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Yo, Livia - Phyllis T. Smith
Yo, Livia - Phyllis T. Smith
Phyllis T. Smith
VELEYO PATÉRCULO
DRAMATIS PERSONAE
Personajes principales
Livia Drusila.
Marco Livio Druso Claudiano, su padre.
Alfidia, su madre.
Secunda, su hermana.
Marco Bruto, líder de los asesinos de Julio César.
Marco Cicerón, veterano hombre de estado, aliado de los asesinos.
César Octaviano, hijo adoptivo póstumo de Julio César.
Tiberio Claudio Nerón, prominente héroe militar que se casa con Livia.
Los pequeños Tiberio y Druso, hijos de Livia.
Julia, hija de César Octaviano.
Rubria, ama de cría que vive en la casa de Livia Drusila.
Marco Antonio, mano derecha de Julio César.
Octavia, hermana de César Octaviano.
Cleopatra, reina de Egipto.
Sexto Pompeyo, gobernador de Sicilia.
Marco Agripa, amigo de César e importante general.
Cecilia, esposa de Agripa.
Cayo Mecenas, amigo y consejero de César Octaviano, benefactor de
artistas.
1
Del asesinato que sacudió el suelo que pisábamos, el asesinato que toda
Roma recuerda, yo estaba al corriente días antes de que se cometiera.
Vi que tres hombres se introducían en el estudio de mi padre, y después no oí
nada, ni una brizna de conversación. Si no conversaban, ¿qué podían estar
haciendo?
No me empujó el deseo de fisgonear propio de los niños, puesto que ya
había rebasado los catorce años, sino una ardiente curiosidad. Quería saber
todo lo que tuviera que ver con el mundo en que se movía mi padre, el mundo
de los hombres que ostentaban el poder. Sabía que jamás podría acceder a él,
pero me atraía igual que el cielo atrae a una avecilla.
El estudio de mi padre se hallaba separado del atrio tan solo por una larga
cortina de lana, teñida del color de las frambuesas. Fui de puntillas hasta ella
y me acerqué tanto que casi tocaba la áspera tela con la cara. Me quedé muy
quieta, escuchando, y descubrí con profundo asombro que no se oía nada.
En aquel estudio me había acostumbrado a oír animadas conversaciones
entre hombres. ¿Por qué estaban ahora tan callados? ¿Estarían contándose
secretos? Mi hermana y yo hablábamos en susurros, y también era frecuente
que susurrasen los sirvientes. Susurrar era algo propio de muchachas y de
esclavos, no de hombres como mi padre.
Seguí muy quieta, aguzando el oído para intentar captar algo. Al principio
todo fue silencio. Luego se oyó una voz, grave pero audible:
—No solo él.
—¿Cuántas muertes te satisfarían, Tiberio Nerón? —preguntó otra voz.
—Tantas como sean necesarias para procurar nuestra seguridad —contestó
la voz de antes—. Te aseguro que no estoy sediento de sangre, pero en esto
arriesgamos nuestra vida. No debemos comportarnos como unos necios.
—¿Proscritos, de nuevo?
Proscritos. Antes de que yo naciera, en la época del dictador Sula,
aparecieron los nombres de varios hombres clavados en una pared: eran los
que se oponían a él, o personas que tenían parientes o amigos que se oponían a
él, y también personas que habían amasado fortunas suficientes para suscitar
envidias, o que habían hecho algo más para despertar la suspicacia o la
hostilidad de Sula y de su círculo. Una vez que sus nombres aparecieron en la
pared, se les dio caza como si fueran animales salvajes.
Mi padre había elevado el tono de voz; estaba tan lleno de determinación y
tan dominado por un sentimiento de repulsa que se olvidó de hablar en voz
baja.
—Me niego. Y Bruto también se negará. Ya es bastante triste que tengamos
que dar muerte a un hombre sin juzgarlo antes.
Las voces volvieron a atenuarse.
Sentí que me recorría un escalofrío. Porque ya casi me había enterado de
todo. Sabía que iba a cometerse un asesinato, y quién iba a morir, y que mi
padre formaba parte de la conjura.
Mi padre no tenía hijos varones, yo era la mayor de sus dos hijas y él
siempre había compartido sus pensamientos conmigo, mucho más de lo que
cabía esperar de un hombre con una hija. Me hablaba de guerras y reinos
lejanos, y yo veía los confines del imperio a través de sus ojos. O me hablaba
de la opinión que le merecía tal o cual figura pública. Con frecuencia
expresaba su descontento. Él había nacido en el seno de una familia noble,
acaudalada y poderosa, fue hijo adoptivo de otra, y siempre había esperado
desempeñar algún cargo público. En el pasado había ocupado importantes
puestos en el ejército y en el gobierno, pero cuando llegó Julio César no pudo
tener ningún cargo, por lo menos ninguno que estuviera acorde con sus
principios.
Cuando yo era pequeña, me hablaba de temas de política solo para relajarse,
en mi opinión. En ocasiones, cuando yo le hacía una pregunta, respondía con
una sonrisa de sorpresa, como si lo asombrase que yo hubiera absorbido todo
lo que me había contado. Conforme me fui haciendo mayor, ya esperaba mis
preguntas.
Hablaba a menudo de la libertad y de cuál era la forma justa de gobernar.
Según él, César no era solo un dictador —ese era un cargo honorable,
circunscrito por la ley—, sino también un tirano. Cinco años atrás había
provocado una guerra civil y se había hecho con el poder. Había acabado con
la supremacía del Senado y había hecho lo que le vino en gana. En su
arrogancia, incluso había cambiado el nombre a un mes del año —el más
hermoso del verano— y le había puesto el suyo: Julio. Más tarde, sus
seguidores, a instancias de él, empezaron a exigir que se ciñese la corona y se
declarara rey. Yo sabía que mi padre tenía el convencimiento de que aquel
hombre había destruido, por sí solo, la República. Sin embargo, no me había
contado que sus amigos y él tenían la intención de actuar.
Me veo a mí misma con la vista fija en la cortina, esforzándome por oír algo
más; una joven delgada y pelirroja, con unos ojos demasiado grandes para su
rostro, un rostro que ahora había perdido todo el color. Lo que me horrorizaba
no era el hecho de que César fuera a morir; me habían enseñado a verlo como
un enemigo de Roma y nunca lo había conocido personalmente, solo lo había
visto de lejos, desfilando triunfal a caballo por la Vía Sacra, luciendo una leve
sonrisa irónica y escuchando los vítores de la multitud. Pero comprendí el
peligro que corría mi padre. César no iba a perdonar un atentado contra su
vida.
Tal vez hice algún ruidito sin darme cuenta, o toqué la tela y esta se movió,
el caso es que uno de los hombres que estaban en el estudio se percató de mi
presencia y apartó la cortina. El corazón me dio un vuelco. Los amigos de mi
padre se quedaron mirándome con expresión de horror. Mi padre estaba
sorprendido y avergonzado, pero se apresuró a decir:
—No os preocupéis por la niña, no se lo contará a nadie.
—¡Dioses del cielo! —exclamó Tiberio Nerón, el más joven de los reunidos
—. Se lo estamos contando a demasiada gente. ¿Ahora también se ha enterado
tu hija? Esto es absurdo.
Otro de los hombres, un senador de cabellos blancos y toga ribeteada de
color morado, me miró a los ojos y me preguntó:
—¿Qué es lo que has oído, niña?
La gravedad con que pronunció aquellas palabras me dejó aterrorizada. No
podía tragar saliva, y a duras penas conseguí susurrar:
—Me parece... que vais a matar a César.
La expresión del senador se endureció. Puso cara de querer matarme allí
mismo para asegurarse mi silencio.
—Tranquilizaos, amigos míos —intervino mi padre—, esto no saldrá de
aquí. ¿Verdad, Livia Drusila?
Yo estaba encogida a causa de la vergüenza y el miedo, pero cuando mi
padre se dirigió a mí empleando aquel tono tan formal, llamándome por mi
nombre completo, enderecé la espalda.
—No diré nada —prometí.
—Si dijera algo... —empezó Tiberio Nerón.
—Pero no lo hará —lo interrumpió mi padre—. Nos ha dado su palabra. Os
aseguro que mi hija no es ni una embustera ni una necia.
Tiberio Nerón me miró como suele mirarse a los esclavos que están a la
venta.
—¿Es tu...?
—Sí, es mi primogénita —contestó mi padre.
—Ah —repuso Tiberio.
Me desagradó la forma en que me miraba. Yo lo miré también, con la cabeza
bien alta. Al cabo de un momento volvió el rostro.
Era un hombre alto, con una nariz puntiaguda y unos ojos acuosos. En aquel
momento contaba treinta y ocho años, y yo no lo había visto nunca. Los otros
dos hombres eran antiguos amigos de mi padre. Me miraron con gesto
inquisitivo, supongo que intentando adivinar si yo sería lo bastante sensata
para guardar silencio acerca de su secreto.
Los tres se marcharon con cara de preocupación. Una vez que se hubieron
ido, mi padre me rodeó con el brazo y me dijo:
—A ver, hija mía, no está bien escuchar las conversaciones de los hombres.
¿No te lo hemos enseñado así tu madre y yo?
Al borde del llanto, volví la cabeza y apreté la cara contra su hombro.
Odiaba que me reprendiera, aunque siempre lo hacía con delicadeza.
—Oh, padre...
—Chist.
—Temo por ti —dije bajando el tono de voz.
—No hay motivo —susurró—. Los únicos que van a participar son los
senadores, yo no voy a hacer nada. Me limitaré a quedarme a un lado, junto
con otros, preparado para asumir un cargo de autoridad oficial una vez que se
haya despejado el camino. Eso no es heroico ni peligroso, ¿no te parece?
—Pero formas parte de una conjura para matar al hombre más poderoso de
Roma —insistí, también en susurros—. Si fracasa, correrás un grave peligro.
Por mi mente corrían imágenes horribles: César ordenando la ejecución de
mi padre o, como nuestra familia pertenecía a la nobleza, enviándole una daga
y una nota que dijera: «Salva tu honor.»
—La conjura no fracasará —intentó tranquilizarme mi padre.
—Pues yo creo que estarás en peligro aun cuando no fracase. ¿Acaso no te
he oído decir que el pueblo ama a César? Seguro que tiene amigos que
desearán vengarlo.
—Tú solo ocúpate de no hablar de esto, y no ocurrirá nada. —Me dio un
apretón en el hombro—. Tiberio Nerón...
—¿Sí, padre?
—Antes estaba con César. Pero se ha pasado a nuestro bando. Es un hombre
magnífico, procede de una excelente familia. De hecho, es mi primo segundo.
Permanecí en silencio.
—Vas a casarte con él.
Siguiendo el curso normal de las cosas, mi padre debía buscarme un marido
en el plazo de uno o dos años, así que era de esperar que hiciera un anuncio
como este. Sin embargo, sentí que me inundaba una oleada de consternación.
Dije impulsivamente lo primero que me vino al pensamiento:
—¿Piensas entregarme a él para inducirlo a que traicione a César?
—Claro que no. ¡Cómo se te ocurre semejante cosa! —exclamó, evitando mi
mirada.
Yo sabía que lo que acababa de conjeturar era acertado, por lo menos hasta
cierto punto. Yo, es decir mi dote, formaba parte del incentivo, y también del
privilegio de aliarse con mi padre. Pero decir descaradamente que este se
proponía desposarme con un hombre a modo de soborno para que abandonase
su lealtad no estaba bien. Había sido una grosería y una estupidez por mi parte
hablar de un asunto como aquel de manera tan directa.
En aquellos días era frecuente que yo dijera las verdades sin antes
pensarlas. Mi madre se esforzaba en vano para que dejara tan fea costumbre,
empleando una vara de abedul. Mi padre era mucho más benévolo; a veces
mis palabras lo hacían reír y me sugería que recapacitara un poco más antes de
pronunciarlas. Incluso parecía encantado de que algunas de las cosas que yo
decía lo hicieran pararse a reflexionar.
Para mí, su estudio era un lugar especial; en él teníamos nuestras mejores
charlas. Siempre olía levemente al aceite que se utilizaba para conservar los
rollos de pergamino. En dos de las paredes había estanterías repletas de los
libros favoritos de mi padre: volúmenes de historia y de filosofía de la
política, y también relatos de las vidas de hombres que habían luchado por la
República. En otra pared había un magnífico mural en el que se representaba
la batalla de Zama. En un nicho de un rincón descansaba un busto de
Cincinato, aquel hombre altruista y patriota que salvó a Roma de los invasores
e inmediatamente después dejó el poder. En el estudio de mi padre siempre me
sentía profundamente valorada, profundamente unida a él.
Tenía el estómago encogido porque lo había disgustado, a mi padre, que era
la persona del mundo a quien más deseaba agradar.
—¿Estás enfadado conmigo? —le pregunté.
Él, a modo de respuesta, me dio un beso en la frente.
—Vete ya, hija mía.
Salí del estudio, pero de pronto se me ocurrió otra cosa, y di media vuelta.
Mi padre estaba inclinado sobre su mesa de escribir, con la vista fija en algún
documento. Era un hombre corpulento y de cabello gris, la roca en que se
asentaba nuestra familia. Sabía que debería guardar silencio; ya le había dado
motivos para que me reprendiese, de modo que fui hasta él y le susurré al
oído:
—Padre, ¿quién gobernará Roma cuando muera César?
—El Senado. ¿Quién, si no?
—Pero tú siempre dices que el Senado no ha sabido gobernar. Llevamos ya
casi cien años sufriendo un gran derramamiento de sangre. ¿No continuará
todo igual si muere César?
—Ahora el Senado gobernará con justicia y ordenará la lealtad del pueblo.
Marco Bruto es una persona honesta y capaz. Él nos guiará.
Bruto era una figura importante en el Senado. Es más: descendía
directamente del hombre que siglos atrás había dirigido la revuelta que tanto
éxito tuvo contra Tarquino, aquel malvado rey de Roma. A su antepasado, más
que a nadie, correspondía el mérito de haber fundado la República. Era
natural que los oponentes de César acudieran a él buscando convertirlo en
líder.
—No sigamos hablando de esto. Vete ya, Livia.
Me volví para marcharme, pero de nuevo regresé. El contenido de índole
personal de aquella jornada había empezado a parecer real.
—Lo de Tiberio Nerón... ¿Es absolutamente necesario que me case con él?
—Es que ya te he prometido, Livia.
—Pero podrías decirle que has cambiado de opinión. ¿No podrías?
—Le he dado mi palabra.
—Padre, ese hombre no me gusta.
—¿Que no te gusta? Ni siquiera lo conoces. Estás empezando a enfadarme
de verdad, Livia. Vamos... —Me hizo un ademán con la mano de que me fuera.
Salí corriendo al jardín sintiendo el escozor de las lágrimas en los ojos.
¿Cómo podía mi padre entregarme a Tiberio Nerón? Aquel hombre me había
causado una repugnancia inmediata. Me había mirado como si estuviera
inspeccionando a una esclava, y cuando le devolví el gesto desvió la mirada y
no prestó la menor atención a mi persona.
¿Qué había querido decir mi padre con eso de que Tiberio Nerón era un
hombre magnífico? Sus palabras exactas fueron: «Es un hombre magnífico,
procede de una excelente familia.» Pues, que yo hubiera podido ver, aunque
procediera de una familia excelente, en su persona no había nada que lo fuera.
Ni en su apariencia física ni en sus modales. Recordé el fragmento de
conversación que había oído. Tiberio había defendido la opción de crear
proscritos, ¿no? Deseaba condenar a las personas por sus relaciones y sus
opiniones, solo para protegerse a sí mismo. «¿Cuántas muertes te satisfarían,
Tiberio Nerón?», le había preguntado alguien. «Tantas como sean necesarias
para procurar nuestra seguridad.» ¿Era así como hablaba un hombre
magnífico?
Nuestro jardín era como un patio gigantesco, el corazón y el punto central de
la casa, la cual lo rodeaba por sus cuatro costados. En él, adonde no llegaban
los ruidos de la calle, uno casi tenía la sensación de no estar en Roma sino en
algún lugar bucólico. Estábamos a primeros de marzo y ya habían empezado a
brotar unas pocas flores que anunciaban la llegada del esplendor de la
primavera. Aquel jardín fue para mí como un refugio; durante unos momentos
al menos pude quedarme a solas para poner orden en mis sentimientos.
Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces me había preparado para el
golpe que acababa de sufrir. Por lo visto, mi padre me había dicho que yo no
le importaba. Me había dado en trueque y luego me había ordenado salir. La
única cosa que podía sucederme que fuera peor que descubrir que no le
importaba nada a mi padre sería perderlo del todo... y a ello me arriesgaba si
salía a la luz la conjura que habían tramado contra César.
Junto al pequeño estanque que había en el lado norte del jardín se erguía una
estatua de Diana. El escultor la había representado como una cazadora y la
había pintado con colores realistas, el cabello color trigo y los ojos grises
como las nubes de tormenta. Parecía una joven de mi misma edad, agraciada
con la libertad de que disfrutan los dioses. Vestida con una túnica que le
llegaba por encima de las rodillas, se inclinaba hacia delante sujetando un
arco en una mano.
La gente decía que, de todas las divinidades del Olimpo, Diana era la que
más amaba al pueblo de Roma. Nunca me pareció tan distante ni tan fuera de
mi alcance como los demás dioses y diosas.
Miré alrededor para cerciorarme de que estaba sola en el jardín y me
acerqué a la estatua de Diana. Extendí los brazos hacia ella con las palmas de
las manos vueltas hacia arriba, en actitud de súplica.
—Diana —susurré—, no tengo nada que ofrecerte en sacrificio, pero te
prometo que lo tendré pronto, muy pronto. Te ruego que, le ocurra a César lo
que le ocurra, protejas a mi padre de todo mal. Y que hagas lo que sea
necesario para que no tenga que casarme con Tiberio Nerón.
Un instante después apareció un esclavo buscándome; lo había enviado mi
madre para que me llevara a cenar. Yo sabía que mi madre se enfadaría si no
me daba prisa, de modo que solo hice un alto para lavarme las manos en el
cuenco de cobre que había en la entrada del comedor. Ya habían servido el
primer plato en la mesa central. Mi madre y mi padre estaban reclinados en
divanes, comiendo. Mi hermana Secunda, que tenía once años, ocupaba el
tercer diván que había en la sala, y me senté al lado de ella.
Mi madre, como siempre, se había vestido de forma impecable para la cena.
Llevaba un carísimo collar de esmeraldas que le había regalado mi padre, y se
había recogido la pelirroja cabellera en lo alto de la cabeza, formando una
corona de rizos. Poseía una prestancia natural y un don para adoptar siempre
una postura atractiva cuando se reclinaba, de tal modo que su estola caía en
pliegues elegantes. La gente decía que yo me parecía a ella, aunque lo único
que teníamos en común era el color del pelo; la verdad era que yo no había
heredado su estilo.
—Bueno, hija mía —me dijo—, tu padre me ha contado que ya te ha dado la
noticia.
Me volví hacia mi padre y advertí que apretaba las mandíbulas y me miraba
de modo significativo. Sentí que, con aquel mudo gesto, me estaba recordando
que había prometido no hablar de la conjura para asesinar a César. Entendí
que mi madre se refería a mi próximo compromiso y a nada más, y respondí:
—Padre me ha dicho que he de casarme. —Y no pude evitar añadir—: Pero
espero que cambie de opinión. —Lo dije en tono manso y con la vista fija en
el plato, en el que un esclavo estaba depositando un guiso de pescado.
—¿Y por qué esperas que cambie de opinión? —me preguntó mi madre.
—Porque Tiberio Nerón no me gusta —contesté.
Mi hermana, sentada a mi lado, dejó escapar una risita nerviosa.
—Alfidia... —empezó mi padre, dirigiéndose a mi madre.
—No, por favor, Marco, dejemos hablar a Livia, cuyo parloteo, por lo
general, te agrada. Livia, lamento que digas que no te gusta tu futuro esposo.
¿Puedes decirme qué es lo que le falta?
—No me parece que sea un hombre que tenga personalidad —repliqué—.
Ha cambiado de bando, y eso no dice mucho de su lealtad. Además, habla
como un cobarde.
—Lo estás juzgando equivocadamente —terció mi padre—. Ver que uno
estaba en un error y hacer caso de mejores consejeros en política no es
deslealtad sino sensatez. Tienes razón en que Tiberio Nerón es un hombre
cauto, pero ¿quién puede reprochárselo, en los tiempos que vivimos? Es una
persona valiente, un buen soldado.
—Yo no lo creo. —Mantuve la mirada baja, pero estaba contradiciendo a mi
padre sin contar con suficientes conocimientos.
—Pues César lo ha encomiado repetidamente por el valor demostrado en la
batalla. Y César, con independencia de lo que se diga de él, sabe juzgar a los
hombres.
—No me digas —repliqué alzando la vista—. ¿Por eso sigue teniendo a
Bruto como su mano derecha?
Mi padre acusó el golpe en la expresión de la cara. Por un instante quizá
creyese que yo iba a hablar de la participación de Bruto en el plan para
asesinar a César. Mi madre advirtió que estaba consternado, pero no entendió
por qué.
—¿Lo ves? —le dijo—. Esto es lo que ocurre por haberla malcriado.
Perdóname, pero aquí el único que tiene la culpa eres tú. Hablas con ella de
asuntos importantes y logras que se hinche de orgullo. Y la disculpas cada vez
que me desobedece. No es de extrañar que crea que puede hablar con ese
descaro a su padre estando sentada a la mesa.
—Padre —dije—, tú me has enseñado que sin sinceridad no puede existir el
honor. No estoy haciendo más que decir la verdad. —Y agregué, en tono más
humilde—: O lo que a mí me parece que es la verdad.
—Ve a acostarte —me ordenó mi madre—. No te mereces cenar.
Miré a mi padre con expresión de súplica. La cena me daba igual, me habría
caído como una piedra en el estómago; pero quería que él me defendiese.
No dijo nada.
—Vete —repitió mi madre.
Me levanté y fui corriendo a mi alcoba, me arrojé sobre la cama y rompí a
llorar.
Poco a poco fue menguando la luz del sol que entraba por la pequeña
ventana de mi habitación. Para cuando se hizo de noche, yo ya había dejado de
llorar. Me senté en la cama y contemplé la luna creciente que se veía al otro
lado de la ventana preguntándome cuánto tiempo podría vivir en casa antes de
casarme con Tiberio Nerón. Esperaba que nuestro noviazgo fuera muy largo,
pero lo dudaba. Muchas chicas habían contraído matrimonio a mi misma edad.
La idea de casarme no me daba miedo por sí misma. Pero Tiberio Nerón no
tenía nada que me resultara atrayente, de modo que convertirme en su esposa
sí que me aterrorizaba. Me pregunté si tendría alguna manera de escapar. ¿Qué
pasaría si en la boda me pusiera a chillar como una demente, o si me arrojara
al suelo y empezara a echar espuma por la boca como si tuviera la enfermedad
maldita? Seguro que entonces Tiberio Nerón no querría casarse conmigo. ¿Qué
pasaría si me negara a pronunciar las palabras de consentimiento en la
ceremonia, o si escupiera el pastel consagrado después de morderlo? En ese
caso es posible que no hubiera boda. Pensé en estas posibilidades para
consolarme, y procuré convencerme a mí misma de que aquel matrimonio no
era inevitable. Luego me tumbé y volví a llorar hasta que me quedé dormida.
Tuve un sueño de lo más raro.
Estaba subiendo por unos escalones de piedra roja y brillante cuando, de
repente, oí un cacareo. A mis pies había una gallina que me miraba con unos
ojos muy brillantes y llenos de curiosidad. Aunque tenía las plumas manchadas
de sangre, no parecía que estuviese herida. Entonces desapareció, y yo me vi
bajando por un sendero que describía una curva en dirección a un enorme
jardín repleto de plantas en flor. En el centro de aquel jardín se alzaba una
gigantesca estatua de Diana. De improviso la estatua se transformó en un ser
de carne y hueso y bajó de su pedestal con la fuerza y la elegancia de una
leona.
El rostro viviente de Diana era mucho más hermoso que ninguna escultura, y
resplandecía como un farol.
—Soy la protectora del pueblo de Roma. Me has prometido un ofrenda.
¿Sabes ya cuál va a ser? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—¿Un cordero, quizá?
Diana me acarició el pelo.
—Espera. A su tiempo lo sabrás.
Al día siguiente mis padres asistieron a una cena en la casa de unos amigos,
de modo que mi hermana y yo cenamos solas. Comí muy poco; hasta las ostras,
que habitualmente me encantaban, habían perdido todo su sabor. Secunda
reparó en mi tristeza.
—Piensa —me dijo— que cuando te cases serás la señora de tu casa, igual
que nuestra madre ahora. Te gustará.
—Pero no me gustará estar casada con Tiberio Nerón —repliqué.
Más tarde, en mi cuarto, estuve repasando una parte de la Política de
Aristóteles, que había empezado a estudiar con mi tutor. Y solo dejé el rollo
de pergamino en mi pequeña mesa cuando oí que regresaban mis padres. Mi
madre siempre me reprendía si me quedaba despierta hasta muy tarde, leyendo
a la luz de una lámpara de aceite. Acordándome de lo que me había dicho
Secunda, me imaginé siendo una mujer casada, con permiso para quedarme
leyendo hasta el amanecer si me apeteciese. Pero no, tendría que acostarme
con mi esposo, ¿no?
No ignoraba la parte física del matrimonio. De hecho, en cierta ocasión
había sorprendido a nuestro mayordomo y una de las esclavas copulando de
pie en la cocina, con las ropas recogidas hasta la cintura. Recordé las piernas
de ambos: las de ella blancas y delgadas, las de él morenas y velludas. La
chica estaba inclinada sobre una mesa y el mayordomo lanzaba gruñidos de
placer. Sentí repugnancia. Lo que vi se parecía al apareamiento de dos
animales. No quise creer que aquello tuviese nada que ver conmigo, que
alguna vez pudiera encontrarme yo en el lugar de aquella joven.
Mis anhelos eran muy distintos, estaban envueltos en una niebla de
ensoñación. Me imaginaba el rostro de un joven, bello como si lo hubiera
esculpido Fidias, el signo externo de la perfección espiritual. Él y yo
compartiríamos la unión de dos almas puras, el amor virtuoso del que hablaba
Platón.
Como una tonta, había imaginado que un día me casaría con alguien así y
experimentaría la exaltación del amor. Ahora sabía que aquello no iba a
sucederme nunca. En vez de eso, contraería matrimonio con Tiberio Nerón.
Precisamente cuando estaba a punto de apagar la llamita de la lámpara y
acostarme, oí que llamaban a la puerta de mi habitación. Entró mi padre.
—Sal conmigo al atrio —me dijo.
Me eché un chal sobre mi túnica de dormir y obedecí. El atrio solo estaba
iluminado por una minúscula lámpara colocada en el altar que había junto a la
entrada, ante la estatua del Lar, el dios que protegía nuestra familia.
Mi padre fue hasta el alto armario que había a un lado del altar y lo abrió.
Dentro había un montón de máscaras de cera que representaban rostros
masculinos de expresión grave.
—Ya sabes de quiénes son estos retratos, ¿verdad, Livia?
—De tus antepasados.
—Y de los tuyos —puntualizó mi padre—. Una generación tras otra fueron
ocupando altos cargos. Algunos incluso dirigieron ejércitos que lucharon por
Roma. Su sangre corre por tus venas.
Mi padre me hablaba a menudo de la historia de Roma y del papel que
habían desempeñado en ella nuestros antepasados. Sus relatos siempre me
emocionaban y me dejaban con la sensación de conocer a aquellos hombres
que nos habían antecedido y habían dado forma a nuestro destino. Ojalá me
fuera posible a mí sumarme a aquel linaje de héroes del que él me hablaba.
Pero ¿cómo iba a hacer una mujer para llevar a cabo grandes hazañas por el
bien de Roma?
—Livia, desde que eras pequeña ya supe que tenías una personalidad poco
corriente. —Me tocó la cabeza, y pude ver cómo le brillaban los dientes a la
luz de la lamparilla cuando sonrió momentáneamente—. Algunas personas
dirían que te he dado una educación un tanto peculiar, pero es que nunca me ha
parecido mal tratarte como a un ser razonable como yo mismo ni estimularte
para que pienses. Es posible que un día llegues a ser una mujer muy juiciosa.
Procura, a la vez que juiciosa, ser también buena, ¿de acuerdo?
—Sí, padre —respondí, animada por aquellas palabras.
—Tal vez Tiberio Nerón no sea el hombre que mereces —me dijo.
—Pues entonces... —Estuve a punto de abrazarlo, llena de agradecimiento
por haberme liberado.
—No digo que no sea una buena persona. Lo que digo es que es posible,
solo posible, que no sea el hombre que yo escogería para ti si no tuviera las
manos atadas. Escúchame, hija mía. No quiero darte órdenes, sino hablarte
como si fueras mi igual. Estos no son tiempos normales. Ahora debemos
luchar por la libertad. Lo que está en juego es nada menos que el futuro de
Roma. Es necesario tener cerca a Tiberio Nerón. Es uno de los militares de
César que más admiración despierta, y posee muchos amigos entre los
soldados. Es importante contar con su lealtad. ¿Lo entiendes?
Apreté los labios y, bajando la mirada, hice un gesto afirmativo con la
cabeza.
—Si fueras un varón y yo te pidiese que alzaras tu espada para luchar por
Roma aunque ello te costara la vida, ¿me dirías que no?
Negué con la cabeza.
Mi padre me tomó de la barbilla y me levantó el rostro. Luego me apartó un
mechón de pelo de la frente y dijo:
—Estoy seguro de que te lanzarías valientemente a la batalla. ¿No es así?
—Sí.
—Lo que puedes hacer por nuestra causa es casarte con ese hombre.
—Preferiría morir en el campo de batalla —repliqué.
No obstante, en cuanto hube pronunciado estas palabras supe que eran falsas.
Luchar en la batalla, sí, lo haría con gusto. Pero ¿morir? Ni siquiera una
muerte heroica me resultaba atrayente.
Mi padre sonrió con tristeza.
De repente me asaltó un pensamiento: yo nunca moriría en el campo de
batalla, en cambio mi padre sí. A pesar de mi juventud, me percataba de que la
muerte de César, el hombre que mantenía la unidad del estado, podía desatar
el caos. Nos aguardaban toda clase de peligros. Si contraer matrimonio con
Tiberio Nerón podía ayudar a que el terreno continuara siendo firme bajo los
pies de mi padre, lo haría.
—Me casaré con Tiberio Nerón —declaré. Y me obligué a añadir—: Si es
por la libertad de Roma, lo haré gustosamente.
