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Desarrollo II Textos de Freud

Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])


Parte I. [La psique y sus operaciones]
I. El aparato psíquico
Ello: es todo lo heredado.
Bajo el influjo del mundo exterior, una parte del ello se desarrolla y establece
una organización particular que media entre el ello y el mundo exterior, al
que le damos el nombre de yo.
Los caracteres principales del yo: Dispone respecto de los movimientos
voluntarios. Tiene la tarea de la autoconservación. En su actividad es guiado
por las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su
elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como
placer. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. De tiempo en tiempo,
el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del
dormir, en el cual altera considerablemente su organización. El estado del
dormir consiste en una particular distribución de la energía anímica.
Como resultado del largo período de infancia durante el cual el ser humano
en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo
una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido
el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se
contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en
cuenta.
Una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los
requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir,
cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. En el influjo de los
progenitores no sólo es eficiente la índole personal de éstos, sino también el
influjo de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los
requerimientos del medio social respectivo. De igual modo, en el curso del
desarrollo individual el superyó recoge aportes de posteriores continuadores
y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos
públicos, ideales venerados en la sociedad. Se ve que ello y superyó, a pesar
de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto
representan los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el
superyó, los del pasado asumido por otros. En tanto, el yo está comandado
principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado.
II. Doctrina de las pulsiones
Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de
necesidad del ello. Representan los requerimientos que hace el cuerpo a la
vida anímica. Las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento),
también pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una
pulsión sobre otra. Se ha resulto aceptar sólo dos pulsiones básicas: Eros y
pulsión de destrucción.
En las funciones biológicas, las dos pulsiones básicas producen efectos una
contra la otra o se combinan entre sí. Así, el acto de comer es una
destrucción del objeto con la meta última de la incorporación; el acto sexual,
una agresión con el propósito de la unión más íntima.
La energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido, está
presente en el yo-ello todavía indiferenciado y sirve para neutralizar las
inclinaciones de destrucción simultáneamente presentes.
Respecto de la pulsión de destrucción, mientras produce efectos en lo
interior como pulsión de muerte, permanece muda; sólo se presenta ante
nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Con la
instalación del superyó, montos considerables de la pulsión de agresión son
fijados en el interior del yo y allí ejercen efectos autodestructivos.
El yo almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos
narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a
investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido
narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran
reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objeto.
Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el
monto principal de la libido, el objeto se pone en cierta medida en el lugar
del yo.
La libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y
partes del cuerpo. Entre los lugares del cuerpo de los que parte esa libido, los
más destacados se señalan con el nombre de zonas erógenas, pero en verdad
el cuerpo íntegro es una zona erógena tal.
III. El desarrollo de la función sexual
Según la concepción corriente, la vida sexual humana consistiría, en lo
esencial, en el afán de poner en contacto los genitales propios con los de una
persona del otro sexo. No obstante, siempre fueron notorios ciertos hechos
que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción: 1) hay personas
para quienes sólo individuos del propio sexo y sus genitales poseen
atracción. 2) ciertas personas, cuyas apetencias se comportan en un todo
como si fueran sexuales, prescinden por completo de las partes genésicas o
de su empleo normal; a tales seres humanos se los llama «perversos». 3)
muchos niños, considerados por esta razón degenerados, muestren muy
tempranamente un interés por sus genitales y por los signos de excitación de
estos.
El psicoanálisis provocó escándalo y contradicción cuando, retomando en
parte estos tres menospreciados hechos, contradijo todas las opiniones
populares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son los siguientes:
1. La vida sexual no comienza sólo con la pubertad, sino que se inicia enseguida
después del nacimiento con nítidas exteriorizaciones.
2. Es necesario distinguir de manera tajante entre los conceptos de «sexual» y
de «genital». El primero es el más extenso, e incluye muchas actividades que
nada tienen que ver con los genitales.
3. La vida sexual incluye la función de la ganancia de placer a partir de zonas
del cuerpo, función que es puesta con posterioridad al servicio de la
reproducción. Es frecuente que ambas funciones no lleguen a superponerse
por completo.
Se comprueba que estos fenómenos que emergen en la primera infancia
responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un acrecentamiento regular,
alcanzando un punto culminante hacia el final del quinto año de vida, a lo
que sigue un período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso,
mucho es desaprendido e involuciona. Trascurrido este período, llamado «de
latencia», la vida sexual prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a
aflorar. No es indiferente que los eventos de esta época temprana de la
sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la amnesia infantil. Nuestras
intuiciones sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de terapia
analítica se anudan a estas concepciones.
El primer órgano que aparece como zona erógena es la boca. Al comienzo,
toda actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la
necesidad de esta zona. En el chupeteo en que el niño persevera
obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que -si bien tiene
por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta- aspira a
una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y
debe ser llamada sexual.
Ya durante esta fase «oral» entran en escena, con la aparición de los dientes,
unos impulsos sádicos aislados. Ello ocurre en medida mucho más vasta en
la segunda fase, que llamamos «sádico-anal» porque aquí la satisfacción es
buscada en la agresión y en la función excretoria.
En la tercera fase, la llamada «fálica», la sexualidad de la primera infancia
alcanza su apogeo. Desde entonces, niño y niña tendrán destinos separados.
El varoncito entra en la fase edípica, inicia el quehacer manual con el pene,
junto a unas fantasías simultáneas sobre algún quehacer sexual de este pene
en relación con la madre, hasta que el efecto conjugado de una amenaza de
castración y la visión de la falta de pene en la mujer le hacen experimentar el
máximo trauma de su vida, iniciador del período de latencia con todas sus
consecuencias. La niña, tras el infructuoso intento de emparejarse al varón,
vivencia el discernimiento de su falta de pene con duraderas consecuencias
para el desarrollo del carácter. La organización plena sólo se alcanza en la
pubertad, en una cuarta fase, «genital».
IV. Cualidades psíquicas
Lo que llamamos «conciente», no hace falta que lo caractericemos. Todo lo
otro psíquico es para nosotros lo «inconciente». Muchos procesos nos
devienen con facilidad concientes, y si luego no lo son más, pueden devenirlo
de nuevo sin dificultad, la conciencia en general es un estado en extremo
pasajero. Preferimos llamar «susceptible de conciencia» o preconciente a todo
lo inconciente que se comporta de esa manera. Otros procesos psíquicos,
otros contenidos, no tienen un acceso tan fácil al devenir conciente, sino que
es preciso inferirlos, colegirlos y traducirlos a expresión conciente. Para estos
reservamos el nombre de «lo inconciente genuino».
Así pues, se le atribuyen a los procesos psíquicos tres cualidades: ellos son
concientes, preconcientes o inconcientes. La separación entre las tres clases
de contenidos que llevan esas cualidades no es absoluta ni permanente.
Unos procesos concientes en la periferia del yo, e inconciente todo lo otro en
el interior del yo: ese sería el más simple estado de cosas que deberíamos
adoptar como supuesto. Acaso sea la relación que efectivamente exista entre
los animales; en el hombre se agrega una complicación en virtud de la cual
también procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad de la
conciencia. Esto es obra de la función del lenguaje, que conecta los
contenidos del yo con restos mnémicos de las percepciones visuales, pero, en
particular, de las acústicas.
Lo inconciente es la cualidad que gobierna de manera exclusiva en el interior
del ello. En el origen todo era ello; el yo se ha desarrollado por el continuado
influjo del mundo exterior sobre el ello. Durante ese largo desarrollo, ciertos
contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así fueron recogidos
en el yo. Otros permanecieron dentro del ello como su núcleo, de difícil
acceso. Pero en el curso de ese desarrollo, el yo joven y endeble devuelve
hacia atrás, hacia el estado inconciente, ciertos contenidos que ya había
acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nuevas que habría
podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas,
sólo podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del
ello lo llamamos lo reprimido.
