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Cristina Bendek

Magulladuras

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Cristina Bendek
Nació en la isla de San An-
drés, en el Caribe colom-
biano, en octubre de 1987.
A los 16 años se trasladó a
Bogotá, donde se graduó
de la carrera de Gobierno
y relaciones internacio-
nales, en la Universidad
Externado de Colombia

En mayo del 2018 ter-


minó de escribir su pri-
mera novela, Los cristales de la sal, que resultó ganadora
del Premio Nacional Elisa Mújica de novela escrita por mu-
jeres, convocado entre el Instituto Distrital de Artes de Bo-
gotá y la editorial Laguna Libros (Bogotá). Como resultado
de la inclusión de la obra en el catálogo nacional de be-
cas para traducción Reading Colombia 2019, se adelantan
ediciones de Los cristales de la sal en portugués (Editorial
Moinhos, Belo Horizonte, Brasil); e inglés (Charco Press).
Una segunda edición de la novela fue lanzada en diciembre
de 2020 en Colombia. El mismo año se publicó la edición
en danés, Saltkrystaller, de la editorial Aurora Boreal, y la
edición para Centroamérica de Encino Ediciones.

Los cristales de la sal está disponible en formato


digital (Amazon, Google Books). Además, una versión de
audiolibro narrada por la autora es accesible a través de la
plataforma Storytel para Latinoamérica.

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Magulladuras

Dorado, lila, bermejo. Olivo. Negro.

Toco mi mano derecha, una mano grande. Recuerdo


los mangos y las papayas. Ya no hay más colores que el do-
rado parejo en la mano. Después de ver todos los cambios,
los tránsitos de un color a otro, resolví que me debía a mí
todo el dolor, quizá por algo superfluo, porque yo, por pro-
vinciana, ignoraba por completo la utilidad imprescindible
de las mirillas. Bueno, es que en la casa en la que crecí no
había necesidad de eso, la mirilla vino mucho tiempo des-
pués, en la ciudad. La costumbre de mirar por el ojo antes
de abrir para mí no existía antes de Guatemala; existía que
alguien llama y una ya ha visto quién es cuando abre la
puerta, y ese alguien no está cerca, no puede tocarte.

Las mirillas de las puertas se inventaron, por lo que se


sabe, en 1932. Sobre la forma no hay datos muy precisos, al
parecer a nadie le importa demasiado esa historia. Las me-
jores son las que tienen esa tapa metálica que se desplaza,
para que ningún extraño pueda ver nada hacia adentro.
Donde crecí no hacían falta ojos en las puertas. Cuando el
tipo que traía mangos y papayas gritaba, se oía todavía a
unas dos cuadras. Cuando llegaba el correo, o los misione-
ros de los testigos de Jehová, me asomaba por el ventanal
de cortina velada y podía decidir si estaba o no estaba en
casa, cuando el frutero descalzo llegaba a vocear en la reja
¡Mango, mango maduro! ¡Papaya pintón!, o cuando tocaban

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el timbre las mujeres en falda larga. Si decidía estar, abría
la puerta de madera y todavía me protegía el espacio de la
terraza.

El espacio. Veo mi mano, tanto tiempo después, y


pienso en esos mangos, unos más jóvenes que otros, las tex-
turas dañadas, los colores. Sentía las frutas por entre la reja,
la magulladura de los mangos contra el piso, el negro de sus
golpes, o las sutiles líneas en la piel de la papaya rugosa, sus
lunares, algunos más hondos, más húmedos. Las frutas, de
los golpes, no se recuperan. De alguna manera han perdido
su integralidad. Si se cayeron el mismo día, quizá el daño
pueda disimularse, si es más tiempo ni pensarlo. Hay que
bajar los mangos del árbol, que caigan pintones, cuando es-
tán duros, y dejar que se maduren tranquilos. Después del
primer día los mangos magullados revelan los defectos, de
verde dorado o verde rosa, a lila, violeta.

Ya en la primera ciudad en la que viví desapareció la


reja y apareció el ojo mágico, un lente de gran angular de
entre ciento veinte y ciento ochenta grados. Hay que de-
tenerse, premeditar, pensar que no existe espacio entre el
extraño y tú. Hay mirillas digitales con cámaras incorpora-
das, que graban cada vez que suena el timbre. Un domingo
de mañana lo escuché. El timbre. No podrían ser los cris-
tianos ni el vendedor de frutas. Llevaba menos de un mes
en el apartamento nuevo y no esperaba a nadie. Vine por el
corredor desde la habitación principal. Pensé en ____.