Mi padre se inclinó y me dio un beso. Transcurridos unos instantes, me dijo:
—No solo debes convertirte en su mujer, sino también ser una buena
influencia para él. En el pasado, su lealtad fue dudosa. Pero si empieza a
sentir aprecio por ti, si le sirves bien, si eres una esposa amante y lo mantienes
unido a ti con lazos de cariño verdadero, es posible que en algún momento te
pida tu opinión. Nunca intentes dominar, sé su confidente y su amiga. Con
suavidad y delicadeza. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—Sí, padre.
Me miró con orgullo y ternura.
—Serás madre de nobles hijos.
2
Yo sabía, al igual que toda Roma, que César había tenido una aventura
amorosa con Cleopatra, la reina de Egipto, y que esta le había dado un hijo.
Continuó viviendo con su esposa romana, Calpurnia, una matrona regordeta
que yo había visto recorrer las calles en su litera. En la víspera del asesinato
de su esposo, Calpurnia tuvo una pesadilla. Despertó presa del pánico,
convencida de que al día siguiente su marido no regresaría vivo del Senado.
Le rogó a César que se quedara en casa, y él accedió. Pero a la mañana
siguiente llegó Décimo Bruto —también conspirador y primo lejano de Marco
Bruto— para escoltar a César hasta el Senado. Los asesinos tenían planeado
actuar ese día, y Décimo temía que, si se producía un retraso, se descubriera
la conjura. Así que decidió zaherir a César en su orgullo. ¿Cómo podía el
gobernador de Roma refugiarse en su casa como un cobarde solo porque su
esposa había tenido un mal sueño?
Al final, César acabó yendo a la sesión del Senado, que tuvo lugar en el
teatro de Pompeyo. En el interior de este, un senador cayó a sus pies y se
aferró a los pliegues de su toga como un suplicante desesperado. César intentó
zafarse, pero antes de que lo lograra se abalanzaron sobre él los demás
conspiradores. Lo apuñalaron más de cincuenta hombres, los cuales, en su
frenesí, también se hirieron entre ellos. Muchos habían luchado contra él en la
última guerra civil y se habían beneficiado de su clemencia.
Cuando César cayó muerto, los asesinos se apresuraron a ir al Foro.
Levantaron en alto las dagas ensangrentadas y gritaron:
—¡Roma es libre! ¡Roma es libre!
La gente huyó de ellos. El miedo, no la alegría, fue el sentimiento de la
mayoría de los romanos. Y mi madre, mi hermana y yo no fuimos la excepción.
El mundo entero sabe lo que sucedió ayer en el Foro. Antonio levantó en alto
la toga ensangrentada de César y provocó en los presentes un sentimiento de
lástima. A continuación leyó el testamento de César, que contenía un legado
para todos los ciudadanos de Roma, lo cual provocó en los presentes un
sentimiento de gratitud. Logró suscitar en la muchedumbre un profundo odio
hacia los asesinos de César.
Mi padre llegó a casa con una expresión grave en el rostro e impartió varias
órdenes tajantes. Una hora más tarde, él, mi madre, Secunda y yo, junto con
algunos de los sirvientes más fieles, nos fuimos de Roma. Viajamos en carreta
hasta que el sol se puso por el oeste. Mi padre quería que estuviéramos lo más
lejos posible de la ciudad antes de que oscureciese. Aquella noche nos
alojamos en una posada del camino —Secunda y yo compartimos un cuarto
estrecho, infestado de ratones—, y a la mañana siguiente continuamos viaje.
Hasta que finalmente llegamos a la finca que poseía nuestro padre en la
Toscana.
Más tarde nos llegó la noticia de que aquella noche la plebe, portando
antorchas, había estado buscando a los asesinos de César por toda Roma,
amenazando con quemarlos vivos. Toparon con un hombre que se llamaba
igual que uno de los asesinos y, sin creerse sus protestas y sus declaraciones
de inocencia, lo despedazaron por completo. No hallaron a ninguno de los
conspiradores reales; Marco Bruto, Décimo Bruto y el resto habían huido de
la ciudad. Y también mi prometido, Tiberio Nerón, quien, como mi padre, no
había participado directamente en el crimen, pero se rumoreaba que estaba
aliado con los asesinos.
En nuestra villa campestre, nos pusimos a esperar a ver qué sucedía en
Roma a continuación. A mí siempre me había gustado nuestra finca de la
Toscana, porque allí podía respirar el agradable aire del campo, pasear entre
los olivos y contemplar los caballos que retozaban por la campiña. Sin
embargo, esta vez, teniendo por compañero el miedo, disfruté muy poco.
Transcurrió un mes, y los asesinos de César llegaron a un acuerdo con
Antonio: se debía dejar en paz a los que habían apuñalado a César. Antonio
sería nombrado cónsul, y él y los asesinos compartirían el gobierno de Roma.
Como parte del acuerdo, se decidió que mi padre se convirtiera en senador.
En tiempos normales, su linaje y los cargos públicos que había desempeñado
lo habrían cualificado para el Senado. Tiberio Nerón, que al igual que mi
padre podía presumir de proceder de una de las familias más nobles de Roma,
los Claudios, también fue nombrado senador.
Todo saldría bien, nos aseguró mi padre mientras cenábamos juntos en el
bien equipado comedor de la villa.
—En mi opinión, deberíamos quedarnos en la Toscana —dijo mi madre.
Mi padre negó con la cabeza.
—Habrá luchas políticas en el Foro y en el Senado por el destino de la
República —dijo—, y debo estar presente.
—Pero Marco...
—Si las cosas se tuercen, ¿crees que no vendrían a buscarme aquí?
Mi madre hizo una mueca de desagrado y no dijo nada.
Mi padre se volvió hacia mí.
—Livia, cuando volvamos a Roma te casarás de inmediato.
No tuve necesidad de preguntar el motivo. Estando las cosas tan agitadas, y
habiendo tantos peligros alrededor, ahora era doblemente importante que mi
padre tuviera a Tiberio Nerón de su parte.
Mientras regresábamos a Roma en la carreta, procuré reunir valor. En
cuestión de días iba a convertirme en la esposa de Tiberio Nerón. Tras la
boda, si se torcía la suerte de mi padre y de mi marido... En fin, tal vez aquel
matrimonio no deseado no llegara a durar mucho.
¿Qué quería hacer la plebe con los asesinos de César? Inmolarlos. Recé
para que no estuviéramos regresando a Roma solo para ser asesinados.
3
Y así me convertí en una mujer casada. Era la señora de una mansión situada
en la colina del Palatino, atendida por sirvientes obedientes y bien
adiestrados, y se me proporcionaban todas las cosas materiales que pedía.
Pedí libros, muchos libros. Pedí una enorme lámpara de aceite con sujeciones
de oro, para poder leer por las noches hasta muy tarde mientras Tiberio Nerón
roncaba. También pedí joyas carísimas, solo para demostrar mi poder.
En la cama, no tardé en desarrollar la habilidad de aislar mente y alma
mientras mi cuerpo fingía sentir pasión. Yo, que antes era dada a soltar de
manera impulsiva verdades incómodas, aprendí a simular. Me parece que
Tiberio Nerón tenía el convencimiento de que todas las noches estrechaba en
sus brazos a una esposa amante, una criatura a la cual poseía no solo
carnalmente, sino también mental y espiritualmente.
Con frecuencia, llevado por la pasión, mi marido me decía que era bonita.
Esto no me conmovía, sino que más bien me dejaba perpleja. Nadie me había
dicho que fuera bonita. A veces, cuando mi doncella me cepillaba el cabello
por la mañana, yo me miraba en el espejo y me preguntaba si habría algo de
verdad en lo que me decía Tiberio Nerón. Tenía los ojos grandes y de un
intenso color castaño oscuro, y el cabello rojo como el fuego. A lo mejor mis
facciones resultaban atractivas. La estola, que ahora llevaba como mujer
casada que era, me sentaba bien. Anudada bajo los pechos, hacía que
pareciese más voluptuosa y madura que mi anterior túnica de jovencita. No era
especialmente alta, pero los pliegues largos y rectos que me caían hasta los
tobillos me aportaban un poco más de estatura. Ahora parecía más una mujer y
menos una simple chiquilla.
A veces, cuando mi esposo me tomaba, mi carne reaccionaba y sentía el
inicio del placer. Pero mi mente enseguida se aislaba, con lo cual la sensación
desaparecía. Supongo que el problema radicaba en que en lo más profundo de
mí misma me rebelaba contra el modo en que usaban mi cuerpo. Sin embargo,
ya que era mi deber como esposa y como hija de mi padre, me entregaba a
Tiberio Nerón cada vez que él me solicitaba, y siempre con palabras amables
y una actitud cariñosa. Fingía que su deseo era para mí una fuente de alegría. Y
me parece que eso a él lo hacía feliz. «Soy incapaz de dejar de tocarte», me
dijo en más de una ocasión al atraerme hacia sí. Y yo sonreía.
Empecé a experimentar un placer perverso con aquel fingimiento. Ya que no
podía ser sincera, sería la mejor embustera del mundo. Ya que no podía echar
a Tiberio Nerón de mi cama, procuraría que se enamorase perdidamente de
mí. En realidad, se trataba de una especie de juego, en el fondo del cual solo
había rabia y burla.
Comparada con la de muchas otras mujeres, mi suerte era envidiable. Pero
una parte de mí afirmaba que lo que sucedía en nuestro lecho conyugal era una
violación. Había ocasiones en las que, después de que mi esposo hubiera
agotado su pasión, me quedaba tumbada en la cama y me entraban ganas de
gritar. No lo quería a mi lado. No lo quería.
Una vez me compró un bonito brazalete de plata sin que yo se lo hubiera
pedido.
—Es precioso —dije al tiempo que me lo ponía, y le di un beso.
Me dolió ver la felicidad que expresaba su rostro. Sentí desprecio hacia mí
misma por el hecho de estar engañándolo. Si hubiera podido obligarme,
voluntariamente, a sentir algo por él, me habría obligado; pero me resultó
imposible.
Cuando llevábamos un par de meses casados, me dijo:
—Yo te llamo «cariño» y «amor mío», en cambio tú siempre me llamas
esposo o por mi nombre. ¿Por qué eres tan formal, palomita mía?
—Porque el amor es algo nuevo para mí —contesté—. Debes perdonarme.
Él se rio de mi respuesta, que tomó por inocencia.
—¿Y cómo deseas que te llame? —le pregunté.
—¿En nuestra alcoba, cuando estamos solos? Llámame «amor mío».
Así lo llamé a partir de entonces cuando yacíamos juntos. Y eso, más que
ninguna otra cosa, obró cambios en mi alma.
Dos años antes, en recuerdo de su único vástago legítimo, una niña que
falleció al nacer, Julio César no solo ofreció las habituales luchas de
gladiadores por parejas sino también entre batallones enteros de infantería y
entre escuadrones de caballería, algunos gladiadores montados a caballo y
otros a lomos de elefantes. Su sobrino nieto deseaba superarlo, y lo superó,
invirtiendo enormes sumas de dinero para adquirir lobos, osos y leones a fin
de enfrentarlos a los gladiadores, además de centenares de caballos y
elefantes, y varias cohortes de luchadores.
Evité las luchas de gladiadores; en cambio, asistí a un espectáculo de menor
envergadura que también formaba parte de los juegos funerarios en honor a
César: una carrera de cuadrigas en el Circo Máximo. Tiberio Nerón y yo
teníamos unos asientos excelentes, junto a la línea de llegada, en la fila
delantera reservada para los senadores y sus esposas. Hasta mi padre había
comentado con respeto, aunque un tanto a regañadientes, el hecho de que Julio
César hubiera mandado ampliar las gradas y construir varias filas de asientos
a lo largo del perímetro de la pista, de tal modo que ahora había espacio para
ciento cincuenta mil espectadores. Miré alrededor y vi el circo abarrotado de
público, los ciudadanos bien vestidos ocupando buenos asientos, los
harapientos que habitaban en casuchas sentados en las graderías. El olor del
estiércol de caballo se mezclaba con el de los cuerpos humanos apretados
unos contra otros y el de las salchichas que ofrecían los vendedores que iban
recorriendo las gradas.
Mi esposo y yo habíamos apostado en la primera carrera, él por los Verdes y
yo por los Rojos. Observé que los aurigas conducían sus carros inclinados
hacia delante en una postura tensa, controlando sus cuatro caballos con
pericia. Dieron siete vueltas a la pista. Cuando el auriga vestido de rojo cruzó
el primero la meta, se elevó un clamor de vítores desde un millar de gargantas.
Tiberio Nerón pagó su apuesta con buen humor.
Esperamos a la segunda carrera. El joven César estaba sentado no muy lejos
de nosotros, rodeado por su séquito. Se acercó cortésmente a saludarnos.
—Espero que estéis disfrutando de los juegos —nos dijo.
Yo era la primera vez que lo veía. Por el modo en que me lo había descrito
Tiberio Nerón, imaginaba que el heredero de César tendría una apariencia
frágil, pero no era así. Aunque su rostro presentaba una cierta palidez, con ello
solo daba la impresión de ser una persona que pasaba más tiempo en una
biblioteca que al aire libre. No presentaba ningún otro indicio de enfermedad.
Iba vestido con una túnica ligera de verano. Aunque era de estatura mediana,
su cuerpo guardaba las proporciones perfectas de una estatua griega. Y,
además, su color resultaba bastante insólito en un romano: ojos azules como el
cielo en un día luminoso, y una cabellera dorada que le caía sobre la frente
formando descuidados rizos. Sus facciones eran finas y su belleza llamaba la
atención.
Todo el mundo ya estaba especulando sobre cuánto tardaría en intentar
conseguir un puesto en la política. Al observarlo, me dije: «No, imposible, es
demasiado joven para eso.» Había oído decir que todavía le faltaba un mes
para cumplir los diecinueve. Mi esposo hablaba con él de la manera en que un
hombre le habla a un niño... un niño de riquezas fabulosas y muy bien
relacionado, pero un niño al fin y al cabo.
—¿Cómo debo llamarte ahora? —le preguntó Tiberio Nerón—. Tengo
entendido que has tomado el nombre de tu padre adoptivo.
El muchacho se encogió de hombros en un gesto negligente.
—Puedes llamarme como más te guste.
—No —persistió Tiberio Nerón—, te estoy preguntando qué nombre
prefieres. ¿Cómo te llaman tus amigos? —Sonreía, y su tono de voz era casi
paternalista.
—¿Mis amigos? Actualmente todos me llaman César.
—¿Y eso es lo que tú prefieres?
El joven César volvió a encogerse de hombros, levísimamente, como si
dijera: «¿Por qué no?»
—Pues sí, eso.
¿Sabría el joven César que Tiberio Nerón se había aliado con los asesinos
de su padre adoptivo? Desde luego, no mostraba señal alguna de saberlo. Se
sentó en el banco junto a mi marido y durante un rato estuvieron hablando en
tono amistoso de temas insustanciales. Lo que cambió dicho tono amistoso no
fue la política, sino otra cosa.
—Te veo muy bien —le dijo Tiberio Nerón—. Me ha alegrado saber que
últimamente estás mejor de salud.
El joven César se puso tenso y su mirada se volvió glacial.
—Sí, mucho mejor.
Tiberio Nerón frunció el entrecejo. Yo estaba segura de que no había sido su
intención hablar de un tema desagradable, y mucho menos causar daño, pero
aquella reacción instantánea del joven sugería que su salud constituía un tema
sumamente sensible. Con la tensión todavía reflejada en el semblante, se
inclinó, apoyó los codos en las rodillas, hizo caso omiso de Tiberio Nerón y
por primera vez se dirigió directamente a mí.
—¿Quién es el que te gusta de la siguiente carrera?
—Los Blancos —contesté.
—Esos no van a ganar.
—¿No?
—No —repitió—. ¿Quieres apostar?
—Se te ve demasiado seguro —respondí, negando con la cabeza.
El joven César sonrió, relajado de nuevo. Tenía una sonrisa encantadora.
—Conozco al auriga de los Rojos, antes pertenecía a mi familia. Haces bien
en no apostar contra mí.
No sé por qué, pero aquellas palabras se repitieron dentro de mi cabeza.
«Haces bien en no apostar contra mí.»
Mi esposo se excusó y se levantó. A lo mejor quería ir a aliviarse, o quizás
había visto a un amigo con el que deseaba hablar. Fuera cual fuere la razón, se
despidió con un par de palabras de cortesía y me dejó con aquel muchacho...
tan apuesto. Juntos vimos la siguiente carrera.
Los Rojos chocaron contra los Blancos, los cuales se estrellaron contra un
muro, cerca de donde estábamos nosotros. Los espectadores dejaron escapar
una exclamación ahogada. Yo me mordí el puño. El auriga había salido
lanzado por los aires y ahora yacía en la arena, retorciéndose. Acosado por el
dolor, empezó a golpear el suelo con los dedos. También había un caballo
caído panza arriba, que lanzaba patadas y relinchos. Otro de los caballos
intentaba mantenerse en pie, pero acabó derrumbándose porque se había roto
las patas.
Enseguida acudieron unos esclavos para llevarse el carro destrozado, los
caballos lastimados y el auriga herido, mientras los Rojos seguían corriendo y
obtenían la victoria.
—¿No te alegras de no haber apostado? —me dijo el joven César.
—Mucho. Estoy segura de que el auriga de los Rojos se ha estrellado
deliberadamente contra su rival. Es un verdadero rufián.
—Como todos los aurigas.
Miré a los ojos al joven César y sentí una opresión en el pecho. Seguro que
todas las mujeres llevan en su mente una imagen de cómo ha de ser la
perfección en lo que a belleza masculina se refiere. Para mí, aquel joven era
quien mejor la personificaba. Ya había visto a otros hombres atractivos, pero
no había sentido nada. Ahora, en cambio, notaba un hormigueo en la piel.
Sentía el sol cayendo a plomo, el tacto de la estola ceñida a mi cuerpo, el
calor que me producía en la nuca mi cabello. Me entraron ganas de acariciar
la mejilla del joven César, muy delicadamente, para comprobar si era tan lisa
como parecía. Deseé tener alguna anécdota graciosa que contarle, para poder
verlo reír.
Era el heredero de Julio César. Quizás en aquellos momentos, en algún lugar
de Roma, hubiera hombres que se sintieran amenazados por este hecho, lo
bastante amenazados incluso para intentar matarlo.
«Si yo lo amase, le habría aconsejado que se quedara en Rodas y no viniera
a reclamar su herencia, que mantuviese la cabeza baja y rogara por que la
gente se olvidara de él. Nadie importante está de su lado. Antonio no puede
estarlo, porque quiere para sí el manto de César. Los que siguen a Bruto, como
mi padre, solo pueden considerarlo un enemigo potencial. Y, aun así, él viene
aquí como un pastor desarmado que entra en la guarida del lobo. Sonríe a los
hombres que traicionaron a su padre adoptivo, y su mirada transmite paz.»
—¿Sabías que eras el heredero de César antes de que... de que muriera?
Me sorprendí a mí misma por haber tenido la audacia de formular aquella
pregunta, pero me consumía la curiosidad.
En cambio, el joven César no pareció inmutarse.
—Fue una sorpresa absoluta —respondió en tono serio.
—¿Y te... agradó?
Desvió la mirada un momento, y después se volvió de nuevo hacia mí
esbozando una media sonrisa.
—Me entusiasmó.
—¿No te causó inquietud?
—Solo un idiota no sentiría inquietud —contestó, nuevamente con voz seria.
—Estos juegos tienen por objeto ganar el afecto del pueblo. Si lo deseas,
puedes hacer una gran carrera en la política —dije.
—¿Tú crees que actualmente el afecto del pueblo constituye la clave para
hacer carrera en la política? — preguntó en tono neutro.
—No, la clave es el afecto del ejército. Pero, naturalmente, eso también lo
estás comprando.
El joven César me dirigió una mirada penetrante. Pero no dijo
impulsivamente una mentira, no contestó que no tenía la intención de
congraciarse con el ejército. Nos miramos el uno al otro entendiéndonos, cosa
extraña entre dos desconocidos. Sí, él iba a intentar alcanzar el poder. Y
dentro de no mucho. Lo supe en aquel momento, como si me lo hubiera dicho
con palabras.
—Lo siento por ti —dije.
Y era verdad. Pero lo dije involuntariamente, no había querido expresarlo en
voz alta.
—¿En serio? Me sorprende que tengas un corazón tan blando —repuso.
—No lo tengo en absoluto.
—No lo he dicho a modo de insulto.
No dije nada. Permanecimos largo rato en silencio, mirándonos. Él ladeó la
cabeza y me observó. Y de improviso una sonrisa se dibujó en su rostro.
Yo era una mujer casada, y tanto mi padre como mi esposo habían
participado en la conjura para asesinar a César. Aquel joven que me miraba
sonriente era el hijo adoptivo de César. Éramos enemigos. Y, aun así, no pude
evitar devolverle la sonrisa.
Bajé la mirada y me alisé los pliegues de la estola, que no necesitaban ser
alisados. Cuando levanté de nuevo la vista, le pregunté:
—¿Amabas a César?
—Mucho. Y lo admiraba más que a ningún otro hombre que haya conocido.
«Y por lo tanto querrás vengarlo», pensé.
—Sufría la enfermedad maldita, ¿sabes? —me dijo el joven César—. Solía
hablarme de ella, y del poder de la fuerza de voluntad para superar los
obstáculos físicos.
—Y quiso que fueras hijo suyo —apunté—. Ya imagino cuánto significará
eso para ti.
—¿De verdad lo imaginas? La mayoría de las personas no son capaces; en
cambio, estoy convencido de que tú sí. —El joven César se pasó una mano por
el pelo—. No suelo hablar de manera tan franca con personas a las que acabo
de conocer —añadió con una risita nerviosa.
—Yo tampoco —repuse.
Me miró con cara de desconcierto.
—¿A qué te refieres? Yo te he contado mucho; sin embargo, tú no has dicho
nada de ti misma.
«¿Cómo que no? —pensé—. Cuando una mujer casada mira a otro hombre
como yo te miro a ti, ¿acaso no dice ya muchas cosas, muchas más de las que
debería?»
En aquel instante regresó mi esposo, y el joven César y yo ya no volvimos a
hablar en privado.
Aquella noche, mientras nos preparábamos para irnos a la cama, le dije a
Tiberio Nerón:
—El joven César... ¿lo matarán?
—No, a menos que haga algo para provocar su muerte. —Hizo una leve
mueca de desprecio—. Es joven, y siempre ha sido un ser débil. —Me tomó
entre sus brazos y preguntó—: ¿Qué es lo que te tiene tan preocupada,
palomita mía?
Ahora que ya no me sentía afectada por la presencia de César Octaviano,
hice un cálculo mental. Sumé su popularidad entre el pueblo y especialmente
en el ejército, sus vastas riquezas y el amor que sentía por su padre adoptivo,
que sin duda debía de implicar odio hacia sus asesinos. Rememoré la
impresión que había tenido de que aquel joven no tardaría en buscar el poder.
Y me poseyó un espíritu maligno. Imaginé a mi padre, a mi madre, a todos mis
seres queridos, convertidos en una masa sanguinolenta a los pies del joven
César.
—Me temo que es peligroso, muy peligroso —dije aterrorizada—. Tal vez
sea conveniente que lo mates.
Mi esposo se limitó a soltar una carcajada.
4
A la mañana siguiente, fui a ver a una costurera que vivía en el distrito del
mercado. Fui en litera, acompañada de mi criada personal, Pelia, una joven de
origen griego. La litera era espaciosa, y los cojines y las cortinas, de seda
amarilla. Los seis porteadores habían sido escogidos tanto por su fuerza como
por su aspecto, y eran todos iguales: piel olivácea y cabello oscuro. Ninguna
dama elegante llevaba porteadores que no hicieran juego.
Yo iba reclinada sobre mis cojines de seda procurando no acordarme de la
cena de la noche anterior, y Pelia agitaba una pluma de pavo real para
combatir el calor.
—Oh, deja de abanicarme —dije—. Bien saben los dioses que no sirve para
nada. ¿Hemos llegado ya a la casa de la costurera? —Aparté un poco la
cortina de la litera y me asomé al exterior. Y de pronto me llevé una sorpresa.
Allí, en la concurrida calle del mercado, vi al joven César, cuyo cabello
rubio resplandecía a la luz del sol. Lo flanqueaban dos jóvenes muy bien
vestidos, que supuse que debían de ser amigos suyos, y lo seguía un grupo de
esclavos.
Más adelante habría de preguntarme por qué hice lo que hice en aquel
momento. Desde luego, sentí una fuerte atracción y una punzada de
solidaridad. A lo mejor la juventud de César me atraía porque yo también era
joven. No era mi intención salir a buscarlo, pero, en aquel instante, al verlo,
obedecí a un impulso y ordené a mis porteadores que se detuvieran.
—Ese joven de ahí —le indiqué a Pelia—. Ve a decirle que la señora Livia
Drusila quiere hablar con él.
Pelia se bajó de la litera y fue a cumplir mi orden. Cuando volvió
acompañada por César, advertí que este tenía el semblante más bien serio,
pero no me detuve a elucubrar cuál podía ser la razón.
—Anoche, en la cena, después de que te marcharas...
Hablé en voz baja porque no quería que me oyeran los porteadores. Sabía
que podía contar con el silencio de Pelia, pero de ellos no me fiaba.
—¿Anoche? —César se inclinó hacia mí para oírme, tanto que casi metió la
nariz por la abertura de la cortina.
—Estuvieron hablando de ti, de tu futuro. Y Cicerón dijo una cosa.
Repetí el comentario que había hecho Cicerón e incluso hice el mismo gesto
que había hecho este, el de señalar hacia el techo, temiendo que César me
mirase como si estuviera loca y me dijera algo así como: «¿Y qué?
¿Elogiarme, respetarme, elevarme? ¿Qué puede haber mejor que eso?»
Pero no hizo tal cosa.
—¿Elevarme? —se extrañó—. Tú, que viste el modo en que lo decía, ¿a qué
crees que pudo referirse con esa palabra?
—No estoy segura de si se refería a barrerte de las esferas del poder o...
—¿A barrerme de la faz de la Tierra?
—Podría ser peligroso que confiaras en él.
—De ningún modo me cuestionaría mi confianza en él. Pero eso de que «a
ese muchacho es preciso elogiarlo, respetarlo y elevarlo»... ¿Fueron esas sus
palabras exactas? —César negó con la cabeza—. Y yo que pensaba que
empezaba a apreciarme un poco. Pero es obvio que no me aprecia en absoluto.
—Y agregó en tono áspero—: Y lo que es aún peor, no me tiene ningún
respeto.
Solo en aquel instante me percaté de que el aspecto de César había
cambiado. La noche anterior se lo veía alegre y jovial; ahora tenía los ojos
inyectados en sangre y sus facciones reflejaban dolor y tensión.
—Ha sucedido algo más, ¿verdad? —pregunté—. Algo malo.
—Anoche falleció mi madre, de repente.
—¡Oh! Lo siento mucho.
César desvió la mirada.
—Siempre se preocupó por mí. Demasiado. Yo creo que tanta preocupación
ha contribuido a su muerte. —Volvió de nuevo la vista hacia mí—. Te doy las
gracias por lo que acabas de contarme. ¿Te las había dado ya? Estoy un poco
distraído. Pero gracias.
De pronto sentí el peso de lo mucho que implicaba lo que acababa de hacer.
Aferré a César de la mano y, sin alzar la voz, repuse:
—No pretendo que me agradezcas nada. Pero, por favor, prométeme que
nadie sabrá nunca que te he contado lo que dijo Cicerón.
—Te lo prometo. Tienes mi palabra.
—Sé que puedo fiarme de tu palabra —dije, y hablaba en serio.
—Y yo valoro mucho tu amistad.
Había una gran intención en el modo en que pronunció la palabra «amistad».
No de carácter romántico, desde luego, que era lo que habrían entendido
algunas mujeres. Le solté la mano rápidamente, como si me hubiera quemado
los dedos.
—No pienso ser tu espía.
César asintió, sorprendido.
—Lo cierto es que no puedo ser amiga tuya —añadí, y estas palabras se me
atascaron en la garganta.
Él apretó los labios.
—Entiendo. Obviamente, debes tu lealtad a otras personas.
Mi lealtad. Sí, tenía una lealtad que respetar, pero la había traicionado,
había traicionado la confianza de Cicerón, que era un aliado de mi padre. Y
eso era como si hubiese traicionado a mi padre. Me costó creer lo que había
hecho momentos antes, y estuve a punto de culpar de ello a César, como si él
hubiese ejercido una atracción perversa en mí. Pero la culpa era mía. Yo me
había sentido atraída por él, y eso no estaba bien. Me cubrí la cara con las
manos, turbada y avergonzada.
—Livia Drusila, ¿qué sucede?
Bajé las manos.
—Me arrepiento de lo que he hecho. Toda mi lealtad se la debo a mi padre.
César asintió y dijo con voz grave:
—Por supuesto, la lealtad para con los de nuestra misma sangre es el
fundamento de toda virtud. —Luego esbozó una débil sonrisa—. No seas
demasiado dura contigo misma. Al fin y al cabo, tus motivos eran buenos, ¿no?
Has actuado por pura bondad.
No contesté.
—Mi madre era muy buena —continuó—. Hoy me siento como si hubiera
desaparecido casi toda la bondad que existía en el mundo. Al menos, para mí.
En general, las mujeres son mucho más buenas que los hombres. Ningún
hombre habría venido a advertirme contra Cicerón sin pedirme nada a cambio.
—¿No? —dije.
—¿No te das cuenta? —Sacudió la cabeza, como si estuviese hablando con
un niño—. Livia Drusila, te estoy entreteniendo con esta conversación, pero
tarde o temprano alguien se percatará y podría resultar perjudicial para ti. De
modo que dentro de un momento me despediré y me iré. Pero quiero que sepas
que nunca olvido un favor ni un golpe, y que tengo por costumbre devolver
ambos con intereses. Gracias por la bondad que acabas de mostrarme, puede
que al final no te arrepientas de haberlo hecho.
—Cicerón cree que vas a olvidarte de vengar a tu tío. Pero es un necio al
pensar eso, ¿verdad?
—Solo mis amigos tienen derecho a hacerme esa pregunta —dijo César.
La expresión de sus ojos cambió, se replegó sobre sí mismo. Fue un gesto
tan frío, tan distante, que tuve la sensación de estar mirando a un completo
desconocido. Apretó los labios como si intentase reprimir algo que era mejor
no decir, pero al momento su expresión se suavizó.
—Voy a decirte una cosa —prosiguió—. Si eres capaz de conseguir que tu
esposo y tu padre dejen de apoyar a Bruto, es probable que al final te lo
agradezcan.
