ha dejado en esa casa con su
marcha. —Conozco a Chelsea lo suficiente como para saber
que se ha sonrosado. Scott ríe a carcajadas.
—Sois idiotas —murmura Chelsea en un tono que
pretende ser de enfado—. Y esta vez os lo digo a los dos. Os
odio.
—Que odies a Scott me parece bien. A veces, es un
capullo. Pero ya sabes que sin mí no puedes vivir.
—Siempre he dicho que Shawn tiene un ego enorme, pero
el tuyo es todavía más grande.
—Hablando de cosas grandes. ¿Sabes qué…?
—Ni se te ocurra terminar esa frase, Luke, o te juro que te
cuelgo y no te vuelvo a coger el teléfono en tu vida.
Adoro a Chelsea. Es como un osito de peluche al que solo
tienes ganas de achuchar y proteger. Aunque físicamente
son iguales, en carácter es muy diferente a su gemela.
—¿Me has llamado para molestarme? —Su pregunta me
hace volver la vista al frente. Concretamente, al edificio de
Helena y al porqué de mi llamada.
—Necesito que me digas cuál es la casa de Helena. Estoy
frente a su edificio, pero no sé cuál es su puerta. —Silencio
es lo único que escucho. Miro la pantalla, por si la llamada
se hubiera cortado, pero veo que el nombre de mi amiga
sigue parpadeando en ella. Me llevo de nuevo el aparato a
la oreja—. ¿Chelsea?
—No —contesta. Una única palabra. Alta, clara y sin
sentido.
Una que ya he dicho que odio y que no debería existir.
—¿No vas a decirme dónde vive Helena?
—No.
—¿Por qué? —Vuelve a quedarse callada. Soy un chico
paciente, pero esto está empezando a tocarme las narices
—. ¿Hola?
—Te ha dicho que no quiere darte clases.
—¿Te lo ha contado?
—Claro.
—Pues, entonces, verás que no tiene sentido.
—Para ella, sí.
—Estoy empezando a tomármelo como algo personal. ¿Se
puede saber qué le he hecho yo a esa chica para que me
odie?
—No te odia.
—¿Seguro? Tengo mis dudas.
—¿Tú has hecho algo por lo que deba odiarte?
—¡No! —contesto rápido, aunque también hago un
pequeño repaso mental a los últimos meses. Suelo meter
bastante la pata y la mayoría de las veces ni siquiera soy
consciente de ello, así que tampoco es algo que me
extrañaría descubrir.
—Pues no tienes de qué preocuparte.
Me paso una mano por la nuca y la dejo ahí descansando.
Está empezando a dolerme la cabeza.
—Chelsea, por favor —suplico. Nunca me ha dado
vergüenza suplicar cuando ha sido necesario, y está claro
que ahora lo es. Escucho un suspiro procedente de mi
amiga y un pequeño atisbo de esperanza se abre en mi
pecho—. Tengo que aprobar esa asignatura.
Chelsea vuelve a quedarse en silencio, aunque puedo
escuchar los engranajes de su cabeza trabajando a toda
máquina. No sé qué narices pasa con Helena. Al principio,
me hacía gracia y me lo tomaba como una especie de
juego. Sé que muchos en este campus me tienen como un
cateto juerguista al que solo le importa echar un polvo, ir de
fiesta en fiesta y jugar al hockey. Nunca me ha importado
especialmente ese concepto que tienen de mí, porque
siempre me ha dado bastante igual lo que la gente opine,
pero la verdad es que el hockey y mis estudios me importan
muchísimo. He trabajado muy duro toda la vida para que
me concedieran esa beca y no puedo perderla, y, además,
lo de Helena ya empieza a ser algo personal y no me gusta
tener problemas con nadie, y menos con gente a la que
considero que son mis amigos.
—Segundo C. No la cagues, Fanning.
Chelsea siempre me llama por mi nombre, jamás usa el
apellido. Supongo que si lo hace es porque hay una
pequeña amenaza detrás de esa frase.
—Te lo juro.
Cuelgo, me aparto de la moto y comienzo a andar hacia
la puerta principal. Sonrío cuando esta se abre y una chica
con el pelo azul y un piercing en el labio inferior y otro en la
nariz sale. Me echa un vistazo de arriba abajo con tanto
asco que, por primera vez en mi vida, me siento cohibido.
Se coloca unos cascos sobre las orejas y comienza a bajar
las escaleras de la entrada. Sujeto la puerta rápido antes de
que esta se cierre, o de que la chica dé media vuelta y
decida estampármela en la cara, que parece que se ha
quedado con las ganas.
Subo las escaleras hasta el segundo piso y no tardo en
encontrar el segundo C. La puerta está ligeramente abierta.
Miro a un lado y a otro del pasillo, pero está vacío. Llamo
con los nudillos y la abro un poco. No hay nadie en lo que
parece ser el comedor.
—¿Hola? ¿Helena? —Suena música de fondo. No sé de
dónde viene y tampoco sé lo que dicen, porque la letra es
en español. O eso creo. En francés, desde luego, no. Y en
inglés, tampoco—. ¿Helena?
Espero unos segundos en la puerta a ver si esta aparece,
pero en vista de que no es así y de que empiezo a
preocuparme por si ha pasado algo, entro en el piso,
cerrando la puerta a mi espalda.
Dejo el comedor atrás y también la cocina. Conforme me
adentro en el pasillo, la música se hace cada vez más clara,
hasta que la encuentro. Suena tras una puerta que está
cerrada. Mi cabeza me dice que llame a la puerta antes de
abrirla, pero mis manos ya han decidido actuar por su
cuenta y están girando el picaporte. En cuanto la abro del
todo y veo lo que hay dentro, suceden cuatro cosas: la
primera, que puedo confirmar que la canción que está
sonando es española; la segunda, que acabo de abrir la
puerta del cuarto de baño; la tercera, que hay una chica
duchándose tras la mampara de cristal; y la cuarta, que
debería dar media vuelta y salir corriendo, pero mis pies
han decidido quedarse quietos. Sin contar con que mis ojos
se han quedado fijos en esa mampara de cristal.
Helena, que hasta hace unos segundos estaba absorta
lavándose su larga cabellera con los ojos cerrados y la boca
ligeramente abierta, los abre de golpe y me mira.
Nos quedamos unos segundos los dos quietos,
mirándonos tan fijamente que creo que hasta he perdido la
capacidad de parpadear. Después, se escucha tal grito que
no me extrañaría que algún vecino derribase la puerta con
un bate y entrase cual kamikaze a ver qué pasa.
—¡¡AAAAAAHHHHHH!! —La pelirroja se tira hacia atrás,
agarrándose a lo primero que pilla, que no es otra cosa que
el mango de la ducha. No parece muy estable, porque se
suelta de la pared en la que estaba enganchado, haciendo
que Helena se caiga al suelo con un sonoro golpe.
Entro en el baño a toda velocidad, acercándome a la
mampara y abriéndola. Helena yace en el suelo con el
mango todavía en la mano.
—¿Estás bien? —pregunto, aunque es una pregunta
estúpida. Por cómo ha sonado ese golpe ha tenido que
doler. Corto el agua y me agacho a su lado. Le quito el
mango y lo dejo fuera de la ducha.
—¿Qué cojones haces aquí? —pregunta, con una mueca
de dolor visible en su rostro.
—He venido a hablar contigo.
—¿A hablar conmigo? ¡Casi me matas!
—Si llego a saber que te ibas a dar semejante susto,
hubiera gritado más fuerte antes de entrar en la casa a
buscarte.
—Estaba en la ducha, no te he oído llamarme —me dice
con retintín.
—Ya, bueno, ahora lo sé. Pero entiende que entrara a
mirar. La puerta estaba abierta y me he asustado.
—¿Has dicho que la puerta estaba abierta?
—Sí.
—¿La principal?
—Sí.
Pasa del dolor al enfado. Se parece a Ira, el personaje de
Inside Out.
—¡¡Qué ganas tengo de perderla de vista, joder!! Seguro
que la muy guarra lo ha hecho adrede. —No tengo ni idea
de quién está hablando, pero no me gustaría ser esa
persona ahora mismo.
Se mueve, intentando levantarse, pero un nuevo grito de
dolor rebota en las paredes del baño. Agacho la cabeza por
acto reflejo y me encuentro con unos pechos perfectos. Son
del tamaño ideal. Ni grandes ni pequeños. Son de esos que
estoy seguro de que se pueden cubrir a la perfección con
ambas manos y que…
«Mierda, Fanning, aparta la vista de las tetas de tu amiga.
No es algo que debas hacer ahora mismo». Cuando uno se
reprende a sí mismo es que algo en su cabeza no va bien,
pero, si encima lo hace mientras se llama a sí mismo por el
apellido en vez de por el nombre, es que es de estudio.
Carraspeo y me obligo a mirarla a los ojos.
—¿Estás bien? —pregunto de nuevo, corroborando así
que, además de capullo, soy idiota.
—Pues no. Me acabo de dar una hostia, ¿o lo has
olvidado? Porque estabas en primera fila. —Está enfadada.
Tampoco puedo culparla.
Intento mirarla a la cara, lo juro. O a la pared blanca que
tiene detrás, pero está desnuda, joder, y ya he dicho que
tiene unos pechos preciosos.
Y yo soy un capullo por pensar que tiene unos pechos
preciosos. Pero es que son… Preciosos.
La sujeto por los brazos e intento levantarla, pero está
resbaladiza. Tengo que pegarme más a ella o no voy a
poder. Con mis ojos fijos en el suyos y obligando a mi
cerebro a no desviar la vista hacia abajo, me pego a su
cuerpo tanto como puedo.
—Cógete a mí —le pido. Murmura algo en respuesta, pero
no tengo muy claro el qué. Probablemente sea porque me
ha desaparecido la sangre de la cabeza y ahora mismo ni
siquiera sé cuánto son dos más dos.
«¿Eso que he visto en la cadera es un tatuaje?».
«Concéntrate, Luke».
Lo dicho. Esto de hablar con uno mismo es de psiquiatra.
Helena se pega a mí. Me está mojando la ropa, pero me
importa una mierda. Solo puedo pensar en que sus pechos
están pegados al mío.
Sus perfectos pechos con sus perfectos pezones.
Cuando salga de aquí, llamaré a Brad y, aunque le pille en
uno de sus días malos, le pediré por favor que me lleve al
médico para que me traten.
—A la de tres nos levantamos, ¿vale? —Asiente, y al
hacerlo parte de su pelo se me pega en la cara. Lejos de
molestarme o de querer apartarlo, me encuentro cerrando
los ojos e intentando adivinar a qué huele.
¿Fresas? ¿Coco?
—¿Luke? —La pregunta de Helena hace que abra los ojos
y dé gracias a quien sea porque no me haya pillado
olisqueándola.
—Perdona, ya estoy. Una, dos y tres. —Tiro de ella con
más fuerza de la que pretendía. Paso con rapidez mis manos
por su cintura para evitar que vuelva a caerse y la pego a
mí. Ella sube sus brazos hasta mi cuello y me lo rodea con
ellos. Su nariz queda tan pegada a la mía que nuestras
puntas se acarician. Puedo contar con claridad las pecas
que decoran sus mejillas y su nariz. Tiene varias justo en la
punta—. ¿Estás bien?
Deberían darme un premio por elocuente. Parece que eso
es lo único que sé preguntar.
Helena asiente y niega con la cabeza. Todo a la vez.
—Me he hecho daño en la cadera. Y también en el codo.
—Ya no hay ese deje de enfado en su tono de voz. Aunque
sigue teniendo las mejillas sonrosadas.
—¿Quieres que les eche un vistazo? —Juro que lo he
preguntado de forma inocente, pero mi entrepierna no
piensa lo mismo, porque se ha puesto igual de dura que el
martillo de Thor. A lo mejor, pensar en superhéroes es lo
que necesito para que esto deje de hincharse.
El color de sus mejillas se intensifica, haciendo juego con
el fuego de su pelo.
—Es… Estoy desnuda —tartamudea, con los ojos abiertos,
como si acabara de caer en ese pequeño detalle.
Me encojo de hombros, como queriendo mostrar
indiferencia, cuando la realidad es que sigo intentando
descifrar a qué narices huele.
¿Puede ser a frutas del bosque?
—Ni siquiera me había dado cuenta.
Me mira como si fuera idiota.
—Eres tronchante, Fanning.
Intenta soltarse de mi cuello, pero trastabilla, por lo que
tengo que sujetarla con más fuerza. Mis dedos se agarran a
su piel desnuda y a mí está a punto de darme un infarto. No
es la primera vez que veo a una tía desnuda, y espero que
tampoco sea la última, pero, joder. Supongo que es porque
nunca pensé que vería a Helena como su madre la trajo al
mundo, y menos aún que bajo todas esas capas de ropa que
se pone había un cuerpo con estas curvas.
Y con un tatuaje. ¿Desde cuándo me ponen a mí tanto los
malditos tatuajes?
—¿Podrías pasarme una toalla? Empiezo a tener un poco
de frío.
¿Frío? Yo tengo un calor de la leche.
—Claro. ¿Crees que si te suelto podrás mantenerte en
pie?
—Haré lo que pueda, Lancelot.
No sabía yo que esta chica era tan sarcástica, pero me
gusta.
Sonrío y le guiño un ojo mientras la suelto, aunque solo
de un brazo. No me fio nada de su estabilidad.
Agarro la primera toalla que encuentro, que está colgada
de un gancho que hay justo en la pared de enfrente, y se la
paso.
—¿Te importaría darte la vuelta?
Claro que me importaría. Si lo hago, dejo de verla. De ver
su piel. De ver ese puñetero tatuaje, porque sí que tiene uno
y es una mariposa. Es la cosa más sencilla del mundo y, sin
embargo, me parece fascinante.
—Sin problemas. Pero no te caigas.
Pone los ojos en blanco y yo me doy la vuelta despacio.
Eso sí, asegurándome primero de que la dejo apoyada en el
lavabo.
Los segundos pasan y a mí su mariposa me marea. Y sus
pezones.
Joder.
No la veo, pero puedo notar cómo trastea a mi espalda.
Mientras, yo me dedico a pensar en todos los superhéroes
de Marvel y en el orden de sus películas y sus series, a ver
si así se me baja la puñetera erección que tengo.
—Ya está. —Me giro y maldigo para mis adentros al ver
que, efectivamente, tiene el cuerpo tapado por una
estúpida toalla de color burdeos. Desde ahora mismo, odio
el color burdeos. Ladea la cabeza y se cruza de brazos—.
¿Vas a decirme ya qué narices estás haciendo en mi piso?
CAPÍTULO 7
El lobo feroz

~Helena~
Luke Fanning está en mi cuarto de baño.
Luke Fanning acaba de verme totalmente desnuda.
Pondría la mano en el fuego a que Luke Fanning se ha
quedado embobado mirándome las tetas. No lo puedo
culpar, es de las pocas cosas buenas que he heredado de mi
madre.
Tengo que mostrarme molesta e indignada con Luke
Fanning.
Debería dejar de decir tanto Luke Fanning.
Me tapo el cuerpo desnudo con la toalla y me cruzo de
brazos antes de decirle que ya puede darse la vuelta.
Tendría que haberle dicho que me pasase el albornoz en vez
de la toalla, pues esta es la que uso solo en verano y es
minúscula. Ni siquiera me tapa medio culo, pero ahora no
puedo pensar en eso. Tengo que concentrarme en que no
deje de mirarme a la cara. Y también en que mis ojos no se
desvíen a su entrepierna, porque podría jurar que he visto
algo abultado en ella y eso me hace muy feliz y muy
avergonzada por sentirme feliz. Es un tío. Es un mujeriego. Y
es Fanning.
No debería extrañarme que se empalme al ver a una tía
desnuda.
Seguro que se le empalmaría hasta con Cruella de Vil.
Ladeo la cabeza y me cruzo de brazos.
—¿Vas a decirme ya qué narices estás haciendo en mi
piso? —Si supiera al cien por cien que si descruzo los brazos
la toalla no se me va a caer, me aplaudiría. He sonado
bastante borde y seca.
Luke da un paso hacia atrás y también se cruza de
brazos.
—Ya te lo he dicho. He venido a hablar contigo.
Entrecierro la mirada, intentando así intimidarlo.
—No será otra vez para lo de las clases de francés,
¿verdad?
—No. He venido para hablar de Ross y de la cagada que
hace en su boda con Emily.
Abro tanto la mandíbula que me extraña un poco que
esta no toque el suelo.
—¿En serio?
Sonríe con suficiencia y niega con la cabeza.
—No. He venido para intentar convencerte de que me des
clases. Pero de lo de Ross y Rachel también quiero hablar.
No sabía yo que esa serie iba a engancharme tanto.
Lo de este tío es increíble.
Doy un paso hacia delante, pero un latigazo de dolor me
recorre la columna vertebral. Estaba tan avergonzada
intentando que la toalla me tapase que hasta me había
olvidado del golpe. Menuda leche me he dado. No he
mentido antes cuando he dicho que me he hecho daño en la
cadera y en el codo.
Y en el orgullo también.
La sonrisa de suficiencia de Luke se esfuma de un
plumazo y es sustituida por un semblante serio y
preocupado. En un abrir y cerrar de ojos vuelvo a tenerlo
pegado a mí y eso no es bueno, porque lo que quiero hacer
es irme a mi habitación, tumbarme en la cama y que me
lama las heridas.
Y también ponerme alguna pomada para los golpes, claro.
—Deberíamos ir al médico —dice Luke, y se nota la
preocupación en su voz, lo que me hace sonreír. Pero solo
un segundo. Enseguida vuelvo a mi ceño fruncido.
—Lo que deberías es irte para que pueda lamerme las
heridas en solitario. —Una sonrisa, esta vez canalla, le
perfila los labios. Una que me dan ganas de borrar de un
puñetazo—. Tienes una mente horriblemente sucia.
—No he dicho nada.
—Pero tu cara sí. —Me coge del brazo y me obliga a salir
del cuarto de baño. Estoy segura de que se me ve el culo
por debajo de la toalla, sin contar con la pinta tan horrible
que debo de tener, pero me dejo guiar, porque el dolor es
más fuerte con cada paso que doy y porque, bueno, me
gusta ser conducida del brazo por el capitán del equipo de
hockey, para qué voy a mentir.
—¿Cuál es tu habitación?
—La del final del pasillo.
Levanta la cabeza y suelta una carcajada.
—¿La que tiene un cartel en la puerta que pone: «Como
abras, te mato»?
—Esa misma.
Llegamos hasta mi puerta y la abre. Suelto un suspiro de
alivio para mis adentros cuando veo que no hay ropa
desperdigada por ahí, ni la cama medio deshecha. Ni
tampoco libros u otros trastos. A ver, que estamos hablando
de Luke, cuya habitación debe de ser peor que un
estercolero, pero da igual. A una no le gusta que el tío que
entra en su habitación, sea quien sea, piense de ella que es
un desastre.
Me lleva hasta la cama y me ayuda a sentarme en ella.
Voy a cerrar las piernas cuando siento que la toalla se me
sube más todavía, así que dejo las dos piernas quietecitas,
una al lado de la otra y con las rodillas bien pegaditas.
Luke se queda de pie enfrente de mí, lo que lo hace
todavía más alto. Tengo que levantar tanto el cuello para
mirarlo a la cara que no me extrañaría dislocármelo. Mira
alrededor, como si estuviese buscando algo.
—¿Qué haces?
—¿Dónde tienes un botiquín?
—¿Para qué? —Me observa con una ceja arqueada.
—¿Tú qué crees?
—Si es para mí, olvídate. No tengo nada.
—¿Cómo que no tienes nada?
—Pues eso mismo, que no tengo nada. Ni siquiera una
caja de aspirinas.
—¿Y si te duele la cabeza?
—Voy al piso de Hailey y les robo algo de su botiquín.
Se me queda mirando en silencio con la ceja todavía
arqueada durante unos segundos. Debería pedirle que se
marchara. Estoy desnuda bajo una toalla tan pequeña que
podría pertenecer a un bebé recién nacido, y tengo las
piernas tan pegadas que de la fricción se me va a hacer una
rozadura, pero yo solo puedo pensar en lo alto que es y en
lo guapo que está ahí de pie. Y eso está tan mal a tantos
niveles que no sabría ni por dónde empezar. Por fin,
entrecierra sus bonitos ojos verdes y chasquea la lengua
contra el paladar.
—Voy a la farmacia a comprarte una pomada para el
golpe y también alguna aspirina para el dolor. Vuelvo
enseguida.
Quiero decirle que no, que no quiero que vuelva. Que lo
que quiero —y necesito— es que se marche a su casa, pero
cuando quiero abrir la boca ya estoy escuchando la puerta
de casa cerrándose.
Me levanto, olvidándome por un momento del dolor que
siento en la cadera y en el codo al hacerlo, y corro hasta la
cómoda para coger cualquier cosa y ponérmela. Bueno,
cualquier cosa no, porque deshecho un par de camisetas
que se usaron en la posguerra y opto por una rosa que
utilizo para andar por casa y unos pantalones negros que
me puse una vez cuando Hailey y yo pensamos que sería
divertido practicar yoga en el campus los sábados a las seis
de la mañana. Fuimos una vez y ya no volvimos. Jamás. Pero
la equipación nos la compramos entera, bolsa de yoga
incluida.
Porque así somos nosotras; un poco intensas en todo lo
que hacemos.
Mierda, la voy a echar mucho de menos.
Cierro los ojos, mando a mi mejor amiga al fondo de mi
mente, porque ahora no puedo pensar en ella, y vuelvo al
cuarto de baño. Apago la lista de reproducción del móvil,
que seguía encendida, y me peino y recojo mi desastroso
pelo en una coleta. Necesitaría tratarlo con mimo y cuidado
o mañana cuando me levante me pareceré a un caniche,
solo que, en vez de blanco, será naranja. Pero no tengo
tiempo, porque el timbre de la calle suena, consiguiendo
que del susto tenga que llevarme una mano al corazón y
pedirle que se esté un poquito quieto.
—¿Quién es? —pregunto al descolgar el telefonillo.
Luke suelta una carcajada suave.
—El lobo feroz.
Si él supiera…
No sé si es que Luke vuela en vez de andar o que yo ando
excesivamente lenta, pero cuando abro la puerta él ya está
ahí con esa sonrisa de actor porno y el pelo corto que lleva
tan perfectamente de punta que me dan ganas de darle un
estirón. Me gusta más así que cuando lo llevaba rapado.
En serio, no se puede ser tan guapo.
—Te quedaba mejor el otro conjunto de ropa. O los otros,
porque a la tela desnuda tampoco le voy a hacer ascos —
me dice justo cuando pasa por mi lado. Si no me hubiese
dejado patidifusa, le daría un pisotón. Cierro la puerta y lo
sigo cojeando hasta la cocina. Lo veo abrir armarios con
desenvoltura, como si conociera mi cocina mejor que yo
misma.
—No te cortes. Tú, como si estuvieses en tu casa.
Me guiña un ojo y llena un vaso con agua del grifo. Saca
un paquete de la caja y me la ofrece.
—Tómate dos de estas ahora y otras dos antes de dormir.
Me han dicho que te ayudará con el dolor. Después, nos
vamos a la cama. —Abro los ojos sorprendida. Menos mal
que aún no me he metido ninguna pastilla en la boca o me
habría atragantado—. ¿Prefieres en el sofá? He pensado que
te gustaría más en la cama, pero, bueno, donde tú te
sientas más cómoda.
¿Qué narices está diciendo este ahora?
¿De verdad acaba de insinuar que quiere acostarse
conmigo, así como si nada?
Odio ser pelirroja y también odio tener la tez tan pálida,
porque en cuanto me pongo un poco colorada, se me nota
enseguida, y eso de parecer un tomate maduro no me hace
ni puñetera gracia.
Veo cómo a Luke se le iluminan los ojos. También cómo se
muerde el labio inferior durante unos segundos, de forma
pícara, hasta que suelta una carcajada. Se acerca hasta la
bolsa y saca otra cosa de ella. No tardo más que un
segundo en ver que es una crema para los golpes y no tardo
más que otro segundo en darme cuenta de que sus palabras
de antes no tenían nada de sexuales.
Creo que no existe mayor grado de vergüenza que el que
estoy pasando en estos momentos.
A Luke la risa se le escapa por la nariz, y lo odio, porque a
mí, si me pasara eso, parecería un cerdito pariendo.
A él, en cambio, le queda fenomenal.
Me cruzo de brazos y lo fulmino con la mirada.
—Eres un inmaduro —le digo.
Estira el brazo y me da un golpecito en la punta de la
nariz con el dedo índice.
—Ya verás qué bien nos lo pasamos mientras me das
clases. Eres más divertida de lo que creía.
Aparto su dedo de mi cara de un manotazo.
—No soy ningún mono de feria, payaso. Y ya te he dicho
que no voy a darte clases.
Me guiña un ojo y se da la vuelta.
—Te pasas la vida guiñando el ojo. ¿Lo sabías?
Me mira por encima del hombro y me lo vuelve a guiñar.
—Ya verás cuando pruebes uno de mis masajes. Me dirás
que sí a todo lo que te pida. Y tómate ya el analgésico. El de
la cadera no lo sé, pero el del codo ya lo tienes morado.
Me inspecciono el brazo y, efectivamente, tengo un buen
moratón adornando mi codo. Me levanto la camiseta y gimo
molesta cuando veo que el de la cadera es todavía más
grande, y eso que no lo puedo ver bien, porque coge un
poco de espalda y sin un espejo no veo una mierda.
—¿Vienes ya? —grita Luke. Supongo que, por la distancia,
ya está en mi habitación. Saco dos pastillas del blíster y me
las trago con el vaso de agua que me había dado antes. Lo
dejo todo sobre la mesa de la cocina y voy hasta mi
habitación.
Luke se ha quitado las zapatillas y está de rodillas en
medio de mi cama. Repito: MI CAMA.
No sabría decir si pega o no con la decoración, yo solo
puedo pensar en que parece que su presencia ha absorbido
todo el aire de la habitación y que tiene que marcharse ya si
quiero conservar mi fachada de indiferencia y si no quiero
hacer más el ridículo.
Da un par de golpecitos sobre el colchón sin dejar de
sonreír.
—Por aquí, señorita. Ponte cómoda y deja que mis manos
obren su magia.
Pienso en Hailey y en lo que se estaría riendo de mí si
pudiera verme ahora mismo.
Mi cabeza me dice que vuelva a decirle que se largue,
pero mis pies comienzan a andar hasta llegar hasta el borde
de la cama y golpearme las rodillas con ella. Ahora él es el
que está de rodillas y yo de pie enfrente suya, pero, aun así,
es más alto. Él no tiene que mirar hacia arriba si quiere
mirarme a la cara o hablarme.
—Levántate la camiseta. O quítatela, lo que prefieras. —
Sonríe al decirlo, pero hay algo más tras esa sonrisa. Algo
que no tengo ni puñetera idea de lo que es porque siempre
se me ha dado de pena leer las caras de las personas. Estoy
a punto de negar con la cabeza porque, bueno, aunque mis
pies tengan vida propia y hayan decidido pasar de mí y
hacer lo que les da la gana, sigo conservando un pelín el
sentido común, cuando Luke deja de sonreír—. Helena, solo
quiero ponerte un poco de crema en los golpes, ¿vale? Te
has dado un buen porrazo. Te juro que todo lo de antes no
era nada más que una broma.
Debería sentirme feliz. Está siendo agradable, cortés y
simpático. Sin embargo, su última frase me sienta como una
patada en el estómago. Claro que sé que todos los dobles
sentidos de antes y las insinuaciones eran mentira y que no
son más que su forma de ser, pero eso no evita que acabe
de sentir como si alguien me acabase de tirar un jarrón de
agua fría por encima.
Suelto un pequeño suspiro, asiento y finjo una sonrisa. Lo
de quedarme a solas para lamerme las heridas ahora está
más vívido que nunca.
—No me hagas daño.
—No lo haré.
—Y no voy a darte clases.
—Eso ya lo veremos.
CAPÍTULO 8
Te necesito

~Helena~
¿Ha dicho que le dé a mi primogénito cuando lo tenga?
Hecho.
¿Quiere que le dé el número secreto de mi cuenta
bancaria? Hecho también.
No me gustaría admitirlo, y menos en voz alta, porque
todos sabemos cómo de peligroso es tener el ego grande, y
Luke lo tiene enorme, pero también tiene unas manos que
debería asegurar ante posibles futuros accidentes.
Gimo bajito y suelto un suspiro cuando uno de sus dedos
se me vuelve a clavar en la piel. Debería sentirme
avergonzada por el gemido, pero no tengo ni fuerzas para
eso. Mi cabeza ha cortocircuitado y yo solo puedo pensar en
que Luke debería dejar el hockey para siempre y hacerse
masajista profesional.
De todas formas, tampoco es el primero que suelto. Con
este llevaré unos veinte. Luke abandona mi cadera y sube
los dedos por mi columna despacio hasta llegar a mi nuca.
Después, baja igual de despacio y se desplaza hasta el
brazo y, de ahí, hasta el codo. Le da un pequeño apretón y
yo suelto un chillido cuando el dolor me hace cerrar los ojos
con fuerza.
—Perdona.
—Tranquilo.
—Sé que te duele, pero tengo que apretar un poco para
bajar la inflamación. Deberías ponerte la crema, como
mínimo, tres veces al día y hacerlo así, de forma circular y
dándote masajes en las dos heridas.
—Entendido, doctor.
Me pasa esta vez las yemas de los dedos por el cuello y la
piel se me pone de gallina.
—¿Helena?
—¿Mmmm?
Giro la cabeza, que tengo aplastada contra la almohada,
y lo miro con solo un ojo. El otro lo tengo cerrado. Está
sentado sobre mis piernas y tiene una panorámica perfecta
de mi trasero. Ya me gustaría a mí tener una panorámica
tan perfecta del suyo.
—No me gusta ser pesado —empieza a decir, sin dejar de
masajearme la espalda—, y tampoco me gusta insistir. Y
nunca utilizaría mis dotes como masajista para
chantajearte, aunque cuando acabe espero que reconozcas
que tengo unas manos mágicas.
Aunque sonríe, puedo ver la tristeza en su mirada.
—Necesito aprobar esta asignatura, Helena. Lo necesito
de verdad. Como no lo haga, la señora Durand me
suspenderá francés y perderé la beca y, si eso pasa, lo
perderé todo, porque para mí el hockey lo es todo y sin él…
Sin él no tengo futuro, Helena. —Deja de masajearme la
espalda y comienza a bajarme la camiseta despacio hasta
taparme los riñones. Pasa una pierna por encima de mí y se
sienta a mi lado en la cama. Siento frío cuando dejo de
sentir sus manos sobre mi piel.
O su cuerpo sobre el mío.
Quedarme tumbada bocabajo me parece de idiotas ahora
que ya no me está masajeando, así que me incorporo hasta
quedar sentada en plan indio a su lado. Lo miro a la cara.
Tiene la cabeza agachada y unas profundas arrugas en la
frente. Debe intuir que lo miro, porque levanta la cabeza y
sus ojos se quedan enganchados a los míos.
Lo que veo en ellos no me gusta.
—Luke...
Niega con la cabeza, haciéndome callar.
—La primera vez que cogí un stick tenía seis años. No era
muy apasionado de los deportes, pero mi padre sí. Los veía
todos. Habíamos ido a Canadá a visitar a la hermana mayor
de mi madre. Tenía primos mayores que jugaban al hockey y
me invitaron a ir con ellos a una pista improvisada que
había cerca de su casa. Al principio, me negué. Para mí,
eran tan grandes como Hagrid de Harry Potter. Me daban un
miedo que te cagas.
Suelto una sonrisita por lo bajo y él me acompaña. Se
pasa una mano por el pelo, despeinándoselo más de lo que
ya lo tiene, pero no le queda mal.
Al contrario. Le queda excesivamente bien.
—La cuestión es que insistieron tanto que al final no me
quedó más remedio que ir. Yo creía que sería un deporte
aburrido, pero solo me hicieron falta veinte segundos para
darme cuenta de lo equivocado que
estaba. No sé si fue al ver a uno de mis primos corriendo
por el hielo con los patines, o el ruido que hizo el disco al
salir volando y estrellarse contra la red, que de repente me
vi poniéndome en pie y calzándome un par de esos patines.
Me uní a ellos y… Lo amé. Amé ese deporte con apenas seis
años y, hoy en día, creo que no he vuelto a amar nada de la
misma manera. No hace falta que te diga la cantidad de
moratones que me hice ese día en el culo y en la espalda.
Te puedo asegurar que eran mil veces peores que los tuyos,
y que solo tenía seis años, pero no me importó, porque me
levantaba y volvía a patinar. Volvía a volar. Volvía a respirar.
Coge mi mano y comienza a dibujar espirales en el dorso.
Me muerdo el labio inferior y me lo acaricio con la lengua.
Me he hecho daño. ¿Y qué es lo que estoy sintiendo en el
estómago?
No tengo ni idea, pero no puede ser bueno.
—Sé la imagen que tengo, Helena. La que los demás ven
en mí. La que tú ves. Puedo ser un juerguista o el tío más
desequilibrado del mundo cuando la situación lo requiere,
pero también sé ser aplicado y el mejor estudiante que
hayas conocido jamás. No odio el francés. Todo lo contrario.
Me encanta y creo que es un idioma enriquecedor y sexi de
la hostia, pero se me resiste, y necesito a alguien que me
ayude. Te necesito a ti, Helena.
Las palmas de las manos me sudan. Quiero soltarme de
su agarre para poder secármelas y porque me da vergüenza
por si le da asco, pero o está tan desesperado porque le
diga que sí que ni siquiera se ha dado cuenta o le importa
un bledo, pero no ha dejado de acariciarme. Sea como
fuere, no puedo pensar mucho más en ello, porque, de
repente, estoy asintiendo con la cabeza.
—Te ayudaré a aprobar esa asignatura, Luke.
El grito que acompaña a su levantamiento de brazos
habría dejado sorda a cualquiera, pero a mí solo me produce
un ataque de risa y una sensación cálida en el pecho.
—¿Lo dices en serio?
—No voy a dejar que los Catamounts pierdan a su
superestrella. Además, después del sermón que me has
soltado, cualquiera te dice que no. Me han dado ganas de
darte un vaso de leche calentita, un par de galletas y un
abrazo.
Luke se abalanza sobre mí en un abrazo que me derriba.
Menos mal que estoy sentada en la cama, porque si llega a
abrazarme así estando de pie, me habría tirado al suelo sin
dudarlo.
—Gracias, gracias, gracias, pelirroja —repite sin cesar
mientras todo su cuerpo aplasta al mío. Y cuando digo todo
su cuerpo, me refiero a TODO; pecho, brazos, piernas y lo
que cuelga entre estas, también. Y ahora se ha puesto a
repartir besos por toda mi cara. ¿Es que este tío quiere que
me dé un puto infarto o qué?—. Eres la mejor.
Antes de que el calor comience a consumirme otra vez y
me deje en evidencia, coloco ambas manos sobre su pecho
y lo empujo hacia arriba mientras intento ocultar el rostro
de sus ojos escrutadores.
—Me estás aplastando, capitán —logro decir sin que me
tiemble la voz. ¿Cómo? Pues con mucha fuerza de voluntad
y sin respirar.
Si respiras, tartamudeas, y si tartamudeas, pues la cagas.
—Ay, perdona. —Se quita de encima—. ¿Te he hecho
daño?
—No, tranquilo. Estoy bien.
Me levanto de la cama, asegurándome de darle la
espalda, y voy hasta el cajón de mi escritorio. Cojo una
libreta y busco una hoja que esté en blanco.
Me encanta hacer listas. Hailey siempre se está riendo de
mí por ello, pero creo que es la mejor forma de ser
organizada y de que nada se te olvide. Además, me gusta
hacerlas con post-it de colores y con varios rotuladores,
pues no todos sirven para lo mismo. Y también depende
mucho del estado de ánimo que tenga ese día. Si me ha
bajado la regla, por ejemplo, nos olvidamos del color rojo;
me deprime y solo me dan ganas de echarme a llorar. Si he
tenido una conversación con mi madre, me decanto por el
negro, que es el color de mi alma ese día. Y así, con todos.
Pero ahora solo cojo un bolígrafo azul normal y corriente.
No tengo tiempo para sentarme y diseñar las cosas tal y
como yo quiero.
—Tendremos que organizarnos —Luke asiente con
energía.
—Lo haremos como tú digas. Tú mandas.
¿No hace mucho calor en esta habitación?
Comienzo a diseñar una especie de horario en la hoja con
todos los días de la semana.
—¿Qué te parece empezar mañana?
—Perfecto.
—¿A qué hora te viene bien?
—Cuando digas.
—¿No tenéis entrenamiento?
—Son nuestras vacaciones de verano. Empezaremos de
nuevo la última semana de agosto, aunque suelo salir a
correr a primera hora de la mañana. Hay días que también
me voy al campo a entrenar, con los chicos. Pero me adapto
a ti.
Asiento a todo lo que me dice mientras lo voy anotando
en la hoja.
—¿Te vas a ir a algún sitio estos días?
—No. Me quedo en Burlington.
—¿No vas a ver a tus padres?
—Se han ido de crucero. —Dejo de anotar y lo miro.
—¿Todo el verano? —Luke se encoge de hombros. Sigue
sentado en la cama, solo que ahora no está de rodillas en el
centro, sino sentado en el borde con los pies descalzos
apoyados en el suelo, los codos sobre las rodillas y las dos
manos juntas y apoyadas debajo de la barbilla.
Tiene pinta de estar extremadamente cómodo en mi
habitación, y eso me pone nerviosa.
Más de lo que ya lo estoy, quiero decir.
—Mis padres llevan años sin irse los dos solos de viaje, y
cuando digo años, me refiero a veintitrés, que son los que
yo tengo. —Abro los ojos, sorprendida—. No me mires así,
Cortés. No pasa nada. La cosa es que, por Navidades, entre
toda la familia les compramos este crucero. Ya sabes, para
compensar la falta de vacaciones de todos estos años.
—Nunca me imaginé que vería a alguien sonreír tanto al
hablar de sus padres. —No quería decir algo así, pero me ha
salido solo. Yo
sonrío cuando hablo de mi padre, pero lo de Luke es otro
nivel. Le brillan tanto los ojos y la sonrisa que tiene es tan
grande, que si alguien lo viese ahora nunca creería que
hace apenas unos segundos estaba tan apagado.
—Yo no sé cómo serán los padres de los demás —dice
Luke—, pero los míos son los mejores y se merecen este
viaje y muchos más.
—Es bonito. Parece que eres un buen hijo.
—Por lo menos, lo intento.
El pecho se me vuelve a calentar. Supongo que es el
efecto que produce ver a Luke hablar así de sus padres y,
sobre todo, ver la calidez en sus ojos cuando lo hace.
También hace que la entrepierna me palpite, pero ese es un
tema en el que no quiero ahondar.
Su móvil pita, haciéndome parpadear. Luke lo mira y
sonríe cuando ve quién le ha enviado un mensaje. Yo no sé
quién es, pero ya la quiero, porque gracias a esa persona he
dejado de pensar en Luke y mi entrepierna. Juntos.
Rescata las zapatillas que había dejado tiradas por el
suelo y comienza a ponérselas una vez ha contestado al
mensaje que le han enviado. Yo cierro la libreta, aunque no
la suelto. Me la apoyo contra el pecho y la abrazo.
—Tengo que irme. Mi marido me reclama y no me gusta
mucho hacerlo esperar.
Ahora ya sé que es a Brad a quién tengo que darle las
gracias.
—¿Cómo lo lleva?
Luke se pone la segunda zapatilla y se encoge de
hombros.
—Si le preguntas a él, dirá que bien. Si me lo preguntas a
mí, te diré que llevándolo lo mejor que puede. La
rehabilitación es dura y lo deja agotado, tanto física como
psicológicamente, pero es fuerte. Nadie creía que
despertaría del coma y lo hizo. Sé que va a superar esto. No
tengo otra cosa más clara.
Si antes hablaba con cariño de sus padres, de Brad lo
hace con tanto afecto y ternura, que el corazón no es que lo
tenga blandito, es que es un charco bajo mis pies a juego
con mis babas.
—¿Crees que…? —Me calló de golpe antes de soltar la
pregunta. He estado a punto de preguntarle si él cree que
volverá a jugar al hockey, y esa es una pregunta demasiado
íntima y demasiado peligrosa como para hacerla.
Luke se levanta y camina hasta mí. Me coloca una mano
en el hombro y le da un ligero apretón.
—Antes de que acabe la siguiente temporada, Brad
Hamilton volverá a ser nuestro capitán —lo dice con tanta
convicción y seriedad que no puedo hacer otra cosa que
creerle—. Tengo eso tan claro como que mis manos son
mágicas. Algo que, por cierto, todavía estoy esperando que
admitas.
Pongo los ojos en blanco y le doy con la libreta en ese
abdomen tan duro que tiene.
Luke suelta una carcajada y comienza a andar hacia atrás
camino a la puerta.
—¿Mañana a las ocho?
—Hecho.
—¿En tu casa o en la mía?
—Ni loca me meto yo en una casa a estudiar con cuatro
jugadores de hockey deambulando por ahí. Te espero aquí.
Luke asiente divertido.
—Haces bien. No creo que te apetezca mucho ver el rabo
de Jacob caminando por el pasillo tan temprano.
—¡Luke!
Sus labios se curvan en una sonrisa perfecta justo antes
de desaparecer de mi habitación.
Dejo la libreta sobre el escritorio y me dejo caer en la
cama de espaldas justo cuando escucho la puerta cerrarse.
Me llevo un brazo a la cara y me tapo los ojos con él. Hago
un repaso mental de las últimas horas y no sé si reír, gritar
o echarme a llorar.
He pasado de discutir con Clarise por una bolsa de
comida que me ha robado, otra vez, a ser pillada por Luke
mientras me duchaba, lo que ha derivado en dos moratones
y en que me viera como mi madre me trajo al mundo, a
terminar aceptando ser su profesora de francés durante las
próximas semanas, aunque me juré que no lo sería bajo
ningún concepto. Me levanto, busco el móvil y comienzo a
escribir.

Helena:
Cuando estés instalada en Londres, llámame.
Te tengo que contar un millón de cosas.

La respuesta no tarda más que un minuto en llegarme.

Hailey:
¿Me acabo de ir y ya tienes cotilleos? Eso no se hace,
Helena, joder.

Hailey:
Ahora no te puedo llamar.
Acabamos de aterrizar y estamos esperando que salgan
nuestras maletas. Pero hazme un resumen, no lo puedo
soportar.
Comienzo a morderme la uña del dedo gordo, buscando
la mejor manera de resumírselo todo.
No tardo en dar con la respuesta.

Helena:
Luke
CAPÍTULO 9
Helena y las orgías

~Luke~
Tengo a mis tres compañeros de piso sentados en el sofá
mirándome expectantes. Por lo menos, dos de ellos van
vestidos. El otro se está tapando la entrepierna con un cojín
que pienso quemar en cuanto desaparezca de mi vista.
Junto con el sofá en el que está sentado su peludo culo.
Apunto a Jacob con un dedo, amenazador.
—Haz el favor de vestirte. ¡No puedes ir desnudo!
—Estoy en mi casa.
—Pero no estás solo, joder. Y tenemos visita.
Jacob mira a un lado y a otro.
—Yo solo veo a Marcus y a Watt.
Suelto un suspiro y me pinzo el puente de la nariz.
—Me das un dolor de cabeza que te cagas.
Jacob se tira hacia atrás hasta apoyar la espalda en el
respaldo y se cruza de brazos, sonriente. El cojín se
tambalea, pero no se cae. El timbre de la puerta suena,
salvando así a mi amigo de recibir un puñetazo en la cara
para borrarle la sonrisa.
Señalo a Watt y a Marcus.
—Haced que se vista.
—No somos sus niñeras —se queja el primero, que
además es nuestro portero. Si no tuviera prisa, le daría otro
puñetazo a él, por bocazas.
—Hacedlo y punto. —Comienzo a caminar hacia la puerta
del salón, pero me paro en seco y los miro por encima del
hombro—. Pero no os mováis de aquí hasta que Helena y yo
estemos encerrados en mi habitación. No quiero darle
motivos el primer día de clase para que se largue y no
vuelva.
—¿No crees que a lo mejor decide quedarse para siempre
si me ve desnudo? Piénsalo. —Le enseño el dedo corazón a
uno de los atacantes del equipo y voy hacia la puerta.
Cuadro los hombros y la abro sonriente tras asegurarme,
dos veces, de que el capullo de Jacob no está detrás de mí.
Cuando la abro, la sonrisa se me queda congelada en los
labios. Helena está al otro lado. Tiene las mejillas teñidas de
rojo y el entrecejo tan fruncido que las cejas se le han unido
en los extremos. Repiquetea el pie contra el suelo y va
soltando palabras que no logro entender, pero algo me dice
que no son precisamente bonitas. Lleva una mochila al
hombro y una carpeta apretada al pecho, de color verde.
También lleva una falda vaquera que cualquiera pasaría por
cinturón y que deja unas piernas largas y delgadas al
descubierto.
Ayer la vi desnuda, y puedo decir, sin lugar a duda, que
tiene un cuerpazo que muchas matarían por tener —y otro
muchos, por ver—, pero verla con esa falda me parece sexi
de la hostia. Y tengo que decir que la cara de cabrero le da
un aspecto aún más seductor.
Relajo las mejillas y me deshago de la sonrisa, porque
algo me dice que esta chica es capaz de cortármela en un
momento de un guantazo, y me hago a un lado para dejarla
pasar.
Se suponía que habíamos quedado en su casa, puesto
que no quería venir a la mía —me dio la sensación de que
prefería pillar una gastroenteritis antes que venir aquí—,
pero justo antes de salir hacia allí me ha enviado un
mensaje diciéndome que había un cambio de planes y que
estudiábamos en la mía. No le he preguntado cuál es ese
cambio de planes, aunque me da en la nariz que no ha sido
uno que la haya hecho muy feliz.
Solo espero que yo no tenga nada que ver en ese cambio.
Cierro la puerta justo cuando escucho un gruñido saliendo
de su garganta.
—La odio, te lo juro. La odio con toda mi alma —ladra a
mi espalda.
Cuando me doy la vuelta, la veo echando humo por la
nariz como si de un toro se tratase. Me relajo un poco
cuando me doy cuenta de que ha dicho «la» y no «te» al
pronunciar la palabra odio.
—¿Quieres contármelo? Así podemos odiar a quien sea
que odies juntos.
Da un pisotón fuerte en el suelo y aprieta los puños.
—Clarise —dice. Intento pensar, pero no conozco a nadie
con ese nombre. O eso creo.
—¿Me ayudas un poco más?
Pone los ojos en blanco.
—Clarise es mi compañera de piso y la tía más
desquiciante del mundo. Es un desastre y le da igual ir
dejando su mierda por ahí, sin contar con que se pasa la
vida robándome mis cosas, ya sea comida o incluso ropa, y
hace siempre mucho ruido. Ah, y le encanta llevarse a su
novio a casa para estrellar el cabezal de la cama contra la
pared, que da a mi habitación, mientras follan y gritan como
putos cerdos.
Tengo que morderme el interior de la mejilla para no
sonreír.
—Y entiendo que ahora estaban haciendo esto último.
Eleva los brazos al aire y suelta un suspiro.
—¡Ojalá! La muy gilipollas ha decidido montar una orgía
en el comedor de nuestra casa. ¿Tú te crees que eso es
normal?
Perdón, ¿qué? ¿Orgía? ¿Acaba de decir orgía?
Muevo los labios, dispuesto a contestar a su pregunta,
pero, algo muy inusual en mí, las palabras se me quedan
atascadas en la garganta y no me sale ninguna. Ni siquiera
un mísero sonido. Helena no tarda en darse cuenta de mi
incapacidad para hablar y suelta otro bufido, solo que este
no va dirigido a su compañera de piso, sino a mí.
Estira el brazo, hasta colocar la mano bajo mi barbilla.
—Cierra la boca, Fanning. —Ni siquiera me había dado
cuenta de que la tenía abierta de par en par.
—Perdona —carraspeo, aclarándome la voz—. No puedes
decirme que en tu piso se está montando una orgía y que
yo no reaccione a eso. Porque has dicho orgía, ¿verdad?
Helena, que todavía tiene la carpeta pegada al pecho, se
cruza de brazos, ladea la cadera, y comienza, de nuevo, a
repiquetear el pie contra el suelo.
—Sí, Fanning. Mi compañera de piso y su novio tienen una
relación abierta, así que, de vez en cuanto, deciden
organizar estas cosas. Siempre lo hacen en casa de los
demás, porque, bueno, ¡en la de Clarise está su puñetera
compañera de piso, que soy yo, a la que no le apetece una
mierda encontrarse a cuatro tías y cuatro tíos restregándose
por todas las partes de SU casa! —grita el «su» con tanta
energía que me echo ligeramente hacia atrás. Helena se
lleva una mano al pecho—. Pero hoy ha decidido hacerlo en
casa, sin avisarme. Así que, cuando he abierto un ojo y he
ido a prepararme un café, me he encontrado a dos tías
haciéndole una mamada al novio de Clarise en medio de la
cocina.
Si me doy media vuelta y salgo corriendo hacia la casa de
Helena, ¿estaría muy mal?
Joder, soy un capullo y un cerdo, lo admito, y que me
linchen por ello, pero, joder. ¿En serio?
¿Cómo narices voy a centrarme ahora en las formas
verbales del francés mientras la imagen que me acaba de
contar se reproduce en mi cabeza en bucle?
Helena chasquea la lengua contra el paladar, haciéndome
regresar al presente y fijarme de nuevo en ella, y sacude la
cabeza.
—Mira, me da igual lo que la gente haga o deje de hacer.
Estoy a favor de todo, ¿vale? A mí también me gusta
experimentar y probar cosas nuevas, joder, pero así no se
hacen las cosas. Una avisa a sus compañeros cuando va a
hacer algo así, ¿no crees?
Juro que quiero contestarle. Lo juro. Pero no puedo parar
de pensar en que ha dicho: «A mí también me gusta
experimentar y probar cosas nuevas», y me muero por
saber qué narices son esas cosas. Porque, encima, cuando
lo ha dicho, he pensado enseguida en ella desnuda, en ese
pelo mojado cayéndole por el pecho, en esas tetas que me
parecieron perfectas y en ese puto tatuaje.
Tres pares de cabezas se asoman por la puerta del
comedor a su espalda.
Tres pares de ojos que miran a Helena como si fuese una
aparición divina.
—¿Alguien acaba de pronunciar la palabra orgía? —
Helena da un salto, sobresaltada. Se gira con la carpeta en
alto, como si estuviese dispuesta a darle con ella en la
cabeza a quien sea.
—¡Qué susto me habéis dado! —grita, pero ninguno de
los tres reacciona a su grito. Siguen mirándola embobados.
—¿Alguien acaba de decir la palabra orgía? —repite Jacob,
que, aunque solo podemos verle la cara, me juego el brazo
derecho a que sigue desnudo.
Voy hasta Helena, le tapo los ojos con la mano y así, con
su espalda apoyada en mi pecho, comienzo a andar hacia
las escaleras.
—¿Qué haces? —protesta la pelirroja mientras intenta
apartar mi mano de su cara. Le echo un pequeño vistazo a
Jacob cuando pasamos por delante de los tres y,
efectivamente, está desnudo.
Gruño y él sonríe enseñando los dientes.
—Fanning, ¿qué narices haces? —pregunta Helena al
llegar al primer escalón y tropezarse con él.
—Aquí no estamos montando ninguna orgía, te lo juro,
pero no creo que quieras ver lo que hay a tu espalda. —
Empujo con mi pierna una de las suyas y la obligo a subir un
escalón—. A tu izquierda tienes una barandilla.
—Pero ¿nadie va a explicarnos lo de la orgía? —Esta vez,
es Marcus el que lo pregunta.
—Vete a trabajar, Marcus —le sugiero—. Entras en menos
de diez minutos y, como sigas llegando tarde, van a
terminar despidiéndote.
—Dudo que lo hagan. Ayer se tiró a su jefa —apunta Watt,
que se lleva una colleja de regalo. No la he visto, pero la he
escuchado. Todos la hemos escuchado—. ¿Serás idiota? Me
has hecho daño.
—Te dije que no lo contaras.
—Te dije que no lo contaras —repite Watt, imitando con
voz de pito a nuestro defensa.
—Profesora, por favor, dinos dónde vives. ¡Danos una
llave de tu casa! —sigue implorando Jacob, sin importarle lo
más mínimo que los dos imbéciles que tiene al lado estén
discutiendo. Ya casi hemos llegado al final de la escalera,
solo quedan un par de escalones por subir, por lo que los
ojos de Helena están a salvo del pene de Jacob, así que
aparto la mano de su cara y la levanto en el aire, con el
dedo índice saludando, para que el moreno la vea.
Su carcajada llega acompañada de una súplica.
—¡Por favor!
Helena, qua ya ha llegado arriba, se gira.
—Sois todos unos… —La veo abrir los ojos de par en par
—. Mierda, Jacob, ¿estás desnudo?
Me giro y, sí, efectivamente, mi compañero de piso está
desnudo frente a nosotros. Por lo visto, ha decidido subir
unos cuantos peldaños sin que me diera cuenta.
—¡Jacob! ¡Te he dicho que fueras a cambiarte de ropa! —
grito.
—Todos nacemos desnudos, capitán. Relájate —sisea.
—Eres peor que un puto dolor de cabeza.
—Tengo que llamar a Hailey ahora mismo. No mentía al
decir que Jacob la tenía grande. Aunque no sé si a Shawn le
hará mucha gracia que llame a su novia para hablar del
tamaño de la polla de otro tío —suelta Helena de pronto,
dejándonos a todos quietos y mudos.
La carcajada de Jacob es la que rompe el silencio, que
rebota en las paredes de la casa. Marcus y Watt, que han
dejado de discutir ipso facto, se unen a ella y yo, bueno,
pues yo también me uno, qué narices, porque juro por mi
madre que no me esperaba para nada un comentario como
ese. Helena también se ríe, aunque no tanto como nosotros,
pues parece más pendiente del miembro de mi compañero
de equipo. Sigue mirándolo sin pestañear por encima de mi
hombro y, lo que más me sorprende de todo es que, para
ser una chica que se sonroja con bastante facilidad, no hay
ni un atisbo de color en sus mejillas. Y eso no sé si me gusta
o me molesta, pero algo me produce, porque doy un paso
hacia la izquierda, bloqueándole la vista.
Pestañea, por fin, y me mira. Nunca había visto unos ojos
marrones tan bonitos. O nunca me había fijado en unos ojos
marrones tan bonitos. Coloco las manos sobre sus hombros,
la giro, y comienzo a empujarla de forma suave, pero
decidida, hasta la que es mi habitación. Nada más entrar,
cierro la puerta con el pie. No sin antes escuchar el último
quejido de Jacob pidiendo esa llave.
Helena da un paso al frente, separándose de mi agarre, y
comienza a recorrer la estancia despacio. Es grande para
ser una habitación, aunque es la más pequeña de todas. La
de Marcus también tiene un baño, pero porque él llegó
primero a la casa y se quedó con la mejor. Yo llegué el
último. Mi cuarto no tiene grandes cosas, pero a mí me
gusta, y es mío. Tiene un escritorio de madera oscura con
mi ordenador portátil encima, una cama de matrimonio, un
armario empotrado y una estantería llena de libros. También
hay un corcho sobre la cama con un montón de fotografías y
recuerdos que me he ido guardando o que me ha dado
pereza tirar, como el papel de un envoltorio de chicle que
ahora mismo no tengo ni idea de dónde ha salido, pero que
me niego a tirar.
Vete tú a saber por qué.
Helena deja la mochila y la carpeta en el suelo, se quita
las sandalias que lleva, dejando sus pies descalzos y las
uñas pintadas de rojo a la vista. Para mi total sorpresa, se
sube a la cama y se acerca al corcho. Comienza a acariciarlo
con los dedos y a repasar fotografías, una a una. Se para en
una en la que estoy con Brad en un Acción de Gracias de
hace tres años que pasé en su casa.
Los dos sonreímos con nuestras caras pegadas a cada
lado de un pavo enorme que su madre había estado
cocinando durante todo el día. También se para frente a una
fotografía de mis padres y yo en el primer partido de hockey
que jugué en el instituto.
Señala mi cara con el dedo.
—Te falta un diente y tienes el labio hinchado —dice, sin
mirarme.
Meto las manos en los bolsillos y me acerco, aunque no
me subo a la cama.
—Aterricé con la cara en el hielo y me rompí un incisivo.
—Auch.
—Dolió, pero mereció la pena. Ese día metí mi primer gol.
Se gira y me mira por primera vez desde que hemos
entrado en mi habitación, y me sonríe. Lo hace enseñando
los dientes y a mí, durante una milésima de segundo, me
deja un poco noqueado.
Se ríe, y esa risa me hace parpadear y regresar a mi
habitación.
—Se te ve feliz. A pesar del labio hinchado, sonríes un
montón.
—Has oído lo de mi primer gol, ¿verdad?
Suelta una risita por lo bajo y vuelve a prestar atención al
corcho. Toca el envoltorio del chicle y también una entrada
de cine.
—¿Te confieso una cosa?
—Claro.
—Nunca esperé que Luke Fanning tuviera en su
habitación un corcho con recuerdos. Y pensé que, si lo tenía,
estaría lleno de condones y cosas así.
—No sé si sentirme ofendido o halagado.
—Halagado. Además de no tener condones usados
sujetos por una chincheta, tienes el cuarto limpio.
Se de la vuelta y me observa. Helena no es una mujer
bajita, pero tampoco es alta. Medirá un metro sesenta y
cinco, o así, y está de pie sobre mi cama, pero yo soy alto,
mido uno ochenta y cinco, así que, cuando nos quedamos
frente a frente, la tengo a la altura de la cara y, a pesar de
que tenemos una cama en medio de los dos, estamos cerca,
mucho, y eso solo hace que el olor de ayer vuelva a
envolverme. Ese por el que me pasé un buen rato ofuscado
intentando adivinar por qué me tenía mareado, y para nada
era un mareo malo.
Era uno bueno.
Uno que quiero volver a tener.
Helena da una fuerte palmada, y de un salto baja de la
cama.
—Será mejor que nos pongamos ya con el francés,
Fanning. Mi tiempo es oro.
—Veo que estás mejor del golpe de ayer.
Se levanta la camiseta y me enseña el morado de la
cadera. Al verlo, me dan ganas de acariciárselo. O, a lo
mejor, lo que me dan ganas es de acariciar su piel. ¿Por
qué? Porque ayer me gustó mucho cuando lo hice. Es suave
y me encantó ver la cantidad de pecas que tiene. Nunca
imaginé que una peca pudiera resultarme sexi. Cierro el
puño y me concentro en no hacer nada, ya que hacerlo
sería algo así como absurdo.
—¿Y el del codo?
Suelta la camiseta, que vuelve a tapar su piel, y se mira
el codo.
—Ese me duele un poco más porque lo tengo que
flexionar, pero también lo llevo bien.
—¿Te tomas las pastillas?
—Como usted me ordenó, doctor.
—¿Y te has vuelto a poner la crema?
Aparta los ojos de mi cara y se mira de forma disimulada
los dedos de los pies.
—Claro. —Le coloco un dedo bajo la barbilla y la obligo a
levantar la cabeza. No hago preguntas, solo arqueo una
ceja. Suelta tal bufido que hace que el flequillo se le levante
—. No me he puesto. ¿Contento?
—No mucho, la verdad.
Los dos nos cruzamos de brazos y nos retamos con la
mirada. Siempre he sido malísimo en este juego, porque eso
de no pestañear lo llevo fatal. Se me resecan los ojos
enseguida y empiezan a lagrimearme, pero me alegra ver
que no soy el único al que le pasa esto, porque es Helena la
que aparta la mirada primero.
—En cuanto llegue a casa me pondré.
—Si quieres, cuando acabemos te pongo yo.
Se ruboriza ligeramente. Es casi imperceptible, pero yo lo
veo.
Me muerdo una sonrisilla.
—No la he traído. —Se pasa el pelo por detrás de la oreja
—. ¿Qué tal si nos centramos en el tema que nos ha traído
hasta este maravilloso lugar?
Se sienta en el suelo junto a su mochila con cuidado de
que no se le levante la falda, y en un abrir y cerrar de ojos
comienza a llenar el suelo de mi habitación de papeles,
libros y muchos, muchísimos, bolígrafos de colores.
—¿Vamos a dibujar? —pregunto extrañado mientras tomo
asiento a su lado. Quiero decirle que tengo una mesa muy
cómoda en la que podemos estudiar. Incluso tenemos la
cama, pero la veo tan acoplada en el suelo que me callo.
Saca una tablet de la mochila mágica de Mary Poppins que
lleva y arruga la nariz.
—¿Tienes wifi?
—Sí.
—¿Me dices la contraseña?
Le cojo la tablet y comienzo a teclear. Se pasa la punta de
la lengua por el labio inferior mientras me mira de forma
pícara.
—¿No quieres que la sepa, Fanning? ¿Es un sucio
secretito?
Le devuelvo la tablet y le guiño un ojo.
—Es el número de veces que he soñado con tu cuerpo
desnudo esta noche. ¿Quieres que te diga cuántas han sido,
Cortés?
La sonrisa pícara se le borra de un plumazo y, en su
lugar, aparece ese sonrojo en las mejillas que había echado
de menos cuando ha visto la polla de Jacob. Coge un
estuche y me lo lanza, dándome en el pecho.
—Tu es immature, et je regrette déjà de t'avoir dit oui.
Ayer le dije que el francés me parecía sexi, pero
escucharlo saliendo de entre sus labios es la hostia. ¿Qué
narices me pasa? Como si nunca hubiese escuchado a nadie
hablando francés. Como si en mi clase no hubiese cientos
de tías aprendiéndolo. Pero supongo que la
diferencia es esa, que lo están aprendido, pero Helena lo
dice con soltura y, aunque tengo que reconocer que no
tengo ni idea de lo que me ha dicho y que por la expresión
de su cara cuando ha hablado sé que no me ha llamado
guapo, precisamente, me ha puesto de un tonto que te
cagas.
Esta chica es toda una caja de sorpresas y yo no tenía ni
idea.
—Supongo que no me vas a decir lo que me has llamado,
¿verdad?
—Supones bien.
Coge una de las libretas, un bolígrafo de color negro, y
me mira mientras mordisquea la tapa del boli.
—¿Cuánto sabes de francés?
—Lo justo para ir tirando este curso. Es el primer año que
lo doy.
—¿Tienes apuntes a los que les pueda echar un vistazo?
—Claro.
Me levanto y cojo mi libreta de francés de encima del
escritorio. Cuando la abre, puedo ver un atisbo de sorpresa
en sus ojos.
—¿Qué pasa?
—No sabía que tenías una letra tan bonita.
En cuanto termina de soltar la frase, se pinza el labio
inferior y me mira. Puedo ver en sus ojos que se arrepiente
de lo que ha dicho, pero no porque crea que es mentira,
sino porque no tenía pensado decirlo en voz alta.
Cuando me vuelvo a sentar en el suelo no lo hago
enfrente de ella, como antes, lo hago justo a su lado,
pegado a ella, dejando que su olor me atrape. Y vaya si lo
hace.
—¿Cómo se dice: «Creo que no tenías muy buen concepto
de mí, pero me alegro de estar desmontándolo entero»?
— Je suppose que vous n’aviez pas une bonne opinion de
moi, mais je suis contente de pouvoir vous prouver le
contraire.
Sonrío y le guiño un ojo.
—Pues eso.
CAPÍTULO 10
La invitación

