Está en la página 1de 342

YO LIVIA

Phyllis T. Smith

Traducción de Cristina Martín


Créditos

Título original: I am Livia


Traducción: Cristina Martín
Edición en formato digital: noviembre 2016
© Phyllis T. Smith, 2013
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427
08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Publicado por acuerdo con Amazon Publishing, www.apub.com
ISBN: 978-84-9069-568-5
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
YO LIVIA
Este libro es una obra de ficción histórica. Aparte de los personajes, sucesos
y lugares, todos famosos, que figuran en el argumento, las incidencias son
producto de la imaginación de la autora o se emplean de manera ficticia.
Cualquier parecido con sucesos o lugares actuales o con personas aún vivas es
pura coincidencia.
En recuerdo de mi madre
Una mujer preeminente entre las mujeres, y que en todas las cosas se parecía a los dioses más que a los
humanos, cuyo poder nadie sintió salvo para aliviar contrariedades [...].

VELEYO PATÉRCULO
DRAMATIS PERSONAE
Personajes principales

Livia Drusila.
Marco Livio Druso Claudiano, su padre.
Alfidia, su madre.
Secunda, su hermana.
Marco Bruto, líder de los asesinos de Julio César.
Marco Cicerón, veterano hombre de estado, aliado de los asesinos.
César Octaviano, hijo adoptivo póstumo de Julio César.
Tiberio Claudio Nerón, prominente héroe militar que se casa con Livia.
Los pequeños Tiberio y Druso, hijos de Livia.
Julia, hija de César Octaviano.
Rubria, ama de cría que vive en la casa de Livia Drusila.
Marco Antonio, mano derecha de Julio César.
Octavia, hermana de César Octaviano.
Cleopatra, reina de Egipto.
Sexto Pompeyo, gobernador de Sicilia.
Marco Agripa, amigo de César e importante general.
Cecilia, esposa de Agripa.
Cayo Mecenas, amigo y consejero de César Octaviano, benefactor de
artistas.
1

A veces me pregunto de qué forma seré recordada. ¿Como madre de mi


nación, que es lo que me llaman los hombres a la cara, o como un monstruo?
Sé que ninguno de quienes hacen correr rumores se atreve a hablar en voz alta.
Algunos están convencidos de que soy una asesina múltiple. Sienten envidia
de mí y odian que tenga poder. En Roma, el hecho de que una mujer ejerza el
poder, por más discretamente que lo haga, provoca repugnancia.
Todas las muertes acaecidas en mi círculo familiar me han sido achacadas.
La gente afirma que soy ducha en el uso de venenos. Sí, he cometido alguna
que otra transgresión, pero no la que ellos creen. Cuando me encojo de verdad
es cuando recuerdo mi juventud. ¿Me encojo al acordarme de mi amado? No.
Pero pagué un precio por amarlo.
La vejez puede ser engañosa. Me duelen las rodillas cuando camino, pero si
me pongo cómoda y me quedo quieta no me siento tan distinta de la jovencita
que fui. Me digo que soy la misma; después me miro las manos, que reposan
sobre los pliegues color azafrán de mi estola, y veo venas azuladas bajo una
piel que resulta casi traslúcida. No puedo evadir la realidad física. Y aun así
estoy convencida de que, esencialmente, continúo siendo la persona que era
cuando tenía quince o veinte años.
Hoy me llaman la honorable Julia Augusta, pero dentro de mí todavía vive la
joven Livia Drusila. Ciertamente, las decisiones que esa joven tomó hace
mucho tiempo dieron forma a la persona que es ahora.
Se aproxima el momento en que deberé hacerme a un lado para dejar sitio a
otros comensales en el banquete de la vida. Es necesario que me prepare para
explicarme ante los dioses. Por encima de todo, debo estar preparada para dar
cuenta de la joven que fui.
Mi amado escribió un relato de sus hechos para que los leyeran los demás.
Por supuesto, ocultó las verdades desagradables. Sin embargo, escribiré la
historia de mi juventud con una clave que solo yo conozco. Seré sincera.
Mentir a los dioses no sirve de nada.
Reuniré coraje para recordar aquellos días en que era Livia Drusila. No sé
si seré capaz de hacerlo sin titubear.

Del asesinato que sacudió el suelo que pisábamos, el asesinato que toda
Roma recuerda, yo estaba al corriente días antes de que se cometiera.
Vi que tres hombres se introducían en el estudio de mi padre, y después no oí
nada, ni una brizna de conversación. Si no conversaban, ¿qué podían estar
haciendo?
No me empujó el deseo de fisgonear propio de los niños, puesto que ya
había rebasado los catorce años, sino una ardiente curiosidad. Quería saber
todo lo que tuviera que ver con el mundo en que se movía mi padre, el mundo
de los hombres que ostentaban el poder. Sabía que jamás podría acceder a él,
pero me atraía igual que el cielo atrae a una avecilla.
El estudio de mi padre se hallaba separado del atrio tan solo por una larga
cortina de lana, teñida del color de las frambuesas. Fui de puntillas hasta ella
y me acerqué tanto que casi tocaba la áspera tela con la cara. Me quedé muy
quieta, escuchando, y descubrí con profundo asombro que no se oía nada.
En aquel estudio me había acostumbrado a oír animadas conversaciones
entre hombres. ¿Por qué estaban ahora tan callados? ¿Estarían contándose
secretos? Mi hermana y yo hablábamos en susurros, y también era frecuente
que susurrasen los sirvientes. Susurrar era algo propio de muchachas y de
esclavos, no de hombres como mi padre.
Seguí muy quieta, aguzando el oído para intentar captar algo. Al principio
todo fue silencio. Luego se oyó una voz, grave pero audible:
—No solo él.
—¿Cuántas muertes te satisfarían, Tiberio Nerón? —preguntó otra voz.
—Tantas como sean necesarias para procurar nuestra seguridad —contestó
la voz de antes—. Te aseguro que no estoy sediento de sangre, pero en esto
arriesgamos nuestra vida. No debemos comportarnos como unos necios.
—¿Proscritos, de nuevo?
Proscritos. Antes de que yo naciera, en la época del dictador Sula,
aparecieron los nombres de varios hombres clavados en una pared: eran los
que se oponían a él, o personas que tenían parientes o amigos que se oponían a
él, y también personas que habían amasado fortunas suficientes para suscitar
envidias, o que habían hecho algo más para despertar la suspicacia o la
hostilidad de Sula y de su círculo. Una vez que sus nombres aparecieron en la
pared, se les dio caza como si fueran animales salvajes.
Mi padre había elevado el tono de voz; estaba tan lleno de determinación y
tan dominado por un sentimiento de repulsa que se olvidó de hablar en voz
baja.
—Me niego. Y Bruto también se negará. Ya es bastante triste que tengamos
que dar muerte a un hombre sin juzgarlo antes.
Las voces volvieron a atenuarse.
Sentí que me recorría un escalofrío. Porque ya casi me había enterado de
todo. Sabía que iba a cometerse un asesinato, y quién iba a morir, y que mi
padre formaba parte de la conjura.
Mi padre no tenía hijos varones, yo era la mayor de sus dos hijas y él
siempre había compartido sus pensamientos conmigo, mucho más de lo que
cabía esperar de un hombre con una hija. Me hablaba de guerras y reinos
lejanos, y yo veía los confines del imperio a través de sus ojos. O me hablaba
de la opinión que le merecía tal o cual figura pública. Con frecuencia
expresaba su descontento. Él había nacido en el seno de una familia noble,
acaudalada y poderosa, fue hijo adoptivo de otra, y siempre había esperado
desempeñar algún cargo público. En el pasado había ocupado importantes
puestos en el ejército y en el gobierno, pero cuando llegó Julio César no pudo
tener ningún cargo, por lo menos ninguno que estuviera acorde con sus
principios.
Cuando yo era pequeña, me hablaba de temas de política solo para relajarse,
en mi opinión. En ocasiones, cuando yo le hacía una pregunta, respondía con
una sonrisa de sorpresa, como si lo asombrase que yo hubiera absorbido todo
lo que me había contado. Conforme me fui haciendo mayor, ya esperaba mis
preguntas.
Hablaba a menudo de la libertad y de cuál era la forma justa de gobernar.
Según él, César no era solo un dictador —ese era un cargo honorable,
circunscrito por la ley—, sino también un tirano. Cinco años atrás había
provocado una guerra civil y se había hecho con el poder. Había acabado con
la supremacía del Senado y había hecho lo que le vino en gana. En su
arrogancia, incluso había cambiado el nombre a un mes del año —el más
hermoso del verano— y le había puesto el suyo: Julio. Más tarde, sus
seguidores, a instancias de él, empezaron a exigir que se ciñese la corona y se
declarara rey. Yo sabía que mi padre tenía el convencimiento de que aquel
hombre había destruido, por sí solo, la República. Sin embargo, no me había
contado que sus amigos y él tenían la intención de actuar.
Me veo a mí misma con la vista fija en la cortina, esforzándome por oír algo
más; una joven delgada y pelirroja, con unos ojos demasiado grandes para su
rostro, un rostro que ahora había perdido todo el color. Lo que me horrorizaba
no era el hecho de que César fuera a morir; me habían enseñado a verlo como
un enemigo de Roma y nunca lo había conocido personalmente, solo lo había
visto de lejos, desfilando triunfal a caballo por la Vía Sacra, luciendo una leve
sonrisa irónica y escuchando los vítores de la multitud. Pero comprendí el
peligro que corría mi padre. César no iba a perdonar un atentado contra su
vida.
Tal vez hice algún ruidito sin darme cuenta, o toqué la tela y esta se movió,
el caso es que uno de los hombres que estaban en el estudio se percató de mi
presencia y apartó la cortina. El corazón me dio un vuelco. Los amigos de mi
padre se quedaron mirándome con expresión de horror. Mi padre estaba
sorprendido y avergonzado, pero se apresuró a decir:
—No os preocupéis por la niña, no se lo contará a nadie.
—¡Dioses del cielo! —exclamó Tiberio Nerón, el más joven de los reunidos
—. Se lo estamos contando a demasiada gente. ¿Ahora también se ha enterado
tu hija? Esto es absurdo.
Otro de los hombres, un senador de cabellos blancos y toga ribeteada de
color morado, me miró a los ojos y me preguntó:
—¿Qué es lo que has oído, niña?
La gravedad con que pronunció aquellas palabras me dejó aterrorizada. No
podía tragar saliva, y a duras penas conseguí susurrar:
—Me parece... que vais a matar a César.
La expresión del senador se endureció. Puso cara de querer matarme allí
mismo para asegurarse mi silencio.
—Tranquilizaos, amigos míos —intervino mi padre—, esto no saldrá de
aquí. ¿Verdad, Livia Drusila?
Yo estaba encogida a causa de la vergüenza y el miedo, pero cuando mi
padre se dirigió a mí empleando aquel tono tan formal, llamándome por mi
nombre completo, enderecé la espalda.
—No diré nada —prometí.
—Si dijera algo... —empezó Tiberio Nerón.
—Pero no lo hará —lo interrumpió mi padre—. Nos ha dado su palabra. Os
aseguro que mi hija no es ni una embustera ni una necia.
Tiberio Nerón me miró como suele mirarse a los esclavos que están a la
venta.
—¿Es tu...?
—Sí, es mi primogénita —contestó mi padre.
—Ah —repuso Tiberio.
Me desagradó la forma en que me miraba. Yo lo miré también, con la cabeza
bien alta. Al cabo de un momento volvió el rostro.
Era un hombre alto, con una nariz puntiaguda y unos ojos acuosos. En aquel
momento contaba treinta y ocho años, y yo no lo había visto nunca. Los otros
dos hombres eran antiguos amigos de mi padre. Me miraron con gesto
inquisitivo, supongo que intentando adivinar si yo sería lo bastante sensata
para guardar silencio acerca de su secreto.
Los tres se marcharon con cara de preocupación. Una vez que se hubieron
ido, mi padre me rodeó con el brazo y me dijo:
—A ver, hija mía, no está bien escuchar las conversaciones de los hombres.
¿No te lo hemos enseñado así tu madre y yo?
Al borde del llanto, volví la cabeza y apreté la cara contra su hombro.
Odiaba que me reprendiera, aunque siempre lo hacía con delicadeza.
—Oh, padre...
—Chist.
—Temo por ti —dije bajando el tono de voz.
—No hay motivo —susurró—. Los únicos que van a participar son los
senadores, yo no voy a hacer nada. Me limitaré a quedarme a un lado, junto
con otros, preparado para asumir un cargo de autoridad oficial una vez que se
haya despejado el camino. Eso no es heroico ni peligroso, ¿no te parece?
—Pero formas parte de una conjura para matar al hombre más poderoso de
Roma —insistí, también en susurros—. Si fracasa, correrás un grave peligro.
Por mi mente corrían imágenes horribles: César ordenando la ejecución de
mi padre o, como nuestra familia pertenecía a la nobleza, enviándole una daga
y una nota que dijera: «Salva tu honor.»
—La conjura no fracasará —intentó tranquilizarme mi padre.
—Pues yo creo que estarás en peligro aun cuando no fracase. ¿Acaso no te
he oído decir que el pueblo ama a César? Seguro que tiene amigos que
desearán vengarlo.
—Tú solo ocúpate de no hablar de esto, y no ocurrirá nada. —Me dio un
apretón en el hombro—. Tiberio Nerón...
—¿Sí, padre?
—Antes estaba con César. Pero se ha pasado a nuestro bando. Es un hombre
magnífico, procede de una excelente familia. De hecho, es mi primo segundo.
Permanecí en silencio.
—Vas a casarte con él.
Siguiendo el curso normal de las cosas, mi padre debía buscarme un marido
en el plazo de uno o dos años, así que era de esperar que hiciera un anuncio
como este. Sin embargo, sentí que me inundaba una oleada de consternación.
Dije impulsivamente lo primero que me vino al pensamiento:
—¿Piensas entregarme a él para inducirlo a que traicione a César?
—Claro que no. ¡Cómo se te ocurre semejante cosa! —exclamó, evitando mi
mirada.
Yo sabía que lo que acababa de conjeturar era acertado, por lo menos hasta
cierto punto. Yo, es decir mi dote, formaba parte del incentivo, y también del
privilegio de aliarse con mi padre. Pero decir descaradamente que este se
proponía desposarme con un hombre a modo de soborno para que abandonase
su lealtad no estaba bien. Había sido una grosería y una estupidez por mi parte
hablar de un asunto como aquel de manera tan directa.
En aquellos días era frecuente que yo dijera las verdades sin antes
pensarlas. Mi madre se esforzaba en vano para que dejara tan fea costumbre,
empleando una vara de abedul. Mi padre era mucho más benévolo; a veces
mis palabras lo hacían reír y me sugería que recapacitara un poco más antes de
pronunciarlas. Incluso parecía encantado de que algunas de las cosas que yo
decía lo hicieran pararse a reflexionar.
Para mí, su estudio era un lugar especial; en él teníamos nuestras mejores
charlas. Siempre olía levemente al aceite que se utilizaba para conservar los
rollos de pergamino. En dos de las paredes había estanterías repletas de los
libros favoritos de mi padre: volúmenes de historia y de filosofía de la
política, y también relatos de las vidas de hombres que habían luchado por la
República. En otra pared había un magnífico mural en el que se representaba
la batalla de Zama. En un nicho de un rincón descansaba un busto de
Cincinato, aquel hombre altruista y patriota que salvó a Roma de los invasores
e inmediatamente después dejó el poder. En el estudio de mi padre siempre me
sentía profundamente valorada, profundamente unida a él.
Tenía el estómago encogido porque lo había disgustado, a mi padre, que era
la persona del mundo a quien más deseaba agradar.
—¿Estás enfadado conmigo? —le pregunté.
Él, a modo de respuesta, me dio un beso en la frente.
—Vete ya, hija mía.
Salí del estudio, pero de pronto se me ocurrió otra cosa, y di media vuelta.
Mi padre estaba inclinado sobre su mesa de escribir, con la vista fija en algún
documento. Era un hombre corpulento y de cabello gris, la roca en que se
asentaba nuestra familia. Sabía que debería guardar silencio; ya le había dado
motivos para que me reprendiese, de modo que fui hasta él y le susurré al
oído:
—Padre, ¿quién gobernará Roma cuando muera César?
—El Senado. ¿Quién, si no?
—Pero tú siempre dices que el Senado no ha sabido gobernar. Llevamos ya
casi cien años sufriendo un gran derramamiento de sangre. ¿No continuará
todo igual si muere César?
—Ahora el Senado gobernará con justicia y ordenará la lealtad del pueblo.
Marco Bruto es una persona honesta y capaz. Él nos guiará.
Bruto era una figura importante en el Senado. Es más: descendía
directamente del hombre que siglos atrás había dirigido la revuelta que tanto
éxito tuvo contra Tarquino, aquel malvado rey de Roma. A su antepasado, más
que a nadie, correspondía el mérito de haber fundado la República. Era
natural que los oponentes de César acudieran a él buscando convertirlo en
líder.
—No sigamos hablando de esto. Vete ya, Livia.
Me volví para marcharme, pero de nuevo regresé. El contenido de índole
personal de aquella jornada había empezado a parecer real.
—Lo de Tiberio Nerón... ¿Es absolutamente necesario que me case con él?
—Es que ya te he prometido, Livia.
—Pero podrías decirle que has cambiado de opinión. ¿No podrías?
—Le he dado mi palabra.
—Padre, ese hombre no me gusta.
—¿Que no te gusta? Ni siquiera lo conoces. Estás empezando a enfadarme
de verdad, Livia. Vamos... —Me hizo un ademán con la mano de que me fuera.
Salí corriendo al jardín sintiendo el escozor de las lágrimas en los ojos.
¿Cómo podía mi padre entregarme a Tiberio Nerón? Aquel hombre me había
causado una repugnancia inmediata. Me había mirado como si estuviera
inspeccionando a una esclava, y cuando le devolví el gesto desvió la mirada y
no prestó la menor atención a mi persona.
¿Qué había querido decir mi padre con eso de que Tiberio Nerón era un
hombre magnífico? Sus palabras exactas fueron: «Es un hombre magnífico,
procede de una excelente familia.» Pues, que yo hubiera podido ver, aunque
procediera de una familia excelente, en su persona no había nada que lo fuera.
Ni en su apariencia física ni en sus modales. Recordé el fragmento de
conversación que había oído. Tiberio había defendido la opción de crear
proscritos, ¿no? Deseaba condenar a las personas por sus relaciones y sus
opiniones, solo para protegerse a sí mismo. «¿Cuántas muertes te satisfarían,
Tiberio Nerón?», le había preguntado alguien. «Tantas como sean necesarias
para procurar nuestra seguridad.» ¿Era así como hablaba un hombre
magnífico?
Nuestro jardín era como un patio gigantesco, el corazón y el punto central de
la casa, la cual lo rodeaba por sus cuatro costados. En él, adonde no llegaban
los ruidos de la calle, uno casi tenía la sensación de no estar en Roma sino en
algún lugar bucólico. Estábamos a primeros de marzo y ya habían empezado a
brotar unas pocas flores que anunciaban la llegada del esplendor de la
primavera. Aquel jardín fue para mí como un refugio; durante unos momentos
al menos pude quedarme a solas para poner orden en mis sentimientos.
Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces me había preparado para el
golpe que acababa de sufrir. Por lo visto, mi padre me había dicho que yo no
le importaba. Me había dado en trueque y luego me había ordenado salir. La
única cosa que podía sucederme que fuera peor que descubrir que no le
importaba nada a mi padre sería perderlo del todo... y a ello me arriesgaba si
salía a la luz la conjura que habían tramado contra César.
Junto al pequeño estanque que había en el lado norte del jardín se erguía una
estatua de Diana. El escultor la había representado como una cazadora y la
había pintado con colores realistas, el cabello color trigo y los ojos grises
como las nubes de tormenta. Parecía una joven de mi misma edad, agraciada
con la libertad de que disfrutan los dioses. Vestida con una túnica que le
llegaba por encima de las rodillas, se inclinaba hacia delante sujetando un
arco en una mano.
La gente decía que, de todas las divinidades del Olimpo, Diana era la que
más amaba al pueblo de Roma. Nunca me pareció tan distante ni tan fuera de
mi alcance como los demás dioses y diosas.
Miré alrededor para cerciorarme de que estaba sola en el jardín y me
acerqué a la estatua de Diana. Extendí los brazos hacia ella con las palmas de
las manos vueltas hacia arriba, en actitud de súplica.
—Diana —susurré—, no tengo nada que ofrecerte en sacrificio, pero te
prometo que lo tendré pronto, muy pronto. Te ruego que, le ocurra a César lo
que le ocurra, protejas a mi padre de todo mal. Y que hagas lo que sea
necesario para que no tenga que casarme con Tiberio Nerón.
Un instante después apareció un esclavo buscándome; lo había enviado mi
madre para que me llevara a cenar. Yo sabía que mi madre se enfadaría si no
me daba prisa, de modo que solo hice un alto para lavarme las manos en el
cuenco de cobre que había en la entrada del comedor. Ya habían servido el
primer plato en la mesa central. Mi madre y mi padre estaban reclinados en
divanes, comiendo. Mi hermana Secunda, que tenía once años, ocupaba el
tercer diván que había en la sala, y me senté al lado de ella.
Mi madre, como siempre, se había vestido de forma impecable para la cena.
Llevaba un carísimo collar de esmeraldas que le había regalado mi padre, y se
había recogido la pelirroja cabellera en lo alto de la cabeza, formando una
corona de rizos. Poseía una prestancia natural y un don para adoptar siempre
una postura atractiva cuando se reclinaba, de tal modo que su estola caía en
pliegues elegantes. La gente decía que yo me parecía a ella, aunque lo único
que teníamos en común era el color del pelo; la verdad era que yo no había
heredado su estilo.
—Bueno, hija mía —me dijo—, tu padre me ha contado que ya te ha dado la
noticia.
Me volví hacia mi padre y advertí que apretaba las mandíbulas y me miraba
de modo significativo. Sentí que, con aquel mudo gesto, me estaba recordando
que había prometido no hablar de la conjura para asesinar a César. Entendí
que mi madre se refería a mi próximo compromiso y a nada más, y respondí:
—Padre me ha dicho que he de casarme. —Y no pude evitar añadir—: Pero
espero que cambie de opinión. —Lo dije en tono manso y con la vista fija en
el plato, en el que un esclavo estaba depositando un guiso de pescado.
—¿Y por qué esperas que cambie de opinión? —me preguntó mi madre.
—Porque Tiberio Nerón no me gusta —contesté.
Mi hermana, sentada a mi lado, dejó escapar una risita nerviosa.
—Alfidia... —empezó mi padre, dirigiéndose a mi madre.
—No, por favor, Marco, dejemos hablar a Livia, cuyo parloteo, por lo
general, te agrada. Livia, lamento que digas que no te gusta tu futuro esposo.
¿Puedes decirme qué es lo que le falta?
—No me parece que sea un hombre que tenga personalidad —repliqué—.
Ha cambiado de bando, y eso no dice mucho de su lealtad. Además, habla
como un cobarde.
—Lo estás juzgando equivocadamente —terció mi padre—. Ver que uno
estaba en un error y hacer caso de mejores consejeros en política no es
deslealtad sino sensatez. Tienes razón en que Tiberio Nerón es un hombre
cauto, pero ¿quién puede reprochárselo, en los tiempos que vivimos? Es una
persona valiente, un buen soldado.
—Yo no lo creo. —Mantuve la mirada baja, pero estaba contradiciendo a mi
padre sin contar con suficientes conocimientos.
—Pues César lo ha encomiado repetidamente por el valor demostrado en la
batalla. Y César, con independencia de lo que se diga de él, sabe juzgar a los
hombres.
—No me digas —repliqué alzando la vista—. ¿Por eso sigue teniendo a
Bruto como su mano derecha?
Mi padre acusó el golpe en la expresión de la cara. Por un instante quizá
creyese que yo iba a hablar de la participación de Bruto en el plan para
asesinar a César. Mi madre advirtió que estaba consternado, pero no entendió
por qué.
—¿Lo ves? —le dijo—. Esto es lo que ocurre por haberla malcriado.
Perdóname, pero aquí el único que tiene la culpa eres tú. Hablas con ella de
asuntos importantes y logras que se hinche de orgullo. Y la disculpas cada vez
que me desobedece. No es de extrañar que crea que puede hablar con ese
descaro a su padre estando sentada a la mesa.
—Padre —dije—, tú me has enseñado que sin sinceridad no puede existir el
honor. No estoy haciendo más que decir la verdad. —Y agregué, en tono más
humilde—: O lo que a mí me parece que es la verdad.
—Ve a acostarte —me ordenó mi madre—. No te mereces cenar.
Miré a mi padre con expresión de súplica. La cena me daba igual, me habría
caído como una piedra en el estómago; pero quería que él me defendiese.
No dijo nada.
—Vete —repitió mi madre.
Me levanté y fui corriendo a mi alcoba, me arrojé sobre la cama y rompí a
llorar.

Poco a poco fue menguando la luz del sol que entraba por la pequeña
ventana de mi habitación. Para cuando se hizo de noche, yo ya había dejado de
llorar. Me senté en la cama y contemplé la luna creciente que se veía al otro
lado de la ventana preguntándome cuánto tiempo podría vivir en casa antes de
casarme con Tiberio Nerón. Esperaba que nuestro noviazgo fuera muy largo,
pero lo dudaba. Muchas chicas habían contraído matrimonio a mi misma edad.
La idea de casarme no me daba miedo por sí misma. Pero Tiberio Nerón no
tenía nada que me resultara atrayente, de modo que convertirme en su esposa
sí que me aterrorizaba. Me pregunté si tendría alguna manera de escapar. ¿Qué
pasaría si en la boda me pusiera a chillar como una demente, o si me arrojara
al suelo y empezara a echar espuma por la boca como si tuviera la enfermedad
maldita? Seguro que entonces Tiberio Nerón no querría casarse conmigo. ¿Qué
pasaría si me negara a pronunciar las palabras de consentimiento en la
ceremonia, o si escupiera el pastel consagrado después de morderlo? En ese
caso es posible que no hubiera boda. Pensé en estas posibilidades para
consolarme, y procuré convencerme a mí misma de que aquel matrimonio no
era inevitable. Luego me tumbé y volví a llorar hasta que me quedé dormida.
Tuve un sueño de lo más raro.
Estaba subiendo por unos escalones de piedra roja y brillante cuando, de
repente, oí un cacareo. A mis pies había una gallina que me miraba con unos
ojos muy brillantes y llenos de curiosidad. Aunque tenía las plumas manchadas
de sangre, no parecía que estuviese herida. Entonces desapareció, y yo me vi
bajando por un sendero que describía una curva en dirección a un enorme
jardín repleto de plantas en flor. En el centro de aquel jardín se alzaba una
gigantesca estatua de Diana. De improviso la estatua se transformó en un ser
de carne y hueso y bajó de su pedestal con la fuerza y la elegancia de una
leona.
El rostro viviente de Diana era mucho más hermoso que ninguna escultura, y
resplandecía como un farol.
—Soy la protectora del pueblo de Roma. Me has prometido un ofrenda.
¿Sabes ya cuál va a ser? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—¿Un cordero, quizá?
Diana me acarició el pelo.
—Espera. A su tiempo lo sabrás.

Al día siguiente mis padres asistieron a una cena en la casa de unos amigos,
de modo que mi hermana y yo cenamos solas. Comí muy poco; hasta las ostras,
que habitualmente me encantaban, habían perdido todo su sabor. Secunda
reparó en mi tristeza.
—Piensa —me dijo— que cuando te cases serás la señora de tu casa, igual
que nuestra madre ahora. Te gustará.
—Pero no me gustará estar casada con Tiberio Nerón —repliqué.
Más tarde, en mi cuarto, estuve repasando una parte de la Política de
Aristóteles, que había empezado a estudiar con mi tutor. Y solo dejé el rollo
de pergamino en mi pequeña mesa cuando oí que regresaban mis padres. Mi
madre siempre me reprendía si me quedaba despierta hasta muy tarde, leyendo
a la luz de una lámpara de aceite. Acordándome de lo que me había dicho
Secunda, me imaginé siendo una mujer casada, con permiso para quedarme
leyendo hasta el amanecer si me apeteciese. Pero no, tendría que acostarme
con mi esposo, ¿no?
No ignoraba la parte física del matrimonio. De hecho, en cierta ocasión
había sorprendido a nuestro mayordomo y una de las esclavas copulando de
pie en la cocina, con las ropas recogidas hasta la cintura. Recordé las piernas
de ambos: las de ella blancas y delgadas, las de él morenas y velludas. La
chica estaba inclinada sobre una mesa y el mayordomo lanzaba gruñidos de
placer. Sentí repugnancia. Lo que vi se parecía al apareamiento de dos
animales. No quise creer que aquello tuviese nada que ver conmigo, que
alguna vez pudiera encontrarme yo en el lugar de aquella joven.
Mis anhelos eran muy distintos, estaban envueltos en una niebla de
ensoñación. Me imaginaba el rostro de un joven, bello como si lo hubiera
esculpido Fidias, el signo externo de la perfección espiritual. Él y yo
compartiríamos la unión de dos almas puras, el amor virtuoso del que hablaba
Platón.
Como una tonta, había imaginado que un día me casaría con alguien así y
experimentaría la exaltación del amor. Ahora sabía que aquello no iba a
sucederme nunca. En vez de eso, contraería matrimonio con Tiberio Nerón.
Precisamente cuando estaba a punto de apagar la llamita de la lámpara y
acostarme, oí que llamaban a la puerta de mi habitación. Entró mi padre.
—Sal conmigo al atrio —me dijo.
Me eché un chal sobre mi túnica de dormir y obedecí. El atrio solo estaba
iluminado por una minúscula lámpara colocada en el altar que había junto a la
entrada, ante la estatua del Lar, el dios que protegía nuestra familia.
Mi padre fue hasta el alto armario que había a un lado del altar y lo abrió.
Dentro había un montón de máscaras de cera que representaban rostros
masculinos de expresión grave.
—Ya sabes de quiénes son estos retratos, ¿verdad, Livia?
—De tus antepasados.
—Y de los tuyos —puntualizó mi padre—. Una generación tras otra fueron
ocupando altos cargos. Algunos incluso dirigieron ejércitos que lucharon por
Roma. Su sangre corre por tus venas.
Mi padre me hablaba a menudo de la historia de Roma y del papel que
habían desempeñado en ella nuestros antepasados. Sus relatos siempre me
emocionaban y me dejaban con la sensación de conocer a aquellos hombres
que nos habían antecedido y habían dado forma a nuestro destino. Ojalá me
fuera posible a mí sumarme a aquel linaje de héroes del que él me hablaba.
Pero ¿cómo iba a hacer una mujer para llevar a cabo grandes hazañas por el
bien de Roma?
—Livia, desde que eras pequeña ya supe que tenías una personalidad poco
corriente. —Me tocó la cabeza, y pude ver cómo le brillaban los dientes a la
luz de la lamparilla cuando sonrió momentáneamente—. Algunas personas
dirían que te he dado una educación un tanto peculiar, pero es que nunca me ha
parecido mal tratarte como a un ser razonable como yo mismo ni estimularte
para que pienses. Es posible que un día llegues a ser una mujer muy juiciosa.
Procura, a la vez que juiciosa, ser también buena, ¿de acuerdo?
—Sí, padre —respondí, animada por aquellas palabras.
—Tal vez Tiberio Nerón no sea el hombre que mereces —me dijo.
—Pues entonces... —Estuve a punto de abrazarlo, llena de agradecimiento
por haberme liberado.
—No digo que no sea una buena persona. Lo que digo es que es posible,
solo posible, que no sea el hombre que yo escogería para ti si no tuviera las
manos atadas. Escúchame, hija mía. No quiero darte órdenes, sino hablarte
como si fueras mi igual. Estos no son tiempos normales. Ahora debemos
luchar por la libertad. Lo que está en juego es nada menos que el futuro de
Roma. Es necesario tener cerca a Tiberio Nerón. Es uno de los militares de
César que más admiración despierta, y posee muchos amigos entre los
soldados. Es importante contar con su lealtad. ¿Lo entiendes?
Apreté los labios y, bajando la mirada, hice un gesto afirmativo con la
cabeza.
—Si fueras un varón y yo te pidiese que alzaras tu espada para luchar por
Roma aunque ello te costara la vida, ¿me dirías que no?
Negué con la cabeza.
Mi padre me tomó de la barbilla y me levantó el rostro. Luego me apartó un
mechón de pelo de la frente y dijo:
—Estoy seguro de que te lanzarías valientemente a la batalla. ¿No es así?
—Sí.
—Lo que puedes hacer por nuestra causa es casarte con ese hombre.
—Preferiría morir en el campo de batalla —repliqué.
No obstante, en cuanto hube pronunciado estas palabras supe que eran falsas.
Luchar en la batalla, sí, lo haría con gusto. Pero ¿morir? Ni siquiera una
muerte heroica me resultaba atrayente.
Mi padre sonrió con tristeza.
De repente me asaltó un pensamiento: yo nunca moriría en el campo de
batalla, en cambio mi padre sí. A pesar de mi juventud, me percataba de que la
muerte de César, el hombre que mantenía la unidad del estado, podía desatar
el caos. Nos aguardaban toda clase de peligros. Si contraer matrimonio con
Tiberio Nerón podía ayudar a que el terreno continuara siendo firme bajo los
pies de mi padre, lo haría.
—Me casaré con Tiberio Nerón —declaré. Y me obligué a añadir—: Si es
por la libertad de Roma, lo haré gustosamente.
Mi padre se inclinó y me dio un beso. Transcurridos unos instantes, me dijo:
—No solo debes convertirte en su mujer, sino también ser una buena
influencia para él. En el pasado, su lealtad fue dudosa. Pero si empieza a
sentir aprecio por ti, si le sirves bien, si eres una esposa amante y lo mantienes
unido a ti con lazos de cariño verdadero, es posible que en algún momento te
pida tu opinión. Nunca intentes dominar, sé su confidente y su amiga. Con
suavidad y delicadeza. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—Sí, padre.
Me miró con orgullo y ternura.
—Serás madre de nobles hijos.
2

En la mañana de los idus de marzo, mi hermana y yo estábamos leyendo una


obra de teatro griega en compañía de Xeno, nuestro tutor. Antígona estaba a
punto de ser enterrada viva en su tumba. En el cuarto dedo de la mano llevaba
yo un anillo de oro, la alianza de compromiso que me había enviado Tiberio
Nerón como símbolo de nuestro próximo casamiento.
De improviso entró un esclavo en la estancia diciendo que nuestro padre
quería hablar con nosotras de inmediato, que había sucedido algo sumamente
importante. Agregó que nuestro tutor podía tomarse el resto del día libre. Xeno
se sorprendió de que un esclavo lo despidiera de aquella manera tan brusca, y
Secunda también quedó atónita; nuestro padre nunca nos interrumpía en mitad
de una clase.
Estaba segura de que solo podía tratarse del intento de asesinato de César.
Se me secó la boca. ¿Habría muerto César? O ¿habría fracasado la
conspiración? ¿Acaso seguía con vida y se disponía a vengarse de sus
enemigos, entre ellos mi padre?
Se encontraba en su estudio, acompañado de mi madre. Con una mano
apoyada en el hombro de esta. La expresión de mi madre era como si se
hubiera abierto la tierra a sus pies.
—Hoy es un gran día, hijas mías —empezó mi padre—. Acaban de
comunicarme que César ha muerto. Ese tirano, ese hombre que quería ser rey...
—Torció los labios al pronunciar esta última palabra, que constituía anatema
para los romanos—. Varios miembros del Senado le han dado muerte esta
mañana. —A continuación, en tono desapasionado, nos proporcionó algunos
detalles del asesinato. Por último, nos miró a mi madre, a mi hermana y a mí y
nos advirtió—: Las tres debéis quedaros en casa. Es posible que estallen
revueltas. Yo iré al Foro a ver cómo están las cosas.
—Tú tampoco deberías salir de casa —le advirtió mi madre.
Él negó con la cabeza.
—Mi sitio está junto a Marco Bruto —dijo, y, sin agregar palabra, se fue.
Mi madre dijo que no servía de nada que permaneciéramos ociosas mientras
aguardábamos noticias, y nos condujo, a mi hermana y a mí, hasta la habitación
donde estaba la rueca. Las tres nos pusimos a hilar. Yo sentía una opresión en
el pecho a causa del miedo.
—Ojalá no se hubiera marchado padre —dije—. Seguro que habrá tumultos.
El pueblo amaba a César.
Yo sabía que la plebe lo admiraba por sus victorias militares y que él la
había cortejado con juegos, festivales y generosidad. Era, sobre todo, el héroe
de los pobres. En contraste, el Senado —seiscientos hombres con cargo
vitalicio, en su mayoría aristócratas— no contaba precisamente con el amor
del pueblo.
—Si el populacho estalla en una revuelta, espero que el Senado lo trate con
firmeza —comentó mi madre—. Necesita mano de hierro.
—Si estalla una revuelta, ¿llegará hasta el Palatino? —preguntó Secunda.
—No lo sé —contestó mi madre.
Nosotros vivíamos en la colina del Palatino, al igual que el resto de las
familias de la aristocracia de Roma, y nuestra casa estaba situada en el lado
norte, orientada hacia el Foro. Si la plebe intentaba vengar a César, era
posible que subiese la cuesta de la colina y penetrara en nuestro vecindario.
Ya me la imaginaba irrumpiendo en la casa, dispuesta a descargar su furia en
nosotras.
—Madre —dije—, si salgo a la puerta a mirar lo que ocurre al pie de la
colina, a lo mejor veo algo. No correré ningún peligro, solo será un momento.
—¿No has oído lo que ha dicho tu padre, que no debemos salir de la casa?
—¡Pero así nos enteraríamos de lo que está ocurriendo!
Mi madre me prohibió que saliera; sin embargo, ordenó a Statio, nuestro
mayordomo, que fuera al Foro a recabar información. Cuando Statio se hubo
marchado, me dijo:
—Livia, los amigos de tu padre no han asesinado más que a César. A Marco
Antonio no le han hecho daño alguno. ¿Por qué crees que lo habrán dejado con
vida?
—Para demostrar que no son vengativos sino justos.
—Pero Antonio era la mano derecha de César, ¿no es así?
—Sí.
—Tu padre es una persona sensata y culta —dijo mi madre—, pero es capaz
de ser demasiado noble, hasta el punto incluso de perjudicarse él mismo. —
Sus facciones se pusieron tensas—. Dioses del Olimpo, ¿qué ocurrirá con los
demás, con los cabecillas, si ellos también son demasiado nobles?

Yo sabía, al igual que toda Roma, que César había tenido una aventura
amorosa con Cleopatra, la reina de Egipto, y que esta le había dado un hijo.
Continuó viviendo con su esposa romana, Calpurnia, una matrona regordeta
que yo había visto recorrer las calles en su litera. En la víspera del asesinato
de su esposo, Calpurnia tuvo una pesadilla. Despertó presa del pánico,
convencida de que al día siguiente su marido no regresaría vivo del Senado.
Le rogó a César que se quedara en casa, y él accedió. Pero a la mañana
siguiente llegó Décimo Bruto —también conspirador y primo lejano de Marco
Bruto— para escoltar a César hasta el Senado. Los asesinos tenían planeado
actuar ese día, y Décimo temía que, si se producía un retraso, se descubriera
la conjura. Así que decidió zaherir a César en su orgullo. ¿Cómo podía el
gobernador de Roma refugiarse en su casa como un cobarde solo porque su
esposa había tenido un mal sueño?
Al final, César acabó yendo a la sesión del Senado, que tuvo lugar en el
teatro de Pompeyo. En el interior de este, un senador cayó a sus pies y se
aferró a los pliegues de su toga como un suplicante desesperado. César intentó
zafarse, pero antes de que lo lograra se abalanzaron sobre él los demás
conspiradores. Lo apuñalaron más de cincuenta hombres, los cuales, en su
frenesí, también se hirieron entre ellos. Muchos habían luchado contra él en la
última guerra civil y se habían beneficiado de su clemencia.
Cuando César cayó muerto, los asesinos se apresuraron a ir al Foro.
Levantaron en alto las dagas ensangrentadas y gritaron:
—¡Roma es libre! ¡Roma es libre!
La gente huyó de ellos. El miedo, no la alegría, fue el sentimiento de la
mayoría de los romanos. Y mi madre, mi hermana y yo no fuimos la excepción.

—Oh, mi señora, el teatro de Pompeyo arde envuelto en llamas, y el barrio


del mercado está lleno de saqueadores —informó Statio a mi madre al volver
a casa—. Entran a la fuerza en casas y tiendas.
—¡Pon tablones en las ventanas y clavos en la puerta! —chilló mi madre.
Durante mucho tiempo, la casa entera reverberó a causa de los martillazos.
Mi madre, Secunda y yo permanecimos cerca de la entrada mientras cuatro
esclavos cegaban las ventanas con tablones de madera. Me volví hacia mi
hermana; estaba más pálida que la leche.
Podía sucedernos cualquier cosa, como que el populacho, furioso,
irrumpiera en nuestra casa, y no estaba mi padre para protegernos. ¿Quién nos
protegería, entonces? ¿Los esclavos? Huirían. Se habían alterado la ley y el
orden. Era posible que nos violaran, que nos asesinaran incluso.
Cuando toda la casa quedó protegida con tablones, súbitamente se produjo
un silencio que resultó inquietante. Yo me sentía igual que un animalillo
atrapado en la red de un cazador. Era una sensación nueva para mí. Con
independencia de los problemas políticos que sufriera Roma, yo nunca había
tenido motivos para estar asustada. No podíamos hacer otra cosa que esperar.
Ninguna de las tres se sentía con ánimo para volver a la rueca, así que nos
sentamos en el estudio de mi padre, sin hablar apenas. De repente, oímos un
tremendo golpe en la puerta principal.
Mi madre nos abrazó a Secunda y a mí y nos apretó la cara contra su pecho,
como si intentara que no viésemos lo que se nos venía encima: una turba de
asesinos entrando en nuestro hogar. Percibí su perfume y oí los latidos
desbocados de su corazón.
Era consciente de lo blando de mi carne, de la vulnerabilidad de mi cuerpo.
En mi imaginación, unas manos salvajes me arrancaban de mi madre, me veía
rodeada de enemigos por todas partes, como le había ocurrido a César, me
violaban y después me apuñalaban una y otra vez con sus dagas, igual que
habían apuñalado a César sus asesinos. Me invadió una oleada de pavor.
En eso oí una voz conocida que casi cantaba de puro alivio. Era Statio, que,
desde la entrada, exclamó:
—¡Es el amo! Quitad los clavos de la puerta! ¡Está pidiendo a gritos que lo
dejemos entrar!
Tras soltarnos a Secunda y a mí, mi madre se levantó y se alisó la estola.
Mi padre no tardó en reunirse con nosotras. Contó que se habían producido
algunos saqueos, tumultos y asesinatos, pero que en aquellos momentos la
ciudad ya se encontraba bastante tranquila. Los horrores que habíamos
imaginado parecieron ridículos. Secunda y yo nos miramos y dejamos escapar
una risita. Hasta mi madre rio. Pero nos equivocábamos al suponer que nos
encontrábamos a salvo.

El funeral de César fue un acontecimiento estrictamente político. Mi madre,


mi hermana y yo no acudimos; mi padre, en cambio, sí. Y también Marco Bruto
y los demás asesinos de César.
—¿Habrá un responso? —le pregunté a mi padre, de pie en la entrada de la
casa, antes de que se fuera. Iba vestido con una toga cuyos pliegues había
colocado esmeradamente.
—Por supuesto —respondió—. Es lo acostumbrado. En algunos aspectos,
César sirvió bien a Roma. Lo honraremos por ello.
—¿Quién será el que lo pronuncie?
—Antonio.
Oí que mi madre contenía una exclamación.
—¿Estás diciendo, esposo, que van a consentir que Antonio pronuncie un
discurso en el Foro, dirigido al pueblo?
Una expresión de nerviosismo cruzó por el rostro de mi padre.
—Ha sido decisión de Bruto. Ha dejado todos los preparativos para el
funeral en manos de Antonio.
—Pero ¿por qué? —preguntó mi madre.
—Para apaciguarlo —contestó mi padre con voz entrecortada—. Alfidia,
Antonio no es César. Es un necio amante de los placeres, la mitad del tiempo
está borracho. Se le puede tranquilizar. Bruto hace bien en intentarlo.
Mi padre siempre pronunciaba el nombre de Marco Bruto con profundo
respeto. Tenía fama de hombre íntegro, y, por obra de alguna transmutación de
la personalidad, inspiraba confianza a los demás, de manera muy parecida a
César, aunque en su caso la magia funcionaba dentro de un grupo más cerrado
y selecto.
Cuando mi padre se marchó al Foro, mi madre me miró.
—En cierta ocasión conocí a Antonio —dijo—. Tiene los ojos pequeños,
como los cerdos. Mi padre decía que los cerdos son más listos que los perros,
pero que carecen de su lealtad.
—Madre, en la granja que tenía el abuelo... —empezó mi hermana.
—Calla —le ordenó mi madre—, no estoy hablando contigo, necia, sino con
tu hermana. Ve adentro con tu tutor. —Luego se volvió hacia mí—. Ven, vamos
a mi salita.
Entramos en la pequeña estancia que tenía mi madre para su uso particular.
Al igual que el estudio de mi padre, estaba separada del atrio por una cortina.
Había un diván y estanterías en la pared llenas de curiosas piezas de alfarería
griega, muy antiguas, que había heredado de su familia.
—Siéntate —me ordenó.
Me senté.
Mi madre se acomodó en el diván, a mi lado.
—Siempre he sido de la opinión —continuó— de que las mujeres somos los
únicos seres verdaderamente adultos que existen en el mundo, y que los
hombres son una especie de niños. Cuando nace un niño, cuando un enfermo
lucha por sobrevivir, siempre que muere un anciano se ven mujeres alrededor,
pero rara vez hombres. Las mujeres cargamos con el peso de la supervivencia
de la familia. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—Sí —respondí, aunque la verdad era que no. A mí me parecía que los
grandes asuntos del mundo estaban en manos de los hombres.
Mi madre me retiró un mechón suelto que caía sobre mi cara, pero sin un
ápice de ternura.
—Fíjate lo descuidado que llevas el cabello. ¿Te tomas siquiera la molestia
de mirarte en el espejo? Ya eres casi una esposa. —Hizo una mueca de
desagrado—. Nunca me ha gustado que tu padre hable de política contigo. Es
cosa de hombres. No logro imaginar por qué razón puedes querer llenarte la
cabeza con esa clase de temas.
—Porque es importante —repliqué. Cuando hablaba con mi padre, era como
si alguien me llevase hasta la cima de una montaña y me enseñase un paisaje
infinito. En contraste, mi madre se ocupaba de supervisar las labores de la
cocina, el hilado y el barrido de los suelos. ¿Qué tenía todo aquello de
emocionante y de interesante?—. La política tiene mucha importancia.
—¿Tú crees? En mi opinión, es más que nada afectación de unos necios. —
Mi madre cambió de postura en el diván—. Estoy segura de que César era un
hombre terrible, como dice tu padre. Quería todo el poder para sí. Imagina a
los nobles teniendo que inclinarse ante otro hombre, como si fueran sus
esclavos. Aun así, que lo hayan asesinado durante una sesión del Senado es
algo muy extraño e inquietante. Y ahora, ¿cómo es que Bruto permite que su
mano derecha le hable al pueblo? —Tensó las facciones—. ¿En qué estará
pensando? —Se volvió hacia mí como si esperase que le hiciera el favor de
penetrar en la mente de Bruto.
Mi padre rara vez hablaba de política con mi madre. Ella nunca quería, se le
notaba a las claras. Sin embargo, me parece que la exasperaba que yo, en vez
de ella, estuviera al corriente de lo que opinaba su esposo. Ahora que sentía
que desde la esfera de este se avecinaba una amenaza para su familia, recurría
a mí.
—Madre —dije—, en política hay hombres cuya principal meta es verse
glorificados. Quizá Bruto sea uno de ellos. Permitir que Antonio hable en
público, estando aún húmeda la sangre de César, no tiene sentido. En mi
opinión, un hombre que se preocupase por el bien de Roma, más que por su
propia reputación, como mínimo mandaría a Antonio al exilio. Permitir que
Antonio hable hace que Bruto parezca una persona magnánima, pero me temo
que es una temeridad.
Mi madre me escuchaba apretándose las rodillas con las manos.
—Ya ha habido protestas por el asesinato de César —continué—. Me temo
que Antonio, si tiene algo de inteligencia, provocará otras nuevas y peores.
Mi madre asintió levísimamente con la cabeza. Había acudido a mí en busca
de consuelo, pero lo único que había hecho yo era confirmar sus temores.

El mundo entero sabe lo que sucedió ayer en el Foro. Antonio levantó en alto
la toga ensangrentada de César y provocó en los presentes un sentimiento de
lástima. A continuación leyó el testamento de César, que contenía un legado
para todos los ciudadanos de Roma, lo cual provocó en los presentes un
sentimiento de gratitud. Logró suscitar en la muchedumbre un profundo odio
hacia los asesinos de César.
Mi padre llegó a casa con una expresión grave en el rostro e impartió varias
órdenes tajantes. Una hora más tarde, él, mi madre, Secunda y yo, junto con
algunos de los sirvientes más fieles, nos fuimos de Roma. Viajamos en carreta
hasta que el sol se puso por el oeste. Mi padre quería que estuviéramos lo más
lejos posible de la ciudad antes de que oscureciese. Aquella noche nos
alojamos en una posada del camino —Secunda y yo compartimos un cuarto
estrecho, infestado de ratones—, y a la mañana siguiente continuamos viaje.
Hasta que finalmente llegamos a la finca que poseía nuestro padre en la
Toscana.
Más tarde nos llegó la noticia de que aquella noche la plebe, portando
antorchas, había estado buscando a los asesinos de César por toda Roma,
amenazando con quemarlos vivos. Toparon con un hombre que se llamaba
igual que uno de los asesinos y, sin creerse sus protestas y sus declaraciones
de inocencia, lo despedazaron por completo. No hallaron a ninguno de los
conspiradores reales; Marco Bruto, Décimo Bruto y el resto habían huido de
la ciudad. Y también mi prometido, Tiberio Nerón, quien, como mi padre, no
había participado directamente en el crimen, pero se rumoreaba que estaba
aliado con los asesinos.
En nuestra villa campestre, nos pusimos a esperar a ver qué sucedía en
Roma a continuación. A mí siempre me había gustado nuestra finca de la
Toscana, porque allí podía respirar el agradable aire del campo, pasear entre
los olivos y contemplar los caballos que retozaban por la campiña. Sin
embargo, esta vez, teniendo por compañero el miedo, disfruté muy poco.
Transcurrió un mes, y los asesinos de César llegaron a un acuerdo con
Antonio: se debía dejar en paz a los que habían apuñalado a César. Antonio
sería nombrado cónsul, y él y los asesinos compartirían el gobierno de Roma.
Como parte del acuerdo, se decidió que mi padre se convirtiera en senador.
En tiempos normales, su linaje y los cargos públicos que había desempeñado
lo habrían cualificado para el Senado. Tiberio Nerón, que al igual que mi
padre podía presumir de proceder de una de las familias más nobles de Roma,
los Claudios, también fue nombrado senador.
Todo saldría bien, nos aseguró mi padre mientras cenábamos juntos en el
bien equipado comedor de la villa.
—En mi opinión, deberíamos quedarnos en la Toscana —dijo mi madre.
Mi padre negó con la cabeza.
—Habrá luchas políticas en el Foro y en el Senado por el destino de la
República —dijo—, y debo estar presente.
—Pero Marco...
—Si las cosas se tuercen, ¿crees que no vendrían a buscarme aquí?
Mi madre hizo una mueca de desagrado y no dijo nada.
Mi padre se volvió hacia mí.
—Livia, cuando volvamos a Roma te casarás de inmediato.
No tuve necesidad de preguntar el motivo. Estando las cosas tan agitadas, y
habiendo tantos peligros alrededor, ahora era doblemente importante que mi
padre tuviera a Tiberio Nerón de su parte.
Mientras regresábamos a Roma en la carreta, procuré reunir valor. En
cuestión de días iba a convertirme en la esposa de Tiberio Nerón. Tras la
boda, si se torcía la suerte de mi padre y de mi marido... En fin, tal vez aquel
matrimonio no deseado no llegara a durar mucho.
¿Qué quería hacer la plebe con los asesinos de César? Inmolarlos. Recé
para que no estuviéramos regresando a Roma solo para ser asesinados.
3

Mi casamiento tuvo lugar poco después de que regresáramos a Roma.


Estábamos a principios del verano, en el mes de Junius, y recuerdo el calor
pegajoso que hacía. El atrio estaba atestado de divanes para cenar y de amigos
de mi padre y de mi futuro marido.
Aquella mañana, cuando desperté, me quité la bulla, el amuleto de la suerte
que había tenido como misión protegerme durante toda mi infancia, porque a
partir de entonces ya se me consideraría una mujer adulta. Me había bañado en
agua de rosas. Por primera vez en mi vida, llevaba los labios pintados de rojo
y los ojos perfilados con kohl. Me habían arreglado el cabello en seis
mechones atados con cintas, al estilo de las vestales. Mi larga túnica era de
fina muselina blanca, y mis sandalias de cuero blando y ribeteadas de oro.
Lucía unos pendientes de rubíes y un hermoso collar de oro, ambos regalo de
mi prometido. Y además me cubría con un diáfano velo de seda roja que me
hacía verlo todo teñido de un tono escarlata.
Me senté en un diván con mis padres a esperar a que llegase Tiberio Nerón,
y mientras tanto los invitados fueron expresándome sus buenos deseos. No
dejaba de abrigar la esperanza de que Tiberio tropezase por el camino y se
rompiera el cuello. Me lo imaginé vívidamente: trastabillando con una piedra
del pavimento, dejando escapar un grito y perdiendo el equilibrio, y luego a
sus amigos contemplándolo con expresión triste, muerto en el suelo. En otra
visión, más amable, deseé que sencillamente llegara a la conclusión de que, al
fin y al cabo, no quería casarse conmigo.
Sin embargo, al cabo de poco se oyeron en la entrada vítores y voces que
exclamaban «Feliciter!», y mi padre se levantó del diván para salir a recibir a
su futuro yerno.
Observé a Tiberio Nerón a través del filtro rojo de mi velo e intenté con
todas mis fuerzas encontrar en él algo que pudiera gustarme. Llevaba la toga
colocada con sumo esmero. Ninguna hebra gris surcaba su negra cabellera.
Tenía la piel curtida propia de los soldados, y me dije que eso le hacía
parecer un militar de alto rango, y que debería agradarme.
Me habría gustado que luciese un porte marcial y orgulloso, pero sus
modales eran más bien los de un tendero que se sentía feliz tras haber cerrado
un buen negocio.
Un sacerdote de Ceres trajo en brazos un cerdo, el cual no parecía tener el
sentido común de forcejear. Sin embargo, cuando lo depositó en el suelo, el
animal lanzó un agudo chillido. Aquello no fue buena señal: el sacrificio se
había iniciado con protestas. Miré a mi padre con una expresión esperanzada.
¿Cabía la posibilidad de que se aplazara la boda?
Pero él desvió el rostro.
A continuación, el sacerdote se inclinó y, con gran rapidez, le cortó el
pescuezo al cerdo sin darle tiempo a chillar de nuevo. El animal se tambaleó
durante unos instantes igual que un borracho y luego se le doblaron las patas.
A través del velo, el charco de sangre que se formó en el suelo me pareció de
color negro. Después, el sacerdote abrió el vientre del gorrino de un solo tajo
certero. El aire se llenó de un olor nauseabundo, y él procedió a
inspeccionarle las entrañas.
Deseé fervientemente que encontrase alguna anomalía horrenda y decidiera
aplazar la boda. Cerré los puños con fuerza, me mordí el labio inferior y recé;
pero el sacerdote se irguió de nuevo y exclamó:
—¡Las señales son buenas!
Unos esclavos limpiaron la sangre y se llevaron el cadáver del cerdo. Acto
seguido, mi padre y Tiberio Nerón intercambiaron unas copias del contrato
matrimonial. Yo sabía que dicho contrato concernía principalmente a mi dote:
unas tierras situadas cerca de Roma, que valían una cantidad de dinero
considerable.
Yo estaba de pie entre los dos hombres. Un vez más busqué a mi padre con
la mirada, y una vez más él se negó a mirarme. Me cogió la mano y la posó en
la palma tibia de Tiberio Nerón, que me la apretó con fuerza. Mi padre
acababa de entregarme a otro hombre.
De pronto, dentro de mi cabeza oí que una vocecilla desesperada me
advertía de que aún tenía una posibilidad de escapar. «No pronuncies tu
consentimiento. ¿Qué pueden hacerte? ¿Matarte? Solo tu padre tiene el
derecho de matarte, y no lo va a hacer.»
—Si tú eres Cayo, yo soy Caya —le dije a Tiberio Nerón, una frase con la
que proclamaba que éramos una sola persona.
—Feliciter! —exclamó todo el mundo.
Durante el banquete de boda, mi esposo y yo cenamos reclinados juntos en
un diván. De improviso sentí un hormigueo en el antebrazo, bajé la vista y vi
la mano de Tiberio, una mano cuadrada y de dedos regordetes, que me estaba
acariciando suavemente desde la muñeca hasta el codo. Tiberio me miró con
una media sonrisa. Yo aparté el brazo de inmediato, pero de inmediato me
pregunté si no lo habría ofendido, y lo miré para averiguarlo. Me devolvió un
gesto de aprobación. Yo era una virgen bien educada, exactamente la clase de
esposa que él deseaba.
El banquete finalizó demasiado pronto. Mi madre me tomó entre sus brazos y
Tiberio Nerón llevó a cabo el tradicional ritual de arrancarme de ellos a la
fuerza para, a continuación, sacarme de la casa. Unos niños nos arrojaron
frutos secos, que cayeron en torno a nosotros como una lluvia de granizo.
Esperamos a que se encendiera la antorcha de los recién casados y
seguidamente fui conducida al domicilio de mi nuevo esposo por dos niños
pequeños cuyos padres no habían fallecido, y que, por lo tanto, eran símbolo
de fertilidad y buena fortuna. La gente que estaba en la calle entonaba
canciones obscenas, y allá arriba el cielo se oscurecía y empezaban a asomar
las estrellas. Una nube de color humo se tragó la luna.
Cuando llegamos a la casa de Tiberio Nerón, vino a nuestro encuentro una
criada portando un cuenco de grasa de oveja. Tal como me habían indicado,
cogí una porción con las manos y unté las jambas de la puerta. A continuación,
dos jóvenes fornidos me levantaron en vilo y me hicieron franquear el umbral
con sumo cuidado. Ninguno de los dos tropezó, así que no hubo ningún mal
presagio.
La casa tenía coloridos murales en las paredes y artísticos mosaicos en el
suelo. Era la vivienda de un noble, aunque más pequeña que la casa en que yo
me había criado.
La algarabía de la calle fue difuminándose cuando una criada me condujo a
una habitación situada junto al atrio. Mi esposo y yo no tardamos en quedarnos
a solas. Nuestro dormitorio estaba adornado con guirnaldas de flores, y el
lecho, cubierto con una tela de seda roja. Habían encendido una vela.
Volví la cabeza y me quedé de cara a la pared pintada de amarillo claro
mientras Tiberio Nerón me desvestía. Luego sentí su boca hambrienta
succionándome un pecho. Me recordé a mí misma que era mi esposo y que
debía intentar complacerlo. Empezó a hacer calor en la habitación. Le toqué el
cuello con las yemas de los dedos; tenía la piel húmeda y olía a sudor.
Me tumbó sobre la cama y empezó a toquetearme los muslos. Pensé en lo
que me había dicho mi padre cuando estábamos ante las máscaras de nuestros
antepasados: que aquello era como dar la vida en la batalla. Me entraron
ganas de apartar a Tiberio Nerón de mí, pero me obligué a dejarme hacer.
Noté un cierto martilleo, pero después él se retiró maldiciendo en voz baja.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo entre risas—. Es que eres joven y pequeña, y muy inocente.
Me puso un cojín bajo las nalgas. Yo lo miré un instante, vi sus anchos
hombros y su pecho velludo. Volví la cabeza y contemplé las sombras que se
proyectaban en la pared; la suya subía y bajaba, subía y bajaba. De pronto
lanzó una exclamación ahogada. Sentí un dolor agudo y apreté los dientes.
Hasta que por fin se dejó caer a mi lado, con la cabeza apoyada en la
almohada. Me quedé mirando el techo. Había una grieta muy pequeña, apenas
visible a la tenue luz de la vela, que tenía la forma de un pájaro volando.
—Qué bonita eres —me dijo, y añadió tras una risita—: Esposa.
—Esposo —murmuré.
Al cabo de unos momentos, me ordenó:
—Échate boca abajo.
En aquel momento me vino a la memoria el día en que sorprendí al
mayordomo y a la criada en la cocina, y lo entendí. Esta vez no miré las
sombras que se proyectaban en la pared, sino que mantuve los ojos cerrados.
Me dije que había una parte de mí a la que Tiberio Nerón no podía llegar, que
mi mente estaba a salvo de él.

Y así me convertí en una mujer casada. Era la señora de una mansión situada
en la colina del Palatino, atendida por sirvientes obedientes y bien
adiestrados, y se me proporcionaban todas las cosas materiales que pedía.
Pedí libros, muchos libros. Pedí una enorme lámpara de aceite con sujeciones
de oro, para poder leer por las noches hasta muy tarde mientras Tiberio Nerón
roncaba. También pedí joyas carísimas, solo para demostrar mi poder.
En la cama, no tardé en desarrollar la habilidad de aislar mente y alma
mientras mi cuerpo fingía sentir pasión. Yo, que antes era dada a soltar de
manera impulsiva verdades incómodas, aprendí a simular. Me parece que
Tiberio Nerón tenía el convencimiento de que todas las noches estrechaba en
sus brazos a una esposa amante, una criatura a la cual poseía no solo
carnalmente, sino también mental y espiritualmente.
Con frecuencia, llevado por la pasión, mi marido me decía que era bonita.
Esto no me conmovía, sino que más bien me dejaba perpleja. Nadie me había
dicho que fuera bonita. A veces, cuando mi doncella me cepillaba el cabello
por la mañana, yo me miraba en el espejo y me preguntaba si habría algo de
verdad en lo que me decía Tiberio Nerón. Tenía los ojos grandes y de un
intenso color castaño oscuro, y el cabello rojo como el fuego. A lo mejor mis
facciones resultaban atractivas. La estola, que ahora llevaba como mujer
casada que era, me sentaba bien. Anudada bajo los pechos, hacía que
pareciese más voluptuosa y madura que mi anterior túnica de jovencita. No era
especialmente alta, pero los pliegues largos y rectos que me caían hasta los
tobillos me aportaban un poco más de estatura. Ahora parecía más una mujer y
menos una simple chiquilla.
A veces, cuando mi esposo me tomaba, mi carne reaccionaba y sentía el
inicio del placer. Pero mi mente enseguida se aislaba, con lo cual la sensación
desaparecía. Supongo que el problema radicaba en que en lo más profundo de
mí misma me rebelaba contra el modo en que usaban mi cuerpo. Sin embargo,
ya que era mi deber como esposa y como hija de mi padre, me entregaba a
Tiberio Nerón cada vez que él me solicitaba, y siempre con palabras amables
y una actitud cariñosa. Fingía que su deseo era para mí una fuente de alegría. Y
me parece que eso a él lo hacía feliz. «Soy incapaz de dejar de tocarte», me
dijo en más de una ocasión al atraerme hacia sí. Y yo sonreía.
Empecé a experimentar un placer perverso con aquel fingimiento. Ya que no
podía ser sincera, sería la mejor embustera del mundo. Ya que no podía echar
a Tiberio Nerón de mi cama, procuraría que se enamorase perdidamente de
mí. En realidad, se trataba de una especie de juego, en el fondo del cual solo
había rabia y burla.
Comparada con la de muchas otras mujeres, mi suerte era envidiable. Pero
una parte de mí afirmaba que lo que sucedía en nuestro lecho conyugal era una
violación. Había ocasiones en las que, después de que mi esposo hubiera
agotado su pasión, me quedaba tumbada en la cama y me entraban ganas de
gritar. No lo quería a mi lado. No lo quería.
Una vez me compró un bonito brazalete de plata sin que yo se lo hubiera
pedido.
—Es precioso —dije al tiempo que me lo ponía, y le di un beso.
Me dolió ver la felicidad que expresaba su rostro. Sentí desprecio hacia mí
misma por el hecho de estar engañándolo. Si hubiera podido obligarme,
voluntariamente, a sentir algo por él, me habría obligado; pero me resultó
imposible.
Cuando llevábamos un par de meses casados, me dijo:
—Yo te llamo «cariño» y «amor mío», en cambio tú siempre me llamas
esposo o por mi nombre. ¿Por qué eres tan formal, palomita mía?
—Porque el amor es algo nuevo para mí —contesté—. Debes perdonarme.
Él se rio de mi respuesta, que tomó por inocencia.
—¿Y cómo deseas que te llame? —le pregunté.
—¿En nuestra alcoba, cuando estamos solos? Llámame «amor mío».
Así lo llamé a partir de entonces cuando yacíamos juntos. Y eso, más que
ninguna otra cosa, obró cambios en mi alma.

En el verano de mi boda se celebraron los juegos funerarios en honor de


Julio César. Era inusual que se celebrasen unos juegos funerarios, los cuales
constituían una manera de honrar a una persona muy prominente y, al mismo
tiempo, una ocasión para que el organizador se congraciara con la plebe, que
adoraba los espectáculos. Aquellos juegos iban a ser organizados por el
sobrino nieto de César, a quien este había adoptado en su testamento como hijo
y heredero.
Aquel joven había estado estudiando en Rodas, y viajó a Roma para
reclamar su herencia. Marco Antonio, ahora cónsul, había hallado alguna
excusa para quedarse con parte del dinero que tenía en custodia para él, y esto
fue motivo de pelea entre ambos. Además, había un dinero legado por César a
los soldados de su ejército que tampoco se había abonado. El muchacho —a
quien al nacer le pusieron el nombre de Cayo Octaviano, pero que ahora
llevaba el de Cayo Julio César Octaviano— pagó a los soldados con dinero
sacado de sus propios fondos, un gesto que algunas personas encontraron
inquietante. A mi padre, por ejemplo, no le gustó nada que, a consecuencia de
ello, el muchacho gozara del favor del ejército; en cambio, mi esposo no vio
peligro alguno en dicha acción.
—¿Qué más da que gaste su dinero y que se comporte como un
exhibicionista y un necio?
—¿Eso fue lo que te impresionó de él cuando lo conociste? —le pregunté.
Tiberio Nerón había coincidido varias veces con el joven César, cuando este
tenía unos catorce años y él ocupaba un cargo en el ejército de César—. ¿Te
pareció necio o arrogante?
—No —contestó Tiberio Nerón—, era un joven callado y estudioso. Pero no
destacaba como atleta, y tampoco apuntaba a soldado. Era delgado y pálido, y
tosía constantemente. Y además tenía que tener cuidado con lo que comía,
porque a menudo lo vomitaba. —Sonrió y añadió—: La verdad es que nunca
he visto un espécimen que me inspirase más lástima.
Estábamos cenando los dos solos, de manera informal, sentados a una mesa
pequeña colocada al borde del jardín.
—¿No te parece extraño que haya dado todo ese dinero a los soldados de
César? —pregunté.
—Bueno, es que se les debía —repuso mi esposo—. Y él ya era rico antes
incluso de que muriera César. Ahora es más rico que Creso. Supongo que ya
se lo reembolsará Antonio.
—¿Tú crees? Tengo entendido que Antonio ha insultado al joven César a la
cara. Se odian.
—No me digas. ¿Dónde has oído todas esas cosas, eh?
—Se las he oído a mi padre —respondí—. Se alegra de que el joven César
y Marco Antonio no se lleven bien.
Tiberio Nerón masticó un trozo de pescado.
—¿En serio? ¿Por qué?
Me sorprendió mucho que mi marido no supiera la respuesta a aquella
pregunta. En los dos meses que llevábamos casados, solo habíamos hablado
de política muy de vez en cuando. Él solía estar en los terrenos de
adiestramiento militar del Campo de Marte, o bien en el Foro con sus amigos.
Yo me restringía a mi esfera femenina y aprendía a supervisar la casa y a la
servidumbre, una tarea que representaba escasa dificultad pero que para mí
constituía un papel nuevo. A veces, por las tardes, los amigos de Tiberio
Nerón y sus esposas nos invitaban a cenar, pero no eran ocasiones para tener
conversaciones serias. Yo había oído a mi esposo hablar con fundamento de
cuestiones militares y había visto que otros hombres se inclinaban ante su
experiencia, por lo tanto había imaginado que también sabía de política.
—Lo último que querría mi padre, o incluso Bruto —dije—, es que Antonio
y el joven César estuvieran unidos. El propio Cicerón ha comentado que
cuantos más sean los que se adhieran a César, y no a Antonio, mejor para
todos nosotros.
Cicerón, el gran estadista del Senado, no había sido invitado a participar en
el asesinato de César porque era un pusilánime. Sin embargo, una vez
cometido el crimen, apoyó fervientemente a los asesinos.
Mi esposo soltó una risita.
—¿Quieres decir que ha estado viendo a Cicerón a mis espaldas? ¿Y que te
ha estado haciendo confidencias? —Tiberio Nerón consideraba que mi interés
por la política era algo verdaderamente gracioso. Alargó el brazo, hundió la
mano en mi cabello y me besó—. ¿Quieres que mañana vayamos a ver a los
gladiadores? —ofreció—. El joven César Octaviano ha organizado un
espectáculo magnífico.
Negué con la cabeza.
—¿No quieres ir? Los juegos van a durar cinco días seguidos —insistió.
—Prefiero no ir, si no te importa —repuse—. Además, no íbamos a poder
sentarnos juntos.
—Eso es cierto. En fin, entiendo que no soportes ver la sangre.
—No es eso —repliqué—. Es que las mujeres tenemos que sentarnos tan
atrás que resulta imposible ver algo.
Tiberio Nerón ya me había llevado a una exhibición de gladiadores. Me
había aburrido terriblemente, sentada al fondo, entre las mujeres, como
mandaba la costumbre, viendo ante mí filas y filas de cabezas de varones, y
allá, a lo lejos, unas figuras diminutas que luchaban entre sí. Los hombres
decían que era indecoroso que las mujeres se situaran demasiado cerca para
contemplar un espectáculo tan sangriento. Pero, en ese caso, ¿por qué nos
permitían asistir siquiera? La verdad era que, en lo relativo a aquella
diversión, que tanto les gustaba, se habían aferrado a una excusa para acaparar
los mejores asientos.

Dos años antes, en recuerdo de su único vástago legítimo, una niña que
falleció al nacer, Julio César no solo ofreció las habituales luchas de
gladiadores por parejas sino también entre batallones enteros de infantería y
entre escuadrones de caballería, algunos gladiadores montados a caballo y
otros a lomos de elefantes. Su sobrino nieto deseaba superarlo, y lo superó,
invirtiendo enormes sumas de dinero para adquirir lobos, osos y leones a fin
de enfrentarlos a los gladiadores, además de centenares de caballos y
elefantes, y varias cohortes de luchadores.
Evité las luchas de gladiadores; en cambio, asistí a un espectáculo de menor
envergadura que también formaba parte de los juegos funerarios en honor a
César: una carrera de cuadrigas en el Circo Máximo. Tiberio Nerón y yo
teníamos unos asientos excelentes, junto a la línea de llegada, en la fila
delantera reservada para los senadores y sus esposas. Hasta mi padre había
comentado con respeto, aunque un tanto a regañadientes, el hecho de que Julio
César hubiera mandado ampliar las gradas y construir varias filas de asientos
a lo largo del perímetro de la pista, de tal modo que ahora había espacio para
ciento cincuenta mil espectadores. Miré alrededor y vi el circo abarrotado de
público, los ciudadanos bien vestidos ocupando buenos asientos, los
harapientos que habitaban en casuchas sentados en las graderías. El olor del
estiércol de caballo se mezclaba con el de los cuerpos humanos apretados
unos contra otros y el de las salchichas que ofrecían los vendedores que iban
recorriendo las gradas.
Mi esposo y yo habíamos apostado en la primera carrera, él por los Verdes y
yo por los Rojos. Observé que los aurigas conducían sus carros inclinados
hacia delante en una postura tensa, controlando sus cuatro caballos con
pericia. Dieron siete vueltas a la pista. Cuando el auriga vestido de rojo cruzó
el primero la meta, se elevó un clamor de vítores desde un millar de gargantas.
Tiberio Nerón pagó su apuesta con buen humor.
Esperamos a la segunda carrera. El joven César estaba sentado no muy lejos
de nosotros, rodeado por su séquito. Se acercó cortésmente a saludarnos.
—Espero que estéis disfrutando de los juegos —nos dijo.
Yo era la primera vez que lo veía. Por el modo en que me lo había descrito
Tiberio Nerón, imaginaba que el heredero de César tendría una apariencia
frágil, pero no era así. Aunque su rostro presentaba una cierta palidez, con ello
solo daba la impresión de ser una persona que pasaba más tiempo en una
biblioteca que al aire libre. No presentaba ningún otro indicio de enfermedad.
Iba vestido con una túnica ligera de verano. Aunque era de estatura mediana,
su cuerpo guardaba las proporciones perfectas de una estatua griega. Y,
además, su color resultaba bastante insólito en un romano: ojos azules como el
cielo en un día luminoso, y una cabellera dorada que le caía sobre la frente
formando descuidados rizos. Sus facciones eran finas y su belleza llamaba la
atención.
Todo el mundo ya estaba especulando sobre cuánto tardaría en intentar
conseguir un puesto en la política. Al observarlo, me dije: «No, imposible, es
demasiado joven para eso.» Había oído decir que todavía le faltaba un mes
para cumplir los diecinueve. Mi esposo hablaba con él de la manera en que un
hombre le habla a un niño... un niño de riquezas fabulosas y muy bien
relacionado, pero un niño al fin y al cabo.
—¿Cómo debo llamarte ahora? —le preguntó Tiberio Nerón—. Tengo
entendido que has tomado el nombre de tu padre adoptivo.
El muchacho se encogió de hombros en un gesto negligente.
—Puedes llamarme como más te guste.
—No —persistió Tiberio Nerón—, te estoy preguntando qué nombre
prefieres. ¿Cómo te llaman tus amigos? —Sonreía, y su tono de voz era casi
paternalista.
—¿Mis amigos? Actualmente todos me llaman César.
—¿Y eso es lo que tú prefieres?
El joven César volvió a encogerse de hombros, levísimamente, como si
dijera: «¿Por qué no?»
—Pues sí, eso.
¿Sabría el joven César que Tiberio Nerón se había aliado con los asesinos
de su padre adoptivo? Desde luego, no mostraba señal alguna de saberlo. Se
sentó en el banco junto a mi marido y durante un rato estuvieron hablando en
tono amistoso de temas insustanciales. Lo que cambió dicho tono amistoso no
fue la política, sino otra cosa.
—Te veo muy bien —le dijo Tiberio Nerón—. Me ha alegrado saber que
últimamente estás mejor de salud.
El joven César se puso tenso y su mirada se volvió glacial.
—Sí, mucho mejor.
Tiberio Nerón frunció el entrecejo. Yo estaba segura de que no había sido su
intención hablar de un tema desagradable, y mucho menos causar daño, pero
aquella reacción instantánea del joven sugería que su salud constituía un tema
sumamente sensible. Con la tensión todavía reflejada en el semblante, se
inclinó, apoyó los codos en las rodillas, hizo caso omiso de Tiberio Nerón y
por primera vez se dirigió directamente a mí.
—¿Quién es el que te gusta de la siguiente carrera?
—Los Blancos —contesté.
—Esos no van a ganar.
—¿No?
—No —repitió—. ¿Quieres apostar?
—Se te ve demasiado seguro —respondí, negando con la cabeza.
El joven César sonrió, relajado de nuevo. Tenía una sonrisa encantadora.
—Conozco al auriga de los Rojos, antes pertenecía a mi familia. Haces bien
en no apostar contra mí.
No sé por qué, pero aquellas palabras se repitieron dentro de mi cabeza.
«Haces bien en no apostar contra mí.»
Mi esposo se excusó y se levantó. A lo mejor quería ir a aliviarse, o quizás
había visto a un amigo con el que deseaba hablar. Fuera cual fuere la razón, se
despidió con un par de palabras de cortesía y me dejó con aquel muchacho...
tan apuesto. Juntos vimos la siguiente carrera.
Los Rojos chocaron contra los Blancos, los cuales se estrellaron contra un
muro, cerca de donde estábamos nosotros. Los espectadores dejaron escapar
una exclamación ahogada. Yo me mordí el puño. El auriga había salido
lanzado por los aires y ahora yacía en la arena, retorciéndose. Acosado por el
dolor, empezó a golpear el suelo con los dedos. También había un caballo
caído panza arriba, que lanzaba patadas y relinchos. Otro de los caballos
intentaba mantenerse en pie, pero acabó derrumbándose porque se había roto
las patas.
Enseguida acudieron unos esclavos para llevarse el carro destrozado, los
caballos lastimados y el auriga herido, mientras los Rojos seguían corriendo y
obtenían la victoria.
—¿No te alegras de no haber apostado? —me dijo el joven César.
—Mucho. Estoy segura de que el auriga de los Rojos se ha estrellado
deliberadamente contra su rival. Es un verdadero rufián.
—Como todos los aurigas.
Miré a los ojos al joven César y sentí una opresión en el pecho. Seguro que
todas las mujeres llevan en su mente una imagen de cómo ha de ser la
perfección en lo que a belleza masculina se refiere. Para mí, aquel joven era
quien mejor la personificaba. Ya había visto a otros hombres atractivos, pero
no había sentido nada. Ahora, en cambio, notaba un hormigueo en la piel.
Sentía el sol cayendo a plomo, el tacto de la estola ceñida a mi cuerpo, el
calor que me producía en la nuca mi cabello. Me entraron ganas de acariciar
la mejilla del joven César, muy delicadamente, para comprobar si era tan lisa
como parecía. Deseé tener alguna anécdota graciosa que contarle, para poder
verlo reír.
Era el heredero de Julio César. Quizás en aquellos momentos, en algún lugar
de Roma, hubiera hombres que se sintieran amenazados por este hecho, lo
bastante amenazados incluso para intentar matarlo.
«Si yo lo amase, le habría aconsejado que se quedara en Rodas y no viniera
a reclamar su herencia, que mantuviese la cabeza baja y rogara por que la
gente se olvidara de él. Nadie importante está de su lado. Antonio no puede
estarlo, porque quiere para sí el manto de César. Los que siguen a Bruto, como
mi padre, solo pueden considerarlo un enemigo potencial. Y, aun así, él viene
aquí como un pastor desarmado que entra en la guarida del lobo. Sonríe a los
hombres que traicionaron a su padre adoptivo, y su mirada transmite paz.»
—¿Sabías que eras el heredero de César antes de que... de que muriera?
Me sorprendí a mí misma por haber tenido la audacia de formular aquella
pregunta, pero me consumía la curiosidad.
En cambio, el joven César no pareció inmutarse.
—Fue una sorpresa absoluta —respondió en tono serio.
—¿Y te... agradó?
Desvió la mirada un momento, y después se volvió de nuevo hacia mí
esbozando una media sonrisa.
—Me entusiasmó.
—¿No te causó inquietud?
—Solo un idiota no sentiría inquietud —contestó, nuevamente con voz seria.
—Estos juegos tienen por objeto ganar el afecto del pueblo. Si lo deseas,
puedes hacer una gran carrera en la política —dije.
—¿Tú crees que actualmente el afecto del pueblo constituye la clave para
hacer carrera en la política? — preguntó en tono neutro.
—No, la clave es el afecto del ejército. Pero, naturalmente, eso también lo
estás comprando.
El joven César me dirigió una mirada penetrante. Pero no dijo
impulsivamente una mentira, no contestó que no tenía la intención de
congraciarse con el ejército. Nos miramos el uno al otro entendiéndonos, cosa
extraña entre dos desconocidos. Sí, él iba a intentar alcanzar el poder. Y
dentro de no mucho. Lo supe en aquel momento, como si me lo hubiera dicho
con palabras.
—Lo siento por ti —dije.
Y era verdad. Pero lo dije involuntariamente, no había querido expresarlo en
voz alta.
—¿En serio? Me sorprende que tengas un corazón tan blando —repuso.
—No lo tengo en absoluto.
—No lo he dicho a modo de insulto.
No dije nada. Permanecimos largo rato en silencio, mirándonos. Él ladeó la
cabeza y me observó. Y de improviso una sonrisa se dibujó en su rostro.
Yo era una mujer casada, y tanto mi padre como mi esposo habían
participado en la conjura para asesinar a César. Aquel joven que me miraba
sonriente era el hijo adoptivo de César. Éramos enemigos. Y, aun así, no pude
evitar devolverle la sonrisa.
Bajé la mirada y me alisé los pliegues de la estola, que no necesitaban ser
alisados. Cuando levanté de nuevo la vista, le pregunté:
—¿Amabas a César?
—Mucho. Y lo admiraba más que a ningún otro hombre que haya conocido.
«Y por lo tanto querrás vengarlo», pensé.
—Sufría la enfermedad maldita, ¿sabes? —me dijo el joven César—. Solía
hablarme de ella, y del poder de la fuerza de voluntad para superar los
obstáculos físicos.
—Y quiso que fueras hijo suyo —apunté—. Ya imagino cuánto significará
eso para ti.
—¿De verdad lo imaginas? La mayoría de las personas no son capaces; en
cambio, estoy convencido de que tú sí. —El joven César se pasó una mano por
el pelo—. No suelo hablar de manera tan franca con personas a las que acabo
de conocer —añadió con una risita nerviosa.
—Yo tampoco —repuse.
Me miró con cara de desconcierto.
—¿A qué te refieres? Yo te he contado mucho; sin embargo, tú no has dicho
nada de ti misma.
«¿Cómo que no? —pensé—. Cuando una mujer casada mira a otro hombre
como yo te miro a ti, ¿acaso no dice ya muchas cosas, muchas más de las que
debería?»
En aquel instante regresó mi esposo, y el joven César y yo ya no volvimos a
hablar en privado.
Aquella noche, mientras nos preparábamos para irnos a la cama, le dije a
Tiberio Nerón:
—El joven César... ¿lo matarán?
—No, a menos que haga algo para provocar su muerte. —Hizo una leve
mueca de desprecio—. Es joven, y siempre ha sido un ser débil. —Me tomó
entre sus brazos y preguntó—: ¿Qué es lo que te tiene tan preocupada,
palomita mía?
Ahora que ya no me sentía afectada por la presencia de César Octaviano,
hice un cálculo mental. Sumé su popularidad entre el pueblo y especialmente
en el ejército, sus vastas riquezas y el amor que sentía por su padre adoptivo,
que sin duda debía de implicar odio hacia sus asesinos. Rememoré la
impresión que había tenido de que aquel joven no tardaría en buscar el poder.
Y me poseyó un espíritu maligno. Imaginé a mi padre, a mi madre, a todos mis
seres queridos, convertidos en una masa sanguinolenta a los pies del joven
César.
—Me temo que es peligroso, muy peligroso —dije aterrorizada—. Tal vez
sea conveniente que lo mates.
Mi esposo se limitó a soltar una carcajada.
4

El verano iba dando paso al otoño. Yo recorría la casa a grandes zancadas,


supervisando a unos criados que no precisaban supervisión. Cogía un libro,
retiraba la cubierta de cuero, leía unas pocas frases y volvía a guardarlo. Lo
que había sentido en presencia de César Octaviano ya estaba bien enterrado.
Pero veía los pájaros y me entraban deseos de elevarme en el aire como ellos,
o bien de convertirme en una ninfa o en una diosa y verme transportada hasta
más allá de las obligaciones del matrimonio. Un día tras otro, rebosaba una
energía que nadie podía aprovechar.
Dado que tanto mi esposo como yo éramos senadores, descubrí que me
resultaba fácil estar informada de los asuntos de la política. Me enteré de que
todos los senadores que habían apuñalado a César, temerosos de la reacción
de la plebe, habían huido de Roma. Marco Bruto había tomado un barco para
irse a Atenas a esperar allí los acontecimientos y, casualmente, a estudiar
filosofía. Décimo Bruto se marchó a ejercer de gobernador de la Galia
Cisalpina.
Mientras tanto, Marco Antonio asumió el mando de las legiones de Roma en
Brundisio. Los soldados se burlaban de él porque no había vengado la muerte
de Julio César. Antonio intentó aplacarlos un poco ofreciéndoles una
gratificación, pero ellos protestaron afirmando que era demasiado escasa, así
que ordenó que mataran a palos a varios de los insatisfechos, lo cual tuvo
como efecto que los demás se replegaran en un hosco silencio.
El joven César se quedó en Roma, viviendo con su madre, una afligida
viuda. Ofreció gratificaciones mucho más cuantiosas que las de Antonio y
logró formar un ejército de tres mil hombres.
Antonio regresó a la ciudad, con la intención de pronunciar un discurso ante
el Senado en el que denunciaría al joven César, pero se emborrachó y se
olvidó por completo de su propósito. Acto seguido anunció que, después de
todo, iba a vengar a Julio César. Pretendía atacar a Décimo Bruto en la Galia,
y efectivamente partió a la cabeza de sus legiones. Y yo me pregunté si aquello
no sería el principio de una guerra civil.
Poco después de que partiera Antonio, mi padre dio una pequeña cena, la
primera a la que asistía yo en mi casa paterna. Disfruté de mi nuevo estatus de
persona adulta, reclinada en un diván como hacían las mujeres casadas, en
lugar de sentarme, como había hecho siempre antes de contraer nupcias.
A dicha cena acudió Marco Cicerón. Tenía sesenta y dos años y era un
hombre rechoncho y de cara colorada, dotado de una maravillosa y estentórea
voz de senador. Llegó solo. Todos sabíamos que se había divorciado de la
madre de sus hijos para casarse con una heredera que contaba quince años.
Después se divorció de dicha heredera porque esta se peleó con su amada hija
Tulia y porque no lloró cuando murió al dar a luz.
A la cena también asistió el joven César. Él y yo estábamos el uno al lado
del otro, él solitario en un diván y yo compartiendo el mío con mi esposo. Me
sonrió y dijo:
—Es un placer volver a verte, Livia Drusila.
Estaba resplandeciente, algo propio de un joven que se siente complacido
con lo que la vida le está deparando.
—Últimamente he oído decir que Cicerón y tú os habéis hecho amigos
inseparables —dije. En Roma todo el mundo estaba al corriente de que a
ambos se los veía mucho juntos.
—Para mí, Cicerón se ha convertido en un segundo padre —dijo el joven
César. A mí me resultó tan poco probable como ver un cerdo volando.
—Un tercer padre —repliqué—. Porque el segundo fue tu tío abuelo, que te
adoptó.
—Por supuesto —concedió, sonriente.
—Cicerón y tú tenéis mucho en común —dije—. Era lógico que os hicierais
amigos.
—Me halagas.
Sacudí la cabeza y bebí un sorbo de vino.
—Dime —me pidió en voz baja, para que no lo oyera nadie más—, según tú,
¿qué es exactamente lo que tenemos en común Cicerón y yo?
Me dio la impresión de que estaba poniéndome a prueba. Si yo hubiera
sonreído con afectación y me hubiera puesto a hablar de las admirables
cualidades que adornaban a ambos, se habría sentido decepcionado. En
cambio, respondí:
—Lo que tenéis en común Cicerón y tú es que los dos odiáis a Antonio.
—¿Y tú crees —me preguntó empleando el mismo tono— que eso constituye
una base suficiente para construir una amistad?
Reflexioné sobre aquella pregunta.
—Desde luego —contesté al cabo—. Durante un tiempo.
A partir de ese momento la conversación se generalizó, dominada por
Cicerón. Habló de que los cónsules que asumieran el cargo con el nuevo año
tendrían como misión formar legiones para liberar a Décimo Bruto. El joven
César asentía ante las palabras de Cicerón. Y yo tuve la sensación de que
ambos ya habían hablado anteriormente del tema.
Me sorprendió lo extraño de la situación. «Antonio ha ido a cobrarse
venganza de Décimo, uno de los asesinos de César. El hijo adoptivo de César
está aquí sentado, simpatizando con los planes que se han urdido para proteger
a Décimo de la cólera de Antonio. Y está aquí con Cicerón, un hombre que
elogió públicamente a los asesinos. Junto con mi padre, aliado de ellos. Y
junto con mi esposo, que desempeñó un cargo para César pero se volvió
contra él. El joven César les sonríe a todos, henchido de buen humor. ¿Qué es
lo que se propone?»
—Tenemos otro asunto importante sobre el cual decidir —anunció Cicerón
—. Un cargo oficial para nuestro joven amigo.
—¿El de cónsul es una opción? —propuso el joven César.
La ley reservaba el puesto de cónsul, el más honroso de la República, para
los hombres que tuvieran cuarenta y dos años como mínimo y contaran ya con
una trayectoria distinguida ocupando cargos públicos. Aparte del de dictador,
ningún cargo se acercaba siquiera al grado de poder que tenía un cónsul.
Mi padre, cuando oyó a aquel joven de diecinueve años sugerir la
posibilidad de convertirse en cónsul, puso cara de estar a punto de
atragantarse. Había invitado a cenar a Cicerón y al joven César porque
deseaba sondearlos de forma general, y en particular para hacerse una idea de
cómo pensaba el joven. Por desgracia, la conversación ya había tomado un
cariz que no le gustaba.
—He de tener el derecho legal a conducir un ejército —dijo el joven César
—. Es necesario.
—La idea de un ejército privado es repugnante —replicó mi padre.
—Estoy totalmente de acuerdo en eso —repuso el joven César—, por ello
precisamente quiero contar con la autoridad legítima. Sin duda Cicerón te
habrá informado de que tengo previsto poner mi persona y mi ejército a
disposición del Senado. Para mí es un honor contribuir a proteger la
República de individuos como Antonio. Si por lo menos me convirtiera en
pretor...
—Este no es un lugar adecuado para hablar de ese tema —lo interrumpió mi
padre. Buscando un tono más agradable, nos miró a mi madre y a mí y añadió
—: No debemos aburrir a mi esposa y a mi hija.
—Yo diría que tu respetada esposa Alfidia no parece aburrirse —dijo el
joven César—. Y en cuanto a tu hija... sospecho que a Livia Drusila esta
conversación le está resultando muy interesante.
—Te ruego que me perdones, pero te equivocas —tercié. Era una hija leal.
Pero sonreí al joven César para quitar un poco de hierro a mis palabras—. Me
temo que tanto hablar de cargos públicos y de ejércitos me está dando dolor
de cabeza.
—Sí, por favor, cambiemos de tema, si no te importa —dijo mi madre con
una sonrisa contrita que se veía a todas luces falsa.
—Tendremos que continuar hablando de esto en otro momento más
apropiado —dijo mi padre.
—Lamento parecer impetuoso —se disculpó el joven César con amable
cortesía—. Espero que por lo menos dedicarás unos instantes de reflexión a lo
que acabo de decir.
—Por supuesto —respondió mi padre.
La cena perdió toda su chispa. El joven César se marchó lo más temprano
que pudo sin resultar descortés. Pero en el momento de despedirse me sonrió
como si ambos compartiéramos una broma privada.
En cuanto el joven César hubo salido por la puerta, Cicerón dijo:
—Sugiero que lo hagamos propretor.
Los pretores iban por detrás de los cónsules; los propretores, naturalmente,
eran pretores cuyo período en el cargo se había ampliado. Que un joven que
nunca había desempeñado ningún cargo público recibiera el título de
propretor era, de entrada, absurdo.
De repente sentí un súbito malestar, y bebí un sorbo de vino. Se deslizó,
fresco y dulce, por mi garganta, pero no me alivió.
—No puedes hablar en serio —dijo mi padre, mirando fijamente a Cicerón.
—No sería un magistrado, en un sentido formal. —Cicerón se inclinó hacia
delante, apoyado en un codo. Estaba enfrente de mí, con el rostro vuelto hacia
mi padre—. Necesitamos al joven César... o, mejor dicho, necesitamos las
tropas cuya lealtad pueda granjearse, para que nos protejan de Antonio.
—No estoy seguro de que Antonio sea la única amenaza —replicó mi padre.
Cicerón clavó sus duros ojos, unos ojos grandes y redondos como los de un
búho, en Tiberio Nerón.
—¿Te has fijado —dijo— en quién está dirigiéndose en estos momentos a
atacar a nuestro amigo Décimo Bruto? Antonio debería haber muerto en los
idus de marzo. ¡Antonio! ¡Antonio! ¡Antonio! —Golpeó tres veces la mesa
para enfatizar sus palabras—. Antonio es la amenaza. Lo único que quiere el
joven César de nosotros son honores vacuos. Llámalo propretor. Por mí,
puedes llamarlo incluso hijo del dios Apolo.
—Si lo hacemos propretor, le otorgaremos autoridad legítima para que
continúe reclutando tropas bajo su propio estandarte y para que forme un
ejército aún mayor —objetó mi padre—. No me gusta.
Sin embargo, no habló con vehemencia. Me di cuenta de que al final se
pondría del lado de Cicerón, y sentí un escalofrío que me recorría la espalda.
—Su ejército estará firmemente bajo mi control —dijo Cicerón—. Hace
apenas unos meses, ese muchacho estaba en una escuela de Rodas. Me sigue
igual que un cachorro. Y viene a nosotros con bolsas repletas de dinero y
llamándose César, preparado para reunir a los soldados de César y regalarnos
un ejército.
—Llegará un día en el que ya no tenga diecinueve años —señaló Tiberio
Nerón—. Hay que pensar a largo plazo.
Hablaba en tono dubitativo, como mi padre, como si no estuviera preparado
para oponerse a Cicerón.
—A largo plazo —repitió Cicerón. De pronto se le dibujó una sonrisa en la
cara; no fue una sonrisa agradable, dejó al descubierto una dentadura
amarillenta y unos incisivos afilados—. A largo plazo, el joven César no tiene
interés para mí.
De repente me vino a la memoria quién era el tal Cicerón. Muchos lo
consideraban el gran defensor de la República, pero durante su consulado
había ejecutado a varios ciudadanos de Roma con el argumento de que estaban
conspirando para derrocar el gobierno de la República; sin embargo, había
quien pensaba que eran, sencillamente, hombres desesperados que provocaban
agitación para que se les perdonasen las deudas. Esto tuvo lugar antes de que
yo naciera, pero se lo había oído decir a mi padre, que abrigaba ciertas dudas
acerca de la rectitud de las acciones de Cicerón.
—A largo plazo, ¿tú crees que puede causarme miedo un muchacho enfermo?
—continuó Cicerón—. Debemos aprovecharnos ahora de lo que nos ofrece. Si
algún día se vuelve contra nosotros, ya sabremos cómo lidiar con él. ¿Dudas
que tú y yo, y todos nosotros juntos, seamos dignos rivales suyos?
«Yo sí lo dudo —pensé—. Es el hijo adoptivo de Julio César y cuenta con el
afecto del ejército y del pueblo. Vosotros no contáis con eso.» Se me aceleró
el corazón y empecé a notar un calor sofocante. A lo mejor había bebido más
vino del que creía. Experimenté el impulso incontrolable de hablar.
Resultaba aterrador sentirme tan segura de que estaba viendo algo que mis
mayores no veían, aunque lo tuvieran delante de las narices. Yo sabía, con
total seguridad, que estaban calculando mal y que ello podía conducirlos al
desastre. Y dicho convencimiento me parecía demasiado grande para llevarlo
dentro de mí, no podía reprimirlo.
De manera increíble, ni siquiera suavicé mi discurso con frases de cortesía.
—Tú crees que, como César es joven, es un necio. Pero no lo es —dije.
Cicerón se volvió hacia mí, sorprendido. Lo miré fijamente a los ojos y
continué—: Mi esposo es un hombre de grandes logros que le dobla la edad,
aspira a ser pretor y aún no lo ha conseguido. Lo normal es que espere
pacientemente, ya que se trata de un honor muy considerable. Y, sin embargo,
tú vas a conceder a César los poderes de un pretor. ¿Qué va a darte él a
cambio? Únicamente la promesa de dejarse guiar por ti. Además, ¿crees que
eres tú el que se aprovecha de él? Estás convencido de que se ha olvidado de
su padre adoptivo, supones que la idea de vengarlo ni siquiera se le pasa por
la cabeza. ¿Crees que no es capaz de sonreír y ocultar lo que piensa de ti? ¿No
te das cuenta de que eso sabe hacerlo cualquier joven esclava?
Fue un discurso muy largo, pero nadie me interrumpió. Creo que todos
estaban demasiado estupefactos, como si uno de los jarrones que reposaban en
las mesas auxiliares se hubiera puesto a hablar de repente. Me di cuenta de lo
mucho que me había excedido y, ruborizada, guardé silencio.
Si antes de contraer matrimonio le hubiera hablado a Cicerón de aquella
forma en presencia de mi madre, esta me habría sacado de allí a rastras y me
habría propinado una paliza. Lo que vi ahora en su semblante no era cólera,
sino más bien incredulidad. No dijo nada. La única persona sentada a la mesa
que tenía derecho a amonestarme ante los demás era mi marido. Pero Tiberio
Nerón soltó una risita, como si yo, debido a mi conmovedora juventud, hubiera
metido la pata, me cogió la mano y me dio un beso en la palma.
Cicerón y mi padre no respondieron a mi discurso. Mi padre prefirió callar,
seguramente porque se sentía violento, y en el caso de Cicerón, era como si yo
no hubiera hablado siquiera.
Tenía quince años. Era mujer. ¿Era de sorprender que ninguno de los
hombres sentados a aquella mesa, ni siquiera mi amado padre, hubiera oído de
verdad ni una sola palabra de lo que dije? No tenía motivos para
sorprenderme; en cambio, me sentí humillada. Primero, calor; después, frío.
De pronto vi mi destino. No iba a tener quince años toda la vida, pero siempre
sería mujer. Me imaginé pasando toda mi vida sin que nadie hiciera caso de lo
que dijera.
Mi padre, Tiberio Nerón y Cicerón continuaron hablando de conceder el
título de propretor al joven César, como si yo no hubiera hablado. Se me hizo
insoportable escucharlos, e intenté refugiarme en algún lugar recóndito de mi
mente. De improviso, Cicerón dijo una cosa que me sobresaltó y me hizo
prestar atención de nuevo a lo que se estaba hablando.
—Os digo que a ese muchacho es preciso elogiarlo, respetarlo y... —hizo un
breve gesto con la mano señalando al techo, y alzó los ojos en ademán piadoso
— ¡elevarlo!
Tiberio Nerón se echó a reír. Mi padre tuvo la elegancia de poner cara de
espanto.
Tal vez Cicerón solo había querido decir que primero había que adular y
utilizar a César y, más adelante, despojarlo del poder. Pero yo, que estaba
reclinada delante de él observando su sonrisa satisfecha y depredadora, me
percaté de que su intención era mucho peor. Me estremecí al pensar que algún
día el joven César podía encontrarse a merced de aquel viejo hipócrita.
La joven que escuchó esta famosa mofa de Cicerón no era de hielo. Más
bien, mis simpatías se dirigían en todas direcciones. Era todavía tan tierna que
deseaba proteger a todo el mundo. Deseaba proteger a mi padre y a sus amigos
de la traición del joven César. Deseaba proteger a aquel joven tan apuesto,
César Octaviano, de la ferocidad que había percibido en el comentario burlón
de Cicerón. Y si Marco Antonio se hubiese presentado en aquella cena, era
posible que mi solidaridad hubiera sido también para con él y que también
hubiese sentido el deseo de protegerlo.
Aquella noche, ya en casa, Tiberio Nerón me hizo un comentario acerca de
lo que yo le había dicho al anciano.
—Tienes toda la razón —reconoció—, a estas alturas yo ya debería ser
pretor. Si creen que pueden conceder poderes de pretor a un mero adolescente
y dejarme a mí atrás, se equivocan. La próxima vez que vea a Cicerón, se lo
diré.
Y, seguidamente, me acarició el cuello y me llevó a la cama.