Una no recibe a sus ex parejas así, sin aviso. ____ me


había ayudado con la mudanza, yo le había ofrecido dejar
su carro en mi sitio de parqueo y me había quedado con
una llave de reposición. Quizá necesitaba algún docu-
mento del trabajo con urgencia, o había olvidado su llave.
No tenía todavía cortinas en la sala, y el apartamento daba
al oriente. El sol entraba a chorros. No recuerdo por qué,
pero por suerte a esa hora yo ya estaba en ropa de calle,

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porque cualquier violencia en piyama siempre es más trau-
mática. Pensé que vería la cara familiar, saludaría, pasaría
la llave, y adiós. Abrí la puerta y un desconocido miraba
ajeno hacia el suelo. Pasaron tal vez dos segundos, la boca
entreabierta, la cara hinchada y humedecida, una chaqueta
de cuero negro, unos jeans desteñidos, unos tenis de correr.
No dijo nada. Se equivocó de apartamento, dije yo cerrando
la puerta. Lo reconocí, lo había visto en el pasillo días an-
tes. Alzó la mirada como si alzara un yunque del suelo.
No, cómo que equivocado, dijo como despertando de un
trance, dio un paso firme hacia el frente. Déjame entrar, no
seas así, esta es mi casa. Me empujó contra el marco, lo em-
pujé yo, choqué con ese cuerpo desconocido, intentaba que
la puerta no se abriera con la pierna derecha desde adentro,
para cortarle el paso. El tipo, rellenito, era más o menos de
mi estatura, pálido, pelo raso rubio, frente amplia y acei-
tosa, entradas pronunciadas, iris verdes, pupilas gigantes.
Si entra a la casa, ¿cómo lo saco? ¿Y si está armado? ¿Me va
a violar? ¿Va a vomitar en la sala? El tipo no pudo seguir. Lo
empujé. Lo hubiera golpeado. No, cómo iba a golpearlo, el
tipo estaba desorientado, no podía ni con su culo, cayó de
rodillas al piso, déjame entrar, es mi casa, esta es mi casa.
No sabía con quién hablaba, él le habló a otra persona que
veía en mi forma, y empezó a llorar. No dije nada. Yo no dije
una palabra. Cerré la puerta, con el corazón en la garganta.
A los pocos segundos lo vi, por el ojo, llamando a la puerta
de enfrente.

A los dos días sonó el timbre de nuevo. Una vez. Dos veces.
Esta vez me acerqué a la mirilla, fastidiada de saber que
no tenía tapa y que igual el corte de luz por la cornisa me
delataría. ____ había preguntado sobre el vecino a los vigi-
lantes, le dijeron que era el hijo del arquitecto del edificio,
alcohólico. Para mi seguridad, había sugerido a los vigilan-
tes que él era mi marido; mi novio no, mi marido, porque

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era mejor que nadie pensara que yo vivía sola. Dije que qui-
zás era lo mejor, no dije nada más. Ahora puedo verlo. ____
se me había convertido en un troyano demasiado presente,
con el negocio, el carro y, ahora entonces, con mi protec-
ción. Ahora otra vez el tipo estaba ahí, el vecino, con la
misma chaqueta, pero parecía bien puesto. Abrí la puerta,
el tipo se disculpó —un acento de capitalino mimado siem-
pre suena un poco tonto en alguien de más de cuarenta
años. Mira, oye, qué pena, de verdad, el sábado estaba de
rumba y me metieron aguardiente adulterado, me robaron,
estaba ciego, me dejaron tirado muy lejos y tuve que venir
caminando, puse un denuncio, qué vergüenza, qué ver-
güenza contigo, repite el tipo mirando hacia algún punto
del suelo del pasillo y negando con la cabeza. Los ojos cla-
ros se le ven como si hubiera un fondo falso muy cerca de
la superficie. Sentí pesar. Todo bien, dije. Después se fue
por el pasillo hacia el elevador y salió del apartamento una
mujer con un coche, cargando un niño de unos tres años.
La mujer —me dolió su figura tan discreta, flaca, de negro,
de cutis grisáceo, ojos oscuros y pequeños, pelo muy negro,
lacio, largo— nunca sonrió mientras fui su vecina y nunca
supe cómo era su voz.