~Helena~
—Parece que te has tragado una percha.
—Esa eres tú.
—Qué va. Yo me he tragado otra cosa.
En otra persona, ya habría puesto los ojos en blanco o la
estaría mandando a la mierda. En Hailey, solo puedo romper
a reír mientras por dentro lloro por estar echándola
tantísimo de menos.
—Entonces, la primera clase superada, ¿no? —me
pregunta cuando las dos nos hemos conseguido serenar lo
suficiente como para poder seguir hablando. Hemos hecho
una videollamada para poder ponernos al día. Ella para
contarme cómo ha sido su llegada a Londres y yo para
contarle mi primera clase como profesora de francés con el
capitán de hockey.
Chelsea también se iba a unir a la reunión, pero se ha
marchado con Scott al centro en el que ambos colaboran.
Faltaba un monitor y la gemela buena no ha dudado ni un
minuto en ir a cubrir el puesto. Su novio buenorro la ha
acompañado porque no puede vivir sin ella y porque él
también colabora enseñándoles música a los niños y
tocando

para ellos. El excapitán del equipo de hockey tiene una voz


que muchos pagarían por poder robarle y muchas lucharían
por dejar que se la susurrara al oído. Yo incluida.
—Chelsea tenía razón. Es un buen alumno y se implica.
Aunque de vez en cuando saca su piquito de oro a relucir y
te dan ganas de retorcerle el pescuezo.
—O de hacerle guarradas.
—Hailey…
—Helena…
No tenemos a Chelsea con nosotras para utilizarla de
mediadora, así que opto por ignorar el tema y centrarme en
otro.
—¿Cuándo tiene Shawn la reunión con la editorial?
—La semana que viene.
—¿Y está nervioso?
—No. —Mueve la cámara del móvil por la casa hasta
localizar a Shawn. Si Hamilton está bueno, su mejor amigo
tiene un cuerpazo de escándalo. Y, por si eso fuera poco,
tiene una sonrisa que enamora y es simpático. Mucho. Es de
esos amigos que quedan pocos y de esas personas que
sabes que puedes confiar en ellas porque nunca te van a
fallar.
No me extraña que mi amiga se enamorara de él tan
rápido. Ni siquiera le importó que él fuera el «puto follador».
Al contrario, creo que eso le dio más puntos, aunque Hailey
no lo vaya a reconocer jamás.
—¡Hola, Shawn!
El chico, que estaba dando vueltas por lo que parece la
cocina como si estuviera buscando algo, pero no supiera
bien el qué, se para en seco y mira hacia su novia. Cuando
me ve saludándolo con la mano, se acerca hasta el móvil y
se agacha junto a su chica.
—Ya veo que has sobrevivido esta mañana.
Qué sonrisa más bonita tiene este chico, por favor.
—Creía que sería peor. —Miro a Hailey y me acerco a la
cámara para susurrarle—. Le he visto el rabo a Jacob. Tenías
razón, es enorme.
Hailey se ríe y Shawn gruñe
—Estoy justo al lado, Helena. ¿De verdad te crees que has
susurrado? —murmura Shawn con los dientes apretados.
Hailey le palmea la mejilla con cariño y le da un pellizco en
el culo.
—El tuyo es más grande y me gusta más, Porter. No te
pongas celosillo.
Shawn se inclina hacia mi amiga y le da un mordisco en el
cuello. También le dice algo, solo que él sí que ha susurrado
y no he oído qué es, aunque me lo puedo imaginar, a tenor
de la cara de pánfila de mi amiga y de cómo le brillan los
ojos.
—Si os vais a poner a hacer cochinadas, cuelgo.
Los dos se ríen, pero lo he dicho completamente en serio.
Es lo último que necesito ahora mismo. O eso creía. La cara
de mis amigos se queda congelada en la pantalla porque
me está entrando una llamada. Una que no me apetece
nada coger. Le cuelgo a mi madre y, al hacerlo, la cara de
Hailey vuelve a ocupar su lugar.
Shawn ya no está.
—¿Dónde te has ido? Te he perdido —me pregunta mi
amiga.
—Me estaba llamando mi… —Hailey vuelve a desaparecer
porque vuelve a aparecer la llamada de mi madre—. ¡Joder!
Cuelgo de nuevo y regreso a mi amiga.
—Te voy a tener que colgar —le digo haciendo un puchero
—. Me está llamando mi madre y como no se lo coja va a
estar insistiendo hasta la saciedad.
Efectivamente. Hailey se queda congelada en una mueca
muy graciosa con el nombre «Morticia Addams» escrito en
la frente, que es como tengo guardada en el móvil a mi
madre. Hago una captura para enviársela después a mi
amiga y acepto la llamada.
—¿Se puede saber por qué me has colgado dos veces? —
Ese es el saludo de mi madre. Encantador.
—Estaba en una videollamada con una amiga.
—¿Y una amiga es más importante que tu madre?
¿De verdad tengo que contestar a esa pregunta?
Menos mal que la videollamada no es con ella o me
habría pillado poniendo los ojos en blanco ante su
comentario.
—¿Puedo ayudarte en algo? —Lo mejor con ella es no
ahondar en los problemas.
Me levanto de la cama en la que estaba tumbada, me
pongo unas zapatillas de estar por casa y salgo para ir a la
cocina con el teléfono pegado a la oreja. Hablar con mi
madre me da hambre además de dolor de cabeza. Me he
comido una pizza de pepperoni en casa de Luke
mientras estudiábamos, pero de eso hace ya dos horas.
Ahora el cuerpo me pide algo más fuerte, como chocolate. O
una botella de tequila a palo seco.
—Serás la dama de honor de tus hermanas.
—Qué ilusión.
Si nota el sarcasmo en mi tono de voz, no lo dice.
Seguramente, porque le importa un pimiento.
Para ir hasta la cocina tengo que pasar por el comedor.
Siento un escalofrío al recordar el espectáculo de esta
mañana.
No tengo ni idea de a qué hora han acabado, pero cuando
he llegado de la sesión de estudio con Luke ya no había
nadie. No he querido entrar en el salón porque se ha
convertido en un sitio vetado para mí.
Lo que le he dicho a Luke es verdad. A mí me parece
genial que cada uno haga con su cuerpo y su vida lo que le
venga en gana. Para eso es nuestro y nadie tiene que
decidir sobre él. Y respeto todo tipo de relaciones, pero eso
no evita que crea que los límites existen y que hay que
respetarlos, sobre todo si compartes el espacio con más
personas. Verme una mamada de buena mañana en mi
cocina no es lo que yo defino como un buen despertar. Y
también vetaría la cocina si no fuera porque la necesito para
poder alimentarme y no morir.
Qué ganas tengo de mudarme con Kiyoshi. Cuando hablé
con él y le solté mi propuesta, creo que se puso más
contento que si le hubieran dicho que había ganado la
lotería. Chelsea no mintió al decir que su amigo estaba igual
de cansado que yo de sus compañeros de piso. El problema
es que estos no se van hasta finales de agosto, por lo que
todavía me toca aguantar un mes más en esta casa. ¿Es
que Clarise no se marcha a visitar a su familia y me deja
vivir tranquila estos últimos días?
—Helena, ¿me estás escuchando? —La voz estridente de
mi madre me devuelve al presente. Abro el armario y cojo el
bote de crema de cacahuete mientras me recoloco bien el
móvil en la oreja para que no se me caiga.
—Sí, mamá, te he escuchado. Soy la dama de honor de
mis hermanas y eso me llena de orgullo y satisfacción.
El rugido de mi madre rivalizaría contra el de cualquier
león.
—¡Hace rato que dejamos de hablar de eso!
Si no me estuviera dejando sorda, me reiría. No sabía que
me había quedado tan empanada. Abro el bote y meto el
dedo. Me flipa la crema de cacahuete. Con pan de molde me
gusta más, pero así a palo seco también me sirve.
—Te estaba diciendo que mañana, en cuanto llegues, nos
iremos a mirarte el vestido que han elegido tus hermanas.
Tenemos poco tiempo y estoy segura de que tendremos que
metértelo de cintura. Se lo ha probado Allison, pero, claro,
con esa cintura tan fina que tiene no nos sirve. La tuya es
mucho más ancha y prefiero no arriesgar. ¿Tú te imaginas
que llega el día de la boda y no te lo puedes poner?
En otro momento, me molestaría el comentario que ha
hecho, porque está dando a entender que estoy gorda, cosa
que no es cierta, pero, claro, no uso una treinta y cuatro
como mis queridas hermanas.
Pero no puedo concentrarme ahora mismo en eso porque
lo primero que ha dicho lo colapsa todo: ¿Cómo que en
cuanto llegue mañana?
—Y luego está el color. Han elegido el coral, pero con lo
pálida que tú eres parecerás una muerta y…
—Mamá, para —la corto porque, como siga así, va a hacer
un cuadro de mi persona que ni Picasso.
—Tampoco te gusta el coral, ¿verdad?
—Mamá…
—Ya lo sabía. ¿Qué te parece el verde?
—Mamá, ¿puedes parar un momento?
—Aunque no sé si quedará bien con el color de tu pelo.
—¡Samantha, que te calles!
No me ha quedado más remedio que gritar y usar su
nombre de pila para hacerla callar, porque está claro que el
«mamá» no funcionaba. Dejo el bote sobre la encimera con
un poco más de fuerza y cojo aire, porque nadie grita a mi
madre. Nadie. Y menos yo.
—Mamá, perdona, no quería gritarte, es solo que no me
dejabas hablar y…
—Que sea la última vez que me levantas la voz de esa
manera. ¿Me has entendido?
Su tono es seco y frío como el hielo. Aunque estoy
acostumbrada a él, eso no evita que se me ponga la piel de
gallina y que tenga que tragar saliva.
—¿Me has entendido, Helena? —repite. Y eso que a ella
no le gusta tener que repetir las cosas.
—Sí, mamá.
«Te estaba diciendo que mañana, en cuanto llegues, nos
iremos a mirarte el vestido que han elegido tus hermanas».
Las palabras de mi madre, y las que han provocado todo
esto, vuelven a repetirse en mi cabeza como un mal sueño.
Necesito saber que la he entendido mal, así que trago saliva
y abro la boca dispuesta a salir de esta pesadilla.
—Mamá, perdona. ¿Has dicho que nos veremos mañana?
—Claro que nos veremos mañana. —Lo dice como si yo
supiera de qué narices está hablando, pero está claro que
no tengo ni idea.
Voy hasta uno de los taburetes que tenemos en la cocina
y me dejo caer en él.
Quiero buscar las mejores palabras con las que formular
la pregunta, pero no se me ocurren muchas, porque estoy
tan embotada que mi cerebro ahora mismo va al ralentí.
—Es que no entiendo muy bien eso de que nos veremos
mañana.
Una risa carente de humor escapa de entre los labios de
mi madre.
—No digas tonterías, Helena. Te envié el billete hace días.
Sé que es absurdo lo que voy a decir, pero, aun así, lo
hago.
—Te juro que no tengo ni idea de qué billete me estás
hablando.
Ella resopla.
Yo me sujeto la cabeza, que empieza a pesarme.
—Te lo envié por email. ¿Es que nunca abres el correo?
Porque déjame decirte que eso no está bien. Está claro que,
al no hacerlo, te pierdes cosas importantes.
Respiro hondo y me muerdo la lengua.
Quiero decirle que siempre abro el correo. De hecho, es la
forma de comunicación entre la universidad y nosotros, pero
no lo hago porque entonces tendría que explicar por qué no
he visto su email y la única razón es porque tengo su
nombre en la lista de «correo no deseado». Lo hice cuando
me mudé a Burlington y empezó a enviarme listas con
cosas que tenía o no que hacer, cómo tenía que vestir,
gente importante con la que relacionarme y cosas así.
Me paso una mano por la frente y la que suelta ahora un
suspiro de lo más lastimero soy yo.
—Pero, mamá, no puedo irme mañana. Tengo muchas
cosas que hacer aquí.
—¿Cosas más importante que preparar la boda de tus
hermanas?
A mis hermanas les importa una mierda mi opinión. Estoy
segura de que, si les digo que no voy a ir a la boda, se
alegrarían.
Me vuelvo a levantar y me lleno un vaso con agua del
grifo. Me lo bebo de un trago.
—Mamá —comienzo a decir con el tono más dulce y falso
que puedo encontrar—, sabes que yo no soy buena
organizando, que para eso ya estáis vosotras. Lo que elijáis
me parecerá bien.
—No digas tonterías, Helena. Somos una familia, ¿de
acuerdo? Y la familia está unida siempre, sobre todo si es
para cosas tan importantes como esta. Además, ya te lo he
dicho. Necesitamos que te pruebes el vestido, te hagas la
prueba de maquillaje, el recogido… ¿Qué pensabas, venir
unos días antes y ya está?
«Pensaba ir justo el día de antes en el último vuelvo».
Como no puedo decirle eso, me lleno otro vaso de agua y
me lo vuelvo a beber. Ojalá tuviera la habilidad de convertir
el agua en tequila. Tengo ganas de llorar.
—Mamá, en serio, me he comprometido con unas clases.
No puedo ahora decir que no voy a ir.
—Puedes y lo harás. Tu compromiso con esta familia y
conmigo es mucho más importante que el que puedas tener
con cualquiera y no se habla más. Mañana, en cuanto
llegues, nos iremos a ver tu vestido.
No hay opción a réplica, porque cuelga el teléfono,
impidiéndome así decir nada más. y, como siempre hace, ni
siquiera se despide. ¿Para qué? Lo que mejor se le da a mi
madre es marcar sentencia y esperar que los demás la
ejecutemos sin rechistar.
Me muerdo la lengua hasta sentir el sabor metálico de la
sangre y vuelvo a mi habitación a grandes zancadas. Me ha
jodido el día, la semana y el mes.
En cuanto llego a mi habitación, abro el portátil, busco el
correo y, efectivamente, ahí en «correo no deseado» está el
email de mi madre con un billete de avión adjunto para
mañana martes. Busco la fecha de vuelta y veo que está
abierta. Las ganas de llorar son tan grandes que me
golpean en el pecho. Yo quería llegar el diecinueve a última
hora e irme el veintiuno por la mañana.
Ahora, según mi madre, tengo que llegar con quince días
de antelación para comprarme un vestido que me importa
una mierda y pintarme y peinarme según sus reglas.
Además de hacer el paripé y aguantar a mis dos hermanas
siendo las protagonistas absolutas.
Cierro la tapa del portátil y me tumbo en la cama. Estiro
el brazo hasta dar con el móvil y busco Mi lamento, una
canción de un cantante español que se llama Dani Martin.
Es una de las canciones más bonitas y tristes que he
escuchado en mi vida y eso es justo lo que yo necesito.
CAPÍTULO 11
Brad

~Luke~
Llego a casa de Brad cargado con bolsas repletas de
comida china y una caja de cervezas sin alcohol. Llevo el
casco de la moto bajo el brazo, así que llamo al timbre con
el codo y espero a que alguien me abra mientras admiro la
fachada.
Siempre me ha gustado esta casa. Es grande y señorial,
pero sin ser ostentosa. La habitación de Brad es igual de
grande que mi comedor y cocina juntos, y puede que el
baño también, pero Brad nunca ha sido una persona que
alardee del dinero que tiene ni vaya presumiendo de él por
ahí. En realidad, es el tío más humilde que conozco.
La puerta se abre y sonrío al ver que es la señora
Hamilton, aunque la sonrisa se me queda un poco
congelada al percibir los ojos de cansada que tiene y las
ojeras que los acompaña. Aun así, sonríe sincera cuando
repara en que soy yo.
—¡Luke! Pasa, hijo, que hace mucho calor para estar ahí
fuera esperando. —Al igual que me pasa con mi madre, la
señora Hamilton transmite siempre tanta ternura que solo
te dan ganas de abrazarla.
Se hace a un lado para dejarme entrar.
—Gracias, señora Hamilton.
—Te he dicho que me llames Emily.
—Lo sé, pero si se entera mi madre estoy seguro de que
me daría una colleja.
—Tonterías.
Le doy un beso en la mejilla, que ella me corresponde
dándome un abrazo, y cierra la puerta a nuestras espaldas.
Señalo las escaleras con un movimiento de cabeza.
—Está en su habitación, ¿verdad?
Emily Hamilton se coloca a mi lado y mira también las
escaleras. Solo que ella lo hace suspirando y con los
hombros encorvados.
—Sí.
—¿Cómo ha ido hoy la rehabilitación?
—Le ha gritado a una chica nueva que está de voluntaria.
—Ya.
Brad es de las personas más calmada que conozco. Por
eso lo elegimos capitán cuando su primo Scott tuvo que
dejar el equipo. Sabe luchar nuestras batallas con
templanza y buen talante, sin alterarse, y jamás grita. Por lo
menos, no como hago yo cuando una injusticia me supera,
que es el noventa y nueve por ciento del tiempo. Él dialoga
hasta que da con una solución que sea beneficiosa para
ambas partes.
Cuando Helena me ha preguntado esta mañana si creía
que Brad volvería a jugar al hockey y he dicho que sí, lo he
dicho completamente en serio. Si alguien puede lograrlo es
él, no tengo la menor duda, pero está siendo duro.
Más de lo que ninguno nos imaginábamos al principio.
Miro a la madre de Brad de reojo. Ahora entiendo las
ojeras y los ojos cansados. No está siendo fácil para nadie la
rehabilitación, por mucho que su sonrisa intente decir lo
contrario.
Levanto las bolsas con la comida en el aire para que las
vea.
—He traído provisiones. A ver si le anima.
Emily me da una palmadita en la espalda y asiente con la
cabeza con tristeza.
—Eso espero, hijo. —Comienza a caminar hacia la cocina,
pero se para y da media vuelta—. He hecho bizcocho de
calabaza. ¿Te apetece que os suba un trozo para después?
—Me encantaría.
La señora Hamilton desaparece en la cocina y yo subo las
escaleras hasta la habitación de Brad. La puerta está
ligeramente entornada y por la rendija puedo ver que el
cuarto está prácticamente a oscuras. Empujo la puerta con
el pie y al abrirla me encuentro a mi amigo tumbado en la
cama bocarriba con los cascos puestos, supongo que
escuchando música, y las dos piernas estiradas mientras
tira un disco de hockey al aire para después cogerlo. Está
tan concentrado que no se percata de mi presencia. Cierro
la puerta y me acerco a la cama. Dejo las cervezas con
cuidado en el suelo y le lanzo el casco de la moto a la tripa.
Brad da un bote del susto, haciendo que el disco, que
estaba en el aire, le caiga sobre la cara. Se quita los cascos
y me mira enfadado.
—¿Qué narices haces?
Ahora que se ha quitado los cascos, me parece oír a The
Weeknd sonando. Sonrío feliz.
—Me gusta lo que escuchas. Tienes buen gusto. —Me
acerco hasta el rincón gamer, como lo hemos bautizado, y
dejo la bolsa con la comida china en la mesa de centro.
Tiene la televisión encendida con una imagen congelada. Si
no me equivoco, es un fotograma de Elden Ring, nombrado
este año el mejor videojuego y el cuál yo aún no he probado
—. ¿Te apetece echar luego una partida?
—Es de un solo jugador.
—Pues yo juego y tú me miras.
Brad apaga la música y se levanta de la cama.
—¿Por qué la apagas? Me gusta.
—¿Qué haces aquí, Luke? —pregunta, ignorando mi
pregunta. Viene hacia mí. Concretamente, hacia la bolsa
que he traído. La abre y mete la cabeza dentro.
No me pasa desapercibida la pequeña cojera de la pierna
derecha y la mueca de dolor que ha intentado ocultar.
—¿No puedo venir a pasar la tarde con mi mejor amigo?
—Saca una caja de la bolsa y también unos palillos—. Tu
madre ha dicho que luego nos subirá pastel de calabaza.
—Vale.
Se deja caer en uno de los sillones que tiene en el rincón,
abre la caja y comienza a comerse el arroz con pato y soja
que he traído. Sé que es su plato favorito. Yo también me
dejo caer en el sillón que tiene al lado y lo observo.
Come como si hiciera un año que no prueba bocado. Coge
un trozo de pato y me mira de reojo.
—Odio que la gente me mire fijamente mientras como.
—Dirás mientras engulles. —Se inclina hacia delante, abre
la bolsa otra vez y ahora saca un rollito vietnamita.
—Cuando he salido de rehabilitación no tenía hambre. —
Me enseña el rollito antes de metérselo en la boca—. El olor
de esta comida me ha abierto el apetito. Gracias.
Saco la caja que me he traído para mí. Son tallarines
fritos con pollo y verdura. Cojo los palillos y empiezo a
comer.
—¿Qué tal ha ido la primera clase de francés?
—Très bien.
—Fíjate, si pareces nativo.
Le enseño el dedo corazón y él me regala una ligera
sonrisa.
Me gusta cuando Brad sonríe, y últimamente no lo hace
mucho.
Me levanto a por las cervezas que he dejado en el suelo
antes de tirarle el casco a mi amigo y veo el disco sobre la
cama. Un pinchazo me agujerea el pecho. Quiero
preguntarle por la rehabilitación, por su recuperación y por
cuándo va a volver al equipo para recuperar el puesto de
capitán, pero no creo que sea buena idea. Sé que Brad y yo
tenemos la suficiente confianza como para hablar de
cualquier tema, pero hasta yo sé cuándo hay uno que es
tabú.
—Suelta lo que tengas que decir de una vez. Te escucho
pensar y no quiero que acabes dándome dolor de cabeza —
dice Brad en tono aburrido. Lo hace sin mirarme y sin dejar
de comer.
Vuelvo a mi sitio y le paso una cerveza antes de abrirme
yo una. La abro y le doy un trago.
—Tu madre me ha dicho que le has gritado a una chica
esta mañana. —Brad suelta un gruñido y deja molesto la
caja vacía de comida sobre la mesita de centro. Abre su lata
de cerveza sin alcohol y le da un trago con el que se bebe
casi la mitad—. Puedes respirar.
Me mira mal y se limpia la boca con el dorso de la mano.
—No le he gritado a nadie.
—¿Seguro?
Se recuesta contra el respaldo y se encoge de hombros.
—Puede que no le hablara muy bien, pero no le he
gritado.
—¿Y puedo saber por qué no les has hablado muy bien a
esa chica?
—Porque es exasperante y me pone de los nervios. Se
cree la dueña del centro y solo es una chica que está ahí
ayudando a los tullidos como yo.
—Tú no estás tullido, Brad.
—Lo que sea. —Se termina la cerveza, lanza la lata a la
papelera, pero falla. Estira el brazo y me pide otra—.
Entonces, ¿Helena te va a dar clase lo que queda de
verano?
—Estás cambiando de tema.
—Evidentemente.
—¿Por qué?
—Porque no me apetece hablar de mí. ¿Me vas a dar ya la
cerveza?
Se la lanzo y la coge al vuelo.
—Tú no eres borde.
—No lo estoy siendo.
—¿Quieres cambiar de tema? Perfecto. ¿Cómo llevas lo de
Chelsea y Scott?
Lanza un gruñido y veo chispas salir de sus ojos.
Esta es una de las ventajas de tener el título de mejor
amigo: que puedes hablar de temas peliagudos, y es que, si
el de su rehabilitación lo es, el de su primo y su ex no lo es
menos.
Sé que le dio la bendición a Scott, y que se alegra por
ellos, en cierta medida, pero es un tema del que no habla
nunca. Jamás. Y, aunque los ha visto a los dos tanto juntos
como por separado desde que Scott apareció en su casa
para decirle que estaba enamorado de Chelsea y que había
vuelto a Burlington para recuperarla, nunca lo ha hecho
estando él solo, sino en grupo, y la verdad es que no los
mira directamente a la cara. Se limita a asentir a los
comentarios que hacen y a sonreírles de forma comedida,
aunque ellos sí que le hablen a él directamente.
Yo también me cojo otra cerveza. A este paso, nos vamos
a terminar las seis que he traído en un abrir y cerrar de ojos.
—Me alegro por ellos, ya lo sabes.
—Sé que te alegras por ellos, pero conmigo puedes ser
sincero.
Vuelve a gruñir y me mira directamente a los ojos.
—Sí que me alegro. Que me incomode estar delante de
ellos es una cosa y, sinceramente, creo que se me está
permitido.
—Entonces, esta aura de negatividad que flota en el aire
no tiene nada que ver con ellos.
—No hay ninguna aura de… —Se calla de golpe al ver el
escepticismo con el que lo miro. Suelta un suspiro y se pinza
el puente de la nariz con los dedos—. Estoy cansado de
esto. Es agotador. Y una mierda. Todo es una puta mierda,
Luke.
Y, entonces, se mira la rodilla, y yo también la miro. Y
todo cobra sentido. Y la raíz del problema sale a la
superficie y el agujero de mi pecho es tan grande que ni la
cirugía podría cerrarlo, así que no quiero pensar en cómo
será el de mi amigo.
—¿Qué te han dicho?
Cierra los ojos y deja salir un suspiro tan largo que, estoy
seguro, lleva reteniendo todo el día.
—Que no es seguro que pueda volver al equipo la
próxima temporada. —Puedo notar la derrota en el tono de
su voz cuando habla. Puedo palpar la desazón.
Brad se pasa una mano por el pelo, abatido, y agacha la
cabeza.
Está derrotado. El tío alegre, dicharachero y risueño no
está por ninguna parte. En su lugar, hay un chico de apenas
veintitrés años al que parece que la vida le pesa demasiado
y que lleva una losa tan pesada sobre los hombros que no
entiendo cómo es capaz de andar con la cabeza alta. Mi
cabeza va a toda máquina pensando qué decir, pero ¿qué
se puede decir en una situación como esta? Ojalá existiera
un libro en el que se guardasen todas las respuestas
correctas, pero no lo hay. Mi amigo parece leerme la mente,
porque me mira y lo hace con una sonrisa. Ojalá fuera
sincera. Ojalá no fuera acompañada de unos ojos brillantes.
—Brad…
—No tienes que decir nada.
—Pero quiero hacerlo.
—Si vas a decir que todo tiene solución y que esto no es
más que un bache, te lo puedes ahorrar. Es lo que me han
estado diciendo mis padres durante todo el camino de
vuelta a casa y he estado a punto de arrancarles la cabeza
de un bocado, y me siento fatal por ello.
—Pero tienen razón. —Sacude la cabeza contrariado. Sé
que quiere decirme que me meta mis consejos por el culo, y
tendría derecho, pero también sé que ahora necesita
escuchar lo que voy a decirle. En realidad, ambos lo
necesitamos—. Lo que te ha pasado es una putada, y no me
quiero ni imaginar por lo que estás pasando, y tampoco creo
que pueda, porque eso solo lo puede sentir gente que esté
en la misma situación que tú, pero lo único que yo sé es que
poca gente creía que ibas a despertar de ese coma,
médicos incluidos, pero lo hiciste. Le diste en los morros a
todos ellos y abriste los ojos. ¿Que te duele la rodilla y te
molesta cuando andas? De eso nos hemos dado cuenta
todos, y puede que sea así durante un tiempo, pero estás
vivo, Brad. Vivo. Y creo que eso es lo único que importa
aquí.
Flexiona la rodilla derecha, se queja, y la vuelve a estirar.
—A veces me siento un desagradecido.
Se masajea la pierna mientras yo guardo silencio. Sé que
quiere decir algo importante, así que yo solo le estoy dando
el tiempo que necesita para encontrar las palabras
correctas con las que decirlo.
En cuanto suelta un suspiro, sé que las ha encontrado.
—Estoy aquí quejándome por no poder jugar al hockey
cuando la realidad es que estoy vivo. Hay gente que no
puede decir esto último.
Me coloco de lado, apoyo los codos en las rodillas y me
inclino hacia delante.
Puede que no sea un orador de la hostia, pero sé que
puedo tener mis momentos.
—Brad, escúchame bien. —No me mira, pero asiente. Es
más un tic que un asentimiento, en realidad, pero me vale
—. Tienes todo el derecho del mundo a quejarte de lo que te
dé la puta gana, ¿me oyes? Puedes quejarte de los médicos,
del hockey y hasta del cambio climático. No tengo ni idea de
qué pasará al final con tu rodilla, ni si volverás a ponerte
unos patines, pero yo solo sé que te conozco lo suficiente
como para saber que vas a luchar hasta el final y que, si al
final no lo logras, no será porque no lo hayas intentado o
porque te hayas rendido, será porque el destino te tenía
preparada otra cosa.
—¿Y si lo que el destino me tiene preparado es no volver
a jugar al hockey jamás? —La voz se le rompe al hacer la
pregunta, y los ojos dejan de estar brillantes porque las
lágrimas han comenzado a recorrerle las mejillas. Me dejo
caer de rodillas frente a él y tiro de su cuerpo hasta
abrazarlo. Hasta cobijarlo entre mis brazos y consolarlo.
Hasta que su cara se enconde en mi cuello y deja salir toda
la mierda que tiene acumulada, que es mucha. Me trago mis
propias lágrimas y le pido al agujero del pecho que no se
haga más grande. Le susurro palabras de consuelo y rezo
para que sean suficientes. Para que sea fuerte. Para que no
se derrumbe.
Los minutos pasan y, por fin, los sollozos de Brad cesan.
Se separa de mí y me mira a la cara. No le da vergüenza
haber llorado delante de mí y, si le da, que se aguante,
porque Brad no es mi mejor amigo, es mi hermano, y llorará
delante de mí todas las veces que haga falta.
Le sujeto la cara con mis manos y lo obligo a que me mire
a los ojos.
—Escúchame bien, Brad Hamilton. Da igual lo que pase al
final. Siempre vamos a estar a tu lado, apoyándote. Incluso
esa chica a la que has gritado esta mañana estará a tu lado.
—Si ni siquiera sabes quién es.
—¿Y qué? Estoy seguro de que nadie se puede resistir a
esa sonrisa con hoyuelos y a esos ojos marrones.
—¿Ni siquiera tú?
—¿Yo? —Me señalo el pecho con un dedo y le pongo
ojitos. Después, me acerco a él y le doy un beso en los
labios con tanta fuerza que me hago daño en los dientes.
Cuando me separo, le guiño un ojo, divertido—. A mí hace
años que me tienes en el bote, chaval.
Brad se me queda mirando serio durante unos segundos,
hasta que suelta una carcajada que le enmarca la cara,
enseñando esos hoyuelos y haciendo brillar, por primera vez
desde que he entrado en esta habitación y por algo que no
tiene nada que ver con las lágrimas, esos ojos marrones.
—Ya no sé cómo decirte que no estamos en el mismo
punto, que lo nuestro es imposible. —Finjo un puchero y él
vuelve a soltar una carcajada. La puerta se abre justo en
este momento y la madre de Brad
hace acto de presencia. La cara le muta a una de felicidad
absoluta cuando ve a su hijo riéndose. Incluso los ojos se le
aguan en cuestión de segundos.
—Os he… Os he traído un trozo de bizcocho a cada uno.
Le guiño un ojo cuando me mira y vuelvo a mi sitio en el
sillón. Brad se levanta, le coge el plato con el que ha llegado
y le da un abrazo.
—Gracias, mamá —oigo que le susurra. Su madre se
aferra con fuerza a su cuerpo y, cuando se aparta, le
acaricia la mejilla con tanta ternura que eso me lleva a
pensar en mi madre. Cuando salga de aquí la llamaré a ver
cómo van con el crucero.
Emily se marcha de la habitación, no sin antes guiñarme
ahora a mí un ojo y darme las gracias moviendo solos los
labios.
Brad deja el plato en la mesa, coge su trozo y le da un
mordisco.
—Cuéntame algo gracioso. Necesito reírme durante un
rato.
CAPÍTULO 12
Locuras

~Luke~
Brad tiene de todo en su habitación, nevera incluida, así
que me levanto y voy a por una botella de agua. Será mejor
que beba un trago si no quiere morirse por culpa de un
trozo de bizcocho. No serviría de nada toda la chapa que le
he dado antes.
Le da un trago y me mira con ojos lacrimosos. Se golpea
el pecho con el puño y tose.
—¿Tengo que llamar al médico?
Me hace una peineta y vuelve a beber agua.
—Te he dicho que me contaras algo gracioso.
—Te he contado algo jugoso, que es mil veces mejor.
Pone los ojos en blanco y tose un poco más. Cuando me
ha dicho que le contara algo gracioso, no se me ha ocurrido
nada, así que le he hablado de lo primero que se me ha
venido a la cabeza: la orgía de Helena. Bueno, la orgía de la
compañera de piso de Helena en casa de Helena. La
cuestión es que cuando he pronunciado la palabra «orgía»,
Brad estaba comiéndose un trozo de bizcocho, así que este
se le ha ido por el otro lado y… aquí estamos.
Se seca la boca con la mano y deja la botella ya vacía en
la mesa.
Me siento en mi sitio y lo miro sonriendo.
—¿Ya estás bien? —Tose una última vez y clava sus ojos
marrones en los míos.
—Perdona que insista, pero ¿has dicho orgía?
—La misma cara que tienes ahora es la que se me ha
quedado a mí. Solo que yo no me he atragantado con nada.
—Le doy un bocado al bizcocho. Brad sacude la cabeza y se
mesa el pelo.
—Joder…
—Eso es lo que han estado haciendo toda la mañana.
Joder.
Nos miramos unos segundos y acabamos estallando en
carcajadas. Un trozo de bizcocho sale disparado de mi boca
y Brad vuelve a atragantarse, solo que esta vez con su
saliva. Nos cuesta un buen rato serenarnos. Incluso nos
terminamos la cerveza que llevábamos entre manos y nos
abrimos una nueva.
Una vez conseguimos serenarnos lo suficiente, pasa a un
tema más tranquilo: me pregunta por Helena y por el
francés. Yo sonrío de oreja a oreja. No mentía al asegurar
que me gusta el idioma, pero esta mañana he disfrutado
como nunca creí que disfrutaría dando clases, y menos un
lunes de agosto, cuando lo que tendría que haber estado
haciendo es estar tumbado en la playa haciendo nada.
—¿Tú sabías que Helena hablaba francés? —Brad niega
con la cabeza. Se termina el bizcocho y se limpia las manos
en el vaquero.
—No tenía ni idea. Si lo hubiera sabido te habría dicho
que hablaras con ella.
—Pues también habla alemán, italiano y español.
—Sabía lo del español porque la he oído alguna vez
hablándolo y, bueno, porque su padre es español, pero del
resto no tenía ni idea.
—Pues ya ves. La tía es lista de cojones, además de muy
divertida. Y sarcástica. Me encanta cómo arruga la nariz
cuando se enfada. Y que siempre se sonroje, por todo. A ella
está claro que no le hace nada de gracia, pero a mí me
parece adorable. Además, tiene un punto que… —Dejo de
hablar en cuanto me fijo en la sonrisa de oreja a oreja de
Brad—. ¿Qué pasa?
—Nada.
—El que nada no se ahoga.
—¿Por qué sonríes de esa manera?
—¿Por qué sonríes tú de esa manera?
—No estoy sonriendo de ninguna manera.
—Yo tampoco.
—¿Estás intentando tocarme los cojones?
—No lo sé. ¿Lo hago?
Debo de haberme perdido media conversación, porque no
me estoy enterando de nada. Estoy a punto de preguntarle
de qué narices está hablando, cuando me suena el móvil.
Me sorprendo al ver que es mi profesora sexi de francés.
Descuelgo antes de que corte la llamada y me llevo el
aparato a la oreja.
—¿Qué pasa, professeur? ¿Hay otra orgía montada en tu
casa y necesitas venir a esconderte a la mía?
Silencio.
Miro la pantalla, a ver si se ha cortado la llamada, pero
no. Su nombre está ahí y los segundos van contando. ¿Le
habrá molestado lo que he dicho?
—¿Helena? ¿Estás bien?
—Lo siento, Fanning. Tengo que cancelar nuestras clases
—dice con desgana y de carrerilla. Como si lo estuviera
leyendo en el teleprompter.
Me enderezo en el asiento y aprieto con fuerza el aparato
contra mi oreja.
—¿No te viene bien mañana a las ocho? Podemos quedar
más tarde. Ya te dije que el horario lo marcabas tú.
—No, lo siento. No puedo.
—Tranquila, no pasada. Nos vemos pasado mañana.
—Es que pasado mañana no puedo. De hecho, no voy a
poder ningún día.
—¿Es por lo que he dicho de la orgía? Porque te juro que
era una broma.
—¿Qué? No no, para nada. —Me la imagino negando con
la cabeza y arrugando la nariz—. Es que me marcho.
—No sé si me he perdido algo.
Suspira, y a mí un nudo me oprime la garganta.
—Me marcho mañana a Los Ángeles. Me sabe fatal, de
verdad, pero no puedo hacer nada.
—Creía que odiabas Los Ángeles.
—No odio Los Ángeles. Lo que odio es mi casa en Los
Ángeles.
Otro suspiro, y a mí el nudo de la garganta que me ahoga.
—Helena…
—Mira, Luke, lo siento. Te ofrecería dar las clases online,
aunque sé que las odias, pero una vez entras en casa de
Samantha Baker tu vida pasa a un último plano y no sabes
ni si volverás a disfrutar de tiempo para ti, y no quiero
comprometerme a algo que no sé si voy a poder cumplir.
¿Quién narices es Samantha Baker? ¿De qué me suena
ese nombre?
De pronto, empiezo a escuchar música a un volumen tan
alto que tengo que apartarme el teléfono de la oreja para no
quedarme sordo. También escucho con claridad el grito de
Helena acompañado del: «me cago en tu puta vida,
Clarise».
—¡Tengo que colgarte, ¿vale?! Voy a matar a mi
compañera de piso antes de terminar de hacer la maleta. Lo
siento, Fanning. Si hubiera alguna manera, te ayudaría.
—¿Helena? ¡¿Helena?! —chillo, pero Helena ya ha
colgado.
—¿Qué pasa? —la pregunta de Brad me hace apartar la
vista de la pantalla y mirarlo.
—Helena me acaba de mandar a paseo.
—¿Tan mal alumno eres que no ha aguantado ni un día?
Le enseño el dedo corazón y vuelvo a mirar la pantalla.
Tiene que ser una broma, joder. ¿Cómo que se va a Los
Ángeles? ¿Se habrá muerto alguien y por eso tiene que
marcharse tan rápido? Aunque sonaba seria, no lo sonaba
tanto como tendría que sonar si se le hubiese muerto algún
ser querido.
¿Por qué tendría que haberse muerto alguien? Y, en serio,
¿por qué me suena tanto el nombre de Samantha Baker?
—¿Vas a decirme qué te ha dicho exactamente o tengo
que adivinarlo? —pregunta Brad al cabo de un rato.
Bufo, gruño y me tiro de los pelos. Todo mientras le
explico a mi amigo lo que me ha dicho la pelirroja. Bloqueo
la pantalla del móvil y me recuesto contra el respaldo.
—No puedo suspender ese examen —me lamento en
cuanto termino con mi discurso—. No puedo perder la beca,
Brad.
Una parte de mí se siente un miserable al estar
quejándose por esto cuando hace apenas unos minutos
estábamos hablando del problema de Brad que, a todas
luces, es muchísimo más jodido que el mío, pero no puedo
evitar sentirme así.
Brad se me queda mirando durante un rato, pensativo,
hasta que da una palmada y me señala con un dedo,
sonriente.
—Vete con ella —suelta de pronto. Lo miro sin entender.
—Que me vaya con ella a dónde.
—A Los Ángeles. —Me reiría si mi cabeza ahora mismo no
estuviera cortocircuitando. Brad eleva los ojos hacia el techo
—. No me mires así. No tienes nada que hacer este verano,
más que estudiar para aprobar ese examen. Ni siquiera vas
a ir a visitar a tus padres, y ya ha quedado claro que no hay
nadie que te guste más que ella para que te dé clases.
—Es que no hay nadie más en toda esta ciudad que me
pueda dar clases.
—Podría dártelas yo.
—¿En serio?
—Pues no. Me paso el día en rehabilitación y, cuando
llego a casa, tengo que lamentarme durante un rato y eso
me quita bastante tiempo. Además, sé que la prefieres a
ella antes que a mí.
Ahora soy yo el que mira el techo.
—Me encanta que hagas bromas al respecto. Eso significa
que estás madurando.
—Es que tu discurso de antes me ha tocado la fibra
sensible.
Si no estuviera tan nervioso, me partiría de risa.
Apoyo los codos en las rodillas e inclino mi cuerpo hacia
delante.
—¿Podrías explicarme tu brillante plan?
—Ah, sí, eso. —Se inclina hacia delante y se coloca como
yo, solo que él solo apoya un codo y lo hace sobre la rodilla
izquierda. La pierna derecha la tiene estirada—. Pues eso,
que mañana coges un avión.
Vale. Acabo partiéndome de risa, porque lo que dice Brad
es tan absurdo que no puedo hacer otra cosa.
Cuando acabo, miro a mi amigo, convencido de que él
está también riéndose, pero no. Está serio. Bueno, tiene una
sonrisilla en la cara, pero no se está descojonando como yo.
Y sus ojos me dicen que me está hablando completamente
en serio.
Dejo de sonreír.
—No puedes estar hablando en serio.
—Claro que hablo en serio.
—Sabes que lo que estás diciendo es una completa
locura, ¿verdad?
—Y eso me lo dice el rey de las locuras.
—Las mías son reales. Y posibles.
—Si empiezo a enumerar todas las gilipolleces que has
hecho desde que nos conocemos, no termino antes de
Navidad.
—No voy a entrar en tecnicismos ahora.
La sonrisa se le engancha. Si no estuviera tan bloqueado
como estoy, le respondería con algo ingenioso, pero la
verdad es que estoy dándole vueltas a lo que me ha dicho.
—¿De verdad crees que es buena idea irme con Helena a
Los Ángeles?
—A ver, no he escuchado toda la conversación, pero
antes de colgar me ha parecido oír que decía: «Si hubiera
alguna manera, te ayudaría», ¿no?
—Sí, bueno, pero no creo que se refiriera a esto.
—Si te dice que no, pues das media vuelta y hacemos el
plan B.
Si no me da una patada antes en los huevos.
Hay tantos flecos en este plan que no podría describirse
de otra manera que como una completa locura. Sobre todo,
porque no existe plan B.
¿De verdad me estoy planteando irme a Los Ángeles así,
sin ni siquiera pestañear?
Lo dicho, este plan es una locuta. Pero una locura que,
por supuesto, pienso cometer.
CAPÍTULO 13
Me voy contigo

~Helena~
Le doy un sorbo al café que me acabo de comprar en la
primera cafetería que he encontrado al entrar al aeropuerto
y avanzo un paso. Esta es la cola más lenta en las que he
estado. No sé si llevo aquí de pie minutos u horas, pero se
me está haciendo eterno.
Supongo que es lo que una siente cuando su destino es el
infierno.
Fijo la vista al frente y veo a una pareja a escasos metros
de distancia haciéndose arrumacos y comiéndose la boca
como si no hubieran comido en años. También veo la mano
de él perdiéndose bajo la camiseta de ella y… sí. Acaba de
tocarle una teta.
Ella se ríe por lo bajo y esconde la cara en el cuello de su
chico.
Él se relame y la desnuda con la mirada. Joder, si alguien
me mirase así yo también dejaría que me tocase una teta
en medio del aeropuerto.
—Buscaos un hotel —ladro entre dientes, aunque la
pareja no me escucha.
Le doy otro sorbo al café, aparto la vista de los tortolitos y
la fijo en mi derecha. Más concretamente, en una familia
formada por un padre, una madre, un niño y una niña
gritándose entre sí.
Bueno, más bien, es la madre la que les está gritando a
los niños. El padre se limita a mirar algo en el móvil y a
sonreír. Me apostaría una cena a que está mirando tiktok o
vídeos en youtube. La madre le da un golpe en el brazo para
captar su atención. Del susto que se lleva por poco se le cae
el teléfono al suelo. Se lo guarda en el bolsillo trasero del
pantalón, se cruza de brazos y comienza a asentir en
dirección a sus hijos con el ceño y los labios fruncidos.
—¿Podrías avanzar? —me dice alguien dándome un
golpecito en la espalda. Echo un vistazo por encima del
hombro y me encuentro con un hombre que, por la cara de
asco que tiene diría que tiene aún menos ganas que yo de
estar en este aeropuerto.
—Gracias. —Fuerzo una sonrisa y él gruñe.
Genial. Seguro que con la suerte que tengo me toca de
compañero en el avión.
La cola avanza, el tiempo pasa y, por fin, ¡POR FIN!, es mi
turno.
—Bienvenida a American Airlines con destino a Los
Ángeles. ¿Me deja su tarjeta de embarque y el pasaporte? —
La voz de la azafata suena mecánica. Seguro que la pobre
lleva más de dos horas repitiendo lo mismo sin parar.
Saco lo que me ha pedido de la mochila y se lo entrego.
—¿Sabes si el avión lleva retraso? —Mi voz ha sonado
esperanzada, y por cómo me mira la chica parece que no
soy la única que se ha dado cuenta.
—No, lo siento, pero veo que viajas en primera clase.
Puedes esperar en la sala first class. La tienes junto a la
puerta de embarque.
—¿Sabes si tienen alcohol? —Esconde una carcajada tras
una tos. Yo no me río, se lo estoy preguntando muy en serio.
—Hola, profesora. Creía que no llegaba. —Me giro
sobresaltada hacia la voz que acaba de hablarme en el oído
y que ha hecho que se me ericen hasta los pelillos de la
nariz.
Una voz que, desde luego, no esperaba escuchar.
Un sonriente Luke me observa tras una gorra de béisbol.
—¿Fanning?
—Sí. No has facturado todavía, ¿no?
¿Qué?
Levanta en el aire un papel que no tengo ni idea de qué
es porque yo solo puedo fijarme en esos ojos verdes que me
miran divertidos. Le da el papel a la azafata, esta lo coge y
comienza a teclear en el ordenador.
Sé que debería preguntar algo. Para empezar, qué narices
está haciendo aquí, pero parece que mi conexión cabeza–
boca se ha estropeado.
—¿Qué prefieres, pasillo o ventanilla?
¿Me lo está preguntando a mí?
—¿Me puedes poner junto a ella? Así el viaje se me hace
más corto.
¿Qué?
Abro la boca, parpadeo y, por fin, vuelvo en mí. Miro a la
azafata y después a Luke.
—¿Cómo que si te pueden poner junto a ella? ¿Junto a
quién?
Luke sonríe y me guiña un ojo.
—¡Sorpresa! Me voy contigo. —Abro los ojos de par de
par.
—¿A dónde?
—A Los Ángeles.
—¿Qué? —Miro el café que sigo sostenido en la mano con
el ceño fruncido—. ¿Me han puesto algo en el café?
Escucho una risa. Una risa que viene de Luke.
—¿Qué dices, pelirroja?
—¿Yo? Más bien es qué narices estás diciendo tú. —La voz
me ha salido una octava más alta, algo que parece que al
capitán de hockey le hace mucha gracia.
—Si la montaña no puede ir a Mahoma, Mahoma irá a la
montaña.
—¿A ti se te ha ido la cabeza? Y no se dice así. El refrán
es: «Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a
Mahoma».
Me pasa un brazo por los hombros y me da un apretón.
—¿Ves como te necesito a mi lado, profesora? Además de
francés, me vas a enseñar cosas de la vida.
—Suéltame. —Me zafo de su agarre y doy un pequeño
paso atrás. Si no me han puesto nada en la bebida es
porque debo seguir durmiendo.
Es la única explicación.
«Pasajeros del Vuelo AA4475 con destino a Los Ángeles.
El periodo de facturación está a punto de terminar. Si
todavía no han pasado por mostrador les recomendamos
que lo hagan en los próximos veinte minutos. Gracias».
La voz de la azafata por megafonía provoca más de un
gruñido, sobre todo del hombre que tengo detrás y que veo
en su cara que está a punto de arrancarme la cabeza.
—Entonces, ¿pasillo o ventanilla? —vuelve a preguntar la
azafata, y ahora sé que la pregunta va para Luke, no para
mí.
Me señala con un dedo.
—¿No me puedes poner junto a ella?
—Ella va en primera clase y tú en turista. —La sonrisa
socarrona desaparece de golpe de la cara de Luke, que
ahora es su turno de mirarme con la boca abierta y los ojos
desorbitados.
—¿Viajas en primera clase?
—Me ha comprado el billete mi madre.
—¿Es rica?
—Señor, por favor, pasillo o ventanilla. —La azafata ya no
parece tan simpática como hace unos minutos.
Más quejas, gruñidos y hasta un pequeño empujón es lo
que recibo del señor de atrás. Me giro enfadada y lo apunto
con un dedo.
—Su vida es una mierda, lo comprendo, pero ¿puede
esperarse un momento?
—¿No has oído cuando han dicho que faltan solo veinte
minutos?
—¿No has visto que estamos en una crisis?
—Crisis es tener que viajar a Los Ángeles para firmar un
divorcio y que la infiel de tu mujer te chupe la sangre hasta
dejarte sin ganas de vivir. ¿Te ha quedado claro?
La cara de asco era por algo.
Luke da un paso adelante, interponiéndose entre los dos.
—Disculpe, terminamos en un minuto, ¿de acuerdo? —Le
da la espalda al hombre y me mira a mí—. ¿Eres rica? —
repite.
Suspiro. Con una mano agarro con fuerza el asa de mi
maleta y la otra la apoyo en el mostrador de facturación.
—¿Me podrías cambiar el billete por uno en clase de
turista y ponerme al lado de este?
—¿Seguro? —pregunta la azafata, mirándome
horrorizada. Creo que le digo que llevo una bomba en la
maleta y no fliparía tanto.
—Segurísima. —Me doy la vuelta, le arrebato al señor
malhumorado su tarjeta de embarque, que lleva en la
mano, y se la doy a la chica—. Y dale a él mi asiento en
primera. Por las molestias.
Ahora ya no escucho un gruñido a mi espalda. Ni un
quejido.
La azafata, que se llama Lexy, me mira un minuto entero
sin pestañear, como si estuviera intentando procesar lo que
le he dicho o esperando a que cambie de opinión. Viajar en
primera clase es una pasada, y las salas de espera de los
aeropuertos no tienen nada que envidiarles a los hoteles de
cinco estrellas, por eso puedo llegar a entender que esté
flipando tanto con mi petición, pero la verdad es que a mí
me da igual viajar en primera, en turista o sentada en el
suelo del cuarto de baño. Yo lo que preferiría, en realidad, es
no tener que viajar, pero como sé que eso es imposible, lo
mejor es acabar con esto cuanto antes. Además, está claro
que el pobre hombre necesita estas comodidades más que
yo. Y, por supuesto, necesito aclarar qué narices está
haciendo Luke Fanning aquí.
Al final, en silencio, teclea algo en el ordenador, le damos
Luke y yo nuestras maletas, ella nuestras tarjetas de
embarque, nos despedimos del hombre con un asentimiento
de cabeza y salimos de la cola del infierno.
Comienzo a andar por el aeropuerto con la espalda recta,
la cabeza erguida y aparentando seguridad, aunque la
verdad es que me tiemblan las piernas y no tengo ni idea de
hacia dónde me tengo que dirigir exactamente. Solo sé que
tengo a Fanning a mi espalda, que ha dicho que se viene a
Los Ángeles conmigo y que no entiendo una mierda.
Tiro el vaso de cartón en la primera papelera que
encuentro justo al pasar el control de seguridad y me paro
frente a una pantalla enorme donde se anuncian las
próximas salidas. Busco mi vuelo mientras la presencia de
Luke a mi espalda me pesa.
—¿Durante cuánto tiempo vas a seguir ignorándome?
Porque me gustaría preguntarte un par de cosas. —Su
aliento en mi nuca me hace cosquillas. ¿Es necesario que se
pegue tanto a mí?
Lo miro por el rabillo del ojo y las piernas me flaquean al
ver que la sonrisa con la que ha aparecido en el aeropuerto
ha vuelto.
Resoplo, haciendo que un mechón de pelo vuele, y me
giro para enfrentarlo con los brazos cruzados.
—¿Se puede saber qué narices estás haciendo aquí?
Una chica con prisas pasa por mi lado y me golpea la
espinilla con su maleta de ruedas. Luke me sujeta del brazo
y me acerca a él.
—¿Qué te parece si nos tomamos un café mientras
hablamos?
¿Un café?
Necesito algo mucho más fuerte. Y si puede dejarme en
coma durante unas horas, mejor.
Me coge de la mano y comienza a caminar conmigo por la
terminal. El aeropuerto de Burlington no es, ni de lejos, tan
grande como el de Los Ángeles, aun así, con la mano de
Luke cubriendo la mía y el cosquilleo en la palma que siento
por culpa del contacto, se me está haciendo enorme.
Hoy parece que todo es «más» que nunca.
Al llegar a la cafetería, Luke pide dos cafés, uno de ellos
con leche y canela espolvoreada por encima, que es para
mí, y nos sienta en una mesa. Esperaba que se sentara
enfrente, pero lo hace pegado a mí. Tanto, que si muevo los
dedos estoy segura de que podría tocarle los abdominales.
Ha elegido un establecimiento que está justo enfrente a
nuestra puerta de embarque.
«Nuestra puerta de embarque»; qué surrealista me
parece todo.
El móvil me pita dentro de la mochila, pero lo ignoro.
Estoy segura de que es mi madre y ahora lo que menos
necesito es leer cualquier otra exigencia suya. Ya recibiré la
sorpresa que me tenga preparada cuando llegue a casa.
—¿Quieres azúcar? —me pregunta.
—No, gracias. —Abre tres sobres y se los echa al café—.
Eso es azúcar con un toque de café. Se te van a terminar
cayendo los dientes.
Ríe, me guiña un ojo y le da un trago al vaso.
—En serio, deberías mirarte lo del guiño de ojos.
Le quito la tapa a mi café, cojo un poco de espuma con el
dedo y me lo llevo a la boca.
Qué mañana más loca. En realidad, menudas veinticuatro
horas más locas. Primero, la llamada de mi madre y tener
que obligarme a ir a Los Ángeles, aunque sabe que mi
aportación a esa boda va a ser entre nula e inexistente y,
después, la aparición de Luke en el aeropuerto.
Su móvil suena. Tiene la típica melodía. Esa que tienen
todos los móviles y que, cuando la oyes, te pones a buscar
el tuyo, aunque la llamada no sea para ti.
—Dime, cariño —responde al teléfono, divertido. Asiente
a algo que le preguntan y me mira. Arruga la nariz y tuerce
la boca—. Creo que no le ha hecho mucha gracia. —Me da
en la nariz que están hablando de mí—. ¿Tú sabías que su
madre es rica? ¡Iba a viajar en primera clase! Pero ha
cambiado su billete con el de otro tío para ir con los muertos
de hambre en turista y así poder estar conmigo.
Pongo los ojos en blanco, le hago una peineta y le doy
otro trago a mi café. Este está mucho más bueno que el que
me he tomado esta mañana al llegar. Ese sabía a agua con
un toque de algo que no he llegado a identificar.
Dejo a Luke hablando por teléfono y me levanto. Me
cuelgo la mochila al hombro y me acerco hasta uno de los
ventanales. Los aeropuertos siempre me han gustado. Me
gusta ver cómo los aviones ruedan por la pista hasta coger
velocidad y alzar el vuelo. Ver cómo guardan las ruedas y
cómo surcan las nubes hasta desaparecer.
He viajado en ellos desde el día en que nací,
prácticamente. O bien para visitar a la familia de mi padre
en España, para ir con mis padres a Aspen en invierno, a
Las Maldivas por el cuarenta cumpleaños de mi madre o,
simplemente, para seguir a esta en sus viajes de trabajo por
todo el mundo. Con nosotros siempre venía un séquito de
personas de las que la mayoría no me llegaba ni a aprender
su nombre porque con los años llegué a la conclusión de
que era inútil, ya que mi madre cambiaba de empleados y
asistentes más rápido que yo de ropa interior. La única
persona que se ha quedado junto a ella todos estos años,
además de mis hermanas, es Mathilda, la mujer que se
encargaba de que nuestra casa no se cayese y de que mis
hermanas y yo nos alimentásemos en condiciones.
Sé que hay gente que puede pensar que soy una
desagradecida por quejarme de haber podido disfrutar de
cosas que la mayoría jamás estarán ni cerca de poder
disfrutar, pero con el tiempo he llegado a la conclusión de
que yo también tengo derecho a quejarme. Las cárceles no
tienen por qué medir medio metro. Pueden ser igual de
grandes que el Empire State y seguir siendo cárceles. Hay
barrotes que son de oro, y yo he tenido varios de esos
durante mi infancia y mi adolescencia.
—Aquí estás. Por un momento he llegado a pensar que te
habías largado sin mí.
Luke se coloca a mi lado.
Lleva la mochila al hombro y la gorra del revés, lo que le
da un aspecto rebelde que le queda muy bien.
En realidad, todo a este chico le queda bien.
—¿Una gorra de los Houston Astros? Si los chicos del
equipo ven que llevas puesta una gorra de un equipo de
béisbol en vez de hockey, te quitarán el título de capitán.
—Me gusta ser un rebelde.
Vuelve a guiñarme un ojo y, aunque le he dicho ya dos
veces que tiene un problema con el guiño de ojos y que se
lo debería hacer ver, la verdad es que me pone de un tonto
que me cago cada vez que lo hace. Tanto, que tengo que
juntar las piernas de forma disimulada porque explicar lo
que ese guiño les produce a mis partes debería
considerarse pornográfico.
—¿Vas a decirme ya qué estás haciendo en este
aeropuerto? —le pregunto tras un rato en silencio.
Las piernas continúan pegadas la una a la otra.
Se coloca de lado, con el hombro apoyado en el ventanal
y las manos dentro de los bolsillos.
—¿Vas a decirme ya si eres rica?
Por cosas como estas nunca hablo de mi familia ni explico
quién es mi madre ni a qué se dedica. Con la única que he
hablado de ello ha sido con Hailey, y ni siquiera ella lo sabe
todo.
Me doy la vuelta, dispuesta a largarme de aquí y esperar
a que abran nuestra puerta en cualquier otra parte, cuando
su mano rodeando mi muñeca me lo impide.
—Perdóname. Te incomoda y yo estoy siendo un cretino.
Lo siento. —Debo reconocer que su tono afligido me pilla un
poco por sorpresa.
Y que suena sincero.
—Tranquilo, no pasa nada. —Asiente, me suelta la
muñeca y yo siento un vacío ahí donde sus dedos me
tocaban. Llevo mi mano derecha a la muñeca que ha dejado
desnuda y me la acaricio—. ¿Qué haces aquí, Fanning? Y,
antes de que hagas alguna broma al respecto, te pido por
favor que no lo hagas. Están siendo unas horas de lo más
raras y solo necesito un poco de normalidad.
Vuelve a meter las manos en los bolsillos del pantalón y
comienza a balancearse sobre los pies. Cualquiera que lo
viera pensaría que está ligeramente nervioso, incluso
vulnerable, pero eso es una tontería, porque Luke Fanning
es la persona más segura que conozco.
¿Verdad?
—Me dijiste que teníamos que cancelar nuestras clases.
—Lo sé.
—¿Después de lo que me costó convencerte?
—Lo siento, pero no puedo hacer nada. Ya te lo dije.
—Sí que puedes —afirma con convicción. Señala con un
golpe de cabeza hacia la puerta que se encuentra a su
espalda—. Me voy contigo a Los Ángeles.
—Pero ¿cómo te vas a venir conmigo? ¿Tú sabes la locura
que es esa?
—¿Nadie te ha dicho que las mejores locuras son las que
haces sin pensar?
—Y yo estoy a favor. Siempre he pensado que los cuerdos
son los más infelices, pero no puedes venirte a Los Ángeles
conmigo.
—Dame una buena razón.
Rompo a reír a carcajadas. Luke alza una ceja,
retándome.
—¿Lo dices en serio?
Se inclina hacia delante y baja la cabeza hasta que sus
ojos están a la altura de los míos.
—Prueba.
Reto aceptado. Este chico no sabe con quién está
hablando.
—No puedes venirte a Los Ángeles conmigo porque,
supuestamente, me voy para ayudar a preparar la boda de
mis hermanas.
—¿Por qué has usado las comillas con los dedos al decir
supuestamente? —dice, haciendo el gesto.
—Porque no pienso hacer una mierda.
—Perfecto. No haremos una mierda los dos juntos.
—Te dije que no iba a tener tiempo.
—Me dijiste que no podías darme clases online, y me
parece perfecto. Ya te he dicho que las odio. Pero ahora sí
que puedes. Estaremos juntos. Me adaptaré a ti. Estudiaré
todo lo que me des mientras no estés y, cuando estés, te
prestaré tanta atención que las horas se te pasarán volando
y hasta me lo agradecerás.
—Voy a estar muy ocupada.
—Seguro que alguna hora libre podemos sacar.
—No somos amigos. —Abre los ojos sorprendido para
después entrecerrarlos.
—¿No lo somos? —No hay guasa en su pregunta.
Joder, me lo está preguntando en serio.
Sacudo la cabeza y cojo aire. Estoy nerviosa, para qué
voy a mentir y, cuando lo estoy, pues hablo sin pensar. O,
más bien, sin pensar detenidamente las cosas. No es que
piense que Luke y yo no somos amigos. Es solo que…
—¿Helena? —Parpadeo y lo miro, saliendo del pequeño
letargo en el que me había quedado. Me pinzo el labio y
vuelvo a coger aire.
—Somos amigos, no es que quisiera decir que no, pero
¿al nivel de venirte conmigo a Los Ángeles?
Suelta una carcajada con la que no sé si ofenderme o
reírme con él. Me cruzo de brazos y lo miro con una ceja
levantada.
—Estás graciosísima cuando frunces el ceño. Y también la
nariz. —Me da un golpecito en la punta con el dedo índice y
vuelve a reírse—. Claro que somos amigos, eso no se
discute. Sí, vale, no tenemos la confianza que cualquiera de
los dos podemos tener con Hailey, por ejemplo, ¿y qué? Me
caes bien, yo te caigo bien. Y no digas que no que te lo noto
en la mirada. —Quiero poner los ojos en blanco porque el
ego de este chico es cada vez más grande, pero él continúa
hablando y no me deja—. No tenemos que ser íntimos para
que me quiera ir contigo de viaje. Además, de cosas como
esta son de donde surgen las verdaderas amistades.
No quiero reírme, en serio, pero ya me he dado cuenta de
que cuando este chico habla no puedes hacer otra cosa.
Frunzo los labios hasta convertirlos en una fina línea y
suelto mi última bala.
—¿Y qué me dices de Samantha Baker? Ya te dije que,
cuando entras en su casa, tu vida deja de ser tuya para ser
suya.
—En serio, profesora, estoy intrigadísimo. ¿Quién narices
es Samantha Baker? ¿Es una especie de Bloody Mary? Esa
que cuando repetías su nombre tres veces frente al espejo,
aparecía.
—No, pero casi. —Intento no reírme por la cara de pánico
que acaba de poner y lo apunto con un dedo. Se me acaba
de encender la bombilla más grande de todas—. No tienes
sitio donde dormir.
—Puedo quedarme contigo.
—¿Conmigo?
Espero que no se haya notado mucho el gallito que me ha
salido.
—En el mismo sitio en el que duermas tú. No quería decir
en la misma cama que tú, aunque, si tienes miedo por las
noches y necesitas que alguien te abrace, yo soy muy
bueno dando abrazos. Me darían hasta un premio si
existieran.
—Apuesto que sí.
Nos quedamos en silencio, aunque no dejamos de
mirarnos. Retándonos. Su verde contra mi marrón. Su
insistencia contra mis pocas ganas de luchar. Su sonrisa
pícara contra mi flojera. Su lógica contra mis réplicas.
Luke se aparta de la ventana y se acerca a mí lo
suficiente como para que tenga que levantar la cabeza para
poder mirarlo a los ojos. Y también para que uno de sus pies
se cuele entre mis piernas ligeramente separadas. Me coge
de las manos, se las lleva a los labios y las besa. Las besa,
joder, y yo… Yo me cago en él y en toda su familia. Agacha
la cabeza, apoya nuestras manos entrelazadas en su frente
y cierra los ojos.
—¿Quieres que suplique, pelirroja? —Levanta la cabeza y
vuelve a mirarme. No hay sonrisa. No hay diversión. Hay
reserva y hasta timidez. Y lo peor de todo es que sé que esa
timidez es sincera—. Porque te juro que estoy dispuesto a
hacerlo.
No puede llamarme pelirroja. Y no puede hacerlo mientras
me mira con esos ojos. Y tampoco puede utilizar ese tono.
Y…
Mierda.
—Voy a arrepentirme de esto —susurro al final. La sonrisa
de Luke se ensancha hasta casi rozarse las comisuras con
las orejas.
—Ya te digo yo que no.
CAPÍTULO 14
Juegos en el avión

~Luke~
Yo no sé si ella va a llegar a arrepentirse de haberme
permitido entrometerme de esta manera en su vida, OTRA
VEZ, pero yo sí que me voy a arrepentir de haberle dicho
que me cogiera de la mano. No sabía que iba a llegar a
romperme los cinco dedos, y los necesito para poder jugar
al hockey.
El avión comienza a avanzar por la pista y la presión de
Helena se hace más fuerte. Giro la cabeza hacia la
ventanilla y aprieto los dientes. Tiene mucha fuerza.
—¿Te estoy haciendo daño? —pregunta. Niego con la
cabeza sin dejar de mirar a través del cristal. Como me vea
la cara va a saber que miento—. Sí que te lo estoy haciendo.
Tienes los nudillos blancos.
—Eso es porque hace rato que la sangre ha dejado de
circularme por la mano —susurro.
Me suelta rápido y siento tal liberación que tengo ganas
de gritar de la emoción. Me giro a observarla y veo que está
pálida.
Levanto la cabeza, intentando ver si veo a alguna
azafata, pero por estos pasillos no hay nadie.
—¿Seguro que no quieres un vaso de agua o algo? Aún no
hemos despegado, puedo levantarme e ir a buscarte
cualquier cosa.
«Señores pasajeros, mi nombre es Cameron y seré su
capitán en este vuelo con destino a Los Ángeles. Son las dos
y treinta y siete horas de la tarde y les recordamos que este
viaje tiene una duración de siete horas y cincuenta y siete
minutos, y que tiene una escala en Washington D.C. La hora
prevista de llegada a Los Ángeles son las siete y treinta y
cuatro, hora local. Los cielos están despejados y se prevé un
vuelo tranquilo y sin contratiempos. Tenemos a nuestros
azafatos y a nuestras azafatas a su disposición y les
recordamos que el servicio de bar está siempre disponible.
Por favor, coloquen sus teléfonos móviles en modo avión y
está prohibido fumar durante todo el vuelo. Gracias y
bienvenidos a American Airlines».
Helena vuelve a cogerme la mano y yo vuelvo a apretar
los dientes. El avión reanuda las vueltas por la pista
preparándose para despegar. Veo que Helena cierra los ojos
con fuerza y que comienza a murmurar.
—Oye, ¿estás bien? —pregunto tras unos minutos en los
que solo mueve los labios como si estuviese rezando.
Abre un ojo, solo uno, y me mira.
—Distráeme —dice de repente—. Cuéntame algo
gracioso. O algo que no sea gracioso, me da igual, pero
cuéntame algo. Necesito no pensar en que al avión se le
puede romper un ala, o que se le rompa un fusible y nos
precipitemos al vacío. ¿Y si el capitán se queda dormido
sobre el volante?
—¿Sabes? Juraría que en los aviones no hay de eso.
Me aprieta la mano y vuelve a cerrar el ojo que tenía
abierto.
—Luke, por favor… —Está muerta de miedo y eso, no sé
por qué, me gusta.
Le doy la vuelta a nuestras manos unidas y con la que
tengo libre comienzo a soltar sus dedos uno a uno.
—No me sueltes.
—Shh… No tenía pensado hacerlo. —Y es verdad. Lo que
tengo pensado hacer es distraerla, tal y como me ha
pedido. Trazo círculos en su palma con los dedos y rebusco
en mi cabeza alguna noticia, dato o cotilleo interesante que
poder contarle. Una luz se enciende—. ¿Sabías que las
jirafas no tienen cuerdas vocales?
Ahora, cuando me mira, lo hace con los dos ojos abiertos.
—¿Qué?
—Sí, son los únicos animales en el mundo que son mudos.
Al parecer, se comunican entre sí a través de sonidos
inaudibles para el ser humano. Además, emiten un canto
parecido a la tos para cortejar a su pareja.
El avión comienza a despegar, haciendo que dé la
impresión de que tengamos que apoyar la cabeza y la
espalda en el respaldo. Helena no parece darse cuenta,
porque tiene los ojos muy fijos en los míos, y eso es bueno,
porque significa que he conseguido mi objetivo.
—¿Te lo has inventado?
—Para nada. Lo leí en algún sitio, solo que ahora no me
acuerdo dónde. —Eso es cierto. Leo muchas cosas que mi
cerebro retiene, pero luego no tengo ni idea dónde lo he
leído—. ¿Quieres saber otra cosa?
—Claro.
—El cerebro pesa un promedio de mil trescientos ochenta
gramos en el hombre y mil doscientos cincuenta en la
mujer.
—Y ese mil de los hombres está lleno de porno.
—Probablemente. —Sonríe.
Qué sonrisa más bonita.
—¿Otra?
—Dale.
—Una persona parpadea aproximadamente veinticinco
mil veces por semana.
Deja de parpadear. Yo suelto una carcajada.
—Esa te la has inventado.
—¡Te juro que no!
—¿Y cómo puedes acordarte de todas esas cosas y,
después, no acordarte de cómo se conjuga el verbo ser o
estar en francés, que es lo básico y lo primero que se
aprende?
—Sí que me acuerdo. En lo que me lío es en los acentos y
los sombreritos esos que les ponen a algunas vocales.
Helena suelta una carcajada que se escucha en todo el
avión. Se lleva la mano que tiene libre a la boca y se tapa la
risa con ella, aunque se le puede ver la sonrisa a través de
los dedos.
—En la ciudad de Los Ángeles hay más automóviles que
gente.
—Esa sí que me la sabía. ¿Has estado alguna vez?
—Nunca he salido de Vermont. De hecho, es la primera
vez que viajo en avión.
Se tira hacia atrás y me mira sorprendida.
—No es cierto.
—Te lo juro.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—Estabas demasiado ocupada flipando por verme
aparecer así en el aeropuerto. De todas formas, no es para
tanto.
—¡Es para mucho! Viajar en avión es alucinante. Es una
sensación única. Sentir el cosquilleo en la tripa al despegar,
la emoción de sentirte libre cuando estás sobre el cielo…
Entrecierro la mirada un segundo antes de romper reír.
—Sabes que hasta hace medio minuto me estabas
estrujando tanto la mano que creía que me la ibas a partir
en dos, ¿verdad?
Pone los ojos en blanco y chasquea la lengua contra el
paladar.
—Eres un poquito exagerado, ¿no crees?
—¿Exagerado? —Me miro la mano, que sigue agarrada a
la suya, y finjo un puchero—. Espero que conozcas a un
buen fisio en Los Ángeles, porque creo que voy a necesitar
uno cuando lleguemos.
—Serás…
El pitido que anuncia que ya podemos desabrocharnos el
cinturón de seguridad ahoga cualquier pulla que Helena
pretendiera soltarme, aunque sus ojos me dicen que era
una buena y grande.
Me suelta la mano y se la lleva al regazo. Yo cierro la mía
en un puño para frenar el impulso que me lleva a querer
pedirle que me la vuelva a coger. Me gustaba sentir su
mano cálida y pequeña junto a la mía. Me gustaba tanto
que hasta siento un pequeño cosquilleo en las yemas de los
dedos que me llega hasta la nuca. Es minúsculo, pero lo
siento, y eso no está bien. ¿O sí lo está?
—¿Algo para beber? —La azafata aparece a nuestro lado
con el carrito de las bebidas, irrumpiendo así cualquier
pensamiento en el que estuviera a punto de zambullirme.
No tengo ni idea de qué tienen, pero la verdad es que ahora
mismo me vendría bien un café, y eso estoy seguro de que
tienen en todas partes.
—¿Tenéis alcohol? —pregunta Helena. La miro. Por cómo
ha hecho la pregunta, intuyo que necesita algo mucho más
fuerte que una simple taza de café.
—Cerveza, whisky, ron, ginebra…
—¿La ginebra es Bombay Sapphire?
—Sí, señorita.
—Perfecto. Ponme dos vasos.
—Las vendemos en botellines pequeños.
—Pues que sean cuatro. —Se gira hacia mí—. ¿Tú quieres?
La risa se me escapa por la nariz y sacudo la cabeza.
—Yo me pediré un café. Me da que voy a tener que
encargarme de alguien un poco borracho cuando lleguemos
a Washington.
—Aguafiestas. —Vuelve a dirigir su atención a la azafata
—. Deja seis. Estoy segura de que va a terminar bebiendo
conmigo.
—Pero yo quería un café —protesto. Helena me ignora.
—Deja también dos botellas de agua. Frías. Y un par de
vasos con hielo y una rodaja de limón. ¿Tenéis algo para
comer?
—Tenemos bocadillos. O snacks para picar.
—Ponnos dos bocadillos de bacon y un par de bolsas de
papas.
La azafata nos pone todo lo que Helena le ha pedido —sin
mi café, por supuesto—, y se marcha sonriente a sacarle el
dinero al siguiente pasajero una vez mi compañera de vuelo
ha abierto el bolso y le ha dado un fajo de billetes de color
verde.
Helena baja la bandeja, deja las seis botellitas de ginebra
en fila, y abre una de las bolsas de papas. Saca una y me la
ofrece sonriente.
La cojo dudoso y me la meto en la boca.
—¿Por qué me miras así de raro?
Elevo tantos las cejas que se me forman un millón de
arrugas en la frente.
—¿A qué viene este despliegue de alcohol? Que a mí no
me importa lo más mínimo, solo que me ha sorprendido. —
Me coloco de lado tras desabrocharme el cinturón y me
inclino un poco hacia ella. Al hacerlo, aspiro y, por fin, sé
reconocer ese olor que me mareó ese día en su cuarto de
baño. Helena huele a dulce, a caramelo mezclado con
algodón de azúcar. Y me gusta.
Me gusta el dulce, el caramelo y el algodón de azúcar. Y
me gustan las tres cosas juntas.
Helena se lleva otro puñado de papas a la boca y mastica.
—Estoy un poco nerviosa.
Pongo los ojos en blanco.
—No me había dado cuenta.
Me golpea en el brazo con la mano en la que lleva la
bolsa de papas, haciendo que estas salgan disparadas.
Recojo las que han caído sobre mí y me las llevo a la boca.
Helena hace lo propio con las que han caído sobre ella. Las
que han caído al suelo… Ahí están bien.
Como yo, se desabrocha el cinturón y se coloca también
de lado. Resopla, haciendo que un mechón pelirrojo vuele
hacia arriba, apartándoselo de la cara. Pero solo durante un
segundo, porque enseguida este vuelve a caerle sobre el ojo
derecho, tapándoselo. Cojo uno de los botellines, lo abro, y
echo un dedo de líquido dentro de uno de los vasos con
hielo y una rodaja de limón. Se lo ofrezco a Helena y esta se
lo bebe de un trago.
—Sí que estás nerviosa, sí.
—No quiero ir a casa.
—¿Tan mal te llevas con tu familia?
—Es complicado. —Me callo, esperando que diga algo
más, pero no lo hace. Podría preguntarle. De hecho,
tenemos varias horas por delante y así se nos pasarían más
rápido, pero Helena no quiere contármelo y yo no voy a
insistir. Bastante por saco le estoy dando ya con las
dichosas clases.
—Me dijiste que Los Ángeles sí que te gusta.
—Me encanta.
—Genial. Creo que vas a ser una guía maravillosa. Y hasta
me puedes hacer el tour en francés. —Se ríe y niega con la
cabeza.
—¿Tienes respuesta para todo?
—Al menos, lo intento.
Le vuelvo a llenar el vaso y, qué coño, ha comprado seis
botellines porque intuía que la iba a acompañar, ¿no? Pues
estaría feo no hacerlo y dejarla mal, así que me lleno el otro
vaso con lo que queda de la ginebra y, como ella, me lo
bebo de un trago.
—Sabía que no me ibas a dejar beber sola.
Abro otra botella, solo que esta vez lleno solo mi vaso.
Helena no protesta.
—Estoy un poco confundido contigo. ¿Te gustan o no los
aviones?
Vuelve a resoplar, ese mechón de pelo vuelve a volar, y
vuelve a posársele sobre el ojo.
Con lo sencillo que sería apartárselo y colocárselo tras la
oreja…
—Me encanta viajar —dice la última palabra con énfasis
—. Lo he hecho mucho durante toda mi vida. Conozco los
seis continentes y, aunque es cierto que prefiero el coche o
el tren, si tengo que hacerlo en avión, pues lo hago. No
puedes ir desde Los Ángeles a España en coche.
—Evidentemente.
—Evidentemente. —Se encoge de hombros—. Te juro que
me gusta, lo único es que le tengo un poco de respeto. Ya
sabes, por si…
—Sí, por si el piloto se queda dormido y nos precipitamos
al vacío —lo digo bajito. Lo que menos necesitamos es que
nos escuche otro pasajero y se arme el caos.
Asiente.
Con una mano sujeta el vaso de plástico y con la otra
comienza a dibujar el borde con el dedo índice. De repente,
parece otra Helena. Otra más lúgubre, más tristona. Como
si un velo de tristeza le hubiera tapado los ojos. Dejo la
bebida sobre su bandeja y le busco la mano.
Esa con la que estaba haciendo circunferencias en el
borde. En cuanto lo hago, una sensación familiar se apodera
de mi pecho y me hace sonreír, pero solo por dentro. No
quiero que Helena piense que me estoy riendo de ella, ya
que se nota que algo le preocupa, y tampoco quiero parecer
raro al sonreír por el simple hecho de entrelazar mis dedos
con los de otro ser humano.
Otro ser humano que resulta que es una chica preciosa
con unos labios gruesos y apetecibles, un olor que dan
ganas de guardar en un frasco para rociártelo en la
almohada por las noches, una piel cálida y suave y unos
ojos tan marrones que me recuerdan a la tierra.
Carraspeo y le doy un ligero apretón en la mano.
—¿Qué te parece si jugamos a algo?
Levanta la cabeza y me mira suspicaz.
—No será a algún juego sexual, ¿verdad?
La miro divertido.
—No se me había ocurrido, pero, oye, nunca lo he hecho
en un avión. Debe de tener su morbo, ¿no crees?
—Hailey y Shawn lo hicieron en uno.
La miro con los ojos abiertos y rompo en una carcajada.
—¿En serio?
—Sí, cuando fuimos a Nueva York a ver el musical de
West Side Story.
Vuelvo a reír y esta vez ella lo hace conmigo.
Le pregunto por ese musical, ella me pregunta por el
último partido de hockey antes de las vacaciones de verano
y, así, sin darme cuenta, las casi dos horas que dura el
trayecto hasta Washington se convierten en las más cortas
de la historia.
Helena es una chica muy divertida y con un gran sentido
del humor. Me cayó bien desde el primer momento en el
que la conocí. Me recordaba mucho a Hailey y todos
sabemos que es difícil no enamorarte de la gemela cañera
en cuanto la conoces. Pero nunca había profundizado con
ella como he podido profundizar con las hermanas Wallace.
Helena era la amiga de mi amiga y yo el chico que
siempre se apuntaba a cualquier plan interesante.
Compartíamos amigos y mis planes solían coincidir con los
suyos. Sí, éramos amigos, aunque no hasta el punto de
saber que hablaba francés a la perfección —además de
unos cuantos idiomas más— o que tiene una relación de
amor–odio con los aviones.
La cosa es que, de repente, he conocido a Helena. O, al
menos, lo estoy haciendo, y me gusta. Me siento cómodo a
su lado. Es de esas personas con las que es tan fácil
conversar que el tiempo se pasa volando. Es ocurrente y
tiene su toque de locura, aunque creo que solo he visto la
superficie. Estoy seguro de que todavía queda mucho donde
rascar.
El avión aterriza y rebotamos en nuestros asientos
cuando las ruedas tocan el suelo. La gente aplaude y
nosotros con ellos. Solo entonces me doy cuenta de que
hemos tenido las manos entrelazadas durante todo el vuelo
y de que eso me gusta.
CAPÍTULO 15
«¿Eres rica?. Perdón, rectifico. Eres rica».

