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Este documento resume las principales ideas de Sigmund Freud sobre la psique y el desarrollo psicosexual. Explica que la psique está compuesta por el ello, yo y superyó. Describe las pulsiones de Eros y destrucción, y cómo el yo almacena libido. También describe las diferentes etapas del desarrollo psicosexual infantil como oral, anal, fálica y genital. Finalmente, distingue entre procesos conscientes, preconscientes e inconscientes en la psique.
Este documento resume las principales ideas de Sigmund Freud sobre la psique y el desarrollo psicosexual. Explica que la psique está compuesta por el ello, yo y superyó. Describe las pulsiones de Eros y destrucción, y cómo el yo almacena libido. También describe las diferentes etapas del desarrollo psicosexual infantil como oral, anal, fálica y genital. Finalmente, distingue entre procesos conscientes, preconscientes e inconscientes en la psique.
Este documento resume las principales ideas de Sigmund Freud sobre la psique y el desarrollo psicosexual. Explica que la psique está compuesta por el ello, yo y superyó. Describe las pulsiones de Eros y destrucción, y cómo el yo almacena libido. También describe las diferentes etapas del desarrollo psicosexual infantil como oral, anal, fálica y genital. Finalmente, distingue entre procesos conscientes, preconscientes e inconscientes en la psique.
Parte I. [La psique y sus operaciones] I. El aparato psíquico Ello: es todo lo heredado. Bajo el influjo del mundo exterior, una parte del ello se desarrolla y establece una organización particular que media entre el ello y el mundo exterior, al que le damos el nombre de yo. Los caracteres principales del yo: Dispone respecto de los movimientos voluntarios. Tiene la tarea de la autoconservación. En su actividad es guiado por las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. De tiempo en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. El estado del dormir consiste en una particular distribución de la energía anímica. Como resultado del largo período de infancia durante el cual el ser humano en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en cuenta. Una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir, cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. En el influjo de los progenitores no sólo es eficiente la índole personal de éstos, sino también el influjo de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los requerimientos del medio social respectivo. De igual modo, en el curso del desarrollo individual el superyó recoge aportes de posteriores continuadores y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos públicos, ideales venerados en la sociedad. Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto representan los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, los del pasado asumido por otros. En tanto, el yo está comandado principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado. II. Doctrina de las pulsiones Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de necesidad del ello. Representan los requerimientos que hace el cuerpo a la vida anímica. Las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento), también pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una pulsión sobre otra. Se ha resulto aceptar sólo dos pulsiones básicas: Eros y pulsión de destrucción. En las funciones biológicas, las dos pulsiones básicas producen efectos una contra la otra o se combinan entre sí. Así, el acto de comer es una destrucción del objeto con la meta última de la incorporación; el acto sexual, una agresión con el propósito de la unión más íntima. La energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido, está presente en el yo-ello todavía indiferenciado y sirve para neutralizar las inclinaciones de destrucción simultáneamente presentes. Respecto de la pulsión de destrucción, mientras produce efectos en lo interior como pulsión de muerte, permanece muda; sólo se presenta ante nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Con la instalación del superyó, montos considerables de la pulsión de agresión son fijados en el interior del yo y allí ejercen efectos autodestructivos. El yo almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objeto. Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la libido, el objeto se pone en cierta medida en el lugar del yo. La libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y partes del cuerpo. Entre los lugares del cuerpo de los que parte esa libido, los más destacados se señalan con el nombre de zonas erógenas, pero en verdad el cuerpo íntegro es una zona erógena tal. III. El desarrollo de la función sexual Según la concepción corriente, la vida sexual humana consistiría, en lo esencial, en el afán de poner en contacto los genitales propios con los de una persona del otro sexo. No obstante, siempre fueron notorios ciertos hechos que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción: 1) hay personas para quienes sólo individuos del propio sexo y sus genitales poseen atracción. 2) ciertas personas, cuyas apetencias se comportan en un todo como si fueran sexuales, prescinden por completo de las partes genésicas o de su empleo normal; a tales seres humanos se los llama «perversos». 3) muchos niños, considerados por esta razón degenerados, muestren muy tempranamente un interés por sus genitales y por los signos de excitación de estos. El psicoanálisis provocó escándalo y contradicción cuando, retomando en parte estos tres menospreciados hechos, contradijo todas las opiniones populares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son los siguientes: 1. La vida sexual no comienza sólo con la pubertad, sino que se inicia enseguida después del nacimiento con nítidas exteriorizaciones. 2. Es necesario distinguir de manera tajante entre los conceptos de «sexual» y de «genital». El primero es el más extenso, e incluye muchas actividades que nada tienen que ver con los genitales. 3. La vida sexual incluye la función de la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo, función que es puesta con posterioridad al servicio de la reproducción. Es frecuente que ambas funciones no lleguen a superponerse por completo. Se comprueba que estos fenómenos que emergen en la primera infancia responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un acrecentamiento regular, alcanzando un punto culminante hacia el final del quinto año de vida, a lo que sigue un período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso, mucho es desaprendido e involuciona. Trascurrido este período, llamado «de latencia», la vida sexual prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a aflorar. No es indiferente que los eventos de esta época temprana de la sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la amnesia infantil. Nuestras intuiciones sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de terapia analítica se anudan a estas concepciones. El primer órgano que aparece como zona erógena es la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. En el chupeteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que -si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta- aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y debe ser llamada sexual. Ya durante esta fase «oral» entran en escena, con la aparición de los dientes, unos impulsos sádicos aislados. Ello ocurre en medida mucho más vasta en la segunda fase, que llamamos «sádico-anal» porque aquí la satisfacción es buscada en la agresión y en la función excretoria. En la tercera fase, la llamada «fálica», la sexualidad de la primera infancia alcanza su apogeo. Desde entonces, niño y niña tendrán destinos separados. El varoncito entra en la fase edípica, inicia el quehacer manual con el pene, junto a unas fantasías simultáneas sobre algún quehacer sexual de este pene en relación con la madre, hasta que el efecto conjugado de una amenaza de castración y la visión de la falta de pene en la mujer le hacen experimentar el máximo trauma de su vida, iniciador del período de latencia con todas sus consecuencias. La niña, tras el infructuoso intento de emparejarse al varón, vivencia el