La primera vez que estuve en Guatemala fue en un viaje


de trabajo. Para una convención de negocios, nos reunimos
unas mil personas de más de cinco países. Entre esos mil,
____. La primera noche él insistió, pero yo no quería salir
con el troyano, no sola. Yo no había viajado para, de entre
mil historias distintas, seguir escuchando quejas sobre el
negocio, sobre sus quiebras, su plata, sus dudas. Hubiera
preferido que no fuera al viaje. Él había pagado el viaje por
su cuenta, pero sabía que me lo cobraría a mí, como si se
hubiera endeudado solo para complacerme. Llevábamos un

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tiempo sin vernos, desde que en una reunión de trabajo, se-
manas después de haberle contado que estaba saliendo con
alguien, me llamó traidora y se fue enfurecido por un con-
dón que encontró en el baño, hallazgo que, estoy segura,
solo era posible removiendo la papelera hasta el fondo. Ya
no quería estar cerca de él, su presencia me incomodaba,
su voz me fastidiaba, sentir su olor y todo el peso de su
apego. El troyano maldecía: malparida, desgraciada; me re-
clamaba las miles de formas que yo tenía de ofender su or-
gullo, algún comentario en una llamada, alguna corrección
sobre la estrategia comercial. Y mi deuda con él, mi culpa,
mi deuda nunca acababa de saldarse.

Por supuesto que hay una mirilla en las habitaciones


de hotel. También, mirillas con tapa, broncíneas brillantes,
casi se ven como adornos para esas puertas pesadas. An-
tes de 1932 habría muchos más asaltos, muchas más voces
falsas fingiendo para engañar a los residentes, los ojos de
las puertas no tenían el lente preciso, y el rango de visión
era limitado a un encuadre tipo busto del visitante, si es
que éste era de la estatura adecuada. Ahora hay puertas que
traen dos ojos, uno a la altura probable de una niña o de
alguien en silla de ruedas, otro a la altura de una adulta
promedio.

W, mi compañero de cuarto, estaba rendido. La no-


che iba a ser tranquila antes del primer día de reuniones,
alcancé a meterme a la cama. Ya no recuerdo bien. En la
última conversación telefónica en la ciudad, el troyano dijo
que pobre el hombre que estaba saliendo conmigo, el del
condón, ____ sabía de la visita que había recibido la semana
anterior en mi apartamento, lo sabía, sí, ese alguien con
quien había estado en la sala, todavía sin cortinas, así que
pobre hombre, ese, sí, con el que salía, el del condón. Ahora
el tipo era su protegido. En esos viajes había que borrar esa
experiencia, continuar, fingir hasta olvidar que se finge, ol-
vidarlo, hasta que se vuelva real. ¿____? Él es un socio, eso,

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un activo valioso, y su presencia es la prueba del equipo de
una mujer profesional, neutral. Antes muerta que dramá-
tica. No había apagado la luz cuando sonó el teléfono, era
la voz de un amigo de Perú, y en menos de diez minutos yo
iba de regreso al bar del hotel.

Recuerdo que éramos tres en el bar. Llegó más gente


en menos de media hora. Unos conocidos de la ciudad lle-
garon de pronto, dijeron que nos llevarían a algún lado y
nadie esperó a nadie, me lo digo, así lo recuerdo, salimos
los que estábamos, un grupo grande, andamos por donde
decían que era una osadía mortal, Guatemala tan peligrosa,
llena de fortalezas residenciales, de militares y de delin-
cuentes, pero andamos y no vimos un alma, pasamos por
el Hard Rock Café, caminamos por callecitas oscuras hasta
llegar a un bar muy pequeño, atestado. Allí nos sacamos fo-
tos, hablamos de los últimos tres meses del negocio, inten-
tamos presentarnos nuevos contactos gritándonos al oído,
bailando, bebiendo cerveza mala. A la hora del cierre los ex-
tranjeros regresamos caminando al hotel, a eso de las 5:30,
y nadie quería despedirse, pero la piscina estaba cerrada; el
jardín, cerrado. Cada quien debía subir, cambiarse de ropa
y bajar por su cuenta al bufet antes de que empezaran las
conferencias. Nadie había dormido, pero había energía de
sobra, como pasa cuando la fiesta y la risa insinúan algo
entrañable entre personajes que no trascienden más allá de
la anécdota en la vida del otro.

Yo bajé de nuevo a la recepción al cabo de una hora.


No quería ver en el bufet a la otra persona que sí conocía
bien. No hice nada especial para evitarlo, pero tampoco lo
busqué. Apenas minutos más tarde W le daría el número de
la habitación al troyano, cuando se lo encontrara saliendo
del elevador en la planta baja, desprevenido. No tenía im-
portancia: oye, ¿en qué habitación es que están ustedes?
Ah, 1010.