~Luke~
Me duele el culo de llevar tantas horas sentado. Necesito
estirar las piernas y salir de este avión. Respirar aire fresco.
Y, por qué no decirlo, me muero por conocer Los Ángeles.
Ver el famoso paseo de la fama o el cartel que te da la
bienvenida a Hollywood. Además del hockey sobre hielo,
que es mi gran pasión, me encanta el cine y algunas de mis
películas favoritas se han rodado en esta ciudad, como
Jungla de cristal. Joder, si es que es la mejor película de
acción de la historia.
Lo dicho, me muero por salir ya de este puñetero avión,
aunque, por otra parte…
Echo un vistazo a mi izquierda y sonrío. Helena se ha
quedado profundamente dormida sobre mi hombro hace
más de dos horas. No sé si ha sido porque los nervios al
final la han vencido o porque los chupitos de ginebra que se
ha tomado la han dejado completamente fuera de juego. La
cuestión es que estábamos jugando a un juego que ella
tenía en el móvil, uno que se llama: «¿Qué prefieres?», o
algo así, y, cuando he querido darme cuenta, los ojos se le
habían cerrado.
Tenía la cabeza apoyada contra el respaldo en una
posición un poco rara, así que no he dudado en acercar su
cuerpo al mío para que así pudiera apoyarse sobre mi
hombro. ¿Lo mejor? Cuando ha ronroneado como un gatito y
se le ha arrugado la nariz en una forma muy dulce y tierna.
Miro por la ventana un segundo y me maravillo en cuanto
las luces comienzan a tomar forma, iluminando esta ciudad
que nunca duerme. Todavía es de día, pues no son más que
las siete y media de la tarde, pero aun así es espectacular.
Hay vida por cada rincón que miro. Y eso que lo hago desde
las alturas. No me quiero ni imaginar cuando esté ahí
mismo, entre toda esa gente que va de un lado para otro.
«Señores pasajeros, estamos a punto de aterrizar en Los
Ángeles. Por favor, asegúrense de llevar el cinturón
abrochado y la bandeja en posición vertical…».
El piloto sigue hablando mientras yo me muevo con
cuidado para comprobar si Helena tiene el cinturón
abrochado. Y no, no lo tiene.
El mechón de pelo en el que llevo fijándome todo el día
porque no para de metérsele en el ojo, sigue igual de
rebelde que esta mañana, así que me lo enrollo en el dedo
índice y, POR FIN, pues llevo todo el puñetero día queriendo
hacerlo, se lo aparto de la cara y se lo coloco tras la oreja. El
contacto hace que Helena se mueva, pero no se despierta.
También hace que vuelva a ronronear como un gatito, y yo
tengo que morderme el labio para no sonreír.
Le rozo de forma breve y escueta el lóbulo de la oreja
porque… Bueno, porque me apetece, y la zarandeo del
hombro para despertarla.
—Helena, hemos llegado…
Vuelve a ronronear.
Se recoloca mejor, estira el brazo y me rodea la cintura
con él. Me fijo en su boca y veo que la tiene ligeramente
abierta y que por ella sale un sonido parecido a un resoplido
que bien podría pasar por un ronquido.
En cualquier otro momento, y con cualquier otra persona,
la grabaría, se lo pasaría al grupo y, bueno, pues nos
descojonaríamos todos juntos. Pero a ella no le hago eso,
pues estoy demasiado ocupado fijándome en esos labios
entreabiertos y en cómo le sube y le baja el pecho con cada
respiración.
—Señor, ¿tiene el cinturón abrochado? —La presencia de
la azafata hace que aparte la mirada de la boca de Helena.
La miro y asiento.
—Sí.
—¿Y ella? —pregunta, señalando a mi compañera. Niego
con la cabeza.
—No, pero ahora la aviso y se lo abrocho.
—Gracias. —La azafata me dedica una sonrisa y se
marcha a atender a otros pasajeros. Le coloco una mano
bajo la barbilla a Helena e intento levantarle un poco la
cabeza.
—Profesora, ya hemos llegado.
Me aprieta más de la cintura.
—Cinco minutos más —masculla, haciéndome cosquillas
en el cuello.
—Tienes que abrocharte el cinturón.
—No quiero —protesta enfurruñada.
Me da que esta chica no tiene muy buen despertar.
La azafata pasa de nuevo por nuestro lado, se fija en el
cinturón de Helena y, esta vez, cuando me mira, no lo hace
con una sonrisa, sino con el ceño fruncido. Yo si le sonrío.
Utilizo una de esas sonrisas que sé que siempre me hacen
conseguir lo que quiero. Funciona. La azafata me señala con
el dedo y continúa su camino.
—Vamos, Helena, tienes que ayudarme.
La muevo, para ver si puedo conseguir alcanzar la otra
parte del cinturón, pero es imposible. Se ha sentado sobre
él. Como no se despierte me va a tocar cargar con ella en
brazos. Y no es que me importe, pero dudo mucho que
pueda con ella y nuestras maletas y mochilas al mismo
tiempo.
—Helena. —La zarandeo. Pero Helena pasa de mí.
Miro hacia atrás y veo que la azafata no va a tardar en
volver a aparecer. Joder, tengo que abrocharle el cinturón
como sea. De perdidos al río. Meto la mano y palpo hasta
encontrar el vértice, pero no solo palpo metal y cuerda.
También palpo su trasero, y eso hace que por fin abra los
ojos y se aparte de mí tan rápido que temo que le dé un
tirón en el cuello.
—Por fin —murmuro en cuanto consigo sacar el cinturón
de las narices. Una vez escucho el clic, me enderezo con
una sonrisa en los labios y miro a Helena.
Ella no sonríe. Ni un poquito.
—¿Estás bien?
—¿Me… Me acabas de tocar el culo? —La voz le sale entre
estrangulada y adormilada.
Carraspea, supongo que para intentar aclararse la
garganta, y yo aprovecho para fijarme en su cara. Tiene una
raya con la forma de mi hombro cruzándole la mejilla, un
hilo de baba en la comisura de la boca y los ojos, además de
un poco hinchados, me observan con tanto detenimiento
que ni pestañea.
Sonrío.
No puedo hacer otra cosa porque me parece que está
encantadora.
—¿De qué te ríes?
—De nada.
Tuerce el morro y mira a su alrededor.
—¿Dónde estamos?
—En un avión.
Gira de golpe la cabeza y me mira echando humo por los
ojos.
—¿Siempre eres tan gracioso?
—Tengo mis momentos. —Le guiño un ojo y ella solo
vuelve a torcer el morro—. ¿Siempre te despiertas de tan
buen humor?
—Tengo mis momentos —dice parafraseándome.
Suelto una carcajada que, estoy seguro, llama la atención
de más de un pasajero, pero me la suda.
El avión toca tierra, haciendo que rebotemos en nuestros
asientos. Helena mira por encima de mi cabeza y gruñe.
—¿Ya hemos llegado a Los Ángeles?
—Eso parece.
—Mierda. —Comienza a mirar a cualquier parte menos a
mí y yo aprovecho para mirar por la ventanilla, confirmando
así que ya estamos en Los Ángeles, a no ser que el
aeropuerto que estoy viendo sea otro.
Suelto un suspiro. Joder, estoy en Los Ángeles. Quién
narices me iba a decir a mí ayer por la mañana que a estas
horas estaría a punto de pisar la ciudad donde viven Will
Smith o los Beckham.
Escucho murmullos y jaleo, y me giro a ver qué pasa.
Aunque el avión sigue circulando por la pista, la gente ya
empieza a levantarse y a recoger sus cosas, Helena
incluida. Está de pie intentando coger la mochila que guardó
en el compartimento superior, pero se le ha debido de
atascar, porque está estirando y de ahí no sale nada. Yo la
mía la he guardado bajo el asiento. La saco, me levanto,
dejo mi mochila sobre mi butaca y me acerco a la pelirroja.
—¿Quieres que te ayude?
—No. —Seca y cortante.
Me gusta.
Me trago una sonrisa y me cruzo de brazos a observarla.
El avión ya ha parado y los que están por las primeras filas
han empezado a salir. No va a tardar en llegar nuestro
turno. Los que miran mal a Helena y yo lo sabemos, pero
ella no, y es que por su tozudez a que no la ayude ha
formado una pequeña cola a su espalda de gente
impaciente con caras de pocos amigos.
—¿Te ayudo? —pregunto de nuevo. Esta vez me llevo un
gruñido junto con el «no».
Mi amiga la azafata se abre paso hasta llegar a nosotros.
—¿Va todo bien?
Helena resopla.
—La mochila no sale.
La azafata me mira como diciendo: «No te quedes ahí
parado y ayúdala».
Podría explicarle que me he ofrecido dos veces y las dos
he sido rechazado, pero estoy empezando a temer por la
vida de la profesora. Dios, la gente está mirándola muy muy
mal. Me acerco a ella, me coloco a su espalda y estiro mi
cuerpo y los brazos sobre los suyos hasta alcanzar la
mochila. Se ha quedado atascada en una especie de tornillo
que sobresale. Me pongo de puntillas, la desengancho y tiro.
Esta cae sobre los brazos de Helena y juro que escucho
suspiros a nuestras espaldas.
—Vámonos de aquí antes de que alguien nos escupa. —
Cojo mi mochila, le coloco una mano sobre la espalda y la
empujo con suavidad hasta la salida.
Salimos del avión y seguimos a la marabunta de gente
que se dirige hacia la zona de equipaje para recoger
nuestras maletas. Helena se aparta de mi contacto y
comienza a caminar a mi lado con la espalda recta y la
cabeza tan alta que le sale más cuello del que realmente
tiene. Tiene los hombros en tensión y sujeta una de las asas
de la mochila con tanta fuerza que tiene los nudillos
blancos.
—Oye, ¿estás bien?
—Perfectamente.
No soy un experto en lenguaje corporal, pero tampoco
hay que ser Einstein para saber que esta chica no está bien.
Llegamos a la cinta transportadora y no tardo en divisar
la maleta de Helena. Además de ser enorme, es rosa chicle
y es imposible no verla. La saco de la cinta y la coloco a su
lado.
—Gracias.
—De nada. —Helena coge el asa, da media vuelta y
comienza a andar decidida. La detengo sujetándola por la
muñeca.
—Aún no ha salido mi maleta. —Se desinfla como un
globo. Asiente con un golpe seco de cabeza y comienza a
repiquetear el suelo con el pie.
—¿La ves?
Helena está rarísima. Ya no solo por el hecho de que no
me ha mirado ni una sola vez desde que el avión ha
aterrizado, sino porque no hay ni rastro de la compañera de
risas y anécdotas que he tenido en el avión. Y no quiero ser
borde, pero, de repente, parece que le hayan metido un
palo por el culo de lo tiesa que esta. Yo creo que si alguien
le da un empujón sería capaz de tirarla al suelo y romperla.
Una duda me asalta y me hace fruncir el ceño. ¿Está así
de rara porque le he tocado el culo? Voy a preguntárselo,
pero, entonces, veo mi maleta y voy a por ella. Lo hago
rápido, por miedo a que cuando regrese se haya marchado
sin mí.
No lo ha hecho. Aunque mira la puerta que tenemos a lo
lejos y por la que tenemos que salir tan fijamente que, si me
dice que está intentando abrirla con la mente, me lo creo.
Le coloco una mano en el hombro y ella da un respingo.
Me mira, luego mira a mi maleta y, después, otra vez a mí.
—¿Estás listo?
—Sí.
—Pues vámonos. —Ni la directora del colegio al que iba
de pequeño daba tanto miedo. ¿Qué narices le pasa?
Estamos a un par de zancadas de cruzar la puerta cuando
me adelanto y me sitúo frente a ella. Helena se detiene de
golpe para no chocar conmigo y parpadea. Lo hace tan
rápido que me da por pensar que lleva sin parpadear de
forma normal bastante rato.
—¿Qué haces? Tenemos que irnos.
—Oye, ¿te encuentras bien?
—Perfectamente. —Me da la misma respuesta que antes.
Una que, está claro, es mentira. Suelto la maleta y me cruzo
de brazos.
—¿Estás así por lo antes? —Me mira sin comprender. Le
señalo la espalda con la mano—. Porque te haya tocado el
culo. —Levanto los brazos con las palmas hacia arriba—. Te
juro que no era mi intención. Tenía que abrocharte el
cinturón y tú no te despertabas.
Las mejillas se le tiñen de rojo.
—No es por eso, es solo que… —Su móvil comienza a
sonar y la veo resoplar—. Mierda —masculla al tiempo que
se lo saca del bolsillo delantero de los vaqueros.
¿En qué momento lo ha activado? Mira la pantalla y por la
cara que pone creo que no le gusta mucho lo que ve.
Se lo guarda en el bolsillo, pero este no tarda en volver a
sonar.
—Joder. —Lo desbloquea de mala gana y se lo lleva a la
oreja—. Dime, mamá. Sí, ya he llegado. Perdona por tener
que esperar para recoger mi maleta. Lo sé, no se me ha
olvidado. Me muero de ganas. No, no es sarcasmo. —Pone
los ojos en blanco y vuelve a resoplar—. El color lavanda
creo que es fantástico. Estoy muy emocionada. Puedo coger
un taxi, no hace falta que… Vale, sí, gracias.
Cuelga, se vuelve a guardar el teléfono en el bolsillo, y
reanuda la marcha, ignorándome.
Corro para ponerme a su lado. No sabía yo que esta chica
podía ser Usain Bolt cuando se lo proponía.
—¿Hay un incendio y por eso corres?
Se detiene, ladea la cabeza y me observa. Lo hace
despacio, de arriba abajo. En otra situación eso me gustaría.
Mucho, además. Ahora me irrita, porque no me mira como
me gustaría que me mirara una chica. Ella lo hace como si
fuera un problema que no sabe cómo resolver.
—No me juzgues. —Se me escapa una risita por la bajo.
—¿Por qué iba a juzgarte?
Se lleva las manos a las sienes y comienza a
masajeárselas.
—Tú, solo, no lo hagas, ¿vale?
—Vale. —Asiente tres veces seguidas. Después, comienza
a andar de nuevo a paso ligero. Justo cuando estamos a
punto de cruzar la puerta, se detiene, me mira por encima
del hombro y murmura:
—Y ni se te ocurra hacer preguntas, porque termino con
nuestras clases y te mando de vuelta a Burlington.
¿De qué va todo esto?
Cruza las puertas y yo la sigo. Miles de personas
aparecen ante nuestros ojos. Familiares y amigos recibiendo
a viajeros. Gente que grita, otra que se abraza y otros
muchos que lloran. Esto está más concurrido que Macy’s el
primer día de rebajas.
Helena está a bastantes pasos de distancia. ¿Cómo ha
podido alejarse tanto en lo que yo he tardado en parpadear?
Lo dicho; esta chica debería dedicarse al atletismo en vez
de al teatro. Si el entrenador Jenkins la viera, la ficharía para
el equipo.
Acelero el paso hasta alcanzarla y es entonces cuando me
doy cuenta de que está parada frente a un chico vestido de
pingüino y con un cartel en la mano que pone: «señorita
Cortés». El chico debe de ser unos años mayor que
nosotros, aunque tampoco muchos, y tiene la cara perlada
en sudor, aunque tampoco me extraña. Hace un calor de mil
demonios y él va con traje de chaqueta, corbata y
sombrero.
—¿Dónde está Martin? —pregunta Helena. El chico
cambia el peso de un pie a otro y carraspea, incómodo.
—Ya no trabaja para la señora Baker, señorita Cortés. Lo
dejó hace unos meses.
—¿Lo dejó o lo despidieron? —El chico no contesta.
Helena le sonríe con amabilidad y eso solo hace que el chico
se ponga colorado.
—No importa. ¿Nos vamos? Y, por favor, no vuelvas a
llamarme señorita Cortés. Me llamo Helena.
—Como desees, señorita Cortés. —Helena pone los ojos
en blanco y no dice nada, solo le vuelve a sonreír y lo sigue
cuando este comienza a andar cargando con su maleta. No
me ha presentado, así que yo me limito a seguirlos a los dos
hasta lo que parece ser una limusina.
La mandíbula me toca el suelo cuando el chófer —porque
hay que ser muy idiota para no darse cuenta de que este
chico es chófer—, nos abre la puerta y veo el interior.
—Joder.
—He dicho que no hagas preguntas —masculla Helena
mientras entra en el coche.
—Es más grande que mi dormitorio.
—Fanning…
—¿Qué? No he hecho preguntas.
Saco el móvil y empiezo a grabarlo todo. Necesito
enviárselo a Brad. Aunque, si me paro a pensarlo, él debe
de tener un coche parecido a este, por lo que no le
impresionará una mierda. Pero al resto del equipo sí.
Marcus es tan pobre como yo.
—Para. —Helena me da un empujón, enviándome de
golpe al asiento, justo cuando la limusina arranca.
Helena apoya la cabeza contra el respaldo y cierra los
ojos. Se la ve cansada. Como si estuviera superada por algo
y el mundo le pesara.
—¿Estás bien?
—No paras de preguntarme eso.
—Y tú no paras de evitar mi pregunta.
—No la evito. Te he dicho que estoy bien.
—Vale, pues me estás mintiendo, y déjame decirte que lo
haces de pena. —Su respuesta es ignorarme, tal y como
lleva haciendo desde que se despertó en el avión. Podría
insistir, pero ¿para qué? Está claro que no quiere hablar
conmigo de eso. Ni de eso, ni de nada, en realidad, así que
me limito a mirar por la ventana las calles que vamos
dejando atrás y la cantidad de coches que hay. Y todos
pitando. Qué estrés. Aunque es un estrés bonito. Yo también
quiero tocar el claxon.
A lo mejor, si se lo pregunto al chico de delante, me deja.
Está claro que Los Ángeles dista mucho de ser Burlington.
Los minutos pasan y Helena sigue en la misma posición;
con sus ojos cerrados e imitando a la perfección al enanito
Mudito de Blancanieves. Cualquiera pensaría que se ha
quedado dormida, pero su ceño fruncido, la forma en la que
de vez en cuando arruga el morro y el tic que tiene en la
pierna, que no deja de moverla, me deja claro que nada
más lejos de la realidad. Está bien despierta y, sobre todo,
está odiando cada segundo que está pasando en esta
ciudad.
Y eso que todavía no hemos llegado a nuestro destino.
Me gustaría preguntarle. Averiguar qué le pasa y por qué
parece tan agobiada y nerviosa. Ayudarla. Pero opto por
volver a quedarme en silencio y a dejar que esta limusina
me lleve a donde sea que Helena tuviera pensado quedarse
estos días.
Y, en cuanto lo hago, en cuanto soy consciente del lugar
al que se dirige el coche, la mandíbula que antes tocaba al
suelo al ver la limusina, ahora está desencajada por
completo. Me pego tanto a la ventana que mi boca hace
ventosa.
—¡¿Estamos en Beverly Hills?! —lo pregunto, aunque en
realidad lo estoy afirmando, porque acabo de ver el
puñetero cartel que me dice que estoy en el jodido barrio de
la gente famosa.
Helena no dice nada. Se limita a rugir como un león y a
mantener los ojos cerrados.
Las mansiones se suceden una tras otra. Me entra la risa
floja al pensar que la casa de mi amigo me parecía enorme.
Esto es el jodido paraíso.
La limusina se detiene frente a una verja grande y negra.
Tras ella, puedo vislumbrar una casa que creo que soy
incapaz de describir.
—¿Eres rica? Perdón, rectifico. Eres rica.
Sé que Helena me ha dicho que no hable, pero ¿cómo
narices no lo voy a hacer?
La miro. La miro por primera vez desde hace un buen rato
y, por fin, abre los ojos. Lo que veo en ellos me parte en
dos; ¿cómo pueden unos ojos tan bonitos estar tan tristes?
CAPÍTULO 16
Hogar, dulce hogar

~Helena~
Luke me está mirando tan fijamente que no me queda
otra que apartar la mirada y centrarla en la casa grande y
blanca en la que acabamos de parar. Sé que Luke se muere
por hacerme mil y una preguntas, pero yo ahora no puedo
contestar ninguna. Además, la puerta principal acaba de
abrirse y mi madre, acompañada de mis hermanas, están
saliendo por ella.
Lleno los pulmones de aire, lo expulso poco a poco y me
acerco arrastrándome por el asiento hasta llegar a la
puerta.
—Helena… —dice Luke, pero niego con la cabeza.
—Luego —murmullo, y por fin abro la puerta. Eso sí, lo
hago justo un segundo después de fingir la mejor de las
sonrisas.
Pongo un pie en la gravilla y vuelvo a respirar hondo. El
olor de Los Ángeles es muy diferente al de Burlington. Aquí
se respira poder, falsedad, cinismo y mordacidad. Entre
otras muchas cosas.
Joder. Estoy en Los Ángeles. La risita de mi hermana
Allison me perfora los oídos y eso que todavía está a unos
metros de distancia. Pero es de esas risas que dan el mismo
escalofrío que cuando arañas una pizarra con las uñas.
—¡Helena! —grita emocionada Allegra en cuanto llega
hasta a mí. Extiende los brazos como si me fuera a dar un
abrazo, pero las dos sabemos que eso no va a pasar. No
porque yo no quiera, sino porque mi hermana abraza así, al
aire.
—Hola, Allegra.
—Babyboo —me saluda la otra en cuanto se planta frente
a mí, utilizando ese apodo al que terminé cogiendo manía y
que ambas se empeñan en utilizar siempre.
Cuando era pequeña, tenía un elefante de peluche al que
adoraba y con el que iba a todas partes. Me lo compró mi
padre un día que nos fuimos los dos solos al muelle de
Santa Mónica a pasar el día. Montamos en la noria, comimos
algodón de azúcar hasta que nos dolió la barriga y nos
sentamos en la barandilla a ver cómo rompían las olas al
chocar contra los postes de madera. Al terminar, justo antes
de volver a casa, vi un puesto donde vendían juguetes,
entre ellos algunos peluches. Me enamoré al instante de un
elefante gris al que se le había caído un ojo. Mi padre
intentó comprarme otro, aludiendo que ese estaba roto,
pero yo quería el peluche. Me sentía identificada o,
simplemente, me había enamorado de él.
Mi padre no insistió más. Me lo compró y yo me lo llevé a
casa feliz. Mi padre me preguntó cómo quería llamarlo y yo
le dije que Babyboo. ¿El motivo? Ni idea. Fue el primer
nombre que me vino a la cabeza.
Iba a todas partes conmigo; al colegio, a las clases
extraescolares, dormíamos juntos e, incluso, me bañaba con
él en la piscina. Algunos niños tienen amigos imaginarios
cuando son pequeños. Yo tenía a Babyboo. Hasta que dejé
de tenerlo.
Un día, mi madre, al volver del colegio y ver que llevaba
el elefante en la mano, me gritó y me dijo que no era sana
la obsesión que tenía por ese peluche tan feo y roto. Y que,
por supuesto, no pegaba nada en una niña como yo. Mis
hermanas la escucharon, pues siempre estaban pululando
por su alrededor, y utilizaron esa riña para empezar a
meterse conmigo. Hacían bromas a mi costa, se reían de mí
y, lo más cruel de todo, empezaron a usar ese nombre, que
a mí tanto me gustaba, como una burla. Al principio, no me
importaba, pero cuando empezaron a hacerlo en reuniones
sociales y, sobre todo, en el colegio, no me dio tanto igual.
Acabé odiando al pobre peluche y tirándolo a la basura.
Ese fue mi fin con Babyboo, pero no el de ellas con el
dichoso nombrecito.
Pestañeo, regresando al presente, y me centro en mi
hermana, que está casi pegada a mí. A diferencia de
Allegra, Allison no abre los brazos para saludarte. Se limita a
inclinarse hacia delante como si fuera a darte un beso, pero
sin llegar a hacerlo.
¿Cómo podemos ser las tres hermanas y ser tan
diferentes?
—Allison —la saludo sin dejar de sonreír cuando se
aparta.
Regla número uno: Nunca hay que dejar de sonreír.
—Llegas tarde. —El perfume de mi madre me llega a la
misma vez que su réplica.
Reprimo el impulso de suspirar.
O de poner los ojos en blanco.
O de suspirar mientras pongo los ojos en blanco.
Hogar, dulce hogar.
Me giro hacia ella y avanzo los pocos metros que nos
separan. Mi madre nunca se acerca a ti, tú te acercas a ella.
Es la regla número dos. Y es una regla que todo aquel que
se relaciona con Samantha Baker conoce. A diferencia de
las gemelas, ella sí que extiende los brazos y sí que me
rodea con ellos, aunque no aprieta.
En realidad, es un roce más que un abrazo.
—Perdón, me he entretenido con la salida del equipaje.
Se lo he dicho cuando me ha llamado por teléfono
estando en el aeropuerto, pero da igual. Ella tiene que
remarcar que no he llegado puntual y yo paso de dar
explicaciones.
Me suelta y junta las manos por delante del cuerpo. Me
analiza con ojos escrutadores. Sé que son escrutadores
porque son ya demasiados años viéndolos como para saber
identificarlos, pero para cualquier otra persona que no la
conozca tan bien como yo sería difícil, pues el bótox y las
cosas que se inyecta en la cara han acabado con cualquier
expresión de su cara.
—Da gracias porque la modista hoy se marcha tarde a
casa.
«Trabaja para ti. Se marcha a la hora que tú le dejes que
lo haga».
—Le daré las gracias en cuanto la vea.
Mi madre asiente con un golpe seco de la cabeza y mira
al frente.
Entrecierra los ojos y yo alucino con que al hacerlo no se
le haya formado ni una mísera arruga en la frente.
Ni una. ¿Cómo es eso posible?
—¿Quién es? —pregunta en tono cortante. Por un
segundo, no tengo ni idea de qué me está preguntando,
hasta que mi cerebro une las piezas y forma la cara de Luke.
Me había olvidado de él.
La situación, mi madre y mis hermanas han conseguido
que me haya olvidado por completo de Luke Fanning.
Lo busco y lo encuentro de pie junto a la puerta de la
limusina, que sigue abierta, mirándonos. Noah, el chófer,
está a su lado. Cuando nos ha recogido en el aeropuerto
estaba sudando. Ahora parece que se haya tirado a la
piscina con ropa. Pero ¿de qué me extraño? Si el pobre chico
lleva hasta sombrero. Solo a mi madre se le ocurriría
obligarlo a llevar sombrero.
Busco los ojos de Luke y me alegro cuando no veo nada
en ellos. No hay ni rastro del asombro que presentaba antes
en el coche, tampoco dudas o incomodidad. Sus ojos hacen
contacto con los míos y sonríe. Y, mierda, qué sonrisa más
bonita. Es una que dice: «sé que te has olvidado de mí, pero
no pasa nada. Te dije que haríamos una mierda juntos y eso
vamos a hacer».
Se acerca hacia mí despacio y con esos andares que solo
le he visto a él y que demuestran que es el tío más seguro
sobre la faz de la tierra. Ojalá yo tuviera esos mismos
andares cuando estoy en Los Ángeles. Se coloca a mi lado y
extiende la mano en dirección a mi madre.
—Buenas, señora. Me llamo Luke Fanning. —Su voz sale
natural. No está forzada y, de nuevo, no noto ni un atisbo de
incomodad.
Mi madre pestañea, como si acabase de salir de un
pequeño letargo, y extiende también su mano hasta atrapar
los dedos de Luke.
—Soy Samantha Baker, la madre de Helena.
—Encantado.
Dos entes se colocan junto a mi madre.
Dos entes que sonríen tanto que se les puede ver hasta el
mismo empaste que les pusieron cuando tenían diez años.
—Nosotras somos sus hermanas —dicen las dos a la vez
con ese mismo timbre de voz que me saca de mis casillas.
Luke suelta a mi madre y las saluda a ambas. No me pasa
desapercibido que Allegra ha estado apretándole la mano
más tiempo del que se consideraría cortes. Luke, de nuevo,
no muestra emoción alguna. Aunque sí que da un pequeño
paso hacia mí cuando mi hermana lo suelta.
—Vamos a casarnos el veinte de agosto —sueltan de
nuevo las dos a la vez. A veces, me recuerdan a una
coreografía de natación sincronizada, solo que fuera del
agua.
—Eso he oído. Enhorabuena.
Allison vuelve a soltar su risita y yo resisto el impulso de
taparme los oídos. Aunque añado la nota mental de comprar
tapones.
—¿Y tú eres? —le pregunta Allison a Luke.
—Es un amigo —contesto yo por él. Allison me mira y la
veo fruncir el ceño.
—¿Amigo? —Su incredulidad se me clava un poquito en el
pecho.
—También es mi profesora de francés.
Miro a Luke y, aunque él no me mira a mí, me parece ver
que me guiña un ojo.
—¿Tu profesora de francés? —La incredulidad viene ahora
por parte de Allegra—. ¿Tanto francés sabes como para dar
clases?
Esto es mejor que un partido de tenis. Nótese la ironía.
Estoy a punto de responder cuando mi madre carraspea,
captando así la atención de los cuatro y redirigiendo de
nuevo la conversación. Fija sus ojos en mí y me repasa de
arriba abajo. Reprimo el impulso de removerme en mi sitio,
y es que sé que lo que viene a continuación va a ser de todo
menos bonito. Casi que prefiero continuar con las perlas que
están soltando mis hermanas. Mi madre chasquea la lengua
contra el paladar. Veo la desaprobación en sus ojos.
—Menos mal que has venido. No hubiesen servido las
medidas de tu hermana. —Y esta, señoras y señores, es la
mujer que me dio a luz.
Me muerdo la lengua y me limito a asentir. Siempre digo
que voy a contestarle. Que no voy a dejar pasar ni una más.
Y, a veces, cuando estoy en Burlington y me llama por
teléfono, lo consigo.
O, al menos, me siento más valiente a la hora de colgar el
teléfono alegando mala señal o al replicarla de alguna
manera, pero cuando estoy con ella, cuando la tengo
delante, me hago tan pequeñita que me avergüenzo.
Siento cómo me rodean la cintura en una especie de
abrazo. Doy un pequeño respingo, pero es tan pequeño que
nadie se ha dado cuenta.
Bueno, nadie no. Luke sí que lo ha notado, pero porque es
quien acaba de poner su mano en mi cintura. Lo miro de
reojo y veo que está rojo. Pero no es el mismo rojo que yo
luzco. El mío es de pura vergüenza elevada a la máxima
potencia. El suyo tiene otro matiz.
A pesar de que me está cogiendo de la cintura, no me
está mirando. Tiene los ojos fijos en mi madre, como si
estuviera intentando descifrarla. Estoy a punto de decirle
que esa es una tarea de lo más absurda, cuando el sonido
de un coche acercándose nos avisa de que alguien tiene
pensado unirse a nuestra pequeña reunión familiar. Me
gustaría girarme para ver de quién se trata, pero estoy tan
rígida que el cuerpo no me responde. No sé si es porque
Luke me está apretando tanto que siento su calor uniéndose
al mío o porque el recibimiento de mi madre y de mis
hermanas sigue escociéndome.
El coche se detiene a mi espalda al tiempo que las caras
de mis hermanas se iluminan.
—¡Jackson! —exclama Allison al tiempo que escuchamos
cómo se abre y se cierra una puerta. Pues nada, el
prometido de mi hermana acaba de unirse a la fiesta. Esto
no podía ponerse ya más divertido.
¿O sí?
Otra puerta se abre y, en cuanto lo hace, siento un
escalofrío. Uno que no augura nada bueno. Como cuando
metes los dedos en un enchufe y sientes la corriente. Que
yo no es que haya metido los dedos en ningún enchufe,
pero sí que he sentido alguna vez una descarga y es justo lo
que estoy sintiendo ahora mismo. No sé si es el olor que me
llega cuando la otra puerta se ha abierto, las pisadas o la
mirada de reojo que me echa Allegra justo antes de
desaparecer de mi campo de visión.
No tengo ni puta idea de qué lo origina, pero lo sé.
Lo sé. Y…
Me giro despacio, casi a cámara lenta. Como si estuviera
haciendo tiempo para que la hostia que estoy a punto de
llevarme sea minúscula y no me dé con la fuerza suficiente
como para tirarme al suelo.
Pero llega.
Claro que lo hace.
En cuanto veo su pelo rubio casi albino, sus ojos color
caramelo, su mano alrededor de mi hermana, abrazándola,
y la nariz enterrada en su pelo.
Y LA SONRISA, en mayúscula.
Esa sonrisa que me enamoró y que me prometió tantas
cosas.
—Hola, Helena, qué alegría volver a verte —suelta en
cuando ha quitado la nariz del pelo de mi hermana. No me
da tiempo a reaccionar. Ni siquiera a apartarme de Luke,
que sigue sujetándome por la cintura. Y, menos mal, porque
estoy segura de que a estas alturas las piernas ya me
hubieran fallado y estaría besando el suelo.
El prometido de Allegra —porque, mierda, es su jodido
prometido. Si no, ¿por qué acaba de darle un pico en los
labios?—, la suelta y se acerca a mí para envolverme en un
abrazo. Uno que no sé bien si corresponder o ponerme a
vomitar. Cuando acaba, da un paso atrás. Aunque no vuelve
con Allegra, sino que se queda tan pegado a mí que las
puntas de nuestros zapatos se rozan.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —dice, y yo
asiento, porque se me ha olvidado cómo hablar.
Y es que esto no puede estar pasando.
Mi hermana no puede…
No puede…
La susodicha aparece, colocándose al lado de su chico y
sujetándolo por el brazo, como si este se fuera a escapar. La
miro a la cara y lo que veo en ella me deja helada, porque
no veo nada. Ni arrepentimiento, ni pesar. Nada. Ni siquiera,
un mínimo de remordimientos. Está tan feliz y sonríe tanto
que parece que se haya tragado todas las jodidas perchas
de su armario, y tengo que decir que son muchas, pues este
es casi tan grande como todo mi apartamento de
Burlington.
—Ya conoces a mi prometido, ¿verdad? —me dice en un
tono tan de cabrona que solo me dan ganas de coger unas
tijeras y cortarle ese pelo rubio que tanto se cuida.
Intento hablar, pero de nuevo las palabras se han
quedado atascadas en mi garganta y no salen. La mano de
Luke se ciñe con fuerza a mi cintura, como si quiera darme
fuerzas. Como si supiera qué narices está pasando y
quisiera darme su apoyo.
Tengo ganas de llorar.
—Yo no lo conozco —suelta Luke de pronto dirigiéndose a
los dos—. Yo soy Luke Fanning, ¿y tú eres?
Travis parpadea. Mi jodido ex parpadea sorprendido,
como si le extrañara que Luke no supiera quién es, y
extiende la mano hacia el capitán del equipo de hockey de
la universidad.
—Travis Campter, el exnovio de Helena.
Luke pasa su brazo de mi cintura a mis hombros.
—Me había parecido que eras el prometido de Allegra. —
No me pasa desapercibido el tono condescendiente de Luke
y tampoco el pequeño azoramiento que aparece en las
mejillas de Travis.
Por primera vez desde que he pisado esta casa, tengo
ganas de sonreír y de que la sonrisa no sea falsa.
Travis suelta una risita por lo bajo y cuadra los hombros.
—Sí, claro. Soy el prometido de Allegra. —Se gira hacia
esta y le da un beso en la punta de la nariz.
Yo me trago una arcada.
—Bueno —dice después, dirigiendo de nuevo su atención
hacia Luke—, ¿y tú quién eres, exactamente? Además de
Luke…
—Fanning —contesta este sonriendo. Travis asiente con la
cabeza.
—Eso.
—Es un amigo de Babyboo, cariño —le contesta Allegra
antes de que Luke o yo podamos responder. No sé si me da
más asco el «Babyboo» o el «cariño».
—¿Un amigo? ¿Y para qué te traes un amigo a nuestra
boda, Helena? —Aunque me lo pregunta a mí, no aparta sus
ojos de Luke.
—Ha venido para que mi hermanita le dé clases de
francés. O algo así. No lo he entendido muy bien.
—¿De francés? —Travis por fin deja de mirar a Luke para
mirarme a mí, y lo hace con suspicacia—. ¿Desde cuándo
hablas francés?
¿Cómo puedo haber estado saliendo con esta persona y
que ni siquiera sepa cuántos idiomas hablo? Abro la boca
para hablar, a ver
si por fin me sale algo, cuando Luke me frena con un
pequeño apretón
de su mano sobre mi hombro. Un apretón que viene
acompañado de una caricia y un beso en la sien que dura
mucho más de cinco segundos. Y que me hace cosquillas.
Muchas.
—En realidad —comienza a decir, ajeno por completo a
mi desconcierto, sin dejar de mirar a Travis, que ha vuelto a
mirarlo a él, y trazando espirales en mi hombro—,
queríamos esperar unos días para decirlo, pero ya que
estamos con las presentaciones oficiales…
Aparta por fin la mirada de mi ex y se centra en mí. Me
sonríe con cariño y me coloca una mano en la mejilla. Me la
acaricia con tanta ternura que, si no tuviera la angustia que
tengo, me haría enrojecer.
—Soy el novio de Helena.
CAPÍTULO 17
Lo mato

~Helena~
Tardo cinco segundos en entender lo que acaba de soltar
Luke. Y han sido cinco porque por un momento me he
perdido en sus ojos verdes y en las cosquillas que me hacen
las yemas de sus dedos.
Cuando reacciono y analizo la frase, me atraganto con mi
propia saliva. ¿Qué cojones acaba de decir? Tengo que
haber oído mal, no puede haber dicho que él es mi…
—¿Has dicho que eres el novio de Helena?
Pues sí, lo ha dicho.
La incredulidad con la que Travis hace la pregunta me
devuelve de golpe y porrazo a la realidad. Intento girar la
cabeza para mirarlo, pero el ataque de tos no me lo
permite. Me pica la garganta y los ojos se me han aguado.
Luke pasa de acariciarme la mejilla a darme golpecitos en la
espalda.
—¿Estás bien? —me pregunta bajito.
Quiero gritarle que no. ¿Cómo voy a estarlo después de lo
que ha dicho? Pero la tos no me deja. Tampoco mi familia,
que ha empezado a hablar entre sí y a acribillarme a
preguntas.
—¿Has dicho que eres el novio de Helena? —Este es
Travis. Otra vez. Como no le hemos contestado la primera
vez, por lo visto ha optado por preguntarlo una segunda.
—¿Qué tiene que ver eso con el francés? —Jackson, el
novio de Allison, es bastante peculiar en sus preguntas.
—No puede ser su novio, cielito. Es guapísimo. ¿A qué sí,
mamá? —Esta es Allison. Aunque también podría haberlo
dicho Allegra.
Tengo dos hermanas que son una joya.
—¿Por qué lo has presentado como tu amigo? —Mi
bendita madre. Me resulta extraño que no haya contestado
a la pregunta de Allison.
—¿Quieres que entremos a por agua? —Cierro los ojos y
niego con la cabeza, contestando así a la pregunta de Luke.
Despejo la mente mientras intento encontrarle sentido a
todo, y entonces reparo en que todos han hablado menos
Allegra, y eso es raro de narices. Doy un paso atrás,
separándome un poco de Luke y encontrando el aire que
ahora mismo me falta, y busco a mi hermana. No se ha
soltado del brazo de Travis. De hecho, creo que lo está
apretando más fuerte ahora que antes, pero eso no es lo
que llama mi atención. Lo que la llama es la mirada de odio
con la que me está mirando en estos momentos. Creo que,
si pudiera, me escupiría.
O me arañaría con esas uñas de porcelana que tiene.
Escucho un gruñido. No sé de dónde viene, pues estoy
demasiado ocupada viendo el odio que tiene mi hermana en
sus ojos.
—¿Quiere alguno de los dos contestar a mi pregunta? —
Vale, el gruñido venía de Travis.
—Helena, ¿desde cuándo estás con este chico? ¿Lo sabe
tu padre? Por supuesto que lo sabe. ¿Y lo vas a traer a la
boda? Porque si es así, nos lo podrías haber dicho antes.
¿Cómo se te ocurre presentarte con él sin avisar? ¿Tú sabes
el jaleo que es cuadrar las mesas? Además, a ti te habíamos
puesto en la de los solteros. ¡Ahora no podemos ponerte
ahí, si vienes con pareja! —Mi madre.
—Todo esto es un poco estresante y me está empezando
a dar dolor de cabeza. Creo que voy a tener que llamar a
Julen para que venga a darme un masaje. —Allison.
—Ahora no vas a ir a darte ningún masaje, Allison.
Todavía tenemos que mirar el vestido de tu hermana. —Mi
madre de nuevo.
—¿Y por qué tengo que ir yo? Que se ponga cualquier
cosa.
¿Que a mi hermana está empezando a entrarle dolor de
cabeza? La mía está a punto de explotar. A veces se me
olvida lo zorras que pueden llegar a ser. Las dos. Porque es
Allison la que habla, pero es Allegra la que tira veneno por
los ojos. ¿Qué es lo que le molesta, exactamente? ¿Qué
tenga novio? ¿Qué lo haya traído a su boda?
A lo mejor se le ha olvidado que va a casarse con el tío
con el que perdí la virginidad. Ese que me dejó un mes
después y por el que tanto lloré. ¿Me dejaría por ella? ¿Ya
estaba liado con mi hermana cuando estaba conmigo? ¿Por
qué nadie me dijo que era Travis su prometido? ¿Cómo han
podido mentirme de esta manera? Mi madre incluida.
¿Tanto me odian? ¿Las tres? Los ojos me pican. Es
cuestión de segundos que me eche a llorar. Me siento
sobrepasada y, con cada minuto que pasa, me siento peor
y, aunque ahora mismo ahogaría a
Luke con mis propias manos por lo que acaba de decir y lo
mandaría a la mierda en todos los idiomas que sé, no me
queda otra que seguir con la pantomima, así que sonrío,
paso mis brazos por su cintura, abrazándolo, y callo las
conversaciones de mi madre, de Travis y de Allison cuando
me pongo de puntillas y junto mis labios con los suyos para
besarlo. Es un beso casto. Tanto, que casi ni nos hemos
rozado, pero con él he conseguido que los tres dejaran de
hablar.
Cuando me separo, cruzo una mirada con Luke, una con
la que pretendo decirle que, en cuanto pueda, pienso
matarlo, y centro la atención en toda mi familia.
—Sí, es mi novio —digo, mirando primero a Travis, al que
no parece hacerle mucha gracia mi respuesta. Me salto a
Allegra, pues ella no me ha hecho ninguna pregunta y,
además, estoy cansada de sus miraditas, y me centro en
Allison—. Sí, es guapísimo. De hecho, es uno de los chicos
más populares del campus. ¿Qué te parece? —Bajo la voz
hasta casi susurrar—. Y es el capitán del equipo de hockey
sobre hielo. Tendrías que verlo con la equipación, está para
comérselo. —Allison ahoga un jadeo y yo paso a mi madre
—. No creo que se vaya a quedar a la boda, así que
tranquila por las mesas, puedes dejarme en la de las
solteras. Estaré con la prima Martha, ¿verdad? —Vuelvo a
girarme hacia Travis, pues acabo de acordarme de que se
me ha olvidado decirle una cosa—. Je parle français,
espagnol, italien, allemand et anglais. Je pourrais t'insulter
en cinq langues, mais je te laisse espérer.
Reprimo una carcajada porque ninguno tiene ni idea de lo
que acabo de decir. Mis padres apuntaron a mis hermanas
conmigo a francés, pero creo que fueron a una o a ninguna
clase.
Cojo con firmeza la mano de Luke y vuelvo a dirigirme a
mi madre.
—No quiero hacer esperar más a la pobre modista. Si te
parece, subimos a mi habitación, dejamos las cosas y nos
vemos aquí en veinte minutos.
No espero su respuesta. Llevo un buen rato intentando
salir corriendo y se me acaba de presentar la oportunidad
en bandeja. Con una mano sujeto a Luke y con la otra el asa
de mi mochila, como si me fuera la vida en ello. Luke me
pregunta algo, pero no lo escucho. Me retumban demasiado
los oídos y solo puedo prestar atención a mi corazón
luchando con fuerza contra mi pecho y a mis zapatillas
repiqueteando sobre los escalones. Entramos en casa y
cruzo el amplio vestíbulo como un vendaval. Como si una
manada de toros salvajes nos estuvieran persiguiendo. Me
dirijo a las escaleras de la derecha y comienzo a subir por
ellas de dos en dos. Jamás había sentido la necesidad de
llegar tan rápido a mi dormitorio como en estos momentos.
Paso de largo unas cuantas puertas cerradas y por fin
llego a la mía. Es la única que tiene un cartel colgando del
pomo de la puerta. Es una tabla de madera con mi nombre
grabado en ella. Me lo regalaron cuando tenía quince años.
Creía que mi madre lo tiraría cuando me marchase a la
universidad, pero no lo ha hecho. Estoy sorprendida, la
verdad, pero ya he tenido bastantes sorpresas por un día.
Además, descifrar a mi madre es imposible, así que no lo
hago.
Abro la puerta y empujo a Luke dentro. Cuando la cierro,
me suelto de su agarre y apoyo la espalda en la madera. Me
arrastro hasta quedar sentada en el suelo. Doblo las rodillas
y apoyo la frente.
Ahora que estoy sola, ahora que por fin escucho solo
silencio, las ganas de llorar vuelven con tanta fuerza que no
las puedo detener. Las lágrimas comienzan a rodarme por
las mejillas hasta llegar a mis labios. Me paso la lengua por
ellos, atrapándolas. Sé que debería secármelas, pero no
tengo fuerzas ni para eso. Además, le he dicho a mi madre
que nos veríamos en veinte minutos. Eso me deja quince
para llorar y cinco para ocultar los restos con maquillaje.
Revivo todo lo acontecido desde que he salido del coche
en bucle en mi cabeza y me derrumbo. Sabía que este viaje
sería una pesadilla, pero tenía una mínima esperanza de
que esta apareciera en unos días, no a los tres minutos de
haber aterrizado. Me esperaba las pullas de mi madre,
también los comentarios malintencionados de mis
hermanas, que, aunque estoy acostumbrada, siguen
picando, pero no me esperaba lo de Travis. Sabía que había
algo oscuro detrás del prometido de Allegra. Que mi madre
no me dijese el nombre me tenía con la mosca detrás de la
oreja, pero no me esperaba esto.
¿Travis? De todos los tíos que hay en el mundo, ¿mi
hermana va a casarse con mi exnovio?
Las ganas de vomitar regresan. Me tapo la boca con la
mano y me levanto del suelo para ir corriendo al cuarto de
baño que tengo en mi habitación. Paso por el lado de Luke,
que está parado, de pie, justo enfrente de mí, y me mira
preocupado.
Ahora mismo no puedo ocuparme de él, aunque puede
jurar que lo haré. Entro en el baño y levanto la tapa del
váter justo en el momento en el que la primera arcada hace
acto de presencia. La garganta me quema y puedo sentir el
regusto amargo de la ginebra que me he bebido en el avión.
Cuando la segunda arcada está a punto de llegar, una mano
fría y masculina se posa sobre mi frente y comienza a
apartarme el pelo de la cara.
—Tranquila, ya está —dice Luke, susurrando, mientras
continúa apartándome el pelo con una mano y frotándome
con suavidad la espalda con la otra.
Esto es vergonzoso. Cuando acepté darle clases nunca
imaginé que terminaría viéndome en esta situación. Quiero
mirarlo, pero el hilo de baba que me sale de la boca me lo
impide.
Alargo el brazo, palpando, buscando, hasta que Luke me
pasa una toalla y me tapo la cara con ella. Me cago en mi
vida. ¿En qué momento se me ocurrió aceptar que viniera
conmigo a Los Ángeles?
Mi hermana y Travis.
Travis y mi hermana.
Me concentro en respirar y, poco a poco, la angustia
remite y con ella las ganas de echar hasta la primera
papilla. Luke no ha dejado de acariciarme, y no sé si eso me
consuela o me dan más ganas de llorar.
—¿Qué hora es? —pregunto sin quitarme la toalla de la
cara. Solo falta que me retrase, mi madre venga a buscarme
y me pille así. Sería capaz de desheredarme.
Aparta la mano de mi frente y escucho cómo se palpa los
bolsillos.
—Las siete y cuarto.
Bien. Si no me equivoco, aún me quedan diez minutos
para intentar ser persona otra vez y hacer algo con la cara
que llevo.
Me pongo de pie, tiro de la cadena y voy directa a
lavarme la cara con agua fría. También me mojo la nuca y el
escote. Lo mejor sería darme una ducha, pero para eso sí
que no tengo tiempo.
Levanto la cabeza, me miro en el espejo y, si no fuera
porque veo a Luke detrás de mí, me horrorizaría por las
pintas que llevo, pero hay algo que me urge resolver.
—¿Cómo se te ocurre decirles que eres mi novio?
CAPÍTULO 18
«Porque quiero»