A la mañana siguiente, fui a ver a una costurera que vivía en el distrito del
mercado. Fui en litera, acompañada de mi criada personal, Pelia, una joven de
origen griego. La litera era espaciosa, y los cojines y las cortinas, de seda
amarilla. Los seis porteadores habían sido escogidos tanto por su fuerza como
por su aspecto, y eran todos iguales: piel olivácea y cabello oscuro. Ninguna
dama elegante llevaba porteadores que no hicieran juego.
Yo iba reclinada sobre mis cojines de seda procurando no acordarme de la
cena de la noche anterior, y Pelia agitaba una pluma de pavo real para
combatir el calor.
—Oh, deja de abanicarme —dije—. Bien saben los dioses que no sirve para
nada. ¿Hemos llegado ya a la casa de la costurera? —Aparté un poco la
cortina de la litera y me asomé al exterior. Y de pronto me llevé una sorpresa.
Allí, en la concurrida calle del mercado, vi al joven César, cuyo cabello
rubio resplandecía a la luz del sol. Lo flanqueaban dos jóvenes muy bien
vestidos, que supuse que debían de ser amigos suyos, y lo seguía un grupo de
esclavos.
Más adelante habría de preguntarme por qué hice lo que hice en aquel
momento. Desde luego, sentí una fuerte atracción y una punzada de
solidaridad. A lo mejor la juventud de César me atraía porque yo también era
joven. No era mi intención salir a buscarlo, pero, en aquel instante, al verlo,
obedecí a un impulso y ordené a mis porteadores que se detuvieran.
—Ese joven de ahí —le indiqué a Pelia—. Ve a decirle que la señora Livia
Drusila quiere hablar con él.
Pelia se bajó de la litera y fue a cumplir mi orden. Cuando volvió
acompañada por César, advertí que este tenía el semblante más bien serio,
pero no me detuve a elucubrar cuál podía ser la razón.
—Anoche, en la cena, después de que te marcharas...
Hablé en voz baja porque no quería que me oyeran los porteadores. Sabía
que podía contar con el silencio de Pelia, pero de ellos no me fiaba.
—¿Anoche? —César se inclinó hacia mí para oírme, tanto que casi metió la
nariz por la abertura de la cortina.
—Estuvieron hablando de ti, de tu futuro. Y Cicerón dijo una cosa.
Repetí el comentario que había hecho Cicerón e incluso hice el mismo gesto
que había hecho este, el de señalar hacia el techo, temiendo que César me
mirase como si estuviera loca y me dijera algo así como: «¿Y qué?
¿Elogiarme, respetarme, elevarme? ¿Qué puede haber mejor que eso?»
Pero no hizo tal cosa.
—¿Elevarme? —se extrañó—. Tú, que viste el modo en que lo decía, ¿a qué
crees que pudo referirse con esa palabra?
—No estoy segura de si se refería a barrerte de las esferas del poder o...
—¿A barrerme de la faz de la Tierra?
—Podría ser peligroso que confiaras en él.
—De ningún modo me cuestionaría mi confianza en él. Pero eso de que «a
ese muchacho es preciso elogiarlo, respetarlo y elevarlo»... ¿Fueron esas sus
palabras exactas? —César negó con la cabeza—. Y yo que pensaba que
empezaba a apreciarme un poco. Pero es obvio que no me aprecia en absoluto.
—Y agregó en tono áspero—: Y lo que es aún peor, no me tiene ningún
respeto.
Solo en aquel instante me percaté de que el aspecto de César había
cambiado. La noche anterior se lo veía alegre y jovial; ahora tenía los ojos
inyectados en sangre y sus facciones reflejaban dolor y tensión.
—Ha sucedido algo más, ¿verdad? —pregunté—. Algo malo.
—Anoche falleció mi madre, de repente.
—¡Oh! Lo siento mucho.
César desvió la mirada.
—Siempre se preocupó por mí. Demasiado. Yo creo que tanta preocupación
ha contribuido a su muerte. —Volvió de nuevo la vista hacia mí—. Te doy las
gracias por lo que acabas de contarme. ¿Te las había dado ya? Estoy un poco
distraído. Pero gracias.
De pronto sentí el peso de lo mucho que implicaba lo que acababa de hacer.
Aferré a César de la mano y, sin alzar la voz, repuse:
—No pretendo que me agradezcas nada. Pero, por favor, prométeme que
nadie sabrá nunca que te he contado lo que dijo Cicerón.
—Te lo prometo. Tienes mi palabra.
—Sé que puedo fiarme de tu palabra —dije, y hablaba en serio.
—Y yo valoro mucho tu amistad.
Había una gran intención en el modo en que pronunció la palabra «amistad».
No de carácter romántico, desde luego, que era lo que habrían entendido
algunas mujeres. Le solté la mano rápidamente, como si me hubiera quemado
los dedos.
—No pienso ser tu espía.
César asintió, sorprendido.
—Lo cierto es que no puedo ser amiga tuya —añadí, y estas palabras se me
atascaron en la garganta.
Él apretó los labios.
—Entiendo. Obviamente, debes tu lealtad a otras personas.
Mi lealtad. Sí, tenía una lealtad que respetar, pero la había traicionado,
había traicionado la confianza de Cicerón, que era un aliado de mi padre. Y
eso era como si hubiese traicionado a mi padre. Me costó creer lo que había
hecho momentos antes, y estuve a punto de culpar de ello a César, como si él
hubiese ejercido una atracción perversa en mí. Pero la culpa era mía. Yo me
había sentido atraída por él, y eso no estaba bien. Me cubrí la cara con las
manos, turbada y avergonzada.
—Livia Drusila, ¿qué sucede?
Bajé las manos.
—Me arrepiento de lo que he hecho. Toda mi lealtad se la debo a mi padre.
César asintió y dijo con voz grave:
—Por supuesto, la lealtad para con los de nuestra misma sangre es el
fundamento de toda virtud. —Luego esbozó una débil sonrisa—. No seas
demasiado dura contigo misma. Al fin y al cabo, tus motivos eran buenos, ¿no?
Has actuado por pura bondad.
No contesté.
—Mi madre era muy buena —continuó—. Hoy me siento como si hubiera
desaparecido casi toda la bondad que existía en el mundo. Al menos, para mí.
En general, las mujeres son mucho más buenas que los hombres. Ningún
hombre habría venido a advertirme contra Cicerón sin pedirme nada a cambio.
—¿No? —dije.
—¿No te das cuenta? —Sacudió la cabeza, como si estuviese hablando con
un niño—. Livia Drusila, te estoy entreteniendo con esta conversación, pero
tarde o temprano alguien se percatará y podría resultar perjudicial para ti. De
modo que dentro de un momento me despediré y me iré. Pero quiero que sepas
que nunca olvido un favor ni un golpe, y que tengo por costumbre devolver
ambos con intereses. Gracias por la bondad que acabas de mostrarme, puede
que al final no te arrepientas de haberlo hecho.
—Cicerón cree que vas a olvidarte de vengar a tu tío. Pero es un necio al
pensar eso, ¿verdad?
—Solo mis amigos tienen derecho a hacerme esa pregunta —dijo César.
La expresión de sus ojos cambió, se replegó sobre sí mismo. Fue un gesto
tan frío, tan distante, que tuve la sensación de estar mirando a un completo
desconocido. Apretó los labios como si intentase reprimir algo que era mejor
no decir, pero al momento su expresión se suavizó.
—Voy a decirte una cosa —prosiguió—. Si eres capaz de conseguir que tu
esposo y tu padre dejen de apoyar a Bruto, es probable que al final te lo
agradezcan.
Me estremecí al oír aquellas palabras. Contenían una amenaza implícita
tanto hacia mi esposo como hacia mi padre. Entonces comprendí plenamente la
magnitud del pecado que acababa de cometer. Aquel hombre, al que yo había
intentado ayudar, era un enemigo mortal de mi familia.
César lo leyó en la expresión de mi rostro, estoy segura. Con toda exactitud,
sin que le causara sorpresa, pero con una cierta melancolía. Si él fue capaz de
leer mi rostro, yo también supe leer el suyo: casi fue como si hubiera dicho en
voz alta lo que estaba pensando: «De modo que ahora ya sabes cómo soy de
verdad, y he dejado de gustarte. Ya no puedo esperar que sigas siendo
bondadosa conmigo.»
—Tengo que ir a comprar ropa de luto para el funeral de mi madre —dijo—.
Adiós, Livia Drusila.
Y se marchó.

Aquella tarde vino a verme mi madre. No fue una visita normal de las suyas.
Acudía con frecuencia, y normalmente traía a Secunda consigo. Inspeccionaba
mi casa y solía encontrar polvo en rincones en los que yo ni había reparado.
—Has de tener en cuenta que hasta la mejor esclava solo hará lo mínimo que
sea necesario —me decía—. Es propio de la naturaleza humana. Si eres
demasiado perezosa para disciplinar a tus sirvientes, acabarás viviendo
rodeada de mugre.
Yo asentía, obediente, y Secunda hacía lo mismo.
Esta vez mi madre había dejado a mi hermana en casa y no mostró interés
alguno por las tareas domésticas. Tomamos asiento en el jardín.
—Tu comportamiento en la cena de anoche fue impropio y descortés —dijo
sin preámbulos—. Estoy profundamente disgustada, y tu padre también.
Permanecí en silencio, con la vista fija en el melocotonero, cubierto de
flores, que crecía junto a la tapia.
Mi madre se inclinó hacia mí y me dio una fuerte palmada en la rodilla.
—Livia, presta atención. Es posible que una mujer influya en los asuntos
públicos. No estoy diciendo que deba hacerlo, pero puede. Todo el mundo
sabe que ese fue el caso de Cornelia, la madre de los Graco.
En el Foro había unas estatuas de los hermanos Graco, grandes reformadores
políticos y defensores del pueblo llano que habían vivido tres generaciones
antes. Cerca de ellos había una estatua de su madre, la única estatua pública
de una figura femenina que no era una diosa ni una alegoría, sino una mujer
romana real, que había vivido.
—Una mujer puede ejercer influencia a través de sus hijos, como hizo
Cornelia —continuó mi madre—, o a través de su esposo. Y de ningún otro
modo. ¿Es posible que no sepas esto?
—Hay países en los que las mujeres son reinas y gobiernan —repliqué.
—Estoy hablando de Roma, no de tierras de bárbaros. Escúchame. Lo que
deberías haber hecho, si hubieses llegado a la conclusión de que Cicerón,
¡Cicerón!, necesitaba tu consejo, era susurrar lo que pensabas al oído a
Tiberio Nerón. —Mi madre desvió la mirada un instante—. En un momento en
el que estuviera receptivo, quiero decir. Y si fueras lista de verdad arreglarías
las cosas de forma que al día siguiente se levantara convencido de que era él
quien había descubierto por qué Cicerón andaba descaminado. Habría salido
de casa deseoso de ir a verlo para mostrarle en qué estaba equivocado.
«Y Cicerón lo habría escuchado —pensé—. Lo más probable es que ese
viejo zorro no hubiera modificado su decisión en absoluto, pero por lo menos
habría tenido que escuchar.»
—Una mujer posee recursos para salirse con la suya en este mundo —agregó
—. Si eres sensata, harás uso de ellos.
—No se me olvidará lo que me has dicho, madre.
Dejó escapar un suspiro y se reclinó en su asiento.
—Eso espero.
Desde que yo recordaba, siempre había existido una cierta distancia entre mi
madre y yo. Sin embargo, en aquel momento tuve la impresión de que,
efectivamente, a su manera se preocupaba por mí. Y eso me inspiró el deseo
de confiarme a ella. Le repetí lo que había dicho César, unas palabras que me
parecieron una amenaza contra mi padre y contra Tiberio Nerón. El semblante
de mi madre se tornó serio.
—En fin, está claro que tu padre ha de ser informado de esto.

Cumpliendo con su política de honrar la memoria de Julio César, la mayoría


de los miembros del Senado se sumó a la procesión que llevaba el cuerpo de
su sobrina Atia hasta el Campo de Marte. Mi madre, mi hermana y yo íbamos
al lado de mi padre y de Tiberio Nerón. Mi padre iba hablándome en un tono
de voz tan bajo que yo apenas conseguía oírlo por encima de los gemidos de
las plañideras contratadas que encabezaban el cortejo.
—Tu madre me ha contado lo que te dijo el joven César. No me sorprende
que no sienta ningún afecto por los que asesinaron a una persona de su misma
sangre. Y tampoco me sorprende que te hablara con esa bravuconería juvenil.
—Yo no creo que fuera mera bravuconería —objeté—. Deberías haber visto
la expresión de su cara.
Mi padre soltó un bufido de burla.
—Estoy seguro de que ese muchacho es muy hábil para poner cara de
ferocidad cuando habla a una joven a la que está intentando impresionar.
—Padre, ¿cómo puede ser sensato concederle el derecho de reclutar un
ejército?
—Cicerón ha pasado muchas horas en compañía del joven César, y ha
llegado a la conclusión de que es un leal hijo de la República.
—¿Y si Cicerón fuera un necio?
—A Cicerón —replicó mi padre con aspereza— se lo considera el hombre
más sabio de Roma. Me dejó horrorizado la falta de respeto que le mostraste
cuando estuvo cenando con nosotros. Pero tu madre dice que ya ha hablado
contigo de ese tema y que, por lo tanto, ya no es necesario que te hable yo.
—Padre...
—Eso es todo lo que deseo decir. Ahora guardemos silencio los dos y
honremos a los muertos.
Llegados al Campo de Marte, me situé con mi familia a un lado, a la
cabecera del nutrido grupo de asistentes, mientras el cadáver de Atia, envuelto
en un sudario, era levantado con actitud reverente y colocado en lo alto de un
montón de madera. En el aire flotaba un olor a incienso. Los sacerdotes
entonaban sus cantos y las plañideras seguían lanzando agudos gemidos y
desgarrándose la ropa. Al principio no vi al joven César, porque me lo
impedía una docena de hombres que llevaban la cara cubierta con máscaras de
cera que representaban a los ilustres antepasados de su madre.
Se hizo el silencio. Los hombres enmascarados se apartaron y el joven César
se aproximó a la pira de su madre portando una tea encendida en la mano. Vi
claramente su rostro, de perfil. Estaba muy pálido, su expresión era seria y
vestía una toga teñida de negro. A su lado había una mujer algo mayor que él,
de cabello rubio y facciones agraciadas: su hermana, con toda seguridad.
El sentimiento que se apoderó de mí carecía de lógica. Al mirar a César, me
resultó imposible recelar de él. Sentí compasión, y deseé poder acudir a su
lado en vez de ocupar el sitio que me correspondía junto a los míos.
El joven César acercó la tea a la pira sobre la que yacía el cuerpo de su
madre, la cual estalló en grandes llamaradas. A continuación retrocedió unos
pasos y durante unos instantes permaneció como si fuera una estatua,
sosteniendo la antorcha, contemplando cómo se elevaba el humo. De repente
hizo una cosa que quizás a los presentes les habría resultado extraña si
hubiesen reparado en ella. Volvió la cabeza y miró hacia el lugar, unos metros
más allá, en el que se encontraban los senadores y sus parientes. Recorrió el
grupo con la mirada, como si estuviera buscando a alguien en particular. Y se
detuvo al verme.
Sentí como si, valiéndome de la fuerza de mi sentimiento, de alguna manera
hubiera conseguido alargar el brazo para tocarlo e incitarlo a mirarme. No
apartamos los ojos el uno del otro durante largos instantes.
Fue él quien interrumpió el contacto; arrojó la tea a las llamas y se quedó de
pie en medio del humo, contemplando la pira ardiente. Y aún seguía allí, como
un hijo amante, cuando mi familia y yo abandonamos el lugar.

Después, César Octaviano y Cicerón continuaron con su pública historia de


amor. César le decía a todo el mundo que Cicerón desempeñaba para él el
papel de un padre. Cicerón pronunció una serie de discursos en los que
atacaba a Marco Antonio no solo como figura pública sino también como
persona, lo acusó de corrupción y de todas las inmoralidades sexuales que
cabía imaginar. Por otra parte, elogió a César afirmando que era un «joven
enviado por los cielos». «Os hago la solemne promesa —les dijo a los
miembros del Senado—, de que siempre será lo que es hoy: la clase de
ciudadano por el que hemos rezado todos.»
Con el respaldo de Cicerón, César fue nombrado propretor de Roma. Siguió
ampliando su ejército, actuando totalmente dentro de la ley, y al iniciarse el
nuevo año partió con la misión de ayudar a salvar a Décimo Bruto de la cólera
de Marco Antonio. El contingente dirigido contra Antonio estaba formado por
los propios soldados de César más otro ejército de mayor tamaño, comandado
por los dos cónsules recién elegidos.
En abril se enfrentaron a Marco Antonio en el campo de batalla. Ambos
cónsules resultaron muertos. César luchó bien, a pesar de su falta de
experiencia. Antonio y su ejército, derrotados, tuvieron que huir.
Ahora César dirigía sus propias huestes y las de los dos cónsules. El Senado
le envió un despacho en el que le ordenaba que entregase el mando a Décimo
Bruto. Él contestó educadamente explicando que era imposible hacer tal cosa,
porque muchos de los soldados eran veteranos del ejército de Julio César y
difícilmente se podía esperar que obedecieran como líder a uno de los
asesinos de este.
Cuando llegó al campamento una delegación de Décimo Bruto con la
intención de negociar un alojamiento y sugiriendo que se celebrase un
encuentro entre los dos comandantes, el joven César explicó que aquello
también era imposible. Décimo Bruto había tomado parte en el asesinato de su
tío abuelo y padre adoptivo.
—Mis principios me prohíben posar la vista en Décimo Bruto, y también
hablarle. Que él mismo se procure seguridad.
Dicho de otro modo: «Decid a Décimo Bruto que huya, o morirá.»
Décimo se vio atrapado entre las fuerzas de César y las de Marco Antonio.
Sus hombres empezaron a desertar. Él y un pequeño grupo de soldados
partidarios intentaron escapar hacia Macedonia, donde las fuerzas de la
República habían empezado a congregarse al mando de Marco Bruto, pero
fueron capturados por una tribu de galos salvajes.
Los galos, temerosos del poder de Roma, enviaron un mensaje a Antonio en
el que le preguntaban qué debían hacer con los prisioneros. Antonio respondió
que los ejecutaran. Así que los salvajes lanzaron un aullido de placer y les
dieron muerte a todos.

César se había asegurado la lealtad de ocho legiones, cincuenta mil


hombres. Llegó a Roma una diputación de cuatrocientos centuriones tomados
de dicho contingente. Presentaron dos demandas al Senado. Para los soldados
de César pedían una gratificación en oro; para su comandante, el cargo de
cónsul.
Tiberio Nerón intentó convencerlos de que obraran con sensatez. Los
centuriones, hombres de extracción plebeya que habían escalado hasta un
puesto de autoridad gracias a su buen juicio y a su valor, lo escucharon porque
lo respetaban como soldado. Pero al Senado solo le mostraron indiferencia.
—Dijeron que el Senado no ha hecho nada por el pueblo, jamás —me contó
Tiberio Nerón—. Adoraban a Julio César e insisten en que el joven César es
la única esperanza que queda para el futuro de Roma. No he conseguido
hacerlos cambiar de opinión.
Al día siguiente, varios centuriones se dirigieron al Senado. Uno de ellos
desenvainó su espada.
—Haced cónsul a César, o lo haremos cónsul nosotros con ayuda de esto —
amenazó.
El Senado ordenó a los centuriones que regresaran con César y le dijeran
que sus exigencias habían sido denegadas. Poco después nos llegó la noticia
de que César Octaviano se dirigía a Roma.

Llegó el invierno. Los días eran cortos. El ejército de César se aproximaba a


Roma. Tuvimos una cena familiar: mis padres, Tiberio Nerón y yo. Secunda
también estaba sentada a la mesa. Le temblaba el labio inferior; no sé hasta
qué punto había entendido lo que estaba ocurriendo, tal vez solo lo suficiente
para sentirse asustada.
—Cicerón insta a la negociación —dijo mi padre—, pero ese muchacho ya
ha advertido que no hay nada que negociar.
Mi madre hizo una seña a un esclavo de que sirviera el segundo plato y
rellenase las copas.
—No traigas el vino corriente —ordenó—, sino el de Judea. —Se volvió
hacia mi padre con una sonrisa tensa y agregó—: Al fin y al cabo, hoy nos
acompaña nuestro yerno.
—Gracias, Alfidia —dijo Tiberio Nerón—, pero en realidad el vino
corriente es lo bastante bueno para mí.
—No seas tonto.
—Negociar no serviría de nada —dijo Tiberio Nerón dirigiéndose a mi
padre—. Lo sorprendente es que a Cicerón no le dé vergüenza enseñar la cara.
—Ha sido engañado por un canalla —repuso mi padre. Se refería a César.
—Espero que el pollo esté lo bastante hecho —comentó mi madre.
Regresó el esclavo trayendo el vino de Judea y rellenó las copas. A
continuación se sirvió el segundo plato. Incluso en aquellas circunstancias, mi
madre había ordenado a la cocinera que preparase atún asado en una salsa de
menta y vinagre, y también pollo. Además había un plato de lentejas con
cilantro. Pero ninguno de los comensales tenía apetito.
—El pollo está muy bueno, madre —alabó Secunda. Daba la impresión de
estar a punto de echarse a llorar.
—Supongo que ya no tenemos tiempo de huir de Roma —le dijo mi madre a
mi padre—. Es demasiado tarde, ¿verdad?
—Sí —confirmó mi padre—. Todas las carreteras están bloqueadas. Los
matones se encargan de impedir el paso a las personas decentes que intentan
escapar de Roma con sus pertenencias. Y el ejército de César está viniendo
rápidamente hacia aquí. Es más peligroso huir que quedarse.
—Entiendo —dijo mi madre.
Dejamos transcurrir unos instantes en silencio, haciendo lo posible por
tragar la comida.
Yo sabía desde hacía dos meses que estaba esperando un hijo, y mi esposo
anhelaba fervientemente que fuera un varón. Todas las mañanas vomitaba
como una descosida. Había un ejército hostil en camino hacia Roma, y el hijo
que llevaba en mis entrañas hacía que me sintiera aún más vulnerable de lo
que debería sentirme.
—No veo el modo de resistir —dijo Tiberio Nerón—. ¿Con qué tropas?
—¿Estás sugiriendo que capitulemos? —preguntó mi padre—. ¿De verdad la
situación ha llegado a ese punto?
—¿Y qué otra alternativa hay?
Mi padre se pasó una mano por la cara.
¿Presentaría batalla el Senado cuando César intentase entrar en la ciudad?
Todo el mundo sabía quién saldría vencedor en dicha batalla. Y luego, ¿qué?
¿Qué sucedería al final del enfrentamiento? ¿Ordenaría César que se ejecutara
a todos los que se habían aliado con los asesinos de su padre adoptivo? ¿Se
cobraría venganza en sus familias? ¿Y si sucediera lo peor?
En ese caso, yo acudiría a César en tono suplicante, me abrazaría a sus
rodillas y rezaría para que se acordase de que en una ocasión tuve un gesto de
bondad para con él. Le rogaría por la vida de mis padres y de mi hermana... y
sí, también por la de mi esposo. Le imploraría por mi propia vida y por la del
hijo que estaba esperando.
Mi padre miraba con expresión vacía, dolida. A lo mejor deseaba poder
regresar al pasado y revivir el último año. A pesar de su agudo intelecto,
había seguido como líder primero a Bruto y después a Cicerón, incluso cuando
estos actuaron neciamente. Era una persona leal que había puesto demasiada fe
en el criterio de otros. Me entraron ganas de llorar por él.
Decidí que, si sobrevivía, jamás haría lo que había hecho mi padre, jamás
consentiría en adherirme al criterio de nadie, jamás me negaría a ver el mundo
con claridad. Nunca jamás iba a estar tan ciega.
Si sobrevivía.
5

—Has estado muy callada en la cena —me dijo Tiberio Nerón cuando
llegamos a casa—. Algo poco característico de ti.
—No hay nada que decir —respondí—. ¡Un romano que avanza hacia Roma
con su ejército con la exigencia de ser cónsul! ¿Qué clase de hombre podría
hacer algo así?
—Procura no alterarte —me dijo Tiberio Nerón—. Piensa en el niño.
Piensa en el niño.
Más tarde imaginé que el niño, que ya había tenido una pista de cómo era el
mundo, se pensaba mejor lo de nacer y declinaba sumarse a aquella sinrazón.
Tiberio Nerón y yo nos fuimos a la cama, y en mitad de la noche desperté
acosada por un fuerte dolor, como si alguien me estuviera clavando un cuchillo
en el vientre. Sufrí un aborto espontáneo, desagradable, sangriento, y la
partera no pudo hacer nada para facilitármelo. Mi esposo y mi padre pasaron
varios días temiendo por mi vida; en cambio, yo, sumida en el estupor del
sufrimiento, no fui consciente en ningún momento del peligro que corrí.
Después comencé a recuperarme.
Había experimentado escaso placer y escasa emoción esperando el
nacimiento de mi hijo, quizá porque sufría continuas náuseas o porque tenía la
mente llena de preocupaciones; sin embargo, sentí aquella pérdida en lo más
hondo, como si me hubieran arrancado una parte de mí.
Tendida en el lecho, enferma y febril, imaginé cómo habría sido tener a mi
pequeño en brazos, guiar sus pasos a medida que hubiera ido creciendo.
Imaginé un hijo varón, un niño que cruzaría el jardín a la carrera para echarse
en mis brazos gritando: «¡Madre!», y lloré por el retoño que ya nunca habría
de nacer.
Aún estaba confinada en la cama cuando me enteré de que el ejército de
César había hecho un alto a un día de camino de Roma. No intercambió
mensaje alguno con el Senado, no profirió amenazas. Se limitó a esperar en
silencio.
El Senado capituló y convirtió a César en cónsul.

Estaba incorporada en la cama, con la espalda apoyada en varias almohadas.


Tiberio Nerón entró en la alcoba vestido con su toga de senador ribeteada de
morado y se sentó en la cama, a mi lado. Llevaba muchas noches sin poder
conciliar el sueño, y se apreciaba su cansancio en las profundas ojeras que
tenía, pero me ofreció una sonrisa de aliento.
«Así que —deduje—, vamos a sobrevivir todos.»
Me debatía por formular una pregunta sin que resultara humillante para mi
esposo.
—¿Cómo actuó César? —pregunté por fin.
—Ah, de manera muy educada, muy razonable. Sin ninguna arrogancia
juvenil. De hecho, por el modo en que se comportó, podría haber sido un
magistrado de cincuenta años. Nos dio a todos las gracias por acudir a la Vía
Apia a encontrarnos con él y escoltarlo hasta Roma...
—¿Estaba presente el Senado entero?
—Sí, en efecto. El Senado entero.
«¿También mi padre?», estuve a punto de preguntar. Pero Tiberio Nerón ya
había precisado «el Senado entero».
—Lo recibimos afectuosamente, por supuesto. Muchos hombres lo besaron
en la mejilla, yo no. Tal vez debería haberlo hecho. Quizá se acuerde de esa
falta de afecto por mi parte y me la haga pagar más adelante. Pero, en
cualquier caso, dijo que nuestra cálida bienvenida lo había conmovido
profundamente. Hizo un sacrificio en el templo de manera oficial, ya como
cónsul. Y a continuación lo escoltamos hasta el Foro, para que se exhibiera
ante el pueblo. Durante todo el camino lo acompañó una multitud que lanzaba
vítores. Pronunció un discurso desde la rostra, bastante suave, en el que
anunció cuáles eran sus intenciones.
El papel de un cónsul, cuando estaba en Roma, consistía en presidir el
Senado y tomar decisiones senatoriales. Pero todo el mundo sabía que,
contando con el respaldo de un ejército, César haría algo más que presidir.
Sería un dictador. Con la aquiescencia del Senado, haría simplemente lo que
se le antojara.
—¿Y qué intenciones tiene? —pregunté con la voz tensa.
—En primer lugar, crear tribunales para juzgar a los asesinos de su «padre»
y...
Aferré a mi esposo por el brazo.
—No, querida —me tranquilizó—, no se refiere a los que solo actuamos
como cómplices, sino a los que empuñaron el puñal. Sea como sea, todos han
huido de Roma. Habrá tribunales de un solo día que emitirán un veredicto
totalmente dirigido: culpable, culpable, culpable. Bruto y los demás serán
condenados in absentia.
—¿Y mi padre y tú, no?
—No, desde luego que no. Ya te he dicho que César es muy razonable. Nos
pidió que destináramos fondos públicos a la construcción en el Foro de una
estatua en honor de su tío abuelo, pero solo si el Senado, es decir, nosotros, lo
consideramos oportuno. Dicha estatua se construirá, créeme, con la mayor
prontitud. —Tiberio me palmeó la mano—. Pasado mañana César partirá de
nuevo con su ejército. Ya cuenta con once legiones, tal como mencionó
casualmente. Defenderá a la República contra Antonio, quien, según él mismo
nos ha informado, representa una amenaza considerable para su estabilidad.
Bien saben los dioses que a todos nos consumía el resentimiento; en cambio,
César no tiene planes de dar muerte a nadie, y actuó como si estuviera
deseando salir de Roma.
—¿Y quién va a quedarse para gobernar?
—Estoy seguro de que para eso César habrá elegido a varios hombres suyos.
Livia, ¿sabes de lo que me he enterado hoy? De que ese muchacho todavía no
se afeita. Es muy rubio y poco velludo por naturaleza, así que hasta ahora no le
había salido nada de pelo en la barbilla. Y me he fijado en que también le está
creciendo el bigote. Pero ha dicho que no piensa afeitarse hasta que haya
vengado a su padre adoptivo. Para él, eso de afeitarse va a ser toda una
experiencia. —Mi esposo volvió el rostro—. Los dioses deben de estar
riéndose mucho de nosotros.

Ahora me pregunto: lo que yo sentía hacia César entonces, ¿era puro odio?
¿Alguna parte de mi ser se emocionaba al admirar la audacia de sus actos? Si
ese era el caso, yo no era consciente de ello. César suponía una amenaza para
todas las personas que yo amaba y para todo aquello en lo que mi padre me
había enseñado a creer. Yo sentía reverencia por la visión de la República que
este me había mostrado. Éramos reyes de gran parte del mundo, y el pueblo se
inclinaba ante el liderazgo de un único hombre. En Roma teníamos un gobierno
basado en la ley, cuyos magistrados eran elegidos por el pueblo y cuyos
senadores se elegían entre aquellos. Antaño, los senadores eran hombres que
deseaban ponerse al servicio del bien común. Yo sabía que el gobierno se
había vuelto corrupto, que a lo largo de los cien últimos años los ricos y los
poderosos habían recurrido a la violencia descarada para someter la voluntad
del pueblo, que el Senado se había convertido en una oligarquía tan
privilegiada como despreciada. Pero, al igual que mi padre, tenía el
convencimiento de que la República podía purificarse y ser de nuevo lo que
había sido mucho tiempo atrás. Si César se salía con la suya, eso no sucedería
nunca. Intenté ver a César bajo esta luz, y bajo ninguna otra, no como un
hombre hacia el que me había sentido atraída, sino como un problema que
debía resolverse.
Al día siguiente, mientras los tribunales se reunían para, obedientes,
condenar a Bruto y al resto, yo llamé a César Octaviano a mi presencia. No a
la persona física, sino a su espectro. Me senté en mi cama, recostada contra
las almohadas, y lo imaginé resplandeciente con su toga de cónsul, sentado en
el taburete que tenía junto a mis pies. Lo visualicé en toda su apostura, y añadí
la barba incipiente y el fino bigote que había mencionado mi esposo.
«Qué es lo que quieres?», le pregunté.
«El poder supremo», respondió.
«¿Qué más?»
«Vengar a mi padre.»
«¿Porque lo amabas mucho?»
«Porque se arrojaron sobre él, cincuenta contra uno, unos hombres que no
habían recibido de su parte otra cosa que bondad. Lo apuñalaron una y otra
vez. ¿Crees que voy a olvidar eso?»
«Pero tu tío abuelo...»
«Ten la cortesía —me interrumpió el joven César— de llamarlo mi padre.
Julio César era el padre que siempre anhelé tener. Mi padre, el que me
engendró, murió antes de que yo pudiera recordarlo.»
Qué extraño resultaba todo. En aquellos momentos yo no sentía la menor
solidaridad hacia César Octaviano, o eso pensaba. Y, sin embargo, existía un
curioso vínculo, como si yo fuera capaz de percibir sus sentimientos.
«Yo me veía reflejado en Julio César de igual modo que él se veía reflejado
en mí —me dijo el espectro—. Sí, lo amaba.»
«Pero tus motivos no solo tienen que ver con ese amor. Esa no es la única
razón por la que buscas venganza.»
«No, debo vengar a mi padre para que me respeten. Si no lo hago, mis
soldados sentirán menos veneración hacia mí y dudarán a la hora de
seguirme.»
«Estás concediendo una gran prioridad a este asunto de los tribunales.
Quieres dar la impresión de estar actuando dentro del marco de la ley.»
«Exacto», respondió el espectro con una sonrisa.
«Condenarás a Bruto y a los demás, y después partirás a toda prisa a luchar
contra... ¿Antonio?»
César ladeó la cabeza y me miró boquiabierto.
«¿Cómo es que estás enterada de eso?»
«Tú mismo lo anunciaste.»
César se echó a reír.
«Pero, Livia Drusila, ambos sabemos que yo no siempre hago lo que digo.»
Los ejércitos de César y de Antonio marcharon el uno contra el otro, el de
César desde Roma y el de Antonio desde la Galia. Ambos se detuvieron al
llegar al río Lavinio y acamparon cada uno en una orilla. En el centro del río
había una isla diminuta, comunicada con ambas riberas por sendos puentes.
Lépido, antiguo cónsul, abandonó la orilla en que se encontraba Antonio y fue
hasta la isla. Lépido había ocupado el lugar más próximo a Antonio entre los
seguidores de Julio César; ahora, en cambio, buscaba posibles armas ocultas y
asesinos que acechasen en la sombra. Al no encontrar nada, procedió a agitar
su capa: la señal convenida. César y Antonio, desarmados y solos, cruzaron
los puentes y pasaron a la isla.

Poco después de que llegase a Roma la noticia de que César y Antonio


habían forjado una alianza, mi padre vino a verme. Nos sentamos a solas en la
biblioteca, que era mi estancia favorita de la casa que compartía con Tiberio
Nerón. El sol otoñal que entraba por la ventana teñía de dorado el cabello gris
de mi padre.
Me dijo que los ejércitos, uno liderado por César y Antonio y el otro por
Bruto, se estaban reuniendo en Grecia para librar una importante batalla.
—Como yo soy senador, hay quien diría que podría ser de más utilidad
quedándome en Roma, preparado para actuar en la política cuando la ocasión
lo requiera —continuó—. Tiberio Nerón me ha confiado que piensa quedarse
aquí, lo cual es una decisión honrosa. No obstante, esta es una batalla en la
que se va a decidir el destino de Roma, una batalla en la que debo participar
personalmente.
Desesperada, le rogué que no se marchase. Pero no quiso hacerme caso y
únicamente retrasó su partida lo suficiente para asistir al casamiento de mi
hermana, Secunda. Solo tenía doce años, y en circunstancias normales mi
padre de ningún modo la habría entregado tan pronto en matrimonio, pero
quería dejarla recogida y a salvo en una familia que no tuviera nada que ver
con la política, protegida contra las penurias que sobrevendrían si la causa
que defendía acababa en derrota.
En ningún momento oí a mi madre cuestionar su decisión de sumarse a Bruto
y luchar por la República, no sé si lo haría cuando estuvieran los dos solos.
Sin embargo, en la cena familiar que tuvimos antes de que mi padre partiera de
Roma, su semblante reflejaba un profundo terror, y cada vez que miraba a mi
padre había tanto amor y tanto miedo en sus ojos que se me encogía el
corazón. Tanto ella como yo temíamos que Bruto fuera derrotado y que no
volviéramos a ver a mi padre.
Me despedí de él con un beso y me tragué las lágrimas. Fue una dolorosa
separación.

Nos llegó la noticia de que César se había casado con Claudia, hija adoptiva
de Marco Antonio y prima lejana mía. Solo era una niña de diez años; la
consumación del matrimonio debía esperar dos años, pero aquella unión creó
un vínculo familiar entre Antonio y César.
Durante una temporada las cosas transcurrieron más lentamente. Yo estuve
reflexionando sobre todo lo que había acontecido en Roma durante las ocho
últimas décadas. Una y otra vez habían muerto hombres por causas políticas
que ellos consideraban honorables, y habían dejado atrás esposas e hijos con
dificultades para sobrevivir.
Yo no temía tanto la pobreza como otra cosa peor y menos clara. Lo que
temía —aunque no tenía ni idea de qué forma podía adoptar— era la
destrucción total de mi familia.

Mis menstruaciones siempre habían sido muy regulares, y ya desde muy


pronto tuve la seguridad de que había vuelto a quedar encinta. Calculé que mi
hijo nacería en noviembre, y me pregunté si para entonces ya habría tenido
lugar aquella importante batalla de la que había hablado mi padre. Si la
República era derrotada, y mi padre y mi esposo eran vencidos con ella, ¿qué
iba a hacer yo? ¿Cómo cuidaría de mi hijo?
Tiberio Nerón nunca decía nada directamente, pero se comportaba como una
persona que sospechaba haberse equivocado al elegir partido. Yo, en cambio,
tenía la impresión de que lo avergonzaba reconocerlo plenamente, incluso
para sus adentros. Se resistía a decirse a sí mismo que había sido un necio y
que ahora debía dar media vuelta y huir para ponerse a salvo. El sentimiento
de vergüenza lo tenía paralizado.
Una noche, después de copular, le susurré al oído:
—Querido, ahora que Julio César ya no está, ¿quién crees que es el mejor
general que tenemos?
Se echó a reír.
—¿Esto es lo que se llama una charla íntima de pareja?
—Dime, ¿quién?
Me respondió empleando el tono de alguien que concede el capricho a una
niña curiosa.
—El mejor general es Marco Antonio, sin ninguna duda.
—Sin embargo, el ejército del joven César lo derrotó en la única ocasión en
que se enfrentaron.
—El ejército de César no lo derrotó porque Antonio no sea un gran general,
sino porque la mayoría de los soldados romanos, incluidos los que siguen a
Antonio, se niegan a luchar contra el heredero elegido por Julio César.
—De modo que Antonio es el mejor general y el joven César cuenta con la
lealtad de los soldados. ¿Lo he entendido bien?
—Sí.
—¿Y ahora son aliados?
—Otra vez sí —contestó Tiberio Nerón en un tono de voz ya desprovisto de
toda ligereza.
—Tú nunca alzaste una mano contra Julio César. Lo seguiste fielmente
durante muchos años.
—¿Qué es lo que estás diciendo, Livia?
—Lo único que digo es que no ocurre precisamente que tú tengas una
enemistad antigua con César. Además, sus amigos desconocen que tú estabas
al corriente de la conspiración para asesinarlo, así que no tienen ninguna razón
especial para odiarte. Desde luego, el joven César no la tiene. Y Marco
Antonio... dudo que abrigue ninguna animosidad personal contra ti.
—¿Una animosidad personal contra mí? ¿Y por qué habría de abrigarla? Yo
luché a su mando en la Galia. Me elogió por mis acciones. Aparte de eso, su
hermano Lucio es un buen amigo mío. Y hay una cosa de la que no me gusta
jactarme: en cierta ocasión le salvé a Lucio la vida en el campo de batalla.
—¿En serio? Eso nunca me lo habías contado.
Le sonsaqué la historia completa de cómo había desviado una espada que
iba directa a clavarse en el cuello de Lucio. Supongo que es una de las típicas
cosas que suceden en la guerra: que un soldado salve a otro. No obstante,
Lucio le había dado las gracias muy emocionado.
Yo estaba tumbada con la cara apoyada en el hombro de Tiberio Nerón. Me
toqué el vientre, donde estaba segura de que dormía mi hijo. «Esto... ha de ser
mi máxima prioridad.»
—¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Qué intentas sugerir? —Tiberio Nerón
había adoptado un tono receloso.
No respondí.
—Me parece que estoy esperando un hijo tuyo —dije.
—¿De verdad? —Me besó—. Esta vez nada ha de salir mal. Yo tengo
prácticamente cuarenta años, ya soy demasiado viejo para un primer hijo. No
me queda un número infinito de años por vivir.
—No eres viejo —protesté—. Y el niño nacerá antes de que cumplas los
cuarenta, en noviembre, antes de que comience el invierno. Para entonces ya
habrá venido al mundo nuestro Tiberio.
Nuestro hijo iba a llamarse igual que su padre, tal como exigía la costumbre,
pero sería mi niño, mi pequeño. No debía ser un huérfano apartado y
despreciado por todos, sino un joven que creciera bien cuidado y protegido
hasta convertirse en un espléndido adulto.
—¿Te sentirías mejor, más segura, si yo llegara a algún acuerdo con
Antonio? —me preguntó Tiberio Nerón.
—Creo que sería prudente hacerlo. Además, Antonio necesita tener amigos
en el Senado, ¿no es cierto? No es tan poderoso como para no necesitar
amigos.
«¿Soy yo la que está diciendo esto, Livia Drusila, la hija de mi padre?»
Mi esposo dejó escapar un largo suspiro.
—Que todavía tenga que arrastrarme por el suelo hasta Marco Antonio...
—Pero no es necesario que acudas a él directamente. Si te pusieras en
contacto con Lucio, que es amigo tuyo y te debe tanto...
—Sí, Lucio es una buena alternativa —aceptó Tiberio Nerón al tiempo que
me acariciaba el cabello.
—¿Existe alguna forma de hacerle llegar un mensaje?
—Alguna existe.
«Perdóname, padre, perdóname. Perdóname.»
—Si Bruto sale vencedor, y sí, sí, ¡oh Júpiter Óptimo Máximo, que salga
Bruto vencedor!, dará lo mismo —repuse—. Ni siquiera se sabrá
públicamente, ¿no es así?
—Es un asunto que aún tengo atragantado —dijo Tiberio Nerón.
—Naturalmente, porque tú eres un hombre bueno y honrado. Pero vivimos
tiempos horribles. Míralo de esta forma: ¿servirá para sumar un soldado al
ejército de César y Antonio? ¿Restará algún soldado a Bruto? Pues claro que
no. No estarás ofreciendo a Antonio otra cosa que... una amistad en el futuro.
—Pero me repugna pensarlo. Ni siquiera estudiaría esa posibilidad, salvo
por el hecho de que no quiero que tengas miedo del futuro, ahora que estás
encinta de nuestro hijo.
—Amor mío —dije—, en mi opinión, te equivocarías si ofrecieras tu lealtad
a Antonio de manera gratuita. ¿Por qué ibas a hacerlo? Tú eres Tiberio Nerón,
un gran soldado que salvó la vida a su hermano. Déjale claro que quieres algo
a cambio. ¿Por qué no le dices que aspiras a ser pretor?
Tiberio Nerón soltó una carcajada.
—Dioses del Olimpo —dijo—, contando con el respaldo de Lucio es
posible que Marco Antonio no dudase.
Con aquel incentivo —la posibilidad de obtener un alto cargo—, cualquier
duda que pudiera albergar mi esposo quedó resuelta. De manera que el
mensaje fue enviado y el pacto quedó sellado.

Dos meses más tarde llegaron a Roma las proscripciones. Se llevaron a


cabo por orden de Antonio, Lépido y César, que ahora formaban un triunvirato.
Se decía que César había accedido a ellas de mala gana, pero terminó
aprobándolas por insistencia de los otros dos.
Se escribieron varios nombres en tablas encaladas que se expusieron en el
Foro. Cualquiera podía dar muerte a aquel cuyo nombre apareciese escrito en
un tablón, un favor por el que recibiría una parte de los bienes del proscrito,
pues el resto iría a parar a manos de los triunviros, que lo utilizarían para
pagar a su ejército. Los nombrados eran los opositores políticos y los
enemigos personales de los triunviros.
Muchos de los ejecutados eran hombres acaudalados que vivían en la colina
del Palatino, como yo. El primer día de las proscripciones, salí por la puerta
de mi casa y vi tirado en la calle a un hombre decapitado. Iba vestido con una
toga. Me lo quedé mirando, asombrada de la enorme cantidad de sangre que al
parecer tenía dentro y de lo lejos que llegaba el charco que había formado.
Entonces di media vuelta y volví a entrar. Entrelacé las manos para evitar que
me temblaran, con la sensación de haber sido sacada de Roma y transportada a
un páramo habitado por lobos feroces.
Durante las proscripciones se ejecutó a unos dos mil hombres. Entre ellos
estaba Cicerón. Le cortaron la cabeza, por orden de Antonio, y también la
mano derecha, con la que había escrito discursos contra este, y ambas fueron
expuestas en el Foro.
Los asesinos se presentaban tras la puesta del sol, porque no querían mostrar
la cara. Buscaban en todos los escondrijos, en todos los callejones. Yo nunca
me sentía a salvo, aun cuando mi esposo se contaba ahora entre los que
apoyaban a Antonio. Por la noche permanecía desvelada, aferrándome el
vientre y susurrando palabras tranquilizadoras a mi hijo no nacido.
Por supuesto, el nombre de mi padre apareció en las tablas blancas. Le
fueron confiscados todos sus bienes. Mi madre vino a refugiarse en nuestra
casa cuando irrumpieron varios hombres en la suya. Consiguió llevarse
consigo sus joyas, pero todo lo demás lo perdió. Nos dijo que lo que se habían
llevado lo devolverían cuando Bruto y sus fuerzas alcanzaran el triunfo. Pero
advertí que su tono de voz estaba teñido de miedo, miedo de perder algo más
que una casa y unos bienes, y que su expresión era la de una mujer que contaba
con no volver a ver cuanto de valor poseía en este mundo. Mi padre siempre
estaba en su pensamiento, igual que lo estaba en el mío.
Una vez que se ejecutó a todos los condenados que no habían huido de
Roma, finalizaron las proscripciones. Antonio, Lépido y César partieron hacia
Grecia al frente de un ejército más numeroso que nunca: ahora estaba formado
por ciento veinte mil soldados.
Mi madre vivía con mi esposo y conmigo, como una presencia sombría y
muda. En cierta ocasión en la que estábamos hilando las dos juntas, le dije,
solo por entablar conversación:
—Oh, madre, ojalá pudiera saber si voy a tener un hijo varón. Todavía
queda mucho para noviembre; tanta espera se me antoja demasiado larga.
—Hay una manera de saberlo antes —repuso sin apartar la vista de la rueca
—. Dicen que es un método muy seguro, pero un poco molesto. Tienes que
coger un huevo de gallina fertilizado y sostenerlo en las manos hasta que el
pollo rompa el cascarón. Si es hembra, significará que llevas en el vientre una
niña. Si es macho, que llevas un varón.
Respondiendo a mis ávidas preguntas, mi madre, que se había criado en la
granja que poseía su padre, me explicó que un huevo tardaba veintiún días,
más o menos, en eclosionar. Mis doncellas podrían sostenerlo en las manos
cuando yo no estuviese en situación de hacerlo, pero era necesario que
permaneciese todo el tiempo al abrigo de unas manos de mujer.
—Después de que nace el pollo hay que esperar como mínimo otros treinta
días, a ver si le aparecen unos bultitos rojos en la cabeza —prosiguió—. ¿No
vas a preguntarme qué significan esos bultitos rojos?
—Significan que le está saliendo la cresta, y que por lo tanto es un macho.
Mi madre, sin tomarse la molestia de decirme si mi respuesta era acertada o
no, volvió a concentrarse en la rueca.
Envié un esclavo a una granja de las afueras de Roma en busca de un huevo,
uno que el granjero juró que estaba fertilizado. Todos los días tomaba el huevo
entre las manos. Mientras me bañaba, me vestía, comía o me aliviaba, la que
sostenía el huevo era mi criada Pelia, y mientras dormía las criadas se
turnaban para sentarse en el atrio y darle calor con las manos.
En cierta medida, lo de dar calor a un huevo fue algo que hice por mi madre,
para que se distrajese y no pensara tanto en sus preocupaciones. Y también me
distrajo un poco a mí del miedo que sentía por mi padre. Todos los días me
concentraba en abrigar el huevo entre mis manos y me aseguraba de que
ninguna de las criadas ni yo misma cometiéramos un descuido con él.
Anhelaba traer al mundo un hijo varón, un guerrero, no una hembra que se
viera obligada a quedarse en casa esperando mientras su destino lo decidían
acontecimientos que tenían lugar muy lejos, y medio me convencí de que si
aquel huevo lograba eclosionar sin problemas, el pollo sería macho y yo
tendría el hijo varón que deseaba.

—¡Señora! ¡Señora! —oí exclamar a Pelia en el atrio poco antes del


amanecer.
Me levanté de la cama y, con las prisas, salí corriendo del dormitorio
todavía descalza. En el atrio ardía una lamparilla de aceite y Pelia estaba
sentada en una silla colocada en el centro de un círculo de luz. Tenía las manos
apoyadas en el regazo, y entre ellas el huevo. Me incliné y vi que se había
abierto una grieta y que por ella empezaba a asomar una cabeza diminuta.
Era la primera vez que veía nacer un ser vivo. Había visitado muchos
templos, pero nunca había experimentado una sensación tan profunda de estar
contemplando algo sagrado como la que tuve en aquel momento. Permanecí
allí de pie casi una hora, rodeada de todas las mujeres de la casa, observando
cómo iba naciendo lentamente aquel pollito en las manos de Pelia.
Con la intención de hacerme un regalo por haber concebido, Tiberio Nerón
me había comprado dos jóvenes esclavos, dos niños gemelos de origen sirio
llamados Talos y Antitalos. Estaba de moda tener niños como aquellos a modo
de mascotas y permitirles que anduvieran desnudos por la casa, y enseñarlos a
cantar y a contar chistes. Ambos estaban fascinados por el pollito y me
ayudaron a cuidar de él. Lo metieron en una caja de madera en un rincón del
atrio y le traían lombrices del jardín para comer. Hasta le pusieron nombre:
Aquila, que ciertamente era un nombre de categoría para un pollito.
Una mañana, cuando el pollito ya tenía más de un mes y habían empezado a
salirle plumas, Antitalos le señaló la cabeza.
—Mira, señora —me dijo.
Advertí unos minúsculos bultitos de color rojo, y el corazón me dio un
vuelco. Entonces supe que lo que llevaba en mi vientre era un varón.
Tiberio Nerón estaba tan entusiasmado como yo, aunque fingía una actitud
reservada y escéptica y sugería que engordásemos al pollo —que ya era un
pequeño gallito— para destinarlo a la cazuela.
—¿Quieres que nos comamos a Aquila? —exclamé, incrédula.
Durante una temporada fui incapaz de separarme ni un momento de Aquila.
Pero, finalmente, tanto cacareo empezó a resultar irritante. Tiberio Nerón
poseía varias granjas en las afueras de Roma, de modo que enviamos al pollo
a una de ellas junto con instrucciones estrictas de que no fuera sacrificado
para cocinarlo sino que se lo destinara a la reproducción.

Cuando estaba en el séptimo mes de embarazo, llegó una carta de mi padre.


Primero la leyó mi madre, mientras yo, sentada junto a ella, observaba su
semblante. Vi que se le iluminaban los ojos, y cuando me pasó la tablilla
encerada leí con avidez. Era breve. Mi padre nos decía que en torno a Bruto
se había congregado un valiente ejército formado por más de cien mil hombres
deseosos de reclamar Roma. Debíamos mantener la moral alta, rezar a los
dioses y esperar una gozosa reunificación.
El mensajero no podía permanecer mucho tiempo. Mi madre y yo nos
apresuramos a componer unas breves misivas para mi padre. Yo escribí lo
siguiente: «Amado y reverenciado padre, rezo para que dentro de pocos meses
tengas en tus brazos a tu nieto recién nacido, en una República libre.
Estaremos todos juntos y no nos separaremos nunca más.»
Llena de esperanza, aquella noche no tuve dificultades para conciliar el
sueño. Sin embargo, tuve una pesadilla. Me vi a mí misma en medio de un
campo de batalla, rodeada de hombres que luchaban entre sí. Me fijé en dos de
ellos. Asestaban golpes con unas espadas enormes que lanzaban destellos. No
conseguía verles la cara, pero, aunque ignoraba quiénes eran, temí por sus
vidas. «¡Basta! ¡Deteneos!», grité, pero no me oían. Lo único que podía hacer
era observar horrorizada cómo luchaban entre sí. Finalmente, uno de ellos
lanzó una estocada y su adversario se desplomó en el suelo. Yo dejé escapar
un grito, corrí hacia él y me arrodillé a su lado mirando fijamente al soldado
que le había herido. Era mi padre, que a su vez me miró con expresión pétrea y
me dijo con desprecio: «Una esposa debe llorar por su marido.» Bajé la vista
hacia el soldado al que él acababa de dar muerte, esperando ver el rostro de
Tiberio Nerón.
La cara de aquel soldado era como una máscara mortuoria, inmóvil, gélida,
pero no era la cara de un muerto, nada tan humano. Y tampoco era Tiberio
Nerón. Era el joven César. En cuanto vi de quién se trataba, empecé a lanzar
chillidos y a desgarrarme las vestiduras.
Desperté con las mejillas húmedas a causa de las lágrimas y permanecí
tumbada en la cama, a oscuras, con Tiberio Nerón roncando a mi lado, y en
aquel momento entendí una cosa que hasta entonces yo misma no me había
permitido entender: que si César moría en la batalla, yo lo lloraría. Aunque
fuera el enemigo de mi padre, incluso después de las proscripciones. Y había,
además, otra verdad dolorosa, muy clara en el sueño, a la que nunca me había
enfrentado: cuando los dos ejércitos se encontrasen, era casi seguro que mi
padre o César morirían. En el mundo no había espacio suficiente para que
convivieran hombres como ellos, por una parte, y Antonio y César, por la otra.
No supe si aquella pesadilla encerraba alguna profecía verdadera. Tal vez
un sacerdote de Apolo hubiera podido interpretar mi sueño, pero no sentí
deseos de contárselo a nadie. Lo que acababa de descubrir sobre mí misma
hizo que me sintiera una traidora. Yo amaba a mi padre, pero si César moría
en la inminente batalla, sin duda iba a llorarlo.

Y estábamos casi en noviembre. Mi hijo no tardaría en nacer. Pesada y


torpe, durante el día a menudo me tendía en la cama completamente vestida, y
a veces me quedaba dormida. En una ocasión desperté de una de esas siestas,
un par de horas después del mediodía, por culpa de unas voces airadas
procedentes del exterior de la casa. No logré distinguir qué decían, daba la
impresión de que hubiera dos o tres hombres discutiendo en la calle.
Los gritos continuaron, cada vez más fuertes. ¿Qué significaba aquello? El
miedo me secó la boca. Para levantarme tuve que apoyarme en la cama con las
dos manos, porque mi vientre ya era enorme. Me calcé las sandalias y salí al
atrio.
Allí encontré a mi madre y a Tiberio Nerón. Mi madre se mordía el puño y
su gesto era de desolación. Al verme, me habló con voz controlada.
—Livia, ven aquí y siéntate.
Me condujo hasta un diván y se sentó a mi lado. Al otro lado hizo lo propio
Tiberio Nerón.
—Si fuera posible ocultarte lo que ha sucedido hasta que hubiera nacido tu
hijo, te lo ocultaríamos —continuó mi madre—. Pero no es posible, de modo
que has de saberlo. Debes conservar la calma, no vaya a ser que sufra el niño.
¿Me entiendes, Livia? —Al pronunciar las últimas palabras le tembló la voz
—. ¿Conservarás la calma?
—La conservaré —respondí.
Mi madre intentó hablar de nuevo, pero no pudo, y cerró los ojos.
Tiberio Nerón me cogió la mano con fuerza.
—Acaba de llegar el rumor... No es un despacho oficial, entiéndelo, sino tan
solo un hombre a caballo que ha venido a toda prisa a traer la noticia... Pero
me parece que dice la verdad. Y en estos momentos esa noticia está
transmitiéndose a voces por las calles. Los dos ejércitos se encontraron en
Filipos, en Grecia. La batalla fue ganada por Antonio y César. Querida mía,
recuerda que yo soy amigo de Antonio y que, por lo tanto, no corremos ningún
peligro.
Me volví hacia mi madre.
—¿Padre aún vive?
Mi madre negó con la cabeza.
Apreté la cara contra su hombro y me eché a llorar. Ella también lloró.
Dentro de mí una voz gritaba: «¡Padre! ¡Padre! ¡Padre!» Jamás había conocido
un dolor tan profundo. Sin embargo, no grité, ni me desgarré las vestiduras. Mi
madre había dicho que debía contenerme, por el bien de mi hijo.
Más tarde, cuando me vio más tranquila, Tiberio Nerón me contó todo lo que
sabía sobre la batalla y su desenlace. Dijo que Antonio había dirigido en
solitario a las tropas que se opusieron a Bruto, porque César había caído
enfermo —de hidropesía—y, al estar hinchado a causa del líquido, no pudo
levantarse de su camastro, de modo que no participó en la lucha.
Una vez concluida la batalla, Bruto citó cierto poema que hablaba de la
virtud y de los caprichos de la fortuna, y acto seguido ordenó a un soldado que
sujetara una espada para que él pudiera ensartarse en ella.
Mi esposo no me dio detalles sobre el modo en que había muerto mi padre,
pero yo tenía que saberlo, de modo que reuní fuerzas e inquirí:
—¿Mi padre también sobrevivió a la batalla?
—Sí —respondió mi esposo en tono suave.
—¿Murió por su propia mano?
Formulé esta pregunta con voz tranquila, controlada, para que no me ocultara
la verdad.
—Se clavó la espada él mismo —contestó.
Nadie que hubiera luchado por la República tuvo una muerte más gloriosa ni
más noble.
El día en que supimos cuál había sido el desenlace de la batalla de Filipos,
en mi alma se instaló una pena que ya nunca iba a abandonarme del todo, pues
habría de llevarla dentro hasta el día de mi muerte. Y también experimenté un
sentimiento de culpa. Cuando insté a mi esposo a que se aliara con Antonio,
traicioné a mi padre. Podría alegar que con mi acción no alteré en nada su
destino, pero sí que hice lo que él no habría hecho jamás: escoger la seguridad
antes que el honor.
Mi madre, Secunda y yo nos vestimos con la túnica blanca con que las
mujeres manifestábamos nuestro luto, pero no teníamos con nosotras el
cadáver de mi padre para procurarle los debidos cuidados, y ni siquiera
podíamos esperar que los vencedores lo trataran con respeto. Eso hizo que
nuestra pena fuese aún más honda.
Cuando se conocieron en Roma las consecuencias de la batalla de Filipos y
llegaron a oídos de Tiberio Nerón, insistí en saber qué estaba ocurriendo, por
muy horrible que fuera. Así, me enteré de que, tras el enfrentamiento, César
Octaviano, que todavía se encontraba tan enfermo que apenas podía andar,
tomó asiento en una silla curul y, junto con Antonio, fue juzgando a los que se
habían rendido. Se ejecutó a todos los asesinos de Julio César que fueron
capturados vivos. Por más que suplicaron clemencia, el joven César les dijo,
sin excepción: «Debes morir.» Antonio y él presenciaron cómo se arrojaba al
suelo a los prisioneros y se les cortaba la cabeza.
El hecho de que César quisiera dar muerte a todos los asesinos de su
«padre» no sorprendió a nadie. Lo que sorprendió fue el salvajismo con que lo
hizo. Un pobre hombre suplicó a César que por lo menos le permitiera tener un
entierro decente, pero César contestó: «Eso díselo a los cuervos.»
Los cadáveres de los muertos se incineraron amontonados unos encima de
otros, como si de reses enfermas se tratara.
El joven César ordenó que uno de sus escoltas, un veterano de las guerras
que Julio César había librado en la Galia, decapitara a Bruto. Siguiendo sus
instrucciones, a continuación el soldado partió hacia Roma a galope tendido
llevando consigo la cabeza, y solo se detuvo para cambiar de caballo. Cuando
llegó a la ciudad, entró con su montura en el Foro y fue directo hacia la estatua
de Julio César que se había erigido por orden de Octaviano. «¡Contemplad la
venganza, oh dioses!», exclamó, y acto seguido arrojó la cabeza a los pies de
la estatua.
Cuando recordaba la atracción que había sentido una vez por César
Octaviano, me recorría un escalofrío. Pero, por extraño que parezca, seguía
sin poder evitar ponerme en su lugar. Sentía en mis entrañas lo que debió de
sentir él cuando le falló la salud justo antes de que comenzase la gran batalla
en la que iba a vengar al hombre al que había llamado padre. Debió de verse a
sí mismo transformado de nuevo en el niño que fue, un niño demasiado
enfermizo para desempeñar un papel masculino en el mundo. Imaginé su
insoportable sentimiento de humillación. Quizás ello había contribuido a
alimentar la furia que mostró tras la batalla.
Si lo que pretendía era que aquellos hombres lo consideraran despiadado en
vez de juzgarlo débil, lo había conseguido con creces. Solo llevó a cabo un
único acto de clemencia. Tiberio Nerón vino corriendo a casa a darme la
noticia. Al ver mi gesto de horror —¿qué podía esperar yo sino alguna otra
barbaridad?— se apresuró a decirme: «No, por una vez te traigo un poco de
consuelo. De verdad. Ha ocurrido algo difícil de creer, pero mi fuente de
información es irreprochable.»
Me senté en mi cuarto de costura, en el cual, casi sin ánimos para hacer
nada, últimamente apenas trabajaba. Prendí la aguja en la tela de una túnica
diminuta que había estado intentando coser para cuando naciera el niño.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
—César ha organizado un funeral en honor a tu padre.
Me puse de pie.
—¿Cómo?
—Le ha ofrecido un funeral militar como es debido, con sacrificios e
incienso, y con las legiones en formación para honrar su memoria. Él mismo
prendió fuego a la pira funeraria.
—¿Ha dicho por qué ha tratado a mi padre de manera distinta?
Tiberio Nerón respondió negando con la cabeza.
César me había dicho que podía esperar para cobrarse una deuda. Al vengar
a su «padre», demostró a toda Roma que él se cobraba las deudas con
intereses. No me cupo duda de que aquel funeral en honor de mi padre lo había
organizado por mí. Lo cual no me hizo tener una buena opinión de él. No podía
dejar de saber cuál era el motivo por el que César había obrado de aquel
modo.
—Me han dicho que César ya se ha recuperado de su enfermedad —dijo
Tiberio Nerón—. Es una lástima, ¿no es cierto?
—Sí, una lástima —repuse.
Me preguntaba qué habría sido de Portia, la esposa de Marco Bruto. Había
abrazado fervientemente la causa republicana y alentado a su esposo a actuar
como actuó. Un día después de que llegara la noticia del funeral de mi padre,
supimos lo que le había deparado a ella el destino. Era frecuente que cuando
un hombre, empujado por el honor, se veía obligado a quitarse la vida, su
mujer hiciera lo mismo. Y eso fue lo que hizo Portia, y de la manera más
dolorosa, tragándose un carbón encendido. Cuando me enteré, me atenazó el
pánico. ¿Y si mi madre también tomaba la decisión de matarse?
Sin embargo, mi embarazo la anclaba a la vida. Sabía muy bien, como todas
las mujeres, que el primer parto es muy peligroso. A medida que iba
acercándose la fecha del alumbramiento, mi madre, si bien no me trataba con
más afecto que antes, estaba todo el tiempo revoloteando a mi alrededor, me
preparaba comidas especiales que supuestamente eran muy nutritivas para las
mujeres que iban a parir, y hasta me colgó del cuello un amuleto que había
llevado ella cuando dio a luz.
Sentí los primeros dolores una mañana, dos semanas después de enterarme
de que mi padre había muerto. Lo que descubrí estando sentada en la silla de
parto fue que mi cuerpo poseía una gran capacidad para soportar el dolor. La
comadrona, mi madre y Secunda se quedaron conmigo en la habitación. Me
humedecían la cara con agua fría y me murmuraban palabras de aliento. Pero
no podían aliviar mi sufrimiento ni hacer que el niño saliera. No invoqué a
Diana ni a ningún otro dios ni diosa, porque todos se me antojaban muy
lejanos. Empujando aferrada a los brazos de aquella silla de caoba, sabía que
solo podía contar con mis propias fuerzas, que si ganaba aquella batalla
saldría con vida de ella, y mi hijo también. De lo contrario, moriríamos los
dos.
El día fue menguando hasta que llegó la noche, y después una nueva mañana.
El sol penetraba por las ventanas del dormitorio, pero el niño aún no había
nacido. Vi la expresión grave que reflejaban el rostro de mi madre y el de la
partera. Secunda se había echado a llorar.
Se veía a todas luces que empezaba a perder la batalla. Y de repente ello
hizo que algo se revolviera en mi interior. No pensaba dejarme vencer. Ni
hablar. Me dije a mí misma que la próxima vez que me acometiera una aguda
punzada de dolor empujaría con todas mis fuerzas, mientras todavía me
quedara alguna para intentarlo. Me dije que empujaría sin parar, sin
reservarme nada, y que no cejaría hasta que el niño hubiera salido. Vivir o
morir: iba a apostarlo todo a una tirada de dados. En cuanto llegó el dolor,
hice lo que había decidido. Mordí el trozo de cuero que me había dado la
comadrona para que no gritase. Sentí que me desgarraba por dentro. No sabía
que había ganado la batalla hasta que oí exclamar a la comadrona:
—¡Un niño! ¡Un niño perfecto!
¿Qué mejor patrimonio puede tener una mujer en este mundo que el de ser
madre? Sin embargo, yo estaba demasiado exhausta para experimentar la
sensación de triunfo.
Más tarde, tomé a mi hijo en brazos y le conté los dedos, casi con gesto
suspicaz. Cinco en cada mano. Me dije que aquello demostraba que era un
niño perfecto, tal como había dicho la comadrona. Dicen que todos los niños
son guapos a los ojos de su madre, pero lo cierto es que este no me lo pareció.
Su carita colorada y arrugada me recordó a un anciano malhumorado. Aun así,
sentí que mi pecho rebosaba de amor.

Contratamos a una mujer llamada Rubria, cuyo hijo había muerto, para que
fuera el ama de cría del recién nacido. Justo después del parto, naturalmente,
la partera había depositado al pequeño envuelto en una manta a los pies de
Tiberio Nerón, quien, exultante, lo tomó en brazos y lo alzó bien alto, un gesto
que no indicaba ninguna intención de exhibirlo, sino la decisión de criarlo.
Jamás he visto que un padre adinerado echase de casa a un vástago legítimo y
sano, aunque fuera niña.
Nueve días después del alumbramiento, tal como exigía la costumbre,
celebramos la ceremonia de poner nombre al recién nacido. Fue una
celebración sencilla, dado que hacía muy poco que había fallecido mi padre.
Mi madre y Secunda iban vestidas de luto, es decir de blanco, como yo,
intentando equilibrar la pena con la alegría. Tiberio Nerón colgó una bulla —
un amuleto protector— de la cuna del pequeño. Nuestros invitados
prorrumpieron en aplausos, los cuales hicieron que el niño despertara y
empezase a lloriquear. Lo acuné, pero no logré calmarlo. Por fin, mi madre lo
levantó en brazos y el pequeño Tiberio Claudio Nerón dejó de llorar.
Mi madre volvió a dejarlo en su cuna.
—¿Ya te encuentras mejor, Livia? ¿No tienes fiebre? ¿Debilidad?
—Estoy bien, madre.
Me retiró el pelo de la cara.
—Siempre tan descuidada. En fin, la vida continúa.
Aquella noche me acosté más bien tarde, y tarde también me levanté al día
siguiente, mucho después que Tiberio Nerón y el resto de la familia. Me
despertaron unos golpes en la puerta. Al abrir me encontré con Antíope, la
criada que atendía a mi madre, que con una expresión de ansiedad en el rostro
me dijo que había llamado repetidamente a la puerta de su alcoba y que estaba
preocupada porque no había respondido.
Corrí a la habitación de mi madre. Ya antes de abrir la puerta sabía lo que
me aguardaba. Mi madre yacía en la cama, con la misma ropa que había
llevado en la ceremonia del día anterior. Tenía la cabeza apoyada en una
almohada y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Los pliegues de su
estola estaban colocados con sumo cuidado. En sus labios se apreciaba una
mancha de color amarillo, y en la mano tenía una ampolla de las que se
utilizan para guardar perfumes caros. Sus ojos, abiertos de par en par, miraban
hacia el techo.
Sobre el taburete que había a los pies de la cama reposaba una tablilla de
cera con un texto escrito. La cogí con ademán desesperado, como si lo que
decía fuera a arreglarlo todo.

Livia, he ido a reunirme con tu padre. La pérdida de nuestros bienes


solo ha influido en parte a la hora de tomar esta decisión. Es cierto que
no deseo representar una carga para ti ni para tu esposo, pero he
escogido actuar así porque es el mejor modo de honrar a tu padre y
nuestro matrimonio. Estoy segura de que mostrarás el respeto filial
necesario para no soñar siquiera con cuestionar la rectitud de mi
acción.
Secunda ha de heredar mi collar de esmeraldas, pues así se lo
prometí; entre ambas podéis repartiros el resto de mis joyas de la
manera que consideres más justa.
Te prohíbo que sigas mi ejemplo, y espero no tener que recordarte
las responsabilidades que tienes para con tu esposo y tu hijo.

La noticia de la muerte de mi padre la había encajado con actitud serena,


porque estaba mi madre para ordenármelo. Sin embargo, ahora no se hallaba
presente. Caí de rodillas, aullé como un animal y me desgarré las vestiduras.
Enseguida acudió Tiberio Nerón, corriendo. Tardó un buen rato en conseguir
que me pusiera de pie. Me obligó a tomar un bebedizo para dormir, y al poco
me sumí en un profundo estupor. Creo que mi esposo temía que, si no me daba
aquella pócima, pudiera hacerme daño a mí misma.
6

Diciembre es el mes más alegre del año, el mes de las Saturnales, de los
juegos y los festejos, y de los regalos de año nuevo. Pero cuando en esta época
se tiene un dolor reciente, uno se aísla de todo el mundo. Habiendo muerto
tanta gente en las proscripciones y en la batalla, los festejos de aquel año
estaban teñidos de una alegría forzada, y aun así se oía música en las calles y
flotaba en el aire el aroma de los bizcochos de miel y el vino especiado. Cada
vez que tenía que desplazarme a algún sitio, corría las cortinas de mi litera.
Como era tan joven, desconocía que el dolor por la muerte de un ser querido
termina pasando, y estaba tan indefensa ante la pena como suelen estarlo los
jóvenes.
Ni siquiera mi hijo me producía placer. El mero hecho de verlo estornudar
me aterraba. ¿Qué ocurriría si lo perdiera igual que había perdido a mis
padres?
Muy pronto tuve que reanudar mis deberes de esposa. Me resultaron menos
pesados que antes. El ardor que mostraba Tiberio Nerón en el lecho había
disminuido. Sospeché que durante mi embarazo había empezado a ver a otras
mujeres, y que, una vez que había adquirido el hábito, ya no iba a dejarlo. Era
algo que se esperaba de los hombres de la nobleza, un comportamiento
convencional. Pero, aun así, me habría molestado, si lo hubiera amado.
Ya no abrigaba la fantasía de que mi matrimonio podría ayudar a salvar la
República. La República estaba muerta del todo. Antonio, Lépido y César se
habían repartido el imperio. Antonio estaba en oriente, Lépido en el norte de
África, y César se había quedado en Roma.
Tiberio Nerón fue nombrado pretor. Lucio Antonio continuaba en Roma, ya
que había sido elegido cónsul. La gente decía que a Lucio casi se le podía
confundir con su hermano gemelo, menos competente pero dotado de gran
vitalidad, porque ambos tenían la misma estatura, la misma constitución
fornida y la misma cara llena. Cenaba con frecuencia en mi casa, y en esas
ocasiones mi esposo se retiraba con él a conversar durante horas.
Una noche, cenando, Lucio dijo una cosa que me aterrorizó:
—Ese cerdo de César quiere actuar como si fuera el tercero de los hermanos
Graco. Está excediéndose. —Miró de manera elocuente a mi esposo y agregó
—: He escrito a mi hermano para decirle que puede contar plenamente
contigo.
—Naturalmente que puede —se apresuró a afirmar Tiberio Nerón.
César no estaba casi nunca en Roma, y compartía el gobierno con los
hombres de Antonio. Su prioridad era conservar la lealtad de sus soldados, de
modo que había empezado a acomodar a sus veteranos en pequeñas granjas.
Desde la época de los Graco se venía pensando que constituía una gran
injusticia que los soldados romanos que regresaban de las guerras no tuvieran
ninguna posesión. Así pues, se esperaba que su comandante se encargara de
que al licenciarse recibieran pequeñas parcelas de tierra.
Al igual que los Graco, mi padre odiaba los latifundios, aquellas grandes
extensiones de tierra trabajadas por esclavos que ocupaban buena parte del
territorio. Decía que sus propietarios solían expulsar de las tierras a los
ciudadanos pobres empleando métodos sucios e ilegales. Aunque no hubiera
aprobado ninguna otra de las cosas que hizo César, habría aprobado esta: que
estuviera recorriendo toda Italia para dividir los latifundios y dar un trozo de
tierra a sus veteranos.
Aquella noche, sin poder disimular un ligero tono de irritación, le pregunté a
Tiberio Nerón cuando nos disponíamos a acostarnos:
—¿Qué tiene que ver con los latifundios el hecho de que Antonio pueda
contar contigo?
—Hay varios asuntos legales que caen dentro de mi jurisdicción —contestó
mi esposo. Sus deberes de pretor se parecían mucho a los de un juez.
—¿Quiere que actúes a favor de los propietarios de los latifundios? ¿Solo
para boicotear a César?
Tiberio Nerón no respondió.
—Es eso, ¿verdad? —Aspiré profundamente, como si me hubiera quedado
sin aire—. El asunto de la tierra gotea sangre. Siempre ha sido así.
Roma llevaba casi un siglo sufriendo problemas por culpa de aquello.
—Vamos, querida, cálmate.
La llama de la vela que ardía sobre la mesilla de noche parpadeó
débilmente. No me permitía ver el rostro de mi esposo.
—Esto es la ruina —dije.
—Lo que supondría la ruina para mí sería no hacer lo que requiere Antonio
—replicó Tiberio Nerón—. No tengo alternativa, si pretendo conservar la
cabeza unida al cuerpo. ¿Crees que me gusta esto?
—César y sus hombres no van a tolerar algo así.
La carnicería, la guerra civil, todo aquello volvería a empezar de nuevo. La
actual calma no era más que una breve pausa en la costumbre que tenía Roma
de destruirse a sí misma. Lo que empeoraba las cosas, lo que me desesperaba,
era que la lealtad de mi esposo y, por lo tanto, la mía tenían que estar del lado
de Antonio en una batalla en la que el derecho y la justicia estaban del de
César.

Me gustaría saber cuántas mujeres, desde tiempos inmemoriales, habrán


pensado que si nosotras gobernásemos el mundo sería mejor de lo que es.
Seguro que toda mujer, en un momento u otro, lo ha pensado. Por supuesto, yo
también lo pensé. Estaba convencida de que las mujeres, sin duda alguna,
teníamos menos sed de sangre que los hombres. Y entonces conocí a Fulvia.
Era la esposa de Marco Antonio. Su marido, a quien, según decían, amaba
apasionadamente, había asumido el control de la parte oriental del imperio, se
había marchado a Egipto y había caído bajo el hechizo de Cleopatra. Cabía
esperar que yo, siendo mujer, me hubiera solidarizado con ella si hubiera
tenido una sola fibra de sentimientos humanos. Pero es que no la tenía.
Cuando Tiberio Nerón y yo fuimos a cenar a su casa, aún no había concluido
el período de luto por mis padres, de modo que acudí vestida de blanco.
Fulvia me miró de arriba abajo y me dijo:
—Oh, pobre criatura, acabas de perder a tus padres, ¿no es así? Fue una
lástima que se equivocaran al decidir de qué lado ponerse.
Tenía unos cuarenta años, era alta y poseía un busto voluminoso. Su
llamativo maquillaje resultaba de lo más grotesco. No respondí al comentario
que hizo acerca de mis padres y la taladré con la mirada al tiempo que
deseaba verla condenada al rincón más ardiente del Tártaro.
Nos condujo a Tiberio Nerón y a mí a su comedor. Las paredes estaban
adornadas con murales en los que se representaban banquetes dionisíacos. Su
cuñado Lucio ya estaba cenando, acompañado de una niña de cabello negro
que debía de tener unos diez u once años.
—Ese falso y asqueroso se ha divorciado de ella —me informó Fulvia
cuando advirtió que posaba la mirada en la pequeña.
—¿César? —pregunté.
—¿A quién crees que me estoy refiriendo, si no? Y pensar que esta pobre
niña ha vivido tantos meses con él... —dijo Fulvia.
—¿Que ha vivido con él? —Me la quedé mirando.
—Bueno, en su casa —aclaró Fulvia—. César no la tocó. No te tocó,
¿verdad, Claudia?
La niña negó con la cabeza.
—Decía que era demasiado joven.
—Un día después de divorciarse se casó con una pariente de Sexto Pompeyo
—continuó Fulvia. Sexto, el hijo del gran enemigo de Julio César, Pompeyo
Magno, en aquellos momentos estaba recabando apoyos militares y
preparándose para tomar Sicilia—. Escribonia. Es flaca y fea, y tiene por lo
menos treinta y cinco años. Está desesperada por conseguir la ayuda de Sexto
para luchar contra Antonio. La muy cobarde. Eso a él no va a servirle de nada.
Pienso reunir un contingente tan grande que aplastarlo va a ser así de sencillo
—remató, haciendo chasquear los dedos.
—¿Que tú vas a reunir un contingente militar?
—Por supuesto —respondió Fulvia, mirándome como si yo fuera idiota.

A lo largo de toda la cena resultó embarazoso ver cómo Fulvia daba órdenes
a Tiberio Nerón y a Lucio Antonio. Se comportaba como si el gobierno de
Roma y el ejército de Antonio estuvieran en sus manos. Ninguno de los dos
hombres se atrevió a decirle que no, tal era su autoritarismo.
Fulvia no llegó a reclutar tantas tropas como esperaba, pero no fue porque
no lo hubiera intentado. Y un mes tras otro presionaba a Tiberio Nerón para
que dictara disposiciones legales que perjudicaran a César. A continuación, no
contenta con ello, ordenó a sus soldados que acosaran a los veteranos de
César. Hubo refriegas en las que murieron soldados. César no logró controlar
la ira de sus veteranos, quienes le exigieron que los hiciera marchar contra
Fulvia y lo maldijeron al advertir que él titubeaba.
La fortuna nos favoreció a mi esposo y a mí. Cuando César y sus veteranos
empezaron a marchar contra Roma, nos enteramos de ello con la antelación
suficiente para no quedar atrapados en la ciudad.
Sabíamos que Tiberio Nerón tendría que huir. Nadie dudaba que, dado que
era la persona que había dictado disposiciones judiciales tal como había
ordenado Fulvia, los hombres de César lo despedazarían en cuanto tomasen
Roma.
Una soleada mañana, mientras yo sostenía en brazos a mi hijo, Tiberio
Nerón me dijo que Fulvia, Lucio Antonio y quienes los apoyaban habían
decidido abandonar Roma e ir a Perusia. Se trataba de una pequeña ciudad
situada a cien millas de allí, sumamente fortificada y capaz de resistir mucho
tiempo a un ejército agresor.
—Livia —me dijo Tiberio Nerón—, tú y el niño debéis venir conmigo a
Perusia. A César todavía no le ha dado por asesinar a mujeres y a niños, pero
siempre hay una primera vez para todo. Además, solo los dioses saben si sus
tropas lo obedecerán cuando entren en Roma.
El peligro que corríamos quedándonos era demasiado grande. Estreché a mi
hijo contra mí y hundí el rostro en su cabello oscuro y rizado. Éramos juguetes
de la fortuna, y cabía la posibilidad de que lo perdiéramos todo. Pero me
prometí a mí misma que, pasara lo que pasase, mantendría sano y salvo a mi
hijo.

Perusia no me pareció una ciudad, sino más bien una aldea amurallada,
porque comparada con Roma resultaba minúscula. Unos guardias nos abrieron
las puertas para que pasara nuestro carro. Recorrimos las estrechas callejuelas
que conducían al Foro, una plaza nada impresionante rodeada de edificios de
ladrillo de una sola planta. Estaba abarrotado de soldados armados y
protegidos con petos y yelmos de guerra. Habían enviado a un mensajero
desde las puertas para informar de nuestra llegada a Lucio Antonio, quien se
abrió paso entre el gentío y, sonriente, vino a nuestro encuentro.
—Sé bien venido, amigo mío —dijo mirando a Tiberio Nerón. Luego se
volvió hacia mí y añadió—: Espero que tú y tu hijo hayáis tenido un buen
viaje. He dispuesto un alojamiento para vosotros.
La casa a la que Lucio se refería no estaba muy lejos del Foro. Había
pertenecido a uno de los hombres prominentes de Perusia, pero en cuanto
entramos en ella y recorrí el atrio con la mirada, quedé estupefacta. Había
unos cuantos divanes viejos y un par de sencillas mesas de roble, las paredes
no estaban adornadas con frescos, no vi nada que fuese caro ni bello.
Tiberio Nerón miraba alrededor con expresión seria.
Me sentí obligada a subirle el ánimo.
—Esto es mejor de lo que esperaba —dije—. Aquí podemos estar bastante
cómodos.
Nos había acompañado a Perusia como criado un antiguo legionario de
facciones duras llamado Buteo, que había sido escudero de Tiberio Nerón.
También había venido Rubria, para ayudarme a cuidar del pequeño Tiberio.
Mientras Buteo descargaba nuestras cosas del carro, Rubria y yo fuimos a
explorar la casa y descubrimos una pequeña estancia en la que ella podría
amamantar al niño. Al parecer, Rubria aceptaba perfectamente la situación en
la que se encontraba. Se sentó en un taburete y se descubrió el pecho. Su ancho
rostro reflejaba una expresión de placidez cuando introdujo el pezón en la
boca de mi hijo. Yo regresé al atrio, donde estaba mi esposo con Buteo.
—Quiero empezar a colocar nuestras cosas para ponernos cómodos —dije
—. Me ayudarás, ¿verdad, Buteo? ¿Quieres hacer el favor de llevar ese arcón
a la estancia que está en el lado izquierdo del atrio?
Buteo hizo una mueca, pero cogió el arcón.
Más tarde, cuando nos quedamos solos, Tiberio Nerón me dijo,
acariciándome la mejilla:
—Paloma mía, ¿de verdad entiendes lo que está sucediendo? ¿Eres
consciente de lo que sucederá si Marco Antonio no llega aquí a tiempo con un
ejército?
—Sí —respondí. Lo rodeé con mis brazos y apoyé la mejilla en su hombro.
El hecho de compartir la desgracia pareció fortalecer el vínculo que nos unía,
y en aquel momento experimenté verdadero afecto hacia él—. Estamos juntos,
tú, yo y nuestro hijo. Eso es lo más importante.
—Eres muy valiente.
—No lo soy —repliqué—. Tengo miedo. Pero si estuviera aquí mi padre,
diría que este es un momento en el que es necesario ser valientes.
«Ya —pensé—, en esta triste aldea, esperando a que nos pongan sitio. Más
bien, este es un momento en el que los dioses están poniéndonos a prueba.»

Nos instalamos en aquella casa y vivimos lo mejor que pudimos. Yo había


sido instruida en todas las tareas domésticas por mi madre, de acuerdo con la
teoría de que para supervisar con eficacia el trabajo de los demás antes era
necesario que uno mismo supiera hacerlo. En Perusia nadie podía tener
criados. Bueno, Fulvia y yo sí. Pero prácticamente todas las mujeres de
aquella ciudad, excepto las de la casa de baños, que también hacía las veces
de casa de prostitución, habían huido a las granjas de los alrededores o a otras
ciudades. De modo que yo misma lavaba la ropa y preparaba la comida. Buteo
ayudaba con las tareas más duras, aunque siempre a regañadientes. Rubria
colaboraba de buen grado.
Las gentes del campo, que acudían a las puertas de la ciudad a vendernos
alimentos, nos traían noticias de Roma. César y sus veteranos habían invadido
la capital. Hubo algunos saqueos, pero al final César restauró el orden.
—Ahora querrá afianzar el control de toda Italia —comentó Tiberio Nerón
con gesto adusto.
Llevábamos apenas un mes en Perusia cuando llegó el ejército de César y
acampó a las afueras. Fulvia erigió la plataforma de los oradores públicos en
el Foro. Sobre sus vestiduras de mujer se había ceñido una espada. Con una
voz tan estentórea y segura como la de cualquier hombre, se dirigió a las
tropas y les dijo que no debían temer nada, que su esposo venía de camino con
su ejército, que no tardaría en llegar para defendernos. Señaló a sus dos hijos,
que estaban al pie de la plataforma de los oradores. Marco Antonio no
abandonaría a su esposa y a sus hijos.
Ni siquiera en épocas de locura como la que estábamos viviendo las mujeres
se ceñían espadas y pronunciaban discursos. Aquello resultaba más que
extravagante, como si la luna hubiera caído a la tierra. Pero he de reconocer
que, por mucho que Fulvia me desagradara, experimenté un pequeño
estremecimiento de admiración al contemplar su audacia. Aunque al principio
algunos se mofaron de ella, todos los soldados terminaron vitoreándola; al fin
y al cabo, les había prometido ayuda.
Fulvia subida a la plataforma de los oradores con su espada... una visión
repulsiva, sin duda. No obstante, quedó grabada en mi mente. Era una mujer
blandiendo el poder político sin adornos.