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En el desayuno yo no veo a nadie, ni a W. De mala
gana le hubiera dicho lo que pasó a ____: no tuve tiempo de
llamar, era mucho más tarde, estabas durmiendo con segu-
ridad, salimos, pero solo fuimos a un bar de mala muerte.
Desayuné largo en la mesa de los ticos. A partir de las ban-
dejas del bufet debatimos sobre cuál de los países podía ser
el más prolífico en variedades de frutas, dónde más había
esos mameyes y nísperos rebosantes, que yo imaginaba
hinchándose desde la tierra volcánica. En mi pueblo hay,
en esa casa de rejas, la casa donde nada podía tocarme, so-
bre todo mangos, cocos, papayas que saben a agua de mar,
naranjas que saben a coco, y tantas, que nadie puede reco-
ger ni la mitad del suelo que es su destino, donde quedan
batidas, para que lleguen las mosquitas y los gusanos a se-
carlas, desintegrarlas, y volverlas semillas en un suelo en el
que no crecerían. Nadie viene a recogerlas para separar la
tierra y sembrarlas. No dije nada de eso.

Habré regresado a mi habitación a eso de las 8:30,


para recoger mis materiales de trabajo. Me di cuenta de
que me llegó el período, y el trasnocho con el sol me ha-
bía empezado a marear. Necesitaba quedarme un momento
más, W se despidió, quería adelantarse al salón de eventos
para reservarnos una buena mesa. Sé que estaba lavándome
las manos, habrán pasado unos tres minutos, cuando oí
el golpe discreto en la puerta. Claro que existía la mirilla.
Desde 1932. Yo solo empujé la chapa hacia abajo, seguro ta-
rareando alguna cumbia mexicana de la noche anterior, fe-
liz de haber conseguido esa habitación con tremenda vista
al Volcán de Agua. Era W, fijo dejó la tarjeta de acceso y tuvo
que devolverse por su libreta, yo qué sé, por sus cigarrillos.

Unos instantes antes de que pudiera verlo ya sabía


que había cometido un error. La puerta fue empujada con
fuerza hacia mí, salto hacia atrás o el borde me golpea la
cara, la mirilla se ríe, me regaña, quieta y dispuesta, y yo
tan estúpida en ignorarla.

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Yo, sin espacio.

Yo no soy la fruta que sientes por entre la reja.

Era el troyano, no un hombre intoxicado y extraño,


sino una desfiguración de lo conocido. No había ningún
cuerpo que pudiera detener ahora. Siento el empujón que
me aparta y así entra el tipo alto, cuarenta y nueve años y
como alma que lleva el diablo. Retrocedo, ya no puedo salir
por el estrecho corredor, hacia el pasillo. Sé que nunca lo
he visto tan enajenado en sus demonios, rojo, sudoroso, y
sin embargo, tan presente como para cerrar la puerta con
cuidado, antes de soltarse a gritar. Insulta y dice: me va a
escuchar, es que me va a escuchar. Ahora solo tenía la habi-
tación del décimo piso.

El balcón, el volcán,

El desayuno, muy cerca de la garganta.

En medio de la habitación solo me sirve el teléfono.


Gritos de esa voz horrible, repitiendo, sin pausa, usted es
una malparida, hija de puta.

Yo, muda.

Hablar: hacer que empezaran a volar cosas por la ha-


bitación, volar hacia mí, verme volando a mí. Hacerme vo-
lar a mí.

Callar. O rogar. Rogar por una interrupción que me


salvara, ¿qué otra buena forma de detener sus golpes al
aire? ¿Yo gritar también, gritar explicaciones, oponerme? O
sea: provocar la ausencia total de cordura. No, no, oponer
no, contradecir, explicar, no había espacio porque la voz
densificó el aire, el aire era yo, yo toda regada en la habita-
ción, desintegrada. Estaba yo, muda, en la rama de un árbol
muy alto, cayendo, a punto de romperme la piel contra el
aire, en el suelo.

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Debe pasar, algún día debía pasar: se desmantela la
infiltración, y mi manipulación, mi culpa; debía pasar que
yo cayera desde lo alto, para saber que hay un cierto nú-
mero de insultos que lo condensa todo.

Ah. También hubiera podido llorar, llorar mucho,

Decir perdón, ¿perdón por no invitarte, o por no so-


portarte?

¿Cómo sería caer de un piso diez?

¿Qué tan gruesas eran las paredes? ¿Y el suelo?

¿Qué tan fuerte sonaría mi voz?