~Luke~
Si existiera algo para medir el nivel de enfado de una
persona, creo que, ahora mismo, el de Helena estaría muy
por encima de la media, aunque no sé bien si por mi culpa o
por la pandilla de gilipollas que forman su familia. Esto
último no se lo voy a decir, aunque estoy seguro de que lo
sabe.
Cojo la toalla que le he pasado antes y con la que se ha
tapado la cara y mojo uno de los bordes. La escurro bien
para que no gotee y se la pongo a Helena bajo el ojo.
—¿Qué haces? —Intenta apartarse, pero como tiene el
mueble del lavabo detrás no puede. La acorralo, colocando
mi otra mano al otro lado de su cuerpo, y vuelvo a llevar la
toalla a su cara.
—Has quedado con tu madre en diez minutos y el rímel se
te ha corrido. —Le paso la toalla con delicadeza por la
mejilla y da un respingo, pero, sorprendentemente, no se
aparta, así que me esmero en limpiarle cualquier rastro
negro que pueda tener; no porque a mí me importe que lo
tenga, sino porque no quiero que su madre tenga cualquier
excusa con la que pueda volver a meterse con ella.
Aún no me puedo creer todo lo que ha pasado ahí abajo.
¿Y esas son las hermanas y la madre de Helena? Yo creía
que el padre de Scott era insensible y mezquino, pero lo de
estas tres es de otro nivel. Creo que no había conocido
nunca a nadie con la habilidad de insultar con una sonrisa y,
encima, esperar que le dieras las gracias.
¿Y el exnovio? ¿Cómo puede existir un tío tan tonto del
culo? Me hubiese encantado borrarle la sonrisa de imbécil
de un guantazo, pero me imagino que eso solo le habría
provocado a Helena más problemas y, joder, no quiero que
tengas más problemas.
¿En serio no sabía que su hermana iba a casarse con su
ex?
Pues claro que no lo sabía. Solo había que fijarse en la
cara que se le ha quedado cuando se ha girado y lo ha visto.
Y en cómo se ha tensado. No he podido evitar rodearle la
cintura con mi brazo. Ya no solo porque necesitaba que
sintiera que no estaba sola y que yo estoy aquí, con ella,
sino porque estoy seguro de que, si no lo hubiera hecho, se
habría ido de bruces al suelo.
Me muerdo la lengua hasta hacerme daño y paso a
limpiarle la otra mejilla. Helena cierra los ojos y, al hacerlo,
una lágrima que se le había quedado atascada sale de su
escondite y comienza a deslizarse por su mejilla. La atrapo
rápido con la toalla y finjo que no la he visto cuando abre los
ojos y me mira.
—No hace falta que me limpies. Puedo hacerlo yo.
La obligo a cerrar los dos ojos y paso la punta por los
párpados.
—Lo sé, pero me gusta hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque quiero.
Sonrío cuando me mira y ella me devuelve la sonrisa,
aunque es una sonrisa tan falsa que me dan ganas de
gruñir. O de bajar al piso de abajo y liarme a hostias con
todo el mundo. Por Dios, menuda panda de gilipollas. Sigue
teniendo el ceño fruncido y también los labios, así que dejo
la toalla sobre la repisa y le paso la yema de los dedos por
las arrugas para hacerlas desaparecer, pero las tiene tan
pronuncias que creo que solo se eliminarían con una
plancha a vapor.
Se da la vuelta, quedando de espaldas a mí y frente al
espejo. Se mira y suspira.
—Estoy horrible.
—Yo creo que estás preciosa.
Abre mucho los ojos y me mira a través del espejo, seria.
—Ni se te ocurra ser condescendiente conmigo.
—No lo estoy siendo y te juro que no lo he dicho por decir.
Creo de verdad que estás preciosa. —Suelta una risita por lo
bajo, una que está carente de humor, y niega con la cabeza
de forma categórica—. Helena.
—No digas nada, por favor. Si me compadeces voy a
ponerme a llorar otra vez.
Alargo la mano por instinto para, no sé, tocarle el
hombro, o apartarle el pelo de la cara o… Y yo qué narices
sé. Para algo. Pero ella se hace a un lado, alejándose de mí,
y abre el segundo cajón del armario.
—¿Por qué les has dicho que eras mi novio?
Saca un neceser y, en cuestión de segundos, hay más
maquillajes, sombras de ojos y pintalabios que en una
droguería.
—¿Todo eso es tuyo? —Abre lo que creo que es el
maquillaje y comienza a esparcírselo por la cara.
—Ni se te ocurre cambiar de tema. —Deja el bote del
maquillaje con tanta fuerza sobre el mármol que no me
extrañaría que lo hubiese roto, y coge algo que no tengo ni
idea de lo que es, pero que empieza también a
restregárselo por la cara.
El cuarto de baño es enorme, pero estamos tan pegados
que si saco la lengua podría rozarle la nuca, así que me
alejo hasta apoyarme en una pared y me cruzo de brazos.
Helena sigue todos mis movimientos a través del espejo,
pero no habla. Supongo que está esperando una respuesta.
Una que se resume en ocho palabras.
—Porque me ha parecido que era lo correcto.
Levanta la cabeza de golpe y sus ojos se encuentran con
los míos. Por cómo me mira, está claro que hemos vuelto al
nivel de enfado de hace un rato, cuando hemos entrado.
—Estás de coña —escupe.
Me paso una mano por la cara antes de cruzarme de
brazos de nuevo.
—¿Y qué querías que hiciera? —Otra risita.
—¿Qué te parece…? Déjame pensar. Ah, sí. Nada. —Ahora
el que suelta la risita soy yo. Helena también se ha cruzado
de brazos y me mira más enfadada que antes, si es que eso
es posible—. Ni se te ocurra reírte, ¿me oyes?
—¿En serio estás enfadada conmigo?
—¡Por supuesto que estoy enfadada contigo! —Eleva los
brazos al cielo para después dejarlos caer de golpe. Todo
acompañado de un gruñido—. No puedes ir diciéndole a mi
familia que eres mi novio.
—¿Por qué?
—¡Porque no es verdad!
—Pero ellos no lo saben y, ¿sabes?, yo creo que ha sido
un acierto decirlo. Sobre todo, para el imbécil de Trevor.
—Travis.
—Tanto monta, monta tanto.
Vuelve a darme la espalda y termina de maquillarse.
—Esto no tiene ni pies ni cabeza. No tienes ni idea del lío
en el que me has metido.
—¿Por qué?
—Pues porque sí.
Quiero decirle que es una respuesta de los más clara y
concisa, pero aprieto bien los labios y mantengo la boca
cerrada. Me he dado cuenta de que Helena es un poco
volátil a veces y que sus sentimientos y reacciones cambian
muy rápido, y ahora mismo es como una olla a punto de
explotar.
Me quedo en silencio y con los brazos cruzados, apoyado
en la pared y lejos de ella, viendo cómo se arregla. Cuando
acaba con el maquillaje, pasa a recogerse el pelo pelirrojo
en un moño. Lo tiene tan estirado hacia atrás que me
pregunto si no le dolerá la cabeza. Murmura una palabrota
cuando sale del cuarto de baño, vuelve a la habitación y se
da cuenta de que no está su maleta. Nos hemos dejado las
dos en el maletero del coche.
—¿Quieres que baje a por ella?
—No —contesta seca y distante. Y sin mirarme, claro.
Abre otra puerta que hay dentro de la habitación y en la
que no me había fijado hasta ahora y desaparece por ella.
Me siento idiota aquí apoyado viéndola dar vueltas de un
lado a otro y, además, me jode como la vida misma que ni
siquiera me mire. Me gustaría cogerla de los hombros,
zarandearla y, no sé, hacerla entrar en razón. O que me
expliqué por qué narices está tan enfadada conmigo. ¿Es
que no ve que le he hecho un favor? Es decir, su familia se
estaba burlando de ella. BURLANDO. Y el colmo ha sido
cuando ha aparecido el prometido de la hermana. Creía que
se iba a derrumbar. Estaba sobrepasada, joder, y yo solo
quería echarle un mano. Sí, vale, a lo mejor decir que
éramos novios ha sido un poco infantil, pero, qué narices,
solo por ver la cara del tonto del culo cuando me he
presentado así ha merecido mucho la pena.
Voy hasta la puerta por la que ha desaparecido y me paro
en seco al ver que estoy en el mundo de Narnia. Yo creo que
ni Sisi La Emperatriz tenía un vestidor tan grande.
—Cierra la boca. Me pones de los nervios. —Desvío mi
atención de los abrigos, pantalones, camisetas, bolsos,
zapatos, sombreros, gafas y un largo etcétera que tengo
delante y busco a la dueña de la voz dulce y sosegada que
me ha hablado.
Nótese mi ironía.
Helena está medio escondida entre un montón de
vestidos. Solo atino a verle la punta de un zapato.
—Ahora no he hablado.
—Pero tu cabeza sí.
—¿Ahora se me prohíbe también pensar?
—La mandíbula te llega al suelo.
—Perdone usted por estar flipando.
—Por esto no quería que vinieras. Entre otras cosas —lo
dice bajito. Tanto, que dudo si quería que yo lo escucha,
pero, como lo he escuchado, pues puedo replicar.
—¿No querías que supiera que eras rica?
—Yo no soy rica, mi madre lo es.
—El orden de los factores no altera el producto.
—En este caso sí, créeme.
Sale de su escondite y, ahora sí, tengo que esforzarme
muchísimo para no dejar que mi mandíbula vuelva a tocar
el suelo. También trago saliva. Mucha. Helena acaba de
aparecer ante mí convertida en una mujer completamente
diferente. Por supuesto, ya no hay ni rastro del rímel que le
ensuciaba la cara ni de los ojos rojos e hinchados de antes.
También se ha quitado el pantalón y la camiseta que llevaba
y se ha puesto un vestido amarillo palabra de honor con
unas sandalias blancas sin tacón.
Está preciosa. Pero no estoy flipando por eso, porque a mí
antes también me parecía preciosa. Cuando se lo he dicho
en el baño lo decía completamente en serio.
Estoy flipando porque no se parece en nada a la chica a la
que conozco desde hace tres años. No es ni mejor ni peor,
es, diferente. La que tengo delante va tan de punta en
blanco que intimida. Y, en serio, me preocupa que lleve el
pelo tan estirado. Eso no puede ser bueno para la cabeza.
Intento hacer memoria y creo que es la primera vez que la
veo así. Siempre ha ido con coletas o con el pelo suelo.
Incluso lo ha llevado de colores. Algo que, a mi parecer, le
quedaba impresionante. Pero ahora lo lleva como esas
chicas del ballet ruso que se preparan para salir al
escenario. Y el vestido es liso y sin florituras, pero, aun así,
se nota que vale más que lo que me costó a mí la moto. Y
eso que entiendo de moda lo mismo que de jardinería.
Nada.
Me doy cuenta de que mi escrutinio la incomoda, porque
las mejillas se le tiñen de rojo y esconde la cara, además de
apartar la mirada. Otra vez. Estoy hasta las narices de que
esta chica no deje de apartar la mirada.
Avanzo hasta colocarme frente a ella y la obligo a
mirarme a los ojos colocándole una mano bajo la barbilla y
levantándole la cabeza.
—Helena…
—No tendrías que haberles dicho que eres mi novio —me
corta.
Suspiro y ella también.
—Bueno, pues lo he hecho y ya está. Tampoco creo que
pase nada.
—No conoces a mi madre. Ni a mis hermanas.
—Si te digo la verdad, no sé si quiero hacerlo. Con lo que
he visto hasta ahora tengo más que suficiente.
Se le escapa una sonrisa, pero la esconde rápido.
—Que vinieses ya era complicado, con lo que has soltado
ya es…
—¿Más divertido?
—No sé dónde le ves tú la diversión.
—En que yo creo que, así, te dejarán un poco en paz y,
sobre todo, no te mirarán con la lástima con la que te han
mirado cuando has visto aparecer a Thomas.
—Travis.
—Pues eso.
Niega con la cabeza y vuelve a suspirar. Yo le suelto la
barbilla y meto las manos dentro de los bolsillos del
pantalón. Básicamente, porque ahora que la tengo tan
pegada a mí la verdad es que me apetece recorrerle las
clavículas despacio y ver si ahí tiene la piel suave y caliente.
O fría.
Carraspeo.
—Mira, Helena, lo siento, ¿vale? Es decir, no lo siento,
pero sí que siento si eso te origina algún problema. Sé que
no me esperabas en el aeropuerto y que cargar conmigo te
está suponiendo un suplicio.
—Tampoco seas ahora un melodramático.
Suelto una pequeña carcajada. Ella pone los ojos en
blanco, aunque vuelve a escapársele una pequeña sonrisa.
Bien por mí.
—Lo que te decía. Que lo siento, y no quiero sonar cruel
y, joder, sé que son tu familia, pero me ha bastado tres
segundos para darme cuenta de que son unas brujas, las
tres, y no sabes cuánto lo siento.
Aprieto los puños. No puedo tocarla. Ahora no.
—Helena, no querías bajar de ese avión. Tendrías que
haberte visto la cara cuando has despertado y has visto que
estábamos en Los Ángeles. Era como si estuvieras a punto
de encontrarte con el mismísimo diablo. La actitud te ha
cambiado tanto que he llegado a asustarme, Helena. Y,
luego, cuando hemos llegado y han abierto la boca, te he
visto ahí abajo, indefensa o… No indefensa, pero sí siendo
atacada por todas partes de una forma tan injusta que no
he podido callarme. Y te he visto la cara cuando ha
aparecido el tonto del culo ese.
—¿No piensas llamarlo Travis?
—No. Pero a lo que iba. Que te he visto la cara y sí, vale,
me vuelvo a disculpar, pero tenía que hacer algo, porque a
mí esos aires del Rey en el Norte me han puesto de los
nervios. Y te juro que he pensado en escupirle, pero,
entonces, me ha salido mi vena egoísta, porque la tengo,
aunque no te lo creas, y he visto que me mandaban de
vuelta a Burlington de una patada en el culo y me quedaba
sin mi profesora de francés y eso me ha matado, así que he
reculado y le he dado algo que sé que le jodería.
Helena asiente a cada una de las palabras que digo,
como si estuviera de acuerdo conmigo, pero, al mismo
tiempo, le veo los ojos tan tristes y apagados que solo
quiero abrazarla y consolarla.
—Cuando me dijiste que venías aquí a la boda de tus
hermanas y que no harías una mierda, te dije que no
haríamos una mierda juntos, ¿te acuerdas?
—Sí.
—Pues vamos a hacer eso.
—¿Qué tiene que ver eso con lo de decir que somos
novios?
—¿No has visto las caras que se les ha quedado a todos?
No esperaban para nada que te presentaras aquí con tu
novio. No entiendo por qué, porque la verdad es que
cualquiera se sentiría afortunado de serlo. —Resopla.
—No me hagas la pelota, ¿vale? Ya te voy a dar las clases
de francés. Ya tienes lo que necesitas de mí. —¿Qué? ¿A qué
viene este comentario tan borde?
Estoy a punto de preguntarle cuando alguien llama a la
puerta y los dos damos un respingo. Helena se recompone y
pasa por mi lado directa a abrir la puerta. La cojo de la
mano y la detengo. Necesito una última cosa.
—Tengo que abrir.
—No me llames insensible, y espero de verdad que no
pienses que soy cruel. Te juro que lo único que pasa es que
no sé cómo decirlo, así que vuelvo a pedirte perdón de
antemano, por si te ofendo.
—Me estás dando mucha seguridad, Fanning.
—He visto cómo te miran y también he escuchado cómo
te tratan.
Abre los ojos, sorprendida, y también ofendida. Sé que no
se esperaba esto, pero por eso me he disculpado de
antemano.
Joder, es que no sé de qué otra forma decirlo.
Le regalo una pequeña sonrisa, cojo aire con fuerza y
continúo, antes de que me mande a la mierda, se marche
enfadada o me dé un puñetazo.
—No tengo ni idea de por qué y, joder, solo de recordarlo
me cabreo. Y que tu hermana se vaya a casar con tu
exnovio es de traca. No tengo ni idea cuánto significó para ti
ni si sigues sintiendo algo por él, pero lo que sí sé es que te
ha dolido. Su aparición y todas las cosas que tan sutilmente
han soltado en menos de medio minuto. Así que, utilízame,
¿vale? —Sus ojos sorprendidos pasan a ser suspicaces. Si es
que ya sabía yo que no iba a saber explicarme—. Lo que
quiero decir es que, bueno, ya he soltado la bomba y ahora
ya no podemos hacer nada más que usarla. Y, sobre todo, lo
que quiero que veas es que no estás sola. Me tienes a mí.
Vuelven a llamar a la puerta. Helena se suelta de mi
agarre sin decir nada y va a abrir. Espero encontrar a su
madre al otro lado. O a Anastasia y Griselda, las versiones
Barbies de las hermanastras de Cenicienta, pero en su lugar
me encuentro a una mujer de aspecto latino, por su tez
morena y pelo negro, con un delantal tan grande que le
llega hasta los pies. Aunque la verdad es que ella es muy
bajita.
—¡Mathilda! —El saludo de Helena es franco y sincero,
nada que ver a cuando saludó a sus hermanas y a su
madre. Se nota que es alguien a quien aprecia. Si me
quedaba alguna duda, las dos se funden en el abrazo en el
que Helena y su madre tendrían que haberse fundido.
Cuando se separan, la mujer le toca la mejilla y le habla
en un idioma que no conozco, así que no tengo ni idea de
qué le ha dicho, aunque ha debido de gustarle, porque
Helena suelta una carcajada tan bonita y real que me dan
ganas de aplaudir. Las dos mujeres hablan un poco más
hasta que Helena se gira y me señala.
Supongo que es mi turno.
Avanzo hasta ellas con la mano extendida, pero la tal
Mathilda me la aparta y me da un abrazo.
—Bienvenido a Los Ángeles, señorito Luke. Soy la
cocinera. Aunque me encargo de todo un poco. Mi nombre
es Mathilda. —Ahora sí que la he entendido. Aunque tiene
un acento muy peculiar.
—Gracias. Encantado de conocerte, Mathilda.
La mujer sonríe y vuelve a mirar a Helena, esta vez un
poquito más seria. Señala las escaleras con el dedo y arruga
la nariz.
—Tu madre te está esperando. Me ha enviado a buscarte.
—Helena gruñe en respuesta y asiente una sola vez.
Después, me señala.
—¿Puedes ocuparte de él? Dile dónde está la casa de la
piscina, por ejemplo. O la sala de cine. La biblioteca no creo
que le guste mucho. O, mira, ¿le puedes pedir a Noah que lo
saque a dar una vuelta?
—Ha sonado como si le estuvieses pidiendo que se
ocupase de cuidar a tu perro. Y, por cierto, me gusta la
biblioteca.
De hecho, me encanta leer. ¿Acaso no vio la estantería
llena de libros que tenía en mi habitación? El concepto que
esta chica tiene de mí es cada vez más deprimente.
—Claro —responde Mathilda, haciendo caso omiso de mi
puntualización—. Lo acompañaré a la cocina y le daré algo
de comer. —Se gira hacia mí—. ¿Has traído bañador?
Lo pienso y no, no he traído. ¿Cómo narices no traigo
bañador a Los Ángeles? Niego con la cabeza. La cocinera
hace aspavientos con la mano, como quitándole
importancia.
—Hay un montón en la casa de la piscina de todas las
tallas, formas y colores. Seguro que encontramos alguno
que te sirva.
De repente, Helena da una palmada en el aire y gira su
cuerpo hacia mí. Quedamos cara a cara.
—¿Sabes lo que podrías hacer? Repasar todo lo que
dimos ayer de francés. Y tengo un ordenador en mi
habitación. —Se gira hacia Mathilda con el ceño fruncido—.
Porque sigue ahí mi ordenador, ¿verdad? —Esta asiente.
Helena me mira de nuevo—. Genial. Estudiarás y, cuando
vuelva, te preguntaré.
—¿Me azotarás con una vara si no me sé la respuesta?
—Eres de lo más gracioso, Fanning. De lo más gracioso.
Hoy estás que te sales.
Le sonrío de forma divertida enseñándole todos los
dientes y Helena, en respuesta, me golpea el hombro con el
suyo cuando pasa por mi lado. Vuelve al armario de Narnia y
sale a los pocos segundos con una mochila minúscula.
Se planta a mi lado, se pone de puntillas y, sin venir a
cuento y dejándome completamente anonadado, me da un
beso en la mejilla. Uno que me permite oler el frutas del
bosque de su pelo y ver tan de cerca la piel de su cuello que
tengo que tragar saliva.
—No te aburras demasiado, novio.
CAPÍTULO 19
Resta y suma
~Helena~
«Y te juro que he pensado en escupirle, pero, entonces,
me ha salido mi vena egoísta, porque la tengo, aunque no
te lo creas, y he visto que me mandaban de vuelta a
Burlington de una patada en el culo y me quedaba sin mi
profesora de francés y eso me ha matado, así que he
reculado y le he dado algo que sé que le jodería».
Estoy enfadada con Luke. Estoy tan enfadada que yo sí
que podría escupir, pero a él.
«Y te juro que he pensado en escupirle, pero, entonces,
me ha salido mi vena egoísta, porque la tengo, aunque no
te lo creas, y he visto que me mandaban de vuelta a
Burlington de una patada en el culo y me quedaba sin mi
profesora de francés y eso me ha matado, así que he
reculado y le he dado algo que sé que le jodería».
Ahí están. Otra vez. Sus palabras. La razón por la que ha
hecho la estupidez que ha hecho. Porque le he dado tanta
pena que ha pensado que haciendo eso me haría recuperar
un poco la dignidad.
«…he visto que me mandaban de vuelta a Burlington de
una patada en el culo y me quedaba sin mi profesora de
francés y eso me ha matado, así que he reculado y le he
dado algo que sé que le jodería».
Esa, la última frase, es la que más pica de todas. Aunque,
¿a quién quiero engañar? Tengo que recordarme que, en
realidad, el único motivo por el que ha venido hasta aquí ha
sido básicamente para eso, para que yo le dé clases de
francés y él apruebe el puto examen, y no debería
molestarme porque el hockey es su vida, lo ha dicho por
activa y por pasiva y, bueno, tampoco puede negarse
cuando lo ves jugar en el hielo o cuando lo escuchas hablar.
Transmite tanta emoción que no puedes hacer otra cosa que
dejarle venir contigo a Los Ángeles; a la boca del lobo.
Pero, bueno. Aunque lo sepa. Aunque entienda lo
importante que es para él y me sienta como una mierda por
referirme a su examen como «puto examen», una parte de
mí no puede evitar sentir un pequeño pellizco cuando se da
cuenta de que, pues eso, que ha dicho la idiotez que ha
dicho solo para ¿salvarse? el culo.
Me paso la mano por la frente y maldigo para mis
adentros. En este probador hace un calor de mil demonios.
O a lo mejor soy yo, que me estoy ahogando dentro de este
vestido que es dos tallas menos que la mía, pero que mi
madre ha insistido en que me lo probara. Supongo que para
dejar constancia de que, para ella, estoy gorda y que no soy
una sílfide, como mis hermanas.
—¿Ya estás, Helena? Llevas casi diez minutos encerrada
ahí dentro. —¿Solo? Sí que pasa lento el tiempo en este
probador.
Me coloco de lado para mirarme la espalda y reprimo un
grito al ver la cremallera. ¿Que si necesito ayuda con la
cremallera? No, mamá. Lo que necesito es un puñetero
vestido de mi talla.
Me lo quito de malas maneras y lo lanzo al suelo. Me
siento una rebelde, pero también me siento bien. Ese
vestido vale tanto dinero que, si lo viera ahora mismo mi
madre ahí tirado hecho un gurruño, se desmayaría.
Abro la cortina y salgo del probador en ropa interior. Mi
madre, que lleva una copa de champán en la mano, se
levanta del butacón en el que está sentada de un bote,
derramando un poco de líquido en el suelo.
—¿Qué haces así? ¿Y el vestido?
No me pasa desapercibido cómo tuerce el morro después
de hacerme un rápido chequeo. Debería decirle algo, y no
precisamente agradable. Pero, en su lugar, lo que hago es
cruzarme de brazos, tapándome la barriga. En cuanto lo
hago, no puedo evitar sentirme una impostora. Una
cobarde. Me gusta mi cuerpo. Siempre lo luzco con orgullo
porque no tengo nada de lo que avergonzarme. ¿No uso una
treinta y cuatro? Pues vale, no pasa nada. Scarlett Johanson
tampoco y me parece una de las mujeres más atractivas del
planeta. Sin embargo, aquí estoy, maldiciéndome a mí
misma por no haberme puesto algo encima antes de abrir la
cortina.
—No me venía. No me abrochaba la cremallera.
Escucho una risita a mi espalda. No hace falta que me
gire para saber que es una de mis hermanas.
Mi madre chasquea la lengua contra el paladar con
desaprobación y se acerca al perchero en el que están
colgados los vestidos. Saca uno de color verde botella que,
no es feo, pero tampoco bonito.
Eso sí, por lo menos este es de mi talla.
—Gracias. —Lo cojo y vuelvo a entrar en el probador.
Qué ganas tengo de terminar con esto. Ya no sé ni la
cantidad de vestidos que me he probado. Y ninguno de mi
gusto, claro. Porque yo no puedo opinar. ¿Para qué? Aquí las
entendidas en moda son ellas. Sobre todo, ella. La abeja
reina. La reina de las pasarelas. Una de las diseñadoras de
trajes de novias más importante de Estados Unidos. La que
ha vestido a tantas famosas que he perdido hasta la cuenta.
Me paso el vestido por la cabeza y suelto un suspiro de
alivio al ver que me queda bien y que puesto es muy bonito.
No es espectacular, como el negro del que llevo enamorada
desde que lo vi en la semana de la moda de Nueva York el
septiembre pasado, pero está bien. Para mi gusto, le haría
una raja a un lado, para que no fuese tan ceñido en las
piernas, y le quitaría el adorno del hombro. Es demasiado
grande. Pero, lo dicho, me abrocha y ya no puedo aguantar
más aquí. Necesito largarme.
Vuelvo a salir del probador y me preparo para los
gruñidos y las quejas. Sorprendentemente, estos no llegan.
Tampoco las alabanzas, pero, bueno, menos da una piedra.
Mi madre deja la copa vacía sobre una mesa y se acerca a
mí. Me obliga a dar un par de vueltas sobre mí misma
mientras me observa cual gacela acechando a su presa. Yo
no miro en ningún momento hacia mis hermanas. Me
importa un comino la opinión que tengan ellas al respecto.
—Hay que rebajar un poco este adorno. Queda demasiado
grande con su cara. —Bueno, por lo menos las dos
pensamos igual en algo.
Mi madre le da un par de instrucciones más a la modista,
a la que se le nota el cansancio en los ojos, y me pide que
me lo quite. Casi lloro de la emoción.
Me desnudo rápido y me vuelvo a poner el vestido
amarillo. También lo ha diseñado mi madre. En realidad, casi
cualquier prenda de ropa que hay en casa la ha diseñado mi
madre. Por eso me he enfadado tanto cuando he visto que
me había dejado la maleta en el coche. Porque en ella no
llevo nada que haya venido de la cabeza de mi progenitora.
Incluso hay una camiseta que compramos Hailey y yo a
juego en una tienda de segunda mano en Nueva York, justo
al lado del teatro. Y pantalones de chándal. Y vaqueros. Y
suéteres. Y camisetas que están tan desteñidas que ya no
sé si son rosas, rojas o verdes.
Con este vestido me siento como Barbie Malibú, solo que
ella era rubia y yo pelirroja.
Salgo del probador, le doy el vestido a la modista, me
disculpo por las horas que son, otra vez, y voy directa al
despacho que mi madre tiene en casa. El otro está en pleno
centro de Los Ángeles.
Por el camino, paso por una ventana y me asomo a ver si
veo a Luke en la piscina, pero esta está vacía. ¿Qué estará
haciendo? ¿Se habrá ido con Noah en el coche? ¿Estará
sometiendo a la pobre Mathilda al cuarto grado? Yo lo haría.
De todas formas, Mathilda habla por los codos. Solo
necesita un empujoncito para empezar a cantar como un
canario.
—Helena. —Esa voz.
Mierda.
Me paro en seco y me quedo quieta en mi sitio. Respiro
hondo y cierro los ojos. Le pido a mis piernas que sigan
andando, pero no me hacen ni puñetero caso porque,
cuando quiero darme cuenta, mis caderas están girando
para ver a la persona que tengo a mi espalda.
Travis se ha cambiado de ropa y ahora lleva puesto solo
un bañador. Uno tipo bóxer de color negro de la marca
Adidas. Va descalzo y tampoco lleva camiseta, por lo que
tiene el pecho al descubierto y, doble mierda, se nota que
se ha cuidado desde la última vez que nos vimos. No es que
me importe, pero… Eso. Mierda.
Me sonríe y se acerca a mí, pero yo doy un paso atrás,
por instinto. Se para y frunce el ceño, haciendo que la
sonrisa también desaparezca, pero solo un microsegundo,
porque enseguida vuelve a sonreír. Eso sí, se queda donde
está.
—¿Ya has encontrado vestido?
Ni que le importara.
Entrelazo los dedos por delante del cuerpo y asiento con
la cabeza.
—Sí. Y ya veo que tú te sientes lo bastante cómodo en
esta casa como para ir solo por ella y directo a darte un
chapuzón.
Su sonrisa se hace más grande y eso me jode. No porque
me guste su sonrisa, sino porque pretendía que fuera una
pullita y veo que no lo he conseguido.
—Me alegra haberte encontrado. Me gustaría hablar
contigo. Antes había mucha gente. —«No me digas,
Sherlock». Echo un vistazo a mi alrededor, a ver si veo a
alguien, pero no. Solo estamos él y yo.
Me suelto las manos y las vuelvo a entrelazar.
—La verdad es que no sé de qué quieres que hablemos.
Tampoco tenemos muchas cosas que decirnos. —Vuelve a
dar un paso hacia delante y yo otro hacia atrás. Levanto la
palma de la mano—. Preferiría que te quedases donde
estás.
—¿Por qué? No muerdo.
—Pero yo sí. —Aunque lo digo en voz baja y
prácticamente susurrando, sé que me ha escuchado. Abre la
boca y la cierra. Después, sacude la cabeza, haciendo que
varios rizos rubios se le queden pegados a la frente.
—Siento mucho que te hayas enterado de mi boda así. Sé
que ha tenido que ser duro para ti.
Se me escapa una carcajada. Solo una.
—¿Duro? Duro estaba el pan que no me comí hace tres
días y que esta mañana he rescatado de la panera y he
tirado a la basura. Lo de tu boda con MI HERMANA es otro
nivel —pronuncio la palabra «hermana» con énfasis.
Remarcando cada letra. Para que no se le escape ninguna.
Travis ladea la cabeza y me mira serio. Si no supiera que
es un capullo integral, colaría.
—Lo siento mucho, Helena. No quería que te enterases
así.
—Qué considerado por tu parte. —Me llevo una mano al
pecho e inclino el cuerpo hacia delante hasta hacer una
reverencia. Cuando me incorporo, lo miro una última y me
doy media vuelta.
—No te vayas, espera.
—Tengo cosas que hacer.
Como coger un avión de vuelta a casa, a Burlington.
Siento su mano en la mía. Está helada. Me suelto de un tirón
y me giro.
—He dicho que no te acercaras.
—Y yo te he dicho que necesitaba hablar contigo a solas.
—A mí, lo que tú quieras, Travis, me la suda.
Tengo ganas de aplaudirme. No me parezco en nada a la
chica que estaba ahí fuera hace unos minutos. Esa que se
ha quedado tan muda mirándolo cuando ha aparecido que
hasta había llegado a pensar si había perdido la capacidad
del habla. Esa a la que Luke ha tenido que rescatar y, para
ello, no se le ha ocurrido nada mejor que decir que era su
novio.
Luke.
Hailey.
Tengo que llamarla. Demasiadas cosas me han pasado en
un solo día y necesito que alguien me ayude a gestionarlas.
Necesito a mi mejor amiga conmigo. Odio a Shawn por
llevársela. Pero solo un poco.
Me pinzo el puente de la nariz y suelto un suspiro. Me
está entrando dolor de cabeza. Estoy segura de que es por
el día de hoy, que me supera, aunque seguro que también
tiene algo de culpa el moño que me he hecho.
Llevo el pelo tan estirado que se me pueden ver hasta las
ideas. No sé por qué narices no me lo he dejado suelto.
«Porque sabes que a tu madre no le gusta que lo lleves
así y siempre acabas recogiéndotelo para no tener que
escuchar sus quejas».
Cojo aire y lo miro a los ojos.
—Ni tengo tiempo, ni quiero hablar contigo. Tengo un
millón de cosas que hacer y, además, no querrás que
Allegra nos pille aquí hablando. Solos. ¿Verdad?
La nuez se le mueve arriba y abajo cuando traga, aunque
su cara intente demostrar indiferencia. Una indiferencia
que, como ya he dicho, me la suda.
—Mira, Travis, en serio, me marcho. Bienvenido a la
familia. Otra vez. Que te vaya bien ese baño.
Me regaño a mí misma en cuanto le doy la espalda por
haber soltado ese «Otra vez». Así solo demuestro que me
afecta la situación y que estoy cabreada, pero no lo he
podido evitar. ¡Es que estoy cabreada! Tengo derecho a
estarlo, ¿no? Es decir, mi hermana se va a casar con mi ex.
Con el primero al que le entregué mi corazón y también mi
virginidad. El que sabía lo mal que yo lo pasaba en casa por
culpa de mi madre y de mis hermanas. El que tantas veces
me consoló o el que posó tantas veces para mí como
modelo cuando me apetecía dibujar que hasta he perdido la
cuenta. El que me dejó un mes después, por mensaje de
texto, después de casi un año juntos y de haberme dicho
que me quería.
Por supuesto que tengo derecho a estar enfadada. Y no
porque siga enamorada de él. Hace mucho que deje de
querer a Travis Campter. Concretamente, cuando me di
cuenta de que los primeros amores son así, tan frágiles y
poco duraderos como cuando sacas a un pez de la pecera.
Él no me importa.
Estoy enfadada porque yo creía que mis hermanas ya no
podían hacerme más daño. Qué equivocada estaba. Y duele,
vaya si lo hace, porque, aunque me saquen de quicio,
aunque piense que son unas snobs y su risita me den ganas
de perforarme los oídos, son mis hermanas, las quiero, y yo
nunca les hubiera hecho eso. Yo nunca hubiera mirado a
Allegra como me ha mirado antes, agarrada del brazo de
Travis. Lo hacía como si hubiera ganado.
¿El qué? Ni idea.
No deberíamos querer a la gente solo porque sean de
nuestra sangre. El amor hay que ganárselo a base de
cariño, confianza y respeto. Deberíamos saber apartar de
nuestra vida a toda la gente que nos resta y quedarnos solo
con la que nos suma. Pero qué bonita es la teoría y qué
difícil la práctica, sobre todo cuando la lección nos la damos
a nosotras mismas.
Paso de largo el despacho de mi madre y me pierdo por la
casa que me vio nacer hasta llegar a mi habitación. Luke no
está. Debería ir a buscarlo, pero mis piernas me llevan
directa a la cama, donde me dejo caer, rendida. Me deshago
del moño, suspiro aliviada cuando la presión desaparece de
mi cabeza y cierro los ojos.
Solo un segundo. Lo necesito.
O cinco.
Necesito solo cinco segundos para respirar.
CAPÍTULO 20
Hablando con Mathilda

~Luke~
Aquí estoy, disfrutando como un niño pequeño con
Mathilda a la que, por cierto, adoro, mientras me cuenta
POR FIN quién es Samantha Baker y qué secretos me estaba
escondiendo la pelirroja.
Sé que en el fondo debería sentirme culpable porque es
como si estuviera invadiendo su intimidad. Debería ser ella
la que me hubiese dicho que su madre es una de las
mujeres más famosas dentro del mundo de la moda y que
se postuló como una de las posibles diseñadoras del vestido
de novia de Kate Middleton, pero no se me puede culpar por
intentar averiguarlo por mi cuenta.
Me meto en la boca el último trozo de melón que me
queda en el bol y mastico despacio sin apartar los ojos de la
mujer bajita que tengo enfrente. La misma que está
limpiando una olla con tanta energía que va a terminar
haciendo un aguajero en el fondo y que me ha preparado un
bol de cereales y fruta que ni en el mejor de los hoteles.
Mathilda me ha contado tantas cosas de Samantha y sus
dos hijas que, si lo llego a saber, me bajo una libreta y tomo
apuntes. Aunque debo reconocer una cosa: la mujer habla
por los codos y no ha parado
en la hora y media que llevamos juntos, pero sé que solo
me ha contado lo que puede y, aunque se le nota que a la
que más cariño le tiene de esta casa es a Helena, tanto con
Samantha como con Allegra y Allison ha sido muy
respetuosa. Yo hubiera dicho unas cuantas barbaridades de
las tres, y eso que solo he estado con ellas, ¿qué? ¿quince
minutos?
Aparto el bol y apoyo los antebrazos en la mesa.
—¿Y Teodoro? ¿Qué me puedes decir de él? —Mathilda se
ríe y me mira por el rabillo del ojo.
—Te refieres a Travis, ¿no?
Pues claro que me refiero a Travis, pero su nombre es
como el de Voldemort. Si lo digo en voz alta sé que solo
pueden pasar cosas malas. Me han bastado solo diez
minutos con él para darme cuenta de que es un auténtico
gilipollas.
—¿Se llama así? Es que no he llegado a quedarme con el
nombre.
Mathilda ríe de nuevo, se seca las manos en el delantal y
se da la vuelta para mirarme.
Arruga la nariz y eso hace que me acuerde de Helena.
Hace mucho rato que se marchó. ¿Seguirá probándose
vestidos? Yo solo espero que haya encontrado uno del
agrado de su madre y que no se lo haya hecho pasar muy
mal.
Su madre. Samantha Baker. No es que entienda mucho de
moda —bueno, no entiendo nada—, pero hay nombres que
todo el mundo conoce, y este es uno de ellos. No me gustan
las Spice Girls, pero sé quién es Victoria Beckham.
Me entran ganas de reír cuando me acuerdo de que le
dije que le daría dinero si me daba clases y me dijo que ella
no lo necesitaba. Y también que se sintió ofendida por cómo
la miré. Sí, bueno, parece que Travis no es el único que a
veces se comporta como un gilipollas. La diferencia es que
lo suyo es de nacimiento.
—Travis fue el novio de Helena el último año de instituto.
—Pero él es más mayor, ¿no?
—Sí. Tiene ahora veintiséis, si no me equivoco.
—¿Y de qué se conocieron? ¿Del club de golf? —Ni
siquiera sé si aquí hay club de golf. O si Helena pertenecía a
uno. Pero en todas las películas, la gente rica está apuntada
a los clubs de golf. El padre de Brad y el de Scott, de hecho,
están apuntados a uno.
Mathilda sacude la cabeza, guarda la olla en el armario y
abre la nevera. Comienza a sacar ingredientes y, si no me
equivoco, va a preparar unas tostadas francesas.
—¿Quieres que te ayude?
Se gira sorprendida y frunce el ceño.
—¿Con qué?
—Con las tostadas. —Señalo el pan de molde, el huevo, la
leche y la mantequilla con la mano. Mathilda me sigue
mirando con el ceño fruncido—. Vas a preparar eso, ¿no?
—Sí. Son la comida favorita de Helena y creo que hoy
necesita una buena ración.
Yo también lo creo. Abro el cajón del que la he visto antes
sacar un delantal y me pongo uno.
Es rosa con el dibujo de una cupcake en el centro. Doy
una vuelta sobre mí mismo con los brazos extendidos.
—¿Crees que me favorece, Mathilda? —La mujer sonríe.
—Hace juego con tus ojos.
—Yo también lo creo. —Me coloco a su lado y empiezo a
batir los huevos mientras ella termina de sacarlo todo—. Me
estabas contando lo de Tariq y el club de golf.
Mathilda suelta una carcajada.
—¿Tariq? —Me encojo de hombros y sigo batiendo—. No,
Travis no es del club de golf, aunque también coinciden ahí.
Es el hijo de una amiga de la señora. Él y Helena se conocen
de toda la vida.
¿Y no sabía que Helena hablaba francés? Esto demuestra
mi teoría de que es un auténtico gilipollas.
Seguro que Brad me apoyaría en esto.
—Y él le rompió el corazón. —No lo pregunto, lo afirmo.
Aun así, la cocinera asiente.
—En bastantes pedazos, sí.
—Y ahora va a casarse con su hermana.
—Eso parece —lo dice con desgana, y eso hace que la
mire. Ella no me mira a mí. Está concentrada metiendo la
mantequilla en un bol para derretirla.
—¿Crees que está enamorado de ella? —pregunto con
cautela.
—¿De Helena?
—No, de Allegra. —Me quita el bol con los huevos de las
manos y le echa la leche, el azúcar y un poco de vainilla. El
microondas pita, saca la mantequilla y la vuelca también en
el bol. Después, comienza a mezclarlo todo con unas
varillas.
—No creo que vengan hoy a cenar. Las horas que son y
aún no ha bajado nadie, se habrán ido a cenar a algún sitio.
Miro el horno, donde reposa una paletilla de cordero con
patatas y pimientos con una pinta increíble, y frunzo el
entrecejo.
—¿Y esa cena?
Se encoje de hombros al tiempo que mete la primera
rebanada de pan en la mezcla recién batida.
—Nos la comeremos nosotros. A Luis, el jardinero, le
encanta mi paletilla de cordero al horno. Así que, cuando
hago, pero los señores no la quieren, se pone las botas.
—No me extraña. Huele de maravilla.
Me sonríe agradecida y continúa con las rebanadas de
pan.
Me quito el delantal y vuelvo a sentarme en la mesa.
No me ha pasado desapercibido cómo ha esquivado mi
pregunta sobre si está enamorado de Allegra. Tampoco que
ella creía que le preguntaba por Helena. No quiero insistir.
Ya lo he dicho antes. Esta mujer habla por los codos, pero
está claro que sabe cuándo tiene que callarse y cuándo no.
Además, independientemente de todo eso, esta no deja de
ser la casa en la que trabaja y ellos la gente que le paga y a
los que les debe lealtad.
Echó el cuello hacia atrás, lo muevo de lado a lado y
bostezo. Estoy hecho mierda. Me ha entrado tanto sueño de
repente que si apoyo la cabeza en esta mesa soy capaz de
quedarme dormido sobre ella.
—Mmm. Creo que voy a irme a buscar a Helena. ¿Sabes
dónde puede estar?
—Durmiendo en su cama.
—¿Cómo?
El olor de las tostadas francesas llega hasta a mí y me
hace la boca agua. Y eso que me he comido hace nada un
bol de cereales y otro de fruta que me ha preparado
Mathilda.
La veo sacar una bandeja, un vaso, en el que vierte leche,
un plato, y sobre este pone las tortitas. Las adorna con
sirope de arce y unas cuantas moras.
—¿Te importaría subirle esto? Seguro que no ha cenado y,
si es así, a mitad de noche le entrará hambre.
—Pero, no puede haberse ido a la cama. ¿Y yo qué? —
Sueno a niño pequeño con pataleta. A ver, que no necesito
una niñera ni nada por el estilo, pero, no sé. Por lo menos
darme las buenas noches, ¿no?
Mathilda me coloca la bandeja en las manos y me da un
apretón en el brazo.
—Cuídala. Es una buena chica y solo se merece cosas
buenas.
Se da media vuelta y desaparece por una puerta que hay
en la cocina y que no es por la que yo he entrado. No sé a
dónde lleva y ahora tampoco voy a averiguarlo. Aunque
tampoco me extrañaría que fuera a un universo paralelo. En
esta casa todo son puertas.
Salgo de la cocina e intento hacer memoria de cómo se
llega a la habitación de Helena. Para mañana, me hago un
mapa. Como en la búsqueda del tesoro.
No se oye nada y tampoco veo a nadie, y eso me inquieta
porque, en serio, esta casa es enorme y que esté tan en
silencio pone un poco los pelos de punta. Pero, a lo mejor,
por eso no me encuentro con nadie. Porque es enorme. No
sé si me gustaría vivir en un sitio así. Todo tan impersonal y
frío. Prefiero el comedor minúsculo de casa de mis padres,
donde está la chimenea y dónde de pequeño nos
sentábamos los tres a asar malvaviscos. Me acuerdo del día
que a mi padre se le escapó uno y quemó la alfombra. Mi
madre casi lo mata. Y eso que la alfombra era horrorosa. En
mi opinión, le hizo un favor.
Tras cruzar un pasillo larguísimo y equivocarme unas tres
veces, encuentro la habitación de Helena y, como ha dicho
Mathilda, esta está dormida sobre la cama. La luz está
encendida y le da de pleno en la cara, pero no parece
importarle mucho.
Cierro la puerta con cuidado con el pie y me acerco. Sigue
llevando el vestido amarillo y hasta las sandalias, aunque se
ha quitado el moño. Su melena pelirroja está esparcida
sobre la almohada como si fuera un manto en llamas.
Prácticamente desde que la conozco lo ha llevado de todos
los colores, pero si alguna vez me pregunta, le diré que, sin
duda alguna, el que mejor le queda es este. Tiene las dos
manos bajo la mejilla derecha y la boca ligeramente abierta.
Sonrío.
Está preciosa. Aunque tiene el ceño fruncido y eso no me
gusta. Significa que algo le preocupa y, no sé por qué, eso
me molesta.
Dejo la bandeja en el escritorio que tiene bajo la ventana
y tapo el plato de las tostadas con una campana que
Mathilda ha dejado también en la bandeja.
Me acerco hasta Helena, me arrodillo en el suelo junto a
ella y le quito las sandalias. Las dejo en el suelo y luego la
muevo con cuidado hasta hacer que las dos piernas toquen
la cama. Aunque hace calor, busco algo suave y fino con lo
que poder taparla. Abro un baúl y en él encuentro de todo
menos sábanas. Hay hasta pelucas de diferentes colores.
Pruebo con el armario de Narnia y, escondidas en un cajón,
encuentro un montón de sábanas. Cojo una al azar y vuelvo
a la cama. Después de tapar a Helena con ella y de apagar
la luz, me quito los zapatos, los calcetines, los pantalones,
la camiseta y me tumbo junto a ella.
No tardo más que dos segundos en quedarme dormido.
Estoy agotado. Eso sí, lo hago después de haber pasado el
pulgar por su entrecejo.
CAPÍTULO 21
Buenos días

~Helena~
Tengo calor. Pero no el típico calor del verano. Siento
como si estuviera justo encima de una estufa y esta
estuviera encendida a máxima potencia. Pero se está bien.
Te dan ganas de no abrir los ojos y seguir acurrucada junto
a ella el resto del día.
Aunque, ahora que lo pienso, yo no tengo una estufa en
mi cuarto en Burlington. Y, desde luego, si la tuviera, esta
no se movía ni tendría… ¿pelos? ¿Esto que estoy tocando
son pelos?
Fogonazos del día anterior me sacuden de tal manera que
me hacen abrir los ojos de golpe e incorporarme en la cama.
Por supuesto, no estoy en mi cuarto de Burlington, y no
estaba abrazada a una estufa. Estaba abrazada a un cuerpo
de hombre desnudo y con unos pectorales que harían
salivar a cualquiera. Por no hablar de los abdominales.
Por cierto. Unos pectorales que tienen un surco de babas
que, joder, debe de ser mío. Me llevo la mano a la boca y
me limpio cualquier resto que pueda quedar. Después, paso
la mano por el cuerpo de Luke y froto con tanta energía el
surco de baba que solo consigo que a Luke le entre un
ataque de risa.
—Menudo despertar tienes por las mañanas, profesora —
murmura adormilado y con la boca pastosa. Pero sin restos
de babas, porque los dioses como él no babean, solo lo
hacen las mortales como yo.
Luke ladea la cabeza, abre los ojos y me mira. Me cago en
toda mi vida. ¿Cómo se puede estar tan guapo por la
mañana? Parece que haya metido los dedos en un enchufe,
pero es que hasta el rollo ese de recién despertado le queda
bien. Siento cómo un calor intenso comienza a recorrerme el
cuerpo desde el dedo gordo del pie hasta el último pelo
pelirrojo de mi cabeza. Luke me guiña un ojo y sube la mano
a su pecho, hasta atrapar mis dedos, que seguían frotando.
Los entrelaza con los suyos y me da un ligero apretón.
—¿Cómo has dormido? Yo de puta madre. En mi vida
había dormido en un colchón tan cómodo como este. Está
hecho de oro, ¿verdad?
Ignoro la pregunta del oro porque, OH, DIOS MÍO, acabo
de caer en lo que ha dicho y… Miro la habitación, la única
cama que hay, la sábana que lo medio cubre y que me
cubre a mí solo las piernas, mi vestido amarillo, que lleva
más arrugas que la cara de un Shar pei, su pecho desnudo…
—¡¿Hemos dormido juntos?! —el grito que me sale es una
mezcla rara entre la niña del exorcista y Chewbacca.
Luke suelta una carcajada, lo que provoca que tiemble y
que con el tembleque esa sábana que medio lo cubría se le
resbale por las piernas y deje a la vista el martillo de Thor.
Joder. joder. joder.
No quiero mirar, lo juro, pero es imposible no hacerlo. No
cuando algo grande y poderoso te está saludando con esa
intensidad.
Si antes estaba roja, ahora estoy tan encendida que sería
capaz de encender yo solita el árbol de Navidad de Times
Square de Nueva York.
Luke sigue la mirada de mis ojos y suelta una carcajada
aún más fuerte, aunque no se tapa. El cabrón deja la
sábana donde está, a la altura de sus rodillas, y cruza los
brazos por debajo de su cabeza en una actitud tan chulesca
como mojabragas.
—¿Te he dicho alguna vez que estás monísima cuando te
sonrojas?
Grito, esta vez de frustración, y salto de la cama como si
me acabasen de pinchar con una chincheta en el culo. Le
doy la espalda y voy corriendo a esconderme en el cuarto
de baño que tengo en la habitación.
—¡No te enfades, solo estoy bromeando! —brama—. ¡Y
buenos días a ti también!
Cierro la puerta de un portazo, me apoyo en esta y me
dejo caer hasta que mi culo toca el suelo. Se me ha subido
el vestido, así que las nalgas están en contacto directo con
el azulejo y, Uff, qué frío está, pero creo que lo necesito.
Tengo un calor de mil demonios.
Me tapo la cara con las manos y cuento hasta diez. Luego
hasta veinte y acabo en cincuenta. He dormido con Luke. Le
he babeado el pecho a mi novio falso.
Si creía que el día de ayer no podía ser más raro, me
acaban de dar con la realidad en las narices.
Me levanto y voy arrastrando los pies hasta el espejo.
Necesito mirarme en él para ver el aspecto que tengo,
aunque también tengo miedo. Mierda, seguro que yo me
parezco al Yeti. Ahogo un grito al verme y confirmar mis
sospechas. Yo también parece que haya metido los dedos
en un enchufe, pero yo no estoy sexi. Doy miedo.
Me quito el vestido, la ropa interior y enciendo la ducha.
Entro sin ni siquiera esperar a que el agua se gradúe. De
hecho, es que prefiero que salga fría a templada. Me tengo
que quitar el bochorno y el calentón que llevo de golpe
porque, joder, HE DORMIDO ABRAZADA A LUKE. Porque ese
subir y bajar que sentía contra la mejilla era su pecho,
respirando, y esos pelillos eran los suyos, suaves,
enredándose entre mis dedos.
Cojo la alcachofa de la ducha, la regulo para que salga
solo un chorro directo y la llevo sin contemplaciones a mi
entrepierna. Apoyo la mano que tengo libre contra la
mampara de aluminio, cierro los ojos y me dejo llevar. La
muevo en círculos mientras que la presión me acaricia el
clítoris.
Mi mente no ha olvidado que Luke está al otro lado de esa
puerta, tumbado en la cama y medio desnudo, tapado solo
con unos bóxers y con ese cuerpo que el hockey está
dejando en él. Sin contar con la erección que, solo de
pensar en ella, me hace salivar. Una puerta que no tiene
pestillo y que podría abrir en cualquier momento. Y, bueno,
eso debería darme algo de vergüenza, pero consigue el
efecto contrario. Estoy tan cachonda que tengo que
morderme el labio con tanta fuerza que me duele.
Cierro la mano que tengo apoyada en la mampara en un
puño, abro la boca y me trago un jadeo. Uno que hace que
tenga que encoger los dedos de los pies y suplicar a quién
sea que quiera escucharme que el grito que mi cabeza
acaba de escuchar no lo haya soltado en voz alta, porque
sería lo único que me faltaría por hacer esta mañana.
Me termino de enjuagar el cuerpo y el pelo, salgo de la
ducha y busco el albornoz. Aún no estoy lo suficientemente
senil como para no darme cuenta de que he entrado al baño
sin la ropa con la que cambiarme, y no volveré a cometer el
error de presentarme ante Luke con una toalla minúscula.
No, porque, si lo hiciera, estoy segura de que tendría que
darme una segunda ducha en menos de un minuto y volver
a disfrutar del chorro de agua fría.
Con el pomo de la puerta en la mano, el albornoz bien
sujeto a la cintura, el pelo peinado, las mejillas con su tono
normal otra vez y tras contar de nuevo hasta cincuenta,
abro despacio. Me esperaba encontrar a Luke ya vestido o,
no sé, por lo menos con los pantalones puestos, pero, el
muy imbécil sigue tumbado en la cama, destapado, con las
manos bajo la cabeza, la vista fija en el techo y una sonrisa
que no sé si mordérsela o… o… Joder, qué frustrante es
todo.
Carraspeo y eso hace que aparte los ojos del techo y los
fije en mí. Estos se iluminan y una sonrisa se le comienza a
dibujar en los labios. Me repasa de arriba abajo sin
esconderse y, cuando acaba, hace un puchero.
—Me gustaba más el conjunto de ducha del otro día de tu
casa. Con ese no puedo verte el tatuaje.
A tomar por culo. Los colores vuelven a aprovecharse de
mi cara. Quiero que me trague la tierra.
—¡¿Viste mi tatuaje?!
—No.
—¡Luke!
Se carcajea, yo aprieto los puños y me escondo en mi
vestidor. Nunca me ha gustado especialmente esta parte de
mi habitación, pero porque no es mía. Son todo diseños de
mi madre que, a ver, que nadie me malinterprete. Mi madre
es una de las mejores diseñadoras que existe en el mundo y
estoy segura de que si no fuera mi madre me moría por
llevar un diseño suyo, pero el problema es que sí que lo es y
no puedo elegir si quiero o no llevar un diseño suyo. Tengo
la obligación de hacerlo. Y, cuando te están obligando a
hacer algo durante toda tu vida, lo único que consiguen es
que le cojas manía.
Por eso acabé odiando este vestidor. Porque con él no soy
yo. Soy alguien que los demás quieren que sea y que estoy
muy lejos de ser.
—Toc toc toc. —Me giro sobresaltada y con la mano en el
pecho. Apoyado en el arco que separa el vestidor de mi
dormitorio está Luke. Sonríe. Yo miro hacia abajo y suspiro
aliviada cuando veo que lleva los pantalones puestos. El
pecho lo sigue llevando al descubierto, pero algo es algo.
Me cruzo de brazos y lo miro frunciendo el ceño.
—Me has asustado.
—Estoy triste porque no me has dado aún los buenos
días. —Finge un puchero, torciendo el morro hacia abajo y
ladeando apenas la cabeza hacia la derecha. Pongo los ojos
en blanco y le doy la espalda. Básicamente, para que no
vea mi sonrisa.
—Buenos días. Me has asustado.
Me acerco hasta el armario donde cuelgan los vestidos y
empiezo a buscar uno.
Aunque no lo veo, sé que acaba de entrar en el vestidor.
Lo sé, entre otras cosas, porque he empezado a sentir un
cosquilleo por el vientre. Cojo los bordes del albornoz y los
aprieto con fuerza antes de volver a la tarea de elegir
vestido.
—Ayer cuando llegué estabas desmayada en la cama. Te
iba a tomar el pulso para ver si respirabas, pero, entonces,
pegaste un ronquido y eso me dio la pista de que seguías
con vida.
—Yo no ronco.
—Si tú lo dices… —Gruño, aunque no me giro. Puedo
notar su sonrisa en la nuca.
Elijo un vestido azul largo, con cuello cuadrado de manga
corta y abullonadas, y lo saco de la percha.
—Como nos hemos levantado a la vez, intuyo que no has
desayunado. Mathilda me dio ayer un plato lleno de
tostadas francesas. Vi cómo les echaba sirope de arce por
encima. —Las tripas me rugen y él se ríe—. Iba a
preguntarte si tenías hambre, pero ya veo que sí.
Suspiro abatida. ¿Podría mi cuerpo dejar de ponerme en
evidencia?
Estoy a punto de abrir el cajón de la ropa interior cuando
me paro en seco. No puedo abrir el cajón donde guardo las
bragas con Luke aquí.
Me cuelgo el vestido en el brazo y me giro.
Como había intuido, Luke está dentro del vestidor y,
mierda, lo tengo tan cerca que si estiro la mano puedo
tocarle los abdominales. Alzo la cabeza y me encuentro con
su mirada. En cuanto lo hago, me regala una sonrisa, pero
esta no es ni socarrona, ni engreída, ni burlona. Esta es de
las sinceras y bonitas.
—Buenos días, profesora.
Dejo salir el aire y, qué narices, yo también sonrío.
—Buenos días, Fanning.
—Tu cama es comodísima.
—Ya me lo has dicho antes.
—Solo quería remarcarlo. He dormido muy muy muy bien.
—¿Había que decir el «muy» tres veces seguidas?
Se encoge de hombros.
—Es que he dormido muy bien.
Pongo los ojos en blanco y me aferro al vestido.
—¿Qué tal ayer?
—¿Te refieres a antes de conocer a tu familia o después,
cuando te olvidaste de mí y me dejaste solo y abandonado?
Suelto una risita por lo bajo. Aunque finge estar triste, se
puede apreciar la diversión en esos ojos verdes que tiene.
Sin embargo, ahora son más marrones. Eso sí, igual de
bonitos.
—Lo siento. No tenía pensado quedarme dormida. Vine a
buscarte, vi la cama, pensé que estaría bien descansar el
cuerpo cinco minutos y después de eso todo se fundió en
negro.
Luke da un paso hacia delante.
—No te preocupes, estuve con Mathilda. Esa mujer es
increíble.
—Sí que lo es.
—Y habladora. Un hormigueo me recorre los brazos.
—Supongo que sació toda tu curiosidad.
—Algo, sí. Debería sentirme culpable porque sé que lo
correcto habría sido esperar a que tú me contaras quién era
tu familia, pero, después de tres años sin hacerlo, supuse
que ya había esperado bastante.
—No creí que fuera importante contártelo. Además,
tampoco éramos tan amigos.
—¿Ahora sí? —Da un paso. Levanta la mano y se enrolla
un mechón de mi pelo en el dedo antes de colocármelo tras
la oreja.
Trago saliva.
—Ahora sí.
—Eso me gusta.
—A mí también.
Nos quedamos mirándonos a los ojos unos segundos.
Concretamente, hasta que mis tripas rugen de nuevo,
haciendo que aparte la mirada y elevando a máxima
potencia mi nivel de vergüenza. Luke me acaricia el lóbulo
antes de soltarme y dar un paso atrás. Estoy tan nerviosa
que ahora mismo ni siquiera sé cuánto son dos más dos.
—¿Qué te parece si cojo esa bandeja de tostadas y la
llevo a la cocina para calentarlas mientras tú te vistes? Eso
sí, necesitaría que me hicieras un mapa. Anoche no sé
cuántas puertas abrí hasta encontrar la tuya.
Ahora soy yo la que baja la cabeza hasta su pecho.
—¿Así vestido?
—¿No crees que sea el dress code apropiado?
Para mi total estupefacción, mueve el pecho, haciendo
que sus pectorales se muevan arriba y abajo. Suelto tal
carcajada como hacía tiempo que no soltaba. Lo golpeo en
el hombro y me tapo la cara.
—¡Eres lo peor, Fanning!
—¿Pero lo es o no?
Me encantaría ser como Fanning. Tomarme la vida tan a
guasa y que todo me importara una mierda. Sé que sería
incapaz de ir así hasta la cocina —o eso creo—, pero,
aunque lo hiciera, le importaría entre nada y menos lo que
nadie pudiera decirle, incluida mi madre. Lo que eso me
lleva a pensar en mis hermanas, de mis hermanas en la
boda y de la boda, en Travis. Él ayer iba solo con el bañador
por ahí, como si esta casa fuese suya. Como si se sintiese
tan cómodo en ella que pudiese hacer y deshacer a su
antojo. Sí, vale, ha estado en esta casa cientos de veces,
pues su madre no deja de ser la mejor amiga de la mía,
pero nunca lo había visto así vestido en ningún otro sitio
que no fuera la terraza o la piscina. Que puede parecer una
soberana tontería porque, bueno, estamos en California y
aquí todo el mundo va en ropa de baño hasta para hacer la
compra, pero no en esta casa. O, por lo menos, no cuando
está mi madre delante. ¿Tan seria es su relación con Allegra
que esto por lo que me estoy comiendo la cabeza no es más
que una tontería? Pues claro que es seria, van a casarse en
apenas quince días.
¿Todavía tengo que sobrevivir en esta casa tantos días?
No hace ni veinticuatro horas que estoy aquí y se me han
hecho como un año entero de carrera.
Luke casquea los dedos frente a mi cara. Pestañeo y me
echo hacia atrás.
—¿Estás bien? Llevas cinco minutos enteros sin
pestañear.
Suspiro. Vuelvo a mirar su pecho y mis tripas vuelven a
rugir.
—Tengo hambre.
—Lo sé.
—No hace falta que vayas a la cocina a calentar nada,
tengo un microondas en la habitación.
Luke se atraganta con su propia saliva. Me acerco para
darle golpecitos en la espalda.
—Tienes… ¿Tienes un microondas en la habitación?
Me encojo de hombros y continúo dándole golpecitos.
—No es la primera vez que desayuno, como o ceno aquí.
Han sido demasiadas veces, de hecho. Así era más cómodo.
Ha dejado de toser, así que quito la mano de su espalda y
me la guardo en el bolsillo del albornoz. La cierro en un
puño y aprieto tan fuerte que me clavo las uñas. Ladea la
cabeza y se me queda mirando. Creo que va a decir algo
ingenioso, pero no lo hace. Se queda en silencio.
Mirándome.
De repente, vuelve a levantar la mano hasta atrapar un
mechón de pelo y jugar con él. Yo vuelvo a apretar la mano
que tengo dentro del bolsillo del albornoz. Baja la vista que
tenía clavada en mis ojos hasta mi boca y frunce el ceño.
Deja mi pelo y me pasa el pulgar por el labio inferior.
¿Este tío quiere que a mí me dé un infarto o qué se
propone?
—Tienes una herida, y es reciente. ¿Te has mordido? —En
cuanto termina la pregunta me acuerdo de la escena en la
ducha. De cómo me he masturbado con el chorro de agua
por su culpa y los calores vuelven a encargarse de decorar
mis mejillas—. ¿Te lo tengo que curar como hice con la
espalda y el codo? Por cierto, ¿cómo los llevas?
¿Cómo llevo el qué? ¿La libido?
Pues de puta pena. Intento apartar mi mirada de la suya y
también la cabeza, pero mi cuerpo no responde. Está
demasiado ocupado disfrutando de la caricia que el pulgar
de Luke le está haciendo a mi labio.
¿Cómo podemos con este chico pasar tan rápido de la
guasa a la tensión sexual? Creo que me he olvidado hasta
de respirar.
—¿Crees que podría darme una ducha?
Perdón, ¿qué?
Luke deja de tocarme, sonríe enseñando los dientes y
comienza a caminar hacia atrás.
—Me ducho rápido y desayunamos. ¡Espérame! —Justo
antes de desaparecer, señala el vestido azul que llevo en la
mano—. Tú estás guapa con cualquier cosa que te pongas,
profesora, pero yo dejaría ese vestido en su sitio y me
pondría algo de lo que tienes en la maleta. Me da en la nariz
que estarías más cómoda. Y, por cierto, retiro lo de antes.
Este atuendo también me gusta.
Me guiña un ojo y desaparece, dejándome con ganas de
volver al cuarto de baño y adueñarme de la ducha durante
el resto del día.
Sacudo la cabeza; joder, acabamos de llegar y ya estoy
así. ¿Cómo voy a poder sobrevivir el resto de los días?
CAPÍTULO 22
Desayunos divertidos

~Luke~
He tonteado con Helena. Eso lo sabemos mi polla, la
ducha dónde me he masturbado como un adolescente que
acaba de descubrir lo que es la masturbación y que le ha
cogido cariño a eso de cascársela bajo el agua, y yo. Y lo he
hecho mientras me la imaginaba chupándole la herida del
labio y abriendo ese albornoz hasta descubrir el puñetero
tatuaje.
Eso sí, luego he salido como el tío con el ego enorme y
gilipollas que suelo ser y que he descubierto que la hace
reír, aunque se gire para que no pueda verle la sonrisa que
alguna de mis idioteces le provocan.
Y, joder, siempre me ha importado una mierda lo que los
demás pensasen de mí y me la ha trufado si mis bromas
gustaban o no. Pero me gusta y se me hincha el pecho
saber que se ríe conmigo y de mí. Contrasta con el ceño y el
labio fruncido que pone cuando estamos delante de su
familia, como ahora.
Después de desayunar en su habitación —sigo flipando
con lo del microondas, pero no porque tenga uno, sino el
motivo de por qué lo tiene y ese «demasiadas veces» que
ha soltado, como si le pesase la
vida. Como si esa habitación hubiese sido su refugio. El sitio
al que huir cuando todo la superaba. Cuando ellos la
superaban—, hemos bajado al jardín y voilá, nos hemos
encontrado a su madre, sus hermanas, el novio de Allison,
que juro que se me ha olvidado el nombre, y al tonto del
culo Travis desayunando en el jardín. O tomando el brunch.
¿En California se toma el brunch? Sé que eso es algo
meramente inglés, pero, no sé, gente como esta seguro que
lo toma. ¿Levantarán el dedo meñique?
Si me ofrecen un té, juro que yo lo voy a levantar.
—Ya era hora de que os levantarais. Mamá ha estado a
punto de enviar a Mathilda a buscaros. —Si solo son las
ocho. De un martes.
Sería difícil distinguir si ha sido Allison o Allegra la que ha
hablado si no fuera porque Allegra sigue teniendo el mismo
gesto de asco hacia Helena que ayer. Y también porque al
oír a su hermana y ver aparecer a la pelirroja se ha cogido al
brazo de Travis rápido, como si tuviera miedo de que este se
fuera a escapar.
Helena está a punto de abrir la boca cuando su madre se
le adelanta.
—¿Por qué no te has quitado el pijama para bajar a
desayunar? ¿Y qué le ha pasado a tu pelo?
Helena se para en seco y yo lo hago junto a ella. La miro
de reojo y veo que está pálida. Cuando he salido del baño y
la he visto vestida con unos simples pantalones ajustados
por encima de la rodilla y una camiseta de manga corta con
un nudo en la cintura, sin rastro de maquillaje y con el pelo
todavía húmero suelto, me han entrado ganas de acercarme
a ella, cogerla de las mejillas y besarla.
Porque, bueno… Porque ha dejado el vestido azul que no
le pega nada para ponerse un conjunto de ropa que dice:
«Esta sí soy yo».
Me fijo en Samantha y sus otras dos hijas. Van vestidas
como si estuviesen a punto de recibir al presidente de los
Estados Unidos en su casa. Doy un paso hacia la derecha.
Hasta pegarme a Helena. Paso un brazo por su cintura y la
acerco a mí. Le doy un beso en la sien. Uno que me hace
apretar los dientes cuando el olor a frutas del bosque me
marea, y me dirijo hacia la diseñadora de moda.
—Qué bien huele. ¿Eso son gofres? Y que mesa más
bonita. Me encanta el jarrón de rosas que hay en el centro.
Estoy seguro de que son recién cortadas. —De hecho, no
tengo ni puñetera idea de si son rosas o qué, pero es la
única flor que me sé.
Parece que he acertado, porque Samantha se endereza
en su silla, sonriente, y aparta la mirada de su hija para
centrarla en el jarrón.
—Sí, son rosas. Es mi flor favorita. Todas las mañanas le
hago a nuestro jardinero cortar unas cuantas para ponerlas
en la mesa para la hora del desayuno. —Mira la hora en el
reloj de muñeca que lleva y que brilla más que el propio sol,
y frunce el ceño. Aunque esta vez no lo hace de forma
reprobatoria, sino cansada.
—Siento mucho haber bajado tan tarde —me apresuro a
decir antes de que vuelva a abrir la boca mientras empujo
con suavidad a Helena hacia la mesa—. Ha sido culpa mía.
Supongo que tenía horas de sueño acumuladas y, claro,
después de probar la cama he caído desmayado. Ese
colchón rivaliza con cualquier hotel de cinco estrellas que se
precie, te lo aseguro.
La sonrisa que me dedica Samantha es enorme. Noto a
Helena tensarse bajo mi brazo, así que la empujo un poco
más, hasta que llegamos a las dos sillas vacías que hay.
Hago a un lado la suya y con un gesto de la mano la invito a
que se siente. Helena me mira como si me hubieran salido
siete cabezas.
Bueno, puede que no me haya alojado en muchos hoteles
de cinco estrellas, pero mi educación es cojonuda.
Le guiño un ojo y dejo un beso sobre lo alto de la cabeza
justo antes de tomar asiento a su lado. Miro la mesa y dejo
escapar un sonoro suspiro.
—Todo tiene una pinta increíble, señora Baker.
Esta se ríe por lo bajo, tapándose la boca con la servilleta
que descansada en su regazo.
—Puedes llamarme Samantha.
—Por supuesto.
Helena bufa a mi lado y yo me muerdo una carcajada.
Alguien carraspea. Miro a Travis, que es quien ha hecho
ese insoportable ruidito y que a su vez observa a Helena de
una manera que no me gusta nada. El brazo de Allegra
sigue enredado con el suyo.
—¿Y vais a contarnos cómo os habéis conocido? —Tanto
Helena como yo giramos la cabeza a la vez para mirar a
Allison. Esta se está untando mantequilla en una rebanada
de pan con tanta lentitud que rivalizaría con cualquier
caracol.
Carraspeo, imitando a Travis, y lleno nuestros vasos con
zumo de lo que parece naranja.
—Helena y yo compartimos grupo de amigos.
—¿En serio? —Allison arruga la nariz con desprecio—. Que
sepáis que no pegáis nada.
Suelto la jarra y apoyo las manos en la mesa.
—En serio. —Aparto la vista y busco a Helena. Está
distraída untándose mantequilla en una tostada, aunque no
me pasa desapercibido el pequeño tic que tiene en el ojo.
Se ha dejado el pelo suelto. Nada que ver a como lo llevaba
ayer, todo estirado hacia atrás. No estaba fea. Básicamente,
porque no lo es. Pero no era ella. Era una versión de Helena
dos punto cero. Esta, la que lleva la melena aún húmeda por
culpa de la ducha, suelta, dejada secar al aire, es más
natural. Más sencilla. Más real.
Además, el sol le da de lleno y puedo jurar que su color es
parecido al fuego y todos sabemos qué pasa si lo tocas. Que
te quemas.
Y yo quiero quemarme.
Aparto la mano y le aparto un mechón de la frente.
Helena da un brinco, sobresaltada, y me mira. Tiene los ojos
abiertos y me mira como preguntándose qué narices estoy
haciendo. Yo también me haría la misma pregunta si no
fuera porque me he quedado atrapado en su marrón y
porque a mi mano parece que le encanta quemarse.
—¿Tienes planes para hoy, Helena?
Ambos salimos del pequeño ensimismamiento en el que
nos habíamos quedado atrapados de golpe con la pregunta
de Travis. Helena se coloca el pelo detrás de la oreja, lo que
me obliga a mí a apartar la mano, y lo mira.
Por lo menos, lo hace con pesadez, como si le molestara
tener que hacerlo. Eso me pone contento. Me alegra ver que
le tiene tanto aprecio como yo.
Mini punto para la profesora. Y, además, no me ha pasado
desapercibido ese «tienes», en singular.
—Habíamos pensado…
—Supongo que vendrás con nosotros a Malibú —continúa,
interrumpiéndola. Deja el tenedor que llevaba en la mano
sobre el plato y se limpia los dedos en la servilleta. Coge la
mano de Allegra y, por fin, se gira hacia su prometida y le
sonríe—. No sabemos si casarnos en El Castillo de
Hollywood o en los viñedos de Saddlerock. A tus hermanas
les gusta más la segunda opción, por eso nos vamos ahora
para allá. Tu madre ha movido algunos hilos y nos ha
conseguido un hueco.
Mira a Samantha y le sonríe de forma engreída y pelota.
Suspiro.
Por cierto. ¿Un castillo? ¿Un viñedo? Mis padres se
casaron en el ayuntamiento del pueblo. Tomaron langosta
como plato principal y la tarta la hizo mi abuela. De queso
con frambuesas. Me encantaría ver el menú que ha elegido
esta gente.
Helena le da un sorbo al zumo de naranja.
—Me encantaría —apunta. No suelta el vaso—. Pero creo
que hoy vamos a tener un día un poco complicado.
—Pero nos gustaría saber tu opinión. Es importante para
nosotros. —Vuelve a mirar a Allegra—. A qué sí, ¿princesse?
Si hubiera estado comiendo o bebiendo algo, me
atragantaría.
¿Acaba de llamar a Allegra princesa en francés?
La susodicha apoya la barbilla en la mano y mira a su
chico con mariposas en los ojos.
—¿Cómo me has llamado?
Travis sonríe aún más.
—Princesa en francés. Lo que tú eres.
—Voy a vomitar —murmura Helena. Lo hace tan bajito
que solo yo la escucho. Me llevo una mano a la boca y toso,
para así fingir la carcajada que me estoy reprimiendo.
Allison aplaude emocionada y mira a su prometido. Este
parece un hámster con los dos carrillos llenos de comida.
—Ay, Jackson, tú no me llamas nunca así. —Este mastica
a la velocidad de la luz y traga. Tiene que ayudarse del
zumo de naranja porque estoy seguro de que un trozo de
gofre se le ha quedado atascado en la garganta. Le coge la
mano a Allison y le besa los nudillos.
—Tú es que para mí eres mi pastelito de limón.
La que tose ahora es Helena. Le palmeo la espalda y me
acerco a ella hasta rozarle el lóbulo de la oreja con los
labios.
—Ni se te ocurra vomitar esas tostadas francesas. Son las
mejores que he probado en mi vida y sería una pena,
princesse.
La carcajada por fin sale de entre los labios de Helena. Lo
hace rápido, sin reservas. Con la boca abierta y la cabeza
echada hacia atrás.
Divertida. Auténtica. Joder, qué bonita está.
La reprobación de su madre hace que hasta a mí se me
erice la piel. Todos dejamos de mirarnos los unos a los otros
para mirarla a ella.
Y Helena deja de reír. Y yo maldigo a la alta costura por
ello.
Helena debería estar riendo como antes todo el puñetero
día.
—¿Me ha parecido oír que hoy vas a tener un día
complicado? —Por una fracción de segundo no tengo ni idea
de qué está hablando esta mujer, y Helena tampoco, antes
de que una luz se nos ilumina a los dos a la vez—. Espero
que esa complicación tenga que ver con tus hermanas y las
bodas. Se casan en menos de un mes y has venido a
ayudarlas.
La pelirroja vuelve a coger su vaso de zumo, que había
soltado tras el ataque de risa, y le da otro sorbo. Nunca la
había visto tan tensa.
—Es por mi culpa. Otra vez —añado rápido. Todos me
miran, incluida la chica que tengo al lado—. Como es la
primera vez que vengo a Los Ángeles, le había pedido a
Helena que me llevase a dar una vuelta.
Alargo la mano hasta la de la Helena. Esa que sostiene el
vaso de cristal con fuerza. Le separo los dedos del vidrio y
se los engancho a los míos.
—Me ha costado muchísimo convencerla, la verdad,
porque me ha dicho que hoy era el día de sus hermanas y
que tenía que estar con ellas y contigo, claro —Miro a
Samantha y le regalo la sonrisa más sincera y sofisticada
que tengo. Todo sin soltar los dedos de Helena.
—He insistido tanto —continúo— que, al final, de lo
pesado que me he puesto, ha tenido que decirme que sí.
Espero que no te importe,
Samantha. La verdad es que me encantaría conocer ese
Castillo de Hollywood. Tiene que ser un sitio increíble. Pero
yo creo que será
mejor si es una sorpresa para todos. —Esta vez miro a las
gemelas y les sonrío como no he sonreído a nadie en mi
vida: con una falsedad alucinante—. Además, aquí las
protagonistas sois vosotras y, dejadme que os diga algo, os
conozco de muy poco, pero creo que tenéis un gusto
increíble. Vais a ser la envidia del resto de novias de este
año.
Todas sonríen complacidas. Allegra hasta ha dejado de
fulminar a su hermana pequeña con la mirada. El único de
la mesa que no sonríe es Travis. Bueno, y Jackson, que ha
vuelto a los gofres.
—Creo que tienes toda la razón, Luke. —Allison se lleva
una mano al pecho y suelta un suspiro—. No es por
menospreciar a Babyboo, porque nos encanta pasar tiempo
con ella, pero creo que hay situaciones que le vienen un
poco grandes. —Me mira y sacude la cabeza—. En serio, nos
tenéis que contar cómo surgió lo vuestro. ¿Fue una especie
de apuesta o algo?
Babyboo está que trina. La escucho rechinar los dientes.
Aun así, me da un apretón en la mano. ¿Es señal de
agradecimiento o de «pienso cortarte los huevos y hacerme
una tortilla con ellos»?
—A mí sí que me hubiese gustado saber tu opinión —
apostilla Travis, ignorando así el comentario de su futura
cuñada. O recuñada. Ni siquiera sé si esa palabra existe o, si
existe, si describiría lo que es Allison para este tío—. Creo
que siempre viene bien conocer una opinión externa.
Allegra se gira hacia su prometido.
—Cariño, tengo que coincidir en esto con mi hermana. Si
quisiera consejos sobre pijamas se la pediría a Babyboo sin
dudarlo, pero para
cosas tan importantes como esta, creo que es mejor que se
quede y le enseñe Los Ángeles a su novio —aunque dice
esto último susurrando y dirigiéndose solo a Travis, lo
escuchamos todos los que estamos en la mesa. Le palmea
la mano—. Déjanos esto a nosotras.
¿Cómo narices pueden dos personas ser tan crueles?
¿Cómo pueden hablar así de su hermana? Yo ni de mi peor
enemigo hablo así.
Miro a Helena de forma disimulada, pues no quiero que
me pille observándola. Aprieto la mandíbula cuando me doy
cuenta de que tiene los ojos brillantes y las mejillas
encendidas. Pero esta rojez no tiene nada que ver con la de
esta mañana. Esa era bonita y te daban ganas de sonreír.
De provocarla hasta que las mejillas se le pusieran tan rojas
que luego sería imposible que volviesen a su estado natural.
La rojez de ahora es fría. Vacía. De esas que frotarías con
ganas hasta hacerla desaparecer. ¿Y sus ojos? No brillan. No
tienen esa chispa con la que se ha despertado. ¿Dónde está
la chica risueña y deslenguada que llevo tres años
conociendo? ¿La que se pasa el día riendo y bailando en el
The Beat? ¿La que tiene una forma de ser parecida a Hailey,
pero a unos cuantos decibelios menos? ¿La que nunca ha
tenido problemas para mandarnos callar cuando la situación
lo ha requerido? ¿La que llamó a su compañera de
habitación «hija de puta» por dejarse la puerta de casa
abierta? ¿Dónde está la chica que hablaba de orgías como
quien habla del precio de una barra de pan?
Esta que está aquí sentada a mí lado no es esa chica.
Esta parece resignada. Sumisa. Y nadie debería ser sumisa
de otra persona, ni siquiera si son de tu familia.
Una parte de mí quiere zarandearla y gritarle que se
defienda. Que las mande a la mierda y que les diga que el
palo que tienen metido por el culo no les favorece con el
color del pelo, pero la otra parte no me deja hacer eso. Esto
demuestra que el ser humano se comporta de una forma u
otra dependiendo de con quién esté. A veces, lo hace de
forma consciente y otras sin darse cuenta, ya sea por
encajar o porque eso es lo que la sociedad marca en ese
momento. Sea como fuere, es una auténtica mierda, y nadie
debería decirte cómo ser. Ese poder solo debería ser tuyo.
Allison se ríe por lo bajo tras el comentario de su hermana
y a mí la paciencia se me agota. Sin dejar de sonreír, porque
la sonrisa es la mejor arma de todas y con ella puedes
enviar incluso a la mierda con gracia y elegancia, le doy un
toque a mi vaso de zumo, haciendo que este se vuelque y
caiga sobre Allegra. Esta da tal salto hacia atrás que tira su
silla al suelo y también a su prometido. Eso pasa por estar
agarrada a su brazo como un Koala.
—¡¡Allegra!! —grita este desde el suelo, furioso. Helena
se suelta de mi agarre y también se levanta. En realidad,
todos lo hacen menos yo.
—¡¿Allegra?! ¡¿Has visto cómo estoy?! —A la rubia le da
igual su novio y si se ha hecho daño que, a mí parecer, la
respuesta es afirmativa, pues se ha golpeado la espalda con
el suelo y eso ha tenido que picar. Está más preocupada por
la mancha amarilla que lleva en el vestido blanco. Recojo el
vaso con cuidado, que sigue volcado, y ahora sí que me
levanto.
—Lo siento mucho, Allegra. Ha sido sin querer —digo.
Esta me mira furiosa.
—Has estropeado mi vestido favorito.
Diría que me importa, pero estaría mintiendo.
Allison se acerca a su hermana y tuerce los morros en un
gesto de asco cuando ve la mancha. Samantha también se
ha acercado, aunque ella no tuerce el morro, creo que lo
que hace es fruncir los ojos, aunque no lo sé bien porque
me acabo de dar cuenta de que no tiene ni una sola arruga
ni en la frente ni alrededor de los ojos. Eso no puede ser
normal, ¿no?
En cuestión de segundos todo son lamentos, refunfuños
por una parte y quejidos por otra. Mathilda, que ha
aparecido de la nada, comienza a limpiar el desastre
ayudada por Helena. Travis se ha levantado y se queja de la
espalda. Intenta frotársela, pero el brazo no le llega. Lo
ayudaría, pero paso. Allegra, por su parte, se ha puesto a
lloriquear mientras Allison la consuela diciéndole que
tampoco se ve tanto. Samantha la llama melodramática y la
recrimina porque el maquillaje se le está corriendo.
Me alegra saber que la pelirroja no es la única que puede
recibir «palabras de amor» de la diseñadora.
—¡No puedo ir así a Malibú! ¿Qué pensará de mí la gente?
—Puedes cambiarte, ¿no? —murmura Jackson.
Allegra se gira hacia el prometido de su hermana. El
pobre, que es el único que parece «normal» y que, por
cierto, no ha dejado de comer, la mira asustado.
—Tenemos que estar allí dentro de un par de horas —
continúa Jackson diciendo con inocencia—. Es decir, se
tarda solo una en coche. Tienes tiempo de sobra.
—Estás bromeando, ¿verdad? —Jackson traga el trozo que
estaba masticando y mira a su prometida. Esta pone los
ojos en blanco y coge a su hermana del brazo.
—Vamos, Allegra. Con mi ayuda, con un poco de suerte
podemos estar listas en una hora y media. —¿Una hora y
media para cambiarse? ¡Qué es una mancha en un vestido!
Te pones otro y listo—. Mamá, ¿puedes llamar y decirles que
llegaremos un poco tarde? Que ni se les ocurra darle
nuestra hora a otra persona. Que, como eso pase, hablaré
tan mal de ellos en mis redes sociales que no volverán a
tener una reserva en años.
Las dos hermanas se marchan del jardín cogidas del
brazo y seguidas de su madre, que lleva el teléfono en la
oreja. Travis también ha desaparecido, aunque ni siquiera
me he dado cuenta de cuándo. Jackson también se levanta
y sale corriendo por dónde han huido las gemelas. Se le ve
un bollo sobresaliendo del bolsillo del pantalón.
Siento una mano rodeándome el codo. Una pequeña y
cálida. Al girarme, me encuentro con la sonrisa de Helena.
Esa que me gusta. Esa que me hace sonreír con ganas.
—¿Nos vamos? —me pregunta. Suelto una quejido.
—Creía que no me lo ibas a pedir nunca.
CAPÍTULO 23
Una scooter y un paseo