Los procesos de lo inconciente o del ello obedecen a leyes diversas que los
producidos en el interior del yo preconciente. A esas leyes las llamamos
proceso primario, por oposición al proceso secundario que regula los decursos
en lo preconciente, en el yo.
V. Un ejemplo: La interpretación de los sueños
Aquello por nosotros recordado como sueño tras el despertar no es el
proceso onírico efectivo y real, sino sólo una fachada tras la cual el sueño se
oculta. Es el distingo entre un contenido manifiesto del sueño y los
pensamientos oníricos latentes. Y llamamos trabajo del sueño al proceso que
de los segundos hace surgir el primero. El estudio del trabajo del sueño
enseña cómo un material inconciente, un material originario y reprimido, se
impone al yo, deviene preconciente y en virtud de la revuelta del yo
experimenta las alteraciones que conocemos como desfiguración onírica.
Hay dos clases de ocasiones para la formación del sueño: O bien una moción
pulsional de ordinario sofocada (un deseo inconciente) ha hallado mientras
uno duerme la intensidad que le permite hacerse valer en el interior del yo, o
bien una aspiración que quedó pendiente de la vida de vigilia ha hallado en el
dormir un refuerzo por un elemento inconciente. Vale decir, sueños desde el
ello o desde el yo. El yo de la vigilia gobierna la motilidad, esta función está
paralizada en el estado del dormir y, por eso, permite al ello una medida de
libertad.
Hay una llamativa tendencia a la condensación, una inclinación a formar
nuevas unidades con elementos que en el pensar de vigilia habríamos
mantenido sin duda separados. Otra propiedad del trabajo del sueño es la
rapidez para el desplazamiento de intensidades psíquicas (investiduras) de
un elemento sobre otro, a menudo en el sueño manifiesto un elemento
aparece como el más nítido y, por ello, como el más importante, pese a que
en los pensamientos oníricos era accesorio; y a la inversa.
La tesis de que el sueño es un cumplimiento de deseo será recibida con
incredulidad si se recuerda cuántos sueños poseen un contenido
directamente penoso o aun hacen que el soñante despierte presa de angustia.
No se debe olvidar que el sueño es en todos los casos el resultado de un
conflicto, una suerte de formación de compromiso. Lo que para el ello
inconciente es una satisfacción puede ser para el yo ocasión de angustia.
Parte II. La tarea práctica
VI. La técnica psicoanalítica
El sueño es una psicosis de duración breve, inofensiva, hasta encargada de
una función útil.
El yo tiene la tarea de obedecer a la realidad objetiva, el ello y el superyó, y
mantener, pese a todo su organización, afirmar su autonomía. La condición
de los estados patológicos consiste en un debilitamiento relativo o absoluto
del yo, que le imposibilita cumplir sus tareas. El más duro reclamo para el yo
es probablemente sofrenar las exigencias pulsionales del ello, para lo cual
tiene que solventar grandes gastos de contrainvestiduras. También la
exigencia del superyó puede volverse tan intensa que el yo se quede como
paralizado frente a sus otras tareas. Si los dos primeros devienen demasiado
fuertes, consiguen disminuir y alterar la organización del yo hasta el punto
de perturbar, o aun cancelar, su vínculo correcto con la realidad objetiva.
Celebramos un pacto: El yo enfermo nos promete la más cabal sinceridad, o
sea, la disposición sobre todo el material que su percepción de sí mismo le
brinde, y nosotros le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su
servicio nuestra experiencia en la interpretación del material influido por lo
inconciente.
Para que el yo del enfermo sea un aliado valioso en nuestro trabajo común
tiene que conservar cierto grado de coherencia, pero no se puede esperar eso
del yo del psicótico, incapaz de cumplir un pacto así.
Existe, sin embargo, otra clase de enfermos psíquicos, evidentemente muy
próximos a los psicóticos: el enorme número de los neuróticos de
padecimiento grave. Las condiciones de la enfermedad serán en ellos los
mimos o muy parecidos, pero su yo ha mostrado ser capaz de mayor
resistencia, se ha desorganizado menos. Estos neuróticos se muestren
prestos a aceptar nuestro auxilio. A ellos limitaremos nuestro interés, y
probaremos hasta dónde, y por cuáles caminos, podemos «curarlos».
No sólo queremos oír de él lo que sabe y esconde a los demás, sino que debe
referirnos también lo que no sabe. No sólo debe comunicarnos lo que él diga
adrede, como en una confesión, sino también todo cuanto le acuda a la
mente, aunque sea desagradable decirlo, aunque le parezca sin importancia y
hasta sin sentido. Así nos permiten colegir lo inconciente reprimido en él.
El paciente no se reduce a considerar al analista como el auxiliar y consejero,
sino que ve en él un retorno de una persona importante de su infancia, y por
eso trasfiere sobre él sentimientos y reacciones que sin duda se referían a ese
arquetipo. Este hecho de la trasferencia pronto demuestra ser un factor de
insospechada significatividad: por un lado, un recurso auxiliar de valor
insustituible; por el otro, una fuente de serios peligros. Esta trasferencia es
ambivalente, incluye actitudes positivas, tiernas, así como negativas,
hostiles, hacia el analista, quien por lo general es puesto en el lugar de un
miembro de la pareja parental, el padre o la madre. Es evidente que el
peligro de este estado transferencial consiste en que el paciente desconozca
su naturaleza y lo considere como unas nuevas vivencias objetivas, en vez de
espejamientos del pasado.
El camino para fortalecer al yo debilitado parte de la ampliación de su
conocimiento de sí mismo. En cuanto al material, lo obtenemos de fuentes
diversas: lo que sus comunicaciones y asociaciones libres nos significan, lo
que nos muestra en sus trasferencias, lo que extraemos de la interpretación
de sus sueños, lo que él deja traslucir por sus operaciones fallidas. Todo ello
ayuda a establecer unas construcciones sobre lo que le ha sucedido en el
pasado y olvidó, así como sobre lo que ahora sucede en su interior y él no
comprende. Se evita comunicarle enseguida lo que se ha colegido, o
comunicarle todo cuanto se cree haber colegido. Se medita con cuidado la
elección del momento en que hay de hacerlo consabidor de una de las
construcciones.
La segunda parte es la más importante. Tenemos ya sabido que el yo se
protege mediante unas contrainvestiduras de la intrusión de elementos
indeseados oriundos del ello inconciente y reprimido. Y en este empeño
registramos la intensidad de esas contrainvestiduras como unas resistencias
a nuestro trabajo. A esta resistencia la llamamos resistencia de represión.
Vencer las resistencias es la parte de nuestro trabajo que demanda el mayor
tiempo.
VII. Una muestra de trabajo psicoanalítico
Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones que los
otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas que deben tramitar no
son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y más difícil, y en ella
sufren más sensaciones displacenteras, angustia y dolores?
Lo que la constitución de uno es capaz de dominar puede ser para otro una
tarea demasiado pesada. Estas diferencias cuantitativas condicionarán la
diversidad del desenlace.
Sin embargo, esta explicación no es satisfactoria, es excesivamente general.
Esperaremos hallar para ellas unas causas específicas, o bien podemos
formarnos la representación de que entre las tareas que la vida anímica debe
dominar hay algunas en las que es fácil fracasar.
Existe una exigencia pulsional cuyo dominio en principio fracasa o se logra
sólo de manera incompleta, y una época de la vida que cuenta de manera
exclusiva o prevaleciente para la génesis de una neurosis.