César rodeó Perusia. Su ejército empezó a cavar una zanja en torno a la


ciudad y a construir una rampa. Su intención era, para empezar, matarnos de
hambre, y después, una vez debilitados, asaltar las murallas.
Nuestros soldados atacaban al enemigo lanzando con la honda bolas de
plomo del tamaño de guijarros y piedras tan grandes como el puño de un
hombre, y recibían andanadas similares. Los soldados escribían mensajes
ofensivos en las piezas de mayor tamaño. Muchas de las que venían volando
en dirección a nosotros iban adornadas con referencias a las partes íntimas del
cuerpo de Fulvia. «Quiero el culo de César» era uno de los mensajes, algo
más suaves, que llevaban las bolas de plomo que lanzábamos nosotros. Muy
graciosos, excepto que dichas bolas de plomo, al igual que las piedras,
destrozaban cráneos de soldados.
Se me hacía muy extraño encontrarme en una ciudad asediada por un joven
con el que yo había estado conversando sentada a la mesa de mi padre, un
joven hacia el que me había sentido atraída. Sentí deseos de hablar con él y
suplicarle: «Por qué hemos de estar en conflicto? ¿No podrías abandonar el
asedio y marcharte?»
Aunque superados ampliamente en número, Lucio Antonio y mi esposo
enviaban constantemente soldados a atacar el ejército de César. No podían
derrotarlo, pero abrigaban la esperanza de lentificar la construcción de la
rampa, que acordonaría la ciudad por completo. Confiábamos en que Marco
Antonio, llamado por Lucio y por Fulvia, hubiera partido de Egipto y estuviera
ya navegando en dirección a nosotros con el grueso de sus tropas. Al fin y al
cabo, no solo estábamos luchando para conservar Perusia, sino para conservar
el control de Italia. Rezábamos para que Marco Antonio llegase antes de que
la rampa estuviera terminada y empezáramos a pasar hambre.
Cada vez que Tiberio Nerón me dejaba y se iba a atacar a las fuerzas de
César, se me encogía el corazón. ¿Qué sucedería si resultaba muerto, si me
dejaba sola en aquella ciudad sitiada, con mi hijo y dos criados como única
compañía? Yo sabía, no obstante, que mi misión consistía en despedirlo con
expresión tranquila y segura. Y así lo hice todas las veces.
En cierta ocasión, Tiberio Nerón trajo a casa a un soldado herido, un
muchacho que se había distinguido por su valentía en una incursión. Con la
ayuda de Buteo, consiguió sacarlo del lugar donde había caído y llevarlo de
nuevo a la ciudad. El muchacho tenía una profunda herida en la espalda de la
que manaba sangre lentamente. No iba a sobrevivir. Pero como no tendría más
de dieciséis o diecisiete años y había sido muy valiente, Tiberio Nerón no
quiso que muriera en los sórdidos barracones que servían de hospital. De
modo que lo acostó en nuestra cama, sin decirme nada. Y yo, también en
silencio, le llevé agua y le lavé la cara, cubierta de churretones de sangre y de
barro.
El joven soldado estaba tendido de costado, muy quieto. Tenía el cabello
oscuro y ondulado, y la piel olivácea. Me fijé en sus pestañas, por raro que
pudiera parecer; eran muy largas y tupidas. No me cupo la menor duda de que
las muchachas debían de suspirar por él.
En un momento dado pronunció una palabra: «Agua», y le acerqué un
cuenco. Intentó beber, pero no tuvo fuerzas para ello. Entonces mojé los dedos
y le humedecí los labios. Luego me senté a su lado y le apreté la mano. Él
abrió los ojos y dio la impresión de que en realidad me veía por primera vez.
Su expresión fue de sorpresa por encontrarse con una mujer frente a él. Esbozó
una sonrisa. Me pregunté si no me estaría confundiendo con alguna chica que
le gustaba, o quizá tuviese una hermana. Deseé que me tomase por la mujer
que él prefiriera. Después cerró los ojos y pareció dormirse.
«Mira lo que te han hecho esos necios. César, Antonio y Fulvia, todos esos
necios.»
Seguí apretándole la mano aunque sabía que ya no era consciente de mi
presencia y que estaba muy lejos de allí, emprendiendo un viaje a un lugar aún
más lejano.
«¿Por qué no intervienen los dioses y detienen esta matanza? Si yo estuviera
en su lugar, lo haría. Si yo tuviera poder, lo usaría para eso. Me da igual que
gobierne César o Antonio; necesitamos paz.»
El joven soldado murió antes de que llegase el nuevo día, murió porque
Roma era incapaz de gobernarse. Su muerte reavivó los recuerdos de la
pérdida de mis padres y me trasladó a un lugar situado más allá de las
lágrimas.
En cierta ocasión, Tiberio Nerón volvió de una incursión dominado por la
cólera. Su actitud era tan severa que al principio pensé que sería mejor no
interrogarlo. Cuando lo hube ayudado a quitarse la armadura y le hube
vendado un pequeño rasguño que tenía en el antebrazo derecho, me dijo:
—Oh, Livia, hemos estado a punto de matarlo.
—¿A quién? —pregunté.
—A él. A César, ese pedazo de escoria.
—¿Quieres decir que os habéis acercado tanto que lo habéis visto? ¿Qué ha
sucedido?
—Celebraban una ceremonia... Él estaba de pie ante un altar improvisado,
con un cuchillo en la mano, a punto de sacrificar una oveja. Y de repente
caímos sobre ellos, en gran número. Le arrojé una jabalina y estuve a punto de
alcanzarlo. Te juro que mi lanzamiento prometía ser certero, pero él vio venir
la jabalina y se agachó, de modo que le pasó por encima del hombro. Al
instante lo rodearon todos sus hombres y... en fin, escapó. Si hubiera
conseguido matarlo, tal vez todo esto ya habría acabado.
Sin embargo, aquello no había acabado; al contrario, todavía faltaba mucho
para que acabase.
Nuestra provisión de agua era abundante, porque en Perusia había muchos
pozos, así que el enemigo no iba a poder matarnos de sed. Pero muy pronto se
nos agotaron el pescado y los huevos. Los escasos alimentos que se veían en
el mercado —raíces en su mayor parte— estaban medio podridos e infestados
de gusanos. Los silos contenían una cantidad limitada de grano. Lo
empleábamos para cocinar unas gachas o lo molíamos para hacer harina y
hornear un pan áspero e insípido. Pero no era precisamente que nos
estuviéramos muriendo de inanición.
Yo sentía hambre a menudo, pero no tenía derecho a quejarme. Nosotros, la
familia de Tiberio Nerón, recibíamos raciones de grano más generosas que los
soldados corrientes. Lo más importante para mí era que Rubria, nuestra ama
de cría, tuviera suficiente para comer y que el pequeño Tiberio no pasara
hambre.
Mi hijo había cumplido un año. Era grande para su edad y ya andaba y se
mostraba muy seguro de sí mismo. Era algo bueno que aún tomara el pecho,
pero también necesitaba otra clase de alimentos, y distintos del grano.
Yo solo me aventuraba a salir de casa para ir al mercado. Tiberio Nerón
insistía en que me acompañase Buteo, porque no quería que anduviera sola por
las calles de una ciudad en la que apenas había mujeres y estaba abarrotada de
miles de soldados. Salvo Fulvia, Rubria y yo, en Perusia casi no había
mujeres que no fueran prostitutas. De modo que, acompañada de Buteo, que
venía siempre con gesto contrariado, me dedicaba a recorrer el mercado
buscando algo de comer. Estaba bastante dispuesta a pagar una cuantas
monedas de oro a un carnicero para que me consiguiera un poco de carne que
tuviera un aspecto decente, pero se hacía muy difícil encontrar trozos que no
parecieran medio podridos. Todos los caballos y mulas de la ciudad que no se
necesitaban de inmediato para algún uso militar ya habían sido sacrificados y
consumidos. A continuación, la gente empezó a comerse los perros.
Un día me detuve frente al puesto de un carnicero y me quedé mirando unos
pequeños dados de carne.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Pollo —contestó el carnicero. Llevaba una túnica gris muy raída y
manchada de sangre. Aunque me miró a los ojos, supe que estaba mintiendo.
—¿Qué es? —volví a preguntar.
Soltó una carcajada. Me sorprendió lo extraordinariamente bien alimentado
que se lo veía, así como la expresión un tanto brutal que se apreciaba en sus
facciones.
—Rata —respondió.
Sentí náuseas, aunque ya sabía que la gente estaba cazando ratas para
comérselas. De pronto se me ocurrió otra cosa. Quizás un esclavo viejo había
empezado a resultar de poca utilidad, una carga, otra boca más que alimentar,
y... Claro que también era posible que fuese un producto de mi imaginación y
del hambre.
Aquel día no compré nada y me di prisa en volver a casa. Pero al día
siguiente regresé al mercado de nuevo, en busca de comida.
Las personas se vuelven insensibles a muchas cosas cuando se ven
continuamente acosadas por el hambre. Pero yo nunca me volví lo bastante
insensible para tener miedo. Mi mayor temor era que las privaciones hicieran
enfermar a mi pequeño, que muriera a consecuencia de aquel asedio. O que
cuando el enemigo lograse subir por las murallas una flecha o una lanza le
atravesara el corazón.
Recuerdo que un día, al borde ya de la desesperación, lo estreché con fuerza
contra mi pecho.
—Oh, hijo mío, ¿qué va a ser de ti?
—No te preocupes, ama —me dijo una voz suave—. Nosotras cuidaremos
de él.
Rubria había aparecido a mi lado.
—¿Tú crees?
—Claro que sí —respondió—. Las dos somos fuertes, y juntas lo
mantendremos a salvo.
Rubria rara vez hablaba a menos que alguien se dirigiese a ella. Me había
contado muy pocas cosas de su vida. Yo sabía que había perdido a su esposo y
a su hijo en el incendio de unas ínsulas de Roma y que para sobrevivir había
decidido vender lo único que tenía, su leche. Aunque callada y poco
expresiva, era una persona de la que podía fiarme.
Conforme iba avanzando el invierno, todos teníamos cada vez más hambre.
Y Marco Antonio seguía sin venir.

Ya estábamos en primavera y en el quinto mes de asedio. Tiberio Nerón me


dijo que Fulvia y sus hijos se habían marchado de Perusia.
—Ha hecho uso de un antiguo pasadizo que discurre por debajo de la
muralla —me explicó—. Casi nadie lo conoce.
Estábamos en nuestra alcoba. Yo sabía que nos habían abandonado del todo,
que Marco Antonio ya no iba a venir, que Perusia iba a rendirse.
—Marchémonos también nosotros —propuse.
—No puedo. No soy un desertor.
El gesto resuelto de su mentón me puso furiosa.
—Mi hijo no va a quedarse aquí sufriendo mientras se va agotando la
comida —le advertí—. Cuando César y su ejército suban por las murallas y
saqueen y prendan fuego a esta ciudad, mi hijo no estará aquí, ¿me has
entendido?
Tiberio Nerón me tocó el hombro.
—Haré todo cuanto pueda para poneros a salvo a ti y al niño. Pero yo no
voy a huir.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Llevaba más de tres años siendo su
esposa, y aun así mi corazón no estaba unido al suyo como el de mi madre
había estado unido al de mi padre. Sin embargo, no podía consentir que
Tiberio Nerón muriera por Perusia.
—Si estuvieras luchando por Roma, jamás te pediría que te retiraras —le
dije—. Pero esto no es por Roma, Tiberio, no puedo soportar... de verdad que
no puedo soportar verte morir por una causa tan ridícula, por ninguna causa en
absoluto. No quiero que mi hijo se quede sin padre. No pienso marcharme sin
ti.
Tiberio Nerón sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Te marcharás con el niño. Voy a disponerlo todo.
—No. —Lo miré a los ojos durante unos instantes—. Has de encontrar la
manera de que nos salvemos todos —le dije.
Al final acudió a Lucio Antonio, y Lucio le concedió permiso para que se
marchara, con una condición: una vez que hubiera escapado, debía intentar
reclutar un ejército para liberar a Perusia ofreciendo la libertad a todos los
esclavos que lucharan contra César. Era una idea absurda, pero si Tiberio
Nerón me hubiera dicho que para obtener el permiso de Lucio para marcharse
—sin el cual no pensaba abandonar Perusia— debía aceptar construir una
máquina que transportase a Lucio hasta la bóveda celeste, yo le habría
contestado: «Por supuesto, acepta.»
Hicimos los preparativos para la huida. Rubria y Buteo vendrían con
nosotros. Cogeríamos mis joyas y el dinero que teníamos, nada más. Tiberio
Nerón me dijo que tras salir del túnel subterráneo íbamos a tener que recorrer
unas cinco millas a pie por un camino que nos haría pasar muy cerca del
campamento de César, donde estaban apostados sus centinelas. A fin de evitar
que el niño llorase y nos delatase, uno de los médicos del ejército iba a
proporcionarle una droga que lo haría dormir.
El túnel que discurría por debajo de la ciudad de Perusia se extendía casi
una milla, y era tan angosto que los cuatro nos veíamos obligados a caminar en
fila. Las paredes rezumaban humedad y el aire olía a rancio. El que iba en
cabeza era Buteo, que conocía el camino, portando una antorcha. Llevaba peto,
yelmo y espada. Atado a la espalda, para poder tener las manos libres, llevaba
un saco que contenía parte de nuestras pertenencias. Detrás de él iba yo. Me
había vestido poniéndome varias túnicas juntas, una encima de otra, hasta un
total de cuatro, y también una capa. De la cintura me colgaba una bolsa con las
joyas. Y el niño lo llevaba en brazos. Temiendo que le hiciera daño, le había
administrado solo la mitad de la pócima que me recomendó el médico, pero se
había dormido enseguida.
Mi respiración comenzó a volverse fatigosa. Tenía la sensación de que no
podía inhalar suficiente aire. Me dije que aquello no era más que una idea
tonta, porque había suficiente aire en el túnel. Toqué a mi hijo en el pecho y vi
que respiraba con normalidad.
Caminamos sin descanso. De pronto noté que algo se deslizaba por encima
de mi pie. Pero me mordí el labio; de nada serviría gritar.
Sabíamos que el túnel desembocaba en lo profundo del bosque. Nuestro
destino final era la ciudad de Neápolis, situada muchas millas de allí; en ella
Tiberio Nerón tenía un buen amigo que apoyaba a Marco Antonio. Abrigamos
la esperanza de que dicho amigo no temiera darnos refugio.
Seríamos fugitivos. Ahora César gobernaba en toda la Italia continental. Me
dije a mí misma que no debía pensar en las incertidumbres que nos
aguardaban. Ya me resultaba bastante difícil tener que pasar por aquella
experiencia, no detenerme, procurar tener aire suficiente, cargada como iba
con mis joyas y con mi pequeño.
Por fin Buteo anunció:
—Ya estamos.
Vi unos escalones de piedra que subían. No parecía que condujeran a
ninguna boca del túnel, sino a un montón de ramas de árbol. Pero Buteo apartó
las ramas, y entonces vimos luz. Apagó la antorcha. Yo subí los escalones
detrás de él, Rubria y Tiberio Nerón hicieron lo mismo. Me quedé unos
momentos de pie, parpadeando, cegada por el brillo del sol. Mi esposo y
Buteo volvieron a colocar las ramas sobre la abertura en el suelo que llevaba
al túnel. Si las tropas de César encontraran aquel agujero y se sirvieran de él
para atacar Perusia, sería imposible defenderla.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, vi que estábamos en un bosque,
rodeados de árboles por todas partes. Olía a hojas podridas. Frente a nosotros
había un sendero. Buteo se llevó un dedo a los labios; pero no necesitaba
decirme que guardáramos silencio absoluto, por aquellos bosques patrullaban
los soldados de César.
Buteo —que había reconocido previamente la zona— echó a andar por aquel
estrecho sendero y los demás lo seguimos de uno en uno. De improviso hizo un
alto y levantó una mano.
Oí voces. Eran dos hombres, pero no estaban lo bastante cerca como para
que se pudiera distinguir lo que decían. Me volví para mirar a mi esposo, y vi
que tenía la mano apoyada en la empuñadura de su espada. Súbitamente
imaginé una escena de horror. Una escaramuza, los soldados de César dando
voces y muchos más soldados acudiendo en su ayuda. Mi esposo y Buteo
muertos. Rubria, el niño y yo indefensos. ¿Qué nos haría el enemigo?
Las voces fueron alejándose. Reanudamos la marcha. Tal vez habíamos
recorrido un centenar de pasos cuando de repente el niño se despertó y
empezó a llorar. Le tapé la boca con la mano, pero estaba aterrorizada.
¿Podría respirar?
—Calla, calla, corderito mío, mi pequeño, mi pequeñín —le susurré. En
cuanto le aparté la mano de la boca, lanzó un fuerte berrido.
Al instante vino Buteo y me arrebató al niño. Lo cogió por las axilas y lo
levantó en el aire. Yo sabía que su intención era estrellarlo contra el tronco de
un árbol o contra el suelo, para matarlo, y alargué los brazos para recuperar a
mi hijo, para luchar por su vida.
Pero el pequeño Tiberio dejó de llorar.
Cogí al niño en mis brazos y me aparté de Buteo. Lo miré y vi únicamente
sus ojos, abiertos como platos, en medio de su carita pálida. Tenía la boca
seca por el miedo, pero mi hijo estaba sano y salvo.
Más adelante Tiberio Nerón intentó convencerme de que no había sucedido
nada malo. Buteo, al ver que yo no conseguía hacer callar al pequeño, hizo lo
que pudo para distraerlo balanceándolo en sus brazos, y por fortuna el truco
funcionó.
Pero yo sabía cuáles habían sido las intenciones de Buteo. Y estoy
convencida de que mi hijo también. Durante el resto de aquel trayecto a pie lo
tuve todo el tiempo protegido en mis brazos y no volvió a proferir un solo
ruido.

Llegamos a una granja situada en la linde del bosque, donde podríamos


conseguir caballos. Era necesario que fuéramos todos a lomos de un animal
por caminos por los que no pudiera pasar una carreta, de modo que tuve que
montar a caballo por primera vez en mi vida. Noté cómo se me aceleraba el
corazón al verme subida tan alto. No dejaba de pensar en lo lejos que estaba
del suelo y en que iba a caerme. Pero era joven y aquello era una aventura:
viajar en el lomo de una poderosa bestia, con la túnica subida por encima de
las rodillas y aspirando el aire frío. A mi lado cabalgaba Rubria; creo que no
estaba disfrutando nada de aquella experiencia. Pero hubo momentos en los
que me sentí igual que Hipólita dirigiéndose a la batalla.
Al final pudimos cambiar las monturas por un carro y un caballo. Durante
cuatro días viajamos por caminos muy poco trillados, hasta que llegamos por
fin a la ciudad de Neápolis, donde nos dio refugio el amigo de mi esposo.
Rubria se quedó con nosotros, en cambio insistí a Tiberio Nerón para que
despidiera a Buteo. No soportaba mirar a aquel hombre, y no pensaba tolerar
su presencia en el mismo lugar que mi hijo.
Los días siguientes se agolparon todos juntos en mi memoria. Esperaba en la
casa de aquel amigo mientras mi esposo iba todas las mañanas a intentar
reclutar un ejército de esclavos. Yo sabía que no iba a conseguirlo, y temí que
acabara perdiendo la vida en el afán de cumplir el mandato de Lucio. Pero di
gracias a Diana porque al menos mi hijo y yo ya no estábamos en Perusia.
Un día nos llegó la noticia de que la ciudad había caído. El recuerdo de lo
que sucedió allí basta para que a todos los romanos se les llenen los ojos de
lágrimas. Los defensores fueron asesinados por miles, la ciudad misma fue
saqueada y ardió hasta los cimientos. A los que intentaron rendirse, César se
negó a mostrarles clemencia. Sin embargo, perdonó la vida a Lucio Antonio,
pues no deseaba dar lugar a una guerra total con Marco Antonio.
Ya no había razón para que Tiberio Nerón continuase esforzándose
inútilmente en reclutar esclavos.

Poco después de la caída de Perusia, nos enteramos de que los soldados de


César venían hacia Neápolis para tomarla. Así que Tiberio Nerón y yo huimos
con nuestro hijo. Rubria, que amaba profundamente al pequeño Tiberio, me
suplicó que le permitiera acompañarnos.
Cuando nos hubimos alejado varias millas de Neápolis, Tiberio Nerón
detuvo el carro y el caballo en un claro del bosque. Temblaba a causa del
nerviosismo. Le dije que teníamos que decidirnos por un destino, pero él, sin
pronunciar palabra, se apeó del carro, se internó en el bosque y se perdió de
vista. Rubria me miró fijamente, y sus ojos me formularon la misma pregunta
que había formulado yo: «¿Adónde vamos?»
Estuvimos esperando un rato a que volviera Tiberio Nerón. Al ver que no
regresaba, dejé al niño en los brazos de Rubria y me interné en la espesura
para ir a buscarlo. Lo encontré apoyado contra un árbol, con una mano sobre
los ojos.
—¿Tiberio? —lo llamé en voz baja.
Se irguió y me miró. Experimenté cierto alivio al ver que por lo menos no
estaba llorando, pero se le veía totalmente exhausto.
—Es posible que haya llegado al final de mi camino —dijo—. Puede que,
en vez de huir y ser cazado como un animal salvaje, deba pensar en morir
como un soldado de Roma.
Tal vez lo único que ocurría era que estaba sucumbiendo a un momento de
desesperación. Se había alejado para estar solo y para poder pensar, y yo
había venido en su busca y lo había encontrado en su momento de mayor
debilidad. Pero, teniendo aún reciente el recuerdo de la muerte de mis padres,
no me tomé aquellas palabras como una mera expresión de desfallecimiento.
—Pues entonces, hazlo —repuse—. Pero no esperes que yo honre tu
memoria ni que enseñe a tu hijo a honrarla. Te aseguro que te recordaremos
como un cobarde. Y puedes tener por seguro que no vamos a morir contigo. Mi
hijo y yo viviremos.
Mi esposo se me quedó mirando con gesto de incredulidad.
—Cobarde —le dije, escupiendo la palabra.
—¿Cómo te atreves a llamarme eso?
—¿Estás furioso, Tiberio? Mejor. Puede que, después de todo, seas un
hombre.
De repente me propinó una bofetada en la boca con el revés de la mano. Yo
me tambaleé y noté el sabor de la sangre. Nunca jamás me había pegado, no
me lo esperaba. Sin embargo, mi deseo había sido provocar su cólera, e
incluso aquella cólera parecía mejor que hablar de suicidio.
Tiberio Nerón tenía las manos cerradas en dos puños. Se le notaba que
estaba haciendo un esfuerzo para contenerse y no golpearme otra vez.
—Puede que algún día llegue el momento de morir con honor —le dije,
limpiándome la sangre de los labios—, pero no ha llegado todavía.
—¿Es que no entiendes mi posición? He de huir, pero ni siquiera sé hacia
dónde. En cualquier lugar de Italia, los hombres de César me cazarán como a
una rata.
—Marco Antonio...
—Si quisiera acudir a él, ¿hacia dónde tendría que dirigirme? Ni siquiera sé
dónde está. ¿Se encuentra todavía en Egipto? Egipto está muy lejos.
Reflexioné durante unos instantes.
—Sicilia está más cerca que Egipto —propuse. En Sicilia gobernaba Sexto
Pompeyo, que últimamente había forjado una alianza con César. Pero el
vínculo que unía a los Claudios y a la familia de Sexto era muy antiguo;
llevaban muchas generaciones siendo amigos y casándose entre sí—. Según
tengo entendido, Sexto Pompeyo es un hombre que respeta los antiguos lazos.
Tiberio vio adónde quería yo llegar.
—Dudo que Sexto me mate o me entregue a César. Otra cosa es que me
ofrezca ayuda de verdad.
—Nos daría refugio, al menos durante una temporada, y no te mataría —dije
yo.
Mi esposo me miró con remordimiento.
—Mira cómo te he dejado el labio. ¿Se puede saber por qué razón me has
insultado así?
«Para despertarte», pensé. «Porque mi hijo necesita la protección de un
padre.» Y habría aceptado muchos más golpes si ello nos hubiera ayudado a
sobrevivir.
—Estaba muy alterada. Perdóname —le dije—. ¿Vamos a Sicilia?
Tiberio Nerón arrugó la frente un instante. Luego dejó escapar un profundo
suspiro y respondió:
—Sí.

No iba a ser nada fácil subir a bordo de un barco que nos llevara a Sicilia
sin ser atrapados por las fuerzas de César. Pero Tiberio Nerón lo consiguió
con la eficiencia que cabía esperar de un antiguo pretor de Roma. Llegamos a
la isla y pernoctamos en una posada tan primitiva que tenía los suelos de tierra
y el techo de paja. Sexto Pompeyo no se mostró impaciente por vernos, pero
transcurrido un mes finalmente envió a alguien a buscarnos.
Cuando contaba trece años, Sexto vio cómo asesinaban a su padre delante de
él. Los enemigos de su padre confiscaron todos los bienes de su familia.
Ahora que tenía veintitantos años, llevaba ya varios viviendo como un
forajido. En cambio, ante unos romanos aristócratas como él se comportó con
honor.
—Ciertamente me gustaría ayudaros —dijo, al parecer más dispuesto a
hablar conmigo que con Tiberio Nerón—, pero dado que soy un aliado de
César, eso resultaría más bien complicado.
No obstante, nos dijo que estaba dispuesto a ayudarnos a llegar hasta Marco
Antonio, que actualmente se encontraba en Grecia. Dado que aquello era lo
mejor que podía ofrecernos, Tiberio Nerón aceptó.
Sexto consideraba que el mar, igual que Sicilia, formaba parte de sus
dominios. Decían que era el favorito del dios Neptuno. Se había hecho temer
por todos, en cambio a mí me pareció un ser desorientado y triste. Quizá yo
también le parecí desorientada a él. En el momento de la despedida me ofreció
una sonrisa lúgubre, extraña de tan tierna, se inclinó y me dio un beso en la
mejilla.

Mi madre había comentado que Marco Antonio tenía los ojos pequeños
como los de un cerdo. Cuando lo conocí en persona comprobé que dicha
descripción era acertada. Pero, a pesar de eso, su rostro lleno y rubicundo,
dominado por un mentón sobresaliente, resultaba atractivo. Despedía un olor
dulzón, una mezcla de sudor, vino y esencia masculina. Tumbado en un diván
de comer, vestido no con una toga sino con una túnica griega, un jitón,
confeccionada con seda roja, y bebiendo vino de una copa de oro decorada
con rubíes, al verme se fijó en mis pechos. Cuando se le acercó una criada
para rellenarle la copa, le manoseó las nalgas.
—¿Te está gustando Atenas, Drusila? —me preguntó.
Sentí una punzada de irritación que tuve buen cuidado de disimular. Antonio
nos había tenido esperando en Atenas a mi esposo y a mí para concedernos
una audiencia —porque eso era aquella cena, una audiencia— nada menos que
cuatro meses. Y desde el mismo instante en que me conoció insistió en
llamarme Drusila en vez de Livia o Livia Drusila. Era una afrenta
completamente sin sentido; nadie llamaba a una mujer solo por su segundo
nombre.
—Atenas es tan hermosa como esperaba —le respondí.
—Sí, hemos estado visitándola, ha sido muy agradable —apuntó Tiberio
Nerón. Logró hablar como si no hubiera pasado aquellos cuatro meses
consumido por la angustia, temiendo por su futuro. No sabía yo que fuera tan
buen actor.
—Después de Perusia, cualquier ciudad parece hermosa —dijo Antonio,
mirándome a mí—. Estuviste allí durante la mayor parte del asedio, ¿no es
cierto?
Afirmé con la cabeza.
—Por lo que se ve, te has recuperado de las privaciones que sufriste. A mi
pobre Fulvia no le ocurrió lo mismo.
Me había llegado la noticia de que su esposa había fallecido a causa de unas
fiebres no mucho después de que sus hijos y ella se reunieran con Antonio en
Grecia.
—Siento mucho que... —empecé.
—Ya sé que su intención era buena. Pero todo aquel asunto fue una auténtica
debacle. Fue una locura provocar todo aquel conflicto con César por el tema
de los latifundios. —Antonio meneó la cabeza en un gesto negativo—. Es una
lástima que nadie me informase de lo que estaba ocurriendo en Italia. —A
continuación posó la mirada en Tiberio Nerón—. A menudo me he preguntado
a mí mismo por qué no refrenaste a Fulvia y Lucio. Un hombre prudente como
tú, un pretor... ¿cómo pudiste hacer caso de semejante locura?
—Para serte sincero, nunca dudé ni por un instante que ellos recibían
órdenes de ti —replicó Tiberio Nerón.
—¿Que recibían órdenes de mí? —rugió Antonio—. ¿Te has vuelto loco?
El estómago me dio un vuelco.
—Lo único que está diciendo mi esposo es que esa era la impresión que nos
daban Fulvia y Lucio —balbucí.
Antonio soltó un bufido de desprecio.
No me creí que no estuviera enterado de lo que hacían Fulvia y Lucio. Aun
cuando ellos no hubieran querido informarlo, era seguro que César le enviaba
mensajes de protesta. No, Antonio les había dejado que probaran suerte contra
César y luego los abandonó a ambos —¡incluso a sus dos hijos, que aún eran
pequeños!— indefensos en una ciudad sitiada.
Me gustaría saber qué era lo que le había impedido aliviar nuestra situación
en Perusia. ¿La prudencia? ¿Los tentáculos de su amante, Cleopatra, la reina
de Egipto, que lo retuvo amarrado junto a ella? ¿Alguna otra cosa
inimaginable..., tal vez la simple pereza?
—En fin, lo pasado, pasado está. —Antonio cogió una seta rellena de su
plato, la estudió un momento como si fuera a hablarle y a continuación se la
metió en la boca, la masticó y la tragó—. ¿Qué planes tienes ahora, Nerón?
—Eso depende más bien de ti —contestó mi esposo—. Naturalmente, yo
esperaba que...
—Voy a serte franco —lo interrumpió Antonio—. Dentro de poco esta casa
va a llenarse de representantes de César. El marido de su hermana debe de
tener ya setenta años y su salud ha empezado a decaer. Ella tiene veinticinco y
se supone que es una perita en dulce, y... en fin, yo ahora soy viudo, de modo
que posiblemente acepte casarme con ella si se muere el viejo. Sería una
buena manera de apaciguar las cosas. Habrá una boda fastuosa, es posible que
esa serpiente acceda a venir para asistir a ella. ¿Entiendes lo que estoy
diciendo?
Tiberio Nerón asintió.
—Vas a forjar una nueva alianza con César.
—Exacto. ¿Y sabes qué rostro no deseo que vean César y sus amigos? El
tuyo. ¿Con qué van a asociarte? Con Perusia y con todo este estúpido asunto
de los latifundios. No quiero que se percaten de que formas parte de mi
séquito.
—Entiendo —aceptó Tiberio Nerón.
Antonio se recostó en su diván y, con gesto pensativo, volvió la mirada hacia
el techo, que estaba decorado con pinturas de querubines sonrosados.
—Claro que también podrían cambiar las cosas. Tú fuiste un mal pretor,
pero eres un buen militar. No voy a arrojarte a los perros. Los Claudios tenéis
muchos vínculos en Esparta, ¿no es cierto? ¿No hay allí hordas de gente a la
que en cierta ocasión ayudó tu abuelo o no sé qué pariente tuyo?
—Cierto. Tengo amigos clientes en Esparta —dijo Tiberio Nerón en tono
glacial.
—Eso es estupendo. —Antonio se giró para tenderse de costado y exhibió
una sonrisa juvenil—. Esparta se encuentra bajo mi jurisdicción. ¿A que es de
lo más oportuno? Mientras estés allí, no tendrás que temer a César. Lo que
sugiero es que vayas a Esparta y les digas a tus amigos que has ido para saldar
antiguas deudas. —Luego me miró a mí—. Drusila, Esparta te va a encantar.
Dejamos transcurrir unos minutos en silencio, asimilando el hecho de nuestra
inmediata partida hacia Esparta, precisamente. Después volvió a hablar
Tiberio Nerón:
—En cuanto a mis propiedades... —dijo.
—¿Tus qué? —lo interrumpió Antonio.
—Tengo entendido que César ha confiscado todas las propiedades que
poseía yo en Italia.
—Ah, eso es una lástima —repuso Antonio—. Pero no puedes esperar que
yo haga nada a ese respecto.
Yo me tragué la rabia y el sentimiento de haber sido traicionada, y mi esposo
hizo lo mismo. No teníamos ningún poder. Lo más exasperante era que
habíamos servido lealmente a Antonio y habíamos sufrido por su causa, y eso
no significaba nada para él.
Cuando ahora, con el paso de los años, miro atrás, recuerdo aquel
sentimiento de impotencia. Odiaba sentirme así. Y, por muchos que sean mis
defectos, puedo decir que nunca he dejado abandonado a su suerte a nadie que
me haya sido leal. Jamás trataría así ni a un esclavo.
Concluida la cena, un oficial de alto rango de Antonio llamado Pomponio
nos llevó a un lado a Tiberio Nerón y a mí. Había servido con mi esposo en la
Galia. Nos aconsejó que fuéramos a Esparta y que lleváramos allí una vida
discreta, y que no esperásemos recibir ninguna ayuda de parte de Antonio,
jamás.
—Si llegase a mis oídos alguna información que pueda seros de ayuda, os
escribiré —dijo—. Podéis contar con mi amistad.

De modo que nos fuimos a Esparta. Tiberio Claudio Nerón y la hija de


Marco Livio Druso Claudiano recibieron una cálida bienvenida. Los Claudios
llevaban varias generaciones asociados con aquella ciudad, protegían los
intereses de Esparta en el Senado de Roma. Un hombre llamado Cadmo puso
una casa a nuestra disposición sin cobrarnos renta alguna. Era una buena casa,
provista de un buen tejado de tejas rojas y una higuera en el jardín. Otros
espartanos nos proveyeron de alimentos y de ropa.
Pero la caridad de los espartanos no podía durar para siempre. Vi venir el
momento en el que iba a tener que vender mis joyas para que mi familia
pudiera comer. De todas maneras, cuando por las noches acostaba a mi hijo en
su camita y veía que estaba sano y salvo, la vida no me parecía excesivamente
terrible.
El pequeño Tiberio ya tenía dos años y hablaba perfectamente. A veces se
ponía demasiado serio para la edad que tenía, y yo me preguntaba si lo que
habíamos sufrido a lo largo de su corta vida lo habría marcado de algún modo.
Pero después lo veía jugar feliz y me sentía aliviada.
Durante una temporada, Tiberio Nerón y yo habíamos estado tan alterados
que rara vez copulábamos. Nos habíamos convertido en amigos, camaradas
frente a la adversidad; y una noche, en Esparta, mi esposo me deseó, y esa
noche me abrí a él con placer, como nunca antes. Sin embargo, seguía sin
amarlo. Así y todo, en aquella pequeña casa de Esparta, hallé por primera vez
un cierto placer en sus brazos. Creo que fue en esa noche —o en otras noches
parecidas, poco después— cuando volví a concebir un hijo.

Gracias a los viajeros que pasaban por Esparta nos enteramos de que
Octavia, la hermana de César, había quedado viuda y Antonio se había casado
con ella. No mucho después de saber lo de la boda, Tiberio Nerón recibió una
carta de Pomponio en la que este le decía que había habido un cambio en las
fronteras que separaban el territorio de Antonio y el de César. Antonio podría
haber advertido de ello a Tiberio Nerón, pero prefirió no hacerlo.
—César se queda con Esparta —me dijo mi esposo—. Sus soldados se
dirigen ya hacia aquí.
Huimos con nuestro hijo y con la siempre fiel Rubria, y también con la
criatura que llevaba yo en el vientre. Cadmo nos habló de una cabaña del
bosque en la que se alojaba él cuando iba de caza. No era más que una
construcción de dos habitaciones, levantada en un pequeño claro.
Cuando vi por primera vez aquella cabaña en medio del bosque, me acordé
del hogar que había tenido en Roma y me entraron ganas de romper a llorar
con una risa histérica. Una cosa era venir a menos en la vida, pero aquello era
caer demasiado bajo. Jamás se había oído hablar de semejante descenso
social. Pero una vocecilla severa que había en el interior de mi cabeza me dijo
que nuestra situación podía haber sido peor; al fin y al cabo, estábamos vivos.
Depositamos nuestras posesiones en la cabaña. Era lo que cabría esperar
que fuera la vivienda de un cazador, unos pocos jergones. Le pregunté a
Cadmo, que nos había guiado por el bosque hasta nuestro nuevo hogar:
—¿En esta zona hay lobos? ¿O animales salvajes de los que debamos tener
miedo?
—¿Tan cerca de la ciudad? Creo que no.
Cadmo tenía una barba canosa y unos ojos oscuros y brillantes. Su rostro
estaba plagado de arrugas, sobre todo cuando sonreía.
—Hemos pasado junto a unas cuevas. ¿No hay osos en ellas?
—No hay osos —contestó.
—Bueno, entonces todo está bien —dije yo.
—¿Hay agua por aquí cerca? —preguntó Tiberio Nerón.
—Había un arroyo —dijo Cadmo—, pero últimamente hemos tenido tan
poca lluvia que es posible que se haya secado.
Fuimos hasta el arroyo, o, mejor dicho, hasta el lugar donde había antes un
arroyo, y vimos que ya no existía. Tiberio Nerón lanzó una maldición en voz
alta.
—A un par de millas de aquí hay un lago —informó Cadmo—. De todas
formas, no tenéis pensado quedaros mucho tiempo en este lugar, ¿no es así?
La amistad era la amistad, pero sería un necio si no estuviera pensando en la
posibilidad de que al relacionarse con Tiberio Nerón podía estar corriendo
peligro.
—No, no pensamos quedarnos mucho tiempo —respondió mi esposo.
Regresamos a la cabaña, y allí se despidió Cadmo. Tiberio Nerón entró en
la estancia del fondo, y yo lo seguí. Se sentó en un jergón y hundió la cabeza
entre las manos.
—En mi opinión, deberíamos irnos lejos, muy lejos, olvidarnos de Roma y
empezar una nueva vida —le dije.
—Lo que no entiendo —me dijo él— es que Antonio no me haya advertido
de que se dirigen hacia aquí los soldados de César. Antonio sabía que yo
estaba en Esparta, fue él quien me sugirió que viniera. ¿Qué le habría costado
enviarme un mensaje? Si Pomponio no fuera amigo mío, ahora estaría muerto.
—Olvídate de Antonio.
Tiberio Nerón afirmó con la cabeza.
—Antonio me ha abandonado. César ha confiscado mis propiedades y desea
matarme. Sexto Pompeyo..., bueno, ya hemos visto lo poco que podemos
esperar de la buena voluntad de Sexto. Los tres se han dividido el mundo, y en
ese reparto no hay sitio para mí.
—No es el mundo entero —repliqué.
—Pues casi.
No pude rebatir lo que decía mi esposo. En la mayor parte del mundo —en
todo el mundo que nos importaba a nosotros— no había sitio para él, y por lo
tanto tampoco para mi hijo y para mí, ni para la criatura que estaba en camino.
Tiberio Nerón se frotó la cara.
—¿Adónde deberíamos irnos? ¿Hemos de regresar a toda prisa a Sicilia,
para que Sexto pueda mandarnos a otra parte? ¿Acudir a Antonio e implorarle
de rodillas? Casi me inclino a pensar que lo mejor sería entrar en Esparta,
presentarme ante los soldados de César y decirles: «Aquí estoy.» Al fin y al
cabo, soy ciudadano romano; no me crucificarían. Supongo que me darían una
muerte rápida y relativamente piadosa.
—Eso último no debes hacerlo —repuse—. Siempre hay una manera de
sobrevivir.
—No —replicó Tiberio Nerón—. Al decir eso, estás delatando lo joven que
eres. Créeme, no siempre hay una manera de sobrevivir.
—Para nosotros, sí —repuse—. Mira, tenemos un refugio y tenemos comida.
Tenemos libertad de movimientos. ¿Quién sabe? A lo mejor los soldados de
César se marchan, y tenemos la posibilidad de regresar a Esparta y quedarnos
a vivir allí.
Regresar a aquella casita de Esparta habría supuesto para mí la mayor de las
alegrías.
Nos acomodamos en la cabaña. Fueron pasando los días. Todas las mañanas
íbamos al lago a por agua para nosotros y para los caballos, y todos los días
Tiberio Nerón acudía a la linde del bosque a encontrarse con Cadmo, que nos
traía provisiones e información. Nos dijo que sí, que los soldados de César
estaban en Esparta y tenían todas las trazas de quedarse. ¿Dónde, exactamente,
estaban las nuevas fronteras de los dominios de César? ¿Dónde podríamos
estar a salvo? Cadmo nos prometió que lo averiguaría y nos lo diría.
A medida que iba pasando el tiempo, los encuentros de Tiberio Nerón con
Cadmo empezaron a preocuparme. Aquel hombre no había mostrado más que
amabilidad hacia nosotros, en cambio yo temía que nos traicionase. ¿Qué
pasaría si su asociación con Tiberio Nerón le resultara actualmente un lastre y
lo vendiera a los soldados de César? Estuve reflexionando mucho al respecto.
Sin embargo, Cadmo era el único contacto que teníamos con el mundo exterior,
y no podíamos cortar la relación con él.
Estábamos a principios del mes de Julius. Hacía un calor intenso y la tierra
estaba seca y cuarteada. La vegetación crujía bajo mis pies. Me fijé en lo
amarilla que estaba la hierba y en cómo colgaban las hojas de los árboles
resecos. Una mañana, Tiberio Nerón partió a su habitual encuentro con Cadmo
y Rubria se llevó al pequeño Tiberio a coger bayas. Para las bayas cogió un
saco grande de arpillera, lo único que teníamos a mano. Entretanto yo, que me
encontraba en el tercer mes de embarazo, me quedé en la cabaña acosada por
las familiares náuseas. Fui a la parte de atrás, a la zanja que nos servía de
letrina. El sol calentaba con fuerza y el hedor era muy penetrante. Noté que me
mareaba y vomité varias veces.
A menudo me sentía obligada a mantener una fachada de fortaleza por mi
esposo y por mi hijo, pero ahora, estando completamente a solas, me eché a
llorar. Quería que volvieran mis padres, y quería recuperar la vida que tenía
antes.
Finalmente me sequé las lágrimas y regresé a la entrada de la cabaña. De
pronto, nuestros dos caballos, que estaban atados a un poste, empezaron a
relinchar y piafar sin razón aparente. ¿Sería que Cadmo estaba equivocado y
en realidad sí que había lobos por aquellos bosques? Miré a mi alrededor,
pero no vi ninguna amenaza. Me daba miedo acercarme a los caballos cuando
estaban tan alterados. De improviso, se soltaron del poste y huyeron
despavoridos en la dirección en que se habían marchado Rubria y mi hijo.
Otro desastre. ¿Lograríamos recuperar aquellos caballos? La idea de que
nuestra existencia, ya desgraciada de por sí, hubiera empeorado todavía más
hizo que me entraran ganas de llorar de nuevo. De repente olí humo.
Volví la vista en la dirección de la que provenía el olor y vi brillar algo rojo
entre los árboles. Entonces di media vuelta y eché a andar por el sendero que
habían tomado Rubria y el pequeño Tiberio, pero me vino a la memoria que
había oído decir lo rápido que se incendian los bosques, y eché a correr.
A lo lejos, camino adelante, vi a Rubria con el pequeño Tiberio cogido de la
mano.
—¡Rubria! —grité.
Ella se volvió. Por su semblante deduje que estaba aterrorizada y que había
visto el fuego.
—¡Coge al niño! ¡Huye! —le chillé, pero era innecesario, porque ella había
levantado a mi pequeño en brazos y ya había echado a correr.
Fui detrás de ella, rodeada por una densa humareda.
—¡Diana, sálvame! —supliqué.
Corrí tan deprisa que pensaba que el corazón se me iba a salir del pecho,
respirando a bocanadas, tragando humo. Comencé a sentir un picor en los ojos.
El fuego era muy rápido, mucho más rápido que yo. Noté el calor en la espalda
y comprendí que estaba a punto de morir abrasada.
—¡Por aquí! —chilló Rubria.
No podía verla, así que corrí en dirección a su voz. Entonces sí que la vi, a
través de una cortina de humo. Estaba en la entrada de una de las cuevas de la
ladera en las que yo temía que pudiera haber osos. Me lancé de cabeza hacia
la boca de la caverna y aterricé en el suelo con un grito.
—¡Rueda por el suelo, rueda por el suelo! —vociferó Rubria—. ¡Estás
ardiendo!
Me froté el cuerpo contra el suelo y me eché tierra encima. Para apagar las
llamas, Rubria me sacudió el cabello y la túnica con el saco que había llevado
consigo para recoger las bayas. Me percaté de que estaba llorando...
seguramente de dolor. ¿También estaría ardiendo ella? Yo no sentía dolor
alguno, tan solo un pánico inimaginable. Por fin Rubria dejó de sacudirme las
llamas, y me interné un poco más en la cueva.
—Tenías el cabello ardiendo, el cabello y la ropa —me dijo Rubria entre
sollozos—. Oh, mis manos, mis manos...
Se había quemado las manos apagando el fuego. La rodeé con mis brazos y
rompí a llorar, y permanecimos así unos momentos, abrazadas. De pronto oí
llorar a mi hijo, y fui con él. A duras penas logré distinguir su rostro en aquel
espacio oscuro y lleno de humo. Le temblaba todo el cuerpo.
Nos adentramos en la cueva tanto como pudimos. La entrada se llenó de
humo. Fuera, el incendio era pavoroso. Me acordé de mi otro hijo, el que aún
no había nacido, y me agarré el vientre. «Te encuentras bien, pequeño? ¿Te
encuentras bien?» Rubria, el pequeño Tiberio y yo nos acurrucamos los tres
juntos, carraspeando y tosiendo. El humo nos irritaba los ojos y la garganta.
—Mamá, me duele —se quejó mi hijo.
Lo estreché contra mí y le dije que era mi chico valiente y que debía
respirar, seguir respirando el aire que hubiera. Me sentí aterrorizada por él.
¿Y si sucumbiera al humo, perdiera el conocimiento y se asfixiara?
—¡Respira! —le susurré.
Los tres permanecimos allí un rato que se me antojó de varias horas,
escupiendo, tosiendo, haciendo lo posible para inhalar.
Por fin el aire se despejó y nos aventuramos a salir de la cueva. No vimos
fuego, sino únicamente lo que había quedado tras el incendio: tierra
chamuscada, árboles reducidos a carbón. Miré a Rubria, que estaba llorando
porque le dolían mucho las manos. Las tenía muy enrojecidas y con la piel
levantada.
—Te debo la vida —le dije.
Hablándome en susurros para que mi hijo no la oyera, me respondió:
—Mi señora, estabas ardiendo literalmente.
—Pero no me he quemado —repuse.
—Mírate la túnica.
Seguí su mirada y me fijé en el filo de mi túnica. Estaba ennegrecido y
quemado.
—Y en el pelo —me indicó Rubria—. Lo tienes chamuscado.
Meneé la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Los dioses deben de amarte —me dijo.
El pequeño Tiberio me agarró de la mano con fuerza y, con los ojos muy
abiertos, contempló la desolación que nos rodeaba. El suelo estaba cubierto
de ceniza.
Regresamos los tres en dirección a la cabaña, pues no sabíamos a qué otro
lugar ir. La cabaña había desaparecido, por supuesto, y con ella todo lo que
había dentro.
—Vas a tener que regresar a Esparta —le dije a Rubria— para que te curen
las manos.
—Yo creo que las dos deberíamos quedarnos aquí hasta que vuelva el amo
—repuso ella.
—Pero tus manos...
—No es la primera vez que me las quemo.
La miré con sorpresa, y me acordé de que su marido y su hijo habían
perecido en un incendio.
—¿Cuando perdiste a tu familia?
—Oh, no, en otra ocasión, de pequeña. La ínsula en la que vivía ardió hasta
los cimientos. En aquel incendio murieron muchas personas. —Dibujó una
sonrisa teñida de dolor—. Sé que estas quemaduras no son muy graves. Se me
curarán.
Mi vida estaba siendo difícil tan solo en los últimos tiempos; en cambio,
Rubria no estaba acostumbrada a ninguna otra.
Volvimos a la cueva, que por lo menos era un refugio, y nos dejamos caer en
el suelo.
El semblante de Rubria era el espejo del agotamiento que sentía yo. Me
tendí con la cabeza apoyada en el hueco del codo. Mi hijo se acurrucó a mi
lado, apoyado en mi pecho, y Rubria se tumbó no muy lejos.
—Hemos pasado de una mansión en la colina del Palatino a vivir en una
cueva —le comenté—. ¿Y tú dices que los dioses me aman?
—No han permitido que murieras abrasada —replicó ella.
Lo cierto es que no pasamos mucho tiempo refugiadas en aquella cueva.
Tiberio Nerón siguió nuestro rastro y, justo antes de que se pusiera el sol, dio
con nosotros. Se llevó una mano a la boca y me miró con unos ojos como
platos.
—Temía que hubierais muerto los tres —farfulló finalmente—. Pero, Livia,
¿qué te ha ocurrido?
—Estoy bien —contesté—. Es solo que se me han chamuscado un poco el
pelo y la túnica. Pero Rubria está herida, se quemó las manos al intentar
salvarme. Debemos llevarla a un médico.
Tiberio Nerón asintió.
—Podemos ir todos a Esparta ahora mismo —dijo. Pensé que había perdido
el juicio, pero agregó—: Ya no soy un proscrito.
Nos traía una noticia muy importante: Cadmo le había entregado una carta de
Pomponio, en la cual se explicaban las estipulaciones de un tratado tripartito
firmado por César, Antonio y Sexto Pompeyo, unas estipulaciones que tenían
una importancia crucial para nosotros. César había aceptado que a un
determinado número de los seguidores de Antonio y de Sexto, que habían
huido de Roma, se les permitiera regresar a su hogar. Recibirían una cuarta
parte de los bienes confiscados. Antonio y Sexto habían presentado a César
las listas de seguidores, y uno de los nombres que figuraban en ellas era el de
Tiberio Nerón.
No había sido Antonio el que incluyó el nombre de Tiberio Nerón en la lista,
sino Sexto Pompeyo, en un acto de pura bondad.
—Volveré a tener mi asiento en el Senado —dijo mi esposo—, y aunque una
cuarta parte de mis propiedades no nos permitirá vivir con lujos, al menos nos
permitirá vivir.
Por mi mente cruzaron un sinfín de preguntas. ¿Podríamos fiarnos de que
César respetara aquel pacto? ¿Podría estar aguardándonos en Roma algún
peligro inesperado? ¿Qué alternativa teníamos, aparte de volver a casa y
reclamar lo que pudiéramos de lo que era nuestro? Además, yo quería volver a
Roma, la ciudad que yo asociaba con la felicidad de mi infancia. En particular
anhelaba ver a mi hermana; había podido escribirle una carta desde Esparta, y
ella me había respondido diciéndome que por su parte estaba todo bien. Pero
ya habían transcurrido casi dos años desde la última vez que nos habíamos
visto en persona.
Tan pronto como pudimos organizar los preparativos del viaje, mi familia
regresó a Roma, para vivir bajo el régimen de César Octaviano. Recé a Diana
para que velase por nosotros.
7

Secunda ya no era la jovencita que yo recordaba; ahora era más solemne y


más mujer.
—Pensé que ya no iba a verte nunca más —me dijo—. Incluso después de
recibir tu carta te di por perdida..., casi tan perdida como nuestros padres.
Parece un sueño tenerte de nuevo aquí.
—Pues a mí me parece un sueño que seas una mujer adulta, y madre —
repuse yo. Mi hermana acababa de dar a luz a una niña. Su esposo era un rico
mercader, y la vida fuera del peligroso círculo de la política de Roma parecía
sentarle bien.
Tiberio Nerón y yo pudimos reclamar nuestra casa y la mayoría de los
esclavos que habíamos tenido, a los cuales separamos de sus nuevos amos.
Entre ellos estaban los que más apreciaba yo: Pelia y los gemelos Talos y
Antitalos. La familiaridad de nuestro entorno —hasta la de los rostros de
nuestros sirvientes— nos procuró un gran consuelo, pero sabíamos que podía
ser solo algo temporal. La fortuna de Tiberio Nerón se había reducido tanto,
que habríamos sido unos necios si hubiéramos intentado mantener un nivel de
vida tan lujoso. Sabíamos que, a no mucho tardar, tendríamos que vender
aquella casa y comprar otra más pequeña, incluso recurrir a vender varios de
los esclavos, algo siempre muy triste, tratándose de sirvientes de la casa a los
que uno ya conoce muy bien. Tiberio Nerón aplazó por el momento las
decisiones difíciles, y yo no se lo reproché.
El único sirviente del que yo no pensaba desprenderme jamás era Rubria. Se
le curaron las manos —aunque le quedaron cicatrices— y continuó viviendo
con nosotros y cuidando del pequeño Tiberio, al cual quería como si fuera hijo
suyo. A veces nos sentábamos las dos juntas en el jardín y veíamos jugar al
pequeño, ambas calladas, pero recordando, creo, los peligros por los que
había pasado aquel niño. Rubria supervisaba sus comidas y el baño, pero
normalmente era yo la que lo acostaba todas las noches y la que por la mañana
lo despertaba con un beso. Mi esposo también lo mimaba bastante.
En términos generales, Tiberio Nerón y yo teníamos que estar agradecidos
por las circunstancias actuales en las que estábamos viviendo. Supongo que, si
nos encontráramos en una situación más segura, seríamos felices sin reservas,
pero nuestra sensación no era esa. El motivo era César Octaviano.
El Senado, al igual que todos los demás instrumentos de gobierno que había
en Roma, se encontraba firmemente sujeto bajo el mando de César. Tiberio
Nerón, aunque había recuperado su asiento en el Senado, era consciente de
que César lo toleraba de mala gana. César solía asistir a las sesiones del
Senado. Cada vez que se tropezaba con mi esposo le hablaba en tono de
cortesía; sin embargo, mi esposo me comentó que había notado algo
inquietante en su mirada.
—A lo mejor son imaginaciones tuyas —le dije yo.
—No, no lo son. Creo que me reconoció cuando le arrojé aquella lanza en
Perusia. Me tenía lo bastante cerca como para que me viera con claridad.
Estoy convencido de que cada vez que me ve, se acuerda de que tuvo que
agacharse para esquivar mi lanza. Y ese no es precisamente un recuerdo que
provoque sentimientos de amistad entre dos hombres.
No tranquilizó a Tiberio Nerón el hecho de que el primer asunto importante
que se presentó ante el Senado tras su regreso a Roma fuese la ejecución de un
nuevo senador, Salvidiano. Este hombre, que había sido comandante de un
ejército en la Galia, había intentado marchar contra Antonio llevándose
consigo las legiones que tenía César en dicha provincia. Cuando César y
Antonio restituyeron su alianza, Antonio desveló a César la falta de lealtad de
Salvidiano. Le hicieron acudir a Roma con otro pretexto, y el Senado, de
forma unánime, votó por acceder a los deseos de César y condenarlo a muerte.
Ahora teníamos otro motivo más para estar asustados. El tratado constituido
por César y Marco Antonio, cimentado por el casamiento de Antonio con la
hermana de César, se mantenía firme. Pero la paz entre Sexto Pompeyo y César
se interrumpió casi en el momento mismo de sellarse. Se oían diversas
historias acerca de si el principal culpable era Sexto o César. Los ejércitos de
ambos se habían enfrentado en el mar, y ahora la flota de Sexto estaba
bloqueando la costa italiana y por lo tanto impidiendo la llegada de
cargamentos de grano a Roma. Tiberio Nerón, por supuesto, figuraba como
seguidor de Sexto.
Cuando uno se siente inseguro y al borde del precipicio, es natural que
intente buscar una manera de apuntalar su posición. Un día, al volver a casa,
Tiberio Nerón me dijo:
—Livia, voy a decirte lo que debo hacer: invitar a cenar a César.
Aquella idea me sorprendió, de tan extraña. Y se me debió de notar en la
expresión de la cara.
—No, escúchame. Tengo que llegar a algún acuerdo personal con él. Todos
los senadores importantes están invitando a César y a su esposa a actos
sociales. Yo soy un antiguo pretor... y un antiguo enemigo suyo. Si no lo invito,
tal como están haciendo todos los de mi mismo rango, quedaré señalado. Será
una declaración de enemistad, ¿no lo ves?
Sacudí la cabeza, casi mareada. La idea de que nosotros dos, después de
todo lo que habíamos pasado, invitáramos a César a disfrutar de una amistosa
cena en nuestra casa se me antojaba grotesca. Pero luego me pregunté qué
sentiría al verlo de nuevo.
—No hay necesidad de que te preocupes por ello —me dijo Tiberio Nerón
—. En primer lugar, una vez que yo lo invite, no vendrá enseguida. Está muy
ocupado, siempre está aplazando invitaciones. Pasarán varios meses antes de
que tengamos que agasajarlo, pero lo importante es que le habré hecho la
invitación. Después invitaré a otros senadores, junto con sus esposas, personas
insignificantes a cuya compañía no podrá poner objeciones. Cuando venga
daremos una cena normal, de ese modo no tendrás que hablar mucho con él.
Según tengo entendido, es siempre el último en llegar y el primero en
marcharse. La mitad de las veces ni siquiera trae a su esposa, que ahora está
encinta y prefiere quedarse en casa. Así que vendrá, se quedará un par de
horas, cenará y se marchará. Además, le gusta la comida sencilla, de modo que
ni siquiera tendremos que servirle algo muy complicado.
Me vino a la memoria aquel joven apuesto que me sonrió en las carreras de
cuadrigas. Lo recordé cómo se volvió para mirarme después de prender fuego
a la pira funeraria de su madre. Y luego pensé en lo que había sucedido desde
entonces, en las proscripciones, en la muerte de mis padres, en el asedio de
Perusia.
—Supongo que te darás cuenta de que a lo que me opongo no es a que le
ofrezcas una cena lujosa. Después de todo lo que ha ocurrido, ¿cómo vamos a
invitar a ese hombre a que venga a nuestra casa?
—Vamos a invitarlo porque debemos —replicó Tiberio Nerón—. Querida,
lo único que deseo ahora es llevar una vida tranquila. No quiero tener que
peregrinar por todas partes con mi esposa y mi hijo, que pronto serán dos
hijos. Ya he pasado bastante, los dos hemos pasado bastante.
Me di cuenta de lo cansado que estaba. Aún no había cumplido los cuarenta
y tres años, y, sin embargo, las profundas arrugas que tenía en la frente y las
hebras de cabello gris lo hacían parecer más viejo. Y en mi caso, dentro de
tres meses daría a luz a mi segundo hijo. La idea de tener que huir de nuevo se
me hacía insoportable.
—Bien podemos dedicar un par de horas a agasajar a César, si eso
contribuye a asegurar nuestro futuro —dijo Tiberio Nerón.
¿Qué sucedería cuando César y yo nos encontráramos cara a cara? ¿Sentiría
odio hacia él? ¿O sentiría otra cosa distinta? Atracción, desde luego que no.
En absoluto. A lo mejor no deseaba saber qué iba a sentir cuando lo viera, y
ese era el verdadero motivo por el que me mostraba reacia a la idea de
invitarlo a cenar.
—Livia, esto es necesario.
Enderecé la espalda.
—De acuerdo. Invítalo.
Al día siguiente, Tiberio Nerón llegó a casa perplejo.
—Lo he invitado, y ha aceptado. Y acto seguido, y aquí viene lo
sorprendente, no me ha aplazado la invitación.
—¿Quieres decir que va a venir pronto? ¿Para cuándo lo has citado?
—Para dentro de tres días. Ha dicho que se sentía encantado y que piensa
acudir sin falta.

César no se retrasó. Oí cómo lo hacía entrar el esclavo estando yo en el


comedor junto con los dos primeros invitados que habían llegado ya: el
senador Rulo y su esposa Nepia. Tiberio Nerón me dirigió una mirada
elocuente. Nos excusamos frente a nuestros huéspedes y salimos al atrio. Allí
encontramos a doce lictores, la escolta oficial de César, sosteniendo la vara y
el hacha que indicaban el alto cargo. Había también cuatro guardaespaldas
armados con espadas. Delante de todos aquellos hombres estaba César,
aguardando a ser recibido. Vestía la toga ribeteada de morado típica de un
procónsul y lucía una barba dorada y cuidadosamente recortada.
Para la mayoría de los romanos, la barba tiene asociaciones desagradables.
Al fin y al cabo, los hombres dejan de afeitarse cuando están de luto. Y yo
siempre he relacionado la barba con los pueblos que están sin civilizar. A
pesar de eso, y a pesar de todo lo que había sucedido desde la última vez que
posé la mirada en César, al verlo experimenté una fuerte atracción. Desde
luego que la experimenté, inmediata e intensa. Incluso con aquella repulsiva
barba, a mí me pareció tan bello como cualquier estatua que hubiera visto del
dios Apolo.
—César —le dijo mi esposo—, es maravilloso darte la bienvenida a mi
casa.
—Espero no haber acudido demasiado temprano —se excusó César—.
Tengo cierta reputación de ser siempre el último invitado en llegar. Estoy
intentando reformarme.
—Llegas justo a tiempo —le dijo Tiberio Nerón—. Ya hay otras dos
personas sentadas a la mesa.
—Ah, excelente. —César me dirigió una sonrisa—. Livia Drusila, ha pasado
mucho tiempo. La última vez que te vi, eras prácticamente una niña.
—No, no lo era —repliqué. Supongo que deseaba contradecirlo para
incomodarlo un poco. Estaba acordándome de lo que sentí la primera vez que
lo vi, y mis sensaciones no fueron las de una niña.
Tiberio Nerón volvió la cabeza para mirarme.
—Eras una mujer recién casada —dijo César.
—Así es —confirmé.
—Tengo entendido que tienes un hijo.
Asentí y me estiré la estola sobre mi vientre hinchado.
—Me temo que mi esposa no va a poder asistir a esta velada —dijo César
dirigiéndose tanto a Tiberio Nerón como a mí—. Os envía sus excusas.
—Es una lástima que no haya podido venir —dijo Tiberio Nerón—.
¿Pasamos al comedor?
Una vez dentro del comedor, Rulo y Nepia saludaron con gran entusiasmo a
César. Tiberio Nerón le cedió el sitio de honor, a su derecha.
No tardaron en llegar el resto de los invitados: otro senador y su esposa,
Fannio y Valeria. Casi nos ignoraron a mi esposo y a mí, que éramos los
anfitriones.
—Es un privilegio poder pasar un rato contigo de esta manera,
informalmente —le dijo Fannio a César.
—No sabes cuánto he deseado asistir a esta cena —dijo Valeria dando un
apretón a la mano de César.
César movió apenas los labios y me miró a mí. Fue una mirada fugaz, y, sin
embargo, extrañamente íntima. «Mira que son tontas algunas personas.»
Desvié la mirada y le hice una seña a un esclavo para que sirviera el primer
plato.
—Espero que a todos os guste el queso de cabra —dije.
Todos afirmaron que el queso de cabra les gustaba.
—Tengo entendido que prefieres los alimentos sencillos —le dijo Nepia a
César—. ¿Es cierto?
César afirmó con la cabeza sin dejar de masticar el queso.
—¿Y es cierto que al día bebes solo dos copas de vino, y además mezclado
con agua?
César afirmó otra vez. Imaginé a Nepia transmitiéndoles aquella fascinante
información a todas sus amigas: que César comía únicamente alimentos
sencillos y que limitaba severamente la cantidad de vino que ingería. Me
acordé de los problemas de salud que sufría César y deduje que algún médico
carísimo le habría aconsejado seguir aquel régimen de austeridad.
La conversación derivó hacia las carreras de cuadrigas. César dijo que para
aquella temporada apostaba por los Rojos. Todo el mundo se mostró de
acuerdo en que los Rojos eran un equipo magnífico.
—Ya preferías a los Rojos hace cinco años —le comenté yo.
A César se le iluminaron los ojos.
—Ah, ¿te acuerdas de eso?
—La primera vez que nos vimos, dijiste que los Rojos ganarían la carrera, y
así fue.
Bebí un sorbo de vino.
—Eso fue en los juegos funerarios de Julio César, ¿no es cierto? —dijo
Tiberio Nerón. Se le notaba que hablaba solo porque era el anfitrión y pensaba
que debía aportar algo a la conversación.
—Sí, en sus juegos funerarios —ratificó César. Su mirada parecía haberse
enfriado un poco.
Al resto de los comensales les ocurrió lo mismo.
César bajó la vista a su plato, cogió un trozo de queso y le dio un mordisco.
Luego levantó otra vez la mirada y se quedó sorprendido de tanto silencio.
—Este queso está delicioso —comentó, y a continuación me miró a mí,
como rogándome: «Di algo.»
—¿A alguien le apetece un poco más? —pregunté—. Si no, creo que es el
momento de servir el segundo plato.
Empezamos a dar cuenta del segundo plato, consistente en filetes de mújol al
horno preparados sin ninguna clase de salsa, pues algunas personas que ya
habían agasajado a César me habían dicho que le gustaba el pescado tal cual,
sin aderezos. Procuré no mirarlo, pero mis ojos se giraban una y otra vez hacia
él, involuntariamente. Por fin lo miré, lo miré con más detenimiento del que
solía poner al mirar a las personas. Me fijé en cómo inclinaba la cabeza al
hablar, en cómo le caía el pelo rubio sobre la frente, en el fino vello dorado
que le cubría los antebrazos, en sus manos alargadas y de dedos delgados.
Nepia empezó a hablar del templo de Minerva que estaba cerca del Foro.
Había sido renovado hacía poco, una gran parte del ladrillo había sido
sustituido por mármol.
—Ahora es uno de los templos más hermosos de toda Roma —dijo Nepia.
—¿Tú crees? —dijo César con aire satisfecho. Reparar aquel templo había
sido una de las obras públicas que había acometido recientemente. No me
cupo duda de que Nepia ya estaba enterada de ello antes de empezar a hablar.
—Es perfecto —reiteró—. Cuando entro en él experimento un sentimiento
reverencial. Además, Minerva es mi diosa favorita.
—No me digas —le dijo César con una ancha sonrisa—. Yo hubiera
pensado que era Venus.
Nepia emitió una risita.
César se volvió hacia mí.
—¿Cuál es tu deidad favorita, Livia Drusila?
—Diana —contesté.
Rulo, el esposo de Nepia, fingió un escalofrío.
—La diosa de la castidad.
—¿Por qué prefieres a Diana? —me preguntó César.
—Porque es la protectora del pueblo de Roma.
Todos los presentes empezaron a decir cuál era su deidad favorita. Tiberio
Nerón dijo que la suya era Marte.
—Dada tu experiencia militar, es lógico que elijas a Marte —comentó
César.
Mi esposo sonrió ante el cumplido.
—¿No es favorito tuyo? —le preguntó Valeria a César.
Este negó con un gesto de cabeza y preguntó:
—¿Adivinas cuál es? —Sus ojos estaban fijos en mí.
—Apolo —contesté.
César lanzó una carcajada, feliz como un niño.
—Has acertado plenamente. ¿Cómo lo has sabido?
«Lo he sabido porque tú eres tan apuesto como Apolo.» Me encogí de
hombros y noté que empezaba a invadirme un calor incómodo. «No voy a
tomar más vino.» Hice una seña a un esclavo para que vertiera un poco de
agua en mi copa y así diluir el vino que ya había servido en ella.
—¿Por qué eliges Apolo? —inquirió Nepia.
—Porque es el dios del conocimiento y de la luz —repuso César.
Seguidamente, volviendo a posar la mirada en mí, le preguntó—: ¿Recuerdas
de qué modo están unidos Apolo y Diana?
—¿Es que no son amantes? —terció Rulo.
—No exactamente —respondió César sin dejar de mirarme a mí.
—Son hermanos gemelos —dije.
César hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Diana era la mayor de los dos —dije alzando el mentón—, la que nació
primero.
—Totalmente cierto —dijo César—, pero es una historia más larga. Como
Diana salió primero del vientre materno, se convirtió en la comadrona de su
madre. Ayudó a su hermano a nacer.
—Imagínate a una recién nacida actuando de comadrona —dijo Fannio—.
Estas historias antiguas son de lo más peculiar. Pero si uno se da un paseo por
el campo, incluso por las chabolas de Roma, encuentra personas que creen en
ellas. Es increíble cuán crédula puede ser la gente común.
—Hay otra clase de verdad, además de la literal —repuso César. Sus ojos
se encontraron con los míos—. ¿No estás de acuerdo?
—Hay una verdad poética —dije—. Las historias que se cuentan de los
dioses son ciertas, en el mismo sentido general que los grandes poemas. —
Desvié la mirada—. Es lo que siempre decía mi padre.
—Y las historias de los dioses son preciosas, igual que los poemas más
magníficos —apostilló César.
Cuando volví a mirarlo, vi que estaba inclinado hacia delante y que su
mirada no se había apartado de mi rostro. Sentí cómo me subía el color a las
mejillas. César lo vio, lo supe con seguridad por el modo en que me sonrió.
En cambio, ninguno de los demás comensales pareció percatarse de ello.
Estábamos teniendo una seria conversación acerca de religión y poesía.
Imaginé que estábamos los dos solos. Imaginé que él me hacía el amor.
César ya no sonreía. Tenía los labios entreabiertos y una intensidad en la
mirada que no tenía antes. Experimenté la sensación de que me había leído el
pensamiento.
—¿Te gusta la poesía, César? —le preguntó Valeria.
—Sí, mucho. —César se recostó de nuevo en el diván—. Hubo una época en
la que pensé en ser poeta y en escribir tragedias para el teatro.
Nepia rompió a reír.
—Oh, no. ¿Tú, un poeta trágico?
César le dirigió una sonrisa.
—Era una ambición seria. Incluso llegué a idear el argumento completo de
una, si bien jamás escribí ni una sola frase.
—¿De qué trataba? —quiso saber Valeria.
—De Áyax.
—Oh, el de la Ilíada —dijo Valeria—. El guerrero griego.
—¿Por qué él? —le preguntó Tiberio Nerón—. ¿Es un personaje
interesante? Yo pensaba que siempre iba por detrás de Aquiles.
—En efecto, así es —concedió César—. Pero me pareció que Aquiles ya
estaba muy explotado como tema. Y Áyax... —Me miró a mí—. ¿Adivinas qué
es lo que más me gusta de Áyax?
—Su plegaria —respondí.
César asintió.
—¿Qué plegaria es esa? —preguntó Tiberio Nerón.
—En la batalla de Troya, Áyax fue el único que rezó pidiendo luz —dije yo.
—Exacto —dijo César—. ¿Te lo imaginas? El campo de batalla está
cubierto de niebla y oscuridad, y Áyax alza los brazos hacia Zeus y eleva una
plegaria. Te acuerdas de lo que dice, ¿verdad, Livia Drusila?
Si alguien me hubiera preguntado aquello mismo en otra ocasión, no estoy
segura de que lo hubiera recordado, aun cuando de pequeña mi tutor insistió en
que me aprendiera de memoria grandes párrafos de la Ilíada. Pero en aquel
momento me vinieron los versos a la mente, sin esfuerzo. Levanté los brazos
como haría una sacerdotisa y recité en griego:
¡Oh, señor de la tierra y del aire!
Oye mi humilde súplica, oh, rey, oh, padre.
Disipa esta nube, la luz del cielo restaura,
permítenos ver y Áyax ya no pedirá nada.
Si Grecia ha de morir, tu designio aceptamos,
pero que sea a la luz del día como perezcamos.

Bajé los brazos. Durante unos instantes no se oyó más que silencio. César
estaba inmóvil, con una expresión de añoranza en el rostro. De improviso
empezó a aplaudir.
Todos los demás se sumaron al aplauso y exclamaron:
—¡Bravo!
Yo ejecuté una leve reverencia.
Una vez que hubo cesado la ovación, César dijo:
—Áyax pronunció esas palabras, y las tinieblas se disiparon. Volvió la luz y
Grecia no pereció. Grecia prevaleció.
—Sí, es muy hermoso —dijo Valeria.
—Entiendo... es simbólico, desde luego —dijo Tiberio Nerón sonriente—.
De lo que habla el poeta no es de la luz del sol en sentido literal, sino de la
iluminación. Llega la luz, y Grecia prevalece.
Yo sabía que mi esposo pensaba que la cena estaba desarrollándose bien;
desde luego estaba siendo menos desagradable y tensa de lo que había temido.
Y César parecía estar divirtiéndose, que era lo principal.
—Tienes toda la razón —confirmó César con los ojos brillantes.
«Dioses», pensé yo mirando a César, «estoy convencida de que sé por qué,
precisamente en estos momentos, para ti significa tanto esa plegaria. Tú
consideras que Roma es Grecia, y que tú eres quien le trae la luz. Eso es lo
que piensas, ¿a que sí?»
—Si hubiera llegado a escribir mi tragedia, esa plegaria habría sido la pieza
principal —afirmó César—. Además, de hecho, mi intención era cubrir el
escenario con oscuridad y con niebla. Áyax elevaría su plegaria rogando que
volviera la luz, y entonces, de repente, la luz del sol inundaría la escena. Estoy
seguro de que un director de teatro bueno de verdad idearía un modo de hacer
todo eso.
—Sería maravilloso —dijo Nepia.
«Pero que sea a la luz del día como perezcamos.»
En aquel momento me acordé de mis padres, y al instante se me hizo
insoportable ver a César allí, tan contento y tan cómodo ante mi mesa. El
deseo que sentía por él me revolvió el estómago.
—Pero ¿qué harías con el final del argumento? —le pregunté.
—¿Con el final? —se extrañó César.
—Cuando Áyax echa a correr como un poseso y mata a los líderes griegos
que le han desairado.
—Simplemente lo mostraría cubierto de sangre —contestó César—.
Además, en realidad no mata a nadie.
—Eso es cierto —admití—. Solo mata unas ovejas. Él cree que son los
líderes de los griegos, porque está loco. ¿Así que tu obra trataría de un hombre
que reza pidiendo la luz pero termina enloquecido y cubierto de sangre?
—Sería una tragedia, acuérdate —repuso César.
—No puede haber una tragedia que no incluya locura y sangre —aportó
Fannio.
—Por lo que parece, podría ser una obra excelente —dijo Valeria. Miró a
César y añadió—: Deberías animarte a escribirla.
—No tengo tiempo —se lamentó César—. Y lo cierto es que quizá tampoco
tenga el talento necesario.
—Yo creo —le dije yo sosteniéndole la mirada— que podrías escribir una
tragedia muy buena. —Hablé en tono serio, incluso con delicadeza.
César se encogió de hombros con gesto inexpresivo.
—Tal vez la escriba uno de estos días. Como digo, ahora no tengo tiempo.
Fannio lanzó una carcajada.
—Sí, ya veo lo ocupado que estás.
El ambiente de la mesa había cambiado. Tiberio Nerón, con la voz teñida de
una ligera ansiedad, llevó a Rulo y a Fannio a conversar sobre unos combates
de boxeo que habían visto recientemente. Valeria y Nepia escuchaban con cara
de aburrimiento. Yo me puse a jugar con la comida que tenía en el plato. César
también jugueteaba con la suya, y de tanto en tanto contribuía a la
conversación elogiando a un boxeador o a otro.
Cuando levanté la vista de mi plato, descubrí que César me estaba mirando.
Su expresión era la de una persona que se sentía herida pero estaba dispuesta
a perdonar el golpe. Durante un rato procuré esquivar su mirada, hasta que,
como no deseaba parecer una cobarde, lo confronté de nuevo. Él me respondió
con una media sonrisa triste.
De improviso, Nepia saltó.
—César —exclamó en tono festivo y enérgico—, ¿tienes pensado dejarte la
barba? Espero que no estés a punto de afeitártela.
—No lo he pensado demasiado.
—Deberías dejártela —propuso Valeria—. En mi opinión, todos los
hombres de Roma deberían empezar a llevar barba de nuevo, como en los
viejos tiempos.
—Sí, la barba es algo muy varonil —opinó Nepia—. Un hombre con barba
parece de verdad un hombre.
—Podrías iniciar una nueva moda —apuntó Valeria.
—Si te dejas la barba, todos los hombres de Roma terminarán dejándosela
también —dijo Nepia—. Por favor, di que no te la afeitarás.
César se volvió hacia mí.
—Livia Drusila, ¿tú no opinas?
Percibí una ligera crítica en su tono de voz, como si estuviera retándome a
que dijera algo desagradable.
—Ya que me lo preguntas —respondí—, me siento obligada a serte sincera.
Mi opinión es que deberías afeitártela. Con ella pareces un bárbaro.
Tiberio Nerón, que estaba a mi lado, respiró hondo.
César se frotó el mentón.
—¿De verdad? ¿Tan mal me queda?
Afirmé con la cabeza.
Sonrió, de manera un poco forzada.
—Mi hermana me dijo exactamente lo mismo la última vez que la vi.
Se hizo el silencio, y Valeria se apresuró a llenarlo.
—Ah, pues si tu hermana opina que no debes llevar barba...
De pronto me pareció que en aquel comedor hacía un calor y una estrechez
insoportables.
—Excusadme —murmuré.
Me levanté, salí y atravesé el atrio, pasando por delante de los lictores y los
guardaespaldas de César, para salir al jardín.

«No lo aguanto más.» Todo me agobiaba. La presencia de César y el hecho


de tener que tratarlo como a un respetado huésped. Los recuerdos de mis
padres, una punzada de dolor tras otra. Pensar que debería desear la
destrucción de César, que debería sentir hacia él la más pura rabia. Y el darme
cuenta de que en mí no había pureza alguna. Me estaba hundiendo en el lodo,
porque no era capaz de mirarlo sin desearlo.
Era una mujer encinta, llena de lujuria por el invitado de su marido. Un
espectáculo indigno en cualquier circunstancia. Y en las circunstancias
actuales, totalmente repulsivo.
«¿Qué es lo que soy?»
El sol había empezado a ponerse y a proyectar sombras alargadas en el
jardín. Estábamos a finales del verano; las caléndulas se hallaban en plena
eclosión y perfumaban el aire. Me dije a mí misma que debía volver a entrar y
comportarme como una buena anfitriona y una esposa como era debido. Pero
no tenía ánimos para ello, al menos de momento. Una mujer que visiblemente
está encinta puede dejar solos a sus invitados ante la mesa, incluso durante un
período de tiempo prolongado, sin que nadie piense mal de ella, todos
imaginarán que tiene motivos razonables. Eso era lo que me decía a mí misma
mientras hacía tiempo en el jardín. Dejaría pasar unos instantes, me calmaría y
volvería con mis invitados.
Finalmente, respiré hondo y me recordé a mí misma que, después de todo, la
velada ya casi había concluido y yo debía despedirla. Me hice fuerte para
volver a entrar. Pero de repente vi una sombra que se movía en el límite de mi
visión periférica y me volví esperando ver a Tiberio Nerón, que debía de
haber salido a buscarme. Pero el hombre que estaba de pie en el borde del
jardín era César Octaviano.
Se acercó a donde me encontraba yo.
—¿Por qué te escondes aquí?
—No me estoy escondiendo —repliqué—. Solo quería respirar un poco de
aire fresco.
—Si tan desagradable te resulta estar en mi presencia, no deberías haberme
invitado.
Hablaba como si yo fuera una chiquilla poco razonable que hubiera huido de
él. Sentí que me invadía una oleada de profunda cólera, y me entraron tales
ganas de hacer pedazos aquella complacencia suya que no pude contener la
lengua.
—No he sido yo la que te ha invitado, sino mi esposo. Todo los miembros
del Senado tienen que invitarte, porque de lo contrario te lo podrías tomar
como una afrenta personal. Y tampoco se sienten muy seguros. Has de saber
eso.
—Cuando alguien me invita a cenar, no suelo analizar los motivos.
—Simplemente supones que te aman en todas partes.
—No, no soy tan idiota. —Frunció el entrecejo—. Cuando era pequeño,
había un elefante al que sacaban cada vez que había una feria. Ese elefante
sabía hacer un truco: si alguien le ponía una moneda encima de la trompa, él la
cogía y la guardaba en el bolsillo de su amo. Lo que recuerdo es que todo el
mundo se acercaba a él. Así. —Imitó el movimiento de aproximarse de
puntillas y tender una mano temblorosa en la que supuestamente debía de haber
una moneda—: Todos estaban muertos de miedo pensando que el elefante
podía aplastarlos. Ahora, todo el mundo se acerca a mí como si yo fuera ese
elefante.
—¿Y eso te sorprende?
—Ni lo más mínimo —repuso César—. Lo único que estoy diciendo es que
si evitara en todo momento tener trato social con las personas que me tienen
miedo, mi círculo social sería sumamente estrecho.
«Desde luego que sí», pensé yo. Pero lo que me sorprendía era que a mí no
me daba miedo. Tal vez debería, pero no me lo daba. De todos los
sentimientos que me inspiraba César, el miedo no figuraba entre ellos. Lo cual,
teniendo todo en cuenta, resultaba extraño.
César levantó la vista hacia lo alto.
—El cielo está muy despejado.
—Sí —confirmé—, muy despejado.
El cielo tenía una tonalidad violeta y no se veían nubes. Habían salido unas
pocas estrellas.
—¿Sabes?, me gustaría tener contigo una conversación normal, simplemente
normal, como si yo fuera un ser humano y no una bestia mastodóntica. Pero eso
no va a ser posible, ¿verdad?
—Lo más probable es que no.
—Intentémoslo de todas formas. Di algo normal.
Me dije que le seguiría la corriente durante unos instantes y luego me
escabulliría y regresaría al comedor.
—Me ha sorprendido un poco que no hayas venido acompañado de tu esposa
—dije—. Pero tengo entendido que está a punto de alumbrar un hijo.
—Sí, así es, pero la razón de que no haya venido conmigo es que nuestro
matrimonio no ha sido nunca nada más que un pacto político y no nos caemos
bien el uno al otro. No obstante, es más práctico que permanezca conmigo
hasta que nazca el niño, de modo que los dos estamos siendo pacientes
respecto de divorciarnos. En cuanto nazca el niño, ese mismo día, me
divorciaré de ella.
Me lo quedé mirando.
—Es de mutuo acuerdo —agregó—. De verdad. Lo más probable es que
seamos mucho más amigos cuando ya no tengamos que vivir en la misma casa.
Reparé en que había luciérnagas en los arbustos, cerca del muro sur del
jardín. Sus luces parpadeaban.
Los dos quedamos mudos. Se hizo palpable lo que había entre nosotros, que
no encajaba con la historia reciente ni con el hecho de que fuéramos relativos
desconocidos. Y supe que él también sentía lo mismo, y que por eso había
salido al jardín a buscarme.
—No resulta en absoluto adecuado que ambos estemos aquí fuera juntos —
dije.
Yo estaba embarazada de seis meses. Mi esposo se encontraba en el
comedor, apenas a diez pasos de mí. Era una situación que no cabría esperar
ni en la más vulgar de las farsas. Pero no hice ningún movimiento para entrar
de nuevo.
—Lamento que haya habido tantos... problemas en tu vida. Los desórdenes
que hemos sufrido no deberían tocar la vida de las mujeres. El hecho de que
los hombres no sepamos resolver nuestras diferencias de manera decente no
debería causar estragos en... en la esfera doméstica.
—Sería maravilloso que las cosas fueran así —confirmé.
César pareció sumirse en una profunda reflexión, y su gesto se tornó más
serio.
—¿Me echas a mí la culpa de la muerte de tu padre?
—A ti, entre otros. De la muerte de mi padre y la de mi madre.
—Yo no tenía nada contra tu padre, y mucho menos contra tu madre. No soy
un hombre violento ni agresivo por naturaleza.
Me vinieron a la memoria las acciones despiadadas que había llevado a
cabo, pero no dije nada.
—Así pues, ¿me consideras un enemigo?
—Considero que estoy a merced de lo que tú dispongas —repuse—. Soy una
mujer que tiene un hijo pequeño y otro en camino, y un esposo que vive porque
tú lo toleras. He de beber la copa que los dioses me han acercado a los labios.
Tú no tienes nada que temer de mí ni de los míos. ¿No resulta obvio?
—Sí —admitió César—, desde luego. Y tú tampoco tienes nada que temer
de mí. La dificultad, tal como yo lo veo, estriba en que tú crees que se supone
que has de odiarme. Pero no es así. —Calló unos momentos para estudiar mi
expresión—. No me odias, ¿verdad?
—Pensaba que sí.
—Pero no. —En su voz había una chispa de triunfo.
«No te odio. De todas las emociones que podría sentir, el miedo y el odio
son las únicas que tienen sentido, y esas son las que no siento en absoluto.»
—¿Y qué es lo que sientes? —me preguntó.
Sacudí la cabeza en un gesto negativo.
—Si quisiera besarte, no me rechazarías, ¿verdad? No harías tal cosa.
Di un respingo. El corazón me latía con fuerza. Una parte de mi deseaba
sentir sus labios en los míos, y otra parte de mí deseaba huir.
—No lo hagas —le dije.
—En fin, tienes razón, este no es el lugar ni el momento apropiado. Pero, por
extraño que parezca, aun así siento deseos de hacerlo.
—No hay un lugar ni un momento que sean apropiados —me obligué a mí
misma a decir—. No puede haberlos.
—Livia, si después de lo de Filipos hubiera tenido una oportunidad, te juro
que habría dejado vivir a tu padre. Lo habría hecho por ti.
No contesté.
César debió de advertir la incredulidad que reflejaba mi semblante, porque
me dijo:
—Si crees que estoy mintiendo, piensa lo siguiente: ¿sabes a cuántos de los
seguidores de Bruto les organicé un funeral? Exactamente a uno. Lo hice por ti.
—Todo el tiempo pensé que lo hiciste en agradecimiento por lo que te conté
de Cicerón —dije yo.
Pero una cosa era honrar a un enemigo muerto y otra muy distinta dejarlo
vivir, teniendo en cuenta que era peligroso. ¿De verdad habría hecho César
algo así? No había modo de saberlo.
—Si quieres que te dé las gracias por ofrecer un funeral a mi padre, te las
doy.
—¿Qué clase de hombre querría que le diesen las gracias por algo así?
«Un monstruo», me dije yo. «Un monstruo querría que le diesen las gracias.»
—No fue en agradecimiento por lo que me contaste de Cicerón —prosiguió
César—, sino por lo que siento por ti. Lo que sentí la primera vez que te vi.
Yo tenía una pregunta en la punta de la lengua: «¿Qué es lo que sientes por
mí?» Pero no quise formularla.
—Volvamos adentro —dije en vez de eso.
—Como desees.
Volví a entrar en la casa y César me siguió. Ya en el comedor, advertí que
los invitados hacían esfuerzos para no mirarnos fijamente a ambos. La
expresión de Nepia era de complicidad y también de celos, según me pareció.
En el rostro de Tiberio Nerón vi consternación y asombro.
Intenté decir algo, pero me fue imposible. César acudió al rescate; como si
no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, preguntó si alguien había visto
las estatuas de un escultor llamado Masilo.
—Personalmente opino que sus obras están sobrevaloradas. Pero a lo mejor
hay en ellas algo que no alcanzo a ver. Rulo, tú sabes de arte más que yo. ¿Qué
opinas?
Rulo empezó a hacer una crítica de las obras de Masilo.
—La mayoría de sus estatuas parecen inacabadas. Uno tiene la impresión de
que, con un poco más de esfuerzo, podría crear algo realmente hermoso. Pero
eso no ha ocurrido todavía.
Hice una seña a un esclavo para que sirviera el postre. En la mesa apareció
una bandeja de dátiles, ciruelas, melocotones y uvas.
La cena continuó durante un rato más y terminó felizmente. Antes de
marcharse, César nos dio las gracias a Tiberio Nerón y a mí por nuestra
hospitalidad de la manera más amistosa posible.
Cuando nos quedamos solos, mi esposo se volvió hacia mí.
—¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo? —me preguntó temblando
de ira.
—¿Qué quieres decir?
—Has estado a punto de insultar a César. Y luego, ¿qué...? ¿Qué estuvisteis
haciendo los dos ahí fuera? ¿Hablar?
—Sí, estuvimos hablando. Tiberio, perdóname, estaba muy alterada
pensando en todo lo que ha sucedido, en todo lo que hemos tenido que pasar. Y
él... César se ha mostrado muy comprensivo.
—Comprensivo —repitió Tiberio Nerón—. En fin, ¿en qué términos has
dejado las cosas con él?
—No te entiendo —dije mirándolo fijamente.
—Al parecer, os habéis despedido en actitud cordial. Te pregunto si ha sido
algo fingido o si has convertido a ese hombre en un enemigo para nosotros.
—No es nuestro enemigo. Te lo juro. Sí, nos hemos separado cordialmente.
—En ese caso, supongo que todo está en orden —dijo Tiberio Nerón.

