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Persona y Sociedad

HUMANIDADES 2024-I

Separata 2:
Los grados de vida*
a) El primer grado de vida. La vida vegetativa
Se considera que la bacteria es el organismo vivo más elemental y primitivo que se conoce, y tiene la
propiedad de reproducirse1 por bipartición2. La bacteria cumple ya las funciones vitales inmanentes
mínimas que son la nutrición, el crecimiento y la reproducción. Ya se ha dicho que la nutrición es la
más elemental de las operaciones inmanentes puesto que consiste en asimilar en el sí mismo corporal,
sustancias que antes eran externas.

Al ser interiorizado nutritivamente algo, pasa a ser vitalizado con el vivir del ser que se lo apropia:
no hay en el viviente nada que no esté vivo. Nutrirse es asimilar sustancias hasta hacerlas propias. No
hay elementos inorgánicos que al ser integrados en el proceso de la nutrición no pasen a ser elementos
orgánicos, y si los hay es que no han sido asimilados. Entonces quedan como cuerpos ajenos a la
unidad del viviente y en oposición a ella.

La nutrición aparece como la primera forma de comunicación porque lo que era inorgánico y externo
pasa a estar vivo y unido a los demás elementos vivos en la unidad del ser vivo. Desde esta
perspectiva, la unión nutritiva puede aparecer como la más estrecha e íntima unión que cabe.

En los organismos vivos, la nutrición se subordina al crecimiento. El crecimiento o la maduración es


el proceso por el que el ser vivo alcanza por sí mismo de modo progresivo su propia identidad. Como
ya se ha dicho, este proceso suele llamarse proceso de autorrealización. El modo más elemental de
tal proceso es el crecimiento orgánico por el que el ser vivo constituye su propio cuerpo. Ahora bien,
en los animales y plantas, el crecimiento se subordina a la reproducción.

Si, volviendo a la metáfora de la voz, el universo es una voz que no se oye a sí misma, un organismo
vivo, por elemental que sea, es una voz que se oye a sí misma puesto que es capaz de replicarse. En
cuanto que puede reproducirse, el vivo es una voz que no sólo se oye a sí misma, sino que antes de
extinguirse, es capaz de «decirse» otra vez y éste es su modo de escaparse del espacio y el tiempo
hacia la inmortalidad.

Una voz que se oye a sí misma y que se «dice» a sí misma es una voz que en cierto modo «sabe» su
sentido, que se tiene en simultaneidad o, que posee su esencia. Pues bien, poseer la propia esencia así
es lo que desde Aristóteles a Hegel y hasta nuestros días se ha llamado ser reflexivamente o ser
sustancia. En cuanto que reproducirse es ser capaz de replicarse a sí mismo, implica un cierto modo

*Arregui, J.V.-Choza, J.; Filosofía del hombre, pp.65-78


1 10. Aristóteles, Sobre el alma II, 5: 417 b 6-7
2 11. Id., 417 b 3-4.

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de posesión reflexiva de sí. Por ello, la reproducción implica un cierto modo de la inmanencia, y por
ello, un ser vivo es mucho más sustancial que un ser inerte.

De todos modos, en la llamada reproducción asexual, reproducirse es indiscernible de morir. Que un


organismo se reproduzca por bipartición supone que su individualidad no tolera o soporta la
reproducción. Reproducirse por bipartición es desaparecer como individuo. Por eso, la reproducción
es más que una operación del individuo, una función de la especie.

La individualidad del individuo es, pues, mínima y su subordinación a la especie máxima. La


reproducción no es aquí una operación que se subordine al crecimiento de la intimidad del individuo,
sino que, más bien, la intimidad del individuo se subordina a la reproducción.

La aparición de órganos reproductores especializados y diferenciados supone un grandísimo


incremento de la individualidad y unidad de un ser vivo. Un ser sexuado es mucho más uno e
individual, mucho más no divisible y distinto de los demás, que un ser no sexuado.

En primer lugar, que una especie se reproduzca sexualmente quiere decir —dejando de lado el
hermafroditismo— que los patrimonios genéticos de los individuos son distintos puesto que cada
individuo es generado a partir de dos códigos diferentes. La reproducción sexual introduce la
diversidad y, por tanto, una mayor individuación.

