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TESSA DARE

La Rendición de una Sirena


2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 1


TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

LA RENDICION DE UNA SIRENA - TESSA DARE

ROMANCE HISTORICO

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TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2º de la Trilogía The Wanton Dairymaid
Surrender of a Siren (2009)

ARGUMENTO:

Desesperada por escapar de un matrimonio sin amor y de las limitaciones de la sociedad, la


consentida heredera Sophia Hathaway deja plantado a su novio, empaca sus pinturas y su libreta de
dibujos, y asume una nueva identidad, haciéndose pasar por una institutriz para asegurarse su pasaje
en el Afrodita. Ella quiere una vida propia: sin protección, poco convencional, sin inhibiciones. Pero
una cosa es imaginar todas sus fantasías más salvajes y desvergonzadas, y otra muy distinta hacer
frente a un libertino peligrosamente apuesto, que le robaría tanto su virtud como su oro.
Para cualquier dama bien educada, Benedict "Gray" Grayson es problema asegurado. Un canalla
sin conciencia que surca los mares por el placer y los beneficios. Grey vive para la conquista hasta que
la perspicacia y el arte de Sophia agitan su corazón. De repente, él le hará frente a tiburones,
incendios, tormentas, y al mar sólo para mantenerla a su lado. Ella es hermosa, refinada y madura
para la seducción. ¿Podría esta falsa institutriz ser la redención de un granuja? ¿O los secretos de la
heredera fugitiva destruirán la única oportunidad de ambos en el amor?

SOBRE LA AUTORA:

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Tessa Dare es una bibliotecaria a tiempo parcial, mami a tiempo completo y una autora de
romances históricos de turno de noche. Tiene su hogar en el Sur de California, donde comparte un
acogedor y desordenado bungalow con su marido, sus dos hijos y un gran perro marrón.
Vivió una infancia bastante nómada en el Medio Oeste. De niña descubrió que no importaba
cuántas veces se haya mudado, dos tipos de amigos viajaron con ella: los de los libros, y los de su
cabeza. Todavía conversa con ambos diariamente.
Tessa escribe novelas históricas frescas y coquetas. Para disgusto de su familia, no escribe listas de
compras ni tarjetas de Navidad. Disfruta de un buen libro, una buena risa, una larga caminata en el
bosque, una buena película, una buena comida, un vaso de buen vino, y la compañía de buena gente.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 01

Gravesend,
Diciembre 1817.

Al huir de la boda de sociedad del año, Sophia Hathaway sabía que estaría abrazando la infamia.
Se había olvidado de considerar cómo olía la infamia.
Se detuvo en la puerta de la fétida taberna del muelle. Incluso desde ahí, le llegaba el hedor a
cerveza agria, provocando que se le subiera la bilis a la garganta.
Un hombre corpulento le dio un codazo en un costado cuando salió por la puerta.
―Cuidado, amor.
Ella se pegó contra la jamba de la puerta, maravillándose ante el singular apelativo implícito en ese
"amor". El comentario del hombre se había dirigido claramente hacia sus pechos.
Con un escalofrío, se envolvió con fuerza su capa alrededor de su torso.
Inspirando profundamente, ella se deslizó sigilosamente dentro de esa confusión fría y húmeda,
llena de borrachos, impidiendo que sus faldas grises de sarga rozaran contra algo. Mucho menos
contra alguien. Desde cada rincón oscuro -y para una caja cuadrada de té, esta taberna abundaba en
ricones oscuros-, sentía ojos siguiéndola.
Ojos suspicaces, mirando de reojo, dentro de unos rostros duros y sin afeitar. Era suficiente para
que cualquier mujer se colocara ansiosa. Para una mujer fugitiva, educada, viajando sola, bajo la
protección endeble de una capa prestada y una identidad fabricada...
Bueno, era casi suficiente para hacer que Sophia reconsiderara todo el asunto.
Alguien invisible la empujó desde atrás. Sus dedos enguantados agarraron instintivamente el sobre
secreto dentro de su capa. Pensó en sus hermanos, las cartas que había echado al correo esa misma
mañana, rompiendo su compromiso y garantizando un escándalo de proporciones byronianas. Las
semillas de la ruina irrevocable, dispersadas al viento.
Una sensación fría de predestinación se ancló en su estómago. Ahora no había vuelta atrás. Estaba
dispuesta a atravesar por cosas mucho peores que este bar miserable, si eso significaba dejar atrás su
vida restrictiva. Incluso estaba dispuesta a soportar estos hombres ordinarios que se comían sus
pechos con los ojos, siempre y cuando no vislumbraran el secreto apretado entre ellos.
Con su resolución reafirmada, Sophia llamó la atención de un hombre calvo que limpiaba una mesa
con un trapo grasiento. Parecía inofensivo, o al menos, demasiado viejo para atacar rápidamente. Ella
le sonrió. Él le devolvió el gesto con una sonrisa totalmente desdentada.
Con su propia sonrisa vacilando, ella se aventuró:
―Estoy buscando al capitán Grayson.
―Por supuesto que sí. Todas las hermosas lo buscan ―la calva brillante se movió―. Gray está en
el fondo.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ella siguió la dirección indicada, moviéndose entre la multitud de puntillas, en un esfuerzo por
mantener apartado del piso el borde de sus faldas. Las tablas pegajosas del suelo succionaban sus
botas de media caña. Hacia el fondo de la habitación, ella vio un puñado bullicioso de hombres y
mujeres cerca de la barra. Un hombre era más alto que los otros, su pelo castaño luciendo más limpio
que el de aquellos que lo acompañaban. Un cepillado castor de fieltro descansaba en el bar cercano,
un adorno extrañamente refinado para este antro de mala muerte.
Cuando Sophia se colocó en ángulo para una mejor visión, una silla se deslizó fuera de una mesa
cercana, golpeándola en la rodilla. Ella trastabilló sobre las puntas de sus pies por un momento, antes
de balancearse hacia delante. El dobladillo de su capa quedó atrapado en su bota, y su capa se abrió
de un tirón, exponiendo su pecho y la garganta al aire sombrío e invernal. En su desesperado intento
de enderezarse, quiso agarrarse violentamente de la pared… y en cambio, agarró un puñado de
camisa de lino áspera.
El dueño de la camisa se volvió hacia ella.
―Hola, jovencita ―dijo arrastrando las palabras, su aliento rancio con caries. Sus ojos vidriosos por
el licor se deslizaron por sobre su cuerpo y se quedaron sobre el oleaje de sus pechos―. Mira la cosita
que eres. Parece que cuestas más de lo que tengo en mi bolsillo, pero si estás ofreciendo... ―¿la
había confundido con alguna ramera del muelle? La lengua de Sophia se curvó con disgusto. Tal vez
vestía ropas sencillas, pero ciertamente no parecía barata.
―Yo no estoy ofreciendo ―dijo con firmeza. Ella trató de alejarse, pero con un movimiento rápido,
él la había clavado contra la barra.
―Quédate aquí, preciosa. Veamos si tienes un poco de cosquillas, entonces.
Sus dedos sucios se zambulleron en el valle de sus senos, y Sophia gritó.
―¡Aparte sus manos de mí, usted... usted bruto repugnante!
El bruto soltó uno de sus brazos para continuar su exploración lasciva, y Sophia usó su mano recién
liberada para golpearlo en la cabeza. No sirvió.
Sus dedos se retorcían entre sus pechos como gusanos grasientos y ávidos escarbando en la
oscuridad.
―Basta ya ―exclamó, empuñando la mano y golpeándolo en la oreja, sin éxito. Sus esfuerzos para
defenderse sólo divertían a su agresor borracho.
―Está bien ―dijo, riendo entre dientes―. Me gustan mis chicas con mucho valor.
La desesperación atenazó sus entrañas. No era simplemente el insulto de las manos de este patán
en sus pechos lo que le daba pánico. Había perdido su distinguida reputación en el momento en que
abandonó su casa. Pero esos dedos exploraban a tientas más y más cerca de lo único a lo que no se
atrevía a renunciar. Si lo encontraba, Sophia dudaba que se escapara de esta taberna con su vida
intacta, y mucho menos con su virtud.
Su atacante volvió la cabeza, ladeándola para tener una mejor visión por lo bajo de su vestido. Su
oído sucio estaba a pocos centímetros de su boca. A la distancia de una mordida. Si lo mordía lo
bastante fuerte, podría asustarlo para que la soltara. Casi se decidía a hacerlo, cuando inhaló otro

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bocado de su sudor fétido y se detuvo. Si sus opciones eran poner su boca sobre esta bestia repulsiva
o morir, ella casi preferería morir.
Al final, ella no hizo ni lo uno ni lo otro.
La bestia repulsiva dio un alarido de sorpresa cuando un par de grandes manos lo agarraron con
fuerza apartándolo. Lo levantaron, en realidad, como si el bruto no pesara nada, hasta que se retorció
en el aire por sobre ella como un pescado en un anzuelo.
―Vamos, Bains ―dijo un barítono suave, confiado―, sabes que no debes hacer esto.
Con un sencillo movimiento, su salvador arrojó a Bains a un lado. El bruto aterrizó algunos metros
más allá, en un crujido de madera astillada.
Con alivio, Sophia se recostó sobre la barra, alzando la mirada hacia su salvador. Era el caballero
alto, de pelo castaño, que había visto antes. Al menos, ella lo asumía como un caballero. Su acento
sugería educación, y con su abrigo verde oscuro, pantalones beige y sus botas Hessianas con borlas, él
conformaba una silueta a la moda. Pero cuando flexionó los brazos, la ropa fina, hecha a la medida,
delineó un poder primitivo y musculoso por debajo.
Y no había nada refinado en relación a su rostro. Sus facciones eran toscas, su piel bronceada por
el sol. Era imposible no quedarse mirando el tono dorado y curtido y no preguntarse hasta dónde
desaparecía… ¿En la corbata? ¿En la cintura? ¿En ninguna parte en absoluto?
Cuanto más miraba al hombre, menos sabía qué pensar de él. Tenía la ropa de un caballero, el
cuerpo de un obrero... y la boca ancha y sensual de un granuja.
―¿Cuántas veces tengo que decirte, Bains? Ésa no es manera de tocar a una mujer ―sus palabras
se dirigieron al patán en el suelo, pero su pícara mirada estaba fija en ella. Luego sonrió, y el gesto
perezoso de sus labios estiró una delgada cicatriz, que se inclinaba desde la mandíbula a su boca.
Oh, sí, esa boca era peligrosa.
En ese momento, Sophia podría haberla besado.
―La manera correcta de tocar a una mujer ―continuó, paseándose por su lado y apoyando un
codo en la barra―, es llegar hasta ella desde un lado, de este modo.
En una actitud de perfecta indiferencia, apoyó su peso en el brazo y lo deslizó a lo largo de la barra
hasta que sus nudillos quedaron a un pelo del pecho de ella.
¡La boca de un granuja, sin duda! El agradecimiento de Sophia se convirtió rápidamente en
indignación. ¿Este hombre realmente la había librado de un patán sólo para poder tocarla él mismo?
Al parecer, así era. Su gran mano se posó muy cerca de su pecho, su carne se calentó a la sombra de
esos dedos. Tan cerca, que le erizaron la piel, anticipando la textura áspera de su toque. Ella deseaba
que él la tocara, poner fin a la incertidumbre insoportable, y darle una excusa para borrar de un golpe
la sonrisa pícara de su cara.
―¿Ves? ―dijo, meneando sus dedos en las proximidades de su busto―. De esta manera tú no la
espantas.
Burdas risotadas retumbaron a través de la multitud reunida.
Replegando la mano, el sinvergüenza alzó la voz.

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―¿No estoy en lo correcto, Megs?


Todas las miradas se volvieron hacia una curvilínea pelirroja que estaba juntando las jarras de
cerveza. Megs apenas levantó la vista de su trabajo cuando ella gritó:
―Nadie como Gray sabe cómo tocar a una mujer.
Las risas volvieron a inundar la taberna, esta vez más fuertes. Incluso Bains se rió entre dientes.
Gray. El corazón de Sophia se desplomó. ¿Qué era lo que el hombre calvo había dicho, cuando le
preguntó por el capitán Grayson? Gray está en el fondo.
―Una última cosa para recordar, Bains ―continuó Gray―. Lo menos que puedes hacer es
comprarle una bebida a la dama ―cuando los asistentes de la taberna regresaron a sus parrandas, él
volvió su arrogante sonrisa hacia Sophia―. ¿Qué quiere, entonces?
Ella parpadeó.
¿Qué quería? Sophia sabía exactamente lo que quería. Quería que su suerte no fuera tan
colosalmente mala.
Esta montaña de insolencia bien vestida, que se cernía sobre ella era el capitán Grayson, del
bergantín Afrodita. Y el bergantín Afrodita era la única nave con destino a Tortola hasta la próxima
semana. Para Sophia, la semana próxima bien podría haber sido el año próximo. Necesitaba ir a
Tortola. Necesitaba irse ahora.
Por lo tanto, necesitaba a ese hombre, o más bien, a la nave de este hombre, para que la llevara.
―¿Qué, ninguna avalancha de gratitud? ―echó una mirada hacia Bains, que se estaba levantando
pesadamente del suelo―. Supongo que piensa que debería haberlo golpeado hasta hacerlo un
guiñapo. Podría haberlo hecho. Pero no me gusta la violencia. Siempre termina costándome dinero. Y
por muy linda que sea ―sus ojos saltaron sobre ella cuando hizo un gesto al camarero―, antes de
hacer ese gran esfuerzo, creo que tendría al menos la necesidad de saber su nombre, ¿señorita...?
Sophia apretó los dientes, reuniendo toda su paciencia disponible. Necesitaba irse, se recordó.
Necesitaba a este hombre.
―Turner. Señorita Jane Turner.
―Señorita… Jane… Turner ―separó sílabas como si las degustara con su lengua. Sophia siempre
había pensado que su segundo nombre era la sílaba más aburrida, más simple, que se pudiera
imaginar. Pero en sus labios, incluso "Jane" parecía indecente.
―Bueno, señorita Jane Turner. ¿Qué bebe?
―Yo no bebo nada. Estoy buscándolo, capitán Grayson. Vine en busca de un pasaje para su barco.
―¿En el Afrodita? ¿A Tortola? ¿Por qué diablos quiere ir allí?
―Soy una institutriz. Voy por un empleo cerca de Road Town ―las mentiras rodaron sin esfuerzo
de su lengua. Como siempre.
Esos ojos la barrieron desde su cofia hasta sus botas de media caña, provocando un desagradable
escalofrío hasta la punta de sus pies.
―No se ve como ninguna institutriz que haya visto.
Su mirada se posó en sus manos, y Sophia rápidamente las cerró en unos puños.
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Los guantes. Maldita sea su vanidad. El viejo vestido de su criada y la capa servían como disfraz…
sus oscuros pliegues informes podían ocultar una multitud de pecados. Pero como ella se había
vestido sola por primera vez en su vida esta mañana, sus dedos temblorosos con los nervios y el frío,
Sophia había aplacado su temblor con esta única indulgencia, su mejor par de guantes de seda
negros, sujetos con pequeños botones de nácar negros y forrados con piel de marta.
No eran los guantes de una institutriz.
Por un momento, Sophia temió que él viera la verdad.
Tonterías, se reprendió ella. Nadie nunca la miraba y veía la verdad. La gente veía lo que quería
ver... la hija obediente, la niña inocente, la bella de la sociedad, la novia ruborizada. Este capitán
mercante no era diferente. Vería un pasajero, y la promesa de una moneda.
Hace mucho tiempo, había aprendido la clave para el engaño. Era fácil mentir, una vez que se
entendía que nadie quería la verdad.
―Bonito, ¿verdad? Fueron un regalo ―con un ostentoso movimiento enguantado, le tendió la
carta. El sobre llevaba el desgaste y las marcas de un viaje por el Atlántico―. Mi oferta de empleo, si
le importa examinarla ―hizo una breve plegaria para que no lo hiciera―. Del señor Waltham de la
plantación Eleanora.
―¿Waltham? ―rió, rechazando la carta con ademanes.
Sophia la guardó en su bolsillo rápidamente.
―Señorita Turner, no tiene idea de a qué prueba se enfrenta. No importan los peligros de cruzar
un océano, la pobreza y las enfermedades tropicales... los mocosos de George Waltham son una plaga
sobre la tierra. Alguien con su naturaleza delicada y guantes elegantes es muy poco probable que
sobreviva.
―¿Usted conoce a la familia, entonces? ―Sophia mantuvo su tono ligero, pero por dentro soltó
una andanada de maldiciones. Nunca había considerado la posibilidad de que este capitán mercante
pudiera conocer a los Walthams.
―Oh, conozco a Waltham ―continuó―, crecimos juntos. Las plantaciones de nuestros padres eran
colindantes. Él era mayor por varios años, pero para las travesuras yo le seguía el paso bastante bien.
Sophia se tragó un gemido. El capitán Grayson no sólo conocía al señor Waltham, ¡sino que eran
amigos y vecinos! Todos sus planes, todas sus mentiras cuidadosamente hiladas... esta información
las desordenó como una baraja de cartas.
Él continuó:
―¿Y usted viaja sola, sin acompañante?
―Puedo cuidar de mí misma.
―Ah, sí. Y yo arrojé a Bains por el recinto hace un momento sólo para mi propia diversión. Es un
jueguito que a nosotros los marinos nos gusta jugar.
―Puedo cuidar de mí misma ―insistió―. Si hubiera esperado otro momento, a esa bestia
repugnante le faltaría un oído.

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Él le dio una profunda, escrutadora mirada que la hizo sentir como un guante elegante, con todas
las costuras y los bordes sin terminar. Ella respiraba de manera constante, luchando contra el rubor
que trepaba a sus mejillas.
―Señorita Turner ―dijo secamente―, estoy seguro de que con esa imaginación fértil femenina
suya, usted piensa que navegar a las Indias Occidentales será una gran aventura romántica―él
arrastró las palabras de la frase en un tono condescendiente, pero Sophia no estaba segura que
tuviera la intención de burlarse de ella. Más bien, supuso, su tono traslucía un cansancio general de la
aventura.
Qué triste.
―Afortunadamente ―continuó él―, nunca he conocido a una chica que no pudiera desilusionar,
así que ahora escúcheme muy bien. Se equivoca. No encontrará aventura, ni romance. En el mejor de
los casos, se encontrará con un aburrimiento indecible. En el peor, se encontrará con una muerte
temprana.
Sophia parpadeó. Su descripción de Tortola la hizo pensar, pero descartó cualquier preocupación
rápidamente. Después de todo, no era como si ella quisiera quedarse allí.
El capitán se movió para recuperar el castor de fieltro del bar.
―Por favor ―ella lo agarró del brazo. Cielos. Era como agarrar un cañón cubierto de lana.
Ignorando el cálido cosquilleo de su vientre, ella agrandó sus ojos y volvió su voz suplicante. El papel
de joven inocente e indefensa era uno que había estado interpretando por años.
―Por favor, tiene que llevarme. No tengo otro lugar a dónde ir.
―Oh, estoy seguro de que lo solucionará de alguna forma. ¿Una cosita bonita como usted?
Después de todo ―dijo, arqueando una ceja―, puede cuidar de sí misma.
―Capitán Grayson…
―Señorita-Jane-Turner ―su voz se afiló con impaciencia―. Desperdicia saliva apelando a mi
sentido del honor y decencia. Cualquier caballero en mi lugar la despacharía de inmediato.
―Sí, pero usted no es un caballero ―ella le agarró el brazo de nuevo y lo miró directamente a los
ojos―. ¿O sí?
Se quedó paralizado. Todo ese músculo tensándose con energía, el perfil duro animado por la
insolencia, por un instante, todo se convirtió en piedra. Sophia contuvo el aliento, sabiendo que había
apostado su futuro sólo a esto, la última carta que le quedaba en la manga.
Pero esto era mucho más emocionante que el whist.
―No ―dijo él finalmente―. No, no lo soy. Soy un comerciante, y tengo que obtener algún
beneficio. Mientras que usted tenga dinero para pagar su pasaje, el bergantín Afrodita tiene un
amarradero esperando.
El alivio suspiró a través de su cuerpo.
―Gracias.
―¿Tiene baúles?
―Dos. Afuera, con un mozo.

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―Muy bien ―su boca se curvó en una sonrisa lenta, diabólica. Una sonrisa cómplice. El tipo de la
sonrisa que una joven de buena crianza no reconocería, y mucho menos devolvería.
Así que, naturalmente, perversa como era, Sophia le devolvió la sonrisa.
―Bueno ―murmuró―, esto va a ser un desafío.
―¿Qué? ―preguntó ella, sintiéndose de repente poco dispuesta a protestar demasiado.
―Recuperar sus baúles, con usted aferrando mi brazo.
―Oh ―sí, ella se aferraba a su brazo, ¿no? Maldición. Y sin embargo, no estaba dispuesta a
soltarlo.
Tal vez era la desesperación persistente de su episodio con Bains, o la inundación de profundo
alivio que acompañó a su rescate. Tal vez se trataba de una perversa fascinación con este enigma de
hombre, que poseía la fuerza bruta para arrojar lejos a hombres maduros, y sólo el encanto suficiente
para ser realmente peligroso. O tal vez, era simplemente la sensación de sus músculos duros como
piedras debajo de su mano, y el conocimiento que ella los había hecho flexionar.
Sophia no podía decirlo. Pero tocarlo la hacía sentir eufórica. Poderosa y viva. Todo lo que había
estado esperando su vida entera por sentir. Todo por lo que había estado dispuesta a cruzar medio
mundo para encontrar.
En la huida, había tomado la decisión de abrazar la infamia. Y he que aquí, estaba él.

La chica realmente tenía que soltarlo.


Este era el el viaje en que Gray se haría respetable. Y esto era un comienzo muy malo.
Todo era culpa de ella. Esta delicada y menuda institutriz, con ese cutis de porcelana y sus ojos
grandes, redondos alzándose hacia él, como tazas de té Wedgwood. Parecía como si pudiera
romperse con soplarle muy fuerte, y esos ojos aún rogándole, implorándole, exigiéndole. Por favor,
rescáteme de las manazas de este bruto. Por favor, lléveme a su nave y zarpemos a Tortola. Por favor,
quíteme este horroroso vestido e inícieme en los placeres de la carne aquí mismo en la banqueta.
Bueno, como la inocente señorita que era, podría haber carecido de las palabras para expresar lo
tercero de esa manera. Pero, como el hombre de mundo que era, Gray podía interpretar la tácita
petición con toda claridad. Él sólo deseaba que pudiera disuadir la respuesta instintiva y positiva de su
cuerpo.
No sabía qué hacer con la joven. Debía hacer lo respetable, viendo cómo este viaje marcaba el
inicio de su carrera respetable. Pero la señorita Turner se le había pegado. No era ninguna clase de
caballero, y maldita sea si conocía lo respetable. Permitir que una dama joven, soltera, atractiva
viajara sola, probablemente no lo era. Pero entonces, si él se negaba, ¿quién iba a decir que no
acabara en una situación aún peor? La mocosa no pudo manejarse ni cinco minutos en una taberna.
¿Realmente iba a soltarla en el muelle Gravesend? ¿Qué le diría a George Waltham entonces?
Maldita sea. Después de años de juerga sin rumbo, Gray había llegado a un punto en su vida en
que, por una razón u otra, en realidad quería comportarse de una manera honorable. El problema era

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que, en algún lugar durante todos esos años de juerga sin rumbo, había extraviado su sentido del
honor. Podía navegar a través de un ciclón y no perder su rumbo. Podía navegar hacia el cuerpo de la
mujer en la oscuridad. Sin embargo, su brújula moral se había oxidado por falta de uso.
Sin embargo... nunca perdió de vista la línea de fondo. Y así, con esta institutriz poniéndolo a
prueba, Gray volvió a su método habitual para tomar decisiones: optó por su beneficio. La señorita
Jane Turner era uno de sus pasajeros.
Tenía un buque con camarotes vacíos. La decisión fue sencilla. Era un comerciante, y esto era un
negocio. Estrictamente negocios.
No tenía por qué estudiar la exquisita extensión de alabastro de sus pómulos.
Y ella no tenía por qué agarrar su brazo.
―Señorita Turner ―dijo con severidad, con la misma voz que daba órdenes a su tripulación.
―¿Sí?
―Suélteme ahora.
Ella liberó su brazo, sonrojándose sentadoramente y lo miró a través de unas pestañas
temblorosas. Gray suspiró. Si no era una cosa, era otra.
―Tengo un último asunto que resolver entonces. Quédese aquí.
Con esta orden imperiosa, cruzó la taberna. Bains estaba sentado en una mesa, agachado sobre
una fría jarra de cerveza. Gray le dio una palmada en el hombro y se inclinó para hablarle sobre una
oreja sin lavar. Unas pocas palabras más severas, unas monedas, y tenía un dilema más resuelto a su
beneficio.
―Ahora bien, señorita Turner. Podemos ponernos en camino ―agarrándolo con firmeza por el
codo, se movieron hacia la puerta de la taberna.
―¿Usted le dio dinero? ―luchando contra su agarre, se retorció para mirar hacia Bains―. Después
de lo que él me hizo, de lo que usted le hizo a él... ¿Usted le pagó?
Ignorando su pregunta, él llamó la atención del portero.
―Las pertenencias de la señora ―ordenó rápidamente.
El mozo envolvió con sus fornidos antebrazos el más grande de sus dos baúles.
Gray alcanzó el más pequeño, sopesándolo sobre su hombro y sosteniéndolo equilibrado allí con
una sola mano. Dio tres pasos antes de darse cuenta que ella no lo estaba siguiendo.
Se detuvo el tiempo suficiente para lanzar un comentario sobre su hombro.
―Vamos, entonces. La llevaré al Afrodita. Querrá conocer al capitán.

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CAPÍTULO 02

¿El capitán?
Sophia se quedó mirando aturdida la espalda de él. ¿Acababa de decirle que le presentaría al
capitán? Si alguien más era el capitán, entonces, ¿quién diablos era este hombre?
Una cosa estaba clara. Quienquiera que fuese, tenía sus baúles.
Y él se estaba yendo.
Maldiciendo en voz baja, Sophia recogió la falda y corrió tras él, esquivando marineros y barriles y
rollos de sogas cubiertos de alquitrán mientras lo perseguía hasta el muelle. Un bosque de mástiles de
altura se cernía por sobre sus cabezas, provocando franjas de sombras sobre el muelle.
Sin aliento, ella llegó a su lado justo cuando se acercaba a la orilla del muelle del lugar.
―Pero... ¿no es usted el capitán Grayson?
―Yo ―dijo, lanzando su bául más pequeño a un bote de remos que los esperaba―, soy el señor
Grayson, propietario del Afrodita y principal inversor de su carga.
El propietario. Bueno, eso era un alivio. El tabernero se había confundido. El mozo depositó su baúl
más grande junto al primero, y el señor Grayson le despidió con una palabra y una moneda. Él dejó
caer pesadamente una pulida Hessiana sobre el asiento del bote de remos cambiando hacia éste el
Peso de su cuerpo, haciendo puente sobre el espacio entre el bote y el muelle. Con la mano
extendida, le hizo señas con una impaciente contracción de los dedos.
―¿Señorita Turner?
Sophia se acercó más a la orilla del muelle y extendió una mano enguantada hacia la de él,
considerando la mejor manera de abordar la embarcación oscilante, sin que se fuera por la borda su
dignidad.
En el momento en que sus delgados dedos rozaron su palma, él agarró con fuerza su mano. Tiró
rápidamente, arrancando sus pies del muelle y un grito de su garganta. Un momento de ingravidez… y
luego ella estuvo a bordo.
De alguna manera, su brazo rodeó fuerte y rápidamente su cintura estrecha, pegándola a su pecho
sólido. Él la dejó en libertad con la misma rapidez, pero un balanceo del bote de remos lanzó a Sophia
de nuevo a sus brazos.
―Quieta ―murmuró a través de una pequeña sonrisa―. La tengo.
Una repentina ráfaga de viento lo dejó sin sombrero. Él no se dio cuenta, pero Sophia sí. Se dio
cuenta de todo. Nunca en su vida se había sentido tan agudamente consciente. Sus nervios estaban
tensos como las cuerdas de un arpa, y sus sentidos hormigueaban.
El hombre irradiaba calor. Por el esfuerzo, lo más probable. O tal vez por un excedente puro de
vigor masculino cociéndose a fuego lento. El aire alrededor de ellos era frío, pero él estaba caliente. Y
mientras la sostenía apretada contra su pecho, Sophia sentía ese delicioso, atractivo calor quemando
a través de todas las capas de sus ropas -capa, vestido, corsé, camisola, falda, medias, calzones-,
encendiendo el deseo en su vientre.

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Y provocando una crisis de alarma. Esta era una posición precaria. Cuanto más se fundía su torso
con el suyo, aumentaba la posibilidad cierta que él pudiera detectar su secreto: el paquete frío y duro
de billetes y monedas atado por debajo de su corsé. Ella se apartó, cayendo sobre el asiento y
cruzando los brazos sobre el pecho. Detrás de él, la brisa botó su sombrero en un remolino de
espuma. Él todavía no se había dado cuenta de su pérdida.
Lo que notó fue su gesto de modestia, y le dirigió una sonrisa condescendiente.
―No se preocupe, señorita Turner. No tiene nada que no haya visto antes.
Sólo por eso, ella no se lo diría. Adiós, sombrero.
Hasta cierto punto, él estaba en lo cierto. Ella probablemente no tenía nada en que no hubiera
visto antes. Él había visto sin duda un soberano en su vida, y un billete o dos. Puede que incluso
hubiera visto unos con un valor de casi seiscientas libras, todos alineados en una fila ordenada. Pero
probablemente no los hubiera visto en posesión de una institutriz, porque ninguna mujer con esa
cantidad de dinero buscaría empleo.
Esa pelea con Bains, en la taberna sólo le había subrayado el riesgo. Tenía que concentrarse en sus
tareas inmediatas. Escapar de Inglaterra y del matrimonio. Proteger sus secretos y su bolso. Sobrevivir
hasta su vigésimo primer cumpleaños, cuando podría volver para reclamar el resto de su fideicomiso.
Y en pos de todo ello, mantener alejado a los hombres de su corsé.
Tras desatar la embarcación, el señor Grayson se encajó sobre el tablón angosto frente a ella y
reunió los remos.
―¿Usted no tiene un barquero? ―preguntó ella. Sus rodillas prácticamente se tocaban, de tan
cerca que estaban sentados. Ella se incorporó un poco, ampliando la brecha.
―No por el momento ―haciendo palanca con un remo, se impulsó alejándose del muelle.
Ella frunció el ceño. Seguramente no era habitual, para el propietario de un barco y principal
inversionista, remar él mismo hacia y desde el muelle. Por otra parte, seguramente no era habitual
para el propietario de un barco y principal inversionista, tener los hombros de un buey. Cuando
empezó a remar en serio, el poder audaz y rítmico de sus remadas la hipnotizó. La suave salpicadura
de los remos cortando a través del agua, los movimientos confiados de sus manos, la fuerza del
procedimiento ondulando bajo su abrigo una y otra y otra vez...
Sophia se sacudió. Este era precisamente el tipo de observación que debía evitar. Con renuencia,
arrastró la mirada de sus musculosos hombros y la depositó en una perspectiva más benigna.
Siena tostada. Para capturar el color de su pelo comenzaría con una base de siena tostada,
mezclada con un toque de color ámbar en bruto y-agregó mentalmente cuando la embarcación
flotante atravesó un rayo de sol- el más leve tinte de bermellón. Más ámbar en las sienes, donde las
patillas brillaban por la pomada que las peinaba hacia atrás hasta las puntas ligeramente cuadradas
de sus oídos. Allí sería necesario un toque controlado, pero las ondas sobre su cabeza, provocadas por
la brisa invitaban a unas pinceladas sueltas y sinuosas, con capas de susurros ámbar. Amarillo indio,
decidió, suavizado con blanco de plomo.
El ejercicio mental calmó sus nervios. Estas pasiones salvajes, rebeldes que la gobernaban, Sophia
nunca podría dominarlas, pero al menos podía canalizarlas en su arte.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¿Se escapó de un convento, señorita Turner? ―giró el bote con un tirón hábil de un remo.
―¿Escaparme? ―su corazón golpeó contra su bolso oculto―. Le dije que soy una institutriz. No
estoy huyendo de un convento ni de cualquier otro lugar. ¿Por qué lo pregunta?
Él se rió entre dientes.
―Porque está mirándome como si nunca hubiera visto un hombre.
Las mejillas de Sophia ardieron. Ella lo estaba mirando. Lo que es peor, ahora se encontró incapaz
de apartar la vista. Con las sombras oscuras de la taberna y la confusión del muelle, por no hablar de
su propio desconcierto, no había podido echarle una buena y clara mirada a sus ojos hasta este
momento.
Ellos desafiaban su paleta mental por completo.
Las pupilas estaban rodeadas de una fina línea de color azul. Más oscuro que el de Prusia, sin
embargo, más ligero que el índigo. Tal vez matizando el más caro de los pigmentos -uno que ni
siquiera la asignación generosa de su padre le permitía-, el azul ultramarino. Sin embargo, dentro de
esa circunferencia azul, se movía el cambiante color del mar: un momento, verde, al siguiente, gris...
en las sombras, un medio guiño, una insinuación del azul.
Él se rió de nuevo, y férreas chispas de diversión los iluminaron.
Sí, ella seguía mirándolo.
Forzando su mirada a moverse hacia un lado, ella vio que el bote de remos se acercaba al casco
raspado de un barco. Se aclaró la garganta y saboreó el agua salada del mar.
―Perdóneme, señor Grayson. Sólo estoy tratando de comprender. Había entendido que usted era
el capitán del barco.
―Bueno ―dijo, sujetando una cuerda que le arrojaron y fijándola al bote―, ahora sabe que no lo
soy.
―¿Puedo tener el placer, entonces, de saber el nombre del capitán?
―Ciertamente ―dijo, asegurando una segunda cuerda―. Es Capitán Grayson.
Ella oyó la sonrisa en su voz, incluso antes de girar la cabeza para confirmarlo. ¿Se estaba burlando
de ella?
―Pero, usted dijo...
Antes que Sophia pudiera expresar su pregunta, o incluso decidir exactamente qué pregunta
quería hacer, el señor Grayson gritó a los hombres a bordo del barco, y el bote se tambaleó hacia el
cielo. Una astilla la hirió en la palma cuando se agarró al asiento. El bote hizo una ascensión rápida,
balanceándose.
Al llegar a nivel de la cubierta, el señor Grayson se puso de pie. Con la misma fuerza que había
exhibido en el muelle, la agarró por la cintura y la hizo girar sobre la borda del barco, depositándola
en la cubierta y liberándola un instante antes de tiempo. Sus rodillas se tambalearon. Extendió una
mano para agarrarse de la baranda mientras un par de miembros de la tripulación izaban sus baúles a
bordo. Ella, y todo lo que tenía en el mundo, ahora residía en este chirriante cajón de madera y
alquitrán. El barco se movió por una ola, y el mareo la obligó a cerrar los ojos.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¿Señorita Turner?
Se giró para enfrentar al señor Gr... o capitán... Él, quienquiera que fuese.
En su lugar, se encontró mirando la corbata almidonada de un hombre diferente. Un hombre muy
diferente.
No era como si ella nunca hubiera visto un hombre como él. Muchas de las mejores familias de
Inglaterra tenían sirvientes negros a su servicio. De hecho, los lacayos negros estaba muy de moda en
la sociedad… su presencia insinuaba una lucrativa participación extranjera, y la piel de ébano hacía un
contraste estéticamente agradable con la peluca empolvada.
Pero la piel de este hombre no era de ébano. Por el contrario, el tono de su tez se adecuaba con
mayor precisión al cálido brillo de una avellana madura, o té fuerte suavizado con una gota de leche.
No llevaba peluca en absoluto, sino un sombrero de copa gris. Y bajo el sombrero, su pelo castaño,
con rizos muy apretados, estaba cortado casi hasta el cuero cabelludo. Su abrigo azul oscuro era tan
bien hecho a la medida y elegante como el de cualquier dandy. Los ojos castaño dorados la
contemplaron desde un rostro de finos rasgos.
Era guapo, y -para mayor confusión de Sophia- de una manera vagamente familiar.
―Señorita Turner ―el señor Grayson dio un paso adelante, reduciendo el triángulo―. Permítame
presentarle al capitán Josiah Grayson.
Ella desvió su mirada del hombre negro sólo el tiempo lo suficiente para dispararle a él una aguda
mirada.
―Usted dijo que usted era el señor Grayson.
Los dos hombres sonrieron. Sophia apretó la mandíbula.
―Yo soy el señor Grayson. Y este ―dio una palmada en el hombro del hombre negro―, es el
capitán Grayson.
Ella miró de un hombre al otro, luego de vuelta otra vez.
―¿Ustedes comparten el mismo apellido?
Sus sonrisas se ampliaron.
―Pero, por supuesto ―dijo Grayson sin problemas, esa delgada cicatriz en su barbilla curvándose,
burlándose de ella―. Los hermanos generalmente lo hacen.

Gray observó con satisfacción cómo un rubor florecía a través de sus suaves y delicadas mejillas.
Quizás estaba disfrutando un poco demasiado de la confusión de la señorita Turner. Pero maldita sea,
desde que había le había quitado de encima a Bains en la taberna, había estado disfrutando de todo
un poco demasiado. La forma en que la circunferencia de la cintura de ella encajaba en la curva de su
brazo. La sensación de su cuerpo suave y frágil pegado al suyo en el bote. Su esencia limpia, femenina:
indicios de polvo y agua de rosas y otro olor que no podía ubicar.
Algo dulce.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Y la forma en que seguía mirándolo. Maldita sea. Calentaba su sangre, lo hacía querer cosas que
incluso él reconocía como menos que respetables.
Así que era un alivio ahora, dejarla parpadear ante su hermano por un instante.
―Hermanos ―ella miró de Gray a Joss y viceversa. Su mirada se agudizó, pareció volver a
enfocarse en alguna parte detrás de él. Gray luchó contra el deseo de volverse y mirar por encima del
hombro.
―Sí, por supuesto ―dijo ella lentamente, inclinando la cabeza hacia un lado―. Debí haberlo visto
de inmediato. La puntas cuadradas, la pequeña muesca por encima del lóbulo...
Él intercambió una mirada divertida con Joss. ¿Qué diablos era eso de las muescas y de las puntas?
―Ustedes tienen las mismas orejas ―terminó, una sonrisa curvó la esquina de su boca mientras
hacía una suave reverencia.
Gray se detuvo un instante, luego emitió una risa suave. Había una gracia confiada en sus
movimientos que le parecía extrañamente fascinante, y ahora entendía por qué. Era un gesto de
satisfacción, no de deferencia. Ella hacía una reverencia no por complacer, no, sino porque estaba
satisfecha de sí misma.
En resumen, la chica estaba esperando los aplausos.
Y maldito si no se sintió tentado a aplaudir. Ella no había nacido para trabajar para alguien,
apostaría el barco en ello. Con clase, sin duda, a pesar de esas prendas deplorables. De una familia
acomodada, conjeturó, pasando por tiempos difíciles. Los guantes finos fueron sólo un indicio sutil,
fue su porte lo que la delató. Gray sabía discernir el verdadero valor de las cosas bajo capas de
imágenes y apariencias, y la señorita Turner... la señorita Turner era una pieza de calidad.
Ella se enderezó.
―Me siento honrada de conocerle, capitán Grayson.
―El honor es mío ―respondió Joss con una suave reverencia―. ¿Viaja sola, señorita Turner?
―Sí. Voy a trabajar cerca de Road Town.
―Va a ser la institutriz de los cachorros de George Waltham ―intervino Gray―. No hace falta decir
que traté de disuadirla de tomar ese ingrato puesto.
―Señorita Turner ―la voz de Joss asumió un tono serio―. Como capitán de este barco, también
debo cuestionar la prudencia de este viaje.
La señorita Turner buscó dentro de su capa.
―Yo... tengo una carta del señor Waltham.
―Por favor, no me malentienda ―dijo Joss―. No es por su empleo por lo que estoy preocupado,
es por su reputación. No tenemos otros pasajeros a bordo en esta nave.
¿No había otros pasajeros? Gray se aclaró la garganta.
Joss le lanzó una mirada.
―Salvo mi hermano, por supuesto. Una mujer joven, soltera, atravesando el Atlántico sin un
acompañante...

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Gray movió los pies con impaciencia. ¿De qué estaba hablando Joss? ¿Seguramente él no tenía la
intención de rechazar su pasaje?
―Tal vez sería mejor esperar. El Peregrino zarpa hacia Tortola la semana próxima.
Infiernos. Tenía la intención de rechazar su pasaje.
―No ―protestó ella―. No, por favor. Capitán, agradezco su preocupación por mi reputación. Si
tuviera alguna otra posibilidad que no fuera este empleo, si tuviera alguna familia o amigos que
pudieran oponerse... podría compartir su preocupación. Como están las cosas, le digo con total
honestidad ―tragó―, que no hay nadie a quien le importe.
Gray intentó, con mucho esfuerzo, fingir que no había oído eso.
Y ella continuó:
―Si puede garantizar mi seguridad, capitán Grayson, puedo prometerle comportarme en estricta
conformidad con el decoro.
Suspirando con fuerza, Joss cambió su peso.
―Señorita Turner, lo siento, pero…
―Por favor ―le rogó, colocando una mano delicada en el brazo de su hermano―. Usted me tiene
que llevar. No tengo adónde ir.
La expresión de Joss se suavizó. Gray se sintió aliviado al saber que no era el único hombre al que
el ruego de unos ojos grandes ablandaba. Por ninguna razón definible, también le molestaba verlos
rogar ante otro hombre.
―Tenga piedad, capitán Grayson. Seguramente la señorita Turner debe estar cansada ―Gray vio al
viejo mayordomo cojeando por la cubierta―. Stubb, ten la amabilidad de mostrarle los camarotes de
las damas a la señorita Turner. El camarote siete está disponible, creo.
Stubb soltó una carcajada divertida.
―Están todos disponibles, creo.
Bueno, sí. Pero todas habían estado llenas en el viaje hacia Inglaterra, gracias a la disminución de
los beneficios de las plantaciones de azúcar. Ya casi nadie viajaba a las Indias Occidentales, salvo los
misioneros metodistas. Y, al parecer, la ocasional y encantadora institutriz.
Pareciendo reconocer la derrota, Joss hizo una reverencia.
―Bienvenida a bordo del Afrodita, señorita Turner. Espero que su viaje sea agradable.
La joven hizo una reverencia una vez más, antes que Stubb la acompañara a la estrecha escalera
que conducía bajo cubierta. Gray, vio a señorita Turner descender a las entrañas de la nave, a
sabiendas de que para bien o para mal, este viaje acababa de volverse mucho más interesante.
―¿Dónde está Bains? ―preguntó Joss de repente―. ¿Qué estás haciendo, remando tú mismo de
vuelta a la nave? ¿Sigue con más cargamento?
―No. Lo despedí.
―¿Lo despediste? ¿Y por qué diablos hiciste eso?

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Algo está mal con su vista ―cualquier hombre que confundía a la señorita Turner con una
ramera del muelle tenía que estar perdiendo la visión. Sin mencionar que Gray no quería un marinero
que tuviera la costumbre de tomar lo que no se le ofrecía. En viajes pasados, esta actitud podría haber
sido un rasgo deseable, pero ya no. Ahora el Afrodita era un respetable buque mercante.
La mandíbula de Joss se tensó.
―No puedes despedirlo. Él es mi tripulante.
―Ya está hecho.
―No puedo creer esto. Desembarcas durante dos horas para comerciar, y de alguna manera has
intercambiado un marinero experimentado por una institutriz.
―Bueno, y las cabras. Compré unas cuantas cabras, el barquero se encargará de ellas dentro de un
momento.
―Maldita sea, no trates de cambiar de tema. La tripulación y los pasajeros se supone que son mi
responsabilidad. ¿Soy el capitán de este barco o no?
―Sí, Joss, eres el capitán. Pero yo soy el inversionista. No quiero a Bains cerca de mi cargamento, y
me gustaría por lo menos un pasajero que pague en este viaje, si me puedo conseguir uno. Yo no
tenía ese compartimiento de proa convertido en cabina por diversión, si te das cuenta.
―Si crees que voy a creer que tu interés por esa joven yace únicamente en sus seis libras
esterlinas...
Gray se encogió de hombros.
―Ya que lo mencionas, admiro mucho su dinero también.
―Sabes muy bien lo que quiero decir. Una joven, sin escolta… ―miró a Gray de reojo―. Es
buscarse problemas.
―¿Buscarse problemas? ―repitió Gray, con la esperanza de aligerar la conversación―. ¿Desde
cuándo el Afrodita tiene necesidad de buscarse problemas? Hemos arrumado más problemas que
carga en este barco ―se inclinó hacia atrás, apoyando los codos sobre la baranda del barco―. Y si se
trata de problemas la variedad de la señorita Turner se ve mucho mejor que la mayoría de las
alternativas. Quizás a ti mismo te podría venir bien un poco de problemas. Ha pasado un año, sabes.
El rostro de Joss se contrajo.
―Ha pasado un año, dos meses y diecisiete días. Tengo suficientes problemas por mi cuenta, Gray.
No estoy en busca de más.
Se volvió y miró hacia el puerto.
Maldita sea. Gray sabía que no debería haber dicho eso. Era sólo… bien, echaba de menos al viejo
Joss cabrea-al-diablo. Echaba de menos a su hermano.
Seguía teniendo la esperanza de que el viejo Joss saliera a la superficie algún día, una vez que se
liberara de todo el dolor que lo agobiaba. Pero las posibilidades de eso parecían menos probables,
ahora que Gray lo había nombrado capitán. Navegando por el mar sería la menor de las
preocupaciones de Joss sobre este, su primer viaje al mando. Navegando por el equilibrio de poder

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entre un capitán novato y quince hombres más acostumbrados a saquear la carga que a protegerla…
ahora esa era una situación peligrosa. Aquí hay monstruos.
Y a Joss le preocupaba -tal vez con razón- que tener una joven soltera y atractiva a bordo pudiera
joderlo todo.
―Mantendré a la chica fuera de problemas ―dijo Gray, en lo que le parecía un gesto bastante
magnánimo―. La vigilaré.
―Oh, no tengo duda de que lo harás. Pero, ¿quién va a vigilarte a ti?
Los nervios de Gray se erizaron. Así que no era por la chica que Joss estaba preocupado.
No, él esperaba que Gray lo jodiera todo.
―Bien, Joss. Soy un bastardo lujurioso, sin escrúpulos ―hizo una pausa, esperando que su
hermano argumentara lo contrario.
No lo hizo.
Gray protestó:
―Ella es una institutriz, por favor. Remilgada, correcta, estirada, aburrida ―Suave, pensó por
contraste. Delicada, dulce. Intrigante.
―Ah. Así que coqueteas con cualquier camarera o moza que levante sus faldas, ¿pero no toleras
seducir a una institutriz?
―Sí. Mírame, hombre ―Gray se alisó su cepillada solapa de terciopelo, luego hizo un gesto hacia
arriba, hacia las banderas que ribeteaban el aparejo recién cubierto de brea―. Mira esta nave. Te lo
digo, mis días de libertino terminaron. Me he vuelto respetable.
―Es fácil cambiar el abrigo. Es mucho más difícil cambiar tu modo de ser.
Gray suspiró profundamente. Nunca había sido un hermano modelo, y Dios sabía que no había sido
un santo. Pero aunque Joss no lo creyera, había trabajado muy duro para iniciar este negocio. Había
trabajado condenadamente duro por ellos, para darle a esta remendada familia algo de seguridad, el
lugar en la sociedad que su padre había perdido hace décadas. Había convencido a los inversores para
que le confiaran miles de libras, había prometido a las aseguradoras que podían confiar en él para
entregar el cargamento de forma segura. Sin embargo, su propio hermano no confiaba en que
pudiera mantenerse alejado de las faldas de una muchacha.
La ironía le habría parecido graciosa, si le hubiera dolido menos. Si hubiera sido lo menos que se
merecía. Gray se frotó la cara con una mano y lo intentó de nuevo, todo rastro de broma
desaparecido de su voz.
―Escucha, Joss. No iré tras ella.
―Es hermosa.
―No iré tras ella ―repitió Gray lentamente―. Y pensé que no estabas mirando.
Joss le volvió la mirada hacia el agua.
―Soy viudo, Gray. No ciego.
No, no ciego, pensó Gray. Simplemente... entumecido.

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Cuando Joss se volvió y lo sorprendió mirando, Gray sólo sonrió y sacudió la cabeza.
―La chica tenía razón, sabes. Los dos tenemos las orejas de él ―se impulsó alejándose de la
baranda y se enderezó, pasándose una mano por el pelo. Su pelo descubierto, revuelto por el
viento―. ¡Maldita sea! ―murmuró―. ¿Cuando sucedió eso?
Joss levantó una ceja.
―¿Qué es eso?
Gray me movió a su alrededor, buscando por la cubierta y mirando por encima de la baranda.
―Perdí mi maldito sombrero.
Joss se echó a reír calladamente.
―No es gracioso. Acababa de comprar ese sombrero. Me gustaba ese sombrero. Me costó una
maldita fortuna ese sombrero.
Joss rió de nuevo, y esta vez Gray se echó a reír con él. Sí, ese sombrero le había costado una
maldita fortuna. Y ahora ese sombrero le había comprado un momento de risa despreocupada con su
hermano, en la cubierta del Afrodita.
Un eco, de alguna manera, de un tiempo pasado más feliz.
Gray sonrió para sus adentros. Maldito si no le encantaba una buena compra.

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CAPÍTULO 03

Sin duda, había un hombre allí, en alguna parte, pensó Sophia. En algún lugar bajo todo ese pelo.
El encorvado y viejo mayordomo bajaba pesadamente por la estrecha escalera, silbando una alegre
melodía. Ella lo seguía, pisando con cautela las tablas inclinadas. Cuando sus ojos se adaptaron a las
condiciones de poca luz, pudo ver bien la gris y grasienta maraña de pelo, que colgaba cubriendo la
mitad de la espalda del hombre, la espuma de barba canosa, que se extendía casi hasta el frente, los
antebrazos ligeramente velludos expuestos por su floja túnica a cuadros.
―Aquí estamos, señorita ―anunció―. Los Camarotes de las damas, ―descorrió una cortina
delgada de tela oscura, y entraron a una pequeña recámara, de techo bajo, con una mesa redonda y
sillas que ocupan el centro. La luz del sol penetraba desde una claraboya en altura. Había cuatro
puertas en la pequeña habitación de madera, dos a cada lado. El mayordomo se acercó a la puerta
marcada "Siete" y la abrió con un gesto dramático.
―Su camarote, señorita.
―Gracias, señor...
―Sólo Stubb, señorita.
―Gracias, Stubb.
―El privado es justo allí ―señaló con la cabeza hacia una pequeña puerta―. Atraviese el camarote
siguiendo esta dirección, y dará con la tercera clase, que es donde se mantienen todas las
disposiciones, y luego el castillo de proa. Si va en la otra dirección, tiene los camarotes de los
caballeros, la cocina, luego el camarote del capitán y la de los compañeros en la popa. Pero si necesita
algo, sólo pídamelo, señorita.
―Gracias, Stubb.
―Le traeré sus baúles en un instante, entonces ―hizo una reverencia extravagante, barriendo el
suelo con el borde de su barba.
Sophia entró a su camarote y cerró la puerta, entonces se giró en un círculo lento en el lugar. No
había espacio para hacer mucho más. El pequeño cuarto, a falta de un término mejor -la casa de la
ciudad de su familia en Mayfair, se jactaba de armarios más grandes que esto-, consistía en una cama
estrecha que sobresalía de la pared a la altura del hombro, un espacio para almacenar sus cosas por
debajo de la litera, y un pequeño escritorio que se extendían desde la pared.
No había ninguna silla.
Sophia se quitó la cofia, ató las cintas y luego la colgó de un gancho sobre la pared. Podría haberse
sentado, pero no había dónde. Podría haberse recostado, pero no estaba segura de cómo saltar
encima de la cama alta. En cambio, volvió a la zona común, se sentó en la mesa, dejando caer su
cabeza entre sus manos.
¿Ya había sucumbido a los mareos? El suave balanceo de la nave anclada no parecía razón
suficiente para esta cantidad de mareos.

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Todo el navío era un estudio de contradicciones. El capitán que no era un capitán. La institutriz que
no era una institutriz. Dos hombres, uno blanco y otro negro, afirmando el cercano parentesco de la
hermandad.
Por extraño que pareciera, ella creía lo último. Algo acerca de sus orejas de punta cuadrada, y la
forma en que sus mandíbulas anguladas sopesaban esas sonrisas arrogantes... Eran como dos prendas
cortadas por el mismo patrón, pero hechas de tela diferente.
Ah, sí. Eran medio hermanos, por supuesto. Esta pendiente comprensión de lo obvio, le dio a
Sophia un poco de paz. Al parecer, su flujo de comprensión no se había contenido por completo.
Simplemente se desaceleró al ritmo de un goteo de jarabe.
Ella sabía a qué-o, mejor dicho, a quién- culpar por eso.
A él y a sus burlas insoportables. Llegando a su rescate en la taberna, sólo para humillarla después.
Deliberadamente engañándola sobre la identidad del capitán, simplemente para divertirse más tarde
con su desconcierto. Y teniendo el descaro absoluto de hacerlo todo viéndose tan guapo, con esa
sonrisita pícara y la cicatriz burlona bajo ella.
¿Cómo se habría hecho esa cicatriz? Tan delgada y recta, inclinándose desde la hendidura de la
barbilla a la esquina de su boca. Por una hoja afilada de alguna clase, lo más probable. Tal vez por un
ataque a ciegas de un cuchillo en una pelea ocurrida en un vulgar burdel. O tal vez un hombre más
honorable lo había desafiado a duelo, para vengar sus actos crueles de insolencia hacia mujeres
inocentes. Un giro de un estoque podría hacer una cicatriz así. Pero si él se había alejado del duelo
con un rasguño, ¿qué habría sido de su oponente?
Su imaginación volaba con la idea, imaginándose una vívida escena en su mente.
Podía visualizar el nudo de músculos en su brazo, imaginar el esfuerzo del tendón de la muñeca
mientras se cernía sobre su tembloroso rival, alzando la espada para un golpe mortal…
―Aquí estamos, entonces.
La cabeza de Sophia se irguió.
Stubb reapareció en una aureola de pelo canoso, seguido de dos marineros cada uno cargando un
extremo de sus baúles apilados. El mayordomo indicó:
―Es el camarote siete el que está dispuesto para la encantadora señorita.
Con sus baúles depositados, Sophia se levantó para dar las gracias. En ese momento, sin embargo,
la nave dio una sacudida repentina, y se encontró arrojada de vuelta sobre la silla.
―¡Leven anclas! ―el grito haciendo eco a través de la claraboya enrejada―. ¡Atención todos!
¡Atención todos!
Los tres hombres se apresuraron a regresar por donde habían entrado, y Sophia los siguió hasta la
escalera estrecha y a la cubierta.
Qué gloriosa conmoción la esperaba allí, los marineros gritando y tirando y trepando los aparejos
como arañas escalando sus redes. Ella estiró el cuello para ver su progreso, protegiéndose los ojos con
una mano. Una a una, las velas cuadradas se desplegaron, cuatro en cada uno de los dos mástiles
altísimos. El viento rápidamente encontró y llenó las velas, inflándolas como las gargantas de unas
ranas.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 22


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ella llegó hasta la barandilla y se quedó allí durante horas, viendo al río ampliándose por debajo de
ellos y al denso clamor de Gravesend difuminándose en una calma pastoral. Antes de lo que
esperaba, el Támesis les escupió en una amplia cuenca de agua agitada. Ellos aún no habían llegado a
mar abierto, pero los brazos de tierra a ambos lados se volvían cada vez más distantes, a medida que
la marea jalaba al Afrodita, liberándolo del abrazo de Inglaterra. La luz del día se desvanecía, y las
guedejas de niebla ondulaban por sobre su cuello y delante de sus ojos, bloqueándole la visión de las
riberas bajas y gredosas.
Sophia luchó contra el impulso infantil de agitar una mano a modo de despedida. En cambio, se
aferró al borde de madera buscando la fuerza, y la estabilidad, ya que el cabeceo del navío se volvía
cada vez más violento. El barco rompió una gran oleada, entonces se sumergió en un valle verde
grisáceo. Un rocío frío y salino surgió picando sus ojos y mejillas.
Debía ser la niebla, pensó, cerrando los ojos con fuerza y secándose las mejillas. O el constante
balanceo del barco, como una cuna. Tal vez fuera la oscuridad que comenzaba a invadirlos y el
estruendo mudo del mar, los que la hicieron sentir, por primera vez en muchos años, muy pequeña.
Y muy, muy sola.
Pero entonces, de repente, ya no lo estaba.
―¿Ya extrañando? ¿O simplemente mareada? ―el señor Grayson se unió a ella en la baranda.
Sophia trató de no mirarle. Fue una lucha.
Cuando pasaron unos minutos sin su respuesta, él dijo:
―Me gustaría ofrecerle unas palabras tranquilizadoras, pero sólo serían mentiras. Va a empeorar
antes de mejorar.
Ella no le preguntó a qué tipo de aflicción se refería. A las dos, sospechaba.
―¿Las olas son siempre así de grandes?
Pero cuando ella se volvió hacia él, había desaparecido. Un grito atrajo su mirada hacia el cielo. Por
encima de ella, los marineros se gritaban el uno al otro, mientras subían por el aparejo de nuevo. Su
estómago se revolvió al sólo verlos balancearse de un lado a otro contra el telón de fondo de cielo
gris. Sophia agarró la barandilla y cerró los ojos.
―Sé razonable. Son sólo unas pocas nubes ―dijo una voz en un murmullo a sus espaldas.
―Sí, unas cuantas grandes nubes negras al oeste. Sabes tan bien como yo, que es una tormenta
que se avecina.
―Un poco de viento, tal vez. El Afrodita ha capeado mucho peores. Asegura las gavias, manten
todos los marineros preparados.
Hubo una pausa, densa de animosidad.
―No en las Quebradas ―fue la respuesta lacónica―. No me arriesgaré a romper un mástil nuestra
primera noche en el mar. Vamos a echar el ancla y enrollar la vela, y vamos a esperar.
―Joss, te estás comportando…

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 23


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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Me estoy comportando como el capitán de este barco, Gray. Si no comienzas a darme el respeto
que merezco, te lo ordenaré a gritos ―la voz se hizo aún más profunda―. Y si te atreves a
contradecirme frente a mi tripulación, arrojaré tu trasero al calabozo.
Una explosión de rocío golpeó nuevamente la cara de Sophia, sorprendiéndola con los ojos
abiertos. Con gotas de agua de mar aferrándose a sus pestañas, lentamente giró su cuello hasta que
pudo enfocar a los dos hermanos.
Los hombres se miraron, y la niebla que giraba alrededor de ellos tomó la forma del cargado calor
del vapor. Al parecer, los hermanos Grayson no compartían un mayor afecto que el de Sophia y su
hermana.
El capitán se volvió hacia la proa del barco, gritando:
―¡Señor Brackett!
Un tercer hombre se unió a ellos. La niebla y el rocío ocultaban los rasgos de su cara, pero Sophia
pudo ver que era alto y delgado, parado erguido a pesar de las olas.
―Señor Brackett ―dijo el capitán―, compruebe que todos los pasajeros ―le disparó otra mirada a
su hermano, que estaba que echaba humo―, se devuelvan a sus camarotes. Empañiquen las gavias y
prepárense para echar el ancla.
―Sí, sí, capitán ―el señor Brackett se adelantó, los pómulos salientes y su nariz como una hoja
abriéndose paso a través de la niebla. Empezó a dar órdenes, y la tripulación explotó en actividad.
―Vamos pues, señorita Turner ―Stubb la tomó por el codo y la instó a dirigirse hacia la escotilla
de la escalera. Cruzaron la cubierta andando a tumbos mientras las olas pasaban por debajo.
Una vez que estuvieron a salvo abajo, Stubb la dejó sola, sólo para regresar unos minutos después
con un cubo enroscado en el brazo. Detrás le seguía otro de los marineros, un hombre negro
increíblemente alto y ancho de hombros, cuyo tamaño lo obligaba a casi doblarse y girar hacia los
lados, sólo para que entrara su cuerpo por la entrada del compartimiento.
―Levi aquí le colocará las tapas de combate ―Stubb indicó con su corona canosa hacia el hombre
negro, que se inclinó para azotar las patas de las sillas sobre la base atornillada de la mesa.
―¿Tapas de combate? ―sólo el sonido de la palabra dejó fría a Sophia, y ella se apoyó contra la
mesa para recibir su significado.
―Postigos para las ventanas del camarote ―explicó el mayordomo―. Como protección contra la
tormenta y el mar.
Levi le dio un codazo al pasar junto a ella, arrinconándola contra su camarote. Llevaba una lámina
circular, perforada alrededor con agujeros para tornillos.
Stubb le pasó el cubo a Sophia.
―Le gustará tener esto.
Ella bajó la mirada hacia el cubo de cuero.
―¿Debo recoger el agua de mar, entonces?
Stubb se rió a carcajadas.