discernimiento de su falta de pene con duraderas consecuencias para el desarrollo del carácter. La organización plena sólo se alcanza en la pubertad, en una cuarta fase, «genital». IV. Cualidades psíquicas Lo que llamamos «conciente», no hace falta que lo caractericemos. Todo lo otro psíquico es para nosotros lo «inconciente». Muchos procesos nos devienen con facilidad concientes, y si luego no lo son más, pueden devenirlo de nuevo sin dificultad, la conciencia en general es un estado en extremo pasajero. Preferimos llamar «susceptible de conciencia» o preconciente a todo lo inconciente que se comporta de esa manera. Otros procesos psíquicos, otros contenidos, no tienen un acceso tan fácil al devenir conciente, sino que es preciso inferirlos, colegirlos y traducirlos a expresión conciente. Para estos reservamos el nombre de «lo inconciente genuino». Así pues, se le atribuyen a los procesos psíquicos tres cualidades: ellos son concientes, preconcientes o inconcientes. La separación entre las tres clases de contenidos que llevan esas cualidades no es absoluta ni permanente. Unos procesos concientes en la periferia del yo, e inconciente todo lo otro en el interior del yo: ese sería el más simple estado de cosas que deberíamos adoptar como supuesto. Acaso sea la relación que efectivamente exista entre los animales; en el hombre se agrega una complicación en virtud de la cual también procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad de la conciencia. Esto es obra de la función del lenguaje, que conecta los contenidos del yo con restos mnémicos de las percepciones visuales, pero, en particular, de las acústicas. Lo inconciente es la cualidad que gobierna de manera exclusiva en el interior del ello. En el origen todo era ello; el yo se ha desarrollado por el continuado influjo del mundo exterior sobre el ello. Durante ese largo desarrollo, ciertos contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así fueron recogidos en el yo. Otros permanecieron dentro del ello como su núcleo, de difícil acceso. Pero en el curso de ese desarrollo, el yo joven y endeble devuelve hacia atrás, hacia el estado inconciente, ciertos contenidos que ya había acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nuevas que habría podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas, sólo podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del ello lo llamamos lo reprimido. Los procesos de lo inconciente o del ello obedecen a leyes diversas que los producidos en el interior del yo preconciente. A esas leyes las llamamos proceso primario, por oposición al proceso secundario que regula los decursos en lo preconciente, en el yo. V. Un ejemplo: La interpretación de los sueños Aquello por nosotros recordado como sueño tras el despertar no es el proceso onírico efectivo y real, sino sólo una fachada tras la cual el sueño se oculta. Es el distingo entre un contenido manifiesto del sueño y los pensamientos oníricos latentes. Y llamamos trabajo del sueño al proceso que de los segundos hace surgir el primero. El estudio del trabajo del sueño enseña cómo un material inconciente, un material originario y reprimido, se impone al yo, deviene preconciente y en virtud de la revuelta del yo experimenta las alteraciones que conocemos como desfiguración onírica. Hay dos clases de ocasiones para la formación del sueño: O bien una moción pulsional de ordinario sofocada (un deseo inconciente) ha hallado mientras uno duerme la intensidad que le permite hacerse valer en el interior del yo, o bien una aspiración que quedó pendiente de la vida de vigilia ha hallado en el dormir un refuerzo por un elemento inconciente. Vale decir, sueños desde el ello o desde el yo. El yo de la vigilia gobierna la motilidad, esta función está paralizada en el estado del dormir y, por eso, permite al ello una medida de libertad. Hay una llamativa tendencia a la condensación, una inclinación a formar nuevas unidades con elementos que en el pensar de vigilia habríamos mantenido sin duda separados. Otra propiedad del trabajo del sueño es la rapidez para el desplazamiento de intensidades psíquicas (investiduras) de un elemento sobre otro, a menudo en el sueño manifiesto un elemento aparece como el más nítido y, por ello, como el más importante, pese a que en los pensamientos oníricos era accesorio; y a la inversa. La tesis de que el sueño es un cumplimiento de deseo será recibida con incredulidad si se recuerda cuántos sueños poseen un contenido directamente penoso o aun hacen que el soñante despierte presa de angustia. No se debe olvidar que el sueño es en todos los casos el resultado de un conflicto, una suerte de formación de compromiso. Lo que para el ello inconciente es una satisfacción puede ser para el yo ocasión de angustia. Parte II. La tarea práctica VI. La técnica psicoanalítica El sueño es una psicosis de duración breve, inofensiva, hasta encargada de una función útil. El yo tiene la tarea de obedecer a la realidad objetiva, el ello y el superyó, y mantener, pese a todo su organización, afirmar su autonomía. La condición de los estados patológicos consiste en un debilitamiento relativo o absoluto del yo, que le imposibilita cumplir sus tareas. El más duro reclamo para el yo es probablemente sofrenar las exigencias pulsionales del ello, para lo cual tiene que solventar grandes gastos de contrainvestiduras. También la exigencia del superyó puede volverse tan intensa que el yo se quede como paralizado frente a sus otras tareas. Si los dos primeros devienen demasiado fuertes, consiguen disminuir y alterar la organización del yo hasta el punto de perturbar, o aun cancelar, su vínculo correcto con la realidad objetiva. Celebramos un pacto: El yo enfermo nos promete la más cabal sinceridad, o sea, la disposición sobre todo el material que su percepción de sí mismo le brinde, y nosotros le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra experiencia en la interpretación del material influido por lo inconciente. Para que el yo del enfermo sea un aliado valioso en nuestro trabajo común tiene que conservar cierto grado de coherencia, pero no se puede esperar eso del yo del psicótico, incapaz de cumplir un pacto así. Existe, sin embargo, otra clase de enfermos psíquicos, evidentemente muy próximos a los psicóticos: el enorme número de los neuróticos de padecimiento grave. Las condiciones de la enfermedad serán en ellos los mimos o muy parecidos, pero su yo ha mostrado ser capaz de mayor resistencia, se ha desorganizado menos. Estos neuróticos se muestren prestos a aceptar nuestro auxilio. A ellos limitaremos nuestro interés, y probaremos hasta dónde, y por cuáles caminos, podemos «curarlos». No sólo queremos oír de él lo que sabe y esconde a los demás, sino que debe referirnos también lo que no sabe. No sólo debe comunicarnos lo que él diga adrede, como en una confesión, sino también todo cuanto le acuda a la mente, aunque sea desagradable decirlo, aunque le parezca sin importancia y hasta sin sentido. Así nos permiten colegir lo inconciente reprimido en él. El paciente no se reduce a considerar al analista como el auxiliar y consejero, sino que ve en él un retorno de una persona importante de su infancia, y por eso trasfiere sobre él sentimientos y reacciones que sin duda se referían a ese arquetipo. Este hecho de la trasferencia pronto demuestra ser un factor de insospechada significatividad: por un lado, un recurso auxiliar de valor insustituible; por el otro, una fuente de serios peligros. Esta trasferencia es ambivalente, incluye actitudes positivas, tiernas, así como negativas, hostiles, hacia el analista, quien por lo general es puesto en el lugar de un miembro de la pareja parental, el padre o la madre. Es evidente que el peligro de este estado transferencial consiste en que el paciente desconozca su naturaleza y lo considere como unas nuevas vivencias objetivas, en vez de espejamientos del pasado. El camino para fortalecer al yo debilitado parte de la ampliación de su conocimiento de sí mismo. En cuanto al material, lo obtenemos de fuentes diversas: lo que sus comunicaciones y asociaciones libres nos significan, lo que nos muestra en sus trasferencias, lo que extraemos de la interpretación