En segundo lugar, si en la reproducción asexual el ser generante se escinde, en la sexual, la operación


generativa pasa a ser una operación del propio vivo en la que su unidad no está comprometida. En el
primer caso, el ser sí mismo se agota en el ser especie; en el segundo, la función reproductora se
diferencia de la totalidad del organismo y se autonomiza como un subsistema que se desdobla en dos
factores complementarios, esto es, aparece la dualidad sexual.

De esta manera, la individualidad queda emancipada de la reproducción y no comprometida en ella:


ser sí mismo es una actividad que tiene más autonomía respecto de la tarea de ser especie. La
individualidad del viviente puede asumir de un modo más pleno y radical la autorrealización de sí
mismo en tanto que individuo, pues la realización de la especie queda encomendada a un subsistema
que tiene cierta autonomía.

La sexualidad permite una mayor autonomía del individuo respecto de la especie pues aquel no
desaparece en la perpetuación de lo específico. Así en la escala de la vida, la relevancia del individuo
y su independencia frente a la especie es cada vez mayor hasta llegar al hombre en el que la relevancia
de la autorrealización individual excede plenamente a la de la especie.

Además, la diferenciación entre los procesos de realización filo- genética de la especie, la sexualidad
y el proceso de realización individual significa que no hay transmisión hereditaria de los caracteres
adquiridos individualmente. Es decir, no hay trasvase directo entre el aprendizaje individual y el
sistema sexual de reproducción.

En tercer lugar, la reproducción sexual supone la aparición de una nueva comunicación, distinta de
la nutrición. En la nutrición, lo asimilado pasa a formar parte del cuerpo de quien se alimenta y por
ello la unidad entre el alimento y quien se alimenta suprime la alteridad. Por el contrario, la
fecundación sexual no suprime la alteridad de quienes se comunican, es una unión de dos.

Nótese que en la reproducción por partición no hay propiamente alteridad entre generante y generados
porque el generante se escinde en la generación. Sin embargo, en la reproducción sexual, dejando de
lado el hermafroditismo, sí hay alteridad entre generantes y generados, y la hay precisamente porque
hay alteridad entre los dos generantes.

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Hay alteridad entre padres e hijos porque hay alteridad entre macho y hembra. Paternidad, maternidad
y filiación son funciones de la individualidad, son relaciones entre individuos realmente distintos.
Esto supone una comunicación formalmente distinta a la de la nutrición.

En el caso de la unión sexual, la unidad de los dos progenitores es realmente material en un tercer
individuo subsistente, el hijo, de manera que puede decirse en términos hegelianos que el hijo es el
amor (la unión) del padre y de la madre, pero como existente en sí y no sólo en ellos3.

Así, en resumen, las funciones llevadas a cabo por los seres vivos más elementales, que genérica e
impropiamente cabe llamar operaciones vegetativas, son la nutrición, el crecimiento y la
reproducción. La inmanencia del vegetal es la que corresponde a estas operaciones. El vegetal no es
pura exterioridad, tiene ya un sí mismo, una cierta interioridad. Pero esta interioridad es puramente
sustancial u objetiva en cuanto que todavía no han aparecido las funciones cognoscitivas. El sí mismo
del vegetal viene dado exclusivamente por su propia corporalidad. El grado de autonomía en las
operaciones es también mínimo.

El vegetal es autónomo sólo en cuanto que ejerce sus operaciones por y desde sí mismo, en cuanto
que las ejecuta. Pero no hay conocimiento de tal actividad, ni del fin u objetivo que con ello se logra
ni de los medios que se utilizan.

b) El segundo grado de vida. La vida sensitiva


El segundo grado de vida o vida sensitiva corresponde a aquellos seres vivos que están dotados de un
sistema perceptivo. Se caracterizan porque su proceso de autorrealización y, en general, las funciones
propias de la vida vegetativa, están mediadas por el conocimiento.