Acerca del papel de la época de la vida. Al parecer, únicamente en la niñez
temprana (hasta el sexto año) pueden adquirirse neurosis, si bien es posible
que sus síntomas sólo mucho más tarde salgan a la luz. La prioridad
etiológica de la primera infancia es fácil de fundamentar. Las neurosis son
unas afecciones del yo, y no es asombroso que el yo, mientras todavía es
endeble, inacabado e incapaz de resistencia, fracase en el dominio de ciertas
tareas. No es lícito olvidar la inclusión del influjo cultural entre las
condiciones de la neurosis. Y como las exigencias de la cultura están
subrogadas por la educación dentro de la familia, nos vemos precisados a
incluir también en la etiología de las neurosis este carácter biológico de la
especie humana: el largo período de dependencia infantil.
Los síntomas de las neurosis son una satisfacción sustitutiva de algún
querer-alcanzar sexual o bien unas medidas para estorbarlas, por lo general
unos compromisos entre ambas cosas. No puede caber ninguna duda de que
las pulsiones que se dan a conocer fisiológicamente como sexualidad
desempeñan un papel sobresaliente e inesperadamente grande en la
causación de las neurosis; queda sin resolver si ese papel es exclusivo. Es
preciso ponderar también que ninguna otra función ha experimentado como
la sexual un rechazo tan enérgico y tan vasto en el curso del desarrollo
cultural.
Nuestra atención es atraída en primer lugar por los efectos de ciertos influjos
que no alcanzan a todos los niños, aunque se presentan con bastante
frecuencia, como el abuso sexual contra ellos cometido por adultos, su
seducción por otros niños poco mayores (hermanos y hermanas), su
conmoción al ser partícipes de testimonios auditivos y visuales de procesos
sexuales entre adultos (los padres), las más de las veces en una época en que
no se les atribuye interés ni inteligencia para tales impresiones, ni la
capacidad de recordarlas más tarde. Dado que estas impresiones caen bajo la
represión enseguida, o bien tan pronto quieren retornar como recuerdo,
establecen la condición para la compulsión neurótica que más tarde
imposibilitará al yo gobernar la función sexual.
Merece nuestro interés en grado todavía más alto el influjo de una situación
por la que todos los niños están destinados a pasar y que deriva de manera
necesaria del factor de la crianza prolongada y de la convivencia con los
progenitores (El complejo de Edipo).
Aquí tenemos que describir por separado el desarrollo del niño y el de la
niña, pues ahora la diferencia entre los sexos alcanza su primera expresión
psicológica.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno. Ella deviene la
primera seductora del niño.
Cuando el varoncito (a partir de los dos o los tres años) ha entrado en la fase
fálica de su desarrollo libidinal, ha recibido sensaciones placenteras de su
miembro sexual y ha aprendido a procurárselas a voluntad mediante
estimulación manual, deviene el amante de la madre. Desea poseerla
corporalmente. Busca sustituir al padre, ahora éste es su rival.
La madre ha comprendido muy bien que la excitación sexual del niño se
dirige a su propia persona. Cree hacer lo justo si le prohíbe el quehacer
manual con su miembro. La madre amenaza quitarle la cosa con la cual él la
desafía. Por lo común, cede al padre la ejecución de la amenaza, para hacerla
más terrorífica y creíble: se lo dirá al padre y él le cortará el miembro.
Asombrosamente, esta amenaza sólo produce efectos si antes o después se
cumple otra condición. En sí, al muchacho le parece demasiado inconcebible
que pueda suceder algo semejante. Pero si a raíz de esa amenaza puede
recordar la visión de unos genitales femeninos o poco después le ocurre
verlos, entonces cree en la seriedad de lo que ha oído y vivencia, al caer bajo
el influjo del complejo de castración, el trauma más intenso de su joven vida.
Para salvar su miembro sexual, renuncia de manera más o menos completa a
la posesión de la madre. Es cierto que a consecuencia de la amenaza resignó
la masturbación, pero no la actividad fantaseadora que la acompaña. Al
contrario, esta, siendo la única forma de satisfacción sexual que le ha
quedado, es cultivada más que antes. La vivencia íntegra cae bajo una
represión de extremada energía y todas las mociones de sentimiento y todas
las reacciones en recíproco antagonismo se conservan en lo inconciente y
están prontas a perturbar el posterior desarrollo yoico tras la pubertad.
Por cierto que la injerencia de la amenaza de castración dentro de la vida
sexual germinal del niño no siempre tiene esas temibles consecuencias.
Los efectos del complejo de castración son más uniformes en la niña
pequeña. Ella no tiene que temer la pérdida del pene, pero no puede menos
que reaccionar por no haberlo recibido. Desde el comienzo envidia al niño
por su posesión. Si en la fase fálica intenta conseguir placer como el
muchacho, por estimulación manual de los genitales, suele no conseguir una
satisfacción suficiente y extiende el juicio de la inferioridad de su mutilado
pene a su persona total. Por regla general, abandona pronto la masturbación,
porque no quiere acordarse de la superioridad de su hermano varón o su
compañerito de juegos, y se extraña por completo de la sexualidad.
La niña resigna a la madre y la sustituye por otra persona como objeto de
amor: el padre.
La hijita se pone en el lugar de la madre, tal como siempre lo ha hecho en sus
juegos; quiere sustituirla al lado del padre, y ahora odia a la madre antes
amada, con una motivación doble: por celos y por mortificación a causa del
pene denegado. Su nueva relación con el padre puede tener al principio por
contenido el deseo de disponer de su pene, pero culmina en otro deseo:
recibir el regalo de un hijo de él.
Parte III. La ganancia teórica
VIII. El aparato psíquico y el mundo exterior
Los fenómenos que Freud elaboró no pertenecen sólo a la psicología: tienen
también un lado orgánico-biológico.
El núcleo de nuestro ser está constituido por el ello, que no comercia
directamente con el mundo exterior y, además, sólo es asequible a nuestra
noticia por la mediación de otra instancia. Dentro del ello ejercen su acción
eficiente las pulsiones orgánicas, compuestas de dos fuerzas primordiales
(Eros y destrucción). Lo único que estas pulsiones quieren alcanzar es la
satisfacción, pero una satisfacción pulsional instantánea, tal como el ello la
exige, con harta frecuencia llevaría a conflictos peligrosos con el mundo
exterior y al aniquilamiento.
El ello, cortado del mundo exterior, tiene su propio mundo de percepción y
obedece al principio de placer. Tampoco la actividad de las otras instancias
psíquicas es capaz de cancelar el principio de placer, sólo de modificarlo.
El yo está gobernado por el miramiento de la seguridad. El yo tiene la tarea
de la autoconservación, que el ello parece despreciar.
El yo fracasa en la tarea de dominar las excitaciones de la etapa sexual
temprana, en una época en que su inacabamiento lo inhabilita para lograrlo.
En este retraso del desarrollo yoico respecto del desarrollo libidinal
discernimos la condición esencial de la neurosis, esta última se evitaría sí al
yo infantil se lo dispensase de esa tarea, vale decir, se consintiese libremente
la vida sexual infantil, como acontece entre muchos primitivos.
El yo debe su génesis al vínculo con el mundo exterior real, cabe suponer que
los estados patológicos del yo se fundan en una cancelación o en un
aflojamiento de este vínculo con el mundo exterior. Con esto armoniza muy
bien lo que la experiencia clínica nos enseña: la ocasión para el estallido de
una psicosis es que la realidad objetiva se haya vuelto insoportablemente
dolorosa, o bien que las pulsiones hayan cobrado un refuerzo extraordinario,
lo cual, a raíz de las demandas rivales del ello y el mundo exterior, no puede
menos que producir el mismo efecto en el yo. Lo sobrevenido en tales casos
es una escisión psíquica. Se forman dos posturas psíquicas en vez de una
postura única: la que toma en cuenta la realidad objetiva, la normal, y otra
que bajo el influjo de lo pulsional desase al yo de la realidad. Las dos
coexisten una junto a la otra.
