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Magulladuras
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Cristina Bendek
Nació en la isla de San An-
drés, en el Caribe colom-
biano, en octubre de 1987.
A los 16 años se trasladó a
Bogotá, donde se graduó
de la carrera de Gobierno
y relaciones internacio-
nales, en la Universidad
Externado de Colombia
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Magulladuras
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el timbre las mujeres en falda larga. Si decidía estar, abría
la puerta de madera y todavía me protegía el espacio de la
terraza.
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porque cualquier violencia en piyama siempre es más trau-
mática. Pensé que vería la cara familiar, saludaría, pasaría
la llave, y adiós. Abrí la puerta y un desconocido miraba
ajeno hacia el suelo. Pasaron tal vez dos segundos, la boca
entreabierta, la cara hinchada y humedecida, una chaqueta
de cuero negro, unos jeans desteñidos, unos tenis de correr.
No dijo nada. Se equivocó de apartamento, dije yo cerrando
la puerta. Lo reconocí, lo había visto en el pasillo días an-
tes. Alzó la mirada como si alzara un yunque del suelo.
No, cómo que equivocado, dijo como despertando de un
trance, dio un paso firme hacia el frente. Déjame entrar, no
seas así, esta es mi casa. Me empujó contra el marco, lo em-
pujé yo, choqué con ese cuerpo desconocido, intentaba que
la puerta no se abriera con la pierna derecha desde adentro,
para cortarle el paso. El tipo, rellenito, era más o menos de
mi estatura, pálido, pelo raso rubio, frente amplia y acei-
tosa, entradas pronunciadas, iris verdes, pupilas gigantes.
Si entra a la casa, ¿cómo lo saco? ¿Y si está armado? ¿Me va
a violar? ¿Va a vomitar en la sala? El tipo no pudo seguir. Lo
empujé. Lo hubiera golpeado. No, cómo iba a golpearlo, el
tipo estaba desorientado, no podía ni con su culo, cayó de
rodillas al piso, déjame entrar, es mi casa, esta es mi casa.
No sabía con quién hablaba, él le habló a otra persona que
veía en mi forma, y empezó a llorar. No dije nada. Yo no dije
una palabra. Cerré la puerta, con el corazón en la garganta.
A los pocos segundos lo vi, por el ojo, llamando a la puerta
de enfrente.
A los dos días sonó el timbre de nuevo. Una vez. Dos veces.
Esta vez me acerqué a la mirilla, fastidiada de saber que
no tenía tapa y que igual el corte de luz por la cornisa me
delataría. ____ había preguntado sobre el vecino a los vigi-
lantes, le dijeron que era el hijo del arquitecto del edificio,
alcohólico. Para mi seguridad, había sugerido a los vigilan-
tes que él era mi marido; mi novio no, mi marido, porque
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era mejor que nadie pensara que yo vivía sola. Dije que qui-
zás era lo mejor, no dije nada más. Ahora puedo verlo. ____
se me había convertido en un troyano demasiado presente,
con el negocio, el carro y, ahora entonces, con mi protec-
ción. Ahora otra vez el tipo estaba ahí, el vecino, con la
misma chaqueta, pero parecía bien puesto. Abrí la puerta,
el tipo se disculpó —un acento de capitalino mimado siem-
pre suena un poco tonto en alguien de más de cuarenta
años. Mira, oye, qué pena, de verdad, el sábado estaba de
rumba y me metieron aguardiente adulterado, me robaron,
estaba ciego, me dejaron tirado muy lejos y tuve que venir
caminando, puse un denuncio, qué vergüenza, qué ver-
güenza contigo, repite el tipo mirando hacia algún punto
del suelo del pasillo y negando con la cabeza. Los ojos cla-
ros se le ven como si hubiera un fondo falso muy cerca de
la superficie. Sentí pesar. Todo bien, dije. Después se fue
por el pasillo hacia el elevador y salió del apartamento una
mujer con un coche, cargando un niño de unos tres años.
La mujer —me dolió su figura tan discreta, flaca, de negro,
de cutis grisáceo, ojos oscuros y pequeños, pelo muy negro,
lacio, largo— nunca sonrió mientras fui su vecina y nunca
supe cómo era su voz.
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tiempo sin vernos, desde que en una reunión de trabajo, se-
manas después de haberle contado que estaba saliendo con
alguien, me llamó traidora y se fue enfurecido por un con-
dón que encontró en el baño, hallazgo que, estoy segura,
solo era posible removiendo la papelera hasta el fondo. Ya
no quería estar cerca de él, su presencia me incomodaba,
su voz me fastidiaba, sentir su olor y todo el peso de su
apego. El troyano maldecía: malparida, desgraciada; me re-
clamaba las miles de formas que yo tenía de ofender su or-
gullo, algún comentario en una llamada, alguna corrección
sobre la estrategia comercial. Y mi deuda con él, mi culpa,
mi deuda nunca acababa de saldarse.
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un activo valioso, y su presencia es la prueba del equipo de
una mujer profesional, neutral. Antes muerta que dramá-
tica. No había apagado la luz cuando sonó el teléfono, era
la voz de un amigo de Perú, y en menos de diez minutos yo
iba de regreso al bar del hotel.
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En el desayuno yo no veo a nadie, ni a W. De mala
gana le hubiera dicho lo que pasó a ____: no tuve tiempo de
llamar, era mucho más tarde, estabas durmiendo con segu-
ridad, salimos, pero solo fuimos a un bar de mala muerte.
Desayuné largo en la mesa de los ticos. A partir de las ban-
dejas del bufet debatimos sobre cuál de los países podía ser
el más prolífico en variedades de frutas, dónde más había
esos mameyes y nísperos rebosantes, que yo imaginaba
hinchándose desde la tierra volcánica. En mi pueblo hay,
en esa casa de rejas, la casa donde nada podía tocarme, so-
bre todo mangos, cocos, papayas que saben a agua de mar,
naranjas que saben a coco, y tantas, que nadie puede reco-
ger ni la mitad del suelo que es su destino, donde quedan
batidas, para que lleguen las mosquitas y los gusanos a se-
carlas, desintegrarlas, y volverlas semillas en un suelo en el
que no crecerían. Nadie viene a recogerlas para separar la
tierra y sembrarlas. No dije nada de eso.
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Yo, sin espacio.
El balcón, el volcán,
Yo, muda.
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Debe pasar, algún día debía pasar: se desmantela la
infiltración, y mi manipulación, mi culpa; debía pasar que
yo cayera desde lo alto, para saber que hay un cierto nú-
mero de insultos que lo condensa todo.
¿Puedo gritar?
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nuto— para intentar tomar el teléfono. Pensaba, acorra-
lada, en la lástima que le tenía a ese hombre descontrolado
y estúpido; gritar lo expondría, lo humillaría y no, no era
para tanto. Luego pensé: para qué quiero el auricular del
teléfono de todas maneras, será para marcar cualquier nú-
mero porque el de la recepción quién lo va a saber, el puto 1,
el 0, el 9, si me contestan del restaurante, grito, gritar. ____
se movía en el ritmo normal. Yo no.
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Regular el aliento, olvidarlo. Fingir. Todo inútil. Lo-
gré unirme a las reuniones unas horas después y no me lo
crucé más por tres días. No pude tomar notas. Antes de la
fiesta de despedida, lo vi en la recepción, se acercó a mí, y
sentí náuseas.
Dolía y cambiaba.
Mentira.
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