de sus sueños, lo que él deja traslucir por sus operaciones fallidas. Todo ello ayuda a establecer unas construcciones sobre lo que le ha sucedido en el pasado y olvidó, así como sobre lo que ahora sucede en su interior y él no comprende. Se evita comunicarle enseguida lo que se ha colegido, o comunicarle todo cuanto se cree haber colegido. Se medita con cuidado la elección del momento en que hay de hacerlo consabidor de una de las construcciones. La segunda parte es la más importante. Tenemos ya sabido que el yo se protege mediante unas contrainvestiduras de la intrusión de elementos indeseados oriundos del ello inconciente y reprimido. Y en este empeño registramos la intensidad de esas contrainvestiduras como unas resistencias a nuestro trabajo. A esta resistencia la llamamos resistencia de represión. Vencer las resistencias es la parte de nuestro trabajo que demanda el mayor tiempo. VII. Una muestra de trabajo psicoanalítico Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones que los otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras, angustia y dolores? Lo que la constitución de uno es capaz de dominar puede ser para otro una tarea demasiado pesada. Estas diferencias cuantitativas condicionarán la diversidad del desenlace. Sin embargo, esta explicación no es satisfactoria, es excesivamente general. Esperaremos hallar para ellas unas causas específicas, o bien podemos formarnos la representación de que entre las tareas que la vida anímica debe dominar hay algunas en las que es fácil fracasar. Existe una exigencia pulsional cuyo dominio en principio fracasa o se logra sólo de manera incompleta, y una época de la vida que cuenta de manera exclusiva o prevaleciente para la génesis de una neurosis. Acerca del papel de la época de la vida. Al parecer, únicamente en la niñez temprana (hasta el sexto año) pueden adquirirse neurosis, si bien es posible que sus síntomas sólo mucho más tarde salgan a la luz. La prioridad etiológica de la primera infancia es fácil de fundamentar. Las neurosis son unas afecciones del yo, y no es asombroso que el yo, mientras todavía es endeble, inacabado e incapaz de resistencia, fracase en el dominio de ciertas tareas. No es lícito olvidar la inclusión del influjo cultural entre las condiciones de la neurosis. Y como las exigencias de la cultura están subrogadas por la educación dentro de la familia, nos vemos precisados a incluir también en la etiología de las neurosis este carácter biológico de la especie humana: el largo período de dependencia infantil. Los síntomas de las neurosis son una satisfacción sustitutiva de algún querer-alcanzar sexual o bien unas medidas para estorbarlas, por lo general unos compromisos entre ambas cosas. No puede caber ninguna duda de que las pulsiones que se dan a conocer fisiológicamente como sexualidad desempeñan un papel sobresaliente e inesperadamente grande en la causación de las neurosis; queda sin resolver si ese papel es exclusivo. Es preciso ponderar también que ninguna otra función ha experimentado como la sexual un rechazo tan enérgico y tan vasto en el curso del desarrollo cultural. Nuestra atención es atraída en primer lugar por los efectos de ciertos influjos que no alcanzan a todos los niños, aunque se presentan con bastante frecuencia, como el abuso sexual contra ellos cometido por adultos, su seducción por otros niños poco mayores (hermanos y hermanas), su conmoción al ser partícipes de testimonios auditivos y visuales de procesos sexuales entre adultos (los padres), las más de las veces en una época en que no se les atribuye interés ni inteligencia para tales impresiones, ni la capacidad de recordarlas más tarde. Dado que estas impresiones caen bajo la represión enseguida, o bien tan pronto quieren retornar como recuerdo, establecen la condición para la compulsión neurótica que más tarde imposibilitará al yo gobernar la función sexual. Merece nuestro interés en grado todavía más alto el influjo de una situación por la que todos los niños están destinados a pasar y que deriva de manera necesaria del factor de la crianza prolongada y de la convivencia con los progenitores (El complejo de Edipo). Aquí tenemos que describir por separado el desarrollo del niño y el de la niña, pues ahora la diferencia entre los sexos alcanza su primera expresión psicológica. El primer objeto erótico del niño es el pecho materno. Ella deviene la primera seductora del niño. Cuando el varoncito (a partir de los dos o los tres años) ha entrado en la fase fálica de su desarrollo libidinal, ha recibido sensaciones placenteras de su miembro sexual y ha aprendido a procurárselas a voluntad mediante estimulación manual, deviene el amante de la madre. Desea poseerla corporalmente. Busca sustituir al padre, ahora éste es su rival. La madre ha comprendido muy bien que la excitación sexual del niño se dirige a su propia persona. Cree hacer lo justo si le prohíbe el quehacer manual con su miembro. La madre amenaza quitarle la cosa con la cual él la desafía. Por lo común, cede al padre la ejecución de la amenaza, para hacerla más terrorífica y creíble: se lo dirá al padre y él le cortará el miembro. Asombrosamente, esta amenaza sólo produce efectos si antes o después se cumple otra condición. En sí, al muchacho le parece demasiado inconcebible que pueda suceder algo semejante. Pero si a raíz de esa amenaza puede recordar la visión de unos genitales femeninos o poco después le ocurre verlos, entonces cree en la seriedad de lo que ha oído y vivencia, al caer bajo el influjo del complejo de castración, el trauma más intenso de su joven vida. Para salvar su miembro sexual, renuncia de manera más o menos completa a la posesión de la madre. Es cierto que a consecuencia de la amenaza resignó la masturbación, pero no la actividad fantaseadora que la acompaña. Al contrario, esta, siendo la única forma de satisfacción sexual que le ha quedado, es cultivada más que antes. La vivencia íntegra cae bajo una represión de extremada energía y todas las mociones de sentimiento y todas las reacciones en recíproco antagonismo se conservan en lo inconciente y están prontas a perturbar el posterior desarrollo yoico tras la pubertad. Por cierto que la injerencia de la amenaza de castración dentro de la vida sexual germinal del niño no siempre tiene esas temibles consecuencias. Los efectos del complejo de castración son más uniformes en la niña pequeña. Ella no tiene que temer la pérdida del pene, pero no puede menos que reaccionar por no haberlo recibido. Desde el comienzo envidia al niño por su posesión. Si en la fase fálica intenta conseguir placer como el muchacho, por estimulación manual de los genitales, suele no conseguir una satisfacción suficiente y extiende el juicio de la inferioridad de su mutilado pene a su persona total. Por regla general, abandona pronto la masturbación, porque no quiere acordarse de la superioridad de su hermano varón o su compañerito de juegos, y se extraña por completo de la sexualidad. La niña resigna a la madre y la sustituye por otra persona como objeto de amor: el padre. La hijita se pone en el lugar de la madre, tal como siempre lo ha hecho en sus juegos; quiere sustituirla al lado del padre, y ahora odia a la madre antes amada, con una motivación doble: por celos y por mortificación a causa del pene denegado. Su nueva relación con el padre puede tener al principio por contenido el deseo de disponer de su pene, pero culmina en otro deseo: recibir el regalo de un hijo de él. Parte III. La ganancia teórica VIII. El aparato psíquico y el mundo exterior Los fenómenos que Freud elaboró no pertenecen sólo a la psicología: tienen también un lado orgánico-biológico. El núcleo de nuestro ser está constituido por el ello, que no comercia directamente con el mundo exterior y, además, sólo es asequible a nuestra noticia por la mediación de otra instancia. Dentro del ello ejercen su acción eficiente las pulsiones orgánicas, compuestas de dos fuerzas primordiales (Eros y destrucción). Lo único que estas pulsiones quieren alcanzar es la satisfacción, pero una satisfacción pulsional instantánea, tal como el ello la exige, con harta frecuencia llevaría a conflictos peligrosos con el mundo exterior