En los animales, lo que sirve de alimento es previamente conocido como tal en un entorno que
también es asumido cognoscitivamente. La nutrición implica un movimiento en el espacio que es
posibilitado por un sistema motor en dependencia de un sistema sensitivo. Cuanto más complejo es
el sistema perceptivo, tanto más complejo es el sistema motor, y mayor es la autonomía del animal.

La sensibilidad elemental de los celentéreos (la hidra) y los equinodermos (el erizo de mar), p. ej.,
consiste en un pequeño número de receptores sensibles a la intensidad luminosa, a la temperatura y
poco más. Es una sensibilidad casi exclusivamente táctil. Tal sensibilidad está en correlación con un
sistema motor y un sistema nervioso muy rudimentario, pero que es capaz del mínimo grado posible
de subjetividad: la sensación.

Los animales dotados de sensibilidad tienen un grado de intimidad mucho mayor que los vegetales.
La intimidad vegetal es exclusivamente sustancial u objetiva en cuanto que el vegetal no sabe nada
de sí. En los seres dotados de sensibilidad, por mínima que ésta sea, aparece un nuevo tipo de
intimidad irreductible a la anterior. El ser vivo sabe ahora algo de sí y de la realidad. No sólo posee
un sí mismo sustancial, sino que, al saber algo de sí, tiene también una cierta interioridad consciente
o intimidad subjetiva.

En efecto, la sensación, por elemental que sea, incluso la sensación táctil indiscernible del sentimiento
de agrado-desagrado, es ya una forma de conciencia. Sentir agrado o desagrado es ya saber algo de
sí y de lo externo por lo que el vivo es afectado. Y eso es ya una síntesis de exterioridad inorgánica e
interioridad orgánica mucho mayor que la de la nutrición.

3 12. Cfr. HEGEL, G. W. F., Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 137.

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En la nutrición, el vivo incorpora sustancias externas convirtiéndolas en sí mismo, en su propia


sustancia corporal, pero la asimilación cognoscitiva de lo real no lo convierte en el propio cuerpo. En
cuanto que la asimilación nutritiva no es la cognoscitiva, la intimidad objetiva no es la subjetiva.

Los animales que ocupan puestos superiores en la escala zoológica (que no es lineal, sino arbórea),
los insectos, las aves y los mamíferos tienen una dotación cognoscitiva mucho más compleja, en
correlación con un sistema motor y nervioso mucho más desarrollado, que los inferiores. Su intimidad
subjetiva es mucho mayor.

Los animales superiores no se refieren sólo a lo que está en inmediato contacto espacial o temporal
con ellos, sino que también son capaces de referirse a lo distante en el espacio y en el tiempo. Pueden
integrar la intermitencia y discontinuidad de las sensaciones en una unidad más amplia y continua,
mediante la imaginación y la memoria, de manera que pueden referirse a lo agradable que pasó —y
por tanto ser capaces de nostalgia y gratitud— y a lo agradable que volverá —y por tanto, capaces de
esperanza y audacia—.

De este modo, un animal superior es capaz de interiorizar, de tener presente mediante la imaginación
y la memoria, una considerable amplitud de espacio y tiempo, y puede proyectar acciones para
realizarlas en ese espacio y en ese tiempo.

Ahora bien, aunque los animales superiores tengan un comportamiento más o menos amplio según
su dotación cognoscitiva, pues los objetivos de sus actividades particulares los alcanzan y cumplen
tras haberlos conocido, y precisamente por haberlos conocido, sin embargo, tales objetivos están
filogenéticamente programados y el conocimiento no puede alterar la programación, sino solamente
cumplirla.

Los objetivos y fines del animal son conocidos por él, pero no son puestos por él. El animal no se da
a sí mismo sus propios fines, sino que sólo conoce los que le son fijados filogenéticamente, es decir,
por naturaleza. Esto es lo que puede llamarse instinto.

La nutrición y la reproducción se dan en los vegetales sin conocimiento. Cuando el conocimiento se


articula con ambas funciones aparece el hambre y la pulsión sexual, que son el modo en que aparecen,
en la interioridad subjetiva, las funciones de la nutrición y la reproducción, que ya han sido
consideradas desde el punto de vista objetivo.