IX. El mundo interior
Cerca de los cinco años se ha consumado una importante alteración. Un
fragmento del mundo exterior ha sido resignado como objeto, al menos
parcialmente, y a cambio (por identificación) fue acogido en el interior del
yo. Esta nueva instancia psíquica prosigue las funciones que habían ejercido
aquellas personas (los objetos abandonados) del mundo exterior; observa al
yo, le da órdenes, lo juzga y lo amenaza con castigos, en un todo como los
progenitores, cuyo lugar ha ocupado. Llamamos superyó a esa instancia, y la
sentimos, en sus funciones de juez, como nuestra conciencia moral.
III. Las metamorfosis de la pubertad
Con el advenimiento de la pubertad se introducen los cambios que llevan la
vida sexual infantil a su conformación adulta normal definitiva. La pulsión
sexual era hasta entonces predominantemente autoerótica. Ahora es dada
una nueva meta sexual, las zonas erógenas se subordinan a la primacía de la
zona genital. La normalidad de la vida sexual es garantizada únicamente por
la exacta coincidencia de las dos corrientes dirigidas al objeto y a la metas
sexuales: la tierna y la sensual.
La nueva meta sexual consiste para el varón en la descarga de los productos
genésicos. A este acto final del proceso sexual va unido el monto máximo de
placer. La pulsión sexual se pone ahora al servicio de la función de
reproducción.
Todas las perturbaciones patológicas de la vida sexual han de considerarse
como inhibiciones del desarrollo.
1. El primado de las zonas genitales y el placer previo
Lo esencial de los procesos de la pubertad: el desarrollo manifiesto de los
genitales externos y, al mismo tiempo, el desarrollo de los genitales internos,
que han avanzado hasta el punto de poder ofrecer productos genésicos, o
bien recibirlos, para la gestación de un nuevo ser.
Este aparato debe ser puesto en marcha mediante estímulos apropiados, la
observación nos enseña que los estímulos pueden alcanzarlo por tres
caminos: desde el mundo exterior, desde el interior del organismo y desde la
vida anímica. Por los tres caminos se provoca lo mismo: un estado que se
define como de «excitación sexual» y se da a conocer por dos clases de
signos, anímicos y somáticos. El signo anímico consiste en un peculiar
sentimiento de tensión; entre los múltiples signos corporales se sitúa en
primer término una serie de alteraciones en los genitales, que tienen un
sentido indubitable: la preparación, la disposición para el acto sexual. (La
erección del miembro masculino, la lubricación de la vagina.)
LA TENSIÓN SEXUAL
El estado de excitación sexual presenta el carácter de una tensión; con esto
se enhebra un problema para comprender los problemas sexuales. Un
sentimiento de tensión tiene que conllevar cierto carácter del displacer. Pero
si la tensión del estado de excitación sexual se computa entre los
sentimientos de displacer, se tropieza a su vez con el hecho paradójico de que
es experimentada inequívocamente como placentera. Siempre la tensión
producida por los procesos sexuales va acompañada de placer
Sobre las zonas erógenas recae un importante papel en la introducción de la
excitación sexual. Por ejemplo, una persona no excitada sexualmente a quien
se le estimula una zona erógena por contacto. Este contacto provoca ya un
sentimiento de placer, pero al mismo tiempo es apto para despertar la
excitación sexual que reclama más placer.
MECANISMO DEL PLACER PREVIO
La expulsión de las sustancias genésicas: Este placer último es el máximo por
su intensidad, y diferente de los anteriores por su mecanismo. Es provocado
enteramente por la descarga, es en su totalidad un placer de satisfacción, y
con él se elimina temporalmente la tensión de la libido.
La diferencia entre el placer provocado por la excitación de zonas erógenas y
el producido por el vaciamiento de las sustancias sexuales es que el primero
puede designarse convenientemente como placer preliminar, por oposición al
placer final o placer de satisfacción de la actividad sexual. La nueva función de
las zonas erógenas sería: Son empleadas para posibilitar, por medio del
placer previo, la producción del placer de satisfacción mayor.
PELIGROS DEL PLACER PREVIO
Ese peligro se presenta cuando el placer previo demuestra ser excesivo y
demasiado escasa su contribución a la tensión. Todo el camino se abrevia, y
la acción preparatoria sustituye a la meta sexual normal. De esta clase es el
mecanismo de muchas perversiones.
2. El problema de la excitación sexual
El origen y la naturaleza de la tensión sexual: el placer máximo, el unido a la
expulsión de los productos genésicos, no produce tensión alguna; al
contrario, suprime toda tensión. Por tanto, placer y tensión sexual sólo
pueden estar relacionados de manera indirecta.
PAPEL DE LAS SUSTANCIAS SEXUALES
Sólo la descarga de las sustancias sexuales pone fin a la excitación sexual.
Cuando la reserva de semen está vacía, no sólo es imposible la ejecución del
acto sexual; fracasa también la excitabilidad de las zonas erógenas, cuya
excitación, por más que sea la apropiada, ya no es capaz de provocar placer
alguno.
La acumulación de los materiales sexuales crea y sostiene a la tensión sexual.
Las observaciones de varones castrados parecen corroborar que la excitación
sexual es independiente de la producción de sustancias genésicas.
3. La teoría de la libido
La libido yoica sólo se vuelve accesible al estudio analítico cuando se ha
convertido en libido de objeto. La vemos concentrarse en objetos, fijarse a
ellos o bien abandonarlos, pasar de unos a otros y, a partir de estas
posiciones, guiar la actividad sexual del individuo, la cual lleva a la
satisfacción, o sea, a la extinción parcial y temporal de la libido.
En cuanto a los destinos de la libido de objeto, podemos decir que es retirada
de los objetos, se mantiene fluctuante en particulares estados de tensión y,
por último, es recogida en el interior del yo, con lo cual se convierte de nuevo
en libido yoica. A esta última, por oposición a la libido de objeto, la llamamos
también libido narcisista. La libido narcisista o libido yoica se nos aparece
como el gran reservorio desde el cual son emitidas las investiduras de objeto.
4. Diferenciación entre el hombre y la mujer
Como se sabe, sólo con la pubertad se establece una separación neta entre el
carácter masculino y el femenino. La libido es de naturaleza masculina, ya se
encuentre en el hombre o en la mujer, e independientemente de que su objeto sea el
hombre o la mujer.
ZONAS RECTORAS EN EL HOMBRE Y EN LA MUJER
En la niña la zona erógena rectora se sitúa sin duda en el clítoris. Las
descargas espontáneas del estado de excitación sexual se exteriorizan en
contracciones del mismo.
5. El hallazgo de objeto
Durante los procesos de la pubertad se afirma la primacía de las zonas
genitales. Al mismo tiempo, desde el lado psíquico, se consuma el hallazgo
de objeto. Cuando la satisfacción sexual estaba todavía conectada con la
nutrición, la pulsión sexual tenía un objeto fuera del cuerpo propio: el pecho
materno. Después, la pulsión sexual pasa a ser autoerótica, y sólo luego de
superado el período de latencia se restablece la relación originaria. El
encuentro de objeto es propiamente un reencuentro.
OBJETO SEXUAL DEL PERÍODO DE LACTANCIA
A lo largo de todo el período de latencia, el niño aprende a amar a otras
personas que remedian su desvalimiento y satisfacen sus necesidades.
ANGUSTIA INFANTIL
Los propios niños se comportan desde temprano como si su apego por las
personas que los cuidan tuviera la naturaleza del amor sexual. Al estado de
angustia tienden únicamente niños de pulsión sexual hipertrófica, o
prematuramente desarrollada, o suscitada por los mimos excesivos. En esto
el niño se porta como el adulto: tan pronto como no puede satisfacer su
libido, la cambia en angustia.