y al aniquilamiento. El ello, cortado del mundo exterior, tiene su propio mundo de percepción y obedece al principio de placer. Tampoco la actividad de las otras instancias psíquicas es capaz de cancelar el principio de placer, sólo de modificarlo. El yo está gobernado por el miramiento de la seguridad. El yo tiene la tarea de la autoconservación, que el ello parece despreciar. El yo fracasa en la tarea de dominar las excitaciones de la etapa sexual temprana, en una época en que su inacabamiento lo inhabilita para lograrlo. En este retraso del desarrollo yoico respecto del desarrollo libidinal discernimos la condición esencial de la neurosis, esta última se evitaría sí al yo infantil se lo dispensase de esa tarea, vale decir, se consintiese libremente la vida sexual infantil, como acontece entre muchos primitivos. El yo debe su génesis al vínculo con el mundo exterior real, cabe suponer que los estados patológicos del yo se fundan en una cancelación o en un aflojamiento de este vínculo con el mundo exterior. Con esto armoniza muy bien lo que la experiencia clínica nos enseña: la ocasión para el estallido de una psicosis es que la realidad objetiva se haya vuelto insoportablemente dolorosa, o bien que las pulsiones hayan cobrado un refuerzo extraordinario, lo cual, a raíz de las demandas rivales del ello y el mundo exterior, no puede menos que producir el mismo efecto en el yo. Lo sobrevenido en tales casos es una escisión psíquica. Se forman dos posturas psíquicas en vez de una postura única: la que toma en cuenta la realidad objetiva, la normal, y otra que bajo el influjo de lo pulsional desase al yo de la realidad. Las dos coexisten una junto a la otra. IX. El mundo interior Cerca de los cinco años se ha consumado una importante alteración. Un fragmento del mundo exterior ha sido resignado como objeto, al menos parcialmente, y a cambio (por identificación) fue acogido en el interior del yo. Esta nueva instancia psíquica prosigue las funciones que habían ejercido aquellas personas (los objetos abandonados) del mundo exterior; observa al yo, le da órdenes, lo juzga y lo amenaza con castigos, en un todo como los progenitores, cuyo lugar ha ocupado. Llamamos superyó a esa instancia, y la sentimos, en sus funciones de juez, como nuestra conciencia moral. III. Las metamorfosis de la pubertad Con el advenimiento de la pubertad se introducen los cambios que llevan la vida sexual infantil a su conformación adulta normal definitiva. La pulsión sexual era hasta entonces predominantemente autoerótica. Ahora es dada una nueva meta sexual, las zonas erógenas se subordinan a la primacía de la zona genital. La normalidad de la vida sexual es garantizada únicamente por la exacta coincidencia de las dos corrientes dirigidas al objeto y a la metas sexuales: la tierna y la sensual. La nueva meta sexual consiste para el varón en la descarga de los productos genésicos. A este acto final del proceso sexual va unido el monto máximo de placer. La pulsión sexual se pone ahora al servicio de la función de reproducción. Todas las perturbaciones patológicas de la vida sexual han de considerarse como inhibiciones del desarrollo. 1. El primado de las zonas genitales y el placer previo Lo esencial de los procesos de la pubertad: el desarrollo manifiesto de los genitales externos y, al mismo tiempo, el desarrollo de los genitales internos, que han avanzado hasta el punto de poder ofrecer productos genésicos, o bien recibirlos, para la gestación de un nuevo ser. Este aparato debe ser puesto en marcha mediante estímulos apropiados, la observación nos enseña que los estímulos pueden alcanzarlo por tres caminos: desde el mundo exterior, desde el interior del organismo y desde la vida anímica. Por los tres caminos se provoca lo mismo: un estado que se define como de «excitación sexual» y se da a conocer por dos clases de signos, anímicos y somáticos. El signo anímico consiste en un peculiar sentimiento de tensión; entre los múltiples signos corporales se sitúa en primer término una serie de alteraciones en los genitales, que tienen un sentido indubitable: la preparación, la disposición para el acto sexual. (La erección del miembro masculino, la lubricación de la vagina.) LA TENSIÓN SEXUAL El estado de excitación sexual presenta el carácter de una tensión; con esto se enhebra un problema para comprender los problemas sexuales. Un sentimiento de tensión tiene que conllevar cierto carácter del displacer. Pero si la tensión del estado de excitación sexual se computa entre los sentimientos de displacer, se tropieza a su vez con el hecho paradójico de que es experimentada inequívocamente como placentera. Siempre la tensión producida por los procesos sexuales va acompañada de placer Sobre las zonas erógenas recae un importante papel en la introducción de la excitación sexual. Por ejemplo, una persona no excitada sexualmente a quien se le estimula una zona erógena por contacto. Este contacto provoca ya un sentimiento de placer, pero al mismo tiempo es apto para despertar la excitación sexual que reclama más placer. MECANISMO DEL PLACER PREVIO La expulsión de las sustancias genésicas: Este placer último es el máximo por su intensidad, y diferente de los anteriores por su mecanismo. Es provocado enteramente por la descarga, es en su totalidad un placer de satisfacción, y con él se elimina temporalmente la tensión de la libido. La diferencia entre el placer provocado por la excitación de zonas erógenas y el producido por el vaciamiento de las sustancias sexuales es que el primero puede designarse convenientemente como placer preliminar, por oposición al placer final o placer de satisfacción de la actividad sexual. La nueva función de las zonas erógenas sería: Son empleadas para posibilitar, por medio del placer previo, la producción del placer de satisfacción mayor. PELIGROS DEL PLACER PREVIO Ese peligro se presenta cuando el placer previo demuestra ser excesivo y demasiado escasa su contribución a la tensión. Todo el camino se abrevia, y la acción preparatoria sustituye a la meta sexual normal. De esta clase es el mecanismo de muchas perversiones. 2. El problema de la excitación sexual El origen y la naturaleza de la tensión sexual: el placer máximo, el unido a la expulsión de los productos genésicos, no produce tensión alguna; al contrario, suprime toda tensión. Por tanto, placer y tensión sexual sólo pueden estar relacionados de manera indirecta. PAPEL DE LAS SUSTANCIAS SEXUALES Sólo la descarga de las sustancias sexuales pone fin a la excitación sexual. Cuando la reserva de semen está vacía, no sólo es imposible la ejecución del acto sexual; fracasa también la excitabilidad de las zonas erógenas, cuya excitación, por más que sea la apropiada, ya no es capaz de provocar placer alguno. La acumulación de los materiales sexuales crea y sostiene a la tensión sexual. Las observaciones de varones castrados parecen corroborar que la excitación sexual es independiente de la producción de sustancias genésicas. 3. La teoría de la libido La libido yoica sólo se vuelve accesible al estudio analítico cuando se ha convertido en libido de objeto. La vemos concentrarse en objetos, fijarse a ellos o bien abandonarlos, pasar de unos a otros y, a partir de estas posiciones, guiar la actividad sexual del individuo, la cual lleva a la satisfacción, o sea, a la extinción parcial y temporal de la libido. En cuanto a los destinos de la libido de objeto, podemos decir que es retirada de los objetos, se mantiene fluctuante en particulares estados de tensión y, por último, es recogida en el interior del yo, con lo cual se convierte de nuevo en libido yoica. A esta última, por oposición a la libido de objeto, la llamamos también libido narcisista. La libido narcisista o libido yoica se nos aparece como el gran reservorio desde el cual son emitidas las investiduras de objeto. 4. Diferenciación entre el hombre y la mujer Como se sabe, sólo con la pubertad se establece una separación neta entre el carácter masculino y el femenino. La libido es de naturaleza masculina, ya se encuentre en el hombre o en la mujer, e independientemente de que su objeto sea el hombre o la mujer. ZONAS RECTORAS EN EL HOMBRE Y EN LA MUJER En la niña la zona erógena rectora se sitúa sin duda en el clítoris. Las descargas espontáneas del estado de excitación sexual se exteriorizan en contracciones del mismo. 