—¿Te estás acostando con César Octaviano? —me preguntó mi hermana,


Secunda, tres días después. Había venido a verme y estábamos sentadas en mi
salita, conversando, o eso creía yo.
—¿Cómo dices?
Secunda desvió la mirada.
—Que si te acuestas con él.
—¿Por qué me haces semejante pregunta?
—Porque he oído hablar.
—¿A quién?
—A las mujeres, en el mercado. —Mi hermana salvó el espacio que nos
separaba y me apretó la mano—. Livia, por favor, a mí puedes contármelo.
Había estado tanto tiempo fuera de Roma que se me había olvidado cómo se
pegaban los chismorreos a la gente de la aristocracia y cuán rápidamente se
propalaban. No había tenido en cuenta lo más obvio: que todo cuanto hacía
César era susceptible de ser comentado, distorsionado y despedazado por todo
el mundo, y que el más mínimo atisbo de conducta impropia que tuviera
relación con él sería capturado con gran regocijo.
—¿Qué es exactamente lo que anda diciendo la gente?
—Que nada más regresar a Roma, ya lo has seducido. Oh, estoy segura de
que no es verdad, estoy segura de que él te ha seducido a ti..., incluso es
posible que te haya forzado. Livia, ¿te ha forzado?
Negué con la cabeza, pero no quise darle más explicaciones. Estaba
demasiado estupefacta.
—La gente está diciendo esas cosas de ti porque César le ha dicho a su
mujer que desea divorciarse de ella. Y que el hijo que estás esperando es de
él. Y... me han contado que va a afeitarse la barba solo para complacerte a ti.
—¿Y tú, mi hermana, te crees todas esas cosas?
—No he dicho que me las crea —protestó Secunda, pero luego apretó los
labios en gesto reprobatorio. En aquel momento se parecía mucho a nuestra
madre.
Me pasé las manos por mi vientre abultado.
—Oh, sí, desde luego, es hijo suyo. ¿Se te ha olvidado que estoy de seis
meses, y que hace seis meses yo estaba en Grecia y César estaba en Italia?
—Ya sé que ese niño no es suyo —dijo Secunda.
—Muy inteligente por tu parte, haberlo deducido —repuse con frialdad.
—Solo hablaba con la preocupación propia de una hermana —dijo Secunda
—. Y..., bueno, lo cierto es que César de pronto está planeando organizar un
gran festejo para celebrar que se afeita la barba.
En nuestro estrato de la sociedad, los varones jóvenes ofrecían un sacrificio
en el templo de Júpiter cuando se afeitaban por primera vez, y sus familias
celebraban dicha ocasión. César había prometido, a los diecinueve años, que
no se afeitaría hasta que su padre adoptivo hubiera sido vengado. Antes de
dicha fecha aún no había celebrado su primera vez. Y ahora anunciaba
públicamente que se rasuraría la barba con el motivo de cumplir veinticuatro
años. En lugar de dar una fiesta privada había decidido invitar a toda Roma al
festejo, para el cual contrataría a músicos callejeros y distribuiría comida y
bebida por toda la ciudad. Era una maniobra inteligente para un joven político,
una manera de granjearse el favor del pueblo.
—¿Y qué tiene que ver conmigo que César haya decidido afeitarse la barba?
—La gente dice que tú le dijiste en una cena que odiabas su barba, de modo
que él se la afeita para complacerte —explicó Secunda—. ¿Me estás diciendo
que no es verdad?
Mi comportamiento con César la noche en que cenó en mi casa había dado
lugar a chismorreos. Yo sabía que los demás invitados habían estado
hablando.
—Lo único que hice fue dar mi opinión cuando me la pidieron. Por los
dioses, eso no significa que esté teniendo una aventura con él.
Mi hermana estudió mi semblante durante unos momentos y luego asintió.
—Me alegro —dijo—. De entre todos los hombres con los que podrías tener
una aventura, lo cual no quiere decir que debas tenerla con ninguno, claro está,
César sería el menos adecuado, con mucho. Es un tirano, de eso no hay duda,
un tirano tan despiadado como su tío abuelo. Oh, Livia, piensa lo que dirían
nuestros padres.
No era insólito que las mujeres casadas tuvieran aventuras amorosas, pero
yo siempre había sido casta. Algunos hombres toleraban a una esposa infiel,
otros se divorciaban de ella acusándola de adulterio. Yo estaba convencida de
que si cometía una infidelidad, Tiberio Nerón se enfadaría terriblemente. Me
pregunté si habría llegado a oídos de mi esposo alguna de las habladurías a las
que se refirió mi hermana. Un vez que se hubo marchado, me asaltó el impulso
de sacar el tema con él, pero al final no me atreví. Desde aquella cena a la que
asistió César, su actitud para conmigo venía siendo más bien fría. Yo creía que
me reprochaba que no hubiera sido más amable con César, pero ahora me
pregunté si no sería que sospechaba que a lo mejor estaba siendo demasiado
«amable».
Pero al día siguiente Tiberio Nerón volvió del Senado con una ancha
sonrisa.
—¡César nos ha invitado a celebrar que se afeita la barba! —anunció.
—Ha invitado a toda la ciudad —repuse yo.
—Nos ha pedido que acudamos a la fiesta privada que piensa dar en su casa.
¡Livia, formamos parte de un grupo muy selecto!
Sentí tristeza al ver lo contento que estaba mi esposo. Se me antojó un tanto
patético. Me acordé de lo valiente que había sido en Perusia. Lo cierto era que
siempre había demostrado un valor ejemplar en la guerra, pero ya no se
divertía jugando al sangriento juego de la política. Lo único que deseaba era
vivir tranquilo en Roma, disfrutar de los bienes que le quedaban y sentirse a
salvo. Aquella invitación le gustó mucho porque consideró que era una señal
de la buena voluntad de César. No creo que hubiera ninguna cosa que él
deseara más en aquel momento que César Octaviano lo mirase con ojos
benevolentes.
Para la celebración de César me vestí con esmero. Pero si alguien hubiera
osado preguntar si lo que pretendía era embellecerme para él, habría
respondido que no. Al fin y al cabo, me sentía obligada a vestir bien; era la
esposa de un senador, y aquel era el acontecimiento social del año. Llevé una
estola de color verde claro, un tono que combinaba muy bien con mi cabello
pelirrojo. Me desagradaban las mujeres que iban cargadas de oro y joyas, de
modo que lucí tan solo un collar de esmeraldas y unos pendientes de oro
sencillos, sin pulseras y sin broches. Como es natural, los mechones de pelo
que se me habían chamuscado en el incendio del bosque de Esparta ya hacía
mucho que habían sido recortados. Seguía llevando el cabello más corto de lo
habitual, pero Pelia, que se había convertido en una experta ornatrix, me lo
peinó en forma de suaves rizos alrededor de la cara. Después me aplicó
carmín en los labios y me perfiló los párpados con kohl.
Pelia sostuvo un espejo en alto para que yo me mirara un momento. Por
suerte, mi embarazo no me había hinchado el rostro, como les ocurría a
algunas mujeres. Poseía unos pómulos marcados y un cutis limpio de
imperfecciones, y mis mejillas lucían un rubor natural. Tenía diecinueve años,
y salvo por mi figura oronda, era más hermosa de lo que iba a serlo en
cualquier otra época de mi vida.
Bajando de la colina del Palatino, de camino a la casa de César, Tiberio
Nerón, que tenía ganas de estirar las piernas, se situó a un costado de mi litera.
Por cada calle que pasábamos oíamos a gente que reía y cantaba, y en el aire
flotaba un aroma a vino especiado y a dulces. La celebración que había
patrocinado César ya se había apoderado de toda la ciudad.
Me sorprendía que alguien tan rico como César no viviera en la colina del
Palatino, sino en el distrito comercial, situado cerca del Foro. ¿Estaría
intentando fingir que era un hombre del pueblo? Su casa se encontraba al final
de una hilera de tiendas en las que se vendían anillos de sello. Fuera se había
congregado un grupo de seguidores de César, la mitad de los cuales estaban
borrachos pero de humor festivo. Mis porteadores no tuvieron dificultad para
abrirse paso entre la multitud y llevarme hasta la entrada misma de la casa.
Tiberio Nerón me ayudó a apearme de la litera, y ambos nos acercamos a la
puerta de roble macizo. En cuanto llamamos, acudió a abrir un esclavo
sumamente bien vestido. Pasamos al interior de la vivienda y salieron a
recibirnos César y su esposa, Escribonia. César llevaba la cara afeitada.
Escribonia parecía lo bastante vieja para ser su madre y mostraba un avanzado
estado de gestación.
Tiberio Nerón felicitó a César por su primer rasurado y por su cumpleaños.
—Me alegro mucho de conocerte, querida —me dijo Escribonia. Daba la
impresión de que miraba algo que había a mi espalda, como si acabara de
llegar alguien más interesante que yo. Sin embargo, detrás de mí no había
nadie.
Le aseguré que yo también me alegraba mucho de conocerla a ella. Mientras
los cuatro intercambiábamos palabras de cortesía, me sorprendió descubrir lo
joven que parecía César sin la barba. Su rostro poseía un aire juvenil que
suavizaba sus facciones. Contemplando su piel lisa, sus ojos azules y su
cabello dorado, casi imaginé lo que diría la gente: «¡Qué joven tan apuesto!»
Pero dudé que lo dijeran alguna vez, percibiendo la energía tensa que animaba
todo su ser y el modo en que parecía sondear las defensas de su interlocutor
cada vez que sonreía.
Iban llegando otros invitados, y nos condujeron hasta un diván. El atrio
estaba abarrotado de divanes en los que ya había invitados reclinados,
distinguidos personajes de togas ribeteadas de color morado a los que
acompañaban sus esposas, cargadas de joyas. Que yo pudiera ver, aquella
casa no tenía nada de especial, no era más grande que las de la mayoría de los
senadores. Sin embargo, el arpista, que estuvo tocando durante toda la cena,
era de primera. El vino y la comida eran abundantes y muy buenos, se hizo
evidente que César no había impuesto su régimen a los demás comensales.
Degustamos espárragos, pavo real asado, mejillones y anguilas con una
delicada salsa de cebolla, y jamón cocido en miel. Me percaté de que César
no se reclinó a disfrutar de las viandas, sino que continuó circulando entre sus
numerosos invitados, conversando con ellos y haciendo que se sintieran
importantes, tal como debía hacer un personaje público.
Poco después de que se sirviera el segundo plato, Tiberio Nerón descubrió
al otro extremo de la estancia a un antiguo amigo, un militar con el que había
luchado en la Galia.
—Llevo diez años sin ver a Vitelio —me dijo—. Discúlpame, Livia, tengo
que ir a saludarlo.
En cuanto me dejó sola, César —con tanta rapidez que me produjo un
sobresalto— vino y se sentó a mi lado en el diván en el que yo estaba
reclinada. Era un diván estrecho; si yo hubiera movido un poco la pierna, nos
habríamos tocado.
—¿Qué te parece? —me preguntó frotándose el mentón.
—Me gusta —respondí.
A continuación se inclinó un poco más y me susurró al oído:
—Lo he hecho por ti, ya lo sabes.
—No, nada de eso —repliqué.
—¿Cómo que no? —dijo César riendo.
Ambos hablábamos ya en voz baja para que no nos oyeran los demás
invitados.
—¿Por qué ibas a afeitarte la barba por mí?
—Esa es una buena pregunta. ¿Cuál crees que es la respuesta?
No dije ni una sola palabra.
—Dime que haga otra cosa —dijo César— y la haré. ¿Qué otra cosa te
gustaría que hiciera?
—No seas tonto.
—De acuerdo, no seré tonto. Lo cierto es que probablemente terminaría
afeitándome la barba, pero no tenía ninguna prisa. No quería parecerte un
bárbaro. ¿De verdad he mejorado?
—Sí.
—Me alegra que opines así. —Me miró a los ojos—. Y ahora, ¿qué?
—No hay ningún «ahora qué». Soy una mujer casada, y tú eres un hombre
casado.
—No voy a tardar en divorciarme, ya te lo he dicho.
—Soy una mujer casada.
—¿Debo recordarte cómo ha sido para ti estar casada? Cuando tenías
catorce o quince años, tu padre te dijo: «Cásate con ese hombre», y tú
obedeciste, naturalmente, y desde entonces has intentado sentir hacia tu marido
algo más que... ¿qué? ¿Tolerancia? ¿Amistad? Quizá seáis amigos. Tú no
deseas hacerle daño, es el padre de tu hijo. Eso es digno de admirar. Pero
¿estás pensando pasar el resto de tu vida sin experimentar nunca la pasión?
Esta conversación estaba teniendo lugar en medio de una fiesta a la que
asistían los miembros más prominentes de la élite de Roma, personas que se
hallaban frente a mí, al otro lado de la mesa, y todo a mi alrededor. Mi esposo
se encontraba en mi línea visual, al otro lado de la estancia, brindando con su
amigo de la guerra de las Galias.
—Estoy esperando un hijo —apunté.
—Eso no va a durar para siempre.
—No soy de las que se entregan a aventuras adúlteras.
—Por supuesto que no —dijo César.
Recorrí el abarrotado atrio con la vista. Dondequiera que miraba había gente
tendida en divanes, riendo y hablando. Sentí que se me secaba la boca y bebí
un sorbo de vino. Luego dejé la copa en la mesa y me alisé un mechón de pelo.
—El cabello lo tienes bien —me dijo César.
—Nos está mirando todo el mundo.
—Nadie presta atención.
—Eso no es cierto. —Sentía como si todo mi cuerpo, hasta el último rincón
de mi piel, estuviera desnudo.
—No nos oye nadie —dijo César—. Estoy teniendo una conversación
totalmente normal con uno de mis respetados huéspedes. No hay absolutamente
nada de impropio en eso.
—Habrá chismorreos —dije yo—. Ya los hay.
¿Cómo era posible que sintiera lo que estaba sintiendo por él? Habría sido
fácil decirme a mí misma que simplemente estaba experimentando deseo físico
hacia un hombre atractivo. Así se transformaría en algo casi impersonal, como
si estuviera mirando a César tal como podría estar mirando una estatua de
Fidias, como si aprobara la simetría de sus rasgos y llegara a la conclusión de
que sí, era muy apuesto. Pero cuando me encontraba en presencia de él
experimentaba una emoción más profunda que la lujuria, y aquello era lo que
me horrorizaba más: que sintiera una ternura inexplicable por un hombre que
había contribuido a matar a mi padre.
César continuó hablándome en un tono de voz que era poco más que un
susurro.
—Yo he estado casado dos veces, pero tengo la sensación de no haberlo
estado nunca. Ello se debe a que mis matrimonios no han sido otra cosa que
arreglos políticos que podían haber terminado en cuanto cambiara el viento.
Nunca me ha parecido natural ni adecuado el modo en que se casan los nobles
de Roma hoy en día, el número incontable de divorcios. Porque en Velitrae, el
lugar donde me crie, la gente se casa para toda la vida.
—Tal vez cuando nazca tu hijo —le dije yo— debas quedarte con su madre y
no divorciarte de ella, ya que tienes una opinión tan elevada del matrimonio.
César se encogió un poco, como si lo hubieran abofeteado.
—No, no puedo quedarme con ella. No me gusta.
«Pues te gustó lo suficiente para hacerle un hijo.» Supongo que si hubiera
dicho esto en voz alta, César habría hecho un gesto de desconcierto y habría
respondido: «¿Y qué tiene eso que ver con que me guste o no?»
Continuó hablando:
—Además, estoy enamorado de otra mujer. Creo que estoy enamorado de
ella desde hace... ¿Cuánto? Cerca de cinco años.
Se me aceleró el corazón. Por un instante sentí que me derretía, y César se
percató de ello. Seguro que todo lo que sentía yo por él aparecía reflejado en
la expresión de mi rostro. Pero me entró miedo y dije:
—Debes de tomarme por una necia.
—No —repuso él—, en absoluto.
—Llevas cinco años enamorado de mí, y entretanto te has casado dos veces,
¿y acabas de descubrir ahora este gran amor hacia mí que anidaba en tu
corazón?
—Haces que parezca absurdo. Pero he estado concentrado en sobrevivir, y
aun así siempre me he acordado de ti. Tan solo últimamente he podido
respirar, y no digamos pensar un poco en mi felicidad personal o en el amor.
—Supongo que esperarás que me crea cualquier tontería que quieras
decirme —repliqué.
—Es obvio que no te resulta atractiva la idea de tener una aventura amorosa
conmigo —dijo César.
—Exacto. Nada atractiva.
Porque aquello no era lo que yo deseaba, algo rápido y sórdido, de usar y
tirar. Yo quería algo más.
Su mirada se tornó fría.
—Por lo menos podrías haberlo dicho de un modo un poco más amable.
Me sorprendió que aquello lo dijera precisamente el gobernante absoluto de
Roma. Y pensé: «¿Qué acabo de hacer?»
¿Qué podía decir para enderezar aquel entuerto, para por lo menos
asegurarme de que no había causado un daño terrible a mí misma y a mi
familia? «Sí, tendré una aventura amorosa contigo. En cuanto nazca mi hijo,
caeré directamente en tus brazos.»
Pero lo que dije fue ridículo:
—No ha sido mi intención herir tus sentimientos.
—Oh, te lo agradezco mucho —repuso César—. Yo te profeso mi amor, y tú
te burlas de mí y dices que no era tu intención herirme. —Meneó la cabeza en
un gesto negativo, y de pronto compuso una expresión tan cómica, de asombro
y desilusión, que mi nerviosismo se esfumó—. Livia, ¿me estás diciendo que
no sientes nada por mí? ¿Tan equivocado he estado al pensar que...?
Por descontado, su propuesta había nacido de una invitación. Yo lo deseaba
desde el primer momento en que lo vi, cinco años atrás. Y él lo supo desde el
principio. Tuvo que saberlo. Y cuando vino a cenar a mi casa yo no fui capaz
de apartar los ojos de él.
Enrojecí intensamente. Sentí deseos de huir de allí y esconderme.
—¿Qué es lo que sientes por mí? —me preguntó César.
—Todos tus invitados nos están mirando.
La verdad era que yo ya no me fijaba en las caras de los demás invitados, no
era capaz de discernir si nos estaban observando o no.
—Si no sientes nada por mí, dilo y te dejaré en paz. Pero debes decírmelo
con claridad, como si fuera un chico provinciano de Velitrae. Porque eso es lo
que soy en cuestiones como esta, y tengo que saberlo.
—Pues te lo voy a decir con claridad: me acuerdo de quiénes eran mis
padres, y tú también deberías recordarlo. No puedo evitar sentir lo que siento.
Pero no pienso ser una mujer fácil. —Recorrí la estancia con la mirada. Ahora
veía con más claridad. En el diván que tenía enfrente había dos mujeres
mirándome—. Y al estar sentado aquí, hablándome de esa manera —susurré
—, me estás convirtiendo en objeto de rumores y deshonra.
César se puso rígido.
—Lamento haberte ofendido —dijo, y a continuación se levantó y se fue.
Me lo quedé mirando. De todas las emociones posibles, lo que experimenté
fue nostalgia. Porque César se había ido.
Me percaté de que Tiberio Nerón tomaba asiento a mi lado.
—En nombre de todo lo sagrado —me dijo en voz muy baja—, ¿se puede
saber qué es lo que ocurre entre vosotros dos?
—Nada —contesté—. Nada en absoluto.
Mi voz me sonó distante, remota. Me sentía casi incorpórea, como si la
presencia de mi marido no fuera una realidad para mí.
—César se ha ido con gesto de contrariedad, como si lo hubieras insultado.
—Sí, a lo mejor se siente así.
—Si te ha sugerido algo impropio...
—No, nada de eso. No me ha sugerido nada.
—Entonces, ¿qué es lo que ha ocurrido? ¿Ha estado coqueteando contigo?
¿No podías haberte limitado a ser amable con él?
—No, lo cierto es que no he podido —repuse.
—Me parece que has perdido el juicio —finalizó Tiberio Nerón.

Sabía lo que había hecho. No había sido con premeditación. Y, aun así, lo
había hecho.
César me había pedido que si no sentía nada por él, que se lo dijera y me
dejaría en paz. Pero yo no había dicho tal cosa. No, pese a toda mi
indignación. Lo que le había dicho era que no pensaba ser una mujer fácil.
Aquellas palabras no parecían haber sido escogidas por la persona que yo era
normalmente. Y, aun así, tampoco habían acudido a mi boca de manera
accidental; habían sido acuñadas por una parte de mí que yo apenas conocía.
Imaginé a César diseccionando lo que yo le había dicho, examinándolo a la
luz del sol, por así decirlo, asimilando lentamente su significado. Y luego
decidiendo cómo iba a reaccionar.
Cuatro días después la esposa de César alumbró a una niña, y ese mismo día
los nuevos padres se divorciaron. La gente decía que César había puesto fin a
su matrimonio por el amor de otra mujer y que sabían cómo se llamaba esa
otra mujer: Livia Drusila. Mientras tanto, ni siquiera nos habíamos dado un
beso. Pero yo me había convertido en una figura pública, hasta cierto punto.
Mi hermana vino a mí llorando porque había visto en una valla un dibujo,
supuestamente de mi rostro, un grosero esbozo a carbón de una mujer desnuda
y con el vientre abultado. Y debajo del dibujo habían escrito un chiste acerca
de la puta de César.
—¿Qué está pasando? —me preguntó—. ¿Qué es lo que estás haciendo?
Cuando le respondí que no había nada, ¡nada!, entre César y yo, me di cuenta
de que no me creía.
Era imposible que, a aquellas alturas, Tiberio Nerón siguiera sin saber nada
de la conversación que habíamos tenido. Pero no me lo planteó. Yo creo que
se encontraba en un estado de total incredulidad y estupefacción. Pasaba casi
todo el día fuera de casa o encerrado tras la puerta de su estudio. Apenas
hablábamos el uno con el otro.
Entonces, una mañana, llegó un mensaje de César no dirigido a mí sino a mi
esposo. Le rogaba que tuviera la bondad de ir a verlo aquel mismo día; había
un asunto del que tenían que hablar.
Tiberio Nerón devolvió el mensajero a César con la respuesta siguiente:
«Dile que iré a verlo dentro de una hora.»
Una vez que se hubo marchado el mensajero, se volvió hacia mí.
—Livia, ¿tú sabes de qué asunto se trata?
Yo no dije «¿Cómo voy a saberlo?», y me limité a negar con la cabeza.
Se necesitaba conocer muy bien a Tiberio Nerón para reparar en el gesto
duro de su boca y comprender que era un indicio de miedo. Mi esposo tenía un
agravio pendiente contra César, no al revés. Se rumoreaba que César había
seducido a su esposa. Solo unas pocas generaciones antes, se habría
considerado un escándalo el hecho de que una figura pública tuviera
relaciones carnales con una mujer casada. Los divorcios eran raros y se
consideraban una afrenta a los dioses. De las mujeres romanas se esperaba
que fueran castas, y en las fiestas ni siquiera se reclinaban, sino que
permanecían erguidas, como niñas bien educadas. Ni siquiera estaba bien
visto que bebiéramos vino. Un hombre podía matar a una adúltera, por muy
prominente que resultara ser esta, y todo el mundo lo aplaudiría. En tiempos
de la República, habría sido César el que tendría motivos para temer a mi
esposo. Pero la República había muerto.
Tiberio Nerón se vistió su toga. Lo observé abandonar la habitación y salir
al jardín. Estábamos a finales de septiembre, ya se olía el otoño en el aire;
poco después de año nuevo yo daría a luz a su hijo.
¿Qué iba a ocurrir entre aquellos dos hombres? Empecé a imaginar, como si
fueran escenas de una obra de teatro, dos posibilidades benignas. En una de
ellas —la cual ni siquiera por un instante pensé que fuera posible que se diera
— César tenía un asunto perfectamente válido que tratar con mi esposo, un
tema puramente de índole senatorial; resultaba que su llamada no tenía nada
que ver con mi persona. En otra escena, más probable, aceptaba reconocer la
infortunada conversación que había tenido conmigo, le aseguraba a Tiberio
que no tenía fundamento alguno, le ofrecía algún cargo u honor como
concesión y lo hacía volver a casa.
Había otras posibilidades, pero me negué a imaginarlas siquiera.
Cuando me senté en un banco del jardín a esperar a que regresara Tiberio
Nerón, el niño que llevaba en mi vientre empezó a dar patadas sin cesar. Me
acaricié la barriga y murmuré palabras tranquilizadoras a mi hijo aún no
nacido.
Me pregunté a mí misma qué era lo que quería. Ya era obvio lo que debía
querer: que mi esposo volviera a casa y nuestra vida juntos no sufriera
cambios. Seguir siendo una esposa fiel para el hombre al que me había
entregado mi noble padre. ¿Y qué era lo que quería en realidad? Dos cosas
contradictorias. Quería ser una digna hija de mis padres, no degradarme a
causa de la pasión que sentía por un hombre que había contribuido a
destruirlos, preservar mi integridad. Y quería sentir que me envolvían los
brazos de César, sus labios en los míos, apretarme contra él, su cuerpo contra
mi cuerpo, mi alma contra la suya, fundirme con él en un doloroso e
inacabable éxtasis.
8

Cuando Tiberio Nerón regresó a casa tras su encuentro con César, pasó por
delante de mí sin pronunciar palabra, entró en su estudio y se dejó caer en una
silla. Acto seguido llamó a un esclavo para que le llevara vino, aunque rara
vez bebía a una hora tan temprana.
Me senté en el diván del estudio. Llegó el esclavo con el vino.
—Déjanos... y cierra la puerta —le dijo Tiberio Nerón.
Se bebió una copa de vino en silencio. Cuando por fin habló, su voz iba
teñida de un tono forzado y pedante.
—Livia, César es de la opinión de que, dado que por tus venas corre sangre
de los Claudios y que tu padre se contó entre los defensores de la República,
el hecho de contraer nupcias contigo le reportaría singulares ventajas
políticas. Ayudaría a conciliar determinados sectores de la nobleza. Así pues,
me ha pedido que desempeñe un papel patriota y que, en aras de la paz de
Roma, te libere para que puedas casarte con él.
Intenté asimilarlo. César deseaba que yo fuera su esposa. Bajé la vista un
momento, no quería que Tiberio Nerón advirtiese la alegría que acababa de
invadirme.
—¿Te ha pedido que te divorcies de mí?
—Por el bien de Roma.
—¿Y qué le has dicho tú?
Tiberio Nerón cerró los ojos.
—¿Qué le has dicho? —le pregunté de nuevo, y esperé, incapaz de respirar.
Se pasó la lengua por los labios.
—Le he dicho que no iba a interponerme en tu camino.
El corazón de una mujer no es cosa sencilla. Yo jamás había estado
enamorada de mi esposo, pero cuando me di cuenta de que Tiberio Nerón no
iba a luchar por mí, me sentí igual que si me hubieran abofeteado. Deseé que
me entregara a César, oh, cuánto lo deseé. Y, sin embargo, me escoció pensar
que iba a hacerlo de buen grado.
Supongo que lo que vio en mi expresión fue desprecio, porque se sonrojó.
—Entiéndelo, no creo que a César se le haya metido en la cabeza la idea de
casarse contigo sin que tú lo hayas alentado a ello. No soy tan necio como tú
quizá crees. No pienso destruirme por una mujer que ha entregado su corazón y
su cuerpo a otro hombre.
—Yo no le he entregado mi cuerpo.
En cuanto pronuncié estas palabras, caí en la cuenta de lo que acababa de
desvelar. Dudo que hasta aquel momento hubiera admitido plenamente la
verdad ante mí misma. Me cubrí la cara con las manos y me eché a llorar.
Tiberio Nerón maldijo en voz baja.
Pasado un rato dejé de llorar. Me fui a mi alcoba y llamé a Pelia para que
me llevara un cuenco con agua y mi espejo. Me lavé la cara y Pelia me peinó.
Después ordené que me trajeran mi litera.
Cuando estaba cruzando la entrada de la casa, a punto de salir, Tiberio
Nerón se me acercó y me tomó del brazo.
—Espero que reconozcas que no he sido un mal marido para ti. Si has
sufrido privaciones, no ha sido por mi culpa, sino por los tiempos que
estábamos viviendo. Como mínimo, siempre me he mostrado dispuesto a
adaptarme a tus deseos.
—Lo que dices es verdad.
Pero ¿por qué lo decía? Me di cuenta de que temía mi enemistad, y eso me
impresionó vivamente. Podría haber llorado de nuevo, a la vista de lo horrible
de la situación. Llevaba dentro de mí al hijo de mi esposo, pero lo estaba
traicionando. Y en vez de vivir en la virtuosa República que había soñado mi
padre, nos regía un jovenzuelo respaldado por un ejército. Un senador incluso
tenía miedo de decir que no a aquel jovenzuelo cuando lo reclamaba su
esposa. Y para rizar el rizo, era precisamente de aquel jovenzuelo del que yo
no podía evitar estar enamorada. Nada era como debería ser.
No tenía derecho de reprocharle nada a Tiberio Nerón, me dije a mí misma.
Había caído en una red.
—Tiberio, tú eres el padre de mi hijo y de la criatura que pronto nacerá.
Siempre seré amiga tuya.
Me soltó el brazo y dio un paso atrás.
Salí al exterior, donde estaba aguardando mi litera, y les dije a los
porteadores que me llevaran a la casa de César Octaviano.

Un esclavo me hizo pasar al interior de la vivienda, en cuyo atrio me recibió


César. Al principio permanecimos los dos en silencio, mirándonos.
César pensaba que al pedir a mi esposo que se divorciase de mí para que
pudiéramos casarnos estaba haciendo lo que yo deseaba que hiciera. Pero no
habíamos hablado de ello explícitamente. Creo que consideraba posible que
yo hubiera venido para decirle que se había equivocado, que no era mi deseo
desposarme con él. Así que hubo un instante en el que vi dudas y
vulnerabilidad en su semblante. Fue un momento inefablemente dulce para mí.
Pero pasó.
—Me alegro de que estés aquí, Livia Drusila —me dijo en un tono formal—.
Hay asuntos de los que debemos hablar.
Y seguidamente me condujo a una pequeña estancia amueblada con divanes
muy gastados.
Mi litera, naturalmente, se quedó a la puerta de la casa. Alguien la
reconocería, y enseguida se pondrían en marcha las habladurías. La gente se
imaginaría lo que estaba ocurriendo dentro entre nosotros dos, sin duda alguna
conjurarían escenas de pasión. Entretanto, tomamos asiento en dos divanes
enfrentados, como si tuviéramos que negociar algún contrato.
—Lo que le has dicho a Tiberio Nerón apenas tiene sentido —le dije—. No
creo que casarte conmigo sea una buena maniobra política por tu parte.
—¿No? —repuso él, impasible.
—No. Lo sería si yo no estuviera casada. Algunas personas podrían
tranquilizarse al ver que escogías casarte con alguien de mi linaje. No
obstante, la idea de que, exigiendo para ti a la esposa de uno de los miembros
más prominentes de la nobleza, salvarás cualquier brecha existente entre la
nobleza y tú es a todas luces absurda.
—¿Así lo crees?
—Estoy segura.
César se encogió de hombros.
—Es difícil pedirle a un hombre que te entregue a su esposa sin que con ello
se sienta tan insultado que con gusto esté dispuesto a sacrificar su vida con tal
de clavarte un puñal. Considero que mi entrevista con Tiberio Nerón ha sido
todo un éxito, dado que tú estás aquí conmigo y él yo seguimos vivos. Ha sido
mejor ofrecer una absurda motivación política que decirle la verdad.
—¿Por verdad te refieres a que estás enamorado de mí?
—Ya te dije que te deseaba —respondió César con voz contenida.
No pronunció la palabra «amar», pero ¿por qué no iba a protegerse? Yo le
había replicado con sorna cuando anteriormente me habló de amor.
—Todo cuanto he hecho durante estos cinco últimos años ha estado muy bien
calculado. ¿Es que no tengo derecho, por una sola vez, a...? —Calló unos
instantes, como si no pudiera dar con la manera adecuada de expresarse.
—¿... a actuar como un necio?
—Livia Drusila, he tomado en cuenta todas las consecuencias que pueden
derivarse de la decisión de casarme contigo, y las encuentro aceptables. Me
gustaría que me dijeras si deseas ser mi esposa.
Aquel era el momento de elegir que no había tenido nunca en mi vida. Podría
decir que no. Sabía que si daba aquella respuesta, César no me obligaría a que
me casara con él. Pero también podía decir que sí.
La gente comentaría que yo había maniobrado para conseguir lo que me
proporcionaría un matrimonio con César: riqueza y poder. Yo no me habría
vendido por lo uno ni por lo otro. Vi a César allí sentado, con el rostro en
tensión y sus ojos clavados en los míos, esperando. Lo que yo deseaba no eran
ni riquezas ni poder, sino a él.
—Deseo ser tu esposa —contesté.
—En ese caso, todo está bien —repuso él sonriente.
—No —repliqué—, no está todo bien. ¿Es que no lo ves? Tú eras enemigo
de mi padre. Y yo estoy casada. Tengo dos hijos, uno de ellos ni siquiera ha
nacido todavía, a los cuales perderé si me divorcio. Estoy... aterrorizada.
—En ocasiones uno llega a un lugar en el que tiene la impresión de que la
tierra se abre bajo sus pies —dijo César—. Resulta imposible retroceder, de
modo que lo que ha de hacer es saltar.
—Saltar —repetí yo.
—Livia, no puede ser todo tan perfecto como tú quieres. Tienes que escoger
entre dos imperfecciones, porque eso es lo que hay. O continúas siendo la
esposa de Tiberio Nerón, o te divorcias de él y te casas conmigo. No podemos
cambiar el destino que sufrieron tus padres. Y en cuanto a tus hijos, la custodia
ha de tenerla el padre, pero ¿crees que Tiberio Nerón intentará impedir que mi
esposa vea a sus hijos? Dudo que lo deseara siquiera. Te prometo que los
verás todos los días, si es ese tu deseo.
—¿Sabes qué es lo que desearía yo? —Descubrí que era la segunda vez que
lloraba aquel día—. Desearía retroceder cinco años. Desearía no haberme
casado, y que un muchacho de Velitrae se presentara ante mi padre y le pidiera
mi mano. Y como sería un joven tan magnífico, dotado de una buena cabeza
sobre los hombros, agradaría a mi padre en el momento mismo de conocerlo.
Y desearía que en Roma no hubiera existido ninguna guerra civil, así que nos
casaríamos y nos prepararíamos para vivir una vida tranquila y sin
sobresaltos. ¿Por qué no podrían haber sucedido así las cosas?
César se acercó al diván que ocupaba yo y me rodeó con sus brazos.
Imaginé que los cinco últimos años no habían transcurrido. Todas las
personas que habían desaparecido en esos años, empezando por Julio César,
aún vivían, y César Octaviano era aquel joven de Velitrae, un muchacho
inocente que no tenía las manos manchadas de sangre.
Levanté el rostro. Deseaba ser besada por aquel muchacho. Y aquel
muchacho me besó.
Ser besada por la persona que una lleva tanto tiempo anhelando
profundamente constituye una alegría que no tiene parangón.
Me estrechó con fuerza. Yo también lo rodeé con mis brazos. Palpé la suave
lana de su túnica y sentí el cuerpo que había debajo, que despedía un limpio
aroma masculino. Nuestros labios se unieron de nuevo en varios besos
ardientes.
Cuando por fin me aparté de él, estaba temblando. Hacía mucho calor. César
me acarició la cara, y ya aquel leve contacto me llenó de anhelo.
Dicen que tan solo los más virtuosos y puros van a los Campos Elíseos
después de morir. En ese lejano lugar la existencia consiste en una felicidad
sin fin. Estoy segura de que mis padres están allí, y dudo que yo merezca
reunirme con ellos. Pero experimenté la felicidad de los Campos Elíseos en la
tierra, en la presencia de César Octaviano. Estando sentada con él en una
habitación, a solas, como nunca habíamos estado. Apoyando la cabeza en su
hombro y sintiendo su calor. Oyendo su voz. Mirándolo. Para mí, todo aquello
fue la felicidad suprema.
—César... ¿Cómo voy a seguir llamándote César? Suena demasiado formal,
demasiado... —Aquel era un nombre que yo asociaba con años de enemistad.
César titubeó, y después me dijo en voz baja:
—Mi familia siempre me ha llamado Tavio.
—Tavio —repetí. Aquel muchacho de Velitrae se llamaba Tavio.
En aquel momento, para mí César Octaviano pasó a ser Tavio.
Éramos gente extraña, Tavio y yo, tal como habría advertido cualquiera que
nos hubiera observado durante aquellas primeras horas que pasamos juntos a
solas. Si bien su rareza y la mía no adoptaban exactamente la misma forma,
aun así los bordes de una y de otra parecían encajar a la perfección, como los
dos lados de un jarrón roto. A lo mejor, en cierto sentido, ambos nos habíamos
percatado de ello, y formaba parte de lo que nos había atraído el uno hacia el
otro. Cada vez que su mano rozaba la mía, yo sentía que me inundaba el deseo.
Pero no era el momento, estando yo embarazada, para que consumáramos
nuestro amor. De modo que lo que podíamos hacer era conversar. No
intercambiamos naderías ni fantasías acerca de lo que iba a ser nuestra vida
juntos; hablamos de Roma. Aquel día se inició una conversación que habría de
durar mucho, mucho tiempo.
Recuerdo que, empleando un tono casi áspero, aunque todavía estábamos
sentados el uno junto al otro en el diván, me dijo:
—Livia, ¿tú crees que las cosas han sucedido como han sucedido porque yo
soy una persona ambiciosa? Bueno, sí que lo soy, pero también ha sido por la
situación. La situación se ha podrido de tal manera que tenía que llegar alguien
que no se arrugase a la hora de hacer lo que era necesario para sanearla. Tenía
que llegar. A veces tengo la sensación de que la historia me está soplando en
la nuca para empujarme a actuar.
—¿Sientes que la historia te sopla en la nuca?
—Estaba usando una metáfora. A ver, ¿tú crees que podemos vivir otros
noventa años como los noventa últimos? ¿Siquiera otros diez? ¿Cuánto
calculas que puede soportar cualquier nación? A veces me pregunto cómo es
que Italia no se ha desgajado de Europa para hundirse en el mar.
Y, a continuación, me hizo un resumen de los noventa últimos años.
Asesinatos de personas buenas y puras. Senadores con cargos vitalicios que
no hacían nada por curar los males de Roma pero en cambio eran capaces de
matar con tal de proteger sus riquezas y su posición. Épocas de relativa paz
que terminaron en violencia. Guerra civil, una y otra vez. Su relato fue muy
detallado, completo y brillante. Yo estaba segura de que ya lo había explicado
antes, probablemente en muchas ocasiones, quizá para persuadir a otros de que
su punto de vista era el acertado, o quizá para persuadirse a sí mismo. Fue un
discurso en el que César se justificaba, me di cuenta de ello incluso estando
allí sentada escuchándolo, amándolo, y, si es que era posible, enamorándome
todavía más de él porque percibía la mente maravillosa que poseía. La
República había estado gobernada por una oligarquía corrupta. Roma
necesitaba ser guiada por un único hombre, iluminado y fuerte. Y dicho
hombre era él.
—¿Sabes qué es lo que más me inquieta? —me dijo Tavio al tiempo que una
sombra cruzaba su semblante—. Que una vez que todo esto haya terminado la
gente dirá que César Octaviano destruyó la República. Destruyó algo que
llevaba sufriendo los estertores de la muerte mucho tiempo, mucho más de lo
que viven la mayoría de las personas. De hecho recibió el golpe mortal la
primera vez que un senador asesinó a quienes se oponían políticamente a él y
fue elogiado por dicha acción.
—Nos equivocamos al escoger el camino —dije yo, lo cual era un gran
eufemismo.
—Una y otra vez —confirmó César—. Y si existe un modo de retroceder, yo
no lo conozco. Pero sí que conozco un modo de avanzar.
Me vino a la memoria el ideal por el que había muerto mi padre: una
República justa y armoniosa en la que la nobleza actuara por el bien del
pueblo y el pueblo admirase a sus líderes y los siguiera con lealtad. Había
habido una época en la que existió una república así, desde luego, pero fue
mucho antes de que naciera yo. Ya no soñaba con que se pudiera restaurar la
República, mis esperanzas respecto de Roma eran mucho más modestas:
anhelaba que viviéramos en paz.
—Estás diciendo que no éramos dignos de la República —le dije a Tavio—,
y que por lo tanto la República ha muerto, tal vez para siempre, o al menos
estará muerta durante mucho tiempo. Y que tan solo nos queda una alternativa,
preferible a la destrucción total: tú.
—Esa es una manera muy sombría de exponerlo —dijo Tavio—, pero sí, ese
es mi convencimiento.
—Mi padre creía en la República, con toda su alma —dije—. Y, aun así, eso
en lo que él creía, ¿en qué se había convertido sino en un gobierno dirigido
por y para una pequeña camarilla? Dirigido de forma inepta. Los que
intentaron ayudar al pueblo fueron eliminados. Y también merecía morir la
República, tal como estaba constituida. En cambio tú... tú has de ofrecer al
pueblo algo real, algo con lo que te granjees su lealtad. Tu gobierno ha de
basarse en algo más que el miedo.
—Naturalmente —ratificó César.
Me pareció que asentía demasiado deprisa. Estudié su semblante. Él captó
mi gesto.
—Livia, no supongas que yo tan solo me sirvo a mí mismo o que no amo a
mi país. Esas son suposiciones erróneas. —Ahora hablaba con más ardor—.
Entiéndelo, no he venido a Roma para destruir, sino para construir.
Si se mira una copa de vino mezclado con agua, resulta difícil distinguir qué
cantidad hay de cada cosa. Es mucho más fácil decir que la copa contiene vino
y agua. Yo sabía que a Tavio lo impulsaba el deseo de preeminencia, pero
estaba convencida de que también deseaba servir a un propósito más elevado.
Él y yo habíamos nacido en una época terrible, y buscábamos un camino que
nos sacara de la oscuridad. Rezo para que, cuando llegue el momento de que
nos juzguen, los dioses se acuerden de esto.
Renuncié al sueño de mi padre, plenamente consciente de la gravedad moral
de mi acción.
—Los conflictos civiles han de acabar —dije.
—Y acabarán —respondió Tavio.
«Y yo te ayudaré a lograrlo», pensé para mis adentros.

Aquel día lo pasé casi en su totalidad en compañía de Tavio. A la hora de


comer nos sirvieron un almuerzo sumamente sencillo, a base de pan y queso.
—La moderación en todas las cosas, ese es mi lema —dijo Tavio.
Se había declarado gobernante de la mitad del Imperio Romano antes de
cumplir los veinticuatro años, y me decía que su lema era la «moderación en
todas las cosas».
Almorzamos en el jardín. Era pequeño, como cabía esperar en las viviendas
situadas en un abarrotado distrito comercial.
—¿Por qué vives en esta parte de la ciudad? —le pregunté.
—Nunca me ha importado mucho dónde vivir.
—Por supuesto, nos mudaremos a la colina del Palatino.
César sonrió, divertido.
—Por supuesto. —Dejamos pasar unos instantes en silencio, luego Tavio
dijo—: Quiero que nos casemos inmediatamente.
Yo hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—En cuanto nazca mi hijo —dije.
—No, ahora mismo. He consultado al Colegio de Sacerdotes.
—¿Ya los has consultado?
—Sí. Lo último que deseo es ofender a los dioses. Resulta que no podemos
celebrar un rito religioso mientras estés encinta. El Colegio me ha aconsejado
que llevemos a cabo dos ceremonias distintas: una de inmediato, las nupcias
corrientes que celebra la gente común, y otra tras el alumbramiento, el rito
religioso propio de los patricios.
—¿Dos ceremonias nupciales? —me sorprendí.
—Me han dicho que mientras Tiberio Nerón y yo estemos de acuerdo en que
el padre de tu hijo es él, una boda normal no comprometerá la legitimidad del
niño tal como sucedería con un rito religioso. Podremos celebrar la ceremonia
religiosa después de que hayas dado a luz.
—Pero, Tavio, en cualquier caso nuestro casamiento dará lugar a un
escándalo, y toda esta precipitación no hará sino aumentar los chismorreos.
Que yo me case contigo llevando en mi seno al hijo de otro hombre tendrá una
repercusión negativa para los dos. ¿Por qué simplemente no nos casamos
como es debido cuando ya haya nacido mi hijo?
—Porque no lo quiero de ese modo —replicó Tavio, y por primera vez
percibí un tono de dureza en su voz.
Sentí un sobresalto por dentro. ¿Dónde estaba el hombre que tan de buen
grado había aceptado que nos mudáramos al Palatino?
César advirtió mi consternación.
—En la senda por la que yo camino hay toda clase de giros extraños —me
dijo—. Podría suceder que tuviera que marcharme en cualquier momento a
sofocar una invasión de Sexto Pompeyo. Supón que tuviéramos que pasar
meses separados, sin un casamiento que nos vinculara el uno al otro. ¿Qué
ocurriría entonces?
«Que podríamos perder el uno al otro», pensé.
—Si lo prefieres, no te tocaré hasta después de que hayas dado a luz.
Créeme, sabré esperar. Pero quiero que durante estos meses estés aquí, en esta
casa, conmigo, siendo mi esposa.
Los dos habíamos vivido los mismos cataclismos, aunque hubiéramos estado
en bandos contrarios. Los dos sabíamos cuán rápidamente podíamos vernos
abrumados por una calamidad imprevista. Comprendí que tuviera tanta
urgencia.
—Livia, ¿es que no quieres estar conmigo?
—Más que ninguna otra cosa de este mundo.

Justo antes de marcharme a mi casa, como era mi deber, Tavio me dijo:


—¿Te gustaría ver a la niña?
Durante las horas que había pasado con él, en varias ocasiones había oído
llorar a un niño pequeño en algún lugar de la casa. Como tenía la mente en otra
parte, apenas me percaté, podía tratarse del hijo de alguna esclava. Pero ahora
caí en la cuenta de que la niña a la que se refería Tavio era su hija recién
nacida. Me pregunté si su anterior esposa, Escribonia, visitaría con frecuencia
a la pequeña y cuán presente estaría en nuestras vidas. Contesté que sí,
naturalmente, que deseaba ver a su hija. Me di cuenta de que dentro de poco
iba a convertirme en su madrastra. Así que fuimos al cuarto de los niños,
donde había una criada meciendo la cuna. Tavio, sonriente, tomó a la pequeña
en brazos.
No soy de esas mujeres a las que se les llena el corazón de ternura cada vez
que ven un niño pequeño. Lo que me conmovió, lo que pasó a ser una imagen
que guardaría para siempre en mi memoria, fue la escena de Tavio convertido
en un padre cariñoso y feliz.
—Julia —le dijo a la pequeña con voz ronroneante. Se volvió hacia mí y me
preguntó—: ¿A que es preciosa?
Para mí no era más que una cosita pequeña y roja que no se diferenciaba de
cualquier otro niño. No era hija mía. Pero le prometí para mis adentros que no
sería una madrastra malvada. Me sorprendió que, debido a las circunstancias,
en el futuro fuera a pasar más tiempo con la hija de Tavio que con mis propios
hijos. Claro que visitaría al pequeño Tiberio y al hijo que iba nacer, pero me
perdería aquellos pequeños momentos, tan importantes, en los que mi hijo
lloraría y necesitaría algo, en los que daría sus primeros pasos y pronunciaría
las primeras palabras. Yo no estaría con ellos, sino viviendo en otra casa.
Pensar esto me dolió y me hizo cuestionar el camino que estaba tomando.
¿Cómo podía abandonar a mis hijos?
Tavio dejó a la pequeña en los brazos de la criada y me acompañó hasta la
puerta.
Me rodeó con sus brazos.
—No soporto verte marchar —me dijo.
—Sin embargo, he de marcharme —repuse.
—Ya lo sé. Y será solo por un corto período de tiempo. Pero se hace difícil.
Mi estado de preñez era como una barrera física que se levantaba entre los
dos. Pero nos besamos, y en el momento de separarnos susurré:
—Amado mío.
Yo nunca había pronunciado aquella palabra en toda mi vida para dirigirme
a nadie.

Regresé a casa en mi litera, con las cortinas echadas y la mente hecha un


torbellino. Sin embargo, mis pensamientos volvían una y otra vez a Tavio,
siempre a Tavio. Temí que el enorme escándalo provocado por nuestro
casamiento supusiera una amenaza para que él gobernara.
Muchos romanos habrían dicho que César Octaviano necesitaba protegerse
tanto como un escorpión. Pero, mezclado con la pasión que yo sentía hacia él,
siempre hubo, desde el principio, un temor por lo que pudiera pasarle y el
deseo de mantenerlo sano y salvo.
César había dicho que tenía derecho a actuar de manera necia por una vez en
su vida, es decir, actuar basándose en el deseo y en las emociones humanas.
Pero su gobierno era todavía nuevo y frágil; podía irse al traste con una única
vez que actuara de forma insensata. Yo no deseaba que el hecho de casarme
con César causara más derramamiento de sangre, y mucho menos que lo
perjudicara a él. Que me hiciera romper mi matrimonio con Tiberio Nerón
podía ser considerado como otro intercambio más de compañeros dentro de la
sofisticada élite de Roma, un divorcio y nuevas nupcias de lo más normal y
corriente. También se podía considerar un acto de infamia, un tirano que
arrancaba a una mujer de los brazos de su legítimo esposo.
Era posible que Tiberio Nerón echara humo en el Senado. Ya me imaginaba
un grupo de descontentos reunidos en torno a él y finalmente derrotando a
Tavio. Y también me imaginé a Tavio viendo la amenaza y ordenando dar
muerte a Tiberio Nerón y a los demás. Yo no quería que ocurriera ninguna de
aquellas cosas, no era como Fulvia, deseosa de exacerbar nuestras
diferencias. Mi matrimonio debía pasar a formar parte de la curación de
Roma. Llegué a la conclusión de que tenía mucha importancia el modo de
llevar a cabo la boda, y de que también importaba mucho la actitud que
mostrara Tiberio Nerón.
En cuanto entré en la casa, fui a buscar a mi esposo. Lo encontré en su
estudio, con la vista fija en la nada. Con dificultad, debido a mi avanzada
preñez, me arrodillé delante de él.
—Perdóname —le dije.
Por su semblante cruzó un breve gesto de sorpresa, pero no contestó nada.
—Voy a casarme con César. Perdóname —repetí.
Mi esposo siguió sin decir nada.
—¿Sabes lo que he estado preguntándome? —Aunque me encontraba de
rodillas, mi voz me sonó normal a mí misma. Estaba hablando como amiga a
un hombre al que había llegado a conocer bien durante una cuarta parte de mi
vida—. Me he preguntado quién va a entregarme en la ceremonia de la boda.
Ha de haber un hombre que me acompañe. Pero mi padre ya ha muerto, y mis
primos varones están repartidos a los cuatro vientos. Así que ¿quién se
encargará?
Al verme arrodillada, Tiberio Nerón se ablandó un poco, me parece.
—Lo único que tienes que hacer —me dijo en un tono bastante razonable—
es explicarle a César cuál es tu problema, y él, con solo chasquear los dedos,
hará que acuda al momento algún senador para prestarte el servicio. La verdad
es que es un problema muy pequeño. No entiendo por qué me hablas de ello.
—Estoy segura de que tienes razón. Pero es que... quisiera que fuera mi
padre. Y si no puede ser él... en fin, me digo a mí misma que debería pedírselo
a uno de sus amigos. Y luego repaso mentalmente la lista y descubro que están
todos muertos. ¿Quién me entregará, si no es mi padre? ¿Marco Bruto?
¿Décimo Bruto? ¿Cicerón?
—Livia...
Me permití echarme a llorar. Mi aflicción era auténtica, y las lágrimas eran
genuinas; sin embargo, sabía que llorar me iba a ser muy útil.
—Perdóname, soy consciente de que no merezco tu amabilidad. Pero se me
ocurre lo siguiente: que tú eras amigo de mi padre y también primo suyo.
—No puedes estar diciendo que...
Si Tiberio Nerón hubiera montado en cólera, yo habría guardado silencio,
me habría puesto de pie y me habría retirado. Pero simplemente puso cara de
asombro.
—Ahora eres el jefe de los Claudios, el miembro más antiguo de nuestro
linaje. A ti te corresponde actuar por el bien de nuestra familia. Te estoy
pidiendo que actúes... por la paz de Roma. Sería una noble acción, y con ella
te granjearías la inquebrantable gratitud de César.
Tiberio Nerón no dijo nada.
—Y te vincularías a César como pariente político —agregué en voz baja.
Quería que Tiberio Nerón viera que, aunque estaba perdiendo una esposa,
aún tenía algo que ganar con aquella transacción. Nada era tan eficaz para
sellar las alianzas políticas como que un hombre entregara a otro un pariente
femenino para que se convirtiera en su esposa. El hecho de que Tiberio Nerón
fuera mi marido hacía que nuestra situación fuera peculiar. Pero también era
mi pariente, y solo unos días antes había buscado con desesperación el favor
de Tavio.
—¿De verdad quieres que te entregue yo?
—Significaría todo para mí.
Empleando el tono de un príncipe que está otorgando un favor a una criada,
me dijo:
—Supongo que podría hacerlo.
Cuando le sugerí que diera él el banquete de bodas para Tavio y para mí allí,
en su casa, asintió en silencio. Con el gesto grave y la mirada baja, me
incorporé y me retiré de su presencia.
Aquella noche, como hice durante las noches que restaban hasta que dejara
de ser la esposa de Tiberio Nerón, dormí en una habitación aparte. Concilié el
sueño enseguida, pero tuve una pesadilla.
Me encontraba en lo alto de un pináculo, y a mis pies había un barranco.
Horrorizada, vi que estaba lleno de cadáveres grisáceos y retorcidos que
flotaban en un mar de sangre.
Al otro lado del barranco, también encaramado en un pináculo, estaba Tavio.
Me tendió una mano y me ordenó: «¡Salta!»
El corazón me latía con fuerza, pero obedecí. Sobrevolé el barranco igual
que un águila, por encima de los cadáveres, y Tavio me atrapó en sus brazos.
Yo me aferré a él con todas mis fuerzas, en la seguridad de que si nos
soltábamos ambos caeríamos. Yo no pensaba soltarlo. Permanecimos allí,
abrazados el uno al otro, meciéndonos suavemente, durante un período de
tiempo inimaginable, de tan largo que fue. Yo sentía que me inundaba una
oleada de terror tras otra, porque sabía que era muy probable que
termináramos cayendo encima de aquel montón de cadáveres, rotos y
destrozados.
Desperté a oscuras. No tuve necesidad de preguntarme qué significaba lo
que acababa de soñar.
Al día siguiente, temprano, un mensajero me trajo una nota de Tavio escrita
en una tablilla de su puño y letra: «Queridísima, ven a verme a mediodía,
porque no puedo dejar pasar un solo día sin verte. Además, tenemos asuntos
muy urgentes de que hablar, concretamente de nuestra boda.» Me fijé en su
letra, que no había visto nunca. Advertí que había escrito la nota muy deprisa,
rasgando la cera con el stilus. Era muy distinto de la caligrafía de escuela que
tenía Tiberio Nerón.
En aquel instante me vino un recuerdo a la memoria, de una ocasión en la
que monté a caballo. La sensación de tener toda aquella fuerza entre los
muslos, bajo mi control. Y entonces me di cuenta de hacia dónde me estaban
llevando mis pensamientos y estuve a punto de ruborizarme.
Naturalmente, yo deseaba controlar a Tavio... hasta cierto punto. Y en
beneficio mutuo, y también en beneficio de Roma. Toda mujer que diga que no
quiere guiar las acciones del hombre que ama está, en mi opinión, mintiendo.
Tomé un placentero baño con aceites perfumados y después Pelia me ayudó
a vestirme y a peinarme. Pensé en llevarme a Pelia conmigo cuando me casara,
y también al jardinero, con el cual cohabitaba ella, y al hijo de ambos para que
estuviera contenta. Además, me quedaría con los gemelos Talos y Antitalos, a
los cuales había tomado cariño. Todos ellos podían servir como devolución de
mi dote, que debía ser reintegrada en su totalidad; esto era inapelable. La pena
por adulterio era la confiscación de la mitad de la dote. Una cosa era que yo
hubiera pedido perdón a Tiberio Nerón en privado, y otra muy distinta quedar
públicamente mancillada por la pérdida de una parte de mi dote. Dada la
reducción de su fortuna que había sufrido Tiberio Nerón, devolverme todo lo
que me debía le causaría problemas. Pero yo tenía un plan para solventar
aquello.
Estos pensamientos, en su mayoría agradables, eran los que ocupaban mi
mente mientras Pelia me aplicaba carmín en los labios y kohl en los párpados.
Luego me puse a pensar en Rubria. Lamenté no poder llevármela conmigo
cuando me desposara con Tavio. Siempre sería su amiga, pero ella tenía que
quedarse en la familia de Tiberio Nerón para cuidar de mi hijo.
Cuando volví a acordarme de que el pequeño Tiberio debía quedarse con su
padre, se me antojó que la habitación se volvía oscura, o más bien me
replegué hacia un lugar oscuro que había en mi interior. Vi en el espejo que
sostenía Pelia a una mujer egoísta y despiadada que estaba a punto de
abandonar al hijo que ya había parido y al retoño que había de parir. Imaginé
lo que estarían pensando de mí mis padres, si es que en el Elíseo podían
enterarse de que yo tenía la intención de dejar a mi esposo para casarme,
precisamente, con César.
—¿Qué ocurre, mi señora, he puesto demasiado kohl, quizá? —me preguntó
Pelia—. La vez anterior dijiste que te gustaba así.
Estaba respondiendo al gesto de consternación que acababa de ver en mi
rostro.
—No has puesto demasiado kohl —le dije—. Me gusta exactamente tal
como está.
Acto seguido me puse de pie, eché los hombros hacia atrás y llamé a mis
portadores para que me llevaran a casa de Tavio.

En los últimos años, Tavio había llevado una vida muy extraña y peligrosa.
A pasar de su inquebrantable valor, ello se había cobrado su precio con sus
nervios. Entonces fue cuando entendí que no me recibiera con tanto placer
como alivio, como si no estuviera seguro de que yo fuera a acudir a su
llamada. Me rodeó con sus brazos y me dijo:
—No dejo de pensar que esta gran felicidad no es para mí, que me la van a
arrebatar.
César, el hombre al que tantos tenían motivos para temer, el que había
ordenado ejecuciones, era otro. Quise creerlo así. Tavio me dio todas las
razones para creerlo. Por supuesto, sabía que existía aquella otra faceta suya,
el amor no me había transformado en una idiota, pero dicha faceta no parecía
venir al caso para nuestra vida en común.
—Tengo una noticia que darte —le dije cuando estábamos reclinados en su
comedor, a punto de disfrutar de otra de sus modestísimas comidas.
—¿De qué se trata? —me preguntó en tono tenso.
«Hemos de casarnos lo antes posible, por su bien. Entretanto, debido a que
me ama, será un alma torturada.» Este pensamiento me hizo sonreír.
—Es una noticia buena —lo tranquilicé.
Le dije que Tiberio Nerón había accedido a entregarme y a ser el anfitrión
de nuestra boda.
—¿Has conseguido que acceda a hacer eso? —dijo Tavio. De inmediato
comprendió que el hecho de que mi esposo otorgara públicamente su
bendición a nuestro casamiento redundaría en beneficio de todos.
—No quiero que nuestra boda sea causa de resentimiento contra ti en ningún
sentido —le dije mientras todavía se regocijaba—. Tavio, permíteme que te
haga un ruego: trata a Tiberio Nerón con el máximo respeto y la máxima
bondad.
Tavio lanzó una carcajada.
—¿Por qué no habría de hacerlo? Va a ser mi mejor y más valioso amigo.
Bajé la vista a mi plato.
—¿Entonces te encargarás de que sus bienes, los que tú confiscaste, le sean
devueltos? —Cuando alcé de nuevo la vista descubrí que Tavio me estaba
mirando fijamente, no con consternación, sino con sorpresa, desde luego—.
Eso mejorará aún más su disposición de ánimo —señalé—. Además, es bueno
que se sepa que quienes se adapten a ti serán recompensados. —Sonreí—.
Amado mío, yo también tengo interés en esto, quiero recuperar mi dote. Y lo
que sea propiedad de Tiberio Nerón acabará perteneciendo a mis hijos.
Tavio ladeó la cabeza y adoptó una actitud reflexiva. Aquella postura suya
no tardaría en resultar muy familiar para mí. Enseguida supe que quería decir
que estaba pensando, naturalmente, pero todavía me hacía solo una vaga idea
de lo que significaba para Tavio reflexionar sobre un problema. A su debido
tiempo llegaría a entender que él no se limitaba a sopesar lo que yacía en la
superficie, sino que desgranaba todas las implicaciones estratégicas de cada
movimiento que llevaba a cabo, como si la vida fuera una partida de ajedrez
de una complejidad increíble.
Ante una cuestión como la de si debía devolver o no los bienes confiscados
a Tiberio Nerón, no solo estudió el efecto que ello tendría sobre Tiberio
Nerón y sobre mí, sino también el modo en que interpretarían dicho gesto otros
hombres, aliados o adversarios, si ello los apaciguaría o los irritaría, de
dónde saldría el dinero, de qué otro modo podría gastarse, y otras
repercusiones que yo jamás habría sido capaz de imaginar.
Transcurridos unos instantes, todo quedó ponderado y equilibrado.
—Hecho —dijo con una sonrisa.
Estábamos reclinados los dos juntos en un único diván, y lo besé. Él me
acarició el cabello, me pasó las yemas de los dedos por el cuello y, muy
ligeramente, también me rozó los senos. Deseé que mi hijo ya hubiera nacido,
porque era lo bastante vanidosa para querer que la primera vez que hiciéramos
el amor mi cuerpo fuera perfecto, que no estuviera abultado a causa del
embarazo, y, aun así, sentí un intenso deseo. Reclinada allí con él, me invadió
la tentación de ir más allá de los besos y las caricias, y me parece que a él le
ocurrió lo mismo. Pero reflexioné y me dije que era mejor esperar hasta que
ya no fuera la esposa de otro y ya no llevara en mi vientre al hijo de otro. No
quería que nuestra primera vez quedara ensuciada por nada que fuera
incorrecto, chabacano o absurdo, sino que resultara ser algo bello. Quizás él
pensó lo mismo. Unos instantes después nos separamos el uno del otro.
Estuvimos hablando de nuestra boda y de a quién deseábamos invitar. No se
celebrarían los ritos religiosos, como el de compartir el pastel consagrado,
pero sí que observaríamos la mayoría de las costumbres habituales. No
obstante, Tavio dijo que no veía motivo para que yo fuera del banquete a su
casa andando.
—No es un requisito. Estoy seguro de que irás más cómoda en una litera.
—Querido —respondí—, me conmueve que quieras protegerme. Y te lo
agradezco. Pero considero importante que el día de nuestra boda la gente me
vea ir hasta tu casa andando, serenamente. Porque no quiero dejar la menor
duda en la mente de todos de que yo no soy ninguna Lucrecia.
Al oír esto, Tavio abrió mucho los ojos, pero entendió lo que pretendía
decir.
Los hombres romanos son seres complejos. Algunos podrían pensar —y yo
misma lo he pensado en ocasiones— que sus esposas y sus hijas, y las mujeres
en general, no les importan un comino. Ciertamente, actúan como si así fuera.
Pero en su cabeza y en su corazón guardan otros sentimientos completamente
distintos. Al fin y al cabo, el nacimiento de la República —el derrocamiento
de la monarquía bajo la cual fue fundada Roma— puede atribuirse a la
indignación de unos hombres buenos ante la violación de una mujer. Uno de
los hijos del tiránico rey de Roma violó a Lucrecia, una esposa joven y pura.
Lucrecia se lo contó a su esposo y a su padre, y seguidamente se suicidó. La
revuelta que estalló a continuación derrocó la monarquía para siempre.
Si yo hubiera querido destruir a Tavio y hubiera estado dispuesta a dar mi
vida por ello, tenía los medios a mi alcance. Lo único que tendría que hacer
sería clavarme un puñal en la puerta de su casa. Los hombres de Roma
vengarían mi muerte. Pero lo cierto era que deseaba preservar su vida y su
poder, y la mejor manera de conseguir mi objetivo era recorriendo a pie las
calles de Roma, encinta como estaba, y demostrar al mundo que otorgaba mi
consentimiento a aquel matrimonio.
Aunque me sentía embargada por la dicha del amor, mi mente no dejaba de
dar vueltas a las implicaciones políticas que iba a tener nuestra unión. Que
Roma se riera de nosotros tres, Tavio, Tiberio Nerón y yo. Que hicieran
chistes porque Tavio y yo no éramos capaces de controlarnos y esperar a que
naciera mi hijo para casarnos, que se mofaran de aquel joven frío y calculador
que sin embargo se ponía en ridículo por una mujer. Que la gente supusiera
que Tiberio Nerón era tan sobornable que con gusto regalaba a su esposa con
tal de obtener una ventaja política. Yo podía soportar incluso que me llamaran
adúltera, por más que lo odiase; pero nadie debía decir que un tirano estaba
arrebatando la esposa a otro hombre y que esta se resistía. De eso iba a
encargarme yo.

Aquel día, tras despedirme de Tavio, no me fui directamente a mi casa, sino


que fui a ver a mi hermana. Salimos al jardín de su casa y tomamos asiento en
un banco de mármol. Secunda frunció los labios y esperó a que hablara yo.
—Dentro de unos días —la informé— me divorciaré de Tiberio Nerón y me
casaré con César.
—¡Livia! —gimió—. ¿Cómo puedes hacer algo así?
Yo levanté la barbilla.
—César y yo nos hemos enamorado.
En el semblante de mi hermana competían a un tiempo la preocupación por
mí, la consternación y el escándalo. Ganó el escándalo.
—Pues que sepas que yo no asistiré a esa boda.
—¿Acaso te he invitado? No lo recuerdo.
—¿No piensas invitar a tu boda a tu propia hermana?
—Admito que esa era mi intención, pero si no quieres venir, no vendrás. Lo
que has de hacer es lo siguiente: di a tu esposo que está a punto de emparentar
con César Octaviano y que tú has decidido insultarlo gravemente y te has
negado, en nombre de los dos, a acudir al enlace. Estoy segura de que se
sentirá encantado al ver lo bien que manejas sus asuntos.
Abandoné el jardín, y ya estaba saliendo de la casa de mi hermana cuando oí
que me llamaba. No hice caso, subí a mi litera y ordené a mis porteadores que
me llevaran a casa. Entonces rompí a llorar. No lloré porque no esperase que
Secunda fuera a asistir a mi boda; conocía a mi hermana, y sabía que,
fundamentalmente, no era una necia. Me pediría disculpas, me rogaría que le
permitiera acudir a la ceremonia, y yo le permitiría acudir. Lloré porque en lo
que dijo vi un reflejo de la reacción que habrían tenido mis padres si aún
vivieran. ¿Qué habría sucedido si, por obra de un milagro, mi padre hubiera
sobrevivido y yo hubiera ido a verlo y a decirle que tenía la intención de
casarme con César? Me habría considerado una traidora de la República. Y,
por más angustia que le causara, me habría vuelto la espalda para siempre.
«Padre, padre», lo llamé desde mi corazón. Pero no obtuve respuesta. Jamás
obtendría respuesta.
Lloré a lo largo de todo el camino hasta que llegué a casa. Y entonces, antes
de apearme de la litera y poner el pie una vez más en el duro suelo, me
prometí a mí misma que nunca más volvería a llorar por aquel motivo. No
volvería a hacer caso a mi sentimiento de culpa ni a mis remordimientos
respecto del pasado. Daría la espalda a todo aquello y miraría hacia el futuro.
Eso era lo que se requeriría de mí cuando fuera la esposa de Tavio.
El día anterior a mi casamiento acudí al templo de Diana que había en la
colina del Aventino. Aquel templo en particular, antiguo, semejante a una
fortaleza y asociado con la causa de la plebe, tenía una historia horrenda.
Ochenta años antes, delante de él, varios senadores dirigidos por un malvado
cónsul asesinaron a unos romanos que abogaban por la reforma política
democrática.
Traspuse las puertas de bronce, que aún conservaban muescas y arañazos,
marcas de las flechas y las lanzas que habían sido arrojadas mucho tiempo
atrás. Me prometí a mí misma que haría que Tavio restaurase aquel templo y lo
embelleciera. Llevé conmigo un cordero blanco, el cual entregué a una
sacerdotisa. Ella le cortó el pescuezo, y cuando su sangre comenzó a caer
sobre aquellas losas antiguas y rotas, yo alcé los ojos hacia la estatua de
Diana y, con palabras mudas, le hablé del muchacho que había muerto en
Perusia aferrado a mi mano.
Allí, muy cerca del lugar en el que habían muerto muchos de los mejores
hombres de Roma a manos de sus propios compatriotas, supliqué a la diosa
que pusiera fin a tanta matanza. Le pedí que no murieran más romanos en
inútiles guerras civiles y recé por que el matrimonio de la hija del más noble
defensor de Marco Bruto con el hijo adoptivo de Julio César ayudara a traer la
paz a Roma. Después extendí los brazos con el corazón rebosante de fervor y
le rogué también que cubriera con su manto protector al propio Tavio.
9

Es posible que Roma hubiera visto nupcias más extrañas que las mías con
Cayo Julio César Octaviano, pero resultaba difícil acordarse de una de ellas.
El papel que desempeñó Tiberio Nerón pasó a ser parte de nuestra leyenda, es
decir, de la de Tavio y mía. Algunos interpretaron que regalaba a su mujer en
un acto de sacrificio por la patria, otros pensaron que su acción era mucho
menos elevada. Pero a ningún romano se le borrará jamás de la memoria.
A primera hora de la mañana, mucho antes de que llegaran los invitados del
enlace, Tiberio Nerón y yo llevamos a cabo las formalidades de un divorcio
por consentimiento mutuo. Los siete testigos que se requerían llegaron a
nuestra casa, enviados por Tavio, que se había encargado de muchos de los
preparativos de la ocasión. Tiberio Nerón y yo los recibimos en el atrio,
donde los esclavos estaban ya disponiendo divanes para el banquete de bodas.
Lancé una mirada furtiva al que pronto iba a ser mi antiguo esposo. ¿Qué
expresión refleja el semblante de un hombre que está a punto de incorporarse a
la leyenda de otro? De no excesiva felicidad. Pero al menos no se le veía
furibundo.
Pronunció ante los siete testigos el tradicional enunciado:
—Toma lo que te pertenece y vete.
—Consiento —respondí yo.
Nuestro matrimonio había terminado. Actuando como mi pariente y mi
guardián, examinó el contrato nupcial que le había enviado Tavio. La cláusula
principal transfería mi dote a Tavio, quien había de controlarla en adelante.
Tiberio Nerón presionó su anillo contra el sello de cera del documento.
—Gracias —le dije.
A continuación, me quité mi anillo de compromiso, que era de oro, y se lo
entregué. Él lo contempló en la palma de su mano, cerró el puño y, dejando
escapar una breve risa, salió de la estancia.
Se había cortado un importante vínculo, y yo experimenté una punzada de
dolor al recordar momentos de afecto y alegrías compartidas. Había llegado a
Tiberio Nerón cuando aún era una niña, y siendo su esposa me había hecho
mujer. Yo no lo quería como marido, pero habíamos llegado a confiar el uno
en el otro. Me dije que sería amiga suya, tal como le había prometido, y dicho
pensamiento me procuró cierto consuelo.
Fui al cuarto de los niños, donde encontré a Rubria vistiendo a mi hijo. En
cuanto lo vi, sentí el escozor de las lágrimas, pero me había prometido a mí
misma no volver a llorar por algo que ya no podía cambiarse, y no quería
actuar delante del pequeño Tiberio como si nos hubiera sobrevenido una
tragedia. Parpadeé para alejar el llanto y conseguí esbozar una sonrisa.
—Mañana querré ver a mi hijo —le dije a Rubria—. Enviaré la litera para
que me lo traigas.
—Por supuesto —respondió ella.
—Y tú te encargarás de cuidarlo, igual que siempre.
Mi hijo me miraba con una expresión de desconcierto. Le faltaban dos meses
para cumplir los tres años. ¿Cómo iba a entender lo que estaba ocurriendo? De
repente me quedé muda.
—Por supuesto —repitió Rubria.
Recordé que ella había perdido a su esposo y a su hijo en un incendio —una
circunstancia que era común en las chabolas de Roma y que ella desde luego
no pudo impedir— y me pregunté qué opinión tendría de mí. Pero en su rostro
simple y de expresión paciente no pude hallar ninguna pista.
Di un beso en la frente al pequeño Tiberio y después lo dejé con Rubria y
me fui a prepararme para mi enlace matrimonial.
He tenido que hacer una breve pausa en este relato. Mi mente se había
llenado de recuerdos de cuando mi hijo era pequeño, y también me acordé de
que todavía tengo que contestar una carta que me ha escrito recientemente.
La tablilla encerada que lleva estampado su sello se encuentra aquí, sobre
mi mesa de escribir. Me insta a que descanse más y a que deje todos mis
asuntos en las manos de sirvientes de confianza; con gusto me sugeriría varios
hombres capaces en los que yo podría apoyarme. Mis propiedades son muy
extensas. Poseo fábricas de ladrillos, una mina de cobre, graneros. Es
demasiado para mí, a mi edad, me dice, ocuparme de la supervisión de tantas
empresas. Además, no debería ir a donde viven los pobres a repartir
personalmente dádivas caritativas, cosa que aún sigo haciendo. Insinúa, y no
es la primera vez, que dicha actividad no es exactamente muy apropiada para
una mujer, ni siquiera para una que se encuentra en la flor de la vida.
El tono que emplea mi hijo es casi de súplica. Le escribiré contestándole
educadamente, dándole las gracias por su preocupación filial. Pero, como
siempre, me negaré a dejarme atar por los esfuerzos que hace para restringir
mis actos.
Mi hijo Tiberio puede ser áspero y prepotente en el trato con otras personas;
conmigo, al menos suaviza el tono de voz y procura ser cortés. Pero me mira,
como a todas las mujeres, con una visión estrecha. Donde más cómodo se
encuentra es en un campamento militar, rodeado de hombres.
Cuando yo aún lo llevaba en mi vientre, en Roma estaban vigentes las
proscripciones. Cuando era un recién nacido, su padre y yo huíamos de un
lugar a otro con él, a menudo acuciados por el pánico. Luego llegó mi divorcio
y mi casamiento con Tavio. ¿Afectaron esos sucesos del pasado a la persona
que es hoy? No lo sé. A veces pienso que perdió parte de la capacidad de
confiar, en particular la capacidad de confiar en las mujeres, porque yo
abandoné el matrimonio al que me había comprometido con su padre.
Recuerdo el gesto de desconcierto que vi en los ojos de mi hijo en el
momento de separarme de él aquel día de mi boda, hace ya tanto tiempo, e
incluso ahora siento deseos de llorar.
Los aspectos estrambóticos del enlace para mí quedaron eclipsados por la
alegría, tanto la mía como la de Tavio. Se casaba con una mujer que estaba
embarazada del hijo de otro y que aún iba a tardar varios meses en ser para él
una verdadera esposa. Y en cambio entró en la casa de Tiberio Nerón
sonriendo ilusionado. Cuando me vio ataviada con mi traje escogido para la
boda —la túnica larga y de color blanco, el fino velo carmesí— abrió la boca
como si estuviera presenciando un milagro. Para la ocasión, se había adornado
la cabeza con una guirnalda de flores rojas y amarillas que le daban un aspecto
joven y puro, como el de un muchacho que nunca hubiera visto a una novia.
Abrazó a Tiberio Nerón como a un hermano. La tensión que hubiera cabido
esperar fue engullida por su felicidad y su buena actitud. El momento en que
los dos hombres intercambiaron ejemplares del contrato nupcial, incluso el
momento en que Tiberio Nerón puso mi mano en la de Tavio, transcurrió
deprisa y de manera civilizada.
Nosotros, Tavio y yo, permanecimos cogidos de las manos. Yo lo miré a los
ojos a través de mi velo transparente y pronuncié la frase de consentimiento.
Cuando le dije a César Octaviano lo de «Si tú eres Cayo, yo soy Caya», lo
dije de corazón. Con él resistiría o caería. Era una mujer joven y enamorada,
pero también me sentía como un general que escoge el terreno de la batalla
que ha de librar, sabiendo que, haya escogido bien o mal, no cabe ya
retroceder, que habrá de vencer o morir.
Tavio me puso un anillo en el dedo, el mismo dedo del que solo unas horas
antes me había quitado yo el anillo de Tiberio Nerón. En aquel momento no
sentí ninguna duda, sino más bien la sensación de que lo que había acabado
sucediendo era justo e inevitable, porque Tavio y yo éramos almas gemelas y
el amor que nos unía era vasto como el mar.
Al instante estallaron vítores:
—Feliciter!
Me levanté el velo de novia. Tavio y yo nos reclinamos juntos para recibir la
enhorabuena de los numerosos invitados. Tiberio Nerón ocupó un diván
situado en el lugar de honor, a nuestra derecha, como haría normalmente el
pariente más cercano de la novia. Yo observé con el rabillo del ojo cómo se le
iba aproximando la gente. Todos se mostraban respetuosos pero torpes a la
hora de elegir las palabras, pues no parecía apropiado darle la enhorabuena.
«En fin —me dije yo—, esta es mi boda y he de actuar como si estuviera
disfrutando de ella. Pero seré mucho más feliz cuando haya acabado este día.»
Respondí cortésmente a todos los invitados y escuché cuando Tavio les daba
las gracias por sus felicitaciones. Él nunca se quedaba sin saber qué decir; en
eso se parecía a un político curtido. Pero no parloteaba hasta cansar a sus
huéspedes, a lo cual eran dados muchos hombres públicos. Y yo me pregunté:
«Si solo oyeran su voz y no lo conocieran, ¿quién creerían que es? Ah, pues un
joven bien alimentado, pero no natural de la ciudad de Roma, que habla con
excesiva suavidad y cortesía para los que han nacido aquí. Espero que Roma
no sea un lugar demasiado duro para él.»
Mi hermana y su esposo se acercaron a felicitarnos. Ella llevaba una bonita
estola de color verde claro y lucía sus mejores joyas. Su esposo sonreía de
oreja a oreja. Secunda miró a Tavio como si este fuera un león y yo estuviera a
su lado sujetándolo de una correa. Pobrecilla, no tenía talento para disimular
lo que pensaba.
—Que los dioses traigan suerte a vuestro matrimonio —dijo a la vez que
hacía un esfuerzo por sonreír. Acto seguido lanzó una breve mirada de
asombro a Tiberio Nerón, que estaba dando buena cuenta del primer plato del
banquete al tiempo que conversaba con otros invitados.
Tavio se mostró simpático con su esposo y amable con ella. Pero Secunda
puso cara de alivio cuando consiguió volver a su diván.
La hermana de Tavio no pudo asistir a la celebración, ya que se encontraba
muy lejos de allí, con Marco Antonio, su flamante esposo. Pero en el banquete
conocí a dos hombres tan próximos a Tavio que casi eran como hermanos
suyos: Marco Agripa y Cayo Mecenas.
Primero se nos acercó Agripa. Nos dio la enhorabuena y Tavio me lo
presentó.
Era alto, musculoso y de rostro rubicundo, dotado de un rudo atractivo. Yo
sabía que había tenido el mando operativo de las fuerzas de Tavio durante el
asedio de Perusia, pero aparté todo pensamiento de Perusia de mi mente y le
dije:
—Es un placer conocerte.
—También para mí, conocerte por fin a ti.
Tavio le había hablado de mí, obviamente.
Advertí la cautela que se reflejaba en los ojos de Agripa, pero no le guardé
rencor por ello. Su futuro, su vida entera, iban ligados a servir a Tavio. A las
dos primeras esposas de este nunca había tenido que tenerlas en cuenta;
conmigo iba a ser diferente, y lo sabía.
La gente murmuraba acerca de la baja extracción social de Agripa. Su padre
era el propietario de unas ricas tierras cercanas a Velitrae, donde se había
criado, al igual que Tavio, pero sus abuelos eran esclavos libertos. Yo
pertenecía a la familia de los Claudios, y creo que temía que lo despreciara.
Intercambiamos unas frases de cortesía mientras nos medíamos el uno al otro.
Poco después conocí a Mecenas. Físicamente era la antítesis de Agripa:
bajo, moreno y regordete. Me habían dicho que tenía sangre etrusca.
—Feliciter, querida —me dijo. Su voz era sumamente agradable, casi
musical, pero un tanto aguda para un hombre. Me ofreció una sonrisa llena de
encanto—. No quisiera robarte tiempo en este momento, pero estoy deseando
conocerte mejor. Estoy decidido a que seamos excelentes amigos.
—Así lo espero yo —respondí.
—Oh, sin duda lo seremos —me aseguró.
—«Ha tomado una decisión —pensé—. Se hará amigo de la nueva esposa
de Tavio, y de este modo reforzará su posición dentro del círculo íntimo de su
amigo.»
Le devolví la sonrisa. Nos entendíamos el uno al otro.
En aquellos últimos años, mientras competía por el poder, Tavio había
tenido solo dos consejeros que importaran, no dos ancianos sesudos, sino
aquellos amigos de su misma edad. Y, en efecto, ambos le habían servido bien,
a juzgar por los resultados. Por lo tanto, yo jamás haría nada que pudiera
deteriorar la amistad que los unía a mi marido; al contrario: me tomaría muy
en serio granjearme su gratitud y su lealtad.
La mayoría de los nobles de Roma los miraban a ambos con desprecio,
naturalmente. A Agripa jamás le perdonarían el origen de sus antepasados. Y
en el caso de Mecenas..., en fin, su ascendencia regia hacía que fuese aceptado
incluso entre los patricios. Pero la impresión que transmitía, que no solo era
de blandura, sino también de femineidad, atraía sobre sí todas las burlas.
Ambos habían sido amigos íntimos de Tavio en la escuela. ¿Quién era él
cuando los conoció sino el niño enfermizo que no aguantaba el ejercicio ni el
entrenamiento militar? Me sorprendió el hecho de que, en aquella escuela
destinada a los hijos de la élite provinciana de Velitrae, los tres, por diferentes
razones, fuesen forasteros.
Los tres habían demostrado ya, no solo ante sus antiguos compañeros de
escuela, sino ante el mundo entero, que no tomarlos en cuenta era una necedad.
Me vi a mí misma como el cuarto miembro de aquel círculo dorado. Pero era
la que ocupaba la cuarta posición, nada más lejos; yo sería el miembro más
próximo a Tavio, su compañera en todos los sentidos. No pensaba
conformarme con menos. Y el mundo se enteraría de que también era una
necedad no tomarme en cuenta a mí.

La gente se acuerda de determinado incidente que tuvo lugar en el banquete


de bodas. Para entretener a los presentes habían venido Talos y Antitalos,
calzados para la ocasión con sandalias enjoyadas, pero por lo demás
desnudos. Cantaron una cancioncilla graciosa, y después fueron recorriendo
las mesas diciendo tonterías divertidas. De pronto, Antitalos, que era el más
avispado de los dos, llegó al diván en el que estábamos recostados Tavio y yo.
Sus ojos negros se agrandaron en un gesto de fingida incredulidad.
—Mi señora... Mi señora...
—¿Sí? —dije yo, esperando la broma.
Su rostro adoptó una mueca teatral de consternación.
—Oh, mi señora —dijo en voz alta—, ¿se puede saber qué diablos estás
haciendo aquí, cuando tu esposo está allí? —terminó, señalando a Tiberio
Nerón.
Por un momento, aquello pudo derivar en una dirección o en otra. Todos
podíamos habernos sentido sumamente violentos. Pero aunque Antitalos solo
tenía nueve años, era un genio cómico en ciernes y poseía un don para sopesar
cosas como aquella. Su chanza modificó la tensión que flotaba en el ambiente
por debajo del aire festivo del banquete y expuso a la luz lo que hasta aquel
momento había sido innombrable, la circunstancia peculiar que a todos nos
resultaba obvia. Todo el mundo prorrumpió en carcajadas. De modo
particular, Tiberio Nerón y Tavio rieron hasta ponerse colorados y a punto de
ahogarse.
Yo también rompí a reír.
Ahora recuerdo los años que trabajó Antitalos en el escenario y los elogios
que se ganó entre el público. Después de que yo los libertara a su hermano y a
él, empezó a actuar en comedias y terminó teniendo un teatro propio. Entre sus
nietos hay tres pares de gemelos. En mi mente lo imagino tal como es hoy, un
anciano muy digno con una chispa de humor en los ojos, y luego vuelvo a
acordarme de aquel muchachito desnudo.
Acaricié el cabello negro y sedoso de Antitalos y se le iluminó el rostro. Me
pregunté si sería consciente del riesgo que había corrido y de que nos había
conquistado a todos por completo.

El cocinero se había superado a sí mismo con el primer plato: unos tiernos


filetes de vaca cocinados en una deliciosa salsa sazonada con comino, dátiles
y miel. Tavio no lo probó. Se ciñó durante todo el banquete a su dieta habitual,
tan sencilla, y únicamente bebió una copa de vino mezclado con agua.
Mientras yo mordisqueaba una pasta de higos, que formaba parte del postre
que él también rechazó, me susurró:
—Pronto acabará todo esto y podremos irnos a casa.
Respondí con una sonrisa.
—No vayas andando —me dijo.
Negué con la cabeza.
—¿Vamos a tener nuestra primera discusión como esposos, por culpa de este
asunto?
—Muy probablemente —repliqué.
—Es posible que la gente te grite... cosas desagradables.
Sentí una opresión en el pecho. Pero luego me acordé de mí misma
corriendo por el bosque de Esparta con el pelo y la ropa en llamas y me eché a
reír.
—Te aseguro que he pasado por cosas peores.
Tavio frunció el entrecejo y no dijo más.
—Por favor, déjame hacerlo —dije—, mostrarme en público nos beneficiará
a los dos. Y aunque algunas personas me desprecien, no me importará, porque
sé que voy a comportarme de tal modo que al final dejarán de despreciarme.
Un poco después salimos de la casa cogidos de la mano, al tiempo que se
encendía la antorcha nupcial. Se había congregado una gran multitud de
seguidores de Tavio, y percibí que todas las miradas se posaban en mí.
Gritaron expresando sus buenos deseos, eran amigos nuestros. Tavio me apretó
la mano, después me la soltó y desapareció entre el gentío. Al instante se
agarraron de mi mano dos niños, primos de Tavio. Otro niño de doce o trece
años se situó delante de mí portando la antorcha nupcial, y eché a andar en
dirección a la casa de mi nuevo esposo.
Llevaba el velo echado hacia atrás, cubriéndome la cabeza. Quería que la
gente me viera la cara y supiera que era feliz.
La casa de Tiberio Nerón estaba a un tercio del camino de subida a la colina
del Palatino. Bajar la cuesta hasta el Foro, y desde allí hasta la casa de Tavio,
no iba a suponerme ningún esfuerzo, ni siquiera estando encinta. La gente
entonaba canciones obscenas, igual que cuando me casé con Tiberio Nerón,
pero la muchedumbre que acudió a ver esta procesión nupcial fue mucho más
numerosa que en la ocasión anterior.
«Mirad cuanto se os antoje», pensé para mis adentros.
El pueblo de Roma. Me fijé en las personas que lo componían. Una mujer de
facciones ásperas vestida con ropas raídas, llevando de la mano a una niña de
carita angelical. Un hombre de nariz alargada que llevaba la túnica basta de
los obreros. Un individuo de rostro serio ataviado con una toga, al que
reconocí porque era una antigua amistad de mi padre. Decenas y decenas más.
Todos me miraban fijamente, y yo los miraba a ellos.
Para cuando llegué al pie de la colina del Palatino, ya se había puesto el sol.
De entre la multitud surgió un grito:
—¡Ramera!
Pero yo fingí no haberlo oído y seguí andando.
Las caras que veía a la luz de la antorcha me miraban sin hostilidad, incluso
con gesto amistoso. Aquel era mi pueblo, el pueblo de Roma, y al casarme con
Tavio mi intención era también la de casarme con los ciudadanos para
servirles. ¿Se daban cuenta de esto? ¿Veían en mí algo que les agradase? ¿O
era simplemente que temían a César? Fuera cual fuese la razón, no volví a oír
más gritos hostiles.
Finalmente, llegué a la casa de Tavio, nada pretenciosa, situada en el distrito
comercial. Dos jóvenes me levantaron en vilo y me hicieron cruzar el umbral.
Al otro lado del mismo hallé a Tavio, esperándome, y vi que sonreía con
alivio. Mi esposo. Tuve la sensación de que en mi pecho no había espacio
para alojar todo el amor y toda la dicha que sentía. Sus ojos brillaban como
dos joyas azules. Nos miramos el uno al otro, deslumbrados por el sueño que
se había hecho realidad. Acto seguido, Tavio puso punto final a los ritos
nupciales dándome una copa de agua y una ramita encendida —para compartir
el agua y el fuego, los elementos que sustentaban la vida— y me condujo al
interior de la casa, donde yo prendí el fuego del hogar.
10

Habían transcurrido unos días desde nuestro enlace y estábamos sentados en


un diván como dos enamorados, yo con la cabeza apoyada en el hombro de
Tavio. Él tenía sobre el regazo una tablilla encerada y en la mano sujetaba un
stilus. Cualquiera que nos estuviera viendo en aquel momento habría
imaginado que me estaba escribiendo un poema, pero no.
—Muéstrame el mundo tal como tú lo ves —le había pedido yo, de modo
que me estaba dibujando un mapa.
—Aquí estamos nosotros, en Italia. Esto es Hispania, que también me
pertenece. Además, poseo la mayor parte de la Galia, adonde se dirige Agripa
en este momento. Su misión consiste en asegurar la frontera. —Tavio iba
trazando líneas en el borde occidental de la Galia—. Y estos son los bárbaros
que intentan invadir nuestro territorio.
—¿Debo preocuparme por ellos? —pregunté.
—No. Agripa los derrotará. Pero siempre voy a tener que mantener vigilada
esa frontera. Aquí está el norte de África. —Dibujó un círculo debajo de la
bota de Italia—. En él manda Lépido, que no es amigo mío. Y aquí, en el este,
nos encontramos con Antonio.
—No me gusta Antonio —dije yo.
—Personalmente, yo tampoco lo soporto. Pero somos aliados. Casé a mi
hermana con él.
—¿Y a tu hermana le gusta?
—Sí, por extraño que parezca. Pero es tan bondadosa que le gusta casi todo
el mundo. Sea como fuere, al menos de momento, Antonio no me preocupa
demasiado.
—Bien —contesté al tiempo que le mordisqueaba la oreja.
—¿Estás segura de que quieres esperar a que haya nacido tu hijo para
consumar nuestro matrimonio?
Se me hacía difícil no tocarlo, me costaba trabajo contenerme. Pero el hecho
de que estuviera encinta de un hijo de mi primer esposo seguía siendo una
barrera, por lo menos en mi pensamiento.
—Estoy segura —respondí.
—Aquí tenemos a Sexto Pompeyo —se apresuró a decir Tavio, y dibujó
Sicilia frente a la costa de Italia.
—Sexto me cae bien, fue muy bueno conmigo.
Allí, acurrucada con Tavio, me sentía tan cómoda, que hablé sin pensar. Me
percaté del monumental error que había cometido incluso antes de que en el
rostro de Tavio apareciera un gesto de contrariedad.
Tavio fue dibujando un trazo tras otro, desde Sicilia hasta Italia.
—Hace incursiones en mis costas, codicia todo cuanto yo poseo. Cuando
firmamos la paz, ese mismo mes incumplió las condiciones.
Tal vez Sexto dijo que quien había incumplido el tratado había sido Tavio.
Julio César y el padre de Sexto habían sido enemigos y rivales, y dicha
enemistad, de manera inexorable, había contaminado la siguiente generación.
—¿Hay una guerra abierta entre los dos?
Tavio asintió.
—En estos momentos estamos viviendo una tregua, pero sí. Habrá guerra
hasta el final.
Desde el mismo día de nuestra boda yo tenía la impresión de que, en mi
estado de felicidad, ninguna aflicción podría alcanzarme. Pero ahora vi lo
necia que había sido al creerme invulnerable. Me afligí profundamente al
pensar en la posibilidad de que hubiera nuevas guerras civiles.
—Es una lástima —dije.
Tavio me dirigió una mirada penetrante.
—Realmente sientes debilidad por Sexto, ¿no es cierto?
—Si es tu enemigo, no.
Su rostro adoptó una expresión pensativa.
—La mayoría de los nobles de Roma sienten debilidad por él. Es patricio de
nacimiento, como tú. En cambio, yo, no. Así que lo prefieren a él.
La madre de Tavio era patricia, pero su padre natural tenía un origen más
humilde y más rústico.
Lo toqué en la mejilla.
—¿Y por qué iban a preferir a Sexto antes que a ti? ¿Por qué iban a preferir
a nadie antes que a ti? No soy capaz de imaginar el motivo. —Rocé sus labios
con los míos—. Vamos a tener que abrirles los ojos.
—¿Tú y yo? —dijo, como si no estuviera seguro de que le gustase cómo
sonaba aquello.
—Tú y yo —repetí.
Hay quien dice que desde el momento en que Tavio y yo nos casamos, yo me
hice con el poder. Pero nadie dice a qué poder se refieren. Yo deseaba que los
ciudadanos de Roma estuvieran contentos. Sabía que toda forma de gobierno,
salvo la más bárbara, depende de que sea sancionada por el pueblo. Y las
formas de gobierno más bárbaras no duran mucho. Temía otros nuevos Idus de
marzo.
Con mi matrimonio, me había comprometido con Tavio no solo como
hombre, sino también como gobernante. Veía su inteligencia y su fuerza. Por
supuesto que lo amaba; no habría sido raro que eso hubiera afectado mi visión
de lo que su liderazgo podía ofrecer a Roma. Pero había otras muchas
personas —oficiales militares, soldados rasos y fríos políticos— que
compartían la valoración que hacía yo de sus cualidades. Y si bien algunos lo
seguían solo para beneficiarse, no eran pocos los que anhelaban que él fuera el
salvador de nuestra nación. Al igual que yo, eran patriotas. Roma pedía a
gritos estabilidad y un gobierno juicioso, y eso era lo que yo esperaba que nos
diera Tavio.
Mis padres se contaban entre los que habían sido vencidos y destruidos. Era
lógico, pues, que yo sintiera lástima por la dramática situación de los
conquistados. Me imaginaba a mí misma haciendo que el gobierno de Tavio
fuera más benévolo de lo que había sido.
—Quiero que la gente hable de lo magnífico y bondadoso que eres, no
porque te teman, sino porque lo sientan de corazón —le dije.
—¿Y de qué modo vas a conseguir ese maravilloso estado de las cosas?
«Vas a tener que convertirte en un hombre magnífico y bondadoso.»
—Mediante las buenas obras —contesté—. Tantas como podamos
permitirnos, o tantas como pueda permitirse el tesoro. Y debemos agasajar a
todas las personas importantes. Quiero que vean en nosotros a una pareja
joven y simpática, unida por la devoción mutua. Hemos de ser modelos de la
virtud tradicional. Yo misma confeccionaré en casa toda tu ropa. Bueno, me
ocuparé de supervisar a las criadas que van a confeccionarla. Pero una mujer
que hila en la rueca tiene un significado especial, la gente la asocia con las
virtudes de siempre. Todo el mundo ha de saber que yo hilo lana en la rueca.
Tavio parecía estar a punto de echarse a reír.
—¿Es que no crees que los símbolos tienen mucha fuerza en la política?
—Estoy convencido de ello. Pero me pregunto cuánto tiempo tienes pensado
dedicar a hilar lana y a confeccionar mis ropas.
—No mucho —dije.
Tavio sonrió de oreja a oreja.
—Seremos virtuosos y austeros. Estoy totalmente de acuerdo.
Me estaba siguiendo la corriente, por supuesto. Yo lo cautivaba, lo divertía,
y él me deseaba. ¿Significaba eso que yo podría llevarlo por una senda que él
de otro modo jamás habría pisado? Yo lo desconocía. Pero tenía una visión de
lo que podíamos ser los dos juntos.
—No tengo ninguna prisa por que nos mudemos a la colina del Palatino —le
dije—, porque esta casa en cierto sentido es ideal. Es muy humilde. Y aunque
nos mudemos, no quiero que vivamos en una casa demasiado grandiosa, sino
en una como la que tendría cualquier senador. Nadie debe observar una faceta
de nuestra vida y decir: «Así es como vive un rey con su reina.» Es muy
importante que demos forma a la imagen que tenga la gente de nosotros.
—Lo importante es cómo me vea a mí el ejército. Y ya me he ocupado
diligentemente de ello.
—¿Acaso crees que la opinión popular no importa?
—No he dicho eso —replicó Tavio impulsivamente.
Quizás había creído entender una crítica en lo que yo pretendía que fueran
sugerencias útiles. Me sorprendió, no por primera vez, pero sí con fuerza, que
yo tuviera que estar estudiando constantemente al complicado ser que era mi
esposo. Aún no me había ganado enteramente su confianza.
Tavio llevaba pesadas cargas, y en dicho esfuerzo se sentía solo. Me percaté
de ello y hablé dirigiéndome a su sentimiento de soledad.
—¿Sabes por qué me preocupan tanto estas cuestiones? —dije—. Porque te
amo. Las demás personas tienen intereses propios, diferentes de los tuyos. Y
cómo no. Si Agripa o Mecenas no abrigaran ambiciones propias, tú serías el
primero en decir que eran criaturas patéticas. En cambio yo... yo simplemente
te amo.
Alargué una mano para acariciarle el cabello. De forma casi imperceptible,
él entornó los ojos. Me vino a la memoria el recuerdo de un niño que había
visto una vez amaestrando a un cachorro semisalvaje. Lo consiguió a base de
hablarle en tono calmo y de caricias suaves, y el cachorro no tardó mucho en
comer de su mano. Aquí estaba mi pobre amado, que había sobrevivido a tan
grandes peligros, necesitado de una mano afectuosa.
—¿Entiendes cuánto te adoro? —le dije—. ¿Entiendes lo mucho que deseo
estar junto a ti, muy cerca de ti? Podrás decirme lo que quieras, sea lo que sea,
y yo siempre estaré de tu parte. Siempre pensaré primero en ti.
—Pero hace un momento —repuso él con voz ahogada por la emoción— me
has dicho que te caía bien Sexto Pompeyo. —Me miró fijamente a los ojos—.
¿Es cierto? ¿Te gusta?
Recordé a aquel joven triste, Pompeyo, que tantas molestias se había tomado
para hacernos a Tiberio Nerón y a mí un favor enorme e inesperado. Y en el
fondo de mi corazón le deseé que todo le fuera bien.
—Apenas conozco a Sexto Pompeyo.
—Es mi enemigo. ¿Te gusta?
Me enfrentaba a una prueba. No podía permitir que Tavio dudase de mi
lealtad.
—Fue bondadoso conmigo. Preferiría que fuera amigo tuyo, pero si te hace
la guerra, entonces es mi enemigo. —Advertí que estas palabras no eran
suficientes. Una parte de mí se encogió, pero agregué—: Si te hace la guerra,
si te causa algún daño, quiero verlo muerto.
Tavio me miró con cautela.
—Pues en ese caso pronto te alegrarás, porque va a reunirse con la sombra
de su amado padre y yo tendré Sicilia. ¿Te alegrarás?
—Mientras tú salgas glorioso, además de sano y salvo, yo siempre me
alegraré.
Tavio debió de percibir la verdad que traslucían mis palabras, porque
sonrió.
—Es probable que últimamente no haya prestado a la opinión popular toda
la atención que debiera, ni tampoco he cultivado la amistad de los nobles —
dijo—. Es estúpido ser negligente, pero entre la guerra de la Galia y ese
Sexto, hijo de una víbora... En fin, solo se puede atender una cosa a un mismo
tiempo. Soy una sola persona.
—Antes eras una sola persona, ya no —repliqué yo.
Su expresión se tornó ligeramente escéptica, pero no me contradijo.
Me puse a la tarea de ganarme la confianza sin límites de Tavio. ¿Fue
difícil? La verdad es que no. De vez en cuando tuve que escoger con cuidado
lo que decía, incluso disimulando la verdad, con el fin de convencerlo de que
mi compromiso con él lo abarcaba todo. Pero no es tan difícil convencer a un
hombre de lo que quiere creer. Al fin y al cabo, estaba enamorado de mí.
Deseaba confiar en mí. Y supongo que percibía que fundamentalmente yo era
sincera. Ciertamente, lo adoraba.
Si alguna vez un hombre necesitó una esposa que estuviera dispuesta a ser
una compañera de verdad, ese era Tavio. Él gobernaba un amplio territorio y
tenía dos ejércitos desplegados, uno en la Galia y el otro preparándose para
presentar batalla a Sexto Pompeyo. Poco después de casarse conmigo, me
enseñó una enorme sala reservada exclusivamente para los tres libertos que se
ocupaban de seleccionar las cartas y peticiones que le llegaban a su nombre.
En medio de las pilas de tablillas y rollos de pergamino, sus secretarios se
esforzaban por contener una inundación constante.
—Sin duda aquí debe de haber una información importante que necesito sin
falta —dijo Tavio—. Pero es difícil que otra persona sepa seleccionar las
cosas que he de saber. De modo que leo personalmente un gran número de
cartas y peticiones. Todos los días podría pasar la jornada entera tan solo
leyendo el correo.
Tavio ansiaba obtener auténticos logros, no se conformaba con honores
vacuos. Quería instaurar un gobierno eficaz en Roma y en las provincias que
tenía bajo su mando. A menudo pasaba el día entero trabajando, y después de
cenar conmigo volvía a meterse en su estudio y trabajaba otro poco más. Su
denodado esfuerzo habría divertido a Marco Antonio y a otros hombres
públicos que carecían de su diligencia.
Si surgía algún problema administrativo en una de las remotas zonas rurales
que gobernaba, la gente acudía a él, y él se encargaba de que se solventase.
Cada vez que se retrasaban las entregas de grano para la distribución de pan a
los pobres de Roma, él lo convertía en un problema personal. Se esforzaba
mucho para establecer estructuras gubernamentales que no requiriesen
atención constante. Mientras tanto, día a día, hacía malabarismos con un millar
de detalles, en el afán de poner orden en el caos. Aquella era su recompensa
por haber ganado una desesperada lucha por el poder: un trabajo agotador y un
flujo continuo de súplicas.
Los tres libertos que se encargaban de la correspondencia habían sido
escogidos por su eficiencia y su perspicacia. Pero, como es natural, solo
gozaban de cierta confianza por parte de Tavio y solo ejercían una pequeña
autoridad.
—No puedes encargarte tú de todo, querido —le dije un día mientras
estábamos sentados en el diván de su estudio—. Necesitas un ayudante del que
puedas fiarte plenamente, uno que comprenda cuáles son tus objetivos y sepa
actuar con discreción.
—No sé bien de qué color son tus ojos —me respondió Tavio. Me cogió la
barbilla con la mano y me levantó el rostro para poder verme mejor.
—Son castaños, como los de la mayoría.
—En este momento veo unas pecas doradas. Pero con determinada luz no
veo esas pecas. Te juro que a veces los tienes totalmente negros. —Me besó
en la boca y después en el cuello.
Sentí un hormigueo que me recorría todo el cuerpo. Cuánto lo deseaba.
—Pronto, amado mío. Pronto —murmuré.
Se apartó con una expresión en la cara que reflejaba su necesidad.
—Oh, por Apolo... —murmuró en voz baja.
Yo seguía siendo para él un objeto inalcanzable, la mujer a la que había
desposado pero con la que aún no se había acostado... dicho en sentido literal,
porque, siguiendo la costumbre que impera en las familias nobles cuando la
esposa está encinta de muchos meses, dormíamos en habitaciones separadas.
Aquello tenía a Tavio atrapado en las garras de un deseo apasionado,
obsesivo. En ocasiones, leyendo, levantaba la vista del libro y lo descubría
allí sentado, contemplándome en silencio. A veces, desvelado en mitad de la
noche, acudía a mi alcoba con una vela para sentarse a mirar cómo dormía.
Me contemplaba como una persona que acaba de adquirir un objeto de
increíble valor a un precio estupendo. Era como si no se creyera del todo que
yo le pertenecía.
¿Y yo? Yo en ocasiones lo miraba y me olvidaba de respirar. Imaginaba
todas las delicias que me aguardaban y me moría de deseo. Y visualizaba un
matrimonio muy diferente del que había conocido, una mezcla de amor
apasionado y afinidad intelectual.
Le acaricié la mejilla y le recorrí los labios con las yemas de los dedos.
—Tavio...
—¿Qué?
—Quiero ser yo quien supervise tu correo —le dije—. Se me va a dar muy
bien. Si dices a tus libertos que me vayan informando de todo, te prometo que
no te arrepentirás.
—¿Eres consciente de lo que me estás pidiendo? ¿Por qué quieres trabajar
con tanto ahínco?
—Porque sí. Soy una mujer peculiar.
Por supuesto que quería ayudarlo a él y aliviarle la carga que tenía que
soportar. Pero también me daba cuenta de la influencia que iba a tener si me
encargaba de la correspondencia de Tavio. Decidir qué información llegaba a
su atención y cuál no, estar preparada para instar a la acción o a la inacción en
multitud de asuntos, redactar la contestación a cartas de hombres importantes
de todo el imperio... Todo aquello, sin ninguna duda, me otorgaría poder. Y
también preví que, a medida que fuera pasando el tiempo, cada vez resultaría
más natural que gestionara muchos asuntos yo sola.
—Te amo —le dije—. Déjame ayudarte.
—¿Eso es lo que deseas?
—Más que ninguna otra cosa.
Tavio ladeó la cabeza, pensativo. Incluso viviendo el primer arrebato
amoroso, César Octaviano no actuó de manera impulsiva en lo relativo a
asuntos que afectaban a su supervivencia política. No lo presioné para que
tomara una decisión; delicadeza y suavidad, esas eran mis herramientas.
Decidí esperar.
Entonces, un día me llevó al estudio y me mostró la pila de pergaminos que
descansaban sobre su ancha mesa de escribir.
—¿Cómo podría leer todas esas peticiones y hacer todo lo demás?
Chasqueé la lengua.
—Si tuvieras a la persona adecuada para seleccionar todo eso...
—Está bien, vamos a probar —aceptó.