Me estremecí al oír aquellas palabras. Contenían una amenaza implícita
tanto hacia mi esposo como hacia mi padre. Entonces comprendí plenamente la
magnitud del pecado que acababa de cometer. Aquel hombre, al que yo había
intentado ayudar, era un enemigo mortal de mi familia.
César lo leyó en la expresión de mi rostro, estoy segura. Con toda exactitud,
sin que le causara sorpresa, pero con una cierta melancolía. Si él fue capaz de
leer mi rostro, yo también supe leer el suyo: casi fue como si hubiera dicho en
voz alta lo que estaba pensando: «De modo que ahora ya sabes cómo soy de
verdad, y he dejado de gustarte. Ya no puedo esperar que sigas siendo
bondadosa conmigo.»
—Tengo que ir a comprar ropa de luto para el funeral de mi madre —dijo—.
Adiós, Livia Drusila.
Y se marchó.
Aquella tarde vino a verme mi madre. No fue una visita normal de las suyas.
Acudía con frecuencia, y normalmente traía a Secunda consigo. Inspeccionaba
mi casa y solía encontrar polvo en rincones en los que yo ni había reparado.
—Has de tener en cuenta que hasta la mejor esclava solo hará lo mínimo que
sea necesario —me decía—. Es propio de la naturaleza humana. Si eres
demasiado perezosa para disciplinar a tus sirvientes, acabarás viviendo
rodeada de mugre.
Yo asentía, obediente, y Secunda hacía lo mismo.
Esta vez mi madre había dejado a mi hermana en casa y no mostró interés
alguno por las tareas domésticas. Tomamos asiento en el jardín.
—Tu comportamiento en la cena de anoche fue impropio y descortés —dijo
sin preámbulos—. Estoy profundamente disgustada, y tu padre también.
Permanecí en silencio, con la vista fija en el melocotonero, cubierto de
flores, que crecía junto a la tapia.
Mi madre se inclinó hacia mí y me dio una fuerte palmada en la rodilla.
—Livia, presta atención. Es posible que una mujer influya en los asuntos
públicos. No estoy diciendo que deba hacerlo, pero puede. Todo el mundo
sabe que ese fue el caso de Cornelia, la madre de los Graco.
En el Foro había unas estatuas de los hermanos Graco, grandes reformadores
políticos y defensores del pueblo llano que habían vivido tres generaciones
antes. Cerca de ellos había una estatua de su madre, la única estatua pública
de una figura femenina que no era una diosa ni una alegoría, sino una mujer
romana real, que había vivido.
—Una mujer puede ejercer influencia a través de sus hijos, como hizo
Cornelia —continuó mi madre—, o a través de su esposo. Y de ningún otro
modo. ¿Es posible que no sepas esto?
—Hay países en los que las mujeres son reinas y gobiernan —repliqué.
—Estoy hablando de Roma, no de tierras de bárbaros. Escúchame. Lo que
deberías haber hecho, si hubieses llegado a la conclusión de que Cicerón,
¡Cicerón!, necesitaba tu consejo, era susurrar lo que pensabas al oído a
Tiberio Nerón. —Mi madre desvió la mirada un instante—. En un momento en
el que estuviera receptivo, quiero decir. Y si fueras lista de verdad arreglarías
las cosas de forma que al día siguiente se levantara convencido de que era él
quien había descubierto por qué Cicerón andaba descaminado. Habría salido
de casa deseoso de ir a verlo para mostrarle en qué estaba equivocado.
«Y Cicerón lo habría escuchado —pensé—. Lo más probable es que ese
viejo zorro no hubiera modificado su decisión en absoluto, pero por lo menos
habría tenido que escuchar.»
—Una mujer posee recursos para salirse con la suya en este mundo —agregó
—. Si eres sensata, harás uso de ellos.
—No se me olvidará lo que me has dicho, madre.
Dejó escapar un suspiro y se reclinó en su asiento.
—Eso espero.
Desde que yo recordaba, siempre había existido una cierta distancia entre mi
madre y yo. Sin embargo, en aquel momento tuve la impresión de que,
efectivamente, a su manera se preocupaba por mí. Y eso me inspiró el deseo
de confiarme a ella. Le repetí lo que había dicho César, unas palabras que me
parecieron una amenaza contra mi padre y contra Tiberio Nerón. El semblante
de mi madre se tornó serio.
—En fin, está claro que tu padre ha de ser informado de esto.
—Has estado muy callada en la cena —me dijo Tiberio Nerón cuando
llegamos a casa—. Algo poco característico de ti.
—No hay nada que decir —respondí—. ¡Un romano que avanza hacia Roma
con su ejército con la exigencia de ser cónsul! ¿Qué clase de hombre podría
hacer algo así?
—Procura no alterarte —me dijo Tiberio Nerón—. Piensa en el niño.
Piensa en el niño.
Más tarde imaginé que el niño, que ya había tenido una pista de cómo era el
mundo, se pensaba mejor lo de nacer y declinaba sumarse a aquella sinrazón.
Tiberio Nerón y yo nos fuimos a la cama, y en mitad de la noche desperté
acosada por un fuerte dolor, como si alguien me estuviera clavando un cuchillo
en el vientre. Sufrí un aborto espontáneo, desagradable, sangriento, y la
partera no pudo hacer nada para facilitármelo. Mi esposo y mi padre pasaron
varios días temiendo por mi vida; en cambio, yo, sumida en el estupor del
sufrimiento, no fui consciente en ningún momento del peligro que corrí.
Después comencé a recuperarme.
Había experimentado escaso placer y escasa emoción esperando el
nacimiento de mi hijo, quizá porque sufría continuas náuseas o porque tenía la
mente llena de preocupaciones; sin embargo, sentí aquella pérdida en lo más
hondo, como si me hubieran arrancado una parte de mí.
Tendida en el lecho, enferma y febril, imaginé cómo habría sido tener a mi
pequeño en brazos, guiar sus pasos a medida que hubiera ido creciendo.
Imaginé un hijo varón, un niño que cruzaría el jardín a la carrera para echarse
en mis brazos gritando: «¡Madre!», y lloré por el retoño que ya nunca habría
de nacer.
Aún estaba confinada en la cama cuando me enteré de que el ejército de
César había hecho un alto a un día de camino de Roma. No intercambió
mensaje alguno con el Senado, no profirió amenazas. Se limitó a esperar en
silencio.
El Senado capituló y convirtió a César en cónsul.
Ahora me pregunto: lo que yo sentía hacia César entonces, ¿era puro odio?
¿Alguna parte de mi ser se emocionaba al admirar la audacia de sus actos? Si
ese era el caso, yo no era consciente de ello. César suponía una amenaza para
todas las personas que yo amaba y para todo aquello en lo que mi padre me
había enseñado a creer. Yo sentía reverencia por la visión de la República que
este me había mostrado. Éramos reyes de gran parte del mundo, y el pueblo se
inclinaba ante el liderazgo de un único hombre. En Roma teníamos un gobierno
basado en la ley, cuyos magistrados eran elegidos por el pueblo y cuyos
senadores se elegían entre aquellos. Antaño, los senadores eran hombres que
deseaban ponerse al servicio del bien común. Yo sabía que el gobierno se
había vuelto corrupto, que a lo largo de los cien últimos años los ricos y los
poderosos habían recurrido a la violencia descarada para someter la voluntad
del pueblo, que el Senado se había convertido en una oligarquía tan
privilegiada como despreciada. Pero, al igual que mi padre, tenía el
convencimiento de que la República podía purificarse y ser de nuevo lo que
había sido mucho tiempo atrás. Si César se salía con la suya, eso no sucedería
nunca. Intenté ver a César bajo esta luz, y bajo ninguna otra, no como un
hombre hacia el que me había sentido atraída, sino como un problema que
debía resolverse.
Al día siguiente, mientras los tribunales se reunían para, obedientes,
condenar a Bruto y al resto, yo llamé a César Octaviano a mi presencia. No a
la persona física, sino a su espectro. Me senté en mi cama, recostada contra
las almohadas, y lo imaginé resplandeciente con su toga de cónsul, sentado en
el taburete que tenía junto a mis pies. Lo visualicé en toda su apostura, y añadí
la barba incipiente y el fino bigote que había mencionado mi esposo.
«Qué es lo que quieres?», le pregunté.
«El poder supremo», respondió.
«¿Qué más?»
«Vengar a mi padre.»
«¿Porque lo amabas mucho?»
«Porque se arrojaron sobre él, cincuenta contra uno, unos hombres que no
habían recibido de su parte otra cosa que bondad. Lo apuñalaron una y otra
vez. ¿Crees que voy a olvidar eso?»
«Pero tu tío abuelo...»
«Ten la cortesía —me interrumpió el joven César— de llamarlo mi padre.
Julio César era el padre que siempre anhelé tener. Mi padre, el que me
engendró, murió antes de que yo pudiera recordarlo.»
Qué extraño resultaba todo. En aquellos momentos yo no sentía la menor
solidaridad hacia César Octaviano, o eso pensaba. Y, sin embargo, existía un
curioso vínculo, como si yo fuera capaz de percibir sus sentimientos.
«Yo me veía reflejado en Julio César de igual modo que él se veía reflejado
en mí —me dijo el espectro—. Sí, lo amaba.»
«Pero tus motivos no solo tienen que ver con ese amor. Esa no es la única
razón por la que buscas venganza.»
«No, debo vengar a mi padre para que me respeten. Si no lo hago, mis
soldados sentirán menos veneración hacia mí y dudarán a la hora de
seguirme.»
«Estás concediendo una gran prioridad a este asunto de los tribunales.
Quieres dar la impresión de estar actuando dentro del marco de la ley.»
«Exacto», respondió el espectro con una sonrisa.
«Condenarás a Bruto y a los demás, y después partirás a toda prisa a luchar
contra... ¿Antonio?»
César ladeó la cabeza y me miró boquiabierto.
«¿Cómo es que estás enterada de eso?»
«Tú mismo lo anunciaste.»
César se echó a reír.
«Pero, Livia Drusila, ambos sabemos que yo no siempre hago lo que digo.»
Los ejércitos de César y de Antonio marcharon el uno contra el otro, el de
César desde Roma y el de Antonio desde la Galia. Ambos se detuvieron al
llegar al río Lavinio y acamparon cada uno en una orilla. En el centro del río
había una isla diminuta, comunicada con ambas riberas por sendos puentes.
Lépido, antiguo cónsul, abandonó la orilla en que se encontraba Antonio y fue
hasta la isla. Lépido había ocupado el lugar más próximo a Antonio entre los
seguidores de Julio César; ahora, en cambio, buscaba posibles armas ocultas y
asesinos que acechasen en la sombra. Al no encontrar nada, procedió a agitar
su capa: la señal convenida. César y Antonio, desarmados y solos, cruzaron
los puentes y pasaron a la isla.
Nos llegó la noticia de que César se había casado con Claudia, hija adoptiva
de Marco Antonio y prima lejana mía. Solo era una niña de diez años; la
consumación del matrimonio debía esperar dos años, pero aquella unión creó
un vínculo familiar entre Antonio y César.
Durante una temporada las cosas transcurrieron más lentamente. Yo estuve
reflexionando sobre todo lo que había acontecido en Roma durante las ocho
últimas décadas. Una y otra vez habían muerto hombres por causas políticas
que ellos consideraban honorables, y habían dejado atrás esposas e hijos con
dificultades para sobrevivir.
Yo no temía tanto la pobreza como otra cosa peor y menos clara. Lo que
temía —aunque no tenía ni idea de qué forma podía adoptar— era la
destrucción total de mi familia.
Contratamos a una mujer llamada Rubria, cuyo hijo había muerto, para que
fuera el ama de cría del recién nacido. Justo después del parto, naturalmente,
la partera había depositado al pequeño envuelto en una manta a los pies de
Tiberio Nerón, quien, exultante, lo tomó en brazos y lo alzó bien alto, un gesto
que no indicaba ninguna intención de exhibirlo, sino la decisión de criarlo.
Jamás he visto que un padre adinerado echase de casa a un vástago legítimo y
sano, aunque fuera niña.
Nueve días después del alumbramiento, tal como exigía la costumbre,
celebramos la ceremonia de poner nombre al recién nacido. Fue una
celebración sencilla, dado que hacía muy poco que había fallecido mi padre.
Mi madre y Secunda iban vestidas de luto, es decir de blanco, como yo,
intentando equilibrar la pena con la alegría. Tiberio Nerón colgó una bulla —
un amuleto protector— de la cuna del pequeño. Nuestros invitados
prorrumpieron en aplausos, los cuales hicieron que el niño despertara y
empezase a lloriquear. Lo acuné, pero no logré calmarlo. Por fin, mi madre lo
levantó en brazos y el pequeño Tiberio Claudio Nerón dejó de llorar.
Mi madre volvió a dejarlo en su cuna.
—¿Ya te encuentras mejor, Livia? ¿No tienes fiebre? ¿Debilidad?
—Estoy bien, madre.
Me retiró el pelo de la cara.
—Siempre tan descuidada. En fin, la vida continúa.
Aquella noche me acosté más bien tarde, y tarde también me levanté al día
siguiente, mucho después que Tiberio Nerón y el resto de la familia. Me
despertaron unos golpes en la puerta. Al abrir me encontré con Antíope, la
criada que atendía a mi madre, que con una expresión de ansiedad en el rostro
me dijo que había llamado repetidamente a la puerta de su alcoba y que estaba
preocupada porque no había respondido.
Corrí a la habitación de mi madre. Ya antes de abrir la puerta sabía lo que
me aguardaba. Mi madre yacía en la cama, con la misma ropa que había
llevado en la ceremonia del día anterior. Tenía la cabeza apoyada en una
almohada y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Los pliegues de su
estola estaban colocados con sumo cuidado. En sus labios se apreciaba una
mancha de color amarillo, y en la mano tenía una ampolla de las que se
utilizan para guardar perfumes caros. Sus ojos, abiertos de par en par, miraban
hacia el techo.
Sobre el taburete que había a los pies de la cama reposaba una tablilla de
cera con un texto escrito. La cogí con ademán desesperado, como si lo que
decía fuera a arreglarlo todo.
Diciembre es el mes más alegre del año, el mes de las Saturnales, de los
juegos y los festejos, y de los regalos de año nuevo. Pero cuando en esta época
se tiene un dolor reciente, uno se aísla de todo el mundo. Habiendo muerto
tanta gente en las proscripciones y en la batalla, los festejos de aquel año
estaban teñidos de una alegría forzada, y aun así se oía música en las calles y
flotaba en el aire el aroma de los bizcochos de miel y el vino especiado. Cada
vez que tenía que desplazarme a algún sitio, corría las cortinas de mi litera.
Como era tan joven, desconocía que el dolor por la muerte de un ser querido
termina pasando, y estaba tan indefensa ante la pena como suelen estarlo los
jóvenes.
Ni siquiera mi hijo me producía placer. El mero hecho de verlo estornudar
me aterraba. ¿Qué ocurriría si lo perdiera igual que había perdido a mis
padres?
Muy pronto tuve que reanudar mis deberes de esposa. Me resultaron menos
pesados que antes. El ardor que mostraba Tiberio Nerón en el lecho había
disminuido. Sospeché que durante mi embarazo había empezado a ver a otras
mujeres, y que, una vez que había adquirido el hábito, ya no iba a dejarlo. Era
algo que se esperaba de los hombres de la nobleza, un comportamiento
convencional. Pero, aun así, me habría molestado, si lo hubiera amado.
Ya no abrigaba la fantasía de que mi matrimonio podría ayudar a salvar la
República. La República estaba muerta del todo. Antonio, Lépido y César se
habían repartido el imperio. Antonio estaba en oriente, Lépido en el norte de
África, y César se había quedado en Roma.
Tiberio Nerón fue nombrado pretor. Lucio Antonio continuaba en Roma, ya
que había sido elegido cónsul. La gente decía que a Lucio casi se le podía
confundir con su hermano gemelo, menos competente pero dotado de gran
vitalidad, porque ambos tenían la misma estatura, la misma constitución
fornida y la misma cara llena. Cenaba con frecuencia en mi casa, y en esas
ocasiones mi esposo se retiraba con él a conversar durante horas.
Una noche, cenando, Lucio dijo una cosa que me aterrorizó:
—Ese cerdo de César quiere actuar como si fuera el tercero de los hermanos
Graco. Está excediéndose. —Miró de manera elocuente a mi esposo y agregó
—: He escrito a mi hermano para decirle que puede contar plenamente
contigo.
—Naturalmente que puede —se apresuró a afirmar Tiberio Nerón.
César no estaba casi nunca en Roma, y compartía el gobierno con los
hombres de Antonio. Su prioridad era conservar la lealtad de sus soldados, de
modo que había empezado a acomodar a sus veteranos en pequeñas granjas.
Desde la época de los Graco se venía pensando que constituía una gran
injusticia que los soldados romanos que regresaban de las guerras no tuvieran
ninguna posesión. Así pues, se esperaba que su comandante se encargara de
que al licenciarse recibieran pequeñas parcelas de tierra.
Al igual que los Graco, mi padre odiaba los latifundios, aquellas grandes
extensiones de tierra trabajadas por esclavos que ocupaban buena parte del
territorio. Decía que sus propietarios solían expulsar de las tierras a los
ciudadanos pobres empleando métodos sucios e ilegales. Aunque no hubiera
aprobado ninguna otra de las cosas que hizo César, habría aprobado esta: que
estuviera recorriendo toda Italia para dividir los latifundios y dar un trozo de
tierra a sus veteranos.
Aquella noche, sin poder disimular un ligero tono de irritación, le pregunté a
Tiberio Nerón cuando nos disponíamos a acostarnos:
—¿Qué tiene que ver con los latifundios el hecho de que Antonio pueda
contar contigo?
—Hay varios asuntos legales que caen dentro de mi jurisdicción —contestó
mi esposo. Sus deberes de pretor se parecían mucho a los de un juez.
—¿Quiere que actúes a favor de los propietarios de los latifundios? ¿Solo
para boicotear a César?
Tiberio Nerón no respondió.
—Es eso, ¿verdad? —Aspiré profundamente, como si me hubiera quedado
sin aire—. El asunto de la tierra gotea sangre. Siempre ha sido así.
Roma llevaba casi un siglo sufriendo problemas por culpa de aquello.
—Vamos, querida, cálmate.
La llama de la vela que ardía sobre la mesilla de noche parpadeó
débilmente. No me permitía ver el rostro de mi esposo.
—Esto es la ruina —dije.
—Lo que supondría la ruina para mí sería no hacer lo que requiere Antonio
—replicó Tiberio Nerón—. No tengo alternativa, si pretendo conservar la
cabeza unida al cuerpo. ¿Crees que me gusta esto?
—César y sus hombres no van a tolerar algo así.
La carnicería, la guerra civil, todo aquello volvería a empezar de nuevo. La
actual calma no era más que una breve pausa en la costumbre que tenía Roma
de destruirse a sí misma. Lo que empeoraba las cosas, lo que me desesperaba,
era que la lealtad de mi esposo y, por lo tanto, la mía tenían que estar del lado
de Antonio en una batalla en la que el derecho y la justicia estaban del de
César.
A lo largo de toda la cena resultó embarazoso ver cómo Fulvia daba órdenes
a Tiberio Nerón y a Lucio Antonio. Se comportaba como si el gobierno de
Roma y el ejército de Antonio estuvieran en sus manos. Ninguno de los dos
hombres se atrevió a decirle que no, tal era su autoritarismo.
Fulvia no llegó a reclutar tantas tropas como esperaba, pero no fue porque
no lo hubiera intentado. Y un mes tras otro presionaba a Tiberio Nerón para
que dictara disposiciones legales que perjudicaran a César. A continuación, no
contenta con ello, ordenó a sus soldados que acosaran a los veteranos de
César. Hubo refriegas en las que murieron soldados. César no logró controlar
la ira de sus veteranos, quienes le exigieron que los hiciera marchar contra
Fulvia y lo maldijeron al advertir que él titubeaba.
La fortuna nos favoreció a mi esposo y a mí. Cuando César y sus veteranos
empezaron a marchar contra Roma, nos enteramos de ello con la antelación
suficiente para no quedar atrapados en la ciudad.
Sabíamos que Tiberio Nerón tendría que huir. Nadie dudaba que, dado que
era la persona que había dictado disposiciones judiciales tal como había
ordenado Fulvia, los hombres de César lo despedazarían en cuanto tomasen
Roma.
Una soleada mañana, mientras yo sostenía en brazos a mi hijo, Tiberio
Nerón me dijo que Fulvia, Lucio Antonio y quienes los apoyaban habían
decidido abandonar Roma e ir a Perusia. Se trataba de una pequeña ciudad
situada a cien millas de allí, sumamente fortificada y capaz de resistir mucho
tiempo a un ejército agresor.
—Livia —me dijo Tiberio Nerón—, tú y el niño debéis venir conmigo a
Perusia. A César todavía no le ha dado por asesinar a mujeres y a niños, pero
siempre hay una primera vez para todo. Además, solo los dioses saben si sus
tropas lo obedecerán cuando entren en Roma.
El peligro que corríamos quedándonos era demasiado grande. Estreché a mi
hijo contra mí y hundí el rostro en su cabello oscuro y rizado. Éramos juguetes
de la fortuna, y cabía la posibilidad de que lo perdiéramos todo. Pero me
prometí a mí misma que, pasara lo que pasase, mantendría sano y salvo a mi
hijo.
Perusia no me pareció una ciudad, sino más bien una aldea amurallada,
porque comparada con Roma resultaba minúscula. Unos guardias nos abrieron
las puertas para que pasara nuestro carro. Recorrimos las estrechas callejuelas
que conducían al Foro, una plaza nada impresionante rodeada de edificios de
ladrillo de una sola planta. Estaba abarrotado de soldados armados y
protegidos con petos y yelmos de guerra. Habían enviado a un mensajero
desde las puertas para informar de nuestra llegada a Lucio Antonio, quien se
abrió paso entre el gentío y, sonriente, vino a nuestro encuentro.
—Sé bien venido, amigo mío —dijo mirando a Tiberio Nerón. Luego se
volvió hacia mí y añadió—: Espero que tú y tu hijo hayáis tenido un buen
viaje. He dispuesto un alojamiento para vosotros.
La casa a la que Lucio se refería no estaba muy lejos del Foro. Había
pertenecido a uno de los hombres prominentes de Perusia, pero en cuanto
entramos en ella y recorrí el atrio con la mirada, quedé estupefacta. Había
unos cuantos divanes viejos y un par de sencillas mesas de roble, las paredes
no estaban adornadas con frescos, no vi nada que fuese caro ni bello.
Tiberio Nerón miraba alrededor con expresión seria.
Me sentí obligada a subirle el ánimo.
—Esto es mejor de lo que esperaba —dije—. Aquí podemos estar bastante
cómodos.
Nos había acompañado a Perusia como criado un antiguo legionario de
facciones duras llamado Buteo, que había sido escudero de Tiberio Nerón.
También había venido Rubria, para ayudarme a cuidar del pequeño Tiberio.
Mientras Buteo descargaba nuestras cosas del carro, Rubria y yo fuimos a
explorar la casa y descubrimos una pequeña estancia en la que ella podría
amamantar al niño. Al parecer, Rubria aceptaba perfectamente la situación en
la que se encontraba. Se sentó en un taburete y se descubrió el pecho. Su ancho
rostro reflejaba una expresión de placidez cuando introdujo el pezón en la
boca de mi hijo. Yo regresé al atrio, donde estaba mi esposo con Buteo.
—Quiero empezar a colocar nuestras cosas para ponernos cómodos —dije
—. Me ayudarás, ¿verdad, Buteo? ¿Quieres hacer el favor de llevar ese arcón
a la estancia que está en el lado izquierdo del atrio?
Buteo hizo una mueca, pero cogió el arcón.
Más tarde, cuando nos quedamos solos, Tiberio Nerón me dijo,
acariciándome la mejilla:
—Paloma mía, ¿de verdad entiendes lo que está sucediendo? ¿Eres
consciente de lo que sucederá si Marco Antonio no llega aquí a tiempo con un
ejército?
—Sí —respondí. Lo rodeé con mis brazos y apoyé la mejilla en su hombro.
El hecho de compartir la desgracia pareció fortalecer el vínculo que nos unía,
y en aquel momento experimenté verdadero afecto hacia él—. Estamos juntos,
tú, yo y nuestro hijo. Eso es lo más importante.
—Eres muy valiente.
—No lo soy —repliqué—. Tengo miedo. Pero si estuviera aquí mi padre,
diría que este es un momento en el que es necesario ser valientes.
«Ya —pensé—, en esta triste aldea, esperando a que nos pongan sitio. Más
bien, este es un momento en el que los dioses están poniéndonos a prueba.»
No iba a ser nada fácil subir a bordo de un barco que nos llevara a Sicilia
sin ser atrapados por las fuerzas de César. Pero Tiberio Nerón lo consiguió
con la eficiencia que cabía esperar de un antiguo pretor de Roma. Llegamos a
la isla y pernoctamos en una posada tan primitiva que tenía los suelos de tierra
y el techo de paja. Sexto Pompeyo no se mostró impaciente por vernos, pero
transcurrido un mes finalmente envió a alguien a buscarnos.
Cuando contaba trece años, Sexto vio cómo asesinaban a su padre delante de
él. Los enemigos de su padre confiscaron todos los bienes de su familia.
Ahora que tenía veintitantos años, llevaba ya varios viviendo como un
forajido. En cambio, ante unos romanos aristócratas como él se comportó con
honor.
—Ciertamente me gustaría ayudaros —dijo, al parecer más dispuesto a
hablar conmigo que con Tiberio Nerón—, pero dado que soy un aliado de
César, eso resultaría más bien complicado.
No obstante, nos dijo que estaba dispuesto a ayudarnos a llegar hasta Marco
Antonio, que actualmente se encontraba en Grecia. Dado que aquello era lo
mejor que podía ofrecernos, Tiberio Nerón aceptó.
Sexto consideraba que el mar, igual que Sicilia, formaba parte de sus
dominios. Decían que era el favorito del dios Neptuno. Se había hecho temer
por todos, en cambio a mí me pareció un ser desorientado y triste. Quizá yo
también le parecí desorientada a él. En el momento de la despedida me ofreció
una sonrisa lúgubre, extraña de tan tierna, se inclinó y me dio un beso en la
mejilla.
Mi madre había comentado que Marco Antonio tenía los ojos pequeños
como los de un cerdo. Cuando lo conocí en persona comprobé que dicha
descripción era acertada. Pero, a pesar de eso, su rostro lleno y rubicundo,
dominado por un mentón sobresaliente, resultaba atractivo. Despedía un olor
dulzón, una mezcla de sudor, vino y esencia masculina. Tumbado en un diván
de comer, vestido no con una toga sino con una túnica griega, un jitón,
confeccionada con seda roja, y bebiendo vino de una copa de oro decorada
con rubíes, al verme se fijó en mis pechos. Cuando se le acercó una criada
para rellenarle la copa, le manoseó las nalgas.
—¿Te está gustando Atenas, Drusila? —me preguntó.
Sentí una punzada de irritación que tuve buen cuidado de disimular. Antonio
nos había tenido esperando en Atenas a mi esposo y a mí para concedernos
una audiencia —porque eso era aquella cena, una audiencia— nada menos que
cuatro meses. Y desde el mismo instante en que me conoció insistió en
llamarme Drusila en vez de Livia o Livia Drusila. Era una afrenta
completamente sin sentido; nadie llamaba a una mujer solo por su segundo
nombre.
—Atenas es tan hermosa como esperaba —le respondí.
—Sí, hemos estado visitándola, ha sido muy agradable —apuntó Tiberio
Nerón. Logró hablar como si no hubiera pasado aquellos cuatro meses
consumido por la angustia, temiendo por su futuro. No sabía yo que fuera tan
buen actor.
—Después de Perusia, cualquier ciudad parece hermosa —dijo Antonio,
mirándome a mí—. Estuviste allí durante la mayor parte del asedio, ¿no es
cierto?
Afirmé con la cabeza.
—Por lo que se ve, te has recuperado de las privaciones que sufriste. A mi
pobre Fulvia no le ocurrió lo mismo.
Me había llegado la noticia de que su esposa había fallecido a causa de unas
fiebres no mucho después de que sus hijos y ella se reunieran con Antonio en
Grecia.
—Siento mucho que... —empecé.
—Ya sé que su intención era buena. Pero todo aquel asunto fue una auténtica
debacle. Fue una locura provocar todo aquel conflicto con César por el tema
de los latifundios. —Antonio meneó la cabeza en un gesto negativo—. Es una
lástima que nadie me informase de lo que estaba ocurriendo en Italia. —A
continuación posó la mirada en Tiberio Nerón—. A menudo me he preguntado
a mí mismo por qué no refrenaste a Fulvia y Lucio. Un hombre prudente como
tú, un pretor... ¿cómo pudiste hacer caso de semejante locura?
—Para serte sincero, nunca dudé ni por un instante que ellos recibían
órdenes de ti —replicó Tiberio Nerón.
—¿Que recibían órdenes de mí? —rugió Antonio—. ¿Te has vuelto loco?
El estómago me dio un vuelco.
—Lo único que está diciendo mi esposo es que esa era la impresión que nos
daban Fulvia y Lucio —balbucí.
Antonio soltó un bufido de desprecio.
No me creí que no estuviera enterado de lo que hacían Fulvia y Lucio. Aun
cuando ellos no hubieran querido informarlo, era seguro que César le enviaba
mensajes de protesta. No, Antonio les había dejado que probaran suerte contra
César y luego los abandonó a ambos —¡incluso a sus dos hijos, que aún eran
pequeños!— indefensos en una ciudad sitiada.
Me gustaría saber qué era lo que le había impedido aliviar nuestra situación
en Perusia. ¿La prudencia? ¿Los tentáculos de su amante, Cleopatra, la reina
de Egipto, que lo retuvo amarrado junto a ella? ¿Alguna otra cosa
inimaginable..., tal vez la simple pereza?
—En fin, lo pasado, pasado está. —Antonio cogió una seta rellena de su
plato, la estudió un momento como si fuera a hablarle y a continuación se la
metió en la boca, la masticó y la tragó—. ¿Qué planes tienes ahora, Nerón?
—Eso depende más bien de ti —contestó mi esposo—. Naturalmente, yo
esperaba que...
—Voy a serte franco —lo interrumpió Antonio—. Dentro de poco esta casa
va a llenarse de representantes de César. El marido de su hermana debe de
tener ya setenta años y su salud ha empezado a decaer. Ella tiene veinticinco y
se supone que es una perita en dulce, y... en fin, yo ahora soy viudo, de modo
que posiblemente acepte casarme con ella si se muere el viejo. Sería una
buena manera de apaciguar las cosas. Habrá una boda fastuosa, es posible que
esa serpiente acceda a venir para asistir a ella. ¿Entiendes lo que estoy
diciendo?