5. El hallazgo de objeto Durante los procesos de la pubertad se afirma la primacía de las zonas genitales. Al mismo tiempo, desde el lado psíquico, se consuma el hallazgo de objeto. Cuando la satisfacción sexual estaba todavía conectada con la nutrición, la pulsión sexual tenía un objeto fuera del cuerpo propio: el pecho materno. Después, la pulsión sexual pasa a ser autoerótica, y sólo luego de superado el período de latencia se restablece la relación originaria. El encuentro de objeto es propiamente un reencuentro. OBJETO SEXUAL DEL PERÍODO DE LACTANCIA A lo largo de todo el período de latencia, el niño aprende a amar a otras personas que remedian su desvalimiento y satisfacen sus necesidades. ANGUSTIA INFANTIL Los propios niños se comportan desde temprano como si su apego por las personas que los cuidan tuviera la naturaleza del amor sexual. Al estado de angustia tienden únicamente niños de pulsión sexual hipertrófica, o prematuramente desarrollada, o suscitada por los mimos excesivos. En esto el niño se porta como el adulto: tan pronto como no puede satisfacer su libido, la cambia en angustia. LA BARRERA DEL INCESTO Lo más inmediato para el niño sería escoger como objetos sexuales justamente a las personas a quienes desde su infancia ama. Pero se erigen, junto a otras inhibiciones sexuales, la barrera del incesto, para implantar en él los preceptos morales que excluyen expresamente de la elección de objeto, por su calidad de parientes consanguíneos, a las personas amadas de la niñez. EFECTOS POSTERIORES DE LA ELECCIÓN INFANTIL DE OBJETO Ni siquiera quien ha evitado felizmente la fijación incestuosa de su libido se sustrae por completo de su influencia. El hecho de que el primer enamoramiento serio del joven, como es tan frecuente se dirija a una mujer madura, y el de la muchacha a un hombre mayor, dotado de autoridad, es un claro eco de esta fase del desarrollo: pueden revivirles, en efecto, la imagen de la madre y del padre. Dada esta importancia de los vínculos infantiles con los padres para la posterior elección del objeto sexual, es fácil comprender que cualquier perturbación de ellos tenga las más serias consecuencias para la vida sexual adulta. PREVENCIÓN DE LA INVERSIÓN Una de las tareas que plantea la elección de objeto consiste en no equivocar el sexo opuesto. En el caso del varón, cabe suponer que su recuerdo infantil de la ternura de la madre y de otras personas del sexo femenino de quienes dependía cuando niño contribuye enérgicamente a dirigir su elección hacia la mujer; y que, al mismo tiempo, y su actitud de competencia hacia él, lo desvían de su propio sexo. Ambos factores valen también para la muchacha. La educación de los varones por personas del sexo masculino parece favorecer la homosexualidad. En muchos histéricos, la ausencia temprana de uno de los miembros de la pareja parental a raíz de la cual el miembro restante atrajo sobre sí todo el amor del niño, resulta ser la condición que fija después el sexo de la persona escogida como objeto sexual. Introducción al narcisismo (1914) I El término narcisismo designa aquella conducta por la cual un individuo da a su cuerpo propio un trato parecido al que daría al cuerpo de un objeto sexual. En este cuadro, el narcisismo cobra el significado de una perversión que ha absorbido toda la vida sexual de la persona. También el histérico y el neurótico obsesivo han resignado el vínculo con la realidad, pero en modo alguno han cancelado el vínculo erótico con personas y cosas. Aún lo conservan en la fantasía: por un lado han sustituido los objetos reales por objetos imaginarios de su recuerdo o los han mezclado con estos, y por el otro, han renunciado a emprender las acciones motrices que les permitirían conseguir sus fines en esos objetos (introversión de la libido). Otro es el caso de los parafrénicos. Parecen haber retirado realmente su libido de las personas y cosas del mundo exterior, pero sin sustituirlas por otras en su fantasía. La libido sustraída del mundo exterior es conducida al yo, y así surgió una conducta que podemos llamar narcisismo. El delirio de grandeza no es por su parte una creación nueva sino la amplificación y el despliegue de un estado que ya antes había existido. Así, nos vemos llevados a concebir el narcisismo que nace por replegamiento de las investiduras de objeto como un narcisismo secundario que se edifica sobre la base de otro, primario. Existe una oposición entre la libido yoica y la libido de objeto. Cuanto más se gasta una, tanto más se empobrece la otra. El estado del enamoramiento lo concebimos como una resignación de la personalidad propia en favor de la investidura de objeto y discernimos su opuesto en la fantasía. En definitiva concluimos respecto de las energías psíquicas, que al comienzo están juntas en el estado del narcisismo, y sólo con la investidura de objeto se vuelve posible diferenciar una energía sexual, la libido, de una energía de las pulsiones yoica. El yo tiene que ser desarrollado. Las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya. II La principal vía de acceso a un estudio del narcisismo es el análisis de las parafrenias. La persona afligida por un dolor orgánico y por sensaciones penosas resigna su interés por todas las cosas del mundo exterior que no se relacionen con su sufrimiento, mientras sufre, también retira de sus objetos de amor el interés libidinal, cesa de amar. Diríamos entonces: El enfermo retira sobre su yo sus investiduras libidinales para volver a enviarlas después de curarse. Libido e interés yoico tienen aquí el mismo destino y se vuelven otra vez indiscernibles. El notorio egoísmo del enfermo los recubre a ambos. También el estado del dormir implica un retiro narcisista de las posiciones libidinales, sobre la persona propia; más precisamente, sobre el exclusivo deseo de dormir. En ambos casos vemos ejemplos de alteraciones en la distribución de la libido a consecuencia de una alteración en el yo. El displacer en general es la expresión de un aumento de tensión. ¿En razón de qué se ve compelida la vida anímica a traspasar los límites del narcisismo y poner la libido sobre objetos? Esa necesidad sobreviene cuando la investidura del yo con libido ha sobrepasado cierta medida. Uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar. Hemos discernido a nuestro aparato anímico sobre todo como un medio que ha recibido el encargo de dominar excitaciones que en caso contrario provocarían sensaciones penosas o efectos patógenos. La libido liberada por frustración se retira sobre el yo; el delirio de grandeza procura entonces el dominio psíquico de este volumen de libido. Otra vía de acceso al estudio del narcisismo es la vida amorosa del ser humano. Las personas encargadas de la nutrición, el cuidado y la protección del niño devienen los primeros objetos sexuales: son, sobre todo, la madre o su sustituto. Esta fuente de la elección de objeto puede llamarse el tipo del apuntalamiento (tipo anaclítico). Ciertas personas cuyo desarrollo libidinal experimentó una perturbación (como es el caso de los perversos y los homosexuales), no eligen su posterior objeto de amor según el modelo de la madre, sino según el de su persona propia. Manifiestamente se buscan a sí mismos como objeto de amor, exhiben el tipo de elección de objeto narcisista. Los seres humanos se descomponen tajantemente en dos grupos según que su elección de objeto responda a uno de los dos tipos, el narcisista o el del apuntalamiento, todo ser humano tiene abiertos frente a sí ambos caminos para la elección de objeto. Se ama 1. Según el tipo narcisista: 2. A lo que uno mismo es (a sí mismo), 3. A lo que uno mismo fue, 4. A lo que uno querría ser, y 5. A la persona que fue una parte del sí-mismo propio. 