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Juan Santos afirmaba ser un descendiente de los incas nacido en el Cusco y criado por

los jesuitas. Demostraba tener una gran cultura, pues dominaba el castellano y latín,
además del quechua y otros idiomas nativos. También afirmaba que uno de sus
maestros jesuitas, al comprobar sus aptitudes intelectuales, lo llevó consigo a Europa
(España y Portugal) y África (San Pablo de Luanda, en Angola).
Regresó al Perú, que recorrió del Cuzco a Cajamarca. Hacia 1740 se ofreció como
ayudante de los misioneros franciscanos de la región de Chanchamayo, en la selva
central. Estas misiones habían facilitado la llegada de los españoles interesados en
explotar la sal proveniente de un cerro aledaño (Cerro de la Sal), quienes empezaron a
usar como mano de obra a los nativos asháninkas, lo que conllevó a una serie de
abusos. La idea de la rebelión surgió entonces en Juan Santos, al comprobar la
desalmada dominación española que ejercían con total impunidad. Se propuso restaurar
el trono de sus antepasados y dar la libertad a los indios.
Al momento de estallar la rebelión, Juan Santos contaba de 30 a 40 años de edad. Vestía
una cushma o camisón típico de los indios selváticos y llevaba siempre colgada en el
pecho una cruz de madera de chonta con cantoneras de plata. Mascaba abundante hoja
de coca, a la que denominaba «hierba de Dios». Uno de los frailes franciscanos que lo
visitó lo describió como de estatura alta y de piel tostada, añadiendo: «tiene algún vello
en los brazos, tiene muy poco bozo, luce bien rapado… es de buena cara; color pálido
amestizado; pelo cortado por la frente hasta las cejas, y lo demás desde la quijada
alrededor coleteado», es decir, recogido en una coleta, según la moda occidental del
siglo xviii.

murió luchando contra un curaca local en Metraro, alrededor de 1756.

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