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―¡Levi! ¡La encantadora señorita piensa que se va a poner a trabajar recogiendo la sentina 1! ―Levi
no contestó al salir de su camarote, pero Stubb se echó a reír el doble de fuerte para compensar la
falta de respuesta―. No, señorita. Para encargarnos del agua del mar tenemos una bomba en la
bodega.
―¿Entonces por qué el cubo? ―preguntó Sophia. El barco se movió en picada de repente, y su
vientre rodó con él―. Oh. Por eso.
―Ahora, no se preocupe por las olas, señorita. Guarde su preocupación para los rayos.
―¿Los rayos? ―no le gustaba el sonido de eso.
―Sí. Cosas extrañas ocurren cuando un rayo cae sobre un barco. Ese fluido eléctrico rebota por
todo el casco, y ¡ay del marinero que tenga un poco de metal! ―Stubb se removió los bigotes―. ¿Qué
cree que volvió blanca esta barba mía? ―le destelló una sonrisa sin dientes―. Tenía un conjunto
entero de dientes de oro. Todo derretido a la basura.
―Se está burlando de mí.
―No, señorita ―dijo el mayordomo, a pesar de que le lanzó Sophia un guiño astuto―. Pregúntele
a Levi aquí. No dirá una palabra para contradecirme.
Tampoco dirá una palabra para apoyarlo, conjeturó ella. El negro no había roto su silencio desde
su entrada. Pero con los brazos cruzados y el rostro pétreo, se veía capaz de soportar el puente de
Londres.
―¿No lo sabe? ―continuó el anciano-. Por eso me llaman Stubb 2. Antes de que el rayo cayera, yo
tenía una pata de palo.
―De palo... ―Sophia se quedó mirando los pies descalzos y peludos del mayordomo por un
momento, antes que Stubb estallara en unas carcajadas sin dientes.
―No, no se preocupe por usted misma con un viento pequeño como éste, señorita ―dijo Stubb,
volviendo a salir del camarote―. Lo soportaremos muy bien.
Una vez que los hombres se habían ido, llevándose la lámpara junto con ellos, Sophia se dirigió a
tientas hacia su camarote. Estaba oscuro como la boca de un lobo, e incluso si hubiera un poco de luz
para poder desvestirse o desempaquetar sus baúles, los movimientos turbulentos del barco hacían
difícil sólo permanecer en posición vertical.
Se acomodó para quitarse los guantes, y luego la capa, hurgando entre los pliegues hasta recuperar
su "carta de empleo". Se la metió debajo de su corpiño, enroscada alrededor de su monedero. Buscó
con los pies, hasta encontrar sus baúles. Luego, subiendo encima de ellos, se aferró al borde de la
litera para equilibrarse, extendió su capa a través de la alta y plana tabla y, entre gimientes
inclinaciones del barco, logró trepar a la cama.
La carta. Fue un golpe de suerte que ni el capitán ni el señor Grayson se sintieran inclinados a
examinarla. Su obra podría fácilmente engañar a alguien que no conociera a alguna de las partes,

1
Sentina: Cavidad inferior de un barco, situada inmediatamente sobre la quilla, en donde se acumulan las aguas
procedentes de filtraciones, que desde allí son expulsadas por medio de bombas.
2
Stubb: En inglés significa algo cortado o atrofiado.

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pero el señor Grayson poseía un conocimiento íntimo de la familia Waltham. Ciertamente notaría algo
fuera de lugar.
Todo había comenzado como una diversión, una broma. Mientras estaban en una fiesta de casa de
campo, Sophia había divertido a su amiga Lucy Waltham al redactar una tonta carta a los primos de
Lucy en Tortola, a quienes nunca había conocido. En ese momento, el único motivo de Sophia había
sido aguijonear a Lucy en relación a su pretendiente, Jeremy Trescott, el conde de Kendall. Pero lo
romántico de todo, la idea de sus garabatos flotando en el mar, en un clima tropical, se había
apoderado de Sophia y se negó a soltarla. Ella envió la carta por propia iniciativa, firmando con el
nombre de Lucy, pero dando su propia dirección de Londres. Entonces Lucy se había casado con
Jeremy, y Sophia se había comprometido, y Tortola había pasado al olvido. Hasta hace una semana,
cuando Sophia recibió una respuesta.

Querida prima Lucy, decía la carta.


A pesar de que su amable carta se dirigía a papá, él me dijo que yo le respondiera, ya que se supone
que somos casi de la misma edad. Yo soy Emily, su hija mayor, de dieciséis años recién cumplidos, y
estoy feliz de obedecer su petición. En comparación a los tormentos que típicamente me hacen
soportar, como cuidar a mis cuatro incorregibles hermanos, escribir una carta es una verdadera
delicia.
En todo caso, le extiendo a usted, de parte de toda nuestra familia, las felicitaciones por su
matrimonio y nuestras más queridas esperanzas para su felicidad. Ojalá pudiera invitarla a usted y a
su nuevo marido a que nos visiten aquí en las Indias Occidentales, pero Papá amenaza diariamente
que pronto partiremos a América, tan pronto como encuentre un comprador para nuestra tierra. Que
desolada quedaré al despedirme de nuestro querido hogar, Eleanora, donde he nacido y crecido y
vivido tantos años felices.
Perdóneme que deba terminar. Oigo el revelador estruendo que me informa que nuevamente el
joven George y Harry han empezado a practicar esgrima en la terraza.
Mis más queridos saludos de su prima,
Señorita Emily Waltham

En una primera lectura, la carta no fue más que una buena fuente de diversión, durante una
semana en que la frivolidad escaseaba. Pero eso fue antes de que Sophia se enterara que su dote era
en realidad un fideicomiso, y sólo su vigésimo primer cumpleaños se interponía entre ella y su
completa independencia económica. Antes de que vagara por la galería en Queen Anne Street y viera
la magnífica pintura de un barco haciendo frente a un mar tormentoso, y se atreviera a imaginar que
ella también podría enfrentarse al mundo. Antes que todo cambiara -o, más exactamente, antes que
Sophia se diera cuenta que nunca lo haría.
Luego, la carta se convirtió en un plan. Una nueva hoja colocada en el sobre original, algunos
arreglos en la dirección, y Sophia Hathaway, o más bien, la señorita Jane Turner tuvo una oferta de
empleo. Un escape.

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Y ella tenía que escapar. Había estado escapando desde hace años, a través de inteligentes
mentiras y perversas fantasías. Sin duda, Sophia era la única niña en la escuela que mantenía un folio
secreto de traviesos bocetos enterrados debajo de los obligatorios paisajes de acuarela. La única
debutante en Almack que mentalmente desnudaba a confiados caballeros entre sorbos delicados de
ratafía. Seguramente ninguna de las otras jóvenes damas de la Liga de Campeones de las Jóvenes
Auxiliares de la Caridad yacía en la cama por las noches con sus sábanas subidas hasta la cintura,
soñando con piratas y salteadores de caminos con modales ordinarios y manos ásperas y hábiles.
Ella era un fraude perfecto. Y nadie veía la verdad. Y mucho menos el querido y crédulo hombre
que había querido casarse con ella.
Ahora ella lo había hecho. Se había escapado, de la manera más escandalosa imaginable,
asegurándose que nunca pudiera volver. Gracias a sus notas de despedida, ya medio Londres tendría
la impresión de que se había fugado con un maestro de pintura francés llamado Gervais. Fabricada o
no, su ruina era total. Ya no era Sophia, la bonita cinta que adornaba una dote de veinte mil libras,
una baratija para ser canjeada por conexiones y un título. Por fin, ella sería su propia persona, libre
para perseguir su verdadera pasión y experimentar la vida real.
Bueno. Si había querido experimentar la vida real, había logrado su deseo en realidad. Una
tormenta muy real aullaba a su alrededor, los truenos retumbando como una reprimenda, como si el
mundo hubiera conspirado para poner su valentía a prueba. Se acurrucó con su capa y respiró lenta y
profundamente, como si calmando la tormenta interna de sus emociones, podría dominar la
tormenta exterior. No funcionó con ninguna de las dos.

Gray hervía de ira.


Después de que le ordenaran irse bajo cubierta de una manera tan insultante, descendió como una
tromba en dirección a los camarotes de los caballeros. Una vez dentro de su pequeño camarote, luchó
por sacarse su abrigo. Entre el estrecho tamaño de la habitación y el balanceo del barco, la
experiencia era como retozar con una camarera en un armario, sólo que mucho menos agradable. Un
tirón en la manga particularmente impaciente le valió nudillos ensangrentados cuando su puño
golpeó el techo bajo.
Cuando él había ordenado que el Afrodita se convirtiera para acomodar pasajeros, el constructor le
había dado una opción. ¿Quería cuatro camarotes de caballeros, similares a los de las damas? ¿O
prefería meter seis camarotes más pequeños en el mismo espacio?
¿Respuesta de Gray? Seis, por supuesto. No hubo duda al respecto. Dos camas extras significaba
dos tarifas extras. Él no había soñado que un día ocuparía uno de estos estrechos camarotes.
Un metro ochenta y cinco de hombre enojado, arremetió contra una cama de un metro cincuenta
y cinco, en medio de una tormenta huracanada… no era la receta para una noche de sueño reparador.
Gray ansiaba el espacio y el confort de sus antiguas habitaciones a bordo del Afrodita. El camarote del
capitán. Pero como su hermano había oficiosamente señalado, Gray ya no era el capitán de este
barco.

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¿Arrojar su trasero al calabozo, lo había amenazado Joss? Gray se sacudió indignado, su pecho
tensándose contra las cuerdas que lo sostenían a la cama de tamaño infantil.
El calabozo de un barco ya no sonaba tan malo ahora. Se pondría unas cuantas barras de hierro,
soportaría el agua rancia de la sentina y las ratas, si eso significaba que podía estirar las piernas
correctamente. Infiernos, esta habitación era tan malditamente pequeña que ni siquiera podía
conseguir sacarse las botas.
Pateó la pared de su camarote, sin duda raspando el brillo de sus nuevas Hessianas. Odiaba las
malditas cosas de todos modos. Le apretaban los pies. El por qué diablos había pensado que era una
idea brillante tener todo acicalado para este viaje, Gray no lo podía recordar. ¿Sólo que a quién
estaba tratando de impresionar? ¿A Stubb?
No, no a Stubb.
A Bel. Todo era por Bel.
Gray no podía olvidar la forma en que lo había mirado cuando se había ido el año pasado.
La decepción brotando de esos ojos grandes, tan oscuros y pesarosos como los de cualquier ícono
medieval. ¿Acaso ella no había aprendido para entonces a dejar de esperar tanto de él, maldita sea?
Nunca había estado a la altura del ideal de su hermana menor. No estaba seguro de que alguien
pudiera.
Pero ahora Gray podría demostrarle que había cambiado. Tanto como estaba en su poder el
cambiar, en cualquier caso. Había renunciado a la arriesgada, aunque mucho más divertida vida de un
pirata, para convertirse en un comerciante exitoso. Propietario de una empresa de navíos, con dos
nuevos buques en construcción, además del Afrodita, y los inversores haciendo cola para financiar
unos más. Capaz de ofrecerle un hogar en Londres, una vida cómoda, cualquier cosa que pudiera
desear.
Bel hubiera preferido que desarrollara una conciencia, en lugar de construir una fortuna. Pero Gray
sabía que no debía perder el tiempo. Si un sinvergüenza como él tenía alguna esperanza en los cielos,
se apoyaba únicamente en la fuerza de las oraciones de Isabel Grayson.
La oración no le ayudaba esta noche. Desde la experiencia de Gray, la mejor protección contra el
mareo era volver la mente hacia el pecado.
Sorprendente, entonces, sus pensamientos derivaron hacia la señorita Turner.
Pensó que había superado el admirar su tipo, esas delicadas rosas inglesas.
Denle una exótica orquídea. Una mujer voluptuosa con el cabello suelto y los ojos audaces,
oscuros, que conocía el juego. Para Gray, las jóvenes sonrojadas, de recatada sonrisa, habían perdido
su encanto hace años.
Pero todavía pensaba en ella. Él no podía librar su mente de ella, más de lo que podía ordenar el
cese la tormenta. Sacudiéndose a ratos en su litera, recordó su belleza casi frágil, su aroma delicado. Y
la sensación de su cuerpo apretado contra el de él durante esos pocos segundos en el bote de remos.
No sólo la sensación incitante de sus pechos suaves y mullidos aplanándose contra su pecho, sino
debajo de ellos, un pulso acelerado como el de un pájaro, latiendo contra su torso a través de todas

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las capas de carne y lana femeninas. Como si algo enjaulado dentro de ella clamara por escapar.
Rogándole que lo liberara.
Fue entonces cuando descubrió una consecuencia desgraciada de todas sus vueltas en la cama.
Una de las cuerdas que lo ataba a la cama, se había desplazado al sur, y ahora ceñía su cuerpo en una
latitud más desafortunada.
Malditos infiernos.
Se deshizo de las cuerdas y forcejeó para salir de la cama. ¿Qué diablos le pasaba? Su hermano
menor lo había confinado en su cabina. Una institutriz remilgada lo tenía atado en nudos. Y lo peor…
había estado fuera del mar tanto tiempo, que estaba perdiendo sus instintos. Joss había tenido razón,
la tormenta se estaba volviendo violenta.
Con los brazos apuntalados contra cada lado del pasillo, Gray hizo su camino desde la cabina de
caballeros a la escalerilla. Tenía que ver la tormenta por sí mismo, juzgar cómo los nuevos aparejos y
mástiles de la nave estaban capeando el temporal.
Pero cuando llegó a las escaleras, sus planes cambiaron. Había una chica en su camino.
La señorita Turner estaba encaramada en el tercer peldaño de la escalera, estirándose de puntillas
para mirar por la escotilla entreabierta. Si Gray hubiera sido del tipo supersticioso, podría haber
pensado que era un fantasma. Sus dedos eran redes blancas, delicadas, donde agarraba la manija de
la puerta trasera con una mano y la escalera con la otra. Destellos de belleza luminosa alternaban con
oscuridad.
Cada horqueta de un relámpago iluminaba sus rasgos finamente forjados y las gotitas de rocío, que
se aferraban a su cabello y a sus pestañas.
No, no era un fantasma. Pero era una visión igualmente.
―Señorita Turner ―dijo, apoyando un hombro contra la pared.
Ella no se dio la vuelta.
Gray se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo.
―Señorita Turner.
Ahora ella se sobresaltó, a punto estuvo de soltar su agarre de la escalera.
―Señor Grayson. Yo...
Su voz se atoró, y ella se secó la cara con la manga.
―Quería ver la tormenta.
―¿Y cómo la encontró?
―Mojada.
Gray se echó a reír, sorprendido.
―Y hermosa ―continuó ella, cuando otro rayo resaltó sus rasgos―. Aquí en el agua, sin tierra
firme abajo… es tan diferente. Como si no hubiera límites entre el cielo y el mar, y estamos
simplemente a merced de la naturaleza. Es tan salvaje y gótico.
―Es peligroso, es lo que es.

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―Sí, precisamente ―otro destello brillante reveló la curva de una sonrisa.


Gray frunció el ceño. ¿Qué estaba haciendo ella, sonriéndole en una tormenta? ¿Enviando
impulsos eléctricos a través de su sangre con cada vislumbre de su pálida e inquietante belleza? Ella
debía estar acurrucada en su litera, temiendo por su vida.
Cruzó el pequeño espacio en una sola zancada, agarró la escalera con una mano y ofreciéndole la
otra, la ayudó a descender.
―Los sabios pasajeros esperan una tormenta en sus camarotes.
―¿Lo hacen? ―susurró ella, tomándole la mano―. ¿Qué nos hace eso, entonces?
Ahora bien, esto, esto era un peligro. No se le pasó por alto la cadencia tímida en su voz, ni el
temblor de sus hombros humedecidos por la lluvia, un escalofrío inconsciente que casi rogaba por su
abrazo. No, ella ni se daba cuenta de la invitación que había hecho, pero las señales eran inequívocas
para Gray. Él había visto esta reacción, muchas veces antes, y él sabía que no debía sentirse halagado
por ella. Era nada más que instinto.
Cualquier puerto en una tormenta3.
―No nos hace nada ―dijo, ayudándola a bajar. La sensación de sus dedos delgados y helados
entre los suyos desencadenó toda clase de instintos―. Me hace un inversionista preocupado. Y la
hace a usted una joven con una imaginación hiperactiva. Vuelva a su camarote.
Los relámpagos habían cesado, pero sus ojos brillaban con un fuego propio.
―Pero yo…
―No estamos a salvo ―él abrió la puerta de la cabina de las damas y le hizo un ademán para que
la traspasara―. Váyase a la cama, señorita Turner.
Sí, váyase a la cama, pensó, cuando ella sin decir palabra pasó por la puerta y él la cerró detrás de
ella. Váyase a su cama, antes que la lleve a la mía.

3
Cualquier puerto en una tormenta: Expresión que significa que cuando se está en dificultades cualquier ayuda es
bienvenida, sea que guste la solución o no.

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CAPÍTULO 04

Sophia se despertó con un sobresalto, sola y desorientada en la oscuridad. Su pulso respondió


primero, bombeando el pánico a través de sus venas a un ritmo frenético. Presionó una mano contra
su corazón, y sus dedos se curvaron alrededor de su pulso. La conciencia regresó en una carrera
vertiginosa.
Un débil resplandor plateado se filtraba por la puerta de su camarote. Era de mañana.
Y si era de mañana, eso quería decir que había sobrevivido a la noche.
Se volvió sobre un costado. Todos los músculos gritaron de dolor. La falda y la capa todavía
pesadas por la humedad, resistiendo sus débiles intentos por levantarse.
Tal vez ella no tuviera necesidad de moverse, después de todo.
Oh, pero ella lo hizo. Respiró hondo, y luego deseó poder escupir. El aire estaba pesado por la
humedad y fétido por los olores de vómitos y sentina. Se deslizó de su litera, ignorando las protestas
de sus miembros doloridos, y abrió la puerta de su camarote.
Se lanzó por la escalera, trepando con sus manos y rodillas. Una brisa salada pellizcó sus oídos
cuando sacó la cabeza al gris amanecer. Respiró profundamente, tonificándose con el aire fresco. La
idea de volver abajo no tenía atractivo alguno. Sin embargo, no podía seguir así, la cabeza y el cuello
sobresaliendo de un agujero, en la cubierta, como una especie de marmota marítima.
Subió a cubierta y luchó por mantenerse en posición vertical, plantando sus pies en una postura
amplia para amortiguar el balanceo del barco. Sophia cerró los ojos. O bien la nave estaba atrapada
en un remolino, o su cabeza daba vueltas como una peonza. Miró hacia la única baranda más cercana,
a cinco pasos de distancia, tal vez seis. Más allá, la costa inglesa parecía tambalearse sobre un puntal.
Ella inclinó la cabeza, centró su mirada en la cubierta debajo de ella, y dio un paso. Dos. Entonces la
cubierta se inclinó de repente, y sus rodillas cerradas se doblaron. Ella estaba cayendo, girando, fuera
de control.
La atraparon.
―Afírmese ―dos grandes manos se apoderaron de sus codos. Sus dedos se cerraron
instintivamente sobre los dos brazos fuertes. Sophia apenas tuvo tiempo de registrar la sensación de
una lana muy fina y de unos músculos duros bajo sus dedos, un breve instante para echar un vistazo a
un par de ojos verde grisáceos.
Y entonces ella lo vomitó todo sobre dos Hessianas ligeramente rayadas, con borlas en la parte
superior.
―Yo... ―Ella tosió y escupió. El agarre de hierro del señor Grayson sobre sus codos se negó a
relajarse, impidiéndole alejarse―. Señor... suélteme, se lo ruego.
―Por supuesto que no. No tiene firme los pies. De esta manera, entonces ―la guió de costado,
instándola a dar pequeños pasos y girar ligeramente a la derecha… el vals más mortificante que
Sophia jamás hubiera soportado. Él la apoyó contra un pequeño cajón.
―Siéntese.

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Ella obedeció, hundiéndose agradecida en las ásperas tablillas madera. Aún sosteniéndola por los
codos, se agachó frente a ella. No podía soportar mirarlo a los ojos.
―Quédese aquí ―le ordenó―. Volveré en un momento.
Oh, por favor, no. Sophia se encogió cuando sus sucias botas se lo llevaron.
En el instante en que sus pasos se desvanecieron, sacó un pañuelo de su capa y se secó la frente.
Se propuso que su cabeza dejara de girar, así podría levantarse sin ayuda y escapar. Pero él fue
demasiado rápido para ella.
En el espacio de dos minutos, estuvo de vuelta, sus botas enjuagadas con agua de mar, suponía, y
una humeante jarra en la mano.
―Beba esto ―él envolvió sus temblorosas manos alrededor de la jarra.
Una deliciosa calidez se filtró por sus dedos helados, erizándola.
―¿Qué es?
―Té, con melaza y limón. Y un toque de ron ―cuando simplemente ella se quedó mirando la
bebida, él agregó―: Bébalo. Se sentirá mejor.
Sophia se llevó la jarra a los labios y bebió con cuidado. El vapor fragante calentándola desde
dentro hacia fuera. La dulzura melosa cubrió su garganta, enmascarando el sabor amargo de la bilis.
Ella bebió otra vez.
―Gracias ―finalmente se las arregló para decir, manteniendo sus ojos fijos en el líquido
agitándose en la jarra―. Siento... Siento lo de sus botas.
Él se echó a reír.
―Usted debería sentirlo ―se agachó junto a ella. Sophia seguía mirando obstinadamente su
jarra―. Desprecio estas botas ―continuó―. Recién consideré la idea de sacármelas y tirarlas por la
borda. Pero ahora parece que voy a tener que conservarlas ―la sorpresa atrajo su mirada hacia la de
él. Lo vio sonreír―. Por razones sentimentales.
No lo hagas, se dijo ella. No le devuelvas la sonrisa.
Demasiado tarde.
―Señor Grayson...
―Por favor ―él le dio un codazo en el muslo. ¿Un accidente? No se disculpó.
―Después de eso, creo que me puede llamar Gray.
La mirada de él chispeó, un deje de plata destellando en el verde oscuro, y Sophia se volvió de
pronto, dolorosamente consciente de la imagen que debía presentar. Sucia, con el vestido arrugado
todavía húmedo en el dobladillo, el pálido cabello amarillo grisáceo suelto de sus horquillas. La tez
enfermiza, descolorida y macilenta.
Y sin embargo...
Sus ojos no se limitaron a rozarla por la superficie. En su lugar, se concentraron a cierta distancia
por debajo de su ropa manchada, sondeando las profundidades de su apariencia en una forma de lo
más desconcertante.

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A pesar del frío, un ligero brillo de transpiración floreció sobre sus muslos.
―Señor Grayson. Le doy las gracias por el té ―Sophia cambió la jarra a una mano y sacudió el
pañuelo que había mantenido en su palma. Un soplo repentino de viento lo arrancó de su mano.
La mano de él salió disparada, y cogió el aleteante trozo blanco sin esfuerzo, como si fuera una
paloma entrenada para volar a su mano.
Sophia extendió la suya.
―Una vez más, le doy las gracias.
Él lo sacudió fuera de su alcance.
―Guárdese su agradecimiento. No se lo he devuelto.
Él tocó el adorno de broderí del pañuelo.
―Tal vez me decida a conservarlo. Por razones sentimentales.
Vino a ella con tanta facilidad, la respuesta coqueta. Sólo tenía que mirarla, y su precaución se
derrumbaba en el giro de un abanico.
―No debería burlarse, señor Grayson. No es nada caritativo.
―Ah, pero yo soy un comerciante. Estoy interesado en el beneficio, no en la caridad. Y le pedí que
me llamara Gray.
Él se acercó más, y ahora -a esta mínima distancia- Sophia habría jurado que sus ojos no eran
verdes en absoluto, sino de un azul pálido.
Un azul penetrante.
―Usted tiene dinero, ¿no?
Su boca se secó. Él lo sabía. ¿Por el pañuelo? Era muy fino, muy adornado. Evidentemente
pertenecía a una dama adinerada. Maldición. Si sólo Sophia hubiera tenido más tiempo para planear
su fuga, habría logrado un mejor disfraz. Había sido bastante difícil dejar atrás su ajuar
cuidadosamente seleccionado y tomar solamente su ropa de cama de todos los días.
Ella no había tenido tiempo de armar un armario más corriente, ni siquiera tenía idea de dónde
hacían las compras las clases más pobres.
―¿Perdón? ―sus dedos apretaron la jarra, que rápidamente se enfriaba.
―Dinero. Usted tiene dinero, ¿no? Nunca pagó su pasaje ayer. Son seis libras, ocho chelines. Si no
tiene dinero, no tendré más opción que retenerla para un rescate una vez que lleguemos a Tortola.
Su pasaje. Sophia dio un sorbo a su té con alivio. Si el señor Grayson estaba preocupado por sus
seis libras, seguramente no tenía idea que estaba albergando una heredera fugitiva, con casi cien
veces esa cantidad atada debajo de su corsé. Ella reprimió una risa nerviosa.
―Sí, por supuesto que puedo pagar mi pasaje. Tendrá su dinero hoy, señor Grayson.
―Gray.
―Señor Grayson ―dijo ella, su voz y sus nervios agudizándose―. Apenas creo que mi momento
de... de indisposición le da permiso para hacer una solicitud tan íntima, que me dirija a usted por su
nombre de pila. Desde luego, no lo haré.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 33


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Él chasqueó suavemente, envolviendo el pañuelo alrededor de sus dedos. Con sensibilidad


hipnótica, extendió la mano, pasando la tela a lo largo de su sien.
―Ahora, seguramente, cariño, a mis padres se les puede dar el crédito de tener más imaginación
de lo que implicas. ¿Bautizarme Gray Grayson? ―él se rió entre dientes―. Todos a bordo de este
barco me llaman Gray. Lamento decepcionarte, pero no es un privilegio particular. Sólo hay una mujer
en la tierra a la que le permito dirigirse a mí por mi nombre de pila.
―¿Su madre?
Él sonrió de nuevo.
―No.
Ella parpadeó.
―Oh, ahora, no te veas tan decepcionada ―dijo―. Es mi hermana.
Sophia inclinó la mirada hacia su regazo, maldiciéndose por entrar en el juego de su encanto. Si
mirarlo le arrebataba el buen juicio, la solución era sencilla. No debía mirarlo.
Pero luego él presionó el pañuelo en su mano, cubriendo sus dedos con los suyos, y Sophia no
pudo reprimir el pequeño y derrotado suspiro, que cayó de sus labios. Su toque devastó su resolución
completamente. Su mano era como el resto de él. Fuerza bruta, cuidadosamente arreglada. Ella deseó
de todo corazón haberse puesto los guantes.
Se inclinó más cerca, su aroma introduciéndose a través del olor penetrante del agua de mar,
totalmente masculino y débilmente picante, como pomada y ron.
―Y, cariño, si quisiera hacerte una solicitud íntima ―su pulgar acarició audazmente la delicada piel
de su muñeca―, te darías cuenta.
Sophia contuvo el aliento.
―Así que llámame Gray ―soltó su mano bruscamente.
La decepción -una emoción espontánea, imprudente, impensable- apretó el pecho de Sophia.
Distanciarse de este hombre era precisamente lo que ella deseaba.
Bueno, si bien no precisamente lo que deseaba, era exactamente lo que necesitaba. Él la miró
como si él hubiera desnudado todos sus secretos, y su cuerpo también.
Empujó la jarra hacia él, no dejándole otra opción que tomarlo entre sus manos.
―Seguiré dirigiéndome a usted como requieren las exigencias de decoro, señor Grayson ―le lanzó
una mirada penetrante―. Y ciertamente no está en libertad de llamarme “cariño”.
Él puso una expresión de inocencia, agrandando los ojos.
―¿Eso no es lo que significa, entonces?
Burlándose del pañuelo en su puño cerrado, él pasó el pulgar sobre el monograma bordado.
S.H.

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—¿Lo ves? ―él trazó cada letra con la yema de su dedo―. Dulce. Corazón 4. Pensé que
seguramente debía ser eso. Porque sé que tu nombre es Jane Turner ―sus labios se curvaron en esa
sonrisa insolente―. A menos que... no me digas. ¿Fue un regalo?

Al menos esta vez ella alcanzó a llegar a la baranda.


Y Sophia se aferró allí, hasta que estuvo segura de que debió haber lanzado hasta los restos de la
cena de San Miguel. Hasta que las pisadas fuertes de las botas sucias le dijeron que él se había ido.
De vuelta en su litera, mojó un pañuelo limpio, sin bordar, en un cuenco de agua fresca. Despojada
de sus bragas y medias, pasó con una esponja el agua helada sobre su cuello y su cara, luego entre sus
pechos y en sus brazos. Después, con una toalla seca, se sacudió sobre el cuerpo polvo de arroz
perfumado.
Todavía se sentía sucia.
Con dedos temblorosos, ella se volvió a apretar el pesado manojo alrededor de las costillas.
Tiró una camisola limpia sobre su cabeza y se ciñó el corsé.
Todavía se sentía expuesta.
Se cepilló los cabellos con fuertes tirones, como para castigar la mente débil debajo del
hormigueante cuero cabelludo. ¡De todos los momentos y lugares para ir distraída por un hombre!
Durante su temporada, había sido cortejada por nada menos que nueve de los solteros más
codiciados de la alta sociedad. No había duques o condes, entre ellos, para consternación de sus
padres, pero ella se había comprometido con el partido más codiciado de la sociedad, el
supremamente encantador Sir Toby Aldridge. Y nunca, ni una sola vez, en todos los valses y paseos
por el jardín y tímidas conversaciones, la perfecta compostura de Sophia había sido sacudida. Sabía
cómo manejar los hombres atractivos, o mejor dicho, sabía cómo manejarse alrededor de ellos.
Ella no sabía nada. Ella era una idiota, una imbécil, una tonta, y una boba. A bordo de un barco, con
un nombre falso, ¿y luego sacar de su capa un pañuelo con un monograma… y agitarlo?
Sophia tiró y se retorció el pelo en un estilo severo, a continuación, clavó el nudo en espiral con
varias horquillas.
Muchacha tonta, tonta. Si el señor Grayson se enteraba del dinero, sabría al instante que era un
fraude. Él podría arrebatarle su bolso, o mantenerla cautiva con la esperanza de obtener más
mediante la extorsión. Peor aún, podría llegar a ser un caballero después de todo, y simplemente
devolverla a su familia.
Mantén la calma, se ordenó ella misma, respirando profundamente.
Teniendo en cuenta su amistad con los Walthams, el señor Grayson estaba obligado a descubrir su
engaño con el tiempo. Pero para el momento en que el barco llegara a Tortola, faltarían tan sólo unas
semanas para su vigésimo primer cumpleaños. A pocas semanas de la libertad. Si el señor Grayson
poseía alguna pizca de honor de caballero, que pudiera obligarle a devolver a una debutante
4
En el original: sweetheart, en español significa cariño. Al referirse a las iniciales del pañuelo: S.H., divide la palabra
en Sweet:Dulce y Heart:Corazón.

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arruinada a Inglaterra-y Sophia dudaba que la tuviera- ya sería demasiado tarde. Para entonces, su
fideicomiso y su futuro le pertenecerían sólo a ella.
Con su ansiedad algo disipada, Sophia alcanzó su vestido. Le dolía ponerse el mismo vestido
arrugado, pero no tenía elección. Su baúl tenía sólo cuatro vestidos, además del que llevaba. Dos de
ellos eran vestidos de muselina del verano pasado, para usarlos una vez que llegara a los trópicos.
El tercero no era un vestido en absoluto, sino más bien una bata para la pintura, y el cuarto... el
cuarto era pura insensatez.
Una vez vestida, ella volvió su atención hacia el baúl más pequeño, que contenía su tesoro más
querido. Pinturas, carbón, pastel, paleta, pinceles y cientos de hojas de papel grueso, dividido en dos
paquetes, cada uno bien envuelto en hule. Un centenar de hojas para racionar por un mes, tal vez
más.
A pesar de que podría haberse permitido tres, Sophia retiró sólo dos hojas de papel. Ella recogió un
pequeño tablero de dibujo y un trozo de carbón antes de volver a embalar cuidadosamente su alijo de
artista. A medida que reubicaba el paquete de hule, su mano rozó la cubierta de piel gastada de un
libro pequeño. Sonriendo, levantó el volumen a la parte superior del baúl.
El Libro.
Se lo había regalado su amiga Lucy Waltham, ahora la condesa de Kendall. Este pequeño volumen
había demostrado ser una valiosa fuente de información y de inspiración. Las Memorias de una
Lechera Licenciosa, era el título. Su contenido, como era de esperar, trataba de relatos obscenos de
las citas de una lechera con su caballero patrón. En su conjunto, Sophia había encontrado el libro
impactante, excitante, y lamentablemente carente de ilustraciones. Esto último, se había propuesto
remediarlo.
Hojeó las primera mitad del libro, ahora cuidadosamente adornada con dibujos a pluma y tinta de
la lechera licenciosa y su caballero en varios estados de desnudez. Ella había planeado devolvérselo a
Lucy cuando lo terminara, pero ahora... Una punzada de soledad la pellizcó en el pecho. Aunque sí
viera a Lucy de nuevo, su amiga se vería obligada a cortar cualquier relación con ella. Una condesa no
tenía trato con las mujeres caídas.
Una imagen surgió de repente en su mente. Un frenesí de colores, texturas, sabores... enaguas
blancas como la nieve subidas alrededor de la cintura. Pajas esparcidas sobre el suelo de un establo.
El cálido chorro de un volcado cubo de leche. Montones de piel suave y bronceada. El sabor de la sal
en la lengua y el roce de la barba áspera contra su cuello.
Tiró el libro en un baúl y lo cerró rápidamente. Podía ser una irreprimible soñadora, pero Sophia no
era una lechera licenciosa. Y el señor Grayson, como le gustaba tanto recordarle, no era un caballero.
El aire dentro de la cabina se había vuelto incómodamente pesado. Necesitaba aclarar su mente.
Necesitaba dibujar. Recopilar todas estas difusas, rebeldes sensaciones en su interior y expulsarlas a
través de la punta de su lápiz, sobre el papel, donde podrían ser enjauladas por cuatro márgenes.
Aseguradas. Metió el carbón y el papel bajo el brazo y subió la escalera, con la intención de dibujar en
la cubierta.
Sin embargo, en el instante en que su cabeza salió por la escotilla, los planes de Sophia cambiaron.

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Se encontró cara a cara con una cabra.


Con un balido grosero, la cabra cogió una hoja de papel de sus manos y lo arrugó entre sus
mandíbulas. Sofía miró con confundida indignación como la cabra casualmente masticaba y se
tragaba su precioso pergamino. Cuando el animal extendió su lengua larga y estrecha con toda la
indicación de comerse su segunda hoja, Sophia entró en acción. Cogió su mesa de dibujo con ambas
manos y golpeó al impertinente animal en la nariz.
—Cálmate, cariño —la voz profunda del señor Grayson llegó de algún lugar por encima—. Es mi
inversión la que estás aporreando.
Sophia se quedó mirando la cabra. Hizo una pausa de medio segundo para imaginar que los
hermosos rasgos del señor Grayson se superponían a esa peluda cara, de nariz roma. Entonces ella la
golpeó en la cabeza otra vez.
Oh, Dios, pero qué bien se sentía.
Evidentemente, la cabra no estaba de acuerdo. Agarró la esquina de la mesa de Sophia con los
dientes y tiró. Sophia tiró en dirección contraria con todas sus fuerzas. Perdió el equilibrio en la
escalera y cayó hacia atrás, a la cabina. La cabra cayó con ella. O más bien, la cabra cayó encima de
ella.
Maldición.
Con un balido indignado, la cabra se puso rápidamente de pie, sus patas delanteras y posteriores a
cada lado del estómago de Sophia. Ella luchó por incorporase sobre los codos. Su falda de sarga se
había subido, dejando al descubierto sus medias. El poderoso hedor de granja del animal la ahogaba
como una manta de piel. Dos tetas colgantes pendían ante sus ojos, balanceándose suavemente con
cada movimiento de la nave.
—Bien, bien —el tono burlón del señor Grayson llegó por la escalera. El resto de la hoja de papel
cayó hasta descansar cerca del codo de Sophia. La cabra la ingirió con presteza—. Esta es una imagen
muy bonita. Encarna a una lechera encantadora, señorita Turner.

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CAPÍTULO 05

—Cabras —juró Joss—. ¿Por qué tenían que ser cabras?


—No puede haber un espacio vacío en un buque mercante ―Gray arrancó su mirada del cuadro
rústico bajo cubierta. Ahora allí había una imagen que atormentaría sus sueños. La chica ya le debía el
descanso de una noche—. Espacio perdido es dinero perdido. Y tendremos leche fresca hasta que
lleguemos a Tortola. Me darás las gracias muy pronto.
—Y cuando las compraste, te detuviste a considerar ¿dónde pondríamos los malditos animales?
—No hay necesidad de ser despectivos, Joss —tiró de la oreja marrón y blanca de la cabra—. Estas
malditas bestias son de la mejor raza Hampshire. Se venderán a un buen precio. Y pensé que podrían
quedarse en la bodega.
—Evidentemente, pensaste mal.
—Debe haber masticado sus cuerdas anoche ―Gray hizo una pausa, reflexionando—. Las
pondremos en los camarotes de los caballeros. Los condenados camarotes son demasiado pequeños
para que una persona los habite, de todos modos.
—Ya veo ―Joss golpeó la punta de su bota contra la cubierta—. ¿Y supongo que tú te ocuparás de
ellas? ¿Las limpiarás? ¿Las ordeñarás?
—No seas absurdo. Stubb y Gabriel pueden compartir la ordeña. En cuanto al cuidado... Ese novato
tuyo viene de una granja, ¿no? Ah, ahí está —silbó entre dientes—, ¡Muchacho!
Un joven de rostro pálido trotó por la cubierta, un grueso rollo de cuerda enroscado en el brazo.
—¿Cuál es tu nombre, otra vez?
—Davy Linnet, señor.
—¿Cuántos años tienes, Davy?
—Quince, señor.
—Vienes de una granja, ¿verdad?
El muchacho movió los pies. Miró a las cabras con cautela.
—Sí, señor.
—Entonces, supongo que sabes cómo cuidar una cabra.
El muchacho vaciló, mirando hacia Joss.
—Bueno —preguntó Gray—, ¿Distingues la teta de una cabra de su cola, o no? —cuando el
muchacho siguió callado, añadió—: Habla ahora, o te voy a preguntar lo mismo de las chicas.
—He cuidado cabras, señor. Es sólo que... no me esperaba cuidarlas en el mar. Yo pensé que había
terminado con eso.
Gray se echó a reír.

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—Un hombre no puede desprenderse de su pasado, Davy. Yo lo sé. Llévalas al marote de los
caballeros, entonces. Una a una litera —alzó la voz y habló en dirección de la escotilla—. Y rescata a la
señorita Turner de ese animal bajo sus faldas.
Davy estibó su rollo de cuerda y agarró una baqueta de cañón de la parrilla en la borda del barco.
Pinchó a una cabra en el costado con el extremo romo.
—Adelante, entonces.
—Así que, si las cabras se quedan en los camarotes de los caballeros —preguntó Joss, volviéndose
hacia el timón—, ¿dónde tienes la intención de dormir? No acurrucado junto a tu rebaño, me
imagino.
—No. Siempre existe los camarotes de las da…
—¿Los camarotes de las damas? —lo paró Joss. Sus ojos se estrecharon—. Piensa otra vez.
—Supongo que el casti…
—Y no pienso poner un camastro en el castillo de proa. No te tendré ahí de juerga con la
tripulación, socavando mi autoridad.
Gray se encogió de hombros.
—Entonces eso deja el entrepuente, al parecer. Estoy seguro de que Davy puede compartir
conmigo algo de espacio entre los barriles —meneó la cabeza—. Soy dueño de la maldita nave, y voy
a estar durmiendo en el entrepuente con el novato.
—No pretendas que te tenga simpatía ―dijo Joss—. Yo no quería tus malditas cabras. O la leche.
—Oh, tomarás su leche. Tomarás su leche, y me lo agradecerás ―Gray estaba al borde de la ira, y
la sonrisa de su hermano lo empujaba al límite—. Maldita sea, he tomado riesgos en este negocio,
Joss. He hecho sacrificios. Todo por la familia... de manera que tú puedas cosechar los beneficios. Me
gustaría que dejaras de arrojármelos a la cara.
Gray supo al instante que había ido demasiado lejos. Últimamente, conversar con Joss era como
nadar en aguas infestadas de tiburones. Y el brillo acerado en la mirada de su hermano, señaló un
ataque inminente.
—Tú… me dices a mí… acerca de sacrificios ―Joss dio un paso hacia él, su voz áspera—. Yo cosecho
los beneficios, ¿verdad? Mi familia cosechó la caña de azúcar que pagó este barco. Ellos vivieron y
murieron por ello. Y tú puedes ser el dueño del maldito barco, pero no eres mi dueño.
Malditos infiernos. Siempre que Gray pensaba que habían dejado en el pasado la desigualdad de
sus nacimientos, se encontraba muy y rudamente rectificado. No era como si Gray pudiera cambiar el
hecho de que él había sido el primer hijo nacido, legítimo. Como hermano menor, Joss nunca iba a
tener las mismas oportunidades que Gray, ya sea que hubiera nacido de una amante, de una esposa,
o en este caso, de una esclava.
―Joss, eso es injusto. Sabes que el hecho de que tengamos madres diferentes, no le importó a
nuestro padre. Nunca me importó a mí.
—Es importante para algunos. Tengo las cicatrices para probarlo.
—Al igual que yo.

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Sacudiendo la cabeza, Joss estudió el palo mayor que se eleva por sobre ellos.
—Ve a joder a una de tus cabras, Gray.
―Joss.
Ignorando a Gray por completo, Joss se volvió a su segundo piloto.
—¡Señor Wiggins! Llame a todas las manos. Prepárense para levar anclas.
Gray se fue. No había nada más que pudiera decir. Al menos, no había nada más que supiera decir.
Tendría que haberse quedado callado, suponía. Quedarse callado y ocuparse del dinero. No había
manera de que pudiera cambiar el pasado y bastante poco que supiera hacer en el presente. Nunca
había tenido ningún talento para la moral, con mucho gusto se lo había dejado a Bel. Pero si se
ocupada del dinero, todo lo demás caería en su lugar.
Incluso las cabras.

―Señor, usted tiene una deuda conmigo.


Sophia esquivó el codo del señor Grayson cuando él se giró para enfrentarla. Ella lo tenía justo
donde lo quería. Con el mástil directamente detrás de él, y el aparejo al otro lado, no tenía dónde
escapar
―Señor Grayson ―tomó una respiración profunda y cerró un puño a su costado. Alzó la otra mano
en el espacio entre ellos, blandiendo una limpia hoja de pergamino—. Usted, y su cabra, me deben
dos hojas de papel de alta calidad. De una serie gruesa, libre de marcas. Espero una restitución.
Él se frotó una palma a lo largo de su mandíbula, luego la deslizcó hacia atrás para abarcar su
cuello.
—¿Papel? —arqueó una ceja mientras reparaba en el aspecto desaliñado de ella—. ¿Estás toda
alterada por unas cuantas hojas de papel?
De repente, tímida bajo su mirada, Sophia se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja. Tras
el robo de su papel y la humillación de aterrizar en una maraña de corral, se había basado en su
indignación para protegerse de los encantos del señor Grayson. Tal vez había sobrestimado la calidad
de protección del resentimiento.
Aunque ella todavía usaba la misma ropa desaliñada que había llevado desde el momento de su
presentación, él se había cambiado el atuendo. Su abrigo azul marino y pantalones de piel de ante
estaban a la altura de la moda. Sus rebeldes ondas de pelo había sido domesticadas con un toque de
pomada, y el ligero crecimiento de la barba sólo aumentaba su apuesta apariencia de granuja. El
único defecto en su apariencia seguían siendo las botas rayadas, que ya habían sufrido toda clase de
abusos, desde agua salada a vómitos.
Se veía imperdonablemente guapo. La hoja de papel se arrugó con el agarre de Sophia. Maldito,
ahora le debía tres.
—Papel —repitió él.

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—Sí, papel. Puede ser sólo "unas cuantas hojas de papel" para usted, pero para mí, es… bien, es
papel—Sophia fue dolorosamente consciente de lo estúpida que sonó—. Tengo un suministro muy
limitado, ve, y es simplemente demasiado caro para ser desperdiciado con un rebaño.
—Ya veo —sus cejas se unieron mientras miraba la hoja que ella tenía en su mano.
—No, no lo ve —Sophia sentía las lágrimas picando las esquinas de sus ojos. Justo ahora sentía el
deseo absurdo de llorar. Ella misma se había dicho que podía dejar todo atrás: su familia, sus amigos,
sus pertenencias, mientras ella tuviera su arte. Sólo que ahora ella se encontraba extrañando todo un
poco más de lo que había planeado, y que su salida creativa estuviera amenazada por esta, esta bestia
-por no hablar de su cabra... Ella resopló ferozmente—. Por supuesto, usted no ve. ¿Cómo podría?
Está pensando que es sólo un pedazo de papel, pero no lo es en absoluto. Es...
—Es papel.
Parpadeando para contener las lágrimas, Sophia se volvió para mirar resueltamente hacia el
horizonte.
—Sí, precisamente.
—Ahora, cariño, ¿dónde está ese pequeño pañuelo de encaje cuando lo necesitas?
Tras frotarse furtivamente los ojos, Sophia se cruzó de brazos.
—¡Oye, muchacho! —una voz fuerte cortó la conversación—. Ve arriba y ajusta el sobrejuanete 5 de
proa.
—Sí, sí, señor Brackett.
Un joven casi de la altura de Sophia corrió entre ellos y se detuvo en la base de los aparejos. Ella lo
reconoció como el chico que había sacado la cabra no deseada de su camarote.
—¿Primera vez entonces, Davy? —preguntó el señor Grayson.
El joven tragó audiblemente.
—Primera vez en el mar, señor.
El señor Grayson le dio una palmada en el hombro.
—Simplemente tómate tu tiempo. El sobrejuante no es tan complicado como el juanete 6, es más
alto, pero no hay necesidad de salir al penol7. Pégate al aparejo. Mantén tus pies en las cuerdas y los
ojos en tus manos, y todo irá bien.
El muchacho asintió con la cabeza. Montó una parte del aparejo que formaba una escalera
estrecha y cubierta de brea y comenzó a subir, su rostro sombrío. Sophia observaba, sin aliento, ya
que él rápidamente alcanzó las primeras de las vigas perpendiculares que sostenían cada una de las
velas con aparejo de cruz del Afrodita. Allí, a unos veinte metros por sobre la cubierta, él llegó a una
especie de barandilla que rodeaba el mástil, donde hizo una pausa antes de reanudar su ascenso.
—Eso es, Davy ―dijo el señor Grayson—. Continúa, entonces.
5
Sobrejuanete: Vela por encima del juanete.
6
Juanete: Vela que está por debajo del sobrejuanete, y por encima de las velas llamadas gavias, las que, a su vez,
están por encima de las velas mayores (en general).
7
Penol: Cada uno de los extremos de las vergas de un mástil. Y para que no haya una malinterpretación, el término
“verga”se refiere a las perchas perpendiculares al mástil, donde se aseguran las velas.

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El muchacho se trasladó a un nuevo conjunto de cuerdas con gradas y reanudó la escalada.


—¿Cuánto tiene que subir? —Sophia ahuecó una mano sobre sus ojos.
—Hasta el penol del sobrejuanete —el señor Grayson vio su expresión de desconcierto—. Hasta la
punta.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y dejó que su mirada siguiera el mástil hasta el cielo. No podía
discernir si en realidad alcanzaba a ver la parte superior, o si la columna de la torre, simplemente se
perdía en la distancia. La perspectiva era vertiginosa.
—¡Pero eso es tan alto! ―ella parpadeó hacia el mástil otra vez—. ¿Y en su segundo día en el mar?
—Exactamente. Si va a ser un marinero, debe acostumbrarse a la sensación del aparejo y al
movimiento del barco. Los oficiales no le harían ningún favor si lo mimaran desde el principio.
Sophia alzó la vista de nuevo. Davy había alcanzado el siguiente penol. Se detuvo allí por algunos
momentos, aferrándose a los aparejos. Estaba sólo a la mitad de la parte superior del mástil, sin
embargo, tan alto que ya no podía distinguir los rasgos de su cara. El mástil se balanceaba atrás y
adelante con cada cabeceo de la nave.
—¿Qué pasa si se cae? ―preguntó ella, tragando saliva.
El señor Grayson se encogió de hombros.
—¿De dónde está ahora? Quedaría un tanto golpeado, pero viviría.
—¿Y del penol del sobrejuanete?
—Bueno, entonces probablemente moriría. Ya sea que se golpeara en la cubierta o en el mar, no
importaría mucho. Pero no te preocupes, cariño. Él no se caerá.
En ese momento, la bota de Davy se deslizó de su punto de apoyo. El muchacho se rehizo
rápidamente, pero no antes que Sophia jadeara y se llevara una mano a la boca.
La hoja de papel arrugada cayó de sus manos. Nunca tocó la cubierta. El señor Grayson la
enganchó fácilmente entre su dedo índice y pulgar. Alisó la hoja contra su chaleco bordado antes de
entregársela.
—No quieres perder otra hoja de papel ―dijo con una leve sonrisa—. Pero ya ves, cariño, los
marineros captan rápidamente. Un marinero con reflejos lentos es un marinero muerto.
Sophia volvió a levantar la mirada hacia los aparejos. Ella y el señor Grayson no eran los únicos en
ver el progreso de Davy. Desde el palo mayor, la proa, el timón, todos los ojos estaban fijos en el
muchacho. La tripulación observaba su ascenso con gran interés y susurrando, especulativos, como si
se tratara de una carrera de caballos o un combate de boxeo.
Cuando Davy llegó al próximo penol, un clamor de aprobación surgió desde la cubierta.
—Ése es el juanete, muchacho —gritó un fornido marinero—. ¡Casi llegas!
Cuando el muchacho vaciló, aferrándose al mástil, el señor Grayson hizo bocina con las manos
alrededor de su boca.
—¡Sigue, Davy! ¡Las cabras se están sintiendo solas!
El joven comenzó la última sección, la más peligrosa de su ascenso. Sophia no pudo soportar ver
más. En cambio, se centró en las tablas bajo sus pies, y luego, cuando el suspenso se volvió demasiado
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grande como para tolerarlo, dejó que su mirada se deslizara a la mano del señor Grayson, que la tenía
colgando al costado.
Sophia mantuvo los ojos enfocados en esa mano, en los fuertes y esculpidos dedos, en la palma
con rebordes callosos. Con esa mano, había cogido el pañuelo, el papel, y a la misma Sophia en más
de una ocasión. Si Davy tropezaba, sin duda esa mano de forma refleja se movería para atraparlo. Ella
miraba su mano porque sabía, siempre y cuando pendiera suelta al lado del señor Grayson, el
muchacho estaba a salvo.
Ella estaba a salvo.
Oh, no. ¿De dónde había venido ese pensamiento? Una idiotez, esa. Él era peligroso, se recordó
Sophia. Podía exponer sus engaños y obligarla a volver a una existencia miserable, y ella, que podía
recitar falsedades sin esfuerzo a duques y porteros por igual, perdía todo el poder de disimular cada
vez que él se acercaba. Y, sin embargo, a pesar de todo esto -¿o tal vez a causa de ello?-, al cobijarse
bajo su amplia sombra, Sophia comenzaba a sentirse extrañamente segura. Protegida.
Ella se sacudió. Al parecer, el mareo o la burla del señor Grayson, o más probablemente ambos, la
había dejado completamente sin sentido. La lógica exigía que huyera a la cabina en ese instante y se
alejara de la influencia de ese potente y confiado encanto.
Pero no lo hizo.
En cambio, se acercó un poco más.

Él la sintió, su súbita cercanía. Una cálida proximidad femenina, que puso en alerta todos sus
nervios. No necesitaba mirar.
No necesitaba hacerlo, pero lo hizo.
Dios, verdaderamente ella era exquisita.
Incluso su hermano ciego por el dolor había dicho que era hermosa, pero esa palabra no era
suficiente. Había una especie de rectitud en su cara, una cualidad que resonaba en sus huesos. Como
el nítido sonido de un cristal fino tintineando en una recepción, o el eco de un susurro en una
catedral.
Exquisito.
Una ruidosa alegría anunció el éxito del joven Davy, y Gray alzó la vista al penol del sobrejuanete
para ver la vela cuadrada desplegándose muy por encima, como un pañuelo.
El fuerte sonido metálico de la campana cortó los gritos y los silbidos de la tripulación.
El señor Brackett estaba parado en lo alto de la cubierta hacia la popa de la nave, su expresión
adusta.
—¡Esto no es un circo, patanes! ¡Todos a trabajar!
Los marineros volvieron a sus funciones, refunfuñando entre ellos. Si bien Gray no podía culpar al
funcionario de mandar a los marineros a trabajar, por lo menos él podría compensar sus ausencias
felicitando sinceramente al joven en su descenso.

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—Bien hecho, muchacho —palmeó una mano contra el hombro tembloroso del joven—. Estarás
pronto en el castillo de proa con los marineros. Tal vez para el momento en que crucemos el Trópico.
—Gracias, señor —el muchacho se secó la frente con la manga.
—¿Cómo te sientes?
—Creo que voy a vomitar, señor.
Gray se echó a reír y se alejó rápidamente.
—Sólo hazme un favor, chico. Ahorra a mis botas un segundo bautizo.
Sofocando una risita nerviosa, la señorita Turner le dirigió al muchacho una cálida sonrisa.
—Usted es muy valiente, señor Linnet.
Gray observó la piel blanqueada y tensa de sus nudillos, donde tenía agarrado los bordes de su
capa. Él sabía que ella había estado enferma de preocupación por el muchacho. Incluso ahora, ella
estaba luchando por ocultar sus verdaderas emociones detrás de esa sonrisa amable, porque
entendía, como Gray, lo importante que era para la confianza de Davy, que no viera su miedo.
Pero Gray lo vio. Lo había sentido, cuando se había acercado más a él. En este mismo momento,
ella estaba tan cerca que sus sombras se extendían juntas en la cubierta. Su vulnerabilidad lo
desarmaba, de alguna manera, y esa sonrisa lo hacía envidiar a un novato de quince años, como
nunca había envidiado a un príncipe. Se apoderó de Gray la absurda idea de trepar él mismo el mástil,
sólo para disfrutar de esa cálida aprobación.
Davy se fue tambaleando hacia la baranda, y Gray puso una mano en la base de la columna de la
señorita Turner, girándola en dirección opuesta. Haciendo a un lado esa sonrisa encantadora, ella
misma no se se veía muy bien. Con un ligero, pero firme toque, la condujo por la escalera hacia la
elevada cubierta en el timón. Ella no protestó.
Maldita sea, sino sentía que ella encajaba perfectamente bajo su palma. Gray imaginaba que su
mano casi podría abarcar el ancho de su cintura. Puso a prueba la idea, abanicando sus dedos sobre la
parte baja de su espalda. Ella se estremeció bajo su tacto, pero no se apartó.
De hecho, ella pareció acercarse más.
—Está bien, cariño ―murmuró en su oído—. El muchacho lo hizo admirablemente. Así como tú.
Ella se movió para enfrentarse a él, esas pesadas faldas de lana arremolinándose sobre sus piernas.
Una extraña oleada de protección surgió en su pecho. Guiado por un impulso que no podía entender
más de lo que podía negar, Gray se llevó la mano de ella a los labios, presionando un cálido beso
sobre sus dedos.
—Ahora ―murmuró—, ¿de qué estábamos hablando? —por la vida de él, que no podía mantener
un pensamiento en la cabeza.
—De papeles. Usted... usted todavía me debe dos hojas de papel.
—Todavía me debes seis libras, y ocho chelines ―dijo suavemente—. Por no hablar de un nuevo
par de botas. Así que creo que llevas bastante delantera.
De hecho, Gray estaba perdiendo terreno rápidamente. Aquellos hermosos ojos, esa piel suave, el
dulce aroma que sólo se volvía más potente a medida que el calor entre ellos se iba forjando... Si se

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quedaban así mucho más tiempo, no daría dos peniques por nada, salvo para rodearla con sus brazos,
cubrir sus labios con los de él, y saquear esa descarada flor de su boca.
No, no. ¿Qué estaba pensando? Uno no saqueaba la rosa inglesa de una institutriz. Se trataba de
una joven que esperaba ser besada con dulzura. Castamente. Tiernamente.
Infiernos. La palabra "casta" ni siquiera estaba en su vocabulario. Y Gray no hacía nada
tiernamente.
—Dulce, odio decírtelo. Pero no importa cuántas hojas de papel llenes escribiendo cartas a casa,
no va a pasar por aquí ningún coche de correos.
—No, no son para cartas. No lo entiende.
—Bien, explícamelo entonces.
—Yo... ―ella lo miró otra vez, sus ojos grandes buscando los de él. Había una historia detrás de esa
mirada desesperada. Una que no cabría en dos hojas de papel, ni siquiera en doscientas, suponía él.
Le apretó la mano. Vamos, una parte tonta de él urgió. Cuéntamelo todo.
Ella nunca tuvo la oportunidad.
—Perdón, señorita Turner―Joss se paró juntó al hombro de Gray, pareciendo como si alguien
hubiera mezclado el agua de la sentina con su té—. Necesito hablar con mi hermano, si me lo
permite.
—Sí, por supuesto, capitán. El señor Grayson estaba... explicándome el funcionamiento del barco
―ella trató de arrancar su mano del agarre de Gray, disparándole una mirada dolorida cuando él se
negó a renunciar a su premio.
Gray dijo suavemente:
—En realidad, estábamos hablando de deudas. La señorita Turner todavía me debe su pasaje, y
yo…
—Y yo le dije, se lo pagaré hoy —debajo de esa abominación de falda, que envolvía la pierna de él,
ella plantó su talón encima de la punta de su bota y trasladó todo su peso sobre ella. Con fuerza. Una
vez más, Gray lamentó haber cambiado sus viejas y robustas botas por estas fatuas monstruosidades.
Su pequeño talón apuntó directamente sobre el cuero delgado.
Con una mueca tensa, Gray le soltó la mano. Había estado a punto de decir, y tengo que devolverle
su pañuelo. Pero sólo por eso, no lo haría.
—Buenas tardes, entonces —una dulce sonrisa adornó su rostro cuando ella pisó su el pie de
nuevo, con más dureza. Luego se volvió y se alejó indignada.
Él puso una cara divertida ante Joss.
—Creo que le gusto.
—A mi camarote, Gray.
Gray apretó los dientes y siguió a Joss por la escotilla. Si a él le gustaba ser el medio hermano de
Gray o no, Joss tenía una maldita suerte ahora mismo de que lo fuera.
Gray no habría tolerado esa orden arrogante de ningún vínculo más débil que la sangre.