Tiberio Nerón asintió.
—Vas a forjar una nueva alianza con César.
—Exacto. ¿Y sabes qué rostro no deseo que vean César y sus amigos? El
tuyo. ¿Con qué van a asociarte? Con Perusia y con todo este estúpido asunto
de los latifundios. No quiero que se percaten de que formas parte de mi
séquito.
—Entiendo —aceptó Tiberio Nerón.
Antonio se recostó en su diván y, con gesto pensativo, volvió la mirada hacia
el techo, que estaba decorado con pinturas de querubines sonrosados.
—Claro que también podrían cambiar las cosas. Tú fuiste un mal pretor,
pero eres un buen militar. No voy a arrojarte a los perros. Los Claudios tenéis
muchos vínculos en Esparta, ¿no es cierto? ¿No hay allí hordas de gente a la
que en cierta ocasión ayudó tu abuelo o no sé qué pariente tuyo?
—Cierto. Tengo amigos clientes en Esparta —dijo Tiberio Nerón en tono
glacial.
—Eso es estupendo. —Antonio se giró para tenderse de costado y exhibió
una sonrisa juvenil—. Esparta se encuentra bajo mi jurisdicción. ¿A que es de
lo más oportuno? Mientras estés allí, no tendrás que temer a César. Lo que
sugiero es que vayas a Esparta y les digas a tus amigos que has ido para saldar
antiguas deudas. —Luego me miró a mí—. Drusila, Esparta te va a encantar.
Dejamos transcurrir unos minutos en silencio, asimilando el hecho de nuestra
inmediata partida hacia Esparta, precisamente. Después volvió a hablar
Tiberio Nerón:
—En cuanto a mis propiedades... —dijo.
—¿Tus qué? —lo interrumpió Antonio.
—Tengo entendido que César ha confiscado todas las propiedades que
poseía yo en Italia.
—Ah, eso es una lástima —repuso Antonio—. Pero no puedes esperar que
yo haga nada a ese respecto.
Yo me tragué la rabia y el sentimiento de haber sido traicionada, y mi esposo
hizo lo mismo. No teníamos ningún poder. Lo más exasperante era que
habíamos servido lealmente a Antonio y habíamos sufrido por su causa, y eso
no significaba nada para él.
Cuando ahora, con el paso de los años, miro atrás, recuerdo aquel
sentimiento de impotencia. Odiaba sentirme así. Y, por muchos que sean mis
defectos, puedo decir que nunca he dejado abandonado a su suerte a nadie que
me haya sido leal. Jamás trataría así ni a un esclavo.
Concluida la cena, un oficial de alto rango de Antonio llamado Pomponio
nos llevó a un lado a Tiberio Nerón y a mí. Había servido con mi esposo en la
Galia. Nos aconsejó que fuéramos a Esparta y que lleváramos allí una vida
discreta, y que no esperásemos recibir ninguna ayuda de parte de Antonio,
jamás.
—Si llegase a mis oídos alguna información que pueda seros de ayuda, os
escribiré —dijo—. Podéis contar con mi amistad.
Gracias a los viajeros que pasaban por Esparta nos enteramos de que
Octavia, la hermana de César, había quedado viuda y Antonio se había casado
con ella. No mucho después de saber lo de la boda, Tiberio Nerón recibió una
carta de Pomponio en la que este le decía que había habido un cambio en las
fronteras que separaban el territorio de Antonio y el de César. Antonio podría
haber advertido de ello a Tiberio Nerón, pero prefirió no hacerlo.
—César se queda con Esparta —me dijo mi esposo—. Sus soldados se
dirigen ya hacia aquí.
Huimos con nuestro hijo y con la siempre fiel Rubria, y también con la
criatura que llevaba yo en el vientre. Cadmo nos habló de una cabaña del
bosque en la que se alojaba él cuando iba de caza. No era más que una
construcción de dos habitaciones, levantada en un pequeño claro.
Cuando vi por primera vez aquella cabaña en medio del bosque, me acordé
del hogar que había tenido en Roma y me entraron ganas de romper a llorar
con una risa histérica. Una cosa era venir a menos en la vida, pero aquello era
caer demasiado bajo. Jamás se había oído hablar de semejante descenso
social. Pero una vocecilla severa que había en el interior de mi cabeza me dijo
que nuestra situación podía haber sido peor; al fin y al cabo, estábamos vivos.
Depositamos nuestras posesiones en la cabaña. Era lo que cabría esperar
que fuera la vivienda de un cazador, unos pocos jergones. Le pregunté a
Cadmo, que nos había guiado por el bosque hasta nuestro nuevo hogar:
—¿En esta zona hay lobos? ¿O animales salvajes de los que debamos tener
miedo?
—¿Tan cerca de la ciudad? Creo que no.
Cadmo tenía una barba canosa y unos ojos oscuros y brillantes. Su rostro
estaba plagado de arrugas, sobre todo cuando sonreía.
—Hemos pasado junto a unas cuevas. ¿No hay osos en ellas?
—No hay osos —contestó.
—Bueno, entonces todo está bien —dije yo.
—¿Hay agua por aquí cerca? —preguntó Tiberio Nerón.
—Había un arroyo —dijo Cadmo—, pero últimamente hemos tenido tan
poca lluvia que es posible que se haya secado.
Fuimos hasta el arroyo, o, mejor dicho, hasta el lugar donde había antes un
arroyo, y vimos que ya no existía. Tiberio Nerón lanzó una maldición en voz
alta.
—A un par de millas de aquí hay un lago —informó Cadmo—. De todas
formas, no tenéis pensado quedaros mucho tiempo en este lugar, ¿no es así?
La amistad era la amistad, pero sería un necio si no estuviera pensando en la
posibilidad de que al relacionarse con Tiberio Nerón podía estar corriendo
peligro.
—No, no pensamos quedarnos mucho tiempo —respondió mi esposo.
Regresamos a la cabaña, y allí se despidió Cadmo. Tiberio Nerón entró en
la estancia del fondo, y yo lo seguí. Se sentó en un jergón y hundió la cabeza
entre las manos.
—En mi opinión, deberíamos irnos lejos, muy lejos, olvidarnos de Roma y
empezar una nueva vida —le dije.
—Lo que no entiendo —me dijo él— es que Antonio no me haya advertido
de que se dirigen hacia aquí los soldados de César. Antonio sabía que yo
estaba en Esparta, fue él quien me sugirió que viniera. ¿Qué le habría costado
enviarme un mensaje? Si Pomponio no fuera amigo mío, ahora estaría muerto.
—Olvídate de Antonio.
Tiberio Nerón afirmó con la cabeza.
—Antonio me ha abandonado. César ha confiscado mis propiedades y desea
matarme. Sexto Pompeyo..., bueno, ya hemos visto lo poco que podemos
esperar de la buena voluntad de Sexto. Los tres se han dividido el mundo, y en
ese reparto no hay sitio para mí.
—No es el mundo entero —repliqué.
—Pues casi.
No pude rebatir lo que decía mi esposo. En la mayor parte del mundo —en
todo el mundo que nos importaba a nosotros— no había sitio para él, y por lo
tanto tampoco para mi hijo y para mí, ni para la criatura que estaba en camino.
Tiberio Nerón se frotó la cara.
—¿Adónde deberíamos irnos? ¿Hemos de regresar a toda prisa a Sicilia,
para que Sexto pueda mandarnos a otra parte? ¿Acudir a Antonio e implorarle
de rodillas? Casi me inclino a pensar que lo mejor sería entrar en Esparta,
presentarme ante los soldados de César y decirles: «Aquí estoy.» Al fin y al
cabo, soy ciudadano romano; no me crucificarían. Supongo que me darían una
muerte rápida y relativamente piadosa.
—Eso último no debes hacerlo —repuse—. Siempre hay una manera de
sobrevivir.
—No —replicó Tiberio Nerón—. Al decir eso, estás delatando lo joven que
eres. Créeme, no siempre hay una manera de sobrevivir.
—Para nosotros, sí —repuse—. Mira, tenemos un refugio y tenemos comida.
Tenemos libertad de movimientos. ¿Quién sabe? A lo mejor los soldados de
César se marchan, y tenemos la posibilidad de regresar a Esparta y quedarnos
a vivir allí.
Regresar a aquella casita de Esparta habría supuesto para mí la mayor de las
alegrías.
Nos acomodamos en la cabaña. Fueron pasando los días. Todas las mañanas
íbamos al lago a por agua para nosotros y para los caballos, y todos los días
Tiberio Nerón acudía a la linde del bosque a encontrarse con Cadmo, que nos
traía provisiones e información. Nos dijo que sí, que los soldados de César
estaban en Esparta y tenían todas las trazas de quedarse. ¿Dónde, exactamente,
estaban las nuevas fronteras de los dominios de César? ¿Dónde podríamos
estar a salvo? Cadmo nos prometió que lo averiguaría y nos lo diría.
A medida que iba pasando el tiempo, los encuentros de Tiberio Nerón con
Cadmo empezaron a preocuparme. Aquel hombre no había mostrado más que
amabilidad hacia nosotros, en cambio yo temía que nos traicionase. ¿Qué
pasaría si su asociación con Tiberio Nerón le resultara actualmente un lastre y
lo vendiera a los soldados de César? Estuve reflexionando mucho al respecto.
Sin embargo, Cadmo era el único contacto que teníamos con el mundo exterior,
y no podíamos cortar la relación con él.
Estábamos a principios del mes de Julius. Hacía un calor intenso y la tierra
estaba seca y cuarteada. La vegetación crujía bajo mis pies. Me fijé en lo
amarilla que estaba la hierba y en cómo colgaban las hojas de los árboles
resecos. Una mañana, Tiberio Nerón partió a su habitual encuentro con Cadmo
y Rubria se llevó al pequeño Tiberio a coger bayas. Para las bayas cogió un
saco grande de arpillera, lo único que teníamos a mano. Entretanto yo, que me
encontraba en el tercer mes de embarazo, me quedé en la cabaña acosada por
las familiares náuseas. Fui a la parte de atrás, a la zanja que nos servía de
letrina. El sol calentaba con fuerza y el hedor era muy penetrante. Noté que me
mareaba y vomité varias veces.
A menudo me sentía obligada a mantener una fachada de fortaleza por mi
esposo y por mi hijo, pero ahora, estando completamente a solas, me eché a
llorar. Quería que volvieran mis padres, y quería recuperar la vida que tenía
antes.
Finalmente me sequé las lágrimas y regresé a la entrada de la cabaña. De
pronto, nuestros dos caballos, que estaban atados a un poste, empezaron a
relinchar y piafar sin razón aparente. ¿Sería que Cadmo estaba equivocado y
en realidad sí que había lobos por aquellos bosques? Miré a mi alrededor,
pero no vi ninguna amenaza. Me daba miedo acercarme a los caballos cuando
estaban tan alterados. De improviso, se soltaron del poste y huyeron
despavoridos en la dirección en que se habían marchado Rubria y mi hijo.
Otro desastre. ¿Lograríamos recuperar aquellos caballos? La idea de que
nuestra existencia, ya desgraciada de por sí, hubiera empeorado todavía más
hizo que me entraran ganas de llorar de nuevo. De repente olí humo.
Volví la vista en la dirección de la que provenía el olor y vi brillar algo rojo
entre los árboles. Entonces di media vuelta y eché a andar por el sendero que
habían tomado Rubria y el pequeño Tiberio, pero me vino a la memoria que
había oído decir lo rápido que se incendian los bosques, y eché a correr.
A lo lejos, camino adelante, vi a Rubria con el pequeño Tiberio cogido de la
mano.
—¡Rubria! —grité.
Ella se volvió. Por su semblante deduje que estaba aterrorizada y que había
visto el fuego.
—¡Coge al niño! ¡Huye! —le chillé, pero era innecesario, porque ella había
levantado a mi pequeño en brazos y ya había echado a correr.
Fui detrás de ella, rodeada por una densa humareda.
—¡Diana, sálvame! —supliqué.
Corrí tan deprisa que pensaba que el corazón se me iba a salir del pecho,
respirando a bocanadas, tragando humo. Comencé a sentir un picor en los ojos.
El fuego era muy rápido, mucho más rápido que yo. Noté el calor en la espalda
y comprendí que estaba a punto de morir abrasada.
—¡Por aquí! —chilló Rubria.
No podía verla, así que corrí en dirección a su voz. Entonces sí que la vi, a
través de una cortina de humo. Estaba en la entrada de una de las cuevas de la
ladera en las que yo temía que pudiera haber osos. Me lancé de cabeza hacia
la boca de la caverna y aterricé en el suelo con un grito.
—¡Rueda por el suelo, rueda por el suelo! —vociferó Rubria—. ¡Estás
ardiendo!
Me froté el cuerpo contra el suelo y me eché tierra encima. Para apagar las
llamas, Rubria me sacudió el cabello y la túnica con el saco que había llevado
consigo para recoger las bayas. Me percaté de que estaba llorando...
seguramente de dolor. ¿También estaría ardiendo ella? Yo no sentía dolor
alguno, tan solo un pánico inimaginable. Por fin Rubria dejó de sacudirme las
llamas, y me interné un poco más en la cueva.
—Tenías el cabello ardiendo, el cabello y la ropa —me dijo Rubria entre
sollozos—. Oh, mis manos, mis manos...
Se había quemado las manos apagando el fuego. La rodeé con mis brazos y
rompí a llorar, y permanecimos así unos momentos, abrazadas. De pronto oí
llorar a mi hijo, y fui con él. A duras penas logré distinguir su rostro en aquel
espacio oscuro y lleno de humo. Le temblaba todo el cuerpo.
Nos adentramos en la cueva tanto como pudimos. La entrada se llenó de
humo. Fuera, el incendio era pavoroso. Me acordé de mi otro hijo, el que aún
no había nacido, y me agarré el vientre. «Te encuentras bien, pequeño? ¿Te
encuentras bien?» Rubria, el pequeño Tiberio y yo nos acurrucamos los tres
juntos, carraspeando y tosiendo. El humo nos irritaba los ojos y la garganta.
—Mamá, me duele —se quejó mi hijo.
Lo estreché contra mí y le dije que era mi chico valiente y que debía
respirar, seguir respirando el aire que hubiera. Me sentí aterrorizada por él.
¿Y si sucumbiera al humo, perdiera el conocimiento y se asfixiara?
—¡Respira! —le susurré.
Los tres permanecimos allí un rato que se me antojó de varias horas,
escupiendo, tosiendo, haciendo lo posible para inhalar.
Por fin el aire se despejó y nos aventuramos a salir de la cueva. No vimos
fuego, sino únicamente lo que había quedado tras el incendio: tierra
chamuscada, árboles reducidos a carbón. Miré a Rubria, que estaba llorando
porque le dolían mucho las manos. Las tenía muy enrojecidas y con la piel
levantada.
—Te debo la vida —le dije.
Hablándome en susurros para que mi hijo no la oyera, me respondió:
—Mi señora, estabas ardiendo literalmente.
—Pero no me he quemado —repuse.
—Mírate la túnica.
Seguí su mirada y me fijé en el filo de mi túnica. Estaba ennegrecido y
quemado.
—Y en el pelo —me indicó Rubria—. Lo tienes chamuscado.
Meneé la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Los dioses deben de amarte —me dijo.
El pequeño Tiberio me agarró de la mano con fuerza y, con los ojos muy
abiertos, contempló la desolación que nos rodeaba. El suelo estaba cubierto
de ceniza.
Regresamos los tres en dirección a la cabaña, pues no sabíamos a qué otro
lugar ir. La cabaña había desaparecido, por supuesto, y con ella todo lo que
había dentro.
—Vas a tener que regresar a Esparta —le dije a Rubria— para que te curen
las manos.
—Yo creo que las dos deberíamos quedarnos aquí hasta que vuelva el amo
—repuso ella.
—Pero tus manos...
—No es la primera vez que me las quemo.
La miré con sorpresa, y me acordé de que su marido y su hijo habían
perecido en un incendio.
—¿Cuando perdiste a tu familia?
—Oh, no, en otra ocasión, de pequeña. La ínsula en la que vivía ardió hasta
los cimientos. En aquel incendio murieron muchas personas. —Dibujó una
sonrisa teñida de dolor—. Sé que estas quemaduras no son muy graves. Se me
curarán.
Mi vida estaba siendo difícil tan solo en los últimos tiempos; en cambio,
Rubria no estaba acostumbrada a ninguna otra.
Volvimos a la cueva, que por lo menos era un refugio, y nos dejamos caer en
el suelo.
El semblante de Rubria era el espejo del agotamiento que sentía yo. Me
tendí con la cabeza apoyada en el hueco del codo. Mi hijo se acurrucó a mi
lado, apoyado en mi pecho, y Rubria se tumbó no muy lejos.
—Hemos pasado de una mansión en la colina del Palatino a vivir en una
cueva —le comenté—. ¿Y tú dices que los dioses me aman?
—No han permitido que murieras abrasada —replicó ella.
Lo cierto es que no pasamos mucho tiempo refugiadas en aquella cueva.
Tiberio Nerón siguió nuestro rastro y, justo antes de que se pusiera el sol, dio
con nosotros. Se llevó una mano a la boca y me miró con unos ojos como
platos.
—Temía que hubierais muerto los tres —farfulló finalmente—. Pero, Livia,
¿qué te ha ocurrido?
—Estoy bien —contesté—. Es solo que se me han chamuscado un poco el
pelo y la túnica. Pero Rubria está herida, se quemó las manos al intentar
salvarme. Debemos llevarla a un médico.
Tiberio Nerón asintió.
—Podemos ir todos a Esparta ahora mismo —dijo. Pensé que había perdido
el juicio, pero agregó—: Ya no soy un proscrito.
Nos traía una noticia muy importante: Cadmo le había entregado una carta de
Pomponio, en la cual se explicaban las estipulaciones de un tratado tripartito
firmado por César, Antonio y Sexto Pompeyo, unas estipulaciones que tenían
una importancia crucial para nosotros. César había aceptado que a un
determinado número de los seguidores de Antonio y de Sexto, que habían
huido de Roma, se les permitiera regresar a su hogar. Recibirían una cuarta
parte de los bienes confiscados. Antonio y Sexto habían presentado a César
las listas de seguidores, y uno de los nombres que figuraban en ellas era el de
Tiberio Nerón.
No había sido Antonio el que incluyó el nombre de Tiberio Nerón en la lista,
sino Sexto Pompeyo, en un acto de pura bondad.
—Volveré a tener mi asiento en el Senado —dijo mi esposo—, y aunque una
cuarta parte de mis propiedades no nos permitirá vivir con lujos, al menos nos
permitirá vivir.
Por mi mente cruzaron un sinfín de preguntas. ¿Podríamos fiarnos de que
César respetara aquel pacto? ¿Podría estar aguardándonos en Roma algún
peligro inesperado? ¿Qué alternativa teníamos, aparte de volver a casa y
reclamar lo que pudiéramos de lo que era nuestro? Además, yo quería volver a
Roma, la ciudad que yo asociaba con la felicidad de mi infancia. En particular
anhelaba ver a mi hermana; había podido escribirle una carta desde Esparta, y
ella me había respondido diciéndome que por su parte estaba todo bien. Pero
ya habían transcurrido casi dos años desde la última vez que nos habíamos
visto en persona.
Tan pronto como pudimos organizar los preparativos del viaje, mi familia
regresó a Roma, para vivir bajo el régimen de César Octaviano. Recé a Diana
para que velase por nosotros.
7
Bajé los brazos. Durante unos instantes no se oyó más que silencio. César
estaba inmóvil, con una expresión de añoranza en el rostro. De improviso
empezó a aplaudir.
Todos los demás se sumaron al aplauso y exclamaron:
—¡Bravo!
Yo ejecuté una leve reverencia.
Una vez que hubo cesado la ovación, César dijo:
—Áyax pronunció esas palabras, y las tinieblas se disiparon. Volvió la luz y
Grecia no pereció. Grecia prevaleció.
—Sí, es muy hermoso —dijo Valeria.
—Entiendo... es simbólico, desde luego —dijo Tiberio Nerón sonriente—.
De lo que habla el poeta no es de la luz del sol en sentido literal, sino de la
iluminación. Llega la luz, y Grecia prevalece.
Yo sabía que mi esposo pensaba que la cena estaba desarrollándose bien;
desde luego estaba siendo menos desagradable y tensa de lo que había temido.
Y César parecía estar divirtiéndose, que era lo principal.
—Tienes toda la razón —confirmó César con los ojos brillantes.
«Dioses», pensé yo mirando a César, «estoy convencida de que sé por qué,
precisamente en estos momentos, para ti significa tanto esa plegaria. Tú
consideras que Roma es Grecia, y que tú eres quien le trae la luz. Eso es lo
que piensas, ¿a que sí?»
—Si hubiera llegado a escribir mi tragedia, esa plegaria habría sido la pieza
principal —afirmó César—. Además, de hecho, mi intención era cubrir el
escenario con oscuridad y con niebla. Áyax elevaría su plegaria rogando que
volviera la luz, y entonces, de repente, la luz del sol inundaría la escena. Estoy
seguro de que un director de teatro bueno de verdad idearía un modo de hacer
todo eso.
—Sería maravilloso —dijo Nepia.
«Pero que sea a la luz del día como perezcamos.»
En aquel momento me acordé de mis padres, y al instante se me hizo
insoportable ver a César allí, tan contento y tan cómodo ante mi mesa. El
deseo que sentía por él me revolvió el estómago.
—Pero ¿qué harías con el final del argumento? —le pregunté.
—¿Con el final? —se extrañó César.
—Cuando Áyax echa a correr como un poseso y mata a los líderes griegos
que le han desairado.
—Simplemente lo mostraría cubierto de sangre —contestó César—.
Además, en realidad no mata a nadie.
—Eso es cierto —admití—. Solo mata unas ovejas. Él cree que son los
líderes de los griegos, porque está loco. ¿Así que tu obra trataría de un hombre
que reza pidiendo la luz pero termina enloquecido y cubierto de sangre?
—Sería una tragedia, acuérdate —repuso César.
—No puede haber una tragedia que no incluya locura y sangre —aportó
Fannio.
—Por lo que parece, podría ser una obra excelente —dijo Valeria. Miró a
César y añadió—: Deberías animarte a escribirla.
—No tengo tiempo —se lamentó César—. Y lo cierto es que quizá tampoco
tenga el talento necesario.
—Yo creo —le dije yo sosteniéndole la mirada— que podrías escribir una
tragedia muy buena. —Hablé en tono serio, incluso con delicadeza.
César se encogió de hombros con gesto inexpresivo.
—Tal vez la escriba uno de estos días. Como digo, ahora no tengo tiempo.
Fannio lanzó una carcajada.
—Sí, ya veo lo ocupado que estás.
El ambiente de la mesa había cambiado. Tiberio Nerón, con la voz teñida de
una ligera ansiedad, llevó a Rulo y a Fannio a conversar sobre unos combates
de boxeo que habían visto recientemente. Valeria y Nepia escuchaban con cara
de aburrimiento. Yo me puse a jugar con la comida que tenía en el plato. César
también jugueteaba con la suya, y de tanto en tanto contribuía a la
conversación elogiando a un boxeador o a otro.
Cuando levanté la vista de mi plato, descubrí que César me estaba mirando.
Su expresión era la de una persona que se sentía herida pero estaba dispuesta
a perdonar el golpe. Durante un rato procuré esquivar su mirada, hasta que,
como no deseaba parecer una cobarde, lo confronté de nuevo. Él me respondió
con una media sonrisa triste.
De improviso, Nepia saltó.
—César —exclamó en tono festivo y enérgico—, ¿tienes pensado dejarte la
barba? Espero que no estés a punto de afeitártela.
—No lo he pensado demasiado.
—Deberías dejártela —propuso Valeria—. En mi opinión, todos los
hombres de Roma deberían empezar a llevar barba de nuevo, como en los
viejos tiempos.
—Sí, la barba es algo muy varonil —opinó Nepia—. Un hombre con barba
parece de verdad un hombre.
—Podrías iniciar una nueva moda —apuntó Valeria.
—Si te dejas la barba, todos los hombres de Roma terminarán dejándosela
también —dijo Nepia—. Por favor, di que no te la afeitarás.
César se volvió hacia mí.
—Livia Drusila, ¿tú no opinas?
Percibí una ligera crítica en su tono de voz, como si estuviera retándome a
que dijera algo desagradable.
—Ya que me lo preguntas —respondí—, me siento obligada a serte sincera.
Mi opinión es que deberías afeitártela. Con ella pareces un bárbaro.
Tiberio Nerón, que estaba a mi lado, respiró hondo.
César se frotó el mentón.
—¿De verdad? ¿Tan mal me queda?
Afirmé con la cabeza.
Sonrió, de manera un poco forzada.
—Mi hermana me dijo exactamente lo mismo la última vez que la vi.
Se hizo el silencio, y Valeria se apresuró a llenarlo.
—Ah, pues si tu hermana opina que no debes llevar barba...
De pronto me pareció que en aquel comedor hacía un calor y una estrechez
insoportables.
—Excusadme —murmuré.
Me levanté, salí y atravesé el atrio, pasando por delante de los lictores y los
guardaespaldas de César, para salir al jardín.
Sabía lo que había hecho. No había sido con premeditación. Y, aun así, lo
había hecho.
César me había pedido que si no sentía nada por él, que se lo dijera y me
dejaría en paz. Pero yo no había dicho tal cosa. No, pese a toda mi
indignación. Lo que le había dicho era que no pensaba ser una mujer fácil.
Aquellas palabras no parecían haber sido escogidas por la persona que yo era
normalmente. Y, aun así, tampoco habían acudido a mi boca de manera
accidental; habían sido acuñadas por una parte de mí que yo apenas conocía.
Imaginé a César diseccionando lo que yo le había dicho, examinándolo a la
luz del sol, por así decirlo, asimilando lentamente su significado. Y luego
decidiendo cómo iba a reaccionar.
Cuatro días después la esposa de César alumbró a una niña, y ese mismo día
los nuevos padres se divorciaron. La gente decía que César había puesto fin a
su matrimonio por el amor de otra mujer y que sabían cómo se llamaba esa
otra mujer: Livia Drusila. Mientras tanto, ni siquiera nos habíamos dado un
beso. Pero yo me había convertido en una figura pública, hasta cierto punto.
Mi hermana vino a mí llorando porque había visto en una valla un dibujo,
supuestamente de mi rostro, un grosero esbozo a carbón de una mujer desnuda
y con el vientre abultado. Y debajo del dibujo habían escrito un chiste acerca
de la puta de César.
—¿Qué está pasando? —me preguntó—. ¿Qué es lo que estás haciendo?
Cuando le respondí que no había nada, ¡nada!, entre César y yo, me di cuenta
de que no me creía.
Era imposible que, a aquellas alturas, Tiberio Nerón siguiera sin saber nada
de la conversación que habíamos tenido. Pero no me lo planteó. Yo creo que
se encontraba en un estado de total incredulidad y estupefacción. Pasaba casi
todo el día fuera de casa o encerrado tras la puerta de su estudio. Apenas
hablábamos el uno con el otro.
Entonces, una mañana, llegó un mensaje de César no dirigido a mí sino a mi
esposo. Le rogaba que tuviera la bondad de ir a verlo aquel mismo día; había
un asunto del que tenían que hablar.
Tiberio Nerón devolvió el mensajero a César con la respuesta siguiente:
«Dile que iré a verlo dentro de una hora.»
Una vez que se hubo marchado el mensajero, se volvió hacia mí.
—Livia, ¿tú sabes de qué asunto se trata?
Yo no dije «¿Cómo voy a saberlo?», y me limité a negar con la cabeza.
Se necesitaba conocer muy bien a Tiberio Nerón para reparar en el gesto
duro de su boca y comprender que era un indicio de miedo. Mi esposo tenía un
agravio pendiente contra César, no al revés. Se rumoreaba que César había
seducido a su esposa. Solo unas pocas generaciones antes, se habría
considerado un escándalo el hecho de que una figura pública tuviera
relaciones carnales con una mujer casada. Los divorcios eran raros y se
consideraban una afrenta a los dioses. De las mujeres romanas se esperaba
que fueran castas, y en las fiestas ni siquiera se reclinaban, sino que
permanecían erguidas, como niñas bien educadas. Ni siquiera estaba bien
visto que bebiéramos vino. Un hombre podía matar a una adúltera, por muy
prominente que resultara ser esta, y todo el mundo lo aplaudiría. En tiempos
de la República, habría sido César el que tendría motivos para temer a mi
esposo. Pero la República había muerto.
Tiberio Nerón se vistió su toga. Lo observé abandonar la habitación y salir
al jardín. Estábamos a finales de septiembre, ya se olía el otoño en el aire;
poco después de año nuevo yo daría a luz a su hijo.
¿Qué iba a ocurrir entre aquellos dos hombres? Empecé a imaginar, como si
fueran escenas de una obra de teatro, dos posibilidades benignas. En una de
ellas —la cual ni siquiera por un instante pensé que fuera posible que se diera
— César tenía un asunto perfectamente válido que tratar con mi esposo, un
tema puramente de índole senatorial; resultaba que su llamada no tenía nada
que ver con mi persona. En otra escena, más probable, aceptaba reconocer la
infortunada conversación que había tenido conmigo, le aseguraba a Tiberio
que no tenía fundamento alguno, le ofrecía algún cargo u honor como
concesión y lo hacía volver a casa.
Había otras posibilidades, pero me negué a imaginarlas siquiera.
Cuando me senté en un banco del jardín a esperar a que regresara Tiberio
Nerón, el niño que llevaba en mi vientre empezó a dar patadas sin cesar. Me
acaricié la barriga y murmuré palabras tranquilizadoras a mi hijo aún no
nacido.
Me pregunté a mí misma qué era lo que quería. Ya era obvio lo que debía
querer: que mi esposo volviera a casa y nuestra vida juntos no sufriera
cambios. Seguir siendo una esposa fiel para el hombre al que me había
entregado mi noble padre. ¿Y qué era lo que quería en realidad? Dos cosas
contradictorias. Quería ser una digna hija de mis padres, no degradarme a
causa de la pasión que sentía por un hombre que había contribuido a
destruirlos, preservar mi integridad. Y quería sentir que me envolvían los
brazos de César, sus labios en los míos, apretarme contra él, su cuerpo contra
mi cuerpo, mi alma contra la suya, fundirme con él en un doloroso e
inacabable éxtasis.
8
Cuando Tiberio Nerón regresó a casa tras su encuentro con César, pasó por
delante de mí sin pronunciar palabra, entró en su estudio y se dejó caer en una
silla. Acto seguido llamó a un esclavo para que le llevara vino, aunque rara
vez bebía a una hora tan temprana.