~Luke~
Tiene que estar de coña.
Vuelvo a mirar a Helena, pero sigue igual, doblada por la
mitad y descojonándose de la risa. Me cruzo de brazos y
niego con la cabeza.
—No.
—Oh, vamos, Fanning. No me digas que tienes miedo.
—¿Miedo? Estoy acojonado, profesora.
—Eso me recuerda a que llevas retraso con las clases. A
lo mejor, deberíamos olvidarnos de este paseo y subir al
cuarto a estudiar.
—Deja las clases ahora y céntrate en lo importante.
Vamos a morir.
Pone los ojos en blanco y comienza a negar con la
cabeza.
—No vamos a morir. Serás exagerado.
—¿Exagerado? Ahí no cabemos los dos. Además, ¡es de
juguete!
—¿Lo dices porque es rosa?
—A mí el color me la pela. Lo digo porque es diminuta.
—No seas exagerado. He subido en ella millones de
veces.
Me da la espalda y comienza a andar.
—¿Dónde vas ahora?
—Tendremos que ponernos el casco, ¿no?
Llega a una vitrina donde hay infinidad de ellos y la abre.
Me acerco a ella y procuro que la mandíbula no toque el
suelo. Este es mi sueño. Junto con el hockey, claro, pero
esto… esto… Es el universo de los cascos de motos. Tienen
más que en la tienda en la que me compré el mío. Hay de
todos los tamaños y de una infinidad de colores.
—¿Son todos tuyos? —Niega con la cabeza y acaricia uno
negro con las yemas de los dedos. Aunque sus labios siguen
sonriendo, puedo ver que hay un pequeño velo de tristeza
tapándole los ojos.
—Son de mi padre.
Como el cotilla que soy, quiero preguntarle por él, pero su
gesto me dice que no. ¿Se habrá muerto? No creo. Es decir,
lo sabría, ¿no? Aunque, bueno, en este día y medio que
llevo «conviviendo» con Helena me he dado cuenta de que
no tenía ni puñetera idea de quién era esta chica en
realidad. Hago memoria, a ver si me ha hablado de él, y
solo recuerdo que lo nombró en la cafetería cuando la
escuché hablar francés y me dijo que fue su padre quien la
obligó a aprender idiomas. Saca el negro que había estado
tocando y me lo da.
—Yo creo que este te puede venir. —Me lo estampa contra
el pecho y a mí no me queda otra que cogerlo si no quiero
que se caiga al suelo. Se trata de un casco integral, de esos
que están cerrados por todas partes y que la visera no se
puede levantar. Me recuerda al pavo ese que iba todo de
negro y que repartía hostias como panes en la serie esa de
The Boys. Ahora no recuerdo su nombre.
Helena vuelve a la vitrina y coge otro del mismo color que
la moto. Este es calimero. Se lo pone, levanta la visera y me
sonríe.
—¿Listo, vaquero?
Me coloco el casco bajo el brazo y la sigo entre las filas
del garaje hasta llegar a la moto en la que pretende que nos
subamos. Los dos.
No tengo nada en contra de las motos. Me apasionan.
Tengo una Triumph esperándome en Burlington a la que
echo de menos. Pero lo que tengo delante no es una moto.
Es una cosa de dos ruedas que Helena quiere hacerme
pasar por scooter y que, vale, se lo puedo comprar, a
medias, pero lo que no le compro es que esa cosa pueda
cargar con el peso de los dos. Y menos aún que consiga
circular por Los Ángeles sin estropearse.
Echo un vistazo a lo que nos rodea y suelto un suspiro. En
este garaje hay más medios de transporte que en un
concesionario. Me extraña que no haya un autobús. Miro el
Aston Martin azul eléctrico que tengo justo al lado y finjo un
puchero.
—¿No podemos ir en este?
—Es de mi madre.
—¿Tu madre conduce?
—No. Los demás lo conducen por ella. Fue un regalo de
mi padre cuando hicieron diez años de casados.
—¿En serio? El mío le regaló a mi madre un vale para un
masaje hecho por él y una sesión de cine con palomitas en
el jardín trasero de casa. —Las comisuras de sus labios se
estiran hasta formársele una sonrisa perfecta.
—Qué bonito.
—Sí. Aunque yo no le haría ningún asco a un Aston
Martin. Mi cumpleaños fue en junio, hace apenas un mes. Si
ves que te sobra alguna moneda en el bolsillo y no sabes
qué hacer con ella, soy todo tuyo.
Helena se me queda mirando seria. Sin pestañear. Con los
ojos fijos en los míos. Yo intento no reírme. Está graciosísima
con esa cosa en la cabeza. La hace parecer una niña
inocente, algo que me he dado cuenta de que no es. (Eso sí,
cuando no está con su familia, porque cuando su madre o
hermanas están presentes, es otra persona completamente
diferente).
Al final, gruñe y se cruza de brazos. Parece enfadada.
—¿El problema es que te da miedo subirte en una moto
conducida por una chica?
Tardo unos segundos en procesar su pregunta. Cuando lo
hago, me entra un ataque de tos producido por mi propia
saliva, que se me ha ido por el otro lado. Tengo que darme
golpecitos en el pecho para no morirme. Helena no hace el
amago de ayudarme. Sigue de brazos cruzados. Aunque
ahora se ha puesto a dar golpecitos en el suelo con el pie.
Me aclaro la garganta y la miro a los ojos, sin pestañear.
—Me ofende un poco que me hagas esa pregunta.
—Y a mí me ofende que estés siendo tan pesado. —
Señalo el espacio que nos rodea y luego a ella.
—Me subo donde tú me digas con los ojos cerrados.
Véndamelos y ya verás si confío o no en ti. El problema es
que esta moto me da un
poco de miedo —Enarca una ceja. Toso para aclararme la
garganta y continúo—. No quiero ofenderte, te lo juro.
Tampoco a la moto. Pero es que es minúscula. En serio,
profesora, esa moto va a volcar en la primera curva. Temo
por nuestra vida.
Se descruza de brazos y se baja la visera tras poner los
ojos en blanco.
—Deja de ser un coñazo y súbete a la moto.
—¿Y a la Bobber? —Pruebo por última vez. Lo que le he
dicho iba en serio. Temo por nuestra vida. Veo esa moto
muy pequeña para un tipo tan grande como yo. Si a eso le
subimos el peso de otra persona, aunque sea una tan
pequeña y delicada como Helena, me veo pasando la noche
en un hospital.
Resopla.
—Que te subas a la moto y te calles.
Pasa una pierna por encima de la moto y se sube a ella.
Se agarra a los manillares y se tira hacia delante. Miro el
sitio que hay a su espalda. ¿Ya he dicho que es minúsculo?
—Helena, en serio, que yo ahí no entro.
—Qué hostia tienes, Fanning. Que te subas a la puta moto
y dejes ya de dar por culo.
Y ahí está la Helena de los ovarios bien puestos. La
peleona. La que te manda a la mierda y se caga en ti con
tanta gracia que no puedes más que sonreírle y pedirle que
lo vuelva a hacer. La que no saca a relucir cuando está
frente a su madre o sus hermanas y eso me jode como la
vida misma.
Estabiliza la moto con los pies y vuelve a cruzarse de
brazos.
—¿Se puede saber ahora de qué te ríes?
—Si digo que me has puesto cachondo hablando así, ¿me
pegas?
Pone los ojos en blanco y no me contesta. Tampoco me
pega. Aunque juraría que se está aguantando las ganas de
sonreír, y eso me hace muy feliz. A esta Helena es a la que
me refería. ¿No podría ser siempre así? No me gusta la del
jardín.
Me pongo el casco y me subo a su espalda. Tengo que
pegarme tanto a ella que parecemos uno. Paso mis manos
por su cintura y me agarro a ella. Puedo notar la piel
caliente contra mi palma, y eso que lleva la camiseta
puesta. Pego su espalda a mi pecho y encajo mi rodilla con
su pierna. Juraría que soy capaz de escuchar un suspiro
saliendo de entre los labios de Helena, pero eso es
imposible con el casco que llevo.
A lo mejor he sido yo.
Helena se restriega las palmas de las manos por los
pantalones y, por fin, arranca la moto. Sale más rápido de lo
que pensaba del garaje y de ahí a la libertad. Ninguno nos
giramos a ver si vemos a su madre o a sus hermanas. En
cuanto Helena me ha preguntado si nos íbamos, hemos
salido corriendo. Parecía que alguien nos estuviera
persiguiendo. Llegamos a la primera curva. Estoy a punto
de cerrar los ojos para no ver la hostia y solo sentirla, pero
Helena la coge con una elegancia que no me esperaba. Ni
de ella ni de la moto. Está claro que voy a tener que darme
un par de puntitos en la boca; parece que esta es más
resistente y segura de lo que creía.
Tampoco sabía que a la pelirroja le gustaban los vehículos
de dos ruedas, ni que tenía una o que supiera conducirlas.
Que esta chica es una enorme caja de sorpresas ha
quedado más que demostrado. Y que cada cosa que
descubro de ella me gusta más que la anterior, también.
En vista de que está todo controlado, de que no hay
peligro de caída ni de muerte y de que soy idiota, me relajo
contra su cuerpo y me dejo llevar. Es la primera vez que me
subo de paquete y, joder, me gusta. Está bien no ser el que
lleve el control sino el que se deja llevar. No tengo ni idea de
hacia dónde vamos, ni tampoco cuánto tiempo llevamos
circulando, solo sé que lo que voy viendo me gusta cada vez
más y más. Y no me refiero solo al paisaje.
Helena está relajada y eso se nota en su manera de
conducir. Se nota que se conoce estas calles como la palma
de su mano y que está cómoda en ellas. No hemos hablado
ni una sola vez desde que salimos de su casa, ni siquiera
cuando nos hemos parado en algún semáforo, y eso está
bien. No lo necesito. Me conformo con seguir sintiendo baja
la palma cómo su respiración sube y baja. El calor que
emana su cuerpo.
Tomamos otra curva y eso nos lleva directos a la
carretera, con la montaña a la izquierda y la playa a la
derecha. El aire nos da de frente y eso hace que la piel se
me ponga un poco de gallina, sobre todo cuando Helena
coge velocidad, así que me pego más a ella. No tengo claro
si ha sido una buena idea hacer eso, pues mi entrepierna
comienza crecer y estoy convencido de que no soy el único
que se ha dado cuenta. Toma otra curva y eso hace que la
camiseta se le levante por encima de mis dedos. Estos
quedan, ahora sí, pegados a su piel y hostia puta.
Cierro los ojos y sigo respirando. Sin apartar los dedos de
su piel. Sin quitar mi cuerpo del suyo. Sin moverme lo más
mínimo.
Helena aminora la velocidad y entonces abro los ojos. ¿Ya
vamos a parar? Estamos pasando por una especie de
residencia privada, aunque no hay ningún cartel a la vista y
tampoco una puerta que nos impida el paso. Todo está lleno
de flores de color rosa, árboles y casas señoriales. Pasamos
despacio por detrás de estas y continuamos avanzando.
Pues no, no paramos.
Aunque no tardamos en hacerlo.
A unos pocos metros de distancia hay una especie de
valle. No hay prácticamente nadie, por lo menos a simple
vista. Solo un grupo de chavales sentados en el suelo a
bastante distancia de nosotros. Helena para la moto y me
hace un gesto con la mano para que baje. Lo hago y ella lo
hace después. Se quita el casco, se lo coloca bajo el brazo y
menea la cabeza, haciendo ondular su melena.
—¿Algo que decir?
—Sí, que estás guapísima con ese movimiento de cabeza
—contesto una vez yo también me he quitado el casco.
Helena gruñe y me da un puñetazo juguetón en la barriga.
Le quito el casco de la mano y me lo guardo bajo el brazo
junto con el mío. Inclino la cabeza hacia delante en una
especie de reverencia—. Que tenías razón. No había peligro.
—¿Y?
—Que ya no volveré a darte el coñazo.
—¿Y?
—Que tu moto es mejor moto de lo que creía.
Me mira seria durante un par de segundos, pero acaba
sacudiendo la cabeza y sonriéndome de forma dulce.
—Anda, vamos. —Me guiña un ojo y comienza a andar
hacia atrás.
—¿Dónde me has traído?
Miro a los chavales. Siguen en el mismo sitio y no nos
están prestando ninguna atención. Me parece escuchar el
mar.
Helena deja de caminar y coge aire. Me parece ver un
brillo diferente en sus ojos. Como si estuviera nerviosa.
Vulnerable.
Vuelvo a escuchar el mar, ya no me cabe ninguna duda,
porque lo que acaba de sonar ha sido el agua chocando
contra las rocas.
—¿Preparado para conocer mi rincón favorito?
Una sensación cálida me recorre el pecho. Helena va a
enseñarme un pedacito de ella. Uno que no he tenido que
averiguar por casualidad o porque me lo ha contado su
cocinera. Y está sonriendo. Puede parecer una tontería
porque no es la primera vez que la veo hacerlo, pero sí que
es la primera vez que veo esta sonrisa. Una tímida y feliz.
Segura y genuina. Auténtica.
Alargo el brazo con el que no sujeto los cascos y le
ofrezco la mano con la palma hacia arriba. La mira. Lo hace
durante tanto rato y de una forma tan intensa que, por
primera vez en mi vida, me siento cohibido.
Estoy a punto de quitarla, cuando deshace sus pasos,
pone su mano encima y la cierra sobre la mía.
—Ten cuidado por dónde pisas no vayas a caerte,
Fanning. No quiero ser la que acabe contigo. Ya no podría
volver a Burlington. Las groupies me lincharían.
Qué guapa y viva está cuando se mete conmigo.
Y cuánto me gusta que lo haga.
CAPÍTULO 24
El Matador

~Helena~
Me he dado cuenta de que Luke se pasa el día
tocándome, acariciándome. Pero no lo hace de una forma
rara o mala. Al contrario. La realidad es que me encantaría
que me tocara de formas tan diferentes y variadas que mi
cuerpo solo puede sentir un cosquilleo cuando lo piensa. La
cuestión es que cuando me toca lo hace de forma
protectora. Delicada.
Como cuando ha puesto su palma sobre mi espalda en el
jardín de mi casa y me ha guiado hasta la mesa, aunque eso
lo ha hecho por educación. O cuando me ha puesto la mano
en la cintura al subir en la moto, que lo ha hecho por
protección. Y cuando me ha tocado el pelo en la mesa
mientras hablaba con Allison lo ha hecho por fingir.
Ahora, viendo su palma hacia arriba, esperando a coger la
mía, pienso en el motivo por el que lo hace y no se me
ocurre ninguno. No hay nadie delante por el que tengamos
que fingir. Tampoco tiene que empujarme hacia ningún sitio.
Aunque, por otra parte, ¿tiene que haberlo?
Un motivo.
A lo mejor, simplemente, lo hace porque él es así. Si
pienso en él y en su relación con los demás me doy cuenta
de que Luke actúa así con todos; protector, cercano. Si
hasta lo he visto más de una vez darse un pico con los
jugadores del equipo, Brad incluido. O abrazar a Hailey y
Chelsea. No hay nada oculto en esa palma extendida.
Es Luke, siendo Luke.
Deshago mis pasos hasta llegar a él, coloco mi mano
sobre la suya y la cierro.
—Ten cuidado por dónde pisas no vayas a caerte,
Fanning. No quiero ser la que acabe contigo. Ya no podría
volver a Burlington. Las groupies me lincharían.
Esto último lo he dicho en serio. Si algo le pasara al
capitán del equipo de hockey por mi culpa, tendría que
pedir el traslado a otra universidad. Y a mí me gusta
Burlington.
Luke chasquea la lengua contra el paladar de forma
engreída.
—«No voy a dejar que nadie te arrincone, baby».
—Oh, joder. —Comienzo a andar. Le doy un tirón a su
brazo para que me siga. Cuando se pone a mi lado, está
sonriendo—. ¿Ahora recitas a Patrick Swayze en Dirty
Dancing?
—Para que veas que soy un tío culto y sensible.
—¿Sabes? Cuando pienso que eres un tío guay, abres la
boca, tu ego hace acto de presencia, y la cagas.
—Vamos, pelirroja, no me digas que no te gusta esa peli.
—Claro que me gusta. Estudio arte dramático,
¿recuerdas?
—¿Y qué? Yo estudio informática y odio los ordenadores.
Llegamos a una pendiente un poco empinada y comienzo
a descender con los pies de lado y a pasitos cortos. El sitio
al que vamos no tiene buen acceso, por eso me gusta.
Porque cuesta tanto llegar a él que la gente no va y está
casi siempre desierto—. Cuidado dónde pones los pies.
—¿Dónde me has traído? ¿Piensas asesinarme y después
tirarme al mar para que me coman los tiburones?
—Tiburones hay más en la bahía de Santa Mónica que
aquí. O en la playa de Santa Bárbara. Y no me des ideas.
El sitio está lleno de rocas, tiene pendientes bastante
pronunciadas y algunos desniveles. Pero he bajado por este
camino millones de veces. Podría hacerlo hasta con los ojos
cerrados. Me fijo en Luke. Él no lo ha hecho nunca, aunque
no parece tener problemas. Supongo que tener tan buena
forma física ayuda. Sigo bajando.
No nos hemos soltado la mano en ningún momento.
—Explícame lo de la informática. ¿Por qué esa carrera? La
universidad de Vermont tiene mucha variedad.
—¿Y por qué no? Los ordenadores son el futuro. Además,
tenía que elegir una si quería jugar al hockey. ¿Y tú?
¿Siempre has querido estudiar arte dramático?
No.
Yo quería estudiar diseño y moda en la FIT de Nueva York.
De pequeña, me encantaba espiar a mi madre en su
despacho, mirar sus bocetos y copiarlos. Tenía una carpeta
donde los guardaba todos. Y miles de cuadernos que llevaba
siempre conmigo.
También diseñaba mis propias creaciones. Cogía trozos de
tela, cortaba y cosía hasta tener mis propios vestidos.
También les confeccionaba ropa a mis muñecas.
Pero supongo que no se puede tener todo lo que deseas.
—Sí. —Pego un último salto y por fin llegamos a terreno
plano. Extiendo la mano y señalo la pequeña playa que nos
rodea—. Bienvenido a la playa El Matador.
—¿En serio se llama así?
—Sí. Y es mi lugar favorito en el mundo entero.
A pesar de ser casi mediodía, se pueden contar las
personas que hay con los dedos de una mano. Estamos
protegidos por rocas que rodean el mar o bien que se
adentran en él, creando pequeñas corrientes alrededor que
le dan un aspecto mágico. El sol ya ha salido del todo,
proyectando sobre la arena preciosos rayos que hacen que
esta sea más dorada que marrón.
Cierro los ojos, levanto la cabeza y dejo que esos mismos
rayos me calienten la cara.
—Es precioso —susurra Luke. Yo me limito a asentir. No
quiero hacer otra cosa.
Eso, y escuchar las olas del mar.
No me había dado cuenta de lo que las había echado de
menos. En Burlington también hay playa, pero esto es
diferente. Es mío.
—¿Cómo conociste este lugar?
—Me trajeron unas amigas del instituto un día. Una de
ellas venía a montárselo aquí con su novio por las noches.
—¿Y tú has venido a hacer eso mismo conmigo? Prefiero
eso que lo de matarme y tirar mi cuerpo al mar. —Mueve las
cejas de forma juguetona.
Aprieto su mano con todas mis fuerzas y él finge que le
hago daño, aunque sé que lo máximo que he podido hacerle
son cosquillas. Abro lo ojos y ladeo la cabeza.
—Ya te gustaría, Fanning.
Me dedica una sonrisa socarrona.
—No te digo yo que no.
Me suelto de su agarre, aunque me jode la vida misma
hacerlo, y me acerco a la orilla. Lo hago porque quiero tocar
el mar con los dedos de los pies y porque he notado que
empezaba a ponerme roja y no quería que él me viera así.
Ya lo ha hecho bastante últimamente. En serio, odio mi tono
de piel tan blanca. Y mis pecas. No había caído en que con
todo este sol se pronuncian tanto que parece que tenga la
varicela.
Me quito las zapatillas de deporte, los calcetines, y me
acerco al agua. Suspiro en cuanto esta toca mi piel. Está un
poco fría y eso me anima. Es justo lo que necesito. Cuando
le he dicho a Luke de irnos no tenía muy claro dónde quería
ir. De hecho, ni siquiera lo sabía cuando me he subido a la
moto y he empezado a conducir, pero tendría que haberlo
imaginado. Siempre termino aquí. Me fastidia mucho no
haberme traído bañador.
—¿Qué tal está el agua, profesora?
Luke está a mi lado. Sonriente. Y sin ropa.
Bueno, solo con los bóxer puestos.
—¿Qué…? —La pregunta se me queda colgando entre los
labios en cuanto siento los brazos de Luke rodeándome la
cintura. Me levanta en el aire y comienza a correr conmigo
hasta que el agua me toca la cintura y, entonces, nos hunde
a los dos.
Salgo a la superficie entre bocanadas de aire y mil y un
insultos.
—¡Me has tirado al agua! —Luke también ha salido. Se
sacude el pelo, enviando miles de gotitas por todas partes.
—Está buenísima.
Le doy un pellizco en el brazo, pero eso solo consigue que
él se ría y que yo me haga daño. No sabía que estaba tan
duro.
La ropa me pesa y eso que solo llevo una camiseta y unos
pantalones cortos. Me palpo los bolsillos y gruño frustrada
cuando noto las llaves de la moto y el móvil. Saco las dos
cosas y se les estampo en la cara. Bueno, justo en la cara
no, pero cerca.
—Ups. —Ese ups va seguido de un labio caído y unos ojos
de corderito.
—Como me lo hayas roto, me compras uno nuevo.
—Te regalo el mío. De todas formas, es de última
generación, pelirroja. Esos aguantan dentro del agua. Y lo
tuyo ha sido una salpicadura de nada.
Quiero matarlo.
—¿Salpicadura? ¡Estoy empapada!
—¿En serio? —Desciende los ojos por mi cuerpo hasta
querer mirar debajo del agua.
—Soy demasiada mujer para ti, Fanning. No sabrías ni por
dónde empezar.
—¿Me estás retando? Porque me encantan los retos.
—No me gustaría acabar con tu virilidad.
—Te puedo asegurar que mi virilidad está intacta. Y firme.
Le miro la boca cuando dice esto último y… joder.
Estamos pisando tierras pantanosas. De esas que si sigues
caminando te engullen entera.
Comienzo a caminar hacia la orilla.
—¿Ya te vas? —me pregunta con voz apenada. Parece un
niño al que acaban de quitarle una bolsa de chucherías.
Sonrío de forma pícara y le enseño las llaves y el móvil.
—Tendré que sacar estas cosas del agua.
—Pero, después, vuelves, ¿verdad?
—Estoy chorreando. ¡Y no hagas ningún comentario! —Lo
apunto con un dedo de forma amenazante, aunque me
cuesta mostrarme seria cuando siento flojera en las piernas
y me mira con esa sonrisa tan burlona y, a la vez, tan sexy
que hace que babee.
Me encanta su sonrisa, joder, y me gusta más todavía
cuando va dirigida a mí, aunque sea para sacarme los
colores.
—Es que me lo pones a huevo —se jacta.
—Yo creo que tienes la mecha muy corta.
—¿A qué mecha te refieres, exactamente?
Intento fulminarlo con la mirada.
Si es que no aprendo, joder.
Aprieto los labios porque no quiero que me vea sonreír,
ya que eso solo le daría más munición. Una munición con la
que acabaré tan roja como el culo de un mandril.
—Tengo que secarme si luego quiero llegar a casa.
Estamos a una hora de distancia. No puedo conducir con la
ropa mojada.
De una brazada llega hasta mí. No sé si es él el que da el
primer paso o si soy yo la que se cuelga a su cuerpo como
el famoso mandril se cuelga a un árbol, solo sé que, de
repente, él tiene sus manos en mi cadera y yo mis piernas
alrededor de su cintura.
Y la posición me gusta. Y me asusta. Y me excita. Y me
pone nerviosa.
—Te encanta este lugar —susurra. Con la mano que tengo
libre comienzo a acariciarle el cuero cabelludo. Ronronea y
eso hace que el pelo se me ponga de punta y que la ropa
me pese tanto que solo quiero que desaparezca—. Me lo has
dicho tú y me lo ha dicho la sonrisa que te ha salido en
cuanto hemos bajado. Y ya no te digo nada de la que ha
aparecido cuando has tocado el mar. Quieres bañarte, y yo
también quiero hacerlo. Hace sol. Estamos a treinta grados.
Es Los Ángeles. Cuando salgamos la ropa se te ha secado
de sobra y, si no lo ha hecho, te dejo mi camiseta.
—No puedes ir en moto desnudo.
—Ya se me ocurrirá algo.
Estoy mojada, y no hablo solo de la ropa.
¿Qué narices tiene este chico que cuando me habla me
derrito como un suflé recién salido del horno?
¿Por qué tiene esa voz tan dulce con la que sería capaz
de derretir los polos? Se supone que debería estar enfadada
con él por haberme lanzado al agua vestida. Sin embargo,
me encuentro rezando para que la ropa no se me seque y
así él tenga que ir sin camiseta el resto del día. Sin contar
con que mis piernas están alrededor de su cintura y de que
estamos tan pegados que lo noto todo, joder. Todo.
Su pecho subiendo y bajando, el brillo malicioso de sus
ojos, su sonrisa lobuna, la tienda de campaña que se ha
formado al polo sur de su cuerpo… ¿Está cachondo por mi
culpa? ¿El mujeriego por excelencia de Burlington se siente
ligeramente atraído por mí? ¿Cómo de mal está que me
sienta poderosa por ello? Sí, vale. Estamos hablando de
Luke Fanning. Se ha tirado a todas las mujeres de la
universidad, profesoras incluidas, y no se acuerda del
nombre de ninguna. ¿Y qué? Sentirte deseada es bueno. Te
da seguridad. Y es perfecto para el cutis, porque te hace
rejuvenecer diez años de golpe. Y el tonteo está bien. A
nadie le amarga un dulce, y mucho menos uno de pelo
castaño, ojos verdes y sonrisa de escándalo.
Pero no puedo perder de vista la realidad; estoy en Los
Ángeles, con mi familia, en la boda de mis hermanas. Puede
que se crean que tengo una relación con Luke, pero no es
real, y no puede serlo, sea de la índole que sea. ¿Tontear?
Sí. Lo dicho, es bonito y el coqueteo se ha llevado toda la
vida, pero no puede pasar de ahí. Ya tenemos bastante con
tener que fingir que somos pareja delante de mi familia. Y
con dormir juntos. Y con la erección con la que se levanta y
que es tan grande que…
Céntrate, Helena. Tonteo, risas y ja ja ja.
Fin.
Suspiro cansada, como si la vida me pesara y su cercanía
no me afectara una mierda, y desenredo las piernas de su
cintura. Menos mal que estoy dentro del agua. Si no fuera
así, estoy segura de que me iría de bruces contra el suelo.
—Tengo que salir a dejar el móvil y las llaves. —Asiente y
me suelta. Siento vacío ahí donde me tocaba. También
ganas de llorar y mucha frustración. No sé si la alcachofa de
la ducha será suficiente. Si lo llego a saber, me traigo el
consolador de Vermont—. Tienes que darte la vuelta.
Frunce el ceño.
—¿Por qué?
—Porque voy a quitarme la ropa mojada y no quiero que
me mires.
—Creo que deberíamos discutir ese punto —me replica
con socarronería.
Respiro hondo y comienzo a andar hacia la orilla.
—Date la vuelta y no mires, Fanning, o te juro que sí que
te mato y te tiro al mar.
Luke echa la cabeza hacia atrás y suelta una risotada,
aunque también se da la vuelta.
—¿Sabes? No sé si me pone más que me amenaces o que
digas la palabra «mojada».
Salgo del agua y dejo el móvil y las llaves junto al
montecito de ropa de Luke. Le echo un vistazo. Sonrío al ver
que sigue de espaldas.
—¿Y eso debería halagarme? Porque a ti te pone
cachondo hasta una piedra.
—Tienes muy mal concepto de mí, profesora. Voy a
empezar a sentirme ofendido.
—Tranquilo, tu ego no te lo va a permitir.
Me deshago de los pantalones y también de la camiseta.
Refunfuño al darme cuenta de que llevo puestas unas
bragas de algodón tipo culot, blancas, con el dibujo de un
minion justo en el centro. Que no es que quiera que Luke
me las vea. Aunque las va a ver cuando salgamos, claro,
pero ¿no tenía otras bragas más sosas e infantiles que
ponerme?
—¿Te falta mucho? He pensado en un par de cosas a las
que podemos jugar mientras nos damos un chapuzón.
—Si esos juegos tienen que ver contigo y conmigo y el
sexo, te puedes ir olvidando. —Otra risotada de Luke que va
directa a mi entrepierna. Qué buena idea esta de venir a la
playa y bañarnos medio desnudos. Los pezones se me
marcan a través del sujetador. También blanco. A partir de
ahora solo voy a llevar colores oscuros.
—Somos novios, ¿recuerdas?
—Delante de mi familia, gracias a ti. Ahora no hay nadie
cerca.
—Pero tendremos que ensayar. Por hacerlo más creíble y
eso. A mí siempre me han dicho que hay que practicar
mucho hasta encontrar la perfección. Y yo quiero que tu
familia piense que soy el mejor novio del mundo. Sobre
todo, Ted.
—Travis. —Luke se gira en cuanto me escucha a su
espalda. El agua le llega por encima del pecho y las gotas le
caen por la cara como
si fueran perlas. Vuelve a sacudir la cabeza. El pelo se le
dispara en todas direcciones, acabando de punta. En otro,
estoy segura, quedaría mal. A él le queda demasiado bien.
No es justo. A Luke todo le sienta bien.
—No vas a decirlo bien nunca, ¿verdad?
—Es un nombre muy difícil. Yo no tengo la culpa de que
se me olvide. —Debería haber estudiado arte dramático con
Hailey.
—Tienes contestación para todo.
—Soy un tío con recursos.
Arqueo una ceja y él me mira con orgullo. Este tío es
imposible.
Meto la cabeza dentro del agua y comienzo a nadar. Está
buenísima. Y sí, Luke tenía razón, quería bañarme. Esto es
justo lo que necesitaba. Esto y escapar de esa casa.
Las palabras de mis hermanas y, sobre todo, lo que estas
esconden, se repiten en mi cabeza en bucle. Como ese mal
sueño del que no consigues deprenderte ni cuando estás
despierta. Me encantaría saber qué les he hecho para que
me odien tanto. Porque me odian, joder. Y debería darme
igual. Y sus palabras ya no deberían importarme. Ni sus
gestos o sus burlas. Pero lo hacen. Y duele tanto que siento
como si me hubiesen metido la mano dentro del pecho y
estuviesen apretando hasta conseguir dejarme sin aire. Y
me da mucho miedo que un día lo consigan y ya no pueda
respirar. O que me hagan explotar y entonces todo estalle y
se vaya a la mierda. Aunque, en realidad, es justo eso lo
que debería pasar, ¿no?
Si ellas no me quieren en su vida, ¿para qué estar?
¿Por qué molestarme en seguir viniendo aquí?
¿En seguir cediendo?
Porque soy masoquista, es la única explicación posible.
Porque parece que, cuanto más daño te hace una persona,
más te aferras a ella. Porque las relaciones tóxicas no solo
existen entre las parejas. Hay amistades tóxicas. Y hay
familiares tóxicos, y yo tengo tres. Es cierto eso que dicen
de que el dinero no da la felicidad, aunque ayude bastante.
Porque hay cárceles de oro y sonrisas y gestos tan falsos
como los billetes del monopoly. Porque El Show de Truman
es una película que tiene mucho de real. Demasiado.
¿Qué sentido tiene tener el último modelo de coche o una
casa con seis baños si los que juraron protegerte no lo
hacen? O, al menos, uno de ellos. Aunque, bueno, el otro se
marchó y me dejó sola con ellos. No me llevó con él. No me
protegió como yo necesitaba que lo hiciera. Me dejó en la
boca del lobo para que este me devorara poco a poco.
¿Ahora también estoy resentida con mi padre? ¿Con el
único hombre al que he querido de verdad toda mi vida?
¿Me la he pasado fingiendo? ¿Me he engañado tanto que he
llegado a creerme mis propias mentiras?
Vuelvo a meter la cabeza en el agua y sigo buceando,
alejándome cada vez más de la orilla. Soy feliz en
Burlington. Echo de menos a Hailey y a Chelsea. Con ellas
soy yo de verdad, sobre todo con la primera. Hasta echo de
menos a Clarise y su inexistente compañerismo. Pero ella no
me importa lo suficiente como para que sus actos me
molesten. Los de ella no me hacen daño.
Saco la cabeza a la superficie y me tumbo, con los brazos
y las piernas extendidas, con los ojos cerrados y el sol
dándome de pleno en la cara.
Siento unas manos sobre mi espalda y me incorporo,
sobresalta. Luke está a mi lado. Es él quién me está
sujetando. Quién me está haciendo flotar.
—Vuelve a cerrar los ojos. Estabas monísima.
—A ver si vas a ser tú el que me acabe asesinando y
tirando al mar.
—Oh, vamos, profesora. Solo quiero que te hagas la
muerta y ser yo quién te guíe. Y que te relajes. Los dos
sabemos que lo necesitas.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? —Me coloca una de las manos en la frente
y me empuja la cabeza hacia abajo. Me resisto y él resopla
—. ¿Siempre eres tan desconfiada?
—¿Y tú eres siempre tan mandón?
—Sí. —Arqueo una ceja y él sonríe—. Por favor.
Hago lo que me pide. Asegurándome, eso sí, de que el
agua me cubra entera, excepto la cara. No quiero
ahogarme, pero tengo los pezones que parecen dos
chinchetas y no quiero que se fije en ellos.
Luke comienza a nadar conmigo en brazos. Tararea una
canción. Tardo unos segundos en reconocer que es Made
you look, de Meghan Trainor. Intento aguantarme la risa,
aunque esta termina saliéndome por la nariz.
—Eres una infantil.
—¿Yo? No te pega nada esta canción.
—¿Eso crees? Pues deberías verme bailándola. Lo hago
mejor que la propia Meghan. Y fliparías con mi Despechá de
Rosalía.
La risotada que suelto hace que me desestabilice y mi
cabeza acabe dentro del agua. Ha faltado poco para
tragarme el agua que hay en toda la playa. Luke me ayuda
a salir. Me aparta el pelo de la cara y me da golpecitos en la
espalda. Me pongo recta, pero no hago pie, así que muevo
los brazos y las piernas para estabilizarme, pero parezco un
pato mareado. Luke se da cuenta y me coge de la cintura y
pasa mis brazos por su cuello.
—Eres una cría, profesora.
—Creo que deberías dejar de llamarme así.
—Me gusta.
—Pero no estás estudiando nada.
—Porque me paso la vida rescatándote y eso me quita
demasiado tiempo. Cuando te caíste en la ducha,
intentando animarte en el avión porque tenías miedo,
sacando tu maleta del altillo, aquí, ahora, evitando que te
ahogues…
Pongo los ojos en blanco. La punta de mi dedo índice
acaricia un rizo que se le ha formado en la nuca y tengo que
tragar saliva.
—Pobrecito. Te tengo esclavizado.
—Si llego a saber que era un trabajo a tiempo completo
esto de ser amigo tuyo, me hubiese buscado otro hobby.
Le estiro ese rizo que estaba acariciando con fuerza.
Masculla un joder seguido de una carcajada. Me suelto y
vuelvo a tumbarme bocarriba sobre el agua.
—Esta vez, tararea algo con un poco más de marcha.
—Qué exigente se ha vuelto la niña.
Siento de nuevo las manos de Luke sobre mi espalda y la
piel se me pone de gallina.
Qué mala idea esto de la playa desierta, joder. Y lo de
traérmelo a Los Ángeles. Y lo de darle clases, aunque estas
estén brillando por su ausencia. Y lo de mi absurda
atracción por él. Esa es la peor idea de todas.
Aun así, me relajo, cierro los ojos, intento poner la mente
en blanco y me dejo llevar, porque se está fenomenal.
Porque el agua está a la temperatura perfecta y porque
estamos tan apartados de todo que solo se escucha el
chocar de las olas contra las rocas. Porque me gusta estar
aquí, flotando, sin nada que me lo impida. Sin viñedos que
visitar, sin risitas que soportar o sin reproches que escuchar.
Pensar en ello me lleva a Luke. Abro los ojos y lo miro. Él
también tiene los ojos cerrados y su cara refleja
tranquilidad.
—¿Luke?
—¿Mmm? —Coge impulso y nos da una vuelta sobre sí
mismo. Mi pelo se desliza por el agua enviando pequeñas
ondas.
—Quería darte las gracias por lo de antes. —Abre los ojos
y me mira, aunque no deja de moverse—. Por halagar a mi
madre, por contestar a las preguntas de mis hermanas, por
buscarme una excusa para no ir con ellos y por tirarle el
zumo a Allegra.
—Eso último ha sido un accidente.
Rio y él también.
—Aun así, gracias.
—De nada, pelirroja.
Me guiña un ojo y yo me sonrojo.
Tengo que empezar a aceptar que esa es nuestra tónica
habitual y aguantarme; la de él guiñarme un ojo y yo sentir
que ardo, porque si no lo voy a pasar realmente mal.
CAPÍTULO 25
Conversaciones

~Luke~

Luke:
¿Cómo llevas la rehabilitación?

Brad:
Bien.

Luke:
¿Ya está? ¿No vas a decirme nada más?

Brad:
¿Qué quieres que te diga?

Luke:
¿Hoy te ha dolido menos que ayer? ¿Habéis vuelto a
hablar de lo de jugar al hockey? ¿Le has gritado a alguna
otra enfermera?

Brad:
No, me duele igual. No, no hemos vuelto a hablar. ¿Para
qué? Ya me ha dicho que no voy a poder jugar en un futuro
próximo, así que prefiero no tocar el tema durante una
temporada. Y no era enfermera. Era una ayudante con muy
mala leche. Y hoy no le he gritado porque no ha venido. ¿Te
lo puedes creer? Me ha dejado plantado.

Luke:
Eso tiene pinta a que le gritaste más de lo que te piensas.
A lo mejor, deberías disculparte la próxima vez que la veas.
Luke:
Seguro que eso te hace estar mejor contigo mismo y
te ayuda a ver la vida con otros ojos.

Brad:
¿Helena? ¿Le has robado el teléfono a Luke y eres tú la
que estás hablando? ¿O es que el gurú de la felicidad se ha
adueñado del cuerpo de mi amigo?

Luke:
¡Ha vuelto! ¡El Brad gracioso ha vuelto!
Te he echado demasiado de menos, cariño.

Brad:
Sí, eres Luke. Solo tú eres tan gilipollas.

Luke:
Si sigues diciéndome cosas tan bonitas voy a terminar
enrojeciendo.

Brad:
¿Te dejas de tonterías y me cuentas qué tal te va por Los
Ángeles?

Brad:
¿Cómo van las clases?
Luke:
Bien.

Brad:
No estás estudiando una mierda, ¿verdad?

Brad:
Joder, Luke. Como Jenkins se entere te cruje. Tienes que
aprobar ese examen.
Lo sabes, ¿verdad?
Luke:
Lo sé, lo sé. Y lo voy a aprobar.

Brad:
¿Cómo? ¿Tostándote al sol de California?

Luke:
Me estás riñendo como si fueras mi padre.

Brad:
Te estoy riñendo como el inmaduro que eres.
Yo te empujé a irte porque creía que ibas a ser
responsable.

Luke:
Y soy responsable, pero las cosas se han complicado.

Brad:
No me digas que te has acostado con Helena.

Luke:
No.
Luke:
De todas formas, si lo hubiera hecho, ¿dónde está el
problema?

Brad:
A que venís de mundo diferentes.

Luke:
¿Por qué lo dices? ¿Porque su familia se limpia el culo
con confeti y la mía lo hace con papel de periódico?

Brad:
¿Qué?
Luke:
Nada. Olvídalo.

Brad:
No lo digo por ningún confeti.
Helena y tú no queréis las mismas cosas.

Luke:
¿Y tú cómo sabes lo que quiere Helena?

Luke:
O lo que quiero yo, ya puestos.

Brad:
No lo he dicho para que te pongas a la defensiva.

Brad:
Olvídalo, joder. Últimamente no estoy muy acertado.

Brad:
Solo quiero que te centres en el hockey. Eres el capitán
de esos chicos, Luke. No les puedes fallar. Y tampoco te
puedes fallar a ti.
El hockey es tu vida. No lo pierdas.

Brad:
Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.

Luke:
Punto número uno, el único capitán que hay aquí eres tú.
Yo te estoy calentando la placa para que no te la
encuentres demasiado fría cuando vuelvas y,
punto número dos, tú no has perdido nada.
Lo tienes todo al alcance de tu mano. Sí, vale.
Puede que las cosas estén a un poquito más de altura que
el resto,
pero si alguien puede alcanzarlas eres tú.

Brad:
¿Por qué hemos dejado de hablar de ti y hemos
pasado a hablar de mí?

Luke:
Porque mi vida es demasiado aburrida ahora mismo.
La tuya es mucho más interesante.
Yo me dedico a bañarme en playas desiertas, medio
desnudo,
y a tirarle zumo de naranja a pijas insoportables.

Brad:
¿Pregunto?
Luke:
No hace falta.

Brad:
Mejor.

Brad:
Oye, Luke.

Luke:
Sí, lo sé. Voy a aprobar ese examen.
Te lo juro, capitán.
CAPÍTULO 26
«Si me estoy excediendo en nuestra
amistad, pido perdón»

~Helena~
Esta vez sí que llevo un pijama. No como anoche, que me
quedé dormida con el vestido amarillo puesto. Y me he
puesto uno decente, no como esas camisetas descoloridas
con las que suelo dormir. Este es un pantalón corto con la
camiseta de tirantes a juego.
Ah, y también me he puesto sujetador. No quiero que mis
pezones vuelvan a salir a saludar. Ya han saludado bastante
hoy en la playa.
Me coloco de lado, con las manos apoyadas en la mejilla,
y dejo salir la sonrisa que llevo todo el día reprimiendo. Y
eso que hoy me he reído a carcajadas y he disfrutado como
una niña pequeña, pero hay sonrisas que es mejor no
mostrar en público.
Rememoro el baño, las cosquillas, las ahogadillas, los
juegos y hasta los silencios. Porque ha habido muchos, pero
ninguno ha sido incómodo. Han sido tan agradables que me
muero por repetirlos. Sus carcajadas, sus preguntas y sus
salidas de tiesto. Esas que me hacían enrojecer y que a él le
sacaban esa sonrisa picarona que no me extraña que rompa
tantos corazones. También el viaje de regreso a casa, su
mano sobre mi vientre y cuando ha reconocido que mi
scooter no es de juguete y que ha ido muy cómodo en ella.
Escucho el grifo de la ducha cómo se cierra y me muerdo
el labio. Al llegar de la playa, y tras cenar con mi familia y
fingir alegrarme porque la boda vaya a celebrarse al aire
libre en un viñedo en Malibú, he entrado en el cuarto de
baño y me he dado una ducha que ha durado lo mismo que
la segunda parte de Avatar. Cuando he salido, ha entrado
Luke. Eso sí, no sin antes echarme una ojeada de arriba
abajo y guiñarme un ojo.
Necesito hablar con alguien.
Me levanto de la cama, cojo el móvil y salgo a la terraza
que tengo en mi habitación. Me aseguro de cerrar la
ventana para que Luke no me escuche y llamo a la persona
que más necesito ahora mismo a mi lado y la única que
puede albergar un poco de luz y cordura al caos que es
ahora mismo mi cabeza.
—Dime que me estás llamando porque te estás muriendo.
O mira, mejor. Que has matado a alguien y necesitas que te
ayude a esconder el cuerpo. Aunque ahora me viene un
poco mal, pues estoy a unas cuantas horas de distancia.
Pero, si te esperas, me pongo los pantalones y antes de que
acabe el día estoy ahí. El mío, no el tuyo. Para el tuyo ya no
llego ni de coña.
Olvidémonos de la cordura. La necesito a ella y punto.
Hailey gruñe y bosteza.
Todo a la vez.
—Te echo de menos, amiga.
—Y yo a ti, pero no me hagas la pelota y dime por qué me
has llamado a las… —Escucho ruidos de sábanas, como si
estuviera buscando algo—. Oye, Shawn, ¿sabes dónde
tenemos un reloj? Necesito ver qué hora es y no encuentro
ninguno.
El rubio resopla y tanto su novia como yo nos reímos.
—¿Sigue teniendo mal despertar?
—Cuando lo despierto con una mamada, no.
No puedo evitar romper a reír en una carcajada. Hailey
me acompaña unos segundos después. Qué bruta es esta
chica. Por eso su novio la adora. Por eso y por las mamadas,
supongo.
—Hostia, Julieta, que lengua tienes.
—Me encanta cuando te pones gruñón.
Tengo que acabar con esta conversación a dos cuanto
antes o son capaces de montárselo conmigo como
espectadora.
—Hailey, me encanta ver cuánto os queréis y todo eso,
pero ¿te importaría volver a mi problema?
—¿Tenemos un problema?
—Una duda, más bien.
—Si alardea de que la tiene muy grande, huye. Esos la
suelen tener del tamaño de un cacahuete. Y eso no mola
nada.
Como Hailey no se calle de una vez y me escuche, esta
conversación sí que va a terminar siendo más larga que las
tres películas de Avatar juntas. O las cuatro. Ya no sé
cuántas hay.
—Deja de hablar de penes durante un momento y
escúchame. Estoy en crisis.
—Habías dicho que tenías una duda.
—Crisis, duda… Da igual.
—Igual, igual no es. ¿Tienes una crisis tipo: «he enterrado
un cuerpo y no sé dónde tirar la pala» o una duda tipo:
«Clarise me ha pedido que me una a una de sus orgías y no
sé qué hacer?
Me entra un escalofrío y una arcada al mismo tiempo solo
de pensarlo. Antes me rapo la cabeza al uno. También se me
escapa otra carcajada porque ¿cómo no hacerlo? Con Hailey
la vida siempre es así: divertida cuando tiene que serlo y
ordenada cuando toca. Aunque en ella reine el caos los
trescientos sesenta y cinco días.
Echo un vistazo a la habitación y veo que Luke aún no ha
salido del baño. Me acerco a otra de las hamacas que hay
en la terraza, pongo las piernas estiradas sobre ella y me
recuesto. A pesar de estar en pleno mes de julio, hace
fresquito. No lo suficiente como para querer taparte, pero sí
como para agradecerlo, porque el calor de las mañanas es
bastante asfixiante.
—Ninguna de las dos cosas. Es una crisis tipo: «estoy en
Los Ángeles con Luke y mi hermana se va a casar con mi
ex».
Hailey se queda en silencio. Incluso por una fracción de
segundo llego a pensar que me ha colgado o que la llamada
se ha cortado. Pero no, porque la escucho respirar.
Me llevo el dedo meñique a la boca y comienzo a
morderme la uña. Es una costumbre fea y asquerosa que
adquirí de pequeña y que hoy en día me sigue persiguiendo.
Siempre digo que lo voy a dejar, pero vuelvo a caer.
Es una adicción. Algunos se dan a la bebida, otros al
juego y yo, a morderme las uñas.
Mientras espero a que mi amiga diga algo, me miro las
uñas de los pies y frunzo el ceño al ver que una la llevo rota
y que hay que darle una nueva capita de pintura a las
demás. Entre las uñas que me muerdo y que las del pie las
llevo aún peor que las de la mano, si me viera mi madre le
daría un patatús. Y con las bodas tan próximas.
—Perdona, ¿has dicho que estás con Luke en Los
Ángeles?
Dejo de mirarme los pies y regreso a la llamada. Parece
que Hailey ha vuelto en sí.
—¿Te quedas antes con eso que con lo de que mi
hermana se va a casar con mi ex?
—Sí, sí. A eso volveremos luego. ¿Estás con Luke en Los
Ángeles?
—Sí.
—¿Con Fanning?
—El capitán del equipo de hockey, sí.
—¿El mismo al que no querías darle clases de francés
porque decías que sería complicado?
—Hails, por favor, te he llamado porque tengo una crisis,
¿recuerdas?
—Estoy intentando ponerme en situación.
Cruzo los pies y me coloco el brazo que tengo libre bajo la
cabeza.
A pesar de estar en Los Ángeles, una de las ciudades más
ruidosas del mundo, y de que en esta casa viva tanta gente
a la vez, no se escucha ni un alma. Parece sorprendente,
pero cierto. Y eso está bien, sobre todo cuando intentas
mantener una conversación con tu mejor amiga. Una que
solo quieres que escuche ella.
Comienzo a relatarle mis últimas horas. Desde que le
colgué el teléfono porque me estaba llamando mi madre
hasta la maravillosa cena de esta noche. También le cuento
nuestro día en la playa, pero por encima. Primero tengo que
profundizar en lo demás. Miro la hora en el reloj del móvil y
veo que han pasado treinta y cinco minutos.
Treinta y cinco minutos en los que Hailey ha estado
sorprendentemente callada. Vuelvo a mirar dentro de la
habitación a través de la cristalera y, esta vez sí, veo que
Luke está tumbado en la cama y que todas las luces están
apagadas, incluida la de su mesita. No tengo ni idea de
cuándo ha salido del baño, pero la realidad es que, si al
mirar hubiese visto que aún no había salido, me hubiese
preocupado.
Aunque ha apartado las sábanas, no está tapado con
ellas, por lo que tiene el pecho al descubierto. Como ayer,
duerme solo con unos bóxers. No le veo la cara, pero juraría
que está dormido.
En mi cama. Otra vez.
—Helena, ¿estás ahí? —La pregunta de Hailey me hace
salir del ensimismamiento y regresar al presente. Dejo de
mirar a Luke y vuelvo a morderme las uñas—. ¿Has
escuchado algo de lo que he dicho?
—Sí.
—¿El qué? —Hago memoria, pero no me viene nada a la
cabeza. suspiro y niego con la cabeza.
—No te estaba prestando atención.
—No me había dado cuenta —replica irónica—. Te estaba
diciendo que vamos a ir por partes.
—¿Puedes ir por partes en el comedor? —protesta Shawn
con voz adormilada. Hailey le dice algo. También escucho el
beso y un «te quiero» y, aunque no la veo, puedo escuchar
cómo se levanta de la cama y sale de la habitación.
Hailey, la que aseguraba que no estaba enamorada…
—Te estaba diciendo que no me puedo creer que lleves
dos días en Los Ángeles y que me llames ahora —me
recrimina. Suspiro.
—Te juro que no he tenido tiempo. Por cierto, siento
mucho haberte despertado a las cinco de la mañana.
—¿Qué dices? Esto es mejor que el documental sobre la
vida de Harry y Meghan.
—Me encanta que mi vida te haga tanta gracia.
—Pero a ti te quiero.
—Con locura.
Hailey ignora mi sarcasmo y continúa.
—¿Por qué nunca me habías hablado de Travis?
Cojo aire con fuerza y lo dejo ir poco a poco.
Empezamos por el ex. Vale.
—Supongo que porque no era lo suficientemente
importante como para contártelo.
—Yo creo que es porque era justo lo contrario.
Maldita Hailey y sus frasecitas.
Tomo aire.
—Ya no siento nada por Travis. —Y es verdad. Me costó,
porque fueron muchas las noches que me las pasé llorando
en la cama. Ya no solo porque me habían roto el corazón por
primera vez, sino por lo forma en la que lo hizo y porque
antes de ser pareja habíamos sido amigos, o eso creía yo.
Nos conocíamos de toda la vida. Sabía mis puntos fuertes y
también los débiles. Sabía cómo me hacían sentir en casa y
las ganas que tenía de largarme de Los Ángeles, a pesar de
ser la ciudad que más me gusta del mundo. Era el único que
sabía de mis ganas por ir a la FIT de Nueva York. Aunque, si
lo pienso bien, después de escucharlo decir que ni siquiera
sabía que yo hablaba francés, empiezo a pensar que
tenemos tan idealizado ese primer amor que el resto de las
cosas que nos rodean pasan a un plano tan alejado que
llegan hasta a desaparecer.
Como el hecho de que Travis es idiota y de que solo se
quiere a él mismo.
—No he dicho eso —continúa diciendo Hailey—. Aunque
algo sentirás, aunque sea rabia.
—¿Sabes? Cuando lo vi salir del coche de Jackson y sumé
dos más dos, le hubiera dado con la pala en la cabeza hasta
acabar con él. Y ahí sí que tendría que haberte llamado para
que me ayudaras a esconder el cuerpo—. Las dos soltamos
una carcajada, porque sabemos que, aunque lo digamos en
broma, si llamase a Hailey para decirle que necesito que me
ayude a esconder un cadáver, lo haría. Sin preguntar. Y eso
debería dar miedo, pero a mí me da todo lo contrario—.
Pero, ahora que han pasado las horas y que he podido
pensar, la verdad es que me da igual. Travis no me importa
lo suficiente como para preocuparme con quién se va a
casar.
—Excepto si esa persona es tu hermana.
No pregunta. Afirma.
Me encojo de hombros y alzo la vista al cielo. Desde aquí
no es que se puedan ver mucho las estrellas, pero las pocas
que hay son bonitas y brillan.
—Mi relación con mis hermanas no tiene nada que ver
con la tuya con Chelsea.
—Lo sé. Nunca hablas de ellas. —A veces se me olvida lo
perceptible que es Hailey. Puede parecer una chica
excesivamente extrovertida, sin preocupaciones, a la que le
vida le sonríe demasiado. Pero nada más lejos de la
realidad. Es alegre, sí, y también extrovertida, pero también
es temperamental, atenta y cariñosa. Sabe leer a los demás
y conoce antes que tú misma cuáles son tus miedos y cómo
deberías enfrentarte a ellos. Su lengua deslenguada y su
falta de decoro esconden a una chica considerada y solícita
que solo basta que chasquees los dedos para que se plante
a tu lado de un salto.
Lo dicho. Lo de ayudarme a enterrar un cuerpo lo decía
en serio, solo que lo disfrazaba de una sonrisa para que
resultara menos tétrico.
—Ni siquiera sabía que estuvieran saliendo. Nadie me lo
dijo. —Me tapo los ojos con el brazo—. Me siento como una
idiota y ese es el problema, que todos se ríen de mí y yo
dejo que lo hagan.
—Pues no les dejes.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué?
—Porque duele.
Ahí está la verdad. Esa que intentas esconder con
indiferencia y apatía, pero que, en realidad, es tan fuerte
que, a veces, te cuesta hasta caminar.
—No me gusta oírte hablar así. Tú no eres la chica a la
que llevo tres años considerando mi mejor amiga.
—Porque la chica de Burlington no tiene nada que ver con
la de aquí. Y te juro que lo intento. Y cuando me sueltan
alguna bordería de las suyas tengo que morderme el labio
para no gritar e insultarlas, pero ¿qué conseguiría con eso?
Me rebajaría a ellas.
—Se puede insultar sin insultar.
—Por lo visto, yo no sé hacer eso cuando las tengo
delante.
—¿Y por qué crees que es?
Respiro hondo, llenándome los pulmones de aire, y
exhalo.
—Porque pica demasiado. Porque si contestara, sería más
real de lo que ya lo es y dolería tanto que tengo miedo de
que nunca llegue a sanar.
Creo que nunca había dicho esto en voz alta. De hecho,
cuando he llamado a Hailey, ni siquiera tenía pensado
decirlo. Solo quería contar mi situación por encima. Reírme
con mi mejor amiga y compartir con ella el motivo de la
sonrisa idiota que tengo en la cara. Ahora, sin embargo,
tengo que limpiarme la lágrima que se desliza por mi mejilla
y tragarme el sollozo porque, si empiezo, tengo miedo a no
saber parar. Aun así, me siento libre. El pecho me sigue
doliendo y las
palabras de mi madre y de mis hermanas, sus reproches y
sus pullas, siguen sucediéndose una tras otra en mi cabeza
sin parar, sin embargo, también siento como si me hubiesen
quitado un peso de encima. O como si los tres puñales que
llevo constantemente clavados en el pecho hubieran
aflojado un poco.
—Eres más fuerte de lo crees, Helena Cortés.
—Eso no es verdad.
—¿Cómo que no? Estás durmiendo en la misma cama que
Luke Fanning y no te lo has tirado. Porque no lo has hecho,
¿no?
Pasar del llanto a la risa con Hailey es tan sencillo como
ver el final de Titanic y echarte a llorar. Quien no haga eso
es que tiene el alma negra.
—No, Hails, no me he acostado con Luke.
—Pues bien tonta que eres.
—¿Te has parado a pensar en que Luke puede no estar
interesado?
—Luke está interesado.
—¿Por qué estás tan segura? ¿Porque Luke no tiene
problemas en acostarse con cualquiera?
—¿Quién narices te ha dicho a ti que tú eres una
cualquiera? Y no sé qué concepto tienes de Fanning. Él no
se tira a cualquier tía que se le ponga por delante.
—Vamos, Hails, si no se acuerda del nombre de la
mayoría de las mujeres que pasan por su cama.
—¿Quieres que te haga una lista con los nombres de los
tíos con los que yo me he acostado? Porque te puedo
asegurar que suspendería,
y no me avergüenzo de ello. Del único nombre del que
tengo que acordarme es del chico que comparte la cama
conmigo todas las noches. Y te puedo asegurar que ese me
lo sé. Y, ¿sabes qué más? Que no es ninguna locura que
Luke cayese rendido a tus pies. Eres lista, divertida, con un
cuerpazo de escándalo y una cara que muchas matarían por
tener.
—No uso una treinta y cuatro.
—Chelsea y yo tampoco.
Mi móvil pita, avisándome de que tengo menos de un diez
por cien de batería. Además, estoy molida. El día de hoy ya
empieza a pesar y necesito dormir. Bostezo. Hailey tarda
solo unos segundos en acompañarme.
—Creo que voy a irme ya a dormir.
—Creo que es bueno que Luke se haya marchado a Los
Ángeles contigo. ¿Quieres saber por qué?
—Aunque te diga que no me lo vas a decir.
—Porque te hará más llevaderos tus días allí —contesta—.
Hará que te lo pases mejor. Que te olvides de las brujas de
tus hermanas y de tu madre. Olvídate de Travis. Olvídate de
ellas y aprovéchate de Luke. A pesar de que has llorado,
porque, aunque te hayas tragado el sollozo he visto tus
lágrimas, también he podido sentir tu sonrisa desde aquí.
No la pierdas, joder. Tienes unos dientes blancos perfectos y
relucientes. Muéstraselos al mundo.
—Dices unas cosas muy raras.
—Si dijera cosas coherentes no sería yo.
Suelto una risita por lo bajo y me levanto de la hamaca.
Abro la puerta que separa la terraza del cuarto y aspiro.
Huele a frutas del bosque. Luke se ha lavado con mi
champú. Me acerco hasta la cama y, efectivamente, está
frito. Tiene un brazo doblado por encima de la cabeza, el
otro estirado pegado a su cuerpo y la boca ligeramente
abierta.
—¿Quieres que te envíe una foto de Fanning durmiendo
solo en calzoncillos?
—La duda ofende.
Pongo el móvil en silencio, no sea que me escuche, se
despierte y me pille, y le hago la foto. Se la envío a Hailey y
también a Chelsea. No me extraña que se haya acostado
con tantas mujeres. Ese cuerpo merece ser disfrutado por
cuantas más, mejor.
—¿Has probado a rallar queso en esa tableta que tiene?
—Me tapo la nariz y la boca con la mano para amortiguar la
risa.
—Te cuelgo. Hablamos, ¿vale?
—Te quiero, Cortés.
Así es como se debería terminar una conversación entre
hermanas.
—Y yo a ti, Wallace.
En cuanto cuelgo la llamada, me acerco al cargador que
tengo en el enchufe justo al lado de mi cama y conecto el
móvil. Me siento con cuidado en el colchón y me muevo
despacio y sin hacer ruido hasta que estoy tumbada. Me
coloco de lado, dándole la espalda a Luke, y me tapo las
piernas con las sábanas.
—Mañana quiero esa foto, profesora. —Su voz me
sobresalta.
—Creía que estabas durmiendo.
—Y lo estoy.
—Pues estás hablando.
—Creo que soy el único hombre del mundo que sabe
hacer dos cosas a la vez.
Lo siento moverse a mi espalda. Hasta que siento su
respiración en la nuca. Hasta que siento su brazo
rodeándome la cintura. Hasta que siento la piel de gallina.
Hasta que aguanto la respiración.
—¿Te molesta? Si lo hace me aparto. Y si me estoy
excediendo en nuestra amistad, pido perdón. —
¿Molestarme? No. No lo hace en absoluto. Cierro los ojos y
me muerdo el interior de la mejilla. Creo que estoy a punto
de jadear.
Coloco mi mano sobre la suya y me muevo hasta que mi
espalda está tan pegada a su pecho que puedo sentir cómo
este sube y baja con cada exhalación. Y no es lo único que
siento, porque puedo jurar que acabo de tocarle la
entrepierna con el culo. Porque eso es su pene, ¿verdad? No
creo que se haya guardado ninguna linterna dentro de los
pantalones. Necesito llamar de nuevo a Hailey, aunque
tengo claro lo que me diría: «alarga la mano y tócasela.
Después, me cuentas si la tiene tan grande como parece».
Cierro los ojos y le doy un apretón en la mano.
—No, Fanning. No me molestas.
—Menos mal. —Hunde la nariz en mi pelo y me da un
beso en la coronilla—. Buenas noches, pelirroja.
Alerta de peligro flotando en el aire.

Chelsea:
¿Ese es Fanning?

Chelsea:
¡Sí que lo es!

