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Pudo pasar en Chile

(creepypasta)

Pudo pasar en Chile; estar caminando bajo la noche sin estrellas, ocultas tras el smog y las
luces intensas de las distintas construcciones dentro de las cuales se escuchan álgidas voces
humanas, no se diría que realmente felices pero sí exaltadas, celebrando en medio del
cemento el comienzo del fin de semana.

Sentir la molestia de un músculo apretado en la pierna derecha, transitando por una comuna
ajena hacia un carrete de departamento, únicamente con la motivación de encontrarse allí a
la persona que se desea.

Pudo pasar en Chile, con nervios ir caminando, cruzando por un parque a oscuras, llegando
hasta la cuadra desde la que surge el edificio al que se va.

Tomar las pesadas puertas de vidrio de la entrada y moverlas hacia el cuerpo para abrirse
paso. Antes de ingresar al gran bloque de concreto, quedarse unos segundos sin darse
cuenta observando hacia atrás las cuadras oscuras frente al hall donde está el conserje
esperando que entre quien abre, medio adormecido medio atento, sentado tras la recepción,
listo para pedir los datos, la identidad y el destino a cambio de dejar pasar.

Pudo pasar en Chile, dictarle al conserje el número con que el sistema nos identifica, al
ritmo que lo anota con un lápiz pasta azul en el libro de visitas. Avanzar por murallas
pálidas hasta el ascensor, tomarlo, perderse en los espejos de esa caja que asciende
conteniéndonos, aprovechando de revisar el rostro, queriendo verse bien, con naturalidad,
ante el nervio de por fin estar llegando a la fiesta que nos moviliza.

Pudo pasar en Chile, volver a caminar por un pasillo blanquecino y grisáceo, algo oscuro, a
la altura en la que se encuentra el departamento del carrete, como suspendido en medio de
la ciudad que se extiende enterrando sus cables por kilómetros. Ya se escucha el sonido
retumbado de bajos sexualmente bailables. Estremece.
Finalmente tocar el timbre, entrar, sentir cómo se reduce la personalidad, vulnerable, en ese
momento, con torpeza saludando, avanzando por los rincones del departamento desde los
que parece haber gente sin ánimos de conocerte, sometiendo con la mirada a quien entre,
exponiéndole, pretendiendo indiferencia.

Pudo pasar en Chile, servirse un trago un poco cargado para entrar en confianza, volver al
asiento, sacar un par de papas fritas de la mesa, reírse de lo que se está hablando, intentar
participar pero sin sentirse capaz de formular algo que valga la pena ser escuchado por el
resto.

No encontrar a la persona que se desea, preguntarle a uno de sus amigos por su presencia,
para escuchar de vuelta una respuesta que da a entender que le salió una cita amorosa a
última hora, o algo así, decepción en cualquier caso de las expectativas por las que se está
en esa fiesta, en un departamento extraño, en una comuna extraña, queriendo entonces irse,
devolverse a la precaria comodidad propia, pero de todas formas, viendo que ya hay un
trago en la mano, decidir quedarse, tomar un rato y compartir, intentar pasar un tiempo
agradable con quien estuviese.

Pudo pasar en Chile, fracasar en el intento. En un punto limitarse de vez en cuando a solo
asentir. Quedarse un rato de incomodidad, entre silencios y risas ajenas. Sacar el celular
para disimular la torpeza y la incompatibilidad, como si dentro de la pantalla se tuviese que
ejercer un rol importante que demanda atención incluso por sobre la inmediatez del
encuentro social. Allí, entonces, en un asiento del rincón, en medio de ajetreos ajenos, abrir
Grindr, esa red social enfocada sobre todo en generar encuentros eróticos homosexuales.

Ya en el inicio de la aplicación observar los perfiles de la gente cercana que también se ha


conectado. El primer perfil en aparecer se identifica como ‘Jennifer’ y tiene una foto del
papá de Malcom, dice que está a 240 metros y no ofrece mayor descripción. El siguiente
perfil no tiene imagen y dice ‘sexo a hora’. El tercer perfil ofrece tussi y en el cuarto
aparecen unas piernas depiladas y la edad; 33 años. En el siguiente perfil aparece la foto de
un hombre de mediana edad con lentes oscuros, ‘Manolo’, que en su descripción tiene el
emoji de una berenjena, el de unas gotas y el de un durazno. El siguiente perfil en aparecer
es el de alguien que se llama ‘QUIERO’, que en la imagen aparece posando coquetamente
sin la polera. Luego aparece ‘Aguantador’, sin foto, ‘Roberto’, “Ahora”, “Vendo
colaciones” y así varios otros perfiles ante la luz de la pantalla en medio del carrete ajeno.