En los vegetales no hay otra perspectiva posible, pero en los animales superiores sí. La necesidad de
la nutrición y del apareamiento para la reproducción, que están en el plano objetivo, aparecen en la
conciencia o intimidad subjetiva del animal, como hambre y pulsión sexual, es decir, como instinto.
El instinto está referido a objetivos precisos, el alimento o el sexo complementario, que son previos
al conocimiento y cuya alteración no es competencia de éste. Al conocimiento corresponde sólo
alcanzar del mejor modo posible los objetivos.

Así, el instinto puede definirse como la referencia del organismo biológico a sus objetivos más
básicos mediada por el conocimiento. También se puede llamar al instinto «inteligencia
inconsciente»4 en cuanto que el instinto es inteligente pero no reflexivo. La conducta instintiva está

4 13. El término instinto y su referente real es objeto de numerosas discusiones en el plano de la


psicología empírica y de la etología (cfr. J. L. PlNILLOS, Principios de psicología, Alianza, Madrid 1981,
pp. 218-28). Esa consideración del instinto como «inteligencia inconsciente» es una de las claves de
Bergson. (Cfr. Uévolution creatrice en Oeuvres, PUF, París 1970, t. 1, pp. 578-652) pero también se
encuentra en Hegel (cfr. Vorlesungen über die Philosophie der Geschickte, en ed. cit., t. 12, p. 30 y
ss.)

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basada en el conocimiento de los fines puesto que el animal se hace cargo de los fines de sus
tendencias y de las operaciones por los que se logran. Pero no implica un conocimiento del sujeto en
cuanto que tal en orden a la programación de fines. El animal tiene conciencia en cuanto que sabe de
los fines y de los medios que a ellos conducen, pero no tiene auto- conciencia.

Al subir en la escala biológica, los instintos van perdiendo rigidez, van haciéndose más plásticos y va
adquiriendo mayor importancia el aprendizaje individual. El aumento de la capacidad de aprendizaje
está en correlación con el incremento del cerebro, que a su vez es función de la prolongación del
periodo de gestación y de la infancia, de la disminución del número de crías por parto y del incremento
de la estabilidad de la pareja. Así, «comportamiento instintivo» no quiere decir comportamiento
automático, pues instinto y aprendizaje se articulan. Pero como el aprendizaje es una cierta reflexión,
su incremento significa una cierta debilitación del instinto.

Con todo, el aprendizaje nunca anula o desplaza del todo al instinto, es decir, a la programación
filogenética de los objetivos y los medios básicos para alcanzarlos, pues el conocimiento implicado
en dicho aprendizaje no opera sobre la programación.

Por eso, la vida animal está regida desde fuera, desde los fines, o sea, desde un conocimiento de lo
exterior que, al no ir acompañado de una conciencia de sí, es una «inteligencia inconsciente»; se sabe,
pero no se sabe que se sabe. Por eso, la subjetividad o la reflexividad cognoscitiva está volcada hacia
fuera, es máximamente excéntrica respecto del sí mismo animal.

El grado de autonomía en las operaciones que se corresponde con este grado de inmanencia, es
también limitado. Es mayor que en los vegetales pues ahora el ser vivo protagoniza sus operaciones
de un modo nuevo por el conocimiento. No sólo las ejecuta, sino que conoce sus fines y las controla
desde su conocimiento.

Sin embargo, los fines no son establecidos o propuestos por el propio animal, sino que están
predeterminados por su naturaleza biológica, o filogenéticamente. Las operaciones son, pues, ahora
autónomas en cuanto que, controladas por la conciencia, pero no lo son en cuanto que sus fines no
son propuestos por la intimidad subjetiva del animal.

Si la intimidad objetiva del ser vivo fuera acogida en la reflexividad cognoscitiva de modo que ésta
tuviera un cierto grado de hegemonía sobre aquella, entonces los fines de las operaciones podrían ser
propuestos desde el conocimiento, y las operaciones no serían determinadas desde la exterioridad.
Entonces, el comportamiento no sería «arrancado» desde fuera, ni el animal sería arrastrado por sus
operaciones, porque tanto el sí mismo animal como sus operaciones quedarían encomendados a la
tutela del conocimiento.