Chelsea:
Helena, ¿por qué tienes una foto de Luke dormido y
medio desnudo?
CAPÍTULO 27
Trabalenguas

~Helena~
—Je suis ce que je suis, et si je suis ce que je suis, qu’est-
ce que je suis?
Luke se me queda mirando tan fijamente y con los ojos
tan abiertos que no puedo evitar romper a reír a carcajadas.
El lápiz que llevo en la boca se me cae y eso solo hace que
la risa aumente. Mi alumno favorito se cruza de brazos
intentando aparentar estar enfadado, pero lo conozco lo
suficiente como para saber que se está aguantando la risa
y, bueno, es difícil tomárselo en serio cuando tiene esos
brazos y va sin camiseta.
Recojo el lápiz de la toalla y me lo vuelvo a meter en la
boca para morderlo. Estamos estudiando. Ayer lo hicimos en
la habitación y hoy nos hemos bajado a la piscina. Todos se
han vuelto a marchar a no sé dónde esta mañana y estarán
fuera gran parte del día. Luke, como el ángel de la guarda
que se ha propuesto ser, ha vuelto a sacarse de la manga
una excusa para no tener que ir con ellos y poder así
quedarnos en casa. Ha alegado que le dolía la tripa y que se
había pasado la noche indispuesto.
En realidad, ha sido más brusco porque ha dicho: «solo
tenía ganas de cagar y de vomitar, así que no sabía muy
bien si poner la cara o el culo».
Jamás había visto a Allegra escupir el zumo como lo ha
hecho. Le salía hasta por la nariz. Parece que mi querida
hermana no está teniendo mucha suerte con los zumos de
naranja estos días. ¿Y mi madre? Pagaría por volver a verle
la cara que ha puesto al oír la palabra «culo». ¡Y la arcada
de Allison! Ha sido una gran mañana.
La conclusión final es que la «indisposición» de mi amigo
nos ha permitido quedarnos en casa vagueando. Al final va
a tener razón y no voy a arrepentirme de que haya venido
conmigo hasta aquí.
Cuando se han marchado, en un primer momento
pensamos en irnos otra vez a la playa de El Matador —
parece que no soy la única que se enamoró de ella—.
También pensamos en coger la scooter y recorrer la ciudad
porque, como sigamos así, se va a ir de Los Ángeles sin ver
sus lugares más importantes, pero para mi total sorpresa ha
salido la vena responsable de Luke y ha dicho que
deberíamos quedarnos en casa y estudiar. Tiene razón. Le
prometí que aprobaría ese examen y me gusta cumplir lo
que prometo. Perseguir tus sueños es importante. Tener
metas y luchas por alcanzarlas. Luke tiene muy claras las
suyas y yo lo respeto y admiro a partes iguales por ello.
Hablando de irse de Los Ángeles. No hemos hablado del
tema. Aunque tampoco es algo raro en nosotros. Se vino sin
planificación ninguna, ¿cómo vamos a planificar la vuelta?
Se saldría del molde. Pero la verdad es que irse, tiene que
hacerlo.
Ya le dije a mi madre que no se quedaría para la boda y,
aunque no me lo ha vuelto a preguntar, es algo que me
ronda la cabeza. Porque no quiero que se vaya. Me gusta
que esté aquí.
Me gusta no sentirme sola en esta casa tan grande.
—¿De verdad tengo que decir ese trabalenguas? ¡Si ni
siquiera sé lo que significa! —La indignación de Luke me
hace regresar de golpe y porrazo a nuestra lección.
Una de las mejoras técnicas para aprender francés, es
decir un trabalenguas mientras muerdes un lápiz. De esta
manera, controlas la posición de la lengua y, al hablar lento,
eres más consciente de cómo pronuncias cada sílaba. De
cómo colocas la lengua al usar una ese, por ejemplo. O de si
la boca se te abre más o menos con las o. Es una de las
primeras cosas que me enseñaron al estudiar francés y me
funcionó muy bien, así que quiero probarlo con él.
Si consigo dejar de reírme.
Me quito el lápiz de la boca.
—Soy lo que soy, y si soy lo que soy, ¿qué soy?
—Un idiota con un lápiz en la boca —masculla con los
dientes apretados y el labio fruncido.
Estallo en tal carcajada que tengo que cogerme la tripa
del dolor que me entra.
Hasta los ojos se me llenas de lágrimas.
—Te encanta reírte de mí.
—Contigo —le corrijo. Aunque me ha constado tres
intentos decirlo sin partirme el culo. A mí este chico me
mata. Relajo la cara e intento adoptar una actitud seria—.
Esa no es la actitud, Fanning. Venga, intentándolo.
Le paso el lápiz y se lo lleva a la boca, aunque me mira
con los ojos entrecerrados.
Lo escupe y me mira.
—Se me ha olvidado la frase.
Agacho la cabeza para que no me vea la sonrisa y cojo
una de las libretas. Se la escribo y se la paso.
—Je suis ce que je suis, et si je suis ce que je suis, qu’est-
ce que je suis? Repite.
Muerde el lápiz, coge aire y dice la frase. Lo hace de
carrerilla, y alguna palabra hay que trabajarla. Y la
respiración. Pero lo ha dicho muy bien para ser su primer
trabalenguas y además en un idioma diferente al suyo y tan
difícil como es el francés, por lo que estoy muy orgullosa.
Solo hay que fijarse en la sonrisa que tengo en la cara.
Me lanzo a sus brazos y le rodeo el cuello con ellos. No es
hasta que siento los suyos en mi cintura y su olor
invadiéndome el cerebro que soy consciente de lo que he
hecho. De que me acabo de abalanzar sobre Luke Fanning
sin ni siquiera pensar en ello.
Y debería estar mortificada. Es decir, ME ACABO DE
ABALANZAR SOBRE LUKE FANNING. Así, sin más. Pero no lo
hago. Me siento segura entre sus brazos. Me gusta estar en
ellos. Es cálido y familiar. Y huele de puta madre.
Recuerdo cómo me rodeó la cintura hace dos noches
cuando nos fuimos a dormir, después de hablar con Hailey.
Y también ayer.
Cómo acercó sus pies a los míos cuando se dio cuenta de
que los tenía helados a pesar de que el resto del cuerpo lo
tenía ardiendo. Así que no me mortifico. Porque abrazar a
Luke está bien. Es un amigo, y a los amigos se les abraza.
—Lo he hecho, pelirroja —me susurra. Tienes los labios
tan cerca de mi cuello que cuando habla me hace cosquillas
en la piel.
Asiento y me separo lo justo para poder mirarlo de frente.
El verde de sus ojos tiene motitas marrones.
—Sabía que lo conseguirías. Estoy orgullosa de ti.
—¿En serio?
—Por supuesto. Y también lo estoy de mí. Soy una
profesora cojonuda.
Se encoge de hombros mostrando indiferencia.
—No estás mal.
—¡Oye! —Ahora la que finge ofenderse soy yo, pero
también sonrío. Mucho. Por lo que mi credibilidad es nula.
Aparto los brazos de su cuello y vuelvo a mi sitio de antes
sobre la toalla. Cojo el lápiz y le escribo otro trabalenguas.
—Un chausseur sachant chaser doit savoir chasser sans
son chien. Y, esta vez, dilo más despacio. Tómate tu tiempo.
No por hacerlo más rápido vas a hacerlo mejor.
Luke asiente y lo hace. Y otra vez. Y otra. Practicamos
verbos, frases y hasta canciones. Luke tiene una capacidad
de retención que ya les gustaría a muchos. A mí incluida. Se
nos pasa el tiempo tan rápido que, cuando queremos darnos
cuenta, es la hora de comer.
Elevo la vista al cielo y me pongo la mano sobre la frente
a modo de visera cuando el sol me deja ciega. Estaba tan
absorta en las sesiones de estudio que ni siquiera me he
dado cuenta de que estamos tostándonos al sol.
—Hace muchísimo calor en esta ciudad —dice Luke,
leyéndome el pensamiento.
Ladeo la cabeza a ver si consigo mirarme la espalda, pero
no puedo. Lógicamente.
—¿Qué intentas hacer? ¿Contorsionismo?
—Quería mirarme la espalda. Creo que me he quemado.
—Déjame ver. —Se coloca de rodillas y se inclina sobre mí
—. Pareces un cangrejito.
—Pica.
—Normal. Se te va a pelar. ¿Por qué no me has dicho que
te estabas quemando? Nos habríamos ido a la sombra.
Cojo la camiseta que he dejado tirada en el suelo al llegar
e intento ponérmela, pero escuece. Creo que soy más que
un cangrejito.
—Estaba tan metida en las clases que ni siquiera me he
dado cuenta. ¿Tú no te has quemado?
—Yo tenía la espalda a la sombra. Sabes lo que es la
sombra, ¿no?
—Qué gracioso. —Ahora que soy consciente del quemazo,
me arde. Es como cuando vas al médico porque te duele la
barriga y, cuando llegas al hospital, tienes el dolor tan
metido en la cabeza que crees que te vas a morir y en
realidad es el mismo que el de la última media hora.
Vuelvo a tirar la camiseta al suelo, porque es imposible
que yo ahora pueda ponerme alguna prenda de ropa que
roce mi piel, y me voy a su lado ya que, efectivamente, en
el suyo hay sombra.
—¿Sabes? Creo que lo has hecho adrede —me dice
cuando me siento.
—No me digas.
Su expresión es juguetona.
—Echas de menos mis manos y querías que volviera a
darte un masaje.
Lo del ego de este chico no tiene nombre.
Pongo los ojos en blanco y me levanto. Además de que
necesito darme una ducha y ponerme crema, tengo hambre.
Empujo los materiales de estudio con el pie y se los acerco.
—Recógelo todo mientras me doy un baño y luego nos
vamos a comer. Seguro que Mathilda nos ha preparado algo
rico. Espero que sea pasta. —Junto las manos y suspiro
emocionada—. Macarrones con queso, tomate cherry,
calabacín, nueces y nata. Dios, que hambre tengo.
Doy media vuelta y me encamino hacia la piscina.
—¡Eh! ¿No vas a ayudarme?
Lo miro por encima del hombro. Tuerzo el morro fingiendo
un puchero.
—No puedo agacharme, ¿recuerdas? Me escuece le
espalda.
Abre la boca sorprendido. Coge su camiseta, hace una
pelota con ella y me la lanza.
—¡Serás lianta! —Muevo las caderas de forma juguetona
de un lado a otro, voy hasta el borde y me lanzo de cabeza.
El contraste entre el agua fría y el calor que desprende mi
cuerpo me hace salir a la superficie de golpe. Qué picor.
Esto es el karma que me está castigando. Pero finjo y no
digo nada. Solo me falta aguantar las burlas de Luke.
El capitán de los Catamounts no tarda en acompañarme.
Se tira también de cabeza, solo que su entrada es mucho
más glamurosa que la mía. Va directo hacia mí y aunque
chillo al ver en sus ojos lo que pretende hacer y empiezo a
nadar lo más rápido que puedo, me da alcance. Me agarra
del tobillo y tira de mí hasta pegar mi espalda a su pecho.
Debería chillar de dolor. Juro que la espalda me duele
horrores. Pero solo puedo chillar de júbilo. Y de risa. Luke
me abraza y, como suponía, nos hunde. Salimos, cogemos
aire y nos vuelve a sumergir. Consigo zafarme de su agarre
tras darle un pellizco en un costado —o él me deja zafarme,
no lo tengo claro—, lo rodeo y me subo a su espalda. Lo
agarro bien de la cabeza y aprieto con todas mis fuerzas
para intentar hacerle una ahogadilla.
Estamos un rato así, entre risas, cosquillas y aguadillas,
hasta que nos cansamos y salimos del agua. Tenemos las
yemas de los dedos tan arrugadas que parecen uvas pasas.
Me tapo con una toalla para secarme y él lo hace al aire,
tumbado directamente en el suelo con las piernas y los
brazos extendidos. El pelo lo tiene revuelto y los rayos del
sol le acarician la piel.
El pecho le sube y le baja con rapidez.

Se coloca una mano justo a la altura del corazón y suelta


una mezcla entre jadeo y suspiro.
—Eres peleona, profesora.
—No soporto que me hagan cosquillas.
Se señala la barbilla.
—Tu patada voladora me lo ha dejado claro.
Hago una mueca. Pretendo que sea de pena, pero no sé si
llego a conseguirlo.
—¿Te he hecho mucho daño?
—Lo suficiente como para querer la revancha.
—Casi termino con toda el agua de la piscina por tu culpa.
—Tú casi haces que me quede sin dientes.
—Para ser jugador de hockey eres muy llorica.
Aunque sí que es cierto que le he dado una buena
patada. Si hubiera sido al revés, ahora mismo estaría en una
ambulancia inconsciente.
Me anudo fuerte la toalla al pecho y me hago de nuevo la
coleta.
—Mientras sigues aquí tumbado lamentándote, voy a
entrar a ver si está la comida. Te espero en el cine.
—¿Qué cine?
—El del sótano. Podemos comer allí mientras vemos una
película. O mientras vemos Friends y discutimos eso de que
Mónica y Chandler hacen mejor pareja que Ross y Rachel.
Le entra un ataque de tos. Se golpea el pecho con el
puño.
—¿Tienes un jodido cine en tu casa? Creo que cada vez
estoy más enamorado de ti.
—Eres idiota. Y superficial. Además, no es un cine como
tal. Es una habitación grande dónde hay butacones y un
proyector. Lo llamamos así porque es donde veíamos las
películas cundo éramos pequeños. Sobre todo, mi padre y
yo.
También hay una máquina para hacer palomitas, una
nevera, una barra de bar, una mesa grande y un billar. Todo
esto no se lo digo, porque solo por decir la palabra «cine»
parece que los ojos se le vayan a salir del sitio. No me
quiero ni imaginar el resto. Cruzo los brazos sobre el pecho
y cambio el peso de una pierna a la otra.
—¿Podrías cerrar un poco la boca? En serio, solo es una
habitación donde ver la televisión, nada más.
—Tu concepto de «solo una habitación donde ver la
televisión» dista mucho del mío. ¿Tú quieres que te enseñe
la habitación donde yo veía la tele cuando era pequeño?
—Me encantaría, la verdad. Seguro que es más familiar
que la mía y más acogedora.
Sé que es normal que esté alucinando. No soy estúpida ni
tampoco una snob. Sé perfectamente cómo es el barrio en
el que vivo y, sobre todo, cómo es mi casa. También sé
cómo me he criado y de los privilegios que he disfrutado.
Pero también sé lo que es aguantar que la gente se acerque
a ti por quién es tu madre, no por quién eres tú, o que
quieran venir a tu casa porque se mueren por verla por
dentro o porque hay una apuesta a ver si la biblioteca es
tan grande como se dice o si hay modelos paseándose
desnudas por casa a la espera de que Samantha Baker les
ponga un vestido.
Recalco. Sé que es normal que esté alucinando, pero pica.
Pica que les guste estar contigo por lo que tienes o por
quién es tu madre y lo que pueden conseguir de ella, no por
lo que eres tú de forma individual.
Sacudo la cabeza y echo a un lado el rumbo que están
tomando mis pensamientos. No puedo permitir que mis
inseguridades tomen el control de mi cabeza. Siempre
terminan haciéndolo cuando estoy aquí. Por eso no quería
venir. Por eso quería tener mi vida en Los Ángeles separada
de la de Burlington. Porque son como el agua y el aceite.
Dos líquidos tan diferentes que se no se pueden unir.
Pero Luke está aquí y me ha demostrado que él no es así.
Que él no pica. Qué narices, claro que lo hace, pero no de
esa manera.
Me aseguro de que tengo el nudo de la toalla bien sujeto
y comienzo a andar hacia la puerta corredera bordeando la
piscina.
—No tardes o empezaré a comer sin ti.
—Cuéntale a Mathilda lo que me has hecho. Seguro que
se pone de mi parte —dice Luke justo cuando estoy a punto
de cruzar la puerta. Me sujeto al marco y lo miro.
—Mathilda siempre está de la mía, pequeño.
Se incorpora, con los codos apoyados en el suelo. Le
siguen cayendo gotitas por el pelo que aterrizan en esa
tableta que tiene hasta perderse en el bañador azul que
lleva puesto. Está para hacerle una foto, pegarla en la
mampara de la ducha y dar rienda suelta a la imaginación y
a la lujuria.
No es justo.

—Eso era antes de conocerme. La tengo loquita. Estamos


hechos el uno para el otro.
Opto por no contestarle. Podríamos estar así hasta la hora
de la cena y, en serio, me estoy muriendo de hambre.
Y necesito salir de esta piscina o acabaré lamiéndole una
de esas gotas. Creo que paso demasiado tiempo con Hailey.
CAPÍTULO 28
Bienvenidos al club de tenis

~Luke~
Sabía que esta gente pertenecía a algún club. Habría
apostado por uno de golf, pero solo porque me parece un
deporte más pijo y refinado. Al club que pertenecen es al de
tenis y, si lo piensas bien —y les echas un vistazo—, te das
cuenta de que les pega. Las gemelas llevan hasta la ropa a
juego, con todo de color blanco; camiseta de cuello cerrado,
falda plisada, muñequera y visera. Vamos, todo tan blanco
que deslumbran.
Y allí es donde nos dirigimos ahora. Estamos sentados en
la limusina que nos trajo a Helena y a mí del aeropuerto
todos juntos, como una gran familia feliz. Samantha
también, aunque ella no va a jugar. Por lo visto, es a la
única de la familia a la que no le entusiasma este deporte y
prefiere pasar el rato en la sala de masajes o dándose una
sauna. Nos lo ha dicho con voz cansada, como resignada, y
yo he tenido que morderme la lengua para no reírme.
—Si tu continues de te mordre la langue ainsi, tu finiras
par saigner —me susurra Helena, que está sentada a mi
lado.
No ha dejado de mirar por la ventanilla desde que el
coche ha arrancado, por lo que me sorprende bastante que
sepa cómo estoy o lo que hago si no me mira a la cara. A lo
mejor es que está empezando a conocerme muy bien. Y eso
me gusta. Además, que me haya hablado en francés me
sube la moral. Eso significa que el estudio está dando sus
frutos. Y Brad preocupado por si estaba tostándome
demasiado al sol… A ver, que ahora no soy Lucas Bravo —
ya le gustaría a él parecerse a mí—, pero sí que he consigo
defenderme bastante bien para el nivel tan nulo que tenía.
Helena es una buena profesora.
—¿Va todo bien por ahí, Helena? —la pregunta de Travis
me hace poner los ojos en blanco y esto sí que no lo
disimulo.
El tío está obsesionado con la pelirroja, y esto no es una
intuición. Es un hecho como que el cielo es azul y las nubes
blancas. Parece que tanto él como Jackson, desde que
volvieron el martes del viñedo ese, se han instalado en la
casa, porque se pasan el día en ella dando por culo. El
segundo no hace mucho. Es como un buró con ojos al que
han puesto junto al sofá porque es guapo y combina. Hablar
así de otra persona es horrible, lo sé, pero no se me ocurre
otra manera de describirlo. A parte de que come como una
lima. Siempre que lo veo está masticando. Se supone que
es uno de los banqueros más respetados de la ciudad, pero
yo no termino de verlo. Ni como banquero ni trabajando.
Travis, por su parte, además de ser un coñazo es arquitecto,
como su padre y, por lo tanto, ha heredado la empresa
familiar. Una empresa a la que lleva tres días sin ir con la
excusa de que tiene que organizar la boda. Sea como fuere,
se pasa el día en la casa y lo hace buscando todo el rato la
atención de Helena. Menos mal que esta pasa de él y le
contesta con monosílabos.
¿Qué narices pretende? La perdió. La dejó escapar. Le
envió un mensaje diciéndole que lo suyo no iba a ir a
ninguna parte y que era mejor dejar la relación. ¿Por qué no
puede hacer eso mismo y dejarla en paz? Va a casarse con
Allegra en apenas unos días. Pues que se preocupe por si
esta quiere ir a nadar un rato a la piscina y no su hermana
pequeña.
Helena aparta la vista de la ventana y lo mira. Coloca
ambas manos sobre su regazo y entrelaza los dedos.
—Perfectamente.
—¿Seguro? —Travis frunce el ceño y ladea la cabeza—. Te
veo un poco seria.
—Miro el paisaje.
—Cariño, ya sabes que mi hermana siempre ha sido un
poco mística. —Allegra, que está distraída mirando su móvil,
coge una fresa de una cesta que hay y le da un mordisco.
Estiro la mano y la coloco sobre las de Helena. Le sonrío
cuando me mira y le doy un apretón. Helena me lo
devuelve. Separa sus manos y entrelaza mis dedos con los
suyos.
—Por lo que veo, las clases de francés van muy bien. —
Por mucha sonrisa que nos enseñe, el tono de desprecio no
pasa desapercibido.
— Ta fiancée doit être énervée parce que tu n'arrêtes pas
de manger sa petite cousine.
No sé si he conjugado bien los verbos y si he dicho
hermana pequeña o hermano, pero la frase se entiende. Por
lo menos Helena lo hace, que es lo único que me importa.
De ahí que acabe de atragantarse con su propia saliva y
que le esté dando un ataque de tos.
Le doy golpecitos en la espalda y le paso una botella de
agua que hay guardada en la nevera de la limusina. Aún
sigo flipando con estas cosas. Helena me la arrebata de las
manos y me fulmina con la mirada cuando lo hace, aunque
no puede esconder que sus ojos también brillan divertidos.
—Ya hemos llegado —anuncia Allison emocionada en
cuanto el coche comienza a disminuir la velocidad. A pesar
de que en Estados Unidos hay muchos clubs y de que los
padres de Brad pertenecen a uno, yo nunca había estado en
uno. Y menos en uno tan grande como este.
—Esto es enorme.
Estoy a punto de salir del coche cuando alguien me
golpea en el hombro con tanta fuerza que me hace volver a
mi asiento.
—Ay, perdona, Lucas, no te había visto.
—No te preocupes, Todd. Te perdono —sonrío de forma
condescendiente. A Travis le palpita el párpado. Parece que
no soy el único que juega a eso de olvidar los nombres.
Salen todos del coche. Helena y yo nos quedamos dentro.
Le pone el tapón a la botella y me la estampa en la barriga.
—Aux. Qué fuerte estás.
Se encara a mí. Estamos tan cerca que nuestras narices
se rozan. Y ahí está su olor a frutas del bosque. Me he hecho
tan adicto a él que tengo que pedirle que me guarde un
poco en un tarro.
—¿Tu prometida debe de estar cabreada porque no paras
de mirar a su hermana pequeña? ¿En serio?
Abro los ojos sorprendido y le dedico una sonrisa de oreja
a oreja.
—¿Lo he dicho bien? ¡Entre esto y los trabalenguas estoy
que me salgo, profesora!
—En realidad has dicho: «Tu prometida debe de estar
cabreada porque no paras de comer a su prima pequeña».
Muevo la mano en el aire y chasqueo la lengua contra el
paladar.
—Prima, hermana. Da lo mismo. —Le quito el tapón a la
botella y me la llevo a los labios. Justo antes de darle un
trago, la bajo—. Y me gusta el verbo comer. Le pega más a
lo que hace Toronto.
Vuelve a darme un golpe en el estómago justo cuando
estaba bebiendo. El agua sale disparada por la risa.
—¡Luke! Me acabas de escupir.
—¿Qué? Me has pegado tú. —Le paso la mano por la cara
y ella me la aparta de un manotazo entre risas. Me quita la
botella vacía y la deja sobre el asiento.
Me apunta con un dedo.
—Cállate y deja de decir tonterías.
—El chaval no para de mirar lo que no le pertenece.
Joder, pelirroja, ¡que tiene a su prometida al lado! Aunque
no sé de qué me sorprendo. Ese tío no tiene escrúpulos.
¿Quieres que te cuente mi teoría?
—No.
—Vale, si te pones así te la cuento. —Se cruza de brazos y
arquea una ceja. Agacho la cabeza hasta asegurarme de
que sus ojos están a
la altura de los míos. En serio, qué color marrón más bonito.
Trago saliva—. Se dio cuenta de la imbecilidad que había
hecho dejándote. Sabe que eres una mujer dura y decidida
que no va a volver con él así como así, así que por eso
decidió seducir a tu hermana, para poder volver a esta casa
y estar cerca de ti. Fin de mi teoría.
Se me queda mirando fijamente hasta romper en una
carcajada.
—¿Esa es tu teoría?
—Habría que pulir algunos flecos sueltos, pero, sí, en
resumen, esa esta. —Se echa un poco para atrás. No
mucho. Lo justo para que su aliento al hablar no me haga
cosquillas y eso me esté jodiendo.
—Pues déjame decirte que es una mierda. ¿De verdad me
estás diciendo que después de más de cuatro años se ha
dado cuenta de que soy la mujer de su vida y de que quiere
recuperarme?
—Sí.
—Y la mejor manera de hacerlo es seduciendo a mi
hermana y casándose con ella. Porque así caeré rendida a
sus pies.
Me encojo de hombros.
—Siempre he defendido la idea de que Truman es
bastante idiota. No creo que puedas pedirle mucho. Ese tipo
de personas tienen un límite y no se les puede sacar más.
—Me encanta que te lo estés pasando tan bien con mi
familia en este viaje improvisado, pero lo de Travis no tiene
sentido. —Abro la boca para replicar, pero levanta la mano,
mandándome callar—. No me mira y, si lo hace, me la suda.
Travis Campter hace tiempo que dejó de importarme.
—Pues a lo mejor deberías tener una pequeña reunión y
comentárselo. Creo que no lo tiene muy claro. Yo puedo
hacerte el PowerPoint y los dibujos ilustrativos.
—Déjame adivinar. ¿Un pene y un corte de mangas?
—Entre otras cosas.
—¿Va todo bien por ahí, señorita Cortés? ¿Necesitas
alguna cosa?
La voz del conductor suena por el interfono,
interrumpiéndonos. La ventanilla que separa la parte de
atrás con la de delante está levantada, por lo que no nos ve.
Me recuesto en el asiento con las piernas estiradas y los
tobillos cruzados y apoyo ambos brazos por el
reposacabezas.
—¿Sabes? Podría vivir en este coche.
—Cállate, Fanning. —Helena se inclina hacia delante,
hasta dar con el botón para poder contestarle al chófer. Al
hacerlo, tengo un primer plano de su culo embutido en esas
mallas negras que dejan muy poco a la imaginación. Por lo
menos, a la mía—. Estaba abrochándome las zapatillas. Ya
salimos. Y, por favor, llámame Helena.
—De acuerdo, señorita Cortés.
Vuelve a girarse hacia mí. Lo hace tan rápido que,
lógicamente, me pilla mirándola. Frunce los labios, aunque
también se le escapa una sonrisa ladina.
—¿Me estabas mirando el culo?
—No.
Helena sonríe y, por fin, sale del coche. También menea
las caderas de forma provocativa cuando lo hace. Me juego
mi stick, al que a
veces creo que quiero más que a mis padres, a que lo ha
hecho para que le mire el culo y, bueno, si ella me lo pide,
¿cómo no hacerlo? El culo de Helena es de esos que podrías
pasarte horas mirando y no aburrirte.
En cuanto salgo, cierro la puerta del coche y cojo aire
fresco. También evito volver a abrir la boca y a dejar que
esta me cuelgue hasta tocar el suelo. Si este sitio era
enorme visto desde el coche, desde el suelo es
indescriptible. Siento una mano rodeándome la cintura.
—¿Todo bien? —me pregunta Helena en un susurro. Le
paso el brazo por los hombros y la acerco a mí. Le doy un
beso en la frente y otro en la punta de la nariz. Desvió la
vista hacia el sur y tengo que contener la respiración. Me
muero por dárselo también en los labios, pero me contengo.
Ya nos hemos dado algún que otro pico cuando hemos
estado delante de su familia, para fingir. Y aunque los besos
castos están bien, yo quiero darle uno con el que olvide
hasta su nombre. De esos que pican tanto que tienes que
volver a besar para aliviar el escozor.
Pero no lo hago. Primero, porque estamos en un lugar
público y no creo que sea apropiado, aunque a mí eso me
trae sin cuidado. Lo digo por Helena. Y, segundo, porque por
primera vez no tengo ni idea de si Helena tontea conmigo
tanto como yo con ella o lo hace
simplemente porque estamos fingiendo ser pareja delante
de su familia y, en fin, estas cosas son las que se supone
que hacen las parejas.
Pero, cuando estamos solos… Joder, en esos momentos
es tan ella de verdad, tan distinta a la de la casa grande, a
la de los desayunos,
que no sé si lo hace porque se siente libre y es su manera
de reaccionar y disfrutar de la vida o porque de verdad está
tonteando conmigo y mi cercanía le provoca la misma
excitación que a mí la suya, y no saberlo me está matando.
Y sonará engreído porque, coño, es un pensamiento
engreído, pero yo siempre he sabido lo que las chicas
querían de mí. He sabido leer en ellas.
Pero con Helena voy perdido.
Por primera vez en mi vida, no tengo ni idea de cómo son
las cosas.
¿Lo más alucinante de todo? Que no me asusta en
absoluto. Porque nunca unos preliminares se me habían
hecho tan placenteros.
Acerco mi boca a su oído y le doy un ligero tirón en el
lóbulo con los dientes.
—¿Puedo contarte lo alucinado que estoy cuando estemos
solos en la habitación?
Suelta una risita por lo bajo, se pone de puntillas, acerca
sus labios a mi cuello y ahora es ella la que me da un
mordisco. Uno que va directo a mi entrepierna y a la parte
de mi cerebro que me dice que ella también está tonteando.
Que también la excito. Y que los besos apasionados en la
boca son los mejores.
—Cállate, Fanning. —Me encanta cuando se pone
mandona.
Un carraspeo interrumpe nuestro tonteo.
Allegra y Travis están frente a nosotros. La primera sonríe
y el segundo se ha tragado un limón en mal estado. Están
solos. Jackson, Allison y Samantha han desaparecido. Frunzo
el ceño y echo un vistazo alrededor.
—¿Y los demás? —pregunta Helena.
Allegra apoya la cabeza en el hombro de su prometido.
Este no deja de mirar a Helena. La aprieto más fuerte contra
mí. Ella se ciñe a mi cintura y apoya la cabeza en mi pecho.
Así, todo muy territorial.
—Mamá se ha ido al spa y Allison había quedado para
jugar unos dobles con unos compañeros de trabajo de
Jackson. Hemos quedado dentro de un par de horas en el
restaurante para comer. —Pues parece que sí que tiene
trabajo este chico. Y tiene hasta amigos. Qué barbaridad—.
Bueno, ¿qué? ¿Vamos?
La miro sin comprender. Creo que me he perdido un trozo
de la conversación. Observo a Helena, pero por la cara que
tiene creo que se ha perdido el mismo trozo que yo.
—Vamos a jugar un partido de tenis. —Travis deja de
mirar a Helena y me mira a mí. Sonríe con malicia. Como si
supiera algo muy gordo y yo no tuviera ni idea de qué es—.
Mi chica y yo, contra vosotros dos.
Noto a Helena tensarse, así que le froto el brazo despacio.
Está claro que no soy el único que se ha dado cuenta de la
sonrisa de engreído del rubio. Me encantaría hacerle una
nariz nueva. Quedaría guapísimo en las fotos de la boda.
Le sonrío de la misma manera en la que él me sonríe a mí
y asiento.
—Perfecto. ¿Tú también juegas al tenis o solo es cosa de
los Cortés? —La sonrisa de engreído evoluciona a hombre
mono.
—Hay un torneo todos los veranos. Con este, será el
quinto año consecutivo que me alce como vencedor.
—¿Ya se ha jugado?
—Estamos en ello.
Arrugo la nariz en un gesto de desprecio.
—¿Aún no ha terminado y ya te estás proclamando
vencedor? Un poco vanidoso por tu parte, ¿no crees? —
Helena tose. A Travis los ojos le cambian a un tono rojizo,
pero no se le borra la sonrisa.
—Quería decir si gano —puntualiza.
Helena me da un pequeño pellizco en el costado, uno que
yo interpreto como: «cállate, Fanning» y eso hago. Creo que
ya nos la hemos medido bastante por hoy.
Ah, coño, el partido. Se me olvidaba.
Qué mañana más bonita nos espera.
Cojo a Helena de la mano y señalo la puerta de entrada al
club.
—¿Vamos?
Allegra arrastra a su novio hasta situarse delante de
nosotros y comienza a andar. Juntan las cabezas y
cuchichean. Sería una estampa preciosa si no fuesen ellos.
—Luke —me llama Helena. Ha comenzado a andar
también hacia la entrada conmigo pisándole los talones.
Señala a la pareja con la cabeza—. ¿Sabes jugar al tenis?
—No soy tan bueno como en el hockey, pero me defiendo.
Me mira por el rabillo del ojo.
—¿Hay algo que no sepas hacer?
Frunzo el ceño mientras me doy golpecitos en la barbilla
con el dedo índice, como si estuviera pensando, cuando la
verdad es que hay
tantas cosas que no sé hacer que la lista sería interminable.
Advierto un atisbo de sonrisa en el rostro de Helena. Intenta
contenerla, pero es imposible, porque la verdad es que la
hago sonreír.
Cruzamos la puerta y tengo que volver a alucinar. Este
vestíbulo es más grande que el estadio de los Catamounts.
—Aquí va algo que tampoco sabías de mí. Juego al tenis
desde los tres años y, aunque suene vanidoso —pronuncia
la palabra despacio y con retintín—, soy bastante buena.
—No esperaba menos de ti, Cortés. ¿Y cómo es él? —
señalo a Travis. Él y Allegra están saludando a un grupo de
personas. Por la sonrisa de la segunda, diría que están
hablando de la boda. Que esté enseñando el enorme
pedrusco que lleva en la mano izquierda también me da una
pista.
Helena no se para. Sigue andando hasta salir por una de
las puertas a un campo enorme lleno de pistas de tenis y
tres edificios igual de grandes que este. Así, a ojo, cuento
unas diez pistas, aunque me parece ver a lo lejos alguna de
paddle. Están casi todas llenas. El club, en general, está
lleno.
La pelirroja detiene sus pasos justo al llegar a una pista
que está vacía. Se sienta en un banco y me arrastra a mí
con ella. Se coloca de lado, para poder mirarme de frente, y
comienza a recogerse el pelo en
un moño alto que deja su cuello al descubierto. Hace mucho
sol y, cuando eso pasa, los rayos le iluminan la cara y, por lo
tanto, las pecas, sobre todo las que tiene alrededor de la
nariz. Sé que ella las odia. A mí me pasa todo lo contrario.
—Fue mi profesor de tenis la mayor parte de mi juventud
—dice, contestando a la pregunta que le he hecho antes.
Miro a Travis.
—Va a ser una mañana muy divertida.
CAPÍTULO 29
«Que el príncipe se entere de qué
princesa ha dejado escapar».

~Luke~
Helena no mentía, es buena de cojones. Se mueve por la
vista que ni Sharapova en sus mejores tiempos. Lo hace con
agilidad, como si estuviera volando en vez de corriendo.
Con una seguridad que muchos matarían por tener, yo
incluido. No se queja, ni tampoco resopla. Está sudorosa y
ya se ha bebido tres botellas de agua, pero no deja de
seguir la pelota con la mirada, sin pestañear, y de correr
tras ella hasta que esta rebota en el campo contrario y
consigue anotar.
Es competitiva. Hace rato que he perdido la cuenta de los
reveses que me ha robado. Se lanza a mi lado de la pista y
golpea la pelota que venía directa hacia mí. Eso me gusta y
me excita a partes iguales. Ha habido un momento en el
que ha tropezado y se ha ido de bruces contra el asfalto. Se
ha hecho daño porque lo he visto en su cara al caer.
También porque la piel de la rodilla se le ha levantado y ha
comenzado a sangrar. He intentado parar el juego o, por lo
menos, pausarlo, para poder llevármela a la enfermería y
curarla. No me ha dejado. Se ha echado agua, se ha lavado
las manos y la cara, y ha continuado.
—Estoy a un punto de ganar este set, Cortés. ¿Seguro
que quieres seguir jugando? Esa rodilla no tiene muy buena
pinta. —La voz de Travis me devuelve a la pista. Miro la
rodilla de Helena y compruebo que tiene razón. La herida ha
comenzado a sangrar de nuevo y se le abre con cada
zancada que da, pero no se va a rendir. Probablemente sea
porque quiere borrarle esa sonrisa de engreído que tiene,
aunque lo tiene complicado. Como el capullo gane este
punto, ya ha ganado el partido.
Porque no mentía. Es bueno. Mucho más que Helena,
aunque me joda admitirlo.
—No te preocupes, Campter. Lo tengo controlado. —Le
dedica una sonrisa engreída, como la de él, mientras se
seca el sudor de la frente y se ajusta la visera que la
protege del sol.
—Como quieras. Yo solo me preocupo por ti.
—Qué considerado —mascullamos los dos a la vez. Me
mira y sonríe, y esta vez es de verdad. Qué bonita es.
Me acerco a ella hasta colocarme enfrente y taparle así la
visión a Travis. Si quiere mirar algo, que me mire la espalda.
O el culo.
—¿Estás bien? —le pregunto a Helena. Le echo un vistazo
a la rodilla—. Eso te está doliendo.
—No lo bastante como para dejar que me gane.
—Eres buena.
—Te lo dije.
—Me acabo de dar cuenta de que eres un partidazo. A ver
si voy a tener que pedirle a tu padre la mano.
—Pues hazlo rápido. A lo mejor conseguimos un tres por
uno en la sección de novias.
Le aparto un mechón que tiene pegado a la cara y le
acaricio la mejilla con el pulgar.
—¿Seguro que estás bien?
—Segurísima.
—¿No quieres un poco de agua?
—Si bebo más líquido, acabaré meándome encima.
—Oye, pareja, ¿os falta mucho? Algunas tenemos vidas
que atender. —Le echo un vistazo a Allegra por encima del
hombro y alucino. ¿Cómo es posible que siga teniendo el
pelo impecable después de una hora y media de juego?
—Ya vamos —contesto. Sonríe agradecida y se va
meneando las caderas hasta su prometido. Vuelvo mi
atención a Helena—. Cuando acabemos, iremos a la
enfermería.
—Vale, papá.
—Empiezo a pensar que te gusta jugar el papel de
damisela en apuros delante de mí. Para que te cuide y todo
eso. —Me mira traviesa.
—A lo mejor, es que echo de menos las manos esas tan
maravillosas que tienes.
—¿Estas? —Levanto ambas manos al aire. En una llevo la
raqueta—. Puedes abusar de ellas todo lo que quieras y
más.
—¿Seguro? —Me mira con picardía y a mí el pulso se me
acelera.
Si pudiera, mandaría a la mierda el tenis y todo lo que
hay a nuestro alrededor.
—Mira que luego no valen hojas de reclamaciones.
Travis carraspea alto, llamando nuestra atención y
acabando con el coqueteo tan divertido que estábamos
teniendo. No hace falta que lo mire para saber que es él.
Carraspea tanto en nuestra presencia últimamente que se
ha convertido en la banda sonora de este viaje.
Cuando lo miro, veo que tiene los ojos fijos en mi espalda.
Su mirada es de rencor.
Una idea brillante y cojonuda comienza a tomar forma en
mi cabeza. Doy un paso al frente hasta pegarme a Helena.
Con la mano que tengo libre le acaricio la mejilla otra vez.
—¿Puedo hacer algo? —Entrecierra la mirada.
—No lo sé. ¿Puedes?
—Eso espero.
Coloco una mano en su nuca, otra en su cintura y la
inclino hacia atrás hasta quedar perpendicular a Travis y a
Allegra. Para que puedan vernos bien. Para que no se
pierdan detalle de lo que estoy a punto de hacer.
—¿Qué…?
—Que el príncipe se entere de qué princesa ha dejado
escapar —mascullo un segundo antes de inclinarme sobre
Helena y juntar sus labios con los míos. Un segundo antes
de que mis ojos se cierren por inercia y de que la sangre se
me suba a los oídos y me los tapone. Un segundo antes de
que el golpeteo de las pelotas de las demás pistas dejen de
sonar y el silencio se adueñe de todo. Un segundo antes de
que todo cambie.
Los labios de Helena están calientes en contraste con los
míos, que están fríos. El beso es dulce, demasiado, y yo
quiero más, pero me da miedo estar pasándome de la raya
y que se enfade. Porque, sí, nos hemos dado un pico antes,
o varios, y aunque este también lo es, es diferente. Es muy
diferente y yo quiero más. Lo quiero todo. Pero no quiero
excederme y a lo mejor lo estoy haciendo. Aunque no se ha
apartado, ni tampoco me ha dado señales para que lo haga
yo. ¿O la sangre se me ha subido tanto que estoy perdiendo
la capacidad de raciocinio?
Pero, entonces, la siento. La punta de su lengua rozando
mis labios. Pidiendo permiso. Uno que le concedo sin
reservas. Abro la boca y la dejo entrar. Y lo hace. Y se
encuentra con la mía, y se juntan, se tocan. Se acarician.
Bailan juntas hasta que gime. ¿O he sido yo? Juraría que
hemos sido los dos.
Escucho algo cayendo al suelo. No tengo ni puta idea de
lo que es, solo que, de repente, tengo las manos libres y los
dedos me hormiguean. Necesito tocar. Necesito tocarla a
ella, joder. Sobre todo, cuando siento sus manos en mi
espalda, sobre mi camiseta mojada.
¿Puedo quitármela?
Mierda, pelirroja, ¿podrías hacerla desaparecer?
Subo una mano por su nuca hasta llegar al moño que se
ha hecho antes en la limusina y que me ha puesto tan tonto.
Lo aprieto y vuelvo a gruñir. Y a jadear. Y a sentirla por
todas partes. Porque a alguien como Helena la sientes,
joder. En cada yema de los dedos, en cada trozo de piel que
toca, porque quema. En el pecho. En la cabeza.
Un carraspeo, lo ignoro.
Otro más fuerte; que se vaya a tomar por culo.
Incorporo a Helena, pero no la suelto. No quiero caerme.
Siento que, si ahora mismo la suelto, soy capaz de besar el
suelo. Tampoco quiero dejar de besar su boca, aunque me
muero por lamerle el cuello. Por volver a morderle el lóbulo
de la oreja. Por enterrar la nariz en su pelo y aspirar.
El tercer carraspeo llega acompañado de algo más; en
concreto, de una pelota que rebota contra mi cabeza y que
hace que mis dientes choquen con los suyos. Nos
apartamos doloridos. Desorientados. Aunque no nos
soltamos, y los dos jadeamos. El pecho nos sube y nos baja
a gran velocidad y nuestras respiraciones van aceleradas.
Le miro la boca. Está roja, hinchada. Apetecible. Está así por
mi culpa. sus ojos están brillantes. Vivos. Estoy a punto de
inclinarme de nuevo, de volver a besarla, cuando el cuarto
carraspeo rebota en nuestros pechos y nos hace apartarnos.
Helena me coloca una mano en el pecho y me empuja
hacia atrás. Esa misma mano que hace un segundo se
sujetaba a mi camiseta con fuerza, justo antes de arañarme
la espalda.
La pista de Tenis. El maldito club.
Travis y Allegra. Allegra y Travis.
Me doy la vuelta y los veo. Ella está asqueada y cansada
de la vida. Nos mira con pereza y con algo que no sé qué es
y que me importa un bledo. La mirada que me llama la
atención es la de él. No mira a Helena, me está mirando a
mí, y lo hace con hostilidad. Con apatía.
—¿Has acabado ya? —me pregunta con inquina.
Parpadeo, confuso. Busco a Helena, pero no está detrás
de mí. Ha dado los suficientes pasos como para estar cerca,
pero lejos. Como para notar una distancia tan grande que
me da un escalofrío. Voy a dar un paso hacia ella, pero
intuye mis intenciones, porque niega de forma casi
imperceptible con la cabeza, prohibiéndomelo.
—No. —Cómo odio esa palabra, joder. Sobre todo, ahora.
La miro con los ojos entrecerrados. Señala el suelo con la
mano.
—Cógela y vamos. Acabemos con esto cuanto antes.
¿Con esto es con Travis y Allegra o es con ella y conmigo?
Miro al suelo y entonces recuerdo el golpe. Ha sido mi
raqueta al caer. Estaba tan desesperado por tocarla que ni
siquiera me he acordado de que la llevaba en la mano.
Confuso, voy a por ella y me coloco en posición. Necesito
acabar con este partido cuanto antes. Necesito coger a
Helena y hablar con ella. Necesito que me diga que no está
enfadada conmigo. Que no me he pasado de la raya y que
quería este beso tanto como yo. Porque no he podido
inventarme sus jadeos, ni tampoco sus gemidos. Ha sido su
lengua la que ha pedido permiso. Era su corazón el que latía
a la misma velocidad que el mío.
Nos toca sacar a nosotros. Cojo una de las pelotas que
llevo en el bolsillo, me coloco en posición y le doy. Fallo, por
lo que vuelvo a sacar. Estoy nervioso. Tengo una presión en
el pecho que no me gusta nada. Quiero mirar a Helena, pero
me contengo. Quiero hacerlo bien.
Cuando esto acabe, me acercaré a ella y lo haremos
como toca.
Vuelvo a colocarme en posición y saco. Esta vez lo hago
bien. La pelota va directa a Allegra, que la recibe con un
golpe limpio. Helena va a por ella y le da. A pesar de que
había dicho que no lo haría, lo hago. La sigo con la mirada.
Me olvido de la pelota y me concentro en Helena. Tiene los
labios fruncidos. Espero que sea por la concentración y no
porque se haya enfadado conmigo.
Estoy tan concentrado mirándola, que no la veo venir,
pero sí la siento. Concretamente, en mi nariz. Suelto la
raqueta y la cubro con las manos. Los ojos me lagrimean y
todo se vuelve borroso. El dolor es tan intenso que veo
doble.
—¡Luke! ¡Luke! —Escucho los gritos de Helena, aunque no
la oigo. Se me han taponado los oídos y solo hay eco.
Siento que me tambaleo hacia atrás, pero alguien me
sostiene. Alguien con unos brazos minúsculos.
—Luke, joder, mírame. —Helena. Es Helena. Levanto la
cabeza e intento enfocarla, pero el dolor no me deja y las
lágrimas tampoco—. Mierda —susurra, haciendo que se me
erice el vello de los brazos.
Quiero preguntarle a qué viene ese «mierda», pero
cuando voy a hacerlo siento un sabor metálico en los labios
y, a partir de ahí, todo va a peor. Porque lo sé. Sé lo que voy
a ver cuando quite las manos de la cara, porque el sabor es
cada vez más intenso y el mareo más pronunciado. Odio la
sangre. Puedo verla en los demás, pero no puedo verla en
mí. Es algo que me supera. Lo que pasa es que, aunque lo
sé, lo hago. Me aparto las manos de la cara, la veo y, a
partir de ahí, todo pasa a fundirse en negro.
CAPÍTULO 30
El golpe

~Helena~
Jamás pensé que mis brazos tendrían la fuerza suficiente
como para cargar con alguien como Luke, pero la tienen. He
conseguido llegar hasta él antes de que se desmayara y de
que se diera un trompazo contra el suelo.
Lo que le faltaba.
Lo recuesto como puedo contra mi cuerpo y me dejo caer
hasta acabar de rodillas en el suelo. Pesa muchísimo.
—Luke, despierta. —Siempre se ha dicho que, cuando nos
sangra la nariz, tiremos la cabeza hacia atrás, pero es un
error. Si haces eso, la sangre te puede pasar a la boca y te
la tragas. Por eso hay que inclinar la cabeza hacia delante y
presionar. Con una mano le sujeto la cabeza y con la otra le
presiono la nariz para detener la hemorragia.
—Qué asco, por favor. —La apreciación de mi hermana no
puede llegar en peor momento. Levanto la cabeza y ahí
está, de pie mirándome con el mismo asco que miraría a un
gusano saliendo de una manzana.
—¿Podrías avisar a alguien? —le pido. Luke se remueve,
inquieto.
Lo apoyo contra mi pecho e intento buscar sus ojos, a ver
si los ha abierto, pero no puedo. Está demasiado rígido.
—Eh, capitán, ¿estás despierto? Necesito que me eches
una mano.
—Te estás manchando la ropa. —Miro a Allegra, que es la
que acaba de hablar.
Sigue en el mismo sitio y con la misma mueca en la cara.
Intento no poner los ojos en blanco y tampoco suspirar,
pero me está costando muchísimo.
—Necesito que me traigas a alguien ya. ¿Crees que
puedes hacerlo?
—¿Helena? —La pregunta de Luke me hace apartar la
mirada de mi hermana ipso facto y centrarme en él. Ha
levantado cuanto apenas la cabeza. Lo justo para fijarme en
que por fin ha abierto los ojos—. ¿Qué ha pasado?
—Te has desmayado. —Aprieto un poco más el puente de
la nariz. Gruñe—. Lo siento. Tengo que parar la hemorragia.
—Mierda… —Siento como si su cuerpo perdiera fuerza.
¿Va a volver a desmayarse?
—Venga, Fanning. Concéntrate en mí. —Quiero acariciarle
la cara, pero no puedo, ya que tengo ambas manos
ocupadas.
Escucho pasos y murmullos acercándose. No tardo en ver
entrar a la pista a Travis seguido de dos chicos vestidos con
ropa médica. Me había olvidado de él. Los tres se arrodillan
a mi lado. Uno de ellos lleva un maletín en la mano.
—¿Qué ha pasado?
—Le han pegado con una pelota en la cara —lo digo
mirando a Travis, aunque él no me mira a mí. Está atento a
lo que hacen los dos chicos. Evitándome.
Porque ha sido él quién le ha dado con la pelota y ambos
sabemos que lo ha hecho adrede y con mala hostia. En
cuanto he visto su cara y como la recibía tras mi pase, lo he
sabido. He sabido que iba a darle con todas sus fuerzas sin
importarle dónde caía. Luke no estaba pendiente del partido
en ese momento porque estaba pendiente de mí, por eso no
la ha visto llegar. En parte, eso es bueno porque no le ha
dado de frente. Si hubiera sido así, el golpe habría sido
mayor.
—¿Y se ha desmayado por el golpe?
—Creo que ha sido al ver la sangre.
—Así que no se ha dado en la cabeza contra nada.
—No. —Luke gruñe cuando mi mano es reemplazada por
la del sanitario. Supongo que él no es tan delicado como yo
—. ¿Podrías apretar un poco menos? Creo que le estás
haciendo daño.
Luke me mira y le sonrío. Como ahora sí que tengo la
mano libre, puedo quitarle el mechón de pelo de la cara. Le
acaricio la frente con delicadeza y le paso el dedo por las
arrugas hasta hacerlas desaparecer.
—Se lo vas a contar a los chicos, ¿verdad? —me
pregunta. La hemorragia parece que ha cesado, aunque
tiene la cara y la ropa que parece una carnicería. Me
muerdo el labio para intentar no reírme.
—¿Acaso lo dudas? —Cierra los ojos y frunce los labios.
Incluso así está guapísimo. Incluso así, me dan ganas de
acercarme a él y besarlo.
El beso.
No puedo dejar de pensar en él. Ni de recrearme en él. No
puedo dejar de pensar en que me muero porque vuelva a
hacerlo. En que quiero que el sabor a menta de su boca por
culpa de la pasta de dientes inunde la mía. En que, esta
vez, cuando me toque el moño, quiero que me lo deshaga
para que sus dedos se enreden en mi pelo y lo estire. En
que la mano que me tocaba la cintura lo haga por dentro de
la camiseta. En que MIS MANOS lo toquen por dentro de su
camiseta. En que, cuando le arañe la piel, lo haga de
verdad. Que no haya telas de por medio molestándonos. En
que gruña contra mi boca y yo jadee pegada a la suya.
No puedo dejar de pensar en que solo me ha besado
porque así el príncipe sabría qué princesa se ha perdido.
Siento como si un chorro de agua fría me acabara de
salpicar la cara, el cuerpo y la realidad. Está tan fría que me
espabila de golpe.
«Que el príncipe se entere de qué princesa ha dejado
escapar».
Tengo que dejar de pensar en ese beso, sobre todo
cuando ha sido de mentira. Cuando no ha sido nada más
que una demostración de algo. Supongo que la
demostración de que él podía hacerlo y Travis no.
—A simple vista parece que está bien, pero nos lo vamos
a llevar por si acaso. —El sanitario interrumpe mis
pensamientos y se lo agradezco. Tengo que centrarme en
Luke y la nariz que lleva.
—¿Al hospital? —le pregunta Allegra a los médicos—.
Habíamos quedado para comer.
Ahora sí que no lo puedo evitar. Pongo los ojos en blanco
y suspiro. ¿En serio hemos salido las dos de la misma
madre? Me encantaría conocer al padre de Allison y Allegra.
Nunca lo he hecho y mi madre jamás habla de él. Por lo
menos, delante de mí. Lo máximo que le he sacado es que
era un cerdo que abandonó a su mujer y a sus dos hijas
pequeñas porque no le gustaba responsabilizarse de nada
que no fuera él. Tal vez, si lo conociera y viera cómo es,
entendería muchas cosas.
Entre los dos chicos consiguen levantar a Luke, que se
tambalea un poco al quedar de pie. Me apresuro a
acercarme a él, aunque está tan pegado a los otros dos que
ni siquiera puedo tocarle el pecho.
—Nos lo llevamos a la enfermería del club, señorita
Cortés. —Por supuesto que saben quién soy, aunque yo no
los haya visto en mi vida y lleve sin pisar este club más de
un año.
—¿Puedo ir con él?
—Por supuesto.
Luke me echa una última mirada antes de empezar a
caminar con ellos, que lo llevan sujetos de cintura y brazos.
Estoy a punto de seguirlo cuando la presencia de Travis
capta mi atención. Me paro en seco y me doy la vuelta.
Estoy tan cabreada ahora mismo que tengo que acordarme
de respirar hondo para no asestarle un puñetazo y que la
nariz que sangre ahora sea la suya. Pero tengo que pensar.
No puedo increparlo aquí, delante de todo el mundo.
Delante de Allegra. Me trago la bilis que me sube por la
garganta y me acerco a la pareja lo más serena que puedo
conseguir.
Mi hermana sigue con la misma cara de asco.
—Me voy con Luke a la enfermería —les digo. Allegra
suelta un suspiro y se pasa una mano por la frente.
—Menudo mal trago he pasado. Cuánta sangre había,
¿no? —Se pone las gafas de sol y se atusa la falda—. Creo
que voy a ir a por Allison, mamá y Jackson para ir a comer.
—Me echa un vistazo de arriba abajo. Los orificios de la
nariz se le agrandan—. Has traído tu ropa de repuesto,
¿verdad?
Ni siquiera me acordaba de que voy manchada de sangre.
Allegra suelta alguna que otra perlita más y, para mi total
desconcierto, se marcha, dejándonos a Travis y a mí solos.
Siempre que estoy yo delante está tan pegada a él que
parecen siameses. Supongo que ahora no ve peligro alguno,
ya que voy echa un desastre y no solo tengo la ropa
manchada de sangre, también las manos.
Travis, que no ha dicho nada en todo este rato, por fin me
mira y, cuando lo hace, no sé qué me parece ver en sus
ojos. Lo que sí sé es que los míos bullen.
Aprieto los puños hasta clavarme las uñas en las palmas
y me acerco a él.
—Pero, tú, ¿de qué coño vas? —Abre los ojos sorprendido.
No sé si por mi tono, porque haya soltado un taco o por la
rabia que debe de estar reflejada en mi cara.
Aunque la sorpresa pronto da paso a la risa. Una risa
sarcástica que se me clava en el pecho y que me hace
apretar más los puños.
—¿De qué coño voy yo? De qué coño va él.
Travis tampoco dice palabrotas. Nunca.
Así que yo también estoy bastante sorprendida. Por eso y
por la frase que acaba de soltar.
—¿Perdona?
Se cruza de brazos.
—¿Era necesario que te metiera la lengua hasta la
garganta delante de todos? —Esto sí que no me lo
esperaba.
—¿Me estás diciendo que le has dado con la pelota en la
cara porque me ha besado?
—Estoy diciendo que lo que habéis hecho me parece una
grosería.
—¿Besar a mi novio es una grosería?
—¿De verdad es tu novio? Porque no pegáis nada.
—¿Y tú sí que lo haces con Allegra?
—Por lo menos, los dos somos de la misma clase social y
tenemos los mismos objetivos en la vida.
—Que son vivir de vuestros padres hasta que los hayáis
sangrado por completo y tengáis que buscar otros a los que
sangrar.
Abre los ojos de par en par y yo también. Jamás pensé
que le soltaría algo así. Pero me siento bien. Luke estaría
orgulloso de mí.
Luke. Tengo que volver con él.
Me acerco hasta el banco donde están nuestras cosas,
abro mi mochila y empiezo a meter en ella las botellas que
no se han bebido y las toallas. No tardo en sentir la
presencia de Travis a mi espalda.
—Creo que tenemos que hablar, Helena. —Su tono de voz
es pausado. No se parece en nada al de hace unos
segundos. Me pone los pelos de punta, pero no en el buen
sentido.
Guardo mi raqueta en el estuche y también la de Luke.
—No tenemos nada de qué hablar, Travis.
—Me lo debes.
—¿Te lo debo?
—Sí, por lo que tuvimos.
Me lo cuelgo todo en los hombros y me doy la vuelta.
Tiene las manos metidas en los bolsillos y por su posición
diría que está nervioso.
—Estás de coña, ¿verdad?
Da un paso al frente. Lo apunto con el dedo.
—Ni se te ocurra acercarte.
—No creo que deba casarme con Allegra. ¿Sabes por qué?
Lo que me faltaba. Elevo los ojos al cielo y suspiro. No
tengo tiempo para esto y la verdad es que me da igual.
Como le dije a Luke el otro día, hace tiempo que lo que
piense o sienta Travis Campter me la suda.
—La verdad es que me da igual. —Intento pasar por su
lado para irme, pero su mano en mi brazo me lo impide.
—Helena…
—Déjame, Travis.
—Porque te quiero —suelta de pronto, pasando de mi
advertencia y dejándome patidifusa. Entre otras cosas.
Suelto una carcajada a la vez que me libero de su agarre. Él
da un paso, bloqueándome—. No debí terminar con lo
nuestro, ¿vale? Me equivoqué y llevo arrepintiéndome todos
y cada uno de los días desde entonces.
—Y, por eso, decidiste empezar a salir con mi hermana,
acostarte con ella y, como colofón final a la fiesta, casarte.
—Me equivoqué y lo siento mucho, ¿vale? Ahora mismo
voy a hablar con ella y lo cancelo todo. —Me coge de la
mano y se la lleva a los labios—. Tú y yo, ¿recuerdas? Nos lo
pasábamos bien juntos. Podemos volver a intentarlo.
Pues sí, parece que Fanning tenía razón.
Echo un vistazo alrededor, a ver si nos ve alguien. Lo que
menos necesito ahora mismo es encontrarme con alguna de
mis hermanas o con alguna amiga suya del club y que las
dos bodas de cuentos de hadas que están planificando
acaben convirtiéndose en una boda roja, como la de Juego
de Tronos.
Me zafo de su agarre, me limpio el dorso de la mano en el
pantalón y le sonrío.
—¿Travis?
—¿Qué?
—Que te jodan.
Salgo de la pista de tenis sintiéndome tan bien conmigo
misma que me dan ganas de gritar. Pero también estoy
preocupada por Luke y necesito llegar hasta él cuanto
antes.
La gente me mira raro al pasar. Los ignoro a todos. Solo
me centro en seguir las señales que indican el camino hasta
la enfermería. En cuanto llego, suspiro aliviada. Luke está
tumbado en una camilla y por lo que parece está bien. Lleva
una cosa metálica en la nariz y ya no tiene la cara
manchada de sangre, aunque de la ropa mejor ni
hablamos. Gira la cabeza en cuanto me paro en el umbral
de la puerta y entonces me quedo sin respiración. ¿La nariz
de Gerard Depardieu? Multipliquémosla por dos y
tendremos la de Luke. Pero no es por eso por lo que me
quedo sin respiración. Lo hago porque me sonríe. Y es una
sonrisa tan sincera y bonita que me paraliza.
Me quedo sin respiración porque sus ojos me hablan y sus
labios me reclaman. Y los recuerdos vuelven. Y las ganas
regresan. Y el cosquilleo aparece. «Que el príncipe se entere
de qué princesa ha dejado escapar». Y todo explota. Como
si acabase de pinchar un globo lleno de aire. Dejo las cosas
en el suelo y me acerco a la camilla.
—Hola, capitán.
—Hola. —Gime de dolor. Cierra los ojos.
—¿Te han dado algo para el dolor?
—Una pastilla. Me han dicho que me hará efecto en unos
minutos.
—Pues será mejor que nos vayamos ya a casa, antes de
que te desmayes otra vez y tenga que cargar contigo a
cuestas.
Ladea la cabeza. Frunce los labios en una mini sonrisa.
—Me lo vas a recordar toda la vida, ¿verdad?
—¿El qué, exactamente? ¿Qué Luke Fanning vio un
poquito de sangre y se desmayó como una damisela en
apuros? No lo dudes, capitán.
—Cuánto rencor. —Se ríe y eso lo hace volver a gruñir.
Espero que la pastilla le haga efecto pronto.
Entra uno de los enfermeros que lo ha atendido en la
pista y hablo con él. Me dice que Luke no ha llegado a
romperse la nariz, pero que
se ha dado un buen golpe. Que la tendrá hinchada y
dolorida un par de días. Que mucho reposo y a descansar.
Me despido de él y me vuelvo hacia el enfermo.
Está medio adormilado, así que aprovecho para sacar el
móvil y hacerle una foto.
—Borra eso —murmura. Cambio el peso de un pie a otro y
me encojo de hombros.
—No puedo. Esto hay que compartirlo con el mundo.
—Pienso vengarme.
—Cuando quieras.
Le envío la foto a Hailey, a Chelsea y a Brad. Estoy a
punto de guardar el móvil cuando busco el contacto de
Marcus y se la envío también a él. Comienzan a entrarme
mensajes de golpe. Me muero por leerlos todos, pero antes
tengo que sacar a Luke de aquí o me veo pasando la noche
en el club de tenis.
El viaje hasta casa se me hace eterno. Por lo menos, no
he tenido que hacerlo con el resto de los miembros de mi
familia. No les he dicho que nos hemos ido, aunque espero
que lo intuyan. Si no lo hacen, ya me enfrentaré al problema
cuando llegue. Ahora mismo estoy demasiado ocupada
ayudando a Luke a subir las escaleras.
—Hueles genial, profesora. —Tiene la nariz metida en mi
cuello y me está haciendo cosquillas. Intento que su aliento
no me afecte, porque si me afecta me desestabilizo y, si eso
pasa, acabaremos rodando por las escaleras.
—Unos escalones más y llegamos al cuarto.
—No me gustaban las frutas del bosque hasta que te olí
el pelo. —Un escalón más. Por favor—. Tus labios también
saben a algo. ¿Frambuesa? Sí, es eso. Frambuesa. Me
encanta la frambuesa, Helena. Y me gusta más todavía si la
mezclo contigo.
Hace demasiado calor en esta casa. Tendría que haber
aceptado la ayuda que me ha ofrecido el chófer para subir a
Luke.
Cuando entramos en la habitación, lo dejo caer sobre la
cama. Estiro los brazos y muevo el cuello de un lado a otro.
—Pesas muchísimo.
A pesar de estar adormilado, se apoya en los antebrazos
y me observa. Lo hace atento, analítico. Sin pestañear. Lo
hace durante tantos segundos seguidos que solo consigue
ponerme nerviosa. Más de lo que ya lo estoy, quiero decir.
Me paso una mano por el pelo y me miro la ropa. También
miro la suya. Estamos hecho un asco. Así no podemos
meternos en la cama. Además, no hemos comido nada.
Debería tomar algo antes de dormirse. Me coloco un
mechón de pelo inexistente detrás de la oreja y me acero al
vestidor.
—Voy a prepararte la ducha. Yo iré al baño de uno de los
cuartos de invitados.
—Helena… —Tengo que cerrar los ojos. Por instinto, me
llevo una mano al pecho. ¿Late? Sí, yo creo que sí.
No me giro a mirarlo. No puedo.
Respiro hondo y entro al vestidor.
—¿Te coges tú la ropa o lo hago yo? —No tengo ni idea de
qué estoy haciendo, solo sé que cojo lo primero que pillo y
salgo.
Luke sigue en la cama, solo que ahora no está apoyado
en los antebrazos. Está sentado, con los codos apoyados en
las rodillas y las piernas ligeramente abiertas.
Me sigue mirando fijamente.
—Helena, tenemos que hablar. —Qué frase tan horrible.
Que cuatro palabras más feas.
Finjo una sonrisa.
—Date esa ducha, capitán. La necesitas. Yo volveré
dentro de un rato con algo de comida. Le pediré a Mathilda
que te prepare una sopa.
Le dedico una última sonrisa y salgo del cuarto lo más
rápido que puedo. Me parece escuchar un: «Helena, espera,
por favor». Pero la sangre me golpea con tanta fuerza que, o
salía de la habitación, o la que iba a terminar desmayada
iba a ser yo.
Bajo a ver a Mathilda y le pido la sopa caliente. Me
pregunta por Luke y yo le cuento por encima. Estoy cansada
y sigo teniendo sangre pegada en el pelo. Mathilda me dice
que cuando la tenga nos la subirá y que yo solo me
preocupe de darme un buen baño. La idea me tienta si no
fuera porque también tengo hambre y porque, a quién
quiero engañar, estoy tan tensa que ni un baño de burbujas
y sales va a poder calmarme.
Me meto en la primera habitación libre que encuentro y
me enjabono a conciencia. Me lavo el cabello hasta tres
veces y, bueno, aunque no me doy un baño, sí que me
permito el lujo de quedarme unos minutos bajo el chorro,
con la boca y los ojos cerrados, la cabeza echada hacia
atrás y dejando que el agua me acaricie entera.
No puedo dejar de pensar en el beso. No me lo esperaba.
Cuando me ha echado hacia atrás, por un segundo he
creído que iba a darme un pico. Pero, entonces, lo he mirado
a los ojos y lo he visto. La decisión. Las ganas. Y todo lo
demás ha desaparecido, sobre todo cuando sus labios se
han juntado con los míos y se han quedado tanto rato ahí
que era más que evidente que ese beso no era un pico. Ese
beso era más. Mucho más. Así que mi conciencia le ha dado
paso a mi deseo, he sacado la lengua y todo ha explotado.
Hasta que se ha apartado. Hasta que esa puñetera frase
que no había escuchado la primera vez se ha abierto paso
en mi cabeza hasta quedarse y golpearme con fuerza. Y no
debería enfadarme con Luke porque, joder, no debería y
punto. Pero lo hago. Y quiero llorar, pero no lo hago, porque
si empiezo no sé si seré capaz de parar.
Salgo de la ducha y me enrollo el cuerpo con una toalla.
Me lo seco bien y me visto con la ropa que me he cogido.
Suspiro aliviada al ver que es una camiseta amarilla y unos
pantalones piratas negros.
El olor de la sopa me inunda las fosas nasales ya en el
pasillo. Abro la puerta de la habitación con cuidado y veo la
bandeja con los dos platos sobre el escritorio. Estoy a punto
de entrar cuando Luke aparece frente a mí de golpe. Me
llevo una mano al pecho y doy un salto hacia atrás.
—¡Qué susto!
Casi no me da tiempo a quejarme. Me coge de la muñeca,
me mete en la habitación y cierra la puerta. También se ha
duchado. Como yo, tiene el pelo húmedo. Las puntas se le
rizan hacia arriba.
Me encantaría meter la mano en esos rizos y tocárselos.
Lo miro de arriba abajo. Va vestido, aunque tiene los pies
descalzos. Parece nervioso y la verdad es que no tengo ni
idea de por qué. Comienza a pasearse de un lado a otro y
eso solo consigue ponerme nerviosa a mí.
—Oye, Luke, ¿estás bien? —Detiene sus pasos. Se pasa la
mano por la cabeza y, al hacerlo, algunas gotas de agua
salen disparadas. Ni siquiera se da cuenta. Intento fijarme
en su nariz, a ver si se ha dado otro golpe duchándose, pero
se la veo igual que antes—. ¿Luke?
Por fin me mira.
—¿Estás enfadada conmigo?
CAPÍTULO 31
Helena Cortés, me tienes loco

~Helena~
Juro que no me esperaba esa pregunta, así que no tengo
ni idea de qué contestar. Trago saliva y lo miro. ¿Si estoy
enfadada con él? ¿Por qué? Luke no habla, solo me mira, y
me vuelve a mirar, buscando una respuesta que no sé darle.
Avanzo un paso, pero me detengo. Tengo miedo de tocarlo,
parece que se vaya a romper. Pero él sí que da ese paso. Sí
que avanza hasta acercarse a mí, hasta cogerme la cara con
las manos y hasta apoyar su frente en la mía. Tengo miedo
de rozarle la nariz y hacerle daño, pero se está tan bien
así… Y huele a mí. Huele a frutas del bosque.
—Te has puesto mi champú.
—¿Estás enfadada conmigo? —pregunta de nuevo,
ignorando mi apreciación.
Siento el corazón en la garganta. ¿Sentirá él lo rápido que
me late?
—¿Por qué tendría que estarlo?
—Por besarte. —Aparta su frente de la mía, aunque no
sus manos de mi cara. Me acaricia las mejillas con los
pulgares y a mí me cuesta respirar. Sus ojos no pierden el
contacto visual. Están fijos en los míos.