Antes de que naciera mi hijo, antes de convertirme en la esposa de Tavio en


todo el sentido de la palabra, desempeñé un papel no oficial de autoridad en
su gobierno. Lo agarré con ambas manos y, una vez que lo tuve, me sentí igual
que un aguilucho que tiene por primera vez la oportunidad de volar. De modo
que volé.
De vez en cuando leía una larga y farragosa misiva del magistrado principal
de una pequeña ciudad de provincias, y también cartas de sus quejosos
súbditos. «Por esta razón el magistrado quiere elevar los impuestos, y por esta
razón es posible que no sea este el momento adecuado de hacerlo», le decía a
Tavio. Después, él decidía lo que quería hacer con los impuestos, y yo
redactaba una contestación al magistrado. Nuestro trabajo juntos no era algo
que estuviera aparte de nuestro vínculo personal, el núcleo de nuestro
matrimonio; más bien era como si nuestras dos mentes estuvieran haciendo el
amor. Nos compenetrábamos tan bien, y dicha compenetración fue tan rápida,
que nos sorprendió y nos encantó a ambos.
Una noche en la que estábamos cenando solos, tuvimos una conversación que
me conmovió profundamente.
—A veces tengo la seguridad de que los dioses me favorecen —dijo Tavio
—. No porque me amen, entiéndeme, sino porque aman a Roma, y casualmente
yo soy lo que Roma necesita. Cuando murieron los dos cónsules justo después
de que yo me convirtiera en propretor, pareció tan oportuno que hubo quien
creyó que yo debía de haberlos asesinado en secreto. Pero no hice tal cosa.
Simplemente murieron y me dejaron el camino despejado. —Tavio meneó la
cabeza en un gesto negativo, recordando—. Fue realmente increíble.
—La suerte favorece a los que se arriesgan —dije yo.
—Supongo que los dioses decidieron que lo que yo necesitaba ahora era
casarme con una mujer dotada de una inteligencia extraordinaria. Opino que
son totalmente capaces de arreglar algo así, ¿no te parece? —Hablaba con
sinceridad, no como si pretendiera halagarme, sino casi como si hablara para
sí mismo.
Si me hubiera escrito una docena de extasiados poemas acerca de mis ojos,
mi cabello y mi voz melodiosa, habría significado mucho menos para mí.
Constituye una gran alegría que te aprecie la persona cuyo aprecio deseas
obtener. Ser valorada como mujer, y también como una criatura dotada de una
mente; ¿qué más podía pedir?
Había volado muy alto y tenía buenos motivos para sentirme feliz, pero en
este mundo no existe la felicidad perfecta. Cada vez que Tavio se marchaba
para asistir a una sesión del Senado, yo me acordaba del destino que había
sufrido el hombre al que él había llamado padre y temía que hubiera puñales.
Aparte de eso, en mi vida no faltaban las dificultades triviales de siempre.
Ningún matrimonio acaba del todo cuando un hijo nacido de dicho matrimonio
es amado por las dos partes. Escribonia venía con regularidad a ver a su
pequeña Julia. Armaba un gran alboroto en torno a la niña e insinuaba que su
cuidado dejaba mucho que desear. Tavio se las ingeniaba para no estar
presente cada vez que llegaba ella, así que yo me veía sola para apaciguarla.
Entretanto, mi hijo se criaba en casa de su padre. Yo veía al pequeño Tiberio
todo lo que quería, tal como me había prometido Tavio. Y Tiberio Nerón
también continuaba siendo una presencia en mi vida. Mi corazón no se sentía
herido por el complejo de culpabilidad cada vez que lo veía, pues yo tenía una
personalidad demasiado fuerte para eso; pero sí experimentaba un sentimiento
de obligación. Y él lo sabía. A su manera, me buscaba pequeños recados,
ciertos problemas domésticos que por lo visto yo debía resolver. Por suerte,
Rubria era sumamente competente y siempre estaba dispuesta a ayudarme,
porque yo, en esencia, tenía dos familias que atender. En conjunto, tenía la
vida extraordinariamente ocupada.
Di a luz a mediados de enero. Mi segundo hijo llegó con mucho menos dolor
y esfuerzo que su hermano. Después me quedé acostada en mi alcoba, con el
recién nacido en brazos. Me parecía precioso y perfecto. Hasta olía bien.
Había llorado justo después de nacer, pero ahora dormía apaciblemente. Mi
único anhelo era tenerlo en mis brazos para siempre.
En eso, vino Tavio y se sentó en el borde de la cama.
—¿Sabes lo que me gustaría? —le pregunté.
—Lo mismo que me gustaría a mí.
Ojalá aquel niño fuera hijo de Tavio.
—Siempre será especial para mí —dijo Tavio—, porque ha nacido de ti,
aquí, en mi casa. —Miró al pequeño con una media sonrisa de ternura—. El
hijo de Livia Drusila. El pequeño Druso.
—Su padre tiene la intención de llamarlo Décimo Claudio Nerón —
repliqué.
—¿Y por qué no puede tener dos nombres? ¿Y dos padres? Yo mismo puedo
dar fe de que tener más de un padre puede suponer una gran ventaja para un
hombre.
Sonreí, pero mi hijo tenía que ser reconocido por Tiberio Nerón. Su lugar en
el mundo dependía de que mi anterior esposo aceptara prontamente su
paternidad.
—Hay que abrigarlo bien y llevarlo a casa de Tiberio Nerón —le dije a
Tavio—. ¿Quieres dar las órdenes, por favor?
Tavio asintió con la cabeza.
—Tú deberías descansar —me aconsejó. Y luego, con una ancha sonrisa,
añadió—: Cuanto antes te recuperes del parto, antes podremos ponernos a la
tarea de hacer hijos que sean nuestros.
Se notaba a todas luces que no entendía lo difícil que iba a ser para mí
separarme de mi recién nacido. Era como si estuvieran desgarrándome un
trozo de corazón.
Circulaban chistes acerca de que Tavio y yo nos las hubiéramos arreglado
para tener un hijo al poco de casarnos:

Favoritos de los dioses son los padres


cuyo hijo que les nace no ha pasado
ni tres meses en el vientre de la madre.

Pero el pequeño Druso —ya no perdió el apodo— fue reconocido por su


padre el mismo día en que vino al mundo, y las personas bien informadas no
dudaron de su legitimidad. Entre ellas, por supuesto, Tiberio Nerón. Se alegró,
como procedía, del nacimiento de su segundo hijo, un varón sano.
Contraté a un ama de cría para Druso, igual que había hecho con Tiberio. Mi
anterior esposo estaba encantado de que yo supervisara la atención que
recibían mis dos hijos. Me dije a mí misma que estaba haciendo lo que haría
cualquier mujer de mi rango: supervisar a las criadas que cuidaban de mis
hijos. Procuré convencerme de que el hecho de que viviéramos en familias
distintas no cambiaba demasiado las cosas, pero lo cierto era que sí. Si se
despertaban por la noche enfermos o asustados, tenían a Rubria y un arsenal de
sirvientes para atenderlos, y también estaba su padre. Sin embargo, su madre
no estaba. Su madre no estaba nunca.
En ocasiones imaginaba que mis hijos, en la casa de su padre, lloraban
pidiendo que fuera yo. Ansiaba abrazarlos. Y, a veces, cuando estábamos
juntos, me parecía advertir una mirada acusatoria en los ojos del pequeño
Tiberio que me decía: «¿Por qué me has abandonado?»
Tavio y yo celebramos una segunda ceremonia nupcial solo tres días después
de que naciera mi segundo hijo. El momento lo escogí yo.
—¿Por qué tanta prisa? —me preguntó Tavio—. Todavía no vamos a poder
consumar el matrimonio, así que ¿para qué quieres hacer el esfuerzo de
someterte a una ceremonia de boda si aún no estás recuperada del todo?
—Somos una pareja patricia tradicional —lo informé—. No podemos soñar
siquiera con vivir juntos un día más del necesario sin santificar nuestra unión.
Le ahorré a Tiberio Nerón la tarea de entregarme una segunda vez, pero
volví a ponerme el velo escarlata de novia. El sacerdote de Júpiter sacrificó
un cerdo, le examinó las entrañas y declaró que los dioses nos sonreían. Tavio
y yo comimos el pastel consagrado y después cenamos con un puñado de
invitados, nos besamos, y yo regresé a mi propia alcoba y me quedé dormida.
El noveno día después del nacimiento de Druso, Tavio y yo asistimos a la
ceremonia de ponerle el nombre que había elegido Tiberio Nerón para él. Yo
esperaba que Tavio y Tiberio Nerón adoptarían una actitud de cortesía
cautelosa el uno con el otro, pero parecían sentirse cómodos. En un momento
dado, Tavio dijo algo que no alcancé a oír y a Tiberio Nerón se le iluminó el
semblante con una sonrisa.
—¿Qué has hecho, ofrecerle el cargo de cónsul? —le pregunté a Tavio más
tarde.
Negó con la cabeza.
—¿Entonces? —insistí.
—¿Es que quieres saberlo todo? —me replicó, tocándome la punta de la
nariz—. Le he prometido que siempre haré lo que esté en mi mano para
impulsar la carrera de sus hijos en el futuro.
Lo primero que pensé fue: «¿Su carrera en el futuro? El uno acaba de nacer,
y el otro tiene tres años.» Pero por la expresión de Tavio me di cuenta de que
se trataba de una promesa solemne, y tuve la impresión de que algún día dicha
promesa podía ser de gran importancia para mis hijos. De modo que le eché
los brazos alrededor del cuello y le dije que era muy bondadoso. Él sonrió y
se encogió de hombros; nada le agradaba más que ser felicitado por su
benevolencia.

A aquellas alturas yo ya conocía algunos de los fallos y puntos débiles de


Tavio. Sabía que era capaz de adoptar de improviso una actitud reservada y
cortante, incluso conmigo, y al momento siguiente volver a ser la persona
cariñosa y alegre de antes. Siempre comía frugalmente, nunca bebía mucho, en
cambio le encantaba apostar. Era capaz de apostar por todo: una carrera, un
combate de lucha, a adivinar qué tiempo iba a hacer. Cuando se tomaba un rato
para relajarse, su afición favorita era lanzar los dados con Mecenas o con
algún miembro de su guardia personal. Me sorprendía la intensa mirada que
había en sus ojos cuando observaba cómo caían los dados. Y también la
alegría que le causaba ganar aunque fuera una apuesta minúscula, y su
desilusión breve pero auténtica cuando la fortuna no lo favorecía. Pero ganaba
más dinero del que perdía, de modo que tenía poco de que quejarse.
Desde el principio de nuestra vida matrimonial, yo evitaba entrar en su
alcoba, temerosa de que él lo tomase como una invitación a la que yo aún no
estaba en condiciones de hacer los honores. Pero una noche, dos semanas
después de que naciera Druso, me sonrió y me dijo:
—Puedes entrar, ¿sabes? Solo un momento, para desearme felices sueños.
No voy a morderte.
Así que entramos los dos en su dormitorio, él rodeándome el hombro con un
brazo y yo rodeándole la cintura. En la habitación había un sencillo diván de
dormir, de baja altura, un armario de madera de cedro y una lamparita de
aceite, encendida y colgada de un gancho.
Me atrajo hacia sí. Yo sentía su respiración en mi cuello. Cerré los ojos y
me dejé inundar por la sensación de su cuerpo contra el mío. Podría haber
sollozado, tanta era la necesidad que tenía de él. Me condujo hacia la cama.
—Tavio —le dije—, es demasiado pronto. Tavio... aún no.
Al instante me soltó, con una risa triste.
—Pronto —dije.
Regresé a mi casta alcoba, apagué la lámpara de aceite, me tumbé e imaginé
a Tavio en su lecho, haciendo rechinar los dientes. No podía conciliar el
sueño. Habían transcurrido cinco años desde la primera vez que lo deseé nada
más verlo; ahora tan solo tendría que esperar un poco más para satisfacer
todos mis deseos. Pero allí tendida en mi cama, a oscuras, la espera se me
antojaba cruel. Cada una de las partículas de mi cuerpo ansiaba su contacto.
Imaginé el éxtasis, el momento en que ambos seríamos una sola carne.
Físicamente aún no me había recuperado del parto de Druso. Pero desde la
boda estaba viviendo un idilio de amor. Aunque todavía no me había acostado
con mi marido, lo exquisito de la expectativa daba color a mis días. Sí, a
veces experimentaba una punzada de aprensión; ¿qué pasaría si cuando
finalmente hiciéramos el amor la realidad no estuviera a la altura de lo que me
había imaginado, o, peor aún, de lo que había imaginado Tavio? Había otros
momentos más negros incluso, en los que pensaba: «¿Qué sucederá si me
compara con otras y me encuentra mediocre?»
Procuraba no fijarme en las mujeres, las mujeres que lo miraban con ojos
hambrientos en cada lugar al que íbamos. Tavio tenía un gran poder, riqueza y
belleza. Lo miraban igual que miraban a los gladiadores que resultaban
vencedores en la arena o a los aurigas famosos. Cuando le sonreían, él les
sonreía a su vez. Y yo me decía: «Si lo único que hacen es mirar, ¿para qué he
de preocuparme? Yo soy su esposa. No las ama a ellas, sino a mí.»
Una tarde de febrero, celebramos una cena modesta, informal, a la que
invitamos a varios de los seguidores más íntimos de Tavio. En un momento
dado, yo me senté en el diván de Mecenas y dejé que me entretuviera con
anécdotas de poetas y artistas jóvenes que él conocía.
—Verás, tengo marcado mi territorio —me dijo—. Conoceré a esas
personas, cultivaré la relación con ellas, y a las mejores se las presentaré a
César. Él las ayudará, y ellas añadirán lustre a su nombre. Esa es la mayor
aportación que puedo hacer al renacimiento de Roma.
Me sorprendió la solemnidad con que Mecenas dijo esto, pues rara vez
hablaba con solemnidad de nada. Cuando alguien le preguntaba si deseaba
desempeñar un cargo oficial en el gobierno, ponía una cara como si le
hubieran sugerido que lo iban a torturar en el potro. En cambio, Tavio
valoraba sus consejos políticos, y cuando se hacía necesario aplicar la difícil
diplomacia, era a él a quien recurría. Decía que Mecenas tenía un maravilloso
talento para cautivar a las personas al mismo tiempo que les sacaba las
entrañas.
Me percaté de que Terentila, la esposa de Mecenas, se había sentado en el
diván en el que estaba reclinado Tavio. No se tocaban el uno al otro, pero me
sorprendió la familiaridad que mostró ella. Mecenas se dio cuenta de mi gesto.
—Es una antigua amiga —me susurró.
Todo el mundo sabía que el matrimonio entre Mecenas y Terentila les
proporcionaba a los dos amistad y no mucho más, que ambos tenían amantes
masculinos que iban y venían. Bebí un poco de vino sin apartar ni un momento
la vista de mi esposo y su «antigua amiga».
—Yo no soy una mujer de mundo —dije en voz baja.
—Y menos mal —replicó Mecenas—, porque César te prefiere así.
—¿Él es... un hombre de mundo?
—Es y no es. En lo que tiene que ver contigo, César es como un colegial
enamorado.
Observé a Tavio y Terentila. Solo estaban conversando, pero sentí una cierta
presión en la boca del estómago.
—La localidad en la que ambos nos criamos no era un lugar muy abierto —
dijo Mecenas—. César tiene una faceta que es notablemente tradicional. Pero
¿qué esperabas? ¿Que hubiera vivido como un eunuco?
Negué con un gesto de cabeza. Seguía con la mirada fija en Tavio y
Terentila. Ella tenía el cabello rubio claro —teñido, sin duda—, peinado en
bucles alrededor de la cara, y le sonreía a mi esposo.
—Da la impresión de que Terentila lo conoce muy bien —comenté.
Mecenas se inclinó para susurrarme al oído.
—Lo que hubo entre ellos ya terminó. Te lo juro, ya terminó hace mucho
tiempo.
—Me alegro —contesté sin dejar de mirarlos—. ¿Y todas las demás, todas
esas que estoy viendo que se lo comen con los ojos?
—¿Me permites que te dé un consejo? —me pidió Mecenas en tono amable.
Yo apreté los dientes y me encogí de hombros.
—Hay pocas mujeres en Roma que César no pueda tener. Verás cómo se
abalanzan sobre él. Debes aprender a mirar hacia otro lado, porque es un
asunto que adquirirá exactamente la importancia que tú le otorgues. Míralo de
este modo: no es lo bastante relevante para que tú te fijes en ello.
Afirmé con la cabeza.
A continuación, me levanté y fui hasta el diván de Tavio. Miré a Terentila.
Sin agresividad. Simplemente la miré y esperé. Ella abrió unos ojos como
platos. Acto seguido, como si de pronto se hubiera acordado de un asunto
urgente, se levantó y fue a reclinarse en el diván de Mecenas, y yo ocupé su
sitio junto a mi esposo.
—He tenido una conversación maravillosa con Mecenas —le dije a Tavio
—. Coincido plenamente con él en lo de patrocinar a poetas y artistas. Lo
harás, ¿verdad, querido?
—Sí, deberías —terció Metela, otra de las mujeres que estaban presentes—.
Todo el mundo debería saber que los mejores artistas están en Roma, y no en
Atenas ni en ningún otro pueblo remoto. Tú puedes conseguir que florezcan las
artes, César.
—Esa es mi intención —repuso Tavio, sonriente—. En tanto en cuanto pueda
permitírmelo, claro está.
—Gracias, amor mío —le dije, y a continuación lo besé en los labios.
Tuvo paciencia para dejar que fuera yo quien decidiera el momento en que
me convirtiera en esposa suya en cuerpo, además de serlo ya en alma. Y eso
me hizo amarlo más aún, porque advertí que dicha paciencia le estaba
costando un precio.
Una noche, lo tomé de la mano y lo llevé a mi alcoba. La expresión
interrogante que había en sus ojos me arrancó una sonrisa.
Había adornado la habitación con velas perfumadas, en el aire flotaba un
sutil aroma a almizcle, a madera de cedro y a rosas. Y en la cama había puesto
unos cojines de seda roja y una manta también de seda roja, decorada con hilo
de oro.
—Te amo —le dije—, te amaré toda la vida.
Tavio me miró durante largos instantes con la cabeza ladeada, como era
característico en él. Tenía las pupilas dilatadas y sus ojos azules parecían casi
negros a la luz de las velas. Se inclinó para besarme, y yo le rodeé el cuello
con los brazos. Le acaricié los hombros y enredé los dedos en su cabello. Él
me estrechó con fuerza y susurró mi nombre.
Aquella noche la pasamos perdidos el uno en el otro.
11

Sabía que cuando llegase la primavera Tavio me abandonaría para irse a la


guerra. Tenía planeado lanzar un ataque sin cuartel contra Sexto Pompeyo, una
invasión de Sicilia. Tan solo se nos concedía un breve período de tiempo
juntos. Pasábamos mucho tiempo en la cama... en la cama, sí, pero no
durmiendo. Conversábamos y hacíamos el amor, hacíamos el amor otra vez y
conversábamos un poco más. Yo lo amaba tanto que nunca me cansaba de su
cuerpo. Tan solo tenía que mirarlo para desearlo. Él me besaba los pechos, los
muslos, y allí donde me besaba yo sentía como una llamarada. Jamás había
conocido sensaciones tan deliciosas, jamás había pensado que fuera posible
experimentar semejante éxtasis.
Ahora, transcurridos los años, recuerdo el timbre que tenía su voz cuando
susurraba o cuando reía, y su olor, y el calor de su tacto. Nadie me había
tocado nunca con tanta ternura como él, para mí aquella dicha era algo nuevo.
En ocasiones me parecía que la frase «Si tú eres Cayo, yo soy Caya» era
literalmente cierta, que no existía división alguna entre él y yo.
Pero, naturalmente, éramos dos seres distintos. Durante un tiempo yo estaba
convencida de que Tavio y yo compartíamos la misma visión del mundo, y de
repente sobrevenía un momento de sorpresa y consternación: no lo veíamos
todo con los mismos ojos.
—¿Tú crees que debería permitir que el Senado pusiera mi nombre a un mes
del año? —me preguntó Tavio en una ocasión, mientras yacíamos juntos y él
me acariciaba el muslo.
Era casi mediodía. Las contraventanas de las alcobas estaban medio
abiertas, de modo que yo le veía la cara con claridad. Distendió los labios en
una débil sonrisa.
—¿Quién ha sugerido semejante cosa?
—Un amigo mío, Numerio. —Se trataba de un senador que era
especialmente adulador.
—Ese hombre no es amigo tuyo —repliqué.
Tavio interrumpió la caricia.
—Sí que lo es.
—Es un idiota. Y a ti no te conviene tener amigos idiotas.
—Ah, ¿no?
—No.
Tavio reanudó sus caricias, y yo lo toqué en un sitio que le hizo dar un
respingo, y dejamos de hablar durante un rato.
Más tarde murmuré:
—¿El mes de Octaviano, eso es lo que tiene Numerio en mente?
—Supongo. Mi padre —se refería a Julio César— tuvo un mes con su
nombre.
Estuve a punto de exclamar: «Y ese es uno de los motivos por los que tu
padre está muerto.» Pero incluso cuando yacíamos estrechamente abrazados,
yo no le hablaba a Tavio de asuntos de política a la ligera; al contrario, tenía
conversaciones importantes con él. En esta ocasión percibí que estábamos a
punto de iniciar una de ellas. De hecho, estábamos entrando en terreno
peligroso.
—Livia, no voy a poner mi nombre a un mes del año —me dijo Tavio—,
jamás se me ha pasado por la cabeza. Simplemente he sentido curiosidad por
ver tu reacción.
—Soy tu esposa y te amo, y por lo tanto mi reacción es de absoluto horror
—le dije.
Él frunció el ceño.
—Porque me amas profundamente.
—Porque te adoro.
—¿Y crees que algo tan insignificante como poner mi nombre a un mes del
año habría de costarme la vida?
Mi mente buscó a toda prisa una manera suave de decir lo que necesitaba
decir. Tavio consideraba sagrada la memoria de Julio César, y temí que por
esa razón no hubiera sabido aprender bien la lección del asesinato de su
«padre».
—Estás adoptando esa expresión misteriosa, tan típica tuya —me dijo Tavio,
inclinándose hacia mí.
—¿Qué expresión?
—Esa que dice: «¿Cómo podría hacerle comprender la verdad a este pobre
idiota?» Sé ver lo que estás pensando, amor mío, tan bien como sabes verlo tú
en mí. Ya sé que Tiberio Nerón nunca fue capaz, pero yo sí, no lo olvides.
Dime lo que tengas que decirme, antes de que me enoje.
Alcé una mano y le acaricié el pelo. Era muy agradable tocar aquel cabello
dorado, enredar un suave mechón alrededor de mi dedo.
—¿Alguna vez has analizado qué errores cometió tu padre que pudieran
haber contribuido a que lo asesinaran?
—Por supuesto. Perdonó a quienes lo habían traicionado, los cuales acto
seguido se volvieron contra él. Mostró demasiada clemencia. Pero la
clemencia excesiva, como tal vez hayas notado, no es un vicio que posea yo.
—Tenía otro defecto, aún peor que ese —dije—. Lo veo en ti cada vez que
algún falso amigo te cubre de halagos.
—¿A qué defecto te refieres?
Apreté la cabeza contra su hombro.
—¿A cuál? —repitió.
—¿Tengo que decirlo?
—Me parece que estás pensando en el orgullo desmedido.
—Tu padre no se sentía satisfecho simplemente con el poder, además
ansiaba tener también todo el boato que lo acompañaba. Puso su nombre a un
mes del año. Fue un dictador, pero dejó bien claro que lo que deseaba era ser
rey, sabiendo que los romanos odian a los reyes. Toda su clemencia no le
sirvió para granjearse las simpatías, porque les pasó por la cara a los
senadores que estaban sometidos a él. No les permitió fingir que eran sus
iguales.
Tavio se apartó de mí y se recostó en la almohada contemplando el techo.
No supe distinguir si estaba enfadado o simplemente reflexionaba sobre lo que
yo acababa de decirle. No pude contenerme: me incliné hacia él y le dije:
—¡Un hombre que sugiere que pongas tu nombre a un mes del año te está
invitando a que mueras! Los aduladores son enemigos tuyos, Tavio. Te
incitarán a creer que puedes hacer lo que se te antoje sin que te ocurra nada.
¡Y eso es imposible!
—¿Por qué te molesta tanto? —me preguntó Tavio en tono suave.
—Porque temo por ti. Y me aterra ver que no quieres oír lo que te estoy
diciendo.
De improviso me subió encima de él y me rodeó con sus brazos.
—¿Sabes lo que somos tú y yo, Livia? Somos de esas personas que... Verás,
si hubiera un terrible naufragio y tan solo sobrevivieran dos personas que
llegaran nadando hasta la orilla, seríamos nosotros. De alguna manera
encontraríamos el modo de que no nos tragase el mar.
«Pero si el mar está lo bastante embravecido, se traga a todo el mundo»,
pensé yo para mis adentros. «Y al final el mar nos traga a todos. Pero es cierto
que ni tú ni yo nos ahogaríamos fácilmente.»
Lo besé una y otra vez, en los labios, en el cuello, en los ojos.
—Voy a llegar a viejo —me susurró Tavio al oído—. Y, entonces, cuando ya
sea un viejo chocho y decrépito, ¿sabes qué haré?
—Pondrás tu nombre a un mes del año.
Noté que reía sin hacer ruido. Yo también reí, a la vez que pensaba: «Oh,
Diana, te suplico que así suceda. Te suplico que vivamos juntos muchos años.»

Tras el nacimiento de mi hijo Druso empecé a organizar cenas a las que


invitaba principalmente a senadores con sus esposas. La noche en que acudió
Mucia ocupa un lugar especial en mi memoria. Mi madre sentía admiración
por ella, y yo de pequeña le tenía un profundo respeto. Con su cabello blanco
perfectamente peinado y sus ojos negros e inteligentes, era exactamente igual
que imaginaba yo a Cornelia, la madre de los hermanos Graco. Mucia y su
esposo, un senador llamado Atratino, habían sobrevivido los cinco últimos
años manteniéndose apartados de las batallas entre partidos. Eran personas
íntegras y poseían un círculo de amistades muy amplio.
Nada más llegar, Mucia me dio un abrazo y me susurró:
—Veo en ti mucho de tu madre.
Yo tuve que parpadear para contener el llanto.
Ella y su esposo saludaron educadamente a Tavio, que estaba de pie a mi
lado. Me fijé en la tensión que revelaban sus labios y sus ojos al mirarlo. Más
tarde, mientras degustábamos el primer plato de la cena, noté que me escrutaba
discretamente y casi pude leer lo que estaba pensando: «He aquí a la hija de
Alfidia y Claudiano, pobre pequeña, casada con este bárbaro de César. Oh,
dioses, a lo que hemos llegado.»
Mi papel de anfitriona consistía en procurar que los invitados se pusieran
cómodos y conversaran entre sí. Pero aquella noche no me dediqué a sonsacar
a mis huéspedes, sino a mi esposo. ¿Qué opinión le merecía tal poeta o cual
arquitecto? Al principio puso cara de desconcierto ante el hecho de que yo lo
pusiera a prueba de aquel modo, pero no tardó en ensimismarse hablando de
arte. Sin duda, me dije, nadie que estuviera escuchándolo podría tomarlo por
una persona distinta de la que era: un hombre cautivador y brillante. «¿Lo ves?
—le decía a Mucia—, Tavio no es en absoluto lo que tú creías. Es un hombre
civilizado, posee gustos refinados. Y además está domesticado.» Cogí una uva
de mi plato y se la metí a mi esposo en la boca. Él la masticó y la tragó. Repetí
el gesto varias veces más, de lo cual él, que estaba escuchando lo que decían
sus invitados, apenas se percató.
Crucé la mirada de Mucia y le dije sin necesidad de hablar: «Tavio me ama
y confía en mí. Puede que tú hayas oído decir que la influencia que ejerzo
sobre él es sustancial y va en aumento. Créeme, es verdad.»
Hay quien diría que bien poco importaba lo que pensaran las mujeres de
Tavio, dado que ni siquiera las esposas de los senadores, como Mucia, tenían
poder para dar forma a los acontecimientos. Pero ¿qué habría pasado si Portia,
la amada esposa de Bruto, en vez de alentar a su marido en su plan de asesinar
a César, le hubiera dicho que iba a destruirse inútilmente a sí mismo y a otros?
En mi opinión, Portia podría haber cambiado la historia.
Terminó la cena sin que pareciera que hubiera sucedido nada importante.
Pero a la hora de irse, Mucia me dijo:
—Livia, querida, dentro de unos días voy a ir a almorzar con unas cuantas
amigas y me encantaría que vinieras. Es dentro de cuatro días. ¿Te resulta
demasiado pronto?
Le dije que estaba totalmente libre para dicha fecha, y una vez que se
hubieron marchado ella y los demás huéspedes, me abracé, exultante, al cuello
de Tavio.
—¿Tanto te alegras de que esa mujer te haya invitado a almorzar?
—Esa invitación importa mucho. Nos beneficiará a ambos —le contesté.
Fuimos andando hasta el atrio. Había un esclavo soñoliento apagando las
lámparas, todas menos la pequeña luz que brillaba en el altar de la entrada y
que permanecería encendida durante toda la noche. Tavio me tomó en sus
brazos. Me vino a la memoria una noche, cuando era pequeña, en la que asomé
la cabeza fuera de mi alcoba y vi a mis padres llegando a casa tras un evento
social. Estaban de buen humor y, sin darse cuenta de que los estaban
observando, se abrazaron y se besaron.
—Ahora estás triste. —Tavio me había dicho que sabía captar mis estados
de ánimo, y era cierto.
—Mucia fue amiga de mi madre —repuse—. Quiere ser amable conmigo en
honor a la memoria de mi madre. Y el hecho de verla me ha hecho acordarme
del pasado.
—Tienes que olvidar el pasado.
—Eso intento —contesté—. Y durante casi todo el tiempo lo consigo, ¿no?
—Ven a la cama —me dijo Tavio—. Yo sé cómo hacer que desaparezca tu
tristeza.

Para acudir al almuerzo de Mucia escogí una estola nueva de fino lino
amarillo, cara pero austera, adornada únicamente con un ribeteado de color
escarlata. Pelia me la colocó formando pliegues elegantes, perfectos. También
me puse unos pendientes de oro, un collar de rubíes y un broche de oro en
forma de rosa que había heredado de mi madre. Llevaba el pelo peinado en
apretados bucles alrededor de la cara, recogido por detrás de las orejas y
sujeto con un alfiler. Si existía un peinado capaz de hacer una declaración
política, era aquel; como era tan sencillo, la gente lo asociaba con las antiguas
virtudes de la República. Había adoptado la costumbre de llevarlo cada vez
que aparecía en público al lado de Tavio, y también en todas las ocasiones
importantes.
Percibí que el almuerzo de Mucia iba a ser una ocasión importante, y resultó
que no estaba equivocada. Todas las otras invitadas eran esposas de senadores
de alto rango. Ninguno de sus maridos se podía considerar un amigo firme de
Tavio; de hecho, si yo hubiera querido reclutar una camarilla para derrocar a
mi esposo, probablemente me habría acercado a aquellos mismos hombres. De
modo que tenía una labor que llevar a cabo.
En el aire flotaba un aroma de perfume caro. Todos los cuellos estaban
adornados con esmeraldas y perlas. Eran todas manos delicadas las que
cogían las pastas rellenas de carnes con especias, y eran todos labios teñidos
de carmín los que bebían el vino de las copas de plata. Por todas partes
resonaba el tintineo de la risa femenina. Al principio la conversación fue lo
que cabría esperar de una reunión de matronas patricias. Estuvimos hablando
de los méritos y deméritos de diversos peluqueros, largo y tendido. Entretanto,
todo lo que yo hacía y decía era analizado por media docena de mentes
cautelosas y astutas.
Yo era la esposa del gobernante de Roma. La mayoría de las mujeres me
hablaban con algo más que simple deferencia. Yo, a cambio, me mostraba
atenta, incluso cordial. Ellas lo apreciaron y se relajaron un poco. Sabían que
yo procedía de una cuna noble, pertenecía a los Claudios, y por lo tanto era
una de ellas. Resultaba imposible sobrestimar lo mucho que importaba
aquello. Por debajo de su cortesía cautelosa percibí que se ablandaban un
poco. ¿Por qué no aceptarme, por qué no ser amigas mías? Con todo, una de
aquellas mujeres, Cecilia, mostraba una actitud fría, cuando no hostil. Noté
que consideraba que era sensato mostrarse agradable conmigo, pero que le
costaba mucho trabajo. Hablando de los hijos, dijo:
—Debe de resultarte muy duro tener hijos tan pequeños y que, sin embargo,
no vivan contigo.
—Se me hace difícil no tenerlos bajo mi techo —le respondí—, pero mi
anterior esposo es muy bueno y me permite dirigir su cuidado.
—Qué afortunada —dijo ella.
Mucia dirigió a Cecilia una mirada reprobatoria apenas discernible y
cambió de tema. Al momento surgió una conversación sobre temas triviales.
De improviso habló Papiria, la más joven de las presentes:
—¿Alguien ha visto últimamente una buena obra de teatro? —preguntó—.
Me encantaría ver una que fuera buena.
Me incliné hacia ella.
—¿Sabes qué obra me gustaría ver a mí, que casi nunca se representa? Es
griega. Seguro que has oído hablar de ella: Lisístrata.
—¿No es esa —dijo Papiria sonriendo— en la que las esposas se niegan a
hacer el amor con sus maridos hasta que estos pongan fin a una guerra terrible?
Afirmé con la cabeza.
—Es una comedia, naturalmente —dijo Cecilia.
—Exacto —confirmé yo—, es una comedia. Y trata de la guerra del
Peloponeso que libraron Atenas y Esparta y que solo duró veinticinco años.
—¿Solo? —replicó Hirtia, otra de las invitadas.
—Los griegos se mataron entre sí a lo largo de veinticinco años —dije—.
¿Qué es eso, en comparación con Roma? Nosotros llevamos mucho tiempo
más.
Papiria lanzó una carcajada.
—Es una lástima que en Roma no haya mujeres como Lisístrata.
—Sí —dije yo—, una lástima.
—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó Cecilia— ¿Que todas nos neguemos a
copular con nuestros maridos hasta que en Italia reine la paz?
—Oh, no —repuse—, nada tan grosero. —Me encogí de hombros—. No
creo que funcionase. Después de todo, el hombre que está impidiendo que
haya paz en este momento es Sexto Pompeyo, y se encuentra bajo nuestra
influencia. Pero estoy convencida de que las mujeres deberíamos pensar
seriamente en la paz y en lo que puede servir para traer la paz... sea una cosa o
una persona. —Y di un mordisco a una pasta.
—Al decir «una persona» te refieres a César Octaviano —dijo Cecilia, casi
en tono acusatorio.
La miré sonriendo y le contesté:
—Sí, así es. —Seguidamente me volví hacia Mucia—. Las pastas están
deliciosas. Agradecería mucho que tu cocinero me diera la receta.
Había plantado una semilla, y eso era lo único que pretendía hacer. En los
meses e incluso años venideros, pensaba regarla y cuidarla sin descanso.
Cuando finalizó el almuerzo, varias de las mujeres se me acercaron y, con
gesto avergonzado, fueron sacando pergaminos doblados de los pliegues de
sus estolas. Una deseaba que determinada propiedad le fuera devuelta a su
familia; otra tenía un marido que buscaba un nombramiento oficial; una tercera
solicitaba otro favor de Tavio.
También se me aproximó Cecilia.
—Mi hermano —me dijo con la cara encendida— se encuentra en el exilio.
Esa circunstancia está acabando con él, el hecho de que no pueda venir a su
casa. —Me tendió un documento con precaución, como si esperase que yo me
negara a aceptarlo. Pero, naturalmente, lo acepté.
—Haré por ti lo que esté en mi mano —le dije.
Ella me miró con actitud dubitativa.
—De verdad —la tranquilicé.
Regresé a casa con aquellas peticiones, y después de cenar Tavio y yo
fuimos a su estudio y nos reclinamos en un diván a examinarlas bajo la suave
luz de una lámpara de aceite. No tuve necesidad de decirle por qué deseaba
que accediera a dichas súplicas, porque él ya lo sabía. Su esperanza estribaba
en que yo lo ayudase a poner de su parte a la nobleza, y aquellas mujeres con
las que yo había almorzado eran la flor y nata de la nobleza. Los favores que
solicitaban distaban mucho de ser trascendentales, así que se apresuró a
conceder tres de ellos, en parte, supongo, para complacerme a mí, pero
también porque le interesaba a él.
—En cuanto al hermano de Cecilia... —dijo a continuación.
—¿Representa una amenaza?
Tavio hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es un individuo un tanto repulsivo que fue desleal a mi padre. No siento el
menor deseo de perdonarlo.
Le pedí que por favor me permitiera que lo perdonase yo, solo para darme el
gusto, y le pregunté cuál sería la mejor manera de hacerlo. Mientras le hacía
estas preguntas, estudié su semblante y reparé en que presentaba unas
profundas ojeras.
—Tienes cara de cansado. Necesitas un respiro.
Me respondió con una mueca.
—Deberíamos irnos de Roma durante unos días, ahora que las cosas están
tranquilas —le propuse—. Podríamos, ¿no es así?
—Quizá. Poseo una villa situada entre Roma y Neápolis. Casi nunca voy
allí, pero es muy bonita. ¿Te gustaría que fuéramos?
—Sí, mucho.
Esbozó una sonrisa débil.
—Esperaba que dijeras que sí, pero que antes perdonáramos al hermano de
Cecilia.
Pobrecillo. Todo el mundo lo importunaba a todas horas con que hiciera esto
o aquello. Todas las mañanas se congregaba una muchedumbre frente a nuestra
casa, y en cuanto Tavio pisaba la calle le salían al paso. Ya me imaginaba lo
que debía de ser tener una esposa que actuara como si fuera un miembro más
de aquella horda de suplicantes.
—Olvídate de él —le dije.

Al día siguiente había carreras de cuadrigas en el Circo Máximo. Tavio y yo


estábamos sentados en el amplio palco privado que ahora teníamos reservado
para nosotros, y éramos el centro de todas las miradas. Tavio ganó dos
grandes apuestas, y eso lo alegró sobremanera. Pero aunque se divirtió, para
cuando terminó de entregar los premios a los aurigas vencedores ya se había
hecho de noche y él estaba demasiado cansado para no bostezar.
—Tendremos que irnos pronto al campo —le dije.
Emprendimos el regreso a casa alumbrados con antorchas. Recorríamos las
calles en una suntuosa litera que cargaban ocho porteadores, y llevábamos las
cortinas descorridas para saludar a las personas que salían a vitorearnos.
Más tarde, ya en casa, entrelazados el uno en los brazos del otro, Tavio me
dijo:
—Así que quieres que perdone al hermano de Cecilia —dijo Tavio.
—Ten en cuenta que el tema lo has sacado tú, no yo.
—Pero quieres que perdone a esa víbora.
—Lo que quiero es que seas magnánimo, que seas clemente —dije.
—Pero, amor mío, ya sabes que no soy clemente. Lo que soy es rencoroso y
vengativo.
—Eres un ser de luz.
A continuación, el ser de luz me besó. Al día siguiente perdonó al hermano
de Cecilia, y partimos en dirección al campo.

En ocasiones Tavio hacía cosas que de otra forma no haría, simplemente con
el fin de contentarme a mí. Tal vez quería estar a la altura del hombre que yo
había soñado. No le quedó clara la cuestión de si perdonar al hermano de
Cecilia constituía una política sensata o no, ni siquiera después de haberlo
hecho. No dejaba de dar vueltas a las implicaciones que podía tener dicha
acción.
—Es un galimatías —me dijo mientras viajábamos juntos en un carruaje
cerrado, rodeados por todos lados de su guardia personal a caballo—. Me
pregunto cuánto ha de esforzarse alguien para que los demás lo teman o,
alternativamente, para que lo amen. No existe una respuesta clara.
—Oh, mejor para que lo amen —repuse yo, y lo cogí de la mano.
Él sonrió.
—En algunas relaciones, sin duda alguna. Pero ¿qué me dices de la vida
pública?
—Ya has logrado que te teman lo suficiente —dije—. Ahora es vital que la
nobleza te vea como un gobernante moderado y lo contrario de un hombre
sediento de sangre. Todos han de entender que tú eres un puerto seguro para
Roma, tras el derramamiento de sangre que ha habido en el pasado. Y entonces
te apoyarán.
—¿Así es como lo ves tú? —dijo Tavio con gesto pensativo.
—Estoy convencida de que un exceso de miedo puede conducir al odio y a
cometer actos de desesperación —dije—. Y de que se puede conciliar a
muchas personas mediante la bondad.
—Me parece que confías demasiado en lo que puede conseguir la bondad —
replicó Tavio—, pero estoy dispuesto a reflexionar más sobre ello.
Durante el resto del viaje, estuvimos hablando de temas más livianos.

La villa que poseía Tavio le había sido legada en el testamento de Julio


César. Recorrimos majestuosas estancias y vastos jardines, y dondequiera que
mirábamos veíamos obras de arte. Ya desde el principio de nuestra estancia
pudimos tendernos boca abajo en un liso enlosado de mármol después de
darnos un baño en la agradable agua tibia de la piscina, mientras unas esclavas
especialmente entrenadas nos daban un masaje. Giré la cabeza para mirar a
Tavio y le dije:
—¿Eres el propietario de esta villa y casi nunca vienes aquí?
—He estado ocupado —me respondió, esbozando una media sonrisa al
pronunciar semejante eufemismo.
—Sin embargo, tengo la impresión de que para ti no significa nada el dinero,
ni lo que se puede comprar con dinero.
—No. Con el dinero se puede comprar un ejército. Supone una gran ayuda
para hacer carrera en la política.
A pesar de la opulencia de cuanto nos rodeaba, nos entretuvimos en
pasatiempos más bien sencillos. Aún no estábamos en primavera, pero el
tiempo era suave. Nos sentíamos libres, podíamos salir sin que nos
acompañara permanentemente la sombra de los guardaespaldas. Había prados
y huertos por los que podíamos pasear sin fin. Y un día Tavio enganchó un
poni con sus propias manos a un carruaje abierto, pintado de rojo y con un
arnés de cuero rojo, y me llevó a dar un paseo por los huertos de su
propiedad.
Durante aquel paseo vimos un águila volando en lo alto. Daba la impresión
de seguir exactamente el mismo camino que nosotros. Tavio no apartaba la
vista de ella, y cuando la vio descender dijo:
—Mira. Lleva algo en las garras.
Y así era. Llevaba algo de color blanco. «Un ave», pensé yo. ¿Sería una
paloma? No, era algo más grande.
—A lo mejor es un águila hembra que ha estado cazando y ahora regresa al
nido para alimentar a sus polluelos —sugerí.
Pensé en mis pequeños Tiberio y Druso, que estaban en Roma con su padre.
Nunca me había separado de ellos, ni siquiera durante unos días. Aunque
aquel descanso estaba siendo muy placentero, los eché de menos.
De repente, el ave que llevaba el águila en sus garras se soltó de estas... o
bien el águila la dejó caer. Aleteando frenéticamente, se precipitó en dirección
al suelo y el águila se lanzó en picado para recuperarla. Se desvió justo en el
momento en el que el ave caía en mi regazo.
Me di cuenta de que era una gallina pequeña y blanca. En los costados tenía
sangre, a causa de las heridas que le habían hecho las garras del águila, pero
estaba viva. Me miró con unos ojos brillantes y negros. En el pico llevaba
aferrada una ramita con algunas hojas.
Tavio se me quedó mirando, boquiabierto.
Acaricié las plumas de la gallinita.
—Pobrecilla. ¿Tú crees que vivirá?
Tavio la observó más detenidamente, pero no para examinar sus heridas.
—Esa rama es de laurel.
—¿Estás seguro? —pregunté.
—Sí —contestó en tono tajante.
Había palidecido ligeramente. Los laureles no solo se asociaban con la
victoria, sino también con su patrón, el dios Apolo. Ambos sabíamos que
acababa de ocurrir algo muy extraño. Sí, quizá las águilas sueltan su presa de
vez en cuando y casualmente las personas que se encuentran debajo de ellas
las atrapan al vuelo. Pero lo de la rama de laurel no había forma de explicarlo.
—Debemos quedarnos con esa gallina —declaró Tavio—, encargarnos de
que se recupere de sus heridas y no hacerle ningún daño. El encargado de
cuidar de la granja habrá de poner la máxima atención en ello. Y en cuanto al
laurel, deberíamos entregárselo al jardinero y decirle que lo trate como si
fuera un injerto, a ver si es capaz de hacer crecer de él un arbusto nuevo. Estoy
seguro de que es lo que me diría un sacerdote que hiciera.
Afirmé con la cabeza. Después, como Tavio tenía un gesto tan serio, le dije:
—Es el presagio de una victoria, ¿verdad? ¡Tiene que serlo!
—Es el presagio de una victoria. Para ti.
—Pero recuerda, amado mío, «si tú eres Cayo, yo soy Caya». Es para los
dos, sin duda alguna.
—¿Una gallina con una rama de laurel, y que te ha caído a ti en el regazo?
No, a mí no me parece que sea un presagio referido a mí, Livia.
Lo miré con cara de consternación.
—No me malinterpretes —corrigió—. Me siento complacido. Es un
presagio muy afortunado.
Sin embargo, su tono no era el de una persona complacida. Regresamos en el
carruaje a la villa, ambos sin pronunciar palabra, yo todo el tiempo con la
gallina entre las manos. Creo que los dos nos sentíamos un tanto humillados.
Me vino a la memoria aquella ocasión en la que estuve varios días
sosteniendo un huevo entre las manos, deseando que al eclosionar naciera de
él un pollo macho, indicio de que yo iba a parir un varón. Ahora los dioses
habían depositado una gallina en mi regazo, una gallina que llevaba en el pico
el laurel de la victoria. ¿Podría haber en ello un reproche?
Más tarde, Tavio pareció alegrarse más por lo sucedido.
—Voy a hacerlo saber, naturalmente —me dijo mientras cenábamos—. Y
todas las personas cultas y de mundo tendrán por seguro que me lo he
inventado. Pero la gente común lo creerá y sentirá asombro y respeto. Esto
solo puede contribuir a nuestra estatura.
Ya había enviado un mensajero a Roma a toda prisa, con la misión de
consultar al Colegio de Augures qué significaba exactamente aquel presagio.
Los augures hicieron volver al mensajero con gran celeridad, junto con una
carta que Tavio leyó enseguida.
—Dicen que debo cuidar bien de esa gallina y plantar la rama, justo lo que
yo había pensado —me dijo Tavio—. Como ves, estaba en lo cierto.
—¿Y el significado del presagio?
—El águila es el símbolo de Roma —leyó en voz alta— y también un ave
sagrada que pertenece al padre Júpiter. La gallina es una hembra. El laurel
simboliza la victoria. Por lo tanto, entendemos que Júpiter otorga la victoria o
un gran beneficio a Roma, por medio de una hembra. —Tavio se volvió hacia
mí—. Concretamente, por medio de ti. —Me ofreció una leve sonrisa, a
regañadientes, y volvió a centrar la vista en la carta—. Aquí no dice nada de
mí, salvo... ah, sí, es obvio que los dioses aprueban mi casamiento, dado que
la gallina cayó en tu regazo mientras yo viajaba a tu lado.
Recordé que de pequeña deseaba realizar grandes hazañas por mi país, algo
que parecía estar fuera de mi alcance porque era mujer. Ahora los dioses
parecían decir que siendo la esposa de Tavio iba a poder conseguir grandes
cosas para Roma. Era maravilloso pensar que aquello podía ser cierto.
Aquella noche fui especialmente cariñosa con Tavio en la cama. Éramos
felices juntos, y los presagios y los veredictos de los augures ya no estaban en
nuestro pensamiento.

Los días de que disponíamos para estar juntos, libres de responsabilidades,


pasaron muy deprisa.
—Antes de que volvamos a Roma —me dijo Tavio una mañana—, hay un
sitio al que quiero ir. Hay un seguidor mío que lleva una temporada rogándome
que vaya a verlo. Se llama Vedio Polio. ¿El nombre te suena de algo?
Yo no lo conocía de nada.
—Es un tanto excéntrico —dijo Tavio—, pero sumamente rico, y era leal a
mi padre.
Al día siguiente partimos en un carruaje en dirección a la villa de Vedio,
acompañados por los guardaespaldas de Tavio. Nuestros días de bucólica paz
habían tocado a su fin. Como para hacer énfasis en ello, el tiempo se había
tornado frío. Iba a ser un viaje de tres horas, de modo que me envolví bien en
mi capa. Tavio, también abrigado, empezó a jadear un poco. Lo miré con
preocupación.
—A veces, el tiempo frío ejerce este efecto en mí —dijo en tono indiferente.
—Tal vez debiéramos visitar a Vedio en otra ocasión —propuse yo.
—Desde luego que no.
—Tavio...
—No estoy enfermo —insistió.
De modo que proseguimos.
La villa de Vedio parecía más una ciudad pequeña que una casa. Me apeé
del carruaje frente a la entrada principal y contemplé la envergadura de
aquella vivienda con los ojos muy abiertos a causa del asombro. Vedio salió a
recibirnos.
—¡César! —exclamó, y le dio un abrazo a Tavio—. ¡Y tu bella esposa! —A
mí no me abrazó, se contentó con agarrarme la mano y retorcérmela.
A pesar de tan cordial bienvenida, a primera vista Vedio no me cayó bien.
No me gustaron sus labios gruesos ni sus ojos saltones, ni el cabello grisáceo
que le orlaba la frente en bucles embadurnados de pomada y peinados hacia
delante para disimular el hecho de que estaba quedándose calvo. No me gustó
su mujer, Opimia, con aquella sonrisa ancha y frágil, ni la avidez que
mostraron los dos en exhibir la casa —más bien el palacio— en el que vivían.
Nos ofrecieron una visita guiada por una habitación tras otra, todas repletas de
exquisitas estatuas griegas de maestros famosos. También pasamos por delante
de murales de una vulgaridad increíble, en los que se veía a dioses y diosas en
actitudes sexuales. Por todas partes relucían el oro y la plata.
Nos condujeron hasta un balcón que daba a un estanque. El estanque, que
formaba un óvalo perfecto, se veía gris a causa del cielo nublado. Las orillas
estaban pavimentadas de mármol negro. En el aire flotaba un olor a rancio
nada agradable.
—Este estanque no es natural —nos informó Vedio—. ¿Creíais que lo era?
No, no. Lo he mandado construir yo. Llevó varios meses excavarlo.
Tavio y yo elogiamos profusamente el estanque, tal como esperaba Vedio.
—¿Y con qué diríais que lo he llenado? ¿Qué imaginas? —La pregunta iba
dirigida a mí.
—¿De peces? —sugerí.
—No, no. ¡De anguilas! Y no solo de eso. ¡También de lampreas! Tienen
dientes en la lengua, son capaces de clavársela a una persona y dejarla sin
sangre. ¡Imaginad que os atacase un centenar de ellas, dos centenares! ¡El que
se caiga dentro de ese estanque tendrá una muerte de lo más desagradable,
podéis creerme!
Tavio ya me había dicho que aquel individuo era excéntrico. No pregunté
por qué quería tener un estanque lleno de lampreas junto a su casa, lo que me
interesaba principalmente era marcharme de aquel balcón. Pero Tavio se
inclinó sobre la barandilla y observó el estanque intentando ver las lampreas
que acechaban en sus profundidades.
—¿Les das de comer?
—Por supuesto, César —repuso Vedio—. Cada vez que uno de mis esclavos
hace algo que me desagrada, ¡lo arrojo a las lampreas!
Aquello era lo que Vedio entendía como una broma. Tavio emitió una risita.
La visita continuó. Vimos más obras de arte, más muebles con filo de oro. En
comparación con aquella villa, la de Tavio —que a mí me había resultado
lujosa— parecía una simple casita de campo. Sin embargo, no sentí envidia,
sino un intenso deseo de marcharme de allí.
Durante toda la visita Tavio actuó como la amistad personificada; sin duda
estaba diciéndose a sí mismo que la amistad de un hombre tan
espectacularmente rico como Vedio podía serle de utilidad. En la casa la
temperatura era templada, pues había braseros de oro en todas las
habitaciones. Por lo menos había dejado de jadear.
Finalmente, Vedio nos condujo al comedor. Nos presentó a otros dos
invitados: una pareja joven, su sobrino y la esposa de este. Por todas partes
correteaban esclavos sirviéndonos enormes fuentes de comida. Nos
reclinamos en unos divanes de marfil cubiertos de cojines de seda verde y
bebimos vino dulce con carísimas copas de cristal que relucían como
diamantes. Debo reconocer que admiré aquellas copas, rara vez había visto
algo tan elegante.
—Menudo mural —ponderó Tavio, mirando la pared.
En ella estaba representado un centauro violando a una ninfa.
—Es de un realismo increíble, ¿no es cierto? —dijo el sobrino de Vedio.
Los esclavos trajeron el segundo plato, acompañado de un vino de diferente
añada. Las copas de cristal que estábamos utilizando fueron sustituidas por
otras nuevas, igual de hermosas. De repente se oyó un fuerte estrépito, y giré la
cabeza para ver qué había sido. A uno de los esclavos se le había caído una
copa. Era un joven larguirucho de rostro delgado. Se había quedado inmóvil
como una piedra, contemplando los cristales rotos en el suelo. Parecía un
cadáver, con la cara verdosa.
—¡Serás idiota! —le gritó Vedio al tiempo que se levantaba de su diván y
corría hacia él. Tuve la seguridad de que se proponía golpearlo.
«En fin, estas escenas se ven incluso en las casas de las personas de buena
educación», me dije. Un sirviente derrama un poco de vino y su ama le
propina una bofetada. O un cocinero echa a perder la cena y su amo insiste en
azotarlo delante de los invitados. Personalmente, a mí dichas escenas me
resultaban repulsivas, pero no se le puede decir a otra persona cómo debe
tratar a sus esclavos.
En cambio, Vedio no le puso un dedo encima al joven que había roto la copa.
—Crito, ¿sabes lo que significa esto? —le chilló—. ¡Pues te lo voy a decir,
torpe necio! ¡Significa que vas de cabeza a las lampreas!
Se me encogió el estómago, pero pensé: «Naturalmente, no lo dice en serio.
¿Quién iba a condenar a un hombre a ser devorado vivo por haber roto una
copa?» Miré a Tavio, y él me sonrió a medias y meneó la cabeza en un gesto
negativo. Estaba pensando lo mismo que yo, que estábamos presenciando una
cruel escena de teatro, y nada más.
Observé al esclavo. Sus ojos giraban de un lado a otro, como enloquecidos.
Había tomado lo que acababa de decir su amo al pie de la letra.
Vedio dio una palmada y gritó:
—¡Lecto! ¡Brumio! ¡Faedo! —Al instante irrumpieron en el comedor otros
tres esclavos, los tres muy fornidos—. ¡A las lampreas!
Los esclavos fueron a por Crito, el cual comenzó a retroceder mirando a su
alrededor, en busca de una vía de escape. De repente se hincó de rodillas ante
el diván en el que estábamos reclinados Tavio y yo. Asió el borde de la toga
de Tavio y suplicó:
—¡Señor, sálvame! ¡Sálvame, te lo ruego!
Tavio respondió con una sonrisa, una sonrisa más bien tensa y violenta.
—Crito, tu amo no tiene la intención de arrojarte a las lampreas. —A
continuación miró a Vedio y, sin dejar de sonreír pero con un tono afilado en la
voz, dijo—: Estoy seguro de que Crito ha aprendido la lección y no volverá a
romper ninguna copa más. De todas formas, esto ya ha durado bastante, ¿no
crees?
—En eso tienes razón, César —repuso Vedio—: No volverá a romper
ninguna copa más.
Tavio se puso rígido y la sonrisa se borró de su cara.
—No estás hablando en serio.
—Ya lo creo que sí —dijo Vedio.
—Por los dioses, Vedio —dijo Tavio—, esto es absurdo. Aunque no tengas
ningún atisbo de humanidad, es una tontería desperdiciar a un esclavo valioso.
—A mí me merece la pena —replicó Vedio.
—¿Por una copa? —Tavio lo miró fijamente—. ¿No te parece un poco
desproporcionado hacer que un hombre sea devorado vivo por haber roto una
copa?
Imaginé que yo era Crito, allí de rodillas en el suelo, escuchando aquella
conversación.
—Es mi esclavo, y puedo hacer con él lo que se me antoje —insistió Vedio.
—Nadie está sugiriendo lo contrario —replicó Tavio.
Crito dejó escapar un quejido.
—Vedio —dijo Tavio—, te agradecería que cambiaras de opinión. Ya ves
que este hombre ha acudido a mí pidiendo socorro, y me siento un tanto
obligado. —Consiguió hablar como si estuviera pidiendo un favor normal a
una persona razonable.
—Lamento no poder complacerte, César —contestó Vedio.
Nadie debía interferir nunca entre amo y esclavo, aquello era lo que me
habían enseñado siempre. Pero se me encogió el corazón cuando Vedio hizo
una seña a los tres hombres que había llamado para que se llevaran a Crito.
Miré a Tavio. Tenía los labios apretados con fuerza y las facciones contraídas.
«De modo que vamos a presenciar esta terrible escena y a permitir que tenga
lugar», pensé para mis adentros. Busqué rápidamente algo que decir que
conmoviera a Vedio, pero ¿qué podía tener efecto en aquel demente?
—¡Aulo! —resonó de pronto la voz de Tavio.
El jefe de su guardia personal vino corriendo desde el atrio, seguido por
cinco soldados.
—Recoge todos los objetos de cristal que haya en esta casa y tráelos aquí —
le ordenó Tavio—. Todos y cada uno, ¿has entendido?
Aulo se lo quedó mirando un instante, después giró sobre sus talones y salió
con sus hombres a cumplir la orden de Tavio. Todos los que estábamos en
aquel comedor nos quedamos inmóviles: Crito arrodillado en el suelo, los
esclavos que iban a llevárselo, Vedio, los demás huéspedes. Todas las miradas
estaban fijas en Tavio.
Tavio se levantó, cogió la copa de la que había estado bebiendo, la miró
durante unos instantes como si estuviera calculando lo que valía y, a
continuación, medio llena de vino como estaba, la arrojó contra el suelo,
donde explotó y se hizo añicos.
—¡César! —gimió Vedio, igual que si acabaran de sacrificar a un hijo suyo.
Tavio no le hizo caso. Se volvió hacia mí y, sin pronunciar palabra, extendió
la mano para que le entregara mi copa. Estaba blanco de rabia, sus ojos eran
como dos llamaradas azules. Arrojó mi copa al suelo. Acto seguido, hizo lo
mismo con todos los comensales, de uno en uno. Nadie dijo nada. Todos le
entregaron su copa de cristal. Todas acabaron hechas añicos.
Por último, Tavio fue hasta el lugar de la mesa que correspondía a Vedio,
cogió su copa y la rompió como las demás. Quedamos rodeados de vino
derramado y cristales rotos. A aquellas alturas, los guardaespaldas ya estaban
haciendo acopio de una verdadera fortuna en cristal fino. Tavio les indicó que
lo pusieran encima de una mesa auxiliar, pero esta ya estaba atestada de platos
y fuentes. Los apartó barriéndolos con el brazo y fueron a estrellarse contra el
suelo. Los guardaespaldas depositaron todos los objetos de cristal en la mesa;
había copas, jarras y más de un decantador. Tavio los contempló durante unos
momentos.
—Rompedlo todo —ordenó.
Los guardias rompieron todas las piezas de cristal arrojándolas al suelo.
Vedio permanecía inmóvil, como un conejo viendo descender a un halcón.
Crito, que seguía de rodillas, ahora estaba rodeado de pedazos de cristal, con
la misma cara que debió de poner Pandora cuando abrió la caja y soltó sin
querer todos los demonios del mundo. Hasta los guardaespaldas, que ahora
habían adoptado la posición de firmes, estaban asustados. En cuanto a mí, ni
me moví ni dije nada; no tenía ni idea de lo que mi esposo iba a hacer a
continuación.
Tavio respiró hondo, bajó la vista hacia Crito, lo señaló y dijo:
—Eres libre.
El esclavo dejó escapar un grito de alegría e incredulidad y se abrazó a las
rodillas de César en un gesto de gratitud.
Tavio se volvió hacia Vedio, que estaba al otro lado de la mesa. En aquel
momento yo sentí auténtico terror. La fuerza de aquella mirada, una fuerza
letal, aunque no iba dirigida a mí me provocó un escalofrío. Vedio se echó a
temblar. Imagino que esperaba que Tavio ordenara que lo arrojasen a las
lampreas, y yo también lo esperé a medias. Pero no.
—Vas a cegar ese estanque. ¿Me has entendido?
—Sí, César.
—Espero no tener que oír de nuevo que has hecho nada parecido a lo de hoy.
Vedio cogió la mano de Tavio y la besó.
Tavio se limpió la mano con una servilleta, como si se la hubieran manchado
de lodo. Dijo unas palabras a uno de sus guardaespaldas, las disposiciones
oficiales para que se liberase a Crito. Después se volvió hacia mí.
—Ven —me dijo, y salió de la casa de Vedio con tanta prisa que casi tuve
que echar a correr para alcanzarlo.
Cuando ya estábamos de nuevo en nuestro carruaje, de regreso a la villa,
Tavio me dijo:
—De verdad iba a hacer que devorasen vivo a un ser humano por haber roto
una copa. Dioses, bien sé yo que los hombres son escoria y que el mundo está
lleno de inmundicia, pero jamás hubiera creído posible semejante barbarie.
Acababan de vulnerar su sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y
la cólera que había desplegado estaba fundamentada. «Desdichado aquel que
provoque esta cólera en César», pensé yo.
Aquella faceta suya, que era tan justa, me llegó muy hondo. Hasta entonces la
había visto tan solo insinuada, pues él la ocultaba en su interior. «Ya imagino
quién podría haber sido —me dije— si hubiera nacido cien años antes, cuando
en el mundo había menos inmundicia. Ya imagino el adalid de la rectitud y de
la justicia que habría sido.»
Cuando estábamos ya a una o dos millas de la mansión de Vedio, Tavio
empezó a jadear como antes. Dicho jadeo fue empeorando a medida que
avanzábamos, hasta que su respiración se volvió entrecortada y superficial.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté, temerosa.
—Nada —jadeó.
—Necesitas un médico.
Me miró con enfado.
—¿No me has oído? He dicho que no me ocurre nada.
Poco después, estando yo de nuevo en Roma, y aprovechando que Tavio se
había ausentado para ir a supervisar los últimos preparativos para la invasión
de Sicilia, invité a Mecenas a una entrevista en privado. Estuvimos
conversando, y le conté que Tavio había roto todas las piezas de cristal que
había en la villa de Vedio. Mecenas rio divertido.
—¿Todas las piezas? ¡Muy apropiado! Voy a encargarme de que esta historia
se propague a los cuatro vientos. Contribuirá a su leyenda.
—Sí. Pero en estos momentos su leyenda me preocupa menos que él. —Y
pasé al objeto de nuestra entrevista—: ¿Qué puedes decirme de la salud de mi
esposo?
—La persona a la que debes preguntar eso es, sin duda, César —repuso
Mecenas.
—No me digas eso, por favor. Si uno le insinúa que no se encuentra bien, se
lo toma como un insulto. Pero no se encuentra bien. ¿Por qué no puede respirar
como es debido cuando hace frío?
Mecenas lanzó un profundo suspiro.
—Livia, mi querida Livia, reina de todas las mujeres de Roma, flor de todo
el mundo, por la que yo cruzaría ríos y escalaría montañas, lucharía con
leones, caminaría sobre el fuego... ¿no ves que me estás poniendo en una
posición incómoda?
Sí que lo veía. Por otra parte, Mecenas deseaba contar con mi amistad. Le
gustaba el papel de sabio guía de la esposa de Tavio. Pero le guardaba los
secretos a Tavio y tenía mucho cuidado de no traicionarlo.
—Cuando está en Roma, casi todas las mañanas va al Campo de Marte a
hacer ejercicios militares —dije—. A mí me da la sensación de que lo odia,
pero lo hace. Suele regresar cojeando, y si le pregunto qué ha ocurrido, me
cuenta siempre una historia distinta: que le dio un tirón en un músculo mientras
montaba, o que tropezó mientras practicaba con la espada. Pero me he fijado
en que siempre es la pierna derecha la que le duele, nunca la izquierda.
Además, come solo unos cuantos alimentos, muy pocos, ahora que lo pienso.
Su modo de comer es peculiar, le quita la salsa a la carne, como si fuera
veneno.
—Así que le gusta seguir una dieta sencilla —dijo Mecenas.
A mí me invadían la frustración y el miedo. A Tavio le ocurría algo, algo
grave, y nadie quería decirme qué era.
—Embustero —le respondí—. ¿Cómo puedes mentirme y mirarme a los
ojos?
Mecenas se pasó una mano por la cara.
—Dime la verdad. Por los dioses, soy su esposa. ¿Por qué ha de ocultarme
información a mí?
—Piensa en su situación. Necesita proyectar la imagen de un ser fuerte e
invencible.
—Un ser invencible... ¿conmigo?
—¿Acaso esperas una confianza instantánea y total? Ya te permite que leas
su correo. Ten un poco de paciencia.
—¿Que tenga un poco de paciencia? Si sufre una enfermedad fatal, me
gustaría saberlo.
Mecenas sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—No es así. Cuando éramos más jóvenes y él se ponía enfermo, yo guardaba
vigilia junto a su cama, después me iba a casa y lloraba. Pero él siempre
volvía a recuperarse totalmente. Por fin comprendí que es una de esas
personas que nunca están bien del todo, pero que probablemente vivirá más
años que yo.
—¿Qué es lo que le ocurre?
—Un poco de esto y un poco de lo otro. —Nos encontrábamos en una
pequeña salita y yo había pedido que nos trajeran fruta, nueces y vino, todo
servido en una mesita auxiliar. Mecenas se comió un higo con el ceño
fruncido, luego suspiró y prosiguió—: Sufre una debilidad en el costado
derecho, por eso cojea a veces. Si hace demasiado frío o demasiado calor,
tiene dificultades para respirar. No sé cuál es el motivo. Es algo extraño. No
soporta el humo ni el polvo, ni... En cierta ocasión lo picó una abeja, se hinchó
y estuvo a punto de morir. Hay muchas cosas que no puede comer, porque si
las come se pone a vomitar sin parar.
—¿Se pone a vomitar?
—Livia, te ruego que no te preocupes tanto —dijo Mecenas—. Sus
problemas de salud van y vienen, pero él jamás permitirá que le impidan
realizar su actividad normal. Y, desde luego, no acabarán con su vida.
—¿Cómo sabes que no?
—Conozco su fuerza de voluntad. Hará aquello para lo que ha venido al
mundo.
—¿Y cómo demonios es capaz de marcharse a dirigir un ejército siendo
tan... enfermizo?
Mecenas miró en derredor, como si temiera que pudiera haber alguien
oyéndonos.
—Por favor —dijo—, que nunca te oigan llamarle eso, y sobre todo que no
te oiga él. —Y agregó—: ¿Sabes lo que me ocurrirá a mí si se entera de que he
estado hablando de esto contigo?
—¿Qué?
Mecenas se pasó un dedo por el cuello.
—¿De verdad?
—No —la tranquilizó con una sonrisa—. Pero se pondrá furioso. Así que sé
discreta, te lo ruego.
No traicioné la confianza de Mecenas. Y cuando Tavio regresó para terminar
con otros asuntos de trabajo en casa antes de partir para la guerra, me abstuve
de decirle que no podía marcharse porque no estaba en condiciones. La niña
que era yo a los catorce años sí que se lo habría dicho; pero la mujer sabía
que su esposo iría con independencia de lo que dijera ella.

—Querido —murmuré una noche en la cama—, tengo una cosa importante


que pedirte.
Tavio dejó de mordisquearme el cuello un momento.
—¿Qué es lo que quieres?
«Te quiero a ti, a salvo y en casa. Quiero que acaben las guerras civiles.»
—Cuando te hayas ido, debería haber una persona fiel de verdad que
supervise nuestras finanzas. Y creo que esa persona debería ser yo.
Soltó una risita.
—Te gusta estar al mando, ¿eh? ¿Sabes a quién me recuerdas? —Y me
susurró al oído—: A mí mismo.
Justo unos días antes había pensado en vender una pequeña granja que
formaba parte de mi dote. Naturalmente, para ello tenía que pedirle permiso a
Tavio, ya que, al ser mi esposo, era el guardián de mis finanzas, y debía
estampar su sello en todas las transacciones comerciales que hiciera yo.
Accedió de buen grado a mi petición, y, aun así, yo me sentí furiosa, como si
me humillara el hecho de tener que pedirle permiso. Yo lo estaba ayudando a
gobernar Roma, y, sin embargo, en cumplimiento de la ley que se aplicaba a
las mujeres, no podía disponer libremente de una parte de mi propia herencia.
Desde luego, no quería que ningún factótum varón controlase todo nuestro
dinero mientras Tavio estuviera ausente.
—Mientras tú no estés, tu sello puedo llevarlo yo.
—Oh, déjame que estudie ese punto —dijo Tavio. Pero por su tono deduje
que iba a consentir.
En efecto, me entregó su sello sin que yo tuviera necesidad de pedírselo otra
vez. Pero lo que yo más ansiaba —la paz— no iba a obtenerlo tan fácilmente.
Unos días más tarde estaba yo en el atrio estrechamente abrazada a Tavio. El
miedo de perderlo me había convertido en una cobarde. El hecho de conocer
los males que aquejaban a Tavio me desgarraba por dentro. La vida militar era
muy difícil. ¿Qué ocurriría si las penurias lo hacían caer gravemente enfermo?
Deseé poder ir yo en su lugar a la guerra. Por lo menos yo no sufría aquella
pléyade de dolencias físicas.
La mujer que fríamente había pedido hacerse cargo de las riendas de la
economía familiar mientras su esposo estuviera ausente, aquella mujer había
desaparecido. Tenía la sensación de que se había roto algo en mi interior. Me
acordé de la última vez que me despedí de mi padre, y apreté la cara contra el
hombro de Tavio. Noté el metal de su peto duro al tacto. La guerra civil me
había quitado a mis padres, y ahora iba a robarme al amor de vida, así que
rompí a llorar.
Tavio no había previsto una despedida semejante.
—Livia, por favor, no hagas esto.
—Te amo demasiado —repuse.
—Por los dioses, voy a volver.
«¿Cómo lo sabes?»
—Sécate las lágrimas, ¿de acuerdo?
—Perdóname. Volverás triunfal a casa, y entonces reiré por lo necia que he
sido.
Tavio me besó, y yo lo dejé partir.

Cuidé de nuestros asuntos en Roma. Fueron transcurriendo los meses,


solitarios. Aguardaba a recibir la noticia de que se había obtenido el éxito en
Sicilia y sentía pánico, un pánico que no estaba totalmente fuera de lugar. Un
día llegó un mensaje de Tavio:

Amor mío, la invasión no ha tenido éxito. Tendremos que intentarlo


de nuevo. Vuelvo a casa. Te ruego que, por más decepción que pueda
causarte esta noticia, conserves una expresión alegre en el rostro
cuando estés en presencia de otras personas. Que sepan que yo sigo al
mando.

Estaba vivo y volvía a casa. Aquello era lo que más me importaba a mí.
Pero cuando su flota se enfrentó a la de Sexto Pompeyo en el mar, fue
derrotada. En todas las batallas que había librado anteriormente, su bando
había sido el vencedor. Salir siempre victorioso era en parte lo que lo había
mantenido en el poder. Temí que, al verlo debilitado, todos los que había
sometido a su mando solo por miedo se sintieran ahora envalentonados. Bien
podía ser que sus enemigos políticos no tardasen en saltar sobre él como una
jauría de perros rabiosos.
12

Me encontraba en el borde de nuestro pequeño jardín. Tiberio Nerón se


había tomado unos días de asueto y había dejado nuestros dos hijos a mi
cargo. Rubria también había venido a quedarse conmigo. Druso estaba en su
cuna, sumido en dulces sueños, mi recién nacido perfecto que rara vez lloraba,
pero que al despertarse extendía sus manitas hacia mí. Al lado de Druso, en
otra cuna, dormía Julia. Rubria los vigilaba a ambos.
Mientras tanto, el pequeño Tiberio jugaba a las batallas lanzando mandobles
a los rosales con su pequeña espada de madera.
—Eso es —le decía yo—, lucha con fuerza. Serás el vencedor.
Me dirigió una mirada fugaz. Tenía exactamente mis mismos ojos: separados
y más grandes de lo normal. Después reanudó la pelea contra su enemigo
imaginario. Tiberio Nerón le había enseñado a sostener una espada y, a sus
cuatro años de edad, ya sabía mantenerla cerca del cuerpo salvo cuando tenía
que asestar un golpe. Al contemplarlo sentí que me invadía una oleada de
orgullo.
Me senté al lado de Rubria.
—He recibido carta de mi esposo. La invasión no ha tenido lugar, habrá que
volver a intentarlo.
Me miró con gesto interrogante.
—Se trata de un contratiempo, eso es todo —dije.
Rubria, aquella plebeya tan distinta de mí, se había convertido en mi
confidente. Estudió mi rostro durante unos instantes y acto seguido se relajó.
«Estupendo —pensé yo—, si Rubria no sabe que en lo más hondo de mí en
realidad estoy afligida, no lo sabrá nadie más.»
Mi mente rebosaba de inquietud. Tras una derrota, ¿seguiría conservando
Tavio la lealtad de Roma? Sexto, hijo de un hombre famoso, contaba con un
atractivo propio, y al pueblo le gustaban los vencedores. ¿Cómo podía yo
ayudar a mi esposo?
—Si quisieras granjearte el cariño del pueblo de Roma, ¿qué harías? —le
pregunté a Rubria.
Se quedó con la mirada perdida en el jardín, y no supe si estaba pensando o
era que no había oído mi pregunta. Al final dijo en tono grave:
—Haría algo para solucionar el problema de los incendios en las ínsulas.
Me di cuenta de que estaba acordándose de su esposo y su hijo muertos.
Las viviendas de tres y cuatro pisos de las áreas más pobres de Roma eran
fácil pasto de las llamas. Había brigadas privadas que apagaban el fuego, pero
solo si los vecinos podían pagarles. Podía ocurrir que el propietario de una
ínsula perdiera el tiempo regateando el precio con desesperación mientras
ardía su casa. Y, entretanto, el fuego devoraba también los edificios
colindantes.
Sentí una punzada de dolor al acordarme de la pérdida que había sufrido
Rubria. Sabía que ella no quería que aludiera a aquel suceso, de modo que,
como si la cosa no tuviera nada que ver con ella, comenté:
—Tengo entendido que en algunas ciudades hay brigadas contra incendios
que están siempre alerta. Pero en Roma nunca las hemos tenido.
Imaginé cómo sería verse atrapado en el interior de una ínsula en llamas. Yo
misma había estado a punto de morir a causa del fuego, y las imágenes
mentales que conservaba eran muy vívidas. Con un escalofrío, decidí que
Roma habría de tener brigadas públicas contra incendios.

En los días siguientes, mientras esperaba a que Tavio volviera a Roma,


fueron llegando detalles acerca de la derrota sufrida. Había habido una batalla
en el mar. Sexto —al que le gustaba que lo llamaran Neptuno— había
organizado su contingente de manera muy hábil. El almirante que iba al mando
de las fuerzas de Tavio se vio totalmente superado. Más de la mitad de sus
galeras se hundieron. El propio Tavio estuvo a punto de ahogarse y tuvo suerte
de salir vivo. Perecieron muchos hombres.
Hice lo que me había pedido Tavio: acudí al teatro y a las carreras; cené
casi todas las noches con senadores y sus esposas; mantuve una expresión
alegre en la cara.
—¿Cómo está César? ¿Tienes noticias de él? —me preguntaban los
senadores—. ¿Cómo quedan ahora las cosas en la guerra?
Yo suspiraba y meneaba la cabeza.
—César... pues se encuentra bien, pero no está contento. —¿Quién iba a
creerme si dijera que sí que estaba contento?— Me ha escrito para decirme
que tendrá que repetir la invasión, cosa que le irrita sobremanera, como
puedes imaginar. Odia los retrasos.
Después apoyaba una mano en el brazo del senador y le preguntaba qué
opinaba él de la idea de crear en Roma brigadas públicas contra el fuego.
¿Cómo habría que proceder? ¿Y sería muy caro?
Quizás al despedirnos el senador se fue pensando: «En fin, supongo que el
desastre de Sicilia no es irreparable. La esposa de César está alegre. De
hecho, lo único de lo que quiere hablar es de brigadas públicas contra el
fuego.»
Aquella era, al menos, mi esperanza.

Un mes después de recibir la primera noticia de la derrota de Sicilia, oí un


estrépito en el atrio y encontré allí a Tavio con un grupo de militares de alto
rango. Me entraron ganas de arrojarme en los brazos de mi esposo. Cuando me
acerqué a él, se le reflejó en el semblante lo que sentía: me había echado de
menos. De repente su expresión cambió y pasó a ser la de un hombre
controlado, un comandante rodeado de sus oficiales.
—Bienvenido a casa, querido —lo recibí sonriente. A continuación, saludé a
los soldados con elegancia, como si fueran los invitados de una cena.
Tavio jadeaba con cada inspiración que hacía, y no pude evitar mirarlo con
gesto de ansiedad.
—He pillado un leve resfriado —dijo.
—Precisamente ahora me estaba hablando Mucia de una bebida medicinal
hecha de hierbas, muy buena para los resfriados de cabeza —repuse—. Voy a
prepararte un poco.
Lo dejé con sus oficiales, fui a la cocina y di instrucciones al cocinero para
que preparase una bebida caliente. Después salí al pasillo que conducía al
atrio y escuché retazos de conversación. Me enteré de que Sexto no
representaba un peligro inmediato para nosotros; sin embargo, Tavio estaba
decidido a lanzar otra invasión a no mucho tardar. No se percibía entusiasmo
en los oficiales, hasta que le oí decir:
—Al frente irá Agripa.
Al momento se hizo palpable el alivio que sintieron todos.
Agripa acababa de obtener una enorme victoria en la Galia, lo cual era
bueno, por supuesto; nuestra situación sería horrible si ya lleváramos perdidas
dos guerras. Pero el contraste entre el fracaso de Tavio y el glorioso triunfo de
su amigo llamaba la atención. Aun así, al escuchar hablar a Tavio percibí solo
seguridad en sí mismo. Ni siquiera yo era capaz de distinguir bien cuánto
había en ella de fingimiento. Pero no podía evitar toser.
Una vez que se hubieron marchado los oficiales, Tavio no vino a buscarme a
mí tal como yo había esperado. Lo hallé en su estudio, examinando la
correspondencia que yo le había ido apartando para que la leyera.
—¿Vas a sentarte ahí a leer cartas... ahora?
Alzó la vista de los documentos. Vi en su rostro una chispa de emoción, pero
pasó antes de que pudiera descifrarla.
—¿Qué te gustaría que hiciera? —me preguntó en tono frío—. ¿Sentarme a
llorar?
—Me gustaría que me explicaras cuál es nuestra situación.
—Hemos perdido, de modo que prepararemos otra invasión, y esta vez
triunfaremos.
En aquel momento llegó el cocinero trayendo una copa rebosante del
remedio de Mucia. Se la acerqué a Tavio a los labios y él bebió un sorbo.
—Por lo menos no sabe tan mal como huele —comentó.
—Bébetelo todo.
Tavio hizo una mueca de desagrado, pero cogió la copa y empezó a beber.
Le acaricié el cabello.
—Te he echado de menos.
Afirmó con la cabeza. Estaba muy serio; percibí que en su interior debía de
estar reviviendo la derrota.
—Quiero organizar que en Roma haya unas brigadas públicas para apagar
incendios —dije con la intención de distraerlo—. Ya tengo planes y cifras.
—No es un buen momento para hacer un desembolso importante de dinero
público.
—Costarán menos de lo que probablemente imaginas.
—¿Cuánto, exactamente?
Decía mucho de nosotros, supongo, el hecho de que fuéramos capaces de
dejar a un lado el tema de la derrota sufrida en Sicilia y ponernos a hablar de
brigadas públicas contra incendios.
Aquella misma tarde Tavio llamó a Mecenas.
—Quiero que vayas a Atenas a entrevistarte con Marco Antonio —le dijo—.
Tú y mi hermana deberéis persuadirlo de que le interesa ayudarme a destruir a
Sexto.
Estando allí sentada, escuchando, sentí que algo en mi interior se encogía al
oír aquellas palabras: «destruir a Sexto». Sexto no me había mostrado más que
bondad, y en cambio él y mi esposo se hallaban enzarzados en una lucha a vida
o muerte. Iba a tener que endurecer mi corazón.
—Lo que querrá Antonio —dijo Mecenas— es la promesa de que tú lo
ayudarás cuando invada Partia.
En aquel momento, Antonio estaba planeando convertirse en otro Alejandro
Magno conquistando el imperio de los partos.
Tavio asintió.
—Mientras tanto, ¿piensas traer a casa a Agripa? —preguntó Mecenas.
—Por supuesto. —Tavio desvió la mirada—. Es una gran victoria, la que ha
obtenido en la Galia. Por derecho, se merece una celebración.
Mecenas arrugó el entrecejo.
Celebrar públicamente la victoria de Agripa —poner énfasis en ella después
de que el propio Tavio hubiera sufrido una tremenda derrota— sería como
anunciar a Roma cuál de los dos era un gran general. Pero todos los
comandantes soñaban con recorrer las calles de Roma subidos al carro del
triunfador. Negando a Agripa aquella celebración corría el riesgo de alejar de
sí al amigo que más necesitaba en aquellos momentos.
—¿Tienes la intención de otorgar a Agripa la celebración triunfal que se
merece? —le dije.
Tavio me miró durante largos instantes, y finalmente asintió con un gesto.
—¿Te importa ayudarme a escribirle una carta? —me preguntó cuando ya
Mecenas se había ido—. No sé si daré con el tono de felicitación adecuado.
La carta dirigida a Agripa se envió a la Galia aquel mismo día, y la
respuesta llegó a la velocidad del rayo. Me senté con Tavio en su estudio para
leerla. Tragó saliva y puso cara de desconcierto.
—¿Qué es lo que dice, por los dioses? —exclamé. Ya me imaginaba un
desastre: Agripa, henchido de orgullo, negándose a venir a Roma a ayudarnos
y poniéndose en contra de Tavio.
—Dice que vendrá a Roma de inmediato y que derrotaremos a Sexto. Y que
se siente lleno de una gratitud infinita y que jamás olvidará que en un momento
así le he ofrecido una celebración pública. Solo por las breves líneas que ha
escrito, veo lo mucho que ha significado para él, pero se niega a que le
organice una ceremonia así en este momento.
—¿Por qué?
—«Ahora no resultaría apropiado» —leyó Tavio literalmente. Meneó la
cabeza en un gesto de perplejidad y añadió—: Eso es todo lo que dice.