Esto es lo característico de los individuos de la especie humana, en los que se da un grado superior
de inmanencia y autonomía en las operaciones. En la medida en que el hombre es dueño de sí mismo,
puede proponerse fines.

c) El tercer grado de vida. La vida intelectiva


El tercer grado de vida corresponde a aquellos seres que están dotados de intelecto. En ellos se puede
hablar de subjetividad con mayor propiedad y de autoconciencia, porque la intimidad objetiva es
acogida en el conocimiento y éste se hace cargo de aquella. Su inmanencia es, pues, mucho mayor.

«Por encima de los animales, escribe Tomás de Aquino, están los seres que se mueven en orden a un
fin que ellos mismos se fijan, cosa imposible de hacer si no es por medio de la razón y el intelecto, al
que corresponde conocer la relación que hay entre el fin y lo que a su logro conduce, y subordinar

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esto a aquello. Por tanto, el modo más perfecto de vivir es el de los seres dotados de intelecto, que
son, a su vez, los que con mayor perfección se mueven a sí mismos»5.

Antes, se expresó esto diciendo que la conducta humana no está mediada —como la conducta
instintiva animal— por el conocimiento, sino principiada por él, de manera que la programación
filogenética no antecede al conocimiento y, por tanto, el conocimiento es operativamente eficaz en
orden a la programación de los propios fines, es decir, de la propia conducta.

El hombre es capaz de proponerse fines desde su conocimiento. Es decir, al revés de lo que sucede
en los animales, en el hombre el proceso personal de autorrealización no está sometido a los fines de
la especie. De hecho, cumplir el ciclo biológico de nacimiento, reproducción y muerte, no asegura el
éxito del proceso personal de autorrealización.

La capacidad del hombre de proponerse fines implica reflexión porque para darse fines a sí mismo es
preciso poseerse plenamente. Sólo quien es dueño de sí puede proponerse sus propios fines. Este
grado superior de inmanencia y autonomía en las operaciones es la característica que habitualmente
se ha usado en la historia de la filosofía para definir la especificidad del hombre frente a los animales.
En cuanto que dueño de sí, el hombre es persona.

El intelecto humano tiene desde el momento en que aparece sobre el planeta una capacidad reflexiva
tal, una capacidad de aprendizaje tal, que anula o desplaza* la programación filogenética, es decir, el
instinto. Esto no quiere decir que en el hombre no haya una necesidad nutritiva o reproductora, quiere
decir que los objetivos de las actividades y el modo de conseguirlos no vienen dados en concreto por
la programación filogenética y corren por cuenta del aprendizaje individual.

El hombre no sabe lo que tiene que comer ni cómo, ni sabe con qué pareja tiene que establecer la
relación sexual ni cómo se llega a establecerla. Tiene que inventarlo, y por ello, se tiene que dar a sí
mismo las normas que regulan tales actividades, y eso es lo que se llama cultura. Así, la satisfacción
de las tendencias humanas que corresponden a los instintos animales, está modulada desde el
principio por el intelecto y la cultura.

Por eso hay tanta diferencia entre unos grupos humanos y otros respecto de funciones tan elementales
como la nutrición y la reproducción. Entre los seres humanos nutrirse, por ejemplo, es un conjunto
de artes de entre las cuales no es la menor el arte culinario. La historia es el proceso de generación,
mantenimiento y reproducción de lo que nace por obra del arte. Si los procesos naturales tienen como
fundamento la physis, la naturaleza, los procesos históricos, es decir, culturales o artificiales, tienen
como fundamento la libertad.

Correlativamente, así como los procesos naturales tienen un fin natural o naturalmente programado,
los procesos históricos tienen unos fines que el hombre se da a sí mismo, puesto que el proponerse
fines en tanto que característica específica del ser humano se muestra tanto en el plano individual
como en el colectivo.