Me senté en el diván del estudio. Llegó el esclavo con el vino.
—Déjanos... y cierra la puerta —le dijo Tiberio Nerón.
Se bebió una copa de vino en silencio. Cuando por fin habló, su voz iba
teñida de un tono forzado y pedante.
—Livia, César es de la opinión de que, dado que por tus venas corre sangre
de los Claudios y que tu padre se contó entre los defensores de la República,
el hecho de contraer nupcias contigo le reportaría singulares ventajas
políticas. Ayudaría a conciliar determinados sectores de la nobleza. Así pues,
me ha pedido que desempeñe un papel patriota y que, en aras de la paz de
Roma, te libere para que puedas casarte con él.
Intenté asimilarlo. César deseaba que yo fuera su esposa. Bajé la vista un
momento, no quería que Tiberio Nerón advirtiese la alegría que acababa de
invadirme.
—¿Te ha pedido que te divorcies de mí?
—Por el bien de Roma.
—¿Y qué le has dicho tú?
Tiberio Nerón cerró los ojos.
—¿Qué le has dicho? —le pregunté de nuevo, y esperé, incapaz de respirar.
Se pasó la lengua por los labios.
—Le he dicho que no iba a interponerme en tu camino.
El corazón de una mujer no es cosa sencilla. Yo jamás había estado
enamorada de mi esposo, pero cuando me di cuenta de que Tiberio Nerón no
iba a luchar por mí, me sentí igual que si me hubieran abofeteado. Deseé que
me entregara a César, oh, cuánto lo deseé. Y, sin embargo, me escoció pensar
que iba a hacerlo de buen grado.
Supongo que lo que vio en mi expresión fue desprecio, porque se sonrojó.
—Entiéndelo, no creo que a César se le haya metido en la cabeza la idea de
casarse contigo sin que tú lo hayas alentado a ello. No soy tan necio como tú
quizá crees. No pienso destruirme por una mujer que ha entregado su corazón y
su cuerpo a otro hombre.
—Yo no le he entregado mi cuerpo.
En cuanto pronuncié estas palabras, caí en la cuenta de lo que acababa de
desvelar. Dudo que hasta aquel momento hubiera admitido plenamente la
verdad ante mí misma. Me cubrí la cara con las manos y me eché a llorar.
Tiberio Nerón maldijo en voz baja.
Pasado un rato dejé de llorar. Me fui a mi alcoba y llamé a Pelia para que
me llevara un cuenco con agua y mi espejo. Me lavé la cara y Pelia me peinó.
Después ordené que me trajeran mi litera.
Cuando estaba cruzando la entrada de la casa, a punto de salir, Tiberio
Nerón se me acercó y me tomó del brazo.
—Espero que reconozcas que no he sido un mal marido para ti. Si has
sufrido privaciones, no ha sido por mi culpa, sino por los tiempos que
estábamos viviendo. Como mínimo, siempre me he mostrado dispuesto a
adaptarme a tus deseos.
—Lo que dices es verdad.
Pero ¿por qué lo decía? Me di cuenta de que temía mi enemistad, y eso me
impresionó vivamente. Podría haber llorado de nuevo, a la vista de lo horrible
de la situación. Llevaba dentro de mí al hijo de mi esposo, pero lo estaba
traicionando. Y en vez de vivir en la virtuosa República que había soñado mi
padre, nos regía un jovenzuelo respaldado por un ejército. Un senador incluso
tenía miedo de decir que no a aquel jovenzuelo cuando lo reclamaba su
esposa. Y para rizar el rizo, era precisamente de aquel jovenzuelo del que yo
no podía evitar estar enamorada. Nada era como debería ser.
No tenía derecho de reprocharle nada a Tiberio Nerón, me dije a mí misma.
Había caído en una red.
—Tiberio, tú eres el padre de mi hijo y de la criatura que pronto nacerá.
Siempre seré amiga tuya.
Me soltó el brazo y dio un paso atrás.
Salí al exterior, donde estaba aguardando mi litera, y les dije a los
porteadores que me llevaran a la casa de César Octaviano.
En los últimos años, Tavio había llevado una vida muy extraña y peligrosa.
A pasar de su inquebrantable valor, ello se había cobrado su precio con sus
nervios. Entonces fue cuando entendí que no me recibiera con tanto placer
como alivio, como si no estuviera seguro de que yo fuera a acudir a su
llamada. Me rodeó con sus brazos y me dijo:
—No dejo de pensar que esta gran felicidad no es para mí, que me la van a
arrebatar.
César, el hombre al que tantos tenían motivos para temer, el que había
ordenado ejecuciones, era otro. Quise creerlo así. Tavio me dio todas las
razones para creerlo. Por supuesto, sabía que existía aquella otra faceta suya,
el amor no me había transformado en una idiota, pero dicha faceta no parecía
venir al caso para nuestra vida en común.
—Tengo una noticia que darte —le dije cuando estábamos reclinados en su
comedor, a punto de disfrutar de otra de sus modestísimas comidas.
—¿De qué se trata? —me preguntó en tono tenso.
«Hemos de casarnos lo antes posible, por su bien. Entretanto, debido a que
me ama, será un alma torturada.» Este pensamiento me hizo sonreír.
—Es una noticia buena —lo tranquilicé.
Le dije que Tiberio Nerón había accedido a entregarme y a ser el anfitrión
de nuestra boda.
—¿Has conseguido que acceda a hacer eso? —dijo Tavio. De inmediato
comprendió que el hecho de que mi esposo otorgara públicamente su
bendición a nuestro casamiento redundaría en beneficio de todos.
—No quiero que nuestra boda sea causa de resentimiento contra ti en ningún
sentido —le dije mientras todavía se regocijaba—. Tavio, permíteme que te
haga un ruego: trata a Tiberio Nerón con el máximo respeto y la máxima
bondad.
Tavio lanzó una carcajada.
—¿Por qué no habría de hacerlo? Va a ser mi mejor y más valioso amigo.
Bajé la vista a mi plato.
—¿Entonces te encargarás de que sus bienes, los que tú confiscaste, le sean
devueltos? —Cuando alcé de nuevo la vista descubrí que Tavio me estaba
mirando fijamente, no con consternación, sino con sorpresa, desde luego—.
Eso mejorará aún más su disposición de ánimo —señalé—. Además, es bueno
que se sepa que quienes se adapten a ti serán recompensados. —Sonreí—.
Amado mío, yo también tengo interés en esto, quiero recuperar mi dote. Y lo
que sea propiedad de Tiberio Nerón acabará perteneciendo a mis hijos.
Tavio ladeó la cabeza y adoptó una actitud reflexiva. Aquella postura suya
no tardaría en resultar muy familiar para mí. Enseguida supe que quería decir
que estaba pensando, naturalmente, pero todavía me hacía solo una vaga idea
de lo que significaba para Tavio reflexionar sobre un problema. A su debido
tiempo llegaría a entender que él no se limitaba a sopesar lo que yacía en la
superficie, sino que desgranaba todas las implicaciones estratégicas de cada
movimiento que llevaba a cabo, como si la vida fuera una partida de ajedrez
de una complejidad increíble.
Ante una cuestión como la de si debía devolver o no los bienes confiscados
a Tiberio Nerón, no solo estudió el efecto que ello tendría sobre Tiberio
Nerón y sobre mí, sino también el modo en que interpretarían dicho gesto otros
hombres, aliados o adversarios, si ello los apaciguaría o los irritaría, de
dónde saldría el dinero, de qué otro modo podría gastarse, y otras
repercusiones que yo jamás habría sido capaz de imaginar.
Transcurridos unos instantes, todo quedó ponderado y equilibrado.
—Hecho —dijo con una sonrisa.
Estábamos reclinados los dos juntos en un único diván, y lo besé. Él me
acarició el cabello, me pasó las yemas de los dedos por el cuello y, muy
ligeramente, también me rozó los senos. Deseé que mi hijo ya hubiera nacido,
porque era lo bastante vanidosa para querer que la primera vez que hiciéramos
el amor mi cuerpo fuera perfecto, que no estuviera abultado a causa del
embarazo, y, aun así, sentí un intenso deseo. Reclinada allí con él, me invadió
la tentación de ir más allá de los besos y las caricias, y me parece que a él le
ocurrió lo mismo. Pero reflexioné y me dije que era mejor esperar hasta que
ya no fuera la esposa de otro y ya no llevara en mi vientre al hijo de otro. No
quería que nuestra primera vez quedara ensuciada por nada que fuera
incorrecto, chabacano o absurdo, sino que resultara ser algo bello. Quizás él
pensó lo mismo. Unos instantes después nos separamos el uno del otro.
Estuvimos hablando de nuestra boda y de a quién deseábamos invitar. No se
celebrarían los ritos religiosos, como el de compartir el pastel consagrado,
pero sí que observaríamos la mayoría de las costumbres habituales. No
obstante, Tavio dijo que no veía motivo para que yo fuera del banquete a su
casa andando.
—No es un requisito. Estoy seguro de que irás más cómoda en una litera.
—Querido —respondí—, me conmueve que quieras protegerme. Y te lo
agradezco. Pero considero importante que el día de nuestra boda la gente me
vea ir hasta tu casa andando, serenamente. Porque no quiero dejar la menor
duda en la mente de todos de que yo no soy ninguna Lucrecia.
Al oír esto, Tavio abrió mucho los ojos, pero entendió lo que pretendía
decir.
Los hombres romanos son seres complejos. Algunos podrían pensar —y yo
misma lo he pensado en ocasiones— que sus esposas y sus hijas, y las mujeres
en general, no les importan un comino. Ciertamente, actúan como si así fuera.
Pero en su cabeza y en su corazón guardan otros sentimientos completamente
distintos. Al fin y al cabo, el nacimiento de la República —el derrocamiento
de la monarquía bajo la cual fue fundada Roma— puede atribuirse a la
indignación de unos hombres buenos ante la violación de una mujer. Uno de
los hijos del tiránico rey de Roma violó a Lucrecia, una esposa joven y pura.
Lucrecia se lo contó a su esposo y a su padre, y seguidamente se suicidó. La
revuelta que estalló a continuación derrocó la monarquía para siempre.
Si yo hubiera querido destruir a Tavio y hubiera estado dispuesta a dar mi
vida por ello, tenía los medios a mi alcance. Lo único que tendría que hacer
sería clavarme un puñal en la puerta de su casa. Los hombres de Roma
vengarían mi muerte. Pero lo cierto era que deseaba preservar su vida y su
poder, y la mejor manera de conseguir mi objetivo era recorriendo a pie las
calles de Roma, encinta como estaba, y demostrar al mundo que otorgaba mi
consentimiento a aquel matrimonio.
Aunque me sentía embargada por la dicha del amor, mi mente no dejaba de
dar vueltas a las implicaciones políticas que iba a tener nuestra unión. Que
Roma se riera de nosotros tres, Tavio, Tiberio Nerón y yo. Que hicieran
chistes porque Tavio y yo no éramos capaces de controlarnos y esperar a que
naciera mi hijo para casarnos, que se mofaran de aquel joven frío y calculador
que sin embargo se ponía en ridículo por una mujer. Que la gente supusiera
que Tiberio Nerón era tan sobornable que con gusto regalaba a su esposa con
tal de obtener una ventaja política. Yo podía soportar incluso que me llamaran
adúltera, por más que lo odiase; pero nadie debía decir que un tirano estaba
arrebatando la esposa a otro hombre y que esta se resistía. De eso iba a
encargarme yo.
Es posible que Roma hubiera visto nupcias más extrañas que las mías con
Cayo Julio César Octaviano, pero resultaba difícil acordarse de una de ellas.
El papel que desempeñó Tiberio Nerón pasó a ser parte de nuestra leyenda, es
decir, de la de Tavio y mía. Algunos interpretaron que regalaba a su mujer en
un acto de sacrificio por la patria, otros pensaron que su acción era mucho
menos elevada. Pero a ningún romano se le borrará jamás de la memoria.
A primera hora de la mañana, mucho antes de que llegaran los invitados del
enlace, Tiberio Nerón y yo llevamos a cabo las formalidades de un divorcio
por consentimiento mutuo. Los siete testigos que se requerían llegaron a
nuestra casa, enviados por Tavio, que se había encargado de muchos de los
preparativos de la ocasión. Tiberio Nerón y yo los recibimos en el atrio,
donde los esclavos estaban ya disponiendo divanes para el banquete de bodas.
Lancé una mirada furtiva al que pronto iba a ser mi antiguo esposo. ¿Qué
expresión refleja el semblante de un hombre que está a punto de incorporarse a
la leyenda de otro? De no excesiva felicidad. Pero al menos no se le veía
furibundo.
Pronunció ante los siete testigos el tradicional enunciado:
—Toma lo que te pertenece y vete.
—Consiento —respondí yo.
Nuestro matrimonio había terminado. Actuando como mi pariente y mi
guardián, examinó el contrato nupcial que le había enviado Tavio. La cláusula
principal transfería mi dote a Tavio, quien había de controlarla en adelante.
Tiberio Nerón presionó su anillo contra el sello de cera del documento.
—Gracias —le dije.
A continuación, me quité mi anillo de compromiso, que era de oro, y se lo
entregué. Él lo contempló en la palma de su mano, cerró el puño y, dejando
escapar una breve risa, salió de la estancia.
Se había cortado un importante vínculo, y yo experimenté una punzada de
dolor al recordar momentos de afecto y alegrías compartidas. Había llegado a
Tiberio Nerón cuando aún era una niña, y siendo su esposa me había hecho
mujer. Yo no lo quería como marido, pero habíamos llegado a confiar el uno
en el otro. Me dije que sería amiga suya, tal como le había prometido, y dicho
pensamiento me procuró cierto consuelo.
Fui al cuarto de los niños, donde encontré a Rubria vistiendo a mi hijo. En
cuanto lo vi, sentí el escozor de las lágrimas, pero me había prometido a mí
misma no volver a llorar por algo que ya no podía cambiarse, y no quería
actuar delante del pequeño Tiberio como si nos hubiera sobrevenido una
tragedia. Parpadeé para alejar el llanto y conseguí esbozar una sonrisa.
—Mañana querré ver a mi hijo —le dije a Rubria—. Enviaré la litera para
que me lo traigas.
—Por supuesto —respondió ella.
—Y tú te encargarás de cuidarlo, igual que siempre.
Mi hijo me miraba con una expresión de desconcierto. Le faltaban dos meses
para cumplir los tres años. ¿Cómo iba a entender lo que estaba ocurriendo? De
repente me quedé muda.
—Por supuesto —repitió Rubria.
Recordé que ella había perdido a su esposo y a su hijo en un incendio —una
circunstancia que era común en las chabolas de Roma y que ella desde luego
no pudo impedir— y me pregunté qué opinión tendría de mí. Pero en su rostro
simple y de expresión paciente no pude hallar ninguna pista.
Di un beso en la frente al pequeño Tiberio y después lo dejé con Rubria y
me fui a prepararme para mi enlace matrimonial.
He tenido que hacer una breve pausa en este relato. Mi mente se había
llenado de recuerdos de cuando mi hijo era pequeño, y también me acordé de
que todavía tengo que contestar una carta que me ha escrito recientemente.
La tablilla encerada que lleva estampado su sello se encuentra aquí, sobre
mi mesa de escribir. Me insta a que descanse más y a que deje todos mis
asuntos en las manos de sirvientes de confianza; con gusto me sugeriría varios
hombres capaces en los que yo podría apoyarme. Mis propiedades son muy
extensas. Poseo fábricas de ladrillos, una mina de cobre, graneros. Es
demasiado para mí, a mi edad, me dice, ocuparme de la supervisión de tantas
empresas. Además, no debería ir a donde viven los pobres a repartir
personalmente dádivas caritativas, cosa que aún sigo haciendo. Insinúa, y no
es la primera vez, que dicha actividad no es exactamente muy apropiada para
una mujer, ni siquiera para una que se encuentra en la flor de la vida.
El tono que emplea mi hijo es casi de súplica. Le escribiré contestándole
educadamente, dándole las gracias por su preocupación filial. Pero, como
siempre, me negaré a dejarme atar por los esfuerzos que hace para restringir
mis actos.
Mi hijo Tiberio puede ser áspero y prepotente en el trato con otras personas;
conmigo, al menos suaviza el tono de voz y procura ser cortés. Pero me mira,
como a todas las mujeres, con una visión estrecha. Donde más cómodo se
encuentra es en un campamento militar, rodeado de hombres.
Cuando yo aún lo llevaba en mi vientre, en Roma estaban vigentes las
proscripciones. Cuando era un recién nacido, su padre y yo huíamos de un
lugar a otro con él, a menudo acuciados por el pánico. Luego llegó mi divorcio
y mi casamiento con Tavio. ¿Afectaron esos sucesos del pasado a la persona
que es hoy? No lo sé. A veces pienso que perdió parte de la capacidad de
confiar, en particular la capacidad de confiar en las mujeres, porque yo
abandoné el matrimonio al que me había comprometido con su padre.
Recuerdo el gesto de desconcierto que vi en los ojos de mi hijo en el
momento de separarme de él aquel día de mi boda, hace ya tanto tiempo, e
incluso ahora siento deseos de llorar.
Los aspectos estrambóticos del enlace para mí quedaron eclipsados por la
alegría, tanto la mía como la de Tavio. Se casaba con una mujer que estaba
embarazada del hijo de otro y que aún iba a tardar varios meses en ser para él
una verdadera esposa. Y en cambio entró en la casa de Tiberio Nerón
sonriendo ilusionado. Cuando me vio ataviada con mi traje escogido para la
boda —la túnica larga y de color blanco, el fino velo carmesí— abrió la boca
como si estuviera presenciando un milagro. Para la ocasión, se había adornado
la cabeza con una guirnalda de flores rojas y amarillas que le daban un aspecto
joven y puro, como el de un muchacho que nunca hubiera visto a una novia.
Abrazó a Tiberio Nerón como a un hermano. La tensión que hubiera cabido
esperar fue engullida por su felicidad y su buena actitud. El momento en que
los dos hombres intercambiaron ejemplares del contrato nupcial, incluso el
momento en que Tiberio Nerón puso mi mano en la de Tavio, transcurrió
deprisa y de manera civilizada.
Nosotros, Tavio y yo, permanecimos cogidos de las manos. Yo lo miré a los
ojos a través de mi velo transparente y pronuncié la frase de consentimiento.
Cuando le dije a César Octaviano lo de «Si tú eres Cayo, yo soy Caya», lo
dije de corazón. Con él resistiría o caería. Era una mujer joven y enamorada,
pero también me sentía como un general que escoge el terreno de la batalla
que ha de librar, sabiendo que, haya escogido bien o mal, no cabe ya
retroceder, que habrá de vencer o morir.
Tavio me puso un anillo en el dedo, el mismo dedo del que solo unas horas
antes me había quitado yo el anillo de Tiberio Nerón. En aquel momento no
sentí ninguna duda, sino más bien la sensación de que lo que había acabado
sucediendo era justo e inevitable, porque Tavio y yo éramos almas gemelas y
el amor que nos unía era vasto como el mar.
Al instante estallaron vítores:
—Feliciter!
Me levanté el velo de novia. Tavio y yo nos reclinamos juntos para recibir la
enhorabuena de los numerosos invitados. Tiberio Nerón ocupó un diván
situado en el lugar de honor, a nuestra derecha, como haría normalmente el
pariente más cercano de la novia. Yo observé con el rabillo del ojo cómo se le
iba aproximando la gente. Todos se mostraban respetuosos pero torpes a la
hora de elegir las palabras, pues no parecía apropiado darle la enhorabuena.
«En fin —me dije yo—, esta es mi boda y he de actuar como si estuviera
disfrutando de ella. Pero seré mucho más feliz cuando haya acabado este día.»
Respondí cortésmente a todos los invitados y escuché cuando Tavio les daba
las gracias por sus felicitaciones. Él nunca se quedaba sin saber qué decir; en
eso se parecía a un político curtido. Pero no parloteaba hasta cansar a sus
huéspedes, a lo cual eran dados muchos hombres públicos. Y yo me pregunté:
«Si solo oyeran su voz y no lo conocieran, ¿quién creerían que es? Ah, pues un
joven bien alimentado, pero no natural de la ciudad de Roma, que habla con
excesiva suavidad y cortesía para los que han nacido aquí. Espero que Roma
no sea un lugar demasiado duro para él.»
Mi hermana y su esposo se acercaron a felicitarnos. Ella llevaba una bonita
estola de color verde claro y lucía sus mejores joyas. Su esposo sonreía de
oreja a oreja. Secunda miró a Tavio como si este fuera un león y yo estuviera a
su lado sujetándolo de una correa. Pobrecilla, no tenía talento para disimular
lo que pensaba.
—Que los dioses traigan suerte a vuestro matrimonio —dijo a la vez que
hacía un esfuerzo por sonreír. Acto seguido lanzó una breve mirada de
asombro a Tiberio Nerón, que estaba dando buena cuenta del primer plato del
banquete al tiempo que conversaba con otros invitados.
Tavio se mostró simpático con su esposo y amable con ella. Pero Secunda
puso cara de alivio cuando consiguió volver a su diván.
La hermana de Tavio no pudo asistir a la celebración, ya que se encontraba
muy lejos de allí, con Marco Antonio, su flamante esposo. Pero en el banquete
conocí a dos hombres tan próximos a Tavio que casi eran como hermanos
suyos: Marco Agripa y Cayo Mecenas.
Primero se nos acercó Agripa. Nos dio la enhorabuena y Tavio me lo
presentó.
Era alto, musculoso y de rostro rubicundo, dotado de un rudo atractivo. Yo
sabía que había tenido el mando operativo de las fuerzas de Tavio durante el
asedio de Perusia, pero aparté todo pensamiento de Perusia de mi mente y le
dije:
—Es un placer conocerte.
—También para mí, conocerte por fin a ti.
Tavio le había hablado de mí, obviamente.
Advertí la cautela que se reflejaba en los ojos de Agripa, pero no le guardé
rencor por ello. Su futuro, su vida entera, iban ligados a servir a Tavio. A las
dos primeras esposas de este nunca había tenido que tenerlas en cuenta;
conmigo iba a ser diferente, y lo sabía.
La gente murmuraba acerca de la baja extracción social de Agripa. Su padre
era el propietario de unas ricas tierras cercanas a Velitrae, donde se había
criado, al igual que Tavio, pero sus abuelos eran esclavos libertos. Yo
pertenecía a la familia de los Claudios, y creo que temía que lo despreciara.
Intercambiamos unas frases de cortesía mientras nos medíamos el uno al otro.
Poco después conocí a Mecenas. Físicamente era la antítesis de Agripa:
bajo, moreno y regordete. Me habían dicho que tenía sangre etrusca.
—Feliciter, querida —me dijo. Su voz era sumamente agradable, casi
musical, pero un tanto aguda para un hombre. Me ofreció una sonrisa llena de
encanto—. No quisiera robarte tiempo en este momento, pero estoy deseando
conocerte mejor. Estoy decidido a que seamos excelentes amigos.
—Así lo espero yo —respondí.
—Oh, sin duda lo seremos —me aseguró.
—«Ha tomado una decisión —pensé—. Se hará amigo de la nueva esposa
de Tavio, y de este modo reforzará su posición dentro del círculo íntimo de su
amigo.»
Le devolví la sonrisa. Nos entendíamos el uno al otro.
En aquellos últimos años, mientras competía por el poder, Tavio había
tenido solo dos consejeros que importaran, no dos ancianos sesudos, sino
aquellos amigos de su misma edad. Y, en efecto, ambos le habían servido bien,
a juzgar por los resultados. Por lo tanto, yo jamás haría nada que pudiera
deteriorar la amistad que los unía a mi marido; al contrario: me tomaría muy
en serio granjearme su gratitud y su lealtad.
La mayoría de los nobles de Roma los miraban a ambos con desprecio,
naturalmente. A Agripa jamás le perdonarían el origen de sus antepasados. Y
en el caso de Mecenas..., en fin, su ascendencia regia hacía que fuese aceptado
incluso entre los patricios. Pero la impresión que transmitía, que no solo era
de blandura, sino también de femineidad, atraía sobre sí todas las burlas.
Ambos habían sido amigos íntimos de Tavio en la escuela. ¿Quién era él
cuando los conoció sino el niño enfermizo que no aguantaba el ejercicio ni el
entrenamiento militar? Me sorprendió el hecho de que, en aquella escuela
destinada a los hijos de la élite provinciana de Velitrae, los tres, por diferentes
razones, fuesen forasteros.
Los tres habían demostrado ya, no solo ante sus antiguos compañeros de
escuela, sino ante el mundo entero, que no tomarlos en cuenta era una necedad.
Me vi a mí misma como el cuarto miembro de aquel círculo dorado. Pero era
la que ocupaba la cuarta posición, nada más lejos; yo sería el miembro más
próximo a Tavio, su compañera en todos los sentidos. No pensaba
conformarme con menos. Y el mundo se enteraría de que también era una
necedad no tomarme en cuenta a mí.
Para acudir al almuerzo de Mucia escogí una estola nueva de fino lino
amarillo, cara pero austera, adornada únicamente con un ribeteado de color
escarlata. Pelia me la colocó formando pliegues elegantes, perfectos. También
me puse unos pendientes de oro, un collar de rubíes y un broche de oro en
forma de rosa que había heredado de mi madre. Llevaba el pelo peinado en
apretados bucles alrededor de la cara, recogido por detrás de las orejas y
sujeto con un alfiler. Si existía un peinado capaz de hacer una declaración
política, era aquel; como era tan sencillo, la gente lo asociaba con las antiguas
virtudes de la República. Había adoptado la costumbre de llevarlo cada vez
que aparecía en público al lado de Tavio, y también en todas las ocasiones
importantes.
Percibí que el almuerzo de Mucia iba a ser una ocasión importante, y resultó
que no estaba equivocada. Todas las otras invitadas eran esposas de senadores
de alto rango. Ninguno de sus maridos se podía considerar un amigo firme de
Tavio; de hecho, si yo hubiera querido reclutar una camarilla para derrocar a
mi esposo, probablemente me habría acercado a aquellos mismos hombres. De
modo que tenía una labor que llevar a cabo.
En el aire flotaba un aroma de perfume caro. Todos los cuellos estaban
adornados con esmeraldas y perlas. Eran todas manos delicadas las que
cogían las pastas rellenas de carnes con especias, y eran todos labios teñidos
de carmín los que bebían el vino de las copas de plata. Por todas partes
resonaba el tintineo de la risa femenina. Al principio la conversación fue lo
que cabría esperar de una reunión de matronas patricias. Estuvimos hablando
de los méritos y deméritos de diversos peluqueros, largo y tendido. Entretanto,
todo lo que yo hacía y decía era analizado por media docena de mentes
cautelosas y astutas.
Yo era la esposa del gobernante de Roma. La mayoría de las mujeres me
hablaban con algo más que simple deferencia. Yo, a cambio, me mostraba
atenta, incluso cordial. Ellas lo apreciaron y se relajaron un poco. Sabían que
yo procedía de una cuna noble, pertenecía a los Claudios, y por lo tanto era
una de ellas. Resultaba imposible sobrestimar lo mucho que importaba
aquello. Por debajo de su cortesía cautelosa percibí que se ablandaban un
poco. ¿Por qué no aceptarme, por qué no ser amigas mías? Con todo, una de
aquellas mujeres, Cecilia, mostraba una actitud fría, cuando no hostil. Noté
que consideraba que era sensato mostrarse agradable conmigo, pero que le
costaba mucho trabajo. Hablando de los hijos, dijo:
—Debe de resultarte muy duro tener hijos tan pequeños y que, sin embargo,
no vivan contigo.
—Se me hace difícil no tenerlos bajo mi techo —le respondí—, pero mi
anterior esposo es muy bueno y me permite dirigir su cuidado.
—Qué afortunada —dijo ella.
Mucia dirigió a Cecilia una mirada reprobatoria apenas discernible y
cambió de tema. Al momento surgió una conversación sobre temas triviales.
De improviso habló Papiria, la más joven de las presentes:
—¿Alguien ha visto últimamente una buena obra de teatro? —preguntó—.
Me encantaría ver una que fuera buena.
Me incliné hacia ella.
—¿Sabes qué obra me gustaría ver a mí, que casi nunca se representa? Es
griega. Seguro que has oído hablar de ella: Lisístrata.
—¿No es esa —dijo Papiria sonriendo— en la que las esposas se niegan a
hacer el amor con sus maridos hasta que estos pongan fin a una guerra terrible?
Afirmé con la cabeza.
—Es una comedia, naturalmente —dijo Cecilia.
—Exacto —confirmé yo—, es una comedia. Y trata de la guerra del
Peloponeso que libraron Atenas y Esparta y que solo duró veinticinco años.
—¿Solo? —replicó Hirtia, otra de las invitadas.
—Los griegos se mataron entre sí a lo largo de veinticinco años —dije—.
¿Qué es eso, en comparación con Roma? Nosotros llevamos mucho tiempo
más.
Papiria lanzó una carcajada.
—Es una lástima que en Roma no haya mujeres como Lisístrata.
—Sí —dije yo—, una lástima.
—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó Cecilia— ¿Que todas nos neguemos a
copular con nuestros maridos hasta que en Italia reine la paz?
—Oh, no —repuse—, nada tan grosero. —Me encogí de hombros—. No
creo que funcionase. Después de todo, el hombre que está impidiendo que
haya paz en este momento es Sexto Pompeyo, y se encuentra bajo nuestra
influencia. Pero estoy convencida de que las mujeres deberíamos pensar
seriamente en la paz y en lo que puede servir para traer la paz... sea una cosa o
una persona. —Y di un mordisco a una pasta.
—Al decir «una persona» te refieres a César Octaviano —dijo Cecilia, casi
en tono acusatorio.
La miré sonriendo y le contesté:
—Sí, así es. —Seguidamente me volví hacia Mucia—. Las pastas están
deliciosas. Agradecería mucho que tu cocinero me diera la receta.
Había plantado una semilla, y eso era lo único que pretendía hacer. En los
meses e incluso años venideros, pensaba regarla y cuidarla sin descanso.
Cuando finalizó el almuerzo, varias de las mujeres se me acercaron y, con
gesto avergonzado, fueron sacando pergaminos doblados de los pliegues de
sus estolas. Una deseaba que determinada propiedad le fuera devuelta a su
familia; otra tenía un marido que buscaba un nombramiento oficial; una tercera
solicitaba otro favor de Tavio.
También se me aproximó Cecilia.
—Mi hermano —me dijo con la cara encendida— se encuentra en el exilio.