En unos pocos segundos obtener acceso a comunicación con un montón de usuarios a


varios cientos de metros de distancia; Un perfil de un hombre en bóxer mostrando el
paquete y que en su nombre en lugar de palabras tiene puesto un emoji coqueto, una pareja
a 340 metros buscando tercero, gente indicando que tiene lugar para culear o que no tiene,
trans de hermosas cabelleras y escotes, perfiles en los que aparece una foto de playa y que
de nombre llevan ‘TE LA CHUPO’, o ‘busco droga’, o ‘maduro’, ‘dotado lechero’, ‘pago’,
‘wilfredo’, ‘pasivo con jale’, u nombres corrientes, como ‘Juan’ o ‘Marcelo’, acompañados
de imágenes de perfil en las que aparecen rostros viejos, jóvenes, camisas mostrando
pechos peludos, personas en un bar tomando un trago, posando en viajes a la naturaleza,
calzoncillos apretados mostrando el culo en el espejo, un auto, un bob esponja maleante,
labios, handrolls de pollo, brazos tatuados, ojos intensos.

Luego de unos minutos perdiéndose en la oferta de carne sexual, cerrar la aplicación.


Bloquear el teléfono. Disfrutar la pantalla a negro que refleja nuestro rostro disconforme.

Pudo pasar en Chile, volver al carrete en el que se está, hacia la gente con la que se
comparte espacio inmediato. Intentar involucrarse en alguna conversación, y si no se logra,
ir a servirse otro trago, intentar en otro sector, otro rincón del departamento donde se fume
o se juegue a algo. Volver a sentir una falta de conexión e incluso rechazo por parte de
quienes están. Mirar con extrañeza; No hay baile, nadie baila en este departamento.

Hacer el esfuerzo, interactuar amistosamente dentro de lo que se puede, dentro de los


límites de la indiferencia, pero sin lograr una muy buena conexión. De pronto sentir un par
de vibraciones en el celular, alivio de tener algo que hacer, alguien con quien realmente
interactuar. Ver notificaciones de Grindr en la pantalla de bloqueo, abrir la aplicación,
revisar los mensajes. El primero es un saludo y la foto de un pene largo y curvo hacia la
derecha, depilado y cabezón. El segundo mensaje es de un joven que escribe ‘hola, cómo
estás?, qué buscas?’. El tercero es de un usuario llamado ‘oso morboso’, que en su imagen
de perfil muestra su pecho peludo, un estómago macizo y una mata de pelo que anuncia lo
que viene debajo.
Saludar a las tres personas, seguirles el juego. Conversar, incluso intercambiar fotos. Fotos
del rostro, fotos eróticas, fotos que se tenían guardadas de otra noche, fotos del culo abierto
en cuatro.

Mostrarle al otro la desnudez personal, en alguna posición porno tímidamente posada


estando en la habitación propia para a cambio recibir la aprobación escrita, la erótica idea
de imaginarse excitada a la otra persona tras la pantalla.

Pudo pasar en Chile, con el morbo de ocultar la excitación, volver a la fiesta. Conversar con
un par de personas un rato, en un diálogo que no prende como los que brotan del celu, de
los mensajes de grindr que se revisan mientras se comparte con las personas aburridas del
departamento. Más notificaciones, más conversaciones e invitaciones. El oso morboso, que
según la aplicación está a unos 837 metros, indica estar caliente, con ganas de un culito
como el nuestro. Responderle entonces que podría tenerlo si lo quiere, preguntarle si tiene
lugar y que responda que sí, que tiene su departamento y que podemos ir, pero que antes
quiere ver una foto de ahora, como para asegurarse de que quien habla es la persona que se
muestra.

Esperar entonces que alguien en notorio estado de ebriedad desocupe el baño para poder
usarlo. Con la excitación entrar, verse al espejo y fotografiarse, descubrirse la piel y
fotografiarse más, disfrutar la generación de un testimonio digital del cuerpo erotizado
como una actividad mucho más estimulante que la fiesta exterior. Desabrocharse los
botones y exponerse al desnudo, la zona genital, sus pelos y granos, estimularse un poco
para la pose, ponerse a tono con la excitación que se quiere expresar. Sentir la ebriedad de
alcohol y de morbo inundando el cuerpo.

Enviarle fotos al oso morboso, que responde caliente, luego manda una foto de su pene
moreno y grueso, escribe ‘ven’ y manda su ubicación en el mapa de Google asociado a la
aplicación.

Abrirlo, observar las coordenadas, el dibujo de la ciudad, los nombres de sus calles alusivos
a militares o políticos burgueses, el punto en el que indica estar oso morboso, justo frente a
una plaza a unas tres cuadras del edificio de este carrete. ‘Voy’, responderle.
Pudo pasar en Chile, servirse un último vaso, sacar un puñado de papas fritas envasadas,
mirarse rápido por última vez en el espejo del baño y salir, irse sin avisarle a nadie, ya que
a nadie le importa realmente.