LA BARRERA DEL INCESTO
Lo más inmediato para el niño sería escoger como objetos sexuales
justamente a las personas a quienes desde su infancia ama. Pero se erigen,
junto a otras inhibiciones sexuales, la barrera del incesto, para implantar en
él los preceptos morales que excluyen expresamente de la elección de objeto,
por su calidad de parientes consanguíneos, a las personas amadas de la
niñez.
EFECTOS POSTERIORES DE LA ELECCIÓN INFANTIL DE OBJETO
Ni siquiera quien ha evitado felizmente la fijación incestuosa de su libido se
sustrae por completo de su influencia. El hecho de que el primer
enamoramiento serio del joven, como es tan frecuente se dirija a una mujer
madura, y el de la muchacha a un hombre mayor, dotado de autoridad, es un
claro eco de esta fase del desarrollo: pueden revivirles, en efecto, la imagen
de la madre y del padre. Dada esta importancia de los vínculos infantiles con
los padres para la posterior elección del objeto sexual, es fácil comprender
que cualquier perturbación de ellos tenga las más serias consecuencias para
la vida sexual adulta.
PREVENCIÓN DE LA INVERSIÓN
Una de las tareas que plantea la elección de objeto consiste en no equivocar
el sexo opuesto. En el caso del varón, cabe suponer que su recuerdo infantil
de la ternura de la madre y de otras personas del sexo femenino de quienes
dependía cuando niño contribuye enérgicamente a dirigir su elección hacia la
mujer; y que, al mismo tiempo, y su actitud de competencia hacia él, lo
desvían de su propio sexo. Ambos factores valen también para la muchacha.
La educación de los varones por personas del sexo masculino parece
favorecer la homosexualidad. En muchos histéricos, la ausencia temprana de
uno de los miembros de la pareja parental a raíz de la cual el miembro
restante atrajo sobre sí todo el amor del niño, resulta ser la condición que fija
después el sexo de la persona escogida como objeto sexual.
Introducción al narcisismo (1914)
I
El término narcisismo designa aquella conducta por la cual un individuo da a
su cuerpo propio un trato parecido al que daría al cuerpo de un objeto
sexual. En este cuadro, el narcisismo cobra el significado de una perversión
que ha absorbido toda la vida sexual de la persona.
También el histérico y el neurótico obsesivo han resignado el vínculo con la
realidad, pero en modo alguno han cancelado el vínculo erótico con personas
y cosas. Aún lo conservan en la fantasía: por un lado han sustituido los
objetos reales por objetos imaginarios de su recuerdo o los han mezclado con
estos, y por el otro, han renunciado a emprender las acciones motrices que
les permitirían conseguir sus fines en esos objetos (introversión de la libido).
Otro es el caso de los parafrénicos. Parecen haber retirado realmente su
libido de las personas y cosas del mundo exterior, pero sin sustituirlas por
otras en su fantasía.
La libido sustraída del mundo exterior es conducida al yo, y así surgió una
conducta que podemos llamar narcisismo. El delirio de grandeza no es por
su parte una creación nueva sino la amplificación y el despliegue de un
estado que ya antes había existido. Así, nos vemos llevados a concebir el
narcisismo que nace por replegamiento de las investiduras de objeto como
un narcisismo secundario que se edifica sobre la base de otro, primario.
Existe una oposición entre la libido yoica y la libido de objeto. Cuanto más se
gasta una, tanto más se empobrece la otra. El estado del enamoramiento lo
concebimos como una resignación de la personalidad propia en favor de la
investidura de objeto y discernimos su opuesto en la fantasía. En definitiva
concluimos respecto de las energías psíquicas, que al comienzo están juntas
en el estado del narcisismo, y sólo con la investidura de objeto se vuelve
posible diferenciar una energía sexual, la libido, de una energía de las
pulsiones yoica.
El yo tiene que ser desarrollado. Las pulsiones autoeróticas son iniciales,
primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva
acción psíquica, para que el narcisismo se constituya.
II
La principal vía de acceso a un estudio del narcisismo es el análisis de las
parafrenias.
La persona afligida por un dolor orgánico y por sensaciones penosas resigna
su interés por todas las cosas del mundo exterior que no se relacionen con su
sufrimiento, mientras sufre, también retira de sus objetos de amor el interés
libidinal, cesa de amar. Diríamos entonces: El enfermo retira sobre su yo sus
investiduras libidinales para volver a enviarlas después de curarse. Libido e
interés yoico tienen aquí el mismo destino y se vuelven otra vez
indiscernibles. El notorio egoísmo del enfermo los recubre a ambos.
También el estado del dormir implica un retiro narcisista de las posiciones
libidinales, sobre la persona propia; más precisamente, sobre el exclusivo
deseo de dormir. En ambos casos vemos ejemplos de alteraciones en la
distribución de la libido a consecuencia de una alteración en el yo.
El displacer en general es la expresión de un aumento de tensión. ¿En razón
de qué se ve compelida la vida anímica a traspasar los límites del narcisismo
y poner la libido sobre objetos? Esa necesidad sobreviene cuando la
investidura del yo con libido ha sobrepasado cierta medida. Uno tiene que
empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a
consecuencia de una frustración no puede amar.
Hemos discernido a nuestro aparato anímico sobre todo como un medio que
ha recibido el encargo de dominar excitaciones que en caso contrario
provocarían sensaciones penosas o efectos patógenos.
La libido liberada por frustración se retira sobre el yo; el delirio de grandeza
procura entonces el dominio psíquico de este volumen de libido.
Otra vía de acceso al estudio del narcisismo es la vida amorosa del ser
humano. Las personas encargadas de la nutrición, el cuidado y la protección
del niño devienen los primeros objetos sexuales: son, sobre todo, la madre o
su sustituto. Esta fuente de la elección de objeto puede llamarse el tipo del
apuntalamiento (tipo anaclítico). Ciertas personas cuyo desarrollo libidinal
experimentó una perturbación (como es el caso de los perversos y los
homosexuales), no eligen su posterior objeto de amor según el modelo de la
madre, sino según el de su persona propia. Manifiestamente se buscan a sí
mismos como objeto de amor, exhiben el tipo de elección de objeto
narcisista.
Los seres humanos se descomponen tajantemente en dos grupos según que
su elección de objeto responda a uno de los dos tipos, el narcisista o el del
apuntalamiento, todo ser humano tiene abiertos frente a sí ambos caminos
para la elección de objeto.
Se ama
1. Según el tipo narcisista:
2. A lo que uno mismo es (a sí mismo),
3. A lo que uno mismo fue,
4. A lo que uno querría ser, y
5. A la persona que fue una parte del sí-mismo propio.
6. Según el tipo del apuntalamiento:
7. A la mujer nutricia, y
8. Al hombre protector
Si consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, habremos de
discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio. Así
prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones y a
encubrir y olvidar todos sus defectos. Debe cumplir los sueños, los
irrealizados deseos de sus padres. El conmovedor amor parental no es otra
cosa que el narcisismo redivivo de los padres.
III
Sobre las perturbaciones a que está expuesto el narcisismo originario del
niño, las reacciones con que se defiende de ellas y las vías por las cuales es
esforzado al hacerlo Freud nos dice que su pieza fundamental puede ponerse
de resalto como «complejo de castración».
Tenemos sabido que mociones pulsionales libidinosas sucumben al destino
de la represión patógena cuando entran en conflicto con las representaciones
culturales y éticas del individuo. La represión parte del yo.