Esa circunstancia está acabando con él, el hecho de que no pueda venir a su
casa. —Me tendió un documento con precaución, como si esperase que yo me
negara a aceptarlo. Pero, naturalmente, lo acepté.
—Haré por ti lo que esté en mi mano —le dije.
Ella me miró con actitud dubitativa.
—De verdad —la tranquilicé.
Regresé a casa con aquellas peticiones, y después de cenar Tavio y yo
fuimos a su estudio y nos reclinamos en un diván a examinarlas bajo la suave
luz de una lámpara de aceite. No tuve necesidad de decirle por qué deseaba
que accediera a dichas súplicas, porque él ya lo sabía. Su esperanza estribaba
en que yo lo ayudase a poner de su parte a la nobleza, y aquellas mujeres con
las que yo había almorzado eran la flor y nata de la nobleza. Los favores que
solicitaban distaban mucho de ser trascendentales, así que se apresuró a
conceder tres de ellos, en parte, supongo, para complacerme a mí, pero
también porque le interesaba a él.
—En cuanto al hermano de Cecilia... —dijo a continuación.
—¿Representa una amenaza?
Tavio hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es un individuo un tanto repulsivo que fue desleal a mi padre. No siento el
menor deseo de perdonarlo.
Le pedí que por favor me permitiera que lo perdonase yo, solo para darme el
gusto, y le pregunté cuál sería la mejor manera de hacerlo. Mientras le hacía
estas preguntas, estudié su semblante y reparé en que presentaba unas
profundas ojeras.
—Tienes cara de cansado. Necesitas un respiro.
Me respondió con una mueca.
—Deberíamos irnos de Roma durante unos días, ahora que las cosas están
tranquilas —le propuse—. Podríamos, ¿no es así?
—Quizá. Poseo una villa situada entre Roma y Neápolis. Casi nunca voy
allí, pero es muy bonita. ¿Te gustaría que fuéramos?
—Sí, mucho.
Esbozó una sonrisa débil.
—Esperaba que dijeras que sí, pero que antes perdonáramos al hermano de
Cecilia.
Pobrecillo. Todo el mundo lo importunaba a todas horas con que hiciera esto
o aquello. Todas las mañanas se congregaba una muchedumbre frente a nuestra
casa, y en cuanto Tavio pisaba la calle le salían al paso. Ya me imaginaba lo
que debía de ser tener una esposa que actuara como si fuera un miembro más
de aquella horda de suplicantes.
—Olvídate de él —le dije.
En ocasiones Tavio hacía cosas que de otra forma no haría, simplemente con
el fin de contentarme a mí. Tal vez quería estar a la altura del hombre que yo
había soñado. No le quedó clara la cuestión de si perdonar al hermano de
Cecilia constituía una política sensata o no, ni siquiera después de haberlo
hecho. No dejaba de dar vueltas a las implicaciones que podía tener dicha
acción.
—Es un galimatías —me dijo mientras viajábamos juntos en un carruaje
cerrado, rodeados por todos lados de su guardia personal a caballo—. Me
pregunto cuánto ha de esforzarse alguien para que los demás lo teman o,
alternativamente, para que lo amen. No existe una respuesta clara.
—Oh, mejor para que lo amen —repuse yo, y lo cogí de la mano.
Él sonrió.
—En algunas relaciones, sin duda alguna. Pero ¿qué me dices de la vida
pública?
—Ya has logrado que te teman lo suficiente —dije—. Ahora es vital que la
nobleza te vea como un gobernante moderado y lo contrario de un hombre
sediento de sangre. Todos han de entender que tú eres un puerto seguro para
Roma, tras el derramamiento de sangre que ha habido en el pasado. Y entonces
te apoyarán.
—¿Así es como lo ves tú? —dijo Tavio con gesto pensativo.
—Estoy convencida de que un exceso de miedo puede conducir al odio y a
cometer actos de desesperación —dije—. Y de que se puede conciliar a
muchas personas mediante la bondad.
—Me parece que confías demasiado en lo que puede conseguir la bondad —
replicó Tavio—, pero estoy dispuesto a reflexionar más sobre ello.
Durante el resto del viaje, estuvimos hablando de temas más livianos.
Estaba vivo y volvía a casa. Aquello era lo que más me importaba a mí.
Pero cuando su flota se enfrentó a la de Sexto Pompeyo en el mar, fue
derrotada. En todas las batallas que había librado anteriormente, su bando
había sido el vencedor. Salir siempre victorioso era en parte lo que lo había
mantenido en el poder. Temí que, al verlo debilitado, todos los que había
sometido a su mando solo por miedo se sintieran ahora envalentonados. Bien
podía ser que sus enemigos políticos no tardasen en saltar sobre él como una
jauría de perros rabiosos.
12
Tal vez aquellas palabras, «no hundir mis barcos», llegaron a oídos de algún
espíritu malicioso. Tal vez las oyera el mismísimo Neptuno en un momento en
el que se encontraba de mal humor.
Tavio y Agripa prepararon un doble ataque a Sicilia, pues cada uno se situó
al mando de una enorme flota. Por arte de alguna mágica diplomacia, Mecenas
indujo a Lépido a regresar del norte de África para ayudarlos, y este consiguió
desembarcar doce legiones suyas en las costas de Sicilia. De pronto estalló
una tempestad terrible. La flota que mandaba Agripa se las arregló para capear
el temporal; Tavio ordenó a sus barcos que se refugiasen en una bahía de la
costa italiana que debía de estar bien resguardada, pero la tempestad, como si
se moviera dirigida por una inteligencia malévola, fue directa hacia dicha
bahía. A los barcos les resultó imposible escapar de ella yendo mar adentro,
de modo que quedaron atrapados.
El día en que me enteré yo de la noticia, también se enteró toda Roma. Se
había perdido otra flota. Tavio, medio ahogado, consiguió llegar a la orilla y
gritó a los cuatro vientos:
—¡Ganaré esta guerra aunque se oponga Neptuno!
Después se quedó allí durante largo rato contemplando la bahía, que
aparecía sembrada con los cadáveres de sus soldados.
Esta vez yo no podía salir de casa sonriente y fingir que no había sucedido
nada horrendo. En muchas de las calles de Roma se oían los gemidos de las
madres que lloraban por sus hijos muertos. Aquella pérdida de vidas humanas
hizo que la primera derrota pareciera pequeña, y lo de ahora era un desastre
sumado a otro. Esto era un horror, y todo el mundo lo sabía. Yo ni siquiera
podía decir, como hice la primera vez que se perdieron barcos, que aquello
había ocurrido porque Tavio había sido mal aconsejado; al ir a refugiarse en
aquella bahía no hizo sino obedecer su instinto.
Algún poeta callejero, sabedor de la afición que tenía Tavio por el juego,
compuso una cancioncilla para la ocasión. Yo no acababa de verle la gracia,
pero sabía que se repetía por todas partes:
Guardé las cartas que me escribió Tavio mientras estuvo ausente. A menudo
no eran más que unas pocas palabras garabateadas en unas tablillas de cera
que con el tiempo iban difuminándose. Pero a veces me escribía una carta más
larga, en papiro. Sin embargo, no escribía para la historia, sino únicamente
para mí; sus misivas contenían fragmentos cifrados, secretos, y eran sinceras,
en ocasiones incluso más que si me hubiera dicho aquellas mismas cosas en
persona. Cuando leía sus cartas lo imaginaba en el interior de alguna triste
tienda de campaña, después de haber pasado la jornada manteniendo una pose
de poderío e infalibilidad. Ansiaba quitarse aquella máscara, y conmigo podía
hacerlo.
Finalmente, nos mudamos a la colina del Palatino. Nuestra nueva casa era tal
como yo quería que fuera: no más grande que la de un senador normal, nada
que provocase envidias malintencionadas, pero sí hermosa, con magníficos
murales en las paredes, con un enorme estudio en el que pudiera trabajar
Tavio, y dotada de otro estudio casi igual de grande para mí. A cada lado de la
entrada principal, Tavio ordenó que se plantase un laurel, símbolo de victoria.
Para ello empleamos injertos del árbol que había crecido de la ramita que
llevaba la gallina en el pico cuando cayó de las garras del águila. En privado
pusimos un nombre infantil a cada arbolillo, Pompo y Tatila, y fingimos que
eran una pareja de casados. Ahora que ya no se cernía sobre nosotros la
sombra de la guerra, estábamos de humor para tonterías como esas.
Tavio premió generosamente a quienes le habían servido bien. Los
campesinos que lo habían rescatado cuando lo perseguían los soldados de
Sexto fueron recompensados espléndidamente. Mecenas recibió una propiedad
de gran tamaño en Sicilia. Pero nadie merecía más que Agripa, y nadie recibió
más que él. Las extensas tierras que obtuvo en Sicilia lo convirtieron en un
hombre sumamente rico.
Yo estaba presente cuando Tavio le dijo a Agripa que iba a supervisar una
amplia renovación de los acueductos, las alcantarillas y los edificios públicos
de Roma. Agripa se limitó a asentir.
—Serás edil municipal —le dijo—. Ese es el título adecuado, teniendo en
cuenta cuáles van a ser tus responsabilidades.
Agripa volvió a asentir. A él no le importaban nada los títulos. Empezó a
hacer preguntas de lo más práctico. ¿Cuántos edificios iban a reformarse?
¿Cuán extensiva era la renovación de las alcantarillas que tenía Tavio en
mente? Enseguida se enfrascaron en una larga conversación técnica. Hasta que
Tavio dijo:
—Habrá un grandioso templo nuevo para todos los dioses, un panteón.
Deberías ponerle tu nombre. Haremos grabar en piedra la inscripción: «Esto
lo construyó Marco Agripa», para que lo vea todo el mundo. ¿Qué te parece la
idea?
—Estupenda —respondió Agripa sonriendo, y a continuación volvió sobre
el tema de las alcantarillas.
—Hará todo lo que le he pedido —me dijo Tavio a mí más tarde—. Y verás
que lo hará de manera soberbia.
Contesté que no lo dudaba; Agripa sobresalía en todas las artes prácticas
excepto, felizmente, la de maniobrar en la política. Era tan leal como un perro.
De lo que se trataba era de lograr que siguiera siendo así.
Unos días más tarde estábamos Tavio y yo sentados en nuestro jardín nuevo,
grande y frondoso.
—¿Sabes qué es lo que necesita Agripa? —dije yo—. Una esposa.
Tavio me dirigió una mirada de perplejidad.
—Y creo conocer a la adecuada. Es rica, atractiva y de buena cuna. Y... —
paseé la mirada por el jardín y me detuve en un esclavo que estaba recortando
los setos para que no sobresalieran ramas— tiene una lealtad personal hacia
mí.
Lo último que deseaba yo era que Agripa se casase con alguna necia que
intentara desviar su lealtad hacia otra parte.
—¿Y quién es ese dechado de virtudes?
—Cecilia.
—¿Aquella a cuyo hermano perdoné?
Afirmé con la cabeza. El esposo de Cecilia acababa de fallecer, y la había
convertido en una viuda joven. Si bien en nuestro primer encuentro se mostró
un tanto fría, se había convertido en una de mis mejores amigas. Y era una
persona juiciosa. Había visto a varios varones de su familia acabar destruidos
por una ambición desmedida, así que jamás instaría a su esposo a actuar de
forma insensata. Además, poseía discernimiento suficiente para ver más allá
del bajo pedigrí de Agripa y comprender lo mucho que valía en realidad.
—Una esposa de alta cuna proporcionará a Agripa el lustre que necesita —
razoné.
No tardaron mucho en casarse. Ambos estaban convencidos de haber hecho
un buen negocio y se sentían agradecidos a Tavio y a mí, tal como yo esperaba.
Hay períodos en los que la vida es tan placentera que uno casi se imagina
que el mundo es un lugar soleado y seguro. En aquel momento, todo cuanto yo
tocaba parecía estar hecho de oro. Mi nueva casa se encontraba a un corto
trecho andando de la residencia de Tiberio Nerón, de modo que vivía muy
cerca de mis hijos. Tiberio Nerón no había vuelto a casarse; la gente
cuchicheaba que la esclava que se había comprado era la viva imagen que
tenía yo a los quince años. Cuando acerté a verla no vi el parecido, excepto en
el detalle de que era pelirroja. Fuera como fuese, Tiberio Nerón siempre me
trataba como a una amiga y era un fiel defensor de Tavio en el Senado. Le
agradaba que los demás senadores lo tratasen con deferencia debido a sus
vínculos con el poder.
Nadie perdía nunca entregando su lealtad a Tavio o a mí, ni los de más
arriba ni los de más abajo. Adopté la costumbre de liberar, pasado un tiempo,
a cada una de las esclavas que me habían atendido personalmente. La primera
fue Pelia, que ascendió a una posición de autoridad en mi familia. Rubria,
naturalmente, era libre desde el principio. Me frustraba que ella, con la cual
había contraído una deuda enorme, deseara tan poco de lo que yo pudiera
darle. La recompensé bien de forma material por los cuidados que había
procurado a mis hijos. Ella me dio las gracias, pero percibí que en el fondo le
resultaba indiferente. Un día me dijo, con bastante timidez:
—¿Sabes quién es Marco Orto?
Estábamos sentadas en el patio de la casa de Tiberio Nerón. Mis hijos, a los
que había ido a visitar, se peleaban en el suelo como dos cachorros de león.
Habría puesto fin a aquel juego si hubiera temido que el pequeño Druso
terminara haciéndose daño; pero Tiberio, que estaba grande para los cinco
años que tenía y podía ser bastante bruto con los niños de su misma edad,
siempre tenía mucho cuidado de no hacer daño a su hermano.
—¿Marco Orto? —Miré a Rubria con gesto interrogante—. Me suena el
nombre, pero no acabo de identificarlo.
—Forma parte de la guardia personal de César —me dijo Rubria, y al
instante se ruborizó.
Por fin descubrí cuál era la recompensa que deseaba.
Como Rubria estaba sola en el mundo y dependía de mí, me puse a
investigar a Orto. Era un hombre sosegado y sincero, y además me enteré de
que tenía buena cabeza para los números. Así que me encargué de los
preparativos prácticos de la boda. Orto dejó el ejército, y yo lo establecí en un
negocio de importación de joyas que pronto alcanzó la prosperidad. Él
permitió a Rubria que continuara supervisando el cuidado de mis hijos. Fue un
arreglo feliz para todos los interesados.
Por esas fechas, la salud de Tavio mejoró. Tal vez se debió a las pociones
curativas que yo le preparaba, o quizá fue que el hecho de descansar de tanta
guerra y tanta agitación le hizo más bien que ningún brebaje que yo pudiera
darle. Tosía y jadeaba menos, dedicaba más tiempo al descanso, y, cuando su
hermana Octavia llegó a Roma, la recibió con gran alegría. La había enviado
Marco Antonio antes de marcharse a guerrear a Partia, y se instaló en la
enorme mansión que poseía este en el Palatino. Con ella vinieron sus hijos y
los dos niños de Antonio.
Octavia seguía sin tenerme ningún afecto, pero un día en que estábamos las
dos viendo las carreras de cuadrigas me sonrió con un cariño inesperado.
—Estoy muy feliz —me dijo. Miró a Tavio, que estaba demasiado lejos para
poder oírnos, hablando con un senador—. Pero me da vergüenza darle a él la
noticia. Soy una tonta, ¿verdad? Seguro que querrá conocerla y que se alegrará
por mí. Pero es que no estoy acostumbrada a hablar con mi hermano de estos
asuntos. ¿Te importaría decírselo tú?
—¿Qué es lo que debo decirle?
—Oh, ¿no lo he mencionado? —Rompió a reír—. Estoy esperando otro hijo.
Me irritó que fuera demasiado delicada para decirle aquello a su hermano
por sí misma, y además yo llevaba una temporada preocupada porque aún no
había concebido ningún hijo de mi amado. Llevábamos dos años casados, pero
el día de la boda yo estaba embarazada y Tavio había pasado varios meses
seguidos fuera de casa. Así y todo, me preocupaba que no llegara ningún hijo.
De modo que cuando Tavio volvió a sentarse con nosotras le dije con frialdad:
—Tu hermana está de nuevo encinta.
Octavia puso cara de horror. Se hizo obvio que deseaba que hubiera habido
más entusiasmo y ceremonia en la manera de comunicar la noticia. Tavio
sonrió y le dio un beso.
Aquel embarazo, hasta yo tuve que reconocerlo, representó un presagio
excelente. Cuando se corrió la voz de que Octavia iba a dar otro hijo a
Antonio, todo el mundo pensó que su felicidad conyugal casi garantizaba la
armonía civil. Roma no quería que hubiera más guerra entre compatriotas, de
modo que Roma se regocijó.
Había aparecido una nube en el cielo azul de mi felicidad. Un mes tras otro,
veía frustradas mis esperanzas de quedarme embarazada. En un caso así, nadie
piensa que el problema esté en la semilla del hombre. Además, el breve
matrimonio de Tavio con Escribonia había dado como fruto la pequeña Julia.
Así que, seguramente, la culpa era mía. Yo ansiaba tener un hijo de Tavio,
ansiaba tener en mis brazos aquel bultito tibio. Decidí no hablarle de ese tema.
Sin embargo, una noche, en la cama, se me escapó de manera impulsiva, tan
fría como cuando anuncié el embarazo de Octavia.
—Tavio, quiero un hijo.
—Es cuestión de tiempo.
—Eso espero. —Me acurruqué contra él y dije en tono ligero—: De lo
contrario vas a tener que divorciarte de mí.
—¿De qué estás hablando?
—Un imperio necesita un heredero —razoné—. Necesitas un hijo varón.
—Livia, ¿cuántos años tengo?
—Veintiséis.
—¿Y cuántos años tienes tú?
—Veintiuno.
—Yo diría que nos queda un poco de tiempo para tener un heredero —dijo
—. Explícame una cosa: ¿Por qué las mujeres ven dificultades donde no las
hay?
—Porque las mujeres somos sensatas y vemos venir el futuro mucho antes de
que lo vean los hombres.
—Ah. Yo pensaba que era porque se recrean en el sufrimiento. —Me
estrechó contra sí—. Pero si opinas que deberíamos intentar con más ahínco
tener un heredero, estoy dispuesto a redoblar mis esfuerzos.
Así que rompimos a reír e hicimos el amor, y dejamos aquel tema a un lado.
—¿Por qué a los hombres les gusta tanto la guerra? —le pregunté a Tiberio
Nerón no mucho después de que Tavio partiera para Iliria.
—Porque nos permite probar de qué estamos hechos —me respondió.
Había venido a mi villa de Prima Porta a hacerme una visita. Estaba
pensando en adquirir una villa en las inmediaciones y quería ver cómo había
distribuido yo la finca. Mientras paseábamos por los jardines, fue comentando
la belleza de las fuentes de mármol y la variedad de flores. Siempre resulta
agradable impresionar a un antiguo amigo.
—Esa de ahí es muy bella —dijo, señalando una estatua de Diana
empuñando el arco—. ¿Sigues prefiriéndola a ella por encima de todos los
demás dioses?
—Siempre he creído que fue Diana la que me salvó del incendio en el
bosque —repliqué.
—Ah, sí, el incendio del bosque. —Meneó la cabeza, recordando—. Casi
me parece que eso pertenece ya a otra vida.
Tuve en la punta de la lengua preguntarle: «¿Eres feliz? ¿Y me perdonas por
haberte abandonado?» Pero había cosas que no nos decíamos el uno al otro.
Necesitábamos hablar de nuestro hijo.
—El pequeño Tiberio..., en fin, hablando de amor por la guerra, lo único que
quiere es practicar con las armas.
Tiberio Nerón dibujó una ancha sonrisa.
—Es un soldado por naturaleza, ¿eh?
Yo apreté los dientes.
—Sí, pero el otro día hirió con la jabalina a uno de mis esclavos.
—Nadie posee una puntería perfecta.
—Posee una puntería excelente para un niño de su edad. Y tengo el
presentimiento de que lo hizo a propósito.
—Pero no mató al esclavo, ¿verdad?
—No, pero sí lo hirió. Y no puso cara de que le importase mucho, ni
siquiera después de que yo le propinara un cachete.
—De acuerdo, si lo veo apuntando hacia alguno de mis esclavos, le daré
unos azotes —respondió Tiberio Nerón sonriendo—. Tienes que reconocer
que ciertamente tiene madera de soldado.
—Quiero que sea algo más que un soldado —repuse—. Necesita suavizarse
y refinarse. En noviembre cumplirá siete años. ¿Me permitirás que contrate a
un tutor? Ha de ser una persona adecuada, capaz de abrirle los ojos a la
filosofía, la poesía y el arte.
—Adelante. Pero no creo que con ello vayas a suavizarlo mucho. —A
Tiberio Nerón le brillaron los ojos—. Es hijo mío.
¿Magullado? Eso era poco decir. En Metulum había estado a punto de morir,
aplastado y despedazado bajo el peso de soldados, madera y metal.
Volvió a casa caminando a la cabeza de su ejército victorioso. Cojeando.
Tosiendo. Con cara de agotamiento. Estábamos teniendo un otoño caluroso, y
el día posterior a su regreso no estaba en condiciones de hacer nada que no
fuese permanecer desnudo en la cama que ambos compartíamos, con el torso,
los brazos y las piernas llenos de cicatrices recientes y todavía enrojecidas.
Le besé cada una de las cicatrices.
—Todo el mundo habla de tu heroísmo —le dije. Solo era una ligera
exageración. Era verdad que había impresionado al pueblo de Roma—. Pero
te ruego que no vuelvas a hacer nada parecido.
Tavio emitió una risita. La risita se transformó en un acceso de tos.
—Esperemos que no haya más guerras durante una temporada —dije yo—.
Ya es hora de que tengamos unos cuantos años de paz. Pero si hay más guerras,
que sea otro el que se encargue de ellas.
—Oh, pero, Livia, a mí me gusta ser un héroe militar. Es posible que a
continuación vaya a conquistar Britania.
Cuando Tavio dijo esto, fue solo hablar por hablar. En cambio yo pensaba en
todo lo que había sufrido y podría sufrir todavía para cumplir su destino.
Cuando tenía dieciocho años había decidido tomar un rumbo determinado, y
estaba empeñado en seguirlo hasta el final. Los peligros y el dolor no iban a
impedírselo. En aquel momento, mirando sus cicatrices, sentí deseos de llorar
por él. Pero no lo hice. A él no le habría gustado. De modo que me limité a
contestar:
—Preferiría que la conquista de Britania se la dejaras a otro.
Los dos mil soldados que dio Tavio a Antonio fueron escogidos entre la flor
y nata de las legiones. Los equipó magníficamente con armas y pertrechos
nuevos. Las setenta naves de guerra que fletó iban cargadas de ropa y víveres,
incluidas reses vivas, para aprovisionar el ejército de Antonio. Además
incluyó suntuosos regalos personales para Antonio y para sus principales
oficiales. Estaba claro que Tavio no tenía la intención de que su hermana
regresara a Antonio con las manos vacías. Octavia, al ver que Tavio
desembolsaba tan cuantiosas sumas, lo abrazó agradecida y se despidió de él
con profundo afecto.
Yo abrigué la esperanza de que Antonio aceptase lo que se le enviaba como
símbolo de amistad, y que devolviese a Octavia al lugar que por derecho le
correspondía como esposa suya que era. No me cabía duda de que a su debido
tiempo esperaría recibir más apoyo militar, y que era probable que Tavio no
pudiera negárselo. Dicho desenlace, conducente a una futura armonía, parecía
posible, desde luego.
Me encontraba con Tavio cuando llegó una carta de su hermana en la que le
contaba cómo habían sido recibidos ella y todo su séquito. Estábamos en su
estudio, hablando de un pequeño asunto de gobierno. Cuando entró el
mensajero, sucio a causa del viaje, ya por su actitud deduje el desastre que
había tenido lugar.
—Señor —le dijo a Tavio—, mi señora regresa a Roma en etapas fáciles
porque se encuentra más bien cansada. Pero me ha enviado a mí con esto. —Y
le entregó una tablilla sellada.
Se me aceleró el corazón. Tavio rompió el sello de la tablilla, la leyó y
palideció intensamente. Luego despidió al mensajero con una cólera que a
duras penas logró controlar.
No me atreví a preguntarle qué noticias traía aquella carta. Le temblaba el
cuerpo entero de rabia. Quienes más tarde dirían, como decían muchos, que
era capaz de tratar con serenidad el asunto del matrimonio de su hermana y
que se servía de él como excusa para hacer de todas formas lo que se le
antojaba, deberían haberlo visto en aquel momento.
Como no era capaz de hablar, se limitó a tenderme la tablilla. Al leerla, en
cada una de sus frases detecté el esfuerzo que había hecho Octavia para que lo
que había sucedido pareciera menos horrible y para apaciguar a su hermano.
La paz continuó, una paz rencorosa, puntuada por airadas cartas de Antonio a
Tavio y de Tavio a Antonio, desempolvando antiguos agravios. Como esta
situación se prolongaba un mes tras otro, parecía posible que fuera a durar
para siempre. Pero la alianza firmada entre Antonio y Tavio tenía un plazo
limitado, y quedaban menos de dos años para que finalizase.
Pese a la animosidad reinante, fue una época muy buena para Roma. Tavio
deseaba solidificar su gobierno. Si finalmente estallaba una guerra contra
Antonio, iba a necesitar el afecto del pueblo, de modo que el gigantesco
programa de construcción que dirigía Agripa avanzó a gran velocidad e
incluso fue ampliado. Por todas partes de Roma se veían trabajadores y obras
en curso. Y también se ampliaron las mías.
Igual que hacía Tavio, yo todas las mañanas reservaba unas horas para
recibir a la gente común. A aquellas alturas ya había adquirido riquezas en
forma de granjas comerciales, graneros y prensas de aceite. No era
despilfarradora con el dinero, sino generosa. Si una muchacha decente pero
indigente se veía en una situación de penuria, si era juiciosa, acudía a mí. Yo
le buscaba una manera de sobrevivir que no fuera la de vender su cuerpo. A
menudo le regalaba una dote suficiente para atraer a algún ciudadano
respetable que se casara con ella. A cambio esperaba lealtad, y por lo general
la obtenía, no solo por parte de la muchacha, sino también de su círculo
inmediato. Poseía muchos clientes propios, personas que estaban vinculadas a
mí por lazos de lealtad mutua, desde receptores de mis obras de caridad hasta
esposas de senadores; de hecho, incluso había varios senadores en dicho
grupo. Aquel pequeño pero diario intercambio de favores para crear y
alimentar vínculos políticos formaba parte de mi vida, igual que formaba parte
de la vida de Tavio.
Todos los días Tavio se apoyaba en mí para que me hiciera cargo de una
parte del trabajo que tenía. Con frecuencia decía que había tenido suerte con la
esposa que había elegido, pero yo veía en mí un fracaso cada vez que miraba a
un niño pequeño, y en aquellos días tenía la impresión de que todas las
mujeres que me rodeaban estaban dando a luz. Primero, mi hermana alumbró a
su segunda hija. Después vino Cecilia, que se casó felizmente con Agripa y
tuvo también una niña. Al poco, Rubria, que aún seguía cuidando de mis hijos
como si fuera una amorosa tía, trajo al mundo a su pequeño Marco.
Tavio y yo acudimos a la ceremonia que celebró su marido Orto para poner
nombre al pequeño. Orto nos recibió con el rostro arrebolado de puro orgullo.
Unos años antes, no habría soñado siquiera con tener de invitado a César, pero
ahora la casa en que nos recibió era grande y lujosa, y su hijo recién nacido
descansaba en una elegante cuna adornada con flores talladas en marfil.
El pequeño Marco no estaba colorado y arrugado como muchos recién
nacidos de nueve días, sino que ya era un niño guapo. Cuando lo contemplé en
su cuna, juro que me sonrió como si me conociera. Yo, que no era dada a decir
tonterías a los niños pequeños, sentí un aleteo en el corazón y me invadió un
sentimiento de anhelo.
Aparté la mirada del pequeño y me fijé en una estatua de Minerva que había
en un nicho de la pared, al otro lado del atrio. Se trataba de una estatua cara,
pintada con delicadeza. Me agradó que Orto y Rubria pudieran permitirse
semejantes obras de arte. La celebración en sí me gustó mucho: la alegría de
los invitados, el aroma de los dulces, el vino servido en copas de plata.
Rubria, que aún seguía recuperándose del parto y estaba un poco pálida,
saludaba a sus invitados sentada junto a la cuna. Cuando tomé asiento a su
lado, me miró con una expresión ansiosa, casi afligida.
—¿Qué te ocurre, querida? —le pregunté—. Deberías estar feliz.
—Es que todo esto me parece un sueño.
Yo rompí a reír y le palmeé la mano.
—Pues no lo es.
Ella buscó con la mirada a su esposo, que estaba en el otro extremo de la
estancia.
—Orto se ha hecho rico muy deprisa. Con tu ayuda, claro, y te estamos muy
agradecidos. Pero es como ver una estrella fugaz. Sube y sube... y luego cae.
Lo que dijo me produjo un escalofrío, más aún porque Rubria nunca había
hablado de aquella forma.
—Después de dar a luz, las mujeres podemos estar de un humor extraño.
Pero pasará.
—A veces pienso que sigo estando sola y siendo pobre, que no soy la esposa
de un mercader que tiene una casa y un hijo. Pienso que me he dormido y que
esto lo estoy soñando, pero que me despertaré y me daré cuenta de que...
—Basta —le dije, pero con delicadeza, porque le tenía un profundo afecto
—. No debes ceder a esas imaginaciones.
—¿Son solo imaginaciones?
—Naturalmente. —Di unos golpes con los nudillos en el brazo de su sillón
—. Esto es de verdad. Y mira a tu alrededor. Esta es tu casa, tu marido, tu hijo.
Y también estoy yo, una amiga que te quiere. Te aseguro que no soy un
fantasma que estés viendo en sueños.
—Mi señora, ¿te acuerdas alguna vez del incendio del bosque y de la cueva?
¿A ti nunca te parece un sueño que, después de todo aquello, hayas llegado tan
alto? No me estoy comparando contigo, pero ¿en ocasiones no tienes la
impresión de que debes de estar soñando?
—No —respondí—. Yo no tengo esos pensamientos. Por de pronto, estoy
demasiado ocupada. —La verdad era que cuando me asaltaba alguna de
aquellas ideas hacía todo lo posible por borrarla de mi mente.
—¿Y no temes que puedas caer?
—Jamás me permitiré caer —repliqué.
Tavio no tardó en susurrarme al oído que aquel día teníamos otros
compromisos. De modo que nos despedimos y nos fuimos en la litera grande y
cómoda que utilizábamos para desplazarnos juntos por la ciudad. La gente
salía a la puerta de su casa para vitorearnos, y nosotros manteníamos
descorridas las cortinas de la litera para que pudieran vernos.