6. Según el tipo del apuntalamiento: 7. A la mujer nutricia, y 8. Al hombre protector Si consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, habremos de discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio. Así prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones y a encubrir y olvidar todos sus defectos. Debe cumplir los sueños, los irrealizados deseos de sus padres. El conmovedor amor parental no es otra cosa que el narcisismo redivivo de los padres. III Sobre las perturbaciones a que está expuesto el narcisismo originario del niño, las reacciones con que se defiende de ellas y las vías por las cuales es esforzado al hacerlo Freud nos dice que su pieza fundamental puede ponerse de resalto como «complejo de castración». Tenemos sabido que mociones pulsionales libidinosas sucumben al destino de la represión patógena cuando entran en conflicto con las representaciones culturales y éticas del individuo. La represión parte del yo. Sobre el yo ideal recae ahora el amor de sí mismo de que en la infancia gozó el yo real. El narcisismo aparece desplazado a este nuevo yo ideal. No quiere privarse de la perfección narcisista de su infancia, procura recobrarla en la nueva forma del ideal del yo. La sublimación es un proceso que atañe a la libido de objeto y consiste en que la pulsión se lanza a otra meta, distante de la satisfacción sexual. La idealización es un proceso que envuelve al objeto. La sublimación describe algo que sucede con la pulsión, y la idealización algo que sucede con el objeto. El sentimiento de sí se nos presenta en primer lugar como expresión del «grandor del yo». Todo lo que uno posee o ha alcanzado contribuye a incrementar el sentimiento de sí. El sentimiento de sí depende de manera particularmente estrecha de la libido narcisista: En las parafrenias aquel aumenta, mientras que en las neurosis de trasferencia se rebaja; y en la vida amorosa, el no-ser-amado deprime el sentimiento de sí, mientras que el ser-amado lo realza. La investidura libidinal de los objetos no eleva el sentimiento de sí. La dependencia respecto del objeto amado tiene el efecto de rebajarlo; el que está enamorado está humillado. El que ama ha sacrificado un fragmento de su narcisismo y sólo puede restituírselo a trueque de ser-amado. La percepción de la impotencia, de la propia incapacidad para amar a consecuencia de perturbaciones anímicas o corporales, tiene un efecto muy deprimente sobre el sentimiento de sí. Aquí ha de buscarse una de las fuentes de esos sentimientos de inferioridad que proclaman los aquejados de neurosis de trasferencia. Empero, la fuente principal de este sentimiento está en el empobrecimiento del yo que es resultado de la enorme cuantía de las investiduras libidinales sustraídas de él. El desarrollo del yo consiste en un distanciamiento respecto del narcisismo primario. Este distanciamiento acontece por medio del desplazamiento de la libido a un ideal del yo impuesto desde fuera; la satisfacción se obtiene mediante el cumplimiento de este ideal. El ideal del yo ha impuesto difíciles condiciones a la satisfacción libidinal con los objetos. Donde no se ha desarrollado un ideal así, la aspiración sexual correspondiente ingresa inmodificada en la personalidad como perversión. Ser de nuevo, como en la infancia, su propio ideal. El enamoramiento consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto. Eleva el objeto sexual a ideal sexual. El ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar con el ideal del yo. Donde la satisfacción narcisista tropieza con impedimentos reales, el ideal sexual puede ser usado como satisfacción sustitutiva. Entonces se ama, siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene. Este remedio tiene particular importancia para el neurótico. Desde el ideal del yo parte una importante vía para la comprensión de la psicología de las masas. Además de su componente individual, este ideal tiene un componente social; es también el ideal común de una familia, de un estamento, de una nación. La insatisfacción por el incumplimiento de ese ideal libera libido homosexual, que se muda en conciencia de culpa (angustia social). La conciencia de culpa fue originariamente angustia frente al castigo de parte de los padres; mejor dicho: frente a la pérdida de su amor. Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos (1925) Cuando hemos indagado las primeras plasmaciones psíquicas de la vida sexual en el niño, en general tomamos por objeto al varoncito. Suponíamos que en el caso de la niña todo sería semejante, aunque diverso de alguna manera. La situación del complejo de Edipo es la primera estación que discernimos con seguridad en el varoncito. En ella el niño retiene el mismo objeto al que ya en el período precedente, el de lactancia y crianza, había investido con su libido todavía no genital. Inicialmente la madre fue para ambos el primer objeto, y no nos asombra que el varón lo retenga para el complejo de Edipo. Pero, ¿cómo llega la niña a resignarlo y a tomar a cambio al padre por objeto? En la fase fálica ella nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, lo discierne como el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene. En el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital de la niña, se muestra poco interesado al principio. Sólo más tarde, después que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella observación se le volverá significativa. Dos reacciones resultarán de ese encuentro que determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror frente a la criatura mutilada, o menosprecio hacia ella. La niña pequeña, en cambio, ha visto eso, y en el acto sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo. En este lugar se bifurca el llamado complejo de masculinidad de la mujer, si no logra superarlo pronto, puede deparar grandes dificultades al desarrollo hacia la feminidad. La esperanza de recibir alguna vez un pene, igualándose así al varón, puede conservarse hasta épocas tardías y convertirse en motivo de extrañas acciones, o bien sobreviene el proceso de desmentida: La niñita se rehúsa a aceptar el hecho de su castración, se afirma la convicción de que empero posee un pene, y se ve compelida a comportarse en lo sucesivo como si fuera un varón. Con la admisión de su herida narcisista, se establece en la mujer un sentimiento de inferioridad. Una tercera consecuencia de la envidia del pene. La madre, que echó al mundo a la niña con una dotación tan insuficiente, es responsabilizada por esa falta de pene. Tras el descubrimiento de la desventaja en los genitales, pronto afloran celos hacia otro niño a quien la madre supuestamente ama más, con lo cual se adquiere una motivación para desasirse de la ligazón- madre. En la niña sobreviene, tras los indicios de la envidia del pene, una intensa contracorriente opuesta al onanismo. El conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad y del onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías que llevan al despliegue de la feminidad. Resigna el deseo del pene para remplazarlo por el deseo de un hijo, y con este propósito toma al padre como objeto de amor. La madre pasa a ser objeto de los celos. En la niña, el complejo de Edipo es una formación secundaria. Mientras que el complejo de Edipo del varón se va termina debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último. Psicología de las masas y análisis del yo VII. La identificación La identificación es la manifestación más temprana de un enlace afectivo a otra persona. El niño manifiesta un especial interés por su padre; quisiera ser como él y reemplazarlo en todo, hace de su padre su ideal. Simultáneamente a esta identificación con el padre comienza el niño a tomar a su madre como objeto de sus instintos libidinosos. Muestra entonces dos órdenes de enlaces, psicológicamente diferentes. Uno sexual a la madre, y una identificación con el padre, al que considera como modelo que imitar. Estos dos enlaces coexisten durante algún tiempo sin influirse ni estorbarse entre sí. Pero a medida que la vida psíquica tiende a la unificación van aproximándose, hasta acabar por encontrarse y de esta confluencia nace el complejo de Edipo normal. El niño advierte que el padre le cierra el camino hacia la madre, y su identificación con él adquiere por este hecho, un matiz hostil, terminando por fundirse en el deseo de sustituir al padre. Se comporta como una ramificación de la primera fase, la fase oral, durante la cual el sujeto se