Sobre el yo ideal recae ahora el amor de sí mismo de que en la infancia gozó
el yo real. El narcisismo aparece desplazado a este nuevo yo ideal. No quiere
privarse de la perfección narcisista de su infancia, procura recobrarla en la
nueva forma del ideal del yo. La sublimación es un proceso que atañe a la
libido de objeto y consiste en que la pulsión se lanza a otra meta, distante de
la satisfacción sexual. La idealización es un proceso que envuelve al objeto.
La sublimación describe algo que sucede con la pulsión, y la idealización algo
que sucede con el objeto.
El sentimiento de sí se nos presenta en primer lugar como expresión del
«grandor del yo». Todo lo que uno posee o ha alcanzado contribuye a
incrementar el sentimiento de sí.
El sentimiento de sí depende de manera particularmente estrecha de la
libido narcisista: En las parafrenias aquel aumenta, mientras que en las
neurosis de trasferencia se rebaja; y en la vida amorosa, el no-ser-amado
deprime el sentimiento de sí, mientras que el ser-amado lo realza.
La investidura libidinal de los objetos no eleva el sentimiento de sí. La
dependencia respecto del objeto amado tiene el efecto de rebajarlo; el que
está enamorado está humillado. El que ama ha sacrificado un fragmento de
su narcisismo y sólo puede restituírselo a trueque de ser-amado.
La percepción de la impotencia, de la propia incapacidad para amar a
consecuencia de perturbaciones anímicas o corporales, tiene un efecto muy
deprimente sobre el sentimiento de sí. Aquí ha de buscarse una de las
fuentes de esos sentimientos de inferioridad que proclaman los aquejados de
neurosis de trasferencia. Empero, la fuente principal de este sentimiento está
en el empobrecimiento del yo que es resultado de la enorme cuantía de las
investiduras libidinales sustraídas de él.
El desarrollo del yo consiste en un distanciamiento respecto del narcisismo
primario. Este distanciamiento acontece por medio del desplazamiento de la
libido a un ideal del yo impuesto desde fuera; la satisfacción se obtiene
mediante el cumplimiento de este ideal.
El ideal del yo ha impuesto difíciles condiciones a la satisfacción libidinal con
los objetos. Donde no se ha desarrollado un ideal así, la aspiración sexual
correspondiente ingresa inmodificada en la personalidad como perversión.
Ser de nuevo, como en la infancia, su propio ideal.
El enamoramiento consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto.
Eleva el objeto sexual a ideal sexual.
El ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar con el ideal
del yo. Donde la satisfacción narcisista tropieza con impedimentos reales, el
ideal sexual puede ser usado como satisfacción sustitutiva. Entonces se ama,
siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha
perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene. Este remedio tiene
particular importancia para el neurótico.
Desde el ideal del yo parte una importante vía para la comprensión de la
psicología de las masas. Además de su componente individual, este ideal
tiene un componente social; es también el ideal común de una familia, de un
estamento, de una nación. La insatisfacción por el incumplimiento de ese
ideal libera libido homosexual, que se muda en conciencia de culpa (angustia
social). La conciencia de culpa fue originariamente angustia frente al castigo
de parte de los padres; mejor dicho: frente a la pérdida de su amor.
Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos
(1925)
Cuando hemos indagado las primeras plasmaciones psíquicas de la vida
sexual en el niño, en general tomamos por objeto al varoncito. Suponíamos
que en el caso de la niña todo sería semejante, aunque diverso de alguna
manera.
La situación del complejo de Edipo es la primera estación que discernimos
con seguridad en el varoncito. En ella el niño retiene el mismo objeto al que
ya en el período precedente, el de lactancia y crianza, había investido con su
libido todavía no genital.
Inicialmente la madre fue para ambos el primer objeto, y no nos asombra
que el varón lo retenga para el complejo de Edipo. Pero, ¿cómo llega la niña
a resignarlo y a tomar a cambio al padre por objeto?
En la fase fálica ella nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos,
lo discierne como el correspondiente, superior, de su propio órgano,
pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene.
En el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital
de la niña, se muestra poco interesado al principio. Sólo más tarde, después
que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella
observación se le volverá significativa. Dos reacciones resultarán de ese
encuentro que determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror
frente a la criatura mutilada, o menosprecio hacia ella. La niña pequeña, en
cambio, ha visto eso, y en el acto sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo. En
este lugar se bifurca el llamado complejo de masculinidad de la mujer, si no
logra superarlo pronto, puede deparar grandes dificultades al desarrollo
hacia la feminidad.
La esperanza de recibir alguna vez un pene, igualándose así al varón, puede
conservarse hasta épocas tardías y convertirse en motivo de extrañas
acciones, o bien sobreviene el proceso de desmentida: La niñita se rehúsa a
aceptar el hecho de su castración, se afirma la convicción de que empero
posee un pene, y se ve compelida a comportarse en lo sucesivo como si fuera
un varón.
Con la admisión de su herida narcisista, se establece en la mujer un
sentimiento de inferioridad.
Una tercera consecuencia de la envidia del pene. La madre, que echó al
mundo a la niña con una dotación tan insuficiente, es responsabilizada por
esa falta de pene. Tras el descubrimiento de la desventaja en los genitales,
pronto afloran celos hacia otro niño a quien la madre supuestamente ama
más, con lo cual se adquiere una motivación para desasirse de la ligazón-
madre.
En la niña sobreviene, tras los indicios de la envidia del pene, una intensa
contracorriente opuesta al onanismo. El conocimiento de la diferencia
anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la
masculinidad y del onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías
que llevan al despliegue de la feminidad. Resigna el deseo del pene para
remplazarlo por el deseo de un hijo, y con este propósito toma al padre como
objeto de amor. La madre pasa a ser objeto de los celos.
En la niña, el complejo de Edipo es una formación secundaria. Mientras que
el complejo de Edipo del varón se va termina debido al complejo de
castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último.
Psicología de las masas y análisis del yo
VII. La identificación
La identificación es la manifestación más temprana de un enlace afectivo a
otra persona. El niño manifiesta un especial interés por su padre; quisiera
ser como él y reemplazarlo en todo, hace de su padre su ideal.
Simultáneamente a esta identificación con el padre comienza el niño a tomar
a su madre como objeto de sus instintos libidinosos. Muestra entonces dos
órdenes de enlaces, psicológicamente diferentes. Uno sexual a la madre, y
una identificación con el padre, al que considera como modelo que imitar.
Estos dos enlaces coexisten durante algún tiempo sin influirse ni estorbarse
entre sí. Pero a medida que la vida psíquica tiende a la unificación van
aproximándose, hasta acabar por encontrarse y de esta confluencia nace el
complejo de Edipo normal. El niño advierte que el padre le cierra el camino
hacia la madre, y su identificación con él adquiere por este hecho, un matiz
hostil, terminando por fundirse en el deseo de sustituir al padre. Se
comporta como una ramificación de la primera fase, la fase oral, durante la
cual el sujeto se incorporaba al objeto ansiado y estimado, comiéndoselo, y al
hacerlo así, lo destruía.
Puede suceder que el complejo de Edipo experimente una inversión, o sea,
adoptando el sujeto una actitud femenina.
En el primer caso, el padre es lo que se quisiera ser; en el segundo, lo que se
quisiera tener.
La génesis del homosexualismo es, con mucha frecuencia, la siguiente: el
joven ha permanecido fijado a su madre durante un lapso mayor del
ordinario y muy intensamente. Con la pubertad, llega luego el momento de
cambiar a la madre por otro objeto sexual, y entonces se produce un súbito
cambio de orientación: el joven no renuncia a la madre, sino que se identifica
con ella, se transforma en ella y busca objetos a los que amar y cuidar como
él ha sido amado y cuidado por su madre.
El análisis de la melancolía, afección que cuenta entre sus causas más
evidentes la pérdida real o afectiva del objeto amado, nos ofrece otro ejemplo
de esta introyección del objeto. Uno de los principales caracteres de estos
casos es la cruel autohumillación del Yo, unida a una implacable autocrítica y
a los más amargos autoreproches.