—¿Lo notas? —le pregunté a Tavio en voz baja—. ¿Sientes cómo te adora el
pueblo?
Él sonrió y alzó la mano para saludar a la gente.
—Y yo te adoro a ti —proseguí—. No sabes cuánto.
Creo que percibió que yo necesitaba algo que me infundiera confianza.
Volvió la cabeza y me miró con gesto interrogante, pero los gritos de la
multitud lo distrajeron, y apartó la vista.
En aquel momento, por extraño que parezca, sentí el impulso de rezar. En mi
fuero interno supliqué a Diana que, como le pedía siempre en mis plegarias,
protegiera a Tavio. Le rogué que continuara habiendo paz. Y también le pedí
otra cosa más, una de importancia crucial: que me permitiera darle a mi
esposo un hijo varón.
A veces uno va por un camino, y el trayecto se le hace tan largo que imagina
que no va a terminar nunca. Entonces se topa con un mojón, y eso le basta para
comprender que efectivamente está avanzando y que llegar a su destino solo es
cuestión de tiempo. Pero ¿qué ocurre si uno no desea llegar a su destino? ¿Qué
ocurre si uno quiere fingir que no está caminando? Una irregularidad del
terreno puede resultar muy poco deseable.
Yo deseaba creer que Antonio y Octavia podían vivir para siempre casados
y separados, y que Antonio y Tavio podían seguir gruñéndose el uno al otro sin
llegar nunca a los puños. Al fin y al cabo, no estaban viviendo en ciudades
distintas, sino en tierras muy alejadas la una de la otra, dentro de un vasto
imperio. Tal vez pudieran seguir así, tolerando el uno la existencia del otro.
Un día entró Tavio en la habitación en la que estaba yo inspeccionando una
labor que habían tejido mis doncellas.
—Ven a mi estudio —me dijo.
Era poco habitual en él que viniera a buscarme de aquel modo, y además en
sus ojos brillaba una expresión de furia, igual que cuando estuvimos en la villa
de Vedio e hizo añicos todos sus jarrones de cristal.
Cerramos la puerta del estudio. Me senté en el diván.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
Tavio no se sentó. Casi me daba miedo, allí de pie a mi lado. Tenía las
manos cerradas en dos puños, como si pretendiera golpear a alguien.
—Me ha llegado un informe de lo que ha estado haciendo Antonio. Ha
anexionado Armenia.
—Ya lo esperábamos, ¿no? —dije impulsivamente.
—Livia, ¿quieres callarte y escuchar? Ha regresado a Alejandría, con
Cleopatra. Y ha celebrado no sé qué tipo de ceremonia matrimonial con ella.
«Oh, no, no, no, no.»
—Y luego ha pronunciado un discurso ante el pueblo de Alejandría —
continuó Tavio, implacable—. En dicho discurso ha dicho que Cleopatra fue la
legítima esposa de Julio César, y que el único heredero real de Julio César es
su hijo Cesarión.
—Antonio siempre ha sido un necio —dije yo a toda velocidad—. Hace y
dice estupideces sin darse cuenta de las implicaciones. Lo más probable es
que esto lo haya hecho solo para complacer a Cleopatra. Conociéndolo, es
posible que en ese momento estuviera borracho.
—¡Ha deshonrado a mi hermana, su esposa! ¡Ha dicho públicamente que yo
no soy el heredero de Julio César! —explotó Tavio, furioso—. ¿Y tú le
excusas?
Oí una voz dentro de mi cabeza, como la de un niño, que me decía: «Tengo
miedo. Por favor, que no haya guerra.» Respiré hondo.
—Amado mío —contesté—, no me has entendido bien. No le excuso,
únicamente estoy señalando que es un necio. Si fuera un hombre sobrio y
racional y obrara de este modo, tomaría sus actos como una declaración de
enemistad total contra ti. Pero es Antonio.
Tavio asintió y se apaciguó un poco.
—Sí, es un necio. —Por fin se sentó a mi lado—. Mi informador me ha
enviado esto.
Abrió la mano. En su palma apareció una moneda de plata de gran tamaño.
En una cara llevaba el retrato de Antonio visto de perfil, y en la otra, el perfil
de Cleopatra. Yo sabía que en los reinos de Oriente era así como simbolizaban
su gobierno los reyes y las reinas.
En ambas caras de la moneda había inscripciones en griego. En la de
Antonio ponía: «Antonio, tras la conquista de Armenia.» Y en la de Cleopatra:
«Cleopatra, reina de reyes y madre de reyes.»
—Quiere establecer una monarquía que sea independiente de Roma e
incluso hostil a ella —dijo Tavio—. Quiere desmembrar el imperio por el que
tanta sangre se ha derramado a lo largo de muchas generaciones, para poder
convertirse en un potentado de Oriente, con ella a su lado.
¿De verdad era ese el objetivo de Antonio? ¿Cómo podíamos saberlo?
—Obra de manera errática. A veces actúa como si no persiguiera ningún fin
serio. Es posible que solo intente gratificar a Cleopatra.
—¿Y qué intenta ella? —replicó Tavio.
—¿Ella? —repetí. A menudo me había preguntado cuáles serían los motivos
de Cleopatra. Pero Tavio ya había hablado de ella en alguna ocasión como si
no tuviera una existencia propia aparte de Antonio.
Tavio soltó una risa burlona.
—¿La dejas a un lado porque es mujer?
—Es reina —repliqué—. Y no la dejo a un lado.
—Yo la conocí cuando mi padre tuvo relación con ella —dijo Tavio—.
Nunca me pareció que fuera tan hermosa, en cambio, cuando quiere ejercerlo,
posee un encanto enorme. Habla seis lenguas con fluidez, es muy culta. Culta y
también bárbara. El linaje real del que desciende es famoso por gustar del
asesinato y la traición.
Afirmé con la cabeza; yo ya sabía todo aquello.
Pero Tavio continuó hablando como si el hecho de recitar aquellos
desagradables detalles le proporcionara un placer perverso.
—Cuando Cleopatra era pequeña, su hermana mayor se alzó en rebelión
contra su padre. Este ejecutó a su propia hija. Cleopatra, tras las muerte de su
progenitor, y para asegurarse el trono, asesinó a sus dos hermanos varones,
entre ellos el que además era esposo suyo. La familia real de Egipto
practicaba el incesto, aunque el muchacho no vivió lo suficiente para
consumar el matrimonio. La hermana pequeña de Cleopatra, Arsínoe,
demostró no ser amiga de Roma, pero, como era solo una niña, mi padre le
perdonó la vida. ¿Sabes lo que le ocurrió a Arsínoe hace unos pocos años?
Yo lo sabía, por supuesto. Cleopatra había insistido en que Antonio ordenara
que se diera muerte a su hermana. Antonio la sacó a rastras del santuario de un
templo y la ejecutó.
Cleopatra se había servido de todas sus artes de seducción femenina para
mantenerse en el trono de Egipto. Había asesinado a varios miembros de su
propia familia con tal de conservar el poder. Pero ¿qué habría dicho si se la
hubiera forzado a dar explicaciones de su conducta? Sin duda habría hablado
de su lucha contra parientes desleales y de la necesidad de mantener la unidad
de su reino frente a Roma. Quizás hubiera sostenido que sus decisiones habían
sido dictadas por una fuerza mayor.
Sería un error decir que experimenté un sentimiento de afinidad hacia
Cleopatra. Sin embargo, me acordé de que Tavio y yo habíamos recorrido
unos tortuosos caminos que de ningún modo habríamos recorrido si
hubiéramos nacido en una República donde reinara el orden. ¿Quién podía
decir lo que habría hecho yo si me encontrara en la situación de Cleopatra?
Podía ser que ambas tuviéramos en común mucho más de lo que yo era capaz
de admitir sin sentirme incómoda. Me pregunté si ella amaría a Antonio como
amaba yo a Tavio.
¿Estaría simplemente reclamando un esposo? ¿O lo que reclamaba Cleopatra
era un imperio?
—No sé cómo un hombre, incluso Antonio, podría preferir a esa mujer antes
que a mi hermana, que es amable y buena, y te juro que también es más bella
—dijo Tavio—. Pero se ha convertido en su perrillo faldero. Han celebrado
una grandiosa ceremonia pública en la que él ha entregado al hijo mayor que
tuvo con ella todo el imperio de los partos que aún le queda por conquistar. A
la hija de ambos le ha entregado Creta y Cirenaica; y al pequeño, Siria y Asia
Menor. Cesarión ha recibido el título de «rey de reyes», de igual modo que su
madre es «reina de reyes».
Desde el punto de vista de un romano, todo aquello resultaba grotesco. Pero
en los territorios que gobernaba Antonio habían mandado varios reyes,
subordinados a Roma y al propio Antonio. Si quería que sus hijos fueran
regentes vasallos, habría quien diría que aquello quedaba dentro del marco de
su autoridad y que no necesitaba perjudicar a Roma. Así se lo indiqué a Tavio,
y no me contradijo. Con todo, tuve la impresión de que no me había oído.
—Es obvio que Antonio ha perdido la razón —dije—. ¿Y quién es capaz de
predecir lo que va a hacer un loco? Solo eso ya es motivo para que no hagas
nada precipitado. Necesitas saber cuál es el verdadero propósito de Antonio y
de Cleopatra. Y si ha de haber guerra... —Estuve a punto de ahogarme al
pronunciar esta palabra—. Si ha de haber guerra, todos los habitantes de
Roma deben estar de tu parte. Te admiran, y con buenos motivos, por ser el
hombre que les ha traído la paz. Por eso te aman, y tú debes conservar ese
amor, ahora más que nunca. Es preciso hacerles entender que la guerra, si
estalla, será culpa de Antonio y no tuya. Y, entonces, te darán su apoyo. Y,
entonces, ganarás.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —confirmó Tavio.
Así que nos dedicaríamos a esperar.
15
Si mi hijo Tiberio hubiera tenido uno o dos años menos, nadie habría
esperado que actuara como un hombre adulto en el funeral de su padre. Incluso
con los años que tenía, nueve, era demasiado joven para ello, demasiado
joven para recitar el panegírico y prender fuego a la pira.
Tavio se tomó en serio sus deberes de guardián desde el principio.
—El pueblo recordará su proceder en este momento —me dijo a mí—. Es
importante para su futuro.
Una parte de mí deseaba gritar a los cuatro vientos que mi hijo era un niño
que había pasado la noche entera llorando por su padre, y que no estaba en
condiciones de pronunciar un discurso. Aunque no dije nada, mis reparos
debieron de afectar a Tavio, porque antes de partir para la casa de Tiberio
Nerón, cuyo cadáver se encontraba en el atrio, listo para emprender su último
viaje, llevó a mi hijo aparte.
—Si esto te resulta demasiado difícil —le dijo—, no tienes más que decirlo.
No es obligatorio que pronuncies el panegírico.
—Señor, soy el hijo mayor de mi padre. ¿Quién, si no yo, ha de hablar de él?
¿Druso?
—Lo que quiero decir —se explicó Tavio con delicadeza— es que puedo
pronunciarlo yo en tu lugar.
A Tiberio le relampaguearon los ojos.
—¿Tú? Pero mi padre no desearía tal cosa. Desearía que me encargara yo.
Tavio le había apoyado una mano en el hombro, y ahora la retiró.
—Tienes razón —respondió en el mismo tono suave—. Tu padre desearía
que te encargaras tú.
Fuimos hasta el Foro caminando detrás del carromato abierto en el que
reposaba Tiberio Nerón. Iba tendido sobre un costado, con las extremidades
colocadas como si estuviera reclinado en un diván de cenar, esperando a que
le sirvieran un festín. Delante del carromato iban unos hombres con máscaras
de cera dispuestos en filas: eran sus antepasados, que lo conducían a la otra
vida. Las plañideras contratadas gemían, y la gente iba saliendo a la calle para
vernos pasar. Muchas personas se sumaron a la procesión. Yo llevaba de la
mano a Druso, y este llevaba de la mano a Julia. Tiberio caminaba un poco
separado del resto de la familia.
Y en el Foro, varios amigos del finado escoltaron a Tiberio hasta la
plataforma de los oradores. Mi pequeño se dirigió a la multitud allí
congregada.
—Hemos venido aquí para honrar a mi padre, el pretor Tiberio Claudio
Nerón. —Su aguda voz de niño sorprendió por su firmeza y su energía—. Mi
padre fue un gran senador y un brillante comandante militar. El propio Julio
César lo elogió por su valentía. —A continuación habló de la contribución que
había hecho su padre a las famosas victorias obtenidas por César en la Galia.
El discurso se lo habían dado escrito, naturalmente, pero lo había memorizado
palabra por palabra—. Como todos sabéis —dijo, ya terminando—, mi padre
era un fiel y devoto amigo de mi querido padrastro, César Octaviano.
Yo temía que se embrollara al pronunciar aquella frase o que la declamara
con desgana; pero nadie podría haber puesto un solo pero al modo en que la
recitó.
Más tarde, en el Campo de Marte, Tiberio cogió la tea encendida, fue hasta
la pira de su padre, le acercó el fuego y se quedó allí de pie contemplando
cómo ardía, conteniendo el llanto. En aquel momento yo vi a su padre, no
como el político inseguro, sino como el hombre que en Perusia había lanzado
un ataque tras otro contra el enemigo a pesar de que ya era una causa perdida.
Y también vi el valor de su abuelo, mi padre a la hora de luchar. Y oí una
vocecilla interior que desde el corazón me susurraba: «Mi hijo va a ser un
gran hombre.»
Cuando tuve los primeros dolores, le dije a una de mis criadas que llamase a
la partera, y yo misma me quedé sorprendida por el tono calmo de mi voz. En
ocasiones me pregunto si hablaría con ese mismo tono tranquilo si el mundo
entero desapareciera en una nube de humo.
La matemática es un arte insensible. Los números son duros como la piedra.
Ya puede uno llorar y suplicar todo lo que quiera, que no conseguirá
cambiarlos. En una batalla, el número de soldados que hay en cada bando
determina la vida o la muerte. Y también el número de meses que permanece
un niño en el vientre materno.
La partera estaba acuclillada a mis pies. Yo estaba sentada en la silla de
parto, aferrando los brazos de caoba, convencida de que no era el momento,
de que al niño todavía le faltaban tres meses para nacer. Recé para que el
parto no siguiera avanzando, para que mi hijo permaneciera caliente y a salvo
dentro de mí.
—¿Qué nombre vas a ponerle? —le había preguntado a Tavio un día
mientras estábamos el uno en los brazos del otro, después de haberle dicho
que estaba embarazada.
—¿Cuál crees tú?
—Dime.
—Cayo Julio César. —Era el nombre completo de su padre adoptivo.
—Un gran nombre para un ser tan diminuto —comenté.
—Ya crecerá para merecerlo. Lo hará fuerte.
El niño estaba perfectamente formado y era varón. Pero muy pequeño. Oí a
la partera decir:
—Aún vive. Deberíamos envolver con algo esta cosa.
Esta cosa.
—Dame a mi hijo.
—Espera, aún queda por salir la placenta.
Finalmente, me acostaron en la cama y me pusieron a mi pequeño en los
brazos.
—Túmbate y descansa, por favor —me dijo la partera.
Pero me quedé sentada. No quería tumbarme, porque en ese caso a lo mejor
me dormía, y cuando despertara de nuevo era posible que mi hijo ya no
necesitara a su madre. Lo estreché contra mí. Era hijo mío y de Tavio, Cayo
Julio César. Apenas pesaba nada y tenía los ojos cerrados. Su piel era
delicada como los pétalos de una flor. Cuando giró la cabeza, aprecié unas
venillas azules en su sien.
No me di cuenta de cuando Tavio entró en la habitación. De repente lo tuve
de pie a mi lado. La expresión de su semblante era la que yo imaginaba que
sería si alguna vez resultaba herido de muerte en la batalla. Aparté la vista de
su rostro y miré al recién nacido. Parpadeaba sin cesar, como si estuviera
intentando abrir los ojos y ver el mundo.
—Livia —me dijo Tavio.
—No intentes buscar palabras de consuelo —repliqué—. Porque no existe
consuelo alguno.
—La partera me ha pedido que te diga el resto. No debes estar sentada,
deberías dormir.
Despegué los ojos del pequeño y miré a Tavio.
—Reconoce al niño.
Pero Tavio hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No vivirá.
Le tendí al recién nacido, pero él no quiso tomarlo. Se quedó allí de pie,
evitando mi mirada. Yo esperé, ofreciéndole a su hijo. Ambos quedamos en
aquella postura, inmóviles como estatuas, durante unos minutos que se me
antojaron una eternidad.
Por fin, Tavio cogió al pequeño y dijo:
—Se llamará Cayo.
Me di cuenta de que se hallaba muy próximo al llanto. Pero en ningún
momento miró al niño, tan solo se limitó a devolvérmelo rápidamente. Una vez
hecho esto, se marchó.
Entró la partera y me dijo que debía entregarle al recién nacido y dormir.
—Has llamado «cosa» a mi hijo —le dije—. Vete. No te necesito.
Más tarde llegó un médico.
—Lo que te conviene es descansar —me dijo—. Llevas muchas horas
sentada.
«¿De verdad? —pensé—, ¿han sido horas?»
—Ahora permite que del pequeño se encarguen tus criadas, y tú duérmete
—me dijo el médico.
Pero yo no le hice caso.
Cuando el niño dejó de parpadear, introduje una mano por debajo de la
manta y le palpé el pecho.
—Respira —susurré—. Vive.
Me acordé de lo poco agradecida que fui cuando nacieron mis otros hijos.
En aquel entonces era joven, y nunca se me había ocurrido que era una
auténtica bendición que surgiera una vida en mis entrañas. Tan solo ahora que
había fracasado, comprendí el milagro que representaba.
La partera entró de nuevo en la habitación. Me había desobedecido y no se
había marchado a su casa.
—Dame el niño, te lo ruego —me dijo, y yo se lo entregué. Cuando me
ordenó que me tumbase, la obedecí. Era mejor obedecer, ¿qué más daba lo que
hiciera?
Caí en un estado febril. Recuerdo el calor, y también a las criadas
humedeciéndome la frente con paños fríos.
En un momento dado vino a mí Diana, con los ojos brillantes como estrellas,
y me acarició la frente.
«Pequeña, estás ardiendo.»
«Mi hijo... Quiero a mi hijo.»
«Calla», me ordenó.
«Apolo te ama, ¿no es cierto? Más que a nadie. Tú eres su hermana gemela.
Mi madre nunca le dio un hijo varón a mi padre, y también parió niños que no
vivieron. Pero mi padre la amaba de todas formas. Yo quiero a mi hijo. Tú,
que eres una diosa, ¿no puedes devolvérmelo?»
«Mi pobre niña. —Diana me miró con tristeza y continuó acariciando mi
frente con su mano fría—. ¿Creías que no había un precio que pagar?»
Abrí los ojos de golpe y vi a Tavio sentado junto a mí.
—Procura no moverte —me dijo.
—¿Por qué?
—Porque necesitas dormir.
—¿Es que no estoy durmiendo?
—No dejas de dar vueltas. Temen que termines cayéndote de la cama.
—Tengo sed... ¿Adónde vas?
—A traerte agua.
—No, no te vayas. Tengo una cosa que decirte. Hemos sido maldecidos, me
lo ha dicho Diana. Ese es el precio que hemos de pagar, con nuestros hijos.
—¿Qué hemos hecho para merecer una maldición? —preguntó Tavio con voz
distante y fría.
—Ya lo sabes. Lo sabes tan bien como yo.
—Escúchame —me dijo—. No te encuentras bien, tienes fiebre. Estás
delirando.
—¿De verdad ha muerto mi hijo?
—Sí. —Su voz iba teñida de una profunda pena.
—¿Por qué ha muerto?
—Porque ha nacido demasiado pronto. ¿No lo recuerdas?
—He perdido a mi hijo... Y también voy a perderte a ti, ¿verdad? Tavio...
—Livia, ahora no debes hablar, no sabes lo que dices.
—¡Ayúdame! El fuego es más rápido que yo. No veo la cueva. ¿Dónde está
mi hijo?
El rostro de Tavio pareció difuminarse. Alguien me bañó la cara con agua
fría, pero no era mi esposo.
Me recuperé, naturalmente. Siempre he sido fuerte.
Mi vida prosiguió tal como había sido hasta entonces. Estaba ocupada con
asuntos políticos, obras de caridad e inversiones de negocios. Tavio, aunque
me hablaba con delicadeza, durante una temporada encontró difícil mirarme.
Yo estaba convencida de que ya nunca habríamos de tener hijos, y creo que él,
en su fuero interno, también sabía que aquella puerta se había cerrado para
siempre.
¿Para qué sirve una esposa, me preguntaba a mí misma, si no es para parir
hijos, por encima de todo lo demás?
Tavio tenía una hija, la que le había dado Escribonia, pero ningún hijo
varón, ningún heredero. Yo tenía a mis dos hijos. Cuán extraño resultaba que
pudiéramos tener hijos varones, hermosos y sanos, de anteriores parejas, y
que, sin embargo, nuestro amor no hubiera dado ningún fruto. Aquello era lo
que habían decretado los dioses. ¿Son injustos, los dioses?
Una noche, antes de dormirnos, le susurré a Tavio:
—Nadie te amará nunca tanto como yo.
—Eso ya lo sé —me respondió.
¿Percibí rencor en su voz, o solo fueron imaginaciones mías?
Los asuntos importantes no hicieron una pausa por respeto a nuestra íntima
aflicción. Ya había finalizado el plazo que debía durar la alianza firmada entre
Tavio y Antonio. Tavio, Mecenas y yo redactamos el discurso que habría de
pronunciar Tavio ante el Senado para explicar por qué no se había renovado
dicha alianza.
—De nosotros tres, tú eres la que entiende mejor lo que desea oír la nobleza
—me dijo Tavio—. Y, si vamos a eso, lo que desea oír el pueblo de Roma.
Me sorprendió que lo reconociera tan abiertamente.
—Lo que desean oír es que Antonio y tú seguís siendo aliados, porque eso
es garantía de paz —respondí—. Pero eso no podemos decírselo, ¿verdad?
—No —contesto él, tajante.
—Entonces habla con la mínima animosidad personal que te sea posible. Di
que Antonio ha sucumbido, pero no ante una mujer que no es tu hermana, sino
ante influencias extranjeras. Es el títere de un gobernante extranjero. —En el
estudio de Tavio, en una balda, había una maqueta de una galera de guerra
tallada con gran detalle, un antiguo regalo de Agripa. Me quedé con la vista
fija en ella—. Di que, a pesar de eso, tú no deseas la guerra.
—En verdad, Antonio ya apenas es romano —apuntó Tavio.
Recordé lo mucho que la plebe aborrecía y recelaba de todo lo que no fuera
romano. Hasta la nobleza compartía en gran medida dicho sentimiento.
—Influencias extranjeras. —Mecenas hizo un gesto de afirmación con la
cabeza y empezó a tomar apuntes del discurso en una tablilla de cera.
—Si yo entiendo bien al pueblo, es porque opino lo mismo que él —le dije a
Tavio más tarde—. El pueblo no quiere que sus hijos mueran en otra guerra
civil.
—¿Sabes que Antonio está construyendo una flota?
—Si no estuviera haciendo eso, dadas las circunstancias, sería un necio —
repuse yo. «Y, aun así —pensé para mis adentros—, la guerra no es
inevitable.»
Al día siguiente, Tavio acudió al Senado y pronunció un discurso bastante
moderado.
—Cometí un pequeño error —me contó— y llamé borracho a Antonio.
Yo sabía que hubiera deseado llamarle cosas mucho peores.
—Lo de la influencia extranjera, ¿cómo reaccionó el Senado a eso?
Tavio dibujó una sonrisa de satisfacción.
Aquel mismo día, me reuní con mi esposo y con Mecenas y procuré planear
una estrategia a la luz de los nuevos acontecimientos. Mecenas continuaba
lanzándome miradas de nerviosismo, pero no le hice caso.
—Antonio está intentando que su relación con Cleopatra parezca una frívola
aventura amorosa —dije—. Pero Roma verá más allá. Ella es una reina
extranjera, y él permite que lo gobierne a él. Eso es lo que Roma no va a
tolerar. —Me volví hacia Tavio—. Ni siquiera intentes contestar a sus
difamaciones, tómatelas con frío desdén. Eso es lo que se merece Antonio, el
máximo desdén. Denúncialo por inclinarse ante Cleopatra, una mujer, una
reina extranjera. No te canses de repetir esas palabras: «reina extranjera».
Ella quiere gobernarlo, y él, el muy imbécil, está tan ciego de lujuria que se lo
permitirá. Eso es lo que has de decir.
Tavio, con un gesto afirmativo, lucía una expresión que parecía esculpida en
piedra.
Más tarde, Mecenas quiso verme a solas.
—Quería expresarte lo mucho que te admiro. Y decirte que estás llevando
este asunto exactamente como debes.
En mí estalló una llamarada de pura rabia.
—Ah, no me digas. Pues gracias por tus palabras, Mecenas. Tú sabías que
se había reavivado lo de mi esposo con Terentila, ¿no es cierto? Pues claro
que sí. Y te limitaste a sonreírme.
—¿Debería irte a ti con el cuento? Te lo ruego, míralo con perspectiva. Tú
eres la única mujer que ha importado de verdad a César. ¿No es eso lo que
cuenta?
—No lo sé —respondí—. Y me pregunto si es cierto, siquiera. ¿He de creer
que es verdad solo porque tú lo digas? ¿Como si tú no pretendieras allanarle
el camino voluntariamente a Tavio?
Mecenas, dolido, hizo un gesto negativo con la cabeza.
Por supuesto que yo sabía que estaba siendo injusta al ventilar mi rabia con
el pobre Mecenas. Pero me dio igual.
—Tranquilo —le dije acariciándole la mejilla—. Seguimos siendo amigos.
Pero a partir de ahora sabré cómo debo valorar tu amistad.
Antonio escribió una carta a Octavia. Cuando esta me lo comentó, tenía los
ojos secos.
—Era breve. Puedo repetirte lo que decía, por si sientes curiosidad.
«Octavia, me divorcio de ti. Toma lo que sea tuyo y abandona mi casa.» Ni
una palabra más, únicamente su sello.
Estábamos solas en el jardín de la casa de Antonio. Dentro estaban los
esclavos embalando las cosas de Octavia.
—¡Ahora me toca a mí! —se oyó que exclamaba la aguda voz de un niño.
—Ese es Antilo —dijo Octavia—. Todos los niños son ruidosos. Cuando
uno no está gritando, el otro está llorando. Lo que yo daría por un poco de
silencio. En la carta no decía nada acerca de los niños; supongo que podía
enviarle a sus cuatro hijos, y así tendría que aceptarlos.
La miré fijamente. ¿Estaba pensando en enviar a Antonio a sus propias hijas,
Antonia y Antonila, junto con los hijos que había tenido con Fulvia?
—Estoy de broma —dijo—. Me los llevaré a todos conmigo cuando me
mude, incluidos mis hijastros. Espero que Antonio no se acuerde más de ellos.
—De repente se le nubló el semblante—. En cambio, ellos sí que se acuerdan
de él, sobre todo Antilo. Adora a su padre.
—Tavio cuidará de todos ellos —dije yo.
—Sí, ya lo sé. Lo hará con gesto dolido, dándose aires de santurronería. —
Acto seguido se le ablandó la expresión—. En fin, últimamente he estado tan
centrada en mis preocupaciones que nunca hablamos de las tuyas.
En los últimos meses nos habíamos hecho amigas, cosa que yo jamás habría
creído que fuera posible.
Aparté con la mano un mechón de cabello que se me había soltado.
—Esa heroica estatua de Tavio que hay en el Foro, la que está revestida de
oro, ¿sabes que cuando la erigieron pensé que se le parecía mucho? Ahora me
doy cuenta de que no es así. Es bueno ver las cosas con claridad. «Cambiemos
de tema.»
—Aún rezo para que no haya guerra —dijo Octavia teniendo como trasfondo
las voces de Antilo, su hermano Julo y Marcelo, el hijo de Octavia, gritándose
entre sí—. Siempre están discutiendo, pero al final resuelven las cosas. Lo
cierto es que son buenos chicos. —Calló unos instantes—. ¿Por qué será que
los niños, al crecer, se transforman en monstruos? ¿Es culpa nuestra, en cierto
sentido? Al fin y al cabo, los educamos nosotras.
Yo no tenía respuesta para aquellas preguntas.
—¿Te imaginas cómo sería contemplar el mundo entero disolviéndose en una
guerra y darte cuenta de que podrías haberlo evitado tan solo con que hubieras
conseguido retener a tu esposo?
Rodeé a Octavia con el brazo. Olía a perfume de flores, un aroma suave y
limpio.
—No creo que Tavio haya decidido ya si va a atacar sin que Antonio lo haga
primero —le dije.
—Estoy segura de que Tavio acabará matando a Antonio —repuso Octavia
—. O de lo contrario Antonio matará a Tavio, cosa que no creo que sea mejor.
—De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas—. Durante todo el tiempo que
estuve sin ver a Antonio, no dejé de escribirle cartas. Jamás le hice un
reproche. Le daba noticias de los niños, le contaba anécdotas triviales que le
resultaran divertidas. Aquellas cartas me hicieron sudar sangre.
Y mientras ella se esforzaba escribiéndole, él yacía en el lecho de otra
mujer.
—¿Lo amabas? —le pregunté.
—No del mismo modo que tú amas a Tavio, sino más bien como se ama a un
hijo. Pero jamás dejaré de quererle.
Era una buena persona, mejor que yo en muchos sentidos. Al mirarla me
invadió un sentimiento de tristeza al pensar en la poca utilidad que tenía en el
mundo una bondad como la suya.
Por aquellos días, Tavio y yo nos hablábamos de manera muy distante. Sin
embargo, no tardó en llegar una noche en la que me buscó con ansiedad. No le
volví la espalda, y tampoco permanecí fría como una estatua bajo sus caricias.
Empezó besándome los pies. Cuando sentí su boca subiendo lentamente por
mi cuerpo, cerré los ojos. El placer llegó en contra de mi voluntad. Pero una
parte de mí parecía flotar por encima de la cama, observando la escena con
una media sonrisa escéptica.
En los días que siguieron, recordé con frecuencia que por él había roto mi
anterior matrimonio y había renunciado a mis hijos. Muchos dirían que
también había dejado atrás mi honor. ¿Qué sacrificio había hecho Tavio por
mí? ¿Estaría dispuesto a renunciar a algo por mí?