incorporaba al objeto ansiado y estimado, comiéndoselo, y al hacerlo así, lo destruía. Puede suceder que el complejo de Edipo experimente una inversión, o sea, adoptando el sujeto una actitud femenina. En el primer caso, el padre es lo que se quisiera ser; en el segundo, lo que se quisiera tener. La génesis del homosexualismo es, con mucha frecuencia, la siguiente: el joven ha permanecido fijado a su madre durante un lapso mayor del ordinario y muy intensamente. Con la pubertad, llega luego el momento de cambiar a la madre por otro objeto sexual, y entonces se produce un súbito cambio de orientación: el joven no renuncia a la madre, sino que se identifica con ella, se transforma en ella y busca objetos a los que amar y cuidar como él ha sido amado y cuidado por su madre. El análisis de la melancolía, afección que cuenta entre sus causas más evidentes la pérdida real o afectiva del objeto amado, nos ofrece otro ejemplo de esta introyección del objeto. Uno de los principales caracteres de estos casos es la cruel autohumillación del Yo, unida a una implacable autocrítica y a los más amargos autoreproches. VIII. Enamoramiento e hipnosis El lenguaje designa con el nombre de «amor» muy diversas relaciones afectivas, pero después entra en duda si este amor es el genuino y verdadero, señala entonces toda una escala de posibilidades dentro de los fenómenos amorosos. En un cierto número de casos, el enamoramiento no es sino un revestimiento de objeto por parte de los instintos sexuales, revestimiento encaminado a lograr una satisfacción sexual directa y que desaparece con la consecución de este fin. Esto es lo que conocemos como amor corriente o sensual. La certidumbre de que la necesidad recién satisfecha no había de tardar en resurgir, hubo de ser el motivo inmediato de la persistencia del revestimiento del objeto sexual aun en los intervalos en los que el sujeto no sentía la necesidad de amar. En la primera fase el niño había encontrado su primer objeto de amor en unos de sus progenitores (la madre). La represión ulterior impuso el renunciamiento a la mayoría de estos fines sexuales infantiles. Con la pubertad, surgen nuevas tendencias muy intensas, orientadas hacia los fines sexuales directos. Lo más frecuente es que el joven consiga realizar la síntesis del amor espiritual y asexual con el amor sexual terreno. El fenómeno de la “superestimación sexual”: el objeto amado queda substraído en cierto modo a la crítica, siendo estimadas todas sus cualidades en un más alto valor que en las personas a quienes no se ama o que en ese mismo objeto en la época en que no era amado. La “idealización”: el objeto es tratado como el propio Yo del sujeto y que en el enamoramiento pasa al objeto una parte considerable de libido narcisista. El objeto sirve para sustituir un ideal del Yo propio, no alcanzado. Si la sobrestimación sexual y el enamoramiento aumentan puede decirse que el objeto ha devorado al Yo. En todo enamoramiento, hallamos rasgos de humildad, una limitación del narcisismo y la tendencia a la propia minoración, rasgos que se nos muestran intensificados en los casos extremos. Esto se observa más particularmente en el amor desgraciado, no correspondido. Diferencia entre la identificación y el enamoramiento: En el primer caso, el Yo se enriquece con las cualidades del objeto, se lo «introyecta». En el segundo, se empobrece, dándose por entero al objeto y sustituyendo por él su más importante componente. De todos modos, esta descripción muestra oposiciones inexistentes en realidad. No se trata ni de enriquecimiento ni empobrecimiento. Quizá otro distingo sea el esencial: en el caso de la identificación, el objeto desaparece o queda abandonado, y es reconstruido luego en el Yo, que se modifica parcialmente conforme al modelo del objeto perdido. En el otro caso, el objeto subsiste, pero es dotado de todas las cualidades por el Yo y a costa del Yo. Del enamoramiento a la hipnosis no hay gran distancia. El hipnotizado da, con respecto al hipnotizador, las mismas pruebas de humilde sumisión, docilidad y ausencia de crítica, que el enamorado con respecto al objeto de su amor. Es indudable que el hipnotizador se ha situado en el lugar del ideal del Yo. El amor sensual está destinado a extinguirse en la satisfacción. Para poder durar, tiene que hallarse asociado desde un principio a componentes puramente tiernos. Pulsiones y destinos de pulsión (1915) Del lado de la fisiología. Esta nos ha proporcionado el concepto del estímulo y el esquema del reflejo, de acuerdo con el cual un estímulo aportado al tejido vivo (a la sustancia nerviosa) desde afuera es descargado hacia afuera mediante una acción. Esta acción es «acorde al fin». ¿Qué relación mantiene la «pulsión» con el «estímulo»? La pulsión sería un estímulo para lo psíquico. No hemos de equiparar pulsión y estímulo psíquico. Es evidente que para lo psíquico existen otros estímulos que los pulsionales: los que se comportan de manera muy parecida a los estímulos fisiológicos. Hemos obtenido material para distinguir entre estímulos pulsionales y otros estímulos (fisiológicos). El estímulo pulsional proviene del interior del propio organismo, opera de un solo golpe; por tanto, se lo puede despachar mediante una única acción adecuada, cuyo tipo ha de discernirse en la huida motriz ante la fuente de estímulo. La pulsión, en cambio, no actúa como una fuerza de choque momentánea, sino siempre como una fuerza constante. Puesto que no ataca desde afuera, sino desde el interior del cuerpo, una huida de nada puede valer contra ella. Será mejor que llamemos «necesidad» al estímulo pulsional; lo que cancela esta necesidad es la «satisfacción». Esta sólo puede alcanzarse mediante una modificación, apropiada a la meta (adecuada), de la fuente interior de estímulo. El sistema nervioso es un aparato al que le está deparada la función de librarse de los estímulos que le llegan, de rebajarlos al nivel mínimo posible. Le atribuimos al sistema nervioso el cometido de dominar los estímulos. Los estímulos pulsionales que se generan en el interior del organismo plantean exigencias mucho más elevadas al sistema nervioso y lo mueven a actividades complejas, encadenadas entre sí, que modifican el mundo exterior lo suficiente para que satisfaga a la fuente interior de estímulo. Y sobre todo, lo obligan a renunciar a su propósito ideal de mantener alejados los estímulos, puesto que producen un aflujo continuado e inevitable de estos. Las pulsiones son los genuinos motores de los progresos que han llevado al sistema nervioso a su actual nivel de desarrollo. La actividad del aparato psíquico está sometida al principio de placer. El sentimiento de displacer tiene que ver con un incremento del estímulo, y el de placer con su disminución. Desde el aspecto biológico, la «pulsión» sería como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal. Algunos términos que se usan en conexión con el concepto de pulsión son: esfuerzo, meta, objeto, fuente de la pulsión. Por esfuerzo de una pulsión se entiende su factor motor. La meta de una pulsión es la satisfacción que sólo puede alcanzarse cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión El objeto de la pulsión es aquello en o por lo cual puede alcanzar su meta. Por fuente de la pulsión se entiende aquel proceso somático, cuyo estímulo es representado en la vida anímica por la pulsión. Dos grupos de tales pulsiones primordiales: las pulsiones yoicas o de autoconservación y las pulsiones sexuales. Caracterización general de las pulsiones sexuales: Son numerosas, brotan de múltiples fuentes orgánicas, al comienzo actúan con independencia unas de otras y sólo después se reúnen en una síntesis más o menos acabada. La meta a que aspira cada una de ellas es el logro del placer de órgano; sólo tras haber alcanzado una síntesis cumplida entran al servicio de la función de reproducción. En su primera aparición se apuntalan en las pulsiones de conservación, de las que sólo poco a poco se desasen; también en el hallazgo de objeto siguen los caminos que les indican las pulsiones yoicas. Una parte de ellas continúan asociadas toda la vida a estas últimas, a las cuales proveen de componentes libidinosos. Se