VIII. Enamoramiento e hipnosis
El lenguaje designa con el nombre de «amor» muy diversas relaciones
afectivas, pero después entra en duda si este amor es el genuino y verdadero,
señala entonces toda una escala de posibilidades dentro de los fenómenos
amorosos.
En un cierto número de casos, el enamoramiento no es sino un revestimiento
de objeto por parte de los instintos sexuales, revestimiento encaminado a
lograr una satisfacción sexual directa y que desaparece con la consecución de
este fin. Esto es lo que conocemos como amor corriente o sensual. La
certidumbre de que la necesidad recién satisfecha no había de tardar en
resurgir, hubo de ser el motivo inmediato de la persistencia del
revestimiento del objeto sexual aun en los intervalos en los que el sujeto no
sentía la necesidad de amar.
En la primera fase el niño había encontrado su primer objeto de amor en
unos de sus progenitores (la madre). La represión ulterior impuso el
renunciamiento a la mayoría de estos fines sexuales infantiles.
Con la pubertad, surgen nuevas tendencias muy intensas, orientadas hacia
los fines sexuales directos. Lo más frecuente es que el joven consiga realizar
la síntesis del amor espiritual y asexual con el amor sexual terreno.
El fenómeno de la “superestimación sexual”: el objeto amado queda
substraído en cierto modo a la crítica, siendo estimadas todas sus cualidades
en un más alto valor que en las personas a quienes no se ama o que en ese
mismo objeto en la época en que no era amado.
La “idealización”: el objeto es tratado como el propio Yo del sujeto y que en
el enamoramiento pasa al objeto una parte considerable de libido narcisista.
El objeto sirve para sustituir un ideal del Yo propio, no alcanzado.
Si la sobrestimación sexual y el enamoramiento aumentan puede decirse que
el objeto ha devorado al Yo. En todo enamoramiento, hallamos rasgos de
humildad, una limitación del narcisismo y la tendencia a la propia
minoración, rasgos que se nos muestran intensificados en los casos
extremos. Esto se observa más particularmente en el amor desgraciado, no
correspondido.
Diferencia entre la identificación y el enamoramiento: En el primer caso, el
Yo se enriquece con las cualidades del objeto, se lo «introyecta». En el
segundo, se empobrece, dándose por entero al objeto y sustituyendo por él
su más importante componente. De todos modos, esta descripción muestra
oposiciones inexistentes en realidad. No se trata ni de enriquecimiento ni
empobrecimiento. Quizá otro distingo sea el esencial: en el caso de la
identificación, el objeto desaparece o queda abandonado, y es reconstruido
luego en el Yo, que se modifica parcialmente conforme al modelo del objeto
perdido. En el otro caso, el objeto subsiste, pero es dotado de todas las
cualidades por el Yo y a costa del Yo.
Del enamoramiento a la hipnosis no hay gran distancia. El hipnotizado da,
con respecto al hipnotizador, las mismas pruebas de humilde sumisión,
docilidad y ausencia de crítica, que el enamorado con respecto al objeto de su
amor. Es indudable que el hipnotizador se ha situado en el lugar del ideal del
Yo.
El amor sensual está destinado a extinguirse en la satisfacción. Para poder
durar, tiene que hallarse asociado desde un principio a componentes
puramente tiernos.
Pulsiones y destinos de pulsión (1915)
Del lado de la fisiología. Esta nos ha proporcionado el concepto del estímulo
y el esquema del reflejo, de acuerdo con el cual un estímulo aportado al
tejido vivo (a la sustancia nerviosa) desde afuera es descargado hacia afuera
mediante una acción. Esta acción es «acorde al fin».
¿Qué relación mantiene la «pulsión» con el «estímulo»? La pulsión sería un
estímulo para lo psíquico. No hemos de equiparar pulsión y estímulo
psíquico. Es evidente que para lo psíquico existen otros estímulos que los
pulsionales: los que se comportan de manera muy parecida a los estímulos
fisiológicos.
Hemos obtenido material para distinguir entre estímulos pulsionales y otros
estímulos (fisiológicos). El estímulo pulsional proviene del interior del
propio organismo, opera de un solo golpe; por tanto, se lo puede despachar
mediante una única acción adecuada, cuyo tipo ha de discernirse en la huida
motriz ante la fuente de estímulo. La pulsión, en cambio, no actúa como una
fuerza de choque momentánea, sino siempre como una fuerza constante.
Puesto que no ataca desde afuera, sino desde el interior del cuerpo, una
huida de nada puede valer contra ella. Será mejor que llamemos «necesidad»
al estímulo pulsional; lo que cancela esta necesidad es la «satisfacción». Esta
sólo puede alcanzarse mediante una modificación, apropiada a la meta
(adecuada), de la fuente interior de estímulo.
El sistema nervioso es un aparato al que le está deparada la función de
librarse de los estímulos que le llegan, de rebajarlos al nivel mínimo posible.
Le atribuimos al sistema nervioso el cometido de dominar los estímulos. Los
estímulos pulsionales que se generan en el interior del organismo plantean
exigencias mucho más elevadas al sistema nervioso y lo mueven a
actividades complejas, encadenadas entre sí, que modifican el mundo
exterior lo suficiente para que satisfaga a la fuente interior de estímulo. Y
sobre todo, lo obligan a renunciar a su propósito ideal de mantener alejados
los estímulos, puesto que producen un aflujo continuado e inevitable de
estos. Las pulsiones son los genuinos motores de los progresos que han
llevado al sistema nervioso a su actual nivel de desarrollo.
La actividad del aparato psíquico está sometida al principio de placer. El
sentimiento de displacer tiene que ver con un incremento del estímulo, y el
de placer con su disminución.
Desde el aspecto biológico, la «pulsión» sería como un concepto fronterizo
entre lo anímico y lo somático, como un representante psíquico de los
estímulos que provienen del interior del cuerpo, como una medida de la
exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su
trabazón con lo corporal.
Algunos términos que se usan en conexión con el concepto de pulsión son:
esfuerzo, meta, objeto, fuente de la pulsión.
Por esfuerzo de una pulsión se entiende su factor motor.
La meta de una pulsión es la satisfacción que sólo puede alcanzarse
cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión
El objeto de la pulsión es aquello en o por lo cual puede alcanzar su meta.
Por fuente de la pulsión se entiende aquel proceso somático, cuyo estímulo es
representado en la vida anímica por la pulsión.
Dos grupos de tales pulsiones primordiales: las pulsiones yoicas o de
autoconservación y las pulsiones sexuales.
Caracterización general de las pulsiones sexuales: Son numerosas, brotan de
múltiples fuentes orgánicas, al comienzo actúan con independencia unas de
otras y sólo después se reúnen en una síntesis más o menos acabada. La
meta a que aspira cada una de ellas es el logro del placer de órgano; sólo tras
haber alcanzado una síntesis cumplida entran al servicio de la función de
reproducción. En su primera aparición se apuntalan en las pulsiones de
conservación, de las que sólo poco a poco se desasen; también en el hallazgo
de objeto siguen los caminos que les indican las pulsiones yoicas. Una parte
de ellas continúan asociadas toda la vida a estas últimas, a las cuales proveen
de componentes libidinosos. Se singularizan por el hecho de que en gran
medida hacen un papel vicario unas respecto de las otras y pueden
intercambiar con facilidad sus objetos (cambio de vía) y se habilitan para
operaciones muy alejadas de sus acciones-meta originarias (sublimación).
Destino de las pulsiones sexuales:
1. El trastorno hacia lo contrario
2. La vuelta hacia la persona propia
3. La represión
4. La sublimación
El trastorno hacia lo contrario se resuelve en dos procesos diversos: la vuelta
de una pulsión de la actividad a la pasividad, y el trastorno en cuanto al
contenido.