—Lo siento si me he pasado de la raya. Yo… —Suspira,


coge aire y lo vuelve a soltar. Nunca había visto a Luke
nervioso. Siempre lo he visto sonriendo. Bromeando. Este
Luke es nuevo y me asusta. Porque me gusta demasiado.
Porque lo hace accesible.
Los brazos me caen laxos a ambos lados del cuerpo. No lo
estoy tocando. Mejor. Porque las manos me están
temblando y no quiero que se dé cuenta.
Intento sonreír, aunque lo que me sale es algo parecido a
una mueca.
—No pasa nada, tranquilo.
—¿Tranquilo? —Ríe por lo bajo. Tiene la voz ronca—. No
estoy tranquilo. No quiero que te enfades conmigo.
Vuelve a pegar su frente a la mía. Una de sus manos
abandona mi mejilla, se coloca en mi nuca y comienza a
masajeármela.
—No quiero que te enfades conmigo —repite.
Está tan cerca que su aliento me hace cosquillas en los
labios. Tan cerca, que nuestras narices se acarician. Tan
cerca, que me hace olvidar todo a lo que le he estado dando
vueltas y salto. Salto tan alto como puedo. Con las piernas,
los brazos extendidos y las ganas. Porque todo el rato se
trata de eso; de las ganas que tengo de repetir.
Coloco una mano sobre su pecho y la otra la hundo entre
sus rizos. Lo agarro con fuerza. Suelto un jadeo que rebota
entre las cuatro paredes y, por fin, lo beso. Lo beso con el
ansia que no he podido antes en la pista de tenis. Con
desesperación.
Estoy temblando. O a lo mejor es él, no lo sé.
Solo sé que, de repente, siento sus manos en mis caderas
y su lengua dentro de mi boca. Y su olor a menta, joder.
Vuelvo a sentir su olor menta. Deja su pecho y ahora son las
dos manos las que hundo en su pelo. Cómo me gusta. Cómo
me pone. Él deja mis caderas para pasear sus manos por mi
cuerpo hasta llegar a mi culo. Me aprieta los cachetes y yo
suelto un jadeo. Su sonrisa me hace apartarme y mirarlo a
los ojos. Lo que veo en ellos me excita más que el beso que
acabamos de darnos, y puedo jurar que en mi vida me
habían besado como lo ha hecho Luke Fanning. En sus ojos
hay placer, deseo, esperanza. No sé cómo tendré los labios,
pero me los noto palpitantes e hinchados. Me fijo en su nariz
—¿cómo he podido haberme olvidado de ella?— y suelto un
jadeo. He tenido que hacerle daño. Cuando me he lanzado,
ni siquiera me he parado a pensar en las consecuencias.
—¿Qué pasa? —me pregunta, preocupado. Aparto las
manos de su pelo y las coloco sobre su pecho.
El corazón le late rapidísimo.
—Tu nariz.
—¿Qué? —Le toco la punta con delicadeza y él da un
respingo. La aparto rápido.
—¿Te he hecho daño? Porque no pretendía abalanzarme
así sobre ti. Ni siquiera lo he pensado. Yo… —Coloca un par
de dedos sobre mis labios, silenciándome.
Una sonrisa lobuna se le dibuja en los labios al tiempo
que con la mano que sigue en mi culo me pega a él. Su
centro toca el mío y eso me enciende más de lo que ya lo
estoy.
—¿Te arrepientes? —Lo miro a los ojos. Él me pasa la
yema del dedo por el labio inferior—. De haberme besado.
¿Te arrepientes?
Está de coña, ¿no? O, a lo mejor, lo pregunta porque el
que se arrepiente es él.
Vuelve a presionar su cuerpo contra el mío. Está vez,
cuando noto su abultada entrepierna contra mi sexo, abro la
boca y me trago un jadeo.
—No.
Sonríe y, joder, si sonríe así que el mundo deje de girar.
—Menos mal, porque me muero por seguir haciéndolo.
—¿Y tú nariz? ¿No te harás daño?
Se inclina hasta que sus labios me rozan el cuello. Justo
debajo del lóbulo de la oreja.
—Ahora mismo, mi nariz es el menor de mis problemas.
—Me muerde la mandíbula. Su excitación presiona mi
vientre. Ataco.
Chocamos de nuevo, mi lengua busca la suya y nos
besamos con avidez. Me falta el aliento, así que lo sigo
besando hasta que consigo el aire suficiente para seguir
respirando. La sensación de su boca tocando la mía es algo
mágico. Su lengua jugando con la mía es algo que no quiero
perder ni tampoco olvidar. Soy yo la que marco el ritmo. Soy
yo la que ladea la cabeza y la que mueve la suya para que
el ángulo sea el perfecto. Exploro su boca y también su
cuerpo porque, cuando quiero darme cuenta, he bajado las
manos por su torso hasta llegar al dobladillo de la camiseta.
Se la quito y la tiro lejos. Me muero por mirar su pecho.
Por lamerlo, tal y como fantaseé hacer cuando lo vi en la
piscina. O dormido en mi cama. O tomando el sol. O, joder,
siempre. Pero estoy tan concentrada en su boca que no
puedo pensar con claridad.
—Helena… —susurra contra mi boca abierta.
Le respondo con un jadeo y con un arañazo en el pecho.
Gruñe y me levanta a pulso, haciendo que mis piernas se
enrosquen en su cintura. Me aprisiona contra la puerta y yo
solo puedo jadear y mover las caderas buscando fricción.
Desesperada.
Le araño la espalda y el cuello. Ahí está otra vez esa
sonrisa.
Me olvido de su nariz y parece que él también, porque no
deja de besarme. Tampoco de tocarme. Rozo la cinturilla de
sus pantalones con los dedos y eso hace que se aparte. Pero
lo justo y necesario para ver cómo mi mano se cuela dentro.
Le toco la punta y eso lo hace sisear.
—Joder, Helena… —exclama.
¿Me hace sentir poderosa? Sí.
¿Me hace querer más? Me hace quererlo todo.
Alargo los dedos hasta rodearle la polla con la mano. Echa
la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y suelta un
exabrupto. Me muevo fatal porque estamos tan pegados
que no tengo casi espacio para poder tocarlo como
necesito, pero no puedo parar. Ni quiero.
Luke abre los ojos y vuelve a lanzarse a mi boca. Sus
manos comienzan a moverse ansiosas por mi cuerpo. Se
cuelan por debajo de mi camiseta y suben hasta mi pecho.
No me he puesto sujetador, así que mis pechos lo reciben
encantados y listos.
Me pellizca los pezones y me los estruja mientras yo hago
lo mismo con su polla. Muevo la mano de arriba abajo y, al
llegar a la punta, la rozo hasta que el líquido me mancha los
dedos. Me quita la camiseta y la hace desaparecer igual de
rápido que yo he hecho desaparecer la suya. Me deja en el
suelo y termina de desnudarme de camino a la cama. No sé
cómo lo ha hecho ni tampoco cómo no me he matado yo al
quitarme los pantalones. Pero es que tampoco sé cómo no
está gritando de dolor por culpa de los golpes que no paro
de darle en la nariz. Pero es que es difícil no hacerlo cuando
te estás devorando de la manera en la que lo estamos
haciendo Luke y yo.
Reboto al impactar contra la cama. Justo antes de que él
se tumbe encima de mí, me incorporo hasta quedar
apoyada en los antebrazos y lo miro. Ya he dicho que Luke
Fanning es guapísimo, ¿no? Pues desnudo, perlado en sudor
y con el deseo bullendo de esa manera a través de sus ojos,
es una puta fantasía. El Dios griego en carne y hueso.
Alzo la mano y lo detengo. Tengo que contenerme para no
volver a tocarle la erección, porque me está reclamando
como las polillas a la luz.
—¿Pasa algo? —me pregunta preocupado. Respiro hondo
y niego con la cabeza.
—Estoy preocupada por tu nariz. ¿Seguro que no te estoy
haciendo daño? —Suelta una carcajada.
Se acerca a la cama, me abre las piernas con las rodillas y
se queda entre ellas.
Me mira el sexo y lo veo tragar saliva. Uff. Qué calor.
—Helena Cortés, me tienes loco. Me importa una mierda
mi nariz y todo lo demás. Lo único que me importa, aquí y
ahora, eres tú. —Se arrodilla en el suelo y a mí me entran
unos calores que me quiero morir. Pero de los buenos. De
los que te matan con una sonrisa.
Coloca ambas manos en mis tobillos y comienza a
subirlas por mis piernas hasta llegar a las rodillas y, de ahí,
al interior de los muslos. Me rindo. Me tumbo de espaldas
en el colchón y fijo la vista al techo. No tardo en sentir su
mano. Y sus dedos. Primero uno y después dos. Me muerdo
el labio para no gritar, pero fallo. Con la mano que tiene
libre me toca la cadera. Más concretamente, el tatuaje.
—Esta mariposa lleva volviéndome loco desde que la vi
por primera vez. —Quiero responderle, pero acaba de
pellizcarme el clítoris—. Quiero hacerte tantas cosas,
pelirroja.
Y yo quiero que las haga.
—Voy a… Joder... —Se inclina hacia delante y siento su
lengua muy cerca de mi sexo. Me incorporo y lo miro.
Porque la visión de Luke entre mis piernas no puedo
perdérmela. Levanta la cabeza y sus ojos se conectan a los
míos. Y me hablan. Me dicen que quiere esto tanto como yo.
Que me desea tanto como yo a él.
Abro más las piernas, las levanto y apoyo los talones en
el colchón.
—No tengo preservativos aquí. No me he traído y jamás lo
he hecho con nadie en esta casa. Mucho menos en este
cuarto. —Se tumba sobre mí, aunque apoyándose en las
palmas de las manos para no aplastarme. Le acaricio la
mejilla y le aparto un rizo de la frente—. Por favor, dime que
tú has traído alguno.
Suelta una carcajada baja. Se inclina y me muerde la
barbilla. Sube hasta dejar un beso en la punta de mi nariz y
baja otra vez hasta llegar a mis labios. Noto la punta en la
entrada.
—Si te digo que sí, ¿pensarás mal de mí? —murmura.
Se mueve. Estoy a punto de pedirle que me lo haga como
le dé la puñetera gana.
—Lo que haré será enfadarme contigo como no vayas
cagando hostias a por uno.
Me besa. Bueno, más bien, me devora. Y se levanta. Va
corriendo hasta su maleta y saca un paquete. Coge un
preservativo, lo abre y se lo va colocando mientras vuelve a
la cama. Lo hace todo sin dejar de mirarme. Sin pestañear.
Me besa la barriga, los pechos, la unión entre estos, los
dos hombros y el cuello. Me pasa una mano por la pierna,
llega hasta el culo y me lo levanta hasta que enreda mi
pierna en su cadera. La punta tantea mi entrada y ambos
jadeamos.
—Esto es solo un aperitivo —resopla contra mi cuello—.
No hemos hecho más que empezar.
Por fin entra en mí. Gimo, gruñe y nos besamos. Sus
manos me tocan y las mías se sujetan a él. Me acaricia, me
besa y me sonríe mientras lo hace. No cierro los ojos porque
no quiero perderme nada, pero me cuesta. Sobre todo,
cuando mueve las caderas y yo estoy a punto de correrme.
Él tampoco los cierra. Ni deja de mirarme.
Me sonríe y yo le sonrío.
Me besa y yo lo beso.

Me corro y él también.
Le araño la espalda y él me reparte besos por todo el
cuerpo. Me echa la cabeza hacia atrás y me mima la
curvatura del cuello. Llevo los talones a su culo y ejerzo
presión para que me note. Para que no se aparte. Su
respiración se calma y mi corazón comienza a ralentizarse.
Me da un beso en la punta de la nariz y me mete la lengua
en la boca justo antes de apartarse y tumbarse a mi lado.
Suspira y yo sonrío. Cuando lo miro, me guiña un ojo. Él
también sonríe, y es tan grande su sonrisa que me calienta
el pecho.
Se deshace del condón, lo deja con cuidado en la cama y
vuelve a tumbarse boca arriba. Nos mueve hasta que
nuestras cabezas tocan la almohada. Me aparta un mechón
de la frente y me acaricia la mejilla. Me encanta cuando
hace eso.
—Hola… —farfulla. Yo también le acaricio la mejilla.
—¿Tienes hambre? —Abre los ojos y la sonrisa que se le
dibuja es enorme. Me sonrojo y escondo la cara en la
almohada. Luke coloca un dedo bajo mi barbilla y me obliga
a mirarlo. Está serio y eso me asusta. Él debe de notarlo,
porque se inclina y me da un beso. Es solo un pico, pero es
lo suficientemente largo como para saber que es de los
bonitos. De los que duran.
—Sé que te has enfadado antes conmigo. En la pista. —
Me había olvidado por completo de eso. Sus palabras, ese
«Que el príncipe se entere de qué princesa ha dejado
escapar» vuelven a pellizcarme. Luke me sonríe y me
vuelve a besar—. He tardado un poco en darme cuenta de
por qué. Cuando lo he hecho, me he sentido como un
completo gilipollas. Después, ha venido el golpe, mi
pequeño mareo y ya se ha liado la cosa.
—¿Pequeño mareo? Fanning, te has desmayado —
bromeo, aunque el corazón me late con fuerza. Luke pone
los ojos en blanco y hace aspavientos con las manos.
—Lo que sea. La cuestión es que lo siento.
—¿Por besarme?
—No, por hacerte creer que lo hacía para querer
demostrarle algo a Travis. —Me mueve hasta que mis
piernas se enredan en las suyas. Hasta que mi pecho toca el
suyo. Hasta que su mano descansa en mi cintura—. No
sabría decirte cuándo me di cuenta de que quería besarte,
Helena, pero sí puedo jurarte que me moría por hacerlo.
Antes, esta mañana, ayer y todos los días. Me encantas. Me
gusta estar contigo. Hace tiempo que no me rio con nadie
como lo hago contigo, ni siquiera con Brad, y mira que él es
mi media naranja.
A pesar de los nervios, de sentir el corazón en la boca y
de que las manos están empezando a sudarme, no puedo
evitar romper a reír. Ahora soy yo la que lo besa y la que se
sube a horcajadas sobre él. Apoyo las manos en su pecho y
jugueteo con sus pezones.
Me mira expectante y yo solo puedo soltar un suspiro.
—Tú también me vuelves loca, Fanning.
CAPÍTULO 32
Ocho horas
~Luke~
—A lo mejor deberíamos vestirnos.
—¿Por qué?
—Porque llevamos desnudos… —se inclina sobre mi
cuerpo para alcanzar mi móvil, que descansa en la mesita
de noche que hay a mi lado de la cama, y mira la hora—,
¡ocho horas!
Le doy un pequeño mordisco en el hombro antes de
quitarle el móvil y volver a colocarla como estaba antes, con
su espalda pegada a mi pecho y su cabeza recostada contra
mi hombro. Podría contar con los dedos de una mano las
veces que he hecho esto; quedarme abrazado a alguien
después de habernos acostado juntos. Y ya no hablemos de
quedarme encerrado con ella durante ocho horas
simplemente hablando. Incluso hemos estudiado, algo de lo
que estoy muy orgulloso, porque lo hemos hecho así,
desnudos. Me negaba a dejar que se vistiera. Mientras ella
me deje, solo quiero verla como su madre la trajo al mundo.
Es jodidamente perfecta y es una visión para la que no
estoy todavía preparado para dejar ir. Han sido ocho horas
que para mí han sido como ocho minutos en los que no he
dejado de sonreír en cada uno de ellos y creo que tardaré
mucho en dejar de hacerlo.
Dejo un beso en lo alto de su cabeza y conecto la lista de
Spotify. Le doy a reproducir de forma aleatoria y Wait a
minute, de Willow, comienza a sonar al cabo de pocos
segundos. Apoyo la cabeza en el cabecero de la cama
mientras trazo espirales en su brazo. Me he acostado con
Helena. Ella se ha acostado conmigo. He sentido sus piernas
alrededor de mi cintura y he podido ver cómo abre la boca y
echa la cabeza hacia atrás cuando se corre. A pesar de las
horas que han pasado, sigo teniendo su sabor en la punta
de la lengua y no quiero que desaparezca. Las manos me
pican de las ganas que tengo de volver a tocarla. De que
repita eso de: «Tú también me vuelves loca, Fanning».
No tenía ni idea de que Helena Cortés es como la Coca-
Cola; adictiva desde el primer momento en el que la
pruebas.
Sonrío solo de pensarlo y eso hace que arrugue la nariz y
tenga que tragarme un gruñido. Joder cómo me duele. No lo
he hablado con Helena y tampoco voy a hacerlo. Me gusta
la pequeña burbuja que hemos formado a nuestro alrededor
en estas últimas horas y no quiero que nada ni nadie la
pinche, y mucho menos él, pero sé que ha sido Travis quien
me ha dado con la bola, y que lo ha hecho con toda la mala
hostia del mundo. Ese tío tiene serios problemas y se los
debería de tratar.
—Entonces, ¿qué? ¿Nos vestimos? —ronronea. Trazo una
línea que rodea su pecho derecho y la escucho suspirar
cuando le pellizco el pezón.
—Eres adictiva, ¿lo sabías?
—Nadie me lo había dicho nunca, pero me gusta saberlo.
Suelto una risita y me inclino hasta besarla. No sé la de
veces que nos hemos besado ya, pero deben de ser muy
pocas, porque necesito más. Muchas más.
—¿No vas a decir nada a lo de vestirnos? —susurra
Helena contra mis labios. Sonrío, niego con la cabeza y la
vuelvo a besar.
—¿Y negarme la posibilidad de verte desnuda? No lo creo,
profesora.
—Tendremos que salir de esta habitación en algún
momento.
—¿Por qué?
—Porque mi madre ya me ha llamado tres veces, por
ejemplo.
—Pues que siga llamando. —La muevo hasta que queda
sentada a horcajadas sobre mí. Coloca las manos sobre mi
pecho y yo las suyas en su cadera. Hasta que las bajo y le
acaricio el culo.
Redondo. Perfecto.
Mi polla está más que lista, no soy el único que se da
cuenta. Helena se separa de mí, mira hacia abajo y una
preciosa sonrisa lobuna le ilumina el rostro. Se queda
mirándola fijamente unos segundos, hasta que suelto una
carcajada y ella me da un pellizco en el brazo. Yo respondo
haciéndole cosquillas en el costado.
Rompe a reír y esa risa lo corrobora. Esta chica me vuelve
loco.
Cojo las sábanas que descansan a nuestros pies y nos
cubro con ellas. Nos muevo hasta quedar tumbados, con
ella encima de mí. Con su melena haciéndome cosquillas.
Con mi mano acariciándole la espalda de arriba abajo. Estoy
tan a gusto que no dudo en cerrar los ojos. Como siga así
voy a terminar quedándome dormido.
Que le den a la cena y a todos los que están abajo
esperándonos.
—Luke…
Helena me da un beso en el pecho y yo sonrío. La aprieto
más contra mí, con cuidado de que su cabeza no me roce la
nariz, y vuelvo a aspirar su aroma. Creo que es algo de lo
que nunca voy a poder cansarme.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —pregunta, tímida.
Quiero abrir los ojos y mirarla, pero estoy tan a gusto que
estos no responden. Menos aún cuando comienza a jugar
con el vello que me cubre el pecho.
—Ajá. —Es lo máximo que atino a decir.
En la habitación suena Good life, de One Republic.
La escucho coger aire y, aunque no puedo verle la cara,
algo me dice que las mejillas se le han coloreado y que se
está mordiendo el labio.
—Cuando decidiste venirte conmigo a Los Ángeles,
¿tenías pensado que pasara algo de esto? —carraspea—. Ya
sabes… Que nos acostáramos.
—¿Lo dices por la caja de condones?
—No, no. Lo digo por… No sé. Por saber. Es solo una
pregunta.
—Porque te juro que solo la llevaba porque siempre llevo
una encima. Como el que se va de viaje y coge el cepillo de
dientes y la pasta. Pues lo mismo.
Me obligo a abrir los ojos y a mirarla. Tiene la barbilla
apoyada en las manos y estas en mi pecho. El pelo le cae
desordenado por ambos lados de la cara, enmarcándosela.
Las mejillas, como suponía, están teñidas de rojo, y me mira
con un brillo dudoso.
Asiente cuando sus ojos se encuentran con los míos.
En estos días que estamos juntos, me he dado cuenta de
un detalle sobre Helena; es muy insegura. Hasta ahora no
me había dado cuenta. No porque no me hubiese fijado en
ella. Es difícil no hacerlo, pero no solo porque crea que es
preciosa, sino porque es divertida, introvertida, un tanto
alocada y tiene un toque de picardía y sarcasmo que la hace
especial. No me había dado cuenta porque aquí es una
Helena diferente a la de Burlington. Si le preguntan a su
familia, dirían que la de allí es la falsa, pero no tienen ni
idea porque no la conocen y tampoco se han molestado
nunca en hacerlo. La real, la auténtica, es la de Vermont,
porque allí es ella misma. No tiene que fingir ni complacer a
nadie. Y las sonrisas son sinceras. Las de aquí son tan falsas
que duelen.
—Cuando decidí presentarme en ese aeropuerto, te juro
que solo lo hice con el propósito de continuar con las clases.
Sé que solo habíamos dado una y que poco se puede opinar
con una simple sesión, pero me gustaba estar contigo. Te
conocía y me lo pasaba bien contigo. Siempre lo he hecho,
aunque tú insistieras en que éramos solo conocidos y no
amigos. —Intenta ocultar una sonrisa. Eso es bueno, ¿no?
Continúo—. No tenía intención de acostarme contigo, pero
eso no quita que me haya encantado que pasara. La vida
me ha enseñado que las cosas
imprevistas son las mejores, y esta lo es, te lo puedo
asegurar. Me gustas, Helena. A lo mejor, meto la pata con lo
que voy a decirte ahora, pero jamás me había quedado a
solas con una chica en una habitación después de hacerlo, y
te puedo jurar que no estoy listo para salir de este cuarto.
Ni para dejar que tú lo hagas.
Se abalanza sobre mí en un beso que nos desestabiliza y
que me pilla por sorpresa, pero del que me repongo rápido.
Le sostengo la cara mientras abro la boca todo lo que puedo
para dejarla entrar. Para que ella sea la que tome el control
y me dé todo lo que quiera. Desplaza sus labios por mi
garganta y yo no puedo hacer otra cosa que gemir y dejar
que haga conmigo lo que le dé la real gana.
—Tienes un piquito de oro. ¿Lo sabías? —murmura sobre
mis labios hinchados.
—Algo había oído, sí.
Vuelve a colocarse como antes, con la barbilla apoyada
en mi pecho, solo que ahora los labios están rojos e
hinchados. Demasiado apetecibles y muy cerca de los míos.
De repente, se incorpora hasta quedar sentada en la
cama, de espaldas a mí, con la sábana alrededor del cuerpo.
Siento frío al no tener su cuerpo sobre el mío.
—Yo empiezo a tener hambre. Creo que voy a ir a darme
una ducha antes de bajar a cenar. ¿Tú prefieres quedarte
aquí? Se entendería, no te preocupes. Llevas la cara que
parece un cromo. La cojo del brazo justo cuando está a
punto de levantarse. Ni de coña va a irse así como si nada.
Le aparto el pelo de la cara y la acerco a mí.
—¿Ya hemos acabado con los besos? —Finjo un puchero.
Pone los ojos en blanco, aunque me recompensa con un
beso a la altura del corazón.
—Me encanta estar aquí contigo, te lo puedo asegurar,
pero como no bajemos a cenar te aseguro que mi madre
subirá a buscarnos.
—¿Tú crees? Yo creo que mandará a Mathilda, y a esa la
tenemos ganada.
Sacude la cabeza dándome por imposible y al final se
levanta. Esta vez lo hace sin la sábana cubriéndole el
cuerpo.
Me fijo en el tatuaje y trago saliva. Creo que me he
recreado hoy poco en él. Necesitaría unos cuantos mimos
más. Helena intuye mis intenciones —supongo que no soy el
único que ha aprendido a leer al otro estos días—, y
chasquea la lengua contra el paladar. Me da la espalda y se
marcha hacia el vestidor de Narnia haciendo alarde de ese
movimiento de caderas que tanto me gusta. Justo antes de
desaparecer, me echa un vistazo por encima del hombro.
—Lo que te he dicho antes iba en serio. No hace falta que
bajes a cenar. Le pediré a Mathilda que te suba un
sándwich. De hecho, creo que será lo mejor. Deberías haber
guardado reposo esta tarde.
—Y lo he guardado. —Me mira con la cabeza ladeada y las
cejas levantadas—. Pregúntale a cualquiera. Seguro que
todos coindicen en que el mejor reposo es el que yo he
tenido. Me siento como nuevo. De hecho, tú también
deberías pasar de esa cena y quedarte aquí conmigo.
Alguien tiene que cuidar de mí por si sufro una conmoción.
Me llevo una mano a la frente y echo la cabeza hacia
atrás.
Ríe y desaparece en el vestidor. Me tumbo en la cama con
un brazo bajo la cabeza y la vista fija en el techo. No tengo
ningunas ganas de bajar a cenar a ningún sitio, y mucho
menos al comedor con la familia de Helena. Lo que le he
dicho de que no estoy preparado para salir de esta
habitación ni para dejar que ella lo haga iba totalmente en
serio.
Quiero hacerle demasiadas cosas. Ni siquiera he
empezado con todo lo que tengo en mente, pero hay una
cosa que tengo clara, y es que no pienso dejarla sola con
todos ellos. No pretendo convertirme en su caballero de
brillante armadura ni tampoco creo que ella lo necesite.
En realidad, es más fuerte de lo cree.
Pero, como he dicho, también es vulnerable e insegura, y
todo ello viene provocado por la gente que hay abajo.
Suspiro y alcanzo mi teléfono de la mesita. En estos
momentos suena Don’t stop til you get enough, de Michael
Jackson. No le he hecho ni caso al aparato en ocho horas,
así que no me sorprendo cuando veo que tengo varios
mensajes sin leer. Algunos, de mis padres, que me envían
fotos de su crucero y me cuentan cómo les va. Como buen
hijo, hablo un rato con ellos. Me alegra que estén
disfrutando tantísimo, se lo merecen.
También tengo mensajes de los chicos, de Brad y del
entrenador Jenkins. En el grupo de los primeros paso de
puntillas. Pueden estar hablando de cualquier cosa y eso me
da miedo. Me anoto hablar luego con Brad y me centro en el
mensaje del entrenador. Jenkins jamás nos escribe ni nos
llama, a no ser que sea algo de vida o muerte.

Entrenador Jenkins
Jugamos el primer partido el uno de septiembre contra los
Northeastern Huskies en Matthews Arena, Boston. He
hablado con Durand y, aunque me ha costado, ha accedido
a hacerte el examen el treinta y uno de agosto a primera
hora, antes de coger el avión. Cuento contigo, hijo. No
defraudes al equipo y, sobre todo, no te defraudes a ti
mismo.

Un nudo se me queda atascado en la garganta. Quedan


apenas unos días para el examen y, si soy sincero conmigo
mismo, ni siquiera me he acordado de él en las últimas
horas. No es que me dé igual, porque aprobar ese examen y
continuar con la beca es lo único que me ha importado
siempre. Desde que tenía seis años. Pero en las últimas
horas solo me ha importado Helena. Disfrutar de ella y que
ella disfrutase de mí. Ver Friends los dos juntos tumbados en
la cama mientras nos tomábamos la sopa que Mathilda nos
había preparado y decidíamos si Rachel pega más con Ross
o con Joey. Recibir una paliza de su parte jugando al ajedrez
y ella otra por la mía a las damas.
Escucharla reír cuando le contaba alguna anécdota de los
chicos en los partidos, que han sido muchas y variadas —lo
mismo, hasta podría escribir un libro—. O, simplemente,
quedarnos en silencio con nuestros cuerpos enredados
mientras la música, y nuestras respiraciones, eran lo único
que se escuchaba en la habitación.
Helena sale del vestidor con un montón de ropa bajo el
brazo. Desaparece en el baño, no sin antes regalarme una
sonrisa y una visión perfecta de su trasero.
Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no
levantarme y meterme con ella en la ducha. Cojo de nuevo
el móvil.

Luke:
Necesito hacerte una pregunta

Brad:
Te has acostado con Helena.

Luke:
Creía que estarías durmiendo.
Pensaba que las drogas que te tomas te dejaban para el
arrastre.

Brad:
Las he dejado.
Luke:
¿Te ha dicho el médico que lo hagas?

Brad:
¿Me has escrito para darme por culo?

Luke:
Deberías volver a tomártelas.
Te dejaban para el arrastre, pero eras más simpático.

Luke:
A veces.

Brad:
¿Vas a decirme ya qué quieres?

Luke:
Me encanta cuando te pones cariñoso.

Brad:
Y a mí cuando te pones intenso.

Brad:
Que, déjame decirte, es el noventa y nueve por ciento del
tiempo.

Luke:
Pienso llamar a tu médico y contarle lo de las pastillas.

Brad:
No me toques los cojones, Fanning.
Luke:
¿Fanning? Qué serio te pones cuando alguien te dice
algo que no quieres escuchar.

Brad:
No tengo tiempo para esto. Cuando quieras hablar, llama
a Jacob. O a Marcus. No sé, llama a cualquiera menos a mí.

Luke:
¿Por qué has dejado las pastillas?

Luke:
Y no me vengas con evasivas. Te lo estoy preguntando en
serio.

Brad:
Y yo también he dicho en serio lo de que no me toques
los cojones.

Luke:
Hay cosas que me salen solas y esta es una de ellas.

Brad:
¿Cómo llevas la nariz? Tengo que darle las gracias a
Helena por enviarme la foto. Cuando estoy de bajón, la miro
y se me pasa.

Luke:
Entonces, supongo que te he pillado mirándola.
Y no cambies de tema.
Brad:
Eres tú el que ha cambiado. Me has escrito para decirme
que querías preguntarme algo y luego te has puesto a
darme por saco.

Luke:
Se llama preocuparse por ti.

Brad:
A lo mejor, no quiero que lo hagas.

Luke:
No creo que tengas opción. Siempre voy a estar
preocupado por ti Brad. Por favor, ¿puedes decirme qué te
pasa?

Brad:
Que tuve un accidente de coche en el que casi me muero.
No sé si te habías enterado.

Luke:
Nunca te ha pegado ser condescendiente.

Brad:
Y a ti nunca te ha pegado ser un entrometido.
¿Puedes decirme ya qué querías?

Luke:
Quería hacerte una pregunta, pero acabo de pensar que
mejor la dejamos para otro día.
Brad:
¿Tiene que ver con Helena?

Luke:
No.

Brad:
¿Entonces?

Luke:
Me he acostado con Helena.

Brad:
Mira que eres gilipollas.

Luke:
Gracias.

Brad:
De nada.

Luke:
Ahora, ¿te importaría decirme por qué soy gilipollas?

Brad:
¿Por qué te has acostado con Helena?
Luke:
¿Perdona?

Brad:
Perdonado. ¿Por qué?

Luke:
¿Cómo que por qué?

Luke:
¿Porque los dos queríamos? ¿Porque nos gustamos?
¿Porque llevamos días tonteando y esto al final tenía que
estallar? ¿Porque me encanta besarla? ¿Por qué es
inteligente?
Y preciosa. Y me vuelve loco.
No sé, Brad, hay un montón de razones. Elige la que
quieras.

Brad:
No soy yo el que tiene que elegirla.

Luke:
Creo que acabo de perderme.

Brad:
Jamás me preguntas nada cuando te acuestas con una
chica. Y te lo agradezco. Ahora, sin embargo, ibas a
preguntarme algo de Helena, y eso es porque estás
asustado. Porque, aunque estás sonriendo como un
gilipollas, estás asustado. Por primera vez, Luke Fanning no
tiene una respuesta para algo relacionado con una chica y
esto lo tiene asustado. ¿Me equivoco?

No tenía que haberle escrito a Brad. A veces, se me


olvida que el intenso puede ser él. Joder, yo solo quería
saber por qué llevo ocho horas encerrado en una habitación
con ella y no quiero que se acabe. No estoy asustado.
Simplemente, tengo dudas. No creo que sea mucho pedir.

Luke:
Entonces, ¿no vas a ayudarme?

Brad:
Buenas noches, Luke.
Y, por favor, que no se te olvide seguir estudiando
francés.
Por cierto, Jenkins ya me ha dicho lo de Boston.

Luke:
Vale, papá.

Luke:
Hablando de padres.
Voy a hablar con el tuyo sobre esas pastillas.

Brad:
Que te jodan, Fanning.

Luke:
Te quiero.

Espero unos segundos a ver si Brad me dice algo más,


aunque no lo hace. A pesar de que sigue en línea. Me cago
en la puta. ¿Ha dejado las pastillas? Espero que no sea
cierto. Ahora me siento de verdad como un auténtico
gilipollas. Yo aquí, preocupado porque he estado ocho horas
con una chica tumbado en la cama mientras mi mejor
amigo se ha dejado las pastillas que le alivian el dolor de la
pierna.
Me paso una mano por el pelo. Si lo tuviera más largo me
lo estiraría hasta arrancármelo. Sé que se va a enfadar
conmigo. Sé que esto va a traer consecuencias. Pero tengo
que hacerlo.

Luke:
Brad se ha dejado las pastillas.

Luke:
Me dijiste que lo vigilara y que te informara de cualquier
cosa. Me va a odiar por habértelo contado, pero tienes que
saberlo.

Scott Hamilton:
Gracias por decírmelo, Luke.
Yo me ocupo.
CAPÍTULO 33
¿Te quedas hasta el sábado?

~Helena~
Me he despertado con un cunnilingus tan maravilloso que
me ha hecho encoger los dedos de los pies y que los ojos se
me pusieran del revés. Después, en la ducha, he querido
regalarle una mamada que ha terminado conmigo
empotrada y gozando del segundo orgasmo del día. Tengo
que decir que sus manos jugando con mi sexo mientras lo
hacía ha ayudado bastante.
Termino de maquillarme y me miro en el espejo. Estoy
resplandeciente. Llevo día y medio sonriendo. Incluso me
duelen las mejillas, pero merece la pena. Todo lo que ha
pasado las últimas horas las merecen.
La puerta del baño se abre y el culpable del estado en el
que estoy hace acto de presencia. Sonrío. Más. Aunque
también frunzo el ceño al verle la nariz. Ahora es de color
morado. Por lo menos, ya no la tiene tan hinchada. Nuestros
ojos se encuentran a través del espejo. Intenta fruncir el
entrecejo, pero le duele.
—¿Te has tomado el analgésico?
—Sí, mamá.
—¿Y te has puesto la crema?
—Sí, mamá. Aunque me gusta más cuando me la pones
tú. —Se acerca a mí y me pasa las manos por la cintura. Me
aprieta contra sí y lo escucho aspirar—. Me encanta cómo
hueles. No sé si te lo había dicho.
—Alguna vez.
Me roza el cuello con la nariz y me da un beso. Las
mariposas que tengo en el estómago alzan el vuelo felices y
muy muy contentas. Dejo el pintalabios que me acabo de
poner sobre la encimera y coloco mis manos sobre las
suyas.
En mi vida me habría imaginado que Luke Fanning podía
ser tan cariñoso. Ya no solo porque duerma tan enredado a
mí que parecemos uno. Sino porque se pasa el día
pendiente de mí. Y haciéndome reír. Y besándome; en la
espalda, en el hombro, en la sien, en la mejilla… Y lo hace
tanto si estamos solos como con más gente. Ayer, sin ir más
lejos, nos pasamos el día recorriendo floristerías hasta
encontrar la mejor según mi madre y mis hermanas, claro.
Luke intentó excusarnos para no ir, tal y como ha estado
haciendo desde que llegamos y por lo que le estoy
agradecida, pues nunca pensé que llegaría a ver a
Samantha Baker cediendo ante alguien. Supongo que es el
efecto Fanning. Pero ayer ese efecto no funcionó. A él le dijo
que entendía que quisiera quedarse en casa reposando esa
nariz, pero que yo tenía que ir. Que era de vital importancia.
Luego vi que era porque Cosmopolitan iba a hacerles una
entrevista a mis hermanas y querían una foto de familia.
Luke no me dejó sola y estuvo conmigo todo el día.
Me doy la vuelta entre sus brazos para quedar cara a
cara. Señalo su nariz con la mano.
—Tengo que hacerte otra foto. Hailey me la ha pedido
para poder seguir la evolución del golpe. Está muy
preocupada. —Intento sonar seria y no reírme, aunque me
cuesta. Sobre todo, cuando intenta fruncir el ceño y no
puede.
—Hailey puede irse a la mierda. —Me da un pellizco en el
culo, un beso en los labios y me suelta—. ¿Qué planes
tenemos para hoy? ¿Vamos a elegir la vajilla? ¿Los caballos
que tirarán de la carroza que ha preparado tu madre para
llevar a tus hermanas hasta el altar? ¿Es el menú? Me
muero de hambre. A eso sí que me apunto encantado.
Le doy un empujón suave en el hombro que el aprovecha
para volver a cogerme y colocarme entre sus piernas
abiertas. Esta vez, soy yo la que lo besa.
—Tú te quedas estudiando. Yo me marcho de fiesta. —
Pongo los ojos en blanco al decir la última palabra.
Finge un puchero.
—¿Me estás diciendo que voy a perderme toda la
diversión? —Me muerde el labio inferior—. Quédate
conmigo. Se me ocurren un montón de guarrerías que
podemos hacer.
Suelto una carcajada y escondo la cara en la curvatura de
su cuello. Este chico es capaz de excitarme y avergonzarme
a la vez con la misma frase.
—Ojalá pudiera, pero tenemos prueba de vestidos,
maquillaje y peluquería. Será bastante aburrido.

—Mientras esté contigo, nada es aburrido.


También es capaz de derretirme con solo seis palabras.
Me echo hacia atrás y lo miro con una ceja arqueada.
—No tenía ni idea de que Luke Fanning podía ser un
moñas.
Abre la boca como si estuviera sorprendido y se señala el
pecho.
—¿Verdad? ¡Yo tampoco! Pero me gusta. —Me guiña un
ojo y yo me derrito por dentro. Me acaricia la cinturilla de
las mallas con un dedo—. También puedo decirte guarradas.
Como que me encanta el sesenta y nueve que hicimos ayer
y que me encantaría repetirlo. O que los ojos te brillan de
una manera especial cuando te corres. ¿Quieres verlo?
Estamos en el baño y tenemos un espejo justo delante. Tú
dame luz verde y meto la mano en estas mallas que me
están volviendo loco.
Joder. En mi vida, NADIE, me ha puesto tan cachonda
como me acaba de poner Fanning. Ni ha conseguido que el
cuerpo me arda como si tuviera luz propia y estuviera a
máxima potencia. Solo quiero gritarle que sí a todo lo que
me ha dicho. Y a más. Quiero bajarme yo misma las mallas
y dejar que haga conmigo lo que quiera.
Pero no puedo, y eso me frustra a tantos niveles que sería
capaz de ponerme a chillar.
Con todo el dolor de mi corazón, le cojo la mano y la
aparto de mi cintura. También doy unos cuantos pasos
atrás, porque me conozco y sé que, si vuelve a hacerme
cualquier insinuación, por minúscula que sea, voy a ceder.
Y tengo demasiadas ganas de ceder.
—Tú tienes que estudiar y yo tengo que marcharme.
Alarga la mano para intentar cogerme, pero esta vez soy
más rápida y alcanzo la puerta del baño antes de que eso
pase. Su risa me calienta el pecho mientras salgo del
habitáculo como si se hubiera declarado un incendio.
Aunque, si lo pienso, el incendio lo llevo dentro y está
esperando con ansias la manguera que lo extinga.
Justo cuando estoy a punto de salir de la habitación, con
su risa aún sonando, una idea me cruza la mente. Él puede
decirme guarradas, pero yo también. Me asomo a la puerta
del baño. Está en la misma posición en la que lo he dejado;
apoyado en la encimera, con las piernas cruzadas por
delante, sin camiseta, con una sonrisa lobuna en el rostro y
una erección entre las piernas que reclama atención.
—Si cuando vuelva te sabes la lección, te dejaré que
metas las manos donde quieras mientras te hago la
mamada de tu vida.
La sonrisa le desaparece de un plumazo y es reemplazada
por una mandíbula que le llega hasta el suelo, acompañada
de unos ojos que están a punto de salírsele del sitio. Le
lanzo un beso al más puro estilo Marilyn cantándole el
cumpleaños feliz al presidente y desaparezco de la
habitación. Antes de que mis piernas le ganen a mi cabeza y
vuelva a ese baño a cumplir lo que he prometido.
Llego al coche que nos llevará a la tortura a la que mi
madre me obliga a ir sin dejar de sonreír, y sonrío todavía
más cuando veo que todavía no hay nadie. Tampoco me
extraña mucho. La puntualidad no es nuestro mayor fuerte,
y en esto yo también me incluyo.
Saco el móvil del bolso y hago una videollamada.
Aplaudo en cuanto aparece la cara de mi amiga en la
pantalla.
—¡Si es mi pelirroja favorita!
Le dedico una reverencia antes de abrir la puerta del
coche y acomodarme en el asiento trasero. Es mejor
mantener las conversaciones con Hailey fuera del alcance
de oídos indiscretos.
—¿Dónde estás? —le pregunto en cuanto cierro la puerta.
Detrás de ella hay un montón de árboles y gente corriendo
o paseando. También hay varios grupos de niños jugando
con una pelota o con un frisbee.
Sonríe.
—Me he venido a Hyde Park a esperar a que mi hombre
salga de trabajar. Le he preparado un picnic y todo. —
Levanta una cesta típica de mimbre y me enseña la manta a
rayas rojas y blancas en la que está sentada.
Suelto un suspiro.
—Quién te ha visto y quién te ve, Wallace. ¿Has
preparado tú la cena?
Suelta una risotada mientras se acomoda en la manta,
con la cabeza apoyada en una especie de ¿almohada? y el
teléfono en alto frente a su cara.
—¿Por quién me tomas? La he encargado.
Sonrío, hasta que veo a Hailey entrecerrar los ojos y
acercase tanto la pantalla a la cara que puedo verle los
pelillos de la nariz. No me gusta nada esa cara.
No me gusta….
—¡¡Has follado!! —grita.
El móvil no sale disparado por el susto que me ha dado
de puro milagro. Cierro la puerta del coche, que había
dejado abierta, y me aseguro de que no hay nadie en la
parte delantera de la limusina. Cuando vuelvo a mi amiga,
juraría que ya no está tumbada, sino sentada. Aunque es un
poco difícil saberlo con precisión porque sigue teniendo la
nariz pegada a la pantalla del móvil.
—Apártate el teléfono, joder, que te vas a quedar bizca.
—Joder es lo que has hecho tú —suelta con una risita.
Pongo los ojos en blanco.
—Podrías actuar como una persona adulta.
—No me lo has negado. Y no me gusta la madurez. Está
sobrevalorada. —Hace aspavientos con las manos. Con las
dos. Por lo que mueve el móvil hacia todas las direcciones.
—Te voy a colgar.
—Ni se te ocurra. —Vuelve a aparecer en pantalla y esta
vez lo hace seria. O lo intenta. Porque la sonrisilla está ahí.
Yo también intento ponerme seria, pero tampoco puedo.
Mi sonrisilla también me delata. Me muerdo la uña del dedo
índice por no morderme el dedo entero.
—Si te digo que sí, ¿me juras que no vuelves a pegar un
grito de esos?
—No.
—¡Hailey!
—¿Qué? Soy sincera. No te lo puedo prometer, peeeero,
te juro que lo voy a intentar. —La veo trastear con la mano
que tiene libre. Saca un regaliz rojo y se lo lleva a la boca—.
Me alegra que me hicieras caso y te acostaras con Fanning.
—No me he acostado con Fanning.
—Qué mal mientes, Cortés. Te lo digo siempre. Y, antes
de que esto se convierta en un yo digo algo y tú lo niegas,
aunque sea verdad, quiero saberlo todo. Cuándo, dónde,
cómo. El por qué no hace falta porque me hago una idea.
Cuenta.
Se acaba el regaliz y saca otro.
Echo un vistazo por la ventanilla del coche, no vaya a ser
que aparezca alguien. Pero no. La puerta principal sigue
cerrada y no se ve movimiento.
—Nos acostamos hace dos días. Cuando se dio el golpe
en la nariz.
—¿Hace dos días y me lo cuentas ahora?
—¿Sigo?
—Por favor. Pero me siento muy defraudada contigo. Yo te
conté el momento cunnilingus con Shawn en el baño del
avión.
—No. Tu cara me contó el momento cunnilingus con
Shawn en el baño del avión.
Se queda pensativa unos segundos, hasta que asiente.
—Te lo compro. Continúa.
Y eso hago. Se lo cuento todo. El tonteo de los últimos
días, el beso en la pista de tenis, el golpe en la nariz, el
siguiente beso en mi habitación, las ocho horas, las risas, lo
atento que está conmigo… Por sorprendente que parezca,
Hailey me escucha atenta y sin hablar. Aunque no puedo
decir lo mismo de sus gritos.
Me pongo roja y finjo ofenderme, pero la realidad es que
estoy tan contenta que me da igual. Además, conozco a
Hailey y tenía una ligera idea de cómo iba a reaccionar. Me
habría sorprendido que no hubiese actuado así.
Por el rabillo del ojo veo que la puerta de casa se abre y
de que mi madre, Allison y Allegra aparecen por ella.
—Te tengo que colgar —le digo a Hailey,
interrumpiéndola.
—¿Por qué? ¡Estábamos en lo más interesante! —Debe de
ver algo raro en mi cara, porque no dice nada más y solo
asiente—. Llámame luego. Te quiero.
—Y yo a ti.
La puerta del coche se abre y mi madre se lleva una
mano al pecho, sorprendida, cuando me ve.
—Helena, ¿qué haces aquí escondida?
—No estoy escondida. Os estaba esperando.
Me levanto para colocarme en los asientos de enfrente y
dejarlas a ellas tres juntas en el que está justo al lado de la
puerta. Allison y Allegra van vestidas iguales, solo que una
con el vestido en azul y la otra en tonos beige. Mi madre
arruga la nariz cuando ve mis mallas.
—¿Y eso?
—Quería ir cómoda.
—Una cosa es cómoda y otra eso, Babyboo. —Tengo que
hacer un esfuerzo titánico para no lanzarle a Allegra el
móvil a la cabeza. Si lo hago, me quedaré sin el único
recurso que va a hacer que el día de hoy sea más llevadero.
—¿Cómo se encuentra Luke? —Me sorprende la pregunta
de Allison, sobre todo porque parece sincera.
—Mejor. Hoy la tiene morada, pero la hinchazón le ha
bajado.
—Menos mal —suspira. El coche arranca—. ¿Crees que la
tendrá curada para el sábado?
—¿Para el sábado? —Mi hermana me mira como si me
hubieran salido dos cuernos de repente de la frente.
—Si sigue con la nariz así, no va a poder salir en las fotos.
La boda. Pues claro. Pero Luke no se va a quedar hasta el
sábado. Eso dijimos el día que llegamos. Que no contaran
con él, que se iría antes. Pero quedan apenas cuatro días y
no se ha ido. Tampoco ha comentado nada al respecto. ¿Eso
significa que se va a quedar? Es cierto que las cosas han
cambiado ligeramente desde entonces. ¿Qué hago? ¿Se lo
pregunto? ¿Y si dice que sí porque se siente obligado?
«¿Y si dice que sí porque le gustas y quiere estar
contigo?». Esta vocecita me gusta más que la otra.
—Helena. ¡Helena! —El grito de mi madre me hace volver
al coche y olvidarme de los «¿y si…?». Por cómo me mira,
yo diría que hace rato que me está llamando.
—Perdona. ¿Qué?
Descruza las piernas para volver a cruzarlas.
—El sábado. ¿Tiene esmoquin? Dudo mucho que en esa
maleta que se trajo haya alguno. He hablado con… —El
móvil comienza a sonarle, silenciándola y haciendo que deje
de prestarme atención.
No sé quién es, pero ya lo quiero.
Me centro en mi propio teléfono y sonrío al ver que tengo
un mensaje de Hailey.

Hailey:
No empieces a comerte la cabeza ni a pensar cosas raras,
¿me oyes? Disfruta, pelirroja. Creo que desde que te
conozco no había visto tus ojos brillar tanto.

Hailey:
Y suéltate el pelo si no quieres que vean el chupetón que
llevas en el cuello. Lo digo por ti. A mí me parece sexy de la
hostia.

Me llevo una mano al cuello y ahogo un grito. Enciendo la


cámara en el móvil y me miro de forma disimula. Joder, es
cierto, llevo un chupetón. ¿Cómo no lo he visto antes al
mirarme en el espejo? Busco el número de Luke mientras
me deshago de la coleta, me paso la melena por el cuello y
le envío un mensaje.

Helena:
¡Tengo un chupetón en el cuello!

Luke:
No quería que te olvidaras de mí.

Helena:
¿Lo has visto?
Luke:
Claro que lo he visto. Y el de la ingle también.

Me oculto como puedo la cara con el pelo, aunque estoy


segura de que ambas cosas tienen en este momento el
mismo color. También cruzo las piernas. Sé que es una
tontería, por Dios. ¡Si llevo mallas! Pero aun así…
Oh, joder.

Helena:
¿Cómo voy a ocultar los chupetones? ¡Qué voy camino a
probarme el vestido para la boda y a que me hagan un
recogido!

Luke:
¿Me puedes enviar una foto? Estoy seguro de que te estás
sonrojando y me encanta cuando lo haces. Estás preciosa.

Helena:
Te estoy hablando en serio.

Luke:
Yo también.

Sonrío. A pesar de que estoy tan roja que podría rivalizar


con el sobaco de un dragón, no puedo dejar de sonreír. Y de
sentir mariposas en el estómago. Y de sonreír. Y de que me
cosquilleen los dedos de los pies. Y de sonreír. Y de
morderme el interior de la mejilla.
Será mejor que pare antes de que alguna de las tres me
haga preguntas. Aprieto las piernas y vuelvo a las teclas.

Helena:
Tengo que preguntarte una cosa.

Luke:
Nunca me habían dicho eso de: «Tenemos que hablar» o
«No eres tú, soy yo».

Helena:
Te estoy hablando en serio.

Luke:
Vale, ya me callo. Dispara, profesora.

Helena:
¿Cuándo tenías pensado volver a Burlington?

Luke se queda en silencio. No escribe. Está en línea, pero


no hay nada. No dice nada. Empiezo a ponerme nerviosa.
Miro de reojo a mi madre, que sigue hablando por teléfono y
no me presta atención. Allison también habla. Allegra es la
única que está callada y sin hacer
nada más que mirarse las uñas de los pies. Intuye mi
mirada, porque levanta la cabeza y sus ojos se encuentran
con los míos. Están tan fríos que me hiela un poco por
dentro, consiguiendo bajar unos cuantos grados el calor de
mi cuerpo.
—¿Qué? —espeta. En serio, es todo dulzura.
El móvil me vibra por la llegada de un nuevo mensaje.
Tengo el corazón en la garganta, y eso que aún no le he
preguntado lo que quería preguntarle. Pero ¿y si me
contesta algo tipo: «Si puedo, hoy mismo. No veo el
momento de largarme de aquí»? Si me contesta eso, le diré
que puede marcharse hoy mismo sin problemas y ya no
tendré que hacerle la pregunta. Algo es algo.
El corazón me late muy rápido.

Luke:
¿Quieres que me vaya?

Ha tirado la pelota y la ha colado en mi tejado. Me está


dejando a mí decidir. «No empieces a comerte la cabeza ni a
pensar cosas raras, ¿me oyes? Disfruta, pelirroja. Creo que
desde que te conozco no había visto tus ojos brillar tanto».
Recuerdo las palabras de Hailey. Tiene razón.
Helena:
La boda es el sábado.

Luke:
Lo sé. Repito. ¿Quieres que me vaya?

Helena:
No. ¿Tú quieres irte?

Luke:
No.

Helena:
¿Eso quiere decir que no me voy a sentar el sábado
en la mesa de los solteros?

Luke:
Eso quiere decir que vamos a probar el baño de un
viñedo.

Helena:
¿Siempre piensas cosas sexuales?

Luke:
Normalmente. Pero, contigo, está visto que la cosa se
multiplica.

Luke:
Helena.

Helena:
Dime.
Luke:
No pienso marcharme de aquí hasta que tú me lo pidas.

Helena:
¿Y qué pasa con el entrenamiento?
Empiezas el día veinticinco, si no me equivoco.

Luke:
Tienes razón, rectifico. No pienso marcharme de aquí
hasta el veintiuno a primera hora, que lo haré contigo. Te
dije que nos aburriríamos juntos, ¿recuerdas? Además,
alguien tiene que cuidarte en el avión. He estado
informándome en Google y tengo un listado de datos
interesantes que compartir contigo.

Helena:
Qué considerado por tu parte.
Luke:
Todo sea por mi pelirroja favorita.

Helena:
Luke.

Luke:
¿Qué?

Helena:
Nunca lo he hecho en un avión.

Luke:
Joder, Helena.
CAPÍTULO 34
Aléjate de Helena

~Luke~
Dejo el móvil sobre la mesa con una sonrisa de oreja a
oreja en la cara y empalmado. También estoy frustrado. Me
hubiera encantado que me enviara esa foto. Está preciosa
cuando se sonroja y apostaría mi brazo derecho, que es el
que utilizo para lanzar el disco, a que ahora mismo lo está.
Respiro hondo e intento relajarme. También le envío
señales a mi pene para que afloje. Soy un puto pervertido,
joder. Me paso el día empalmado. Pero no es mi culpa. Es
suya. De su cuerpo, de su lengua, de su sonrisa.
«Si cuando vuelva te sabes la lección, te dejaré que
metas las manos donde quieras mientras te hago la
mamada de tu vida».
«Nunca lo he hecho en un avión».
Mierda.
Si me dice cosas así, ¿qué espera? ¿Que sea un buen
chico? Esa clase de tíos no existen. Yo no soy bueno. Soy de
los malos. De los que se acuestan con una chica y no repite.
De los que no se comprometen. De los que, a veces, se
olvidan de su nombre.
Pero del suyo sí que me acuerdo. Y quiero repetir.
Joder, si quiero.
Quiero verla sonreír. Y que sea sarcástica conmigo. Que
me tome el pelo. Quiero verla poner los ojos en blanco
cuando la exaspero. Que me coja de la mano cuando
estamos con su familia porque al hacerlo se siente segura.
Quiero protegerla. Quiero discutir con ella hasta hacerla
entender que Rachel siempre se tuvo que quedar con Joey.
Quiero volver con ella a Burlington. Quiero leerle esa lista
que me he preparado. Quiero… Joder. Quiero muchas cosas.
Suelto el bolígrafo con el que estaba escribiendo y me
llevo las manos a la cabeza. Entierro los dedos en el pelo y
suelto un suspiro. Uno que me hace sonreír. Estoy como una
cabra. Pero me gusta esta sensación. Me gusta mucho.
El mensaje del profesor Jenkins resuena en mi cabeza.
Sobre todo, el final.
«Cuento contigo, hijo. No defraudes al equipo y, sobre
todo, no te defraudes a ti mismo».
Quiero todo eso, pero también quiero aprobar francés. Por
mí, pero también por ella. Quiero demostrarle que puedo
hacerlo.
Me paso las siguientes horas estudiando. Practico más
trabalenguas y veo tantos vídeos en francés que los ojos me
lagrimean de tener la vista tan fija en la pantalla. Termino
con las reservas de folios que tenía preparadas, así que
busco más. Busco en estanterías y abro armarios y cajones.
Hasta que algo llama mi atención.
Es una carpeta marrón. Parece desgastada, pues tiene las
puntas un poco rotas, pero parece… Importante. Una parte
de mi cabeza me dice que la suelte y que la vuelva a dejar
donde estaba. La otra me anima a que la abra.
Probablemente, la parte que me describe como un mal tío.
En cuanto la abro, sé que no tendría que haberlo hecho.
Me siento en la silla y cojo la primera hoja. No tengo ni
idea de que es El Instituto de tecnología de la moda de
Nueva York, o FIT, como pone aquí, pero sé lo que es una
hoja de admisiones, y esto lo es. Y va dirigida a Helena. Y
tiene fecha de hace tres años.
Y pone «Admitida».
—¿Qué cojones…?
Dejo el papel a un lado, para leerlo con atención más
tarde, y me fijo en las demás hojas. Son bocetos. Diría que
son diseños de ropa. No entiendo una mierda, pero los
dibujos son una pasada, y hay un montón. Hay también
recortes de revistas y de periódicos. Hay uno con una foto
de Helena. Sonriente. Joder, nunca había visto esa sonrisa.
Un golpe en la puerta me sobresalta. Es el karma que viene
a decirme que me meta en mis asuntos y que no rebusque
en los de los demás. Lo meto todo dentro de la carpeta y la
guardo de nuevo en el cajón. Vuelven a golpear la puerta.
Está vez, con más fuerza.
—¡Ya va! —A la única persona que espero es a Mathilda,
pero ella no tiene tanta fuerza, y Helena no creo que sea. En
cuanto abro la puerta, me arrepiento de haberlo hecho.
Quiero seguir viendo lo que hay dentro de esa carpeta.
Quiero saber qué narices es esa hoja de admisión.
Quiero entrar en Internet y buscar esa universidad.
Lo que no quiero es tener que verle el careto a Travis
Campter.
—¿Qué tal, Lucas? ¿Molesto? —Joder. Le borraría la
sonrisa de un puñetazo.
—Siempre. —Me apoyo en el quicio de la puerta y me
cruzo de brazos. Ni de coña le voy a dejar poner un pie en
esta habitación—. Si buscas a Helena no está. Se ha ido con
tu prometida a hacer cosas para TU boda. Sabes de quién te
hablo, ¿no? Rubia, alta, ojos marrones… Ya sabes. La
hermana de tu exnovia.
Aunque sigue sonriendo, puedo ver cómo le tiembla el
ojo.
Gilipollas.
Echa un vistazo por encima de mi hombro, pero yo me
estiro cuan largo soy y doy un paso al frente, dificultándole
la tarea. Parpadea y da un paso atrás.
—¿Querías algo, Tarantino?
—Como el director. Esa es buena, me gusta.
Al que le va a empezar a temblar el ojo es a mí. Cojo la
puerta dispuesto a cerrársela en las narices, y finjo la mejor
de las sonrisas.
—Hasta la vista, Tory.
Voy a cerrar la puerta, pero no puedo. Su pie me lo
impide. Apoya la mano en la madera y hace fuerza hasta
que la vuelve a abrir.
—No venía a hablar con Helena. De hecho, venía a hablar
contigo.
Me llevo una mano al pecho y abro la boca fingiendo
sorpresa.
—¿Conmigo? Qué emoción. Déjame que adivine. ¿Se te
ha perdido alguna neurona y quieres que te ayude a
buscarla? ¿Vienes a
ponerme los dos ojos morados? Me harías un favor, así
harían juego con mi nariz. ¡No, espera! Ya lo tengo. Vienes a
que te ayude a sacarte la cabeza del culo.
Ya no sonríe. Yo tampoco.
Me golpea el pecho con la punta del dedo y a punto estoy
de rompérselo.
—Cómo vuelvas a tocarme, te juro que…
—Aléjate de Helena —dice, interrumpiéndome. Sus
palabras consiguen que me calle de golpe. Se cruza de
brazos, aunque estamos tan cerca que puedo notar la punta
de sus zapatillas en mis pies descalzos. ¿Lo mejor? Que soy
más alto que él. Es nada, medio dedo, pero lo soy. Él lo sabe
y yo también. A él le jode y a mí me encanta.
Sonrío, asegurándome de que vea bien mis dientes, y me
inclino una milésima hacia delante. Ladeo la cabeza y me
llevo una mano a la oreja.
—Desde ahí abajo no te he escuchado bien. ¿Podrías
repetírmelo?
Gruñe y da un paso atrás. Tengo que esforzarme mucho
para no reírme en su cara.
—No pienso entrar en tu juego. He venido a decirte que te
alejes de Helena. Punto.
—Y tengo que hacerlo porque me lo dices tú, ¿no?
—No le convienes.
—¿Y tú sí? —Aprieta la mandíbula. Vuelve el tic en el ojo.
Me descruzo de brazos y lo miro sin parpadear. Me cuesta,
porque, en serio, este juego a mí se me da fatal, pero la
adrenalina me recorre las
venas y es importante que este tío entienda todas y cada
una de las palabras que le digo—. La única persona que
puede decirme que me aleje de Helena es la propia Helena.
Mientras ella no me lo diga no pienso moverme de aquí. ¿Te
ha quedado claro? Te lo puedo decir en francés, mira. Va te
faire foutre.
La expresión de su cara me dice que, aunque no hable
francés, sabe que acabo de decirle que le jodan.
Da un paso atrás, y luego otro. Llega hasta la barandilla y
se coge a ella. Puedo ver cómo se le ponen los nudillos
blancos.
—Soy un hombre muy ocupado y no tengo tiempo para
cosas de críos.
—¿Cosas de críos? Me llevas dos años, chaval. A ver si te
crees Donald Trump. Y yo no soy el que va detrás de la
hermana de su prometida. Por cierto, ¿lo sabe Allegra? No
creo que le haga mucha gracia.
Gruñe un insulto, o varios, se da media vuelta y baja las
escaleras, desapareciendo así de mi vista. Cierro la puerta
de un portazo y me encierro en el baño. Me mojo la cara con
agua y también la nuca. Estoy cabreado. Tengo que
controlarme para no abrir la puerta y salir a buscarlo. Desde
el primer momento que lo vi supe que era un imbécil. Pero
¿esto? ¿Que me aleje de Helena? ¿Que no le convengo? Esto
último ya lo sé yo también, pero lo que le he dicho es
verdad. No pienso moverme de aquí a menos que ella me
pida que lo haga.
CAPÍTULO 35
«Quiero que lo tengas todo»

~Helena~
Me he tomado dos pastillas y ni aun así se me va el dolor
de cabeza. Qué día más intenso. Tres seguidos y me hago el
harakiri.
Ni siquiera tengo hambre. Solo quiero llegar a mi
habitación y dormir hasta el sábado. Hasta que todo esto
pase y pueda volver a casa.
Con Luke. Abro la puerta y una sonrisa bobalicona hace
acto de presencia cuando lo veo tumbado en la cama.
Dormido. Cierro la puerta, dejo los zapatos que me había
quitado al entrar en casa en el suelo y me acerco a la cama
con cuidado. Está tumbado con un brazo bajo la cabeza y
otro sobre el estómago. Tiene la boca ligeramente abierta y
se le escucha suspirar. Va igual vestido que esta mañana;
pecho y pies descalzos y pantalón corto vaquero. ¿No ha
salido de casa en todo el día? Echo un vistazo al escritorio y
una sonrisa aún más amplia me sale sola. La mesa está
llena de papeles, libros y libretas. Miro el ordenador, que
descansa a su lado en la cama, y veo que está viendo
Friends en francés también con subtítulos en francés.
El pecho se me hincha de orgullo. Desde luego, este Luke
no tiene nada que ver con el que yo creía.
Chelsea no mintió cuando me dijo que era buen
estudiante. Entre muchas otras cosas que he ido
descubriendo estos días.
Bajo la tapa del ordenador, lo quito de la cama y ocupo yo
su lugar. Me acurruco junto al cuerpo caliente de Luke. Mi
contacto lo espabila, aunque no lo despierta.
—¿Helena? —murmura.
Le paso un brazo por la cintura y apoyo la cabeza en su
pecho.
—Sí. Ya veo que has estudiado mucho.
—Dime un trabalenguas y te lo digo de carrerilla. —Sonrío
y le doy un beso a la altura del corazón. Él me da otro en el
pelo—. Habéis tardado mucho.
—Y que lo digas. Creía que no íbamos a terminar nunca.
Ríe y su risa me hace cosquillas en la cara.
—¿No has salido de casa?
—He tenido un día movido. —Me parece notar que se
tensa. Levanto la cabeza para mirarlo. Tiene los ojos
abiertos y me está mirando, aunque sonríe. Me derrito un
poquito por dentro.
O un mucho.
—¿Estás bien?
—Ahora sí. —Me da un beso en los labios mientras le
acaricio la mejilla con el dedo. Empieza a pinchar.
Lo que comienza como un simple beso va cogiendo más
fuerza conforme pasan los segundos. No sé si es él el que le
da ritmo al asunto o si soy yo. Solo sé que, de repente,
estoy sentada sobre sus caderas y que la camiseta me ha
desaparecido.
Luke deja de besarme y me mira. Lo hace diferente a
otras veces. Lo hace como si lo estuviera haciendo por
primera vez. Como si me estuviera estudiando. Me pone
nerviosa, pero también me gusta, porque me hace sentir
diferente. Distinta.
Lleva la palma abierta hasta mi pecho y la deja ahí, a la
altura del corazón. No es un acto sexual, es íntimo. Con la
otra mano me acaricia la cara y el cuello. Cierro los ojos y
dejo que me toque. Desliza las manos hasta mi espalda y
me la masajea. No se acerca a mi trasero en ningún
momento, aunque lo roza por encima. Quiero gritarle que
quiero más, que lo quiero todo, pero las palabras no me
salen. Estoy muda. Y poderosa. No tengo ni idea de por qué,
pero me siento poderosa.
Noto sus labios sobre la base del cuello, también en la
garganta. Lleno los pulmones de aire. Tengo miedo de haber
olvidado también cómo se respira.
—Luke… —Ni siquiera sé cómo he podido decir su
nombre. Cómo he conseguido hablar.
Me recompensa con un beso en los labios que me bebo.
Que me sabe a poco cuando se aparta para volver al resto
de mi piel. Las ganas crecen cada vez más. Queman. Yo ya
no puedo. Lo necesito.
Pica.
Abro los ojos, lo cojo de la cara y aparto sus labios de mi
hombro para besarlo. Le meto la lengua en la boca y busco
la suya. La encuentro y me recreo en ella. Bailamos.
Gemimos. Aprieto las caderas contra las suyas y me
desmayo. Sonreímos al mirarnos a la cara y nos hablamos.
De las ganas que nos tenemos. De que nos hemos echado
de menos, aunque suene absurdo. De que todo es más.
Me deslizo por su cuerpo hasta acabar en sus pies. Le
desabrocho el botón de los vaqueros y se los quito. Sonrío al
ver que no lleva calzoncillos.
—Helena… —Debería ser ilegal que alguien pronunciara
mi nombre como lo hace él. Hasta soy capaz de correrme.
Le beso el estómago, la ingle. Le paso la lengua por
alrededor del ombligo y, por fin, me meto su erección en la
boca. Noto sus manos en mi cabeza a la vez que siento sus
caderas empujando. Me enciendo. Estoy a punto de
quemarme. Quiero mirarlo a los ojos, pero estoy tan fuera
de mí, tan concentrada en él, que me es imposible hacer
dos cosas a la vez. Lamo, chupo y beso hasta que no puedo
más. Hasta que lo oído suspirar. Reclamar.
Suplicar.
—Joder, Helena… Por favor.
Intenta detenerme, pero está loco si cree que voy a parar.
Le clavo los dedos en la piel y me vuelto a meter la erección
en la boca. Hasta el fondo. Hasta que la punta me toca la
base de la garganta.
—Helena, voy a correrme… —Bien.
Y lo hace. Justo unos segundos después, Luke se corre a
lo bestia.
Gime, gruñe, jadea y yo lo hago con él. Esta vez, cuando
me coge de las axilas, no lo detengo. Tampoco cuando me
besa y me folla con la lengua. Me tumba en la cama y por
poco no me arranca las mallas y las bragas. Ahora es él
quien se desliza por mi cuerpo. Quien me
abre las piernas y quien se las sube hasta apoyarlas en sus
hombros. Quien se relame y quien se inclina hasta tocarme
el clítoris con la punta de la lengua.
Ahora soy yo la que cierra los ojos y se agarra a las
sábanas. La que se muerde el labio hasta hacerse sangre
para no gritar demasiado. Su lengua se mueve en compañía
de sus dedos. Lo hace hasta que me corro. Hasta que dejo
de temblar. Hasta que se da por satisfecho y se asegura de
que yo lo estoy.
Suspiro y me tapo la cara con las manos. No porque me
avergüence, sino porque no puedo más.
Ha sido el mejor orgasmo de mi vida, y eso que llevo unas
cuantas horas teniendo orgasmos que son la hostia.
—¿Estás bien? —me pregunta, preocupado. Me quito las
manos de la cara y lo miro. Tiene el ceño fruncido. Le
acaricio el entrecejo y sonrío.
—¿Bromeas? Estoy mejor que bien. ¿No me has oído
correrme?
—¿Seguro?
¿Por qué me pregunta eso? Le acaricio la mejilla y
asiento.
—Seguro.
—¿Eres feliz, Helena? —¿Qué?
Me incorporo hasta quedar apoyada en los antebrazos. Él
no se aparta. Ni deja de mirarme. Lo hace de forma
penetrante. Como si hubiera algo por ahí que no se
atreviera a preguntarme.
—¿Ha pasado algo? ¿Estás bien? —Me siento de golpe—.
¿Le ha pasado algo a Brad?
La piel se me pone de gallina. Solo se me ocurre que esté
así por él. Sé que hablaron el otro día y que algo ha pasado,
aunque no sé el qué. No me lo quiso contar y yo tampoco
insistí. Pensar que le pueda haber pasar algo me parte en
dos.
Luke niega con la cabeza y me acaricia el pelo.
—Quiero que lo tengas todo, Helena. Todo lo que te haga
feliz, ¿me oyes? —No estoy entendiendo nada y estoy
empezando a ponerme un poco nerviosa. Apoya su frente
en la mía y cierra los ojos—. No dejes que nadie te diga que
no puedes hacer nada. Nadie. Ni siquiera tú misma. La vida
es muy corta para dejarla pasar y para no hacer las cosas
que queremos. Las que nos hacen sonreír. Las que nos
gustan. No te conformes, ¿me oyes? No permitas que nadie,
absolutamente nadie, te diga que eres incapaz o que no
vales.
En serio, no estoy entendiendo una mierda. Un nudo del
tamaño de una bola de billar me obstaculiza la garganta.
Abro la boca dispuesta a hablar, a decir cualquier cosa, pero
no me sale nada. Tampoco es que Luke me deje. Junta sus
labios con los míos y me besa hasta que la angustia se me
pasa. Hasta que siento cómo los pulmones se me vuelven a
llenar de aire.
Nos quedamos tumbados un rato en la cama. En silencio.
Con mi cabeza apoyada en su pecho y sus dedos
acariciándome la espalda y el lóbulo de la oreja. Sería capaz
de gemir de puro placer. Ha puesto música, por lo que Tell
me you love me, de Demi Lovato, es lo único que se
escucha en la habitación.
Una canción muy apropiada…
El día ha sido agotador y los párpados me pesan. No
quiero dormirme, pero termino haciéndolo. Me parece sentir
cómo Luke se levanta de la cama porque, de repente, siento
frío, pero estoy tan cansada que soy incapaz de abrir los
ojos.
CAPÍTULO 36
La llamada