Mecenas escribió desde Grecia diciendo que Antonio deseaba hablar


personalmente con Tavio acerca de aliarse con él en la guerra contra Sexto.
Tavio accedió a encontrarse con él en la ciudad de Tarento, y quería que lo
acompañara yo. En cierto sentido, iba a ser una reunión familiar, puesto que
también iba a acudir la hermana de Tavio, a la que yo no conocía en persona.
Pero de ningún modo íbamos a obligar a los niños a hacer un incómodo viaje
por terrenos pantanosos; de Julia, gustosamente se haría cargo su madre, y mis
hijos en cualquier caso no vivían conmigo. Estaríamos ausentes menos de un
mes. Con todo, yo dudé en dejarlos, en dejarlos a los tres, porque también me
encargaba de supervisar la crianza de Julia como si fuera hija mía. Pero al
final concedí prioridad a las necesidades de Tavio y me despedí de los
pequeños con un beso.
Tavio y yo viajamos durante cinco días en carro y, tras un trayecto sin
incidentes, llegamos a Tarento. Se trataba de una ciudad pequeña, preciosa,
llena de relucientes edificios de mármol y de exquisitas estatuas públicas. Se
hallaba situada en el sur de Italia, pero la habían fundado los griegos. Allí
tenía Antonio una villa. Recibió a Tavio con una exclamación bulliciosa y le
dio un abrazo, y a continuación me abrazó también a mí. Octavia se mostró
más discreta en su saludo, pero capté una expresión de cálido afecto en su
rostro cuando vio a Tavio.
Tavio me había dicho en una ocasión que a su hermana le caía bien casi todo
el mundo; bueno, pues yo no le caí nada bien. Me di cuenta desde el principio.
Cuando me saludó sonriente, sus ojos, azules como los de Tavio, carecían de
toda afectuosidad.
—Estoy muy contenta de haber tenido por fin la oportunidad de conocerte —
me dijo en el tono de voz forzado y típico de un embustero poco hábil.
A sus veintisiete años, poseía una piel blanca como la leche y un aspecto
juvenil. Tenía algo que uno espera encontrar en las vírgenes vestales pero no
suele encontrarlo: un aire ajeno al mundo terrenal. Encinta del primer hijo de
Antonio, ya era madre de un niño y dos niñas de su primer esposo, un maduro
senador con el que se había casado a la edad de quince años. Si no me
engañaba mi intuición, en su primer matrimonio no había habido pasión
alguna, y Antonio tampoco había despertado ningún ardor en ella; debía de
estar al corriente de que Cleopatra le había dado a Antonio unos niños
gemelos y que la gente todavía hablaba del escándalo de su aventura amorosa.
No creo que se le hubiese ocurrido que debería intentar competir en aquel
campo en particular, en el que todos los premios se los llevaba Cleopatra. Sin
embargo, era consciente de que, ante el mundo romano, ella tenía la
responsabilidad de contribuir al mantenimiento de la paz y la amistad entre su
hermano y su esposo. Yo sabía, gracias a las cartas que le había escrito a
Tavio y que este a menudo leía conmigo, que hacía cuanto estaba en su mano
para que cada uno viera al otro de la manera más positiva.
Dado el poder de Antonio, muchas mujeres lo habrían considerado un
esposo sumamente deseable. Pero junto con los requisitos previos del rango
había que aceptar al propio Antonio, y yo dudaba que fuera, ni remotamente, el
compañero que Octavia habría escogido basándose en la afinidad personal.
Tavio hablaba de ella casi en tono reverencial, a veces con un leve sentimiento
de culpa. Era consciente de la pesada carga que había depositado sobre sus
hombros, y apreciaba el hecho de que ella nunca le hiciera el más mínimo
reproche, ni siquiera de forma implícita dando la impresión de no ser feliz.
¿Cómo podríamos habernos caído bien Octavia y yo? Cuando me miraba,
veía una mujer que había abandonado esposo e hijos —que había abandonado
su deber, cuando para Octavia el deber era toda su vida— para casarse por
amor. Y yo veía en ella la personificación de un ideal femenino que yo solo
podría haber alcanzado anulándome por completo.
En el interior de la villa, nuestros respectivos maridos intentaban decidir el
destino del mundo; entretanto, ella y yo pasamos muchas horas sentadas en un
fragante jardín, entre iris y rosales, soportando cada una la compañía de la
otra y sosteniendo interminables conversaciones acerca de nuestros hijos y de
asuntos domésticos. Rara vez me ha resultado tan difícil conversar con
alguien. Ambas nos mostramos cautelosas de entrada ante la posibilidad de
sacar el tema de la política. Con Octavia, ni siquiera podía hablar de vestidos
ni de peinados, porque no mostró tener interés por ninguna de esas dos cosas.
Al final descubrí que leía mucho, mucho más de lo que podía leer yo por
razones de tiempo, así que empezamos a hablar de poesía, sobre todo de los
poetas nuevos que había descubierto Mecenas y con los cuales actuaba como
patrocinador. De pronto dijo:
—¿Sabías que hubo una época en la que Tavio quería ser poeta?
—Y escribir obras de teatro. Sí, lo sabía.
—De pequeño, escribía poemas muy bellos. Mi madre los iba guardando,
pero no pude encontrarlos después de su fallecimiento. Es una lástima, porque
yo quería que se hubieran conservado. Ya no escribe poemas, ¿verdad?
—¿Y cuándo iba a tener tiempo para eso?
—Es como si hubiera matado una parte de sí mismo.
Me la quedé mirando fijamente.
—Me refiero a lo de abandonar la poesía. —Se mordió el labio y evitó mi
mirada.
Finalmente abordé el tema que más espacio ocupaba en mi mente.
—¿Tú crees que Antonio lo ayudará con la guerra?
—Oh, sí. Se sumará a lo de declarar proscrito a Sexto y entregará varios
barcos a Tavio, y después, cuando se marche a Partia, esperará que Tavio le
preste unas cuantas legiones. Para librar otra guerra más. —Dejó escapar un
largo suspiro—. Al menos esto podría generar buena voluntad entre ellos,
pero no será así, a causa del modo en que lo está haciendo Antonio. Ha tenido
que hacer venir a Tavio para pedirle ayuda personalmente.
—¿No podrías tú persuadirlo de que lo haga de un modo distinto? —
pregunté.
—No. Y lo he intentado. Sé que Tavio es sensible, que odia tener que
suplicar. Y también odia parecer débil o pequeño por culpa de alguien. Pero
eso Antonio no lo ve; lo único que ve es que el heredero de Julio César
debería haber sido él. Esperaba serlo, ¿sabes? Me lo dijo una noche en que
había bebido demasiado vino. Verse apartado de ese modo por César, después
de lo mucho que luchó por él... —Su expresión cambió; fue como si se cerrase
una puerta—. Tú no tienes esa debilidad, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—No —dije, y añadí—: Quizá la tuve en alguna época de mi vida, pero la
superé.
Me equivoqué al decirle esto. Puso cara de sentirse insultada, como si la
hubiera considerado a ella una niña. Y lo cierto era que había hablado sin
pensar y había dicho lo que sentía verdaderamente. En cierto modo, Octavia
me resultaba infantil.
Pasamos dos días más en compañía mutua, y en ningún momento volvimos a
hablar de nada que tuviera sustancia.

Antonio y Tavio sellaron un pacto jurando sagradamente apoyarse el uno al


otro, en la guerra y en la paz, por espacio de cinco años. Acto seguido,
Antonio ofreció una fastuosa cena de despedida con el fin de estrechar los
lazos personales. Lo único que recuerdo de ella es que Antonio no dejaba de
provocar a Tavio. Conforme iba bebiendo una copa de vino tras otra, las
provocaciones fueron a más.
—Drusila —me dijo; todavía se negaba a llamarme por mi nombre propio
—, yo sentía un gran respeto hacia tu padre. En Filipos resistió como un
valiente. Créeme, no era ningún cobarde, yo lo vi en el fragor de la batalla.
Pero miré alrededor y... ¿a que no sabes a quién eché en falta?. —Soltó una
carcajada—. Pero ¿dónde se ha metido?, pregunté. ¿Dónde está el heredero
elegido por César? ¿En su tienda? Por los testículos de Júpiter, ¿cómo es
posible que esté todavía en su tienda? —Miró a Tavio y, sonriendo, sacudió la
cabeza en un gesto negativo—. Vaya mala suerte que tuviste, ¿eh? Poniéndote
enfermo precisamente ese día.
—Muy mala suerte —repitió Tavio, y a continuación sonrió. Pero sus ojos...
sus ojos tenían la misma expresión que en la villa de Vedio: eran dos frías
ascuas azules. Me entró miedo. ¿Miedo por quién? Supongo que por Antonio.
Por increíble que parezca, sentí miedo por Antonio. Y de repente me dio por
pensar algo aparentemente ridículo: «Tavio lo va a matar.»
Octavia empezó a hablar de nada en particular.
—¿Os habéis fijado en que últimamente ha refrescado? Dentro de poco hará
calor. Y entonces desearemos que vuelva a refrescar, seguro.
—Cuando llegue el buen tiempo, nacerá este hombrecito —dijo Antonio,
poniendo una mano en el vientre de Octavia.
Tendidos los dos en el diván del comedor, daban la impresión de ser una
pareja que se quería, aunque uno de ellos —Antonio, naturalmente— tenía el
rostro enrojecido a causa del vino.
Al día siguiente tuvo lugar la partida. Estábamos en el camino que discurría
frente a la villa, Tavio y yo a punto de subir a un carro para emprender el viaje
de regreso a Roma. Antonio le sacaba media cabeza a Tavio, y bajo su túnica
se dibujaba la musculatura de sus hombros. Tenía un cuello como el de un toro.
Al verlos a ambos el uno junto al otro, me percaté de lo distintos que eran
físicamente. La corpulencia de Antonio parecía simbolizar su superioridad
militar, que era la razón por la que a lo largo de todo aquel encuentro Tavio
había aguantado con un gesto tenso las provocaciones que le iba lanzando
Antonio.
Antonio se había aliado oficialmente con Tavio contra Sexto y le había
entregado ciento veinte galeras de guerra. Sin embargo, ambos se despidieron
siendo peores amigos que antes. Y allí estaba Octavia, encinta del hijo de
Antonio, que sería sobrino de Tavio; ella era el vínculo irrompible que
mantenía unido nuestro mundo.
Tavio la atrajo hacia sus brazos. A los dos hermanos les costó separarse.
Antonio le dio a Octavia una torpe palmada en el hombro.
—Mira, querida, no tendrás que pasar mucho tiempo separada de tu
hermano. No tardará en haber una guerra. ¿Qué necesidad hay de que me
esperes sola en Grecia? Entretanto puedes ir de visita a Roma y quedarte una
buena temporada. Todavía tengo casa allí, estarás cómoda. Llévate a tus hijos
y a mis hijos, a la tribu entera. No quiero que Antilo y Julo se olviden de que
son romanos. ¿Te agrada la idea?
Nunca había visto a Antonio mostrarse tan amable con nadie. Me sorprendió
que aquella actitud estuviera dentro de su manera de ser.
Octavia se soltó de su hermano y abrazó a Antonio.
—Qué bueno eres conmigo. Claro que me agrada la idea. ¿De verdad puedo
llevarme a los niños? Ojalá pudieras venir a Roma tú también.
Estoy segura de que Tavio se sintió enternecido al contemplar aquella
escena, porque vi que se le relajaban las facciones. Octavia lo abrazó de
nuevo.
—En fin, te veré pronto —le dijo.
—Me siento agradecido —dijo Tavio mirando a Antonio. Besó a su hermana
y agregó—: De poder tenerte otra vez en Roma, aunque sea por poco tiempo...
En aquel momento, Antonio, en un gesto muy propio de él, tuvo que
estropearlo todo:
—Muy bien, muchacho —dijo «muchacho». Lanzó una sonora carcajada—.
Mientras tanto, asegúrate de no hundir mis barcos como hiciste con los tuyos.
Aquellas fueron las últimas palabras que le dijo Antonio a Tavio en el
momento de la despedida. Serían las últimas que se dirían el uno al otro, cara
a cara.

Tal vez aquellas palabras, «no hundir mis barcos», llegaron a oídos de algún
espíritu malicioso. Tal vez las oyera el mismísimo Neptuno en un momento en
el que se encontraba de mal humor.
Tavio y Agripa prepararon un doble ataque a Sicilia, pues cada uno se situó
al mando de una enorme flota. Por arte de alguna mágica diplomacia, Mecenas
indujo a Lépido a regresar del norte de África para ayudarlos, y este consiguió
desembarcar doce legiones suyas en las costas de Sicilia. De pronto estalló
una tempestad terrible. La flota que mandaba Agripa se las arregló para capear
el temporal; Tavio ordenó a sus barcos que se refugiasen en una bahía de la
costa italiana que debía de estar bien resguardada, pero la tempestad, como si
se moviera dirigida por una inteligencia malévola, fue directa hacia dicha
bahía. A los barcos les resultó imposible escapar de ella yendo mar adentro,
de modo que quedaron atrapados.
El día en que me enteré yo de la noticia, también se enteró toda Roma. Se
había perdido otra flota. Tavio, medio ahogado, consiguió llegar a la orilla y
gritó a los cuatro vientos:
—¡Ganaré esta guerra aunque se oponga Neptuno!
Después se quedó allí durante largo rato contemplando la bahía, que
aparecía sembrada con los cadáveres de sus soldados.
Esta vez yo no podía salir de casa sonriente y fingir que no había sucedido
nada horrendo. En muchas de las calles de Roma se oían los gemidos de las
madres que lloraban por sus hijos muertos. Aquella pérdida de vidas humanas
hizo que la primera derrota pareciera pequeña, y lo de ahora era un desastre
sumado a otro. Esto era un horror, y todo el mundo lo sabía. Yo ni siquiera
podía decir, como hice la primera vez que se perdieron barcos, que aquello
había ocurrido porque Tavio había sido mal aconsejado; al ir a refugiarse en
aquella bahía no hizo sino obedecer su instinto.
Algún poeta callejero, sabedor de la afición que tenía Tavio por el juego,
compuso una cancioncilla para la ocasión. Yo no acababa de verle la gracia,
pero sabía que se repetía por todas partes:

Dos veces contra el mar lanzó los dados,


dos veces contra el mar perdió su flota.
Ahora lanza y lanza dados sin descanso
intentando obtener una victoria.

Tavio volvió a casa pálido y exhausto, y apenas me saludó con unas


palabras. Se metió en su estudio y se quedó con la vista fija en la pared. Yo me
senté a su lado, pero no le pregunté nada. Temí que me rechazara de plano, que
me dijera que saliese. Supuse que su actitud se debía a un hondo sentimiento
de vergüenza. Por los dioses, dos flotas, había perdido dos flotas. ¿Quién, en
toda la historia de Roma, y en tan corto espacio de tiempo, había perdido dos
flotas?
¿Por qué tuvo que meterse en aquella bahía? ¿Y por qué había decidido
librar aquella agresiva batalla contra Sexto? ¿No podía haber encontrado un
arreglo?
Estando allí sentada con mi esposo, no era precisamente afecto lo que sentía
hacia él. Me acordé de las decisiones que había tomado y que nos habían
llevado a aquella situación, y me entraron ganas de abofetearlo. Lo imaginé
hundiéndose, y hundiéndome yo con él. Decir que se había vuelto débil era
decir poco.
Ya era demasiado tarde para pedir la paz a Sexto; después de semejante
debacle, Tavio tenía que obtener una victoria como fuese. Tan solo una
victoria justificaría la pérdida que habían sufrido sus soldados. Yo conocía lo
bastante bien la historia reciente para prever el curso que podían tomar las
cosas en caso contrario. Otra derrota más, y el ejército empezaría a abandonar
a Tavio. Estaba segura de que si lo apartaban del poder, no sobreviviría a ello;
sus enemigos le darían caza y lo asesinarían, o bien no le dejarían otra
alternativa honrosa que quitarse la vida él mismo. Y yo dejaría a mis hijos al
cuidado de su padre y haría lo que había hecho Portia, lo que había hecho mi
madre. Yo, que había llamado cobarde a Tiberio Nerón cuando habló de
suicidio.
Lo que sentía era miedo. De repente Tavio tuvo un acceso de tos, profunda y
hueca. Por extraño que parezca, aquella tos fue todo cuanto necesité para
recordar lo mucho que lo amaba. Estudié su semblante. Reflejaba una
expresión que yo nunca le había visto; vacía, inconsolable. Hice mío su dolor.
Aunque hubiera perdido un centenar de flotas, yo lo amaría de todas formas.
«No —me dije a mí misma—, no vamos a morir. Ninguno de los dos. Pase
lo que pase, ambos viviremos. Como sea. No pienso permitir que destruyan a
Tavio. No lo consentiré.»
—Solo estás atravesando una época de prueba —le dije—. Es lo que les
sucede a los héroes en su camino hacia su destino. Los dioses quieren ver de
qué estás hecho.
Cuando habló, dio la impresión de que su voz llegaba desde muy lejos.
—¿De verdad lo crees así?
—Estoy segura. Observa. Esta guerra está a punto de volverse a tu favor.
Lépido ha arribado a Sicilia, ¿no es cierto? Y la flota de Agripa no se vio
afectada por la tempestad. Saldrás victorioso, solo tienes que conservar la fe.
Me vino a la memoria la gallinita que cayó del cielo con una rama de laurel
en el pico; los dioses nos habían prometido una victoria, no cabía duda.
—Hace solo unos días me llegaron noticias del cuidador de esa maravillosa
villa tuya. ¿Sabes que la ramita de laurel ha echado raíces? Y la gallina ha
tenido una camada de polluelos. ¿Recuerdas que yo dudaba de que fuera a
vivir siquiera?
—Pero ese presagio iba referido a ti, no a mí.
Sacudí la cabeza negando.
—Mi destino no está separado del tuyo. No deseo tener un destino aparte.
No lo quiero y no lo permitiré.
La gente suponía en general que yo había dejado a Tiberio Nerón para irme
con César Octaviano por motivos oportunistas. A lo mejor el mismo Tavio
estaba convencido de que yo lo adoraba en gran parte por sus fulgurantes
éxitos. Si pensaba así, en aquel momento empezó a ver que mi amor por él era
distinto de lo que se había imaginado: mucho más profundo.
Hasta aquel momento había percibido que Tavio no deseaba que yo lo
tocase, parecía haber levantado un muro de separación entre ambos. Ahora ese
muro se había disuelto. Con un gesto de total naturalidad, lo tomé de la mano.
—Vencerás —le aseguré—. ¿Es que no lo ves? No puede suceder ninguna
otra cosa.
—No puedes imaginarte —me dijo en voz baja— cómo fue esa tempestad.
Los hombres que chillaban, los barcos que se hundían. Y el agua. Había mucha
agua, la del mar, la que caía del cielo. No sé cómo pudo sobrevivir nadie.
—¿Recuerdas que una vez me dijiste que ni tú ni yo nos ahogaríamos
fácilmente? Pues esa es la verdad —afirmé—. No te has ahogado, ¿no es
cierto?
—No. El que va a ahogarse es Sexto, que se llama a sí mismo hijo de
Neptuno. —Su voz conservaba todavía un tono forzado y vacilante, pero, aun
así, se le notaba ya más vivo.
En nuestras desventuradas circunstancias, mi papel consistía en ser aquella
gallinita que cayó del cielo llevando la rama de laurel en el pico.
—La guerra proseguirá, por supuesto, ¿no es así?
—¿Y qué otra alternativa queda? A no ser que tome Sicilia antes de que
llegue el invierno, para nosotros todo habrá acabado.

Unos días más tarde hubo una exhibición de gladiadores en el anfiteatro de


Roma. Acudimos a verla porque casi siempre asistíamos a dichos eventos y no
queríamos dar la impresión de estar escondiéndonos.
Tavio y yo teníamos un palco privado en el anfiteatro que me evitaba a mí
tener que sentarme con las mujeres atrás del todo, donde no se veía nada. Me
gustaban los combates, pero los prefería cuando no moría nadie. Y a Tavio le
ocurría lo mismo. Y, de modo particular en aquella época de nuestra vida, en
la que nuestra existencia era tan precaria, ninguno de los dos quería mirar
cómo se mataba la gente.
El primer combate fue emocionante. El gladiador vencido luchó
razonablemente bien, y al final, teniendo la espada de su contrincante en el
cuello, levantó la mano para suplicar clemencia. Tavio hizo el gesto de volver
el pulgar hacia abajo, que indicaba que se debía bajar la espada, así que
ambos luchadores conservaron la vida.
El segundo combate resultó tedioso, pues consistió en un reiterativo lanzar y
parar golpes. El público se dedicó a comprar algo para comer. Flotaba un olor
a salchichas y a vino barato. Mi mente, distraída, estaba a muchas millas de
allí. De pronto se oyó una fuerte exclamación en el anfiteatro que me hizo
centrar de nuevo la atención en la arena. El combate había terminado. El
gladiador herido dejó caer su espada y se hincó de rodillas; estaba herido,
pero probablemente no de gravedad. Alzó la mano hacia Tavio.
La mitad de las graderías vociferaba pidiendo la muerte, y la otra mitad
pedía que el gladiador viviera. A nuestro lado se sentaba un senador llamado
Corvo.
—Me parece que esta vez merece la muerte —le murmuró a Tavio—. La
verdad es que ha sido un combate pésimo.
A lo mejor Tavio sintió cierta aprensión, y por eso sacó de nuevo el pulgar
vuelto hacia abajo. Se elevó un murmullo entre la parte del público que había
pedido la muerte.
A continuación, salieron a la arena un gladiador armado con una daga y un
escudo y otro con un tridente y una red. Los murmullos se transformaron en
gritos de «¡Neptuno, Neptuno!». Yo sentí un escalofrío que me recorría la
columna vertebral. Naturalmente, Neptuno era un dios al cual a menudo se
representaba empuñando un tridente, pero todo el mundo sabía que era la
deidad de Sexto Pompeyo.
Alentado por la muchedumbre, el gladiador del tridente atrapó a su
adversario en la red y lo ensartó como una sardina. Los que querían muerte
vieron satisfecho su deseo. Acto seguido, el vencedor recuperó su daga, que
todavía llevaba adheridos restos de las entrañas de su víctima. La arena se
manchó de sangre. El vencedor agitó su tridente y los restos de tripas salieron
volando por el aire. Un bramido se elevó del anfiteatro. Tavio y yo
aplaudimos como correspondía. Y de pronto una gran parte del público
empezó a canturrear:
—¡Neptuno, Neptuno, Neptuno!
Sonaba amenazador, igual que el retumbar de un trueno a lo lejos. No era el
tributo al gladiador victorioso.
A Roma le gustaban los vencedores. No le gustaban los comandantes que
perdían flotas. Si en aquel momento al pueblo de Roma le hubieran dado a
elegir entre Sexto y Tavio, habría elegido al hijo de Neptuno.
El canturreo se hizo más fuerte. En los rostros de los espectadores que
teníamos más cerca se leía ira y desprecio. Yo permanecí inmóvil y con la
vista al frente; cualquier otra cosa que hubiera hecho podría haberse
considerado debilidad. El corazón me latía con fuerza, medio esperaba que la
muchedumbre irrumpiera en nuestro palco. Si ocurriera esto último, ¿bastarían
para protegernos los guardaespaldas de Tavio, que estaban allí de pie?
¿O acabaríamos despedazados por la turba?
—Mi consejo —dijo Corvo en voz baja, dirigiéndose a Tavio— es que
hagas venir a unos cuantos soldados. ¿Ves ese grupo de ahí, a la derecha,
donde están armando más jaleo? Debes hacerlos callar.
Me aterrorizaba que Tavio hiciera lo que le estaba sugiriendo aquel necio,
que era justo lo que hacía falta para provocar un tumulto. Pero antes de que yo
pudiera decir nada, Tavio se me adelantó:
—Amigo mío —dijo riendo—, eso, ni soñarlo. Son romanos libres. ¿Quién
soy yo para decirles que no eleven sus cánticos a Neptuno?
Acababan de salir dos nuevos gladiadores a la arena que distrajeron al
público. Cuando empezaron a luchar, el canturreo se esfumó.
—¿Podemos irnos? —le susurré a Tavio.
—No, querida —me contestó—, aún no. —Me dirigió una sonrisa.
Cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que estábamos hablando de
un tema de lo más placentero—. Si salimos huyendo, es posible que nos sigan
unos cuantos como si fueran una jauría de lobos —me susurró—. Así que
vamos a quedarnos aquí sentados, contemplando este combate, y después, si
todo está tranquilo, nos marcharemos... muy despacio.
—Tienes razón, por supuesto —respondí.
—Continúa sonriendo, amor mío.
Contemplé el siguiente combate sin verlo. El gladiador vencido debió de
pelear bien, porque cuando estaba tendido de espaldas y con la mano en alto
suplicando clemencia, casi todo el público pidió que fuera perdonado. Tavio
accedió, y mientras el anfiteatro entero rugía de contento y ambos gladiadores
abandonaban la arena, él y yo nos pusimos de pie. Yo tenía la boca seca.
Salimos del palco despacio, sin prisas, flanqueados por los guardaespaldas,
los dos sonriendo hasta que estuvimos fuera.

Ya de regreso a casa en nuestra litera, mi terror fue disminuyendo y se


transformó en furia. Una parte de mí le gritaba a Tavio: «No dejo de decirte
que no prestas la debida atención a tu popularidad con la plebe. Mira cuál es
el resultado: ¡Neptuno, Neptuno! ¿Qué has hecho por Roma? Reparar unos
cuantos templos. ¿Por qué no hay más mejoras públicas que los ciudadanos
puedan admirar? Si hubieras seguido mis consejos, por lo menos el de
establecer brigadas contra los incendios, el pueblo te amaría, y tal vez estaría
ahora de tu lado. ¡Tal vez entonces no entonaría cánticos a ese pirata de
Sexto!»
Pero me mordí la lengua. No era el momento de enzarzarnos en una
discusión. Además, el pueblo de Roma en ocasiones había abandonado hasta a
los líderes que habían hecho mucho por él, una vez que su estrella comenzó a
decaer. Nada más que la victoria podía contrarrestar una doble derrota. Y, sin
embargo, yo tenía la sensación de que Tavio había hecho poca cosa para
granjearse el afecto del pueblo, y merecía la pena granjeárselo; en un momento
crucial podía servir de protección.
Al día siguiente, empleando un tono suave y sosegado, le dije a Tavio más o
menos lo que pensaba. Me miró con gesto inexpresivo y me contestó:
—¿Ahora te preocupas por las brigadas contra incendios? Estoy librando
una guerra.
«Estás perdiendo una guerra.» Respiré hondo.
—Quiero que el pueblo te ame, como te amo yo.
—A veces resulta agotador estar contigo —me dijo Tavio—. Todos mis
recursos, todos, están gastándose en reunir otra flota para tomar Sicilia.
Nos encontrábamos en su estudio. Cogió una tablilla del saco de
correspondencia que descansaba sobre su mesa de escribir y se puso a leerla.
Para disgusto mío, hacía eso en ocasiones: ponerse a leer estando yo allí de
pie. Era una manera de decirme que no me necesitaba.
Le revolví el pelo, como podría haber hecho con uno de mis hijos. Cuando
levantó la cara, le sonreí y le hice una caricia en el cuello, luego introduje una
mano por debajo de su túnica y le acaricié el hombro. Él dejó la tablilla que
estaba leyendo. Sentí su mano buscando bajo mi estola, acariciando mi rodilla
y subiendo por mi muslo. Me recorrió un escalofrío.
Poco después de esto, conseguí por fin mis brigadas públicas contra
incendios o, debería decir, las consiguió Roma. Y no mucho después Tavio
presentó ante el Senado un nuevo programa de amplias obras públicas que
tenía en mente, diseñadas para beneficiar a los habitantes de Roma, si bien se
encontraba solo en la fase de planificación y debía llevarse a la práctica una
vez que se tomara Sicilia. Esto encajaba con mi manera de pensar y me agradó
profundamente.

No tardó en marcharse otra vez. Hacía una mañana triste y yo estaba en la


entrada de nuestra casa, a punto de despedir a Tavio, que se iba a guerrear
contra Sexto, sintiendo en el fondo de mi corazón que se cernía sobre nosotros
otra derrota más. Estaba decidida a no permitir que me flaqueara el valor.
«Vuelve victorioso», quise decirle con seguridad en mí misma, como habían
hecho siempre las esposas de los generales romanos desde tiempos
inmemoriales; en cambio, le dije otra cosa distinta:
—Querido, si te es posible mostrar clemencia en esta contienda, te ruego
que la muestres. Incluso con Sexto. Si puedes perdonarle la vida, te ruego que
se la salves.
Dada la situación, lo que menos esperaba Tavio era que alguien le pidiera
que mostrase clemencia con Sexto. Al principio puso cara de desconcierto y
asombro, luego se le iluminaron los ojos.
—Vaya, veo que realmente tienes fe en que voy a obtener una victoria.
—Así es —respondí—, y estoy convencida de que los dioses aprueban la
clemencia. Si muestras piedad, te favorecerán.
En sus labios se dibujó una leve sonrisa ladeada.
—¿De veras lo crees?
—Sí.
Tavio me miró como miran los esposos amantes a sus mujeres cuando estas
dicen una tontería. Me abrazó y me besó, y, una vez más, se marchó.

Guardé las cartas que me escribió Tavio mientras estuvo ausente. A menudo
no eran más que unas pocas palabras garabateadas en unas tablillas de cera
que con el tiempo iban difuminándose. Pero a veces me escribía una carta más
larga, en papiro. Sin embargo, no escribía para la historia, sino únicamente
para mí; sus misivas contenían fragmentos cifrados, secretos, y eran sinceras,
en ocasiones incluso más que si me hubiera dicho aquellas mismas cosas en
persona. Cuando leía sus cartas lo imaginaba en el interior de alguna triste
tienda de campaña, después de haber pasado la jornada manteniendo una pose
de poderío e infalibilidad. Ansiaba quitarse aquella máscara, y conmigo podía
hacerlo.

Amor mío, espero que al recibo de esta carta te encuentres bien, y


también los niños. Para cuando leas esto te habrá llegado ya la noticia
del resultado final de la campaña de Sicilia. Pero, conociéndote, sé
que querrás saber la historia completa. Seguro que acabarías
sonsacándome para que te la contara si estuviera ahí contigo, como
sería mi deseo.
Con frecuencia he anhelado tenerte aquí para poder hacerte el amor.
Pero ¿cuánto tiempo puede pasar en conyugal abrazo incluso el amante
más ardoroso? ¿Y cuántas horas, cuando estoy en casa, pasamos
conversando? Aquí estoy, rodeado de seguidores y amigos, y aun así
me siento como si no tuviera a nadie con quien hablar. En este
momento, más que ninguna otra cosa, desearía que estuvieras aquí,
para poder hablar contigo.
Imagino que estarás diciendo: «La guerra, Tavio. Quiero que me
hables de la guerra.» De acuerdo, pero no esperes un relato heroico.
Teníamos un plan excelente, y, en efecto, todo empezó bien. Entregué
el mando de la mayoría de mis barcos a Agripa para que mantuviera a
Sexto ocupado y distraído. Llené de tropas otras naves, con la idea de
hacerlas desembarcar en Sicilia y sumarlas al contingente que tenía allí
Lépido. Agripa se enfrentó al enemigo en el mar y obtuvo una victoria.
Sin embargo, las fuerzas de Sexto se replegaron como es debido, y
cuando yo empecé a cruzar desde Scolacium hacia Sicilia, estaban
listas para atacar.
Libramos dos batallas. Mi mala suerte en el mar es una constante en
un mundo cambiante. Muchas de las galeras fueron capturadas, otras se
quemaron. Mi propio barco se hundió. Me subí a un pequeño bote que
apenas servía para navegar y, con esta precaria embarcación haciendo
aguas y las fuerzas de Sexto dándome caza, conseguí regresar a la
costa de Italia.
Únicamente llevaba conmigo a Gnaeo, mi escudero, y por los gritos
que se oían a lo lejos deduje que me perseguían muchos hombres.
Había decidido que por nada del mundo iban a capturarme vivo, y
mientras estábamos todavía en el mar obligué a Gnaeo a jurarme que,
cuando estuviéramos a punto de ser apresados, me daría muerte.
Sospechaba que mi final se hallaba muy cerca. Gnaeo y yo echamos a
correr por la playa agachados, con la esperanza de que no nos vieran.
Por increíble que parezca, aparecieron de la nada dos campesinos
amistosos y me ofrecieron su ayuda. Dijeron que sabían quién era yo y
que admiraban a mi padre. Yo tenía mis dudas, pero lo único que podía
hacer era fiarme de ellos.
Me condujeron hasta su pequeña barca de pesca. Gnaeo y yo subimos
a bordo, y nos llevaron a un punto de la costa en el que se hallaban
agrupadas parte de mis tropas. Y allí me vi, asombrado de encontrarme
entre amigos, y aún más asombrado de haber conservado la vida.
Logré botar un barco al mar y, finalmente, llegué a Sicilia. Las fuerzas
de Agripa y Lépido habían vencido. Para cuando llegué, ya se habían
apoderado de casi toda la isla.
Livia, amor mío, confío en ti como confío en mi propia alma. Voy a
contarte el resto brevemente. Sexto, teniendo en su poder tan solo la
punta norte de Sicilia, decidió arriesgarlo todo en una gran batalla en
el mar. Yo estaba armándome, a punto de salir a la cabeza de mis
tropas, cuando de pronto... no sé qué sucedió. Me encontré tumbado en
mi camastro. Gnaeo estaba de pie junto a mí, retorciéndose las manos,
y me informó de que había perdido el conocimiento.
Me había abandonado toda mi fuerza física en el momento más
crucial. Cada vez que intentaba levantarme, me mareaba y volvía a
caer. Hasta que por fin me quedé allí tumbado, aturdido. El mero hecho
de acordarme de ello me resulta insufrible.
De repente entró Agripa corriendo en la tienda, preguntándose dónde
estaba yo. Siempre ha sido un fiel amigo, y cuando vio en qué estado
me encontraba, me dijo: «Lo más probable es que hayas contraído
alguna fiebre, de modo que no hagas esfuerzos. Todo cuanto tienes que
hacer es entregarme el mando para que dé comienzo a las
hostilidades.»
Le dije que el mando era suyo.
La gente contará toda clase de historias para explicar por qué no
tomé parte en la batalla final por Sicilia. Si se te ocurre algo mejor que
decir en lugar de que me puse enfermo, te lo agradeceré.
Agripa se fue sin mí a enfrentarse a Sexto. La fortuna lo favoreció de
manera notable. En el inicio de la contienda, uno —solo uno— de los
muchos barcos de Sexto fue abordado y se rindió. Varios de nuestros
hombres entonaron el himno de la victoria, el cual se propagó a
nuestras otras naves y por último a las tropas que observaban la escena
desde la orilla. Dicha canción —porque no era más que eso— debilitó
la seguridad en sí misma de toda la flota de Sexto, y allí comenzó su
derrota. Uno de los almirantes de Sexto murió por su propia espada, el
otro se rindió.
El comandante de las tropas terrestres de Sexto también se rindió
prontamente. Agripa dio cuartel a los soldados rasos, lo cual estoy
seguro de que te agradará. Informó a los oficiales de que, para ser
perdonados, tendrían que suplicarme a mí. Yo di la orden de que les
cortaran la cabeza. No, amor mío, no hice tal cosa. Salí de mi estupor
el tiempo suficiente para actuar de forma benevolente y perdonarlos a
todos. Si esto te entristece, lo lamento.
Una vez recuperado de mis fiebres, o de cualquiera que fuese mi mal,
que tenía confundidos a los médicos del campamento, salté de mi lecho
suponiendo que era el dueño de Sicilia. Sin embargo, enseguida
descubrí que Lépido no tenía intención de cumplir su promesa de
cederme Sicilia a mí, así que nos preparamos para librar otra batalla
más. Envié a unos cuantos espías y estos regresaron trayendo valiosas
informaciones acerca del estado de ánimo del ejército de Lépido.
Baste decir que sus soldados no lo amaban.
Hay ocasiones en las que uno tiene que lanzar los dados. Sospeché
que los hombres de Lépido estaban dispuestos a abandonar a su jefe
para seguirme a mí si yo llevaba a cabo la maniobra adecuada. De
modo que recluté varios voluntarios tomados de mi caballería y me
acerqué hasta el campamento de Lépido. Dejamos los caballos fuera y,
acto seguido, con media docena de compañeros, penetré las líneas
enemigas sonriendo amistosamente. Me reconocieron, y los soldados
me saludaron.
Por desgracia, alguien le dijo a Lépido lo que estaba sucediendo.
Envió un pelotón de oficiales leales a rechazar aquella invasión de su
campamento. Mis hombres y yo huimos a la carrera oyendo carcajadas
de burla a nuestra espalda, pero nadie nos persiguió. Regresé a mi
campamento, entré en mi tienda y me senté en mi camastro con la
cabeza entre las manos. Me dije que iba a ser necesario librar una
batalla. En aquel momento entró Agripa sonriendo y me dijo: «Están
todos desertando y viniendo hacia aquí.»
Un rato después, Lépido se rindió. Cuando entró en mi tienda y se
hincó de rodillas para abrazarse a mis piernas, lo agarré y le dije que
aquello no era necesario. Le di un poco de vino porque parecía estar a
punto de desmayarse. «Ahora tengo Sicilia, y espero que también me
cedas el norte de África», le dije. Él me prometió retirarse de la vida
pública, y lo envié a la villa que posee en la costa de Italia.
Mi amada Livia, te imagino leyendo esto y pensando: «Cuán
maleable es mi esposo. Le ruego que sea clemente, y de pronto le
perdona la vida a una víbora como Lépido.» Pero tú sabes que la
verdad es más complicada, ¿no es cierto?
¿De verdad favorecen los dioses a los misericordiosos? Lo que he
leído de la historia no refrenda ese punto de vista; sin embargo,
constituye una creencia muy atrayente que se ve bien reflejada en ti. Yo
carezco del alma delicada que tú posees, pero siento igual que sientes
tú, igual que siente ahora Roma, que esta mutua matanza ha de terminar.
Estoy harto de ella. Todos estamos hartos de ella.
El nacimiento de mi sobrina me ha hecho muy feliz, principalmente
porque ha hecho feliz a Octavia. Pero desde el punto de vista político,
quienes ahora están unidos por la sangre somos Antonio y yo, por
medio de la pequeña Antonia. ¿Recuerdas aquel mapa que te dibujé
una vez? En él aparecía Sexto, y también Lépido, y también los galos
saqueadores que venían desde el oeste. Ahora es un mapa más simple;
los únicos que quedamos somos Antonio y yo.

Tavio pasó un mes arreglando asuntos en Sicilia, y luego volvió a casa. Yo


no podía dejar de abrazarlo. Me había dicho que el relato de la guerra de
Sicilia no era heroico, pero para mí sí que lo era. Tavio había ganado una
guerra necesaria para nuestra supervivencia. Además, había salvado todas las
vidas que podía salvar. El pueblo de Roma, sobre todo la nobleza, lo vería a
partir de entonces bajo una luz completamente distinta: la de un gobernante
moderado y juicioso. Para evitar el derramamiento de más sangre romana,
había acudido con las manos desnudas al campamento de un ejército
adversario; ¿qué acción, en toda nuestra historia, había sobrepasado a aquella
en coraje?
El Senado se desvivió en cubrirlo de honores. Incluso encargó que se
erigiera una estatua pública suya revestida de oro.
Que hubiera perdido el conocimiento cuando se encontraba en Sicilia era
algo que me preocupaba, aunque él me dijo que no le había vuelto a ocurrir.
Un día, su médico de confianza, Fustinio, visitó casualmente nuestra casa para
atender a un sirviente que estaba enfermo mientras Tavio se encontraba
ausente. Aproveché la oportunidad para invitarlo a mi estudio e interrogarlo
acerca de la salud de mi esposo. En particular, exigí saber por qué motivo se
había desmayado en Sicilia.
El médico contestó de manera ambigua y frotándose la barbilla, pero,
finalmente, me dijo:
—Bueno, César nació con una constitución sensible, de modo que los
alimentos fuertes y cualquier impureza, cosas que tú o yo podríamos tolerar
con facilidad, a él le producen un efecto adverso. Y la exposición al calor y al
frío empeora su estado. Y naturalmente las preocupaciones, la aprensión y el
sentirse abrumado por las responsabilidades... —Terminó haciendo un ademán
de ambigüedad con las manos.
Lo miré fijamente. ¿Estaba diciendo que Tavio se había desmayado a causa
de las responsabilidades?
—Tú sabes quién es mi esposo. ¿Te das cuenta de la enorme responsabilidad
que soporta cada día de su vida?
—Sí. Y no es lo que yo le recomendaría.
No estaba en mi mano cambiar las circunstancias de la vida de Tavio. En
aquel momento empecé a interesarme por la preparación de pócimas curativas,
porque ¿qué otra cosa podía hacer sino intentar cuidar de mi esposo lo mejor
que me fuera posible? Más adelante, las personas maliciosas verían en mi
deseo de estudiar las plantas medicinales una intención más siniestra; sin
embargo, lo único que buscaba yo era ayudar a mi marido.
Un magnífico día de otoño estaba él subido a la rostra, la plataforma de los
oradores desde la que nuestros líderes más destacados se dirigían a los
habitantes de Roma. El Foro estaba lleno de gente a rebosar. Por todos lados
lo rodeaban muchedumbres que lo vitoreaban, un mar de adulación, esperando
a que informara del victorioso desenlace de la guerra de Sicilia. En medio de
semejante gentío no había espacio para una esposa, pero yo tenía a un
mensajero apostado en el borde de la plaza, para que regresara
inmediatamente y me dijera cómo habían recibido a César. Nadie canturreó
aquello de «¡Neptuno, Neptuno!». Lo que la muchedumbre gritaba ahora era
«¡César!» e «Imperator!». Este último era un título reservado para nuestros
mejores comandantes militares. Cuando la multitud calló de nuevo, Tavio
pronunció una frase que causó una inmensa alegría en toda Roma:
—Las guerras civiles han terminado.
Lo dijo convencido de que era cierto. Tenía la cabeza llena de planes para
gobernar aquel territorio en paz.
13

Finalmente, nos mudamos a la colina del Palatino. Nuestra nueva casa era tal
como yo quería que fuera: no más grande que la de un senador normal, nada
que provocase envidias malintencionadas, pero sí hermosa, con magníficos
murales en las paredes, con un enorme estudio en el que pudiera trabajar
Tavio, y dotada de otro estudio casi igual de grande para mí. A cada lado de la
entrada principal, Tavio ordenó que se plantase un laurel, símbolo de victoria.
Para ello empleamos injertos del árbol que había crecido de la ramita que
llevaba la gallina en el pico cuando cayó de las garras del águila. En privado
pusimos un nombre infantil a cada arbolillo, Pompo y Tatila, y fingimos que
eran una pareja de casados. Ahora que ya no se cernía sobre nosotros la
sombra de la guerra, estábamos de humor para tonterías como esas.
Tavio premió generosamente a quienes le habían servido bien. Los
campesinos que lo habían rescatado cuando lo perseguían los soldados de
Sexto fueron recompensados espléndidamente. Mecenas recibió una propiedad
de gran tamaño en Sicilia. Pero nadie merecía más que Agripa, y nadie recibió
más que él. Las extensas tierras que obtuvo en Sicilia lo convirtieron en un
hombre sumamente rico.
Yo estaba presente cuando Tavio le dijo a Agripa que iba a supervisar una
amplia renovación de los acueductos, las alcantarillas y los edificios públicos
de Roma. Agripa se limitó a asentir.
—Serás edil municipal —le dijo—. Ese es el título adecuado, teniendo en
cuenta cuáles van a ser tus responsabilidades.
Agripa volvió a asentir. A él no le importaban nada los títulos. Empezó a
hacer preguntas de lo más práctico. ¿Cuántos edificios iban a reformarse?
¿Cuán extensiva era la renovación de las alcantarillas que tenía Tavio en
mente? Enseguida se enfrascaron en una larga conversación técnica. Hasta que
Tavio dijo:
—Habrá un grandioso templo nuevo para todos los dioses, un panteón.
Deberías ponerle tu nombre. Haremos grabar en piedra la inscripción: «Esto
lo construyó Marco Agripa», para que lo vea todo el mundo. ¿Qué te parece la
idea?
—Estupenda —respondió Agripa sonriendo, y a continuación volvió sobre
el tema de las alcantarillas.
—Hará todo lo que le he pedido —me dijo Tavio a mí más tarde—. Y verás
que lo hará de manera soberbia.
Contesté que no lo dudaba; Agripa sobresalía en todas las artes prácticas
excepto, felizmente, la de maniobrar en la política. Era tan leal como un perro.
De lo que se trataba era de lograr que siguiera siendo así.
Unos días más tarde estábamos Tavio y yo sentados en nuestro jardín nuevo,
grande y frondoso.
—¿Sabes qué es lo que necesita Agripa? —dije yo—. Una esposa.
Tavio me dirigió una mirada de perplejidad.
—Y creo conocer a la adecuada. Es rica, atractiva y de buena cuna. Y... —
paseé la mirada por el jardín y me detuve en un esclavo que estaba recortando
los setos para que no sobresalieran ramas— tiene una lealtad personal hacia
mí.
Lo último que deseaba yo era que Agripa se casase con alguna necia que
intentara desviar su lealtad hacia otra parte.
—¿Y quién es ese dechado de virtudes?
—Cecilia.
—¿Aquella a cuyo hermano perdoné?
Afirmé con la cabeza. El esposo de Cecilia acababa de fallecer, y la había
convertido en una viuda joven. Si bien en nuestro primer encuentro se mostró
un tanto fría, se había convertido en una de mis mejores amigas. Y era una
persona juiciosa. Había visto a varios varones de su familia acabar destruidos
por una ambición desmedida, así que jamás instaría a su esposo a actuar de
forma insensata. Además, poseía discernimiento suficiente para ver más allá
del bajo pedigrí de Agripa y comprender lo mucho que valía en realidad.
—Una esposa de alta cuna proporcionará a Agripa el lustre que necesita —
razoné.
No tardaron mucho en casarse. Ambos estaban convencidos de haber hecho
un buen negocio y se sentían agradecidos a Tavio y a mí, tal como yo esperaba.
Hay períodos en los que la vida es tan placentera que uno casi se imagina
que el mundo es un lugar soleado y seguro. En aquel momento, todo cuanto yo
tocaba parecía estar hecho de oro. Mi nueva casa se encontraba a un corto
trecho andando de la residencia de Tiberio Nerón, de modo que vivía muy
cerca de mis hijos. Tiberio Nerón no había vuelto a casarse; la gente
cuchicheaba que la esclava que se había comprado era la viva imagen que
tenía yo a los quince años. Cuando acerté a verla no vi el parecido, excepto en
el detalle de que era pelirroja. Fuera como fuese, Tiberio Nerón siempre me
trataba como a una amiga y era un fiel defensor de Tavio en el Senado. Le
agradaba que los demás senadores lo tratasen con deferencia debido a sus
vínculos con el poder.
Nadie perdía nunca entregando su lealtad a Tavio o a mí, ni los de más
arriba ni los de más abajo. Adopté la costumbre de liberar, pasado un tiempo,
a cada una de las esclavas que me habían atendido personalmente. La primera
fue Pelia, que ascendió a una posición de autoridad en mi familia. Rubria,
naturalmente, era libre desde el principio. Me frustraba que ella, con la cual
había contraído una deuda enorme, deseara tan poco de lo que yo pudiera
darle. La recompensé bien de forma material por los cuidados que había
procurado a mis hijos. Ella me dio las gracias, pero percibí que en el fondo le
resultaba indiferente. Un día me dijo, con bastante timidez:
—¿Sabes quién es Marco Orto?
Estábamos sentadas en el patio de la casa de Tiberio Nerón. Mis hijos, a los
que había ido a visitar, se peleaban en el suelo como dos cachorros de león.
Habría puesto fin a aquel juego si hubiera temido que el pequeño Druso
terminara haciéndose daño; pero Tiberio, que estaba grande para los cinco
años que tenía y podía ser bastante bruto con los niños de su misma edad,
siempre tenía mucho cuidado de no hacer daño a su hermano.
—¿Marco Orto? —Miré a Rubria con gesto interrogante—. Me suena el
nombre, pero no acabo de identificarlo.
—Forma parte de la guardia personal de César —me dijo Rubria, y al
instante se ruborizó.
Por fin descubrí cuál era la recompensa que deseaba.
Como Rubria estaba sola en el mundo y dependía de mí, me puse a
investigar a Orto. Era un hombre sosegado y sincero, y además me enteré de
que tenía buena cabeza para los números. Así que me encargué de los
preparativos prácticos de la boda. Orto dejó el ejército, y yo lo establecí en un
negocio de importación de joyas que pronto alcanzó la prosperidad. Él
permitió a Rubria que continuara supervisando el cuidado de mis hijos. Fue un
arreglo feliz para todos los interesados.
Por esas fechas, la salud de Tavio mejoró. Tal vez se debió a las pociones
curativas que yo le preparaba, o quizá fue que el hecho de descansar de tanta
guerra y tanta agitación le hizo más bien que ningún brebaje que yo pudiera
darle. Tosía y jadeaba menos, dedicaba más tiempo al descanso, y, cuando su
hermana Octavia llegó a Roma, la recibió con gran alegría. La había enviado
Marco Antonio antes de marcharse a guerrear a Partia, y se instaló en la
enorme mansión que poseía este en el Palatino. Con ella vinieron sus hijos y
los dos niños de Antonio.
Octavia seguía sin tenerme ningún afecto, pero un día en que estábamos las
dos viendo las carreras de cuadrigas me sonrió con un cariño inesperado.
—Estoy muy feliz —me dijo. Miró a Tavio, que estaba demasiado lejos para
poder oírnos, hablando con un senador—. Pero me da vergüenza darle a él la
noticia. Soy una tonta, ¿verdad? Seguro que querrá conocerla y que se alegrará
por mí. Pero es que no estoy acostumbrada a hablar con mi hermano de estos
asuntos. ¿Te importaría decírselo tú?
—¿Qué es lo que debo decirle?
—Oh, ¿no lo he mencionado? —Rompió a reír—. Estoy esperando otro hijo.
Me irritó que fuera demasiado delicada para decirle aquello a su hermano
por sí misma, y además yo llevaba una temporada preocupada porque aún no
había concebido ningún hijo de mi amado. Llevábamos dos años casados, pero
el día de la boda yo estaba embarazada y Tavio había pasado varios meses
seguidos fuera de casa. Así y todo, me preocupaba que no llegara ningún hijo.
De modo que cuando Tavio volvió a sentarse con nosotras le dije con frialdad:
—Tu hermana está de nuevo encinta.
Octavia puso cara de horror. Se hizo obvio que deseaba que hubiera habido
más entusiasmo y ceremonia en la manera de comunicar la noticia. Tavio
sonrió y le dio un beso.
Aquel embarazo, hasta yo tuve que reconocerlo, representó un presagio
excelente. Cuando se corrió la voz de que Octavia iba a dar otro hijo a
Antonio, todo el mundo pensó que su felicidad conyugal casi garantizaba la
armonía civil. Roma no quería que hubiera más guerra entre compatriotas, de
modo que Roma se regocijó.
Había aparecido una nube en el cielo azul de mi felicidad. Un mes tras otro,
veía frustradas mis esperanzas de quedarme embarazada. En un caso así, nadie
piensa que el problema esté en la semilla del hombre. Además, el breve
matrimonio de Tavio con Escribonia había dado como fruto la pequeña Julia.
Así que, seguramente, la culpa era mía. Yo ansiaba tener un hijo de Tavio,
ansiaba tener en mis brazos aquel bultito tibio. Decidí no hablarle de ese tema.
Sin embargo, una noche, en la cama, se me escapó de manera impulsiva, tan
fría como cuando anuncié el embarazo de Octavia.
—Tavio, quiero un hijo.
—Es cuestión de tiempo.
—Eso espero. —Me acurruqué contra él y dije en tono ligero—: De lo
contrario vas a tener que divorciarte de mí.
—¿De qué estás hablando?
—Un imperio necesita un heredero —razoné—. Necesitas un hijo varón.
—Livia, ¿cuántos años tengo?
—Veintiséis.
—¿Y cuántos años tienes tú?
—Veintiuno.
—Yo diría que nos queda un poco de tiempo para tener un heredero —dijo
—. Explícame una cosa: ¿Por qué las mujeres ven dificultades donde no las
hay?
—Porque las mujeres somos sensatas y vemos venir el futuro mucho antes de
que lo vean los hombres.
—Ah. Yo pensaba que era porque se recrean en el sufrimiento. —Me
estrechó contra sí—. Pero si opinas que deberíamos intentar con más ahínco
tener un heredero, estoy dispuesto a redoblar mis esfuerzos.
Así que rompimos a reír e hicimos el amor, y dejamos aquel tema a un lado.

Un día es un día, ya se sea una lavandera, una panadera o el gobernante de


Roma. No se puede incrementar el número de horas. La gente se echaba a reír
cuando se enteraba de que Tavio tenía dos barberos, de que uno le afeitaba el
lado derecho de la cara mientras el otro se encargaba del lado izquierdo. No
tenían ni idea de lo corto de tiempo que andaba siempre. Eran muchos los
asuntos de los que debía ocuparse.
Los dos teníamos muchos asuntos de que ocuparnos. Cada vez más a menudo
me encargaba yo sola de administrar la correspondencia de los gobernadores
de las provincias. Con frecuencia me reunía con senadores en nombre de mi
esposo. Él no podía abarcarlo todo, estar en todas partes. Y sabía que podía
fiarse de mí.
No veía mucho a mi hermana. La ayudaba, por supuesto; su marido se había
hecho todavía más rico de lo que ya era antes. Pero Secunda se movía en un
círculo diferente del mío, la vida política la asustaba. Cuando le propuse la
idea de elevar a su esposo al Senado, me miró con tal expresión de horror que
abandoné ese tema y no volví a mencionárselo.
Era frecuente que ni siquiera dijera a sus amistades que yo era hermana suya.
Procuré no tomármelo como algo personal. En cierto modo, el discreto papel
que ella había escogido desempeñar me resultaba útil. Yo había reclutado un
grupo de confidentes que me contaban qué decía la gente de Tavio y de mí. No
eran informadores, pues ni Tavio ni yo deseábamos castigar a las personas por
lo que opinaran. Pero no había podido olvidarme del público del anfiteatro
entonando aquello de «¡Neptuno! ¡Neptuno!». De modo que me mantenía atenta
al estado de ánimo del pueblo. Secunda, que charlaba con las mujeres en el
mercado y comía con mercaderes y comerciantes, se convirtió en una fuente de
información.
—¿Habla mucho la gente de las brigadas contra los incendios? —le pregunté
un día. Estábamos en mi jardín, esa tarde mis hijos habían venido de visita.
Tiberio, Druso, Julia y la pequeña de Secunda, Decimia, estaban jugando a
nuestro alrededor... o, mejor dicho, quienes jugaban eran Druso y las niñas.
Tiberio tenía una pila de jabalinas para niños y había plantado una diana cerca
de los rosales, a unos cinco pasos de distancia. Serio como un adulto, estaba
practicando lanzamientos.
—Oh, sí, todo el mundo los elogia —respondió Secunda—. Pero...
—Pero ¿qué?
—Pues... he oído decir a algunas personas que son como tu ejército privado.
—¿Mi ejército? ¿El mío, no el de César?
Secunda esbozó una media sonrisa. Le causaba cierto placer darme malas
noticias.
—Prácticamente todas las veces que se prende fuego en un edificio, acudes
tú allí con las brigadas contra incendios, ¿no es verdad?
Era verdad que yo acudía a ver cómo luchaban las brigadas contra los
incendios que estallaban en las ínsulas. Llevaba dinero, ropa y alimentos a las
personas que se quedaban sin hogar. Mujeres y niños, sobre todo, que se
congregaban a mi alrededor ávidas de que les dijera palabras de consuelo
pero también de que les diera alguna moneda o algún bien material. Tavio no
podía acudir en persona, porque no soportaba respirar el humo. Pero yo quería
que el pueblo se diera cuenta de que me preocupaba por él.
—Siento solidaridad especial hacia todo el que se ve obligado a huir del
fuego, porque yo misma me he encontrado en esa situación —repliqué.
Secunda frunció los labios.
—Tengo entendido que incluso das discursos a las brigadas.
—Tan solo les digo unas palabras de vez en cuando, para infundirles ánimos.
—Me vino a la memoria un suceso reciente: me vi de pie sobre un montón de
escombros, rodeada de hombres fornidos y con el rostro manchado de hollín
que me vitoreaban mientras yo los elogiaba por haber extinguido un terrible
incendio. Dioses del Olimpo, ¿me estaría convirtiendo en una nueva Fulvia?
—. Secunda, ¿qué dice la gente de mí? No de César, sino de mí.
—Ah, pues algunos dicen que eres buena y generosa...
—¿Y otros discrepan?
Mi hermana se encogió de hombros. Se le notaba que estaba disfrutando de
mi inquietud.
—¡Secunda, dímelo!
Se inclinó hacia delante hasta situar su cara a escasa distancia de la mía.
—Ya que quieres saberlo, dicen que eres fría y que estás sedienta de poder,
y que das órdenes y César las obedece. Que antes de hablar contigo tu esposo
escribe las preguntas, y que luego escribe las respuestas que le das tú. Que tu
matrimonio no es de verdad, sino igual que una alianza entre dos hombres.
Mantuve el gesto impasible, pues no quería mostrar cuán herida me sentía.
Era cierto que Tavio escribía notas antes y después de algunas de nuestras
conversaciones, igual que hacía con sus otros consejeros; pero era por tener
más claridad y más orden, y para aprovechar bien su tiempo y el mío. Pero
desde luego que no obedecía mis órdenes, aunque, a decir verdad, pocas cosas
hacía en política sin consultarme antes mi opinión. Me dejó consternada que la
gente pensara mal de mí por aquel motivo, aunque conociendo a Roma ya
debería haber esperado algo así.
¿Era yo una persona fría? Quizás en ocasiones lo pareciera. Porque si bien
era cierto que a veces daba a la gente lo que quería, otras veces tenía que
negárselo, y además cultivaba una actitud contenida y autoritaria.
—Cuando me casé con Tavio, ¿sabes de qué tenía miedo? De que el pueblo
recordase las circunstancias en las que contrajimos matrimonio y contase
anécdotas lascivas sobre mí que pudieran perjudicar la imagen de mi esposo.
Así que he tenido mucho cuidado en mi forma de vestir, y ni siquiera dirijo la
mirada hacia un hombre atractivo en público. —Me temblaba la voz—. Por
eso dice la gente que soy de hielo, que mi matrimonio ni siquiera es un
matrimonio y que solo amo el poder.
Por el semblante de mi hermana cruzó una expresión de solidaridad, pero tan
solo duró un instante.
—Por los dioses, no te alteres. ¿Qué te importa lo que diga o piense la
gente? De todas formas tienen que inclinarse ante ti.
—Yo hago muchas cosas por el bienestar del pueblo —dije—. ¿Resulta
peculiar que desee recibir un poco de aprecio?
—¿Aprecio del pueblo de Roma? ¿Es que no te acuerdas de que nuestro
padre decía que el pueblo nunca aprecia a sus benefactores?
Desvié la mirada y contemplé a Tiberio, que en aquel momento estaba
arrojando una jabalina y acertaba justo en el centro de la diana.
—Muy bien, cariño —le dije—. Tienes una puntería maravillosa.
Él ni siquiera volvió la vista en mi dirección; simplemente se encogió de
hombros y tomó otra jabalina. Era un hombrecito de lo más serio.
—¿Te acuerdas de nuestros padres? —me preguntó Secunda.
—Pues claro que me acuerdo. Qué pregunta tan rara.
—Nunca los mencionas.
—Lloro su ausencia a todas horas, en mi corazón.
—¿En serio?
—Naturalmente. ¿Cómo puedes preguntarme eso?
—A veces lo dudo.
Sentí en el fondo de la garganta el sabor de unas lágrimas no derramadas.
Era como si se hubiera abierto una trampilla bajo mis pies. Había sido
necesario muy poco para abrirla, lo único que tuvo que hacer Secunda fue
preguntarme si me acordaba de mis padres.
«¿Podrán verme en este momento? —me pregunté—. Y si me están viendo,
¿qué es lo que ven? ¿Una hija que los traicionó, una mujer de hielo sedienta de
poder?»
De repente vino Druso y se sentó en mis rodillas.
—¿Estás triste, mamá? —me preguntó, mirándome con sus preciosos ojos
castaños.
¿Se escandalizarían mis padres al verme ahora? Quizá solo se asombrasen al
ver la forma que había adoptado mi vida y se maravillasen de que una criatura
tan inverosímil fuese hija suya. Contemplé a mis dos hijos y no pude hallar
explicación para ninguno de los dos; ni para Tiberio, que gravitaba mudamente
hacia las herramientas de la guerra, ni para Druso, que era tan delicado.
Negué con la cabeza y respondí:
—No, mamá no está triste en absoluto. —Y le di un beso a mi hijo.

En su huida hacia el este, Sexto Pompeyo se había llevado consigo suficiente


oro como para reclutar tres legiones. Ofreció los servicios de su ejército al
rey de los partos, al cual Antonio estaba a punto de embarcar en una guerra.
Uno de los generales de Antonio marchó contra Sexto, lo capturó y lo ejecutó.
Merecía un destino mejor, y sentí lástima por él. Sin embargo, me alivió el
hecho de que hubiera dejado de representar una amenaza.
Sexto dejó un retoño, una hija pequeña que quedó en Roma al cuidado de
unos parientes. Decidí que, desde lejos, observaría el desarrollo de aquella
niña y, en la medida de mis posibilidades, le allanaría el camino en la vida. Lo
hice por la misma razón por la que ayudé al pueblo de Esparta, que en cierta
ocasión nos socorrió a Tiberio Nerón y a mí. Con Tavio, Roma trató a Esparta
con una benevolencia especial; era cuestión de pagar mis antiguas deudas.
Aquí yo era una mujer joven que solo unos años antes se había refugiado en
una cueva, pero jamás pensé que los asuntos que tuviera Roma con Esparta
fueran de mi incumbencia. El momento en que estuve a punto de echarme a
llorar en presencia de mi hermana fue una excepción, porque yo amaba lo que
estaba haciendo, amaba la persona en la que me había convertido. No muy a
menudo me detenía a mirar atrás; el papel que desempeñaba en el gobierno de
Tavio me resultaba completamente natural; lo que me parecía ilógico eran las
limitaciones que se me imponían por ser mujer. Cuando me reunía con los
senadores, me sentía su igual, tanto en mente como en corazón. Incluso
pensaba que yo podría haber sido mejor senadora que muchos de ellos, pero,
por supuesto, era una idea ridícula. Incluso en la esfera privada me sentía
constreñida. El pequeño inconveniente de no poder administrar de forma
independiente las propiedades que constituían mi dote continuaba irritándome.
¿Por qué mi esposo tenía que ser mi guardián?
Como es natural, tenía preocupaciones mucho más importantes. Me
preocupaba que Antonio, si conquistaba Partia, fuera mucho más poderoso que
Tavio. Tal vez buscase disminuir el papel que desempeñaba Tavio en el
gobierno del imperio. También me daba miedo la amenaza, cada vez mayor,
que se cernía sobre la frontera septentrional de Italia, un pueblo de bárbaros
llamados ilirios que estaban saqueando nuestras ciudades. La idea de que
estuviera preparándose otra guerra más, aunque fuera contra unas tribus
bárbaras, me ponía el vello de punta.
De vez en cuando me preocupaba también conservar la adoración de mi
esposo. Una noche, en el teatro, me percaté de que Tavio miraba a una bonita
joven. Ella se volvió hacia él y ambos se sonrieron. Me dio la sensación de
que se conocían de algo. Por otra parte, Tavio siempre se mostraba muy afable
con Terentila, la esposa de Mecenas. Y en algunas cenas también conversaba
en voz queda con la esposa de determinado senador sin que nadie más los
oyera.
Cuando regresábamos del teatro o de la cena, yo me ponía a cavilar respecto
de cuál sería la mejor manera de proceder. Imaginaba una conversación. «¿Por
qué has estado hablando con ella?», le preguntaba a Tavio. O: «¿Por qué le has
sonreído de ese modo?» Él se me quedaba mirando. «¿Qué quieres decir con
que le he sonreído?» Yo perdía dignidad con solo plantear el asunto, porque
ninguna esposa podía tener garantizada la fidelidad de su marido, aunque este
fuera un campesino. ¿Cómo podría, si era quien gobernaba Roma?
Probablemente podría haber enumerado con los dedos de una mano todos los
hombres de alto rango que copulaban tan solo con sus esposas. ¿Podría
contarse Tavio entre ellos? A decir verdad, no lo sabía. Hice muy bien en
borrar aquella pregunta de mi mente. Percibí que si tomaba el otro camino, si
empezaba a exigir garantías, lo único que lograría sería causar daño en mi
matrimonio, así que guardé silencio.
Tavio venía todas las noches a casa y a mí, eso era una certeza. Casi nunca
cenábamos por separado. Me hacía el amor con la misma pasión de siempre.
Y no me reprochaba que estuviera tardando tanto en concebir un hijo.
Observé el vientre de Octavia, que iba agrandándose con el hijo de Antonio,
mientras mis períodos continuaban, regulares e infalibles. Pregunté a los
dioses por qué ella era fértil mientras que yo permanecía yerma. Cuando
Octavia parió otra hija mostró cierta decepción, porque había deseado darle
un hijo varón a Antonio. Con todo, era otro vástago, hermoso y sano, que
estrecharía los vínculos con su esposo. Además, Antonio ya tenía hijos
varones por su parte. ¿Eran imaginaciones mías la expresión de nostalgia que
cruzaba el semblante de Tavio cuando veía a los dos hijos varones de
Antonio?
Octavia y yo éramos muy distintas, y no solo porque en aquel momento la
fortuna la favoreciera a ella en el asunto de los hijos. En su interior, la política
le gustaba tan poco como a mi hermana, pero no podía seguir el ejemplo de
Secunda y mantenerse distanciada. Ella era la hermana de Tavio y la esposa de
Antonio. Ahora que estaba en Roma, apareció con Tavio y conmigo en varios
actos públicos. La gente siempre coreaba su nombre; el papel que
desempeñaba a la hora de asegurar la paz en Roma le granjeaba el afecto de
sus habitantes.
Ante la gente formábamos un trío feliz; pero en privado afloraban las
tensiones. Recuerdo una cena en la que estábamos solo Tavio, Octavia y yo en
mi villa de Prima Porta.
Mi villa. Tavio siempre sonreía cuando yo usaba aquella expresión. «Qué
amable por tu parte que me permitas visitar tu villa», bromeaba.
Había llegado a la conclusión de que necesitábamos tener una vivienda en el
campo que estuviera próxima a Roma, y había descubierto aquel lugar. La
ubicación era perfecta: a unas pocas millas de Roma, lo bastante cerca para
que resultara cómodo ir, pero lo bastante lejos para poder disfrutar de un poco
de intimidad y descansar del ruido y los olores de la gran ciudad. Negocié con
el propietario y pagué la propiedad con fondos tomados de mi dote. A
continuación, contraté y supervisé a constructores para que mejorasen el
edificio y la finca circundante. De modo que, como es natural, sentía que
aquella villa era mía.
—Hoy me he irritado mucho —comenté, pensando en las reformas—. El
pintor, el que está realizando los murales del comedor de verano, es un genio,
así que no hay necesidad de llamar a otro. Pero ha dicho que quería contar con
la aprobación de mi esposo antes de sellar el contrato.
—Qué desfachatez —contestó Tavio con una mueca.
Estábamos en el comedor de invierno, que ya estaba completamente
amueblado. Era la zona más caliente de la casa. Cuando estuve organizando de
nuevo las habitaciones tomé en cuenta la sensibilidad de Tavio a la
temperatura, porque mi principal preocupación a la hora de renovar aquella
villa era que él se sintiera cómodo y disfrutara. Allí, fuera de la vista del
público, podíamos permitirnos los lujos que evitábamos en Roma. Aunque
Tavio nunca buscó el lujo, le gustaba bastante que se lo ofrecieran. Ahora
estaba tumbado cómodamente en un diván cubierto con cojines de seda roja.
Yo sabía que el comedor de verano, una vez que estuviera terminado, iba a
encantarle. El artista poseía una rara habilidad para pintar flores, árboles y
pájaros de modo que parecieran reales y vivos, sobre todo los pájaros. Nos
dejaría un comedor que simularía una fantástica pajarera. Por desgracia,
además de poseer un gran talento, era un maleducado.
—Sí, yo también lo considero una desfachatez —convine.
—Coge mi sello y cierra el contrato, y dile que lo he leído —dijo Tavio.
—Eso voy a hacer —repliqué—, pero me resulta más bien repugnante. Si
tuviera que pagarle con tu dinero, sería otra cosa, pero estoy utilizando mis
fondos.
Tavio chasqueó la lengua.
Sentí un escalofrío de rabia que me recorría la columna vertebral.
—¿Sabes lo que quiero que hagas por mí? —le dije—. Aprobar una ley que
me libere de todo guardián económico. Al fin y al cabo, las vestales que
atendían el fuego sagrado del templo de la diosa Vesta contaban con muchos
privilegios especiales.
Tavio masticó un pedazo de queso.
Aunque una vocecilla me estaba advirtiendo dentro de mi cabeza que estaba
aproximándome al orgullo desmedido, el mismo orgullo del cual advertí a
Tavio en una ocasión, la ignoré. Porque había sido menospreciada, y me
parecía profundamente injusto que yo, que estaba ayudando a administrar un
imperio, no pudiera poner mi propio sello en un simple contrato. Sí, al mirar
atrás ahora veo que en aquel momento era una persona muy engreída, algo
típico de los jóvenes. Hasta lo que me había dicho mi hermana de cómo me
veía el pueblo se había borrado totalmente de mi cabeza.
—Estoy hablando en serio —insistí—. Me gustaría que aprobases una ley. A
cambio de todo lo que hago por ti y por Roma. De la gran carga de trabajo que
soporto. Eso es lo que quiero. ¿Es mucho pedir?
Tavio bebió un sorbo de vino.
—No lo dirás en serio —terció Octavia—. No le estarás pidiendo a mi
hermano que apruebe una ley exclusivamente para ti.
—Perdóname, estaba dejándote a ti fuera, ¿no es cierto? —Miré a Tavio—.
Sería mejor que en esa ley incluyeras a tu hermana. Después de todo, las dos
estamos casadas con gobernantes de Roma que poseen el mismo rango.
—Yo jamás querría que existiera una ley que me situara por encima de las
demás mujeres —dijo Octavia.
Meneé la cabeza y no contesté. Me irritaba el virtuosismo abnegado de
Octavia. Me sentía juzgada por ella y tenía el deseo perverso de estar a la
altura de la mala opinión que tenía de mí. La verdad era que Octavia poseía un
talento especial para sacar lo peor que yo llevaba dentro.
—Esta es una conversación académica, porque no pienso aprobar ninguna
ley parecida. —Tavio salvó el espacio que había entre los dos divanes y me
besó—. No puedo, porque quedaría en ridículo. De modo que continúa
utilizando mi sello.
Ambos nos sostuvimos la mirada.
—¿Te imaginas lo que pensarían los hombres si yo aprobase una ley
especial para mi esposa? —protestó—. ¿Para que pudiera comprar y vender
propiedades sin mi permiso? —Y añadió con un tono sarcástico—:
Perdóname, querida, pero no entra en mis planes convertirme en un hazmerreír.
No dije nada. Continuamos mirándonos el uno al otro durante unos instantes
más, y después desvié el rostro.
Octavia pareció alegrarse de ver mi frustración.
—Tenemos que hablar de las legiones para Antonio —le dijo a su hermano.
Mis tonterías habían pasado a un segundo plano, y ahora procedía hablar de
asuntos más importantes, es decir, su esposo y lo que este necesitaba—. En su
última carta me preguntaba cuándo podía esperar recibir más tropas.
—Le he enviado un millar de hombres.
—Pero le prometiste veinte mil —replicó Octavia.
—La situación ha cambiado —razonó Tavio.
—Pero, Tavio, querido, las promesas hay que cumplirlas —dijo Octavia en
el tono suavemente reprobatorio que empleaba para regañar a sus hijos.
Yo lancé una carcajada. Mi cuñada se volvió hacia mí.
—¿Qué es lo que te resulta tan gracioso?
—No estamos en la habitación de tus hijas —le dije—. Estamos hablando de
legiones. —Me acordaba de Perusia, el doble juego de Antonio. Una ciudad
destruida por los romanos a causa del conflicto que había provocado Antonio
y del que no se responsabilizó. Me acordaba de cuando hui aterrorizada de
aquella ciudad llevando en brazos a mi hijo pequeño. Octavia siempre había
estado a salvo, siempre había sido la niña mimada de todo el mundo, pero
¿había cerrado los ojos y se había tapado los oídos? ¿Dónde había estado
durante aquellos últimos años, ya que pensaba que las normas de los niños
podían aplicarse a la política de Roma?
Temí que Tavio pudiera efectivamente acceder a sus deseos y actuar en
detrimento propio solo para complacerla. Él adoraba a su hermana.
Octavia lo miró con expresión tensa.
—Diste tu palabra.
—Y la cumpliré. Antonio tendrá sus veinte mil soldados. En su momento.
—Pero es ahora cuando va a librar la guerra contra Partia.
—Envía al Senado constantes informes de sus victorias —contestó Tavio—.
¿Para qué necesita tantos soldados? Posee recursos enormes en el este. Y los
problemas que hay en el norte no hacen más que empeorar. Yo mismo, dentro
de poco, tendré que dar batalla a los ilirios.
—¿Esperas que le escriba y le diga que no? —Octavia parecía estar a punto
de echarse a llorar—. Si no cumples lo prometido, Antonio pensará que te
muestras hostil con él.
—En este momento no me sobra ninguna legión —replicó Tavio hablando en
tono cansado.
—En mi opinión, esos ilirios son tan solo una excusa para negarte a cumplir
tu palabra —dijo Octavia—. Y si Antonio y tú no sois amigos, ¿en qué
posición quedamos mis hijas y yo? ¿Hemos de decidir entre vosotros dos?
Antonio sigue siendo mi esposo, y yo soy su mujer. Eso no ha cambiado.
Tavio apretó los labios.
Cuando Antonio envió a Roma a Octavia y a los niños, pareció que realizaba
un acto de bondad. Tavio y yo le dimos las gracias... y después nos sentimos
idiotas. Porque ahora daba la impresión de que lo único que había pretendido
Antonio era despejar el camino para su amante. Antes de lanzar la invasión de
Partia, había vuelto a arrojarse a los brazos de Cleopatra. Ninguno de los dos
intentó ocultar el hecho de que habían reanudado su historia de amor, y para
cuando Antonio se fue a la guerra, ella, que ya le había dado dos hijos, había
vuelto a concebir. Hacía solo unos días que nos habíamos enterado del
nacimiento del nuevo retoño, un varón, al que Cleopatra había puesto el regio
nombre de Tolomeo.
Era posible que Antonio hubiera tomado varias amantes y que Tavio se
hubiera encogido de hombros mientras actuara con discreción. En Velitrae,
donde había adquirido sus valores morales, las esposas eran fieles y los
hombres buscaban su placer donde se les antojaba. Pero las apariencias
importaban mucho. Ningún hombre respetable presumía de sus concubinas. Tal
vez cuidara de sus hijos ilegítimos, pero sin que se hablara públicamente de
ello, pues sería un insulto a su mujer. Aquello era la decencia, en opinión de
Tavio. Lo cual contrastaba con el hecho de que Cleopatra exhibiera ante el
mundo el tercer hijo que le había dado a Antonio unos meses después de que
la hermana de Tavio le hubiera dado una hija.
—De modo —dijo Octavia con un temblor en la voz— que estás diciendo
que deliberadamente vas a incumplir la palabra que has dado. ¿No piensas
enviarle esas legiones? —Se volvió hacia mí y me acusó—: Te culpo a ti de
esto.
Yo la miré estupefacta.
—¿A mí?
—Eres una egoísta —dijo, torciendo la boca en un gesto de desprecio—.
¡Mi villa! ¡Mi dinero! Sé bien la clase de consejos que das a mi hermano.
—Son buenos consejos. Por eso me hace caso siempre —repliqué.
Octavia me estaba atacando, pero ¿por qué motivo? ¿Por no tener la visión
infantil del mundo que tenía ella? ¿Por desconfiar de Antonio, un hombre que
se había ganado de sobra mi desconfianza?
—Octavia... —intervino Tavio.
Su hermana lo miró y le dijo con voz áspera:
—¿Nunca te ha extrañado que Livia abandonara a su marido y a sus hijos
con tanta facilidad? ¿No te reveló eso la clase de persona que era?
—Conviene que recuerdes que estás hablando de mi esposa.
—Y yo soy tu hermana. Y cuando te ruego que cumplas lo que le prometiste
a mi esposo...
—No puedo —respondió Tavio.
Octavia volvió la cabeza y me miró a mí de nuevo.
—Lo has alejado de mí.
—No actúes como una niña pequeña —le dije yo.
Empezó a temblarle la barbilla. Miraba fijamente a Tavio; a lo mejor quería
que él me reprochase haberla llamado niña pequeña. Como Tavio guardó
silencio, se echó a llorar, se levantó y salió huyendo del comedor. Tavio la
observó con gesto dolorido.
—Estás haciendo lo que debes —le dije—. Estás a punto de irte a la guerra.
Antonio no tardará en hacerse con todo el poder y las riquezas de Partia, y uno
no puede fiarse de que sea leal siquiera a los de su misma sangre. Solo un
necio le enviaría más legiones.
Tavio afirmó con la cabeza y respiró hondo. Transcurridos unos instantes,
dijo:
—No va a hacerse con todo el poder y las riquezas de Partia.
—¿No? —dije yo.
—He recibido informes de que se rumorea que su campaña en Partia ha sido
un desastre tras otro. Los despachos que envía al Senado están llenos de
mentiras.
—¿De verdad? —Dadas las circunstancias, aquello era una buena noticia.
Me levanté de mi diván y me senté en el de Tavio—. ¿Estás seguro?
Tavio asintió.
—De todas las cosas que he tenido que hacer por Roma, haber desposado a
mi hermana con Antonio es la única que me revuelve el estómago.
Le hice una caricia en la mejilla.
—Ya lo sé. Pero lo hiciste por la paz. Y ella parece amarlo mucho, ¿no es
cierto? —Podría haber aludido al hecho de que últimamente Octavia primero
era leal a Antonio, no a Tavio, pero me contuve.
—Sí, lo ama —convino Tavio en tono serio.
—Querido, ¿has de conducir tú personalmente el ejército que luche contra
los ilirios? ¿No puede encargarse Agripa sin que vayas tú?
—Ya sabes cuál es la respuesta a esa pregunta —dijo Tavio.
—Que deben verte conducir valientemente tus tropas a la batalla —
respondí.
Tavio me sentó a su lado y me besó, delicado y casi tímido. Un momento
después me estaba cubriendo el cuello de besos apasionados. Yo le acaricié la
nuca. La sentí frágil, vulnerable. No tardaría en irse a la guerra, y ese fue un
pensamiento que me causó dolor.
Maldijo en voz baja.
—¿Qué sucede? —quise saber.
—Ojalá...
—¿Qué?
Negó con la cabeza. Ya no estaba conmigo; a lo mejor estaba pensando en el
problema de Octavia y Antonio, o en la guerra inminente. Le toqué el pelo
pensando: «Vuelve a mí.»
Sondeé sus ojos, que tenían una mirada perdida, y me asaltó una pregunta:
«¿Me ama tanto como antes?» Tal vez yo buscaba una prueba de amor, o una
prueba de que yo contaba. Qué chiquillos podemos ser a veces, deseando algo
especial.
—Tavio... quiero ser yo quien se encargue de mis propiedades. No puedo
explicarte por qué importa tanto, pero importa mucho. Ya sé que no resulta
fácil, pero ¿no crees que podríamos encontrar una manera de...?
—Es imposible. He dicho que no. ¿Acaso eres una niña a la que haya que
enseñar lo que significa la palabra «no»?
Fue como estrellarse contra un muro. Percibí enfado en su tono de voz, y
bajé los ojos.
—Perdona —le dije.
Cuando volví a alzar la vista, Tavio me estaba mirando fijamente, con
expresión gélida.
Sabía que había sido una necia al hostigarlo cuando ya estaba irritado. Lo
besé, y por un instante me dio la sensación de que él deseaba apartarme de sí,
pero finalmente cedió a mi beso y todo volvió a estar bien otra vez.

Oh, no renuncié a la idea de manejar mis propios bienes de forma


independiente; solo tenía que pensar cómo hacerlo sin que Tavio quedase en
ridículo ante la opinión pública. Me llevó casi un mes entero, pero al final
logré concebir un plan, una serie de acciones que no solo me permitirían
alcanzar mi objetivo, sino que además servirían a los propósitos que
albergaba Tavio. Su posición y la de su hermana iban a mejorar. La
popularidad de que aún disfrutaba Antonio entre los habitantes de Roma no se
vería socavada. Además, una heroína cuyo recuerdo yo veneraba —Cornelia,
la madre de los Graco— recibiría otro poco más de gloria.
Había aprendido que en ocasiones era mejor hablar con Tavio en la cama.
—Octavia desempeña un papel muy importante a la hora de mantener la paz
romana —le susurré al oído mientras estábamos tendidos los dos juntos en la
oscuridad—. Es muy querida por todos. Todo el mundo te elogiaría si le
concedieras un honor especial. Ese nuevo pórtico que Agripa y tú estáis
construyendo cerca del Foro en mi opinión deberíais llamarlo Pórtico de
Octavia. Sería un gesto conmovedor. Una vez que esté terminado, podrías
pronunciar un discurso diciendo que ella es justo lo que debería ser toda mujer
romana: una esposa y madre altruista y virtuosa. El pueblo se sentirá
conmovido.
—Amor mío —dijo Tavio—, ambos sabemos que no sientes el menor afecto
hacia mi hermana. Así pues, ¿por qué dices esto?
—Porque respeto lo mucho que se preocupa por que haya paz entre Antonio
y tú. Y se merece recibir honores por eso. La estatua de Cornelia, la que vas a
restaurar...
—La que tú me has rogado tanto que restaure —corrigió Tavio.
—Odio que se vea tan desgastada. Si la reparases y la colocases en el
pórtico dedicado a Octavia, serviría para unir a las dos mujeres en una visión
del ideal femenino romano.
—¿Sí? Continúa.
—Y, luego, después de que pronuncies el discurso de inauguración del
pórtico, podrías aprobar una ley que confiera a Octavia los derechos y la
protección de que disfrutan las vírgenes vestales. Nadie se opondría a eso. Al
fin y al cabo, todo el mundo le cede el paso y le deja los mejores asientos del
teatro. La gente diría: «¿Qué diferencia hay?» Sin embargo, se vería exaltada a
los ojos de todos.
En cuanto dije las palabras «vírgenes vestales» noté que Tavio daba un
respingo. Pero continué hablando en el mismo tono tranquilo. Ahora sentí en
mi cuello el calor de su respiración.
—Eres incansable —me dijo.
—Si lo soy, entonces me parezco a ti, ¿no es verdad?
Tavio no dijo nada.
—Querido, solo soy incansable en algunas cosas, las que importan.
Lo tenía apoyado en mí, silencioso. Iba pasando un dedo por todas las
facciones de mi rostro: mi nariz, mis labios, mi barbilla, como si en ausencia
de luz necesitara recordar cómo era yo, como si intentara comprender quién y
qué era yo.
—A veces me pregunto por qué te soporto —me dijo, y lo extraño es que lo
dijo con cariño.
Yo sonreí a oscuras.
—¿Y por qué me soportas?
—Bueno, es cierto que eres hermosa. Pero también posees una mente
interesante.
Sentí un hormigueo de placer. Nada me gustaba más que cuando elogiaba mi
intelecto.
—Es un buen plan, ¿no?
—Cuanto más refuerce a Octavia como Cornelia revivida —dijo Tavio—,
más despreciará el pueblo a Antonio por haberla tratado tan mal exhibiendo su
relación amorosa con esa ramera de Egipto.
—Sí. Aquí estás tú, su devoto y leal hermano, y ahí estará él, teniendo hijos
con una reina extranjera.
—Una reina extranjera —repitió Tavio, y en su tono de voz se percibió lo
mucho que le desagradaba Antonio. Luego, en un tono diferente, más liviano y
más cómplice, me preguntó—: ¿Y qué es lo que sacas tú de esto?
—¿Qué crees?
—Eres igual que ella en rango. Mientras yo pronuncio discursos acerca de
mi hermana, nadie se percatará de que esa ley también te otorgará a ti los
derechos de una vestal.
«Incluido lo de verme libre de un guardián económico.»
—Eso sería lo justo, nada más —dije yo—. Y es lo que deseo. Pero, Tavio,
el pueblo te amará a ti por honrar a tu hermana. Por honrar a Cornelia, que
vive en el corazón y el recuerdo de la gente. Y eso es lo que más deseo yo.
La popularidad entre los habitantes de Roma constituía uno de los pilares de
su gobierno, una garantía de su seguridad. Era absolutamente necesario que el
pueblo lo amara..., desde luego que lo amara más que a Antonio.
No mucho después de esto, Tavio pronunció un discurso que fue bien
recibido, en el que elogió a su hermana como si fuera la diosa de la paz. La
cuestión que llevaba implícita, la de cómo era posible que un hombre decente
prefiriese a una extranjera como Cleopatra antes que a aquella perla de
femineidad romana, ni siquiera fue necesario formularla. Nadie puso la menor
objeción cuando a Octavia le fue concedida la sacrosanta categoría de las
vestales, ni protestó cuando también me fue concedida a mí.
Tavio aceptó lo que yo le había sugerido e incluso lo llevó más lejos
todavía. La oportunidad de presentar a Antonio como un hombre malvado le
supo dulce como la miel. Julio César, mientras se encontraba preso en las
redes de Cleopatra, mandó erigir una estatua de ella en el templo de Venus.
Ataviada con sus ropajes de egipcia, luciendo su nariz puntiaguda y mostrando
sus sensuales labios curvados en una media sonrisa, parecía justo lo que era:
una extranjera exótica. A Tavio aquella estatua le desagradaba profundamente,
pero no la retiró. Sin embargo, a uno y otro lado de la estatua de Cornelia, la
cual trasladó al pórtico de Octavia, colocó dos estatuas más: una de su
hermana y otra mía. Como la figura de Cornelia aparecía sentada, nosotras
también nos sentamos. Mantuvimos la espalda bien recta y la barbilla alta,
igual que ella. Posar para el escultor fue muy cansado, pero el resultado
mereció la pena. El artista nos representó con ropas modestísimas, el cabello
casi cubierto del todo con un chal, el gesto grave y noble como el de Cornelia.
Eran esculturas que nos favorecían, pero lo que importaba era el mensaje
político. Nosotras éramos las hijas espirituales de Cornelia, cosa que jamás
podría ser una reina de Egipto. «Así es como debe ser una buena mujer
romana» era lo que se pretendía transmitir.

Cuán extraño se me hacía verme retratada en una estatua pública.


En Roma, los chavales sueñan con ser lo bastante importantes como para que
se los inmortalice en una estatua. Ninguna chica abriga esos sueños. La
primera vez que vi mi estatua me sentí rara, como si aquello fuera solamente
un producto de mi imaginación, o como si no estuviera hecha de mármol, sino
de vapor y pudiera disolverse en cualquier momento. Sin embargo, me
acostumbré a que la gente me dijera que el parecido era maravilloso, muy
realista. Y me conmovió que Tavio hubiera erigido una estatua en mi honor.
Descubrí que el derecho de manejar yo misma mis finanzas me aportaba una
nueva seguridad. Las propiedades que adquiriera en el futuro iban a ser solo
mías. Ningún hombre podría decirme lo que podía o no podía hacer con ellas.
Mi vena para los negocios tan solo floreció plenamente cuando me vi liberada
de mi guardián.
Recuerdo con disgusto el tono santurrón de mi cuñada cuando me dijo
aquello de que ella jamás querría que existiera una ley que la situara por
encima de las demás mujeres. De hecho, aquellas estatuas y el respeto público
que Tavio nos otorgó a ella y a mí incrementaban el respeto que se tenía a las
mujeres en general. Unos años más tarde, con el fin de aumentar el número de
nacimientos, Roma ofreció la libertad financiera a todas las mujeres que
tuvieran cuatro hijos o más. Dudo que eso se hubiera hecho si yo no hubiera
sido la pionera. Puedo decir ante los dioses que los privilegios que me fueron
concedidos a mí ciertamente jamás perjudicaron a ninguna otra mujer.
Por supuesto, era consciente de que, por más libertad que yo disfrutara, por
más alto que volase, todo se apoyaba en mi vínculo con un único hombre.
14

No debo perderme demasiado en mis recuerdos. Han venido a mi villa


varios de los miembros más jóvenes de mi familia para hacerme una visita
durante las Saturnalias. Casi me sorprende verlos, como si su presencia fuera
una intrusión. Las personas del pasado me parecen más reales que estos
jóvenes que me murmuran, solícitos, al oído, empleando siempre ese tono
respetuoso que se reserva para los ancianos. Me doy cuenta de que mis
parientes jóvenes se parecen a las personas acerca de las cuales estoy
escribiendo, aunque los lazos de sangre están tan retorcidos y entrelazados
unos con otros que a veces me resulta trabajoso recordar quién está
emparentado con quién.
Mi nieto Claudio llegó ayer. Por supuesto, también es nieto de Marco
Antonio, y también de Octavia. Mi amor, como es natural, se reparte entre
todos mis nietos y bisnietos, pero Claudio nunca ha sido mi favorito.
No es que me desagrade por su pierna lisiada, ni por sus tics nerviosos, ni
por su tartamudeo. Todas esas cosas no puede evitarlas, el pobre. Pero lo que
no soporto son sus risotadas roncas y estridentes. Veo a Antonio en él, sobre
todo cuando bebe. Y bebe en abundancia.
Rara vez me visita sin tener un motivo especial.
—A-Abuela —me dijo esta mañana—. T-Tengo un g-gran favor que pedirte.
Yo ladeé la cabeza y esperé.
—En tu b-biblioteca hay libros.
Resultaba que se refería a unos libros escritos en etrusco, una lengua que ya
casi nadie conoce. Pero Claudio la ha aprendido por sí solo y tiene pensado
escribir una historia de los etruscos en muchos volúmenes. Ansiaba esos
libros míos, que al parecer se refieren a determinados reyes etruscos poco
conocidos. Le permití que se los llevara. ¿Por qué no? Como le fue imposible
servir en el ejército, se ha mantenido apartado de la política. Apenas va a
ninguna parte, arrastrando la pierna de esa manera. Escribir sobre el pasado
remoto constituye una actividad inocua para él.
—Oh, g-gracias, abuela —me dijo cuando le contesté que podía llevarse
aquellos libros y quedárselos para siempre. Se le veía entusiasmado—. Si
alguna vez p-puedo hacer algo por ti, c-cuenta conmigo.
Historiador como aspira a ser, me pregunto qué pensaría de este relato del
pasado que estoy escribiendo.

Llegó otra nueva despedida. Ya debería estar acostumbrada, pero no.


—Por favor —le dije a Tavio antes de que se fuera a guerrear contra los
ilirios—, esta vez no corras ningún riesgo extraordinario.
Tavio sonrió, pero yo advertí una expresión triste en su mirada.
—Muchos encontrarían divertido que me digas eso.
Lo miré con gesto interrogante.
—Filipos. La batalla final por Sicilia. Hay quien dice que estoy
especializado en no correr riesgos físicos. Sabes perfectamente lo que
murmuran de mí mis enemigos, ¿no?
Lo que murmuraban era que en aquellas batallas había estado ausente porque
era un cobarde.
—Entraste en el campamento de Lépido totalmente desarmado. Eres el
hombre más valiente que conozco. —Vi una pequeña mancha en su armadura
de bronce y la froté con el dedo hasta que desapareció.
—Mi dulce Livia —dijo—. Ojalá pudiera verme a mí mismo a través de tus
ojos. Imagino que sería muy agradable, pero me pregunto si me reconocería.
—Y acto seguido me levantó la barbilla para poder besarme.
Yo le eché los brazos alrededor del cuello y lo besé con frenesí, como si
fuera la última vez. Me apartó un poco, como si mis apasionados besos lo
perturbasen. Pero luego me rodeó con sus brazos y me estrechó con la misma
delicadeza que emplearía con una niña pequeña.
—Dime —le dije yo—, ¿por qué te acompaña Mecenas? ¿Y esa partida de
poetas?
—Deseaban un cambio que los sacara de la vida monótona que llevan.
—Suena creíble. —Yo sabía que aquella guerra tenía dos objetivos:
pacificar a los salvajes ilirios y fortalecer lo que Mecenas persistía en
denominar la «leyenda» de Tavio—. Oh, amor mío, quiero que tengas mucho
cuidado.
Tavio me frotó la cara con la nariz.
—Por lo general, contigo puedo hablar como hablaría con otro hombre. Y de
repente te vuelves toda femineidad. Siempre me sorprendes.
—¿Qué tienes pensado hacer?
—Pues... sería una novedad que cuando entabláramos batalla apareciera yo.
Soltó una carcajada y se fue. Como si la guerra fuera una tontería.

—¿Por qué a los hombres les gusta tanto la guerra? —le pregunté a Tiberio
Nerón no mucho después de que Tavio partiera para Iliria.
—Porque nos permite probar de qué estamos hechos —me respondió.
Había venido a mi villa de Prima Porta a hacerme una visita. Estaba
pensando en adquirir una villa en las inmediaciones y quería ver cómo había
distribuido yo la finca. Mientras paseábamos por los jardines, fue comentando
la belleza de las fuentes de mármol y la variedad de flores. Siempre resulta
agradable impresionar a un antiguo amigo.
—Esa de ahí es muy bella —dijo, señalando una estatua de Diana
empuñando el arco—. ¿Sigues prefiriéndola a ella por encima de todos los
demás dioses?
—Siempre he creído que fue Diana la que me salvó del incendio en el
bosque —repliqué.
—Ah, sí, el incendio del bosque. —Meneó la cabeza, recordando—. Casi
me parece que eso pertenece ya a otra vida.
Tuve en la punta de la lengua preguntarle: «¿Eres feliz? ¿Y me perdonas por
haberte abandonado?» Pero había cosas que no nos decíamos el uno al otro.
Necesitábamos hablar de nuestro hijo.
—El pequeño Tiberio..., en fin, hablando de amor por la guerra, lo único que
quiere es practicar con las armas.
Tiberio Nerón dibujó una ancha sonrisa.
—Es un soldado por naturaleza, ¿eh?
Yo apreté los dientes.
—Sí, pero el otro día hirió con la jabalina a uno de mis esclavos.
—Nadie posee una puntería perfecta.
—Posee una puntería excelente para un niño de su edad. Y tengo el
presentimiento de que lo hizo a propósito.
—Pero no mató al esclavo, ¿verdad?
—No, pero sí lo hirió. Y no puso cara de que le importase mucho, ni
siquiera después de que yo le propinara un cachete.
—De acuerdo, si lo veo apuntando hacia alguno de mis esclavos, le daré
unos azotes —respondió Tiberio Nerón sonriendo—. Tienes que reconocer
que ciertamente tiene madera de soldado.
—Quiero que sea algo más que un soldado —repuse—. Necesita suavizarse
y refinarse. En noviembre cumplirá siete años. ¿Me permitirás que contrate a
un tutor? Ha de ser una persona adecuada, capaz de abrirle los ojos a la
filosofía, la poesía y el arte.
—Adelante. Pero no creo que con ello vayas a suavizarlo mucho. —A
Tiberio Nerón le brillaron los ojos—. Es hijo mío.