Ejemplos del primer proceso brindan los pares de opuestos sadismo-
masoquismo y placer de ver-exhibición. El trastorno sólo atañe a las metas
de la pulsión; la meta activa es remplazada por la pasiva. El trastorno en
cuanto al contenido se descubre en este único caso: la mudanza del amor en
odio. Ambas se presentan dirigidas simultáneamente al mismo objeto
(ambivalencia de sentimientos).
La vuelta hacia la persona propia se nos hace más comprensible si pensamos
que el masoquismo es sin duda un sadismo vuelto hacia el yo propio, y la
exhibición lleva incluido el mirarse el cuerpo propio. Lo esencial en este
proceso es entonces el cambio de vía del objeto, manteniéndose inalterada la
meta.
La trasmudación del sadismo al masoquismo implica un retroceso hacia el
objeto narcisista; y en los dos casos el sujeto narcisista es modificado por
identificación con un yo otro, ajeno.
El amar es susceptible de tres oposiciones. La oposición amar-odiar, la que
media entre amar y ser-amado, y, por otra parte, amar y odiar tomados en
conjunto se contraponen al estado de indiferencia. De estas tres oposiciones,
la segunda se corresponde por entero con la vuelta de la actividad a la
pasividad.
La vida anímica en general está gobernada por tres polaridades, las
oposiciones entre:
1. Sujeto (yo) – Objeto (mundo exterior)
2. Placer – Displaces
3. Activo – Pasivo
El yo sujeto es pasivo hacia los estímulos exteriores, y activos por sus
punciones propias. La oposición entre activo y pasivo se fusiona más tarde
con la que media entre masculino y femenino.
Yo – Sujeto coincide con placer. Mundo exterior coincide con displacer.
Con el ingreso del objeto en la etapa del narcisismo primario se despliega la
segunda antítesis del amar: el odiar.
Así como el par de opuestos amor-indiferencia refleja la polaridad yo-mundo
exterior, la segunda oposición, amor-odio, reproduce la polaridad placer-
displacer. Cuando el objeto es fuente de sensaciones placenteras, se establece
una tendencia motriz que quiere acercarlo al yo, incorporarlo a él; entonces
hablamos de «atracción» y decimos que «amamos» al objeto. A la inversa,
cuando el objeto es fuente de sensaciones de displacer, una tendencia se
afana en aumentar la distancia entre él y el yo. Sentimos la «repulsión» del
objeto, y lo odiamos; este odio puede después acrecentarse convirtiéndose en
la inclinación a agredir al objeto, con el propósito de aniquilarlo.
De los objetos que sirven para la conservación del yo no se dice que se los
ama; se destaca que se necesita de ellos.
El amor proviene de la capacidad del yo para satisfacer de manera
autoerótica, una parte de sus mociones pulsionales. Es originariamente
narcisista, después pasa a los objetos que se incorporaron al yo ampliado, y
expresa el intento motor del yo por alcanzar esos objetos en cuanto fuentes
de placer. Se enlaza íntimamente con el quehacer de las posteriores
pulsiones sexuales. Sólo con el establecimiento de la organización genital el
amor deviene el opuesto del odio.
El odio brota de la repulsa primordial que el yo narcisista opone en el
comienzo al mundo exterior prodigador de estímulos.
Resumen: los destinos de pulsión consisten, en lo esencial, en que las
mociones pulsionales son sometidas a las influencias de las tres grandes
polaridades que gobiernan la vida anímica. De estas tres polaridades, la que
media entre actividad y pasividad puede definirse como la biológica; la que
media entre yo y mundo exterior, como la real; y, por último, la de placer-
displacer, como la económica.
El esclarecimiento sexual del niño
Carta abierta al doctor M. Fürst (1907)
Cuestiones: Si en general es lícito proporcionar a los niños esclarecimiento
sobre los hechos de la vida genésica, a qué edad convendría hacerlo y de qué
manera. Es enteramente comprensible que se discuta sobre los puntos
segundo y tercero, pero el primer punto no debería ser motivo de una
diferencia de opiniones.
Es sano mantener limpia la fantasía de los niños, pero esa pureza no se
preserva mediante la ignorancia. Mientras más se oculte algo al varón o a la
niña, tanto más maliciarán la verdad. Uno por curiosidad cae sobre el rastro
de cosas a las que poco o ningún interés habría concedido si le hubieran sido
comunicadas sin mucha ceremonia. El niño entra en contacto con otros
niños, caen en sus manos libros que lo inducen a meditar, y los mismos
tapujos con que sus padres tratan no hacen sino promoverle el ansia de saber
más.
Es posible que influya también algo de ignorancia teórica de los adultos
mismos. En efecto, se cree que la pulsión sexual falta en los niños, y sólo se
instala en ellos en la pubertad, con la maduración de los órganos genésicos.
En realidad, el recién nacido trae consigo al mundo una sexualidad. Largo
tiempo antes de la pubertad el niño es un ser completo en el orden del amor,
exceptuada la aptitud para la reproducción; con aquellos «tapujos» sólo se
consigue limitarle la facultad para el dominio intelectual de unas
operaciones para las que está psíquicamente preparado y respecto de las
cuales tiene el acomodamiento somático.
Así, el interés intelectual del niño por los enigmas de la vida genésica, su
apetito de saber sexual, se exterioriza en una época de la vida
insospechablemente temprana.
El segundo gran problema que atarea el pensar de los niños -si bien a una
edad un poco más tardía- es el del origen de los hijos, anudado las más de las
veces a la indeseada aparición de un nuevo hermanito. Las respuestas
usuales en la crianza de los niños afectan su honesta pulsión de investigar, y
casi siempre tienen como efecto alterar por primera vez su confianza en sus
progenitores; a partir de ese momento, en la mayoría de los casos empiezan a
desconfiar de los adultos y a mantenerles secretos sus intereses más íntimos.
No existe fundamento alguno para rehusar a los niños el esclarecimiento que
pide su apetito de saber. Cuando los niños no reciben los esclarecimientos en
demanda de los cuales han acudido a los mayores, se siguen martirizando en
secreto con el problema y arriban a soluciones en que lo correcto se mezcla
con inexactitudes grotescas, o se cuchichean cosas en que, a raíz de la
conciencia de culpa del joven investigador, se imprime a la vida sexual el
sello de lo cruel y lo asqueroso. En la mayoría de los casos, los niños yerran a
partir de este momento la única postura correcta ante las cuestiones del
sexo, y muchos de ellos jamás la reencontrarán.
Lo corriente evidentemente no es en modo alguno lo correcto. Lo importante
es que los niños nunca den en pensar que se pretende ocultarles los hechos
de la vida sexual, y para conseguir esto se requiere que lo sexual sea tratado
desde el comienzo en igualdad con todas las otras cosas dignas de ser
conocidas.
Principalmente, es misión de la escuela el traerlo a cuento, introducir en las
enseñanzas sobre el mundo animal los grandes hechos de la reproducción y,
al mismo tiempo, insistir en que el ser humano comparte con los animales
superiores todo lo esencial de su organización.
La curiosidad del niño nunca alcanzará un alto grado si en cada estadio del
aprendizaje halla la satisfacción correspondiente. El esclarecimiento sobre
las relaciones de la vida sexual y la indicación de su significado social debería
darse al finalizar la escuela elemental (y antes del ingreso en la escuela
media); vale decir, no después de los diez años. Un esclarecimiento así sobre
la vida sexual, que progrese por etapas y en verdad no se interrumpa nunca,
y del cual la escuela tome la iniciativa, parece ser el único que da razón del
desarrollo del niño y por eso sortea con felicidad los peligros existentes.

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