~Luke~
Cierro la puerta a mi espalda con cuidado de no hacer
ruido, pues no quiero despertar a Helena, y me siento en
una de las butacas. Marco y espero a que me coja el
teléfono. Ni siquiera sé qué hora es allí. Solo sé que necesito
hablar con Hailey.
—Dime que esta vez me llamas porque quieres que te
ayude a ocultar un cadáver. —La voz adormilada de Hailey,
en otro momento, me haría sonreír.
Me paso la mano por la barbilla y me recuesto en la silla.
—Hola, Hails.
—¿Luke?
—El mismo. ¿Te he despertado?
—¿Tú qué crees? ¡Son las cinco de la mañana!
Vale, nos llevamos ocho horas con Londres. Dato
importante que tengo que anotar.
—¿Lo siento?
—Mentiroso. —Escucho murmullos. Es Hailey hablando
con alguien. Supongo que con Shawn. No tardo en escuchar
una puerta abriéndose para después cerrarse—. Espero que
sea algo de vida o muerte. Entre tu novia y tú me tenéis
frita.
—No es mi novia. —Siento un picor en el pecho al decirlo,
pero del malo. Del que te sale cuando dices o haces algo
que no te gusta. Que no quieres.
Sacudo la cabeza y cierro los ojos. No es momento para
pensar en eso ni en por qué he dicho eso.
—Vale. ¿Me has llamado para que sicoanalicemos vuestra
relación? Porque déjame decirte que voy a muerte con la
pelirroja y que, si le haces daño, te va a faltar Estados
Unidos para correr.
—¿Tú sabías que Helena quería estudiar moda? —Directo
al grano. No quiero andarme por las ramas. Necesito
despejar incógnitas.
Hailey se queda callada y eso no me gusta.
—¿Hails?
—¿Te lo ha dicho ella?
—No, exactamente.
—Define, exactamente.
—Eso es un sí.
—A mí no intentes marearme, Fanning. Define ese
exactamente.
Empiezo a arrepentirme de haber llamado a Hailey.
Tendría que haber llamado a Chelsea. Es la más dulce de las
dos. Y la comprensiva. Vale que no es tan amiga de Helena
como Hailey, pero son bastante íntimas, y estoy seguro de
que se cuentan secretos. Además, con las gemelas Wallace
aprendí desde el principio que, lo que sabe una, lo sabe la
otra. Aunque también aprendí que son leales hasta la
médula. Así que, si este es un secreto de Helena y esta no
se lo ha contado a Chelsea, a Hailey tampoco.
—Luke…
Cojo aire y lo suelto poco a poco mientras empiezo a
hablar más rápido de lo que he hablado en mi vida.
—Encontré una carpeta en su escritorio. Dentro iba la
carta de admisión para FIT, una escuela de moda de Nueva
York. La investigué en Google y, por lo visto, es de las
mejores escuelas del país, y habían admitido a Helena.
También había una montaña de artículos de ella de joven en
concursos y desfiles de moda infantiles. Es una diseñadora
de la hostia. No es que lo que diga yo, lo dicen ellos. O era,
no lo sé. Porque ya no diseña, ¿verdad? No, claro que no lo
hace. Pero la admitieron y ella los rechazó. Y antes de que
me preguntes que como lo sé, te diré que, junto a la
carpeta, había una libreta que resultó ser una especie de
diario. Empecé a leer y hubo una entrevista. A su madre. Le
preguntaron por el talento de su hija y ella se rio. ¡Se rio!
Dijo que a su hija siempre le había gustado cortar y pegar,
pero que nunca llegaría a nada en el mundo de la moda.
¿Qué madre dice eso de su propia hija? Sabía que era mala,
pero ¿esto? —Me callo, porque me he quedado sin aire y
también porque pensar en Samantha Baker me hace
rechinar los dientes.
Cojo aire y lo expulso. Cuando lo hago por quinta vez,
empiezo a ponerme nervioso.
Que Hailey Wallace no diga nada es malo de narices.
—¿Hails?
—QUE HAS HECHO, ¡¿QUÉ?! —Tengo que apartarme el
teléfono de la oreja para no quedarme sordo. Echo un
vistazo rápido a la habitación para asegurarme de que
Helena sigue dormida. No me extrañaría que se hubiese
despertado. Por suerte, sigue en la misma posición.
—Escúchame…
—¡No, escúchame tú a mí! —sigue gritando, así que ni de
coña puedo ponerme el teléfono en la oreja—. ¡¿Cómo
cojones se te ocurre cotillear entre sus cosas?!
—No estaba cotilleando. Buscaba unos folios y me topé
con esa carpeta. No sabía lo que era hasta que la abrí. Sí,
vale, no tendría que haber seguido mirando. Y lo del diario
estuvo mal…
—¿Sí? No me digas… —Hailey es única siendo irónica.
Suspiro.
—Pero lo importante aquí es que Helena no está haciendo
lo que le gusta. Renunció a sus sueños, joder. ¿No te das
cuenta?
—Estás muy equivocado, Luke. Lo importante aquí es que
has invadido su intimidad y te has apropiado de una
información que no te concierne.
—¿No te cabrea lo de su madre? ¿No te cabrea que
renunciara a sus sueños?
—¡Pues claro que me cabrea! Pero eso no te da derecho a
hacer lo que has hecho.
Me levanto, me siento, y me vuelvo a levantar.
Necesito un vaso de agua. Tengo la garganta seca. O
vodka.
—Lo sé, ¿vale? Lo sé, joder. Pero… pero… —No sé ni por
dónde empezar. O por dónde continuar. Estoy tan rabioso y
perdido ahora mismo que estoy a punto de cortocircuitar.
—Luke, escúchame. Tienes que hablar con Helena.
—Se va a enfadar conmigo.
—Lo sé, pero tienes que hacerlo. Se enterará de lo que
has hecho por otros y será peor. —Me pinzo el puente de la
nariz y me muerdo el interior de la mejilla. Escucho a Hailey
suspirar—. ¿Qué más has hecho?
—Nada.
—Luke… —gruñe. Voy hasta la barandilla de la terraza y
me apoyo.
—He buscado el email que envió a la escuela en su
momento con todo su trabajo para la solicitud y lo he
reenviado.
—Me cago en la puta. —Agacho la cabeza y la escondo
entre los brazos. Cuando lo he hecho, me ha parecido una
buenísima idea. Y me lo sigue pareciendo. Pero, ahora,
dicho así en voz alta…
—Parezco un puto psicópata.
—Pareces un tío que se ha enamorado. No lo justifico,
¿vale? Joder, si te tuviera ahora delante te ahogaría en la
playa de Santa Mónica, pero lo puedo llegar a entender.
Mierda, Fanning.
Eso digo yo. Mierda.
Me quedo en silencio porque no sé qué decir. Siento el
corazón en la garganta y creo que estoy a punto de vomitar.
¿Lo he hecho porque estoy enamorado de Helena? ¿Puede
alguien enamorarse en apenas
una semana? No tengo ni puta idea porque no lo he hecho
nunca. A las personas que más quiero en el mundo es a mis
padres. Y a Brad. ¿Y a Helena?
Cierro los ojos y pienso en ella. No es difícil hacerlo
porque es en lo único en lo que llevo pensando desde hace
días. Y lo sé, joder. Sé, en cuanto recuerdo su cara subida a
la scooter o los pucheros que hacía cuando se quemó
estudiando en su piscina, que me he enamorado de ella. Y
no me asusta. No quiero salir corriendo. Bueno, sí, pero en
su dirección. Quiero protegerla. Y cuidarla. Y hacerle rabiar.
Y gritarle lo que vale. Y gritárselo a su familia. sobre todo, a
su familia.
Aprieto los puños y sacudo la cabeza.
—¿Sabías quién era su madre?
—Sí.
—¿Sabías cómo la tratan?
—Luke…
—¿Lo sabías, Hails?
—Siempre he sabido que no tenían buena relación porque
Helena nunca habla de su familia. O no mucho.
—No me extraña.
—Luke, el problema que tiene Helena con su madre y sus
hermanas es algo que tiene que aprender ella a solucionar.
—Pero no sabe. Aquí no es ella. Es insegura, Hailey.
Cuando Helena está en Los Ángeles, se vuelve tan pequeña
que desaparece.
—Gracias por tener ese concepto de mí. Habría sido un
detalle haber compartido esa información conmigo. —El
corazón se me para, el tiempo se congela y todo me da
vueltas. Aprieto el teléfono con tanta fuerza que temo
romperlo.
No, por favor.
Joder. Joder. Joder.
No quiero darme la vuelta. No quiero ver su cara. Siento
su respiración en la coronilla. Sus ojos taladrándome la
nuca.
Me doy la vuelta y la veo. Helena está ahí, con la puerta
que separa la terraza de la habitación en la mano.
Mirándome. Con los ojos lleno de dolor. De decepción. Los
cierra un segundo. Cuando los vuelve a abrir, la veo. La
primera lágrima cayéndole por la mejilla.
La veo y lo sé. Estoy enamorado de ella.
Y también sé que la he cagado.
—Helena… —balbuceo. La voz no me sale. Siento la
garganta pastosa, como si tuviera en ella una pelota del
tamaño de Kansas.
—¿Está ahí? Oh, joder. —Hailey habla, pero no la escucho.
Solo puedo mirarla a ella.
Avanzo un paso, pero ella retrocede dos. Duele. Me llevo
una mano al pecho y la cierro en un puño. No tenía ni idea
de que iba a doler tanto.
—Luke, escúchame —comienza a decir Hailey, pero no le
presto atención. Quiero colgarle, pero tampoco puedo.
Parezco idiota—. No digas nada y pásamela. Luke, ¿me
estás escuchando? Pásame a Helena. ¡¡Luke!!
Su grito, llamándome, me hace reaccionar. Cuelgo la
llamada y suelto el teléfono. No tengo ni idea de si ha caído
al suelo, sobre la hamaca o si lo he lanzado por encima de
la barandilla. Solo sé que necesito llegar hasta ella.
Tiene que escucharme.
Helena intuye mis intenciones, porque comienza a negar
con la cabeza y a andar hacia atrás. Por sus mejillas ya no
rueda solo una lágrima. Hay tantas que es imposible
contarlas todas. Dejo de andar y levanto las manos.
—No me acerco, ¿vale? Pero tienes que escucharme.
—No —niega con la cabeza y se tapa la boca con la mano.
Está temblando—. Márchate.
¿Qué?
La miro sin comprender. Entonces, ella mira la puerta y
luego otra vez a mí.
—Me dijiste que no te marcharías de aquí hasta que yo te
lo pidiera. Pues ahora te lo estoy pidiendo. Márchate.
No puede estar hablando en serio.
—Helena, no sé qué has escuchado, pero no es lo que
crees. Tienes que hablar conmigo.
—Me has llamado insegura. Me has dicho que aquí soy
tan pequeña que desaparezco. ¿Me lo he inventado?
Niego con la cabeza.
—No. Pero necesito que me escuches, ¿vale? Necesito…
—Olvídame.
Se da media vuelta tan rápido que no me da tiempo a
reaccionar. Cuando quiero parpadear, la puerta de la
habitación está abierta y ella
ha desaparecido. Podría correr tras ella. Detenerla en las
escaleras y suplicarle hasta que me escuche, pero no lo
hago. No porque no quiera suplicar. Eso pienso hacerlo. En
cuanto me dé la oportunidad, suplicaré. No lo hago porque,
a pesar de cómo ha terminado la noche, de cómo se ha ido
todo a la mierda. Lo que he dicho no es mentira. Helena se
hace tan pequeña entre estas cuatro paredes que llega a
desaparecer.
Ojalá me hubiese dejado explicarme.
Ojalá me hubiese dejado decirle que la quiero.
CAPÍTULO 37
Mi padre

~Helena~
Con este que llevo en la mano es el quinto café del día, y
eso que solo son las once de la mañana. Pero llevo
demasiadas horas despierta.
«Es insegura, Hailey. Cuando Helena está en Los Ángeles,
se vuelve tan pequeña que desaparece».
No he dejado de pensar en las palabras de Luke y, cada
vez que lo hago, vuelvo a llorar, lo que se resume en que no
he hecho otra cosa en las últimas horas. Me duele tanto la
cabeza que solo quiero que alguien me la arranque o que
me haga una lobotomía.
El móvil vuelve a sonar. No hace falta que mire porque sé
que es Hailey. Lleva llamando toda la noche y todo el día.
No estoy enfadada con ella. O sí. ¡Yo qué sé! Pero no quiero
hablar con ella. No quiero hacerlo con nadie.
La puerta que tengo delante se abre por fin y comienza a
salir gente. Me pongo las gafas de sol, la gorra, y me
levanto. Me acerco lo máximo que puedo, camuflándome
entre la gente, pero también a la vista. Y, entonces, lo veo.
A mi padre. Ya no queda nada de su pelo negro como el
carbón en esa cabeza suya tan poblada. Ahora es completa
mente blanco, a juego con la barba. Aunque ahí sí que hay
alguna mecha negra. Como yo, lleva gafas de sol, lo que,
sumado a los vaqueros desgastados y a la camisa abierta
que lleva, le da ese toque juvenil que contrasta tanto con el
serio y remilgado de mi madre. Eso, y que a él sí que se le
notan las arrugas de la frente. A pesar de los años que han
pasado, todavía me pregunto qué pudo ver él en ella. Son
completamente opuestos.
Se ha hecho a un lado y mira a todas partes, supongo que
buscándome a mí. Lleva una mochila a la espalda como
única maleta y una percha en la mano en la que supongo
guardará el esmoquin para la boda. Eso me hace pensar
otra vez en Luke. En que la alegría porque fuera a estar
conmigo en esa boda me ha durado menos de veinticuatro
horas.
«Es insegura, Hailey. Cuando Helena está en Los Ángeles,
se vuelve tan pequeña que desaparece».
Cojo aire, lo suelto de golpe y sacudo la cabeza. No puedo
seguir llorando. Me pican tanto los ojos que, entre eso y las
gafas de sol en pleno aeropuerto, no veo nada.
Me abro paso entre la gente y me lanzo a su cuello sin
pensármelo. Sé que lo he pillado por sorpresa porque,
además de trastabillar hacia atrás hasta casi caerse, estaba
mirando hacia el otro lado, pero he sentido la necesidad de
hacerlo. De cobijarme entre los brazos de la única persona
de este mundo con la que me encuentro segura.
—¿Helena? —murmura, inseguro.
—Hola, papá.
Escucho su suspiro. También siento sus brazos
rodeándome. Apretándome fuerte.
—¿Cómo está mi princesa?
A tomar por saco el autocontrol. Me pongo a llorar como
si estuviera dándome un ataque. Las lágrimas que he
derramado hasta ahora son una mera anécdota comparadas
con las que salen ahora. Oigo a mi padre, pero no lo
escucho. No entiendo ni una de las palabras que dice. Es
como si estuviera hablando en otro idioma. Tengo los oídos
tan taponados por culpa de mis lágrimas que solo escucho
mis sollozos y mis gemidos.
Mi padre me arrastra por el aeropuerto hacia alguna
parte. En serio, no veo nada. Las gafas se me han
empañado y solo quiero sonarme los mocos.
Abre puertas, cierra otras. La luz del sol me ciega y, por
fin, noto algo rozándome la parte trasera de las rodillas.
—Siéntate, cariño. —Vaya, eso sí que lo he escuchado.
Hago lo que me dice. Me suelta los hombros y yo estoy a
punto de suplicarle que no lo haga, cuando lo escucho pedir
una botella de agua y una manzanilla. ¿Estamos en una
cafetería? Comienza a acariciarme el pelo, pero no habla.
No sé si porque está esperando a que nos traigan el pedido
o porque está esperando a que me tranquilice. A lo mejor,
es una combinación de ambas.
Me llevo una mano al pecho y comienzo a respirar. Inspiro
durante cuatro segundos, retengo la respiración durante
siete y exhalo durante ocho. Hailey y yo fuimos una vez a
una clase de yoga. Nos entré lo
risa tonta durante uno de los ejercicios y, al terminar, nos
pidieron que no volviéramos por allí. Aun así, se me quedó
la técnica de «respiración relajante» y la utilizo a veces.
Como ahora.
La hago unas cuantas veces más, hasta que siento que el
corazón comienza a latirme a un ritmo más normal. Uno con
el que siento que no está a punto de darme un infarto. Me
quito las gafas de sol y, por fin, miro a mi padre. La cara que
pone cuando mira mis ojos no me gusta nada.
—Oh, pequeña…
Sacudo la cabeza y me muerdo el labio.
—No digas nada.
—¿Cómo no voy a hacerlo? Estás hecha mierda. —Me rio
por lo bajo, sin ganas, y me tapo la boca con la mano.
—No quería que me vieras así.
—Pues a mí me alegra haberlo hecho. Anda, ven aquí. —
El agua y la manzanilla llegan justo cuando mi padre me
abre los brazos para que me acurruque en ellos. Ni siquiera
lo dudo. Apoyo la cabeza en su pecho, bajo su barbilla, y me
coloco hecha un ovillo, como cuando era pequeña y él era el
encargado de curarme cuando me caía.
No tenía ni idea de cuánto lo echaba de menos.
—¿Quieres que hablemos?
—No.
—Vale.
Me hace beber un trago de agua y vuelve a abrazarme.
Los segundos pasan y se acaban convirtiendo en minutos. A
mi madre sí que va
a darle un infarto. Se supone que recogía a mi padre y
volvíamos derechitos a casa. Hoy toca ensayo de la boda en
el viñedo. Me da a mí que vamos a llegar un pelín tarde.
Un móvil suena y los dos soltamos un suspiro, pero
ninguno hace el amago de cogerlo.
Lo dicho. Hoy a Samantha Baker la ingresan en el
hospital.
El hecho de pensar eso me hace soltar una risita. Es
minúscula, pero ahí está. Me hace sentir que soy una
persona horrible, pero también me da sosiego. No el hecho
de que a mi madre le dé un infarto. No la odio tanto como
para querer que se muera. A pesar de todo, es mi madre.
Pero sí para sentirme compensada por provocar algo en ella
que no sea solo rechazo.
Es cruel. Y patético.
Yo soy patética.
Aparto la cabeza del pecho de mi padre y me obligo a
mirarlo a los ojos. No podemos quedarnos así eternamente.
Además, hay una pregunta que me quema la punta de la
lengua y que como no la suelte no sé qué va a pasar.
—¿Tú me calificarías como insegura, papá?
Arruga el entrecejo y también los labios. Abre la boca y la
cierra. Sus labios no dicen nada, pero sus ojos sí. Quien dijo
eso de que una mirada vale más que mil palabras, no se
equivocaba.
Alargo la mano y cojo la manzanilla. Supongo que es para
mí y, si no lo es, que se pida otra. La remuevo y le doy un
trago. Ya está fría, y yo quiero algo caliente. Algo que me
queme la garganta.
—Princesa.
—No pasa nada, estoy bien.
—Mírame. —Me coloca una mano bajo la barbilla y me
gira la cara. Busca la mano con la que sujeto la taza y me
obliga a soltarla. Me la aprieta.
—¿Quién te ha dicho que eres insegura?
—Nadie. Es una apreciación mía.
—¿Ha sido Luke? —Lo miro extrañado. Que yo sepa, no le
he hablado de él. ¿O sí que lo he hecho? Sonríe—. Tu madre
me llamó para preguntarme o, más bien, gritarme, qué
sabía de Luke, tu novio. Me sorprendió bastante porque no
sabía que lo tuvieras, aunque disimulé muy bien y fingí
conocerlo a la perfección. Eso la crispó a ella y a mí me dio
paz.
Me hace sentir un pelín mejor no ser la única que se
siente bien por sacar a mi madre de quicio. No soy la única
Cortés con mal corazón.
Suelto sus manos y cojo la taza para darle otro sorbo. En
cuanto la vuelvo a dejar en la mesa, se lo cuento todo. Mi
«amistad» con Luke, las clases de francés, su aparición en
el aeropuerto, su «soy su novio» al llegar Travis. Aquí tengo
que decir que mi padre arruga la nariz y se traga un insulto.
Él tampoco es fan de Campter, pero no dice nada. Tampoco
cuando le cuento lo de la bola de tenis rebotando en la nariz
de Luke. Mi padre se calla y solo asiente a todo lo que le
digo. Y me sonríe. Muchísimo. Y me mira con ternura, y
también con lástima. Me aprieta las manos y suelta varios
suspiros. Cuando termino, me da un abrazo y me limpia una
lágrima que ni siquiera me había dado cuenta de que
estaba ahí. Supongo que mi cuerpo ya se ha acostumbrado
a ellas.
Qué desastre.
—Me siento fatal —me dice. Sacude la cabeza y vuelve a
darme un abrazo—. Todo esto es culpa mía, princesa. Todo.
—Tú no tienes la culpa de nada, papá. ¿Qué dices? —Me
frota la espalda antes de apartarse. Hay culpabilidad en sus
ojos.
No entiendo nada.
—Tendría que haberte llevado a España conmigo cuando
me marché. —Se pasa una mano por el pelo, nervioso.
—¿Por qué dices eso?
Le da un trago a la botella de agua y se recuesta en la
silla.
—Me marché porque mis padres se pusieron enfermos,
eso es cierto, pero también lo hice porque no podía estar ni
un minuto más cerca de tu madre. —Ríe sin ganas. Ahora es
mi momento de estar callada—. Cuando la conocí… Era la
mujer más bonita del mundo. Me quedé prendado. Suena a
tópico, pero te juro que fue así. Nos casamos a los pocos
meses. Estaba tan enamorado de ella que habría hecho
cualquier cosa que me pidiera. De ella y de tus hermanas.
Te juro que, cuando las conocí, no eran como son ahora.
—Déjame que lo dude…
Se vuelve a pasar los dedos por el pelo y se acaricia la
barba.
—Me casé enamorado de tu madre, Helena, aunque con
el tiempo me di cuenta de que ella no lo estaba de mí, pero
no podía irme. No quería dejar a tus hermanas solas. Las
quería como si fueran mis hijas, y tampoco quería dejarte a
ti. Te quise tanto cuando naciste… Te quiero tanto ahora…
—Ya lo sé, papá.
—Pero decirlo no es suficiente. En la vida hay que
demostrarlo, y yo no supe hacerlo contigo. Eres insegura,
princesa, pero no eres la única. Tu madre tiene un carácter
fuerte, imponente. Es una mujer tan segura de sí misma que
hace pequeños a los que estamos a su alrededor. Tus
hermanas no tienen personalidad. Se amoldan a lo que ella
quiere porque así es más fácil. No piensan, actúan según lo
que les dicen y ya está, pero tú no eres así. Tú también eres
fuerte y valiente. Sabes lo que quieres y luchas por ello.
—Eso no es verdad. —Cojo aire—. Yo quise estudiar moda.
Quería ser diseñadora, como mamá. Era mi sueño. Me
admitieron en FIT, en Nueva York, pero no fui porque tuve
miedo.
—No, cielo. No fuiste porque eres mejor persona que ella
y, aunque sabes cómo te trata, aunque te duele, la respetas
por ser quién es, y eso es de admirar, aunque no sea justo.
Y valiente, porque no todo el mundo sabe hacerlo. No
deberíamos querer a las personas por el ADN que tengan. Ni
por si lo comparten o no con nosotros. Deberíamos
quererlas por cómo nos hacen sentir.
Pienso en las palabras de mi padre. En todo lo que me
está diciendo. Lo entiendo, pero, a la vez, no lo hago.
Retrocedo en el tiempo. En concreto, a esa entrevista que
tanto me marcó. Venía una cadena de televisión, que ahora
no recuerdo cuál era, a hacerle una entrevista a mi madre.
Por lo visto, estaba en la lista de mujeres emprendedoras de
ese año. Querían ver cómo era su día a día. Nos grabaron
desayunando, paseando por el jardín. Nos hicieron
fotos a todas juntas y también por separado. En un
momento de la tarde, salí de mi habitación, donde mi madre
me había pedido que me quedara. Como si esta casa no
fuera lo suficientemente grande para no tener que vernos
las caras. Además de mi habitación, hay otro sitio de este
lugar que me encanta; la biblioteca. Mi padre la mandó
construir cuando se casaron. Es como Bella, de la Bella y la
Bestia, pero en hombre. A mí no me gustan tanto los libros
como a él, pero sí que me gustaba estar allí. El olor a libro
nuevo. Las estanterías repletas de libros. El silencio.
Salvo mi padre, nadie pisaba ese lugar. Excepto ese día.
Por lo visto, mi madre había decidido llevar a la
presentadora allí. Tendría que haberlo imaginado. Las
apariencias para Samantha Baker siempre han sido lo
primero, y queda mejor hacer una entrevista rodeada de
libros que en la hamaca de la piscina.
No escuché las voces hasta que estuve casi en la puerta.
Esta estaba entreabierta y se escuchaban las risas de mi
madre recorrer el pasillo. Iba a darme la vuelta cuando oí mi
nombre. Fue la entrevistadora quién me nombró.
—Tengo entendido que una de tus hijas va a seguir tus
pasos en el mundo de la moda. Si no me equivoco, la
pequeña Helena Cortés tiene mucho talento.
Sonreí. ¿Quién no lo hubiera hecho? Acababan de decir
que tenía talento.
Me quedé quieta y esperé la respuesta de mi madre. El
corazón me latía rápido. Dios, lo sentía en la garganta. Mi
madre lo sabía. Sabía
que adoraba dibujar. Diseñar. Me había pillado infinidad
de veces en su taller de casa con retales que ya no servían
haciéndole vestidos a mis muñecas o, incluso, diseñándome
algo para mí. Hay niños que nacen con un pan bajo el brazo.
Yo lo hice con hilo, lápiz, goma y una máquina de coser.
Me quedé quieta y esperé la respuesta de mi madre.
Y llegó. Lo hizo en forma de carcajada. En una que me
dejó sorda.
Escuché hasta el chasquido de su lengua contra el
paladar.
Sentí sus ojos, fríos, sobre los míos.
—¿Helena? No lo creo. Mira, entre tú y yo y que esto no
salga de aquí. Tiene diecisiete años, ya sabes la
adolescencia lo dura que es y lo influenciables que son los
jóvenes a esa edad. A la pobre le encantaría parecerse a mí.
¿A qué niña no le gustaría parecerse a su madre? Por eso
siempre la dejo ir detrás de mí y que se cuele en mis
talleres o mis desfiles. Le hago creer que lo que diseña está
bien porque soy su madre y no puedo romperle el corazón,
pero siempre me toca ir detrás arreglándolo todo. Llevo
años cubriéndola, protegiéndola, para que no se entere.
¿Estudiar diseño de moda? Espero que no. No por mí, por
ella. No me gustaría que nadie le hiciera daño a mi
pequeña.
No sé qué más dijo la entrevistadora, o si mi madre
añadió algo más al discurso, pues salí corriendo, volví a mi
habitación y me metí en la cama. Lloré tanto que la noche
se confundió con la mañana. Al día siguiente, envié el email
rechazando la plaza.
No me iba a Nueva York.
Parpadeo y regreso al presente. A mi padre. Tiene los
codos apoyados en las rodillas y se está sujetando la cabeza
con las manos.
«Es insegura, Hailey. Cuando Helena está en Los Ángeles,
se vuelve tan pequeña que desaparece».
Creo que sé lo que Luke quería decir, y también sé que
tiene razón. Por eso me dolieron tanto sus palabras. Porque
las mentiras hacen daño, pero las verdades escuecen.
Me he pasado la vida intentando gustarle a mi madre.
Girando la cara cuando mis hermanas disfrazaban las burlas
con sonrisas. He fingido que su rechazo no me duele. Que
no me siento una marioneta cuando estoy con ellas.
Rechacé la plaza por cobardía. Porque, como ha dicho Luke,
me sentí tan pequeña que desaparecí.
Yo no creo que lo que hice fuera valiente, como ha dicho
mi padre. Creo que fue cobarde. Pero puedo entender lo que
quiere decir. A Samantha Baker siempre se le admira, nunca
se le iguala.
Mi padre se sobresalta cuando le toco el brazo. Ya no lleva
las gafas de sol puestas, y tampoco veo borroso por culpa
de las lágrimas, por lo que puedo verlo bien. Me fijo en que
tiene arrugas alrededor de los ojos y que estos están tristes,
pesados.
De repente, parece que haya envejecido diez años de
golpe.
—Eh, papá. —Le doy un apretón cariñoso—. Entiendo lo
que quieres decir, ¿vale? Y entiendo por qué te marchaste.
Se lleva mi mano a los labios y me da un beso en los
nudillos.
Siento felicidad, ganas de llorar, cariño, añoranza,
resentimiento…
—Quiero que entiendas que no te llevé conmigo, no
porque no te quisiera, sino porque no podía. Además de
tener que cuidar a dos
personas mayores, y esa no era vida para una niña, estaba
perdido. Debía aprender a recuperar esa seguridad que
había perdido. Creí que, dejándote aquí, en tu ambiente, en
tu entorno, te estaba haciendo un favor. Me centré tanto en
mí que me olvidé de ti por completo.
—No te voy a mentir. Creo que siempre he estado
resentida contigo porque no volvieras a por mí. —Hace una
mueca, pero no dice nada. Ni se justifica—. Pero entiendo lo
que quieres decir, te lo juro. Además, en cierto modo,
debería darte las gracias. Creo que el quedarme aquí me
hizo más fuerte. Aunque me dolía cómo me trataban, y me
duele, sus comportamientos me hicieron tener el valor
suficiente para coger un avión y marcharme. Si tú te
hubieras quedado, creo que nunca lo hubiera hecho, porque
me habría terminado apoyando en ti. Y si me hubiera ido a
España contigo, jamás habría ido a Burlington.
—¿Eres feliz allí, princesa?
—Muchísimo. —No titubeo al decirlo, y él se da cuenta.
La primera sonrisa de la mañana ilumina el rostro de mi
padre. Me doy cuenta de que yo también estoy sonriendo.
—Y ese Luke, ¿te hace feliz?
—Es complicado.
—¿Por qué?
—Porque parece que todo en mi vida lo es y porque soy
dada al dramatismo.
—Me da que eso último es de familia.
—No lo dudo.
Creo que no era consciente de cuánto necesitaba esta
conversación.
El camarero viene, nos pregunta si queremos alguna otra
cosa y ambos pedimos un café. El móvil vuelve a sonarme.
Esta vez no es una llamada, es un mensaje. No sé por qué
ahora sí que lo cojo y antes no. A lo mejor es porque antes
me sentía entumecida y ahora vuelvo a sentir que mis
músculos se mueven.
Contengo la respiración y abro la aplicación de los
mensajes. Tengo más de doscientos cincuenta de Hailey.
También tengo unos tantos de Chelsea, de Scott y hasta de
Shawn. Incluso hay varios de Kiyoshi. Espero que sea para
decirme que el domingo, en cuanto llegue, me vaya directa
a su piso. Aunque me pica la curiosidad, los ignoro todos,
porque solo me importan los dos mensajes que hay de Luke.
Contengo la respiración.

Luke:
No tengo ni idea de por dónde empezar. Seguro que estás
pensando que por el principio, pero te juro que no sé cuál es
ese. Bueno, allá voy. Solo he tenido tres constantes en mi
vida; mi padre, mi madre y el hockey. No te mentí al decirte
que no sé hacer otra cosa que patinar y correr detrás del
disco. Cuando lo hago, siento que estoy viviendo de verdad.
Helena, cuando los patines tocan el hielo, siento que el
pecho que se me abre por fin. Es como si solo respirara de
verdad en esos momentos. Como si el resto del tiempo solo
me limitara a estar. No sé explicarlo de otra manera. Solo
espero que entiendas lo que
quiero decir, porque necesito decirte que me he dado
cuenta de que no solo respiro cuando estoy sobre el hielo.
También respiro cuando estoy contigo. Quién lo iba a decir,
¿eh? Luke Fanning enamorado. Porque sí, profesora. Respiro
cuando estoy contigo porque estoy enamorado de ti. No sé
si es la mejor manera de decirlo. Tengo que decirte que es
la primera vez que lo hago. Pero es la única manera que he
encontrado. Joder, Helena. Te quiero, ¿vale? Te quiero por
cómo eres. Por tu sonrisa, por tus ojos. Por cómo te sonrojas
o por cómo sonríes cuando estás dentro del agua. Te quiero
por cómo me miras y también por cómo me hablas. Te
quiero cuando me mandas a la mierda y te quiero más
todavía cuando me mandas callar. Te quiero en silencio y te
quiero a gritos. Te quiero, Helena, y por eso estoy cabreado.
No soporto ver cómo te apagas. Cómo te callas. Cómo
pones la otra mejilla y no dices nada. No quiero ser tu
caballero de brillante armadura. O a lo mejor sí, si tú me
dejas. Pero sí que quiero ser la persona que te coja de la
mano mientras persigues tus sueños. Quiero ser el que se
aburra contigo en cualquier lugar. El que te haga reír. Siento
muchísimo que me escucharas como lo hiciste, pero no
siento haber dicho lo que dije. Lo más probable es que esté
cavando mi propia tumba, pero quiero que sepas que lo dije
porque esta Helena, la que está aquí en Los Ángeles, no
eres tú. No es la que estuvo conmigo en El Matadero. Puede
que te hagas pequeña cuando estás con ellos, pero no he
visto a nadie más grande que tú. Brillas, pelirroja. Brillas
tanto que serías capaz de iluminar Nueva York en
Nochevieja tú sola.

Luke:
Y hablando de Nueva York. Tengo que contarte otra cosa.
Pero recuerda que te quiero, ¿vale? Te lo iré escribiendo de
vez en cuando para que no se te olvide. (Te quiero) He visto
tu carpeta marrón con tus diseños. He visto tu carta de
admisiones y también tu diario. (Te quiero). Sin contar con el
email que enviaste al instituto de moda rechazando la
admisión (Te quiero). No tendría que haberlo hecho, lo sé,
pero cuando abrí la carpeta y vi lo que había dentro, cuando
empecé a entenderlo todo, no pude evitar continuar
indagando. No es excusa, es solo la verdad (Te quiero).
Puedes gritarme, insultarme y hasta tirarme huevos. Menos
esto último, tu amiga Hailey ya ha hecho las otras dos
cosas. (Te quiero). No tendría que haberlo hecho, y entiendo
que te enfades conmigo, que me bloquees y que no vuelvas
a dirigirme la palabra, pero quiero que sepas que aquí no
acaba todo. Reenvié tu email de solicitud al El Instituto de
tecnología de la moda. Espero que te llamen, espero que
aceptes y espero que te marches a Nueva York. Espero que
persigas tus sueños y que los cumplas todos. Espero que les
den a todos por el culo. También espero que algún día me
perdones. ¿Te he dicho que te quiero?

Releo el último mensaje tantas veces que termino por


aprendérmelo de memoria. No puedo creerlo. NO PUEDO
CREERLO.
Levanto la cabeza y miro a mi padre. Le hablo con la
mirada y él solo asiente.
—Vete, princesa. Yo te cubro.
CAPÍTULO 38
«Fanning no es el único que te quiere»

~Helena~
Me he subido en el taxi sin tener ni idea de a dónde ir.
Solo le he dicho que arrancara y que hiciera el favor de
sacarme del aeropuerto. No me he visto en ningún espejo,
pero imagino que debo de tener cara de loca. Por eso el
pobre hombre me mira con miedo a través del espejo
retrovisor. Por suerte, no me ha pedido que me bajara de su
coche.
Apoyo la cabeza en el respaldo y pienso. Lo más sencillo
sería llamar a Luke y preguntarle dónde narices está, pero
pueden pasar dos cosas; que note el cabreo en mi voz y que
no me lo diga, o que con solo escucharlo me derrita y ya no
lo mate.
Porque voy a matarlo. Ya lo creo. Aunque también puede
pasar otra cosa, y es que ya no esté en Los Ángeles. Que se
haya marchado tal y como le pedí y vaya camino a
Burlington. En ese caso, tendría que ir al aeropuerto.
—¿Puede parar un momento? Necesito comprobar una
cosa.
El conductor me mira con los ojos abiertos.
—Señorita, aquí no puedo parar.
—Ya, bueno, pues lo necesito. A lo mejor, tenemos que
volver al aeropuerto.
Murmura algo en un idioma que no identifico. Estoy
segura de que me ha mandado a la mierda.
Para a un lado de la carretera mientras yo saco el
teléfono y marco.
Descuelga al primer tono.
—No te enfades. Por favor. —Cierro los ojos y respiro
hondo.
—¿Dónde está?
—¿Vas a matarlo? Joder, pues claro que vas a matarlo.
—Yo hago las preguntas. ¿Dónde está tu compinche,
Hails? ¿Se ha marchado a Burlington?
—No puedo decírtelo.
Me rio, y eso solo me hace parecer más loca.
—Claro que vas a decírmelo. ¿Dónde está?
—¿Has leído mis mensajes? Te he dejado alguno. Mira,
entiendo que estés enfadada. Yo también lo estaría, te lo
juro, pero te juro que sus intenciones eran buenas. No
acertadas, pero sí buenas.
Varios coches nos pitan. Normal, estamos fatal aparcados.
Miro al hombre y le pido perdón con los ojos.
—Dime solo si está en el aeropuerto o no —le pido a
Hailey—. Tengo que saber si doy media vuelta o si sigo
avanzando, y tengo que hacerlo ya o a la que van a matar
es a mí.
Mi amiga resopla y su resoplido me dice que he ganado.
Bien hecho, Helena.
—Sigue en Los Ángeles.
—Perfecto. —Me inclino hacia delante y saco la cabeza de
entre los dos asientos para mirarlo—. Puedes avanzar.
Gracias.
El hombre vuelve a maldecir en su idioma y yo sonrío
porque siga sin tirarme del coche. Me coloco recta en mi
asiento y me abrocho el cinturón. Regreso a Hailey.
—Dime dónde está —siseo.
—¿Vas a matarlo?
—No.
—Júramelo. —No contesto. Hailey suspira, frustrada—. Al
final, sí que voy a tener que ayudarte a enterrar un cuerpo.
Si no estuviera tan cabreada, nerviosa, histérica y con
taquicardia, me reiría.
—¿Hailey?
—Se ha ido a casa de Mathilda.
Me atraganto con mi propia saliva.
—¿Has dicho a casa de Mathilda? ¿Mi Mathilda?
—No sé quién es esa mujer, solo sé que anoche, cuando
se fue de tu habitación, se encontró con alguien que le
ofreció una llave y una casa. Oh, mierda. No me digas que
Mathilda es una de tus hermanas. ¿Tu prima? ¿Tu amiga de
la infancia? Si es que este tío es tonto, coño. Tonto de
remate. —La escucho trastear y también cómo se golpea
contra algo. El lamento que escucho me lo confirma—. Estoy
vistiéndome. Cojo el primer vuelo y lo matamos juntas. Tú
no hagas nada y espera a que llegue. Tengo un plan.
Ya no lo puedo evitar. Rompo en una carcajada que me
abre el pecho y me airea los pulmones. Al conductor se le
va el coche de lado del susto y Hailey se queda muda.
Mi padre tenía razón. No tenemos que querer a las
personas solo por compartir ADN con ellas. Tenemos que
quererlas porque nos hagan sentir, y a mí Hailey Wallace me
hace sentir viva. Mis hermanas jamás matarían a nadie por
mí. Hailey lo haría sin preguntar cómo, dónde o cuándo.
—Estás como una puñetera cabra, Hailey Wallace. Lo
sabes, ¿verdad?
—¿Estás sonriendo? ¿Eso que escucho es una sonrisa?
Me seco los ojos con la mano y asiento, aunque no pueda
verme.
—Mathilda es nuestra ama de llaves.
—¿Y es vieja? Con perdón.
—Tiene más de setenta años.
—Menos mal. Aunque, a lo mejor, a Luke le va ese rollo de
las Sugar Mommys.
Suelto una carcajada. Hailey no tarda en acompañarme.
Elevo los ojos al cielo y vuelvo a reír. Me encanta esto. Reír.
Y acabo de darme cuenta de que lo hago mucho cuando
estoy con Luke. De hecho, lo hago todo el rato cuando estoy
con Luke. Y también cabrearme, pero solo porque me saca
de quicio. Pero eso es bueno. Si alguien te saca de quicio, es
que te importa. Y a mí Luke Fanning hace tiempo que me
importa demasiado. Le doy la dirección al taxista, que
suspira satisfecho. Supongo que es bueno tener un objetivo
en la vida.
—Oye, Helena.
—Dime. —Miro por la ventana. Me encanta Los Ángeles—.
¿Sabes que te quiere?

Una sonrisa enorme me ilumina el rostro.


—Eso parece.
—¿Te lo ha dicho?
—Sí.
—¿Has hablado con él?
—Me ha mandado un mensaje. También me ha confesado
que ha invadido mi intimidad a tantos niveles que debería
de estar camino a comisaría.
—Auch. —Otra risa—. ¿Tú lo quieres a él?
Me encojo de hombros, aunque no pueda verme.
—Puede.
—¡No me dejes así!
—Te voy a colgar, ¿vale? Ya casi he llegado.
—Reenvíame su mensaje.
—Ni de coña.
Aunque ambas sabemos que, en algún momento, lo haré.
Porque es precioso. Porque todo el mundo merece verlo.
Porque ya es hora de ser yo la que le saque los colores a él
y no al revés.
Vislumbro el edificio donde vive Mathilda a lo lejos y sé
que es hora de colgar. Cierro los ojos y respiro hondo.
—He llegado. Te llamo luego, ¿vale?
—Vale. —Estoy a punto de colgar, cuando vuelve a
llamarme—. Fanning no es el único que te quiere. No se te
ocurra olvidarlo jamás.
Sonrío y cuelgo. Bajo del taxi y miro hacia arriba.
Es la hora de la verdad.
CAPÍTULO 39
Dime que sí

~Luke~
Me siento como un gigante entre estas cuatro paredes. La
casa de Mathilda es tan pequeña que parece una casita de
muñecas.
Me levanto de la silla, pues tengo miedo de que termine
cediendo por culpa de mi peso, y abro uno de los armarios
de la cocina. Saco un vaso y lo lleno con agua del grifo.
Estoy bebiendo cuando escucho la puerta abrirse. Se me
sube el corazón a la garganta. No puede ser Mathilda,
porque a estas horas está trabajando. Tampoco uno de sus
hijos. Básicamente, porque no tiene. Al menos, que yo sepa.
—¿Mathilda? —pregunto, por si acaso. Dejo el vaso en la
pila. Estoy a punto de girarme cuando la oigo. Cuando la
huelo. Joder. Creo que soy capaz de oler a Helena a
kilómetros de distancia.
—No soy Mathilda —dice, con voz firme. ¿Enfadada?
Suelto el vaso y me giro. Y la veo. Tan ella, tan entera y
tan rota al mismo tiempo. Con los ojos rojos e hinchados de
tanto llorar. Con las mejillas encendidas, pero no por culpa
de la vergüenza.
Tan guapa. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Y la vuelvo a oler.
—Helena… —susurro. Como si quisiera asegurarme de
que es real. De que no me lo estoy inventando.
Mete la mano en el bolsillo y saca el teléfono. Me apunta
con él.
—¿Has visto mi carpeta? ¿Has leído mi diario?
Vale, sí, está enfadada. Normal. Lo entiendo, ¿eh? Aunque
también me hubiera gustado que se quedase con la parte
en la que le digo que la quiero. Porque se lo he dicho,
¿verdad?
Céntrate, Luke. Meto las manos en los bolsillos y asiento.
No pienso mentirle. Aunque vaya a perderla, no voy a
mentirle.
—Sí.
—¿También has mirado mi correo?
—Sí.
—¿Cómo coño se te ocurre hacer eso, Luke? —Se lleva las
manos a la cabeza. Juraría por su cara que le encantaría
arrancársela. O arrancarme a mí la mía.
Quiero avanzar e ir hasta ella. Estar lo suficientemente
cerca como para que me mire a los ojos y pueda ver la
verdad en los míos. Pero no me muevo. Ella, en cambio, sí
que lo hace. Comienza a dar vueltas por la cocina. El
problema es que es tan pequeña que en dos mini pasos te
la has recorrido entera.
—Debería denunciarte a la policía.
—Puedo acompañarte, si quieres.
—No estoy bromeando, Fanning.
—Yo tampoco.
Se detiene y me mira.

—Perderías tu beca. Dejarías de jugar al hockey. —


Asiento.
—Lo sé.
—Y, aun así, me dejarías ir a la policía.
—Sí.
Perder la beca me duele. Dejar de jugar al hockey me
quema el pecho. Que Helena esté tan enfadada conmigo,
hace que me sienta vacío. Quién me lo iba a decir a mí hace
diez días cuando me subí a ese avión. Helena se cruza de
brazos y comienza a repiquetear en el suelo con el pie.
—Así que soy insegura y me hago pequeña cuando estoy
delante de mis hermanas y de mi madre. —Cierro los ojos,
pero aun así asiento—. ¿Me lo podrías explicar?
Abro los ojos sorprendido. No me esperaba esta pregunta.
Es decir, sí que me la esperaba. La llevo esperando desde
anoche. Pero no sabía que me la iba a hacer. De hecho,
creía que la próxima vez que viera a Helena me gritaría
hasta quedarse afónica y la realidad es que no lo está
haciendo. Aunque su tono es grave, me habla con una
tranquilidad que me pone los pelos de punta.
Me vendría genial otro vaso de agua. O un chupito de Jack
Daniel’s, lo que haya más a mano. Me paso una mano por el
cuello. Siento como si tuviera una corbata alrededor y me
estuvieran apretando con ella. Qué calor hace aquí, ¿no?
—Quieres… —carraspeo—. ¿Quieres que nos sentemos?
—Estoy bien así.
—Vale.
En serio, necesito que alguien habrá las ventanas. Creo
que me están sudando las axilas.
—Te conozco desde hace tres años, más o menos. Y,
aunque digas que no éramos amigos, lo éramos. En el
avión, ya empecé a darme cuenta de que algo pasaba y de
que no te entusiasmaba la idea de venir aquí, aunque no
sabía cuánto. Hasta que bajamos del coche y te vi la cara
cuando se acercaron a ti. Te apagaste, Helena. Llevábamos
solo dos putos minutos aquí y ya te habías apagado. Creía
que solo sería así al principio, pero no. Cuando no estabas
con ellas, cuando estábamos los dos solos, eras la Helena
de Burlington. Te lo he dicho. Brillas tanto que serías capaz
de iluminar Times Square tú sola en Nochevieja. Pero,
cuando nos juntábamos con ellas, parecías una tortuga
escondida dentro de su caparazón.
El que quiere arrancarse ahora la cabeza soy yo. No sé si
estoy siendo claro o si estoy metiendo la pata, pero ella me
ha preguntado y yo tengo que decírselo.
—Siento que me escucharas. Entiendo que te sintieras
traicionada, pero te juro que nada más lejos de la realidad.
La realidad es que eres la mujer más bonita, lista y valiente
que he conocido en mi vida, y que tu madre y tus hermanas
deberían pisar el suelo por el que pisas. No sé cómo han
sido tus años de adolescencia en esta casa, pero sí sé cómo
están siendo tus años en Burlington, y yo solo quiero que
sonrías como lo haces allí. Siento mucho no haberme
explicado como toca. Pero lo voy a hacer, ¿vale? Si tú me
dejas, yo…
—Creo que ya te has explicado bastante —dice,
cortándome. Vale, no pasa nada. Creo que estaba
empezando a desvariar. Saco las manos de los bolsillos y
me cruzo de brazos. Ella se limita a mirarme. Seria.
Hasta que sonríe.
Hasta que se le forma la puta sonrisa con la que es capaz
de parar el puto mundo.
—Me parece recordar que también has dicho que estás
enamorado de mí.
Oh, joder.
Quiero sonreír. Acercarme a ella, cogerla en brazos y dar
vueltas juntos sin dejar de repetirle cuánto la quiero. Pero
me contengo. La vida me ha enseñado que no puedes
cantar victoria hasta que el resultado final sale en el
marcador.
—Sí, lo he hecho.
—Creía que Luke Fanning no sabía lo que era estar
enamorado.
—Luke Fanning es bastante gilipollas. Díselo de mi parte
cuando lo veas.
Se muerde el labio y agacha la cabeza para que no vea
cómo sus mejillas se vuelven de color rojo. Pero las he visto.
Doy un paso, minúsculo, pero ella lo ve. Levanta la
cabeza.
—¿Qué haces?
—Acercarme.
—¿Por qué?
—Porque voy a besarte.
—¿Y si no quiero que lo hagas?
—Llama a la policía. Así tendrás dos motivos por los que
denunciarme. —Entrecierra los ojos y me fulmina con ellos
—. No es momento todavía para hacer bromas al respecto,
¿verdad?
—Ni de coña.
—Vale, lo anoto.
Mis zapatillas tocan las suyas. Su aliento me hace
cosquillas en la cara. Sus ojos se enredan con los míos.
—Luke.
—¿Sí?
—Creo que yo también me he enamorado de ti. Pero solo
un poco, no quiero que el ego se te suba a la cabeza y… —
No le dejo terminar, ni de coña. No puedo más.
Atrapo su cara con mis manos y la beso. Fuerte. Un beso
tras otro. No tardo en sentir sus manos en mi cara. Su
lengua en mis labios. Su sonrisa.
Juro que no he probado nada mejor en toda mi vida.
Nos besamos en la cocina de Mathilda lo que podría
considerarse una eternidad mientras no dejo de susurrarle
que la quiero. Ella también me lo dice. Y sonríe. Muchísimo.
Nos estampamos contra la puerta y contra mil muebles
más. No conocemos la casa y no tenemos ni idea de hacia
dónde vamos, pero nos da igual. No puedo separarme de
ella y a mi ego le encanta ver que ella tampoco puede
separarse de mí. Cuando llegamos a la cama, estamos
medio desnudos, a excepción de su sujetador y de mis
calzoncillos. La coloco bocabajo y la beso de arriba abajo. La
cintura, los omoplatos, el cuello. Le doy la vuelta para poder
mirarla a la cara y me pierdo en ella. En sus besos. En sus
caricias. En su respiración. En sus ojos. En su sonrisa.
—Tu me fais briller, capitaine —me dice.
Joder, cómo la quiero.
Estampo de nuevo mi boca contra la suya justo cuando
entro en ella. Me araña la espalda y yo tengo que
controlarme para no correrme.
—Helena.
—¿Qué?
—Dime que sí.
Me acaricia la mejilla y se inclina a darme un beso. Sin
lengua. Solo junta sus labios con los míos.
—¿A qué?
—A todo. A ti, a mí. A nosotros. Dime que sí, pelirroja.
Sonríe y levanta las caderas.
—Sí.
CAPÍTULO 40
La boda

~Helena~
Llueve a cántaros y hace tanto aire que algunas carpas
han salido volando. Las flores están hechas polvo y hay más
agua encima de los invitados que en la fuente de la entrada.
Los camareros corren de un lado a otro con platos y cosas
entre las manos intentando salvarlas. Algo que, a mi
parecer, es inútil.
Es todo catastrófico.
Es, maravilloso.
Me llevo la copa de champan a los labios y le doy un
sorbo. No debería sonreír. No debería sonreír. Llevo
repitiéndome eso veinte minutos, pero es inútil. La sonrisa
me sale sola y, bueno, es liberadora. Siento una presencia a
mi lado y sonrío todavía más. Sobre todo, cuando esa
presencia me rodea la cintura con los brazos y me da un
beso en el cuello que me hace cosquillas.
—Vas a ir al infierno —dice un minuto antes de morderme
el lóbulo de la oreja. Me doy la vuelta entre sus brazos,
quedando frente a frente. Me quita la copa de las manos y
se la termina.
—¿Vendrás a visitarme?
—¿A visitarte? —Deja la copa en una bandeja vacía que
hay en la mesa y coge otra. Juraría que más que champán
hay agua en esa boca, pero bueno—. Viviremos juntos en él.
—En el infierno no se puede jugar al hockey.
—Ya veremos. —Le da un trago a la copa y arruga la nariz
—. Esto es agua con un ligero toque a champán.
—Acaban de traerlas de fuera. Normal.
Ambos miramos hacia la calle. Hay una cortina de agua
que dificulta un poco la tarea, aun así, se ve claro el
desastre que hay montado. Uno de los brazos de Luke sigue
en mi cintura. Me aprieta fuerte y me acomoda hasta que
mi espalda toca su pecho.
—¿Cuándo fue la última vez que viste llover así en Los
Ángeles?
—¿En pleno mes de agosto? Jamás.
—¿Crees en el karma?
—Empiezo a hacerlo.
Echo un vistazo al fondo de la sala, donde mis dos
hermanas están sentadas en dos sillas, llorando, con el
recogido deshecho y dos surcos de rímel corriéndoles por
las mejillas. Como si supieran que las estoy mirando, ambas
levantan la cabeza, haciendo que sus ojos se enganchen a
los míos. Deberían darme pena.
En realidad, a una parte de mí les da, pero, a la otra no.
Me he pasado toda la vida intentando que me quieran.
Preguntándome qué tenía para que me odiaran tanto. Qué
les había hecho. Ahora he comprendido que nada.
A veces, no hay un motivo que justifique la maldad de las
personas.

A veces, simplemente, eres una zorra y punto. Aun así,


cuando salí de casa de Mathilda, fui directa a casa a buscar
a mi madre y mis hermanas. A explicarles cómo me sentía.
A intentar, no sé, limar asperezas. A ser la familia que mi
madre se inventaba que éramos.
No lo hice. No porque yo no quisiera, sino porque ninguna
de las tres puso de su parte. En cuanto llegué, me
recriminaron el que me hubiese marchado y el que me
hubiese perdido el ensayo. También cómo iba vestida o la
cara que llevaba. Cuando le dije a mi madre lo de la
entrevista y la academia de Nueva York, me miró de forma
tan altanera que lo supe. La venda se me quitó de los ojos y
lo supe: Nadie puede hacer sombra a Samantha Baker, y
mucho menos su hija. Mi madre jamás me apoyaría en esto.
En nada en lo que pudiera ganarle.
Tendría que haberles hecho caso a mi padre y a Luke en
ese momento y haberme marchado de vuelta a Burlington,
pero mi padre me dijo una cosa en el aeropuerto que tiene
razón: me considero mejor persona que ellas. Marcharme,
no asistir a la boda, sería rebajarme al mismo nivel que
ellas. Y, ¿de qué serviría? De nada. No me haría sentir
mejor. Me guste o no, son mi familia y, de un modo u otro,
formarán parte de mi vida. Eso sí, soy yo la que elijo cómo,
cuándo y por qué. Luke me da un beso en la sien que me
hace apartar la mirada de las dos y centrarme en él y en su
sonrisa. Esto sí que me gusta.
Le paso el dedo por la frente y le aparto un mechón, que
le cae tapándole un ojo.
—¿Nos vamos?
—¿Segura? Está lloviendo muchísimo.

—¿Te asustan un par de gotas, Fanning?


La sonrisa lobuna que me dedica hace que mis piernas
flojeen. Prometen tantas cosas que no veo el momento de
cumplirlas todas. Me agarra de la mano y señala mis pies.
—Será mejor que te quites eso. —Me miro los tacones.
Tiene razón. Si voy a correr por el barro y el suelo mojado,
mejor hacerlo descalza.
Me los quito y los dejo en suelo, debajo de la mesa. Que
se los quede quién los encuentre. Los ha elegido también mi
madre y son incomodísimos.
Siento como unos ojos me taladran la nuca. Cuando me
doy la vuelta, me encuentro con Travis. Está junto a su
mujer. Debería estar consolándola, pero no. Me está
mirando a mí. Y está enfadado.
—¿Sabes que vino a decirme que me alejara de ti?
Miro a Luke.
—¿En serio? ¿Cuándo?
—El día de la prueba de peinados. —El día de la pelea—.
Vino a tu habitación y me dijo que me mantuviera alejado
de ti.
—¿Y qué le dijiste?
—Que solo me iría cuando tú me lo pidieses.
—Me gusta esa contestación.
—A mí también. —Me guiña un ojo y yo aprovecho para
besarlo. Me encanta hacerlo, y creo que nunca voy a tener
suficiente.
Echo un último vistazo a la sala hasta que encuentro a mi
padre. Ríe con un grupo de hombres. Como todos, está
empapado, pero
parece que poco le importa. Uno de ellos le ofrece un puro y
él acepta. Se lo enciende y me mira. Le sonrío, le digo adiós
con la mano y él sacude la cabeza. También me dice que me
quiere en español, moviendo solos los labios. Solo para mí.
—¿Lista? —me pregunta Luke.
—Lista.
EPÍLOGO

~Luke~
Es oficial, estoy histérico. Estoy seguro de que se me va a
salir el corazón por la boca de un momento a otro.
Repiqueteo en el suelo con el pie y tamborileo la mesa
con los dedos. La profesora Durand levanta la cabeza y me
fulmina con la mirada. Le sonrío. Con una de esas sonrisas
marca de la casa y que he usado con ella alguna vez, pero,
como pasa siempre, no funciona. Me mira como si fuera una
cucaracha a la que deberían exterminar, se ajusta las gafas
a la nariz y vuelve a mirar hacia abajo.
No tengo ni idea de cómo el entrenador Jenkins ha
conseguido que me adelante el examen a hoy. Tendré que
preguntárselo algún día. Si apruebo, claro. Si suspendo… No
lo quiero pensar.
Mi móvil vibra en mi bolsillo. Meto la mano de forma
disimulada y lo silencio, no sin antes echarle un pequeño
vistazo. Es Helena. Otra vez. No sé si está más nerviosa por
el examen ella o yo. Ayer estuvimos hablando por
videollamada más de cuatro horas. Estuvimos estudiando
los últimos flecos para que todo me saliera hoy perfecto y,
bueno, vale, también tuvimos sexting, pero me lo merecía.
He sido un alumno muy aplicado.
Oigo el clic del bolígrafo al tiempo que veo a la profesora
de francés quitarse las gafas y dejarlas sobre el examen.
Junta las manos y me mira. ¿Qué hago? ¿Espero a que me
diga algo? ¿Me levanto y bajo a su mesa?
En la vida me había sudado todo tanto. Es que me noto la
gota del sudor caer por la rabadilla del culo.
Durand carraspea y yo eso lo tomo como una clara
invitación a levantarme del asiento e ir hasta ella. Trago
saliva y miro de reojo el principio de la hoja; sus gafas tapan
la nota. Pero no me parece que haya mucho rojo, ¿no?
Carraspea, llamando mi atención. La dirijo a ella y sonrío.
Dios, mi futuro está en manos de esta mujer. Creo que no
había sido realmente consciente de ese dato hasta ahora.
—Enhorabuena, señor Fanning. —Coge el papel, me lo da,
y se marcha. ¡Se marcha! Yo estoy tan petrificado que tardo
unos segundos en mirarlo. Cuando lo hago, pego tal chillido
que estoy seguro de que me han oído mis compañeros
desde el vestuario, que está a varios metros de distancia.
Saco por fin el teléfono del bolsillo y llamo. Esto tengo
que celebrarlo con ella.
Todo esto es gracias a ella.
—¡¿Y?! —chilla Helena nada más descolgar. Lleva puesto
un sombrero negro sobre la cabeza y los labios pintados de
rojo, pero lo que me más me gusta es la forma tan sonriente
y expectante con la que me mira a través de la pantalla.

Joder, qué bonita está. Y qué lejos.


Por un nanosegundo me planteo hacerme el remolón,
pero las ganas me pueden. Cojo el papel, lo levanto en alto
y enfoco la A, que brilla en grande y en rojo.
—¡¡Has aprobado!!
—¡¡He aprobado!! —Los dos chillamos y reímos juntos.
Tras unos segundos de euforia, me dejo caer en uno de
los asientos, agotado. No tengo ni idea de dónde está
Helena porque no veo bien qué tiene detrás, pero veo cómo
también se detiene y cómo se lleva una mano al corazón.
—¿Sabes? No tenía ninguna duda. Sabía que lo ibas a
conseguir.
Pongo los ojos en blanco y me recuesto, con las piernas
estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos.
—Vamos, profesora. No dabas ni un duro por mí.
—Eso no es cierto. Además, Chelsea te vendió muy bien.
—Siempre fue mi Wallace favorita.
Helena rompe a reír y yo maldigo por no tenerla aquí
conmigo. Pero solo un poco.
—Como se entere la otra Wallace te hace picadillo.
—Pero no se va a enterar porque no se lo vas a decir.
—Es mi mejor amiga.
—Y yo soy tu novio.
—Un dato insignificante —dice, meneando la cabeza y
haciendo que esa melena roja que tanto me gusta se le
mueva y que un mechón se le quede pegado a la boca.
Guardo el examen en la mochila y me cuelgo esta al
hombro. Me levanto y camino hacia la puerta. Tengo que
coger un avión en menos de dos horas para irme a Boston,
y todavía tengo que pasar por casa a recoger la equipación.
—¿A qué hora sale el vuelo? —me pregunta Helena.
—Ahora a las cuatro. —Apago las luces de la clase y cierro
la puerta. Cómo se nota que falta todavía una semana para
que empiece el curso y que la mitad de los estudiantes
siguen con las vacaciones de verano, porque a este pasillo
le falta movimiento.
Helena se pinza el labio y me mira de forma inocente.
—¿Crees que te daría tiempo a uno rapidito?
Suelto una carcajada. Cómo me gusta esta Helena; la
desinhibida, la que no tiene vergüenza, la que hace y dice lo
que quiere. La que persigue sus sueños.
—¿Un sexting aquí, en mitad del pasillo del edificio de
letras? Me apunto.
—Yo había pensado en uno rapidito en los baños del final
del pasillo.
—¿Y cómo…? —Detengo mis pasos de golpe. Abro la
boca, la cierro, y la vuelvo a abrir. Miro detrás de mí, pero
no hay nadie que conozca, y mucho menos Helena.
Tampoco a mi derecha ni a mi izquierda. Achico los ojos y
me fijo bien en la pantalla.
Me parece ver un azulejo blanco detrás de su cabeza.
—¿No estarás…?
El corazón me late descontrolado.
—Te doy tres minutos, Fanning. No me hagas esperar —
dice, y corta la llamada.
Doy media vuelta y vuelo por el pasillo. No me choco con
los pocos estudiantes que encuentro a mi paso de milagro.
Abro con tanta fuerza la puerta del cuarto de baño de las
mujeres que esta golpea contra la pared. En otro momento,
temería haber hecho un boquete. Ahora, solo puedo estar
pendiente de la pelirroja que me observa al otro lado
apoyada en la pared y son una sonrisa pícara en esos labios
pintados de rojo.
Sonrío de oreja a oreja y me acerco a ella como el lobo
hambriento y desesperado que soy ahora mismo. Tiro mi
mochila al suelo y la alzo al vuelo en cuanto llego hasta ella.
Enreda sus piernas desnudas en mi cintura y, antes de decir
«hola», tengo su lengua dentro de la boca.
Helena sonríe contra mis labios y me los muerde antes de
separarse.
—¿Sorprendido, capitán?
La beso en la mandíbula y también en el cuello. Sé cuánto
le gusta y a mí me gusta todo lo que la haga gemir.
—¿Qué pasa con Nueva York? —Echa la cabeza hacia
atrás y me ofrece la garganta.
—No empiezo las clases hasta el lunes y esta mañana he
terminado con las inscripciones —jadea. Tengo que hacer un
esfuerzo titanio para no correrme en los pantalones como
un quinceañero.
—¿Has encontrado piso?
—Aja. Tengo que coger dos autobuses para llegar a clase,
pero me encanta. —Mete los dedos en mi pelo y me echa la
cabeza hacia atrás.

Ahora es ella la que besa mi garganta.


—No me puedo creer que estés aquí.
—No podía perderme tu examen. —Me besa en la boca y
me mira a los ojos—. Estoy muy orgullosa de ti.
—No lo habría conseguido sin tu ayuda.
—Arrête de parler et baise moi.
—Cómo me pone que me digas guarradas.

FIN
AGRADECIMIENTOS
Tengo muy claro a quién quiero agradecerle este libro y
es a ti. Por leerme, por enamorarte de Vermont, por apostar
desde el principio por las hermanas Wallace y los dos
vecinos, por seguir esperando con tantas ganas las historias
de este grupo de amigos, por adorar los Friends to Lovers,
los Fake Dating y los Enemies to Lovers. Por seguir creyendo
en mis locuras, que son muchas. Y, sobre todo, por tu
apoyo. Nadie sabe lo importante que es para una autora
que sigan apostando por ella libro tras libro, y vosotras lo
hacéis, así que gracias.
Gracias también a mis chicas del club de lectura
romántica de Valencia. Llegasteis por casualidad y yo ya no
sé vivir sin vosotras, así que os aguantáis. Vivan los Dark
Romance, las tacitas y los viajes en coche.
A Adriana, Helena y Emma. Siempre vais a tener un lugar
especial en mis agradecimientos, porque sin vosotras todo
sería más triste.
A Gemma y Patri. ¿Qué puedo decir que no sepáis ya?
Que os quiero. Gracias.
A critiqueo, el mejor grupo de WhatsApp que se ha creado
jamás. Si hay un día que no sé nada de vosotras, es un día
triste, así que seguid dando el coñazo, porque eso me da la
vida.
A Tamara Marín; mi amiga, mi compañera. No sabes lo
que me alegro por poder compartir todo esto contigo.
Espero que no desaparezcas nunca y, si lo haces, iré a
buscarte.
A mi prima Marina, por estar siempre a mi lado leyéndose
todas las sandeces que se me ocurren. También por
ayudarme con el francés, asegurándose de que no digo
ninguna tontería.
A mi familia. Gracias por ser mis mayores fans y mi mejor
apoyo. Sin vosotros, no estaría donde estoy. Gracias por
creer en mí y por decirme cada día lo que valgo, por no
desesperaros conmigo (o no mucho) cuando me frustro y
por no mandarme a pastar cuando me estreso, que es todos
los días. Gracias por enamoraros de todo lo que escribo y
por criticarme. Por ayudarme a crecer y, lo más importante,
a creer en mí.
A los dos amores de mi vida. Esto, como todo lo que
hago, es por y para vosotros.
Nos vemos en la próxima historia.
¿Será la de Brad?

También podría gustarte