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—Me diste tu palabra, Gray.


—¿Lo hice? ¿Y qué palabra ha sido esa?
Joss arrojó el sombrero sobre la cama de marco de madera y se quitó el abrigo con movimientos
nerviosos.
—Sabes muy bien lo que quiero decir. Dijiste que no irías tras la señorita Turner. Ahora estás
besando su mano y haciendo un espectáculo frente a todo el barco. Bailey ya está juntando las
apuestas de los marineros sobre cuántos días te llevaré acostarte con ella.
—¿En serio? ―Gray se frotó la parte de atrás de su cuello—. Espero que estén ofreciendo hasta
tres. Dos, si ordenas que el joven Davy suba el mástil nuevo. Eso la excitó mucho.
Joss lo fulminó con la mirada.
—¿Necesito recordarte que esto fue idea tuya? Tú querías un respetable barco mercante. Estoy
tratando de comandarlo como tal, pero eso va a ser un poco difícil, si todas las mañanas tratas de
organizar en cubierta la revista de un burdel.
Gris sonrió cuando Joss arrojó en la silla del capitán.
—Ten cuidado, Joss. Creo que casi hiciste una broma. La gente puede tener la idea que tienes
sentido del humor.
—No veo nada gracioso al respecto. Este no es un crucero de placer por el Mediterráneo.
—¿Crees que no lo sé? ―Gray caminó hacia las ventanas que abarcaban la popa del barco—.
Créeme, sé perfectamente lo que está en juego aquí. Son mis inversiones, maldita sea.
Joss hizo un resoplido desdeñoso.
—No es necesario que me recuerdan de quién es el dinero.
—Sí, es mi dinero y mi nave, pero te he confiado ambos.
—No, no lo has hecho. Mandoneas a mi tripulación, cuestionas mis decisiones...
—Así que de eso se trata. ¿La tormenta de ayer?
—La tormenta, las cabras, Bains, la chica. Revocas mis órdenes en todo momento, y hace sólo un
día que dejamos tierra. Te lo digo, si quieres un capitán que sólo piense en las ganancias, sin respeto
por la comodidad y la seguridad de las personas a bordo…
¿Sin respeto por las personas? Oh, ahora Gray estaba enojándose. Esto era todo acerca de su
respeto por las personas. Dos personas bastante importantes, una de las cuales lo estaba mirando
fijamente con el asesinato en los ojos. La otra era la razón principal de su presencia en este barco. Ir a
buscar a su hermana menor para su debut en Londres era algo que él había estado esperando hacer
desde hace años. Esa tarea, Gray no la iba a delegar.
—Quiero un capitán que no vaya a empañicar la vela y echar anclas a la vista de unas cuantas
nubes ―dijo—. Y sí, maldita sea, necesito un capitán con la fortaleza para aguantar unas cuantas
cabras e institutrices, si eso es lo que se necesita para obtener algún beneficio —rodeó la mesa para
enfrentarse cara a cara con su hermano—. ¿Qué te ha pasado? Acostumbrábamos a agitar estos
mares como un par de tiburones. Nos tomábamos todo, no temíamos a nada.
—Éramos jóvenes. Y estúpidos.

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—Tal vez fuera así, pero era grandioso. Navegábamos el buque más rápido del Atlántico. El
Afrodita capturó más botines que cualquier otro corsario al servicio de la Corona, y no lo hicimos por
jugar seguro ―Gray apoyó una mano en el hombro de Joss y bajó la voz—. La guerra ha terminado. Y
no necesito decirte cuánto de ese dinero se hundió en esa aventura. Tenemos que conquistar el
comercio honesto ahora. Tenemos que perseguir el éxito con todo lo que tenemos.
—¿Nosotros? ¿Qué es todo este discurso de "nosotros"? ¿Cuándo entró esa palabra en tu
vocabulario? ―Joss se encogió para deshacerse de la mano.
—¿Cuándo te volviste un asno insufrible? Siempre ha sido "nosotros". Se suponía que íbamos a ser
socios con pleno derecho, hasta que tú cambiaste de opinión.
—Oh, ¿vamos a llevar la cuenta de promesas rotas ahora? Adelante, pero te lo advierto... No creo
que sea una discusión que quieras comenzar.
Gray respiró lentamente, obligándose a mantener la calma.
—Lo pasado, pasado. He hecho lo que puedo, pero ahora tenemos que hacer este trabajo. Se lo
debemos a Bel. Y a Jacob.
—Ya veo. Es tu dinero, pero es nuestra obligación. No te atrevas a decirme lo que le debo a mi
propio hijo. Que me aspen si debo tomar lecciones tuyas acerca del deber familiar.
Gray miró a su hermano. Aparte de las orejas de su padre, ya apenas reconocía a Joss. Cuando no
era la figura triste de un viudo de luto, era un redomado imbécil. ¿Por qué no podía ver él que todo
esto era por el bien de la familia? ¿Que Gray había trabajado todos estos años, asumido todos los
riesgos, por él y Bel, y ahora por Jacob?
—La señorita Turner puede ser una muchacha de aspecto dulce ―dijo Joss—, pero tienes que
mirar en otra dirección. Aparte de mi responsabilidad como capitán para proteger su seguridad
personal, no me puedo permitir el melodrama que acompaña a tus romances, Gray. Sabes muy bien
lo que le hará a la tripulación saber que te estás acostando con ella bajo sus narices. ¿Y qué pasará
cuando te canses de ella? ¿Necesitas que te recuerde a la viuda del capitán francés? Ese incesante
llanto hizo maravillas para la moral a bordo.
—Tal vez no me cansaré de ella ―protestó Gray, sólo para llevar la contraria. Porque, al parecer,
así era como se comportaban los hermanos.
—Tal vez un delfín saldrá volando de tu trasero. Y aquí hay un argumento que incluso tú no puedes
refutar. La Naviera Grayson no necesita una reputación de entregar mercancía dañada. ¿Quieres que
le entregue a George Waltham una institutriz embarazada?
—No la dejaría embarazada. Dame ese crédito, por lo menos.
—No te doy crédito de nada. Vamos a tratar esto por última vez, ¿de acuerdo? Tú me hiciste
capitán de este barco. Si yo soy el capitán, lo que digo se hace. Y digo que no la toques. Si no puedes
cumplir mis órdenes, toma tú mismo el mando de este barco y déjame ir a casa.
—¿Ir a casa y hacer qué? ¿Dilapidar tu fortuna y talento siendo un pequeño granjero?
—Ir a casa y cuidar de mi propia familia. Ir a casa y hacer lo que me dé la real gana, por una vez.
Maldiciendo, Gray se apoyó contra la pared. Sabía que Joss cumpliría esa amenaza, también. No
había sido fácil, persuadir a su hermano que se sacara el luto.

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Gray había recurrido directamente a la intimidación sólo para convencerlo de tomar el mando del
Afrodita, amenazando con cortar sus ingresos a menos que él se presentara en Londres, según lo
acordado. Pero necesitaba a Joss, si este negocio marítimo quería mantenerse a flote. Había
trabajado muy duro, sacrificado demasiado para verlo fracasar.
Y si Joss no se volvía un socio dispuesto, todo habría sido en vano.
—Aléjate de la chica, Gray.
Gray suspiró.
—Estamos en el mismo barco. No puedo dejar de estar cerca de ella. Tampoco voy a prometer que
voy absterme de tocarla, porque la chica parece perder el equilibrio cuando estoy cerca. Pero te doy
mi palabra de que no la besaré de nuevo. ¿Satisfecho?
Joss negó con la cabeza.
—Dame tu palabra que no te acostarás con ella.
—¡Qué leyenda me estás haciendo! Insinuando que podría acostarme con ella sin siquiera besarla
primero ―Gray jugueteó con el borde de la uña de su pulgar mientras lo consideraba—. Eso podría
resultar un reto divertido, ahora que lo sugieres.
Joss le disparó una mirada de incredulidad.
—Con alguna otra dama, y en algún otro buque ―Gray alzó las manos en un gesto defensivo—. No
voy acostarme con ella. Tienes mi palabra. Y no creas que eso no es un gran sacrificio, porque lo es. Yo
la habría tenido en dos, tres días a lo sumo, te lo digo.
—Una vez más: no es divertido.
—Por el amor de Dios, Joss, es una broma. ¿Qué quieres, una disculpa? Siento haber besado la
mano de la señorita Turner, ¿de acuerdo?
Joss meneó la cabeza y abrió la bitácora.
—No, no lo sientes.
—Sí, lo siento —lo extraño de todo era que Gray estaba diciendo la verdad. Él sabía que estaba
siendo un imbécil, pero bromear era más fácil que ser honesto. A pesar de sus bromas, él no había
besado su mano con la intención de seducirla, o para juzgar si ella sabía tan dulce como había soñado.
Había besado sus dedos por una sola razón. Porque estaban temblando y él había deseado que se
calmaran. Era algo muy poco característico de él, ese beso. No era un gesto que considerara que fuera
prudente repetir. La muchacha le hacía algo extraño a él.
Gray lo intentó de nuevo.
—Lamento haber besado la mano de la señorita Turner —cruzó la habitación para quedar enfrente
de la silla de su hermano—. Lamento haber discutido acerca de la tormenta. Lamento haber
despedido a Bains. Demonios, incluso voy a decir que lamento lo de las cabras. Lamento que hayas
tenido la gran desgracia de ser engendrado por mi degenerado padre, y lamento que estés pegado a
un igualmente degenerado medio hermano.
Joss alzó la mirada bruscamente.
Gray dijo: —Lamento que Mara haya muerto.

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Joss volvió a bajar la mirada.


Gray se sentó frente a él.
—Pero no lamento haberte hecho el capitán de este barco, Joss. Joss —esperó hasta que su
hermano encontró su mirada—. Eres el único en el que puedo confiar. Te necesito para comandar
este barco, y no lo voy a poner en peligro de ninguna manera. No volveré a revocar tus órdenes. Me
alejaré de cualquier conflicto —abanicó los dedos a lo largo del cartapacio y recordó la delgada
anchura de la cintura de la señorita Turner. Luego cerró la mano en un puño—. Te dije que no iría tras
la señorita Turner. Y no lo haré.
Joss resopló.
—Maldita sea, quisiera que uno de estos días aprendieras a confiar en mí.
Su hermano lo miró a los ojos.
—Ni la mitad de lo que yo quisiera que me dieras una razón para hacerlo.

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CAPÍTULO 06

Sophia estaba hambrienta. De repente, vorazmente hambrienta.


Un roce con el desastre podía hacerle eso a una mujer.
Ella bajó las escaleras al fondo del barco. ¿Stubb no había mencionado que la cocina estaba por
aquí en alguna parte? Ella no podía recordar dónde.
Haciendo una pausa en la parte inferior de la escalera, ella apoyó una mano en la escalera para
mantener el equilibrio. Su corazón latía en su pecho. El aire era demasiado pesado. Sus respiraciones
eran superficiales, y se sentía débil por el hambre.
Había estado tan cerca de confesar todo.
Si al menos él no fuera tan exasperante y solícito, todo a la vez. Uno u otro, ella sabría cómo
resistirlo, pero la insolencia y el encanto era un potente brebaje en realidad. La forma en que él había
calmado su preocupación con esos dedos ásperos, aun cuando sus palabras fueran burlonas. La forma
en que la había guiado con un ligero toque en la parte baja de la espalda, le había besado los dedos
con tanta ternura... podrían haber estado en un elegante salón de baile, preparándose para bailar una
contradanza.
A todas luces -por su atuendo bien cortado, el acento culto, el porte altivo, el raro destello de
cortesía-, el señor Grayson era un hombre capaz de moverse en las altas esferas de la sociedad
inglesa, pero se deleitaba en hacer precisamente lo contrario. Por un momento, había pensado: Si ella
se lo contaba todo, tal vez lo entendería.
Tal vez él era un fugitivo, también.
Muchacha tonta, tonta. Él entendía de ganancias. Entendía seis libras, ocho chelines. El señor
Grayson no era diferente de cualquier pretendiente hambriento de fortuna de la sociedad. O para el
caso, incluso de su propia familia. Él la miraba y veía oro, atado con un bonito lazo. Y ella le daría su
maldito oro y terminaría con él… tan pronto como encontrara algo de comer.
En lugar de girar a la izquierda, a la cabina de las damas, Sophia fue a la derecha. Llegó a una
cabina muy similar a la suya en apariencia, pero se distinguía por el fuerte olor a cabra. Sosteniendo la
manga contra su nariz, atravesó el espacio común rápidamente y salió por una puerta en el lado
opuesto.
—¡Cierra la maldita puerta, entonces! ―le tronó una voz a través de una nube de vapor.
Sophia obedeció rápidamente.
Un hombre negro, alto y delgado, estaba parado sobre una olla de agua hirviendo, tallando
pedazos de una patata pelada con un cuchillo de grandes dimensiones.
—No hay tiempo para porquerías ahora, ¿verdad? ―dijo sin levantar la vista—. Esas son seis
campanas que acaban de sonar, y no soy tan viejo que no pueda oír, ni tan estúpido que no pueda
contar. Así que desaparécete luego, bastardo codicioso, y vuelve en una hora.

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Sophia habría obedecido esta petición, pero estaba momentáneamente sorprendida e inmóvil.
Nadie, en todos sus veinte años de gentil privilegio, nunca se había dirigido a ella de una manera tan
grosera. Mucho menos un cocinero negro.
Ella no podía nombrar la sensación que se apoderó de ella. No era enojo, o vergüenza. Era más una
sensación de completa desorientación. Como si Dios, en un ataque de aburrimiento, hubiera pensado
que podría ser divertido darle la vuelta al mundo en su oído.
El cocinero arrojó el cuchillo y se limpió las manos en el delantal.
—Te lo dije, te puedes ir a la mierda. No vas a lograr nada hasta que… ―se dio la vuelta, vio a
Sophia, y se congeló.
Se quedaron allí, mirándose el uno al otro, sin hablar, hasta que la olla hirvió.
—Maldita sea ―el cocinero agarró un fierro, usándolo para abrir la estufa de un tirón, para luego
atizar vigorosamente el fuego. Las chispas salieron disparadas para mezclarse con el vapor.
—Perdón ―dijo Sophia—. Sólo esperaba encontrar un poco de pan.Tal vez... —el cocinero juró de
nuevo cuando golpeó la estufa para cerrarla, y ella saltó—. Tal vez un poco de té.
—No, soy yo quien debe pedir perdón, señorita ―se volvió a secar las manos en el delantal,
dejando manchas oscuras de hollín—. Tome asiento, ¿señorita...?
―Señorita Turner.
—Tome asiento entonces, señorita Turner—él acercó un taburete de tres patas a una cuadrada
mesa de carnicero y la palmeó con la mano—. Yo soy Gabriel.
Sophia se sentó rápidamente. Era un taburete cómodo, y un espacio confortable. Una pequeña
habitación cuadrada, llena de gabinetes y la cocina a un lado.
Arriba, el techo se cernía medio metro más o menos sobre el nivel de cubierta, dejando entrar el
aire fresco y la luz solar desde los cuatro lados. Los aromas de la de la comida hacían que le gruñera el
estómago.
—Voy por pan y té—dijo el hombre. Ahora que había dejado de jurar, la cadencia de su exótica voz
la intrigaba. A diferencia de las bruscas órdenes que los marineros intercambiaban desde los aparejos
a la cubierta, el modo de hablar de Gabriel era suave y resonante—. No estoy acostumbrado a tener
pasajeros a bordo ―la miró, y una sonrisa blanca y dientuda dividió su rostro—. Por un momento,
pensé que era un ángel venido a llevarme al cielo.
Ella hizo una mueca.
—No, no soy un ángel —sabía que él tenía la intención de ser halagador, pero también podía
llamarla un escarabajo, por todo el placer que le transmitía ese apelativo—. Soy una institutriz.
Su ángel, Toby siempre le había llamado. Su inocente paloma. Se volvía casi poético sobre lo
perfecta que era, lo hermosa y pura.
Él no tenía ni idea.
—Perdóname ―le había susurrado después de cada beso, tragando con fuerza entre respiraciones
irregulares—. Eres tan hermosa que no puedo controlarme. Pero no te asustes, mi ángel. No te voy a
presionar para ir más allá. Lo lamento mucho.

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Pero Sophia no lo había lamentado, ni se había asustado en lo más mínimo. Ella recitaba los
recatados aplazamientos que venían tan naturalmente como el bordado a cualquier joven de buena
educación, pero esos encuentros la dejaban sintiéndose frustrada y curiosa. Deseaba ser presionada
para ir más allá. Presionada con más, y más fuerza, y en lugares indeciblemente íntimos.
Toda una vida de jugar al ángel perfecto de Toby se había cernido ante ella como un infierno
viviente. Ella no tenía ningún uso para la pureza; Sophia quería pasión. Así que había huido. Había
huido de la boda de sus sueños- y del novio soñado- de toda joven de Inglaterra, con la débil
esperanza de encontrarla.
Pero por el momento, se conformaría con un poco de té y un pedazo de pan.
—Pido disculpas por maldecirla de esa manera —puso una olla en la estufa—. Pensé que era uno
de esos marineros, que vienen en busca de comida extra. No se les puede dar un bocado más de lo
que les corresponde a su ración, mendigos codiciosos. Les das una galleta extra, y van a esperar lo
mismo todos los días hasta que lleguemos a puerto —colocó un pedazo de pan delante de ella—. Esto
es lo último de pan, señorita. Que lo disfrute.
Sophia lo masticó con gratitud. El pan duro nunca le había sabido tan delicioso.
—Con mucho gusto le perdonaría cualquier cosa por una taza de té. ¿Pero qué hubiera pasado —
preguntó ella, tragando—, si hubiera sido el capitán Grayson? ¿O el señor Grayson?
Gabriel hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—He estado ahuyentando a Gray y a Joss de una cocina o de otra, desde que eran muchachos. Son
demasiado listos como para meterse con el viejo Gabriel —fue a alcazar una lata de té y se detuvo—.
Pero podría haber sido el señor Brackett. Y algo me dice que no tomaría muy bien el que lo hubiera
mandado a la mierda —se encogió de hombros, sacando el té de un pote de hojalata—. Muchos
cambios para un viejo como yo. No se utilizaba a hombres de la clase de Brackett a bordo de este
buque. Tampoco hermosas señoritas como usted.
—Pero usted no puede ser viejo —insistió Sophia. Gabriel se echó a reír, y ella miró su cara a través
del vapor. La piel lisa y sin arrugas, el brillo del caoba pulido extendiéndose sobre los pómulos altos y
la nariz chata. Su risa reveló un conjunto completo de dientes blancos y rectos. Sólo un mínimo polvo
blanco sobre su pelo muy corto daba un indicio de su edad avanzada.
La tetera silbó.
—¿Y qué quiere decir con que no está acostumbrado a los pasajeros? —Sophia apoyó el codo
sobre la mesa y descansó la barbilla en la mano, fascinada por el humeante hilo de agua desde la
tetera al tiesto—¿Todos los camarotes están ocupados normalmente con cabras, entonces?
Gabriel se echó a reír.
—Ahora, no menospreciaría las cabras, señorita Turner. Ellas le darán la leche para el té, y un sabor
de sopa los domingos —colocó un tazón de lata sobre la mesa delante de ella y sirvió una generosa
cantidad de melaza en él—. Pero estos camarotes son todos nuevos, señorita. Usualmente era el
entrepuente, desde la cocina al castillo de proa. El Afrodita es una nave totalmente nueva por dentro.
Es como su viaje inaugural. Necesitábamos todo ese espacio durante la guerra —continuó, vertiendo
el té en la taza de ella—. Para miembros de la tripulación extras y armas. Para pólvora y balas de

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cañón, también. Y el barco tenía que salir del puerto medio vacío, al menos, así habría espacio para la
carga de botines y los prisioneros.
Sophia parpadeó hacia él, ignorando el olor delicioso del té delante de ella.
—¿Balas de cañón? ¿Prisioneros? ¿El Afrodita era un buque de guerra, entonces?
—No, señorita —él sonrió y volvió a su pote de patatas en la cocina—. ¿Esta tripulación
relacionándose con la Marina Británica? No, el Afrodita era un buque corsario. Se ganó sesenta y tres
botines de barcos franceses y americanos. Y le granjeó a Gray más dinero en cinco años en el mar que
lo que el viejo señor Grayson perdió en treinta años de cultivo de caña de azúcar.
La mano de Sophia cayó sobre la mesa.
—Pero corsarios... ¿no son casi lo mismo que los piratas?
—No, señorita. Hay un mundo de diferencia entre la vida de un corsario y la de un pirata.
—¿Menos violenta?
Gabriel negó con la cabeza.
—Prácticamente lo mismo en eso.
—Más honorable.
—Nonecesariamente. Ello dependerá del corsario en particular y del pirata en particular.
—Entonces, ¿en qué es diferente?
—Vaya, lo legal de ser corsario, por supuesto. Autorizado por la Corona. No se puede ser ahorcado
por ser un corsario.
—Ya veo.
—Por supuesto, la guerra ha terminado ahora —Gabriel roció el plato con pimienta antes de retirar
la olla de la estufa—. No hay más actividades de corso. Así que tenemos que volvernos respetables,
dice Gray. Era eso, o volvernos piratas —Gabriel le guiñó un ojo—. Y yo estoy muy apegado a mi
cuello.
Sophia tomó un sorbo de té, asombrada. Ella era la única pasajera femenina -el único pasajero, en
realidad- a bordo de un barco con una tripulación compuesta en su totalidad por hombres que bien
podrían ser piratas, excepto que no podían ser colgados. Y el señor Grayson, con su arrogante alarde y
su lujuria mercantil, era su incolgable, antiguo rey pirata.
Misericordia.
Se tomó el resto de su té en un largo sorbo, cubierto con un audible trago.
—Gracias por el refresco ―dijo ella, poniéndose de pie. La sangre se le subió a la cabeza, dejándola
mareada. El vapor de repente demasiado denso para respirar—. Yo... creo que voy a ir a tomar un
poco de aire fresco.
Mientras avanzaba de prisa en la cubierta, su mente era un torbellino de ideas. Todo ese tiempo
que el señor Grayson había estado tocándola, burlándose de ella... ella había estado relacionándose
con un pirata. Si él hubiera tenido la más mínima sospecha de que llevaba cientos de libras por debajo
de su corsé, seguramente no se detendría ante nada para conseguirlo. Y, sin embargo, la precaución
no podía superar la gótica emoción. Por el amor de Dios, un pirata.
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Podría estar en peligro, se advirtió.


Podría ser saqueada.
La posibilidad realmente debería haberla asustado más de lo que lo hizo.
Tal vez no podía escapar del hombre, pero ella tenía que aplacar esta respuesta que él incitaba en
ella. Sólo había una cosa para ello. Debería ir a su camarote y dibujar. Algo simple, inocente. Capullos
de rosas, manzanas, bloques de madera. Cualquier cosa excepto a él.
Luego, algo cayó en la cubierta con un ruido sordo, sorprendiendo a Sophia y deteniéndola en
seco. Era un trozo de cuerda anudada, de tan sólo unos metros de largo, y había aterrizado casi a sus
pies. Un objeto bastante pequeño haciendo tanto ruido. Debe de haber caído desde muy alto.
Protegiéndose los ojos con la mano, Sophia estiró el cuello y miró hacia arriba. Davy Linnet
descendió por el aparejo, mano sobre mano, como un mono.
A pesar de su nerviosismo de antes, ahora él parecía nacido para las cuerdas. Aterrizó a sus pies en
un agraciado descenso en picada.
—Perdón, señorita. —Cogió el ofensivo rollo y con una sonrisa tímida, hizo una torpe reverencia.
Sophia lo honró con su mejor sonrisa de debutante, satisfecha por la manera en que las pálidas
mejillas del muchacho se colorearon cuando lo hizo. Por lo menos alguien en este barco sabía cómo
tratar a una dama.
―Señor Linnet, me pregunto si podría molestarlo con un favor.
El joven tragó, su expresión repentinamente seria.
—Cualquier cosa, señorita. Cualquier cosa.

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CAPÍTULO 07

En los siguientes días, Gray se encontró siendo pareja en una clase absurda de cuadrilla. La señorita
Turner estaba siempre en su punto de mira, pero rara vez a su alcance. Y cuando sus caminos se
chocaban en ocasiones, tanto accidental como intencionadamente, rápidamente giraba alejándose de
él, para perderse en el baile una vez más.
Así como así.
Aprendió el patrón de sus actividades. Ella aparecía en cubierta poco después del desayuno,
probablemente para tener un poco de aire fresco. Luego desaparecía otra vez, por lo general hasta las
guardias de cuartillo8, al final de la tarde. El momento favorito del día de un marinero, la guardia de
cuartillo, cuando el trabajo disminuía y el sol estaba bajo en el cielo y la cena se cernía con optimismo
en el horizonte. Era la hora del día cuando aquéllos que tenían gaitas las tocaban, y los que tenían
cartas se reunían para una partida, y los hombres sin talento para la música o para los juegos de azar,
podrían encender una pipa en su lugar. Era natural, entonces, que la señorita Turner apareciera en
cubierta a esa hora, atraída por el aire de camaradería y los sonidos de la risa o de una canción.
No podía imaginar cómo pasaba ella su tiempo entre la mañana y el atardecer. ¿Qué hacían las
damas con ellas mismas en un viaje transoceánico? ¿Coser? ¿Leer? A Gray le daba picazón la
ociosidad. Encontraba muy poco que hacer, salvo trazar la latitud religiosamente y circular por
cubierta, deteniéndose a charlar con los marineros de vez en cuando. Ocasionalmente, una vela
podría aparecer en el horizonte. Y, de acuerdo a su derecho como capitán, a Joss podría o no
antojársele decidir saludar a la nave y dejar que la diosa tallada que adornaba la proa del Afrodita
hiciera una reverencia a un mascarón de proa similar.
Extraño… ver la aproximación de los buques de buen grado ahora, en lugar de huir.
—¡Dilo!
El grito atrajo la atención de Gray. Un grupo de marineros rodeaba al joven Davy, quien parecía tan
irritado como lo podía estar un novato de quince años.
Davy estaba parado nariz con pecho con O'Shea, clavando un dedo en el pecho del irlandés.
—¡Devuélvemelo entonces, tú grande, feo…!
—¡Cuida tu boca, chico! Piensa con quién estás hablando —O'Shea le dio un empujón con la mitad
de su fuerza, haciendo caer a Davy desgarbadamente contra Quinn, uno de los hombres nuevos.
Quinn gritó en señal de protesta y lanzó un rápido codazo, golpeando a Davy y derribándolo sobre la
cubierta.
Gray se acercó para unirse al grupo. Un poco de afables novatadas no hacían daño a un chico
nuevo. Tenía que aprender su lugar entre la tripulación. Pero Gray nunca había tolerado la crueldad
en su barco. Y este, se recordó, seguía siendo su barco. Sin decir palabra, extendió una mano a Davy y
lo ayudó a ponerse de pie. La tripulación se dio de codazos entre ellos, acallando las risas.
8
Guardia de cuartillo: Eran las guardias de los marineros entre las 6 de la tarde a las 8 de de la noche. Se dividían en
guardias de dos horas: entre las 4 y las 6 de la tarde, y la otra de las 6 de la tarde a las 8 de la noche.

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—¿Cuál es el problema, O'Shea? ―Gray sabía que no debía solicitar la versión de Davy primero. La
jerarquía a bordo era sagrada.
El irlandés se encogió de hombros.
—El chico se enojó por un pedazo de papel.
—¿Papel? ―Gray colocó una mano en la manga de Davy.
Davy forcejeó contra el agarre de Gray.
—Es mi papel, gran patán.
—Y yo te dije que te lo iba a devolver, ¿no lo hice, pequeño cabrón? ―O'Shea apretó los puños y
se volvió hacia Gray—. ¿Puedo golpearlo, Gray? Déjame golpearlo. Él insultó a mi madre, el pequeño
pedazo de mier…
La campana sonó por el timón. Todos giraron para ver al señor Brackett, usando su habitual abrigo
negro y la misma expresión oscura de siempre.
—¡Vuelvan a sus puestos, todos ustedes! ―con fuertes zancadas se dirigió a la claraboya por
encima de la cocina y gritó hacia abajo—. ¡Cocinero, nada de grog 9 esta noche para la guardia de
babor!
—Sí, sí, señor Brackett —flotó la voz de Gabriel hacia arriba en una nube de vapor.
Los hombres se quejaron a coro, y a Davy le llegaron unos cuantos golpes sordos a los riñones.
—¡Ay!
—Mejor dejas que yo tenga el papel, O'Shea ―dijo Gray—. Voy a tener una charla con el chico aquí
sobre el cuidado de su lugar.
O'Shea le entregó una arrugada hoja de pergamino antes de dirigirse hacia la proa del barco.
Gray se volvió hacia el muchacho. Se aclaró la garganta, convocando los tonos graves que
reservaba para las reprimendas y los funerales y otras raras ocasiones.
—Ahora, Davy. Es de mala educación, y en general una mala idea, ir en contra de O'Shea. O en
contra de cualquiera de los miembros de la tripulación, para el caso. Estarán juntos en este barco por
el próximo mes, si te das cuenta. La vida en el mar no es todo grog y sol. Tus compañeros tienen tu
vida en sus manos, y no quieres darle ninguna razón para perder su control.
—Sí, señor —fue la hosca respuesta del muchacho—. Es sólo que... —hizo un gesto hacia el papel
arrugado en la mano de Gray—. Échele un vistazo, señor.
Gray sonrió.
—¿Qué es, entonces? ¿Una carta de amor de tu chica de la granja? ―soltó la manga de Davy y
alisó el papel en el pecho antes de mirarlo.
Casi lo dejó caer.
Era un dibujo al carboncillo del joven Davy Linnet. Y era una revelación.
—La señorita Turner lo hizo ―dijo Davy simplemente.

9
Grog: bebida hecha de agua caliente azucarada, mezclada con un licor, generalmente ron, aunque también puede
ser kirsch, coñac u otros. Suele contener algún aromatizante, por ejemplo, limón.

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Ella lo había hecho, realmente. La semejanza del muchacho se traducía en trazos ligeros, diestros, y
en detalles increíblemente fieles. No era nada parecido a los dibujos de colegialas que la mayoría de
las jóvenes producían: figuras humanas genéricas, parecidas a unos bloques, distinguibles sólo por el
color del cabello del sujeto, o la línea de la nariz. Cada centímetro de este boceto era inimitablemente
Davy. La inagotable energía en su postura y los revueltos mechones de pelo oscuro. Las orejas
irregulares y las manos demasiado grandes, que con en el tiempo él se adaptaría a sus tamaños. La
chispa de optimismo juvenil en sus ojos, cubierto por la timidez, ese gesto ladeado de sus labios, una
sombra de futura ironía. En un único boceto, el artista -porque esto era sin duda la obra de un artista-
había capturado el muchacho que Davy era y el hombre en que un día se convertiría. No se limitaba a
una semejanza, era un retrato.
Hizo que Gray sintiera nostalgia de su niñez. Lo hacía sentirse extrañamente humilde y solo. Hizo
que le dieran ganas de estrangular a la maldita cabra que se había comido dos hojas de papel de la
señorita Turner y girar en redondo la nave sólo para comprarle más.
Y, sobre todo, hizo que Gray se sintiera muy curioso -y un poco temeroso- de saber lo que la
señorita Turner veía cuando ella lo miraba.
—Pensé que lo guardaría para mi madre ―dijo Davy—, así ella no olvidará cómo me veo. La
señorita Turner sólo trabajó en él mientras yo estaba fuera de guardia, señor Grayson. Dijo que yo le
estaba haciendo un favor, dándole un tema para practicar —el muchacho se frotó la cara con la
manga y estiró el cuello para mirar sobre el hombro de Gray—. Nunca tuve un retrato de mí mismo
antes. ¿Se parece a mí bastante?
—Muy similar ―dijo Gray en voz baja. Luego se aclaró la garganta y forzó una sonrisa—. Es un
demonio apuesto, señor Linnet. En un par de años, estarás rompiendo los corazones de las damas en
dos continentes.
—Oh, no —gritó Quinn desde la cofa—. El muchacho está hasta las narices enamorado de la
señorita Turner. ¿No, chico? Ella es todo de lo que puede hablar, Gray. No vayas a tentarlo de hablar
de otras chicas. No habrá otra dama para él… no en este viaje, de todos modos.
Davy se ruborizó y tartamudeó.
—Yo... Eso no es...
Gray se rió y le dio una palmada en el hombro.
—No se puede criticar tu elección, Davy. Ella es una mujer hermosa y con talento además.
Davy cambió su peso, incómodo.
—Bueno, y por supuesto ella no me mira. Yo sé eso, señor. Yo sólo...
—No eres más que un chico normal de quince años. Yo mismo fui uno, si te das cuenta. Y nunca me
llamó la atención una dama la mitad de fina que la señorita Turner ―le dio al dibujo una mirada más
prolongada antes de devolvérselo a Davy—. Y ella debe pensar mucho en ti, Davy ―dijo, riendo entre
dientes—. Ella te ha dado toda una hoja de papel.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 57


TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Cuando Sophia salió de la escotilla, reconoció de inmediato la maliciosa risa del señor Grayson,
procedente de algún lugar a su derecha.
Ella giró a la izquierda.
Una noche entera de lluvia había borrado la cuenca invertida del cielo a un azul brillante y sin
nubes. El sol brillaba con audacia absoluta, y destellaba la cresta de cada ola. Su brillantez colectiva
era casi dolorosa para la vista, como un mar de diamantes.
Este debería haber sido el día de su boda.
Sophia se preguntaba si el sol estaba brillando en una pequeña capilla pintoresca de Kent. ¿Qué
habría sucedido, se preguntó ella, con las centenares flores de invernadero, especialmente cultivadas
para la ocasión? Pensó en el desayuno de la boda, tan cuidadosamente planeado, hasta la última
cuchara dorada de la vajilla del café. ¿Estaba el pastel con forma de pirámide con helados de sabores
a almendra y rosas, esperando estoicamente su regreso, un estilado monumento egipcio a su
traición?
Incluso si se las hubieran arreglado para mantener oculta su desaparición hasta ahora... cuando
ella no se presentara a su propia boda, el secreto sería revelado.
Los rumores de su fuga con el misterioso Gervais saltarían de dama en dama como las pulgas en un
banco de una iglesia. Ella sería la comidilla de la alta sociedad, aunque no del todo en la forma en que
sus padres con sus aspiraciones sociales habrían esperado.
Qué elaborada broma les había jugado a todos ellos. Qué risa.
Entonces, ¿por qué sentía ganas de llorar?
Poniéndose de puntillas y agarrándose a las clavijas de madera, ella se inclinó sobre el costado del
buque, mirando fijamente las olas interminables y las estelas de espuma, semejantes a un remolino.
Una sola lágrima se le deslizó desde el rabillo del ojo, hasta caer en el agua del mar con todo el
significado de un grano de arena esparcido en el desierto.
Un destello por debajo de las olas captó su mirada. Un dardo suave surgió desde el fondo azul-
verde, luego se hundió bajo la superficie de nuevo. Sophia esperó, conteniendo la respiración.
Apareció una vez más, un rayo inconstante surcando las olas, ajustando su ritmo al rápido progreso
del Afrodita.
Un marinero cercano llamó a otro, y los dos hombres se unieron a ella en la baranda, señalando el
curso de la elegante criatura.
—¿Qué es? —preguntó Sophia en voz alta, sus ojos nunca apartándose del agua.
—Es sólo un dorado, señorita —respondió uno de los miembros de la tripulación.
La criatura saltó del agua, su forma brillante y sedosa surcando el aire antes de desaparecer una
vez más bajo las olas. Saltó de nuevo, y entonces otra vez, esculpiendo arcos lúdicos y exuberantes, a
través del rocío, dejando detrás descendentes arco iris de plata con su estela.
El curso del pez se desvió, acercándolo aún más al casco del buque. Sophia admiraba el hocico
plano de la criatura y la hoja afilada de la aleta, recorriendo el largo completo de su columna. Pero lo
más maravilloso de todo eran los colores audaces, iridiscentes que decoraban sus escamas.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Es hermoso —dijo.


Un arpón salió disparado de la mano del marinero, ensartando el pescado con un enfermizo
chapoteo.
—Es la cena ―dijo el tripulante alegremente. Los dos hombres dejaron caer una red por la borda y
transportaron a bordo su presa arponeada.
Dando arcadas, Sophia se llevó la mano a la boca y se alejó.
—Ahora, no sea delicada, señorita ―dijo el tripulante—. Se va a perder los colores.
¿Los colores? Sophia se asomó por encima del hombro. Ahora los hombres tenían el pescado
completamente a bordo, y su cuerpo plano golpeaba en vano la cubierta de tablones.
—¿Ve, señorita? Los colores están empezando.
Mientras el marinero hablaba, los colores audaces de las escamas del pescado comenzaron a brillar
y a cambiar. Sophia dio un paso hacia él, fascinada. Su vientre de color azul claro se profundizó a un
verdadero cobalto. Una raya de un verde fuerte se volvió eléctrica con el dorado. Sophia nunca había
visto colores tan vivos, no en la naturaleza, ni en las pinturas.
Ni siquiera en sus sueños. El pescado era un arco iris viviente.
Un arco iris moribundo, más bien. Su cuerpo arqueado eventualmente se puso pálido y débil,
volviéndose tan incoloro como la cubierta. Después de haber retirado el arpón, los tripulantes
regresaron a la baranda para buscar más. Y allí yació el pescado, eviscerado y sin vida.
Sophia nunca se había sentido tan desilusionada. La cruda realidad de la vida y la muerte habían
salpicado su cara tanto como el agua del mar. Se dio cuenta, con una claridad repentina, que durante
toda su vida, la habían criado para ver al mundo como una colección de objetos reunidos para su
diversión, su admiración, su consumo. Pero ahora ella entendía… nada existía únicamente para la
belleza.
Incluso un hermoso pez, aun muerto, todavía era comida.
Se había ido de casa buscando experimentar la vida real, una verdadera pasión, una gran aventura.
Bueno, esto era la vida real, y no era bonito. Y cada momento parada aquí, mirando fijamente la
cubierta y llorando lágrimas sin sentido, era un momento de la vida real desperdiciado.
—Aquí hay otro —gritó uno de los marineros, lanzando su arpón de nuevo al mar. Un segundo más
tarde, se pavoneó triunfante—. Lo atrapé de una.
Sophia se apresuró a regresar a la baranda y se asomó el borde para ver el pescado arponeado que
agitaba las olas produciendo espuma. Una emoción vertiginosa calentó los dedos de sus pies.
El tripulante comenzó a tirar de la cuerda, mano sobre mano.
—¿Puedo ayudar a atraerlo? ―le preguntó.
—¿Qué? —gruñó el marinero, sin perder el ritmo.
—¿Puedo? ―ella indicó con la barbilla al pescado que forcejeaba y puso una mano en la cuerda,
por encima de la de él. Ella ya antes había sacado del agua un pescado -claro que se trataba de una
trucha más bien pequeña, arrancada de un arroyo de la región central inglesa. Pero aún así, el
principio parecía el mismo.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Él la miró un momento y luego se encogió de hombros.


—No veo por qué no.
Sophia agarró la cuerda con ambas manos, y él le enseñó cómo apuntalar un pie en la borda y tirar
mano sobre mano, dejando caer la soga en un cuidadoso rollo a sus pies.
—¿Lista para intentarlo usted sola? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza, y él soltó la cuerda.
—¡Ah! ―Sophia dio un grito agudo, cuando varios metros de cable se deslizaron directamente a
través de su agarre. El dorado era más rápido de lo que había esperado, y más fuerte, también. Ahora
había empeorado las cosas al darle más holgura, más espacio para la lucha.
—¿Quiere que le ayude, señorita? —preguntó el marinero.
—No, gracias. Yo lo haré —apuntalando el pie y tensando su agarre, Sophia apretó los dientes y
comenzó a tirar, brazo sobre brazo. Por cada brazo de longitud de la cuerda que tiraba, parecía que el
dorado se llevaba tres. Lo que con toda esta lucha, el pez probablemente se parecería a carne picada
en el momento en que fuera recogido a bordo.
Pero ella lo traería a bordo, así fuera lo último que hiciera. Y ella se alegraría de ver incluso
pescado picado en su plato de esta noche, en lugar de carne de cerdo salada.
Después de un minuto, la tarea pareció hacerse más fácil, probablemente porque el pez se
debilitaba. Pero justo cuando pensaba que ya lo había cazado, el dorado hizo un último y desesperado
impulso por la libertad, arrastrándola unos pasos hacia la proa. Su bota quedó atrapada en la cuerda
enrollada, y ella estuvo a punto de tropezar. Se las arregló para tirar hacia arriba, sin embargo, y
recuperar el control. Sus esfuerzos fueron recompensados con un coro entusiasta de silbidos y
aplausos.
—¡Esa es la manera, señorita!
—¡Ya lo tiene ahora!
Lentamente, girando la cabeza de un lado a otro, Sophia se dio cuenta que había acumulado toda
una audiencia. Evidentemente, su batalla con el pescado era un gran entretenimiento. Ah, bueno.
Que se rían los hombres. Ella se estaba divirtiendo, también.
Ella sonrió cuando volvió a tirar de su presa.
De hecho, era el mejor momento de su vida.

Cristo Jesús. La mocosa se iba a matar.


Desde la popa, Gray miró con incredulidad como la señorita Turner jugaba al tira y afloja con un
pez mientras la tripulación observaba con regocijo. ¿Qué diablos estaban pensando?
—¿Qué diablos están pensando? ―Joss llegó a lado de Gray—. Señor Wiggins —ordenó—, dígale a
los hombres…
—No te molestes ―dijo Gray, saltando por encima de la barandilla que separaba el timón del
alcázar—. Voy a poner un alto yo mismo.
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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Mientras cruzaba a grandes zancadas los tablones de cubierta, Gray trataba de mantener el pánico
a raya. Diablos, ¿Cuándo se había vuelto el Afrodita tan malditamente largo? Arriba en la proa, la
señorita Turner perdió el equilibrio, tropezando con la cuerda enrollada, y Gray a punto de perder el
desayuno.
—Malditos idiotas —murmuró, como preludio a las peores invectivas que atravesaron su mente.
Sólo un tonto dejaría de esa forma un pez arponeado en el extremo de una cuerda, agitando la
espuma, dejando una estela de sangre y vísceras sobre las olas. Era una forma idiota de atrapar un
pez, y un método infalible para atraer un…
—¡Tiburón!
Y a partir de ahí, todo ocurrió tan rápido. Sin embargo, tan lentamente, al mismo tiempo.
Si la muchacha hubiera tenido algún sentido común, habría soltado la línea de inmediato. Pero ella
no tenía ningún sentido. Ella no tenía sentido. Era una pálida rosa inglesa de institutriz, a la deriva en
un desierto acuático, camino a un empleo agotador en una isla olvidada de Dios, cuando cualquier
tonto podría haberle dicho: una mujer tan hermosa no necesitaba trabajar para mantenerse.
Si los hombres a su alrededor tuvieran algún sentido, habrían cortado la cuerda de inmediato. Pero
eran idiotas, malditos idiotas con cerebros de mierda, demasiado fascinados por la bonita chica en
peligro como para tomar sus cuchillos.
Si Gray hubiera tenido su propio cuchillo, lo habría sacado. Pero él no llevaba un cuchillo, porque él
no era el capitán de este barco, ¿verdad? Ni un oficial, ni siquiera parte de la tripulación. No era más
que un pasajero estúpido, bien vestido, que no se había atado un maldito cuchillo esa mañana,
porque podría arruinar las líneas de su maldito abrigo nuevo.
No, él no tenía un cuchillo. Pero tenía sus piernas, llevándolo con gran ímpetu a través de los
metros restantes de la proa. Tenía sus brazos, arremetiendo alrededor de la señorita Turner justo
cuando las mandíbulas del tiburón arrancaron los despojos del dorado y lo arrastraron bajo las olas. Y
tenía su voz, ese autoritario tono de mando.
La voz que usaba para tormentas, y disparos y alaridos de dolor.
—Suelta la línea —agarró sus antebrazos y los sacudió. Jesús, ella había estado sosteniendo la cosa
por tanto tiempo, que el instinto la hizo apretar más aún los dedos. Precisamente, lo incorrecto por
hacer. A medida que el tiburón arremetía alejándose, la soga fluía a través del agarre de sus dos
manos, sin duda, llevándose la piel de las palmas junto con ella.
—¡Suéltalo! —ordenó—. ¡Ahora!
Ella lo hizo. Sus dedos temblorosos estaban blancos; sus palmas irritadas y en carne viva.
Y malditos infiernos, él se quedó mirando esas manos arruinadas un instante demasiado largo.
Para el momento en que Gray intentó retirarla de la baranda, el tiburón había desenrollado varios
metros más de cuerda. La cuerda que estaba enrollada y enredada alrededor del pie de ella, por
supuesto.
—¡Corten la maldita línea! ―ordenó, apretando sus brazos alrededor de su esbelta figura y
acuñando su bota por encima de la de ella.

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La cuerda se ceñía como un nudo corredizo en torno a sus tobillos, tirando de los pies de debajo de
ellos. Ella gritó cuando juntos cayeron sobre la cubierta, y luego se deslizaron hacia la baranda,
jalando de sus piernas entrelazadas. En cuestión de segundos, o bien caían por la borda, o les
arrancaban las piernas. Ninguna de las alternativas sonaba muy agradable. Gray empujó su bota libre
contra la amurada, preparándose para lo que él sabía que iba a ser una confrontación inútil, breve, y
afanosa con un tiburón. Apretó los dientes.
—Alguien-corte-la-maldita-línea.
Zas.
Alguien lo hizo.
Gray levantó la cabeza para ver la mano de Levi con el mango de un hacha, y la hoja hundida varios
centímetros en la baranda.
—Gracias —resopló él, dejando caer la cabeza contra la cubierta.
Y ahora yacía en el castillo de proa, sosteniendo la señorita Turner como si fueran dos cucharas en
un cajón. La corona de su cabeza bien oculta bajo su barbilla, y su pequeño trasero redondo situado
entre sus muslos. Ella estaba húmeda de sudor, y sin aliento. Gray fue golpeado con la ridícula idea
que había tenido un sueño la otra noche, muy parecido a esto. Salvo que habían estado usando
menos ropa. Y no había habido una media docena de marineros de pie mirando embobados.
¿Y qué dijo ella, la chica de sus sueños? ¿Esta sirena exquisita, con aroma a rosas, que sonreía
mientras lo empujaba a su muerte?
—Bueno ―dijo ella—. Eso fue muy emocionante.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 08

—Eso —el señor Grayson cerró de un golpe la puerta del camarote del Capitán—, fue la más
impresionante demostración de estupidez de la que alguna vez haya sido testigo en mi vida.
Sophia se encogió en su silla mientras él ponía un cuenco de agua sobre la mesa. El líquido
asomaba a los bordes, goteando sobre el piso. Con movimientos espasmódicos, sacó una petaca del
bolsillo en la pechera de su chaqueta y agregó un poco de brandy. Luego tomó un saludable trago él
mismo.
Ella nunca lo había visto tan agitado. El se tomaba todo a broma, reía de las confrontaciones,
desmerecía el insulto con sonrisa pícara.
—Está enojado ―dijo ella.
—Malditamente cierto que estoy enojado. Me gustaría encadenar a cada uno de esos malditos
idiotas en lo alto del palo mayor y gritarles hasta dejarlos sordos.
—¿Entonces por qué está aquí, gritándome a mí?
Abrió de un tirón un cajón y sacó una caja. Cuando la arrojó sobre la mesa y volteó el pestillo, la
caja resultó ser un botiquín de medicinas, repleto de botellitas de vidrio marrón, escayolas y rollos de
gasa.
—Porque… —con una hosca mirada se dejó caer en la otra silla—, gritar hasta dejar sorda a la
tripulación es un privilegio del capitán. Y yo no soy el capitán. Por lo tanto, en cambio estoy aquí,
jugando a la enfermera. Dame tus manos.
Ella levantó sus manos cerradas hacia la mesa y lentamente abrió sus dedos. A través de cada
palma había una ancha y molesta mancha roja.
Jurando por lo bajo, él cuidadosamente levantó una de sus manos y la apoyó sobre una de las
suyas. Sus bronceados, fuertes dedos, hacían que los suyos parecieran diminutos.
Con su mano libre, humedeció un pedazo de gaza en el cuenco.
—Esto va a doler.
—Ya duele.
—Dolerá más.
Sophia hizo una mueca cuando puso la esponja en su herida. Sí, dolía más. Dolía más cuando
miraba hacia allí, así que en cambio lo miró a él. Ella no había estado tan cerca de él en días, no desde
que había visto a Davy Linnet trepar al mástil. Ahora, ella se ahogó en cada detalle de su recio, bien
parecido rostro: el fuerte mentón que lucía una barba crecida de varios días, la delgada cicatriz que
trazaba un sendero a sus sensuales labios, los delgados pliegues en las esquinas de sus ojos, resultado
del tiempo o de la risa, o de ambos. Era un rostro esculpido por la vida misma y no era bonito.
Era cautivador.
—¿Te das cuenta de que podrías haber muerto? ―le preguntó él bruscamente.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Sophia se mordió el labio. Ella entendía que, de alguna manera, juntos habían burlado a la muerte.
Tal vez ahora debería sentirse sacudida, temblando de terror, pero en cambio, no se sentía nada
excepto viva. Gloriosamente viva, y conectada a este hombre, como si esa soga todavía estuviera
manteniendo su tobillo atado al de él.
El mojó la gasa nuevamente.
—¿Por qué no soltaste la línea cuando te dije que lo hicieras?
—No lo sé. No estaba pensando.
—Eso es obvio. Para ser una institutriz, no tienes demasiado sentido —sopló ligeramente sobre su
palma, haciendo que se erizaran los cabellos de su nuca. Sus ojos gris verdosos se trabaron con los de
ella—. Para una institutriz, tú no tienes demasiado sentido.
Y ahora, el escalofrío la recorrió hasta sus pies.
El liberó su mano y tomó la otra, apoyándole un fresco trozo de gasa. Hisopando su herida, él le
dijo.
—Es un rompecabezas, señorita Turner, pero ninguna de las piezas calza. Ese abominable traje no
pudo haber sido hecho para ti. Tus guantes son un regalo. La pérdida de dos hojas de papel te
convierte en un mar de lágrimas, y aún tus pañuelos llevan bordado el monograma de alguien más.
El pánico corrió por su cuerpo, poniendo en tensión cada nervio. El sopló nuevamente sobre su
palma, y esta vez la sensación casi la desarmó.
—Has estado eludiéndome ―dijo él.
—Usted también me ha estado eludiendo.
—No cambies de tema.
No creo haberlo hecho. Su corazón dio un salto mientras él vendaba sus heridas, envolviendo las
vendas fuertemente alrededor de su palma.
―Le dije, yo…
—Tú me dijiste que ibas a pagar tu pasaje ese día, y has estado evadiéndome desde entonces. Yo
sé por qué, señorita Turner.
—¿Lo sabes?
—Lo sé —él vendó su otra mano.
Oh Dios. ¿Cuánto sabía él realmente? ¿Debería ella apegarse a su antigua historia? ¿Inventar una
nueva? Normalmente, Sophia podía hilar una red entera de mentiras con la misma facilidad que una
araña hilando seda. Pero él siempre la desequilibraba, desde su primerísimo encuentro, y ahora…
ahora ella estaba herida y dolorida, y él la estaba cuidando tan tiernamente. Y cuando ella cerró sus
ojos, vio el enojo, como en las fauces de un tiburón, pero sintió sus brazos a su alrededor,
sosteniéndola apretadamente. Protegiéndola. Todo en lo que podía pensar era en qué bien se sentía,
y en cuánto deseaba sentir eso otra vez.
—Has estado mintiéndome todo el tiempo, ¿no es así?
Ella no pudo responder. Su voz simplemente no funcionaba.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Mírate ―dijo él, su mirada recorriendo su rostro—, te has puesto blanca como la lona de las
velas. Lo sabía. Jamás pretendiste pagar tu pasaje. No tienes un chelín a tu nombre, ¿cierto?
Sophia parpadeó. ¿Qué decir? Necesitaba conservar su dinero, lo cual quería decir que debía
mantenerlo oculto. Él le estaba ofreciendo un regalo, con su ridícula, equivocada, y oh, tan masculina
suposición. Sería una tonta si no lo aceptara.
—¿Lo tienes? —repitió él, su pulgar presionando su muñeca.
Volviendo la mirada a su regazo, Sophia soltó un dramático y profundo suspiro.
—¿Qué es lo que hará conmigo?
—No sé qué hacer contigo ―dijo él, su voz tornándose cortante por el enojo nuevamente—.
Descarada mentirosa, casi tengo la idea de ponerte a trabajar ordeñando las cabras. Pero eso está
fuera de cuestión con esas manos, ¿cierto? —él le abrió y cerró sus dedos unas pocas veces,
probando su vendaje—. Le diré a Stubb que lo cambie un par de veces al día. No podemos
arriesgarnos a que las heridas se infecten. Y no uses tus manos por algunos días al menos.
—¿Que no use mis manos? ¿Supongo que me dará de comer en la boca entonces? ¿Me vestirá?
¿Me bañará?
El inhaló despacio y cerró los ojos.
—No uses tus manos demasiado —sus ojos volvieron a abrirse—. Nada de dibujar, por ejemplo.
Ella tironeó sus manos de su agarre.
—Podría cortarme las manos y arrojarlas a los tiburones, y no dejaría de dibujar. Sostendría el lápiz
con mis dientes si fuera necesario. Soy una artista.
—De veras. Creí que eras una institutriz.
—Bueno, sí. También eso.
Él guardó las cosas de su botiquín, juntando los artículos en la caja, con su furia apenas controlada.
—Entonces, empieza a comportarte como una. Una institutriz conoce su lugar. Habla cuando le
hablan. No estorban.
Poniéndose de pie, abrió el cajón y arrojó la caja dentro.
—A partir de este momento, no tocarás una vela, pasador, soga, ni una condenada astilla de esta .
nave. No le hablarás a la tripulación cuando estén de guardia. Tienes prohibido pasearte más allá del
trinquete, y permanecerás lejos del timón también.
—Entonces eso me deja haciendo ¿qué? ¿Merodear por la cubierta?
—Sí —cerró de un golpe el cajón—. Pero sólo en las horas que se te designen. Mediodía y durante
las guardias de cuartillo. El resto del día permanecerás en tu camarote.
Sophia se puso de pie, indignada. No había escapado a un esquema restrictivo de conducta solo
para caer en otro.
—Usted, ¿quién es para dictaminar dónde y cuándo puedo ir allí, y qué es lo que se me permite
hacer? Usted no es el Capitán de este barco.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 65


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿Quién soy yo? —él se volvió acechante sobre ella hasta que sus pies se tocaron. Hasta que su
radiante masculinidad puso hervir a su sangre y tuvo que aferrarse al borde de la mesa para no
balancearse sobre él—. Te diré quién soy yo —le gruñó él—. Soy el hombre al que le importa si tú
vives o mueres, ese soy.
Sus rodillas se derritieron.
—¿De veras?
—De veras. Porque puedo no ser el Capitán, pero soy el inversor. Soy el hombre al que le debes
seis libras con ocho peniques. Y ahora que sé que no puedes pagar tus deudas, soy el hombre que
sabe que no verá un maldito centavo a menos que entregue a George Waltham una institutriz de una
sola pieza.
Sophia lo fulminó con la mirada. ¿Cómo podía él seguir haciéndole esto a ella? Desde el momento
en que se encontraron en la taberna de Gravesend, había habido una atracción entre ellos como ella
nunca había conocido. Ella sabía que él tenía que sentirla también. Pero un minuto, él era tierno y
sensual; el siguiente, tan frío y calculador. ¿Ahora él reducía el valor de su vida a esa fría e impersonal
suma? Al menos en casa, su valor había estado medido en miles de libras, no en peniques.
—Ya veo ―dijo ella—. Todo esto se trata de seis libras, ocho peniques. Esa es la razón por la que
me está cuidando…
Él hizo un resoplido desdeñoso.
—Yo no te he estado cuidando.
—Mirándome fijamente, cada momento del día, tan intensamente que pone mi… mi piel de gallina
y todo lo que usted ve es un puñado de monedas. Luchó contra un tiburón por una bolsa de seis libras
con ocho peniques. Todo se reduce a dinero para usted.
—Sí —él estampó un puño, con los nudillos hacia abajo, contra la mesa. Todo en el camarote
tembló, desde el panel de vidrio hasta los dientes de Sophia. La fuerza bruta en el gesto fue pequeña,
pero atemorizante y tremendamente excitante, y él miró su boca tan fulminante y duramente que
ella estuvo casi segura de que él la besaría.
Ella estaba muy segura de que quería que él lo hiciera.
Pero entonces él dio un paso atrás, doblando la distancia que había entre ellos, y se encogió
flojamente de hombros. Esa sonrisa -ese gesto condenadamente arrogante- rozó su boca y envió esa
sombra de beso deslizándose directo desde sus labios. El insolente canalla estaba de vuelta.
—Todo se reduce al dinero, dulzura. Cualquiera que te diga lo contrario está mintiendo. Si todo no
tuviera que ver con el dinero, tú no estarías marchando a un puesto de institutriz en Tortola, ¿no es
así?
La había atrapado con eso.
—No, supongo que no.
—Esto se trata de negocios. Estrictamente negocios. Espero que no me des más problemas de lo
que vales, o te arrojaré en alguna villa pesquera sin mirar atrás.
—No se atreverías.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 66


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿No lo crees? ―él se paseó por el suelo y levantó una ceja—. Bueno, cariño, en algún lugar hay
una viuda de algún capitán francés que corregiría esa presunción.