Dicho de otro modo, que lo propio del hombre sea proponerse fines y que esto sea posible por la
razón y el intelecto significa que en el hombre su racionalidad es tan natural como su animalidad y,
por tanto, ésta no antecede a aquélla. El hombre es racional por naturaleza. Lo cual implica que la
naturaleza biológica humana no es viable al margen de la razón ni siquiera en el plano de la
supervivencia biológica. La naturaleza biológica humana se caracteriza por su plasticidad e
indeterminación, que sólo puede ser vencida desde el plano de la razón y la cultura. Por ello, el
hombre se autodetermina.

5 14. TOMÁS de AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 18, a. 3. En adelante, S.Th.

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Que el logos humano tenga las características de la infinitud y la reflexividad no quiere decir que no
haya límites para su reflexión y para la determinación de los propios fines. La capacidad de auto
determinación del hombre no es absoluta, porque, aunque el logos, la reflexividad cognoscitiva o la
libertad, sea principial en el hombre, no es más principial que el ser, que el vivir o que el cuerpo. Así,
por ejemplo, volviendo a la nutrición, el hombre es un animal omnívoro que puede desarrollar un
sofisticado arte gastronómico, pero no puede liberarse de la necesidad de comer. Y, del mismo modo,
el hombre puede usar su cuerpo de diversos modos e, incluso dentro de unos límites asombrosamente
amplios, puede modificarlo, pero no puede emanciparse del cuerpo, del tener un cuerpo y de las leyes
que rigen el ser cuerpo.

«Para el viviente, vivir es ser» significa en el caso del hombre que el cuerpo, la vida, la libertad y el
ser, son conjuntamente principiales, lo que a su vez significa, como se verá más adelante, que hay
algún tipo de fines para el hombre distintos de los que él se da a sí mismo y que requieren ser
articulados entre sí. Desde esta perspectiva, se puede ya señalar que los procesos naturales no pueden
ser asumidos arbitrariamente en los procesos libres y ser referidos a los fines que el hombre se da a
sí mismo también de modo arbitrario.

Pese a todo lo dicho, la vida intelectiva humana no es la máximamente inmanente porque el


entendimiento humano para conocerse a sí mismo ha de partir del exterior. El entendimiento humano
sólo se conoce a sí mismo en cuanto que está en acto, y el entendimiento se actualiza en primer lugar
respecto de la quididad de las cosas sensibles.

El conocimiento de la realidad sensible exterior antecede al conocimiento de sí. No quiere esto decir
que el entendimiento humano se conozca a sí mismo en las cosas exteriores. Quiere decir que para
conocerse tiene que estar en acto de conocer, y que sólo empieza a estar en acto al conocer alguna
realidad sensible. De este modo, la intimidad reflexiva humana está también de algún modo referida
al exterior. El hombre sabe de sí, pero necesita un punto de apoyo en la realidad sensible exterior. El
hombre tiene intimidad subjetiva, pero no es su intimidad subjetiva. La autoconciencia humana no es
absoluta6.

No es lógicamente contradictoria la existencia de sustancias intelectuales puramente espirituales cuya


inmanencia sería mayor que la de la vida intelectiva humana, pues su intelecto no partiría de algo
exterior para conocerse, sino que se conocería en sí mismo. Al contrario que en el hombre, su propia
esencia sería el objeto propio de su entendimiento.

Sin embargo, tampoco esta vida intelectiva tendría una inmanencia perfecta pues en las sustancias
intelectuales creadas, habría todavía algo más íntimo que su autoconciencia, a saber, su ser. Y en la
medida en que su ser se distinga de su esencia, en la medida en que no sean su saber de sí, su
inmanencia no sería absoluta.

La vida intelectiva divina sí es máximamente inmanente porque en Dios su autoconciencia se


identifica con su ser. Dios sí es su saber de sí. Intimidad subjetiva e intimidad objetiva coinciden
ahora plenamente. La inmanencia divina es perfecta. También en la medida en que Dios no tiene
ningún fin exterior a El, la autonomía divina es perfecta.

615. Sobre este tema, cfr. HERNÁNDEZ PACHECO, J., Subjetividad y reflexión, Publicaciones de la
Universidad de Sevilla, Sevilla 1983.

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