Ir, irse al fin de esa fiesta que nunca nos iba a aceptar, devolverse por el pasillo, por el
ascensor y el hall de entrada, apenas haciéndole un gesto al conserje al atravesar su reino,
finalmente salir de vuelta a la noche desnuda. Encontrarse de golpe con la fresca intemperie
y la luz de la luna cegada detrás de unas espesas nubes grises. Detenerse un segundo y
mirar el cielo morado, gris y azul marino. Caminar por las calles oscuras, con los ruidos de
fiestas ajenas y la incertidumbre de ir al encuentro con lo desconocido, pero sin que esto se
vuelva un miedo inmovilizante, pues esta noche lo que manda es el deseo, ciego,
trascendental.

Poner atención a quién pasa por la vereda o a quien está observándonos con un cigarro en la
boca, inclinado sobre un poste en la esquina. Pasar a su lado con algo de nervios, pero no
pasa nada, se cruza, se avanza, y ya se alcanza a ver la plaza rodeada de edificios como
altos muros impenetrables.

Justo antes de llegar, escribirle en Grindr al oso morboso ‘ya estoy en la plaza’, y seguir
avanzando por ella. Adentrarse, con algunos focos malos y bancos de madera ocupados por
un par de personas tomando cervezas de litro.

Internarse, pasando por unos árboles de tallo grueso, hasta una esquina donde se divisa
alguien de pie. Su silueta es como la que aparece en la foto de perfil, debe ser él, es el oso
morboso. Agitarle la mano en señal de saludo y que responda también con un gesto.

Llegar frente a él, con su ropa oscura y su chaqueta de cuero abierta, dando lugar a un
estómago abundante.

-Holaa- Decirle, estirando la última vocal en señal amistosa.

Que se quede por unos segundos sin responder nada, solo mirando, expectante, y entonces
que de golpe dé un paso hacia adelante, diciendo ‘así te quería pillar, basura culiá’. Al
escucharlo, instintivamente poner el cuerpo en alerta, en pose de defensa, pero que entonces
el oso nos escupa a la cara y agarre con sus gruesas manos. Gritarle ‘suéltame mierda’ y
forcejear, pero que de detrás de los árboles gruesos aparezcan más personas, que van hacia
donde se está para ayudar al atacante, que golpea, y los otros entonces también se le unen,
impactando fierros y patadas en la espalda y en el estómago, en las piernas y en la cara,
haciéndonos caer al suelo, donde se reciben más golpes y escupos, llorando, gritando,
mirando hacia arriba, con las manos alzándose caóticas, siendo también dañadas, la punta
de los dedos impactada por los fierros, así como unos botellazos que revientan el vidrio en
la cabeza, que se aturde, que cae junto a la consciencia y el resto del cuerpo.

Pudo pasar en Chile, despertar con el cuerpo adolorido y amarrado, sin posibilidad de
moverse, en un galpón sucio mal iluminado. Con horror gritar. Confusión y miedo
atravesando la garganta desesperada. Al segundo grito que aparezcan dos tipos de pelo
rapado con chaquetas negras y bototos desde una puerta metálica que da hacia un pasillo
estrecho. Al observarles, con sus caras enajenadas viniendo directo, dejar de gritar cerrando
apretados los ojos, inundarse de pánico y retrotraerse. Recibir entonces el puñetazo de uno
y en la frente el cigarro encendido del otro, que presiona y apaga contra la piel que se exalta
de dolor sobre un rostro que deja caer lágrimas.

Intentar zafarse, intentar moverse, pero no lograrlo, ni siquiera con la certeza de que es
debido a las cuerdas y no al miedo que nos confunde. Los nervios y el terror doblegan al
tiempo, se pierde su percepción, las cosas se vuelven confusas, se reciben más golpes, se
sienten más dolores.

Llanto, saliva cayendo.