Gray pasó una interminable tarde en el puente, pasando las páginas de un libro careciendo de la
concentración necesaria para leer. No importaba cuán fijo mirara las letras impresas en negro
nadando en las páginas, no podía ver las palabras.
El sólo podía verla a ella.
Mientras se desvanecía la luz de la tarde, dejó caer el libro sobre su pecho. Cerró los ojos e intentó
dormir.
El sólo podía verla a ella.
Cuando las campanas sonaron para la segunda guardia de cuartillo, desistió. Dejando de lado el
libro con una maldición, se levantó de su hamaca y se preparó para ir a cubierta. Si la imagen de su
adorable rostro iba a perseguirlo sin importar lo que hiciera, bien podía sufrir el tormento en persona.
Ah, pero no era solo su adorable rostro lo que lo perseguía. Ni el suave, exuberante cuerpo que él
desesperadamente quería liberar de ese capullo de lana. Era la forma en que ella tan voluntariamente
se aferraba a la verdad. La forma en que su espíritu había echado chispas cuando él le dijo que dejara
de lado su arte. La forma en que ella prácticamente le había hecho el amor dulce e inocentemente
con sus ojos cuando él le dijo que le importaba si ella vivía o moría.
Buen Dios. La graciosa ironía de esto. El había pasado semanas de su adolescencia memorizando
sonetos, había pasado años perfeccionando el murmurar pequeñas insinuaciones. Todo para
aprender que la frase más seductora del idioma inglés era algo parecido a: Si fuera lo mismo,
preferiría no verte mutilado por un tiburón.
Negocios, se amonestó a sí mismo mientras se encogía en su abrigo. Eso era estrictamente
negocios. El le había prometido a Joss que cuidaría de la chica. Después de hoy, no había duda de que
necesitaba que la cuiden. Y cuidarla era un asunto mucho más fácil cuando ella estaba bajo su vista.
Cuando llegó a cubierta, sin embargo, la encontró desierta. Todos los marineros estaban reunidos
en la proa del barco. El volumen de sus risas le indicó a Gray que el ron corría libremente. Los oficiales
se mantenían sobrios al timón. En medio, no había nadie. Ella permanecía abajo.
Gray se reunió con su hermano en cubierta, apoyando un codo en la barandilla.
—Hay buen viento esta noche.
—Sip. ¿Está bien la señorita Turner?
—Estaba bastante bien cuando la dejé.
En silencio, observaron el sol deslizarse sobre la curva de la tierra. Un sonoro alarido llegó desde la
tripulación desde el otro lado del barco.
Gray sacudió su cabeza.
—No puedo creer que permitas a los hombres beber, después de lo que hicieron hoy.
—Es sábado. Esposas y novias, tú sabes.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 67


TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—No me importa si es el cumpleaños del mismo demonio. Si este barco estuviera bajo mi mando,
ellos no probarían una gota hasta el Trópico.
Joss hizo un sonido burlón.
—Es una suerte que no esté bajo tu mando entonces. Tú sabes tan bien como yo, que hubiera sido
una tonta decisión. De hecho, después de lo que tú hiciste hoy, deberías unírteles.
Gray suspiró. El sabía que su hermano tenía razón. Los roces con la muerte eran un lugar común en
el océano, y un verdadero marinero sabía sacudírselos con una risa o una sonrisa. En un momento, un
hombre podía estar trepando el aparejo -un falso movimiento, una suave ola, y en el momento
siguiente, él había desaparecido. Se apostaban y se perdían vidas en los caprichos del destino. Cuando
la fortuna trabajaba a favor de un hombre y él sobrevivía por los pelos, una mala forma era darle
vueltas al asunto. Ponía tensa a la tripulación, la hacía propensa a los accidentes.
No, la única forma de hacerlo, era seguir adelante con la vida. Reir, bromear, beber y divertirse.
Brindar por esposas y novias, tal como lo hacían cada sábado.
Era gracioso que Joss tuviera que recordárselo. Él, de todos los hombres que necesitaban sonreír,
reir y seguir adelante con la vida.
—Ven y toma un trago conmigo entonces ―dijo Gray, dándole un codazo a su hermano.
Joss sacudió la cabeza.
—No hay novia por la que brindar. Tampoco esposa.
—Entonces alza una copa en su memoria.
—No esta noche —Joss se alejó de la barandilla y se dirigió a la escotilla, deteniéndose solo lo
suficiente para una última observación, una observación que resumía casi todas las palabras que Joss
había dicho a Gray desde que Mara muriera—: Sigue adelante sin mí.
Y Gray todavía seguía sin saber cómo contradecirlo.
Una vez que su hermano desapareció bajo cubierta, Gray deambuló hacia la proa del barco, para
unirse a la celebración semanal. De hecho, el empezó la celebración un poco antes deteniéndose a
sacar su petaca y echarse un gran trago.
Se quedó helado, la petaca inclinada sobre sus labios, cuando la música se detuvo y escuchó una
ligera, seductora y claramente femenina risa proveniente de la tripulación reunida.
Tenía que ser ella. El lo sabía sencillamente porque era la única mujer abordo, no porque
reconociera su risa. Y eso hizo que se echara otro trago de brandy, el pensar en que él había pasado
varios días próximo a una hermosa mujer y no la había hecho reír aún. Qué impropio de él.
Que deprimente.
Unos pocos pasos más y una mirada confirmaron su sospecha. Ahí estaba sentada La Señorita Jane
Turner, balanceando un jarro entre las puntas de sus dedos, la pollera de su horrible traje corrida
hacia un lado. Demonios, ¿no le había dicho él a la chica que permaneciera detrás del trinquete?
Bailey tocó algunas notas en su flauta, y la tripulación se lanzo a otra pícara canción. Gray espero
una estrofa completa antes de acercarse a ella, dando vuelta a su alrededor y quedando detrás de su

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hombro derecho. Algunos hombres le dirigieron gestos amistosos, pero la mayoría estaba demasiado
absorto en sus festejos y en la canción para prestarle alguna atención.
—¿Qué está haciendo? —preguntó ella, echándole una mirada a través de la bamboleante
lámpara.
—¿Quién? ¿Yo? ―murmuró él—. Estoy simplemente apoyado en el trinquete. Tú sabes, este alto
palo de madera más allá del cual tú no debías pasar.
Ella tomó un sorbo de su bebida.
Gray se corrió del mástil y se agachó a su lado. Si ella volteaba y lo miraba, estarían cara a cara.
Pero ella no lo hizo.
—La mejor pregunta es, ¿qué demonios estás tú haciendo?
—Estoy disfrutando ―dijo ligeramente, tomando otro sorbo—. Sugiero que usted haga lo mismo
―le pasó el jarro a él y aplaudió con salvaje entusiasmo mientras la canción llegaba a su tonada final.
Gray miró el jarro medio vacío, luego lo levantó hacia su nariz y olió. Puro, inadulterado ron, era lo
que la chica estaba tomando. Eso explicaría el entusiasmo. Su aplauso terminó, recuperó el jarro y
bebió un trago que haría sentir orgulloso a un marinero.
Demonios. Gray sospechó que la única cosa peor que cuidar de una remilgada institutriz sería
cuidar de una que estuviera borracha.
—¡Gray! ―O’Shea empujó entre la multitud y puso una rebosante jarra en su mano—. Justo a
tiempo para otra ronda de brindis. —O’ Shea levantó en alto su propia taza—. Por la hermosa
Maureen y sus deliciosos bocados. Ella es firme en el culo y suave en…
—La cabeza ―lo interrumpió Gray, golpeando al hombre con su hombro—. Tiene gachas en el
cerebro si ella anda con los de tu tipo.
Mientras los hombres reían y bebían.
—Por la hermosa Maureen ―Gray tocó el codo de la señorita Turner—. Ven conmigo pues. Tú no
perteneces aquí.
—Me invitaron aquí ―dijo ella entre dientes—.Y no me voy a ningún lado.
—No es un sitio para damas —él tironeó de su codo con firmeza y la puso de pie.
—Tu turno, Gray ―dijo O’Shea.
El sacudió la cabeza.
—No estoy aquí para beber. Estoy aquí para ver que nuestra pequeña señorita Turner vuelva a su
camarote. Ya pasó su hora de acostarse.
Ella lo fulminó con la mirada. El la fulminó con la mirada a su vez.
—Vamos, Gray ―dijo otro marinero—. Tan solo un brindis.
La señorita Turner levantó sus cejas y se acercó a él.
—Vamos, señor Grayson. Tan sólo un pequeño brindis ―se burló ella, con la entrecortada y
seductora voz de una ramera. Era una voz que su cuerpo conocía bien, y partes vitales de él
respondieron prontamente.

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Sirena.
—Muy bien ―levantó su jarro y su voz, todo el tiempo mirando los enormes y vidriosos ojos de ella
—. Por la mujer más hermosa del mundo, y la única mujer en mi vida.
La pequeña descarada se quedó sin aliento. Gray disfrutaba el tenso silencio, dejando que un gran
guiño cruzara su rostro.
—Por mi hermana Isabel.
Los ojos de ella se estrecharon en rendijas. Los hombres gimieron.
—Ya no eres gracioso, Gray —se quejó O’Shea.
—No, no lo soy. Me he vuelto respetable —tomó del codo a la señorita Turner—. Y la pequeña y
buena institutriz necesita irse a la cama.
—No tan rápido, por favor ―ella se alejó de él y se volvió para enfrentar a la reunida tripulación—.
Yo aún no he hecho mi brindis. Nosotras las damas tenemos nuestros amores también, ya saben.
Murmullos obscenos siguieron uno a uno hasta que una oleada de risas se elevó entre ellos. Gray
dio un paso atrás, levantando su propia jarra a sus labios. Si la chica estaba determinada a humillarse
a sí misma, ¿quién era él para detenerla? ¿Quién era él realmente?
Balanceándose ligeramente en sus botas, ella levantó su jarro.
—Por Gervais. Mi único amor, mon cher petit lapin.
¿Mi querido conejito? Gray farfulló dentro de su ron. Que fantástica imaginación tenía la chica.
—Mi maestro de pintura francés —continuó ella, arrastrando las palabras—. Y mi tutor en el arte
de la pasión.
Los hombres gritaron y silbaron, Gray golpeó la taza en el suelo y la atrajo hacia su lado.
—Muy bien, señorita Turner. Muy divertido. Es suficiente broma para una noche.
—¿Quién está bromeando? ―le preguntó ella llevando su jarro a sus labios y mirándolo
descaradamente sobre el borde—. Él me amaba. Desesperadamente.
—Los franceses hacen todo desesperadamente —murmuró él, comenzando a sentirse un poco
desesperado él mismo. El sabía que ella se refería a historias inocentes de colegiala, pero los otros no.
El humor del grupo entero se había alterado, de uno de sana diversión a uno de lujuriosa anticipación.
Estos eran marineros después de todo. Solitarios, hambrientos de mujeres, hombres desesperados. Y
para una chica inocente, podían llegar a ser más peligrosos que los tiburones.
—No pudo haberte amado mucho, ¿no? ―Gray tomó su brazo nuevamente—. Él parece haberte
dejado ir.
—Supongo que lo hizo —lloriqueó ella, luego lanzó una coqueta sonrisa a los hombres—. Supongo
que eso significa que necesito un nuevo amor.
Eso era todo. La pequeña escena llegaba a su final.
Gray se agachó, agarró a su díscola institutriz por los muslos, enderezó sus piernas y la arrojó sobre
un hombro. Ella dejó escapar un grito y él dejó que la última gota de ron cayera por la espalda de su
abrigo.

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—¡Bájeme, bruto! ―ella se retorcía y golpeaba su espalda con los puños.


Gray le sujetó las piernas contra su pecho con un brazo y le dio una palmada en el bien
redondeado trasero con la otra mano.
—Muy bien, entonces —anunció él al grupo, forzando una picaresca sonrisa—, estaremos en la
cama.
Aplausos y risas socarronas los siguieron mientras Gray cargaba su presa que se retorcía, bajando
por las escaleras y entraba al camarote de damas.
Con otro ligero golpe en su trasero, que ella probablemente nunca podría sentir a través de esas
faldas y enaguas, Gray la deslizó desde su hombro y la dejó caer sobre sus pies. Ella se tambaleó hacia
atrás, y él la tomó de un brazo, revirtiendo su impulso. Ahora ella se tropezó hacia él, lanzando sus
brazos alrededor de su cuello y cayendo flácidamente contra su pecho. Gray tan sólo quedó ahí
parado, los brazos colgados a sus costados.
Oh, demonios.
Ella alzó la vista hacia él, con esos enormes, interrogantes ojos. El brillo se debía al ron en esos
ojos, pero eran hermosos de todas maneras. Y esos labios: suaves, hinchados, mohínos, listos para ser
besados. Dios, deseaba besarla. Besarla largo y lento y profundo, hasta que se hubiera emborrachado
en su dulce aliento con aroma a ron.
Ella frunció esos encantadores labios…
Y luego ella se echó a reír. Inclinó la cabeza y escondió su rostro en su abrigo y rió, fuerte y alto,
hasta que sus hombros comenzaron a sacudirse.
—Esto no es gracioso ―dijo el débilmente. Débilmente, porque en realidad no quería que ella
parara. Tan estúpido, este pequeño estremecimiento de triunfo. Finalmente, él había hecho reír a la
hermosa chica.
—Oh, pero lo es. Esos hombres ahí arriba… ¿Qué cree que piensan que estamos haciendo aquí
abajo?
Le tomó un momento a Gray seguirla a través del laberinto de su pregunta.
—Pensarán que somos amantes —dijo ella en un débil murmullo, rompiendo a reír nuevamente.
—Cariño, mejor rezas para que lo hagan —él puso ambas manos en su cintura y la empujó hacia
atrás. Pero ella no soltaba su cuello. Hicieron una extraña imitación de una danza rusa mientras él la
encaminaba hacia atrás, hasta que ella chocó contra una pared. El la apretó contra el revestimiento
de madera con sus manos en las caderas femeninas y dirigiéndole su mirada más intimidante,
perforando los ojos de ella—. Más vale que reces para que ellos piensen que estoy aquí abajo contigo,
con cada centímetro de tu preciosa vida. Porque esa es la única forma en que dormirás sin ser
molestada esta noche. No intentarán nada, si creen que eres mía.
Ella curvó los dedos en los rizos del cabello de su nuca. Jugó con ellos ociosamente, dejando que
sus uñas se arrastraran sobre su piel. Su palma vendada rozó su cuello.
—Detente ―dijo él con voz ronca.
Ella no lo hizo. Un músculo en su mandíbula comenzó a temblar.

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—Detén eso —repitió él—. Se supone que no debes usar las manos.
—No las estoy usando demasiado ―ella descansó su barbilla contra su pecho y lo espió—.
¿Cuántos dientes tiene un tiburón, me pregunto? Parecieran cientos.
—No tengo… no tengo idea —gimió él mientras ella pasaba sus dedos por la zona sensible detrás
de su oreja. Sus párpados temblaron.
—No, no cierre los ojos ―dijo ella—. Me gusta la forma en que me mira. Tan hambriento. Tan
peligroso. Como si fuera un pirata…y yo fuera un botín que valiera más de seis libras con ocho
chelines.
—Estás ebria, eso es lo que estás.
—Mmm. Y usted es un hombre. Un hombre grande y fuerte con el más suave, el más encantador
cabello ―ella deslizó sus dedos hacia arriba, acariciando su cuero cabelludo hasta que él se sintió
completa y terriblemente cautivado.
Ella comenzó a reír tontamente otra vez. A Gray jamás le gustaron demasiado las mujeres de esas
risitas, pero demonios si su suave, envolvente risa no lo estaba volviendo loco de deseo. Él podía
detener esas risitas. Podía besarla hasta acallarla y dejarla sin aliento.
—¿Quiere saber por qué me estoy riendo?
—No.
—Vamos, Gray ―lo imitó ella descaradamente, sus labios retorciéndose bajo sus manos—. Ya no
eres gracioso.
—No —gruñó él—. No lo soy. —Me he vuelto respetable, se recordó a sí mismo, desde este viaje.
Maldito si podía recordar por qué, o cuál era la maldita urgencia. ¿Por qué no había esperado otro
mes para reformarse? El comienzo de un nuevo año hubiera sido la decisión lógica. ¿Qué clase de
tonto tomaba resoluciones en diciembre?
—Te lo diré de todas maneras —susurró ella—. Es tu cabello. Es de un color tan hermoso, ese
oscuro y delicioso marrón, con esos reflejos rojizos por todos lados. Y aquí arriba —sus dedos
danzaron hacia sus sienes—, pequeñas hebras de oro ―ella frunció el ceño con concentración, como
si le costara un gran esfuerzo enfocar su vista—. Me recuerda cómo, desde el primer momento en
que te vi, he querido…
Ella rompió a reír nuevamente.
Y maldita sea, ahora él quería saber por qué. El quería, realmente quería saber por qué. Porque
Gray no encontraba la situación divertida en lo más mínimo. Su cuerpo le dolía con imperiosa
necesidad. Cualquier resto de determinación que él poseía se estaba desintegrando rápidamente, y
sus dedos temblorosos no podían, o simplemente no querían mantenerla alejada por más tiempo.
Liberando sus caderas, el apoyó ambas manos en la pared, encerrándola entre sus brazos.
Eso, ahora ni siquiera la estaba tocando.
Pero ella lo estaba tocando a él. Aún frotando sus suaves dedos por su cabello, presionando ahora
su suave cuerpo al de él. Su fuerte erección finalmente se encontró con la bienvenida fricción de su
vientre, y eso fue todo lo que pudo hacer para no frotarse contra ella. Tenía que irse. Irse
directamente de la habitación sin mirar atrás.

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Pero no pudo. Dios, simplemente no pudo. Ella se sentía tan bien. Ella lo deseaba, y eso se sentía
tan bien también. El deseo, él no podía resistirse. Pero la sensación de ser deseado, fue siempre su
perdición. Su pequeña sirena lo llevaría directo hacia su muerte, por todo el camino de la
condenación, y él estaba literalmente a centímetros de claudicar y disfrutar del paseo.
—He estado deseando —suspiró ella—, tanto… pintarte.
¿Pintarlo?
El se echó a reír. Oh, cuánta diversión podía tener con ella.
—Cariño, yo…
La voz de Gray se apagó mientras una vívida imagen aparecía en su mente. No la señorita Turner
desnuda y retorciéndose debajo suyo, a pesar de que esa imagen ciertamente acechaba sus sueños.
No, él la vio con el retrato al carboncillo del joven Davy Linnet. La percepción en el dibujo, la
atención de los detalles. Y de repente, Gray se formó una visión de sí mismo a través de esos ojos de
artista que todo lo veían.
Vio un bandido sin afeitar, a centímetros de saquear a una inocente institutriz que estaba lejos de
casa y en completa floración. Un hombre listo para romper su palabra hacia su único hermano,
nuevamente, como si ese fuera un hábito común. Un fraude en botas atrevidas, intentando comprar
su pasaje hacia el favor de su hermana y a la sociedad porque carecía del mérito para ganar sus
respetos.
En una fracción de segundo, Gray vislumbró su propio retrato, y no le gustó lo que vio. El jamás
podría ser la imagen de respetabilidad, pero maldito sea si el mundo lo recordaría como lo que era
ahora.
Con un duro gruñido, se impulsó a sí mismo apartándose de la pared. Ella cayó hacia atrás contra el
panel, sus manos vendadas colgando a sus lados.
—Esto no va a pasar ―dijo él, tanto para sí mismo como para ella. Se alejó agitado y pasó sus
manos por sus cabellos, como si pudiera borrar el recuerdo de sus delicados, juguetones roces.
—¿Por qué no? No quieres que yo…
—No. No quiero nada de ti. No quiero que me pintes. No quiero que me toques. No quiero verte
distraer a la tripulación. No quiero verte luchando con tiburones. No quiero verte. Para nada.
Ella parpadeó. No más risitas ahora.
Pero Gray no había terminado.
—Tú —sacudió un dedo hacia ella—, eres tan condenadamente estúpida. No tienes idea de cuánta
maldita suerte tienes. ¿Sabes lo qué podría pasarte, cruzando el océano sola, sin dinero y sin
chaperona? ¿Tienes alguna noción del peligroso juego que estás jugando llenándote de ron y
haciendo cabriolas frente a la tripulación como una mujerzuela cualquiera?
Ella tragó fuertemente.
—Si te deseara ―dijo él, apoyando una mano en la pared por encima de su hombro y cerniéndose
sobre ella en actitud amenazante—, podría haberte tenido días atrás, en la primerísima noche que
pasaste en este barco. Probablemente ya me habría cansado de ti para este momento. Tu inocencia

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ya hubiera desaparecido y tú la hubieras tirado a la basura. Por nada. Tal vez, si hubieras sido
especialmente buena, te hubiera arrojado un puñado de chelines como pago.
Los ojos de ella se agrandaron. El ebrio brillo en ellos se había desvanecido.
Bien. Tal vez ahora ella se comportaría con algo de sentido. ¿No se lo había advertido desde el
principio? El jamás había conocido a una chica que no hubiera desilusionado.
Gray dio un paso atrás, luego otro. Cuidadosamente yendo en dirección hacia la puerta.
—Así que sea una pequeña y buena institutriz, señorita Turner. Vete a la cama, bloquea la puerta,
métete en tu litera y di tus plegarias. Y agradece al Dios Todopoderoso en el Cielo que yo no te desee.

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CAPÍTULO 09

La maldición del sol.


Los párpados de Sophia se abrieron pestañeando repetidamente. Un surco estrecho de la luz del
día la saludó, oscilando por debajo de la puerta. Ella cerró los ojos, retorciéndose de dolor. Su cabeza
bombeaba. Sus manos temblaban. Le dolía el cuerpo por todas partes, sin duda, por la refriega
afanosa de ayer con los peces y los hombres.
Oh, Dios. Los hombres.
Recuerdos fragmentados de la noche anterior flotaron a la superficie de su conciencia,
comenzando a juntarse en piezas para formar una imagen. Una imagen que la hizo sentirse enferma.
Buscó frenéticamente el cuenco del agua y vomitó allí.
¿Qué diablos había hecho? Había anunciado a una docena de marineros revoltosos que ella
acababa de terminar un tórrido romance con un francés y estaba en busca de su reemplazo. Entonces
se había pegado al señor Grayson, murmurando toda clase de estupideces y serpenteando con sus
dedos a través de ese pelo oscuro y grueso.
Y, oh, había sido tan suave.
Ella no sabía que era más humillante: ¿el hecho de que ella se había ofrecido a él con toda la
delicadeza y el entusiasmo de una ramera callejera? ¿O el hecho de que él la hubiera rechazado?
Yo no te deseo, le había dicho.
No, esto era el hecho más humillante: A pesar de sus dolores y penurias corporales, la herida más
grave la había sufrido su orgullo. Una joven correcta y bien educada, habría alabado a Dios que, a
pesar de todo su comportamiento imprudente y escandaloso, había despertado esta mañana con su
virtud intacta. Pero Sophia hace mucho tiempo había decidido dejar atrás su vida correcta y bien
educada y abrazar la infamia.
Y ahora, el infame mismo no la quería.
Yo no te deseo.
Sus palabras la habían cortado como un cuchillo. Cada vez que hacían eco en su mente, el cuchillo
se retorcía.
¿Quién la desearía, después de la forma en que se había comportado? Cielos, si ella no hubiera
nacido en la riqueza y no la hubieran vigilado tan de cerca todos estos años, ¿qué clase de sórdido
final habría tenido? Uno que incluso haría ruborizar a una lechera licenciosa. Si Toby pudiera verla
ahora, se estaría felicitando por la suerte de haber escapado.
Un ligero golpe sonó en su puerta. Sophia dio un respingo.
—¿Quién es? ―su voz era rasposa y débil.
—Es el desayuno ―dijo la voz de Stubb. Él se rió—. Gentileza de su novio, Germaine.
—Gervais —gimió ella, hundiéndose de nuevo bajo su manta. Dios mío, ¿cómo iba enfrentarlo otra
vez? ¿Cómo iba a enfrentar a cualquiera en este barco?

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Resultó que no pudo durante bastante tiempo.


Ella pasó tres días enteros encerrada en su camarote, comiendo en la soledad, pasando las horas
del día encorvada sobre un boceto, aventurándose sólo a la letrina, y volviendo. Stubb rompía su
aislamiento un par de veces al día, para llevarle las comidas y cambiarle los vendajes de las heridas.
Finalmente, su aburrimiento eclipsó su vergüenza. En su estimación, le restaban tres o más
semanas a este viaje. No podía quedarse escondida en el camarote tanto tiempo. Necesitaba aire
fresco y luz, e inspiración para sus ojos de artista.
A la cuarta mañana, Sophia se quitó las vendas de las manos y estiró con cautela la nueva piel
rosada que cubría sus heridas. Luego juntó su mesa de dibujo y el carboncillo -y los restos de valor
que pudo encontrar- y subió a cubierta.
La nave estaba anormalmente tranquila. A pesar de que miraba las tablas bajo sus pies, podía
sentir todas las cabezas girando en su dirección. La cabeza del señor Grayson no estaba entre ellas.
Ella lo habría percibido si hubiera estado allí. Estaba muy familiarizada con el calor punzante de su
mirada. Respirando profundamente, alzó la barbilla, cuadró los hombros, caminó todos los cinco
pasos para llegar a un taburete y se sentó. Bien, no había sido tan difícil.
Era vagamente consciente que los marineros hablaban y se reían entre sí. Sin duda, sus travesuras
de hace cuatro noches eran la fuente de su diversión. Sophia no sabía lo que haría si alguno de ellos
se le acercaba, con la esperanza de ser el próximo "Gervais". A pesar de la humillación de ser cargada
desde la cubierta en una forma tan barbárica, esperaba que el señor Grayson hubiera estado en lo
correcto al decir que no harían avances si pensaban que era suya.
Por supuesto, si pensaban que era suya, estaban completamente equivocados.
Yo no te deseo.
Suficiente. Había estado reviviendo esos acontecimientos desde hace días, rumiando sobre las
implicaciones y castigándose a sí misma y, cuando los arrepentimientos se habían vuelto tediosos,
saboreando el recuerdo de su pelo ondulado atrapado en las redes de los dedos, o la sensación de sus
manos fuertes rodeando su cintura...
Suficiente. Ya era hora de volver al trabajo. Una vez que puso el carboncillo en el papel, una
burbuja de concentración se formó a su alrededor, bloqueando todas las distracciones.
Dibujó a un gatito, de todas las cosas. Un gatito, sus ojos grandes y las pequeñas garras afiladas,
meneando sus patas traseras como si se dispusiera a atacar. Atacar qué, aún no lo había decidido.
Una sombra cayó sobre su papel, y un silbido sonó por algunos metros por encima de ella. Sophia
se quedó inmóvil, temerosa de mirar hacia arriba.
—Miren eso. Tiene en la mira a un ratoncito, ¿verdad?
Era O'Shea. Sophia suspiró con alivio. No sabía el nombre de toda la tripulación todavía, pero el
fuerte acento de O'Shea y su tamaño de mamut, lo distinguía del grupo.
—Aún no lo había decidido —le contestó, inclinando la cabeza hacia un lado—. Estaba pensando,
tal vez un grillo. O tal vez una serpiente.
—Un gatito valiente.

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Sophia se cubrió los ojos con la mano y alzó la mirada hacia la cara del irlandés. Los ojos duros de él
vagaron desde la mano de ella, a su cara, hasta el dibujo en su regazo. Hizo un ruido áspero en la
garganta, el tipo de ruido que los hombres hacen cuando están tratando de decir algo y no saben muy
bien cómo hacerlo, pero desean mantener el aura de bruta masculinidad en medio de su indecisión.
Estaba poniendo nerviosa a Sophia. Tenía la intención de preguntarle algo, y ella tenía miedo de
saber justo lo que era.
—¿Sí? —apremió ella.
—La tripulación... Lo hablamos entre nosotros, señorita Turner. Hubo un poco de forcejeo, pero yo
quedé a la cabeza —de pronto se puso en cuclillas delante de ella, transformando su silueta de tronco
de árbol a una de piedra en un instante. Su rostro de facciones muy marcadas se dividió en una
mueca diabólica—. Logré ser el primero.

—Lo echamos a suerte, señorita Turner. Ahora es mi turno. —Sophia levantó la vista de su mesa de
dibujo. Quinn estaba parado frente a ella, retorciendo su raída gorra de marinero entre sus grandes
manos empuñadas, con una expresión más adecuada para un funeral que para un retrato—. Tome
asiento, señor Quinn.
El hombre bajó su peso sobre un cajón, apoyando sus brazos en sus rodillas.
—¿Qué voy a hacer?
Con la uña, Sophia afiló un trozo de carbón.
—No necesita hacer nada más que sentarse allí ―le dirigió una pequeña sonrisa, y rápidamente
volvió a bajar la vista, ya que claramente lo hacía sentirse incómodo—. ¿Por qué no me cuenta algo
de usted? ―apuntó su pregunta al papel mientras comenzaba a bosquejar el óvalo de su rostro.
Él se rascó la barbilla.
—No hay mucho que contar. Nací en Yorkshire, nací. Mi padre hizo que nos mudáramos a Londres
cuando era un muchacho. Me obligaron a entrar a la Marina cuando tenía dieciséis años, y yo no he
vuelto a tierra firme desde entonces.
—¿No tiene una esposa, entonces? ¿Ninguna familia propia? —Sophia mantenía un tono ligero,
echando miradas furtivas a la nariz de halcón de Quinn y a su ceño poderoso entre las preguntas.
—No por el momento, señorita.
—¿Pero seguramente tiene una novia para los sábados?
Quinn soltó una risa áspera.
—Oh, tengo una para cada día de la semana, señorita Turner.
Sophia detuvo su carboncillo y levantó una ceja.
—Qué alivio saber que su calendario está lleno, señor Quinn. Pero le advierto, no voy a caer en la
tentación de apartarme de Gervais.
Él se echó a reír, y relajó su postura. Sophia se sintió aliviada, también. En la semana transcurrida
desde aquella noche, su brindis de borracha se había convertido sólo en otra broma a bordo. El señor
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Grayson había regresado a la cubierta con la suficiente rapidez para evitar que la tripulación
sospechara de una relación. Tampoco los hombres habían tomado en serio a Gervais, gracias al cielo,
y ella estaba comenzando a entender por qué.
La mayor parte de sus brindis tampoco se basaban en la realidad. La vida en el mar era un negocio
peligroso. Los hombres coqueteaban con la muerte a diario, y se reían cuando lograban esquivarla.
Pero aunque podían escapar de la muerte, no podían escapar de la soledad. Era una sombra
omnipresente a la que se las arreglaban para restarle la importancia a través del canto, de la bebida, y
de los cuentos exagerados.
Sophia podía comprender totalmente ese sentimiento. Ella conocía la soledad muy bien. Y tener un
amante de fantasía… bien, por primera vez en su vida, no hacía que se sintiera aislada. Aquí, era como
todos los demás.
Se puso a trabajar en su bosquejo, manteniendo a Quinn ocupado con preguntas sobre su infancia,
de su casa, acerca de su servicio en la guerra. Pedirle a un hombre que recuerde su pasado siempre le
hacía apartar la mirada, como si sus recuerdos marcharan a lo largo del horizonte. Y mientras Quinn
se centraba en esa época lejana, Sophia podía estudiar sus rasgos abiertamente sin hacerlo sentir
incómodo. Notó la pequeña hendidura entre las cejas, que probablemente se convertiría en una
arruga con el tiempo. Observó la brea incrustada bajo sus uñas y en los pliegues de las palmas,
manchas que nunca saldrían con el lavado. Y cuando él habló de su sobrino, captó la más leve
insinuación de una sonrisa en la esquina de sus ojos.
Qué diferente era dibujar a las personas, personas reales, con vidas de sudor y trabajo, cada una
un desafío único. Muy distinto a dibujar a los viejos jarrones de flores de siempre y a copias de copias
de grandes obras maestras. Le daba a Sophia una sorprendente cantidad de placer simplemente
hablar con los hombres y ganar su confianza. Cuando se sentaban frente a ella, confiaban en ella para
recoger todas sus facciones curtidas y sus pequeñas imperfecciones y consignarlas en el papel, para
armarlas en un retrato para sus esposas, sus novias, para ellos mismos. Se sentía de alguna manera
importante. Cuando les entregaba el dibujo terminado, les daba algo de valor que provenía de su
talento, no de su fortuna o de su cara bonita.
Por supuesto, también ayudaba a pasar el tiempo. Y le impedía a Sophia, por esas pocas horas del
día, pensar en él.
Él estaba en todas partes del barco, nada se le escapaba. Incluso si ella se quedaba en su camarote
la mayor parte del día, la claraboya estaba siempre abierta, y a través de ella fluían constantes
torrentes de sol, aire fresco y su voz.
El señor Grayson, como había aprendido desde el principio, no era un hombre tranquilo. Hablaba a
menudo. Hablaba en voz alta. Y cuando hablaba, la gente escuchaba.
Incluyéndola.
Los groseros gritos de los marineros, sus maldiciones murmuradas... el periódico sonido metálico
de la campana del barco, el roce de las cadenas a través de la cubierta, el crujido de los ensambles de
madera de la nave... Todos estos sonidos se mezclaban en un pecio de sonido que ahora flotaba por
debajo de la conciencia de Sophia. Pero nunca su voz. El tono barítono del señor Grayson resonaba
por todos lados, asediándola en los momentos más inoportunos.

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Ella podía estar vistiéndose en su habitación, desnuda hasta la cintura, atándose su corsé con una
eficiencia recién adquirida, y el señor Grayson elegía ese momento en particular para quedarse por
encima de su camarote y escandalizar al joven Davy Linnet con una broma obscena. Le irritaba a
Sophia de un modo irracional, que él pudiera convertir sus pezones en puntas endurecidas sin ni
siquiera ocupar la misma habitación.
Sin saber siquiera que lo hacía.
Al menos, oraba porque no supiera que lo hacía. A veces tenía sus dudas.
Ella podría ser la única persona que el señor Grayson excitaba con una sonrisa o una frase, pero
ciertamente no era la única afectada. Cuando la tripulación caía en un ocio en una tarde de calma y el
silencio indolente se volvía denso, esos eran los momentos que el señor Grayson elegía para cantar.
Como si hubiera estado esperando que la naturaleza misma se aquietara anticipando su actuación.
Se lanzaba con una canción, algunas subidas de tono, burdas canciones de marineros, cantadas con
toda la reverencia de un himno y para el momento en que llegaba al final del primer verso, toda la
tripulación se había unido a él. El coro resonaba en cada mástil, y abajo en su camarote, Sophia
sonreía a pesar de sus mejores esfuerzos para no hacerlo.
En otras ocasiones, calmaba una agria discusión con una broma hecha en un tono suave y
cautivador. O algún comentario casual suyo acerca del viento, era seguido por unos ajustes rápidos en
el aparejo. Con esa voz de barítono clara, agradable, el señor Grayson dirigía la tripulación con tanta
seguridad como el timón dirigía el barco.
—Sé lo que estás pensando, Gray ―el acento irlandés O'Shea viajó cadencioso a través de la
claraboya una mañana cálida, mientras Sophia estaba inmersa en su trabajo.
El señor Grayson respondió, un crudo anhelo en su voz.
—Sí. Sería tan fácil tomarla.
Sophia casi dejó caer su pluma.
—Tenemos la ventaja del viento ―dijo O'Shea.
—Y un barco más rápido ―dijo Gray—. Estaríamos en la popa en muy poco tiempo.
Barcos. Sophia respiró. Estaban hablando de barcos.
—Tiempos aquellos —O'Shea soltó un silbido por lo bajo—. Una bala de cañón al timón...
—Ni siquiera se necesitaría eso. Aceptaría nuestras condiciones con poco más que la señal de un
disparo y una sonrisa.
Ella podía oír esa sonrisa en su voz.
Él continuó:
—Los cañones son para aficionados. Apoderarse de un buque intacto... todo está en la
aproximación. Desde el momento en que la vela aparece en el horizonte, actúas como si ya fuera
tuyo. Todo lo que queda es informar al otro capitán.
Ahora Sophia sonrió con él. Sabía exactamente lo que él quería decir. Era la misma actitud que
había adoptado en el banco ese día. Media hora más tarde, salía con seiscientas libras. Deseaba poder
contarle al señor Grayson esa historia. La encontraría divertida, sin duda. Casi podía escuchar la

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resonante risa que soltaría cuando le describiera al secretario de cara roja y la forma en que ella
había...
Qué curioso.
Apenas había hablado con el señor Grayson en más de una semana. ¿Cómo podía hacerlo, después
de aquella noche horrible? Pero de alguna manera, a través de estas conversaciones escuchadas por
casualidad y los comentarios aislados, había llegado a conocerlo muy bien. Él había llegado a gustarle.
Había llegado a pensar en él como un amigo. Le había salvado más que su vida ese día.
No había forma de negarlo ahora, después de la conversación que acababa de oír.
Ella tenía que hacer frente a la verdad que había estado evitando.
Él pudo haberla tenido esa noche, con mucha facilidad. Conquistar era su especialidad, como él
acababa de decir. Mujeres, barcos... lo que fuera que el señor Grayson deseaba, él lo tomaba.
Y él la había deseado, al menos en el sentido carnal, a pesar de todas sus protestas indicando lo
contrario. Cuando ella se apretó contra él tan descaradamente, había sentido su inconfundible
excitación. Voluntariamente hubiera sido suya, si él hubiera querido tomarla, pero él se había alejado.
Por supuesto, no era la primera persona en proteger su virtud. Su familia, sus maestras, sus
acompañantes, incluso su propio prometido, toda su vida se había rodeado por una fortaleza de
personas, todas dedicadas a mantenerla virgen. Porque su virtud era una moneda, un bono para ser
intercambiado por conexiones sociales. ¿Alguna de esas mismas personas darían dos peniques por su
virginidad, si Sophia hubiera sido una huérfana humilde y sin dinero? Lo dudaba.
Pero el señor Grayson lo hizo. Él pensaba que era una institutriz pobre, sin amigos, sin conexiones
que valieran la pena mencionar y nadie a quien le importara. Y sin embargo, había protegido su
virtud, cuando, en un momento de ebria locura, ella la habría tirado a la basura.
Al escaparse de casa, Sophia había tomado el control de su fortuna. Pero también había tomado el
control de su cuerpo. Sus padres nouveau-riche habían estado desesperados porque una de sus hijas
se casara con alguien con título. Cuando su hermana mayor, Kitty, no había podido hacerlo, sus
esperanzas se habían trasladado a Sophia. Pero casarse sin pasión ni amor, simplemente por dinero y
conexiones, la habría convertido en la peor clase de ramera. Sophia no quería perder su virginidad
como un medio para completar una transacción. Soñaba con una experiencia diferente, una de pasión
y emoción y de romance impresionante.
Y ella habría perdido ese sueño, si no hubiera sido por él.
Tal vez él había estado en lo cierto. Tal vez debería agradecer a Dios Todopoderoso en el cielo que
él no la deseara.
¿Qué significaba entonces, que no pudiera hacerlo?
Poniéndose de pie, juntó su pluma y su tinta. Tal vez no podía contarle al señor Grayson la historia
de su propia conquista. Tal vez él no quisiera hablar con ella en absoluto. Pero el día estaba
agradable, y había una vela en el horizonte, y ella simplemente no podía quedarse en el camarote ni
un momento más. Quería estar en el centro de la actividad, disfrutando de los cálidos rayos del sol.
Oh, ¿a quién estaba engañando?

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Quería estar cerca de él.

Gray se congeló cuando la señorita Turner salió de la bodega. Durante semanas, lo había asediado.
Durante el día, sufría destellos de su belleza, por la noche, era acosado por recuerdos de su toque. Y
justo cuando pensaba que había logrado por fin domeñar su deseo, hoy ella lo arruinaba todo.
Ella había ido y se había cambiado de vestido.
Había desaparecido esa mortaja de sarga, esa adusta nube tormentosa de prenda, que había
aparecido en su visión periférica durante semanas. Hoy ella llevaba un vestido de mangas cortas de
muselina, con diseños de espigas.
Ella dio un paso en la cubierta, su cara sonriente inclinada hacia el viento. Una flor que se abre para
recibir el sol. Ella se balanceaba sobre sus pies, como si luchara contra la tentación de hacer un giro
de niña. La tela pálida y delicada de su vestido se elevaba y se inflaba con el viento, ajustándose al
contorno ondulado de la pantorrilla, del muslo, del relieve de la cadera.
Gray pensó que probablemente era la criatura más hermosa que había visto nunca.
Por lo tanto, sabía que debía mirar hacia otro lado.
Lo hizo, por un momento. Hizo un intento honesto de buscar nubes en el horizonte. Miró la hora
en su reloj de bolsillo, girando la pequeña perilla una, dos, tres, cuatro veces. Le limpió un poco el
rocío salino de su cubierta de cristal.
Pensó en Inglaterra. Y en Francia, y en Cuba y en España. Se acordó de su hermano, de su hermana
y de su tía Rosamond singularmente fea, a quien no le había clavado la vista en décadas. Y todo este
esfuerzo hercúleo dio lugar a nada más que a una fina capa de sudor en la frente y precisamente
treinta segundos de retraso de lo inevitable.
Él la miró de nuevo.
El deseo se extendió por su cuerpo con una intensidad sorprendente. Y por debajo de esa oleada
caliente de lujuria, una emoción más profunda se inflamó. No era algo que Gray deseara examinar.
Prefirió dejar que se hundiera de nuevo en las oscuras profundidades de su ser. Una criatura sin
nombre de las profundidades, dejada para que la catalogue un aventurero más intrépido.
En su lugar, examinó el vestido nuevo de la señorita Turner. La tela era de buena calidad, el patrón
de espigas uniformemente estampado, sin variaciones de forma o de color.
La modista había hecho grandes esfuerzos para que coincidiera el patrón en las costuras.
Las mangas del vestido cuadraban perfectamente con sus hombros. En un momento de calma, un
solo volante de la falda dobló los cordones de sus botas.
A diferencia de esa abominación de sarga gris, este vestido era caro, y se había hecho para ella
únicamente.
Pero ya no se ajustaba. Cuando ella se giró, Gray observó cómo se abría un poco el escote, y la
columna de la falda que debería haber rozado la ondulación de la cadera en cambio atrapaba nada
más que aire.

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Él frunció el ceño. Y en ese instante, ella se volvió hacia él. Sus miradas se toparon y se sostuvieron.
La sonrisa de ella se desvaneció en una expresión burlona. Y porque Gray no sabía cómo responder a
la pregunta implícita en sus ojos, y porque odiaba el hecho de que él hubiera hecho desaparecer ese
deleite vertiginoso de su cara, le dirigió un cortante gesto con la cabeza y un grosero:
—Buenos días.
Y luego se alejó.

Gray entró como una tromba a la cocina.


—La señorita Turner no está comiendo.
Ese espacio tan estrecho, con la sensación de estar confinado en una caja, el calor sofocante…
parecía un lugar apropiado para descargar esta irracional oleada de resentimiento. Si sólo esa
emoción pudiera disiparse a través de las rejillas de ventilación tan rápido como el vapor.
—Y buenos días a ti, también —Gabriel se limpió las manos en el delantal sin alzar la mirada.
―Ella no está comiendo —repitió Gray sin alterarse—. Está consumiéndose —no se dio cuenta
que su mano se había apretado en un puño hasta que los nudillos crujieron. Flexionó los dedos con
impaciencia.
—¿Consumiéndose? ―el rostro de Gabriel se dividió en una sonrisa mientras cogía un martillo y
atacaba un trozo de carne de cerdo salado—. Ahora, ¿qué te hace decir eso?
—Su vestido ya no se ajusta correctamente. El escote de su corpiño le queda demasiado suelto.
Gabriel dejó de golpear y miró hacia arriba, encontrando los ojos de Gray por primera vez desde
que había entrado en la cocina. El burlón arco de las cejas del viejo hacía que Gray apretara los
dientes. Se miraron el uno al otro por un segundo. Luego Gray soltó el aliento y miró hacia otro lado, y
Gabriel estalló en carcajadas.
—Nunca pensé que viviría para ver el día —finalmente dijo el viejo cocinero—, en que te quejaras
porque el corpiño de una bella dama estuviera demasiado suelto.
—No es que ella sea una bella dama…
Gabriel levantó la vista bruscamente.
—No es que ella sólo sea una bella dama —se corrigió Gray—. Ella es una pasajera, y tengo el
deber de velar por su bienestar.
—¿No sería el deber del capitán?
Gray entrecerró los ojos.
—Y yo conozco mi deber muy bien —continuó Gabriel—. No es como si le negara la comida, ¿no?
Estoy pensando que la señorita Turner no está acostumbrada a la ruda vida a bordo de un barco.
Acostumbrada a una comida más fina que esta.
Gray frunció el ceño ante el trozo de carne de cerdo curada bajo el mazo de Gabriel y las resecas
patatas germinadas rodando de un lado para el otro con cada inclinación de la nave.

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—¿Es este el almuerzo?


—Esto, y un panecillo.
—Ordenaré a los hombres que hagan una pesca de arrastre.
—¿No sería eso el deber del capitán? —el tono de Gabriel fue malicioso.
Gray no estaba seguro de si la columna de vapor arremolinándose a través de la cocina se originó
en la cocina o en sus orejas. No le importaba el tono irrespetuoso de Gabriel. Tampoco le importaba
la posibilidad de que desaparecieran las curvas exuberantes de la señorita Turner cuando nunca había
tenido alguna oportunidad de apreciarlas.
Frustrado más allá de toda razón, Gray se volvió para irse, abriendo la puerta de la cocina con un
tirón de tal fuerza, que crujieron las bisagras en señal de protesta. Él respiró hondo para serenarse,
decidido a no azotar la puerta detrás de él.
Gabriel dejó de golpear.
—Siéntate, Gray. Descansa tus huesos.
Con otro áspero suspiro, Gray obedeció. Retrocedió dos pasos, se arrojó sobre un taburete, y vio
cómo el cocinero sacaba una taza de lata de un gancho en la pared y la llenaba, extrayendo un cazo
de líquido desde una pequeña cubeta de cuero. Entonces Gabriel dejó la taza sobre la mesa delante
de él.
Leche.
Gray la miró.
—Por el amor de Dios, Gabriel. Ya no tengo seis años.
El anciano levantó las cejas.
—Bueno, viendo que no te cansas de hacer una visita a la cocina cuando estás de mal humor,
pensé que quizás debieras probar la leche también. Tú compraste las cabras.
Gray meneó la cabeza. Se llevó la taza a los labios y bebió con cuidado al principio, hizo una pausa,
a continuación, vació la taza rápidamente, como si fuera ron en lugar de leche de cabra. Cubrió su
lengua, sabiendo blanda y suave y cremosa. Inocencia. Gray miró la taza vacía con tristeza. Deseó
haberla hecho durar un poco más.
Gabriel tomó su mazo y comenzó a golpear de nuevo, y Gray levantó la vista bruscamente, a punto
de pedirle al viejo que se detuviera y encontrara una ocupación más tranquila. Una tarea más propicia
para... para la reflexión de Gray, o el anhelo, o las lamentaciones, o cualquier maldita estupidez que
se sentara a hacer. Pero un vistazo de algo revoloteando detrás del hombro del cocinero le robó la
queja de sus labios.
Otro boceto -este de Gabriel- colgaba en la pared sobre el barril de agua. Giraba con suavidad en
una sola dirección, o más bien, el papel colgaba verticalmente con la gravedad, mientras que todo el
barco giraba a su alrededor. Ella había capturado la sonrisa dientuda e inofensiva de Gabriel y el brillo
diabólico en sus ojos, y el efecto del sutil y constante balanceo del papel hacía que la imagen cobrara
vida.
Suavemente, extrañamente, el retrato de Gabriel se estaba riendo.

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Gray se sacudió. Riéndose de él, lo más probable.


—¿Ella viene aquí? ―preguntó.
—Sí. Todas las mañanas —Gabriel enderezó su columna encorvada y adoptó un tono educado—.
Tomamos el té.
Gray frunció el ceño. Un lugar más que había que evitar: la cocina a la hora del té por la mañana.
—Mira que coma algo. Ponle más leche en el té. Hazle bizcocho de melaza y jengibre todos los
días, si a ella le gusta. ¿Le estás dando una ración diaria de jugo de limón?
Gabriel sonrió a la carne de cerdo salada.
—Sí, señor.
—Dóblala.
—Sí, señor ―la sonrisa de Gabriel se amplió.
—Y deja de sonreír, maldita sea.
—Sí, señor —el viejo prácticamente cantó las palabras mientras golpeaba la carne—. Nunca pensé
que viviría para ver el día.

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CAPÍTULO 10

Era la mañana de Nochebuena, y el ánimo de Sophia solo podía ser descrito como malhumorado.
Se sentó en su camarote, que se sentía incongruentemente cálido considerando la época. Papel,
tintero, y pluma estaban frente a ella en la mesa. Ya había adaptado su técnica artística al incesante
balanceo del océano. Sophia había fijado su tintero a la mesa con un poco de cera derretida, para que
no se resbalara fácilmente sobre su falda. Había sujetado los papeles con correas de cuero que había
sacado del baúl y estirado sobre la superficie de la mesa. Mientras pasaba la pluma sobre el papel,
mantenía las articulaciones de su brazo y su muñeca sueltas para amortiguar cualquier sacudida
repentina del barco.
Había dibujado tres cuartas partes de El Libro, documentando meticulosamente a la licenciosa
lechera y su amor en cada una de sus amorosas actitudes. Esta mañana, sin embargo, la lascivia no la
excitaba. Ella pasó al epílogo, donde el caballero proponía casamiento a su amada, y juntos se
embarcaban en una larga y fructífera unión. Sin ningún exceso de concentración, Sophia comenzó a
dibujar la escena de una pareja en un picnic juntos bajo la sombra de un sauce. La lechera, ahora
vestida con la elegancia de una dama, sentada sobre una manta, las piernas extendidas, los tobillos
cruzados, su mirada buscando el horizonte. No estaban pendientes uno del otro, pero la fácil
intimidad de sus posturas les daba un aire de una pareja muy enamorada.
—¡Barco a la vista! ¡A babor! ¡Atención todos!
El barco bullía en actividad y Sophia reconoció los sonidos familiares de los marineros de guardia
tronando desde el castillo de proa, la vela mayor estirándose contra el mástil. El barco se ralentizó y
viró.
Sophia tapó su tintero y pasó sus manos por el delantal apresuradamente. “Hablar” con otro barco
podía demandar minutos u horas, dependiendo de las circunstancias. A veces, los capitanes tan sólo
intercambiaban sus nombres y destinos de un modo amistoso, como dos damas cruzando sus
caminos en el parque. Otras veces, podían tener lugar largas conversaciones y tratos. El otro día el
señor Grayson había abordado un barco portugués, retornando con un canasto de mercancías
trocadas.
Pero ya sea que el encuentro durase minutos u horas, Sophia, como cualquier otro a bordo, no
quería perdérselo. Nada rivalizaba con la vista de un barco acercándose. Era como un reconfortante
recordatorio de que el Afrodita no estaba simplemente flotando solo por el mundo. Una promesa de
civilización y sociedad los aguardaba al final de su viaje, en algún lugar.
Sophia se apresuró a subir a cubierta, escudando los ojos con su mano y dando un gran rodeo. No
había ningún barco para ver, ni una solitaria vela hinchada en el horizonte. Así y todo, los hombres
estaban reunidos en cubierta, zumbando de anticipación. Todos los marineros, al menos. El señor
Grayson estaba notablemente ausente, así como el Capitán, sus oficiales y Stubb.
Confundida, Sophia se aproximó a Quinn.
—Pensé que íbamos a hablar con otro barco.
Un amplio guiño dividió la cara surcada por el tiempo de Quinn.

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—Eso hacemos, señorita.


—Pero… —Sophia oteó nuevamente la distancia, su voz perdiéndose en el mar.
—Oh, esto no es un barco que viene por el mar —dijo Quinn—. Nop, estamos esperando a un
visitante subiendo desde el mar. Hemos cruzado el Trópico de Cáncer. Y eso significa que tenemos
que apaciguar al viejo Tritón antes de seguir adelante.
Sophia miró alrededor de los tripulantes.
—¿Tritón? ¿Subiendo desde mar? No lo comprendo.
—Es una tradición de los marineros, señorita. —O´Shea se aproximó, su pesado acento irlandés
penetrando a través de la confusión de Sophia—. El mismísimo Rey del Mar sube a bordo para tener
un poco de entretenimiento con aquellos que están cruzando el Trópico por primera vez, como el
nuevo muchacho de ahí. ―Señaló hacia Davy, que estaba parado al costado, viéndose tan confundido
como Sophia, pero sin querer demostrarlo.
Quinn cruzó sus musculosos brazos sobre su pecho, apilándolos como troncos.
—Y Tritón siempre recoge su tasa, por supuesto.
—¿Su tasa? —preguntó Sophia.
O´Shea le dedicó una mirada astuta.
—Mejor esté preparada con una moneda o dos, señorita Turner. Si usted no puede pagar su tasa,
el viejo Tritón podría arrastrarla a las profundidades con él y mantenerla allí para siempre.
Quinn se rió entre dientes, lanzándole al irlandés una mirada conocedora.
—Conociendo al viejo Tritón, no sería sorprendente si hiciera justamente eso.
O´Shea le guiñó un ojo al tripulante.
—Difícilmente podría culparlo.
El corazón de Sophia pegó un salto, y cada salvaje golpe dio de lleno a su apostura. ¿Era este Tritón
el equivalente marino de un salteador de caminos entonces? ¿Una especie de pirata?
—¿Dónde están los oficiales?―le preguntó a Quinn—. ¿No tiene el Capitán que saludar a cada
velero que se acerque?
—El Capitán y sus compañeros tienden a permanecer fuera del camino de Tritón. Es un asunto de
marineros, eso es lo que es.
Bueno, si Sophia hubiera estado buscando una excusa para huir de cubierta, ya le había sido
servida en la mano. Pero antes de que pudiera moverse, se alzó una voz.
—¡Todos presten atención! ¡Prepárense a saludar a su Rey! ¡El mismo amo de las profundidades
del océano, y con él, hoy viene su bella amante, la Reina!
Risas socarronas recorrieron la multitud. Sophia se percató de que ninguno de los marineros
parecía ni un poco preocupado de recibir a su visitante. Claro que ninguno de ellos tenía mucho que
perder.
Dos marineros tiraron de unas sogas, izando el alegre bote hacia el costado del barco, revelando
dos figuras apócrifas en el centro de la pequeña embarcación. A simple vista, Sophia sólo vio

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claramente a la más baja de las dos, una horrible criatura con largo cabello ensortijado y la cara
pintada vistiendo una ajustada falda de arpillera y un corsé fabricado con escamas de pescado y
conchas de moluscos. Reconoció a la Reina del Mar, con una sonrisa entibiando sus mejillas mientras
la tripulación irrumpió en violentos vítores. Una Reina del Mar barbuda, nada menos, que guardaba
un asombroso parecido con el propio canoso mayordomo del Afrodita.
Stubb.
Sophia estiró el cuello para espiar al consorte de Stubb, ya que el trinquete le bloqueaba la visión
del rostro de Tritón. Y aún cuando la pintura azul lo cubría y las algas que colgaban desde su cinturón
lo disfrazaban, no había error en su voz de barítono.
El señor Grayson.
Ahí estaba él, alto y orgulloso, a seis metros de ella. Con el pecho desnudo, a excepción de una
franja de tela anudada desde la cadera a su hombro. Húmedos rizos de cabello echados hacia atrás de
su bronceado rostro, el sol remarcando cada borde de su esculpido pecho y sus brazos. Un dios
pagano fanfarroneando en la tierra.
Él alcanzó su mirada, y su sonrisa se ensanchó en un gesto lobuno. Ni por su vida Sophia podía
apartar la vista de él. El no la había mirado desde… desde esa noche. Apenas había mirado en su
dirección, y ciertamente, jamás llevando una sonrisa. La audacia de su sonrisa la hizo sentir
desconcertada y prácticamente desnuda. Incluso aquél acto de sostenerle la mirada se volvió una
experiencia íntima, casi indecente.
Si Sophia seguía mirándolo, seguramente sentiría sus rodillas desfallecer. Si apartaba la mirada, le
daría a él la victoria. Dadas las circunstancias, sólo había una alternativa posible. Con un pícaro gesto
de reconocimiento a su broma, Sophia bajó la mirada e hizo una reverencia al Rey.
El señor Grayson se rió con aprobación. Su reverencia, el gesto de lealtad de la tripulación -él
aceptaba el homenaje que le correspondía. ¿Y por qué no debería hacerlo? Había cierta justicia en
esto de alguna manera, un entendimiento sin palabras. Aquí finalmente estaba su verdadero líder: el
hombre al que debían obedecer sin cuestionar, el hombre al que le debían lealtad, incluso ante el cual
debían arrodillarse.
Este era su barco.
—¿Dónde está el dueño de esta embarcación? ―gritó el señor Grayson—. Oh, cierto, alguien me
dijo que él ya no era divertido.
Mientras la tripulación reía, el Rey del Mar oscilaba sobre la barandilla, alzando lo que parecía ser
una escoba con cierta aspiración a parecer un tridente.
—¡Traigan al viajero virgen!
El estómago de Sophia aleteó en pánico. En nombre de Dios, ¿Qué intentaba hacer el señor
Grayson? Casi temía y casi ansiaba descubrirlo. Luego el aleteo se desparramó placenteramente hacia
abajo, y la balanza se inclinó a favor del ansia.
Pero los marineros no estaban atentos a ella. En cambio, empujaron a Davy Linnet hacia adelante.
—¡Aquí está Su Majestad! —gritó Quinn—. El chico nuevo, cruzando el Trópico por primera vez.
El señor Grayson elevó su “tridente” hacia el muchacho.

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—Si tú deseas cruzar mi mar, jovencito, debes someterte a interrogatorio. Y debes decir la verdad,
¿lo comprendes? Nadie le miente al Rey del Mar. Si intentas engañarme, lo sabré. Y luego te hundiré
en las profundidades del océano para vivir entre las anguilas y jamás se volverá a saber de ti.
Davy miró a su alrededor, sin estar seguro de si reírse o temblar.
—Sí, señor.
—Sí, Su Majestad ―lo corrigió Tritón.
Davy arrastró los pies.
—Sí, Su Majestad.
Un par de marineros arrastraron un barril contra el mástil, e hicieron parar a Davy sobre él. Alguien
entre la multitud, un marinero, hizo una cruda observación.
Los hombres irrumpieron en risas.
El señor Grayson golpeó su escoba tridente en cubierta para ordenar silencio, una vez, dos veces.
Los hombres se callaron y él se volvió hacia Davy.
—Ahora muchacho, dime tu nombre.
—Davy Linnet, señor.
Volvió a sonar la escoba.
—Su Majestad.
—Davy Linnet, Su Majestad.
—¿Qué edad tienes Davy Linnet?
—Quince, señor.
Bang.
Davy se sobresaltó.
—Quince, Su Majestad.
El señor Grayson comenzó a caminar alrededor del muchacho a paso perezoso.
—¿De dónde vienes, Davy Linnet?
—De Sussex, ciudad de Dunswold, Su Majestad.
—¿Cuántos hermanos tienes?
—Cinco, Su Majestad. Cuatro hermanas y un hermano.
—¿Tus padres están vivos?
—Ambos, señor, eh… Su Majestad.
El señor Grayson se volvió lentamente sobre sus pasos, su musculoso brazo flexionándose ,
mientras apoyaba el tridente sobre un hombro. El nudo de su toga se deslizó, y descuidadamente
acomodó la tela con su mano libre. Pero no antes de que Sophia entreviera una chocante cicatriz
cerca de su clavícula, un irregular círculo rosado, de carne retorcida casi del tamaño de su palma. Ella
presionó su propia mano sobre su garganta.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 88


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—Y dime, Davy Linnet —continuó el Señor Grayson—, si te dan elegir, ¿prefieres el pan blanco o
negro?
—Blanco, Su Majestad.
—¿Cerveza o grog?
—Grog, Su Majestad —Davy comenzó a relajarse, una tímida sonrisa jugando en su rostro.
Claramente, había anticipado un interrogatorio más áspero que éste.
El lo había anticipado correctamente.
—¿Alguna vez has robado algo, Davy Linnet?
La sonrisa del muchacho se desvaneció, y su frente se arrugó.
—¿Qu... qué?
—¿Alguna vez —el señor Grayson señaló al muchacho con la escoba—, has robado algo? ¿Eres un
ladrón?
Davy se encogió.
—Bueno, he arañado algún trozo aquí y allá en mis tiempos. Comida, más que nada.
—¿Más que nada?
Los ojos de Davy se endurecieron.
—Más que nada ―el señor Grayson se mantuvo en silencio, pero el joven no se explayó.
Finalmente, el agregó—. No había mucho por donde buscar en la casa de los Linnet.
El señor Grayson le dirigió una mirada severa.
—¿Entonces el hambre disculpa el robo?
—N-no, señor. Su Alteza.
—¿Robarías a tus compañeros de la tripulación?
—No —contestó Davy, resueltamente. Miró entre los marineros—. No.
Bang.
—No, Su Majestad.
El Señor Grayson dio una lenta vuelta.
—¿Qué pasaría si tuvieras hambre?
—No, Su Majestad. No de mis compañeros de la tripulación. No se puede robar a los que lo
comparten todo. Si yo estoy hambriento, significa que todos los demás también lo están.
El señor Grayson hizo una rígida inclinación de cabeza, obviamente satisfecho con la respuesta de
Davy. Hizo una pausa que duró lo que un largo latido. Luego su postura cambió abruptamente
mientras se recostaba hacia atrás en la barandilla del barco.
—¿Tienes esposa, Davy Linnet?
El muchacho se rió entre dientes, obviamente aliviado por el cambio de tema.
—No, Su Majestad.
—¿No? Espero que no sea porque no lo hayas intentado. ¿Cuántas novias has tenido?