Cuando conseguí borrar de mi mente aquellos negros pensamientos acerca
de mi matrimonio, no acudió ningún pensamiento positivo a reemplazarlos, tan
solo el miedo de lo que pudiera aguardarme. Dentro de poco, Tavio estaría
pasando la mayor parte del tiempo lejos de Roma, en campamentos del
ejército, expandiendo su contingente y reforzando el estado de ánimo de sus
soldados. Agripa opinaba que sería de mayor utilidad emplear galeras más
pequeñas, más capaces de maniobrar mejor que las naves de guerra de
Antonio. De modo que Tavio empezó a construirlas a un ritmo frenético.
Agripa supervisaba el entrenamiento de las tripulaciones. Nada de esto podía
ocultarse. Roma se preparaba para la guerra.
Durante aquel período, yo hice todo cuanto estaba en mi mano para apuntalar
la posición política de Tavio sirviéndome de los vínculos que había cultivado
a lo largo de los años con senadores y esposas de senadores. Mientras Tavio
estaba fuera de Roma, yo mantenía un estrecho contacto con mi red de
informadores y le guardaba las espaldas.
Pocos senadores amaban a Antonio, pero algunos pensaban que gobernaría
con mano más blanda que Tavio, y preferían eso. Otros aceptaban los sobornos
de Antonio.
Cuando los dos cónsules, que estaban a favor de Antonio, conspiraron para
organizar un voto de censura a Tavio que lo castigaría por haber provocado
una guerra, dicha información me llegó a mí. No dudé un momento. Supe que
aquellos hombres tenían la intención de derrocar a Tavio, y de inmediato le
envié un aviso. Tavio regresó a Roma al frente de sus legiones, e irrumpió en
plena sesión del Senado. Sus oponentes se dispersaron. Hubo reyertas en las
calles y dos días de disturbios, aunque en ningún momento se tuvo duda alguna
de cuál iba a ser el desenlace. Cuando la polvareda se asentó, una tercera
parte del Senado había huido a sumarse a Antonio.
Al principio miré a mi alrededor con perplejidad. La armonía que yo había
contribuido a cultivar se había hecho pedazos. Luego sentí alivio al ver que
por lo menos conservábamos dos terceras partes del Senado.
—He de saber quién está conmigo y quién está contra mí —dijo Tavio.
Estábamos sentados juntos en su estudio. Él mostraba una expresión severa en
el semblante.
—¿A estas altura no sabes ya quién ha huido y quién no? —repliqué en tono
cáustico.
—Quiero que quienes me apoyan me juren lealtad —dijo—. Han de jurar
respaldarme en el caso de que haya guerra.
—Querido, escúchame —le rogué—. No creo que Antonio y Cleopatra
tengan intención de atacar en este momento. Supone demasiado riesgo. Si están
mirando hacia algún lugar que conquistar, es hacia Oriente.
Tavio movió los hombros.
—Tarde o temprano lo querrán todo —replicó.
—¿Tarde o temprano? ¡Tarde o temprano, ninguno de nosotros estará vivo!
—Me dominé y añadí en tono más calmado—: ¿Por qué precipitarse a entrar
en una guerra que quizá no sea necesaria, cuando nadie es capaz de decir qué
bando saldrá vencedor?
Tavio me observó con una mirada opaca y seria.
—Aún no he tomado una decisión definitiva.
Por toda Italia, de arriba abajo, los ejércitos fueron jurándole lealtad. Los
habitantes no tardaron en acudir a las plazas para jurar también, porque así lo
exigía César.
Yo oculté lo que opinaba de aquella jura de lealtad incluso a mis amistades
más íntimas, pero no a mi esposo. Él sabía que yo la odiaba, igual que odiaba
la idea de entrar en guerra. Había actuado para protegerlo a él cuando los
cónsules conspiraron en su contra, pero no iba a darle la aprobación que él
deseaba ahora.
Veía acercarse cada vez más el horror de la guerra civil, y estaba claro que
mi amado esposo tenía planeado desatarla. Deseaba impedir que hubiera una
guerra más adelante, cuando él fuera más débil y Antonio fuera más fuerte.
También ansiaba vengar las afrentas cometidas contra su hermana. Y,
fundamentalmente, estaba poseído por una visión: tenía el convencimiento de
que su destino era acaparar en sus manos la totalidad del Imperio Romano.
Él y yo nunca habíamos estado tan separados. Cuando hablábamos de guerra
y paz, a mí me invadía poco a poco la desesperación, y él me daba respuestas
cada vez más cortantes.
Cuando uno tiene miedo, se aferra con avidez a cualquier cosa que pueda
prometerle el rescate. Cuando Octavia recibió de improviso una carta de
Antonio, a mí me dio un vuelco el corazón y me llené de esperanza. Imaginé
una misiva en tono contrito, en la que Antonio dijera que se había separado de
Cleopatra. Pero no. La carta tenía que ver con sus hijos.
Se había acordado de que había dejado a dos hijos bajo la custodia de
Tavio, y temía que en caso de estallar la guerra él pudiera utilizarlos como
rehenes, o que simplemente los asesinara. Daba permiso a sus hijas para que
se quedaran con Octavia, pero quería que sus hijos le fueran enviados a
Alejandría.
—Súbelos al primer barco que zarpe —dijo Tavio.
Pero Octavia suplicó que se les permitiera elegir a ellos.
Así que tuvimos otra de nuestras graves reuniones familiares: Tavio, Octavia
y yo en una sala de la casa de Roma, contigua a la nuestra, que había cedido
Tavio a su hermana. Se nos sumó Antilo, que aún no había cumplido los quince
años, y Julo, que tenía diez. Ambos venían de la clase que habían tenido con
su tutor. Julo había estado aprendiendo a escribir el alfabeto griego en papiro,
y traía los dedos manchados de tinta.
—Todavía no sois hombres —les dijo Tavio en tono sombrío—, pero, sin
poder evitarlo, ahora vais a tener que tomar una decisión propia de un adulto.
Quería que fueran conscientes de que aquella decisión era sumamente grave,
pues podría determinar todo su futuro. El mayor lo comprendió, pero en el
caso del pequeño no estaba claro.
—Podéis ir con vuestro padre o quedaros aquí con nosotros. Si os quedáis,
os trataré como hijos de mi hermana —prosiguió Tavio—. Siempre y cuando
me seáis leales, formaréis parte de mi familia. De vosotros depende.
—¡Yo quiero ir con mi padre! —exclamó Antilo.
Vi que Octavia, dolida, cerraba los ojos, pero no dijo ni una palabra.
Tavio se volvió hacia Julo.
Al mirar a aquel niño, al verlo con todo el cuerpo en tensión y los ojos
abiertos como platos, sentí lástima. Se estremeció y abrió la boca, pero no
logró articular palabra. Entonces miró a Octavia, que llevaba siendo una
madre para él desde que le alcanzaba la memoria, y dijo:
—Quiero quedarme contigo.
—¡Traidor! —chilló Antilo.
Julo se arrojó en los brazos de Octavia, y ella lo estrechó con fuerza entre
sollozos.
—¡Miserable traidor! ¡Nuestro padre vencerá, y entonces habrás de
lamentarlo! Estás aliándote con el enemigo, ¿no lo ves? Ya no eres mi
hermano, eres...
—¡Basta! —lo interrumpió Tavio.
Antilo cerró bruscamente la boca.
—Ya que eres el hijo de tu padre —dijo Tavio—, supongo que no sentirás
ninguna gratitud hacia mi hermana, que te ha cuidado durante todos estos años.
Antilo irguió la espalda.
—Sí que siento gratitud hacia ella —respondió con dolorida dignidad. Se
volvió hacia Octavia y agregó—: Siempre diré que me trataste
bondadosamente, como si fueras mi verdadera madre. —Ella aceptó aquellas
palabras con un gesto de cabeza e intentó esbozar una sonrisa. Aun tenía
abrazado a su hermano. A continuación, Antilo se volvió otra vez hacia Tavio
con una mueca burlona, y en aquel gesto detecté un parecido con su madre
Fulvia—. ¿Cuándo puedo zarpar para Alejandría? Estoy deseando marcharme.
Mucho más tarde, durante el invierno, llegó otra carta, un papiro enrollado y
metido en un estuche de cuero, pero que no llevaba su sello impreso. Tampoco
incluía ningún saludo.
Redacté la carta con sumo cuidado, para apaciguar su cólera, pero sin
mentir. No fui capaz de pedirle perdón por lo que le había dicho, aunque tal
vez era lo que habría hecho una mujer más sensata. El sentimiento de pérdida
que experimentaba era muy intenso, pero ya llevaba un tiempo soportándolo. Y
en cuanto a su necesidad de tener un heredero varón, ciertamente la
comprendía; ahora Tavio era un monarca, y un monarca que ha establecido su
gobierno sobre un vasto imperio necesita, por encima de todo, un hijo varón.
—Ahora vendrá la edad de oro —me había dicho Mecenas al tiempo que me
daba un abrazo cuando llegaron las primeras noticias de Accio.
Un escéptico diría que estaba tan eufórico como lo estaría cualquiera tras
enterarse de que había apostado por el caballo ganador. Pero él se habría
mantenido del lado de Tavio hasta la muerte. Y no era rencoroso; las palabras
poco amables que le dije yo en el pasado habían quedado olvidadas
enseguida. Todos los días trabajábamos juntos, haciéndonos cargo de las
tareas administrativas que era necesario atender en ausencia de Tavio.
—La edad de oro. ¿No te parece que es apuntar un poco alto? —le dije yo
en cierta ocasión.
Mecenas lanzó una carcajada.
—Puedes denominarla edad de oro, o simplemente el mejor desenlace
posible de una situación política sumamente desagradable. Roma ha
sobrevivido. La energía que se ha gastado en guerras civiles se empleará
ahora en mejores empresas. Y las artes florecerán.
«Sí —pensé yo—, estoy segura de que con Tavio las artes florecerán.»
—Va a ser interesante presenciarlo —dije en tono distante.
Iba a iniciarse una nueva era. Junto a Tavio habría otra mujer. ¿Y yo? Yo
empecé a pensar en tener un futuro aparte, mi edad de oro particular.
Mi amada Livia:
Tus felicitaciones por mi victoria no han sido precisamente
exageradas. Aun así, la agradezco. Y también agradezco la falta de
rencor que trasluce tu carta.
A cambio, haré lo que pueda por elevarme por encima de todo rencor
hacia ti y por poner nuestra riña en perspectiva. A fin y al cabo, es
lógico que una mujer tema la guerra, y lo que en un hombre sería
cobardía y deslealtad no puede juzgarse con la misma dureza en una
mujer. Jamás he reprochado a mi hermana que tenga un corazón tierno,
así pues, ¿por qué he de reprocharte nada a ti? Ciertamente nos
separaremos como amigos; considerarte alguien distinto de una amiga
echaría a perder muchos recuerdos felices.
Estoy seguro de que sientes curiosidad por saber cómo es la
situación aquí. Te alegrará saber que espero que Alejandría capitule
pronto, sin presentar batalla. Entretanto, Antonio me ha escrito para
sugerirme que luchemos él y yo en combate singular para arreglar las
cosas. Qué gesto tan noble por su parte, sugerir que nos enfrentemos
personalmente los dos. Después de que yo ya he vencido.
La última carta de Cleopatra es ligeramente menos divertida. Me
comunica que está dispuesta a abdicar a favor de sus hijos. Lo que está
imaginando es un placentero retiro temporal para sí misma, y que yo
acabe teniendo que pactar con ella y con Cesarión.
Cuando pienso en Cesarión, siento un gran peso en la nuca. ¿De
verdad es hijo de Julio César? Preferiría que no lo fuera, pero
sospecho que sí lo es. Desde luego, es hijo de Cleopatra en todos los
sentidos. He hablado con los que conocen la personalidad de ese
joven, y me dicen que es inteligente y ambicioso. Una lástima, porque
si fuera un necio simpático yo podría darle algún reino vasallo y
echarme tranquilo a dormir.
Ya me parece verte estremeciéndote al contemplar las decisiones que
me aguardan. Cleopatra ni se inmutaría. Pero tú, como tú misma has
dicho, eres una sentimental. Y lo que menos le conviene al gobernador
de un imperio es tener una esposa sentimental. Tal vez, después de
divorciarme de ti, debería casarme con Cleopatra; ella no me
molestaría con escrúpulos. Por otra parte, si me casara con ella tendría
que contratar a un esclavo que probara todas mis comidas.
Seré clemente con los habitantes de Alejandría. Eso al menos te
complacerá, y verás que todavía me preocupo por complacerte. Qué
raro, ¿verdad?
Mi amado Tavio:
Los niños gozan de buena salud y avanzan en sus lecciones. Te
envían su respeto y su cariño. Me alegra mucho poder seguir contando
contigo como amigo. Gracias por tus amables palabras de consuelo.
Parece poco probable que Cleopatra, a sus treinta y nueve años,
pueda darte ya los fuertes hijos varones que mereces. Ella también es,
como tú sugieres, una persona poco digna de confianza. Pienso que, a
fin de cuentas, es posible que poseer un cierto grado de
sentimentalismo sea una buena cualidad incluso en la esposa de un
gobernante. Lo mejor para ti sería una joven romana de buena familia,
virtuosa y dulce. Resultaría ideal que proviniera de una familia famosa
por su fertilidad. Si deseas que te proponga alguna candidata, no tienes
más que pedírmelo, porque yo busco tu felicidad por encima de todas
las cosas.
Me alegro de que tengas planeado perdonar a los habitantes de
Alejandría. No tengo derecho a aconsejarte respecto de asuntos de
importancia, ni creo tampoco que mis consejos lograran desviarte de tu
propósito. Espero que no me malinterpretes si te digo una única cosa:
en todo cuanto hagas, recuerda que los dioses aman a quienes muestran
misericordia.
Mi amada Livia:
Tu última carta contenía varias preguntas, unas expresas, otras
solamente implícitas. ¿A qué viene este interés por mis asuntos?
¿Acaso no habíamos terminado? Tras tu amable ofrecimiento de
buscarme candidatas a esposa, supongo que tus preguntas no nacen de
la preocupación propia de un cónyuge, sino de la mera curiosidad. De
todas maneras, demostraré que tengo buena voluntad respondiéndote a
ellas.
Sí, Alejandría se rindió pacíficamente. Dirigí un discurso a los
habitantes para tranquilizarlos, y ellos me vitorearon por mi gran
benevolencia y luego volvieron a la corrupción y las perversiones por
las que es famosa esta ciudad. Sí, Antonio se suicidó. Lo estropeó
todo, tal como había estropeado tantas cosas en su vida. Tardó mucho
en morir, pero cuando yo logré llegar hasta él con la intención de
matarlo ya estaba muerto, lo cual, desde su punto de vista, supongo que
era lo principal. Su escena final se alargó tanto que sus amigos
tuvieron tiempo para trasladarlo recorriendo una gran distancia, hasta
el lugar en que se hallaba escondida Cleopatra...; escondida no tanto
de mí como de él, pues temía que la estrangulase por haberlo
traicionado y abandonado. Tuvieron una reconciliación conmovedora
mientras él moría desangrado.
Finalmente, acudí a ver a Cleopatra en su escondite: una gigantesca
tumba fortificada y guardada por mis soldados. Sí, intentó seducirme.
No, no sentí la tentación. En primer lugar, era un poco mayor para mí;
en segundo lugar, no era tan hermosa, según el criterio predominante en
Roma, y, por último, tendré con ella la cortesía de decir que, cuando
yo la vi, no se encontraba en su mejor momento. (Ya te imagino
protestando y diciendo que tú no me has preguntado acerca de posibles
intentos de seducción. Perdóname si te digo que leí dichas preguntas
entre líneas en tu carta.)
Cleopatra me mostró varias cartas de amor que conservaba de mi
padre y me leyó en voz alta sus pasajes favoritos empleando un tono de
lo más melifluo y encantador. Me dijo que yo le recordaba mucho a mi
padre, que el parecido era asombroso. Yo debí de poner cara de
dudarlo, porque insistió: «De verdad —me dijo—, no me refiero a un
mero parecido físico, sino al del espíritu. Y eso hace revivir muchos
recuerdos en mi corazón.» Quise entender que para ella daba igual un
César que otro. No se le puede reprochar que quisiera lanzar los dados
por última vez.
Sí, se suicidó. Le permití que descubriera la verdad: que si
conservaba la vida yo la haría desfilar encadenada por las calles de
Roma. Hizo que le llevaran en secreto una serpiente venenosa y
abandonó el escenario con elegancia, como la gran actriz que era. Fue
exactamente lo que yo esperaba que hiciera. Me escribió una última
carta en la que tan solo pedía ser enterrada al lado de Antonio, en una
única tumba. Y le concedí dicho deseo.
Antilo y Cesarión fueron ejecutados sin demora, a una orden mía.
Cleopatra había enviado a Cesarión a la India, para ocultarlo de mí. Y
tal vez hubiera conseguido llegar, pero se enteró del rumor de que yo
tenía la intención de convertirlo en rey y regresó a todo galope. Pobre
necio.
Te recuerdo que Antilo y él habían alcanzado la mayoría de edad y,
según la ley, ya eran hombres. Si ellos se hubieran encontrado en mi
lugar, estoy seguro de que habrían devorado mi corazón en la cena.
Aun así, soy consciente de la suprema ironía que representa que yo
haya iniciado este viaje para vengarme del asesinato de un hombre y
ahora le ponga fin dando muerte al único hijo que dicho hombre
concibió.
Todas mis decisiones se basaron en la fría lógica, teniendo en mente
el bien de Roma. Esa es mi defensa, y que sea válida depende del
punto de vista de cada cual. Si uno mata pero no halla placer en ello,
¿lo miran los dioses con mayor benevolencia? Es posible que sonrían
más a los animales depredadores que matan sin sentido que a los
hombres como yo. Yo he salvado a Roma de otra guerra civil, y si por
ello he de arder en el Tártaro, que así sea. Pero te digo una cosa;
espero que nadie cuente conmigo para que libre ninguna gloriosa
guerra destinada a expandir el imperio; ya he sufrido lo suficiente el
hedor de la batalla, y preferiría no tener que mirar ningún otro cadáver.
Llevo un tiempo devanándome los sesos con la cuestión de lo que
debería hacer con los hijos pequeños de Cleopatra, los que tuvo con
Antonio. He decidido enviarlos con mi hermana, que es tan maternal
que sin duda estará encantada de criarlos. Mi amada Livia, si no
hubiera sido por influencia tuya, que todo lo abarca, es posible que
hubiera ahogado a esos tres cachorros no deseados. La verdad es que
la mayoría de mis amigos opinaban que sería lo más seguro. Pero
tantos años oyendo tus gimoteos moralistas han surtido su efecto.
Ahora tengo que vivir pensando que Marco Antonio, desde el pozo
más profundo del Hades, se estará riendo a carcajadas al vernos a mi
pobre hermana y a mí rodeados de seis de sus retoños, nada menos.
Con todos ellos jugaré a ser el cariñoso tío Tavio, y rezaré todos los
días para que no se asemejen a su padre.
¿Haría un monstruo algo así?
Espero que comprendas la razón por la que, con tantos asuntos
presionándome, haya dedicado escaso tiempo a pensar en cuestiones
personales. ¿De verdad deberíamos divorciarnos? Resulta innegable
que deseo engendrar un heredero varón. A ese respecto, tú y yo no
hemos tenido éxito, pese a lo mucho que lo hemos intentado. Una joven
fecunda de quince años es lo que recomendarían la mayoría de los
hombres para solventar esta dificultad. La otra razón que me doy a mí
mismo a favor del divorcio son los continuos gimoteos moralistas a los
que acabo de referirme. Por otro lado, parece poco realista imaginarte
a ti siendo todavía mi amiga íntima y mi confidente después de haber
puesto fin a nuestro matrimonio. Me pregunto con quién voy a hablar.
Con Agripa, me contestarás tú. Con Mecenas. Sí y sí. Y con otros. Con
todos y con ninguno.
En fin, el mundo está repleto de mujeres, después de todo.
No me cabe duda de que después de leer todas estas palabras de
amor estarás deseando arrojarte en mis brazos. Me temo que no vas a
poder, al menos de inmediato; voy a pasar muchos meses
reorganizando la parte oriental de mi imperio, y no resultaría
apropiado que estuviera tan sometido a mi esposa como para insistir
en tenerla a mi lado. Además, a ti no te gustaría la vida que se lleva en
los campamentos militares. Ambos estamos felizmente de acuerdo en
que tú no eres Fulvia.
Leí esta carta sentada a mi mesa de escribir. La dejé sobre el tablero, que se
hallaba atestado de correspondencia llegada de todos los rincones del
imperio. Mirándola, pensé con la mente entumecida: «Que Tavio se divorcie
de mí. Diré adiós a todo esto, y no lo echaré de menos.»
Yo no era una Fulvia. Yo jamás me ceñiría una espada, como había hecho
ella. Comparada con Fulvia, yo era blanda y femenina. Me apreté las manos
contra los ojos, como queriendo bloquear las imágenes que me venían al
pensamiento. Vi la serpiente contrayéndose para atacar. Pero ¿en qué parte del
cuerpo había mordido a Cleopatra? ¿En el cuello, en el brazo? ¿Cuánto tiempo
había tardado en morir? Imaginé los detalles de su muerte, y también de la
muerte de aquellos dos muchachos en la cúspide de su virilidad.
¿Qué saldría de todo aquello? ¿La edad de oro de la que había hablado
Mecenas? ¿O una maldición que caería sobre nuestros hijos y sobre los hijos
de nuestros hijos?
Después de toda la rabia y todas las traiciones, Antonio y Cleopatra se
habían perdonado el uno al otro mientras él yacía desangrándose en sus
brazos. Visualicé a la reina de Egipto llorando por él. ¡Cuántos defectos tenían
ambos, cuán crueles habían sido los dos y cuán capaces de volver su crueldad
el uno contra el otro! Y, sin embargo..., sin embargo..., ¿acaso no tenía
importancia el hecho de que se amaran, en la medida en que ambos eran
capaces de amar? ¿No constituía al menos una defensa el hecho de que
Antonio, ya agonizando, hubiera pedido que lo llevaran por las calles para
estar al lado de Cleopatra, y que ella no lo hubiera rechazado?
Me vi a mí misma en el lugar de Cleopatra. El hombre al que abrazaba, el
que sangraba por una herida que él mismo se había infligido, no era Antonio
sino Tavio.
Y rompí a llorar.
Nunca se ciñó una corona, pero gobernó Roma hasta el final de sus días.
Reinó la paz en la capital y en general en todo el imperio, la llamada Pax
Romana, un período de tranquilidad que el mundo no había visto hasta
entonces. Floreció el comercio, y también la poesía. La gente la llamó la Edad
de Oro. Pero no lo fue; ni siquiera fue aquella justa República con la que
habían soñado mi padre y otros hombres buenos. Pero fue mucho mejor que lo
que habíamos tenido antes, mejor de lo que se atrevían a anhelar las personas
razonables tras varias décadas de derramamiento de sangre.
A su tiempo, el Senado le puso un nuevo nombre: Augusto, el venerado.
También lo llamaron Padre de su Nación y nombraron agosto a un mes del año
en honor a él.
Yo era la voz que le susurraba al oído que la clemencia podía ser fortaleza.
En más de una ocasión perdonó la vida a hombres que habían intentado
perjudicarlo, porque yo se lo pedí. Me encargué de que nadie pudiera decir
nunca que era un tirano con las manos manchadas de sangre.
Nunca llegué a darle un hijo que sobreviviera. Su hija... no hablamos de ella;
resulta demasiado doloroso recordar que le rompió el corazón a su padre. Sus
nietos murieron jóvenes. Hay quien rumorea que yo los envenené, por
ambición, para favorecer a mi propia progenie. Pero yo no hice caso de esas
maledicencias; a la gente le gusta decir mentiras acerca de las grandes
personalidades.
En los años que compartimos Tavio y yo, hubo alegrías y tristezas, pero
estábamos casados en el sentido total de la palabra y nuestro vínculo era
inquebrantable. Él me había dicho que en su pueblo natal la gente se casaba de
por vida, y eso fue lo que sucedió en nuestro caso. No vuelvo la vista atrás sin
arrepentirme de algo; pero nunca me he arrepentido del día en que escogí
seguir siendo la esposa de Tavio.
Tiberio y Druso se convirtieron en los principales generales de su
generación. No pelearon contra otros romanos, sino contra enemigos
extranjeros, en las fronteras de nuestro imperio. Mi Marco también tuvo una
carrera militar ejemplar, si bien no tan gloriosa.
Druso murió en la Galia, tras sufrir un accidente a caballo. Fue el mayor
dolor que he tenido en mi vida.
Al final, Tiberio fue el único hombre cualificado para tomar las riendas del
gobierno y mantener unido el imperio. Fue adoptado por Tavio, y a su debido
tiempo lo heredó todo. En la actualidad, Roma está gobernada por él... aunque
no con tanta delicadeza como a mí me gustaría.
¿Y aquella gloriosa República en la que creía mi padre? Es una idea que va
difuminándose. Se difumina en el recuerdo, se desliza hacia alguna época
inimaginable del futuro. No éramos dignos de ella. Perdimos el rumbo. Los
dioses han de juzgarnos.
Empecé a escribir mis memorias pensando en juzgar a la joven que fui, pero
me he dado cuenta de que no me es posible. Aún sigo siendo Livia Drusila.
Que me juzguen los dioses.
Mi amado, el venerado de Roma, murió poco antes de cumplir los setenta y
siete años. Falleció en el mes de agosto, apaciblemente, en su cama. Durante
su enfermedad yo estuve siempre a su lado, y cuando la luz empezó a
desvanecerse lo estreché en mis brazos. Su último acto fue besarme. Sus
últimas palabras me las dirigió a mí:
—Mantén vivo el recuerdo de nuestro matrimonio —me susurró.
Y así lo he hecho. Espero que dicho recuerdo dure toda la eternidad.
Livia falleció a la edad de ochenta y seis años [...]. El Senado votó que se
construyera un arco en su honor —una distinción jamás concedida a ninguna
otra mujer— porque había salvado la vida de no pocos, había criado a los
hijos de numerosos ciudadanos y había pagado la dote de muchas jóvenes, a
consecuencia de lo cual algunos la llamaron Madre de su Nación. Fue
enterrada en el mausoleo de Augusto.
CASIO DIO
Nota de la autora
Livia Drusila (58 a.C.-29 d.C.) no solo fue la esposa de César Augusto, sino
también su asesora política. Se considera que fue la mujer más poderosa de la
historia de la antigua Roma. Aunque el propio Augusto utilizó el título de
Primer Ciudadano, más modesto, los historiadores lo consideran el primer
emperador romano. Su matrimonio con Livia duró cincuenta y un años, y fue
sucedido por Tiberio, hijo de Livia.
Muchos de los incidentes narrados en este libro se basan en datos históricos.
Por ejemplo, es cierto que Livia sobrevivió a un incendio ocurrido en un
bosque, aunque no se le prendió fuego al cabello y a la ropa; también es
verdad que su primer marido, Tiberio Nerón, la entregó para que se casara con
César, y que, junto con su cuñada Octavia, recibió el insólito derecho (para
una mujer) de administrar por sí misma sus finanzas.
Livia tiene mala fama. Incluso en la actualidad, los rumores persiguen a las
mujeres que no se adaptan a los moldes de lo convencional, y desde luego eso
era lo que sucedía también en la antigua Roma. La gente contaba que había
envenenado de uno en uno a los potenciales herederos de su esposo, y en
último lugar a este, para que su hijo Tiberio, que contaba cincuenta y cinco
años de edad, pudiera asumir el poder supremo. La acusación de
«envenenadora» no era poco corriente en las mujeres romanas prominentes;
hasta la virtuosa Cornelia fue acusada de haber envenenado a su yerno. El
interés que poseía Livia por las hierbas medicinales prestaba verosimilitud a
las acusaciones. En estos últimos años, varios biógrafos han afirmado de
modo convincente que Livia jamás asesinó a nadie. Yo, personalmente,
encuentro ridículo que el astuto y sagaz Augusto pasara cinco décadas sin
conocer bien a su esposa, se mantuviera a un lado mientras ella se deshacía de
sus parientes y luego permitiera que también lo envenenase a él.
Livia indujo a su marido a mostrar clemencia por lo menos en el caso de
varios de sus adversarios políticos. Se preocupaba por los huérfanos y, al
igual que haría una moderna Primera Dama, socorría a la víctimas de
desastres tales como incendios y terremotos. Si esto no la convierte en una
santa, por lo menos no la retrata como una mujer malvada.
Su relación en la vejez con su hijo Tiberio estaba llena de tensiones, y él se
encargó de que el arco que el Senado quería construir en su honor no llegara a
ser una realidad. No obstante, al final recibió una distinción mayor. Al igual
que Augusto, fue deificada, en su caso gracias a su nieto, el emperador
Claudio. Ella y su esposo pasaron a ser adorados como dioses, y las mujeres
romanas juraban invocando el nombre de Livia.
La visión nada romántica de Antonio y Cleopatra que se da en esta novela
es, como el retrato de Livia, coherente con los hechos. La brutal terminología
que aparece en la página 343 está tomada de una carta que escribió realmente
Antonio, preservada por Suetonio en su obra Los doce césares.
He utilizado las versiones castellanizadas de los nombres de Marco Antonio
y Sexto Pompeyo, en vez de llamarlos Marcus Antonius y Sextus Pompeius. En
el caso de César Octaviano, posteriormente llamado Augusto, he obrado de
otro modo. Él nunca empleó el nombre de Octaviano, de modo que tampoco lo
uso yo en este libro. Fiel a mi deseo de mirarlo con otra perspectiva a través
de los ojos de Livia, me he referido a él con su nombre auténtico y he
permitido que Livia lo llame utilizando un apodo informal.
Agradecimientos
Este libro jamás habría sido posible sin la generosa ayuda de personas
extraordinarias. Vaya mi agradecimiento a:
Los amigos y autores que primero leyeron esta novela. Camden McDaris
Black, Bruce Bowman, Gina Caulfield, Susan Coventry, Mark Dane, Cynthia
Dunn, Mary Hoffman, Barbara Morgan, Vicky Oliver y Norm Scott; todos ellos
me aportaron apoyo y valor, así como agudas críticas.
Mi brillante agente literaria, Elizabeth Winnick Rubinstein. Sus sabios
consejos y su fe en el libro le han granjeado mi eterna gratitud.
El equipo ideal de redacción de Amazon Publishing. Terry Goodman ha sido
una firme mano que me ha guiado durante todas las fases del trabajo. Él,
Charlotte Herscher y Phyllis DeBlanche me ofrecieron opiniones creativas y
una experiencia que sirvieron para mejorar mucho esta novela. Me siento
agradecida a toda la gente de Amazon por su visión innovadora y su duro
esfuerzo.
Acerca de la autora