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La crisis del fin del mundo

Los primeros tipos que fueron a un cine, hace como 120 años, salieron corriendo y
aterrados de la sala cuando vieron que desde la pantalla se les venía encima una
locomotora a toda velocidad. Esas personas, por obvias razones, todavía no estaban
preparadas para dilucidar las relaciones entre realidad y ficción que involucraba el
nuevo dispositivo técnico comunicacional con el que estaban interactuando, el cine. Lo
que sus ojos veían era verdad.

Muchos de mis amigos de Facebook son absolutos desconocidos. Sin embargo, cada
tanto, me sorprendo de todo lo que sé de sus vidas.

Estoy hablando de seres humanos con los que no he compartido espacio privado
alguno. Son personas que, en ocasiones, han estado a menos de diez metros de mí pero
sin hablarnos, gente a la cual, de cruzarla en el bondi, no le dirigiría la mirada. Pero yo
sé quién sos vos y vos sabés quien soy yo y ambos sabemos que el otro sabe. Se
entiende, ¿no?

No necesariamente me estoy refiriendo a los exhibicionistas. No hablo de ese espécimen


de la red social que y media te muestra con orgullo el huevo frito que está por desayunar
y menos cuarto hace lo propio con sus deposiciones. Quiero que esto quede claro. Nada
más lejos de mis intenciones que el lugar común de decir que Facebook es una gran
herramienta antropológica, porque la antropología es una disciplina seria y para
manejar sus herramientas hay que formarse.

Quiero hablar de los otros, los que ocultan, los que velan, los que seleccionan con cierto
nivel de conciencia aquello que muestran. Porque incluso en estos casos el muro azul
nos regala algunos flashazos hacia lo más íntimo de sus vidas, fragmentos puros,
pequeños gajos, errores de formato, anomalías de un diseño cuidadosamete construido.

Recuerdo un historiador -creo que era George Duby, aunque es posible que me
equivoque- que postulaba la necesidad de emplear la “imaginación histórica” como
herramienta de investigación. Eso no quiere decir que el historiador tenga licencia para
inventar aquello que no ha podido conocer mediante la interrogación de fuentes
confiables, pero sí que debe permitirse llenar los huecos, construir los derroteros
plausibles de la vida de los hombres -supongo que decía “hombres”, a secas- que
pueden deducirse del examen del corpus, siempre limitado, de las fuentes que ha
podido recabar. Con las marcas que las personas dejan cuando pasan por el muro azul
sucede algo similar: son entradas limitadas a la vida de la gente, pero que, regadas con
imaginación y cierta lógica, nos informan mucho más de lo que pretenden.

Me gusta usar esta herramienta -perdóneseme la indiscreción- para indagar en la vida


amorosa de los otros. No puedo evitarlo, es casi un tic, un reflejo adquirido, una
deformación profesional. Lo hago sin pensar, y la mayoría de las veces lo olvido tan
rápido como lo hice. Entonces, rápidamente, mi cerebro vincula fotos, etiquetados,
alusiones, indirectas, comentarios, “lugares en los que estuve”, y encuentra el hilo que
ha tejido una nueva pareja de amantes -y la consiguiente ruptura de una pareja previa-
que sus protagonistas nunca quisieron comunicar -por lo menos conscientemente- pero
tampoco ocultar.

Y me alegro, no voy a negarlo; me pone contento ver a la gente que se quiere. Me pasa
en el Facebook y en la calle, me pasa con los amantes que se la juegan de canuto pero
venden todo con el abuso de me gusta y con los adolescentes que chuponean en las
plazas e introducen mutuamente extremidadas por partes impropias de sus cuerpos. Me
sacan una sonrisa siempre, me alegran el día, me dejan liviano.