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Las mejillas de Davy se sonrojaron.


—Ninguna, Su Majestad.
—¿Has tumbado algunas chicas, Davy Linnet?
La cara de Davy se volvió roja.
—No —masculló él.
Bang.
—No, Su Majestad —se corrigió el muchacho—. No todavía.
Esto último hizo que se alzara un rugido de risas desde la tripulación y puso una sonrisa afectada
en el Rey del Mar. Davy relajó su postura.
—¿Qué hay del amor? ¿Alguna vez estuviste enamorado, Davy Linnet?
El muchacho se puso rígido nuevamente. Sus ojos revolotearon hacia Sophia por un instante y el
corazón de ella se apretujó. Sophia sabía que el muchacho albergaba sentimientos hacia ella -todos a
bordo del barco lo sabían- y ella sabía a ciencia cierta que eso no era ni de cerca lo que sentiría alguna
vez hacia una esposa. Pero bueno, una no podía decirle a un muchacho de quince años que sus
sentimientos eran menos reales.
El silencio se hizo espeso mientras toda la concurrencia esperaba la respuesta del muchacho.
Quinn sonrió y le hizo un guiño a Sophia. Davy tragó con fuerza.
El señor Grayson golpeó el barril, haciendo que Davy se tambaleara.
—La verdad, chico. O las anguilas.
El chico estudió sus pies por un momento. Luego levantó la cabeza y enfrentó directamente la
mirada del Señor Grayson.
—Sí, señor. Estoy enamorado.
Las estridentes risas se elevaron como un trueno, tornándose luego en un canto indecente. La cara
de Davy se puso roja como una torta bermellón. Sophia se mordió el labio, sufriendo por él. Ni
siquiera cuando él trepó al mástil ese primer día en el mar, con los nudillos blancos y temblando de
miedo, ella había presenciado tanto coraje. La ironía le escoció en las comisuras de sus ojos. Ella no
podía recordar haber escuchado esas palabras y realmente creer en ellas, ni de su familia, ni de sus
amigos. Ella había sido cortejada por una legión de pretendientes e incluso había estado
comprometida, pero la primera declaración de amor sinceramente pronunciada, provenía de este
valiente y honesto chico.
La admisión de Davy debía de haber afectado también al Rey del Mar. Porque aunque mantenía su
cara cuidadosamente compuesta, el señor Grayson había olvidado golpear su tridente y exigir el
requerido “Su Majestad”.
Sophia anhelaba medir la reacción del señor Grayson, pero mantuvo su mirada en el joven. Davy se
mantenía en alto, a pesar de las burlas de sus compañeros. Ella se preparó para compensarlo con una
graciosa sonrisa si él miraba en su dirección, aunque sospechaba que era demasiado orgulloso como
para hacer eso.
Y lo era. El chico miraba tercamente al señor Grayson.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿Alguna otra pregunta, Su Majestad?


Otra tormenta de risas se elevó desde la tripulación.
Bang.
Silencio.
—Solo una, Davy Linnet. ¿Tienes monedas para pagar tu tasa?
El muchacho pestañeó.
—¿Tasa?
—Sí, tu tasa. Hay un precio por cruzar estas aguas ileso. Y si tú no puedes pagarlo con tus monedas,
entonces debes sufrir las consecuencias. ―El señor Grayson cabeceó hacia Studd, quien acercó otro
barril, éste abierto en la superficie y rebalsando líquido. Un olor fétido flotaba del barril: olor a
alquitrán y pescado podrido junto con el invasivo aroma del agua estancada.
Davy arrugó la nariz mientras olía el tufo hediondo desde su altura elevada.
—Yo… Yo no tengo una moneda a mi nombre, Su Alteza.
—Bueno, Davy Linnet —continuó el Señor Grayson suavemente—. Si no puedes pagar la tasa,
deberás ser sumergido.
Stubb empujó una correa de metal oxidado y la balanceó sobre su cabeza.
—Sumergido y afeitado.
Los hombres rompieron en aplausos. Levi y O´Shea tomaron a Davy de las piernas, levantándolo
hacia el barril lleno de agua podrida.
Sophia sabía que no debería intervenir. El chico no saldría herido, se dijo a sí misma. Era sólo un
poco de agua podrida. Claramente todos los marineros habían sufrido algo similar en su primer viaje,
o no sentirían tanto regocijo ante la situación de Davy. Pero el muchacho ya había sufrido demasiada
humillación, y había soportado mucho por culpa de ella.
—¡Deténganse! —gritó.
Al mismo tiempo, todos los hombres quedaron congelados. Una docena de cabezas se voltearon
hacia ella.
Sophia tragó y se volvió hacia el Señor Grayson.
—¿Qué hay de mí? También soy un viajero virgen.
La sonrisa del señor Grayson se elevó y le lanzó una mirada de la cabeza a los pies y nuevamente
hacia arriba.
—¿Lo dice en serio?
—Sí. Y no tengo una moneda a mi nombre. ¿Planea también sumergirme y afeitarme?
—Esa es una idea —su sonrisa se ensanchó—. Tal vez. Pero primero debe someterse a un
interrogatorio.
Un nudo se hizo en la garganta de Sophia, haciéndole imposible hablar.
El señor Grayson elevó su sonora voz de barítono, cambiando el tono.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿Cuál es su nombre, señorita? —Cuando Sophia elevó firmemente la barbilla y lo miró, él le


advirtió dramáticamente—. Verdad o anguilas.
Bang.
Excitados susurros se elevaron de entre los marineros reunidos. Davy fue completamente olvidado,
empujado a cubierta con un ruido sordo. Hasta el viento contuvo el aliento en anticipación, y Sophia
pegó un pequeño salto cuando un marinero golpeó contra el mástil.
A pesar del errático y angustioso sonido de su corazón, ordenó a su voz permanecer calma.
—No tengo intención de someterme a mí misma a ningún interrogatorio, por dios u hombre
―elevó su barbilla y arqueó una ceja—. No me impresiona su rango.
Hizo una pausa de varios segundos, esperando que disminuyeran las risotadas de la tripulación.
El señor Grayson la inmovilizó con su dura y firme mirada.
—¿Se atreve a hablarme a mí de esa manera? Yo soy Tritón —con cada palabra se acercaba más—,
Rey del Mar. Un dios entre los hombres, —ahora sólo los separaban unos pasos. El hambre brilló en
su mirada—. Y exijo un sacrificio.
La mano de Sophia permaneció pegada a su garganta y nerviosamente tironeó del cuello de su
vestido. A esta distancia, él era todo piel bronceada extendida ajustadamente sobre músculos y
tendones. Iridiscentes gotas de mar dejaban rastros brillantes sobre su pecho, enganchándose a los
bordes de su horrenda cicatriz, apenas visible bajo su toga.
—¿Un sacrificio? —Su voz era débil. Sus rodillas lo eran aún más.
—Un sacrificio ―revoleó el tridente, sus bíceps flexionándose mientras extendía la parte
redondeada hacia ella, enganchándolo bajo su brazo. Extendió el extremo de la escoba, quitando la
mano de Sophia de su garganta y levantando su muñeca para inspeccionarla.
Sophia podría haber tirado de su brazo en cualquier momento, pero estaba tan sin aliento en
anticipación como cualquier otra alma en cubierta. Se había convertido en observadora de su propia
escena, imposibilitada de alterar el drama que se desarrollaba, en el borde de su asiento para ver
como continuaría.
El estudió su brazo.
—Un espécimen de mujer raramente magnífico ―dijo el señor Grayson casualmente—. Joven,
justa, sin mancha —entonces retiró el palo y la mano de Sophia cayó a su lado—. Pero insatisfactoria.
Ella sintió una aguda punzada de orgullo. ¿Insatisfactoria? Aquellas palabras hacían eco en su
mente nuevamente. No te deseo.
—Insatisfactoria. Demasiado delgada —él miró entre la tripulación, moviendo su tridente casero
en un amplio arco—, un sacrificio con carne en sus huesos. Exijo…
Sophia jadeó cuando la escoba cayó ruidosamente a sus pies. El señor Grayson le dirigió un guiño
astuto, poniendo las manos en sus caderas en un gesto de arrogancia divina.
—Exijo una cabra.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 11

El olor de cabras vivas había impregnado el Afrodita durante semanas. Ahora, luchaba por
prevalecer el aroma más agradable de cabra cocida. Gray lo encontraba un cambio refrescante, pero
el rebaño restante parecía no estar de acuerdo. Ellas balaban con fuerza en sus literas, protestando
por la repentina disminución de su número.
Gray se abrió camino a través de la granja que había sido antes los camarotes de los caballeros,
teniendo cuidado de no rozar nada. Recién se había bañado y vestido , y no quería aparecer en la
cena de Nochebuena con estiércol de cabra en sus botas.
Entró a la cocina y fue recibido por una nube de fragante vapor.
El aroma exótico de especias se mezclaba con el sabor de la carne asada. Sorprendido, Gabriel se
atragantó con un sorbo de una jarra. En un rincón, Stubb rápidamente escondió algo en la espalda.
Los ojos de los hombres mayores brillaron con algo más que la alegría de las fiestas.
—Feliz Navidad, Gray —Gabriel le extendió la jarra de cerveza—. Vamos. Te serviremos un poco de
vino.
Gray lo rechazó con un ademán y una sonrisa.
—¿Ese es mi nuevo Madeira el que estás sirviendo?
Gabriel asintió con la cabeza mientras tomaba otro sorbo.
—Pensé que debería probarlo antes de servirlo. Ya sabes, para asegurarme de que no esté
envenenado.
Vació la taza y la dejó con una sonrisa.
—No, señor. No está envenenado.
—¿Y los higos? ¿Las aceitunas? ¿Las especias? ¿Supongo que los probaste todos, también? En bien
de la precaución, por supuesto.
—Por supuesto ―dijo Stubb, sacando su propia taza de la espalda y tomando un saludable trago—.
Todo el mundo sabe que no se puede confiar en un comerciante portugués.
Gray se echó a reír. Cogió una aceituna de un plato de la mesa y se la metió en la boca. El rico
aceite cubrió su lengua.
—¿Encontraste el cajón con facilidad? ―le preguntó a Stubb, alcanzando otra aceituna.
El viejo mayordomo asintió con la cabeza.
—Está todo dispuesto con cuidado. Las velas, también.
―Se siente como una verdadera Navidad —Gabriel señaló con la cabeza—. La señorita Turner
incluso me dio un regalo.
Gray siguió el movimiento, entrecerrando los ojos a través del vapor.
Que me aspen.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Un pequeño lienzo apoyado en el gabinete. Tenía pintado un paisaje aparentemente simple. Unas
pinceladas magistrales capturaban el movimiento giratorio del agua y la danza de la brisa. La
menguante luz del sol besaba las olas con brillantez.
Y como era el caso con todos los trabajos de la señorita Turner, a Gray genuinamente lo conmovió,
no sólo por la belleza de la pintura, sino por el cuidado que ocasionó su creación. Ella le había dado a
Gabriel una ventana para la cocina, con tanta seguridad como si hubiera un agujero en el costado del
buque y hubiera instalado un panel de vidrio. Ella le había dado un regalo, realmente.
Stubb dijo:
―Ella hizo un bosquejo de Bailey para su esposa. Ahora él está haciéndole esas pequeñas telas de
restos sobrantes de madera y loneta.
—¿Bailey no tiene velas para reparar? ―gruñó él—. No le estoy pagando al hombre para hacer
telas.
Gabriel se encogió de hombros, arrojándole una mirada ofendida.
—Yo sólo le doy al hombre su panecillo tres veces al día. No le sigo la pista para ver cómo pasa su
tiempo.
Gray sabía que estaba siendo un imbécil, pero le resultaba condenadamente enloquecedor, este
asalto constante de este arte de ella. Estos retazos de belleza esparcidos por su barco. Deslumbrando
sus ojos, atrayéndolo con pequeños tirones de sus entrañas.
Su efecto colectivo dejaba a Gray sintiéndose más que un poco resentido. Pero no tan resentido
como para que dejara de buscarlos -diablos, esperando encontrarlos- de una manera que rayaba en
una incómoda costumbre.
No es que ninguno de sus dibujos o pinturas fueran para él.
Se volvió hacia Stubb.
—¿Ella te dio un regalo, también?
El hombre sonrió a través de su barba entrecana.
—Sí. Está en el entrepuente. Una bonita y pequeña pintura de una sirena.
—Dios mío ―Gray pasó la palma de su mano sobre su mandíbula barbuda.
El mayordomo tomó una cuchara de madera y empujó a Gray a un lado.
—Están esperando por ti, sabes. Entra allí, así podremos servir.
Gray se apresuró a atravesar el pasaje antes que Stubb pudiera empujarlo de nuevo. Avanzó por el
pequeño pasillo de los camarotes de los oficiales y entró al del capitán. Los hombres se levantaron
cuando él entró, Joss a la cabeza de la estrecha mesa, flanqueado por los otros oficiales.
—Feliz Navidad ―dijo entre dientes, repentinamente cohibido. Él asintió con la cabeza a los
hombres, luego se volvió y se inclinó ante la señorita Turner, antes de deslizarse en la silla de
enfrente.
Rayas.

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Por costumbre, Gray inmediatamente tomó nota de la respuesta a su pregunta. La pregunta


persistente, siempre presente que plagaba sus días, que le venía a la mente cada vez que la veía o
anticipaba verla. Que era casi todo el tiempo.
¿Qué vestido iba a llevar puesto? ¿Espigas o rayas?
Gray albergaba una ligera preferencia por las rayas. No sólo el color más oscuro se adecuaba a su
tez, sino que el escote caía de una manera incitante, mostrando un trozo de camisola transparente. El
vestido de espigas tenía un escote cuadrado, más alto y sólo un volante o dos.
Pero... El vestido de espigas tenía diminutos botones descendiendo por el costado… catorce
botones, para ser exactos, y aunque sólo mentalmente los desabrochó, fue suficiente para volver a
Gray loco de frustración, ese tramo de un kilómetro de largo de minúsculos puntos de perlas era
algún consuelo. Los cierres de este vestido de rayas, por el contrario, eran completamente invisibles.
¿Había pequeños ganchos, se preguntó él, bajo las mangas? ¿Ocultos en las costuras en alguna parte?
La señorita Turner tosió y se removió en su asiento.
Querido Dios. Gray se sacudió al darse cuenta que acaba de pasar la mayor parte de un minuto
mirando abiertamente en dirección a sus pechos. A una distancia de no más de sesenta centímetros.
Lo que es peor, había desperdiciado ese maldito minuto obsesionado con ganchos y botones, cuando
podría haber estado buscando la sombra de una areola, o la cresta de un pezón.
Maldita sea.
Y ahora no tenía más remedio que dejar caer su mirada y estudiar la vajilla.
Se veía bien, la porcelana. El patrón de acanto se complementaba muy bien con los adornos de
volutas de la plata. Extraño, beber Madeira con tazas de té, pero al menos eran mejores que la
hojalata. El mantel blanco debajo de todo eso no era nada de calidad, pero la luz era tenue, y por lo
tanto, no se notaba.
Gray alargó una mano para enderezar el tenedor.
—La mesa se ve hermosa ―dijo ella, sin dirigirse a nadie en particular.
Querido Dios. Una vez más, ella lo trajo de vuelta a la realidad, y Gray se dio cuenta ahora que
había pasado la mayor parte de dos minutos quejándose de la vajilla y de la mantelería. Primero la
costura, ahora la puesta de mesa... Si no fuera por el hecho de que la voz de ella incitaba
directamente su ingle inflamada, Gray podría haber comenzado a cuestionarse su masculinidad.
¿Qué diablos le pasaba?
Él la deseaba. Deseaba su cuerpo, obviamente. Más preocupante por el momento, era que ya no
podía negar que él también deseaba su aprobación. Y deseaba ambos, con una intensidad casi
paralizante, aunque sabía que nunca podría tener uno sin sacrificar lo otro.
Luego ella extendió su fina muñeca para llegar a la taza de té, y Gray recordó la razón de todo este
despliegue.
Quería verla comer.
—¿Dónde está Stubb? ―gruñó, irascible por el hambre. Por todas las clases de hambre.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Justo detrás de ustedes, señores y madam —Stubb entró arrastrando los pies, cargando una
humeante sopera—. Primer plato, sopa —se movió alrededor de la mesa, empezando con la señorita
Turner, sirviendo con un cazo raciones generosas de sopa de crema en los pocillos.
Reinaba el silencio, salvo por el ligero tintineo de la vajilla de plata. Gray se tomó rápidamente la
sopa, apenas saboreándola, quemándose el paladar en el proceso. Luego se acomodó en su silla y
bebió un sorbo de Madeira de su taza de té, tratando de no mirarla cuando ella delicadamente se
llevaba la cuchara de sopa a los labios.
Tal vez se estaba volviendo loco.
Junto a él, Wiggins se aclaró la garganta.
—Debe perdonarnos, señorita Turner. Nosotros los marinos somos malos compañeros de cena,
me temo. Estamos acostumbrados a la comida rápida, eficiente, con poca conversación. Y
ciertamente no estamos acostumbrados a la compañía de una hermosa dama.
Gray tosió, colocando su taza de té sobre el platillo con un golpe.
La señorita Turner tragó lentamente y dejó la cuchara.
—Estoy muy agradecida por estar en compañía esta noche, incluso de la variedad callada. Yo
misma tampoco soy una gran conversadora.
Gray soltó un bufido. Ninguna conversadora. La muchacha había sonsacado la historia de la vida de
cada marinero de este barco.
Ella acababa de recoger la cuchara de nuevo cuando Joss habló.
—¿No encuentra el viaje demasiado tedioso, señorita Turner? —preguntó Joss—. Lamento que
tenga que entretenerse usted misma, siendo la única pasajera.
Ella bajó la cuchara.
—Gracias, capitán, pero me parece suficiente actividad ocupar mis manos y mi mente. Leer,
dibujar, caminar por la cubierta al aire fresco y el ejercicio saludable. Estoy sorprendentemente
contenta, viviendo en el mar.
El corazón de Gray golpeó extrañamente.
—Pero es Navidad, señorita Turner. Usted está lejos de su casa ―la voz de Brackett era fría—.
¿Seguramente debe extrañar a su familia?
—Sí, por supuesto. La extraño ―juntó las manos detrás de su pocillo medio lleno de sopa—.
Extraño... Aunque parezca curioso, extraño las naranjas. Siempre había naranjas en Navidad, cuando
yo era una niña.
—Sí ―dijo Joss, sus labios curvados en la sugerencia de una rara sonrisa—. Sí, nosotros también.
¿No, Gray?
Naranjas. Querían naranjas. Como si pudiera ser tan sencillo, retroceder en el tiempo cuando la
felicidad venía en un paquete redondo y nudoso y cabía en la palma de la mano. Y, sin embargo, si
hubiera naranjas disponibles en ese momento, Gray habría intercambiado el barco por una caja de
ellas. Vio como la señorita Turner se llevaba una cucharada de sopa a la boca con una lentitud

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agonizante. Se quedó mirando, fascinado, como los labios se apartaban, revelando la punta de la
lengua...
—Digo, señorita Turner… —Wiggins de nuevo.
La cuchara se detuvo en el aire.
Gray estrelló el puño en la mesa.
—¡Cristo, hombre! ¿No ves que la dama está tratando de comer? —cruzando los brazos, se tumbó
en la silla. Sus articulaciones de madera crujieron en señal de protesta.
Y ahora todo el mundo bajó sus cucharas.
Gray sintió todos los ojos sobre él. Pateó la pata de la mesa, frustrado consigo mismo, con ella, con
sus condenadas botas. Todavía le pellizcaban los pies.
Stubb entró arrastrando los pies de nuevo, acompañado por Gabriel esta vez.
―Segundo plato ―dijo el viejo mayordomo.
—Hay pastel de carne y riñones —anunció Gabriel con orgullo, colocando el plato en el centro de
la mesa—. Hecho de la corteza de los panecillos. Pensé que mi brazo se caería por golpear.
—¡Y aquí está el asado! ―Stubb bajó su ofrenda a la mesa, una pierna bien dorada que olía a grasa
y se veía sabrosa. Aceitunas y pequeñas y blancas rodajas de queso de leche de cabra rodeaban la
carne.
—Gracias, caballeros ―Joss arrancó el cuchillo de la carne asada, y fluyeron unos chorritos de
jugos deliciosos.
La conversación se pospuso, por decreto unánime.
Generosas raciones de carne y pastel, junto con segundas y terceras copas de Madeira, hicieron
mucho para mejorar el estado de ánimo general. Al parecer, preso de la nostalgia de las fiestas,
Wiggins parloteaba sin cesar sobre sus hijos. Durante un monólogo especialmente estúpido de la poca
afinidad del señor Wiggins por su maestro de escuela, Brackett se apartó de la mesa y se excusó para
reanudar su guardia en cubierta. Gray se sirvió más asado, aprovechando la oportunidad para deslizar
una tajada extra en el plato de la señorita Turner.
Ella lo miró, su expresión una mezcla de sorpresa y reproche.
Y esta era su recompensa por su generosidad.
Él se encogió de hombros a modo de excusa, luego volvió a tomar su cuchillo y tenedor y se ocupó
de su propia comida. Sintió que ella lo miraba fijamente.
Eso fue todo. Si ella tenía el derecho de mirarlo, maldita sea, él también iba a mirarla. Y si esta
institutriz iba a reprenderlo con una acusación incorregible... bueno, entonces, Gray iba a portarse
mal.
Dejando su martilleo de plata con la vajilla, él apretó los puños y los golpeó a cada lado de su plato.
—¿Dice que extraña a su familia, señorita Turner? Tengo mis dudas.
La mirada de ella fue fría.
—¿En serio?

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—Me dijo en Gravesend que no tenía a quién recurrir.


—Dije la verdad ―alzó la barbilla—. He estado extrañando a mi familia desde mucho antes de salir
de Inglaterra.
—¿Así que están muertos?
Ella jugueteó con el tenedor.
—Algunos.
—¿Pero no todos?
Se inclinó hacia ella y habló en voz baja, aunque cualquiera que quisiera escuchar podría oír.
—¿Qué clase de familiares permiten a una joven cruzar el océano sin acompañante, para trabajar
como institutriz en una plantación? Pensaría que estarías feliz de librarte de ellos.
Ella parpadeó.
Él cogió el tenedor y pinchó un trozo de carne. Su voz un murmullo, dirigió la siguiente pregunta a
su plato.
—¿O tal vez están ellos felices de librarse de ti?
Algo aplastó su pie debajo de la mesa. Unas botas puntiagudas de tacón. Luego, con la misma
rapidez, la presión disminuyó. Sin embargo, su pie quedó encima del de él. El gesto era irritante, y de
alguna manera salvajemente erótico.
Él encontró su mirada, y esta vez no encontró frialdad, ningún reproche. En cambio, sus ojos
estaban muy abiertos, suplicantes. Hacían un llamamiento a algo profundo en su interior que él no
había sabido que estaba allí.
Por favor, moduló ella. No.
Ella se mordió el labio, y él sintió como un tirón visceral. Y esa parte nueva de él se estiró y dolió. Y
en ese instante, Gray hubiera jurado que eran las únicas dos almas en la habitación. En el mundo.
Hasta que Wiggins habló de nuevo, maldito hombre.

—Qué extraño debe encontrarlo, señorita Turner ―dijo el segundo oficial—, celebrar las fiestas en
este clima tropical. No es lo típico de una Navidad inglesa, ¿verdad?
Sophia se aclaró la garganta.
—No, por cierto —Dios bendiga al señor Wiggins. Ella logró desprenderse de la enigmática mirada
del señor Grayson y alcanzó su Madeira. Reacia a responder más preguntas de cualquier clase,
traspasó el peso de la conversación como un plato caliente para servir—. ¿Está de acuerdo, capitán
Grayson?
Debajo de la mesa, ella permitió que su pie se deslizara hasta el suelo.
Eso fue un error. En el instante siguiente, la bota de él se fijó sobre la de ella como una trampa.
Sophia mantuvo la mirada centrada en el capitán, cuyas negras y finas cejas se alzaron.

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—Me temo que no sabría decirle, señorita Turner. Todas mis navidades las he pasado en el mar, o
en Tortola.
Sophia retorció locamente su pie, pero fue inútil. La Hessiana del señor Grayson tenía clavada su
bota de media caña de nanquín al suelo del camarote. Ella le lanzó una furiosa mirada, pero él había
tomado un repentino interés en examinar el fondo de su Madeira.
—Sí, por supuesto —respondió Sophia al capitán—. El señor Grayson ―dijo enfáticamente, con la
esperanza de llamar la atención del bribón—, me mencionó que su padre es dueño de una plantación
allí. ¿Qué cultivos me dijo que su padre siembra, señor Grayson?
Él se negó a alzar la mirada. Encogiéndose de hombros, depositó su vaso y empezó a juguetear con
la uña del pulgar.
—No lo dije.
—Azúcar —respondió el capitán—. Era una plantación de azúcar, señorita Turner, pero nuestro
padre murió hace varios años.
—Oh —Sophia se obligó a sí misma a girar hacia el capitán, a pesar que su mirada quería quedarse
en la cara del señor Grayson, estudiando de las sombras que titilaban allí—. Siento escucharlo.
—¿De veras? ―las palabras eran un murmullo bajo, casual. Tan débil, que Sophia se preguntó si lo
había imaginado. Ella miró alrededor de la mesa. Si alguien más había oído el comentario, no dio
señales de ello.
Su pie dejó de luchar bajo el peso de la bota, y se alivió la presión. El contacto se mantuvo.
—¿Quién administra la propiedad ahora? ―ella empujó una aceituna alrededor de su plato—.
¿Tiene un hermano mayor, o un administrador?
Los dos hermanos intercambiaron una mirada extraña.
—La tierra ya no está en la familia ―dijo el capitán Grayson lacónicamente—. Se vendió.
—Oh. Eso debe haber sido una decisión difícil, vender su hogar de la infancia.
El capitán Grayson descansó un codo sobre la mesa.
—Una vez más, señorita Turner, no sabría decirle. ¿Lo fue, Gray?
—Fue ¿qué? —el señor Grayson claramente deseaba eludir la pregunta. Sophia sabía que había
estado prestando atención a la conversación, y ella hizo una mueca incómoda cuando la pierna de él
se tensó, aplastando sus dedos una vez más.
—¡Pudín! —con su habitual floritura, Stubb atravesó la puerta del camarote y agregó el plato a la
mesa. Cuando descubrió el pudín en forma de cúpula, los aromas de higos y especias y aguardiente se
mezclaron con la comodidad familiar del vapor con aroma a jarabe de melaza. Un milagro de Navidad,
de hecho. La boca de Sophia se hizo agua.
—La dama hizo una pregunta, Gray ―el capitán se inclinó hacia adelante, haciendo caso omiso de
Stubb y del pudín. Su voz asumió el filo del acero—. ¿Fue una decisión difícil, vender nuestro hogar de
la infancia? Le he dicho que no sabría decirle, ya que no estuve involucrado en esa decisión. Así que la
pregunta te corresponde a ti. ¿Fue difícil?
El señor Grayson apretó la mandíbula. Entrecerró los ojos cuando miró a su hermano.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 99


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—No. No fue difícil en lo más mínimo. Era la única vía rentable.


La boca del capitán se curvó en una sonrisa sin humor, y se enderezó en su silla.
—Ahí está su respuesta, señorita Turner. Las decisiones nunca dan tregua a mi hermano, siempre y
cuando la vía rentable sea clara. Él tiene su conciencia en su cuenta bancaria.
La mirada de Sophia fue rápidamente de un hermano a otro. Los hombres luchaban en silencio,
una batalla de miradas pétreas y firmes mandíbulas y los puños apretados sobre la plata. Entonces la
postura del señor Grayson de repente se relajó, y, como Sophia le había visto hacer en docenas de
ocasiones, tomó la ventaja con una sonrisa pícara. El encanto era siempre su arma preferida.
—Por eso es que Gray nunca se casó —el señor Wiggins lanzó una risa fácil. Se inclinó sobre la
mesa para cortar el pudín, disipando la tensión entre los hermanos—. Un hombre rico puede guardar
su conciencia en una bóveda, pero nosotros los hombres pobres tenemos que casarnos con la
nuestra.
El señor Grayson hizo una demostración de una sonrisa ante la broma. Pero su sonrisa era débil, y
por un momento Sophia vio lo que nunca había notado antes, en esas docenas de ocasiones. Le
costaba algo, esa sonrisa pícara. Detrás de ella, se veía cansado... La empatía se apoderó de ella antes
de que pudiera alejarla. Había pasado muchas noches en muchos salones de baile, luchando bajo el
peso de la ligereza fingida. Engañando a todos, salvo a sí misma.
Él levantó la vista repentinamente y la sorprendió mirándolo. Sophia se ruborizó, sintiendo como si
hubiera irrumpido en su baño.
Y ese pensamiento la hizo ruborizarse aún más.
El señor Wiggins la rescató de nuevo.
—Sin mi esposa, yo no sabría qué hacer conmigo mismo. Ni siquiera puedo decidir qué color de
chaleco pedirle al sastre —dirigió a Sophia una mirada lúdica, sus ojos alegres con el vino—. Dígame,
señorita Turner, ¿cómo es que estas decisiones forman parte del hábito del sexo débil?
Sophia sonrió.
—Para usted, señor Wiggins, la elección es clara. Con su color oscuro, un chaleco color marfil
definitivamente le viene mejor.
El hombre sonrió, atacando su pudín. Un chorrito de salsa de brandy se deslizó por su solapa.
Maldiciendo, lo limpió con la manga.
—Pero claro, en el marfil se notan las manchas más claramente ―ella bajó la mirada hacia el plato,
probando la textura del pudín con el tenedor—. Usted ve, señor, hay algunos de nosotros para
quienes las decisiones no son una prueba. Vivir con esas elecciones... ahora, esa es nuestra carga ―le
dio al señor Grayson una mirada cautelosa.
La bota de él liberó la de ella, y Sophia se sintió extrañamente desprovista. Ella movió los dedos de
los pies dentro de la media. Después de todo ese tiempo, le preocupaba que no pudiera recuperar la
sensibilidad.
Ella no tenía por qué haberse preocupado. Porque el señor Grayson no retiró su pie. Él
simplemente lo movió hacia el suelo, para descansarlo junto al de ella. Y luego estiró la pierna y
deslizó ese pie hacia adelante, de modo que el borde de su bota la acarició de punta a talón.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 100


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Oh, sí. Su sensibilidad estaba intacta. Y no sólo en los dedos de sus pies. Un caliente hormigueo se
extendió como una llama a lo largo de su cuerpo y su corazón comenzó a rebotar en su pecho. Sophia
se congeló, el tenedor suspendido en el aire. Se quedó mirando el plato, temerosa de que él hubiera
visto el carmesí tiñendo sus mejillas.
Entonces su tobillo rozó el de ella. El corazón se le subió a la garganta. Y antes de que ella supiera
lo que estaba sucediendo, el cálido peso de la pantorrilla de él estaba curvada alrededor de la suya, su
pierna entrelazada con la de ella en un íntimo abrazo. La postura al instante le recordó su lucha con el
tiburón: botas atadas, cuerpos enredados, pechos jadeando con la excitación del escape.
Oh, y ahora Sophia estaba ruborizada por todas partes. Sus labios, sus pezones, la hendidura entre
sus piernas… sentía cada parte sonrosada de su cuerpo inflamándose y volviéndose de un rojo
profundo.
—¿Hay algo malo con su pudín, señorita Turner?
Maldito sea el encanto arrogante en su voz. Maldito sea su cuerpo por responderle.
Ella cerró los ojos, luego los abrió.
—No.
Una provocación, era un hombre provocador. La había rechazado una vez antes, ella sería una
tonta si se arrojara a él otra vez. Debería sacar su pierna, se dijo Sophia. Patearlo en la espinilla;
clavarle el tenedor en el muslo como si fuera un trozo de asado de cabra. Pero ella no quería hacer
ninguna de esas cosas. Quería sentarse así durante horas, permitiendo a su fuerte pierna apoyarse en
la de ella.
Sentirse viva y excitada y deseada... y ni en lo más mínimo sola.
Y más allá de esta cena, esta noche, este secreto abrazo… Sophia quería más. Ella quería estar tan
cerca de él como fuera humanamente posible.
Ella lo deseaba. Esta noche era su oportunidad, y esta vez ella no estaba asustada o insegura o
borracha por el ron. Esta vez, ella no lo dejaría escapar.
Era fácil tomar la decisión. Vivir con ella sería otro asunto.
—No —repitió ella con valentía, alzando la mirada. Ya no importaba si él veía su descarado rubor o
notaba su irregular respiración o escuchaba su pulso latiendo salvajemente. Los ojos de él le lanzaron
un reto, y ella lo enfrentó sin pestañear, intercambiando con él sonrisa por sonrisa—. Todo es
totalmente de mi agrado.

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La Rendición de una Sirena
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CAPÍTULO 12

—¿Qué demonios fue eso? ―dijo Joss para sí mismo en el momento en que Gabriel despejaba lo
último de la porcelana.
—¿Qué demonios fue qué? ―Gray sacó una petaca del bolsillo de la pechera de su chaqueta y se la
ofreció a su hermano.
Joss negó con un gesto de la mano.
—Sabes malditamente bien lo que quiero decir. Algo está pasando entre tú y la señorita Turner, lo
sé.
Gray destapó su petaca y tomó un sorbo.
—¿Qué te hace decir eso? —rodeó la mesa, examinado discretamente el ángulo del mantel y la
perspectiva desde la silla del Capitán. Seguramente Joss no pudo haber visto lo que había pasado
debajo de la mesa. Aún si su hermano lo hubiera notado, podía exigir todas las respuestas que él
quisiera. Gray no tenía deseos -ni palabras- para explicarlo. Por primera vez desde que dejó Inglaterra,
Gray dio gracias por el delgado e impráctico cuero de esas preciosas Hessianas. El roce de la ligera y
bien formada pierna de ella contra la suya… Ella había aceptado su contacto tan fácilmente,
ruborizándose tan atractivamente. Por debajo de la mesa, ellos habían formado una especie de
alianza.
Y luego, ella hizo esa clara invitación verbal.
Si él acudiera a la litera de ella ahora, estaría esperándolo. Al menos, el podría resolver el misterio
de lo que se ocultaba bajo el maldito vestido a rayas. O… simplemente podría arrancárselo del
cuerpo.
Gray alejó de sí esa imagen antes de que su ingle reaccionara.
Joss hizo su parte para proveer distracción.
—¿Cómo sabía ella acerca de la plantación?
—Yo se lo dije en Gravesend, aún antes de que partiéramos. En el momento en que ella mencionó
a Waltham.
Se miraron fijamente el uno al otro.
—Y respecto a ese punto —continuó Gray—, ¿qué demonios fue todo eso? ¿Interrogarme acerca
de vender la tierra?
—La señorita Turner sacó el tema.
—Tú lo continuaste. ¿Por qué ese resentimiento ahora, Joss? Ya han pasado casi ocho años, y hasta
M… ―Gray cortó el final de la frase. Joss no necesitaba otro recordatorio de la muerte de su esposa
—. Hasta hace poco, no te habías quejado ni una vez. En ese momento, me dijiste que lo entendías.
—En ese momento yo tenía diecinueve años.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Y yo tenía veintitrés. No era precisamente un hombre de mundo. Hice lo mejor que pude. He
hecho lo que mejor que he podido desde entonces. Y si mi mejor esfuerzo no está a la altura de tus
expectativas, no sé qué decir. Excepto que no me sorprende.
—No te hagas el mártir conmigo. Tú eres el que no pudo cumplir su palabra. Y hablando de tu
palabra y su dudoso valor, no cambies de tema. Vi las miradas que tú y la señorita Turner estuvieron
intercambiando. La dama se pone roja brillante cada vez que tú le hablas. Por el amor de Dios, tú
pones comida en su plato aún sin preguntarle.
—¿Y cuál es delito en eso? ―Gray estaba genuinamente curioso por oír la respuesta. El no había
olvidado la mirada sobresaltada que ella le había lanzado.
—Vamos, Gray. Tú sabes muy bien que uno no se toma semejantes libertades con una mera
conocida. Eso es….eso es íntimo. Los dos son íntimos. No lo niegues.
—Claro que lo niego. No es verdad. ―Gray tomó otro trago de su petaca y enjugó su boca con el
dorso de la mano—. Maldita sea, Joss. Tarde o temprano, vas a tener que confiar en mí. Te di mi
palabra. La he cumplido.
Y era verdad, Gray se dijo a sí mismo. Sí, él la había tocado esa noche, pero él no se había
comprometido a no tocarla. El había cumplido su palabra. El no se había ido a la cama con ella. El no
la había besado.
Dios, qué no hubiera dado tan sólo por besarla…
Gray se frotó las palmas de sus manos contra su pecho. Aquél mismo dolor se quedó ahí… el
mismo tirón fuerte que había sentido cuando ella se plantó en el suelo y frunció los labios en una
silenciosa plegaria. Por favor, dijo ella. No. Como si apelara a su conciencia.
Su conciencia. ¿De dónde podía la chica haber sacado esa idea, de que él tenía conciencia?
Ciertamente no del modo en que él la trataba.
Una risa amarga retumbó en su pecho, y Joss le lanzó una mirada escéptica.
—Créeme, apenas he hablado con la chica en semanas. No tienes idea de lo lejos que he llegado
para evitarla. Y no es fácil, porque ella no se queda confinada en su camarote, ¿cierto? No, ella tiene
que andar dando vueltas por todo el barco, coqueteando con toda la tripulación, dejando sus dibujos
en cada rincón del barco, tomando el té con Gabriel en la cocina. No puedo evitar verla. Y puedo ver
que está malditamente delgada. Ella necesita comer: yo pongo comida en su plato. No hay nada más
en eso de lo que hay.
Joss no dijo nada, tan sólo lo miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza.
—Demonios, ¿y ahora qué? ¿No me crees?
—Creo lo que estás diciendo ―dijo su hermano lentamente—. Tan sólo no puedo creer lo que
estoy oyendo.
Gray se cruzó de brazos y se recostó contra la pared.
—¿Y qué es lo que estás oyendo?
—Me preguntaba por qué has estado haciendo todo esto… la cena. Ahora lo sé.
—¿Tú sabes qué? ―Gray se estaba exasperando. Más que nada porque él no sabía.

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—A ti te importa esta chica ―Joss ladeó la cabeza—. A ti te importa ella. ¿No es así?
—¿Importarme ella?
La expresión de Joss era petulante.
— ¿No es así?
La idea era demasiado absurda para considerarla, pero Gray dijo en una inspiración:
—Digamos que me preocupo por ella. ¿Me liberarías tú de esa promesa? Si mi respuesta fuera sí,
¿puedo ir tras ella?
Joss negó con la cabeza.
—Si la respuesta es sí, tú puedes -y debes- esperar una semana más. No es como si ella fuera a
desvanecerse en el momento en que toquemos tierra. Si la respuesta es sí, estarás de acuerdo en que
ella lo merece.
Error, pensó Gray hundiéndose en una silla. Sin tener en cuenta la respuesta, él sabía que ella se
merecía mucho más. Maldita sea, él ni siquiera podía disfrutar de la fantasía de destruir ese traje
rayado. Porque él sabía que ella sólo tenía otro más que ponerse, y él estaría muy preocupado acerca
de si ella tendría aguja e hilo para coserlo. Porque el dibujo tal vez nunca volvería a quedar derecho
otra vez, las rayas desaparecerían y el efecto se volvería un poco menos encantador que antes.
Porque él habría tomado algo de ella, destruido algo hermoso y perfecto… y ya nunca más ella lo
miraría con esos claros y confiados ojos que tiraban de su corazón.
Por favor. No.
Gray se golpeó el muslo. Era por esto que cuando él se encaprichaba con una mujer, la perseguía,
la saboreaba y seguía adelante. Familiarizarse lo arruinaba todo.
Agitado, hundió un dedo bajo el cuello de su ropa y lo aflojó.
—Importarme ella —murmuró—. ¿Cómo podría ser eso posible? Apenas he estado cerca de la
mujer en semanas.
—No sé cómo pueda ser posible, pero parece que así es. De hecho, pienso que estás medio
enamorado de ella. Más que medio, tal vez.
Levantándose de la silla, Gray se enderezó en toda su altura.
—Espera. Estoy medio loco de lujuria, te concedo eso. Más que medio, tal vez. Pero ciertamente
no estoy enamorado de esa chica. No olvides con quién estás hablando, Joss. Yo tengo mi conciencia
en una cuenta bancaria, ¿recuerdas? Ni siquiera sé como es el amor.
Joss hizo una pausa en su escritorio.
—Yo sé cómo es el amor. Usando toda esa mercancía portuguesa en una comida, matando una
valiosa cabra, sacando toda esa porcelana de la bodega… se rompe un plato y pierdes la mitad del
precio del juego. Sirviendo comida en el plato de una dama. —Se encogió de hombros—. El amor es
algo parecido a eso.
Gray pasó las manos por su cabello, sacudiéndose la alocada idea antes de que echara raíz en su
mente.

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—Te lo digo. No estoy enamorado. Sólo estoy malditamente aburrido. No tengo nada que hacer en
este viaje más que planear cenas. Y va a ponerse peor. No hay posibilidad de romper un plato esta
noche. —Señaló con su mentón la lámpara que colgaba de un gancho, la que en una noche normal
hubiera estado balanceándose junto con las olas—. Si no lo has notado, estamos con el mar en calma.
—Lo he notado. ―Joss hizo una mueca y señaló la petaca. Gray se la alcanzó—. Es algo bueno que
hayamos dado a los hombres una buena comida y grog esta noche. La calma nunca es buena para la
moral de la tripulación.
—Tampoco es buena para la moral de los inversores. ―Gray masajeó sus sienes—. Esperemos que
no perdure.

La calma perduró por días. Por todo el día de Navidad y todo el día de San Esteban también. El ocio
que empezó como unas bienvenidas vacaciones se tornó rápidamente en dificultades a bordo de todo
el Afrodita. Hacia la tercera mañana, los mismos hombres que habían pasado la Navidad cantando y
bromeando, estaban molestándose unos a otros y quejándose por lo bajo ante cada orden. Sin viento,
había poco que ellos pudieran hacer más que reparar los aparejos y rascar las cadenas. El equivalente
masculino del trabajo de costura, reflexionó Sophia, mirando el largo pasador que los marineros
usaban para empalmar las líneas. La tripulación tenía su simpatía. Ella siempre había detestado el
trabajo de costura.
El cielo estaba sin nubes, el aire era apático, los hombres estaban inquietos. Y por sobre todo,
hacía calor. Más calor del que Sophia podía haber soñado. El aire tropical la humedecía como una
gruesa manta de lana.
Sin brisa, el camarote se convirtió en un horno. Sophia no tenía intención de permanecer dentro.
Los hombres se amañaron para convertir una vela en desuso en un baldaquín, y ella se sentaba en un
cajón debajo de él. Viendo como se movía la sombra del mástil sobre la cubierta. Sentada absoluta y
perfectamente inmóvil.
El señor Grayson, por el contrario, estaba en constante movimiento. Vagaba entre la bodega y la
cubierta, de proa a popa, pareciendo ser el hombre más inquieto a bordo. Sophia no había sabido qué
esperar, luego de su furtivo intercambio bajo la mesa. Había permanecido despierta la mitad de la
noche, contando las campanas que marcaban la media hora. Al principio, una sensual excitación
resonó a través suyo con cada agudo repique. Con el correr de las horas, los zumbidos se
transformaron en una dolorosa inquietud. Luego, mientras la noche daba lugar a la mañana, reinó un
hueco de decepción. Hombre caprichoso y burlón. ¿Por qué no había venido? Seguramente él no
podía haber deseado una invitación más clara.
Pero él no había aparecido. A la mañana siguiente tampoco. Para el momento en que finalmente
se cruzaron la tarde siguiente, su murmurado “Feliz Navidad” fue todo el intercambio que hubo.
Parecía que habían vuelto al silencio.
No te deseo.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ella trató de ignorar las palabras que hacían eco en su memoria. No eran ciertas, se decía a sí
misma. Ella era una experta en engaños; reconocía una mentira cuando la escuchaba.
Sin embargo. ¿Qué más podía creer cuando él la evitaba tanto?
A pesar de que rara vez el señor Grayson habló con ella en los dos días siguientes, Sophia, con
frecuencia lo escuchó hablar casualmente sobre ella. Aún esos comentarios eran meras órdenes
“Busquen más agua para la señorita Turner”, o “Vean que no se afloje su baldaquín”. Se sentía
atendida, no muy diferente a como lo harían con una cabra. Alimentada, con bebida, abrigada. Tal vez
no podía quejarse. Comida, agua y cobijo eran cosas bienvenidas.
Pero Sophia no era un rebaño, y tenía otras necesidades más profundas. Necesidades que él
pretendía ignorar, hombre exasperante.
En su tercer día de calma, el capitán Grayson ordenó a la tripulación bajar el bote. La orden fue
recibida por fuertes quejas y maldiciones de los marineros.
—¿Qué es eso? —preguntó Sophia mientras O´Shea pasaba dando fuertes pisadas.
—El capitán nos está ordenando salir en el bote para remolcar el barco. El espera que si nos
movemos, encontraremos algo de viento. Pero remar con este calor… —el enorme irlandés
entrecerró los ojos y escurrió su frente y sus antebrazos―, será una perrada.
O´Shea se fue sin siquiera disculparse por su lenguaje. Sophia no podía culparlo. Ella estaría
maldiciendo también si tuviera que hacer trabajos físicos pesados bajo el sol abrasador.
Los hombres hicieron tres turnos, cada uno con un oficial y cuatro hombres en el bote, remando
con toda su fuerza durante una hora para hacer algún progreso evidente. Sophia los miró con
compasión, pero también con fascinación. Mientras estaban en el bote, los hombres se sacaron las
camisas, y ella tuvo oportunidad de hacer discretos bosquejos. Aún a distancia, ella podía ver
claramente los músculos acordonados, las vividas cicatrices y los exóticos tatuajes. Estos hombres
estaban muy lejos de parecer las estatuas griegas que le habían enseñado a copiar. Eran imperfectos,
sudorosos, esforzados y, más que nada, reales.
Pero pronto el calor empapó también su diversión, mientras el lápiz de Sophia se deslizaba de su
palma sudorosa y rodaba lejos.
Maldición.
No podía molestarse en perseguirlo.
Después de eso, una hora discurrió en otra. Los hombres continuaron con sus turnos, un grupo
remando, otro revisando los aparejos, el tercero descansando. El señor Grayson había desaparecido
bajo cubierta.
Davy Linnet pasó a su lado y Sophia lo saludó.
—Buenas tardes, Davy ―le dijo ella sonriendo. Desde que cruzaran el Trópico había hecho un
esfuerzo por favorecer a Davy frente a sus compañeros de tripulación. Aún en este sudoroso calor, la
valentía tenía su recompensa.
—Buenas tardes, señorita Turner —Davy inclinó la cabeza para esconder una sonrisa tímida.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Te ves muy bien Davy. Apostaría a que has ganado una piedra 10 desde que dejamos Inglaterra.
No serán capaces de llamarte “muchacho” por mucho más tiempo ―ella inclinó su cabeza de un
modo coqueto—. ¿Te tienen ya en el castillo de proa?
Davy sacudió la cabeza y se rascó la nuca.
—Aún tengo mucho que aprender, señorita. Estaré allí en cualquier momento.
—Estoy segura que sí —Sophia sonrió nuevamente, y el muchacho se ruborizó. Ella sabía cuánto
anhelaba ser admitido en el castillo de proa, donde los marineros dormían. Él había estado durmiendo
en el entrepuente desde que el viaje comenzara, y allí se quedaría hasta que se hubiera probado a sí
mismo, tanto en habilidad como en carácter.
—¡Hombre alto para ayuntar el elevador del juanete de proa!
Desde el trinquete, Quinn se quejó y comenzó a moverse hacia los flechastes11.
—Yo lo haré. —Davy se lanzó esquivando al marinero, haciéndole perder el equilibrio a su paso.
Quinn apretó los dientes, pero los insultos salieron libremente entre jadeos.
—Fuera de mi camino, chico, o te tiraré a los tiburones.
—Dije que yo lo haría. —Davy alzó una mano—. Présteme su pasador.
Quinn le lanzó una mirada escéptica.
—Este es trabajo de marineros, chico. ¿Has ayuntado un cable antes?
—He practicado en cubierta.
El hombre mayor maldijo y empujó al muchacho a un lado.
Con una mirada en dirección a Sophia, Davy se puso frente a él nuevamente. Se paró
determinadamente aún cuando Quinn infló pecho y se elevó en su altura completa, una cabeza
entera más alto que el joven.
—Déjeme hacerlo —Insistió Davy—. ¿Cómo puedo aprender si no me dan la oportunidad de
intentarlo?
Quinn se detuvo, mirando fijamente el mástil. Luego se secó la frente y volvió a mirar al muchacho.
—Si quieres subir ahí con este calor, no te detendré. —Desató el pasador de su cinturón y golpeó la
aguja en la palma extendida de Davy—. No lo arruines o te destripo yo mismo.
Con esas palabras de ánimo, Davy saltó al aparejo. Sophia miró su ascenso por un momento, y
luego subió más allá de su vista, por detrás del baldaquín. Decidió que su lealtad hacia Davy no
llegaba a tanto como para marchitarse en el sol tropical mientras él reparaba un trozo de soga.
Conservaría su energía para felicitarlo una vez que hubiera terminado.
Ella aguardó, con la barbilla apoyada en sus manos. Sus párpados se pusieron pesados. Ella se
estaba durmiendo… durmiendo…
Zas.

10
Una piedra (one Stone) es una unidad de peso que equivale a 6,35 kilogramos, o 14 libras aproximadamente.
11
Flechastes: Son las cuerdas transversales que forman la escalera de cuerda por la que suben los marineros para
ajustar las velas.

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El agudo sonido sobresaltó su sueño.


—¡Hey Ahí! ¡Baja aquí, chico! ―ella reconoció el duro ladrido del señor Brackett.
Sophia se retorció desde debajo de su baldaquín. La tripulación estaba reunida bajo el trinquete,
observando en ominoso silencio mientras Davy descendía lentamente de los flechastes. En medio del
grupo reunido estaba el señor Brackett, con las manos plantadas en las caderas y las piernas abiertas
en actitud de inminente amenaza.
—¡Atención todos!
Se sacudió a sí misma, tratando de disipar la bruma de sueño de su cerebro. ¿Qué pudo haber
hecho Davy que mereciera semejante asamblea, que se parecía en mucho a un juicio a bordo, con el
señor Brackett como juez y verdugo en una misma persona?
Luego lo vio, sobresaliendo en la cubierta como un dardo gigante: el pasador clavado directamente
sobre las tablas. Ese debió haber sido el fuerte “zas” que había escuchado. Davy lo había dejado caer
desde el aparejo de velas. Si hubiera golpeado a un hombre… A pesar del calor, Sophia sintió un
escalofrío. Fue un milagro que nadie en cubierta hubiera salido lastimado.
Ella podía estar contando sus bendiciones demasiado pronto.
Cuando Davy finalmente alcanzó la cubierta, la expresión del señor Brackett era mortalmente
calmada. Caminó hacia la ofensiva barra de hierro, plantó una bota en cubierta, tomó el pasador con
ambas manos y lo liberó de un fuerte tirón. Lo blandió frente a Davy, golpeando la punta en el centro
del pecho del muchacho.
—Descuidado, Linnet. Muy descuidado.
El muchacho se paró más erguido, pero Sophia notó que la rodilla izquierda comenzaba a
temblarle.
—Lo siento, señor. Mi mano estaba sudorosa. Tan sólo se me resbaló. No volverá a pasar, señor —
su voz se quebró mientras hablaba.
—Me gustaría creer eso, Linnet. Pero pienso que mejor te enseño una lección. Sólo para estar
seguros.
¿Enseñarle una lección? ¿Qué querría decir el hombre? Sophia miró la cubierta. El capitán estaba
fuera, en el bote. El señor Wiggins estaba presumiblemente bajo cubierta, descansando. Por el
momento, el barco estaba bajo el mando del señor Brackett.
Y Sophia podía predecir que él no iba a permitir que los hombres lo olvidaran.
El aire y el agua estaban tan calmos, tan quietos, que cada palabra hacía eco en la cubierta, como si
fuera un escenario. Y Brackett definitivamente tenía un aire teatral. Anduvo en círculos, rodeando a
los hombres, pasando su mirada de halcón de un marinero al otro, dejando que sus botas sonaran
ominosamente con cada paso lento. Tenía a su audiencia extasiada.
—Esta tripulación es la banda de perros más indolente que jamás he visto. He estado ansiando
darles lecciones de verdadera disciplina. —Brackett se volvió hacia Davy—. ¿Realmente quieres ser un
marinero, chico? ¿Realmente crees tener lo que se necesita?
Davy asintió una vez con la cabeza.

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—Bueno, no puedes manejar un pasador, ¿cierto? Pero tal vez puedas manejar un poco de látigo.
Sophia saltó hacia adelante.
—¡No!
El señor Brackett se volvió hacia ella.
―Señorita Turner, este no es un espectáculo apropiado para damas. Debe regresar a su camarote.
—No. No puede hacer esto. No lo permitiré.
En el momento en que las palabras escaparon de su boca, Sophia supo que había cometido un
error. Si Davy había tenido alguna esperanza de indulgencia, ella la había echado a perder. Los ojos
negros de Brackett la inmovilizaron, tan oscuros e inflexibles como la obsidiana. El nunca se
retractaría ahora. Dejar libre a Davy, a su petición, sería el equivalente a resignar autoridad frente a su
tripulación. Impensable.
—Me disculpo por ofender su gentil sensibilidad, señorita Turner. La justicia puede ser un asunto
desagradable. Ahora, le aconsejo que vaya bajo cubierta.
—Vaya, señorita Turner ―le dijo Davy—. He tenido mi cuota de castigos. No es nada que no haya
sentido antes.
Y por supuesto, él no quería que ella lo viera, el valiente muchacho. Ella le lanzó una mirada de
disculpa. Luego, mantuvo firme su barbilla y se dirigió a Brackett.
—Gracias, me quedaré. Si usted puede cometer esta atrocidad, puede hacerlo delante de mí —tal
vez el hombre fuera más suave con Davy estando ella allí. O tal vez ella pudiera desmayarse en el
momento oportuno y poner fin a todo esto.
—Como usted desee. —Brackett se dio vuelta, balanceando el pasador alrededor como si fuera la
aguja de una brújula, eligiendo finalmente a Quinn como su verdadero norte—. Usted, ahí. Cuelgue a
Linnet en el penol.
Sordas maldiciones se elevaron desde la tripulación reunida. Quinn acomodó su peso
incómodamente. Brackett giró en redondo nuevamente, haciendo otro arco amenazante con el
pasador, y perdiendo su gorra en el proceso. Los hombres se quedaron atrás en silencio.
El sudor se volvió frio en el cuello de Sophia.
—Sácate la camisa, Linnet. —cuando el muchacho sencillamente se quedó quieto, Brackett
enganchó la punta del pasador en el cuello de la camisa de Davy y tiró de él, rasgando la burda túnica
desde el cuello hasta la cintura. Luego la tomó con su mano libre para arrancarla del torso del
muchacho, exponiendo así un pálido y suave pecho.
Brackett apoyó el pasador sobre su hombro como si fuera una pistola de duelo y se volvió hacia
Quinn.
—Cuélguelo.
Quinn no se movió. Plantado en una firme postura, los brazos cruzados sobre su pecho, era tan
alto como una montaña de músculos. Y recibió la orden de Brackett con la total indiferencia de una
piedra en la montaña a la que acaban de ordenar que salte. Oblígame, decía su mirada. Me gustaría
ver como lo intentas.

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Sophia quería creer que el hombre sentía alguna lealtad hacia Davy, pero sospechaba que el calor
jugaba un factor importante en el desafío. Si Quinn no había querido trepar al mástil diez minutos
atrás, difícilmente lo entusiasmara la idea de levantar al chico ahora.
El señor Brackett no parecía enojado por la muda negativa de Quinn. En cambio, Sophia pensó que
se veía muy satisfecho. Su rostro se iluminó con una sonrisa petulante y expectante.
—¿Desobedece una orden directa entonces, Quinn?
Quinn no se movió.
—Insubordinación ―dijo Brackett, rodeando lentamente a Quinn—, es una seria infracción. Le
aconsejo que lo reconsidere. Lo diré solo una vez más, Quinn. —Brackett puntualizó cada sílaba con
un empujón en el pecho del marinero—. Cuél-gue-lo.
Quinn ignoró los puntazos, como un caballo que sacude su flanco para espantar una mosca.
Brackett lo miró con desdén, con el sudor cayendo por su frente. Su cabello negro estaba
empapado de sudor, pegado a su cabeza como las plumas de un cuervo. Ya sea que fuera por el calor,
el poder de mando, o ambos, esta escena había desatado algo oscuro en el hombre. Algo aterrador.
Su mirada era salvaje, y empuñó el pasador como uno de los torturadores del diablo.
—Iba a darle un ejemplo al chico aquí, pero ahora pienso que usted —empujó nuevamente a
Quinn―, será por/de lejos un mejor ejemplo.
Con ágil y repentina furia, Brackett balanceó el pesado pasador de hierro y golpeó a Quinn en la
parte de atrás de las rodillas. Las piernas del hombre cedieron bajo él, y cayó a cubierta con un ruido
sordo.
Sophia ahogó un grito con la palma de su mano.
Quinn gruñó y se puso de rodillas. Brackett revoleó el pasador en su mano y lo golpeó entre los
omóplatos con el lado romo, tumbándolo de cara en cubierta. Antes de que el marinero pudiera
recuperarse del golpe, Brackett plantó su bota en la nuca del hombre, manteniéndolo abajo.
La tripulación reunida quedó inmóvil, los hombres mirándose frenéticamente unos a otros. Sophia
entendía su indecisión. Aún si su capitán no tolerara semejante violencia- y Sophia estaba segura de
que no lo haría- sobrepasar a Brackett sería un amotinaje.
Quinn luchó por levantarse. Brackett machacó su talón en la nuca del hombre, sofocando toda
protesta.
Sophia miró hacia la proa del barco. Era imposible ver el bote desde aquí. Si tan sólo pudiera hacer
alguna clase de señal… o llamar al capitán.
—Alcánzame el látigo —ordenó Brackett , apuntando con el pasador hacia Davy—. Y rápido, o
duplicaré los golpes.
Sophia no esperó la respuesta de Davy. Giró sobre sus talones y se lanzó hacia las escaleras bajo
cubierta, pasando corriendo por el camarote de damas y entrando en la bodega.
—¡Señor Grayson! —pasó sobre los barriles revueltos. Él haría que todo estuviera bien, lo sabía.
Tenía que hacerlo—. ¡Señor Grayson! ¡Gray!
Una mano enganchó su codo.