Mi amada Livia, si no fuera porque estoy herido, me echaría a reír.


Me duele todo el cuerpo, pero me siento feliz. Pusimos sitio a
Metulum, la capital de Iliria, construimos rampas de madera e hicimos
los preparativos para el asalto. Yo estaba en lo alto de una torre
provisional, supervisándolo todo como corresponde a un general. Pero
¿me quedé en dicha torre? No. En el momento crítico del asalto,
dominado por un feroz espíritu marcial, bajé de la torre y arrebaté el
escudo a uno de los soldados, el cual retrocedió titubeando. Le grité
que me siguiera y empecé a subir por la rampa.
Te preguntarás si lo teníamos planeado. Por supuesto que sí. Me
flanqueaban diez miembros de mi guardia personal. Aun así, dirigí
personalmente el asalto. ¿Y qué comandante supremo ha conducido
jamás un asalto a una ciudad sitiada? Prácticamente ninguno. Bueno, lo
hizo Alejandro Magno, pero él era Alejandro.
Estarás diciendo: «¡Tavio, cuánto riesgo!» Amor mío, fue un riesgo
que mereció la pena. Y por una vez no sufrí ninguna dolencia ridícula
que me dejara fuera de juego.
Allá que fui, rampa arriba. Mis tropas se sentían inspiradas por mi
heroísmo... demasiado inspiradas. Cruzó un inmenso contingente de
soldados, y la rampa enseguida se vino abajo. Yo estuve a punto de
quedar aplastado, pero emergí a tiempo para ver cómo nuestro ejército
obtenía una gran victoria. Metulum es nuestra. La provincia entera es
nuestra.
Mis costillas rotas están curándose bien, eso dicen los médicos, y
Mecenas tiene a su banda de poetas componiendo odas a mi valor.
Amor mío, era necesario que yo dirigiera la carga, para que mis
hombres se sintieran orgullosos de mí y para que yo me sintiera
orgulloso de mí mismo.
Mi copa está llena a rebosar. He salido victorioso, ¿y sabes quién es
el derrotado? Antonio. Su campaña en Partia ha tocado a su fin sin
gloria alguna. Quiso abarcar demasiado. Fue una debacle.
Sinceramente me dan lástima sus pobres soldados, así que le escribí
una carta muy amable en la que me ofrecía a enviarle suministros para
sus tropas: alimentos, mantas y ropa, así como cualquier otra cosa que
pudiera socorrerlos en su triste situación. Él me respondió diciendo
que podía quedarme con mis suministros, que ahora iba a intentar
conquistar Armenia. Si yo no fuera un patriota, animaría a los
armenios.
Tú, amor mío, me has consolado cuando la suerte me volvía la
espalda. Ahora te ruego que te alegres de mi buena suerte. Celébrala.
No te sientas horrorizada diciendo que he actuado de forma temeraria.
Alégrate de que lancé los dados y gané. ¿Qué importa que haya salido
un poco magullado? En es momento, lo único que echo en falta en el
mundo es tenerte en mis brazos.

¿Magullado? Eso era poco decir. En Metulum había estado a punto de morir,
aplastado y despedazado bajo el peso de soldados, madera y metal.
Volvió a casa caminando a la cabeza de su ejército victorioso. Cojeando.
Tosiendo. Con cara de agotamiento. Estábamos teniendo un otoño caluroso, y
el día posterior a su regreso no estaba en condiciones de hacer nada que no
fuese permanecer desnudo en la cama que ambos compartíamos, con el torso,
los brazos y las piernas llenos de cicatrices recientes y todavía enrojecidas.
Le besé cada una de las cicatrices.
—Todo el mundo habla de tu heroísmo —le dije. Solo era una ligera
exageración. Era verdad que había impresionado al pueblo de Roma—. Pero
te ruego que no vuelvas a hacer nada parecido.
Tavio emitió una risita. La risita se transformó en un acceso de tos.
—Esperemos que no haya más guerras durante una temporada —dije yo—.
Ya es hora de que tengamos unos cuantos años de paz. Pero si hay más guerras,
que sea otro el que se encargue de ellas.
—Oh, pero, Livia, a mí me gusta ser un héroe militar. Es posible que a
continuación vaya a conquistar Britania.
Cuando Tavio dijo esto, fue solo hablar por hablar. En cambio yo pensaba en
todo lo que había sufrido y podría sufrir todavía para cumplir su destino.
Cuando tenía dieciocho años había decidido tomar un rumbo determinado, y
estaba empeñado en seguirlo hasta el final. Los peligros y el dolor no iban a
impedírselo. En aquel momento, mirando sus cicatrices, sentí deseos de llorar
por él. Pero no lo hice. A él no le habría gustado. De modo que me limité a
contestar:
—Preferiría que la conquista de Britania se la dejaras a otro.

En otras ocasiones, la cojera le había desaparecido al poco tiempo, pero no


fue así tras la campaña de Iliria. Aunque por lo general apenas se le notaba,
pasó a ser permanente, igual que las cicatrices. En cambio no tardó en dejar de
toser, se levantó de la cama y prosiguió con la misma energía de siempre.
Por aquella época se quedó Rubria encinta. Me alegré por ella,
naturalmente; nadie merecía mis mejores deseos más que ella. Pero a mí se me
encogía el estómago cada vez que me llegaba la noticia de un embarazo o un
nacimiento. Tavio y yo llevábamos cuatro años casados, y aún no teníamos
hijos.
Recé en los templos, llevé amuletos secretos en la cama, bebí pociones de
horrible sabor que me prepararon los mejores médicos de Roma. En las
Lupercalias salí a la calle junto con otras esposas infértiles.
Aquel festival, en el que se honraba a la loba que amamantó a Rómulo y a
Remo, siempre renovaba las esperanzas de las mujeres que intentaban
concebir un hijo y no lo conseguían. Los sacerdotes sacrificaban dos machos
cabríos y un perro. A continuación untaban la frente de dos muchachos con
sangre de los animales sacrificados y los vestían con sus pieles. Después, esos
jóvenes recorrían a la carrera el perímetro de la colina del Palatino golpeando
en la mano a todas las mujeres que se tropezaban a su paso con una correa de
cuero. La intención era que uno de aquellos azotes garantizara la fertilidad.
Tal como vi hacer a las otras mujeres, extendí la mano cuando se me acercó
el corredor sagrado. Era un joven fortachón que sonreía igual que un sátiro y
hasta lo parecía físicamente, vestido con un taparrabos y una capa
confeccionada con tiras de piel de cabra. El azote que me propinó me dolió y
me dejó un verdugón, pero no me quedé embarazada.
Ahora que ya no había guerra, Tavio derrochaba toda su energía en construir.
Roma tuvo un acueducto nuevo y un alcantarillado nuevo, se renovó el
pavimento de las calles, se construyeron templos de reluciente mármol y
edificios públicos. Agripa tenía la autoridad diaria en todos aquellos
proyectos, pero en lo referente a la planificación, mi opinión también tenía su
peso. Suponía una gran alegría saber que estábamos reconstruyendo Roma.
Todas aquellas construcciones proporcionaban trabajo, un trabajo que los
ciudadanos pobres necesitaban con urgencia, de modo que la popularidad de
Tavio entre la plebe aumentó como nunca. Desde el punto de vista de la
política, debería sentirse muy contento, pero la situación con Marco Antonio
lo atormentaba igual que una muela picada.
—Opino que Octavia debería regresar con Antonio antes de que él parta
para hacer la guerra en Armenia —me dijo un día.
—¿Por qué? —pregunté.
—O es su esposa o no lo es —repuso.
¿Y si no lo fuera? ¿De qué podía servir dejar claro aquello ante el mundo
entero? Tal vez lo mejor para todos nosotros fuese mantener el statu quo.
—¿Por qué no dejar las cosas tal como están?
Tavio me dirigió una mirada de fastidio.
—Lo dejaré a elección de ella —respondió.
—No creo que...
—Lo dejaré a elección de ella —repitió.
Unos días más tarde, los tres, Tavio, Octavia y yo, nos reunimos en el
soleado patio de la casa que poseía Antonio en Roma.
—Deja que me lleve conmigo los diecinueve mil soldados que le debes a
Antonio —dijo Octavia.
—Dos mil —corrigió Tavio—. Y setenta barcos de guerra, y provisiones
para su ejército.
—¿Por qué no diecinueve mil soldados? ¿Es que no quieres cumplir lo que
prometiste?
—Porque a mis soldados los necesito yo —contestó Tavio, tamborileando
con los dedos el banco en que estaba sentado.
—Pensará que no te fías de él —dijo Octavia.
—Y no se equivocará al pensarlo.
—Crees que va a apartarme de su lado, ¿verdad? Crees que quiere
divorciarse de mí.
—No hago más que constatar los hechos. Está cohabitando con otra mujer a
la vista de todos.
Tavio habló con frialdad. No era que no sintiera solidaridad hacia su
hermana, pero en las actuales circunstancias la continua lealtad de ella hacia
Antonio le provocaba una rabia que a duras penas lograba controlar.
—A veces tengo la impresión de que ya no te conozco —dijo Octavia. Luego
clavó su mirada acusatoria en mí—. Livia, ¿de quién ha sido la idea de que me
reúna con mi esposo en Alejandría?
—Dijiste que querías ir —apuntó Tavio.
—Sí. Ya llevo mucho tiempo separada de él. Debería haber insistido en irme
antes de esto, pero sugerís que me vaya ahora. ¿Por qué?
—Es lógico y normal que una esposa esté con su marido, ¿no?
—Me parece que estás suponiendo que mi presencia en Alejandría lo
avergonzará. Y si me rechaza, eso lo enfrentará con toda Roma, porque tú me
has representado en una estatua de arcilla personificando la virtud. —Se
volvió hacia mí—. Sé de quién fue la idea de inflar mi imagen en el
inconsciente del pueblo. Yo nunca pedí semejante tratamiento, pero nadie me
consultó. Claro que no. ¿Para qué consultarme?
Yo no dije nada.
—Este plan de mandarme de repente con Antonio es muy astuto. Se te ha
ocurrido a ti, ¿verdad, Livia?
—No.
Octavia ladeó la cabeza.
—¿En serio? ¿Ha sido idea de Tavio? En fin, hay veces que cuesta trabajo
distinguiros al uno del otro, incluso en vuestra manera de hablar, a veces sois
tan parecidos que me ponéis el vello de punta.
De repente, en algún lugar de la casa se oyó el lloriqueo de un niño pequeño.
Era la hija de Octavia y Antonio.
—Ya basta —dijo Tavio en tono tajante.
Cuando Octavia volvió a hablar, le temblaba la voz.
—Si llegase a estallar una guerra entre Antonio y tú, nadie sería capaz de
predecir quién saldría vencedor. Pero sea cual sea el resultado, yo seré la
mujer más desgraciada del mundo. ¿Es que no lo ves?
La expresión de Tavio era pétrea.
—No tengo más tiempo para esto, tengo trabajo que hacer.
Y sin pronunciar otra palabra más, se levantó y salió de la casa.
Octavia se lo quedó mirando durante largos instantes con expresión
desolada. Por último se volvió hacia mí.
—¿Por qué no has salido con él?
—No he sido yo quien ha sugerido que vuelvas con Antonio —le dije—. Y
no quiero que se niegue a recibirte. Eso es lo último que deseo.
—Pues es lo que desea Tavio.
—No sé si eso será cierto o no —repuse encogiéndome de hombros.
—Yo pensaba que sabías todo lo que tenía mi hermano en la cabeza —
replicó Octavia en tono de acritud.
De repente me sentí profundamente cansada y me froté los ojos.
—Tavio odia este estado de estancamiento. Quiere que las cosas se
resuelvan en un sentido o en otro.
Octavia estudió mi rostro, y en su semblante se reflejó disgusto, pero
también curiosidad.
—¿Y qué es lo que quieres tú?
—A mí me da miedo que se produzca una ruptura con Antonio. Odio la
guerra, y la temo.
—¿Crees que si Antonio me rechaza habrá guerra?
—Eso es lo que noto en los huesos, que si tu matrimonio se acaba la habrá
tarde o temprano. Otra guerra civil. —Miré a Octavia a los ojos—. Cuando
imagino a los romanos matándose entre sí de nuevo, mi corazón grita de dolor.
Me viene a la memoria la muerte de mis padres, la angustia y la destrucción de
Perusia. No soporto pensar que vuelvan a suceder cosas parecidas. Y tienes
razón: nadie es capaz de decir quién saldría vencedor.
Octavia lanzó un profundo suspiro.
—De modo que en esto somos aliadas. Cuán extraño resulta.
Salvé el espacio que nos separaba y le cogí la mano.
—No te vayas con Antonio —le rogué—. Deja las cosas tal como están.
Espera a que él mande a buscarte.
Octavia retiró su mano con suavidad, se puso de pie y se volvió de espaldas.
Las dos guardamos silencio. Lo único que se oía era el murmullo de la fuente
de pésimo gusto que había en el centro del patio. El agua, perfumada con olor
a rosas y teñida de dorado, brotaba de las bocas de tres querubines de oro. En
la casa de Antonio, dondequiera que uno mirase se veía aquella clase de
opulencia. Octavia, con su sencillez en el vestir y en los modales, siempre me
había parecido fuera de lugar.
Me pregunté si querría que me marchara, pero transcurridos unos momentos
volvió a hablarme.
—Sean cuales sean los motivos que tiene Tavio para enviarme con Antonio,
yo tengo mis propias razones para acceder a sus deseos. —Se giró de nuevo
hacia mí—. Antonio y yo..., en fin, hemos yacido el uno en los brazos del otro.
Si estuviera allí, podría hablar con él. Ya sé que de ninguna manera voy a
conseguir que deje a Cleopatra, pero... ¡oh, que sea su amante, siempre y
cuando yo sea su esposa! Podría hacerle comprender cuántas cosas dependen
de nuestro matrimonio. Si me quedo en Roma, dudo que envíe a buscarme. En
cambio, estando yo allí, por lo menos cabe la posibilidad de que no me
desprecie.
En aquel momento la miré de verdad, quizá como hacía mucho tiempo que no
la miraba. Poseía unas facciones delicadas y una figura grácil. No le faltaba
belleza. Tal vez Antonio, saciado ya de Cleopatra, regresara con ella; tal vez
incluso la prefiriera a ella, cuando volviera a verla.
—Pero no voy a llevarme conmigo a los niños —declaró—. Pese a lo
mucho que me gustaría. El pequeño echa mucho de menos a Antonio, y a la
recién nacida ni siquiera la conoce; pero por el momento es mejor que se
queden en Roma. Ya enviaré a buscarlos, si todo va bien. Livia, ¿entiendes por
qué no me los llevo conmigo?
Hice un gesto de asentimiento con la cabeza, comprendiendo lo poco que
confiaba Octavia en que Antonio la recibiera como esposa. Si se divorciaba
de ella allí, en sus dominios, estando los niños presentes, podría quitárselos.
Si se quedaban en Roma, ya me imaginaba lo que diría Tavio: «Ciertamente,
Antonio tiene sus derechos como padre. Que venga, pues, a hacerlos valer.»
Octavia no solo temía perder a sus hijas, sino también a los dos hijos
varones que había tenido Antonio con Fulvia. Había llegado a tomarles un
gran afecto.
—Nunca en toda mi vida he hecho nada valiente —dijo—. Todas esas
virtudes por las que Tavio me alabó en público, ¿te diste cuenta de que no
mencionó la valentía? Probablemente pensará que una mujer no necesita el
valor para nada. —Dejó escapar una risa irónica—. Me va a hacer falta valor
para acudir junto a mi esposo... a ver si sigue siendo mi esposo. Ya imagino la
expresión que aparecerá en sus ojos cuando me vea aparecer, supongo que me
comparará con Cleopatra. En fin, pues sea como sea, espero, espero de
corazón, poder disponer que los niños vengan más adelante y que nos
reunamos todos felices.
Me conmovió que Octavia se confiara a mí de aquella forma. Y pensé que
por lo menos existía alguna posibilidad de que se hicieran realidad sus
esperanzas. Antonio era imprevisible, pero el cariño que había sentido por su
esposa era verdadero. Podía ser que su matrimonio se salvase y que se
reanudasen los lazos familiares.
—Que así lo dispongan los dioses —dije.

Los dos mil soldados que dio Tavio a Antonio fueron escogidos entre la flor
y nata de las legiones. Los equipó magníficamente con armas y pertrechos
nuevos. Las setenta naves de guerra que fletó iban cargadas de ropa y víveres,
incluidas reses vivas, para aprovisionar el ejército de Antonio. Además
incluyó suntuosos regalos personales para Antonio y para sus principales
oficiales. Estaba claro que Tavio no tenía la intención de que su hermana
regresara a Antonio con las manos vacías. Octavia, al ver que Tavio
desembolsaba tan cuantiosas sumas, lo abrazó agradecida y se despidió de él
con profundo afecto.
Yo abrigué la esperanza de que Antonio aceptase lo que se le enviaba como
símbolo de amistad, y que devolviese a Octavia al lugar que por derecho le
correspondía como esposa suya que era. No me cabía duda de que a su debido
tiempo esperaría recibir más apoyo militar, y que era probable que Tavio no
pudiera negárselo. Dicho desenlace, conducente a una futura armonía, parecía
posible, desde luego.
Me encontraba con Tavio cuando llegó una carta de su hermana en la que le
contaba cómo habían sido recibidos ella y todo su séquito. Estábamos en su
estudio, hablando de un pequeño asunto de gobierno. Cuando entró el
mensajero, sucio a causa del viaje, ya por su actitud deduje el desastre que
había tenido lugar.
—Señor —le dijo a Tavio—, mi señora regresa a Roma en etapas fáciles
porque se encuentra más bien cansada. Pero me ha enviado a mí con esto. —Y
le entregó una tablilla sellada.
Se me aceleró el corazón. Tavio rompió el sello de la tablilla, la leyó y
palideció intensamente. Luego despidió al mensajero con una cólera que a
duras penas logró controlar.
No me atreví a preguntarle qué noticias traía aquella carta. Le temblaba el
cuerpo entero de rabia. Quienes más tarde dirían, como decían muchos, que
era capaz de tratar con serenidad el asunto del matrimonio de su hermana y
que se servía de él como excusa para hacer de todas formas lo que se le
antojaba, deberían haberlo visto en aquel momento.
Como no era capaz de hablar, se limitó a tenderme la tablilla. Al leerla, en
cada una de sus frases detecté el esfuerzo que había hecho Octavia para que lo
que había sucedido pareciera menos horrible y para apaciguar a su hermano.

Llegué a Atenas, y escribí a Antonio, diciéndole que estaba en


Alejandría, para preguntarle si deseaba que continuara viaje y me
reuniese con él o que me quedara en nuestra casa de Atenas y esperase
a que él se reuniera conmigo. Por supuesto, le mencioné todos los
regalos que le enviabas tú y le pregunté dónde deseaba que le fueran
entregados. Me contestó que los regalos debía enviarlos a Alejandría,
pero que yo debía regresar a la casa de Roma.
Tavio, querido, sé que esto va a alterarte, pero el tono de su carta no
fue áspero sino de lo más cortés, y en efecto me decía que yo debía
volver a su casa. Por supuesto, sigo siendo su esposa. Uno de sus
soldados me reveló que Cleopatra le había dicho que, si me recibía,
cosa que inicialmente tenía intención de hacer, ella se suicidaría. Me
parece que su pasión por ella es una especie de enfermedad que
acabará agotándose si tengo paciencia para esperar. Y esa es mi
intención.
Naturalmente, cumpliré los deseos de mi esposo. Voy a enviarle los
regalos, y no tardaré en estar de regreso en Roma. Mi dulce Tavio, te
suplico que no des a esta situación tan absurda más importancia de la
que tiene.

Levanté la vista de la tablilla sintiendo un vacío en el estómago.


—Ni siquiera ha querido verla. —Tavio hablaba como si intentara
convencerse a sí mismo—. Tan solo le ha dicho que envíe los regalos.
Yo no pensaba que Antonio estuviera enfermo de pasión por Cleopatra.
Ambos habían estado juntos antes, tuvieron dos hijos mellizos, y después,
cuando a Antonio le pareció conveniente, se separaron durante más de tres
años. Si ahora estaba locamente enamorado, sería una novedad de última hora
en aquella prolongada relación. La reina de Egipto era la mujer más rica y más
poderosa del mundo. Ella había financiado personalmente la debacle sufrida
por Antonio en Partia. Por mucho que hubieran intervenido el amor y la
lujuria, no había duda de que las acciones de Antonio también reflejaban que
habían sido maniobras políticas calculadas. Si recibir a su esposa iba a
causarle problemas con Cleopatra, no la recibiría.
Y, sin embargo, tampoco quería divorciarse de Octavia. Quería tenerla en su
casa de Roma, atada a él, pendiente. ¿Cómo podía esperar que Tavio aceptase
de buen grado que se tratara a su hermana de aquel modo?
«Aun así —me dije—, no ha de haber otra guerra civil.»
Sabía que no era el momento adecuado para decirle a Tavio que ahogara su
rabia. Debía maniobrar con cuidado.
—Amado mío, comparto tu furia —le dije—. Todo cuanto te pido es que no
actúes precipitadamente. Tú no eres un ser que quede desarmado por la
pasión, como le ocurre a Antonio.
—¿No lo soy? —me contestó con voz contenida.
—El único dios al que adora él es Dionisio, en cambio tú eres el hijo de
Apolo. La razón, la sabiduría y la luz guían tus actos.
—Si me hubiera escupido en la cara delante del mundo entero, dudo que
fuera un insulto menos grave que el que acaba de infligirme ahora. Esta afrenta
a Octavia... nadie puede esperar que la tolere sin hacer nada.
No hallé palabras que no fueran a exacerbar su cólera. Antonio había tratado
a Octavia de manera cruel, desde cualquier punto de vista. Aparte de eso,
estaba deshonrando a su familia. Tavio lo consideraba simplemente la
expresión del desprecio que sentía Antonio por él como hombre, un desprecio
que siempre había existido, que siempre había estado subyacente en las
relaciones entre ambos. Y que el mundo entero debiera enterarse de ello lo
convertía en una humillación aún mayor.
Tavio dejó escapar un largo suspiro.
—No cometeré ninguna necedad.
Tal vez Octavia había preferido regresar a casa haciendo un viaje lento
porque, tal como dijo el mensajero, estaba cansada. Tal vez necesitaba tiempo
para prepararse a hablar de lo que había ocurrido. Tendría que estar hecha de
hierro para no tomarse el rechazo de Antonio como una humillación personal.
Finalmente, llegó a Roma, y cuando hubo descansado, se reunió con Tavio y
conmigo en el jardín de la casa de Antonio, ubicada en el Palatino. El
magnífico tiempo de verano, el exquisito jardín, el vino dulce, los higos y los
frutos secos que nos sirvió Octavia, todo aquello habría resultado muy
adecuado para una placentera reunión familiar. Pero, naturalmente, todos, cada
uno a su manera, estábamos profundamente alterados. Tavio estaba furibundo
por las acciones de Antonio, a Octavia se la veía muy triste, y yo me sentía
aterrorizada por lo que podía suceder a continuación.
—No permanecerás en esta casa ni un solo día más —le dijo Tavio a su
hermana. Yo sabía que él prefería que no recayera sobre Octavia la
responsabilidad de iniciar el divorcio, pero el orgullo exigía que ella por lo
menos diera un paso hacia la separación—. Acabo de comprar dos casas junto
a la mía. Mi intención era utilizarlas para asuntos de gobierno, pero puedes
escoger una de ellas para ti. Mientras la amueblan, puedes alojarte con
nosotros.
—Sé que tu ofrecimiento es bondadoso —contestó Octavia—, pero mi
intención es quedarme aquí.
—No te quedarás aquí —declaró Tavio—. Lo prohíbo. No vas a quedarte en
esta casa fingiendo que eres la esposa de ese hombre.
—Pero es que soy su esposa —replicó Octavia.
—Es cierto que Antonio no ha tenido la decencia de enviarte una carta de
divorcio. —A Tavio le vibró un músculo en la mandíbula—. Pero has de saber
que tu matrimonio ha acabado.
—Tavio —intervine yo en tono suave—, hay hijos en los que pensar. No los
has mencionado.
Tavio afirmó con la cabeza.
—Sí, por supuesto. Octavia, tú te quedarás a Antonia y a Antonila. Livia y
yo tendremos mucho gusto en acogerlos. —Hablaba en un tono frío y cortante,
supongo que porque estaba procurando contenerse. Fuera lo que fuese lo que
esperaba cuando envió a su hermana con Antonio, no estaba preparado para el
resultado del encuentro. Por desgracia, hasta el momento no le había dicho ni
una sola palabra amable a Octavia, a la que desde luego no le habría venido
nada mal un poco de cariño y consuelo. Sin embargo, aun empleando el mismo
tono de dureza, sí que dijo lo siguiente—: No temas verte separada de tus
hijos. Dudo que Antonio recuerde siquiera que están vivos, pero si lo
recuerda, tendrá que pasar por encima de mi cadáver para recuperarlos. Esas
niñas son sangre de mi sangre, y siempre cuidaré de ellas, igual que cuidaré de
ti.
Octavia aceptó aquellas palabras con una media sonrisa triste.
—Es muy bondadoso de tu parte, pero tengo otras responsabilidades en las
que debo pensar. Para empezar, mis hijastros. Solo tienen ocho y doce años.
No puedo abandonarlos.
¿Los hijos que había tenido Antonio con Fulvia? Tavio estaba asombrado de
que su hermana pensara siquiera en ellos en las actuales circunstancias. Pero,
casi sin hacer una pausa, dijo:
—De acuerdo, los recibiré también en mi casa, y tú podrás cuidarlos hasta
que se encargue de ellos su padre. —No pudo reprimirse y añadió—: Si es
que se toma la molestia. Por lo visto, no se acuerda de que, además de los
vástagos que ha engendrado con Cleopatra, tiene hijos propios.
Cuando oyó el nombre de Cleopatra, Octavia se puso en tensión y desvió la
mirada.
—Eres muy amable al decir que acogerás a los niños —dijo en voz baja—,
pero tengo otras responsabilidades que para mí son tan importantes como el
bienestar de ellos. Me casé con Antonio para lo bueno y lo malo, y le debo
algo incluso en estos momentos. Como mínimo puedo esperar a ver si recupera
el sentido común. Y también estoy en deuda con Roma. —Su mirada volvió a
centrarse en Tavio—. Tú me exaltaste, por encima de mis méritos. Me he
convertido en una especie de símbolo de la paz, y el pueblo espera que yo
garantice la paz entre mi esposo y tú. Eso solo puedo hacerlo si sigo estando
casada con Antonio.
Tavio se limitó a mirarla fijamente, con ojos relampagueantes.
Octavia le tocó la mano.
—Si estás decidido a hacerle la guerra por motivos que no tienen nada que
ver conmigo, poco puedo hacer yo. Pero Antonio y tú sois los hombres más
poderosos del mundo. ¿Cómo va a ser que Roma se vea arrastrada a una
guerra civil porque uno de los dos está enamorado de una mujer y el otro se ha
dejado llevar por el instinto de protección y el resentimiento en nombre de una
mujer, concretamente en el mío? Sería algo trágico y risible a la vez.
—No he hablado de guerra —replicó Tavio con los dientes apretados.
—Pero percibo que estás pensando en ella. Si ha de haber guerra, te ruego
que no pongas como pretexto que yo he sido insultada. No podría soportarlo.
Los tres guardamos silencio. Después habló Tavio con voz tensa.
—No tengo la intención —dijo— de romper la paz por el momento. Pero tú
has de dejar esta casa. No pienso consentir que te quedes aquí.
—Tavio, querido, no puedo marcharme de esta casa. El único proceder
correcto es que continúe por el mismo camino en el que ya estoy, que llegue
hasta el final para intentar salvar mi matrimonio.
—Por todos los dioses —exclamó Tavio, atrapado entre la exasperación y el
dolor por su hermana—, haz lo que te digo.
Ella esbozó una débil sonrisa y procuró hablar en tono ligero:
—Me temo que vas a tener que llamar a tus soldados para que me saquen de
aquí a rastras, porque no pienso irme por mi propia voluntad.
En aquel momento comprendí la auténtica nobleza de Octavia. A pesar de la
humillación pública a la que la había sometido Antonio, ella dejaba a un lado
su sentimiento de ira y buscaba actuar por el bien de Roma y de todos
nosotros. Se estaba plantando, sin ayuda de nadie, en el intento de evitar una
guerra. Así era como habría actuado yo en su lugar, pero no sabía si habría
sido capaz de ello.
Tavio no pronunció una sola palabra más; se levantó y salió de la casa.
De modo que Octavia se quedó atendiendo la propiedad de Antonio,
cuidando de los hijos de Antonio como si fueran suyos, y siendo una amable
anfitriona para cualquier amigo de Antonio que llegara de visita a la ciudad.
Esto le granjeó la admiración general de toda Roma. Pero el hecho de que, aun
desde lejos, continuara siendo una esposa leal y servicial para Antonio era una
espina que Tavio llevaba clavada en el corazón.

La paz continuó, una paz rencorosa, puntuada por airadas cartas de Antonio a
Tavio y de Tavio a Antonio, desempolvando antiguos agravios. Como esta
situación se prolongaba un mes tras otro, parecía posible que fuera a durar
para siempre. Pero la alianza firmada entre Antonio y Tavio tenía un plazo
limitado, y quedaban menos de dos años para que finalizase.
Pese a la animosidad reinante, fue una época muy buena para Roma. Tavio
deseaba solidificar su gobierno. Si finalmente estallaba una guerra contra
Antonio, iba a necesitar el afecto del pueblo, de modo que el gigantesco
programa de construcción que dirigía Agripa avanzó a gran velocidad e
incluso fue ampliado. Por todas partes de Roma se veían trabajadores y obras
en curso. Y también se ampliaron las mías.
Igual que hacía Tavio, yo todas las mañanas reservaba unas horas para
recibir a la gente común. A aquellas alturas ya había adquirido riquezas en
forma de granjas comerciales, graneros y prensas de aceite. No era
despilfarradora con el dinero, sino generosa. Si una muchacha decente pero
indigente se veía en una situación de penuria, si era juiciosa, acudía a mí. Yo
le buscaba una manera de sobrevivir que no fuera la de vender su cuerpo. A
menudo le regalaba una dote suficiente para atraer a algún ciudadano
respetable que se casara con ella. A cambio esperaba lealtad, y por lo general
la obtenía, no solo por parte de la muchacha, sino también de su círculo
inmediato. Poseía muchos clientes propios, personas que estaban vinculadas a
mí por lazos de lealtad mutua, desde receptores de mis obras de caridad hasta
esposas de senadores; de hecho, incluso había varios senadores en dicho
grupo. Aquel pequeño pero diario intercambio de favores para crear y
alimentar vínculos políticos formaba parte de mi vida, igual que formaba parte
de la vida de Tavio.
Todos los días Tavio se apoyaba en mí para que me hiciera cargo de una
parte del trabajo que tenía. Con frecuencia decía que había tenido suerte con la
esposa que había elegido, pero yo veía en mí un fracaso cada vez que miraba a
un niño pequeño, y en aquellos días tenía la impresión de que todas las
mujeres que me rodeaban estaban dando a luz. Primero, mi hermana alumbró a
su segunda hija. Después vino Cecilia, que se casó felizmente con Agripa y
tuvo también una niña. Al poco, Rubria, que aún seguía cuidando de mis hijos
como si fuera una amorosa tía, trajo al mundo a su pequeño Marco.
Tavio y yo acudimos a la ceremonia que celebró su marido Orto para poner
nombre al pequeño. Orto nos recibió con el rostro arrebolado de puro orgullo.
Unos años antes, no habría soñado siquiera con tener de invitado a César, pero
ahora la casa en que nos recibió era grande y lujosa, y su hijo recién nacido
descansaba en una elegante cuna adornada con flores talladas en marfil.
El pequeño Marco no estaba colorado y arrugado como muchos recién
nacidos de nueve días, sino que ya era un niño guapo. Cuando lo contemplé en
su cuna, juro que me sonrió como si me conociera. Yo, que no era dada a decir
tonterías a los niños pequeños, sentí un aleteo en el corazón y me invadió un
sentimiento de anhelo.
Aparté la mirada del pequeño y me fijé en una estatua de Minerva que había
en un nicho de la pared, al otro lado del atrio. Se trataba de una estatua cara,
pintada con delicadeza. Me agradó que Orto y Rubria pudieran permitirse
semejantes obras de arte. La celebración en sí me gustó mucho: la alegría de
los invitados, el aroma de los dulces, el vino servido en copas de plata.
Rubria, que aún seguía recuperándose del parto y estaba un poco pálida,
saludaba a sus invitados sentada junto a la cuna. Cuando tomé asiento a su
lado, me miró con una expresión ansiosa, casi afligida.
—¿Qué te ocurre, querida? —le pregunté—. Deberías estar feliz.
—Es que todo esto me parece un sueño.
Yo rompí a reír y le palmeé la mano.
—Pues no lo es.
Ella buscó con la mirada a su esposo, que estaba en el otro extremo de la
estancia.
—Orto se ha hecho rico muy deprisa. Con tu ayuda, claro, y te estamos muy
agradecidos. Pero es como ver una estrella fugaz. Sube y sube... y luego cae.
Lo que dijo me produjo un escalofrío, más aún porque Rubria nunca había
hablado de aquella forma.
—Después de dar a luz, las mujeres podemos estar de un humor extraño.
Pero pasará.
—A veces pienso que sigo estando sola y siendo pobre, que no soy la esposa
de un mercader que tiene una casa y un hijo. Pienso que me he dormido y que
esto lo estoy soñando, pero que me despertaré y me daré cuenta de que...
—Basta —le dije, pero con delicadeza, porque le tenía un profundo afecto
—. No debes ceder a esas imaginaciones.
—¿Son solo imaginaciones?
—Naturalmente. —Di unos golpes con los nudillos en el brazo de su sillón
—. Esto es de verdad. Y mira a tu alrededor. Esta es tu casa, tu marido, tu hijo.
Y también estoy yo, una amiga que te quiere. Te aseguro que no soy un
fantasma que estés viendo en sueños.
—Mi señora, ¿te acuerdas alguna vez del incendio del bosque y de la cueva?
¿A ti nunca te parece un sueño que, después de todo aquello, hayas llegado tan
alto? No me estoy comparando contigo, pero ¿en ocasiones no tienes la
impresión de que debes de estar soñando?
—No —respondí—. Yo no tengo esos pensamientos. Por de pronto, estoy
demasiado ocupada. —La verdad era que cuando me asaltaba alguna de
aquellas ideas hacía todo lo posible por borrarla de mi mente.
—¿Y no temes que puedas caer?
—Jamás me permitiré caer —repliqué.
Tavio no tardó en susurrarme al oído que aquel día teníamos otros
compromisos. De modo que nos despedimos y nos fuimos en la litera grande y
cómoda que utilizábamos para desplazarnos juntos por la ciudad. La gente
salía a la puerta de su casa para vitorearnos, y nosotros manteníamos
descorridas las cortinas de la litera para que pudieran vernos.
—¿Lo notas? —le pregunté a Tavio en voz baja—. ¿Sientes cómo te adora el
pueblo?
Él sonrió y alzó la mano para saludar a la gente.
—Y yo te adoro a ti —proseguí—. No sabes cuánto.
Creo que percibió que yo necesitaba algo que me infundiera confianza.
Volvió la cabeza y me miró con gesto interrogante, pero los gritos de la
multitud lo distrajeron, y apartó la vista.
En aquel momento, por extraño que parezca, sentí el impulso de rezar. En mi
fuero interno supliqué a Diana que, como le pedía siempre en mis plegarias,
protegiera a Tavio. Le rogué que continuara habiendo paz. Y también le pedí
otra cosa más, una de importancia crucial: que me permitiera darle a mi
esposo un hijo varón.
A veces uno va por un camino, y el trayecto se le hace tan largo que imagina
que no va a terminar nunca. Entonces se topa con un mojón, y eso le basta para
comprender que efectivamente está avanzando y que llegar a su destino solo es
cuestión de tiempo. Pero ¿qué ocurre si uno no desea llegar a su destino? ¿Qué
ocurre si uno quiere fingir que no está caminando? Una irregularidad del
terreno puede resultar muy poco deseable.
Yo deseaba creer que Antonio y Octavia podían vivir para siempre casados
y separados, y que Antonio y Tavio podían seguir gruñéndose el uno al otro sin
llegar nunca a los puños. Al fin y al cabo, no estaban viviendo en ciudades
distintas, sino en tierras muy alejadas la una de la otra, dentro de un vasto
imperio. Tal vez pudieran seguir así, tolerando el uno la existencia del otro.
Un día entró Tavio en la habitación en la que estaba yo inspeccionando una
labor que habían tejido mis doncellas.
—Ven a mi estudio —me dijo.
Era poco habitual en él que viniera a buscarme de aquel modo, y además en
sus ojos brillaba una expresión de furia, igual que cuando estuvimos en la villa
de Vedio e hizo añicos todos sus jarrones de cristal.
Cerramos la puerta del estudio. Me senté en el diván.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
Tavio no se sentó. Casi me daba miedo, allí de pie a mi lado. Tenía las
manos cerradas en dos puños, como si pretendiera golpear a alguien.
—Me ha llegado un informe de lo que ha estado haciendo Antonio. Ha
anexionado Armenia.
—Ya lo esperábamos, ¿no? —dije impulsivamente.
—Livia, ¿quieres callarte y escuchar? Ha regresado a Alejandría, con
Cleopatra. Y ha celebrado no sé qué tipo de ceremonia matrimonial con ella.
«Oh, no, no, no, no.»
—Y luego ha pronunciado un discurso ante el pueblo de Alejandría —
continuó Tavio, implacable—. En dicho discurso ha dicho que Cleopatra fue la
legítima esposa de Julio César, y que el único heredero real de Julio César es
su hijo Cesarión.
—Antonio siempre ha sido un necio —dije yo a toda velocidad—. Hace y
dice estupideces sin darse cuenta de las implicaciones. Lo más probable es
que esto lo haya hecho solo para complacer a Cleopatra. Conociéndolo, es
posible que en ese momento estuviera borracho.
—¡Ha deshonrado a mi hermana, su esposa! ¡Ha dicho públicamente que yo
no soy el heredero de Julio César! —explotó Tavio, furioso—. ¿Y tú le
excusas?
Oí una voz dentro de mi cabeza, como la de un niño, que me decía: «Tengo
miedo. Por favor, que no haya guerra.» Respiré hondo.
—Amado mío —contesté—, no me has entendido bien. No le excuso,
únicamente estoy señalando que es un necio. Si fuera un hombre sobrio y
racional y obrara de este modo, tomaría sus actos como una declaración de
enemistad total contra ti. Pero es Antonio.
Tavio asintió y se apaciguó un poco.
—Sí, es un necio. —Por fin se sentó a mi lado—. Mi informador me ha
enviado esto.
Abrió la mano. En su palma apareció una moneda de plata de gran tamaño.
En una cara llevaba el retrato de Antonio visto de perfil, y en la otra, el perfil
de Cleopatra. Yo sabía que en los reinos de Oriente era así como simbolizaban
su gobierno los reyes y las reinas.
En ambas caras de la moneda había inscripciones en griego. En la de
Antonio ponía: «Antonio, tras la conquista de Armenia.» Y en la de Cleopatra:
«Cleopatra, reina de reyes y madre de reyes.»
—Quiere establecer una monarquía que sea independiente de Roma e
incluso hostil a ella —dijo Tavio—. Quiere desmembrar el imperio por el que
tanta sangre se ha derramado a lo largo de muchas generaciones, para poder
convertirse en un potentado de Oriente, con ella a su lado.
¿De verdad era ese el objetivo de Antonio? ¿Cómo podíamos saberlo?
—Obra de manera errática. A veces actúa como si no persiguiera ningún fin
serio. Es posible que solo intente gratificar a Cleopatra.
—¿Y qué intenta ella? —replicó Tavio.
—¿Ella? —repetí. A menudo me había preguntado cuáles serían los motivos
de Cleopatra. Pero Tavio ya había hablado de ella en alguna ocasión como si
no tuviera una existencia propia aparte de Antonio.
Tavio soltó una risa burlona.
—¿La dejas a un lado porque es mujer?
—Es reina —repliqué—. Y no la dejo a un lado.
—Yo la conocí cuando mi padre tuvo relación con ella —dijo Tavio—.
Nunca me pareció que fuera tan hermosa, en cambio, cuando quiere ejercerlo,
posee un encanto enorme. Habla seis lenguas con fluidez, es muy culta. Culta y
también bárbara. El linaje real del que desciende es famoso por gustar del
asesinato y la traición.
Afirmé con la cabeza; yo ya sabía todo aquello.
Pero Tavio continuó hablando como si el hecho de recitar aquellos
desagradables detalles le proporcionara un placer perverso.
—Cuando Cleopatra era pequeña, su hermana mayor se alzó en rebelión
contra su padre. Este ejecutó a su propia hija. Cleopatra, tras las muerte de su
progenitor, y para asegurarse el trono, asesinó a sus dos hermanos varones,
entre ellos el que además era esposo suyo. La familia real de Egipto
practicaba el incesto, aunque el muchacho no vivió lo suficiente para
consumar el matrimonio. La hermana pequeña de Cleopatra, Arsínoe,
demostró no ser amiga de Roma, pero, como era solo una niña, mi padre le
perdonó la vida. ¿Sabes lo que le ocurrió a Arsínoe hace unos pocos años?
Yo lo sabía, por supuesto. Cleopatra había insistido en que Antonio ordenara
que se diera muerte a su hermana. Antonio la sacó a rastras del santuario de un
templo y la ejecutó.
Cleopatra se había servido de todas sus artes de seducción femenina para
mantenerse en el trono de Egipto. Había asesinado a varios miembros de su
propia familia con tal de conservar el poder. Pero ¿qué habría dicho si se la
hubiera forzado a dar explicaciones de su conducta? Sin duda habría hablado
de su lucha contra parientes desleales y de la necesidad de mantener la unidad
de su reino frente a Roma. Quizás hubiera sostenido que sus decisiones habían
sido dictadas por una fuerza mayor.
Sería un error decir que experimenté un sentimiento de afinidad hacia
Cleopatra. Sin embargo, me acordé de que Tavio y yo habíamos recorrido
unos tortuosos caminos que de ningún modo habríamos recorrido si
hubiéramos nacido en una República donde reinara el orden. ¿Quién podía
decir lo que habría hecho yo si me encontrara en la situación de Cleopatra?
Podía ser que ambas tuviéramos en común mucho más de lo que yo era capaz
de admitir sin sentirme incómoda. Me pregunté si ella amaría a Antonio como
amaba yo a Tavio.
¿Estaría simplemente reclamando un esposo? ¿O lo que reclamaba Cleopatra
era un imperio?
—No sé cómo un hombre, incluso Antonio, podría preferir a esa mujer antes
que a mi hermana, que es amable y buena, y te juro que también es más bella
—dijo Tavio—. Pero se ha convertido en su perrillo faldero. Han celebrado
una grandiosa ceremonia pública en la que él ha entregado al hijo mayor que
tuvo con ella todo el imperio de los partos que aún le queda por conquistar. A
la hija de ambos le ha entregado Creta y Cirenaica; y al pequeño, Siria y Asia
Menor. Cesarión ha recibido el título de «rey de reyes», de igual modo que su
madre es «reina de reyes».
Desde el punto de vista de un romano, todo aquello resultaba grotesco. Pero
en los territorios que gobernaba Antonio habían mandado varios reyes,
subordinados a Roma y al propio Antonio. Si quería que sus hijos fueran
regentes vasallos, habría quien diría que aquello quedaba dentro del marco de
su autoridad y que no necesitaba perjudicar a Roma. Así se lo indiqué a Tavio,
y no me contradijo. Con todo, tuve la impresión de que no me había oído.
—Es obvio que Antonio ha perdido la razón —dije—. ¿Y quién es capaz de
predecir lo que va a hacer un loco? Solo eso ya es motivo para que no hagas
nada precipitado. Necesitas saber cuál es el verdadero propósito de Antonio y
de Cleopatra. Y si ha de haber guerra... —Estuve a punto de ahogarme al
pronunciar esta palabra—. Si ha de haber guerra, todos los habitantes de
Roma deben estar de tu parte. Te admiran, y con buenos motivos, por ser el
hombre que les ha traído la paz. Por eso te aman, y tú debes conservar ese
amor, ahora más que nunca. Es preciso hacerles entender que la guerra, si
estalla, será culpa de Antonio y no tuya. Y, entonces, te darán su apoyo. Y,
entonces, ganarás.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —confirmó Tavio.
Así que nos dedicaríamos a esperar.
15

Al día siguiente, Tavio, Octavia y yo tuvimos otra de nuestras charlas a tres.


Hablando con una dulzura desconocida para mí, Tavio pidió disculpas a su
hermana por haberle pedido que se casara con Antonio, y reconoció que ella
lo había hecho en beneficio de él.
—Jamás debería haberte atado a ese hombre. Cometí una equivocación de lo
más necio y que a ti te ha supuesto un gran coste. Ha llegado la hora de
enmendar mi error. Has de divorciarte.
Como en la ocasión anterior, le dijo que debía alojarse en nuestra casa, que
nosotros haríamos todo lo posible para que se sintiera cómoda y feliz.
—No pienso iniciar un divorcio. Y tampoco voy a marcharme de la casa de
Antonio —repuso Octavia.
De pronto, la actitud de Tavio cambió por completo.
—Antonio se ha casado con otra mujer —dijo enfadado—. ¿Qué piensas
hacer, vivir en poligamia cono si fueras una ramera bárbara?
—Con independencia de lo que haya hecho, no ha contraído matrimonio con
esa mujer. No podría hacerlo de forma legal. Está casado conmigo.
Tavio sufrió un acceso de tos rayano en el paroxismo. Últimamente tosía
más; yo lo tomé como una señal de la inquietud que abrumaba su mente.
Percibí su angustia y quise ayudarlo, pero no supe qué hacer. Me daba miedo
lo que pudiera suceder si Octavia se divorciaba de Antonio. Imaginaba una
guerra de la que Tavio podía salir perdedor, una guerra que tal vez me lo
arrebataría para siempre.
Cuando Tavio pudo hablar de nuevo, se dirigió a su hermana en voz baja.
—¿Te das cuenta de que el hombre al que llamas esposo ha anunciado que
Julio César tenía un heredero que no era yo? Es como si me hubiera clavado
una daga justo en el corazón. Nos ha escupido a ambos, a ti y a mí. ¿Es que no
tienes orgullo?
—No quiero que nadie muera por mi orgullo. —Octavia le acarició la mano
—. Y mucho menos tú.
Tavio toleró su contacto durante unos momentos, luego retiró la mano con
brusquedad y se puso en pie. Estábamos en el jardín de la casa de Antonio.
Tavio miró en derredor como si hasta las flores y los árboles fueran enemigos
suyos.
—Pues entonces quédate aquí —le dijo a Octavia—. Si no te respetara ni te
quisiera tanto, te habría sacado de aquí a la fuerza. Pero, adelante, quédate.
Veo que has enloquecido. Tan solo me queda la esperanza de que recuperes el
juicio. —Luego fijó la mirada en mí—. Si yo te hiciera a ti lo que Antonio le
ha hecho a mi hermana, te entrarían ganas de hacerme pedazos, lo sabes. En
cambio te quedas ahí sentada, sin decir una sola palabra. En mi opinión,
deseas que Octavia tolere este trato humillante. ¿Cuál es el motivo?
Sentí su furia igual que si me hubiera abofeteado. Antiguamente estábamos
tan unidos que éramos como almas gemelas; ahora era como si entre nosotros
se hubiera elevado un muro de separación.
—Lo único que quiero es que haya paz —respondí con la voz temblorosa.
—Paz —repitió él, como si aquella palabra le diera asco. Y acto seguido
dio media vuelta y salió de la casa.
Octavia y yo permanecimos un rato más allí sentadas, en silencio. Yo hacía
esfuerzos para no llorar.
—Me ha llegado alguna información acerca de ese supuesto matrimonio que
ha contraído Antonio —dijo Octavia por fin—. Oh, sí, tengo mis propias
fuentes. Fue un ritual extraño, medio griego y medio egipcio. Antonio se vistió
como el dios Dionisio, y Cleopatra como no sé qué diosa egipcia. Jugaron a
ser dioses mientras se regocijaban y bebían con sus invitados. No se pareció
en absoluto a una boda romana.
—Fue un acontecimiento público —aporté yo.
—Fue una necedad. Antonio, en muchos sentidos, es como un niño. Los
niños pueden ser crueles, pero actúan sin pensar. De modo que debemos
perdonarlos.
«¿Debemos?», estuve a punto de replicar. Antonio había rebasado toda
posibilidad de que se le perdonase, en lo que a Tavio concernía. Y en mi
opinión, merecía el desastre que derivara de todo aquello. Pero no debíamos
perdonarlo. Ni nosotros ni Roma. Imaginé a las madres llorando por haber
perdido a sus hijos por culpa de la sinrazón de Antonio. Imaginé a romanos
matando a otros romanos de nuevo, arrastrados a otra guerra civil, una guerra
que podía acabar con mi esposo.

Actualmente, Tavio estaba muy frío conmigo. Quiso que yo lo ayudara a


convencer a Octavia de que se fuera de la casa de Antonio, y yo no lo había
hecho. Día tras día percibía su muda desaprobación. Y, de repente, para
ennegrecer el cielo todavía más, Roma se vio invadida por unas fiebres. Ya
había sucedido antes, y volvería suceder. Poco pudieron hacer los médicos.
Por la noche se oían carromatos que pasaban por las calles recogiendo
cadáveres. Tavio hizo un gran sacrificio en nombre de Roma en el templo de
Júpiter para mitigar la cólera de los dioses, pero no surtió efecto. Tiberio
Nerón se fue al campo con nuestros dos hijos, porque allí la mortalidad era
menor. Octavia también se marchó de Roma llevándose consigo a sus niñas y a
los hijos de Antonio, así como a la pequeña Julia. Tavio y yo estábamos
demasiado ocupados con el trabajo para irnos de la capital.
A mí me preocupaba la precaria salud de Tavio, pero no contrajo la fiebre.
Entretanto, fallecieron varios senadores conocidos míos, y también dos de mis
esclavos. Entonces llegó la noticia de que había caído enfermo Marco Orto.
—Debo ir con Rubria —le dije a Tavio.
—Envía a su esposo al mejor médico que conozcamos —respondió Tavio—,
pero no voy a permitir que vayas tú personalmente y te expongas al contagio.
—Ya hay contagio aquí, en nuestra propia casa, entre los esclavos —
repliqué.
—No —insistió—. Los que estaban enfermos han muerto o se han
recuperado. No irás a casa de Rubria.
Así que me quedé en casa y me limité a enviar médicos. Poco después supe
que Orto había fallecido y que Rubria también había enfermado.
—Si no hubiera sido por ella, es posible que me hubiera quemado viva —le
dije a Tavio—. Tengo que acudir a su lado.
Estábamos en su estudio. Su mesa de escribir aparecía abarrotada de
tablillas y rollos de papiro. Yo siempre los tenía ordenados, pero, aun así,
resultaba desalentador ver aquellas pilas de documentos y pensar en todos los
asuntos que demandaban la atención de César. La Galia, el norte de África,
Sicilia..., había un millar de voces que clamaban pidiendo atención. Tavio
había asumido gustosamente aquella carga, pero eso no quería decir que no le
pesara. Además de todo ello, estaba también la fiebre que asolaba Roma, y
siempre, como una nube negra que lo ensombrecía todo, la amenaza que
representaban Marco Antonio y Cleopatra.
—¿Te resulta imposible obedecerme por una vez, en lugar de traerme más
preocupaciones? —me dijo Tavio con la voz tensa—. ¿Es que no puedes
limitarte a obedecer, como se supone que debe obedecer una esposa?
—Perdóname, pero no puedo. En esto, no.
Ordené que trajeran mi litera y partí en dirección a la casa de Rubria. No
podía hacer otra cosa. Me atenazaba el miedo de perder a Rubria, y, sin saber
por qué, pensaba que si permanecía a su lado lograría salvarla de morir, como
ella me había salvado a mí.
Su casa, que unos pocos meses antes se hallaba tan rebosante de alegría,
ahora semejaba una tumba profusamente decorada. Nada más entrar, de
inmediato oí que lloraba alguien. ¿Esclavos llorando por su amo o por algún
otro esclavo que había sucumbido a la fiebre? ¿O por su señora, que quizás
emprendiera el mismo viaje a no mucho tardar? Fustinio, el médico que había
enviado yo, salió al atrio a recibirme con el rostro serio.
—Está agonizando —me dijo—. Es inevitable. No hay nada que puedas
hacer tú en esta casa, mi consejo es que te vayas.
—¿Está despierta?
—A ratos.
—En ese caso, voy a verla —afirmé.
La encontré en la cama, pálida como una imagen de cera, cubierta con una
manta de lana de color blanco. No habría advertido que estaba viva a no ser
porque vi que la manta se movía ligeramente con cada una de sus
respiraciones. Tenía los ojos cerrados. Cuando entré en la habitación y
acerqué una silla a su cama, no se movió. Y pensé: »No va a despertarse, de
modo que debería irme en este momento, por seguridad.» Pero de pronto me
fijé en las cicatrices que cubrían sus manos, apoyadas en la manta.
—Rubria —le susurré—, he venido. —Me sorprendió abriendo los ojos—.
No tengas miedo —le dije—, vas a ponerte bien.
Ella me miró con una expresión vacía, como si yo fuera una desconocida.
—¿Sabes quién soy?
Afirmó con un movimiento de cabeza.
—Entonces sabrás que no puedo prescindir de ti. No puedes dejarme.
—Los dioses piensan de otro modo —respondió articulando a duras penas.
—Te mereces una vida larga y dichosa, y ver crecer a tu hijo. Yo te digo que
te pondrás bien. ¿Me entiendes?
—¿Crees que puedes controlar la vida y la muerte? —susurró.
Me sentí como si me hubieran echado una reprimenda, y apreté los labios.
—He sido feliz... durante un tiempo. —Hablaba con esfuerzo, para
consolarme.
—¿De veras?
Rubria no me contestó. Parecía haberse dormido. Pero de repente abrió los
ojos de nuevo.
—Mi hijo. ¿Quién...? —Una expresión de miedo le cruzó por el rostro—.
No tiene a nadie.
—Yo cuidaré de él —prometí. El miedo persistía. Me pregunté si me habría
oído siquiera—. Rubria —dije elevando un poco la voz—, que Diana sea
testigo de mi juramento, criaré a tu hijo como si fuera mío.
Ella me miró con una expresión de duda.
—Será hijo mío —dije—. Lo juro.
Poco a poco, su semblante fue recobrando la calma. Esperé, por ver si
hablaba de nuevo, pero no llegó a decir nada. No pude distinguir el instante en
que dejó de vivir, de tan dulce que fue.
Después de cerrarle los ojos y depositarle una moneda en cada párpado para
que pagase al barquero, ordené a los sirvientes de la casa que me trajeran al
pequeño Marco. Lo llevé conmigo a mi litera y lo mantuve todo el tiempo en
mis brazos, apretado contra mi pecho, hasta que llegamos a nuestro destino.
—Solo espero que no nos infecte a todos —comentó Tavio cuando le
comuniqué que Rubria había muerto y que me había traído conmigo a su hijo.
—Oh, gracias por tus amables palabras —repliqué con los ojos llenos de
lágrimas.
—Deja que lo vea.
Pasamos a una estancia contigua, donde había una cuna en la que estaba
acostado el pequeño. Tavio lo miró.
—¿Lo ves? Está sano —dije yo.
El gesto de Tavio era sombrío. Quizás en aquel instante estaba imaginando,
como yo, cómo sería si el niño que estábamos contemplando fuera hijo
nuestro.
—He dado mi palabra de que lo criaré como si fuera mío —dije.
—¿Como si fuera tuyo? —Tavio me miró fijamente—. ¿Has jurado eso sin
consultarme a mí?
En aquel momento me invadió una oleada de terror, terror por el abismo que
estaba abriéndose entre nosotros. Sentí un pavor tan grande de perder a Tavio
que creo que él debió de notármelo en el gesto de súplica que reflejaban mis
ojos.
—Amado mío, ¿cómo iba a dejar de acudir al lado de Rubria? ¿Y cómo no
voy a cuidar ahora de su hijo? Tanto tú como yo somos personas que pagan sus
deudas. Tú harías lo mismo si estuvieras en mi lugar.
—¿Tan segura estás de lo que haría yo?
—Oh, sí. Te conozco.
Tavio permaneció unos instantes con el ceño fruncido, y yo sentía un
escalofrío que me helaba el corazón.
—Bien —dijo por fin—, su madre fue una persona leal, y su padre siempre
conservó la fe. Supongo que podremos hacer algo por él.
Le di un beso en la mejilla.
Tavio no se ofreció a adoptar legalmente al pequeño Marco; convertirlo en
uno de sus herederos habría sido un asunto de gran envergadura. Sin embargo,
toleró su presencia en nuestra casa y no tardó en tomar por él el mismo interés
bondadoso, si bien un tanto distante, que se tomaba por mis otros dos hijos. Ya
había menos silencios entre nosotros. Así que mi principal temor se disipó, y
yo hice todo lo posible por olvidarlo.

No hubo más fallecimientos entre personas que yo conociera, y pocos más se


produjeron en Roma. La muerte de Rubria supuso un gran mazazo para mis
hijos, y en particular para Tiberio, que lloró largo y tendido cuando se enteró
de la noticia y a partir de entonces no volvió a pronunciar el nombre de
Rubria.
Pasaron los meses, y Antonio y Tavio continuaron con su airada
correspondencia. Tavio instó a Antonio a que regresara con su esposa legítima
y empezara a actuar como un oficial romano y no como un potentado
grecoegipcio. Antonio respondió que sus asuntos personales no eran de la
incumbencia de nadie. Tavio reforzó su ejército, como aconsejaba la
prudencia. En Roma prosiguió con su febril afán de construir. La plebe
contemplaba aquella profusión de andamios, obreros y mármol reluciente y le
aplaudía. Y también me aplaudía a mí. Sin embargo, nadie se ganaba mejor el
afecto del pueblo que Octavia; la gente la veía como una esposa que toleraba
un matrimonio doloroso por el bien de Roma.
—El pueblo ama a tu hermana —le dije un día a Tavio—, y también te ama a
ti, por mantener la paz.
Él hizo una mueca.
—El pueblo romano posee un corazón sencillo.
—Todo el mundo habla de la grandeza de sentimientos que tiene Octavia.
Tavio estaba sentado en el diván de su estudio, examinando peticiones
procedentes de las provincias. Dejó en la mesa auxiliar el documento que
tenía en las manos.
—¿Por qué insistes tanto en alabarla? —me preguntó.
—Porque siento lástima por ella. El otro día me dijo que últimamente
apenas le hablas, que ni siquiera te agrada mirarla.
Tavio se sonrojó.
—¡Por los dioses! —exclamó—. ¿Tan obtusa eres para comprenderlo? El
hecho de que permita que Antonio la trate de esta manera me revuelve el
estómago. Es mi hermana, y esta situación supone una deshonra para mí. ¿Ni
siquiera entiendes eso?
No me mordí la lengua ni intenté calmar su orgullo herido, porque la tensión
en la que vivíamos me estaba destrozando los nervios a mí también.
—¿Por qué no piensas en ella? —le grité—. ¿Por qué no piensas en los
hombres que van a morir si estalla una guerra entre Antonio y tú? ¿Nunca eres
capaz de pensar más que en ti mismo?
Ambos guardamos silencio y nos miramos el uno al otro.
—Es bueno saber que mi honor no significa nada para ti —me dijo a
continuación en tono glacial.
Yo me sentí escandalizada.
—Tu honor radica en preservar la paz. En servir a Roma.
—Sí, en servir a Roma —repitió.
No dijimos nada más. A partir de aquel momento, me anduve con pies de
plomo; temía que si él me hablase con aspereza yo le pudiera responder en el
mismo tono, ¿y qué ocurriría con nosotros entonces? Yo no podría, de ninguna
manera, encontrar las frases adecuadas, el toque amoroso que me habría
servido para arreglar la situación. Y de improviso sucedió algo de lo más
notable.
Al principio pensé que había contado mal los días. Hice de nuevo el cálculo.
No, no había cometido ningún error. En fin, tal vez era que estaba sufriendo
alguna indisposición física sin importancia. Pero cuando hubo transcurrido
medio mes y seguía sin manchar mi ropa interior, empecé a creer de verdad
que se había hecho realidad mi mayor esperanza. Aun así, no le dije nada a
Tavio, para no desilusionarlo. Noté una sensación dolorida en los senos y
recordé que tuve aquella misma señal temprana cuando concebí a mis dos
hijos. Así y todo, temí estar equivocada.
Tomé la decisión de esperar diez días más, solo para asegurarme, antes de
darle la noticia a Tavio. Pero él me conocía demasiado bien. El segundo día,
mientras nos preparábamos para acostarnos, me cogió la cara entre las manos
y me miró fijamente.
—Percibo esa sonrisilla secreta tan característica de ti. ¿Qué me estás
ocultando?
—¿Qué crees tú que es?
—Has invertido en más viñedos, ¿no es así? Sin comunicármelo. ¿No te he
dicho que ahora debemos ser especialmente cautelosos con el dinero?
Yo dibujé una sonrisa.
—No he comprado ningún viñedo.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Estoy esperando un hijo.
Conforme pasaba el tiempo, Tavio había procurado actuar como si el hecho
de que no hubiéramos tenido descendencia no importase. Pero yo nunca me
había creído su fingimiento. Ahora, al ver cómo se le iluminaba el rostro,
comprendí que deseaba ardientemente tener un hijo que fuera de los dos.
Me besó hasta dejarme sin aliento.
—Nuestro hijo gobernará todo el imperio —dijo—. Todo. Te lo juro.
Sentí un escalofrío en la nuca y estuve a punto de contestar: «¿Y Antonio,
qué?» Pero Tavio había dicho aquello con tanto entusiasmo que me pareció
una necedad discutírselo.
—¿Todavía podemos...? —murmuró.
—Por supuesto —respondí. —Tuve que seguir susurrándole para
tranquilizarlo—. Amor mío, al niño no le importará.
Aquella noche hicimos el amor con gran delicadeza. De aquel estado de
felicidad surgió un sentimiento renovado. Las caricias suaves y sin prisas, las
palabras de afecto, la ternura que lo envolvió todo, me recordaron cómo eran
las cosas cuando estábamos recién casados.

Fue quizá la mayor alegría que he experimentado en toda mi vida. Yacer en


los brazos de mi esposo sabiendo que llevaba en mi interior a un hijo suyo,
imaginando un niño de ojos azules. Saber que, después de todo, no le había
fallado. Había tardado mucho. Ambos nos sentíamos como si se hubiera
obrado en nosotros un milagro.
Hice ofrendas de agradecimiento en todos los templos. De modo particular,
di las gracias a Diana. Y le supliqué una cosa más: dar a luz un varón.
En cambio, incluso en aquella época, que debería haber sido tan dichosa,
seguía existiendo tensión con Antonio, una tensión que tarde o temprano podría
desbaratar toda nuestra paz. Y también aflicción, muy cerca de nuestra casa:
Tiberio Nerón estaba agonizando.
Al principio intenté no admitirlo, aunque cada vez que lo veía lo encontraba
más pálido, más delgado y más parecido a un espectro. Tenía una úlcera en la
pierna que no sanaba. Los médicos se la sajaron tres veces y extrajeron pus de
ella, pero, aun así, empeoró. Yo le llevé bebidas medicinales; sin embargo, su
mal estaba fuera del alcance de todas mis artes curativas.
—Voy a morir —me dijo un día, estando yo sentada junto a su lecho.
—No —repliqué—. Que te repongas es solo cuestión de tiempo.
—Nos conocemos demasiado bien el uno al otro para mentirnos.
Me mordí el labio.
—En cuanto a mi testamento...
—No hables de eso —protesté—. Habla de curarte.
—Livia querida, en estos momentos apenas me duele. Pero el dolor volverá,
y entonces tomaré una droga para eludirlo y no podré hablar. Así que
escúchame ahora.
Nos encontrábamos en la misma alcoba en la que había entrado con catorce
años, la misma en la que fijaba la vista en el techo deseando que él me quitase
las manos de encima. Pensé que ya nunca más iba a verlo ni oír su voz, y se me
llenaron los ojos de lágrimas.
—Te escucho —le dije.
—Verás, tengo la intención de liberar a varios de mis esclavos y dejarles
unos cuantos bienes en herencia. Estoy seguro de que tú te encargarás de que
se cumplan mis deseos.
Afirmé con la cabeza. Su esclava pelirroja ahora pasaba las horas junto al
lecho de enfermo de su amo. Supuse que Tiberio Nerón le dejaría algo.
—Con la excepción de esas pequeñas herencias, todo lo demás será para los
niños. Me alegra poder dejarlos bien provistos. —Por un instante se le notó
feliz, incluso satisfecho de sí mismo—. Acabo de nombrar a la persona
perfecta para cuidar de ellos y de sus propiedades hasta que alcancen la
mayoría de edad.
Yo había borrado de mi cabeza todo pensamiento a aquel respecto, porque
no había podido aceptar que Tiberio Nerón estuviera muriéndose, pero era
necesario que hubiera un guardián que fuese varón. La idea de que un
desconocido tuviera autoridad sobre mis hijos me irritó. ¿Qué sucedería si
Tiberio Nerón había elegido mal?
Me leyó el pensamiento.
—¿No te fías de mí? He elegido a César, naturalmente. ¿A quién, si no? Él
es la persona que me habrías aconsejado tú, ¿no es cierto?
Luché para reprimir un sollozo.
—Sí —respondí—. En efecto, es la persona que te habría aconsejado yo.
Gracias.
—En cierta ocasión, César me prometió que se encargaría de que mis hijos
se colocaran bien en el ejército y en cargos públicos. Estoy seguro de que
puedo fiarme de su palabra. Serán hombres importantes. Dejo un gran legado
tras de mí. Livia querida, te lo ruego, deja de llorar.
Lo intenté, pero descubrí que no podía.
—Vas a tener que esforzarte por hacerlo un poco mejor —dijo con una débil
sonrisa—. Todavía no me he muerto.
—Jamás me has dicho que me hayas perdonado —dije yo—. Has sido muy
bueno, pero nunca has llegado a decirlo.
—Ah, pues... —Se le tensaron las facciones, y comprendí que era a causa
del dolor.
—Voy a decirle a la esclava que te traiga una droga —dije.
—Sí, hazme ese favor.
Fui a la puerta y di una orden.
Cuando regresé, Tiberio Nerón me dijo:
—Llegaste a amarme, ¿verdad? Sé que en ocasiones fingías en la cama, es
algo que suelen hacer las mujeres. Pero no siempre fingiste, ¿no es cierto?
Negué con la cabeza y le cogí la mano. La sentí desprovista de carne, era
solo hueso.
—Me preocupaba por ti. Y sigo preocupándome. Y en Esparta..., en Esparta,
durante un tiempo..., en fin, allí fuimos felices.
—Esparta —repitió—. Vaya. —Volvió a hacer una mueca de dolor—. Ojalá
no hubiera aparecido César... Livia, claro que te perdono. Te hirió la flecha de
Cupido, ¿verdad? Sin embargo, deberías haberte agachado para esquivarla. Es
broma. Solo estoy bromeando. Oh, por Marte, ahora sí que me está doliendo,
me duele mucho. ¿Quieres decirle a Lolia que se dé prisa con ese brebaje?

Si mi hijo Tiberio hubiera tenido uno o dos años menos, nadie habría
esperado que actuara como un hombre adulto en el funeral de su padre. Incluso
con los años que tenía, nueve, era demasiado joven para ello, demasiado
joven para recitar el panegírico y prender fuego a la pira.
Tavio se tomó en serio sus deberes de guardián desde el principio.
—El pueblo recordará su proceder en este momento —me dijo a mí—. Es
importante para su futuro.
Una parte de mí deseaba gritar a los cuatro vientos que mi hijo era un niño
que había pasado la noche entera llorando por su padre, y que no estaba en
condiciones de pronunciar un discurso. Aunque no dije nada, mis reparos
debieron de afectar a Tavio, porque antes de partir para la casa de Tiberio
Nerón, cuyo cadáver se encontraba en el atrio, listo para emprender su último
viaje, llevó a mi hijo aparte.
—Si esto te resulta demasiado difícil —le dijo—, no tienes más que decirlo.
No es obligatorio que pronuncies el panegírico.
—Señor, soy el hijo mayor de mi padre. ¿Quién, si no yo, ha de hablar de él?
¿Druso?
—Lo que quiero decir —se explicó Tavio con delicadeza— es que puedo
pronunciarlo yo en tu lugar.
A Tiberio le relampaguearon los ojos.
—¿Tú? Pero mi padre no desearía tal cosa. Desearía que me encargara yo.
Tavio le había apoyado una mano en el hombro, y ahora la retiró.
—Tienes razón —respondió en el mismo tono suave—. Tu padre desearía
que te encargaras tú.
Fuimos hasta el Foro caminando detrás del carromato abierto en el que
reposaba Tiberio Nerón. Iba tendido sobre un costado, con las extremidades
colocadas como si estuviera reclinado en un diván de cenar, esperando a que
le sirvieran un festín. Delante del carromato iban unos hombres con máscaras
de cera dispuestos en filas: eran sus antepasados, que lo conducían a la otra
vida. Las plañideras contratadas gemían, y la gente iba saliendo a la calle para
vernos pasar. Muchas personas se sumaron a la procesión. Yo llevaba de la
mano a Druso, y este llevaba de la mano a Julia. Tiberio caminaba un poco
separado del resto de la familia.
Y en el Foro, varios amigos del finado escoltaron a Tiberio hasta la
plataforma de los oradores. Mi pequeño se dirigió a la multitud allí
congregada.
—Hemos venido aquí para honrar a mi padre, el pretor Tiberio Claudio
Nerón. —Su aguda voz de niño sorprendió por su firmeza y su energía—. Mi
padre fue un gran senador y un brillante comandante militar. El propio Julio
César lo elogió por su valentía. —A continuación habló de la contribución que
había hecho su padre a las famosas victorias obtenidas por César en la Galia.
El discurso se lo habían dado escrito, naturalmente, pero lo había memorizado
palabra por palabra—. Como todos sabéis —dijo, ya terminando—, mi padre
era un fiel y devoto amigo de mi querido padrastro, César Octaviano.
Yo temía que se embrollara al pronunciar aquella frase o que la declamara
con desgana; pero nadie podría haber puesto un solo pero al modo en que la
recitó.
Más tarde, en el Campo de Marte, Tiberio cogió la tea encendida, fue hasta
la pira de su padre, le acercó el fuego y se quedó allí de pie contemplando
cómo ardía, conteniendo el llanto. En aquel momento yo vi a su padre, no
como el político inseguro, sino como el hombre que en Perusia había lanzado
un ataque tras otro contra el enemigo a pesar de que ya era una causa perdida.
Y también vi el valor de su abuelo, mi padre a la hora de luchar. Y oí una
vocecilla interior que desde el corazón me susurraba: «Mi hijo va a ser un
gran hombre.»

Sin embargo, después Tiberio se transformó en un niño triste y más bien


difícil. Ahora los tenía a Druso y a él bajo mi propio techo, y eso era algo que
nunca me había atrevido a soñar. Pero en cierto modo, Tiberio era capaz de
irritarme como nadie. En cierta ocasión, me vio cuando volví a casa después
de haber estado ayudando a extinguir un incendio. Traía una mancha de hollín
en la cara.
—Mamá —me dijo—, tienes la cara sucia. Considero que no deberías ir a
ayudar en los incendios, no resulta adecuado para una señora.
En aquel momento, estuve a punto de propinarle una bofetada, pero me
contuve.
Druso y el pequeño Marco eran niños fáciles de educar. En cambio, mi
hijastra, al igual que Tiberio, ya era harina de otro costal. Creo que no tenía
más de cinco años la primera vez que Tavio, dejando escapar un suspiro, dijo:
—Tengo dos hijas malcriadas: Roma y Julia.
Pasaba poco tiempo con ella, pero era generoso haciéndole regalos. Si yo la
reprendía, la niña se quejaba a su padre, y este me decía a mí que esperaba
demasiado de una cría de su edad. Ahora que mis hijos compartían mi casa,
Julia y Tiberio decidieron enemistarse el uno con el otro, y era necesario
disciplinarlos porque se peleaban. Aquello me crispaba los nervios.
Entretanto, yo sentía náuseas todas las mañanas, y a menudo también a lo largo
del día, un malestar que todavía continuaba incluso cuando noté la primera
patada de mi hijo.
Por aquella época, uno de mis informadores contó una historia que circulaba
por el mercado, un leve rumor en el mar de maledicencias que ahogaba a la
aristocracia de Roma. La gente contaba historias difamadoras acerca de mí
porque me consideraban una mujer poderosa; desde luego, nunca murmuraban
del mismo modo acerca de la pobre y maltratada Octavia.
—Quizá ni siquiera debería contarte esto, mi señora —dijo mi informador.
Era un carnicero que tenía un puesto en el mercado, un hombre gregario al cual
la gente confiaba muchas cosas. Venía a verme a hurtadillas, jamás permitía
que nadie supiera que era mi confidente.
Tomamos asiento en mi estudio. Aquella mañana yo tenía ante mí una
montaña enorme de trabajo. Con ademán impaciente, di unos golpecitos con mi
stilus en el borde de la mesa de escribir.
—Dime —ordené.
—Hay quien dice que tú envenenaste a Tiberio Nerón porque querías
recuperar a tus hijos. —El carnicero puso los ojos en blanco—. Dicen que
eres muy hábil con las hierbas, y que te vieron entrando en su casa con una
poción.
—Cuán necias son algunas personas —respondí—. Si le llevé algo a Tiberio
Nerón, fue por su bien.
—Mi señora, a mí no me cabe la menor duda de eso.
Este rumor, que era una conjetura espontánea, no tenía importancia, ni la
tenía en aquel momento ni la tuvo nunca. Y si me causó un malestar interior fue
porque..., en fin, estaba teniendo un embarazo difícil y sufría náuseas
prácticamente durante todo el día.
Borré de mi mente la historia que me había contado el carnicero y me
concentré en mi trabajo y en el futuro. Estaba deseando que sucedieran dos
cosas, la una me causaba nerviosismo y la otra me hacía profundamente
dichosa: el momento en que terminara oficialmente la alianza que había
firmado Tavio con Antonio y el nacimiento de mi hijo.
16

Cuando tuve los primeros dolores, le dije a una de mis criadas que llamase a
la partera, y yo misma me quedé sorprendida por el tono calmo de mi voz. En
ocasiones me pregunto si hablaría con ese mismo tono tranquilo si el mundo
entero desapareciera en una nube de humo.
La matemática es un arte insensible. Los números son duros como la piedra.
Ya puede uno llorar y suplicar todo lo que quiera, que no conseguirá
cambiarlos. En una batalla, el número de soldados que hay en cada bando
determina la vida o la muerte. Y también el número de meses que permanece
un niño en el vientre materno.
La partera estaba acuclillada a mis pies. Yo estaba sentada en la silla de
parto, aferrando los brazos de caoba, convencida de que no era el momento,
de que al niño todavía le faltaban tres meses para nacer. Recé para que el
parto no siguiera avanzando, para que mi hijo permaneciera caliente y a salvo
dentro de mí.
—¿Qué nombre vas a ponerle? —le había preguntado a Tavio un día
mientras estábamos el uno en los brazos del otro, después de haberle dicho
que estaba embarazada.
—¿Cuál crees tú?
—Dime.
—Cayo Julio César. —Era el nombre completo de su padre adoptivo.
—Un gran nombre para un ser tan diminuto —comenté.
—Ya crecerá para merecerlo. Lo hará fuerte.
El niño estaba perfectamente formado y era varón. Pero muy pequeño. Oí a
la partera decir:
—Aún vive. Deberíamos envolver con algo esta cosa.
Esta cosa.
—Dame a mi hijo.
—Espera, aún queda por salir la placenta.
Finalmente, me acostaron en la cama y me pusieron a mi pequeño en los
brazos.
—Túmbate y descansa, por favor —me dijo la partera.
Pero me quedé sentada. No quería tumbarme, porque en ese caso a lo mejor
me dormía, y cuando despertara de nuevo era posible que mi hijo ya no
necesitara a su madre. Lo estreché contra mí. Era hijo mío y de Tavio, Cayo
Julio César. Apenas pesaba nada y tenía los ojos cerrados. Su piel era
delicada como los pétalos de una flor. Cuando giró la cabeza, aprecié unas
venillas azules en su sien.
No me di cuenta de cuando Tavio entró en la habitación. De repente lo tuve
de pie a mi lado. La expresión de su semblante era la que yo imaginaba que
sería si alguna vez resultaba herido de muerte en la batalla. Aparté la vista de
su rostro y miré al recién nacido. Parpadeaba sin cesar, como si estuviera
intentando abrir los ojos y ver el mundo.
—Livia —me dijo Tavio.
—No intentes buscar palabras de consuelo —repliqué—. Porque no existe
consuelo alguno.
—La partera me ha pedido que te diga el resto. No debes estar sentada,
deberías dormir.
Despegué los ojos del pequeño y miré a Tavio.
—Reconoce al niño.
Pero Tavio hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No vivirá.
Le tendí al recién nacido, pero él no quiso tomarlo. Se quedó allí de pie,
evitando mi mirada. Yo esperé, ofreciéndole a su hijo. Ambos quedamos en
aquella postura, inmóviles como estatuas, durante unos minutos que se me
antojaron una eternidad.
Por fin, Tavio cogió al pequeño y dijo:
—Se llamará Cayo.
Me di cuenta de que se hallaba muy próximo al llanto. Pero en ningún
momento miró al niño, tan solo se limitó a devolvérmelo rápidamente. Una vez
hecho esto, se marchó.
Entró la partera y me dijo que debía entregarle al recién nacido y dormir.
—Has llamado «cosa» a mi hijo —le dije—. Vete. No te necesito.
Más tarde llegó un médico.
—Lo que te conviene es descansar —me dijo—. Llevas muchas horas
sentada.
«¿De verdad? —pensé—, ¿han sido horas?»
—Ahora permite que del pequeño se encarguen tus criadas, y tú duérmete
—me dijo el médico.
Pero yo no le hice caso.
Cuando el niño dejó de parpadear, introduje una mano por debajo de la
manta y le palpé el pecho.
—Respira —susurré—. Vive.
Me acordé de lo poco agradecida que fui cuando nacieron mis otros hijos.
En aquel entonces era joven, y nunca se me había ocurrido que era una
auténtica bendición que surgiera una vida en mis entrañas. Tan solo ahora que
había fracasado, comprendí el milagro que representaba.
La partera entró de nuevo en la habitación. Me había desobedecido y no se
había marchado a su casa.
—Dame el niño, te lo ruego —me dijo, y yo se lo entregué. Cuando me
ordenó que me tumbase, la obedecí. Era mejor obedecer, ¿qué más daba lo que
hiciera?
Caí en un estado febril. Recuerdo el calor, y también a las criadas
humedeciéndome la frente con paños fríos.
En un momento dado vino a mí Diana, con los ojos brillantes como estrellas,
y me acarició la frente.
«Pequeña, estás ardiendo.»
«Mi hijo... Quiero a mi hijo.»
«Calla», me ordenó.
«Apolo te ama, ¿no es cierto? Más que a nadie. Tú eres su hermana gemela.
Mi madre nunca le dio un hijo varón a mi padre, y también parió niños que no
vivieron. Pero mi padre la amaba de todas formas. Yo quiero a mi hijo. Tú,
que eres una diosa, ¿no puedes devolvérmelo?»
«Mi pobre niña. —Diana me miró con tristeza y continuó acariciando mi
frente con su mano fría—. ¿Creías que no había un precio que pagar?»
Abrí los ojos de golpe y vi a Tavio sentado junto a mí.
—Procura no moverte —me dijo.
—¿Por qué?
—Porque necesitas dormir.
—¿Es que no estoy durmiendo?
—No dejas de dar vueltas. Temen que termines cayéndote de la cama.
—Tengo sed... ¿Adónde vas?
—A traerte agua.
—No, no te vayas. Tengo una cosa que decirte. Hemos sido maldecidos, me
lo ha dicho Diana. Ese es el precio que hemos de pagar, con nuestros hijos.
—¿Qué hemos hecho para merecer una maldición? —preguntó Tavio con voz
distante y fría.
—Ya lo sabes. Lo sabes tan bien como yo.
—Escúchame —me dijo—. No te encuentras bien, tienes fiebre. Estás
delirando.
—¿De verdad ha muerto mi hijo?
—Sí. —Su voz iba teñida de una profunda pena.
—¿Por qué ha muerto?
—Porque ha nacido demasiado pronto. ¿No lo recuerdas?
—He perdido a mi hijo... Y también voy a perderte a ti, ¿verdad? Tavio...
—Livia, ahora no debes hablar, no sabes lo que dices.
—¡Ayúdame! El fuego es más rápido que yo. No veo la cueva. ¿Dónde está
mi hijo?
El rostro de Tavio pareció difuminarse. Alguien me bañó la cara con agua
fría, pero no era mi esposo.
Me recuperé, naturalmente. Siempre he sido fuerte.
Mi vida prosiguió tal como había sido hasta entonces. Estaba ocupada con
asuntos políticos, obras de caridad e inversiones de negocios. Tavio, aunque
me hablaba con delicadeza, durante una temporada encontró difícil mirarme.
Yo estaba convencida de que ya nunca habríamos de tener hijos, y creo que él,
en su fuero interno, también sabía que aquella puerta se había cerrado para
siempre.
¿Para qué sirve una esposa, me preguntaba a mí misma, si no es para parir
hijos, por encima de todo lo demás?
Tavio tenía una hija, la que le había dado Escribonia, pero ningún hijo
varón, ningún heredero. Yo tenía a mis dos hijos. Cuán extraño resultaba que
pudiéramos tener hijos varones, hermosos y sanos, de anteriores parejas, y
que, sin embargo, nuestro amor no hubiera dado ningún fruto. Aquello era lo
que habían decretado los dioses. ¿Son injustos, los dioses?
Una noche, antes de dormirnos, le susurré a Tavio:
—Nadie te amará nunca tanto como yo.
—Eso ya lo sé —me respondió.
¿Percibí rencor en su voz, o solo fueron imaginaciones mías?
Los asuntos importantes no hicieron una pausa por respeto a nuestra íntima
aflicción. Ya había finalizado el plazo que debía durar la alianza firmada entre
Tavio y Antonio. Tavio, Mecenas y yo redactamos el discurso que habría de
pronunciar Tavio ante el Senado para explicar por qué no se había renovado
dicha alianza.
—De nosotros tres, tú eres la que entiende mejor lo que desea oír la nobleza
—me dijo Tavio—. Y, si vamos a eso, lo que desea oír el pueblo de Roma.
Me sorprendió que lo reconociera tan abiertamente.
—Lo que desean oír es que Antonio y tú seguís siendo aliados, porque eso
es garantía de paz —respondí—. Pero eso no podemos decírselo, ¿verdad?
—No —contesto él, tajante.
—Entonces habla con la mínima animosidad personal que te sea posible. Di
que Antonio ha sucumbido, pero no ante una mujer que no es tu hermana, sino
ante influencias extranjeras. Es el títere de un gobernante extranjero. —En el
estudio de Tavio, en una balda, había una maqueta de una galera de guerra
tallada con gran detalle, un antiguo regalo de Agripa. Me quedé con la vista
fija en ella—. Di que, a pesar de eso, tú no deseas la guerra.
—En verdad, Antonio ya apenas es romano —apuntó Tavio.
Recordé lo mucho que la plebe aborrecía y recelaba de todo lo que no fuera
romano. Hasta la nobleza compartía en gran medida dicho sentimiento.
—Influencias extranjeras. —Mecenas hizo un gesto de afirmación con la
cabeza y empezó a tomar apuntes del discurso en una tablilla de cera.
—Si yo entiendo bien al pueblo, es porque opino lo mismo que él —le dije a
Tavio más tarde—. El pueblo no quiere que sus hijos mueran en otra guerra
civil.
—¿Sabes que Antonio está construyendo una flota?
—Si no estuviera haciendo eso, dadas las circunstancias, sería un necio —
repuse yo. «Y, aun así —pensé para mis adentros—, la guerra no es
inevitable.»
Al día siguiente, Tavio acudió al Senado y pronunció un discurso bastante
moderado.
—Cometí un pequeño error —me contó— y llamé borracho a Antonio.
Yo sabía que hubiera deseado llamarle cosas mucho peores.
—Lo de la influencia extranjera, ¿cómo reaccionó el Senado a eso?
Tavio dibujó una sonrisa de satisfacción.

Antonio escribió una carta brutal en respuesta al discurso de Tavio, y la hizo


pública. Sus agentes distribuyeron numerosas copias en papiro por las calle de
Roma al mismo tiempo que Tavio recibía el original. En el plazo de una hora,
cuatro de mis informadores me trajeron copias que habían encontrado en el
Foro.
Los insultos que contenía aquella carta eran comparables a los que antaño
había lanzado Cicerón contra la República, y por los cuales Antonio le había
cortado la cabeza y una mano. Antonio llamaba a Tavio «lisiado, esmirriado y
enfermizo». Decía que era un cobarde, que en Filipos tenía tanto miedo de
enfrentarse al enemigo que le encargó a él hacer el trabajo sucio, que en
Sicilia no pudo siquiera levantarse de la cama y se escondió temeroso
mientras Agripa acudía a la confrontación con la flota de Sexto Pompeyo.
Antonio decía que el padre de Tavio procedía de un linaje de trabajadores
manuales. Su padre había podido casarse con una hija de la dinastía Julia
solamente porque se había hecho rico y aquella familia noble estaba muy
necesitada de dinero. Además, su bisabuelo había sido esclavo, un fabricante
de cuerdas. Antonio repasaba la ascendencia de Tavio partiendo de aquel
esclavo y cubriendo tres generaciones. Al leer aquel árbol genealógico
observando cada detalle, los nombres de lugares y personas, uno tenía la
sensación de que probablemente era exacto y de que Antonio había estado
investigando los orígenes de Tavio durante mucho tiempo.
Después venía la parte en la que se me cayó el alma a los pies. «¿Qué es lo
que te ha pasado?», le preguntaba Antonio a Tavio. «¿A qué viene esta
hostilidad? ¿Es porque yo me acuesto con la reina? ¿Qué importancia tiene en
quién inserte yo mi polla? ¿Y qué me dices de ti? ¿Drusila es la única mujer
con la que fornicas? Te deseo buena suerte si, para cuando leas esta carta, no
te has beneficiado también a Tertula, o a Terentila, o a Rufila, o a Salvia
Titisenia, o a todas ellas.»
Terentila, naturalmente, era la esposa de Mecenas. Si yo hubiera sido una
absoluta necia, habría supuesto que Antonio aludía a algo sucedido muy atrás
en el pasado, pero yo no era ninguna necia. A las otras tres también las
conocía; las había visto haciendo ojitos a Tavio en diversas cenas, y me había
fijado en que él les respondía con una sonrisa. Y había desviado el rostro,
como si no hubiera visto nada.

Estábamos los dos en mi estudio.


—¿La has leído? —me dijo.
—Por supuesto.
—No tenía ni idea de que mi bisabuelo era un esclavo.
Me encogí de hombros.
—Lo que dice de... las mujeres...
—¿Sí?
Tavio debía de saber que resultaba inútil negar lo que decía Antonio a aquel
respecto, tan inútil como negar la línea sanguínea que se remontaba hasta su
bisabuelo esclavo. La verdad es difícil de rebatir.
—Si pudieras entender —dijo Tavio en voz baja, con cautela— cuán corta
fue esa parte de mi vida. Si entendieras bien cuán trivial fue... Se trataba de
tomar, muy de vez en cuando, lo que la vida me ofrecía gratuitamente. No tenía
nada que ver con lo que es mi vida contigo.
—Naturalmente —dije yo sin alterar el tono—. Ya lo sé.
Tenía la sensación de que si decía algo más estaría arrojando todo mi
orgullo por la borda. Porque, ¿quién sino una necia esperaría que un esposo le
fuera fiel? ¿Quién? Los hombres de nuestra clase siempre tenían otras mujeres,
además de su esposa. Yo lo sabía perfectamente. Y, sin embargo, me había
negado a creer que Tavio pudiera compartir con otra persona lo que compartía
conmigo. Aquella negación por mi parte era de lo más extraño; equivalía a
preferir la ignorancia.
Oí una vocecilla en el interior de mi cabeza que me decía: «¡Pero tu esposo
trabaja mucho, está siempre muy ocupado! Y pasa mucho tiempo contigo.
¿Dónde va a encontrar tiempo para estar con otras mujeres?» Sin embargo, me
di cuenta de que aquellos pensamientos eran absurdos, y de ninguna manera
iba a humillarme yo misma expresándolos en voz alta.
—Jamás amé a ninguna de ellas —aseguró Tavio. Tal vez me conocía lo
bastante bien para ver más allá de mi compostura y descubrir lo que había
debajo. Me tocó en el hombro—. Livia...
—Querido, me estás hablando de cosas de las que yo jamás me he
percatado. La verdad, preferiría dejar ya este tema.
Seguidamente, temiendo echarme a llorar o lanzarme a arañarle la cara con
las uñas, salí del estudio.
Pasé un rato sentada en el jardín a solas, pensando que, fuera lo que fuese lo
ocurrido, había algo que habíamos perdido para siempre. Yo temía que Tavio
me abandonase para tomar una esposa que pudiera darle hijos; ahora veía que
nuestro matrimonio ya jamás sería lo que pudo haber sido, con independencia
de que continuáramos juntos o no.
Me fijé en una abeja que revoloteaba alrededor de un iris de largo tallo. En
lo alto de un árbol gorjeaba un mirlo.
«Podría tomar yo un amante», me dije. Pero sabía que no lo iba a hacer,
porque no deseaba a ningún otro hombre. Me pregunté si aquello significaba
que seguía amando a Tavio, después de todo. Quizás. En aquel momento no
sentía ningún afecto hacia él. Me invadió una sensación extraña, una sensación
de vacío interior.

Aquel mismo día, me reuní con mi esposo y con Mecenas y procuré planear
una estrategia a la luz de los nuevos acontecimientos. Mecenas continuaba
lanzándome miradas de nerviosismo, pero no le hice caso.
—Antonio está intentando que su relación con Cleopatra parezca una frívola
aventura amorosa —dije—. Pero Roma verá más allá. Ella es una reina
extranjera, y él permite que lo gobierne a él. Eso es lo que Roma no va a
tolerar. —Me volví hacia Tavio—. Ni siquiera intentes contestar a sus
difamaciones, tómatelas con frío desdén. Eso es lo que se merece Antonio, el
máximo desdén. Denúncialo por inclinarse ante Cleopatra, una mujer, una
reina extranjera. No te canses de repetir esas palabras: «reina extranjera».
Ella quiere gobernarlo, y él, el muy imbécil, está tan ciego de lujuria que se lo
permitirá. Eso es lo que has de decir.
Tavio, con un gesto afirmativo, lucía una expresión que parecía esculpida en
piedra.
Más tarde, Mecenas quiso verme a solas.
—Quería expresarte lo mucho que te admiro. Y decirte que estás llevando
este asunto exactamente como debes.
En mí estalló una llamarada de pura rabia.
—Ah, no me digas. Pues gracias por tus palabras, Mecenas. Tú sabías que
se había reavivado lo de mi esposo con Terentila, ¿no es cierto? Pues claro
que sí. Y te limitaste a sonreírme.
—¿Debería irte a ti con el cuento? Te lo ruego, míralo con perspectiva. Tú
eres la única mujer que ha importado de verdad a César. ¿No es eso lo que
cuenta?
—No lo sé —respondí—. Y me pregunto si es cierto, siquiera. ¿He de creer
que es verdad solo porque tú lo digas? ¿Como si tú no pretendieras allanarle
el camino voluntariamente a Tavio?
Mecenas, dolido, hizo un gesto negativo con la cabeza.
Por supuesto que yo sabía que estaba siendo injusta al ventilar mi rabia con
el pobre Mecenas. Pero me dio igual.
—Tranquilo —le dije acariciándole la mejilla—. Seguimos siendo amigos.
Pero a partir de ahora sabré cómo debo valorar tu amistad.