Y entonces, con esta liviandad de la vida, comento el caso en una mesa de bar, un día
lluvioso de otoño, con poca gente y ambiente triste, con una cerveza de por medio, a una
persona a la que llamaremos -por razones que no me siento en el deber de explicar-
el Gordo Ramón, que me mira con su peor cara de orto y me contesta: “Una cagada,
esto va cada vez peor”. Y yo le pregunto por qué, en qué sentido podría considerarse una
defecación el hecho de que dos personas estén tan llenas de amor que, aunque quisieran
ser más discretas, no pueden evitar dejar pistas y humedecerte la pantalla con el jugo de
la pasión -¡ay, que imagen tan bella!-, qué razones habría para considerar que ese
fenómeno amatorio es una prueba irrefutable de que el mundo está entrando sin
remedio en una pendiente sin retorno. Y Ramón, que es un gordo inteligente, me deja
hablar, espera en silencio con cara de oveja, y cuando me callo me dice que yo no me
doy cuenta, pero que estamos cada vez más solos y que esos inocentes pichoncitos que
mi buenaventuranza construyó no son más que dos desesperados sobrevivientes, solos,
que no tienen nada en la vida y que no pueden vivir sino a través de la construcción de
un álter ego virtual, más feliz que ellos mismos, y que hacen fuerza hasta el punto de
que, algún día y con mucha suerte, se lo terminan creyendo, pero a costa de tener que
repetir conductas rutinarias a tono con lo que se espera de ellos y en las que, en el
fondo, no creen, pero no lo saben y entonces eso los angustia y los carcome por dentro.

Silencio. Un borracho se sienta en el pretil de la ventana y pide puchos.

Me parece que exagerás, Gordo, no creo que el mundo esté tan jodido. Pero Ramón
sigue y se envalentona tanto que cruza una barrera -no se da cuenta, pero cruza una
barrera-, y poco a poco me percato de que lo que a primera vista es un acabado aparato
teórico para definir el fenómeno de las redes sociales no es más que un sofisticado giro
retórico, una piña combada, una vuelta larga y solapada para hablar de mí, su
interlocutor, e interpelar mi relación no con las redes sociales -que poco le importan,
por supuesto- sino con la vida.

Pero pará, Gordo, hagamos cuentas. ¿Esto quiere decir, entonces, que vos pensás que
alguien puede llegar a conocerme debido a las cosas que escribo en Facebook? ¿Vos
pensás que yo construí un personaje tan fuerte que al final terminé creyéndomelo, una
sombra negra y viscosa que colonizó mi cuerpo, como esa que se le metía adentro al
Hombre Araña y lo llevaba a hacer cosas reñidas con la moral y las buenas costumbres?
Yo para mí que no.
El Gordo niega, recula, dice que no está hablando de mí. Sin embargo, no puede evitar
argumenar su punto en base a casos surgidos de mi experiencia, por lo que insisto en
que está hablando de mí y que hay algo que le molesta de mi vida pero que, según
parace, no está preparado para decirme. Y sigo: ¿Gordo, vos te pensás, entonces, que
una persona a la que nunca vi en la vida, pero que me tiene de amigo en Facebook,
puede formularse una imagen fidedigna de mi persona, porque no hay distancia alguna
entre mi yo real y mi yo virtual, o, mejor, porque yo pasé a ser mi yo virtual sin darme
cuenta? ¿Vos pensás que esa persona puede conocerme de la misma forma que vos me
conocés a mí, Gordohijo de puta? Y le respondo que no, Gordo, no, dejá de mirar Black
Mirror. Capaz que esa persona piensa que sí, capaz que no sabe que las redes son los
padres y cree que me conoce y que soy tan pavo y cínico como ese personaje del
Facebook que tiene mi mismo nombre -o como ese otro personaje, el que está
escribiendo esto-, pero yo, aunque pudiera parecer desubicado, no le devolvería la
deferencia. Si me tocara conocer a esa persona -como me ha pasado de verdad, por otra
parte-, sería para mí una tabula rasa, un cero gigante, un territorio nuevo a explorar,
un buenas tardes y mano tendida. No hay relación virtual que pueda reemplazar la
experiencia del cuerpo a cuerpo. Todavía no se ha inventado. Y perdoname que te lo
diga con esta crudeza, Gordoquerido, pero tú conocés a esa persona del Facebook que te
agregó de rebote debido a que un amigo en común le puso muchos me gusta a tus
estados de la misma forma que conocés a Cacho de la Cruz por haber visto por la tele
muchas veces el programa de Cacho Bochinche. Y que yo sepa, con la escuela nunca
fuiste.

No es nada nuevo, Gordo precioso. El rol performativo que hoy juegan las imágenes no
es escencialmente diferente del que tenían hace 150 años. La tecnología nos está
cambiando, es cierto, pero no hay un pasado “puro” con el que compararnos. Nunca
hubo salvaje feliz, relaciones plenas, paraíso perdido.
Mauricio Bruno

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