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—Has venido a mí finalmente, ¿cierto?


Estaba sofocantemente caluroso en el compartimento y Sophia estaba alterada. Al sonido de su
somnolienta voz de barítono y el confortable calor de su mano en la piel, casi se derritió. El se recostó
sobre los barriles apilados, restregando el sueño de sus ojos con su manga.
—¿Qué pasa, cariño?
—Venga rápido ―le dijo Sophia, alejando su mano del codo y arrastrándolo hacia las escaleras.
Ante el desesperado temblor de su voz, se puso serio. Sophia tiró de su brazo pero él no se movió.
—¿Qué pasa? ―repitió Gray, sus ojos buscando los de ella.
—Es Davy. Y Quinn… Él va a azotarlos.
—¿Quién?
—El señor Brackett.
Con una maldición por lo bajo, él se soltó de su agarre y pasó a su lado, dirigiéndose a través del
camarote de damas y subiendo la escalera de tres escalones por vez. Sophia corría detrás de él.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —Exigió saber el señor Grayson.
La escena se asemejaba mucho a como Sophia la había dejado. ¿Era posible que tan sólo hubiera
pasado un minuto? Brackett aún mantenía a Quinn bajo su bota, apuntando con el pasador. A su
alrededor, la tripulación estaba parada en semi círculo, con el sudor chorreando en sus frentes bajo el
sol del mediodía. Al ver al señor Grayson, todos se relajaron visiblemente. El único que faltaba era
Davy.
—Ah, señor Grayson. Buenas tardes —saludó el señor Brackett calmadamente, sus ojos duros
como piedras.
—¿Dónde está el chico?
—Lo envié a buscar el látigo. Este —puso su peso sobre la nuca de Quinn—, necesita aprender
quiénes son sus superiores.
—No hay ningún látigo en este barco, Brackett. Yo no permito los azotes. Nunca lo he hecho.
Brackett sonrió con suficiencia.
—No es extraño entonces que su tripulación sea tan despreciable. Están atrasados en su cuota de
disciplina. Y si usted no tiene látigo… bueno, estoy seguro que podremos improvisar algo.
—¡Ah del barco! —La llamada provino desde el frente del barco. El bote había regresado. Algunos
marineros comenzaron a abandonar la escena, hacia la proa. Miraron al señor Grayson pidiendo
permiso, y él los despidió con un movimiento de cabeza.
—Ese debe ser su capitán, Brackett. Puede retirarse.
La voz del señor Grayson se mantuvo tan calma, tan autoritaria; su postura estaba tan relajada. Su
abrigo y sus pantalones colgaban de cualquier modo de su figura, en contraste con las ordenadas filas
de botones del señor Brackett, brillantes al sol. Estaba desarmado, despeinado, sereno. Aún así no
había duda en la mente de nadie sobre quien tenía ventaja. Nuevamente, el señor Grayson había
asumido el mando de la escena sin siquiera transpirar.

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En cambio, Sophia temblaba tan violentamente que sus costillas vibraban. Sintió un brazo tomando
su codo, aquietándolo. Girando la cabeza, se encontró con Stubb parado a su lado.
—El chico está abajo ―le susurró—. Cuando vino buscando el látigo, le dije que permaneciera
oculto.
Sophia tragó y asintió con la cabeza.
El señor Grayson cruzó los brazos sobre su pecho.
—Retírese, Brackett. Si hay que imponer justicia, el capitán lo manejará.
Brackett quitó su bota de la nuca de Quinn, sólo para darle una rápida patada en las costillas. El
marinero gruñó a sus pies, y la boca del oficial se torció en una sonrisa enferma.
—Soy el primer oficial. Yo no trabajo para el capitán. Trabajo para usted.
Los ojos del señor Grayson se volvieron duros.
—Ya no lo hace.
El capitán avanzó por cubierta, enjugándose la frente antes de volver a ponerse su gorra. Lo
seguían cuatro marineros, aún sin camisa por su trabajo en el bote.
—¿Qué está pasando? Oímos un disturbio. ―El capitán descubrió a Quinn gruñendo de dolor en
cubierta y se arrodilló a su lado—. Buen Dios. ¿Se ha caído del aparejo?
—No —el señor Grayson señaló con la cabeza hacia Brackett—. Capitán Grayson, debe usted saber
que el señor Brackett ha sido relevado de sus tareas como Primer Oficial del Afrodita, desde este
mismo momento. El modo en que disponga de su presencia en este barco durante el resto del viaje,
queda a decisión suya. Recomiendo el calabozo.
—Ya veo. ―Joss miró alrededor, a los marineros reunidos, su expresión repentinamente seria. Se
puso de pie, enderezando sus puños—. Stubb, atiende a Quinn ―se dirigió a sus marineros sin
camisa―. Levi, O´Shea. Enséñenle al señor Brackett sus aposentos en el calabozo. Gray ―señaló con
la cabeza hacia Sophia—. Llévala bajo cubierta. Y mantenla ahí.
El señor Grayson asintió con la cabeza.
Levi y O´Shea tomaron al malhumorado Brackett entre ellos, uno de cada brazo, y juntos lo
arrastraron a la bodega. Cuando pasaban, Sophia jadeó. La espalda de Levy era una maraña de
cicatrices curadas, trenzadas unas sobre otras en el medio, saliendo en forma de ramas hacia sus
hombros. Ella se preguntó si serían el resultado de su permanente silencio, o la causa.
—Vamos, cariño. Necesitas descansar. —La mano del señor Grayson presionó la parte baja de su
espalda.
Sophia sacudió la cabeza. No podía apartar los ojos del horror que era la espalda de Levi. No hasta
que él desapareció bajo cubierta.
—Pensé que había dicho que no permitía los azotes.
—No los permito. Ahí tienes el por qué.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 13

La señorita Turner estaba floja en sus brazos. Gray pensó por un momento que se había
desmayado. Pero cuando él la miró, se encontró sólo con unos ojos de contornos densos
devolviéndole la mirada, nadando en confusión y lágrimas no derramadas. Ella no se había
desmayado en absoluto. Ella simplemente había caído contra él y confiado en que él la sostuviera.
Detrás de él, Joss ladraba órdenes a la tripulación y al señor Wiggins, ahora primer oficial. Los
hombres corrieron de regreso a sus puestos. Sin embargo, ellos dos permanecieron allí, la espalda de
ella presionando plana y caliente contra su pecho. Gray la envolvió con sus brazos y la condujo a la
escalerilla. Sosteniendo su esbelta figura con un brazo alrededor de su cintura, dirigió a la señorita
Turner por las escaleras y hacia los camarotes de las damas.
Y entonces llegó el momento de colocarla con cuidado en una silla. Pero descubrió que no quería
liberarla. Ella encajaba tan perfectamente contra él, y de pronto se permitió sentir lo mucho que
había estado anhelando hacer exactamente esto. Estrecharla entre sus brazos. Sostenerla con fuerza.
Sin soltarla.
Juntos se apoyaron contra el marco de la puerta. Uno de ellos estaba temblando, y a Gray le
preocupaba que pudiera ser él.
Ella apoyó la cabeza contra su brazo.
—Sabía que iba a poner un alto a eso. Yo lo intenté, pero sólo empeoré las cosas. Pero sabía que lo
escucharían. Todos ellos lo escuchan. Y yo sabía que nunca permitiría que una cosa así continuara.
Dios mío, pensó Gray. Aquí tenía a esta mujer en sus brazos mientras que ella lo hacía pasar por
una especie de... no un santo, exactamente, sino un hombre que poseía una pizca de honor. Y en el
intertanto, ella se estremecía contra su cuerpo, suave y cálida y húmeda, sin sospechar las decenas de
formas en las que deseaba deshonrarlos a los dos.
¿Ella seguiría permitiéndole tenerla de esta forma, rodeada por sus brazos, su espalda presionada
contra su ingle inflamada, si pudiera leer sus pensamientos?
¿Si ella supiera que cuando inclinaba la cabeza para enterrar su cara en la manga de él, le daba una
visión directa de la curva de su cuello de alabastro, el marfil tallado de la clavícula, y la imagen
exquisita que atormentaría sus sueños: el suave, con aroma a rosas, del valle entre sus pechos?
Dios mío, qué lujurioso cabrón que era.
Se había sentido avergonzado de muchas cosas en su vida, pero nunca antes se había sentido tan
avergonzado de ser simplemente un hombre, una parte de esta raza violenta, brutal de criaturas que
se daba de latigazos entre sí, golpeaban a muchachos indefensos con pasadores, y codiciaban
institutrices desprevenidas cuando estaban desbordadas por la emoción. Esta mujer se había criado
para cosas mejores, merecía cosas mejores.
Mejores que este barco, esta vida. Mejor que una criatura básica e insaciable como él.
—Deberías sentarte. —Él colocó las manos en sus delicados hombros y la guió hasta una silla.

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Ella se hundió allí lentamente, doblando las manos sobre la mesa delante de ella. Bueno, ¿y ahora
qué? Desde luego, no podía dejarla sola en este estado. Tenía los ojos con huecos oscuros en una cara
cenicienta, sus labios temblaban.
Gray se paseó por el camarote. No podía consolarla sin magullarla. No podía subir a cubierta y
arreglar los problemas de la tripulación, porque no eran una tripulación bajo su mando.
Impotente. Se sentía impotente, en más de un sentido. Gray casi se echó a reír al entenderlo. No
era una sensación que pensó que fuera a experimentar, en ningún sentido de la palabra. Junto con
este calor... se volvería loco de frustración. Se pasó la mano bajo el cuello, luego hizo un puño y
golpeó la pared.
—¿Qué pasará con el señor Brackett? —la voz de ella fue plana, remota.
—Permanecerá en el calabozo del barco hasta que atraquemos.
Ella le lanzó una mirada en blanco.
—Es una cárcel —explicó—. Más bien una jaula, en verdad. Abajo, en la bodega.
—¿Una jaula? Qué horror.
—Es por su propia seguridad, más que nada. Lo que hizo... no fue peor que lo que los oficiales de
otras naves hacen todos los días. Pero ahora que ya no es un oficial, los marineros podrían tener la
tentación de vengarse.
—¿Por qué le destituirá de su deber, entonces? ¿Por qué no permitirle permanecer como un oficial
hasta llegar a Tortola?
—Incluso si las acciones de Brackett hubieran sido justificadas, no podría haberlo mantenido en el
puesto. Ha perdido toda la autoridad con la tripulación. Mi interferencia aseguró eso.
—Es todo culpa mía —su voz se redujo—. Lo siento mucho.
—No ―ella saltó, y Gray se mordió el interior de su mejilla. Maldita sea.
¿No había visto ella suficiente groserías hoy, sin que él perdiera todo sentido de urbanidad? Obligó
a sus emociones a recular a un hervor a fuego lento.
—No lo sientas. Hiciste bien en ayudar. Hiciste bien en venir a buscarme.
Ella se relajó, y Gray reanudó su ronda por el camarote.
—¿Qué diablos estaba haciendo Davy allá arriba con un pasador? Eso es lo que me gustaría saber.
Eso es el deber de un marinero.
Ella puso la cabeza entre sus manos.
—Me temo que es culpa mía, también. Había estado hablando con él acerca de cómo hacerse un
lugar en el castillo de proa, y yo... yo creo que quería impresionarme.
Gray se atragantó con una carcajada.
—Bueno, por supuesto que sí. Deberías tener cuidado de cómo bates las pestañas, cariño. Uno de
estos días, es muy probable que eches a un hombre por la borda.
Las patas de la silla rasparon el suelo cuando ella se puso de pie. El color volvió a sus mejillas.
—Si Davy estaba tratando de impresionarme, es tanto su culpa como mía.

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—¿Cómo es que es mi culpa? ―la frustración de Gray inmediatamente volvió al estado de


ebullición. Se odiaba por gruñirle, pero al parecer no podía evitarlo.
—Usted es el que lo humilló delante de la tripulación, con todas esas preguntas. Usted lo incitó a
decir que... bueno, ya sabe lo que dijo.
—Sí, ya sé lo que dijo ―Graydio un paso hacia ella hasta que sólo la mesa los separó—. Sé lo que
dijo. Y no pretendas que no lo disfrutaste. No pretendas que no utilizas a los hombres para alimentar
tu vanidad.
—¿Mi vanidad? ¿Qué sabe usted sobre la alimentación de mi vanidad? Usted ni siquiera respira en
mi dirección. Por lo menos los marineros hablan conmigo. Y si todo ese despliegue de "Rey del Mar"
no fue un largo ejercicio para alimentar su propia vanidad, pues ciertamente no sé qué fue ―ella
clavó un dedo sobre la mesa y bajó la voz—. Los hombres pueden flirtear conmigo, pero ellos lo
adoran. Usted lo sabe. Usted quería sentirlo. Regodearse con ello. Y lo hizo a expensas de Davy.
—Por lo menos yo sólo bromeo con el muchacho. No soy el que está a punto de romperle el
corazón.
Ella parpadeó.
—Es sólo un capricho. Él no está realmente enamorado de mí.
Él golpeó la mesa.
—¡Por supuesto que el chico está enamorado de ti! Todos lo están. Hablas con ellos, escuchas sus
historias, incluido el parloteo de Wiggins, sólo Dios sabe por qué. Les dibujaste unos pocos bocetos,
les hiciste unas pinturas para Navidad. Les recuerdas todo lo que han dejado atrás, todo lo que rezan
por volver a abrazar algún día. Y lo haces con todo el aspecto de una especie de diosa de Botticelli,
seguramente la cosa más hermosa en que han puesto los ojos. Maldita sea, ¿cómo es que un hombre
puede evitar enamorarse de ti?
Silencio.
Ella lo miraba fijamente.
Ella parpadeó.
Con sus labios entreabiertos, ella dio un suspiro rápido.
Di algo, rogó Gray en silencio. Cualquier cosa. Pero ella sólo lo miraba fijamente. ¿Qué diablos
acababa de decir? ¿Realmente fue tan malo? Frunció el ceño, reviviendo el minuto pasado en su
mente.
Oh, Dios. Gray se frotó la cara con una mano, luego le dio un tirón fuerte a su pelo. Fue tan malo.
Malditos infiernos. Si Joss estuviera aquí, se reiría mucho a su costa.
—¿Ha...?
—¿He hecho qué? ―preguntó Gray, rápidamente dándose de patadas por hacerlo.
Sólo Dios sabía lo que iba a preguntar ahora. O qué maldita tontería, diría él en respuesta.
—¿Alguna vez ha visto un Botticelli? Una pintura, quiero decir. Una real, ¿en persona?
El aliento que había estado conteniendo salió de él como una bocanada.
—Sí.
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—Oh ―ella se mordió el labio—. ¿Cómo era?


—Yo... —su mano hizo un gesto inútil—. No tengo palabras para describirla.
—Inténtelo.
Los ojos de ella eran demasiado claros, demasiado penetrantes. Él tragó y posó su mirada en una
guedeja de pelo húmeda que se rizaba en su sien.
—Perfecta. Luminosa. Tan hermosa que te duele el pecho. Y tan suave, como de vidrio. Tus dedos
pican por tocarla.
—Pero no se puede.
—No ―dijo en voz baja, su mirada moviéndose de nuevo para encontrar la de ella—. No está
permitido.
—¿Y le importa lo que otros le permiten? ―ella dio un paso hacia él, sus dedos arrastrándose a lo
largo de la mesa ranurada—. ¿Qué pasa si está solo, y no hay nadie viendo? ¿La tocaría entonces?
Gray movió la cabeza y bajó la mirada a sus propias manos.
—No es... —hizo una pausa, eligiendo sus palabras como frutas en el mercado de una isla.
Probando y descartando dos veces mientras las escogía—. Hay un barniz, ya ves. Una especie de
brillo. Si la tocara con estas manos ásperas, la estropearía de alguna manera. La haría un poco menos
bella. No podría vivir conmigo mismo entonces.
—Así que… ―ella inclinó una cadera contra el borde de la mesa, por lo que todo su cuerpo era una
amplia curva sinuosa. Gray aspiró un soplo de calor—, no son las reglas lo que se lo impide.
—En realidad no. No.
Silencio de nuevo. Vasto y haciendo eco, como las largas galerías de azulejos de mármol de los
Uffizi12.
Y entonces, por fin:
—Todavía es su culpa.
—¿Qué?
—Todo. Davy. Por supuesto que quiere probarse a sí mismo ahora. ¿Cómo esperaba que
reaccionara, haciéndole todas esas preguntas? ¿Interrogándolo delante de toda la tripulación, delante
de mí? ―ella se desmadejó en la silla—. Debería haberlo pensado mejor. Debería haber hecho algo
mejor.
Allí estaba ella de nuevo, apelando a su hipotético sentido del honor.
Atrayéndolo a su escote cuando ella lo hacía, enviando sacudidas de deseo directamente a su ingle.
Confirmando que él no tenía en absoluto un verdadero honor.
—Quiero decir, ¿cómo se sentiría usted con su vida entera expuesta así delante de todos los
hombres?

12
Galería Uffizi: Palacio de Florencia que contiene una de las más antiguas y famosas colecciones de arte del mundo.
También se llama Galería de los Oficios porque su finalidad inicial era albergar las oficinas de las magistraturas florentinas.

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—Los hombres me respetan porque saben que yo he pasado por eso también. Así como todos ellos
recibieron el mismo tratamiento una vez. No hay secretos entre los marineros, señorita Turner. A
diferencia de algunas —él le lanzó una mirada—, no tengo nada que ocultar.
—¿Es así? ―su mirada afilada.
Gray asintió.
—Bueno, entonces. ¿Cuál es su nombre?
Él cruzó los brazos sobre el pecho. Así que este era su juego, ¿verdad? Muy bien. Si deseaba
interrogarlo, él respondería. Ella era libre para saber todo lo vil y brutal sobre él. Eso le enseñaría a
apelar a un sentido imaginario de decencia.
—Benedict Adolphus Percival Grayson. Como mi padre.
—Pensé que había dicho que sólo había una mujer a la que le permitía dirigirse a usted por su
nombre de pila.
—Y aún así, es la verdad. No te emociones, cariño. No te he dado permiso para usarlo. Puedes, sin
embargo, llamarme Gray —por favor, añadió en silencio.
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué edad tiene, señor Grayson?
—Cumpliré treinta y dos el próximo año. Señorita Turner.
—¿De dónde es?
Gray retrocedió en su silla.
—Nací y crecí en Tortola, como sabes. El árbol de la familia Grayson tiene sus raíces en Wiltshire.
Mi abuelo era un caballero de cierta posición, y mi padre era su típico díscolo segundo hijo. Por sus
pecados, que eran una legión, mi padre fue exiliado a Clarendon, que era el nombre de nuestra
plantación, para corregir su conducta disoluta .
—¿Y lo hizo?
—¿Qué te parece? ―Él se reclinó en su asiento, apoyando una bota sobre la mesa entre ellos.
Una sonrisa tiró de los labios de ella.
—¿Cuántos hermanos tiene, señor Grayson?
—En verdad, no lo sabría decir. Número reconocido por mi padre: tres hijos. Tengo un hermano, a
quien has conocido, y una hermana, a quien no. Somos todos de diferentes madres. Así que para
responder a tu pregunta anterior, al parecer las Indias Occidentales demostraron ser un remedio
ineficaz para la disolución —la miró en busca de signos de conmoción o desagrado. Su frente, sin
embargo, se mantenía tan plácida como este mar olvidado de Dios.
—Sé que su padre está...
—Muerto.
Ella se aclaró la garganta.
—Sí, muerto. ¿Su madre aún vive?
—No. Murió cuando yo era un niño. No tengo recuerdos de ella en absoluto.

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Un sólo pliegue marcó su frente.


—Lo siento.
—¿De veras?
Las palabras simplemente rodaron de su lengua, pronunciadas sin inflexión particular, o intención.
Pero la señorita Turner se cuadró. Gray luchó contra el impulso de moverse inquieto bajo su
escrutinio.
—Sí ―dijo ella, una nota de desafío en su voz—. Lo siento. Es algo trágico no tener recuerdos de la
madre.
Gray se encogió de hombros.
—Mejor que tener un recuerdo de ella, y sentir el dolor de la pérdida.
—¿De verdad cree que es mejor?
Él frunció el ceño y tiró de su oreja.
—Yo no lo creo.
Gray puso una mano en el reposabrazos y cambió su peso. Tal vez permitir este interrogatorio no
había sido una brillante idea después de todo. Se suponía que la señorita Turner debía ponerse
incómoda, no él.
—¿Negro o blanco? ―ella apoyó la barbilla en una mano y lo miró fijamente.
—¿Perdón?
—Pan, señor Grayson. Dada la opción, ¿toma pan negro o blanco?
Él se rió entre dientes.
—Negro, si hay mantequilla. Si no, blanco.
—¿Cerveza o grob?
—Cerveza. Seguida del brandy —no es mala idea, pensó, alcanzando su abrigo por su petaca.
Desenroscó la tapa y se la llevó a los labios.
—¿Alguna vez ha robado algo, señor Grayson?
Se quedó inmóvil, mirándola por encima de la petaca. Con deliberada lentitud, se inclinó hacia
atrás hasta que el líquido ardiente se extendió por su garganta. Luego se limpió la boca, volvió a tapar
la petaca, y la reubicó con cuidado en el bolsillo del pecho.
—Por supuesto.
Ella inclinó la cabeza y alzó una ceja, invitándolo a dar detalles.
—¿Dónde empiezo? ¿Con los típicos y pequeños robos de la infancia? Piñas, pollos, el alfiler de
corbata de mi padre... Podría seguir durante varios minutos. ¿Quieres que te dé detalles de las
decenas de barcos que he abordado, la cantidad de mercancía preciosa de la que me he apoderado?
Como corsario se autoriza el robo, tal vez, pero sigue siendo robo —tamborileó un dedo ligeramente
sobre la mesa—. He hecho del robo un modo de vida, señorita Turner. Podría continuar con el tema
durante horas. ¿Cuántos detalles quieres escuchar?
Ella hizo una pausa por un momento, considerándolo.

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—Usted no está avergonzado de reconocerlos, entonces. Sus robos.


—En la mayoría de los casos, no. No lo estoy.
—¿Entonces en algunos casos sí? ¿Qué le avergüenza haber robado, señor Grayson?
Gray luchó con la clara y firme mirada de ella. ¿Se atrevería a hacerle la confesión? Serviría bien a
su propósito el exponerlo como el sinvergüenza que era. La chica debía saber qué tipo de hombre
contemplaba. Entonces tal vez dejara de mirarlo con esos ojos confiados, esperando cosas de él que
no tenía derecho a esperar. Esperando cosas que él no tenía forma o los medios para dar.
Bajando la mirada hacia el suelo, se frotó el pulgar en el labio inferior.
—Robé la herencia de mi hermano —su propia voz sonaba extraña, extrañamente vacía. Todo su
cuerpo se sentía extrañamente vacío—. Dos veces.
—Bueno ―dijo ella. Él levantó la vista y descubrió que su expresión no contenía desprecio o
conmoción, como podría haber esperado. Como una admisión como ésa merecía. Más bien, parecía
intrigada.
—Las piñas y los pollos, las decenas de barcos... ―ella trazó un surco en la mesa con el dedo—.
Todo eso lo puedo imaginar. Pero el robo de una herencia... ¿dos veces? ¿Cómo se las arregló para
conseguirlo?
—Es una larga historia.
—No tengo compromisos urgentes.
—Estaba en Inglaterra, había salido de vacaciones de Oxford, pasando el verano en Wiltshire, en la
finca de mi abuelo. Nos llegó la noticia de que mi padre había muerto. Mi abuelo tomó la noticia muy
mal. Creo que el viejo siempre tuvo la esperanza de que un día su hijo pródigo se reivindicara y
regresara al redil. Cuando la esperanza se extinguió... ―Gray se aclaró la garganta—. Sufrió una
apoplejía en la semana y nunca se recuperó.
Ella hizo un pequeño tarareo en fondo de su garganta.
—¿Perdió a su padre y a su abuelo en el espacio de una semana?
—No. Mi padre ya había muerto hace dos meses.
—Sí, pero aún así. Usted recién se acababa de enterar ―ella se abrazó.
Gray frunció el ceño mientras ella se acariciaba el hombro, inflamando su propio dolor, por mucho
tiempo enterrado, mientras ella se tranquilizaba a sí misma. Maldita sea, se suponía que ella debía
estar maldiciéndolo, no compadeciéndolo. Y ciertamente no simpatizando con él.
—¿Quieres que termine la historia o no?
—Lo siento. Adelante.
Él habló con fuerza ahora, como si se tratara de una transacción comercial.
—Mi abuelo dejó Clarendon a mi padre. En el caso que mi padre no viviera, las tierras iban a ser
dividida entre los hijos varones de mi padre.
—Usted y el capitán Grayson.

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—Sí —él se inclinó hacia delante sobre la mesa—. Pero ya ves, cariño, yo no sabía nada de Joss.
Tengo entendido que mi padre no mencionó su bastardo medio africano en su informe anual de
bienes. Los abogados no tenían idea.
—Pero si él es ilegítimo... ¿Habría heredado algo siquiera?
Él volvió la palma hacia arriba y estudió los bordes romos, recortados de sus uñas.
—Tal vez no. No hay manera de saberlo sin explicar los asuntos a los ejecutores.
—Y usted no lo hizo ―los ojos de ella se volvieron de curiosos a penetrantes—. Usted aceptó las
tierras, y luego las vendió. Sin consultar a su hermano.
Gray asintió con la cabeza.
—¿Usted dividió las ganancias con él, después de los hechos?
—No. Compré este barco y lo preparé para ejercer de corsario. Todo estaba a mi nombre, pero le
prometí que dividiría las ganancias después de la guerra.
—¿Y lo hizo?
Gray meneó la cabeza.
—No. Le di lo que le corresponde como primer oficial, y ni un centavo más. Tomé el resto, compré
una casa en Londres, y comencé la Naviera Grayson.
—Naviera Grayson —repitió ella—. No Naviera Hermanos Grayson.
—Naviera Grayson. Los barcos, la inversión, los riesgos, los beneficios, todo me pertenece. Soy el
empleador de mi hermano, no su socio.
—Dios mío ―ella se volvió a sentar en su silla, todavía mirándolo con intensidad—. Sí, creo que
con toda razón usted está avergonzado —Y ahí estaba. El rostro remilgado de censura que había
estado buscando. Una extraña sensación de satisfacción descendió sobre él. Justicia divina, quizás.
Otros hombres, hombres mejores, confesaban sus pecados a los sacerdotes y a los santos, pero Gray
había elegido como su confesor a esta institutriz.
La mujer más hermosa que alguna vez hubiera visto, en todos sus años de perseguir el placer de un
horizonte a otro. La única mujer que agitaba este desesperado anhelo en su pecho. Y esta era su
penitencia: verla echarse hacia atrás en su silla, ver esos ojos claros teñidos de desconfianza cuando
ella al fin lo reconoció como el diablo que era.
Sí, este era su merecido. Y ella aún no había terminado, su pequeña y austera inquisidora. No,
había tanto pecado que aún no se revelaba.
—Vamos, entonces —la incitó.
Ella le dirigió una mirada interrogativa.
—Continúa el interrogatorio, cariño. Tienes más preguntas que hacer.
Lo miró fijamente desde un rincón del camarote.
—¿Está casado, señor Grayson?
—No. No soy del tipo que se casa.
—¿Ha tenido muchas… —hizo una pausa—, muchas novias, entonces?

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—Sí. Muchas.
Ella se estremeció, casi imperceptiblemente, pero él lo sintió como un latigazo. Sin embargo, ella se
giró para mirarlo a los ojos de nuevo. Chica valiente.
Pregúntalo, instó él en silencio. Haz la confesión completa.
—¿Y cuántas amantes, señor Grayson?

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CAPÍTULO 14

—No sabría decirlo.


—Me temo que esa respuesta no es una opción —Sophia sonrió y golpeó la mesa con su puño,
agradecida por la oportunidad de bromear—. Verdad o anguilas, señor Grayson.
El no le devolvió la sonrisa.
―Se lo digo sinceramente, señorita Turner, no sabría decirlo. Perdí la cuenta con los años. Han
pasado quince años desde que tumbé a mi primera moza de taberna. Y en esos quince años, he
navegado tres mares y cuatro continentes, tomando muestras de damas en cada puerto. No puedo.
Sophia parpadeó, esperando que esa sonrisa pícara y traviesa apareciera. Pero no lo hizo. Él no
estaba bromeando en absoluto.
Ella no se había hecho ninguna ilusión de que él hubiera llevado una vida de castidad. Pero para un
perspicaz hombre de negocios, que vivía su vida según números y montos, perder la cuenta…el
número real debía ser realmente alto. El hombre sentado al otro lado de la mesa había dormido con
incontables mujeres, de cada rincón del globo. El pensamiento le dio repulsión y, de una manera
vergonzosa, la excitó. Pero más que nada, la desilusionó. El arrepentimiento la aguijoneó en algún
lugar entre los omoplatos, y su columna se tensó.
—Bueno ―dijo Sophia finalmente, incapaz de disfrazar la amargura de su voz—. Es un milagro que
no haya muerto de sífilis.
—No es un milagro. Es una combinación de precaución y tripa de oveja.
—Más a su favor, entonces. Y aquí está usted, evidentemente sano y robusto, a pesar de quince
años de un esfuerzo tan extenuante. Una notable hazaña. No es de extrañar que parezca tan
orgulloso de su proeza.
—¿Lo parezco? —él apretó su mandíbula.
—Con buena salud, puede tener buenas expectativas de décadas de libertinaje.
—Cariño, ese es mi mayor temor.
—¿Qué parte? ¿La buena salud, o el libertinaje?
Sophia estudió su rostro. Inquieto bajo su escrutinio, él bajo la mirada y rascó el grueso
crecimiento de barba en su mentón. Ella había estado equivocada, se dijo Sophia. Él no estaba para
nada orgulloso de su proeza.
—¿Qué hay del amor?
Él no alzó la mirada.
—¿Qué hay con eso?
—Tantos amores, incontables amantes… ¿a cuántas de ellas ha amado, señor Grayson?
Él puso sus manos detrás de su cabeza y miró fijamente el techo.
—A cada una de ellas, cariño. A cada una de ellas.
Sophia puso los ojos en blanco.

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—Bueno, eso es lo mismo que decir que a ninguna.


Él se encogió de hombros y continuó mirando el techo.
—¿Lo es?
Otra pregunta se posó en la punta de su lengua. Sophia dudó, luego preguntó de todas maneras.
—¿Y alguna de ellas lo amó?
Él le dirigió una fría mirada.
—Sólo las tontas —había tanto orgullo ahí en sus ojos, mezclado con tanto dolor.
Entonces, repentinamente, su puño se estrelló contra la mesa. Sophia saltó en su asiento.
—Creo que es momento de que yo haga las preguntas, ¿no crees? —él se puso de pie y comenzó a
pasear por el camarote. —Ya sé su nombre, señorita Jane Turner.
Sophia tuvo el impulso de interrumpir; de corregirlo. Pero no pudo. La culpa le aguijoneaba en el
pecho. Él había desnudado su vida para ella. ¿Por qué no tenía ella el coraje de hacer lo mismo?
—¿Qué edad tienes, entonces?
—Veinte —al menos eso era cierto.
—Veinte —repitió él, en tono desestimativo—. Sólo veinte. Tan joven. ¿Qué puedes saber el
mundo?
—Más de lo que podría pensar. ¿Qué puede saber de mí, para llegar a esa conclusión?
El se balanceó y apoyó una mano en la mesa.
—¿Qué puedo saber de ti, realmente? ¿Cuánto has visto del mundo, señorita Turner? ¿De dónde
eres?
Se inclinó amenazantemente sobre ella, su mole y su fuerza intimidándola. Pero la intensidad de su
mirada era de lejos lo más inquietante.
—Kent.
El rió y se enderezó nuevamente.
—Oh, señorita Turner, es del salvaje Kent, ¿cierto? Conocido por sus salvajes fiestas de jardín,
Kent. ¿Viven tus padres?
—Sí, ambos.
—¿Tienes hermanos?
—Una hermana.
—Qué encantadora pequeña familia —Sophia comenzó a interrumpir, pero él habló antes que ella
—. ¿Pan negro o pan blanco?
—Blanco.
—Pan blanco. Pero por supuesto. Nada más que lo mejor para la señorita Turner. Supongo que
puedo saltearme la próxima pregunta también. Estoy bien al tanto de tu gusto por el ron.
Sophia se erizó ante la malicia en su voz, y la forma brutal en que su mano cortó el aire.
—En realidad, prefiero el clarete.

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—Clarete ―dijo Gray con una sonrisita de suficiencia—. Bueno, lamento no poder acomodarme a
sus gustos, señorita Turner, de darle pan blanco y clarete en cada comida.
—Usted sabe que no tengo tales expectativas —presionando sus manos sobre la mesa, se puso de
pie—. ¿Por qué se está comportando de esta manera?
El se inclinó sobre la mesa, acomodando sus palmas abiertas para asemejar la postura de las de
ella.
—¿De qué manera quisieras que me comportara? No puedo ser otro hombre del que soy, cariño.
Lo has sabido desde el principio, no soy un caballero. Soy un mentiroso, un ladrón, un libertino… y
peor ―se inclinó más cerca de ella, y Sophia se balanceó hacia adelante, como tirada por una cuerda.
Su rostro estaba a un palmo del de ella. Suficientemente cerca como para un beso.
La mirada de Gray cayó sobre sus labios, su voz convertida en un murmullo áspero.
—¿Tú dices que no tienes tales expectativas de pan blanco y clarete? Cariño… —la palabra se
arremolinaba en los labios de ella y aleteó sus ojos hasta cerrarlos—. Harías bien en no tener
expectativas de ningún tipo.
Sus ojos se abrieron de golpe. Él se inclinó hacia atrás y se enderezó hasta que su cabello oscuro
peinó el techo del camarote. Sophia fue hacia atrás lentamente, su corazón golpeando en el pecho.
Una triste, aunque satisfecha mirada, cruzó el rostro de Gray mientras cruzaba los brazos sobre su
pecho.
Él pretendía alejarla. Ahora Sophia lo entendía. Contándole la historia con su hermano, haciendo
alarde de sus innumerables mujeres. Y ahora, con su rudo interrogatorio. Este era el mismo hombre
que la había sostenido tan tiernamente no hacia ni media hora, prácticamente declarándole su amor
por ella en un momento de honesto enojo. El hombre que la deseaba tan fieramente que ella podía
saborearlo en su aliento. El hombre que ella deseaba tanto, por el que ella sufría tanto, en cuerpo y
corazón. Y ahora él la estaba alejando. Usando su sórdido pasado para abrir una brecha entre ellos.
Bueno, Sophia también tenía un sórdido pasado. Sus pecados podrían no ser tan numerosos o
salaces, pero eran tan negros como los de él. Y ella no iba a permitir que otro hombre la pintara como
una especie de perfecto ángel, más allá del deseo, demasiado pura para ser tocada.
Ella bordeó la mesa, cerrando la distancia entre ellos.
—No hemos terminado.
—Cariño, creo que hemos terminado aún antes de empezar.
Ella negó con la cabeza, apoyando una mano en su brazo.
—Tiene más preguntas que hacerme.
Su boca se torció en una media sonrisa. Descruzando sus brazos, tomó la mano de Sophia en la de
él. Sophia deseó que el vítreo mar se moviera bajo ellos, lanzándola a sus brazos. Pero la calma se
mantuvo.
—No trates de decirme ―dijo él, pasando sus dedos sobre los de Sophia—, que estas delicadas
manos han cometido un robo.
—Pero lo han hecho.

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—¿De qué? ¿Moños? ¿Un trozo de lazo? ―le cerró los dedos en su palma y le devolvió la mano—.
¿Tal vez algunas hojas de papel?
—Un tipo de papel. Los billetes son papel, ¿cierto?
—Cualquiera sean tus pequeños pecados, cariño, estoy seguro de que yo podría comprarlos y
venderlos con una moneda del bolsillo de mi chaleco.
Él no tenía idea. Bajando su mirada, Sophia presionó con su mano el monedero bajo su ropa.
Cierto, el dinero estaba a su nombre. ¿Pero no había sido casi de Toby por derecho? Aún ahora, él
podría haber hecho una demanda contra sus padres, exigiendo la dote que ella le había negado
cuando escapó. Lo que ella había hecho…no era muy diferente del engaño del señor Grayson. Ella
había robado su propia herencia.
―Se sorprendería del costo de mis pecados.
Pero antes de que ella pudiera explicarle, él golpeó un dedo contra su mentón, levantándole la
cara hacia él. Así de rápido, dejó caer la mano.
—No me digas que estas casada.
La risa burbujeó en su garganta.
—Por supuesto que no. No —un dejo de culpa siguió a su risa. Ella podría haber estado casada para
este momento.
Aún así, ella quiso que la sonrisa perdurara. Su risa pareció complacerlo, así como su respuesta. El
comenzó a verse otra vez como siempre, y Sophia se regocijó secretamente.
—¿Cuántos amores, entonces?
—Varios.
Gray arqueó una ceja.
—No cuentes los hombres a bordo del barco.
—Aún sin ellos… ―ella sonrió coquetamente—. Varios.
—¿Y ha habido amantes?
El desdén en su voz, la sonrisa petulante en sus labios… Sophia sabía que él esperaba que su
respuesta fuera una negativa remilgada. Estaría equivocado. Ella no podía confirmar la impresión que
él tenía de ella como intocable, inocente. Él necesitaba entender que no estaba por debajo de ella.
Nada estaba por debajo de ella, ni el robo ni el engaño. Ciertamente, no la pasión.
Sólo había una forma de mostrarle su verdadera naturaleza.
Y esa forma era mintiendo.
—Sí. Uno.
Él dejó escapar un agudo suspiro entre sus dientes. Sophia se volvió, alejándose dos pasos. Ella
apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas, ordenándose a sí misma calmarse.
Después de todo, ésta era una mentira que había dicho antes muchas veces.
—Pero se ve tan sorprendido —empezó ella, mirando al señor Grayson por sobre su hombro—. Le
conté semanas atrás acerca de Gervais. Mi maestro de pintura, y mi tutor en el arte de…

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—El arte de la pasión —terminó Gray por ella. El le dirigió una mirada de total escepticismo—. Sí,
lo recuerdo. Tampoco te creí entonces.
—No importa si usted me cree o no —mintió ella caminando por el camarote—. Él era alto,
delgado y divinamente buenmozo, con cabello negro azabache, ojos de plata y largos y esculpidos
dedos. Y me amaba desesperadamente.
—Oh, siempre lo hacen.
—Él me amaba —insistió—. Desesperadamente —quitando un rizo de cabello de su frente,
continuó—: Oh, pero no fue afecto lo que nos unió. Fue la pasión, salvaje y animal.
Lanzando una risita, Gray cruzó los brazos sobre su pecho.
—¿Pasión animal? ¿Qué podrías saber tú de pasión animal?
Ella se sonrojó bajo su mirada audaz. Este bocado no sería difícil de esquivar. Entre las lecciones de
una licenciosa lechera y su proximidad con este hombre sumamente atractivo, ella había adquirido un
conocimiento o dos acerca de la pasión animal.
—Todo comenzó con miradas ardientes, cruzadas a través de habitaciones repletas de gente —los
dedos de Sophia vagaron a través de la mesa, acercándose lentamente hacia él—. Y luego, pequeñas
excusas para poder tocarnos el uno al otro. Cada roce de su piel en la mía… ―ella arañó una única
punta del dedo contra el dorso de la mano de Gray— …me hacía temblar de deseo.
Él atrapó su muñeca con un fuerte agarre. A Sophia se le atascó el aliento en la garganta.
—Bueno ―dijo Sophia—, imagino que usted ya sabe como siguió el resto.
—Imagino que lo sé ―Gray liberó su muñeca y algo brilló en sus ojos. El comienzo de una creencia
—. Así que me estás diciendo que esta es la razón por la que estas yendo a Tortola, para convertirte
en institutriz. Estás arruinada.
Sophia asintió ligeramente con la cabeza. Qué considerado de su parte, terminar la mentira por
ella. Las palabras de Sophia cobraron intensidad, dejándose caer en el aire estancado.
—Nos volvimos tan temerarios. Una vez que Gervais me dio a probar un poco del paraíso, nada
pudo separarnos. Escapaba de mi chaperona cada vez que podía, robando momentos para
encontrarme con él en medio de la noche. Los armarios, la cochera, incluso en un carruaje, nuestros
encuentros no conocían límites. Gervais incluso vino a verme a Kent, durante una de nuestras fiestas.
—¿Fiestas? ―Gray le hizo un gesto admonitorio con el dedo—. Sabía que venías de un ambiente
de privilegio. Sabía que no fuiste criada para ser institutriz.
Ella le lanzó una mirada insolente.
—Tampoco fui criada para ser una licenciosa. Pero en eso me convertí.
—Una licenciosa. Tú.
Sophia buscó en su memoria, saltando mentalmente a través de los capítulos de El Libro. Detalles,
se dijo a sí misma. Los detalles lo convencerían.
—Acordamos encontrarnos en los establos. Era muy arriesgado para Gervais que lo vieran cerca de
la casa. Robé un traje de lechera y metí todo mi cabello bajo un sombrero de paja de ala ancha.
Mientras mantuviera mi cabeza gacha, nadie me reconocería. Cuando llegué a los establos, él me

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sobresaltó desde atrás de la puerta. Sin decir una palabra, me arrastró a sus brazos y me llevó al
altillo. Allí, él había encendido una docena de velas, y esparcido pétalos de rosas y mantas sobre una
cama de heno de dulce aroma.
—¿Una docena de velas encendidas en un establo lleno de heno seco? Tienes suerte de haber
sobrevivido a la experiencia, cariño. Podrías haberte incendiado.
Sophia alzó sus cejas e irguió su postura.
—Nuestro amor era un infierno. Pensé que estaba en llamas, tan glorioso era nuestro placer
aquélla noche.
El se tapó los ojos con una mano y rió, alta y largamente.
—Qué vívida y romántica imaginación tienes.
—No es imaginación. ¡Estoy diciendo la verdad! —El pánico se anudó en su estómago. Si no podía
convencerlo ahora, seguramente lo perdería. La opinión que él tenía de ella se vería confirmada, y
solo la creería más inocente que nunca. Desesperada, se le acercó firmemente hasta que sus pies se
tocaron. Tal vez físicamente pudiera persuadirlo de lo que sus palabras no conseguían.
—¿No me cree? —cruzando sus brazos, ella cuadró sus senos para su evaluación. Los ojos de Gray
mordieron el anzuelo. Luego, en un orquestado ataque de resentimiento, ella se volvió. Los hombres
preferían dar caza, Sophia lo sabía. Ella podría ser virgen, pero entendía como atraer a un hombre a
su lado.
Su corazón palpitante llenó el húmedo silencio. La habitación se había vuelto oscura. Algo tan
curioso aquí en el trópico, cómo la noche caía como un trueno. Sin atardeceres persistentes, sin las
horas místicas del crepúsculo. Tan solo luz, luego oscuridad.
—Pétalos de rosas —la voz de Gray se redujo y ella contó sus lentas pisadas mientras él se movía
para pararse detrás de ella. Sophia sintió su respiración susurrando contra su cuello, su mirada
dejando un reguero ardiente a lo largo de su nuca. Luego él se inclinó, quedando a centímetros de su
hombro mientras dejaba escapar lenta y profundamente el aliento a través de su nariz. Un bajo y
seductor gruñido resonó en la garganta de Gray y reverberó en columna de Sophia.
—Creo lo de los pétalos de rosa.
Lentamente, él movió un mechón de cabello del hombro de Sophia. Su dedo jamás rozó su piel,
pero la sensación del rizo sedoso pasando por su cuello dejó a Sophia temblando. Cerró los ojos,
sintiendo la caricia ligera como una pluma, en todos lados.
—¿Lo amaste? —preguntó Gray—. ¿A este Gervais?
La última pregunta. Debió de haberla esperado, pero la tomó completamente por sorpresa.
—Sí, por supuesto —dejó escapar ella, sin pensar.
Lentamente se volteó para enfrentarlo en la oscuridad. El señor Grayson ocultó su reacción antes
de que ella pudiera evaluarla, pero Sophia supo que había cometido un error. Si él había estado
pensando en compartir su cama esa noche, ahora lo estaba pensando dos veces. Qué irónico, que no
hubiera nada para enfriar el ardor de un hombre como la mención del amor.

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¿Y qué podía preguntarle él ahora? Su pequeño guión había llegado al final. Sophia aguardó sin
aliento en la oscuridad, esperando que alguna pregunta, pedido, o beso, cayera de sus labios.
La puerta del camarote se abrió, y una lámpara pasó lanzando su luz entre ellos. El dio un paso
atrás.
Stubb entró, luchando bajo una pesada bandeja.
—Aquí está la cena —anunció, colgando la lámpara de un gancho sobre ellos—. Lo lamento si es
tarde, pero ha sido un día ocupado.
El señor Grayson asintió con la cabeza.
—La dejo con su comida entonces, señorita Turner.
—Traje servicio para dos —Stubb golpeó los platos de hojalata y bandejas de servir sobre la mesa
—. Todos los pasajeros deberán tomar sus comidas en el camarote de damas hasta nuevo aviso.
Órdenes del Capitán —el hombre mayor miró a Gray—. El Capitán quiere que ambos se queden bajo
cubierta hasta que recuperemos el viento. Dijo que tú lo entenderías, Gray.
—Sip —respondió el señor Grayson—. Lo entiendo ―le lanzó a Sophia una mirada cautelosa—.
Pero la dejaré con su cena de todos modos.
—¿No tienes hambre? —Stubb levantó la tapa de una de las bandejas. Ante el aroma del guiso de
carne de res salada llamado lobscouse, el estómago vacío de Sophia se quejó audiblemente.
—La señorita Turner disfrutará mejor su comida sin mi presencia —respondió el señor Grayson,
retrocediendo hacia la bodega—. Y por mi parte, esperaré hasta el desayuno. Encuentro que tengo
poco apetito esta noche.
Luego se marchó. Pero no antes de lanzarle una última inquisitiva y hambrienta mirada.
Sophia sonrió. Era un mentiroso muy malo.

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CAPÍTULO 15

El cuerpo de Gray le reclamó toda la noche. Su estómago vacío gruñó, cuando podría haberlo
llenado en la cena. Sus articulaciones protestaron contra la estrecha hamaca que lo envolvía, cuando
podría haber estado compartiendo un suave colchón con una compañera aún más suave. Y, por
supuesto, estaba el dolor siempre presente de la lujuria insatisfecha en su ingle.
Pero más allá de todo esto, su mente estaba en un estado de confusión, y su corazón, su corazón
estaba completamente sin amarras. Arrancado de su ancla y a la deriva. No tenía ni idea de cómo
asegurarlo de nuevo.
Ella no era virgen.
Así lo afirmaba ella.
No lo cuestiones.
Por fin, con ese pedacito de la información, todo sobre la chica tenía sentido. La ropa fina, el aire
culto, el puesto de institutriz. La chispa en sus ojos, y la forma en que respondía a sus caricias. La
forma en que lo tocó. Ella entendía la pasión, conocía el placer que podían compartir.
Aún así, pasó la noche solo.
Porque ella ofrecía más que placer. Ofrecía su corazón. Ofrecía su confianza. Dios, prácticamente
se la había impuesto, y Gray no la quería. Tenía suficientes personas que cuidar, y ya las había
decepcionado a todas ellas. Era sólo cuestión de tiempo antes de que le fallara a ella, también.
Aun así, al amanecer Gray ya se había lavado y vestido. Se sentó en un cajón, golpeando sus botas
y jugueteando con su reloj de bolsillo hasta que las ocho campanas sonaron para la guardia de la
mañana. Hora del desayuno. Ya no podía pasar por alto las necesidades de su estómago. Tampoco
podía ignorar este otro creciente dolor en su interior: la necesidad de verla.
No tenía la menor idea de lo que le diría a la muchacha; lo menos posible sería lo mejor. Gray
alcanzó un libro, lo metió bajo el brazo, y se dirigió a la puerta del camarote de las damas.
El aroma de té recién hecho lo saludó. La señorita Turner estaba parada ante la mesa, organizando
una media docena de pequeños potes al lado de la bandeja del desayuno. Después de los dramáticos
acontecimientos de ayer y de una noche agitada, Gray se sorprendió al verla allí, de pie, pareciendo
tan... normal. Casi doméstica. El nudo de angustia en su pecho se desenredó.
—Buenos días —sin levantar la vista, ella destapó uno de los potes y tocó ligeramente su contenido
con la punta del dedo.
—¿Estás planeando envenenar mi té? ―Gray retiró una silla y se sentó, dejando su libro sobre la
mesa y sirviéndose un panecillo.
—Nada tan terrible ―alzó la vista hacia él, y el brillo de coquetería en sus ojos lo hizo toser con su
boca llena de comida. Sí, todo estaba como de costumbre. La mera visión de ella, tan bella, tan
cerca… le robó el aliento. Lo cual lo dejó completamente poco preparado para las palabras que dijo a
continuación—. Voy a pintarlo.

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—¿Pintarme? ―Vívidos, sensuales recuerdos inundaron su mente. Los dedos de ella enroscándose
en su pelo, su cuerpo apretado contra el de él. Gray dudaba que ella siquiera recordara aquella noche,
borracha como había estado. Por supuesto, él no podía olvidarla.
—No le importa, ¿verdad? Necesito practicar, y es algo para pasar el tiempo —apartando una taza
de té, ella comenzó a desarrollar un pequeño caballete—. ¿A menos que usted tuviera alguna otra
actividad en mente?
Gray se aclaró la garganta y bajó la mirada a su libro. Tenía muchas otras actividades en mente.
—Había planeado leer.
—Y aún puede ―ella ensartó los brazos por las mangas de una camisa y la ató a la espalda—. Sólo
déjeme el tiempo suficiente para bosquejar el contorno de sus facciones y, entonces puede leer su
libro, mientras completo el resto.
—No estoy seguro...
Ella dejó un trío de pinceles, alineados desde el más pequeño al más grande.
—Me estoy quedando sin temas, ve. He dibujado o pintado casi todo lo demás en el barco.
—Me había dado cuenta.
Ella hizo una pausa, mirando fijamente los pinceles.
—¿De veras?
—Sí.
Ella alzó la mirada para encontrar la suya.
—¿Y ...?
¿Y qué? ¿Qué podía decir? ¿Que sus bocetos lo llenaban de envidia y anhelo? ¿Que ellos le
revelaron cualidades ocultas de los hombres con los que había trabajado durante años, y le mostraron
más de lo que jamás habría querido saber de su corazón femenino? ¿Que había rechazado esta misma
petición-y a ella- semanas atrás, precisamente porque temía el momento en que pusiera sobre él esos
ojos de artista y percibiera la verdadera calidad de su alma? La ironía tiró de la comisura de su boca
en una media sonrisa. Que la vea, entonces. Su suministro de pigmento negro se agotaría por
completo. Ella nunca lo agobiaría con esa mirada de confianza de nuevo.
Él apuró su taza de té y la lanzó hacia abajo como un guante.
—Muy bien.
Sonriendo, ella apoyó un lienzo en el caballete.
—Muy bien.
—¿Qué voy a hacer?
—Sólo estar a gusto ―ella le lanzó una mirada divertida—. Por mucho que me alegre sentir el mar
rodando por debajo de nosotros, no creo que esté en peligro inminente de ser arrojado al suelo.
Gray siguió la mirada de ella que se posó en su mano que apretaba el brazo de la silla.
Molesto con su propia transparencia, cruzó las manos sobre el pecho, deslizando una bota a lo
largo de las tablas del suelo mientras se reclinaba en la silla.

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—Estoy muy a gusto.


—¿Cómo es posible —preguntó ella, rascándose con un lápiz en tanto su estrecha mirada
alternaba entre él y el lienzo—, que el hijo de un caballero disoluto, criado en una plantación de
azúcar de las Indias Occidentales y educado en Oxford, después de heredar la tierra y sus ingresos,
decide hacer su vida en el mar?
Gray la miró.
Ella dejó de dibujar, y le echó una mirada expectante, metiendo un mechón de cabello detrás de la
oreja.
—¿Qué? ¿Quieres hablar? Pensé que se suponía que debía permanecer quieto.
―Se supone que debe estar relajado. Y recordar, a mi parecer, generalmente relaja a la persona.
No a esta persona.
Ella se volvió a su dibujo.
—¿Soñaba en convertirse en marinero cuando era niño?
Gray se echó a reír.
—No. Nunca había estado a bordo de un barco hasta que fui expulsado de Oxford. Estuve
vomitando y sintiéndome miserable durante toda mi primera semana en el mar. No podía comer
nada. Al final, resultó ser un golpe de suerte, pues los marineros capturaron y comieron pescado
contaminado. Casi toda la tripulación se enfermó, cuatro de ellos murieron.
—Dios mío.
―Le ofrecí mi ayuda al capitán. Me puso a trabajar, y simplemente le tomé el gusto de alguna
manera. Para el momento en que cruzamos el Trópico, estaba poniendo y empañicando las velas
como un marinero. Entre los cambios en el aparejo, me enteré de todo lo que el capitán tenía que
enseñar acerca de la energía eólica y la navegación. Cuando llegamos a Inglaterra, le pregunté si podía
quedarme, y él me hizo segundo oficial. No fui a Oxford por año y medio.
—Me sorprende que se molestara en ir siquiera.
—Casi no lo hice —se rascó la barbilla—. Pero la guerra se estaba gestando. Y una carta finalmente
me llegó diciendo que mi padre se había enfermado, eso me puso serio. Ambos, Joss y Bel, eran aún
menores de edad, y yo sabía que no había nadie que cuidara de ellos en caso de que falleciera. Pensé
que lo mejor era quedarme por un tiempo, de esa forma ellos sabrían dónde encontrarme si me
necesitaban. Oxford parecía un lugar tan bueno como cualquier otro. Sólo terminé tres trimestres
cuando sucedió.
—Su padre murió —capturando el lápiz entre los dientes, ella se limpió las manos en el delantal de
su bata.
—Sí.
Se quitó el lápiz de la boca y volvió la cabeza para mirarlo. Sus ojos no encontraron los de él, sin
embargo. Más bien, Gray creyó que estudió su oreja, o tal vez la línea de su mandíbula. Se rascó el
cuello, inseguro, sintiendo todo su cuerpo acalorarse bajo esa desenfadada valoración.

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—Y fue entonces cuando vendió la tierra ―dijo ella, volviendo su atención al lienzo—. ¿Y se
convirtió en un corsario?
Él asintió con la cabeza.
—Pero si estaba preocupado por su hermano y hermana, ¿por qué no simplemente se fue a casa?
¿Mantener funcionando la plantación?
Gray exhaló bruscamente.
—Por muchas razones. Pero todas ellas tuvieron que ver con el dinero. Los precios del azúcar
estaban cayendo en picada, las tarifas seguían en aumento. Las plantaciones de las Indias
Occidentales ya no eran las empresas rentables que habían sido una vez. Habríamos estado sumidos
en deudas en un año —meneó la cabeza—. Nunca habría funcionado. Si yo les hubiera dicho a los
ejecutores sobre Joss, hubiera significado meses de retraso, y ni siquiera podía estar seguro de que
iba a estar de acuerdo para vender. Encontré un comprador para la tierra, y tuve la oportunidad de
comprar este barco y obtener una patente de corso, así que la aproveché. Y entonces me apoderé de
más de sesenta naves en nombre de la Corona ―Gray no pudo evitar que un toque de orgullo se
filtrara en su voz—. Nunca me he arrepentido de mi decisión. Fue la única rentable.
Ella le echó otra mirada escrutadora, esta vez en dirección de su cabello. Los propios ojos de Gray
rodaron hacia arriba, como si pudieran seguir la línea de su mirada.
—¿Esto ocurre a menudo, que la nave esté en calma?
Gray se encogió de hombros.
—No todo el viaje. Pero con bastante frecuencia.
—¿Cuánto tiempo dura?
—No hay forma de saberlo. Horas. Días. Una semana.
Ella se apartó un mechón de cabello detrás de la oreja.
—¿Una semana de retraso? Eso debe afectar negativamente a la mayoría de sus ganancias.
—Sí, sí.
Levantó la vista hacia la claraboya, suplicante. Esto debía ser el infierno. Estaba perdiendo dinero
por horas, le hacían sufrir la tentación inalcanzable de la mujer más hermosa que hubiera visto nunca,
y todo estaba malditamente caliente. Sin ningún tipo de brisa fresca para removerlo, el aire dentro del
camarote se volvía cada vez más viciado a medida que el sol avanzaba más alto en el cielo. Era apenas
media mañana, y ya el sudor goteaba bajo la corbata de Gray. Volvió a mirar a la señorita Turner,
admirando la graciosa curva, húmeda, de su cuello desnudo cuando inclinó la cabeza. La temperatura
en el interior del camarote aumentó otro grado.
Ella se echó hacia atrás y echó la cabeza hacia un lado, estudiando el lienzo.
—Sin duda no era la única vía rentable, convertirse en corsario. Hay tantos riesgos involucrados,
tantas cosas imprevisibles. Quiero decir, podría haberse casado.
—¿Casado?
—Sí, por supuesto. Eso es lo que la mayoría de los caballeros elegibles con apuros financieros
hacen, ¿no? Usted proviene de una buena familia y tenía algo de tierra a su nombre... seguro que

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podría haber encontrado una joven heredera o una viuda rica para casarse, y entonces podría haber
hecho lo que quisiera. Después de todo ―dijo ella, sus ojos encontraron los de él—, no es como si
careciera del encanto suficiente para atraer a las damas. Y usted sin duda es bastante guapo, a su
modo.
—Bastante guapo. A mi modo.
Ella inclinó la cabeza otra vez.
—Oh, deje de parecer tan petulante. No estoy halagándolo, estoy simplemente señalando los
hechos. Ser un corsario no era su única vía rentable de acción. Podría haberse casado, si hubiera
querido.
—Ah, pero ahí está el inconveniente, ya ves. Yo no quería.
Ella cogió un cepillo y le dio unos golpes contra su paleta.
—No, no quería. Usted quería estar en el mar. Quería ir de aventuras, apoderarse de sesenta naves
en nombre de la Corona e ir tras un sinnúmero de mujeres en cuatro continentes. Es por eso que
vendió su tierra, señor Grayson. Porque es lo que quería hacer. Las ganancias fueron secundarias.
Gray tiró el puño de la manga de su chaqueta. Lo ponía nervioso la facilidad con que ella veía esas
verdades que él había evitado mirar de frente durante años. Así que ahora era peor que un ladrón.
Era un ladrón egoísta y mentiroso. Y todavía ella estaba sentada con él, coqueteaba con él llamándolo
"encantador" y "bastante guapo".
¿Cuánta oscuridad tendría que descubrir la chica antes de que finalmente se alejara?
—¿Y tú, señorita Turner? ―él se inclinó hacia delante en su silla—. ¿Por qué estás aquí, con
destino a las Indias Occidentales para trabajar como institutriz? También podrías haberte casado.
Tienes calidad, eso está muy claro. E incluso si no tuvieras dote, cariño... —esperó a que ella alzara la
vista—. La tuya es el tipo de belleza que lleva a los hombres a ponerse de rodillas.
Ella hizo un gesto desdeñoso con su pincel. Sin embargo, sus mejillas se oscurecieron, y se secó la
frente con el dorso de la muñeca.
—Ahora, no actúes como una remilgada. No te estoy halagando, estoy simplemente señalando los
hechos.
Él se recostó en su silla.
—¿Por qué no te has casado?
―Le expliqué ayer por qué el matrimonio ya no es una opción para mí. Fui comprometida.
Gray cruzó las manos sobre el pecho.
—Ah, sí. El maestro de pintura francés. ¿Cómo se llamaba? ¿Germaine?
—Gervais —suspiró dramáticamente—. Ah, pero el placer que me enseñó valió la pena cualquier
precio. Nunca me había sentido tan viva como en sus brazos. Cada momento que compartimos fue un
minuto robado del paraíso.
Gray resopló y pateó la pata de la mesa. La chica estaba tratando de darle celos. Y maldita sea, si
no estaba funcionando. ¿Por qué algún tutor empalagoso pudo disfrutar de los placeres que Gray se

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negaba? No había ayudado al esfuerzo de guerra sólo para que la señorita más bella de Inglaterra
pudiera levantar sus faldas para un maldito francés.
Ella comenzó a mezclar el pigmento con el óleo en su paleta.
—Una vez él me empujó a la despensa, y tuvimos una cita febril entre cubos de papas y nabos. Me
sostuvo contra los estantes mientras…
—¿Puedo leer mi libro ahora? ―Señor, él no soportaría mucho más de esto.
Ella sonrió y tomó otro pincel.
—Si así lo desea.
Gray abrió su libro y lo miró, incapaz de reunir la concentración para leer. De vez en cuando, volvía
una página. Vívidas imágenes eróticas llenaban su mente, pero toda la sangre se vaciaba en su ingle.
Mientras el sol avanzaba más en el cielo, la sombra cuadriculada de la chirriante claraboya se
deslizaba por la pared del camarote y comenzaba su lento avance por el suelo. Pronto el sol estuvo
directamente sobre sus cabezas, pintando la mesa con un tablero de ajedrez de sombras.
Sintiéndose somnoliento y perezoso, Gray enganchó un dedo bajo su corbata humedecido por el
sudor y tiró. Echó un vistazo furtivo a la señorita Turner por sobre su libro. Su pálido vestido de
muselina languidecía con el calor, aferrándose a su figura de una manera de lo más atractiva. Ella giró
el cuello lentamente, estirándolo con una ágil gracia sensual.
—¿Hay algo más de té? ―le preguntó Gray.
—No ―ella tomó un pañuelo y lo apretó contra su frente, luego contra su escote brillante y
enrojecido.
Él se movió incómodo, sintiendo una nueva fuente de acumulación de calor en la ingle.
—Voy a buscar después a Stubb, para traer agua. En un minuto —inclinó la cabeza y cerró los ojos
y trató de pensar en algo interesante. En esos helados de bastantes sabores, todos muy de moda en
Mayfair, los que de seguro iba a llevar a Bel de muestra. En el arroyo de truchas de Wiltshire, donde
había pasado el verano en los años que había asistido a Oxford. Cerveza, helada de la bodega en
invierno. En la nieve.
Gray tuvo una imagen repentina de la señorita Turner, de pie en un paisaje invernal inglés, vestida
de rico terciopelo y espolvoreada con blancos copos de nieve. Los diminutos cristales de hielo
aferrándose a sus guantes ribeteados de piel, a su manto, a su pelo, a su espesa franja de pestañas. Su
piel pálida en contraste con sus labios carnosos y sonrojados. Una aparición angelical.
Salvo que él no podía hacerle a un ángel lo que Gray se vio a sí mismo haciendo con esta sirena
cubierta de nieve. Se imaginó lamiendo un copo de nieve de su mejilla, y su lengua enroscándose
alrededor de una fuerte explosión de frío. En su mente probó otro, y otro… y eran dulces. Ella era un
helado con sabor a rosas, un manjar más allá de cualquier cosa que hubiera probado nunca, y él la
estaba devorando, sabor por un increíblemente pequeño sabor. Copo de nieve por copo de nieve.
Hasta que la tumbó de espaldas en la nieve y desnudó los montículos cremosos de sus pechos, las
bayas llenas de sus pezones, las curvas jugosas de su delicioso cuerpo… y se dio un festín.