De pronto la llegada de un tercer tipo a la habitación, con un esmoquin, delantal carnicero y


un alicate. Que los otros dos se rían, que se aproxime el que entra y sentir su mano posarse
sobre nuestra mano izquierda, quitando las amarras y estirando el brazo. Que con su otra
mano alce el alicate y lo estrelle contra la extremidad, contrayéndose involuntariamente tras
el impacto, resentida de dolor. Que el brazo vuelva a recibir un golpe metálico de la
herramienta aturdidora, y entonces, no pudiendo resistirse, sentir el alicate posarse en los
dedos, que aprieta una de las uñas intentando arrancarla, con la torpeza de su movimiento y
el dolor que ocasiona, para luego intentar con otra y con otra hasta que en el dedo gordo
logra romper gran parte de la uña y sacarla, separándola de la carne en un doloroso proceso
agudo, que hace abrir la boca intensa en grito amorfo y despersonalizado, y entonces que el
tipo de cara rapada que había apagado su cigarro en nosotros nos agarre la nuca para atrás y
nos mantenga la boca abierta, y que el otro tipo que estaba con él nos retenga los hombros,
que intentan agitarse caóticos, y mientras lo hacen que el de esmoquin alce el alicate hasta
la boca y lo meta fuerte, con el sabor metálico de la sangre propia por la uña arrancada. Que
entonces el tipo apriete con la herramienta una muela, comience a tirarla, en medio de
espasmos terribles, desgarrando las encías con la raíz del diente que se aprieta y desencaja
con el alicate, en unos segundos asquerosos de tironeo, tras los que por fin salga la muela,
dejando un doloroso hoyo de carne rasgada, y que se alcen las pinzas a contraluz del techo.

Los tres secuestradores, con brillo en los ojos, observando detenidamente el molar recién
arrancado. Luego de eso, con un llanto silencioso pero incontrolado, recibir un golpe en el
hocico que sangra.

Quedarse con la cara hacia el suelo, con el aturdimiento y la despersonalización, dejando


caer lentamente los distintos fluidos que involuntariamente se abren camino.

-¿Pero qué quieren de mí?- Apenas susurrar con la boca hinchada.

Sentir el instante de silencio que sucede. Entonces, alzar los sentidos hacia la puerta, que
vuelve a abrirse, y que desde allí aparezca un tipo de camisa azul y lentes oscuros,
empujando sus manos una silla de ruedas montada por un viejo decrépito con mirada osca.

Que al entrar el tipo de camisa azul se salude con los otros y les haga unas señas de
postergar lo que tengan que negociar. Y entonces entrar en su campo visual, ser objeto de
observación de ese hombre de posición firme y risa.

-Qué no sabí saludar, pedazo de mierda?-

Alzar la mirada y verlo entrar, bien afeitado y elegante, con el viejo en silla de rueda apenas
moviendo los ojos y su cara fruncida.

-Saluda te están diciendo- Que diga el tipo del delantal carnicero, estirando una patada. -
Hoy es un día especial-.
Yacer allí, con el cuerpo adolorido y amarrado, queriendo desesperadamente que esto se
acabe, sin saber por qué era un día especial, sin saber que ese día el viejo decrépito había
salido libre, sin saber que había sido condenado a 10 años y un día de prisión por las cosas
que hizo en nombre del Estado de Chile cuando tenía pleno control de su cuerpo, sin saber
que tras haber pasado toda su vida impune y cosechando los frutos de su trabajo había sido
imputado recién hace unos cuatro años, tras lo que fue llevado a una cárcel exclusiva para
agentes como él, con condiciones materiales muy superiores a las presentes en el resto de
las cárceles del territorio nacional, y que allí había pasado noches cómodas fantaseando con
lo que haría cuando lograse salir.

Yacer allí, frente a él, sin saber que el presidente psicópata que gobierna Chile decidió
indultar a este mismo viejito por razones humanitarias, recubiertas en el fondo con el
agradecimiento por sus servicios. Sin saber entonces que si se está en esa habitación mal
iluminada es para ser parte de la celebración de recibimiento que le hacen al veterano de
una guerra contra su propia gente.

Pudo pasar en Chile, entonces, que te desaparezcan por un capricho.

Apenas observar, con un ojo involuntariamente cerrado por los golpes, cuando se posiciona
de frente a un metro de distancia al viejo sentado en la silla de rueda, tras lo que el tipo de
camisa azul saca un cigarro y lo enciende, mientras el tipo de la bata carnicera saca una
pistola plateada, le quita el seguro y se la entrega en las manos tiritonas al viejo.

-De vuelta a su dueño-dice mientras le pasa el arma, y, al observar que el viejo no se la


puede firme, que le ayude a sostenerla y a apuntar. Que entonces el viejo esboce apenas una
sonrisa y suelte un aliento miserable, como de polvo. Que jale el gatillo apenas, con un
impulso para el que tiene que también sacudir el resto de sus huesos, y que con eso salga
disparado el proyectil. Que al impacto implacable se abra la carne del cráneo.

Finalmente; pudo pasar en Chile, aparecer meses después de haber desaparecido, siendo un
cadáver sin identificar junto a otros cadáveres sin identificar, carbonizados en un incendio
de extrañas circunstancias ante las que no existe la voluntad institucional de aclarar ni
mucho menos de hacer justicia.

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