singularizan por el hecho de que en gran medida hacen un papel vicario unas respecto de las otras y pueden intercambiar con facilidad sus objetos (cambio de vía) y se habilitan para operaciones muy alejadas de sus acciones-meta originarias (sublimación). Destino de las pulsiones sexuales: 1. El trastorno hacia lo contrario 2. La vuelta hacia la persona propia 3. La represión 4. La sublimación El trastorno hacia lo contrario se resuelve en dos procesos diversos: la vuelta de una pulsión de la actividad a la pasividad, y el trastorno en cuanto al contenido. Ejemplos del primer proceso brindan los pares de opuestos sadismo- masoquismo y placer de ver-exhibición. El trastorno sólo atañe a las metas de la pulsión; la meta activa es remplazada por la pasiva. El trastorno en cuanto al contenido se descubre en este único caso: la mudanza del amor en odio. Ambas se presentan dirigidas simultáneamente al mismo objeto (ambivalencia de sentimientos). La vuelta hacia la persona propia se nos hace más comprensible si pensamos que el masoquismo es sin duda un sadismo vuelto hacia el yo propio, y la exhibición lleva incluido el mirarse el cuerpo propio. Lo esencial en este proceso es entonces el cambio de vía del objeto, manteniéndose inalterada la meta. La trasmudación del sadismo al masoquismo implica un retroceso hacia el objeto narcisista; y en los dos casos el sujeto narcisista es modificado por identificación con un yo otro, ajeno. El amar es susceptible de tres oposiciones. La oposición amar-odiar, la que media entre amar y ser-amado, y, por otra parte, amar y odiar tomados en conjunto se contraponen al estado de indiferencia. De estas tres oposiciones, la segunda se corresponde por entero con la vuelta de la actividad a la pasividad. La vida anímica en general está gobernada por tres polaridades, las oposiciones entre: 1. Sujeto (yo) – Objeto (mundo exterior) 2. Placer – Displaces 3. Activo – Pasivo El yo sujeto es pasivo hacia los estímulos exteriores, y activos por sus punciones propias. La oposición entre activo y pasivo se fusiona más tarde con la que media entre masculino y femenino. Yo – Sujeto coincide con placer. Mundo exterior coincide con displacer. Con el ingreso del objeto en la etapa del narcisismo primario se despliega la segunda antítesis del amar: el odiar. Así como el par de opuestos amor-indiferencia refleja la polaridad yo-mundo exterior, la segunda oposición, amor-odio, reproduce la polaridad placer- displacer. Cuando el objeto es fuente de sensaciones placenteras, se establece una tendencia motriz que quiere acercarlo al yo, incorporarlo a él; entonces hablamos de «atracción» y decimos que «amamos» al objeto. A la inversa, cuando el objeto es fuente de sensaciones de displacer, una tendencia se afana en aumentar la distancia entre él y el yo. Sentimos la «repulsión» del objeto, y lo odiamos; este odio puede después acrecentarse convirtiéndose en la inclinación a agredir al objeto, con el propósito de aniquilarlo. De los objetos que sirven para la conservación del yo no se dice que se los ama; se destaca que se necesita de ellos. El amor proviene de la capacidad del yo para satisfacer de manera autoerótica, una parte de sus mociones pulsionales. Es originariamente narcisista, después pasa a los objetos que se incorporaron al yo ampliado, y expresa el intento motor del yo por alcanzar esos objetos en cuanto fuentes de placer. Se enlaza íntimamente con el quehacer de las posteriores pulsiones sexuales. Sólo con el establecimiento de la organización genital el amor deviene el opuesto del odio. El odio brota de la repulsa primordial que el yo narcisista opone en el comienzo al mundo exterior prodigador de estímulos. Resumen: los destinos de pulsión consisten, en lo esencial, en que las mociones pulsionales son sometidas a las influencias de las tres grandes polaridades que gobiernan la vida anímica. De estas tres polaridades, la que media entre actividad y pasividad puede definirse como la biológica; la que media entre yo y mundo exterior, como la real; y, por último, la de placer- displacer, como la económica. El esclarecimiento sexual del niño Carta abierta al doctor M. Fürst (1907) Cuestiones: Si en general es lícito proporcionar a los niños esclarecimiento sobre los hechos de la vida genésica, a qué edad convendría hacerlo y de qué manera. Es enteramente comprensible que se discuta sobre los puntos segundo y tercero, pero el primer punto no debería ser motivo de una diferencia de opiniones. Es sano mantener limpia la fantasía de los niños, pero esa pureza no se preserva mediante la ignorancia. Mientras más se oculte algo al varón o a la niña, tanto más maliciarán la verdad. Uno por curiosidad cae sobre el rastro de cosas a las que poco o ningún interés habría concedido si le hubieran sido comunicadas sin mucha ceremonia. El niño entra en contacto con otros niños, caen en sus manos libros que lo inducen a meditar, y los mismos tapujos con que sus padres tratan no hacen sino promoverle el ansia de saber más. Es posible que influya también algo de ignorancia teórica de los adultos mismos. En efecto, se cree que la pulsión sexual falta en los niños, y sólo se instala en ellos en la pubertad, con la maduración de los órganos genésicos. En realidad, el recién nacido trae consigo al mundo una sexualidad. Largo tiempo antes de la pubertad el niño es un ser completo en el orden del amor, exceptuada la aptitud para la reproducción; con aquellos «tapujos» sólo se consigue limitarle la facultad para el dominio intelectual de unas operaciones para las que está psíquicamente preparado y respecto de las cuales tiene el acomodamiento somático. Así, el interés intelectual del niño por los enigmas de la vida genésica, su apetito de saber sexual, se exterioriza en una época de la vida insospechablemente temprana. El segundo gran problema que atarea el pensar de los niños -si bien a una edad un poco más tardía- es el del origen de los hijos, anudado las más de las veces a la indeseada aparición de un nuevo hermanito. Las respuestas usuales en la crianza de los niños afectan su honesta pulsión de investigar, y casi siempre tienen como efecto alterar por primera vez su confianza en sus progenitores; a partir de ese momento, en la mayoría de los casos empiezan a desconfiar de los adultos y a mantenerles secretos sus intereses más íntimos. No existe fundamento alguno para rehusar a los niños el esclarecimiento que pide su apetito de saber. Cuando los niños no reciben los esclarecimientos en demanda de los cuales han acudido a los mayores, se siguen martirizando en secreto con el problema y arriban a soluciones en que lo correcto se mezcla con inexactitudes grotescas, o se cuchichean cosas en que, a raíz de la conciencia de culpa del joven investigador, se imprime a la vida sexual el sello de lo cruel y lo asqueroso. En la mayoría de los casos, los niños yerran a partir de este momento la única postura correcta ante las cuestiones del sexo, y muchos de ellos jamás la reencontrarán. Lo corriente evidentemente no es en modo alguno lo correcto. Lo importante es que los niños nunca den en pensar que se pretende ocultarles los hechos de la vida sexual, y para conseguir esto se requiere que lo sexual sea tratado desde el comienzo en igualdad con todas las otras cosas dignas de ser conocidas. Principalmente, es misión de la escuela el traerlo a cuento, introducir en las enseñanzas sobre el mundo animal los grandes hechos de la reproducción y, al mismo tiempo, insistir en que el ser humano comparte con los animales superiores todo lo esencial de su organización. La curiosidad del niño nunca alcanzará un alto grado si en cada estadio del aprendizaje halla la satisfacción correspondiente. El esclarecimiento sobre las relaciones de la vida sexual y la indicación de su significado social debería darse al finalizar la escuela elemental (y antes del ingreso en la escuela media); vale decir, no después de los diez años. Un esclarecimiento así sobre la vida sexual, que progrese por etapas y en verdad no se interrumpa nunca, y del cual la escuela tome la iniciativa, parece ser el único que da razón del desarrollo del niño y por eso sortea con felicidad los peligros existentes.