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CAPÍTULO 16

Sophia contó seis repiques de campana antes de que el señor Grayson se sacudiera,
completamente despierto. El la miró, se sobresaltó y se sonrojó. Como si hubiera sido atrapado
haciendo algo que no debiera.
Ella sonrió.
Restregándose los ojos, se puso en pie.
—¿La asustaría, señorita Turner, si me quito el abrigo?
Sophia sintió una puntada de desilusión. ¿Cuándo dejaría él de tratarla con esa forzada cortesía,
manteniendo la distancia entre ellos? ¿Cuántos cuentos de encuentros apasionados debería ella
lanzar antes de que él finalmente entendiera que ella no era menos perversa que él, tan sólo menos
experimentada? Tal vez era hora de tomar medidas más agresivas.
—Adelante, quítese el abrigo ―ella ladeó los ojos para lanzarle una mirada insolente―. Señor
Grayson, no soy una colegiala inocente. Va a tener que esforzarse más para asustarme.
Los labios de Gray se curvaron en una pequeña sonrisa.
—Tomaré eso como un aviso ―ella miró mientras él sacudía la pesada capa de sus hombros y la
plegaba sobre su brazo.
Él dejó el abrigo sobre la silla antes de volver a sentarse. La húmeda tela de su camisa colgaba de
sus hombros y brazos. Un placentero estremecimiento bajó hasta los pies de Sophia.
—No le sienta bien de todas maneras ―le dijo ella, cargando su pincel con pintura.
Él le lanzó una mirada divertida mientras desanudaba su corbata y la aflojaba. Ella se regocijó
secretamente. Ahora, si tan sólo pudiera convencerlo de que se deshiciera de su chaleco…
—El abrigo ―le explicó ella, cuando sus cejas siguieron levantadas—, no le sienta.
—¿Por qué no? ¿Es el color equivocado? —la repentina seriedad en su tono la sorprendió.
—No, el color está perfectamente bien. El corte es lo desfavorable. El estilo está diseñado para
caballeros blandos, delgados y esbeltos. Sus hombros son demasiado anchos para lo que se estila.
—¿Es cierto eso? —él rió entre dientes mientras se desabrochaba los puños. Sophia lo miró
fijamente mientras él volteaba sus mangas, desnudando un bronceado y musculoso antebrazo y luego
el otro—. ¿Qué estilo de prendas me quedaría bien, entonces?
—¿Además de una toga? —él recompensó su broma con una ligera sonrisa. Sophia daba
pinceladas a su tela, contenta de hacer algún progreso al fin—. Creo que usted necesita algo menos
restrictivo. Algo como un atuendo de marinero. O tal vez de Capitán.
—¿De veras? —su mirada se volvió pensativa, luego perspicaz—. ¿Y aún llevando simples ropas de
marino, todavía me encontrarías bastante guapo? ¿A mi propio modo?
—No ―ella dejó que las cejas de Gray se alzaran más antes de continuar—. Lo encontraría
sorprendentemente guapo. De todos los modos ―mezcló pintura en su paleta lentamente y le lanzó
una mirada tímida—. ¿Y qué hay de mi atuendo? Si fuera por usted, ¿cómo me vestiría?

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Si fuera por mí… no te vestiría.


Un estremecimiento corrió por el cuerpo de Sophia. Sus mejillas ardieron, sus ojos bajaron a su
regazo. Se obligó a alzar la mirada para encontrar la de él. No era momento para perder el coraje.
Nada mantenía el influjo en un hombre como los celos.
—Una vez, Gervais me mantuvo desnuda por un día entero para poder pintarme.
El parpadeó.
—¿Hizo un desnudo tuyo?
—No. Me pinto a mí. Me quité toda la ropa y me estiré en la cama mientras él me cubría de
pintura. Gervais me llamó su perfecta tela en blanco. Pintó orquídeas lavandas aquí ―trazó un
pequeño círculo sobre sus pechos—. Y unas pequeñas uvas bajando… ―deslizó su mano hacia abajo y
notó con deleite como sus ojos seguían el sendero—. Simulé la gripe y me negué a bañarme por una
semana.
Deseo y un ataque de celos batallaron en su semblante, pero siguió tan inmóvil como una de las
estatuas de mármol de Lord Elgin. ¿Qué hacía falta para lanzar a este hombre a la acción? Frustrada,
sopló de su rostro un mechón de cabello y señaló con la cabeza en dirección a sus brazos.
—¿Podría alcanzarme el pequeño pote de rojo?
Gray frunció el ceño hacia los potes dispersos de pintura.
—¿Cuál de ellos es el rojo?
—El bermellón. Justo ahí junto a su codo. Ahí lo ve.
—¿Este? ―le alcanzó un pote de marrón Vandyke.
Sophia tiró su paleta sobre la mesa y se estiró para alcanzar el pote rojo ella misma.
—Si no quiere ayudarme, tan solo dígalo. No hay necesidad de burlarse.
—Cálmate, cariño. No me estoy burlando de ti. Al parecer, no veo los colores de la forma en que la
mayoría de la gente lo hace.
—¿Qué quiere decir con que no ve los colores?
El se encogió de hombros.
—Veo algunos colores. Sólo que no la cantidad que otra gente parece ver. Tú dices “rojo, verde,
marrón”… todos se ven iguales para mí. Si un zafiro está al lado de una amatista, no puedo distinguir
uno de otro. Aparentemente tuve un tío que era igual que yo. Una vez, mi tutor dejó de pegarme por
etiquetar mal mis ejercicios de latín. Nunca me importó —volvió la atención nuevamente hacia su
libro.
—¡Pero… eso es trágico! ¿Ir por la vida sin color? ¿Siendo incapaz de apreciar el arte o la belleza?
Él rió.
—Ahora, cariño. Toma tu pincel antes de que me pintes con un halo de mártir. No es como si fuera
ciego. Tengo un gran aprecio por el arte, como según creo ya hemos discutido. Y por la belleza… No
necesito ver si tus ojos son azules o verdes o lavanda para saber que son inusualmente encantadores.
—Nadie tiene ojos color lavanda.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿No? —su mirada atrapó la de ella y se negó a soltarla. Acercándose hacia adelante, continuó—.
¿Alguna vez ese tutor tuyo te dijo eso? Qué tus ojos están rodeados por un perfecto círculo unos
tonos más oscuros que el resto del… ¿no lo llaman el iris?
Sophia asintió con la cabeza.
—El iris ―Gray apoyó un coco sobre la mesa y se acercó más, su mirada buscando en la de ella
intensamente—. Es un término apto también. Y están esos rayos más claros que salen desde el
centro, como pétalos. Y luego tus pupilas se ensanchan… como eso, justo ahí… tus ojos son como dos
flores a punto de florecer. Frescos. Inocentes.
Ella inclinó la cabeza, mezclando un toque de blanco en el verde mar de la paleta. Él se acercó aún
más, su voz en un hipnótico murmullo.
—Pero tú te deleitas en burlarte de mí, mirándome a través de esas espesas pestañas, tan
insolente y satisfecha contigo misma… ―ella le lanzó una mirada filosa.
Él chasqueó los dedos.
—¡Ahí! Justo así. Oh, cariño… entonces esos ojos son como dos bailarinas de ópera sonriendo
desde atrás de sus grandes y plumosos abanicos. Tímidos. Expresivos.
Sophia sintió un caluroso rubor cubriéndola desde el pecho hasta la garganta.
Él sonrió y se reclinó en su silla.
—No necesito saber tampoco el color de tu cabello para saber que es suave y brillante como la
seda. No necesito saber si es amarillo o naranja o rojo para pasar una considerablemente
extraordinaria cantidad de tiempo preguntándome cómo lo sentiría rozando mi piel desnuda.
Abriendo su libro en la página marcada, continuó:
—Y no me hagas empezar con tus labios, cariño. Si intentara descubrir el tono preciso de rojo o
rosa o violeta que son, jamás reuniría la concentración para nada más.
El volteó una página del libro, y luego permaneció en silencio.
Sophia miró fijamente su tela. Su pulso retumbaba en sus oídos. Una gota de sudor bajó por detrás
de su cuello, siguiendo su camino por entre los omóplatos, y una caliente y punzante ansiedad anidó
en la hendidura de sus piernas.
Caramba. El había sabido que ella estaba burlándose de él con sus historias. Y ahora se sentaba ahí,
con una actitud cercana al aburrimiento, haciéndole el amor con sus provocativas, descoloridas
palabras en un flagrante intento de ponerla nerviosa. Era como si ellos estuvieran jugando un juego
de cartas, y acabaran de subir las apuestas.
Sophia sonrió. Ella siempre ganaba a las cartas.
—Tonterías ―dijo ella tranquilamente.
Gray levantó la mirada hacia ella, con las cejas alzadas.
—Nadie tiene labios violetas.
—¿No?
Ella dejó a un lado su paleta y cruzó sus brazos sobre la mesa.

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—La pendiente de su nariz es bastante particular.


Sus labios se torcieron en una sonrisa torcida.
—Cierto.
—Sí ―ella se inclinó hacia adelante, dejando que su pecho se derramara sobre sus brazos
cruzados. La mirada de Gray bajó pero rápidamente volvió a la de ella—. La forma en que tiene esa
pequeña protuberancia en el puente… Prueba ser todo un desafío.
—¿Es así? —él bajó la cabeza y estudió su libro. Sophia lo miró fijamente, esperando uno… dos…
tres latidos antes de que Gray alzara su mano para tocar el puente de su nariz. Un progreso bastante
satisfactorio. Definitivamente comenzaba a ponerse nervioso.
—Una vez, durante una de mis lecciones con Gervais, estaba dibujando el Miguel Angel, de David,
de una placa en un libro. Pero, no pude captar los músculos del antebrazo en absoluto.
—¿Él otra vez? ―él lanzó un aburrido suspiro mientras pasaba otra página.
—Gervais se puso de pie ―ella se alejó de la mesa y se paró—, se quitó el abrigo, y subió las
mangas de su camisa hasta los codos —Sophia plantó su palma sobre la mesa, directamente frente a
Gray—. Él tomó mi mano y arrastró mis dedos sobre cada pendiente y tendón de su brazo —mientras
hablaba, trazó los tendones de su propia muñeca con la mano libre. Cuando rozó el hueco de su codo,
lo escuchó contener la respiración. Bien. Más progreso—. Y después de tocarlos ―dijo—, no tuve
ningún problema para dibujar esos músculos.
Gray cerró de golpe su libro, lo arrojó a un lado, y la miró fijo desafiantemente. La oscura
intensidad en sus ojos, detuvo un pulso el corazón de Sophia. Lentamente, ella acercó una mano a su
rostro.
—Ahora… permanezca completamente quieto .
Los ojos de Gray se cerraron mientras ella tocaba con un dedo el puente de su nariz. Con
deliberada lentitud, trazo la desigual, bronceada colina con la punta de su dedo. La respiración de
Gray se volvió ronca. Finalmente, interrumpió el contacto. Él mantuvo los ojos cerrados.
Sophia arrastró su pulgar a través de su ceja izquierda, luego dibujó una atrevida línea desde la
frente hasta sus pómulos. Su piel era más suave de lo que había esperado, y extrañamente fresca bajo
sus dedos. Llevó sus dedos hacia abajo, al áspero crecimiento de la barba en su mandíbula,
aplastando la mano para permitir que ésta raspara la piel sensible de su palma.
Gray dejó escapar un irregular aliento que rayaba en un gemido, pero sus ojos permanecieron
cerrados. Estaba completamente inmóvil.
Algo caliente y hambriento corrió a través de las venas de Sophia. Deseo, mezclado con un pesado
estremecimiento de poder. Ella trazó el contorno de su frente, rozó las suaves y vulnerables curvas de
sus párpados. Sus pestañas, largas y curvadas como las de un niño, temblaron bajo su toque, y una
dulce punzada de ternura creció en su corazón. Siguió la circunferencia de su rostro, bajando la punta
de un dedo hasta la grieta de su barbilla, subiendo luego por la delgada cicatriz en la esquina de su
boca. El exhaló ásperamente, y Sophia sintió el calor de su aliento corriendo por su sangre.
Envalentonada, deslizó su pulgar a lo largo de su labio inferior.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

La mano de Gray salió disparada a capturar la de ella, manteniéndola presionada sobre su mejilla.
El la miró con tristeza, su cabello revuelto y la respiración trabajosa.
Oh, sí. Ponerlo nervioso, logrado.
―Gray ―ella se acercó más, con la húmeda tela de su camisa colgando sobre sus muslos.
Él se puso tenso.
—No hagas esto. Sólo te lastimaré.
—No soy una inocente, Gray. Sé lo que quieres. ¿No te das cuenta que yo también lo quiero? ―se
inclinó para susurrar en su oído—. Puedo mostrarte colores. Colores que jamás has soñado. El azul
claro de mis ojos… ―sopló suavemente sobre su cuello y vio el tendón allí ponerse rígido—. La seda
dorada de mi cabello ―tomó un rizo en su dedo y lo arrastró sobre la mejilla de Gray.
—Cariño…
Sophia se cernió sobre Gray, dejando sus labios a pulgadas de los suyos.
—Puedo enseñarte el sabor del perfecto y seductor rosa pétalo.
El negó con la cabeza, casi imperceptiblemente.
—Dije que no te perseguiría.
−¿Es eso? Bueno, pues resulta que estoy cansada de ser perseguida. Estoy disfrutando bastante de
tener el otro rol.
—Dulzura, créeme, no valgo el que me persigan. Y si yo… — cerró los ojos apretadamente, luego
los volvió a abrir—. Si yo dejo que esto ocurra… nunca seré… Di mi palabra, y por una vez pretendo
cumplirla. Soy un bribón, por elección y por vocación, y soy lo incorrecto para una chica como tú.
—¿Una chica como yo? Pero yo ya estoy arruinada.
—¿Arruinada? ¿Por qué has conocido el placer? No hay nada acerca de ti que esté arruinado. Eres
joven y hermosa, y estás llena de sueños. Eres exquisita —él tocó su rostro—. Perfecta.
Las lágrimas picaron los ojos de Sophia. Qué palabras tan dulces. Cómo deseaba merecerlas.
Las manos de Gray capturaron un mechón perdido de su cabello.
—Este tutor que intentó arruinarte, era claramente un aficionado. Pero dulzura… para mi
vergüenza, he tenido una gran cantidad de práctica. Estoy tratando de ser respetable. Estoy tratando
de ser un mejor hombre.
—Estas tratando de ser algo que no eres. Y eso te está haciendo miserable ―ella presionó su mano
libre contra su otra mejilla, enmarcando el rostro de Gray entre sus palmas—. Tú sí tienes la cara de
un bribón…
—Me ves con claridad, entonces.
—¿Pero qué hay con el hombre debajo? Hay mucho más de ti, lo sé. Lo siento. Una pasión por la
vida. Tanta fuerza… —enganchando los dedos bajo el cuello de su camisa, deslizó su palma hacia su
musculoso hombro—. Y este corazón —sus dedos se desviaron más abajo sobre su pecho, alcanzando
el borde de su cicatriz.
Gray hizo una mueca. Con un bajo gruñido, alejó las manos de Sophia.

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—Cariño, yo… —liberó un áspero suspiro y su rostro se cerró—. No puedo.


—Ya veo —Sophia se sentó, sintiendo el aguijón de la derrota.
—Lo siento —él pasó una mano por su cabello—. No puedes imaginar cuánto lo siento.
—Deberías sentirlo —Sophia puso un brazo a cada lado de la silla de Gray y se balanceó sobre él. Si
él doblaba la cabeza, descansaría sobre las almohadas anhelantes de sus pechos. Gray estaba bien al
tanto de eso—. Sentirte muy… muy… arrepentido.
Sophia volvió a su silla con una indignación juguetona, esperando disimular la forma en que sus
muslos aún temblaban y su corazón dolía.
—Está bien, entonces ―dijo ligeramente, tomando nuevamente su paleta y mojando su pincel en
pintura—. Terminaré mi cuadro. Tú puedes volver a tu libro.
Ella mantuvo su atención en la tela ante ella. Con su visión periférica, sin embargo, podía ver que el
libro de Gray permanecía cerrado en la mesa. Podía oír su respiración, lenta y pesada. Aún en este
caliente camarote, podía sentir su radiante calor masculino quemando a través de su liviano traje de
muselina y su camisola.
La tarea de aparentar que esta abierta lujuria no la afectaba estaba tornándose cada vez más
dificultosa. Después de unos minutos, el brazo le dolía de sostener tan apretadamente su paleta.
Sophia dejó la paleta y el pincel en la mesa y comenzó a amasar el lugar donde su cuello se unía a su
hombro, masajeando el dolorido nudo de músculos. Las hebras de cabello contra su cuello estaban
húmedas de transpiración.
—Tócate para mí.
Sophia se quedó helada. Su corazón dejó de latir. Seguramente no había oído lo que creyó haber ...
—Me oíste —su silla se deslizó alrededor de la mesa para descansar al lado de la de ella—. Prometí
que no te tocaría. Así que, tócate para mí.
Su pulso resurgió a la vida, y el sonido del martilleo rítmico de su corazón resonó en un sordo y
forzado latir en el vértice de sus muslos. Sophia cerró los ojos. La sugerencia era chocante y
emocionante y también indescriptible. Imposible. Ella tenía que pensar en una respuesta. Algo
mordaz para echar por tierra el ardor de él. El de ella. Tenía que extinguir esta salvaje pasión que
corría por sus venas.
Pero allí no había agua fría. Sólo caliente y líquido deseo bajando por su frente, escurriéndose
entre sus pechos. Ella había comenzado este juego de apariencias. Difícilmente podía retractarse
ahora, cuando perder el juego significaba perderlo a él.
Como si se movieran a su propio acorde, sus dedos abandonaron las cimas de sus hombros y
vagaron lentamente hacia el lazo del escote en la línea de su cuello.
—Sí —el sonido sibilante de la palabra se deslizó sobre su piel como una caricia—. Sí. Tócalos para
mí.
Sus pezones se fruncieron instantáneamente, convirtiéndose en duros picos contra su camisola.
Ella dudó, sus ojos todavía firmemente cerrados. La respiración se le volvió pesada en el pecho,
dejando la parte de arriba de sus senos contra sus dedos con cada inhalación.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Sí, dulzura. Tócalos para mí. Veinticinco días hemos estado en este barco. Veinticuatro noches he
soñado con tomar esos senos en mis manos. Estoy sufriendo por sostenerlos, por sentirlos firmes, y
redondos, y suaves bajo mis dedos. Dios, son tan suaves, ¿no es así, cariño? Tanto como tus manos,
tus muñecas, tus labios. Tú eres tan suave, suave como pétalos, toda tú.
Su suave voz de barítono retumbó a través de ella, cada palabra dejando un temblor en su centro.
Sophia se mordió el labio inferior para que dejara de temblar. Curvando sus dedos sobre la tela de su
vestido y su camisola, los arrastró sobre su hombro y lentamente los bajó hasta que no pudo estirar
más su escote. Metió los dedos bajo la tela y elevó su seno, liberando el húmedo y pesado globo de su
corpiño. El aire caliente se arremolinó sobre su pezón. Se estremeció, imaginando que era la
respiración de Gray.
Él guardó silencio por un momento que pareció una eternidad. Sophia mantuvo los ojos
firmemente cerrados, agonizando en un lento proceso de exposición y vergüenza. ¿Qué diantres
estaba ella haciendo, exponiendo sus pechos a este hombre? Tan licenciosa, tan liberada. Él había
sabido que ella lo haría. Él la había envalentonado sólo para burlarse. Para llevar la delantera. Si ella
abriera los ojos, él le sonreiría con suficiencia. Mofándose.
—Dios querido ―finalmente inspiró Gray—. Eres tan hermosa. Tan perfecta. Suave y hermosa y
cremosa y curvilínea. Y dulce, oh dulce. Es como si pudiera saborearte. Toca tu pezón para mí.
Creyendo a duras penas lo que estaba haciendo, Sophia arrastró su pulgar sobre el tenso pico.
Luces blancas irrumpieron tras la oscuridad de sus párpados cerrados.
—Sí —gruño él—. Hazlo otra vez.
Ella obedeció.
—Otra vez. Dios, quiero lamerte ahí. Quiero correr mi lengua alrededor una y otra vez y luego
meterte en mi boca y chuparte fuerte. Jalar de él, dulce. Sí, justo así. Quiero perderme en esa
suavidad y sentir tus brazos a mi alrededor mientras te chupo hasta hacerte gemir.
Sophia tomó su pezón entre el pulgar y el índice, imaginando las fuertes y rudas manos de Gray
sobre ella. Sus labios y su lengua acariciándola, chupándola. Su aliento se escapó en un suspiro largo,
lento.
—Sí, más fuerte. Gime para mí. Déjame oírte.
Gimiendo, Sophia tomó su otro pecho a través de la tela de su vestido jugando con el tenso y
oculto brote.
—Quiero tocarte. Toda tú. Quiero ver y acariciar cada perfecto y hermoso centímetro tuyo. Tus
pechos. Tu ombligo. La parte trasera de tus rodillas. Cada pie. Quiero saborearte toda. Lamer el polvo
que usas sobre tu piel. Quiero conocer cada secreta y oculta parte de ti. Quiero saber cómo es que tú
hueles como un condenado rosal en medio del océano.
La lengua de Sophia asomó para humedecer sus labios. El gruñó.
—Oh, dulzura. Si supieras lo que estas haciéndome. Estoy ardiendo por ti.
Se le ocurrió a Sophia que él también podría estar tocándose a sí mismo. Tal vez eso debiera
choquearla. Sin embargo, la llevó a un nuevo pico de excitación. Se deslizó hacia abajo en la silla, sus

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piernas entreabriéndose ligeramente. Entre sus caderas, sentía escozor y calor. Empapada de sudor y
deseo.
―Levántate la falda —fue la ronca orden—. Déjame verte. Tengo que verte.
Pérdida en una oscura nube de pasión, Sophia estaba más allá del razonamiento, más allá de la
vergüenza. Sus manos se deslizaron desde sus pechos hasta la parte superior de sus muslos. Hizo un
puño con sus manos en la delgada muselina y lentamente recogió la tela, desnudando sus tobillos.
Luego sus pantorrillas.
—Más. Más arriba.
Ella obedeció, arrugando la muselina por encima de sus rodillas, alisando una palma contra la
sensible piel de la parte interna de su muslo.
—Oh, Dulce, Cielo. Mírate. Sin medias, sin ligas. ¿Sin calzones tampoco? Dime que no llevas
calzones.
Sophia arqueó la columna levemente, su cabeza colgando contra el respaldo de la silla. Ella
arrastró su mano más arriba para desnudar la suave extensión de su muslo.
Gray dejó escapar un suspiro irregular.
—Tampoco hay calzones. Ahora jamás te llevaré de vuelta a Inglaterra. Así es como te quiero,
siempre. Aquí, en el calor tropical, sin enaguas, sin medias, sin calzones. Lista para mí en todo
momento. Y estás lista para mí, ¿no es así, dulzura? Estás tan caliente y mojada. Dios, como quiero
saborearte. Eres deliciosa, aún desde aquí.
El corazón de Sophia latía tan fuerte, que temía que fuera a explotar. Su cabeza giraba, mareada de
calor. Su boca se abrió. Estaba jadeando. Se sentía desvergonzada y sensual y más descaradamente
femenina de lo que alguna vez se hubiera sentido en su vida.
—Tócate para mí —la voz de Gray tenía una nueva urgencia, volviéndose áspera y demandante—.
Tú sabes el lugar, yo sé que lo sabes. Tócate para mí.
Su voz la mantenía tan subyugada, que no estaba en su poder desobedecerlo, aún si hubiera
querido hacerlo. Pero no quería. Ella quería hacer todo lo que le había pedido. Quería estar aquí,
siempre, en esta bochornosa niebla tropical de deseo, y dejarle hacer lo que sea que él quisiera
hacerle. Sus dedos rozaron el nido húmedo de rizos en la unión de sus muslos, abriendo los pliegues
superficiales de su sexo para hallar el inflamado y sensible trocito de carne.
—Oh, sí, dulzura. Hazlo para mí. Quiero saborearte allí. Quiero estar dentro de ti, sentirte apretada
y cerrada a mi alrededor. Quiero que gimas para mí. Debajo de mí. Encima de mí. Quiero tenerte en
cada una de las formas conocidas por el hombre, y luego inventar una docena más. Tócalo para mí.
Imagina que yo estoy ahí, tocándote. Dentro de ti.
El orgasmo rompió a través de ella como una ola estrellándose. Se arqueó hacia arriba en la silla, su
respiración atrapada en un grito estrangulado. Una súplica que se sacudió a través de ella una y otra
vez, hasta que se quedó inmóvil en sus repercusiones, temblando.
Un bendito gozo se apoderó de ella.
Seguido de conciencia.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Luego de vergüenza.
Oh, Dios. ¿Qué había hecho? Con manos temblorosas, bajó sus faldas por debajo de las rodillas.
Llevó una mano a su pecho todavía desnudo y la otra a sus ojos, cerrándolos apretadamente. Pero no
lo suficiente. Lágrimas calientes brotaron por sus temblorosas pestañas.
—Oh no, dulzura. No.
Gray susurró tan tiernamente, pero el sonido de su voz sólo era un cruel recordatorio de que él
estaba ahí. Él había visto. Las lágrimas cayeron más duramente, derramándose por sus mejillas.
—No, cariño, no llores —su voz era baja y cercana a su oído—. ¿Estás —él se detuvo—, estás
pensando en él?
Ella negó con la cabeza.
—¿Entonces por qué lloras? Seguramente no estás avergonzada.
Sophia sollozó contra su mano.
—Oh, cariño. Por favor, no. No llores, o lloraré contigo. Eres la cosa más encantadora, más perfecta
que alguna vez haya visto en mi vida, y podría llorar por la pureza de tu belleza —ásperos dedos
despejaron sus cabellos de la frente—. Nunca estés avergonzada, no conmigo.
Gray le quitó la mano del rostro. Ella mantuvo los ojos firmemente cerrados mientras él besaba la
punta de sus dedos, uno por uno, luego dio vuelta su mano para plantar un beso desgarradoramente
tierno sobre su palma.
Sophia abrió los ojos. Al principio, el techo brilló cegadoramente sobre ella, a través de una borrosa
nube de lágrimas. Ella parpadeó y sorbió por la nariz. Nunca en su vida se había sentido tan
vulnerable. El costoso disfraz que había estado usando todo el viaje -que había usado toda su vida, al
parecer- había sido despojado. No más decepciones, no más fantasías. Esto era todo lo que quedaba:
una cansada, licenciosa, solitaria chica con una mano agarrada firmemente a su pecho desnudo y la
otra presionada contra los labios de él.
Se había desnudado a sí misma delante de él, de todas las maneras. Como nunca se había atrevido
a revelarse a sí misma ante nadie. Más verdad había corrido entre ellos en los últimos diez minutos
que la que pudiera transmitir cualquier conversación, y aún así, él la sostenía, calmándola. ¿Podrían
aún sus labios formar tan tiernas palabras y suaves besos, si supiera toda la verdad?
Gray besó su palma nuevamente.
—No llores. Moriría antes de dejar que algo o alguien te lastimara. No podría soportar pensar que
te causé semejante aflicción —él presionó su mano contra su mejilla barbuda. Ella sintió sus labios
rozar su frente—. Cariño —suspiró él contra su oído—. Estás a salvo conmigo. Siempre.
Sophia volvió lentamente la cabeza, hasta que su mirada se trabó con la de él. Sus ojos, del más
puro azul cerúleo, como profundas brazas. Ella acarició su mejilla con el pulgar.
—Oh, Gray.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 17

Ella dijo su nombre, y lo perforó. Igual que un puñal, fino como una aguja, clavado directamente
entre sus costillas, que se incrustaba en su corazón.
Y como cualquier herida repentina, lo tomó totalmente por sorpresa. Dolió. Lo dejó
conmocionado.
¿Qué había sucedido? Él había estado leyendo, ella había estado pintando. Discutieron sobre la
pintura, discutieron los colores. La había provocado hasta que se sonrojó y ella también lo había
provocado. Ella había tocado su rostro. Oh, cómo le había tocado. Entonces de repente, él estaba
viendo el despliegue más erótico que había visto nunca en su vida. Y eso incluía varios despliegues
eróticos que había pagado buen dinero para observar.
Él le había contado cosas. Fantasías salvajes, depravadas, que nunca había expresado a ninguna
mujer sin pagarle generosamente primero. Quizás un par de cosas que nunca le había dicho a ninguna
mujer en absoluto. Y ella había escuchado y accedido. Con mucho gusto.
Con sensual abandono y una confianza tan dulce, que hizo que le doliera el corazón. Él había dicho
todo lo que le vino a la mente, para impulsarla a continuar. Para llevarla a esa cima de placer y
observarla mientras llegaba al clímax.
Todo eso fue bueno. Muy bueno.
Pero entonces ella había llorado y él había dicho más. Él le habría dicho cualquier cosa, le habría
prometido todo para calmarla. Ahora él miraba fijamente sus ojos rojos, llorosos, de repente dándose
cuenta de lo muy cerca que había estado de hacer precisamente eso: prometerle todo, y eso lo
asustó, haciéndole sudar frío. Ella le pasó ese suave, suave pulgar por la mejilla, y a él realmente le
temblaron las rodillas. ¡Temblaron, maldita sea!
Gray no tenía idea de qué demonios le estaba pasando, pero sabía que tenía que ser malo. Muy
malo.
Ella tenía los labios carnosos e hinchados por la pasión y simplemente rogando para ser besados
larga, lenta y profundamente. Su ingle seguía latiendo con el recuerdo de esos pequeños jadeos
eróticos, su espalda arqueada en éxtasis.
Oh, Gray, dijo ella. Oh, Gray, realmente. Como ¿Oh, Gray, qué demonios se apoderó de ti y qué
diablos intentas hacer al respecto?
Tomó la salida del cobarde. Se hizo el tonto.
—Pensé que estabas pintando un retrato. De mí.
Ella volvió la cabeza, siguiendo la mirada de él a su caballete. Un vasto paisaje marino desbordaba
el pequeño lienzo. Impresionantes nubes de tormenta y un mar violento y espumoso. Y un poco fuera
del centro, un barco pequeño en la cresta de una ola enorme.
—Estoy pintándote.
—¿Qué, estoy en el pequeño bote, entonces? ―era un alivio bromear.
El alivio duró poco.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—No ―dijo ella suavemente, volviéndose a mirarlo—. Yo estoy en el pequeño bote. Tú eres la
tormenta. Y el océano. Eres... Gray, eres todo.
Y fue entonces cuando las cosas fueron de "muy malas" a "peores".
—No puedo tomar crédito por la composición. Está inspirada en una pintura que vi una vez, en una
galería en Queen Anne Street. De un señor Turner.
—Turner. Sí, conozco su trabajo. No hay relación, ¿no?
—No —miró de nuevo el lienzo—. Cuando lo vi ese día, tan temerario y salvaje... pude sentir la
tempestad agitándose en mi sangre. Y supe allí y entonces, que tenía algo dentro de mí, una pasión
demasiado audaz, demasiado grande para mantenerla confinada en el interior de un salón. Primero
traté de negarla, y luego traté de huir de ella... y luego te conocí, y vi que la tienes, también. No lo
niegues, Gray. No huyas de ella y me dejes sola.
Ella se levantó de su asiento, todavía frotándole la mejilla con su pulgar. Agarrándole la otra mano,
la llevó a su pecho desnudo. Oh, Dios. Ella era tan suave como lo había soñado. Más suave. Y allí fue
su mano ahora. Temblando.
—Tócame, Gray ―ella se inclinó hacia adelante, hasta que sus labios se detuvieron a un
centímetro de distancia de los suyos—. Bésame.
Tal vez esa daga había fallado en darle a su corazón después de todo, porque la maldita cosa
estaba martillando dentro de su pecho. Y, oh, si él pudiera probar su dulce aliento mezclándose con el
suyo. Sus labios estaban tan cerca, tan invitadores.
Tan peligrosos.
Pánico, eso era por lo que sus rodillas estaban temblando y su corazón latiendo y sus labios
soltando tonterías. Tenía que ser por el pánico. Porque algo le dijo a Gray que podía verla
mayormente desnuda, y verle los dedos de los pies curvándose mientras alcanzaba su clímax, y hasta
abarcar con su palma ese pecho tan suave como en sus sueños, pero de alguna manera, si sus labios
tocaban los de ella, estaría perdido.
—Por favor —susurró ella—. Bésame.
—No puedo —por segunda vez ese día, él retiró la mano de ella de su cara. Por primera -y
sospechaba con certeza angustiosa-, última vez en la historia, deslizó la mano de su pecho—. No
puedo.
El dolor en sus ojos lo devastó.
—Entonces, supongo que será mejor que te vayas.
La campana sonó en el silencio, insistente e incesante. Una alarma que coincidía con el golpeteo
frenético del corazón de Gray. ¿El barco entero sabía el peligro en que se encontraba?
Pero a medida que su conciencia se aclaraba de nuevo, se dio cuenta de que el trueno sordo en los
oídos no era su pulso. Era un trueno real. Y el rugido del aliento acelerado entrando y saliendo de sus
pulmones, era ahogado por el aullido distante del viento. El barco dio una inclinación perezosa, y una
torta pequeña de pigmento rodó por la mesa antes de estrellarse contra el suelo. A continuación, una
salvaje sacudida botó el resto de las pinturas y los tuvo a ambos agarrándose a la mesa con pernos,
para mantener el equilibrio.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¡Atención todos!¡Atención todos!


Gray se levantó de un impulso de su silla, mirando hacia arriba, a través de la rejilla de ventilación.
Cuando él se puso de pie, otra inmersión repentina arrastró la silla bajo él.
—Cariño, yo…
—Entiendo, señor Grayson —su voz era débil—. Váyase. Por favor, sólo váyase.
Y con una última mirada a sus ojos anegados... Dios lo ayudara, él se fue.
Gray emergió de la escalerilla a una escena extrañamente similar a la del lienzo de la señorita
Turner. El Afrodita cercado por olas con cumbres blancas, y unas amenazadoras nubes negras en el
horizonte.
Mientras se dirigía al timón, el agua del mar corría por sus hombros cubiertos de lino, recordándole
que había dejado su abrigo bajo cubierta. El pesar hizo un hueco en su pecho. Su abrigo era lo de
menos que había dejado allí. La pizca de valentía o decencia que poseía. Su corazón, la cosa marchita
y negra que era.
Y a ella.
Por encima de él, un par de marineros hábilmente estaban rizando la gavia mayor. Gray los
envidió. Eso era lo que necesitaba: necesitaba trabajar. Necesitaba realizar un trabajo duro, físico,
hasta que se le entumecieran las puntas de los dedos y quedara ciego de agotamiento. Necesitaba
sudarla a ella fuera de su sistema.
Se reunió con Joss en el timón de la nave.
—Parece que tenemos viento de nuevo.
—Sí ―dijo Joss—. Y algo más. No me gusta el aspecto de esas nubes.
Unos truenos retumbaron a la distancia.
—Ni el sonido de ellas —agregó Gray.
Joss se llevó un catalejo a su ojo derecho, cerrando con fuerza el izquierdo.
—Hay una vela aproximándose a barlovento. He dado órdenes para ir a su encuentro y saludarla,
para ver lo que pueden decirnos acerca de la borrasca. Tal vez acaban de atravesarla.
—O rodearla.
Joss bajó el catalejo para darle una mirada enigmática.
—¿Qué estás haciendo en cubierta, de todos modos?
—El grito fue para todos.
—Tú no eres un marinero. Eres un pasajero.
—Puedo no ser un marinero, pero tengo dos manos en perfecto estado, y si me siento sobre ellas
un segundo más, me volveré loco.
Joss miró con fijeza el cuello abierto de Gray, donde debería haber estado anudada su corbata.
―Ella realmente te está volviendo loco, ¿no?
—No tienes ni idea —murmuró Gray.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Oh, creo que sí.


Gray ignoró el tono petulante de su hermano.
—Maldita sea, Joss, sólo ponme a trabajar. Envíame a empañicar una vela, ponme en la bodega
para bombear la sentina... no me importa, sólo dame algo que hacer.
Joss enarcó las cejas.
—Si insistes —se llevó el catalejo al ojo y comenzó a escudriñar el horizonte otra vez—. Asegura las
escotillas, entonces.
Gray lanzó unas palabras de agradecimiento por encima del hombro mientras descendía al alcázar
y se fue a trabajar, colocando las lonas impermeables en las claraboyas y asegurándolas con tablas.
Mientras trabajaba, los movimientos del buque se hicieron más violentos, dificultando sus esfuerzos.
Dejó para el final la rejilla de ventilación por encima del camarote de las damas, resistiendo el impulso
de espiar a través de la reja. En cambio, primero aseguró un extremo, luego cubrió toda la claraboya
con un golpe fuerte sobre el velamen.
—¡Ah del barco! ¡Ah del barco! —Wiggins se inclinó hacia delante sobre la proa, saludando a la
nave que se acercaba, sus velas deslizándose infladas, un fuerte contraste contra el cielo oscuro.
Gray se movió para cubrir las escalerillas que daban a los camarotes, llegando al interior del
enorme agujero negro y buscando a tientas la manija para cerrar la escotilla.
Algo-o alguien-lo tanteaba a él también

Cuando la claraboya estuvo asegurada, el camarote se ennegreció inmediatamente. Sophia sintió


la repentina y sofocante oscuridad, a pesar de que sus ojos estaban bien cerrados, los talones de sus
manos presionados contra ellos para detener la ola de lágrimas.
¿Qué estaba pasando?
Se puso de pie con piernas temblorosas, alisando su vestido por encima de su cadera y ajustando
su corpiño en la negrura. A tientas en la oscuridad, se dirigió hacia la puerta del camarote y la abrió.
Un cuadrado de luz atravesó la oscuridad por sobre su cabeza… la escotilla de la escalerilla.
Ella avanzó hacia las escaleras y colocó un pie sobre la contrahuella inferior. Sin embargo, cuando
agarró el borde de la escalera, su mano se reunió en cambio con algo cálido, sólido y fuerte.
Un brazo.
—Dulzura ―dijo una voz. Una gran mano se cerró sobre su muñeca.
Su voz. Su mano.
Estuvo a punto de llorar de nuevo. Él todavía estaba allí. En algunos pinchazos absurdos,
sensibleros de auto-compasión, ella se había preparado para no verlo nunca más.
—¿Qué estás haciendo? —exigió, su rostro sombrío sobresaliendo a través de la escotilla—. Vuelve
a tu camarote.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ah, pero por supuesto que todavía estaba allí. Su presencia no significaba nada, se dijo ella con
severidad. No era como si él tuviera algún medio de escapar del barco. Si lo tuviera, seguramente lo
habría tomado.
Aún así, ella no tuvo el valor de soltarlo.
Ella utilizó su brazo como palanca, jalándose sí misma por las escaleras, incluso mientras éstas se
inclinaban y rodaban debajo de ella.
—¿Qué está pasando? —la brisa salada despejó unas guedejas de pelo sueltas de su cara, y ella usó
su mano libre para meterlas detrás de la oreja. Agarraba el brazo de él con la otra.
―Se aproxima una tormenta —líneas profundas marcaban su rostro. Su cabello se aferraba a su
frente en gruesos y húmedos mechones—. Tienes que permanecer abajo.
—Esto no es tan malo ―protestó ella, sacándose el pelo de la cara una vez más—. Ni siquiera
llueve.
Él le cogió la barbilla en la mano y la miró a la cara. Por un momento sin aliento, Sophia pensó que
tenía la intención de besarla.
Pensó mal.
—Mira ―le giró la cabeza hacia la proa del barco.
—Oh —el viento borró el sonido de sus labios tan rápido como lo pronunció.
Ante ellos, el cielo hervía con nubes enormes, de color negro verdoso. Si Sophia no hubiera
padecido suficientes lecciones de geografía para tener un mejor conocimiento, ella habría pensado
que había navegado hasta el final de la tierra y estaban a punto de caer del mapa en un vacío agitado.
Él le volvió la cara hacia la suya. La amenaza en sus ojos no era menos asesina que la del cielo. Ella
nunca lo había visto tan amenazador.
—Ahora ve abajo. Y quédate allí.
—¿Vienes conmigo?
Sus labios se adelgazaron.
—No.
—¡Ah del barco!
Gritos llamaron la atención a estribor, donde un buque de altura que cambió de dirección su vela
mayor en preparación para hablar con el Afrodita. Mirando a través del rocío, ella apenas podía
distinguir el nombre del barco pintado el costado: el Kestrel.
El viento se aceleró, gritando a través de los aparejos por encima de sus cabezas. La superficie del
océano estalló en un millar de crestas de bordes blancos, como un monstruo marino portando hilera
tras hilera de dientes amenazantes.
—¡Abajo! ―Gray la dirigió de vuelta hacia la escotilla.
Entonces el cielo se resquebrajó en un destello blanco, cuando un trueno estremeció la cubierta
bajo sus pies. Por un momento terrible, sin fin, el mundo fue blanco. No había nada la vista, ningún
sonido, sólo el olor acre del azufre y un impacto sin peso.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Con un rápido tirón de su muñeca, Gray la hizo girar hacia su pecho, envolviendo su brazo a través
de su torso y obligándola a caer a la cubierta. Sophia se acurrucó entre los tablones de madera debajo
de ella y la fortaleza humana cálida y fuerte que la rodeaba. Protegiéndola. Ella tomó un inventario
mental de sus propios miembros, asegurándose de que todos estuvieran todavía allí. Sí, tenía sus
piernas, acurrucadas torpemente contra su vientre. Un brazo quedó atrapado debajo de ella, con su
otra mano que aún aferraba la manga de él. Ella deslizó su mano temblorosa hacia abajo, hacia esa
muñeca, regocijándose al sentirle el pulso latiendo contra el hueco de su pulgar. Su corazón dio un
vuelco en sus costillas. Unos ruidos llegaron hasta sus oídos: hombres gritando, madera astillándose.
Pero los únicos sonidos que a Sophia le importaban eran esos ritmos gemelos: el del corazón de él, y
el suyo.
Después de unos momentos, el peso que la presionaba contra la cubierta desapareció, y se sintió
alzada para ponerla de pie.
—¿Puedes levantarte?
Ella asintió con la cabeza, cerrando sus rodillas mientras ella descansaba la espalda contra ese
pecho masculino.
—Fue... —su garganta se esforzó—. ¿Fue un rayo? ¿Golpeó al barco?
—Sí. Y no — apretó su muñeca—. Golpeó el de ellos.
Ella estiró el cuello para mirarlo a la cara. Sus rasgos pálidos y demacrados, que miraban fijamente
por la borda del buque. Sophia siguió su mirada.
Al principio, ella apenas lo notó, el débil resplandor rojo en la punta del palo mayor del Kestrel. El
barco seguía a cierta distancia, y Sophia tuvo que entrecerrar los ojos para distinguirlo. Pero estaba
allí. El brazo de Gray se aflojó sobre ella, y ella dio un paso adelante. La luz pareció desaparecer por un
momento, luego chispeó débilmente y brilló de nuevo, como una brasa en un fuego que se apaga.
Pero este fuego no se estaba apagando.
El capitán apareció al lado de Gray. Juntos, los dos hombres se quedaron mirando el resplandor
rojo.
―Gray, ¿puedes ver…?
—Sí.
Una lengua de fuego brotaba de la punta del mástil. Sophia sintió la rigidez en todo el cuerpo de
Gray. El fuego se deslizaba a lo largo de un trozo de cuerda, encendiendo una punta del penol
superior.
—Maldita sea, ¿por qué no dan la alarma? —preguntó el capitán—. ¿Dónde está su tripulación?
—Después de una explosión como esa... —la voz de Gray tomó el filo del acero—. Muertos,
algunos de ellos. Aturdidos o mutilados, por lo menos.
Una ola cayó sobre cubierta, y Sophia se tambaleó hacia atrás contra el pecho de él. Su barbilla
raspó la corona de su cabeza. Ellos encajaban perfectamente. Desde el día en que él la había ayudado
abordar este barco, había caído una y otra vez en sus brazos. Para ella, la verdad era evidente. Sus
brazos pertenecían a su alrededor. Si sólo él la dejara entrar en su corazón.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Volvió la cabeza y apoyó la frente contra su hombro.


―Gray —susurró.
Él se tensó y se echó hacia atrás. Pero no la soltó.
El capitán hizo bocina con las manos alrededor de su boca.
—¡Dispongan los botes! —gritó hacia los hombres en la proa—. ¡Preparen la vela mayor!
—¿Vas a retroceder? —preguntó Gray.
—¿Qué otra opción tenemos? —el capitán refregó su rostro con una mano—. No se sabe en qué
dirección caerá el mástil. No podemos arriesgarnos a que el fuego atrape el Afrodita. Dispondré los
botes. Si hay supervivientes, se dirigirán a la borda.
—No, si están heridos o atrapados en la bodega no podrán.
—¿Qué propones que hagamos, Gray?
Su respuesta fue tranquila, pero firme.
—Abordarlo.
—¿Qué? —Sophia se soltó de su agarre y se volvió hacia él.
—¿Qué? —la expresión del capitán reflejaba su sentido de la alarma—. ¿Aconsejas abordar un
barco en llamas? ¿Gray, estás loco?
—Actúas como si nunca lo hubiéramos hecho antes. Este solía ser nuestro medio de vida, abordar
barcos en llamas. Ese mástil es una mecha. Invadirá de humo toda la nave si no se corta antes que las
llamas alcancen la cubierta.
Él puso una mano sobre el hombro de su hermano, sus labios adelgazándose en una sonrisa
forzada.
—Venga, Joss. Será como en los viejos tiempos.
—En los viejos tiempos, cualquier incendio que al que nos enfrentábamos era el resultado de
nuestros propios fuegos de cañones. Sabes que un rayo puede provocar llamas en todo el barco.
Incluso ahora, podría haber un incendio en la bodega. Si hay un barril de pólvora, un barril de ron
cerca... Todo podría volar en cualquier momento.
—Entonces será mejor que nos espabilemos, ¿no? ―Gray se acercó a la baranda para gritar a los
marineros—. ¡Tiren la vela mayor! ¡Reanímenla!
Los hombres obedecieron sin vacilar, y el Afrodita giró, aproximándose de costado a la otra nave.
Sophia se quedó paralizada mientras las llamas avanzaban por el penol del sobrejuanete. La vela
empañicada tomó fuego como un rollo de papel.
—¡Voluntarios! ―Gray levantó un rollo de cuerda de su eje—. ¿Quién la abordará conmigo?
Ningún hombre con esposa e hijos.
Levi apareció a su lado de la nada, fuerte y silencioso como siempre. Él y Gray intercambiaron
gestos de acuerdo con la cabeza.
—Estoy dentro —O'Shea se bajó del pelón y se dejó caer en la cubierta con gracia felina—. Como
en los viejos tiempos, ¿eh, Gray?

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Gray lanzó una mirada divertida a su hermano.


—¿Ves?
A medida que la distancia entre las naves se reducía, los tres hombres probaron sus cuerdas.
—Iré, también —Davy se impulsó a la barandilla.
—¡No!—gritó Sophia—. Gray, no lo dejes.
—La nave podría soportar mi pérdida más fácilmente que la de la mayoría —estaba este muchacho
alto, enrollándose las mangas de su túnica hasta sus codos—. Y no tengo esposa ni hijos, señor.
—No, no los tienes ―dijo Gray—. Muy bien, entonces.
Los cuatro hombres agarraron sus cuerdas y treparon la barandilla, preparándose para balancearse
a través de la brecha del mar batiente para abordar el barco en llamas. El rostro de Gray no
demostraba ninguna ansiedad, sólo una aguda concentración y una sombría determinación. Por el
contrario, Sophia estaba consumida por el miedo. Levantó la vista. Las llamas habían alcanzado el
juanete ahora. El temor adormeció todo su cuerpo, y el viento amargo pareció aullar a través de ella,
silbando a través de sus costillas y enfriando su corazón. Recordó las palabras del capitán. Pueden
haber llamas en todo el barco ... Un barril de pólvora, un barril de ron, y...
Y él moriría.
―Gray —una ráfaga de viento se llevó su ahogado sollozo y lo arrojó al mar.
El capitán se dirigió hacia adelante, buscando un rollo de cuerda.
—Si estás decidido a hacer esta tontería, iré contigo.
—No —el rostro de Gray fue duro—. Ningún hombre con esposa o hijos —lanzó una mirada a
Sophia, entonces rápidamente la apartó. Si leyó la súplica desesperada en sus ojos, él no la reconoció.
Ella se estremeció, sintiendo el significado de esa mirada desdeñosa. Lo que fuera ella para él, era
algo menos que una esposa. Y nunca le permitiría ser más. Ella no era razón suficiente para que él
viviera.
Yo no te deseo.
Algo en su interior se dividió y rompió. Sophia se abrazó con fuerza el pecho, como si así pudiera
mantener las piezas juntas.
Gray se volvió hacia su hermano.
—Retrocede tan pronto como estemos a bordo, ¿me oyes? Daremos una señal cuando todo esté
despejado.
Alzó el peso de su cuerpo en la soga, los poderosos músculos de sus brazos y de su espalda
tensándose contra las costuras de su camisa mojada.
—Esta nave Afrodita está bajo tu mando, Joss. Cuida de ella por mí.
—Sí, lo haré —una mirada de complicidad pasó entre ellos—. Cuidaré de la nave, también.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 18

Las botas de Gray tocaron la cubierta del Kestrel con un ruido sordo. Una vez que los otros tres
pasaron por la barandilla, comenzó a dar órdenes. El viento huracanado lo obligaba a gritar.
—O´Shea, toma el timón. Mantenlo estable, apuntando a la tormenta. De lo contrario, estará en
las últimas aún antes de que pesquemos el olorcillo del humo. —El irlandés asintió y corrió hacia el
timón.
Gray miró a Levi.
—Encuentra algunas hachas y comienza a tronchar el palo mayor. Yo me uniré a ti.
Con sus hombres despachados, Gray miró hacia arriba, bizqueando hacia el cielo oscurecido
desgarrado por una brillante llama. El fuego ahora estaba a mitad de camino del mástil. Con este
viento nefasto avivando las llamas, tenían sólo unos minutos antes de que el fuego alcanzara la
cubierta. No había tiempo que perder.
—Iré a tronchar con Levi —Davy se paró a su lado—. Soy fuerte.
—No ―Gray miró alrededor. ¿Dónde estaban las malditas hachas de todas maneras? ―Te necesito
para que registres el barco. Fíjate si hay llamaradas en la bodega. Busca heridos, o algún atrapado. Si
te cruzas con algo inflamable: bebidas, pólvora, medicinas, tienes que tirarlas por la borda
inmediatamente, ¿me comprendes?
El chico asintió, su rostro pálido, pero determinado.
—Sip, Capitán —la voz de Davy se quebró y Gray sintió una punzada de culpa. Debió haber insistido
en que el muchacho se quedara en el Afrodita.
—No soy tu Capitán ―gritó Gray detrás de él.
—En este barco, lo es —con un encogimiento de hombros, Davy se apuró hacia la escotilla.
Gray se dirigió a grandes zancadas hacia el palo mayor, buscando a Levi. Sus botas aplastaron algo
metálico. El miró fijo la cubierta. Clavos. Doblados, fundidos unos con otros, algunos retorcidos, como
raíces de árboles. Buen Señor, el había oído de caídas de rayos como éstos: sacudidas lo
suficientemente fuertes para sacar los clavos del mástil y dejarlos repiqueteando en la cubierta, pero
nunca había visto semejante cosa, ni en todos sus años en el mar. Esperaba no volver a verlo.
Un trozo deforme de metal rodó hasta pararse a sus pies, todavía humeante. Gray pateó el
redondeado bulto.
—¿Qué demonios es esto?
—Creo que solía ser una campana.
Gray alzó repentinamente la cabeza y encontró a dos desaliñados marineros parados frente a él.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó el más bajo de los dos, masajeándose el hombro como si le
doliera.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿Están ilesos? ―Gray examinó a los hombres de la cabeza a los pies. La ropa hecha jirones
colgada de sus demacradas formas, y sus manos estaban negras de alquitrán y hollín. El olor acre del
cabello chamuscado asaltó sus fosas nasales.
Los marineros asintieron.
—Sólo sacudidos, eso es todo —contestó el más alto—. Otros no fueron tan afortunados —inclinó
la cabeza hacia un montón de trapos sin vida al otro lado de la cubierta. Piadosamente, los rostros de
los marineros muertos estaban ocultos a la vista, pero una mano carbonizada se aferraba al aparejo.
Gray tragó con fuerza, sintiendo el sabor de la bilis.
—¿Dónde está su Capitán? —él pasó rozando los marineros—¿Y dónde demonios están sus
hachas?
—No sabemos dónde está el Capitán —contestó uno de los marineros—. Probablemente en su
camarote. Quisiera pensar que el bastardo está muerto, pero no seremos tan afortunados.
—En cuanto a las hachas… —el marinero más alto señaló hacia la barandilla, y Gray siguió su
mirada. Una hilera de mangos de hacha de madera saltaban a la vista. Los filos de las hachas, sin
embargo, descansaban en cubierta. Separadas de sus mangos, aún humeantes, medio derretidos… y
completa y totalmente inútiles.
Gray maldijo. Levy apareció desde la galería, con una especie de cuchilla de carne en una mano y
un cuchillo de tallar en la otra. Fue todo lo que Gray pudo hacer para no echarse a reír hasta llorar.
¿Iban a tirar abajo el palo mayor con una cuchilla de carnicero?
Sin decir una palabra, Levi le dio la cuchilla y comenzó a atacar el palo mayor con el cuchillo.
Bueno, aparentemente, iban a intentarlo.
Gray corrió hacia el firme aparejo, usando la cuchilla para cortar las sogas que conectaban el mástil
con el barco. Si por algún milagro Levi lograba cortar a través del palo mayor, no podría caer
limpiamente con el aparejo intacto. Los dos marineros extrajeron cuchillos de sus cinturones y
comenzaron a ayudar. A pesar de la espuma y el viento, el cuerpo de Gray rápidamente se calentó
con el esfuerzo. El sudor caía por su frente, y se lo secaba con las mangas entre soplidos.
Eventualmente, abandonaba el movimiento de sierra con las sogas en favor de fuertes golpe de
cuchillo.
—¿Cuántos tripulantes? ―le gritó a los marineros, cortando otra soga—. Muertos —Zas—. Vivos.
—Somos once. Cinco estaban en el castillo de proa. No sé cómo les fue. Dos muertos aquí en
cubierta. Otros resultaron heridos, pero aún viven. Hasta el momento.
—¿Qué hay en la bodega? —su golpe aterrizó torpemente, de cara a la barandilla. El dolor
irrumpió en su codo.
—¡Ron! —Davy subió hacia ellos, haciendo malabarismos con un pequeño barril de pólvora. Gray
se detuvo a mitad de un golpe y miró fijo al muchacho. El terror se dibujaba en su joven rostro—. Es
ron, Gray. La bodega está llena a reventar de él y el…
Davy se tropezó con un rollo de soga, dejando caer el barril. Gray lo observó rodar nuevamente
hacia la bodega, dejando un delgado rastro de pólvora a su paso. Perfecto. Malditamente maravilloso.
Gray levantó el cuchillo nuevamente, con el temor acalambrando su costado.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 153


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿Hay fuego abajo?