Antonio escribió una carta a Octavia. Cuando esta me lo comentó, tenía los
ojos secos.
—Era breve. Puedo repetirte lo que decía, por si sientes curiosidad.
«Octavia, me divorcio de ti. Toma lo que sea tuyo y abandona mi casa.» Ni
una palabra más, únicamente su sello.
Estábamos solas en el jardín de la casa de Antonio. Dentro estaban los
esclavos embalando las cosas de Octavia.
—¡Ahora me toca a mí! —se oyó que exclamaba la aguda voz de un niño.
—Ese es Antilo —dijo Octavia—. Todos los niños son ruidosos. Cuando
uno no está gritando, el otro está llorando. Lo que yo daría por un poco de
silencio. En la carta no decía nada acerca de los niños; supongo que podía
enviarle a sus cuatro hijos, y así tendría que aceptarlos.
La miré fijamente. ¿Estaba pensando en enviar a Antonio a sus propias hijas,
Antonia y Antonila, junto con los hijos que había tenido con Fulvia?
—Estoy de broma —dijo—. Me los llevaré a todos conmigo cuando me
mude, incluidos mis hijastros. Espero que Antonio no se acuerde más de ellos.
—De repente se le nubló el semblante—. En cambio, ellos sí que se acuerdan
de él, sobre todo Antilo. Adora a su padre.
—Tavio cuidará de todos ellos —dije yo.
—Sí, ya lo sé. Lo hará con gesto dolido, dándose aires de santurronería. —
Acto seguido se le ablandó la expresión—. En fin, últimamente he estado tan
centrada en mis preocupaciones que nunca hablamos de las tuyas.
En los últimos meses nos habíamos hecho amigas, cosa que yo jamás habría
creído que fuera posible.
Aparté con la mano un mechón de cabello que se me había soltado.
—Esa heroica estatua de Tavio que hay en el Foro, la que está revestida de
oro, ¿sabes que cuando la erigieron pensé que se le parecía mucho? Ahora me
doy cuenta de que no es así. Es bueno ver las cosas con claridad. «Cambiemos
de tema.»
—Aún rezo para que no haya guerra —dijo Octavia teniendo como trasfondo
las voces de Antilo, su hermano Julo y Marcelo, el hijo de Octavia, gritándose
entre sí—. Siempre están discutiendo, pero al final resuelven las cosas. Lo
cierto es que son buenos chicos. —Calló unos instantes—. ¿Por qué será que
los niños, al crecer, se transforman en monstruos? ¿Es culpa nuestra, en cierto
sentido? Al fin y al cabo, los educamos nosotras.
Yo no tenía respuesta para aquellas preguntas.
—¿Te imaginas cómo sería contemplar el mundo entero disolviéndose en una
guerra y darte cuenta de que podrías haberlo evitado tan solo con que hubieras
conseguido retener a tu esposo?
Rodeé a Octavia con el brazo. Olía a perfume de flores, un aroma suave y
limpio.
—No creo que Tavio haya decidido ya si va a atacar sin que Antonio lo haga
primero —le dije.
—Estoy segura de que Tavio acabará matando a Antonio —repuso Octavia
—. O de lo contrario Antonio matará a Tavio, cosa que no creo que sea mejor.
—De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas—. Durante todo el tiempo que
estuve sin ver a Antonio, no dejé de escribirle cartas. Jamás le hice un
reproche. Le daba noticias de los niños, le contaba anécdotas triviales que le
resultaran divertidas. Aquellas cartas me hicieron sudar sangre.
Y mientras ella se esforzaba escribiéndole, él yacía en el lecho de otra
mujer.
—¿Lo amabas? —le pregunté.
—No del mismo modo que tú amas a Tavio, sino más bien como se ama a un
hijo. Pero jamás dejaré de quererle.
Era una buena persona, mejor que yo en muchos sentidos. Al mirarla me
invadió un sentimiento de tristeza al pensar en la poca utilidad que tenía en el
mundo una bondad como la suya.
Por aquellos días, Tavio y yo nos hablábamos de manera muy distante. Sin
embargo, no tardó en llegar una noche en la que me buscó con ansiedad. No le
volví la espalda, y tampoco permanecí fría como una estatua bajo sus caricias.
Empezó besándome los pies. Cuando sentí su boca subiendo lentamente por
mi cuerpo, cerré los ojos. El placer llegó en contra de mi voluntad. Pero una
parte de mí parecía flotar por encima de la cama, observando la escena con
una media sonrisa escéptica.
En los días que siguieron, recordé con frecuencia que por él había roto mi
anterior matrimonio y había renunciado a mis hijos. Muchos dirían que
también había dejado atrás mi honor. ¿Qué sacrificio había hecho Tavio por
mí? ¿Estaría dispuesto a renunciar a algo por mí?
Cuando conseguí borrar de mi mente aquellos negros pensamientos acerca
de mi matrimonio, no acudió ningún pensamiento positivo a reemplazarlos, tan
solo el miedo de lo que pudiera aguardarme. Dentro de poco, Tavio estaría
pasando la mayor parte del tiempo lejos de Roma, en campamentos del
ejército, expandiendo su contingente y reforzando el estado de ánimo de sus
soldados. Agripa opinaba que sería de mayor utilidad emplear galeras más
pequeñas, más capaces de maniobrar mejor que las naves de guerra de
Antonio. De modo que Tavio empezó a construirlas a un ritmo frenético.
Agripa supervisaba el entrenamiento de las tripulaciones. Nada de esto podía
ocultarse. Roma se preparaba para la guerra.

Durante aquel período, yo hice todo cuanto estaba en mi mano para apuntalar
la posición política de Tavio sirviéndome de los vínculos que había cultivado
a lo largo de los años con senadores y esposas de senadores. Mientras Tavio
estaba fuera de Roma, yo mantenía un estrecho contacto con mi red de
informadores y le guardaba las espaldas.
Pocos senadores amaban a Antonio, pero algunos pensaban que gobernaría
con mano más blanda que Tavio, y preferían eso. Otros aceptaban los sobornos
de Antonio.
Cuando los dos cónsules, que estaban a favor de Antonio, conspiraron para
organizar un voto de censura a Tavio que lo castigaría por haber provocado
una guerra, dicha información me llegó a mí. No dudé un momento. Supe que
aquellos hombres tenían la intención de derrocar a Tavio, y de inmediato le
envié un aviso. Tavio regresó a Roma al frente de sus legiones, e irrumpió en
plena sesión del Senado. Sus oponentes se dispersaron. Hubo reyertas en las
calles y dos días de disturbios, aunque en ningún momento se tuvo duda alguna
de cuál iba a ser el desenlace. Cuando la polvareda se asentó, una tercera
parte del Senado había huido a sumarse a Antonio.
Al principio miré a mi alrededor con perplejidad. La armonía que yo había
contribuido a cultivar se había hecho pedazos. Luego sentí alivio al ver que
por lo menos conservábamos dos terceras partes del Senado.
—He de saber quién está conmigo y quién está contra mí —dijo Tavio.
Estábamos sentados juntos en su estudio. Él mostraba una expresión severa en
el semblante.
—¿A estas altura no sabes ya quién ha huido y quién no? —repliqué en tono
cáustico.
—Quiero que quienes me apoyan me juren lealtad —dijo—. Han de jurar
respaldarme en el caso de que haya guerra.
—Querido, escúchame —le rogué—. No creo que Antonio y Cleopatra
tengan intención de atacar en este momento. Supone demasiado riesgo. Si están
mirando hacia algún lugar que conquistar, es hacia Oriente.
Tavio movió los hombros.
—Tarde o temprano lo querrán todo —replicó.
—¿Tarde o temprano? ¡Tarde o temprano, ninguno de nosotros estará vivo!
—Me dominé y añadí en tono más calmado—: ¿Por qué precipitarse a entrar
en una guerra que quizá no sea necesaria, cuando nadie es capaz de decir qué
bando saldrá vencedor?
Tavio me observó con una mirada opaca y seria.
—Aún no he tomado una decisión definitiva.
Por toda Italia, de arriba abajo, los ejércitos fueron jurándole lealtad. Los
habitantes no tardaron en acudir a las plazas para jurar también, porque así lo
exigía César.
Yo oculté lo que opinaba de aquella jura de lealtad incluso a mis amistades
más íntimas, pero no a mi esposo. Él sabía que yo la odiaba, igual que odiaba
la idea de entrar en guerra. Había actuado para protegerlo a él cuando los
cónsules conspiraron en su contra, pero no iba a darle la aprobación que él
deseaba ahora.
Veía acercarse cada vez más el horror de la guerra civil, y estaba claro que
mi amado esposo tenía planeado desatarla. Deseaba impedir que hubiera una
guerra más adelante, cuando él fuera más débil y Antonio fuera más fuerte.
También ansiaba vengar las afrentas cometidas contra su hermana. Y,
fundamentalmente, estaba poseído por una visión: tenía el convencimiento de
que su destino era acaparar en sus manos la totalidad del Imperio Romano.
Él y yo nunca habíamos estado tan separados. Cuando hablábamos de guerra
y paz, a mí me invadía poco a poco la desesperación, y él me daba respuestas
cada vez más cortantes.
Cuando uno tiene miedo, se aferra con avidez a cualquier cosa que pueda
prometerle el rescate. Cuando Octavia recibió de improviso una carta de
Antonio, a mí me dio un vuelco el corazón y me llené de esperanza. Imaginé
una misiva en tono contrito, en la que Antonio dijera que se había separado de
Cleopatra. Pero no. La carta tenía que ver con sus hijos.
Se había acordado de que había dejado a dos hijos bajo la custodia de
Tavio, y temía que en caso de estallar la guerra él pudiera utilizarlos como
rehenes, o que simplemente los asesinara. Daba permiso a sus hijas para que
se quedaran con Octavia, pero quería que sus hijos le fueran enviados a
Alejandría.
—Súbelos al primer barco que zarpe —dijo Tavio.
Pero Octavia suplicó que se les permitiera elegir a ellos.
Así que tuvimos otra de nuestras graves reuniones familiares: Tavio, Octavia
y yo en una sala de la casa de Roma, contigua a la nuestra, que había cedido
Tavio a su hermana. Se nos sumó Antilo, que aún no había cumplido los quince
años, y Julo, que tenía diez. Ambos venían de la clase que habían tenido con
su tutor. Julo había estado aprendiendo a escribir el alfabeto griego en papiro,
y traía los dedos manchados de tinta.
—Todavía no sois hombres —les dijo Tavio en tono sombrío—, pero, sin
poder evitarlo, ahora vais a tener que tomar una decisión propia de un adulto.
Quería que fueran conscientes de que aquella decisión era sumamente grave,
pues podría determinar todo su futuro. El mayor lo comprendió, pero en el
caso del pequeño no estaba claro.
—Podéis ir con vuestro padre o quedaros aquí con nosotros. Si os quedáis,
os trataré como hijos de mi hermana —prosiguió Tavio—. Siempre y cuando
me seáis leales, formaréis parte de mi familia. De vosotros depende.
—¡Yo quiero ir con mi padre! —exclamó Antilo.
Vi que Octavia, dolida, cerraba los ojos, pero no dijo ni una palabra.
Tavio se volvió hacia Julo.
Al mirar a aquel niño, al verlo con todo el cuerpo en tensión y los ojos
abiertos como platos, sentí lástima. Se estremeció y abrió la boca, pero no
logró articular palabra. Entonces miró a Octavia, que llevaba siendo una
madre para él desde que le alcanzaba la memoria, y dijo:
—Quiero quedarme contigo.
—¡Traidor! —chilló Antilo.
Julo se arrojó en los brazos de Octavia, y ella lo estrechó con fuerza entre
sollozos.
—¡Miserable traidor! ¡Nuestro padre vencerá, y entonces habrás de
lamentarlo! Estás aliándote con el enemigo, ¿no lo ves? Ya no eres mi
hermano, eres...
—¡Basta! —lo interrumpió Tavio.
Antilo cerró bruscamente la boca.
—Ya que eres el hijo de tu padre —dijo Tavio—, supongo que no sentirás
ninguna gratitud hacia mi hermana, que te ha cuidado durante todos estos años.
Antilo irguió la espalda.
—Sí que siento gratitud hacia ella —respondió con dolorida dignidad. Se
volvió hacia Octavia y agregó—: Siempre diré que me trataste
bondadosamente, como si fueras mi verdadera madre. —Ella aceptó aquellas
palabras con un gesto de cabeza e intentó esbozar una sonrisa. Aun tenía
abrazado a su hermano. A continuación, Antilo se volvió otra vez hacia Tavio
con una mueca burlona, y en aquel gesto detecté un parecido con su madre
Fulvia—. ¿Cuándo puedo zarpar para Alejandría? Estoy deseando marcharme.

Un antiguo amigo de Antonio huyó para situarse en nuestro bando, y le


reveló a Tavio que en el testamento de Antonio, el cual afirmaba haber visto,
había algo gravemente comprometedor. Siguiendo una práctica tradicional,
Antonio había depositado su testamento bajo la protección de las vestales.
Tavio declaró que tenía la intención de hacerse con él.
—Eso supondría una vulneración de todas las costumbres —dije yo. Y
estuve a punto de agregar que también vulneraría toda la decencia.
—¿Me amas?
Cuando tuvo lugar esta conversación, estábamos en nuestra alcoba.
—Qué extraño resulta que me hagas esa pregunta —contesté.
Me vino a la memoria que en los primeros días de nuestro matrimonio yo
había dicho que Sexto Pompeyo me caía bien. Con qué recelo me había mirado
Tavio, y con qué cautela escogí yo mis palabras para convencerlo de que
contaba con mi más profunda lealtad. Ahora me miró con la misma expresión
con que me había mirado entonces.
—¿Me amas? —me preguntó otra vez.
Me acerqué a él. Le acaricié la mejilla y luego recorrí el borde de sus labios
con el dedo. Él lo sufrió en silencio, con gesto impasible. En aquel instante
experimenté hacia él una ternura que hacía mucho tiempo que no
experimentaba. Le cogí la cara entre las manos y lo besé.
—Pues claro que te amo.
—Entonces, ¿por qué intentas proteger a mi enemigo?
—No hago tal cosa. Me da miedo la guerra.
—Aún tengo trabajo por hacer. Volveré más tarde, a dormir —me dijo, y
acto seguido salió de la habitación.
Me tumbé en la cama. En la mesilla de noche ardía una vela. Cuando se
apagó y la alcoba se sumió en la oscuridad, Tavio aún no había regresado.
Al día siguiente, exigió a las vírgenes vestales que le entregaran el
testamento de Antonio. Como ellas se negaron, hizo entrar a varios soldados
en el templo para confiscarlo. En sus últimas voluntades, Antonio disponía que
cuando muriese, aunque muriese en Roma, su cuerpo le fuera entregado a
Cleopatra y enterrado en Alejandría en vez de Roma.
«No te canses de repetir esas palabras: “reina extranjera”», le había dicho
yo a Tavio. En su ataque a Antonio, de pie ante el Senado y con el testamento
en la mano, repitió dichas palabras una y otra vez. Que siguiera mi consejo
conllevaba una cierta ironía, porque vituperaba a Antonio por ser el esclavo
obediente de una mujer. ¡Cleopatra lo había castrado! Cuando Cleopatra
gobernara Roma, como era su clara intención, quienes nos rigieran no serían
ya ni cónsules ni generales, sino peluqueros y perfumeros, por no mencionar a
los eunucos. Antonio, afirmó Tavio, era el juguete de una reina extranjera. No
era un hombre, y si quería ser enterrado lejos de Roma, desde luego tampoco
era un patriota.

—Otra vez la guerra civil —me lamenté, con un nudo en la garganta.


Tavio estaba de pie, apoyado en la mesa de escribir de su estudio. Yo estaba
sentada frente a él, en el diván. Habíamos tenido muchas conversaciones
fructíferas en aquella habitación; desde allí habíamos trabajado por el bien de
Roma.
—No voy a declarar la guerra a Antonio, sino a Egipto..., a Cleopatra —
replicó Tavio.
Como si aquello importara.
—Amor mío, te suplico que no hagas tal cosa.
Tavio se sentó a mi lado y me cogió las manos.
—Livia, tiene que haber un único imperio. Ha de ser así. ¿Cómo voy a
compartir el gobierno con un hombre como Antonio? Es impracticable.
—Pero ¿qué sucederá si sales derrotado?
Tavio me miró como si no entendiera el idioma que hablaba yo y me soltó
las manos.
—¿Qué significa para ti todo esto? —le pregunté—. ¿Otra tirada de dados?
—Ya sabes tú que no es eso —replicó—. Siento el peso de la
responsabilidad todas las horas del día. Pero tengo un destino. Sé lo que
puedo hacer por Roma, por el imperio entero, lo bien que puedo gobernar.
—Amor mío, puedes salir derrotado, bien lo sabes. Y aunque no sea así...
piensa en la carnicería que va a suponer esta guerra.
—Tener un destino como el mío no siempre resulta agradable —repuso—.
No se lo recomendaría a nadie que pueda elegir por sí mismo. De entrada, a
menudo implica soledad.
—Oh, Tavio...
La distancia que nos separaba parecía inmensa. Estaba todo mezclado:
nuestras diferencias respecto de la guerra y la paz, nuestra incapacidad para
consolar el uno al otro tras la muerte de nuestro hijo, el hecho de que él
hubiera estado con otras mujeres. Toda la discordia y el dolor acumulados a lo
largo de siete años de matrimonio crearon una profunda brecha en aquel
momento.
Sentí deseos de tocarlo, de coger de nuevo su mano, pero no lo hice. Por
alguna razón, no pude.
—Cuando menciono mi destino, tú me miras como si estuviera medio loco,
pero no lo estoy. Veo lo que se me exige por el bien de Roma.
Hablaba en tono contenido. Yo tuve la impresión de que estaba haciendo un
esfuerzo para mostrarme una fachada de serenidad. «Mira cuán tranquilo estoy
hablando de esto», estaba diciendo. «¿Cómo puedes pensar que estoy medio
loco?»
Como si estuviera contemplando a un desconocido, me impresionó su rostro
sin defectos, sus ojos azules y su cabello rubio, el fino modelado de sus
facciones. Incluso después de varios años de matrimonio, había momentos en
los que me quedaba sin respiración al contemplarlo, en los que su belleza me
seguía pareciendo casi la de un dios. Y pensé: «Si es un dios, es un dios de
destrucción.» No, no estaba loco, pero estaba a punto de iniciar una guerra
civil.
Desde que nos casamos, yo me consideraba poderosa. En cambio ahora vi
que el verdadero poder no lo tenía yo, que siempre lo había acaparado él. Yo
había poseído tan solo una cierta habilidad para obtener favores.
—Ya lo verás —me dijo—, venceré.
—Tavio, por favor, te lo ruego, si ha de haber otra guerra civil, que la
responsabilidad recaiga sobre Antonio, no sobre ti. Nuestro padre Júpiter ve
todo lo que hacemos. ¿Acaso lo dudas? Ya tenemos suficientes cosas por las
que pagar, tanto tú como yo. Amor mío... —Se había abierto en mi interior un
pozo de terror y aflicción, y sentí el escozor de las lágrimas en los ojos. ¿Es
que no podía convencerlo con palabras?—. Ya hemos sido castigados con la
pérdida de un hijo. ¿Quieres que sufran también Julia y mis hijos?
Su rostro se había convertido en una máscara inexpresiva.
—¿Consideras que la muerte de nuestro hijo fue un castigo de los dioses?
Muy interesante. ¿Y por qué crees que merecíamos ser castigados?
«Tú, por la sangre que has derramado. Yo, por haber traicionado la memoria
de mis padres y haber abandonado a mi marido y a mis hijos por ti.»
No respondí nada, pero él pareció leerme el pensamiento. Su expresión se
endureció y sus ojos se volvieron negros.
—¿Eliges este momento para sucumbir a una absurda culpabilidad y a un
miedo supersticioso, como si fueras una vulgar campesina? —me dijo—. ¿En
esta tesitura pierdes el valor?
—Si esta guerra fuera justa y necesaria, tendría valor para afrontarla —
repliqué.
—Así que me abandonas.
—¿Supone abandonarte que me niegue a inclinarme contigo ante el altar de
tu destino?
Tavio se levantó del diván, y en el acto se vio acosado por un súbito acceso
de tos que estuvo punto de hacerlo tropezar. Se llevó una mano a la boca con
gesto colérico.
—Tavio...
—Dijiste que no te importaba que hubiera habido otras mujeres —me dijo.
Su voz sonaba áspera y ronca—. Pero era mentira, ¿verdad? ¿Por eso me
abandonas?
Me puse de pie y lo miré a la cara.
Mi falta de apoyo era un mazazo que lo había dejado aturdido. Se sentía
traicionado y herido en lo más hondo, o de lo contrario no habría sacado a
colación sus desvaríos amorosos. «Este es el momento de retroceder —me
dije a mí misma—, antes de que se destruya todo lo bueno que hay entre
nosotros.» Pero sentía una llamarada de furia en el centro del pecho.
—Pensé que siempre podría contar con tu lealtad —se quejó—, pero día a
día he visto cómo iba erosionándose.
La llamarada de furia se hizo más intensa.
—En cambio tú no has dejado nunca de serme leal a mí.
—¿Qué quieres decir?
—Eres leal conmigo al mismo tiempo que persigues a tus rameras.
Tavio torció la boca en una mueca.
—No muchos hombres de mi posición conservarían a su lado a una esposa
infértil.
Sentí que me atravesaba una punzada de dolor. Pero fue la furia la que habló:
—Solo soy infértil contigo.
Supe cuán hondo había calado mi puñalada por el modo en que sonrió. Me
alegré de haberle hecho daño, y deseé hacerle más.
No solo estaba furiosa contra él sino contra mi vida entera, por haber tenido
siempre las manos atadas, por verme obligada a luchar para dar forma a la
cosas a pesar de mis limitaciones, y caer, y volver a levantarme para intentarlo
de nuevo, y finalmente fracasar, cuando más importaba, en aquella terrible
crisis.
—Qué gran placer —continuó diciendo Tavio— es tener una esposa como
tú, que se entromete en mis asuntos y nunca cierra la boca, y luego, cuando yo
me veo acosado por mis enemigos, se pone de parte de los que me odian.
¿Eres una traidora, o simplemente una cobarde? —Acercó su rostro al mío—.
¿Cuál de esas dos cosas eres tú?
Nos miramos fijamente el uno al otro. Yo sabía que él deseaba intimidarme y
obligarme a apartar la vista. De modo que permanecí inmóvil, sosteniéndole la
mirada. Sabía devolver golpe por golpe.
—¿Tú crees que para mí ha sido divertido —le pregunté— estar casada con
un monstruo? ¿El monstruo que destruyó la República?
Él se puso tenso y retrocedió un paso.
Su peor cólera no era vehemente, sino fría. Cuando habló, parecía un
contable o un maestro de escuela que además hacía las veces de verdugo.
—Eres una zorra desleal y desagradecida —me dijo—. Apártate de mi vista.
El corazón me dio un vuelco. Permanecí allí un instante, temblando, después
di media vuelta y salí de la habitación.

Mientras Tavio hacía los preparativos finales para la batalla, ambos


vivíamos juntos como dos desconocidos. Declaró la guerra a Cleopatra al
estilo antiguo de nuestros antepasados. Salió fuera de los límites de la ciudad,
sacrificó un cerdo, mojó una lanza con su sangre y, a continuación, la arrojó en
la dirección en que se encontraba Egipto. De esta manera hacía un llamamiento
a los dioses de Roma para que lucharan contra los dioses con cabeza de
chacal que reinaban en Egipto.
Y llegó el día en que debía partir el ejército. Entró en mi estudio, donde yo
seguía atendiendo asuntos administrativos, incluso ordenándole el correo. Mi
sensación era que nuestro matrimonio había tocado a su fin, pero llevaba a
cabo mis tareas con total indiferencia, y así continuaría hasta que él me
ordenara que las interrumpiese.
Tavio echó una ojeada a unas cuantas cartas que yo le había apartado y
después, sin alzar la vista, me dijo:
—Deberías haber permanecido de mi parte. Deberías haber comprendido
que actúo por el bien de Roma.
—Cada vez que la República sufrió un desgarro, cada vez que se cometió un
asesinato, los asesinos dijeron que actuaban por el bien de Roma. Y es posible
que lo creyeran de verdad. Pero todo se reducía a lo mismo: al deseo de
poder.
—¿A mí me dices eso? ¿Me comparas con unos asesinos? —Le
relampaguearon los ojos—. ¿Qué clase de esposa eres?
«Ninguna esposa en absoluto —pensé yo—. Ya no soy ninguna esposa.»
Pero no dije nada.
Su cólera fue cediendo y se transformó en otra cosa, quizás en mera
indiferencia.
—Dime —pidió—, porque siento curiosidad. Si sufro una derrota y viene
aquí Antonio, ¿qué harás?
Observé la estatua alada, representación de la victoria, que llevaba tallada
en relieve en la armadura.
—¿Qué imaginas que haré? Retorcerme y forcejear como una anguila para
mantener a los niños con vida.
Tavio asintió como si ya esperase aquella respuesta.
—Siéntete libre de escupir sobre mi recuerdo, si te ves en la necesidad. Ten
por seguro que no me preocupará lo más mínimo. —Lo dijo como si
estuviéramos hablando de algo intrascendente. Luego, cambiando de tono, me
preguntó—: Cuando dices «los niños», ¿incluyes también a Julia?
—He hablado en sentido general.
—Cuidarás de ella.
No respondí.
—Dime que cuidarás de ella.
—Sí. ¡Sí! ¿Es que ahora sientes recelos?
—En absoluto. Pero es necesario pensar en todas las eventualidades.
«Sí —me dije—. En efecto.»
«Me acordaré de esta conversación. La recordaré siempre. La expresión que
tenía Tavio en el rostro, el sonido de su voz. Si muere, esto será lo que
recuerde.»
—¿Es que no vas a decirme alguna frase de despedida, Livia? «Regresa con
tu escudo, o sobre él», algo así de cariñoso.
Pronuncié una única palabra, que me salió áspera y gutural:
—Vence.
—Esa es mi intención —replicó Tavio.
Si alguno de los dos hubiera hecho un movimiento hacia el otro, incluso el
mero gesto de tender la mano, no sé qué habría ocurrido. Pero ninguno hizo
nada. Y yo tampoco me eché a llorar, ni le grité, ni le supliqué que no se
marchara. Sentía deseos de maldecirle, y al mismo tiempo de abrazarme a él y
no soltarme nunca. Los dos guardamos silencio.
Tavio se marchó. Lo oí en el atrio, despidiéndose de los niños, y un
momento después ya no estaba.
17

—¿Has recibido últimamente alguna carta de Agripa? —le pregunté a


Cecilia.
—Recibí una justo hace unos días —me contestó. Estaba de invitada mía en
Prima Porta. Aquella noche estábamos cenando las dos solas en el comedor de
verano, reclinadas en divanes cubiertos de cojines de seda verde. Ella recibía
correspondencia regular de su esposo; en cambio, yo en ningún momento
recibía nada del mío. Sin embargo, si se percataba de ello y la desconcertaba,
desde luego no daba muestras—. Nos escribimos en clave, ¿sabes? Por si
acaso el mensajero es capturado por el enemigo. De ese modo, Agripa puede
escribir con libertad y sin preocuparse.
—¿Cómo está? —pregunté. Sabía que Tavio y él estaban con la flota, situada
en el mar Jónico, frente a las costas de Grecia.
—Muy bien. Dice que todo está saliendo según lo planeado. Las nuevas
galeras están respondiendo tal como se esperaba de ellas. —Sonrió, y al
hacerlo le brillaron los ojos como los pendientes de zafiro que llevaba
puestos. Era una devota esposa que se había despedido de su marido con un
beso y que ahora estaba deseando que llegase la esperada victoria—. Está
impaciente por entrar en acción —añadió con un tono de avidez.
Hice una seña a un esclavo para que nos sirviera más vino.
—Esto es como si estuviéramos en un jardín —comentó Cecilia, observando
los murales. El artista había pintado árboles y plantas llenas de flores en las
cuatro paredes—. Los detalles son de lo más realista. Se ve perfectamente que
ese árbol de ahí es un roble, y ese otro, un ciprés.
Los dos árboles que había señalado daban la impresión de haber crecido tan
cerca el uno del otro que costaba trabajo distinguir las ramas, y, sin embargo,
eran distintos.
—Sí, el artista posee mucho talento.
—Lo que más me gusta son los pájaros —siguió diciendo Cecilia—. Hay
palomas, mirlos, petirrojos...
—Ojalá fuéramos pájaros nosotros —dije—. Imagina cuán agradable sería
ir volando a donde se nos antojara. Ser libres.
—Hoy, yo iría volando hasta el mar Jónico —dijo Cecilia con expresión
soñadora—. Solo para hacer una breve visita y ver qué está ocurriendo. —
Mordió una pasta—. Cleopatra está con Antonio. Dicen que va a luchar a su
lado, incluso tiene su propia nave de guerra. No parece en absoluto una mujer,
¿verdad?
¿Qué estaría sintiendo Cleopatra en aquellos momentos? ¿Estaba convencida
de que lo suyo desembocaría en una guerra, o erró al hacer sus cálculos? ¿Se
arrepentía de las provocaciones que, junto a Antonio, había lanzado a Tavio?
¿O se alegraba de que hubiera estallado una guerra, convencida de que estaba
a punto de ganar un imperio?
—¿Espera Agripa que se inicie pronto la contienda? —pregunté.
Cecilia afirmó con la cabeza.
—Espera que todo se decida en una gran batalla en el mar. Él mandará una
mitad de la flota, y de la otra mitad se hará cargo César, y esperan atrapar a
Antonio en el medio. —Debió de cambiarme la expresión de la cara, porque
Cecilia me miró fijamente y me dijo—: Livia, ¿qué te ocurre?
Negué con la cabeza procurando disimular mis sentimientos. Me había
invadido una oleada de pánico. Agripa era un hábil general, y en el mar
siempre lo favorecía la fortuna. Pero en el pasado, cada vez que Tavio y él
repartieron sus fuerzas, Tavio sufrió un desastre.
Imaginé que oía la voz de Tavio diciendo qué tendríamos si ambos no
estuviéramos separados por tantas millas de tierra y tanto distanciamiento
emocional. «Pues claro que yo mandaré un ala y Agripa mandará la otra. Por
los dioses, Livia, ¿imaginabas que yo iba a ir a bordo del barco de Agripa
únicamente de paseo? ¿Qué imagen daría?»
«¡Pero tú nunca tienes suerte luchando en el mar! —exclamé para mis
adentros—. ¡Has estado a punto de morir en tres ocasiones!»
Cecilia me miraba con gesto de consternación. Alcé mi copa de vino y bebí.
Por fin logré articular con voz tranquila:
—¿Te ha dicho Agripa cuándo calcula él que tendrá lugar esa batalla naval?
—Me dice que tal vez tenga una buena noticia que darme a primeros de
septiembre.
Una buena noticia. Por supuesto, Agripa, firme y seguro de sí mismo,
esperaba que la noticia fuera positiva.
Solo faltaban cinco días para que llegase el uno de septiembre.

El día uno, yo ya estaba de vuelta en nuestra casa de Roma. Me ocupé de


atender en nombre de Tavio a los ediles de la ciudad, que acudieron a solicitar
más fondos. También examiné los libros de una de mis granjas comerciales y
escribí una larga carta reprobatoria al encargado. Asistí a una cena en casa de
un senador. Pero por dentro temblaba como una hojilla en medio de un
vendaval.
El dos de septiembre, un poco antes del mediodía, almorcé con los niños:
Tiberio, Julia, Druso y el pequeño Marco. Fue una comida sencilla, a base de
pan, queso y uvas. Tiberio había pasado la mañana ejercitándose en el Campo
de Marte y después se refrescó yendo a nadar, así que tenía el cabello mojado
y ensortijado, pegado a la frente. Julia, sentada a su lado en el mismo diván,
dijo:
—Hueles al río. Deberías darte un baño.
Tiberio le contestó haciendo una mueca.
—Yo también quiero ir a nadar al Tíber —dijo Julia dirigiéndose a mí.
—No seas tonta —le replicó Tiberio—, las chicas no saben nadar.
—Idiota, yo sé nadar mejor que tú. Mamá Livia, ¿por qué no puedo ir a
nadar al Tíber?
—Porque se consideraría poco pudoroso que una chica hiciera tal cosa —
respondí.
—¿Lo ves? —le dijo Tiberio al tiempo que le daba un empujoncito. Julia le
respondió con otro.
—Basta ya —ordené—. Julia, tú eres libre de bañarte en el estanque de la
villa, que es mucho más agradable.
Agua. De pronto me vino a la mente una extensión de olas verdes y azules
bajo el sol de finales del verano.
—Bah, el agua del Tíber está sucia y turbia —dijo Julia.
—Sucia y turbia, sucia y turbia —canturreó Marco.
—¡Sucia y turbia! —exclamó Druso, y lanzó una carcajada como si hubiera
dicho algo graciosísimo.
—Basta —ordené, y los niños guardaron silencio.
Olas. Y barcos, galeras. Dos flotas. Una compuesta por naves de pequeño
tamaño, rápidas como un pez; la otra formada por barcos más lentos pero
mucho más grandes, semejantes a enormes depredadores.
—El agua del Tíber no está sucia —protestó Tiberio.
—Sí que lo está —dijo Julia—. La gente se mea en ella. Además, tú te
llamas igual que el Tíber. Tiberio, como el sucio y turbio Tíber.
—Oh, cállate de una vez —dijo Tiberio.
—Eres un maleducado. Mamá Livia, Tiberio es un maleducado.
Yo estaba viendo en mi mente a las dos flotas aproximándose la una a la
otra. La flota de peces rápidos dividiéndose por la mitad.
«Está sucediendo en este instante —pensaba—. Todo va a decidirse en una
gran batalla en el mar, tal como le ha dicho Agripa a Cecilia. Está sucediendo
en este instante.»
—Si mi padre estuviera en casa, no te permitiría ser maleducado conmigo
—dijo Julia, al borde del llanto.
«Está sucediendo en este instante.»
—Silencio —ordené—. Julia, ya basta.
¿Quién puede afirmar lo que es capaz de saber el corazón? Naves de proa
con armadura de bronce que embestían unas contra otras. Lluvias de flechas,
jabalinas y piedras lanzadas con catapultas. Proyectiles ardiendo. Barcos que
estallaban en llamas. Hombres que se arrojaban al mar entre alaridos, huyendo
del fuego.
—Mamá, ¿por qué no comes? —me preguntó Druso.
—No tengo hambre. —Me levanté—. Terminad de comer. Y comportaos.
Mi mente no dejaba de repetir: «Está sucediendo en este instante, en este
instante.» Tavio a bordo de una galera de guerra, con una media sonrisa en la
cara, recordando lo que él mismo había dicho: «Mi mala suerte en el mar es
una constante en un mundo cambiante.» Le vinieron a la memoria tres batallas
navales que había perdido, los barcos hundiéndose, la sensación de que el mar
acudía a su encuentro para tragárselo. Una gigantesca galera blindada se
aproximaba surcando el agua, cada vez más cerca. La contempló fijamente.
Sus hombres lo miraban a él, esperando órdenes.
Entré en la pequeña estancia situada junto al atrio en la que había una estatua
de Diana de tamaño real. Me coloqué frente a la imagen de mármol con los
brazos extendidos y las manos vueltas hacia arriba en ademán de súplica.
—Diana, ahora va a decidirse el destino de Roma —dije—. No seas parca
en prestar socorro. Protege a tu pueblo. —Dije esto con voz fuerte y firme,
pero de repente se me quebró—. No ha de ser Antonio quien salga victorioso,
no ha de ser él con su reina, que ni siquiera te conoce a ti. Tavio ama a Roma,
será un gobernante bueno y justo. Te ruego, te suplico, que otorgues la victoria
a Tavio, no a Antonio.
Recordé el modo en que nos habíamos despedido Tavio y yo. ¿Iban a ser
aquellos los últimos momentos que habríamos de pasar juntos? Ninguno de los
dos había pronunciado una sola palabra de amor. ¿Cómo pude dejarlo marchar
sin decirle que lo amaba? Ahora, imaginando a Antonio victorioso,
imaginando que ya nunca volvería a abrazar a mi amado, me hinqué de rodillas
sin poder contener las lágrimas.
Los ojos de la estatua parecieron buscar mi rostro. «Hija mía, ¿es por Roma
por quien lloras?»
«No, lloro por Tavio. Oh, Diana, te lo suplico...»
Acurrucada en el suelo, con los brazos estirados frente a mí, me abandoné al
llanto con el convencimiento de que continuaría llorando hasta el fin de mis
días. Imaginé a Tavio muerto, con los ojos abiertos y la mirada inexpresiva,
hundiéndose lentamente en el mar. Tavio.

La batalla de Accio se inició un 2 de septiembre, 722 años después de la


fundación de Roma, al mediodía. Mucho antes de que se pusiera el sol todo
estaba ya decidido, aunque a media noche aún se estaba rescatando a hombres
de las naves incendiadas. La noticia de lo ocurrido llegó a Roma con una
rapidez asombrosa. La carta que recibí llegó más tarde, y confirmaba lo que ya
sabía a aquellas alturas.
Constaba de dos únicas palabras garabateadas en una tabilla de cera y
acompañadas del sello de Tavio: «He vencido.»

Mucho más tarde, durante el invierno, llegó otra carta, un papiro enrollado y
metido en un estuche de cuero, pero que no llevaba su sello impreso. Tampoco
incluía ningún saludo.

Tomaremos Alejandría a su debido tiempo, tras lo cual se habrán


acabado las guerras civiles. Antonio y Cleopatra se encuentran dentro
de los muros de la ciudad, y ambos están intentando pactar para que les
perdone la vida. Antonio, el último miembro vivo del grupo de los que
blandieron un cuchillo para asesinar a mi padre, me ha enviado un
regalo. He dado la orden de que lo decapiten y de que dejen su cuerpo
a merced de los buitres. Mi padre ya ha sido vengado del todo, tal
como juré.
A Antonio le gustaría retirarse, como hizo Lépido. Como si yo
pudiera darle la espalda durante lo que le quede de vida. Cleopatra
supone, acertadamente, que no puedo dejarlo vivir. Ella se preocupa
de su propia supervivencia y no le importa lo que haga yo con Antonio.
O finge que no le importa. En cualquier caso, está preparada para
sacrificarlo. Me pregunto, Livia, si en circunstancias similares tú
estarías dispuesta a sacrificarme a mí. Yo soy un hombre que no se
hace demasiadas ilusiones, pero hasta hace poco habría afirmado que
nada podía quebrantar el amor que tú me tenías. En este vil mundo, era
agradable creer en algo.
Necesito una esposa más dócil, y necesito un heredero. Me resulta
increíble que no me hayas pedido perdón por la manera en que me
hablaste.
Me he acostumbrado demasiado a ti. Lo sé porque me sorprendo
hablando contigo mentalmente. Discutiendo. Es bueno verme libre de
ti, porque te he dado demasiado poder, creo que me has hechizado.
Tras la victoria obtenida en Accio, ni siquiera me escribiste para
darme la enhorabuena.
Aquí estoy rodeado de idiotas. La estupidez de los soldados no se
parece a ninguna otra. En ocasiones pienso que los hombres son
valientes físicamente solo porque carecen de imaginación y son
incapaces de prever lo que sentirán cuando se les clave una lanza en
las entrañas.
¿Por qué pierdo el tiempo escribiéndote? Lo más probable es que ni
siquiera envíe esta carta.
Podrías escribirme y contarme cómo están los niños.

¿Cómo debía contestar a una carta así? ¿Cómo, cuando en mi corazón


todavía me importaba el hombre que la había escrito; cuando él era el ser
humano más poderoso del mundo y solo un necio lo provocaría
deliberadamente para ganarse su enemistad?
Compuse una larga carta de contestación. Aún conservo en la memoria
algunos fragmentos de ella:

Mi amado Tavio, no estaba segura de que te fuera a gustar recibir una


carta mía, por eso no te he escrito antes, pero, naturalmente, te doy la
enhorabuena por tu magnífica victoria. Los niños gozan de una salud
excelente y te envían sus saludos y su amor.
Yo no te sacrificaría como Cleopatra está dispuesta a sacrificar a
Antonio, porque en comparación con ella yo soy una tonta sentimental,
hasta el punto de que nada conseguirá alterar nunca el amor que siento
por ti.
Nada me importa más que el hecho de que estés vivo y a salvo. Hasta
tu victoria palidece ante eso. No tengo dudas de que tú lo consideras
una necedad, pero Diana sabe que es cierto.
Dices que no soy dócil. Y no te equivocas. Si te prometiera cambiar,
dudo que me creyeras. Dudo que cambiar esté en mi mano.
Entiendo perfectamente que necesites una esposa que pueda darte un
heredero. Deberíamos pensar el uno en el otro con cariño y procurar
acordarnos de aquellos tiempos en los que éramos felices. La felicidad
es esquiva.

Redacté la carta con sumo cuidado, para apaciguar su cólera, pero sin
mentir. No fui capaz de pedirle perdón por lo que le había dicho, aunque tal
vez era lo que habría hecho una mujer más sensata. El sentimiento de pérdida
que experimentaba era muy intenso, pero ya llevaba un tiempo soportándolo. Y
en cuanto a su necesidad de tener un heredero varón, ciertamente la
comprendía; ahora Tavio era un monarca, y un monarca que ha establecido su
gobierno sobre un vasto imperio necesita, por encima de todo, un hijo varón.

—Ahora vendrá la edad de oro —me había dicho Mecenas al tiempo que me
daba un abrazo cuando llegaron las primeras noticias de Accio.
Un escéptico diría que estaba tan eufórico como lo estaría cualquiera tras
enterarse de que había apostado por el caballo ganador. Pero él se habría
mantenido del lado de Tavio hasta la muerte. Y no era rencoroso; las palabras
poco amables que le dije yo en el pasado habían quedado olvidadas
enseguida. Todos los días trabajábamos juntos, haciéndonos cargo de las
tareas administrativas que era necesario atender en ausencia de Tavio.
—La edad de oro. ¿No te parece que es apuntar un poco alto? —le dije yo
en cierta ocasión.
Mecenas lanzó una carcajada.
—Puedes denominarla edad de oro, o simplemente el mejor desenlace
posible de una situación política sumamente desagradable. Roma ha
sobrevivido. La energía que se ha gastado en guerras civiles se empleará
ahora en mejores empresas. Y las artes florecerán.
«Sí —pensé yo—, estoy segura de que con Tavio las artes florecerán.»
—Va a ser interesante presenciarlo —dije en tono distante.
Iba a iniciarse una nueva era. Junto a Tavio habría otra mujer. ¿Y yo? Yo
empecé a pensar en tener un futuro aparte, mi edad de oro particular.

Se filtraron noticias procedentes de Alejandría que terminaron llegando a


Roma. Cleopatra había masacrado a los principales ciudadanos respecto de
cuya lealtad albergaba dudas. Cesarión y Antilo, de diecisiete y dieciséis
años, habían sido investidos en una ceremonia pública con los derechos y las
obligaciones de los hombres adultos y se habían enrolado en el ejército
egipcio con el fin de subir la moral de los alejandrinos.
—¿De qué sirve todo eso —dijo Octavia— de meter a esos niños en el
ejército? Todo el mundo sabe que Alejandría no tardará en caer.
—Cleopatra aguantará todo lo que le sea posible —dije yo.
En Accio, ella había sido la primera en huir. Lo suyo no fue cobardía, sino
crueldad y perspicacia. Vio el cariz que estaban tomando las cosas y buscó
salvar lo que pudiera. Antonio la había seguido y había terminado subiendo a
su nave. Los dos abandonaron a sus soldados y dejaron que lucharan y se
enfrentaran a la derrota ya carentes de líder. Cleopatra se había mostrado tan
despiadada como siempre, aferrada al poder en su ciudad sitiada.
—Si tú fueras Cleopatra o Antonio, ¿permitirías que esos niños fueran
declarados mayores de edad o que tomaran las armas? —me preguntó Octavia.
Estábamos en un palco contemplando las carreras de cuadrigas. Olía a
caballos y a estiércol. Ambas nos sentíamos obligadas a hacer apariciones en
público en nombre de Tavio, aunque ninguna de las dos tenía mucho interés
por lo que estaba ocurriendo en la pista.
Sacudí la cabeza en un gesto negativo. Si Cesarión y Antilo hubieran sido
hijos míos, ya los habría enviado a los confines de la tierra, lejos de Tavio.
—Quiero pensar que mi hermano tiene conciencia —dijo Octavia—. Y
también posee una inclinación a ser demasiado estricto. Supongo que se
sentirá aliviado de que esos niños ya sean mayores de edad y utilicen las
armas contra él.
—¿De qué sirve hablar de esto? —dije.
—¿Tú matarías a Cesarión? ¿Serías capaz de hacerlo, si fueras Tavio?
Observé a las cuadrigas que salían a la pista y escuché los vítores del
público. Estaba empezando la carrera.
—Si sobrevive, existen todas las posibilidades de que termine por estallar
otra guerra civil. Con lo cual se desharía todo aquello por lo que ha luchado y
trabajado Tavio. La matanza no acabaría nunca.
—Y por lo tanto, ¿tú podrías matarlo en vez de Tavio?
—No lo sé —respondí—. Y no quiero saberlo.
Observé un carro de caballos blancos y otro de negros que corrían pegados
unos a los otros, esforzándose bajo el látigo de sus aurigas. Estaban muy
juntos, demasiado. En cualquier momento podrían chocar entre sí. Lanzaban
relinchos que se confundían con los aullidos de los espectadores. Los aurigas
se estaban jugando la vida.
—¿Y Antilo? —dijo Octavia con voz temblorosa—. ¿Qué va a ser de él?
No respondí nada.
—No te preocupes, no voy a echarme a llorar aquí, en público. —Octavia
dejó escapar un profundo suspiro—. Me pregunto a mí misma si soy capaz de
imaginar a Antilo aceptando pacíficamente la victoria de Tavio y sin alzar
nunca un solo dedo para derribarlo, para intentar vengar a Antonio. Si yo no
soy capaz de imaginar eso, entonces Tavio tampoco.
En la expresión de su rostro detecté aceptación y tristeza a la vez. Octavia ya
había abandonado toda esperanza respecto de Antilo, creo, y hablaba de
Antonio como si ya estuviera muerto.
Yo había deseado formar parte del mundo que vislumbré cuando era pequeña
a través de los ojos de mi padre, aquel mundo de hombres que detentaban el
poder. Pero desconocía que lo que estaba pidiendo era un asiento de primera
fila para contemplar matanzas. En cierto sentido suponía que sí, pero no
alcancé a comprender toda la carga emocional. «No quiero más de esto»,
pensé.
—En mi interior lloro por Antilo, Livia, lloro. Y me preocupa pensar qué
será de los hijos que ha tenido Antonio con Cleopatra. Dejarlos con vida
representa un riesgo. Quién sabe si no se transformarán en enemigos algún día.
Me pregunto si mi hermano es capaz de dar muerte a unos niños porque un día
puedan suponerle una amenaza. Y no conozco la respuesta a dicha pregunta.
¿La conoces tú?
—No.
—A veces —me confió Octavia bajando la voz— siento deseos de huir y
esconderme en un lugar en el que no pueda encontrarme nadie. ¿A ti te ocurre
lo mismo?
—No —contesté—, pero a menudo me veo mentalmente llevando una vida
distinta. A veces acude a mí una joven pobre, desesperada, y le regalo una
dote para que pueda casarse con un hombre decente, y más adelante vuelve a
mí para mostrarme a su primer hijo. Eso me hace feliz, como si los dioses me
sonrieran. Eso es lo que siento cuando miro a Marco. Es maravilloso, no
crees, que Marco sea huérfano y, sin embargo, continúe estando a salvo y
rodeado de amor.
—Sí —respondió Octavia—, eso es maravilloso.
—Pienso que podría llevar una vida agradable solo con mis hijos... Antes
nunca pensaba esto. Puede que adopte a más niños huérfanos. Hay muchos
pequeños sin hogar, que no tienen a nadie que se preocupe por ellos. Puede
que compre fincas especiales en el campo y los envíe allí a que se críen y se
eduquen. Iré a visitarlos como haría una madre. Aunque no vuelva a tener
ningún hijo más, aun así, podría criar a muchos niños, a muchos. ¿No te parece
que sería una manera muy agradable de vivir?
Octavia me miró fijamente.
—¿Y qué opinaría Tavio de que adoptaras a más huérfanos?
Me encogí de hombros.
En aquel momento detecté que Octavia había deducido algo. Esperé que
dijera: «Tu matrimonio con mi hermano se ha terminado, ¿verdad?», pero no
lo dijo.
—Livia, ¿estás pensando que Tavio no va a volver contigo? ¿O es que tú no
quieres que vuelva?
No respondí. Ni yo misma conocía la respuesta.
En la pista, una cuadriga acababa de cruzar la línea de meta. Todo el mundo
la vitoreó.

Mi amada Livia:
Tus felicitaciones por mi victoria no han sido precisamente
exageradas. Aun así, la agradezco. Y también agradezco la falta de
rencor que trasluce tu carta.
A cambio, haré lo que pueda por elevarme por encima de todo rencor
hacia ti y por poner nuestra riña en perspectiva. A fin y al cabo, es
lógico que una mujer tema la guerra, y lo que en un hombre sería
cobardía y deslealtad no puede juzgarse con la misma dureza en una
mujer. Jamás he reprochado a mi hermana que tenga un corazón tierno,
así pues, ¿por qué he de reprocharte nada a ti? Ciertamente nos
separaremos como amigos; considerarte alguien distinto de una amiga
echaría a perder muchos recuerdos felices.
Estoy seguro de que sientes curiosidad por saber cómo es la
situación aquí. Te alegrará saber que espero que Alejandría capitule
pronto, sin presentar batalla. Entretanto, Antonio me ha escrito para
sugerirme que luchemos él y yo en combate singular para arreglar las
cosas. Qué gesto tan noble por su parte, sugerir que nos enfrentemos
personalmente los dos. Después de que yo ya he vencido.
La última carta de Cleopatra es ligeramente menos divertida. Me
comunica que está dispuesta a abdicar a favor de sus hijos. Lo que está
imaginando es un placentero retiro temporal para sí misma, y que yo
acabe teniendo que pactar con ella y con Cesarión.
Cuando pienso en Cesarión, siento un gran peso en la nuca. ¿De
verdad es hijo de Julio César? Preferiría que no lo fuera, pero
sospecho que sí lo es. Desde luego, es hijo de Cleopatra en todos los
sentidos. He hablado con los que conocen la personalidad de ese
joven, y me dicen que es inteligente y ambicioso. Una lástima, porque
si fuera un necio simpático yo podría darle algún reino vasallo y
echarme tranquilo a dormir.
Ya me parece verte estremeciéndote al contemplar las decisiones que
me aguardan. Cleopatra ni se inmutaría. Pero tú, como tú misma has
dicho, eres una sentimental. Y lo que menos le conviene al gobernador
de un imperio es tener una esposa sentimental. Tal vez, después de
divorciarme de ti, debería casarme con Cleopatra; ella no me
molestaría con escrúpulos. Por otra parte, si me casara con ella tendría
que contratar a un esclavo que probara todas mis comidas.
Seré clemente con los habitantes de Alejandría. Eso al menos te
complacerá, y verás que todavía me preocupo por complacerte. Qué
raro, ¿verdad?

Mi amado Tavio:
Los niños gozan de buena salud y avanzan en sus lecciones. Te
envían su respeto y su cariño. Me alegra mucho poder seguir contando
contigo como amigo. Gracias por tus amables palabras de consuelo.
Parece poco probable que Cleopatra, a sus treinta y nueve años,
pueda darte ya los fuertes hijos varones que mereces. Ella también es,
como tú sugieres, una persona poco digna de confianza. Pienso que, a
fin de cuentas, es posible que poseer un cierto grado de
sentimentalismo sea una buena cualidad incluso en la esposa de un
gobernante. Lo mejor para ti sería una joven romana de buena familia,
virtuosa y dulce. Resultaría ideal que proviniera de una familia famosa
por su fertilidad. Si deseas que te proponga alguna candidata, no tienes
más que pedírmelo, porque yo busco tu felicidad por encima de todas
las cosas.
Me alegro de que tengas planeado perdonar a los habitantes de
Alejandría. No tengo derecho a aconsejarte respecto de asuntos de
importancia, ni creo tampoco que mis consejos lograran desviarte de tu
propósito. Espero que no me malinterpretes si te digo una única cosa:
en todo cuanto hagas, recuerda que los dioses aman a quienes muestran
misericordia.

Cuando releí la carta de Tavio, me sorprendió que en medio de todas sus


importantes preocupaciones Tavio diera la impresión de estar buscando la
manera de perdonarme por lo que él consideraba una deserción por mi parte.
Solo consiguió perdonarme viéndome como un ser femenino y blando, es
decir, «sentimental». Y supongo que yo también deseaba perdonarlo a él, al
mismo tiempo que me despedía de nuestro matrimonio. Lo echaba de menos,
naturalmente. Por las noches anhelaba dolorosamente su presencia. Había
ocasiones en las que habría dado mi alma por volver atrás en el tiempo y
arrojarme en sus brazos, y momentos en los que un recuerdo me hacía llorar.
Había sido fácil decir adiós al emperador, en cambio me causaba angustia
renunciar al hombre.
Durante una temporada dejé de recibir cartas suyas.
Un día examiné las cuentas de todos mis negocios y realicé un cálculo
general de las riquezas que poseía. No iba morirme de hambre una vez que
Tavio se divorciase de mí, eso era seguro. Y en cuanto a mi plan de acoger a
niños huérfanos, contaba con recursos suficientes para criar a varias docenas.
Las noticias que recibíamos de Egipto llegaban despacio y con frecuencia
eran poco de fiar. Siempre he tenido el vicio de la curiosidad. Un día,
obedeciendo un impulso, hice llegar una carta a Tavio por medio de un barco
que transportaba soldados en dirección a Alejandría. «Te ruego que me
informes de lo que está ocurriendo», le decía en ella. Y me pregunté si llegaría
a contestarme.

Mi amada Livia:
Tu última carta contenía varias preguntas, unas expresas, otras
solamente implícitas. ¿A qué viene este interés por mis asuntos?
¿Acaso no habíamos terminado? Tras tu amable ofrecimiento de
buscarme candidatas a esposa, supongo que tus preguntas no nacen de
la preocupación propia de un cónyuge, sino de la mera curiosidad. De
todas maneras, demostraré que tengo buena voluntad respondiéndote a
ellas.
Sí, Alejandría se rindió pacíficamente. Dirigí un discurso a los
habitantes para tranquilizarlos, y ellos me vitorearon por mi gran
benevolencia y luego volvieron a la corrupción y las perversiones por
las que es famosa esta ciudad. Sí, Antonio se suicidó. Lo estropeó
todo, tal como había estropeado tantas cosas en su vida. Tardó mucho
en morir, pero cuando yo logré llegar hasta él con la intención de
matarlo ya estaba muerto, lo cual, desde su punto de vista, supongo que
era lo principal. Su escena final se alargó tanto que sus amigos
tuvieron tiempo para trasladarlo recorriendo una gran distancia, hasta
el lugar en que se hallaba escondida Cleopatra...; escondida no tanto
de mí como de él, pues temía que la estrangulase por haberlo
traicionado y abandonado. Tuvieron una reconciliación conmovedora
mientras él moría desangrado.
Finalmente, acudí a ver a Cleopatra en su escondite: una gigantesca
tumba fortificada y guardada por mis soldados. Sí, intentó seducirme.
No, no sentí la tentación. En primer lugar, era un poco mayor para mí;
en segundo lugar, no era tan hermosa, según el criterio predominante en
Roma, y, por último, tendré con ella la cortesía de decir que, cuando
yo la vi, no se encontraba en su mejor momento. (Ya te imagino
protestando y diciendo que tú no me has preguntado acerca de posibles
intentos de seducción. Perdóname si te digo que leí dichas preguntas
entre líneas en tu carta.)
Cleopatra me mostró varias cartas de amor que conservaba de mi
padre y me leyó en voz alta sus pasajes favoritos empleando un tono de
lo más melifluo y encantador. Me dijo que yo le recordaba mucho a mi
padre, que el parecido era asombroso. Yo debí de poner cara de
dudarlo, porque insistió: «De verdad —me dijo—, no me refiero a un
mero parecido físico, sino al del espíritu. Y eso hace revivir muchos
recuerdos en mi corazón.» Quise entender que para ella daba igual un
César que otro. No se le puede reprochar que quisiera lanzar los dados
por última vez.
Sí, se suicidó. Le permití que descubriera la verdad: que si
conservaba la vida yo la haría desfilar encadenada por las calles de
Roma. Hizo que le llevaran en secreto una serpiente venenosa y
abandonó el escenario con elegancia, como la gran actriz que era. Fue
exactamente lo que yo esperaba que hiciera. Me escribió una última
carta en la que tan solo pedía ser enterrada al lado de Antonio, en una
única tumba. Y le concedí dicho deseo.
Antilo y Cesarión fueron ejecutados sin demora, a una orden mía.
Cleopatra había enviado a Cesarión a la India, para ocultarlo de mí. Y
tal vez hubiera conseguido llegar, pero se enteró del rumor de que yo
tenía la intención de convertirlo en rey y regresó a todo galope. Pobre
necio.
Te recuerdo que Antilo y él habían alcanzado la mayoría de edad y,
según la ley, ya eran hombres. Si ellos se hubieran encontrado en mi
lugar, estoy seguro de que habrían devorado mi corazón en la cena.
Aun así, soy consciente de la suprema ironía que representa que yo
haya iniciado este viaje para vengarme del asesinato de un hombre y
ahora le ponga fin dando muerte al único hijo que dicho hombre
concibió.
Todas mis decisiones se basaron en la fría lógica, teniendo en mente
el bien de Roma. Esa es mi defensa, y que sea válida depende del
punto de vista de cada cual. Si uno mata pero no halla placer en ello,
¿lo miran los dioses con mayor benevolencia? Es posible que sonrían
más a los animales depredadores que matan sin sentido que a los
hombres como yo. Yo he salvado a Roma de otra guerra civil, y si por
ello he de arder en el Tártaro, que así sea. Pero te digo una cosa;
espero que nadie cuente conmigo para que libre ninguna gloriosa
guerra destinada a expandir el imperio; ya he sufrido lo suficiente el
hedor de la batalla, y preferiría no tener que mirar ningún otro cadáver.
Llevo un tiempo devanándome los sesos con la cuestión de lo que
debería hacer con los hijos pequeños de Cleopatra, los que tuvo con
Antonio. He decidido enviarlos con mi hermana, que es tan maternal
que sin duda estará encantada de criarlos. Mi amada Livia, si no
hubiera sido por influencia tuya, que todo lo abarca, es posible que
hubiera ahogado a esos tres cachorros no deseados. La verdad es que
la mayoría de mis amigos opinaban que sería lo más seguro. Pero
tantos años oyendo tus gimoteos moralistas han surtido su efecto.
Ahora tengo que vivir pensando que Marco Antonio, desde el pozo
más profundo del Hades, se estará riendo a carcajadas al vernos a mi
pobre hermana y a mí rodeados de seis de sus retoños, nada menos.
Con todos ellos jugaré a ser el cariñoso tío Tavio, y rezaré todos los
días para que no se asemejen a su padre.
¿Haría un monstruo algo así?
Espero que comprendas la razón por la que, con tantos asuntos
presionándome, haya dedicado escaso tiempo a pensar en cuestiones
personales. ¿De verdad deberíamos divorciarnos? Resulta innegable
que deseo engendrar un heredero varón. A ese respecto, tú y yo no
hemos tenido éxito, pese a lo mucho que lo hemos intentado. Una joven
fecunda de quince años es lo que recomendarían la mayoría de los
hombres para solventar esta dificultad. La otra razón que me doy a mí
mismo a favor del divorcio son los continuos gimoteos moralistas a los
que acabo de referirme. Por otro lado, parece poco realista imaginarte
a ti siendo todavía mi amiga íntima y mi confidente después de haber
puesto fin a nuestro matrimonio. Me pregunto con quién voy a hablar.
Con Agripa, me contestarás tú. Con Mecenas. Sí y sí. Y con otros. Con
todos y con ninguno.
En fin, el mundo está repleto de mujeres, después de todo.
No me cabe duda de que después de leer todas estas palabras de
amor estarás deseando arrojarte en mis brazos. Me temo que no vas a
poder, al menos de inmediato; voy a pasar muchos meses
reorganizando la parte oriental de mi imperio, y no resultaría
apropiado que estuviera tan sometido a mi esposa como para insistir
en tenerla a mi lado. Además, a ti no te gustaría la vida que se lleva en
los campamentos militares. Ambos estamos felizmente de acuerdo en
que tú no eres Fulvia.

Leí esta carta sentada a mi mesa de escribir. La dejé sobre el tablero, que se
hallaba atestado de correspondencia llegada de todos los rincones del
imperio. Mirándola, pensé con la mente entumecida: «Que Tavio se divorcie
de mí. Diré adiós a todo esto, y no lo echaré de menos.»
Yo no era una Fulvia. Yo jamás me ceñiría una espada, como había hecho
ella. Comparada con Fulvia, yo era blanda y femenina. Me apreté las manos
contra los ojos, como queriendo bloquear las imágenes que me venían al
pensamiento. Vi la serpiente contrayéndose para atacar. Pero ¿en qué parte del
cuerpo había mordido a Cleopatra? ¿En el cuello, en el brazo? ¿Cuánto tiempo
había tardado en morir? Imaginé los detalles de su muerte, y también de la
muerte de aquellos dos muchachos en la cúspide de su virilidad.
¿Qué saldría de todo aquello? ¿La edad de oro de la que había hablado
Mecenas? ¿O una maldición que caería sobre nuestros hijos y sobre los hijos
de nuestros hijos?
Después de toda la rabia y todas las traiciones, Antonio y Cleopatra se
habían perdonado el uno al otro mientras él yacía desangrándose en sus
brazos. Visualicé a la reina de Egipto llorando por él. ¡Cuántos defectos tenían
ambos, cuán crueles habían sido los dos y cuán capaces de volver su crueldad
el uno contra el otro! Y, sin embargo..., sin embargo..., ¿acaso no tenía
importancia el hecho de que se amaran, en la medida en que ambos eran
capaces de amar? ¿No constituía al menos una defensa el hecho de que
Antonio, ya agonizando, hubiera pedido que lo llevaran por las calles para
estar al lado de Cleopatra, y que ella no lo hubiera rechazado?
Me vi a mí misma en el lugar de Cleopatra. El hombre al que abrazaba, el
que sangraba por una herida que él mismo se había infligido, no era Antonio
sino Tavio.
Y rompí a llorar.

Tavio se quejaba de que no tenía con quién hablar. Yo también me sentía


sola. Tenía amistades, pero ¿cómo podía confiar a alguien los secretos que
guardaba en mi corazón cuando mi vida personal y los asuntos de estado se
hallaban tan entrelazados entre sí? Si contara con una verdadera confidente, le
habría dicho: «Tavio me echa de menos, de lo contrario no me escribiría. Solo
con decir las palabras adecuadas, amorosas, tal vez pueda seguir siendo su
esposa. Pero hay algo que me impide dar ese paso. Imagino otra vida, me
imagino dejando de ser su cómplice.»
En ocasiones veía el futuro que podríamos tener juntos. ¿Cómo sería estar
casada con el dueño del imperio y no poder darle nunca un hijo? Fracasando
siempre en lo que más importaba, aunque tuviera éxito en todo lo demás.
Viendo la decepción en sus ojos.
Yo tenía veintiocho años, aún era lo bastante joven para tener un hijo que
sobreviviera. Pero después de todos los años que llevábamos casados, ¿qué
posibilidades había? No; percibía que había perdido la capacidad de traer una
nueva vida al mundo.
Al final Tavio, teniendo en cuenta el bien de Roma igual que cuando había
tomado otras decisiones, me repudiaría. O, aunque no lo hiciera, yo siempre lo
estaría esperando. ¿Por qué iba a elegir aquel camino?
Si Tavio sabía actuar basándose en la fría lógica, yo también. Escogería otra
cosa distinta.
Como poseía riquezas por derecho propio, podría ser libre como ninguna
otra mujer del mundo entero. Jamás me convertiría en una enemiga para Tavio,
eso sería una insensatez. Conservaría la amistad con él, igual que había hecho
con Tiberio Nerón. Una amistad lo bastante cordial para que me procurase
seguridad, y lo bastante remota para no tener que volver a oírle contar a quién
había ejecutado.
Volaría alto como un pájaro, solitario, sin pareja, pero libre de ataduras.

—Son como otros niños cualesquiera —dijo Octavia.


Los tres hijos pequeños de Antonio y Cleopatra estaban en el jardín con las
hijas de Octavia, que eran sus medio hermanas. Tenían la piel más oscura que
Antonia y Antonila, pero se apreciaba el parecido; todos los vástagos de
Antonio poseían la misma barbilla saliente. Los que había tenido con
Cleopatra tenían además la nariz aguileña de su madre. Todos corrían por el
jardín gritando y jugando, bajo la atenta mirada de una niñera de gesto
cansino.
Octavia y yo estábamos sentadas en un banco al borde del jardín, bebiendo
sidra en copas de plata y comiendo higos y frutos secos.
—Me ha dicho Tavio que, cuando él regrese triunfal, los tres deben ser
exhibidos ante el pueblo de Roma —dijo Octavia—. Supongo que recorrerán
la Vía Sacra subidos a un carromato, delante del carro de su padre. Pero Tavio
ha prometido que después los devolverá conmigo. Me pregunto si los
obligarán a llevar cadenas.
—Unas cadenas pequeñas y de oro, quizá —apunté yo.
Octavia hizo una mueca de desagrado.
—Podrían haber muerto —dije— o acabar como esclavos. ¿Quién se
atrevería a poner objeción alguna, o se sorprendería siquiera, si Tavio
decidiera acabar con ellos? En lugar de eso, llevarán unas cadenas de juguete
durante unas horas y después serán criados con cariño por ti, como ciudadanos
romanos.
—Mucha prisa te das en defender a mi hermano —comentó Octavia.
No respondí nada. Observé a los hijos de Cleopatra jugando a la pelota con
sus medio hermanas y escuché cómo reía su hija pequeña.
—Cada vez que te veo, me doy cuenta de lo apagada que estás —me dijo
Octavia—. Antes resplandecías, tus ojos eran como dos faroles, iluminados
desde dentro. Ahora, incluso cuando hablas de tus planes, de todos los niños
huérfanos a los que piensas salvar, te veo falta de vida.
—Eres demasiado buena. Te ruego que no me hagas más cumplidos.
Octavia esbozó una débil sonrisa.
—Una vida tranquila y ocupada por las buenas obras me resultaría adecuada
a mí. Pero ¿a ti?
—Yo ya he dedicado una gran cantidad de tiempo a las buenas obras —
repuse, casi en tono cortante.
—Ya lo sé. Precisamente ha sido ese uno de los soportes del gobierno de mi
hermano: tú y tus buenas obras.
Afirmé con la cabeza y no dije nada.
—Ya sé lo que va a ocurrir —dijo Octavia en voz baja, con aire
confidencial—. Cuando vuelva Tavio a casa, incluso cubierto de tanta sangre,
ese día volverás a revivir tú. Le prepararás remedios para todos sus males, lo
bañarás con tu amor y le harás sentirse como si fuera el hijo de Apolo. Y serás
su diosa y su reina, ¿me equivoco?
Negué con la cabeza. ¡Cuán equivocada estaba Octavia! Tavio y yo
llevábamos varios meses sin escribirnos. Y la idea de lavar y besar sus manos
ensangrentadas me provocaba rechazo. Yo veía mi futuro con otra forma: la de
una mujer libre. Y si sufría soledad durante toda mi vida, tal vez eso
compensara, a los ojos de los dioses, las transgresiones que había cometido.
—No hay necesidad de que me hables con tanto desdén —le dije a Octavia.
—Pero si no estaba hablándote con desdén —protestó Octavia—. Me has
interpretado mal. Te estoy diciendo lo que espero que suceda. Sigo amando a
mi hermano, y deseo que tú estés sentada con él al mando de la nave. Si no lo
haces tú, ¿quién, entonces? Bien saben los dioses que a mí me superaría. Y si
Tavio se queda solo, temo por él. En verdad, temo por su cordura si, teniendo
un poder tan grande y tan absoluto, se ve obligado a soportar a solas semejante
carga. Si os separáis, compadezco a Roma y compadezco a Tavio. Sobre todo,
compadezco a Tavio.
Guardé silencio. Lo que estaba diciendo Octavia me sorprendía.
—Cuando busco a mi hermano, el hermano al que recuerdo, ¿sabes dónde lo
encuentro? A tu lado. En tu presencia, se vuelve humano. Si alguna vez llegara
a traicionarte...
—¿Traicionarme? —la interrumpí—. ¿Es que supones que no lo ha hecho
ya?
—Oh, ¿te refieres a esas mujeres? Ya sabes lo poco que le importan. Pero si
llegara a abandonarte a ti... entonces yo sabré que ya no queda nada de mi
hermano, que Roma por fin lo ha devorado por completo. Te juro que ese día
me rasgaré las vestiduras.
Estuvo dos años ausente. En ciertas circunstancias, dos años pueden
antojarse un siglo.
Antes de regresar a casa me escribió una breve carta. No iba a entrar en
Roma propiamente dicha hasta que fuera el momento de desfilar victorioso por
las calles. Así lo mandaba la tradición. «Sería sumamente conveniente que
recalara en la villa de Prima Porta, dado que se halla situada a las afueras de
Roma y que es un lugar cómodo desde el cual atender asuntos oficiales. Si no
te importa, permaneceré allí hasta que esté organizada mi entrada triunfal.» Lo
imaginé torciendo un poco los labios al escribir aquello de «Si no te importa».
Mi respuesta fue educada: «Ciertamente, resulta de lo más sensato que
permanezcas en Prima Porta. Por supuesto que no me importa.»
En cuanto se avistaron sus naves frente a la costa de Italia, llegaron varios
mensajeros trayendo la noticia. Acudí a mi villa a esperarlo. Casi de
inmediato llegaron huéspedes que llenaron todos los dormitorios disponibles.
Los principales senadores solicitaron con avidez ser invitados; debían estar
presentes para dar la bienvenida a César. Conforme se iba acercando el
momento de la llegada, vinieron más senadores que no disponían de
invitación, pero que me sonreían con gran servilismo. No tardó en haber una
buena parte del Senado acampada en mi patio. Los acogí a todos, les di de
comer y de beber, pero deseé que se marcharan.
Todo el mundo parecía tener uno o dos amigos o parientes que, a pesar de
que las circunstancias lo desaconsejaban, por razones completamente
incomprensibles, se habían puesto del lado de Antonio, y ahora vagaban como
ovejas descarriadas por las arenas de Egipto o permanecían escondidos en la
villa campestre de algún familiar.
—Mi señora Livia, estoy seguro de que si tú se lo suplicas, César se
conmoverá y será benevolente. Mi pobre sobrino no es más que un idiota
inofensivo. Si César quisiera perdonarle la vida..., permitirle volver a casa...
—Esto formará parte del papel que habrás de desempeñar en el nuevo orden
—me dijo un senador más anciano—. Bien mirado, un estado se parece en
cierto modo a una familia. Una familia necesita tener tanto un padre como una
madre. Cuando yo era pequeño, mis hermanos y yo nos metíamos en líos
constantemente. A mi padre siempre le entraban ganas de propinarnos una
paliza, pero de hecho nos llevamos muy pocas, que yo recuerde.
—Oh —respondí.
—Sí, porque nuestra madre siempre abogaba en favor nuestro. —Dibujó una
sonrisa y añadió—: Tu ablandarás el corazón a César, y nos ayudarás a
nosotros a amarlo.
¿Cómo podía yo decirle a aquel senador tan bueno y amable que estaba
convencida de que César tomaría otra esposa?

—¡Papá! —se oyó exclamar a Julia con profunda alegría—. ¡Papá!


Yo estaba leyendo el correo. Me levanté, me pasé una mano por el cabello y
salí a un pasillo que ahora estaba lleno de miembros de la guardia personal de
Tavio. Encontré a Tavio con los niños, sentado en la salita familiar que había
junto al jardín. Se puso de pie. Vestía una sencilla túnica de soldado, pero sin
armadura y sin espada. Llevaba el pelo muy corto y la cara afeitada y quemada
por el sol. En las comisuras de los labios aprecié unas arrugas que no
recordaba.
Julia estaba abrazada a él, con la cara pegada a su pecho, y él le acariciaba
el pelo. Druso y Marco temblaban de emoción. Tiberio se mantenía un poco
apartado, pero era al que se dirigía Tavio al hablar:
—No estoy seguro de que el hecho de llevar galeras más pequeñas cambiara
las cosas. Todas las tripulaciones de Antonio enfermaron de una fiebre o de
otra, de modo que fue fácil capturarlas. En la guerra se da esa clase de suerte
de forma accidental.
—Pero ¿es mejor combatir con galeras más pequeñas? —preguntó Tiberio.
—Siempre y cuando la tripulación esté entrenada para sacar ventaja de su
maniobrabilidad —contestó Tavio. En aquel momento me vio a mí. Durante un
breve instante, por algún efecto de la luz o de mi imaginación, vi a otra
persona: no a un emperador sino a un muchacho de dieciocho años.
—Tiberio formula preguntas muy inteligentes —dijo.
—Podría haber esperado a que tomaras asiento para formularlas —repliqué
—. Bienvenido a casa.
—Gracias —me respondió—. Al entrar he evitado el patio; por lo visto,
está abarrotado de gente.
—Eso me temo. Son senadores. Y continúan llegando. Ya se encuentra aquí
casi el Senado entero. Estoy segura de que tú desearás un poco de paz y
tranquilidad, pero no he podido decirles que se fueran.
—No —repuso Tavio—, por supuesto que no.
Se soltó de Julia con delicadeza y se sentó en un diván. Le noté que se
alegraba de no continuar estando de pie. Cuando me miró, en su expresión vi
algo que no esperaba ver. ¿Ternura? ¿Nostalgia?
—Ya los recibirás mañana, cuando hayas descansado —le dije.
Pero él negó con la cabeza.
—No. Eso sería una descortesía, después del camino que han recorrido
desde Roma. Dentro de un rato hablaré con ellos.
—¿Tienes hambre?
—He pasado toda la travesía mareado. Y el solo hecho de pensar en comer...
—Hizo una mueca de desagrado.
—Sin embargo, debes de tener sed. —Di una palmada para hacer venir a un
esclavo, y le ordené que trajera agua y vino.
—Más tarde os contaré anécdotas de Alejandría —le dijo Tavio a Julia—.
Pero ahora marchaos. ¿No estabais con vuestras lecciones?
Julia no quería marcharse, así que no se movió del sitio.
—Tu padre está cansado —dije yo—. Venga, volved todos con vuestro tutor.
Julia me dirigió una mirada de agravio, y acto seguido salió de la habitación
con los demás.
Me senté al lado de Tavio. Cuando volvió el esclavo, le dije que dejara la
bandeja y se fuera. Serví un poco de vino en la copa, agregué agua y observé
cómo el granate intenso del vino se diluía dando paso a un color más
indeterminado. En todo momento fui consciente de que Tavio me estaba
mirando. Yo sabía exactamente cómo le gustaba mezclar el vino; el esclavo
era nuevo y no lo habría sabido.
Entregué la copa a Tavio, pensando: «Regresa a su hogar después de haberse
convertido por su propia mano en el dueño del Imperio Romano, y llega
cansado y sediento, como cualquier otro hombre.»
Parecía haber envejecido, y no por las arrugas que se veían ahora en su
rostro, sino por un sutil cambio que detecté en su actitud. Se llevó la copa a
los labios y bebió sin apartar de mí la mirada. Luego hizo una pausa y me dijo:
—Los niños están todos más altos y... diferentes. Desconcierta ver lo mucho
que han cambiado. Por lo menos tú estás igual. —Bebió otro poco más y dejó
la copa.
El vino le dejó una mancha en los labios, y sentí el impulso de limpiársela
con un dedo, como habría hecho antaño. Me vinieron a la mente los dos
árboles pintados en las paredes del comedor de verano, cuya ramas estaban
entrelazadas. Eran dos árboles que habían crecido juntos, tan cerca el uno del
otro que no era posible desenredarlos sin hacerlos pedazos.
En realidad, me conocía muy poco a mí misma. ¿Cómo era posible que no
hubiera previsto cómo iba a sentirme? Y, aun así, continuaba pensando que
podía separarme de Tavio, que poseía las fuerzas necesarias para dejarlo.
Nos miramos el uno al otro durante unos momentos. Estábamos muy serios.
Yo pensé en la carga que él soportaba ahora, una carga semejante a la de
Atlas. Él mismo la había buscado, y ahora debía soportar su peso implacable.
Adivinó lo que yo estaba pensando y me obsequió con una mirada glacial.
—¿Sabías que, después de Accio, Cleopatra me envió una corona de oro y
un trono?
—¿Te envió también una serpiente venenosa?
Tavio se echó a reír.
—Sabía que dirías eso. El día que me canse de la vida, me ceñiré esa
corona. —Al instante recobró la seriedad—. No seré rey, pero necesito tener
algún título.
Yo ansiaba tocarlo. Era un anhelo que parecía nacerme de todos los poros de
la piel.
—Puedes llamarte Primer Ciudadano.
Tavio enarcó las cejas.
—Antes, dicho título le correspondía al principal miembro del Senado. El
primero entre iguales. Complacerá a todo el mundo.
—Primer Ciudadano. —Reflexionó—. ¿Cómo es que no se me ha ocurrido?
—Porque has tenido otras cosas en que pensar.
—Sí. Y lo cierto es que viajar no va conmigo. Me nubla el pensamiento.
«Acuéstate —pensé—. Apoya la cabeza en mi regazo. Veo cuán cansado
estás, y deseo velar tu sueño.»
—Debes de haber visto muchas cosas interesantes —dije.
—He visto la momia de Alejandro Magno. Pero la cosa no fue muy bien; le
toqué la nariz, y se le cayó.
Sonreí con cierta inseguridad, no sabía si estaba bromeando o no.
—Seguro que los pobres alejandrinos te temían demasiado para advertirte.
—¿Los pobres alejandrinos? El pobre era Alejandro, que se quedó sin nariz.
—Luego añadió—: Lo he conquistado todo, Livia. Siempre he sabido que lo
lograría. Y voy a conservarlo.
Yo hice un gesto de afirmación con la cabeza.
—No quedaré satisfecho hasta que dé a Roma el mejor gobierno que el
mundo haya visto. Habrá paz, justicia y prosperidad. Pienso trabajar por ello
mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo.
Sí, no me cabía la menor duda. Y, además, sabía cuánta sangre había
derramado mi esposo por hacerse con el poder. En lo más profundo de sí
había una fisura, una grieta que le atravesaba el alma.
—He estado pensando mucho en nuestro matrimonio —me dijo.
—Oh, me sorprendes. —Sentí una punzada de dolor en la boca del
estómago.
—No deberías sentirte sorprendida. —Apartó la mirada por primera vez, se
puso de pie y dio un paseo por la habitación. Su cojera era más pronunciada
que antes de partir—. Me gusta que las cosas se resuelvan de un manera o de
otra. Ganar o perder.
—No todo se reduce a ganar o perder —repliqué yo.
—El hecho de permanecer en un estado intermedio me destroza los nervios.
¿Sabes por qué razón dejé de escribirte? Porque no entendía lo que me decías
tú en tus cartas. ¿Jugabas conmigo a propósito?
—¿Qué crees tú?
—Creo que no eras capaz de decidir si seguías queriendo ser mi esposa o
no. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Me llevas siempre la
contraria. En cambio, me decías que seguías amándome.
Cuando era pequeña, imaginaba que el amor era una especie de premio al
comportamiento virtuoso. Así era como lo describían los filósofos. El amor
era un tributo que fluía de forma natural solo en quienes poseían un alma
inquebrantable y un corazón puro. Ahora pensé que era algo diferente, más
incontrolable y menos comprensible. ¿Una afinidad del alma? Ni siquiera eso
lograba abarcarlo.
«Deja de hablar. Ven aquí, quiero abrazarte.» Estuve a punto de expresar
esto en voz alta, pero me obligué a guardar silencio. Me imaginaba a mí misma
como una mujer libre y con las manos limpias.
—Bueno, pues ahora vas a tener que decidirte. No quiero que la muerte de
mil personas se interponga en nuestro matrimonio. O vienes conmigo a saludar
a nuestros invitados, y volveremos a empezar... —A continuación, su tono de
voz se endureció—: O te niegas, en cuyo caso les informaré de que ambos
hemos tomado la decisión de iniciar un divorcio amistoso.
—Amistoso —repetí. Me imaginé siendo su amiga y nada más, y sentí un
nudo en la garganta.
—Yo pago mis deudas. Pero piensa en lo que estarías arrojando a la basura.
—Estoy pensando en eso —le aseguré.
Vino a sentarse de nuevo a mi lado y me habló en voz baja, como si me
estuviera revelando un secreto.
—Tal vez quieras reflexionar sobre lo siguiente: yo te amo. Te amaré hasta
el fin de mis días. Si jamás me das un hijo que sobreviva, lo aceptaré. Dejaré
este imperio en las manos del hijo de otro, antes que casarme con otra mujer y
abandonarte a ti.
Al oír esto respiré hondo. Eran unas palabras que no esperaba que dijera.
Había creído que no estaba dispuesto a sacrificarse por mí. «Dejaré este
imperio en las manos del hijo de otro.» No podía hacer mayor sacrificio que
aquel. Vi en su rostro el alto precio que iba a pagar, y también la firme
determinación de pagarlo.
—No hay nada, salvo una orden tuya, que me haga renunciar a ti —me dijo
—. De modo que pon eso en la balanza. Y pon también lo que le debes a
Roma.
—A Roma —repetí.
—Seré mejor gobernante contigo que sin ti. Cuando pienses en eso,
descubrirás que no albergas la menor duda a ese respecto. ¿La albergas?
Yo alcé la barbilla.
—No.
—¿Lo ves? —me dijo sonriendo. Su sonrisa llevaba un encanto
perfeccionado por la práctica. No me costó imaginarlo valiéndose de ella para
seducir a otras mujeres. Lo vi con toda claridad. Y aunque yo lo amaba, era
con plena consciencia de ello, no con el sentimentalismo de una jovencita—.
Quédate conmigo, y dentro de cien años los historiadores se preguntarán cómo
fue posible que un hombre que peleó con tanto salvajismo por la supremacía
terminase siendo un gobernante tan excelente, tan magnánimo y tan justo. Y
esos historiadores, como hombres que son, jamás te concederán a ti el mérito.
Pero no nos importan lo más mínimo. ¿Consiguen algún logro los
historiadores? Sería una maravillosa broma de la que tú y yo nos reiríamos
juntos. —Por un instante, su semblante se nubló con una expresión de dolor,
casi de pánico—. Nos reiremos —insistió—. Los dos.
Acto seguido se puso de pie y me tendió la mano.
Y, finalmente, y para siempre, escogí. ¿Por qué escogí aquello? ¿Porque
había amado una sola vez en mi vida y para siempre? ¿Porque aún deseaba a
Tavio? ¿O acaso porque me dejé vencer por un sentimiento de compasión?
Imaginé a Tavio en el futuro, solitario en lo alto de aquel pináculo. ¿Qué efecto
tendrían en él la soledad? Sí, tal vez fue la compasión, o tal vez oí la voz de
mi destino, que me llamaba. Pero creo que fue todo junto.
Me levanté, pero no acepté su mano. Le di un beso en los labios. Él me
estrechó entre sus brazos, hundió la cara en el hueco de mi cuello y dejó
escapar un profundo suspiro, como si fuera un mensajero agotado. Tuve la
sensación de que iba a derrumbarse y de que yo lo estaba sosteniendo. Pero
dicha sensación duró solo un instante. Tavio se irguió de nuevo y me sonrió.
«Otra vez gano yo», decían sus ojos. Y me besó apasionadamente.
Luego se apartó de mí y volvió a tenderme la mano. Yo apoyé mi mano en la
suya y, a continuación, los dos juntos, fuimos a saludar a los miembros del
Senado de Roma.

Nunca se ciñó una corona, pero gobernó Roma hasta el final de sus días.
Reinó la paz en la capital y en general en todo el imperio, la llamada Pax
Romana, un período de tranquilidad que el mundo no había visto hasta
entonces. Floreció el comercio, y también la poesía. La gente la llamó la Edad
de Oro. Pero no lo fue; ni siquiera fue aquella justa República con la que
habían soñado mi padre y otros hombres buenos. Pero fue mucho mejor que lo
que habíamos tenido antes, mejor de lo que se atrevían a anhelar las personas
razonables tras varias décadas de derramamiento de sangre.
A su tiempo, el Senado le puso un nuevo nombre: Augusto, el venerado.
También lo llamaron Padre de su Nación y nombraron agosto a un mes del año
en honor a él.
Yo era la voz que le susurraba al oído que la clemencia podía ser fortaleza.
En más de una ocasión perdonó la vida a hombres que habían intentado
perjudicarlo, porque yo se lo pedí. Me encargué de que nadie pudiera decir
nunca que era un tirano con las manos manchadas de sangre.
Nunca llegué a darle un hijo que sobreviviera. Su hija... no hablamos de ella;
resulta demasiado doloroso recordar que le rompió el corazón a su padre. Sus
nietos murieron jóvenes. Hay quien rumorea que yo los envenené, por
ambición, para favorecer a mi propia progenie. Pero yo no hice caso de esas
maledicencias; a la gente le gusta decir mentiras acerca de las grandes
personalidades.
En los años que compartimos Tavio y yo, hubo alegrías y tristezas, pero
estábamos casados en el sentido total de la palabra y nuestro vínculo era
inquebrantable. Él me había dicho que en su pueblo natal la gente se casaba de
por vida, y eso fue lo que sucedió en nuestro caso. No vuelvo la vista atrás sin
arrepentirme de algo; pero nunca me he arrepentido del día en que escogí
seguir siendo la esposa de Tavio.
Tiberio y Druso se convirtieron en los principales generales de su
generación. No pelearon contra otros romanos, sino contra enemigos
extranjeros, en las fronteras de nuestro imperio. Mi Marco también tuvo una
carrera militar ejemplar, si bien no tan gloriosa.
Druso murió en la Galia, tras sufrir un accidente a caballo. Fue el mayor
dolor que he tenido en mi vida.
Al final, Tiberio fue el único hombre cualificado para tomar las riendas del
gobierno y mantener unido el imperio. Fue adoptado por Tavio, y a su debido
tiempo lo heredó todo. En la actualidad, Roma está gobernada por él... aunque
no con tanta delicadeza como a mí me gustaría.
¿Y aquella gloriosa República en la que creía mi padre? Es una idea que va
difuminándose. Se difumina en el recuerdo, se desliza hacia alguna época
inimaginable del futuro. No éramos dignos de ella. Perdimos el rumbo. Los
dioses han de juzgarnos.
Empecé a escribir mis memorias pensando en juzgar a la joven que fui, pero
me he dado cuenta de que no me es posible. Aún sigo siendo Livia Drusila.
Que me juzguen los dioses.
Mi amado, el venerado de Roma, murió poco antes de cumplir los setenta y
siete años. Falleció en el mes de agosto, apaciblemente, en su cama. Durante
su enfermedad yo estuve siempre a su lado, y cuando la luz empezó a
desvanecerse lo estreché en mis brazos. Su último acto fue besarme. Sus
últimas palabras me las dirigió a mí:
—Mantén vivo el recuerdo de nuestro matrimonio —me susurró.
Y así lo he hecho. Espero que dicho recuerdo dure toda la eternidad.
Livia falleció a la edad de ochenta y seis años [...]. El Senado votó que se
construyera un arco en su honor —una distinción jamás concedida a ninguna
otra mujer— porque había salvado la vida de no pocos, había criado a los
hijos de numerosos ciudadanos y había pagado la dote de muchas jóvenes, a
consecuencia de lo cual algunos la llamaron Madre de su Nación. Fue
enterrada en el mausoleo de Augusto.

CASIO DIO
Nota de la autora

Livia Drusila (58 a.C.-29 d.C.) no solo fue la esposa de César Augusto, sino
también su asesora política. Se considera que fue la mujer más poderosa de la
historia de la antigua Roma. Aunque el propio Augusto utilizó el título de
Primer Ciudadano, más modesto, los historiadores lo consideran el primer
emperador romano. Su matrimonio con Livia duró cincuenta y un años, y fue
sucedido por Tiberio, hijo de Livia.
Muchos de los incidentes narrados en este libro se basan en datos históricos.
Por ejemplo, es cierto que Livia sobrevivió a un incendio ocurrido en un
bosque, aunque no se le prendió fuego al cabello y a la ropa; también es
verdad que su primer marido, Tiberio Nerón, la entregó para que se casara con
César, y que, junto con su cuñada Octavia, recibió el insólito derecho (para
una mujer) de administrar por sí misma sus finanzas.
Livia tiene mala fama. Incluso en la actualidad, los rumores persiguen a las
mujeres que no se adaptan a los moldes de lo convencional, y desde luego eso
era lo que sucedía también en la antigua Roma. La gente contaba que había
envenenado de uno en uno a los potenciales herederos de su esposo, y en
último lugar a este, para que su hijo Tiberio, que contaba cincuenta y cinco
años de edad, pudiera asumir el poder supremo. La acusación de
«envenenadora» no era poco corriente en las mujeres romanas prominentes;
hasta la virtuosa Cornelia fue acusada de haber envenenado a su yerno. El
interés que poseía Livia por las hierbas medicinales prestaba verosimilitud a
las acusaciones. En estos últimos años, varios biógrafos han afirmado de
modo convincente que Livia jamás asesinó a nadie. Yo, personalmente,
encuentro ridículo que el astuto y sagaz Augusto pasara cinco décadas sin
conocer bien a su esposa, se mantuviera a un lado mientras ella se deshacía de
sus parientes y luego permitiera que también lo envenenase a él.
Livia indujo a su marido a mostrar clemencia por lo menos en el caso de
varios de sus adversarios políticos. Se preocupaba por los huérfanos y, al
igual que haría una moderna Primera Dama, socorría a la víctimas de
desastres tales como incendios y terremotos. Si esto no la convierte en una
santa, por lo menos no la retrata como una mujer malvada.
Su relación en la vejez con su hijo Tiberio estaba llena de tensiones, y él se
encargó de que el arco que el Senado quería construir en su honor no llegara a
ser una realidad. No obstante, al final recibió una distinción mayor. Al igual
que Augusto, fue deificada, en su caso gracias a su nieto, el emperador
Claudio. Ella y su esposo pasaron a ser adorados como dioses, y las mujeres
romanas juraban invocando el nombre de Livia.
La visión nada romántica de Antonio y Cleopatra que se da en esta novela
es, como el retrato de Livia, coherente con los hechos. La brutal terminología
que aparece en la página 343 está tomada de una carta que escribió realmente
Antonio, preservada por Suetonio en su obra Los doce césares.
He utilizado las versiones castellanizadas de los nombres de Marco Antonio
y Sexto Pompeyo, en vez de llamarlos Marcus Antonius y Sextus Pompeius. En
el caso de César Octaviano, posteriormente llamado Augusto, he obrado de
otro modo. Él nunca empleó el nombre de Octaviano, de modo que tampoco lo
uso yo en este libro. Fiel a mi deseo de mirarlo con otra perspectiva a través
de los ojos de Livia, me he referido a él con su nombre auténtico y he
permitido que Livia lo llame utilizando un apodo informal.
Agradecimientos

Este libro jamás habría sido posible sin la generosa ayuda de personas
extraordinarias. Vaya mi agradecimiento a:
Los amigos y autores que primero leyeron esta novela. Camden McDaris
Black, Bruce Bowman, Gina Caulfield, Susan Coventry, Mark Dane, Cynthia
Dunn, Mary Hoffman, Barbara Morgan, Vicky Oliver y Norm Scott; todos ellos
me aportaron apoyo y valor, así como agudas críticas.
Mi brillante agente literaria, Elizabeth Winnick Rubinstein. Sus sabios
consejos y su fe en el libro le han granjeado mi eterna gratitud.
El equipo ideal de redacción de Amazon Publishing. Terry Goodman ha sido
una firme mano que me ha guiado durante todas las fases del trabajo. Él,
Charlotte Herscher y Phyllis DeBlanche me ofrecieron opiniones creativas y
una experiencia que sirvieron para mejorar mucho esta novela. Me siento
agradecida a toda la gente de Amazon por su visión innovadora y su duro
esfuerzo.
Acerca de la autora

Phyllis T. Smith nació y vive actualmente en Brooklyn, Nueva York. Tras


diplomarse en el Centro Universitario de Brooklyn y licenciarse en la
Universidad de Nueva York, empezó a trabajar como formadora de
aplicaciones informáticas, pero se vio atraída hacia la literatura y el arte del
mundo antiguo. Yo, Livia es su primera novela. Actualmente está trabajando en
otra novela ambientada en la antigua Roma.

También podría gustarte