¿Se grita auxilio o suena muy anticuado, ajeno? ¿Ayú-


denme, ayuda?

¿Se grita estoy en peligro, me pueden matar?

¿Puedo gritar?

No me lo parecía, pero me movía con torpeza. Intenté


disimular mi pérdida de control sentándome despacio en
la cama, los músculos llenos de adrenalina, agobiada de
verlo andar de la puerta al balcón como tigre enjaulado, y
se repetía, le había dicho que no iba a hacer nada anoche,
lo traicioné, es una traición, hija de puta, de qué me entero
en el desayuno, ¡de que la fiesta acabó al amanecer en su
habitación!

Yo, en el espacio silencioso entre el golpe y el despren-


dimiento.

No sé decir cuánto tiempo pasó, ¿dos minutos? Volvía


sin parar a la tríada de insultos, los reza una y otra vez, y yo
sin ánimo de contradecir nada. Pensé que sería más rápida,
que podría correr hasta la puerta mientras el tigre llegaba
al balcón. Correr callada. No podía. Me demoré —un mi-

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nuto— para intentar tomar el teléfono. Pensaba, acorra-
lada, en la lástima que le tenía a ese hombre descontrolado
y estúpido; gritar lo expondría, lo humillaría y no, no era
para tanto. Luego pensé: para qué quiero el auricular del
teléfono de todas maneras, será para marcar cualquier nú-
mero porque el de la recepción quién lo va a saber, el puto 1,
el 0, el 9, si me contestan del restaurante, grito, gritar. ____
se movía en el ritmo normal. Yo no.

Los cuerpos sometidos a los gusanos pierden la inercia.

Los gusanos inundan el aire de la habitación,

Yo soy un cuerpo, reventando finalmente contra el suelo,

Contra unas manos bruscas.

Me alcanzan, perforan, contaminan, agarrándome


de un brazo, empujando, dedos queriendo hundirse en el
metatarso, asediando las muñecas, haciéndome soltar el
auricular. No me sirvieron las mirillas, y nadie me va a es-
cuchar. El intruso tiró el teléfono hacia la otra cama, me
empujó, perdí el equilibrio, todo en cámara lenta.

¡Ayúdenme! Eso se grita. A mí. Yo necesito. Ayúdenme.

Vi que se quedó de pie, todavía era muy cobarde mi


grito, como perplejo, una exhalación cortada. Grité otra vez
y no salía, ¡cállese!, dijo, ¡cállese! Grité más. Solo tenemos que
hablar, gritaba él. ¿Hablar? Veo todavía lo que era yo, hecha
trizas, la fruta magullada. Grité, grité todavía sin llorar. Está
bien, está bien, alzó las manos como si yo le apuntara con un
arma, alza las manos, ¡me voy! Me voy. Me asomé al pasillo,
me ahogo, veo una silueta que se aleja, se lleva una mano a
la frente, la veo de espaldas, la veo y me parece menos alto
de lo que es, ahora se ve torpe la silueta, como si fuera una
llama temblando con el aliento de mis gritos. Veo la silueta
que se cruza con una mujer de uniforme que viene hacia mí,
con un radio en la mano. A ella no le dije nada.

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Regular el aliento, olvidarlo. Fingir. Todo inútil. Lo-
gré unirme a las reuniones unas horas después y no me lo
crucé más por tres días. No pude tomar notas. Antes de la
fiesta de despedida, lo vi en la recepción, se acercó a mí, y
sentí náuseas.

Las señales duraron unos siete días, extrañas al ambiente


de mi apartamento.

De dorado a lila, de bermejo a olivo, yo era la incitadora.

Yo, que lo puedo controlar todo.

Dolía y cambiaba.

Con los días sentía más o menos el dolor con cada


movimiento del meñique y el anular. Cocinando, me acor-
daba, redactando un correo, saludando a los socios. Lo
veía, los veo, gusanos flotando en el aire mío: malnacida,
hija de puta, déjame entrar, tienes que escuchar. Yo, yo
hice que pasara. ¿Y qué hubiera hecho sino abrir la puerta,
yo, que todo lo puedo, hasta decidir el peso de las cosas y
caer para romperme por gusto? La mirilla me salva, sola-
mente hay que adoptar el recelo sin tregua de la ciudad, y
la disgregación no llegará por sorpresa.

Mentira.

Yo soy la manipuladora, abro la puerta y soy yo


la victimaria.

Me miraba las magulladuras, las tentaba, como


al mango,

Que tiene cara dorada y rosa, y al voltearlo, es


olivo tirando a negro.

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