—No que yo haya visto. Pero hay hombres heridos allá abajo. Uno de ellos… —el pecho de Davy se
convulsionó con un espasmo repentino, como si estuviera a punto de vomitar—. Uno de ellos se ha
quemado feo.
—¿Botes? ―Gray miró a los marineros.
—Sólo uno.
Una ola de calor los inundó cuando la gavia prendió fuego, alzándose en llamas como si fueran
hojas secas. Gray examinó el surco poco profundo del palo mayor. A pesar de la fuerza de Levi, él
apenas había logrado marcar el tronco de pino. Llevaría demasiado tiempo tirarlo abajo. Para ese
entonces, las llamas estarían demasiado bajas. El fuego alcanzaría la cubierta, encendería la pólvora,
se desparramaría sobre el contenido completo de ron, y el barco entero explotaría como una granada
Bonapartista.
Malditos infiernos.
Levi continuó balanceando el cuchillo de tallar, mientras el resto de los hombres simplemente
miraba a Gray. Davy tragó con fuerza y se movió sobre sus pies, claramente esperando órdenes.
—¿Capitán?
En el momento en que las palabras salieron de labios de Davy, Gray supo varias cosas. Supo que él
era de hecho el Capitán de este abandonado barco. Lo había abordado y tomado el mando, y ahora
tenía que quedarse en él hasta el final. Sabía que podía salvar a alguno de los hombres, pero no a
todos. A esta altura, serían afortunados si lograban bajar el bote antes de que el ron explotara, y dejar
que el daño se limitara a la bodega. Y sabía que no podía dejar los heridos detrás y vivir consigo
mismo después de eso. Lo que significaba que no viviría. Nunca sería capaz de volver al Afrodita. Ni a
sus negocios. Ni a su familia.
Ni a ella.
Él iba a morir. Hoy.
Cristo.
Pasó ambas manos por su cabello, quitándolo de su frente, luego tomó el cuchillo de Levi.
—Ponlo en el bote. Da el alerta de abandonar el barco —un trozo de penol carbonizado cayó a la
cubierta, a sus pies, haciendo que diera un paso atrás—. Y ser rápidos.
Los hombres se apresuraron a bajar el bote de la popa del barco, dejando a Gray mirando
fijamente al palo mayor. El mástil danzaba en llamas como una vela gigante. Cerró su mano en un
puño y golpeó la rebelde columna de madera, obteniendo nada más que nudillos arañados y un dolor
agudo por la molestia.
—Derríbate, maldita seas —apoyó su hombro en el mástil y empujó, aún sabiendo que era un
esfuerzo inútil. Con los dientes apretados y los talones hundidos en las grietas de cubierta, volvió a
empujar—. Derríbate.
Nada.
Una voz desconocida de marinero se oyó rasposa en el temporal.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 154


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¡Abandonen el barco! ¡Todos a bordo, abandonen el barco! ¡Al bote!


Un grupo de marineros empujaron desde la escotilla del castillo de proa, tambaleándose hacia la
popa. Si los hombres notaron a un hombre barbudo intentando voltear el palo mayor con sus manos
desnudas, no se detuvieron a darle una segunda mirada.
−¡Paren con ese maldito griterío!
La sórdida y lánguida maldición llevó la atención de Gray hacia la popa. Vio a un desgarbado
hombre vestido de negro, con un abrigo con botones de latón, que salía del camarote del Capitán,
frotándose el rostro legañoso. Boquiabierto y parpadeante, tenía una expresión que era una parte
desconcierto y dos partes de licor.
El Capitán miró las invasivas llamas y frunció el ceño.
—¿Qué demonios…?
Gray sacudió la cabeza. ¿El hombre había dormido durante toda la maldita odisea? Había perdido
al menos dos hombres de su tripulación y su barco iba camino a convertirse en un infierno, ¿y esta
excusa de comandante tenía la idiotez de maldecir la alarma que lo había sacado de su estupor?
La cubierta se tambaleó, y el borracho capitán agarró una clavija para sostenerse. Con el siguiente
balanceo del barco, vomitó salvajemente en sus propias botas.
Gray dio dos pasos hacia el timón y puso las manos alrededor de su boca.
—¡O´Shea!
El hombre atrapó su mirada a través de la rueda del barco.
Gray le señaló al oficial con arcadas.
—Mételo en el bote. Y tú quédate ahí también. Dile a Levi que comience a alejarse. Ahora.
—¿Qué hay de ti, Gray?
—Nadaré hasta vosotros. ¡Ahora iros!
—Sí, sí —O´Shea tiró de la manga del abrigo del capitán, arrastrándolo prácticamente hacia el bote.
Ambos desparecieron sobre la barandilla del barco, y Gray observó las cuerdas que aseguraban el
bote destrabarse y aflojarse.
Se habían marchado.
Gray se hundió contra el palo mayor, sintiendo que las llamas quemaban su cabello. Iba a morir
aquí, solo, dejando nada que marcara su paso por la tierra más que una serie de malditas expectativas
y promesas rotas. Su legado se desvanecería antes que la estela de una marsopa.
Algo explotó por encima de su cabeza, y las chispas llovieron sobre él. Agachándose, Gray escondió
su rostro contra el brazo. Tal vez, pensó, él podría nadar para salvarse. Había hombres heridos en la
bodega, ¿Cuántos? ¿Cuatro? ¿Cinco? No había forma de salvarlos ahora. Pero podía salvarse a sí
mismo. Podría nadar hasta ella. Nadaría kilómetros por ella si hiciera falta.
¿Pero podría vivir consigo mismo después, sabiendo que había abandonado cinco hombres a una
muerte agonizante mientras él nadaba para ponerse a salvo?
Una imagen de su encanto floreció tras sus párpados.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 155


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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Gray decidió que tal vez pudiera.


Sacando la espalda del mástil, se hundió en la cubierta y luchó por quitarse las botas.
Las llamas ya habían alcanzado los aparejos que estaban en pie. Por encima de él, el alquitrán
chisporroteó y se metió por la superficie de las sogas, goteando en la cubierta como una lluvia negra y
sulfurosa. ¿Su primera experiencia del infierno? El calor de las llamas lo bañó.
Y luego, una voz familiar congeló la sangre en sus venas.
—¿Y ahora qué, Capitán?
No podía ser. La cabeza de Gray se elevó de un tirón, y una maldición escapó de su ruda
exhalación. Era Davy.
—¿Qué demonios haces aún aquí? Se suponía que abandonaras el barco.
El chico se encogió de hombros.
—No lo hice. Pensé que me necesitaría.
Gray cerró los ojos y dejó caer su bota en la cubierta.
—Davy, ¿supongo que no sabes nadar?
—No, Capitán.
Gray maldijo nuevamente. Pateó el mástil. Lo golpeó. Dio un paso atrás, bajó su hombro y lo
empujó con todas sus fuerzas, todo mientras soltaba una violenta serie de blasfemias.
Davy ladeó la cabeza y se rascó la nuca.
—No creo que esté funcionando.
—Tienes la maldita razón, no está funcionando ―le gritó Gray—. Vamos a morir, ¿te das cuenta de
eso?
—¿No hay otra forma de echar abajo el mástil?
—He echado abajo docenas de mástiles. Pero de mi propio maldito barco, con el… —la voz de Gray
se fue perdiendo, la esperanza brillando en su pecho. La idea era una auténtica locura. Pero mejor
loco que muerto. Giró en redondo para quedar frente al arco, una plegaria atascada en su garganta
mientras sus ojos barrían la cubierta. Finalmente su mirada dio con el objeto que buscaba.
Un cañón de seis libras, encastrado bajo la barandilla.
Gray se dirigió hacia él, con el muchacho corriendo detrás.
—¿Davy, sabes cómo prender un cañón?
—No, Capitán.
Después de cortar las sogas con su cuchillo, Gray giró el cañón ciento ochenta grados y lo apuntó al
centro del alcázar.
—Estás por aprender. Coloca tu pulgar aquí… ―le indicó el orificio de ventilación en el tope, y
aguardó hasta que Davy obedeció―, …y no lo muevas hasta que yo te diga que lo hagas.
Gray recuperó el barril que Davy había dejado caer antes y lo abrió con el cuchillo, volcando una
buena cantidad de su contenido en el cañón. No había tiempo de medir la carga. Más valía
equivocarse por exceso.

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Ahora, por las balas del cañón.


—Usaremos un doble tiro ―le explicó a Davy—. Sólo tendremos una oportunidad en esto ―Gray
alcanzó la línea de tiro guardada en el baluarte, solo para volver su mano atrás. Las malditas cosas
estaban aún abrasadoras al tacto. Y peor. Su corazón se hundió al darle al cordón un tiro de prueba.
Las malditas cosas estaban pegadas. Una oruga de hierro.
Cada palabra profana que Gray alguna vez hubiera escuchado, leído, pronunciado o inventado salió
de su boca. No entres en pánico, se dijo a sí mismo, cuando Davy palideció. Todo puede ir en un
cañón. Cualquier metal, preferentemente redondo.
El viento aullaba a través de las velas, diáfanas entre las llamas. El barco dio una repentina
sacudida; la cubierta se inclinó. Y los restos humeantes de la campana del barco rodaron hasta
descansar a los pies de Gray, como una respuesta a su plegaria.
Usando los puños de su camisa para amortiguar el calor, arrojó el bulto de metal a la boca del
cañón.
Gray le hizo un gesto a Davy para que quite su pulgar.
—Ahora necesitamos una mecha y una chispa.
—No tenemos escasez de eso —el gesto gracioso en el rostro de Davy dio a Gray una repentina
oleada de determinación. No iba a dejar que este muchacho muriera. Tripulación con su buen humor
y coraje era bestialmente difícil de encontrar. Agazapándose detrás del cañón, alineó la mira a la base
del palo mayor, justo debajo de las extendidas llamas.
Si fallaba, o incluso si erraba el blanco, este único tiro podía hacer que el barco completo explotara
en llamas y cenizas. Era una medida desesperada, para una situación desesperada.
—Ponte a cubierto, al costado ―le ordenó a Davy—. Y cúbrete los oídos. Gray se apresuró a
arrancar una llameante astilla de madera de la cubierta. La acercó a la mecha, con las manos se tapó
los oídos, y se agachó.
Bum.
El tiro salió disparado del barril del cañón. Una nube de humo y polvo los envolvió
instantáneamente. Astillas de madera llovieron sobre ellos, algunas clavándose directamente en la
camisa de Gray y alojándose en su carne. Ciego, sordo, sofocado, y con náuseas, Gray sólo esperó
recuperar alguno de sus sentidos, que le indicara si había sobrevivido o no.
El polvo se aclaró lentamente, y a través de la disipada nube, Gray vio el palo. Ladeado, pero aún
en pie. Todavía sin incendiarse. Pero quemándose un poco más.
Gray se puso de pie bruscamente.
—Cáete, maldito.
El viento se aceleró, y un espeluznante chirrido cortó el aire. Lentamente, tambaleándose, el palo
mayor se partió en la base y se hundió torpemente en el mar, con el aparejo detrás deslizándose
como una anguila.
—Jesucristo ―Gray se dejó caer de rodillas.

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Y luego, como si el mismo Dios lo hubiera escuchado y decidido ahogar su alma blasfema y
terminar con ello, los cielos se abrieron y vomitaron lluvia.
Urticantes cántaros de lluvia restregaron la cubierta, apedreándolos mientras ellos se acurrucaban
contra el cañón. Por un largo tiempo, se agazaparon allí, absorbiendo agua como esponjas. Los
miembros de Gray estaban pesados por la conmoción.
Finalmente, Davy comenzó a farfullar y se sacudió como un perro mojado, agregando una llovizna
horizontal de gotas al diluvio vertical.
—Gracias a Dios —su sonrisa aniñada quebró el hielo que cubría la propia reacción de Gray.
Se rió. ¿Qué más podía hacer? Debería estar muerto. Él iba a vivir. Era reír o llorar, y ya estaba lo
suficientemente empapado con agua como para flotar como un barril.
—No te relajes todavía. Aún no hemos terminado ―Gray puso una mano bajo el brazo de Davy y
tiró del muchacho para ponerlo de pie—. Encuentra cualquier hombre sano que siga a bordo y arma
una cadena de trabajo. El barco aún no está fuera de peligro. Cualquier fuego tardío podría hacer
chispas en él. Tenemos que sacar ese ron de la bodega y tirarlo por la borda. Luego nos ocuparemos
de los heridos.
Davy se detuvo mientras se dirigían a la escotilla.
—Si vamos a tirar el ron por la borda… ¿Podríamos beber algo antes al menos? Me vendría bien un
trago.
Gray rió.
—También a mí.

Algún tiempo después, Gray pasó sus temblorosas piernas por la barandilla del Afrodita.
Joss corrió a su lado.
—¿Algún muerto?
—Dos. Y otros tres gravemente heridos ―Gray se sacó el cabello húmedo del rostro—. Mejor
mandemos el bote por ellos. Pareciera no haber fuego en la bodega, pero tú sabes tan bien como yo
que aún es demasiado pronto para decirlo. Se sabe que estas cosas son conocidas por estallar horas
después. Lo hemos vaciado de todo lo combustible, sólo para estar seguros.
Joss miró hacia el cielo.
—Bueno, con este aguacero parece poco probable.
—Sí. —Exhausto, Gray se recostó en el aparejo y enjugó su frente con el brazo—. ¿Todos están
bien por aquí? —intentó mantener su voz firme.
Joss asintió.
―Ella está en mi camarote, Gray. Creo que mejor vas a verla.
—No creo que ella quiera eso —después de la manera que él la había abandonado más temprano,
asumió que ella estaría feliz de jamás volver a verlo.

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―Ha estado enferma de preocupación, Gray. Tuve que ordenarle que permaneciera abajo. Incluso
entonces, sólo hizo caso a mis órdenes mucho después de que la lluvia apagara las llamas. Se sentirá
aliviada de ver que estás bien.
—Sólo está ansiosa por el joven Davy —aún así, Gray no podía apagar la llama de esperanza
prendida en su pecho. Y no podía mantenerse alejado. Dándole a Joss un afectuoso golpe en el brazo,
subió las escalerillas del timón y abrió la escotilla.
Lentamente, descendió por la turbia cabina. A pesar de que aún era de día, las nubes de tormenta
cubrían la mayor parte de los rayos del sol. Gray parpadeó, buscando entre las sombras. Entonces la
vio, su silueta recortada contra las ventanas que daban a la popa.
—¿Gray?
Él asintió. Luego, dándose cuenta de que ella probablemente no podía discernir el gesto en la
oscuridad, se aclaró la garganta y se forzó a decir:
—Soy yo.
—¿Estás…. estás bien?
—Sí —sus ojos comenzaron a adaptarse a la oscuridad, y pudo distinguir la suave curva de su
hombro, sus brazos cruzados sobre su estómago. Su cabello estaba suelto, cayendo hasta su cintura
en pesadas ondas.
—¿Levi y O´Shea? —preguntó con voz trémula—. ¿Davy?
—Están a salvo también. El fuego se apagó. Todo terminó.
Ella no dijo nada. Gray se paró inmóvil por un momento, soportando su peso. Ve a ella, lo urgía
una voz en su interior. Tómala en tus brazos. Ruégale que te perdone. Di algo; prométele cualquier
cosa.
Dios, qué cobarde era. En verdad, solo había estado tan ansioso de abordar un barco en llamas y
arriesgar su vida esa tarde. Porque era más fácil caminar a través del fuego que enfrentar a esta
pequeña institutriz, y la tempestad de emociones que agitaba su corazón.
El silencio se burló de él. Gray estaba a punto de irse cuando de repente ella corrió a él, arrojando
los brazos alrededor de su cuello.
—Oh, Gray, estaba tan asustada. Pero sabía que volverías a mí. Tenías que volver a mí.
—Por supuesto que lo hice ―Gray se detuvo choqueado e inmóvil mientras ella se colgaba de su
cuello, sollozando audiblemente contra su hombro. Las manos de Gray colgaban inútiles a sus
costados.
―Gray —lloró ella una y otra vez―. Gracias a Dios que estás a salvo.
Los sentimientos de ella lo abrumaron, así como su suavidad, sus lágrimas. Aún a pesar de todo lo
que él le había dicho, de todo lo que le había hecho, a ella todavía le importaba si él vivía o moría. Era
humillante, incomprensible. Maravilloso. Si hubiera sabido que ésta sería su recompensa, se hubiera
caído por la borda semanas atrás.
Finalmente, él respiró profundamente y la envolvió con sus brazos, aferrándola fuertemente
contra su pecho.

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—Shhh, cariño —con una mano temblorosa, le acarició el cabello. Los rizos húmedos se deslizaron
por sus dedos como cintas—. No llores. Todo está bien. Todo terminó ahora.
Ella sorbió por la nariz y alzó su rostro para mirar el de él. Todavía estaba murmurando palabras
tranquilizadoras y acariciándole el cabello, y la visión de ese rostro perfecto a centímetros del suyo…
lo tomó totalmente desprevenido. La belleza de ella lo golpeó como un rayo.
Las manos de ella vagaron por su cuello, atrayendo el rostro de Gray. Gray cerró los ojos, mientras
ella rozaba un beso cálido y suave como una pluma contra su barbilla. Otro aterrizó en su cuello.
Luego la comisura de sus labios. Ella presionó su mejilla contra la de él, y Gray sintió lagrimas calientes
fundirse con los fríos restos de lluvia.
El corazón de Gray se estrujó. Luego de la manera cruel en que él la había tratado, que ella lo
sostuviera así y que lo besara tan tiernamente, fue el acto más sincero de valentía que Gray hubiera
visto. Ella le estaba ofreciendo su corazón, completamente preparada para que él lo rompiera. Y
bastardo egoísta como era, Gray ya no tenía más voluntad para rechazarla.
Tal vez… sólo tal vez, no necesitara hacerlo. Acababa de abordar un barco, dar de golpes a un
mástil, destrozar su carga, las mismas acciones que él había hecho una y otra vez en el pasado, por
codicia. Pero esta vez lo había hecho por razones completamente diferentes. No para tomar, sino
para proteger.
Tal como había tomado muchas -demasiadas- mujeres en sus brazos anteriormente, con la más
deshonrosa de las intenciones. Pero ésta era diferente. Tan diferente. Si él pudo apoderarse de un
barco con honor… tal vez pudiera hacer esto con honor también. No para tomar, sino para proteger.
Para atesorar. Para amar.
Ella sollozó sobre su mejilla nuevamente, y él la alejó.
—Ya, cariño ―le susurró Gray, poniendo su cabello detrás de la oreja. Tomó el rostro de ella entre
sus manos y bajó sus labios a los de ella en un beso suave—. Ya todo terminó.
Y así era. Todo había terminado. El fuego estaba apagado. Los hombres estaban vivos. Y ella estaba
aquí en sus brazos, donde encajaba como si estuviera hecha para su abrazo. Semanas de frustrante
anhelo llegaban a su fin. Años de vacío, también. Todo había terminado.
Y Gray… Gray estaba acabado. Terminado. Completa y desesperanzadamente perdido en el abrazo
más suave y tierno que hubiera conocido. Sostuvo su hermoso rostro en sus manos, dejando suaves
besos sobre sus labios. Besándola lenta, cuidadosamente, como si él sólo estuviera aprendiendo a
besar, porque lo estaba. No aprendiendo cómo besar, sino aprendiendo por qué besar. No para
persuadir, no como preludio de mayores libertades. Simplemente para descubrir el sabor de ella,
delicado y fresco y exquisitamente dulce. Para decirle cosas que él no se atrevía a expresar con
palabras. La besaba sólo por el mayor placer de besarla, porque en ese momento, besarla era el
mayor placer imaginable.
Gray presionó sus labios contra su mejilla, su frente, sus párpados, su cabello, intercalando sus
besos con pequeñas expresiones de cariño en cada idioma que conocía. Luego, con los ojos cerrados,
apoyó su frente contra la de ella y esperó. Dejándole la decisión a ella.

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Con un pequeño suspiro, Sophia se derritió en sus brazos, presionando el largo de su cuerpo al de
él. Sus senos se frotaron contra su pecho, deliciosamente cálidos y suaves. El deseo ardió a través de
Gray. Y de repente, volvió a estar en medio del infierno.
Se alzó de puntillas, presionando sus labios a los de él con una feroz urgencia. Y la urgencia, él la
compartía. La desesperada energía que había sido su combustible en su carrera contra las llamas
todavía reverberaba por su cuerpo. Gray la sentía latiendo en sus huesos y corriendo por su sangre. Y
ahora la volcaba toda en besar a esta mujer, amarrando los brazos a su alrededor y levantando su
cuerpo contra el suyo. Aplastando su suave vientre contra su creciente excitación.
Sus labios se abrieron bajo los de Gray, y él aceptó ansioso la invitación. Sus lenguas se enredaron,
saborearon, incitaron, cada una de ellas dando y tomando a cambio. Finalmente Gray abandonó el
beso, deslizando una mano para tomar su trasero mientras ella entrelazaba los dedos fuertemente a
su cabello.
—Lo siento tanto ―dijo Gray mientras le daba pequeños besos—. Por lo que dije aquella noche.
Por abandonarte más temprano. Yo nunca quise…
—Lo sé —susurró ella envolviendo una pierna sobre la cadera de Gray y encendiendo su cuerpo.
Sus labios le rozaron la oreja—. Lo sé. Tan sólo no me abandones otra vez.
—Nunca. —La palabra surgió como un juramento o una plegaria, y que Dios lo ayudara, lo decía en
serio—. Nunca —repitió, mirándola directamente en sus brillantes ojos. Luego, selló el voto con un
beso, profundo y desesperado y sincero—. Oh, Dios —gruño él cuando sus labios finalmente se
separaron.
Sophia lo besó nuevamente, bajando sus cálidos y delgados dedos bajo el cuello de su camisa para
acariciar la fría carne de sus hombros y espalda. El escondió el rostro en su cuello, inhalando su
maravillosa esencia. Había olvidado cómo las rosas olían más dulces después de la lluvia. Dejando
ligeros besos a lo largo de su clavícula, comenzó a llevarla hacia la cama.
—Hazme el amor, Gray.
Ella no necesitaba pedirlo. Ambos sabían lo que iba a suceder. Pero Gray sintió el significado de sus
palabras. El podría haberse acostado con damas y putas de todo el mundo, pero por primera vez en
su vida, iba a hacerle el amor a una mujer. Y no sólo a una mujer. A su mujer.
Y esta idea que debería de ser tan impensable, tan aterradora, para su sorpresa, Gray la encontró
salvajemente excitante. Cayeron juntos en la angosta cama, y ella comenzó a tirar de su camisa para
liberarla de los pantalones. El se levantó sobre sus rodillas e impacientemente la pasó sobre su
cabeza.
Él miró su vestido en la oscuridad.
Demonios. Rayas.
Gray comenzó a voltearla, buscando lazos o ganchos o algún otro ridículo mecanismo inventado
por el diablo para frustrar a los hombres.
Ella sacudió la cabeza.
—La próxima vez ―se retorció debajo de él, levantándose las faldas hasta la cintura. La erótica
danza de sus caderas lo dejó temblando de necesidad—. La próxima vez iremos más lento. Haremos

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todo lo que dijiste esta mañana, y más ―jadeó cuando él presionó la palma sobre su pecho a través
de la muselina húmeda. Los dedos de ella se engancharon bajo la cintura de sus pantalones y lo miró
de una forma audaz y provocativa—. Pero te necesito ahora, Gray.
Con un bajo gruñido, él se inclinó para chupar un descarado pezón a través de las capas de enagua
y vestido. Ella gimió y se arqueó contra él, trabajando con los botones con una mano mientras sus
dedos se deslizaban en su ropa interior para acariciar la hinchada cabeza de su erección.
Oh, Dios. Él la necesitaba ahora, también. La necesitaba ahora, y más tarde nuevamente, y tal vez
una tercera vez esa noche. Y mañana, y al día siguiente y cada día después de ese. Estaba latiendo de
necesidad, tenso bajo su caricia, y cuando sus dedos se curvaron a su alrededor, ambos jadearon.
Ella lo acarició con gentileza, tan dulcemente que él quería llorar de alegría. Deslizó una mano
hacia arriba en su muslo para encontrarla caliente y mojada y a punto contra su palma. La próxima
vez, se prometió a sí mismo. La próxima vez, se tomaría su tiempo para tocarla y saborearla y
aprender sus respuestas y observar su belleza desplegarse en el pico de la pasión.
Pero ella lo necesitaba ahora, y él la necesitaba ahora, y ahora no era un minuto, ni siquiera un
segundo después. Ahora era ahora. Gray quitó su mano para colocarse en esa caliente y mojada
entrada, y empujó.
Ella gritó, clavando los dedos en los brazos de Gray con tanta fuerza que él también casi gritó.
Oh, Dios. Ella era muy apretada. Tan apretada. Nuevas lágrimas descendieron por esas suaves
mejillas, a pesar de que intentó parecer valiente. Y Gray finalmente entendió esa dulzura elusiva e
innombrable que siempre pendía de ella, detrás del polvo y el agua de rosas.
Era inocencia.
Su pequeña sirena era virgen.
—¿Por qué…? —la respiración se le atascó en el pecho mientras luchaba por controlarse—. Oh,
cariño, debiste haberme dicho la verdad.
—Te la estoy diciendo ahora ―ella tragó con fuerza, deslizando una mano para acunar su rostro—.
Sólo tú, Gray. Ahora y siempre. Sólo tú.
—¿Pero qué hay…?
Ella lo silenció con un dedo en sus labios, luego llevó la caricia por su barbilla, y al centro de su
pecho.
—Nunca ha habido nadie más. Sólo tú.
Gray sacudió la cabeza, no sabiendo qué creer. Sus palabras eran una especie de milagro, y
también lo eran sus muslos, acunando sus caderas, y su cabello que brillaba como un halo
resplandeciente alrededor de su cabeza. Una feroz y primitiva alegría inundó su pecho, de saber que
ella era suya, y sólo suya.
Suya para poseerla; para su placer.
El contuvo su peso con sus manos, y mientras lo hacía, se hundió otro centímetro dentro de ella.
Ambos se estremecieron con una puntada de dolor.
Suya para lastimarla.

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—Cariño, no puedo soportar lastimarte.


—Está bien ―dijo a través de labios temblorosos—. Honestamente, ya se siente mejor.
Él sabía que estaba mintiendo. Tiró su cadera hacia atrás con toda la intención de retirarse, pero
ella enganchó las piernas sobre las suyas.
—No —jadeó ella, su cuerpo apretado alrededor de él de cada manera imaginable—. No puedes
dejarme. Lo prometiste.
Gruñó mientras la exquisita fricción tiraba de él nuevamente hacia adentro. Apretando los dientes
para contenerse, se hundió en ella lentamente. Los ojos de ella se ensancharon, pero le hizo un
valiente gesto de ánimo.
—Sí —exhaló ella, mientras él finalmente se hundía hasta la empuñadura y estuvieron completa y
perfectamente unidos. La sensación de ella envolviéndolo, sosteniéndolo… era como nada que
hubiera soñado. Cerró los ojos y se balanceó otra vez lentamente. Atrás y adelante, movió
suavemente las caderas, machacándose contra ella. Hasta que ella lo dijo nuevamente, esta vez,
liberando la palabra en un erótico suspiro—. Oh, sí.
Necesitó cada gramo de voluntad que Gray poseía para no perder el control con que se hundía en
ella una y otra vez. Pero ella había confiado en que le haría el amor, no que la montaría. Había
confiado en él para que fuera el único para ella. Ahora y siempre. Así que mantuvo el embates de sus
caderas lentos y firmes. Sintiendo cómo el cuerpo de ella acariciaba el suyo en cada pequeño y
medido empuje.
Ella cerró los ojos y echó la cabeza atrás contra la almohada.
—Oh, Gray —gimió, arqueándose ahora contra sus sutiles embates con pequeños movimientos de
sus caderas. Él se inclinó para chupar su pecho nuevamente, lamiendo la suave punta contra la áspera
y húmeda tela.
Ella se agarró de sus hombros. El se congeló, resollando sobre ella. Sus manos cerradas en puños
sobre las sabanas, luchando por el control.
—¿Estás bien? ―le preguntó Gray.
—Estoy bien.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura ―le respondió, con una nota burlona en su voz. Le acarició los hombros. Sus
dedos bajaron por su pecho, y presionó los pulgares contra sus tetillas.
Gray dejó escapar un gruñido ronco.
—No puedo… —su voz se desvaneció cuando ella estiró el cuello y besó su pecho. La barrida de su
lengua contra su cuello llevó su restricción al límite—. Cariño, detente. Quiero hacer esto bueno para
ti.
—Es bueno. —Sus dientes arañaron su clavícula—. Tú eres bueno para mí— su cabeza cayó hacia
atrás contra la almohada, y buscó sus ojos—. Ya no hay más dolor —esta vez, él la creyó. Tenía que
creerla, porque su control estaba hecho trizas, y no quedaba más que confiar.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Se hundió en ella ahora, embate tras desenfrenado y feliz embate. Y cuando ella gritó y se colgó de
su cuello, él supo que era por placer, no por dolor. Su centro se convulsionó a su alrededor,
empujándolo hacia la liberación en olas de salvaje y ciega necesidad. Luego ella tomó su rostro en sus
manos y lo bendijo con un único y dulce beso.
Y en el final, fue ese beso lo que provocó su ruina. Con un grito salvaje contra sus labios, Gray se
estremeció y colapsó, bombeando su placer dentro de ella. Los últimos temblores de placer estaban
todavía corriendo por él, y ya la necesitaba nuevamente. Nuevamente, ahora, siempre, sólo ella.
El apoyó todo el largo de su cuerpo sobre ella, encerrándola entre sus brazos. Su respiración
áspera y jadeante lo había dejado sin palabras, pero ellos no necesitaban palabras. No había palabras
para la trascendente y mareante felicidad que invadía sus miembros y llenaba su corazón. Sólo besos.
Beso tras profundo, sincero y lento beso.
Pasó un tiempo antes de que la conciencia de Gray pasara del maravilloso sabor de la suave y
generosa boca de ella al extraño y angular objeto presionando sobre su estómago.
Se levantó sobre un codo y deslizó una mano a su cadera, pasando por el glorioso Trópico donde
ambos permanecían aún unidos, por encima del vientre de ella, hasta la muesca entre sus costillas. Su
mano se cerró sobre un pequeño y envuelto fajo, enganchado a su torso con bandas de tela. El
frunció el ceño, sintiendo el sólido objeto entre sus dedos, tratando de adivinar su forma.
Dinero, supo él. Tenía que ser dinero. Extendió los dedos sobre él, comprobando su tamaño.
Maldita sea. Era una gran cantidad de dinero.
―Gray, puedo explicarlo.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 164


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CAPÍTULO 19

—Estoy esperando.
Sophia se tensó ante el repentina filo en su voz. Seguramente él no podía estar enojado. No
después del placer que habían encontrado, la conexión que todavía compartían.
―Gray —murmuró ella, estirando el cuello para darle un beso donde quiera que pudiera alcanzar.
Su pecho duro, sus hombros poderosos que abarcaban por completo los de ella. Quería darle las
gracias, bendecirlo por el regalo que le había dado. Tal ternura y tal placer.
En las semanas previas a su boda, su madre, su hermana, sus amigas casadas, no había habido
escasez de mujeres para advertirle a Sophia que su primera experiencia en la cama matrimonial sería
dolorosa, incómoda, y felizmente rápida. Las damas tenían diferentes opiniones sobre si la actividad
mejoraría con el tiempo, pero las predicciones de una noche de bodas desagradable eran universales.
Ninguna de ellas, pensó con una sonrisa secreta, había conocido a Gray. El poder de su cuerpo
fuerte, la pasión que despertó en ella, todo atemperado por tanta paciencia, una ternura innata que
escondía con tanto cuidado del mundo. Había habido dolor, sí. Pero al dolor le había seguido un
placer indescriptible, intenso y abrumador, más allá de todo lo que había imaginado.
Y la imaginación de Sophia era enorme.
Brasas de deseo aún humeaban bajo su piel, en sus labios, entre sus piernas. Ella se apretó en
torno a él, queriendo preservar este momento para siempre.
Enlazando los dedos detrás de su cuello, ella trató de atraerlo hacia abajo por un beso.
Él no se movió.
—Estoy esperando —repitió secamente—. Explícate.
Ella le retiró con gentileza el pelo de la cara.
—Te prometo que voy a contarte todo. Pero por ahora... por favor, sólo abrázame.
Él juró, su tono áspero raspando contra su desnudez.
—Ni siquiera conozco a quién estoy abrazando.
Él la soltó bruscamente, y Sophia jadeó cuando él se retiró de su cuerpo. De alguna manera le dolió
más que cuando él había entrado. Él se alejó, dejándola destapada. Húmeda a causa del agua de la
lluvia, del sudor y de las lágrimas. Fría.
—Por supuesto que me conoces —susurró. Nadie la había hecho sentir tan aceptada como este
hombre. Temía que nadie más lo haría.
Él se sentó, dándole la espalda y dejando caer su cabeza entre las manos. Sophia rodó sobre su
costado y se acercó con cautela para acariciar su espalda. Cuando la punta de su dedo enganchó un
agudo obstáculo, ella hizo una mueca.
—Tienes esquirlas en la espalda.
—¿Es así? Bueno, tú tienes una pequeña fortuna entre tus pechos.
Sophia se removió para sentarse y acercarse.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 165


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Realmente, Gray. Estas deben ser dolorosas. Permíteme…


—Déjalas —él se apartó. Sophia curvó su mano y la dejó caer en la cama. Con su voz pausada, él
continuó—: Tu nombre no es Jane Turner, ¿verdad?
—El nombre de Turner es... prestado. Jane es mío —y era realmente suyo, aunque sólo su segundo
nombre. Esa parte no podría ser considerada como una mentira. Minimizar el número de sus
falsedades parecía de súbita importancia.
—No estás arruinada.
—Pero lo estaba —tal vez había sido virgen hasta hoy, pero su reputación estaba sin duda por los
suelos.
—No me mientas ―le lanzó una dura mirada, sus ojos inundados de ira—. Eras virgen.
Sophia no entendía su ira. Sí, ella lo había engañado, ¿pero no debería estar feliz de haber sido su
primer amante? ¿Su único amante, si ella lograba su deseo?
—Sí, pero…
—Entonces no estabas arruinada. Aunque lo estés ahora, gracias a mí —juró nuevo—. Me
mentiste. Sabías que no quería tomar tu inocencia, así que me engañaste. Dios, qué pequeña
intrigante eres.
Sus palabras la dejaron helada hasta la médula. Sophia bajó la tela de su vestido, cubriendo las
piernas temblorosas.
―Gray, no fue así. Tienes que darme la oportunidad de expl…
—No eres mi siquiera institutriz, ¿verdad?
Ella se mordió el labio.
—No.
—Por supuesto que no. Ninguna mujer con esos recursos —hizo un gesto brusco hacia sus pechos
y el dinero atado debajo de ellos—, necesita buscar un empleo. ¿Cuánto hay? ¿Doscientas libras?
¿Trescientas?
—Casi seiscientas libras.
—Maldita sea —él se pasó las manos por el pelo, luego las curvó alrededor de la orilla de la cama
—. Nadie viene con esa clase dinero honestamente. ¿Quién eres entonces? ¿Una ladrona? ¿Una
fugitiva? ¿Una especie de estafadora?
Todas las anteriores. Sophia cogió las mantas a su alrededor, como si pudieran protegerla de sus
palabras airadas. Sabía que esto era una maraña que ella misma había creado, pero nunca había
soñado que sería tan difícil de corregir. Una vez que la abrazara, ella había imaginado, estaría
encantado de aceptar la verdad también. Ella había esperado incluso que se divertiría al conocer la
historia completa finalmente. Pero ahora... su disgusto evidente sugería lo contrario. El miedo se
edificó dentro de ella, rápido y traicionero.
—¿Realmente importa? ―le preguntó, su voz más débil de lo que ella había querido—. ¿Después
de todo lo que hemos compartido? ―ella deslizó una pierna hacia él, hasta que el muslo le rozó la
punta de los dedos.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—¿Lo que hemos compartido? —él apartó su mano—. ¿Qué has compartido conmigo, sino
mentiras?
¿Cómo podía decir tal cosa? Ella había compartido todo con él. Su arte, sus fantasías más secretas.
Cielos, ella se había tocado en frente de él. Ahora ella le había entregado su virtud, en un momento
de pasión y ternura superando cualquier cosa que ella hubiera conocido jamás. Y él estaba
rechazando ese regalo, como si no fuera nada. Rechazándola a ella.
—Cristo —llevándose los pantalones a la cintura, se levantó y se volvió hacia ella. La mirada en sus
ojos no era de total repugnancia, sino más bien una expresión de absoluta incredulidad—. Te conté
cosas. Sobre mí, sobre mi familia. Te dije cosas que nunca le había dicho a otra alma. Ahora me entero
de que no eres más que una extraña para mí —juró de nuevo.
—¿Tienes que persistir en jurar?
—Sí, creo que debo hacerlo. Maldita sea, pensé había terminado de acostarme con mujeres sin
nombre.
Ahora Sophia se enfureció, también.
—Ya veo. ¿Y ahora supongo que tienes la intención de continuar?
Se quedó paralizado, el brazo extendido para recuperar la camisa. Durante un largo momento,
Sophia lo miró fijamente. Él no quiso mirarla a los ojos. Finalmente tiró la camisa por sus brazos y
cabeza, metiéndola en los pantalones con movimientos que hablaban de una furia controlada.
—Tienes razón ―dijo con frialdad, abrochándose la bragueta—. Después de lo que acabamos de
hacer... no importa.
—¿Qué no importa? —Sophia se tragó el nudo en la garganta—. ¿La verdad? ¿O yo?
Él la atravesó con una mirada de hielo, una bota posada en la escalera que conducía a la escotilla.
—¿Cómo puedes siquiera preguntarme eso?
¿Cómo puedes ser tan cruel? Un sollozo ahogó la pregunta. Se rodeó el pecho con sus brazos,
parpadeando para contener las lágrimas.
—Dulzura —la ligera carraspera en su voz hizo que ella alzara bruscamente la vista hacia él. La
mirada de él se profundizó, dio cabida para sostener la suya—. En este momento, hay hombres
muertos y moribundos allá arriba, y un barco mutilado que necesita reparación. Por el momento, son
lo que importa. Quédate aquí. Volveré —subió la escalera—. Lidiaremos con esto más tarde.
Entonces se fue.
Sophia volvió a caer sobre la cama, enroscándose en sí misma como la cabeza de un helecho.
¿Lidiaremos con esto más tarde? Qué odioso sonaba. Qué final. No quería que lidiaran con ella.
Quería ser consolada. Quería ser abrazada.
Quería algo que no había sentido en tanto tiempo, que apenas recordaba cómo se llamaba, pero se
atrevía a imaginar que ella se lo merecía igual.
Ella quería ser amada.

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Él no regresó esa noche. Sus únicos visitantes fueron Gabriel, que cortésmente ignoró su
desaliñada apariencia, manchada de lágrimas, cuando trajo el té y galletas por la noche, y Stubb, que
trajo sus baúles al camarote del capitán. Evidentemente, los camarotes de las damas habían sido
asignados como un improvisado hospital para los heridos del Kestrel.
Voces desconocidas y actividades hasta la madrugada ensombrecían la habitual sinfonía nocturna
del Afrodita: las campanas y el crujir de la madera y el silbido agudo de la brisa. Acurrucada en el
centro de la cama, Sophia entraba y salía de un sueño poco profundo, agudizando los oídos para
recoger cualquier eco de su rica voz de barítono, o el chirriar de las bisagras de la puerta trasera. Si
Gray venía a ella, quería estar despierta. Pero se mantuvo atenta en vano, y el agotamiento
finalmente la reclamó en los primeros rayos del alba.
Cuando despertó, era plena luz del día. Sophia se irguió bruscamente en la cama, su corazón
latiendo con fuerza. Una discusión se estaba gestando directamente sobre ella, cerca del timón de la
nave. Incluso con la compuerta cerrada, se podía distinguir no sólo la voz de Gray, sino la del capitán,
así como el fuerte acento de O'Shea. Y unas cuantas voces desconocidas también. A pesar de que no
se dirigía a ella, el timbre de la voz de Gray era tan hueco e implacable como el golpe de una campana
en una mañana de invierno, exactamente como lo había oído la última vez.
Se levantó de la cama y fue hasta el pequeño espejo redondo pegado a la pared del camarote,
dándose cuenta con asombro que no se había mirado en un espejo desde que había salido de
Inglaterra. La imagen reflejada no había cambiado mucho. Su piel era de un tono o dos más oscuro -
asemejándose más al hueso que a la porcelana 13- y ligeramente pecosa por el sol. Algunos de los
ángulos se habían vuelto más marcados, sus rasgos capturaban más sombras ahora. Cuando entornó
los ojos, unas líneas débiles se plegaron en las esquinas de sus ojos, e incluso cuando relajó su
expresión, las líneas tuvieron la audacia de quedarse. Seguía siendo hermosa, se dijo Sophia, sin falsa
o indebida modestia. Pero ya no era el rostro de una debutante mimada el que le devolvía la mirada.
Ahora era una mujer. Una mujer caída en verdad, sola en el mundo, responsable de sus propias
decisiones. Tenía que superarlo, tenía que ser fuerte. No más lágrimas, se advirtió, presionando los
talones de las manos contra sus ojos. Gray no podía ignorarla para siempre. Vendría a ella
eventualmente, lo más probable para lanzarle acusaciones más furiosas. Cuando llegara el momento,
no lloraría ni daría excusas. Ciertamente no rogaría.
Pero por Dios, que se vería bonita.
Se lavó la cara y se aplicó té frío bajo los ojos para aliviar la hinchazón. Rebuscando en sus baúles,
encontró su cepillo para el pelo y polvos de talco. Por lo menos el pelo, que se había puesto tieso por
la sal durante las últimas tres semanas, se había enjuagado con la tormenta de ayer. Ahora seco, cayó
sobre sus hombros en ondas doradas.
Había lavado su vestido de muselina con diseños de espigas hace unos días, y estaba tan limpio
como se podía conseguir. Sin embargo, cuando metió la mano en el baúl para sacar el vestido, sus
dedos se demoraron en un bulto en el fondo. El fresco tisú crujió bajo su tacto, deslizándose sobre la

13
Se refiere a la porcelana de huesos, la cual es muy traslúcida y vidriada, que como fundente utiliza la ceniza de
hueso, y tras su cocción da un color blancuzco.

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seda de debajo. Se sintió tentada a desenvolver el vestido, descorrer la fina tela sobre sus miembros y
bañarse todo el cuerpo en una elegancia como no había hecho en semanas.
Ella resistió la tentación, tomando el cambio el vestido de muselina.
Ese fino vestido envuelto era el mejor que tenía, y ella todavía no estaba segura de que Gray se
mereciera lo mejor. No estaba convencida de que aún él lo quisiera.
Empolvada y vestida, su pelo bien enrollado y sujeto con pinzas en lo alto de su cabeza, Sophia se
miró en el espejo una vez más y se pellizcó las mejillas para un marcado rubor, antes de subir la
escalera. Los sonidos de hombres discutiendo se habían vuelto más fuertes.
Abrió la escotilla sólo un poquito. Lo bastante para que ella pudiera distinguir las palabras violentas
que se arrojaban como dagas y para poder atisbar a nivel de cubierta. Reconoció las botas finas de
Gray inmediatamente, cubiertas de hollín como se encontraban desde el incendio. Estaba de pie cerca
de la barandilla, en la popa del barco. El sol brillaba esta mañana, los hombres proyectaban largas
sombras por la cubierta.
Una voz áspera y desconocida la atacó desde algún lugar cerca del timón de la nave.
—Te digo, bastardo, que vas a pagar por ese ron. En oro o bienes, no me importa con qué.
—Capitán Mallory —el tono barítono de Gray era intimidante—. Y aplico ese título sin mucho rigor,
ya que no es de ninguna manera un capitán en mi opinión... No tengo ninguna intención de
compensarlo por la pérdida de su carga. Yo, sin embargo, aceptaría su agradecimiento.
—¿Mi agradecimiento? ¿Por qué?
—¿Por qué? —ahora entró O'Shea al grupo—. Por salvar ese montón de buque y su despreciable
trasero, empapado de ron, por eso.
—Agradeceré que todos se vayan al infierno —respondió la voz áspera. Mallory, presumía—. No se
puede simplemente abordar la embarcación de un hombre y arrojar al mar una bodega llena de licor.
Montón de truhanes.
—Oh, ahora somos truhanes, ¿verdad? —preguntó Gray—. Debería haber dejado que el barco
explotara junto sus oídos, borracho despreciable. Truhanes, realmente.
—Bueno, si son unos caballeros tan virtuosos y caritativos entonces ¿cómo es que estoy atado
como un cerdo? —Sophia estiró el cuello y empujó la escotilla para abrirla un poco más. A través de la
cubierta, vio las puntas de un par de botas atadas con una cuerda.
Gray respondió:
—Hemos tenido que atarlo la noche anterior porque estaba fuera de sus cabales de borracho. Y
seguimos teniéndolo atado ahora porque está sobrio y aún fuera de sus cabales.
Las botas fustigadas se arrastraron por la cubierta, hacia Gray.
—Suelte estas cuerdas, canalla, y golpearé su cráneo hasta la inconsciencia.
O'Shea respondió con un torrente de coloridas blasfemias que el capitán Grayson cortó.
—Capitán Mallory ―dijo, sus propias botas muy pulidas paseándose lentamente, deliberadamente
deteniéndose entre Mallory y Gray—. Entiendo su preocupación por perder su carga. Pero

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seguramente usted o su inversor pueden recuperar la pérdida con la reclamación del seguro. No
podría haber navegado sin una póliza contra incendios.
Gray soltó una risa irónica.
―Joss, te apuesto lo que sea a que el ron no estaba en ninguna factura de carga o de seguros. ¿No
puedes ver que este hombre no es otra cosa sino un contrabandista? Probablemente no iba con
destino a ningún puerto en absoluto. ¿Cuál era su destino, Mallory? ¿Una cala escondida de la costa
de Cornualles, tal vez?
Chasqueó la lengua.
—Ese barco estaba sobrecargado y diezmado, y habría sido un milagro si hubiera llegado tan lejos
como Portugal. En cuanto al ron, eleve su queja ante el tribunal del Vicealmirantazgo después de que
nos siga a Tortola. Yo le daría la bienvenida.
—No lo voy a seguir a ningún lugar —Sophia oyó el ceño fruncido en la voz de Mallory.
—Entonces, ¿qué piensa hacer? —preguntó el capitán Grayson—. Su barco está apenas en
condiciones de navegar. Tiene hombres heridos en extrema necesidad de un médico, y Tortola es el
puerto más cercano. Podríamos hundir el Kestrel, si lo prefiere, y llevarlos a todos a bordo del
Afrodita. Pero eso significaría perder lo que queda de su carga.
Alguien escupió, audible y húmedamente.
—No los voy a seguir a ningún lugar —repitió Mallory—. No voy a ir a puerto, y que me aspen si
dejo que unos bandidos hundan mi barco. Repararé mi nave y seguiré adelante. Después de recibir mi
indemnización, por supuesto.
—¿Está loco? —la voz de O'Shea se alzó una media octava—. No logrará pasar el Trópico. Tiene un
mástil y por lo menos cuatro hombres menos. Estúpido borracho —gruñó.
La voz de Gray de nuevo.
—Te diré por qué el estúpido borracho no quiere quedarse en Tortola. Él sabe que yo tendría el
derecho de rescate por salvar su miserable embarcación. Si se atreve a llevarme a la corte, me
quedaría con todo. Su ron aún habría desaparecido, y lo que queda del Kestrel me pertenecería. ¿No
es así, Mallory?
Ninguna respuesta. Sólo el ligero forcejeo de botas atadas. Sophia avanzó un paso en la escalera y
abrió la compuerta unos cuantos centímetros más.
—Sí, él sabe que la nave es casi mía —las fuertes pisadas de Gray subrayaron cada frase.
Acercándose a Mallory, continuó—: Y pienso llevarla.
—No se atrevería —Mallory salpicó su respuesta con un escupitajo y una maldición, ambos
indescriptiblemente crudos a los oídos de Sophia.
―Gray —comenzó Joss—, no estoy seguro de que puedas simplemente…
—Oh, te lo aseguro, sería simple. Tan simple como las otras sesenta y tantas veces que he
comandado un barco. ¿Qué quieres que haga, Joss? Que no salve ese despreciable balde de madera
sólo para ver que se hunda o navegue hacia su perdición. Los heridos necesitan un médico, el Kestrel
necesita un mástil adecuado. Voy a llevarlo a Tortola.

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¿Él iba a abandonar esta nave? Sophia empujó la escotilla superior, necesitando ver más de él. Los
pantalones y la camisa colgaban flojos y hecho jirones de su figura. Su floja postura, una muestra de
agotamiento. Pero incluso desde su furtivo punto de vista, podría decir que su expresión era
totalmente seria. Sus propios pulmones se contrajeron. No podía estar pensando en dejarla de nuevo.
Él ni siquiera había lidiado con ella todavía.
Mallory se burló despectivamente.
—Miserable, llorón hijo de puta —escupió de nuevo, esta vez en el rostro de Gray.
Gray lentamente se limpió la cara con su puño destrozado. Los dos hombres se miraron el uno al
otro, la tensión entre ellos construyéndose, apiñándose, empuñándose.
A través del silencio cargado, Sophia oyó el crujido de los nudillos.
Entonces, de repente, Gray se replegó. Como siempre, tomó la ventaja con un encogimiento de
hombros y una sonrisa perezosa. Si no me importas, decía esa mirada, no hay manera de que me
lastimes.
Sophia estaba aprendiendo a odiar esa mirada.
—Mallory —comenzó en un tono de falsa conciliación—, claro que haremos las cosas de la manera
fácil. Sería una pena que esto se tornara violento —oscureció su voz un tono—. No me gusta la
violencia.
Se dio la vuelta para hacer frente a Joss.
—Envía un grupo de hombres capaces al Kestrel para comenzar a aparejar un mástil provisional y
ajustarle las velas. Lleva los heridos a puerto, y nosotros cojearemos detrás de la mejor manera
posible. Nos encontraremos en Road Town.
—¡No! —Sophia empujó la escotilla para abrirla y apareció en la cubierta dando tumbos, ahogando
la protesta de Mallory con la suya—. Gray, no vas a dejarme otra vez. No te lo permitiré.
Su rostro era duro, mientras rápidamente él observaba su apariencia.
—¿Qué diablos estás haciendo en el puente?
—¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estás...? —su voz se apagó cuando se dio cuenta que la mirada
lasciva de Mallory recorría sus cuerpo de arriba abajo. Sophia cruzó los brazos sobre el pecho,
disgustada. Era más joven de lo que ella había imaginado a partir de su voz, y más delgado. Pero no
menos repugnante.
—Bien, bien —chasqueó él, sus ojos muy juntos, mirándola, su nariz aguileña—. Si ella se queda en
este barco, podría dejar de protestar. No puedo decir que rechazaría una muestra de esa ramera.
Con sus mejillas ardiendo, Sophia se volvió hacia Gray. Para su horror, vio como su boca se curvaba
en una mueca burlona. Casi una sonrisa. Maldito, incluso se rió entre dientes cuando se volvió por la
cubierta para hacer frente a Mallory.
¿Era así como él la veía ahora, también? ¿Como una ramera? ¿Sólo otra de sus innumerables
amantes? Bien podrían haber estado de vuelta en esa taberna de mala muerte en el muelle de
Gravesend, cuando ella lo había confundido con un caballero, y él la miró y vio sólo un poco de faldas.

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―Señor Mallory— dijo, adoptando su habitual pose de pavoneo arrogante—, me gustaría darle las
gracias.
—¿Por qué?
—Por darme una excusa para hacer esto.
Gray giró el puño, poniendo todo el peso de su cuerpo detrás del golpe. El puñetazo conectó con la
mandíbula de Mallory, enviándolo tambaleándose contra la borda del buque. Antes que Sophia
pudiera incluso respirar, Gray lo golpeó de nuevo, esta vez dándole un sólido golpe en el estómago.
Con un gemido ahogado, Mallory se dobló sobre sus botas y se desplomó en la cubierta.
—Ya le dije, no me gusta la violencia ―dijo Gray con esfuerzo, moviendo la mano mientras se
alzaba sobre la forma retorciéndose de Mallory—. Pero soy muy capaz de usarla.
Las rodillas de Sophia se derritieron. Se aferró al borde de la elevada escotilla para apoyarse. Las
lágrimas le picaban los ojos, aunque no tenía ninguna seguridad de por qué o por quién lloraba.
—Ponlo en el calabozo ―dijo Gray, sin desviar su atención de Mallory.
—No se puede ―dijo O'Shea—. Brackett está en el calabozo. No es lo suficientemente grande para
dos personas.
—Bueno, no puedo tener este canalla a bordo del Kestrel. Él conoce muy bien el barco, puede
encontrar alguna manera de influir en la tripulación ―Gray miró a su hermano—. Llevaré a Brackett
conmigo.
Joss asintió con la cabeza.
—Necesitarás unos cuantos marineros capaces también ―se volvió hacia O'Shea.
El corpulento irlandés sonrió.
—Estoy dentro.
—Eres el primer oficial, entonces ―dijo Gray. Se frotó la parte de atrás del cuello mientras rodeaba
la figura lloriqueante en la cubierta—. Necesitaré a Bailey, para las velas y la carpintería. Y a Davy, si
puedes prescindir de él. Su cocinero murió en la explosión, así que necesitaré a alguien para manejar
las tiendas y hacer circular panecillos de vez en cuando.
—Entonces será mejor que te lleves algunas de las cabras, también ―dijo Joss—. Stubb no puede
hacer la ordeña él mismo, no con hombres heridos que atender.
Gray asintió con la cabeza.
Sophia se atragantó con un sollozo. Aquí se encontraba él, preparándose para abandonar el barco,
haciendo planes para llevarse consigo unos marineros y a Davy y a las cabras e incluso al horrible
señor Brackett... e ignorándola por completo. Ni siquiera le había dirigido una mirada desde el insulto
de Mallory.
Ella sorbió por la nariz audiblemente, enjugándose las lágrimas con el dorso de una mano.
Muchacha tonta, se reprendió. ¿No se había prometido hace unos minutos que no iba a llorar?
—Baja —las palabras sólo podrían ser destinadas a ella, aunque Gray no volvió la mirada—.
Empaca tus cosas.

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El capitán lanzó a Sophia una mirada de preocupación, luego se dirigió a su hermano en tono
solemne.
―Gray, no creo que eso sea una buena idea. Ella estaría mucho más segura a bordo del Afrodita.
—Lo sé ―dijo Gray—. Pero no puedo dejarla —no era una promesa de ternura o de emoción. El
resentimiento colgaba de sus palabras, haciéndolas duras. Aplastantes.
—¿Estás seguro? —preguntó Joss.
—No puedo dejarla —repitió Gray. La ironía se apoderó de su rostro, como la sombra de una nube
pasajera—. Le di mi palabra.
Sophia dio un paso hacia él.
―Gray…
—Ba-ja —sus ojos fríos, exigentes finalmente encontraron los suyos—. Y quédate allí.
Esa mirada no permitía desobediencia, ni tampoco el acero contundente en su voz.
Con sus manos temblando y la mente un torbellino, Sophia fue abajo.
Y se quedó allí.

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CAPÍTULO 20

Fue en medio de la guardia de cuartillo cuando la puerta del camarote de Sophia se abrió con un
sonido violento, sobresaltándola en su silla. Sus tensas articulaciones protestaron ante el movimiento
abrupto, y el dolor hormigueó a través de sus miembros. Había permanecido sentada en esa silla
durante horas.
—¿Están listas tus cosas? —preguntó Gray a modo de saludo. Apoyando un hombro contra el
marco de la puerta, miró los dos baúles embalados y cerrados. Sophia podía verlo pesando
mentalmente el equipaje. Se desplomó un poco más, su pecho desinflándose con una lenta
exhalación—. Tal vez haga que Levi las recoja.
Hollín y sangre seca veteaban su rostro; las sombras formándose bajo sus ojos. Aún llevaba la
misma camisa y los pantalones desaliñados, con la adición incongruente de un abrigo limpio de buen
corte. ¿Había sido tan sólo ayer por la mañana que él le había pedido permiso para quitárselo?
Realmente así había sido. ¿La asustaría, le había preguntado, si me quito el abrigo? Lo absurdo de
semejante pregunta ahora, después de lo que había sucedido entre ellos. Una risa ebria burbujeó
dentro de ella, pero la reprimió.
Desde esa mañana, pensó cien cosas que decirle cuando llegara el momento. Las redujo a un
puñado de posibilidades, dependiendo de su comportamiento cuando él apareciera. La réplica
cortante, la abyecta disculpa y la indignada defensa…todas se derritieron como copos de nieve en su
lengua.
—Oh, Gray ―dijo ella—. Debes estar tan cansado.
—Sí —la palabra era un áspero suspiro, dirigido hacia su bota derecha—. Lo estoy.
Su mirada se levantó entonces hacia la de ella, sus ojos brillando con toda la vulnerabilidad que
simplemente estaba demasiado cansado para disfrazar. Ella se moría por abrazarlo. Y por el anhelo
patente en su rostro, ella sabía que él se moría por ser abrazado. Sólo el orgullo, y dos baúles
armados, se interponían entre ellos.
Él se enderezó y tomó el baúl más pequeño.
—Vámonos, entonces. Estará oscuro en poco tiempo.
El bote del Kestrel había sido izado a la barandilla del Afrodita. Era una pequeña embarcación con
dos banquillos de tablón y un sólo par de remos, no muy distinto del pequeño bote a remos que la
había transportado al Afrodita. Una vez que Sophia y sus baúles fueron depositados en el bote, el
Capitán Grayson se acercó para ofrecerle unas palabras de despedida. Ella le tendió la mano, y él la
besó, haciendo una pequeña reverencia. El gesto la sorprendió. Sophia pensó que él era tan reservado
y formal, en contraste con Gray. Aparentemente, los hermanos compartían una medida de encanto,
como así también las orejas de su padre.
—Usted ha sido muy amable conmigo ―le dijo Sophia—. Gracias.
—No necesita hacerlo. Si prefiere permanecer a bordo del Afrodita, sólo tiene que decirlo.
Gray apareció detrás de su hermano. Su mirada a Sophia destelló con un desafío silencioso.

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—Gracias, Capitán ―dijo Sophia—. Agradezco su preocupación, pero Gray cuidará de mí.
El Capitán sonrió.
—Estoy seguro que lo hará. Hasta Tortola, entonces.
Él hizo una nueva reverencia y se alejó para que Gray pudiera subir al bote. Los dos hombres
rozaron sus hombros al cruzarse, en lo que Sophia asumió que era el aceptable sustituto masculino de
un abrazo. Qué agradecida estaba de ser mujer.
—¿Qué hay de los otros? —preguntó Sophia, mientras el bote bajaba al mar. Se sentaron
enfrentándose el uno al otro en los dos tablones.
—Ya están a bordo del Kestrel.
—¿También las cabras?
—Sí ―le respondió, con voz malhumorada.
El bote golpeó las aguas del mar con un chapuzón. Unos cuantos gritos llovieron entre Gray y los
hombres a bordo, y luego soltaron el bote, que se balanceó serenamente con las olas.
Gray tomó los remos.
—Necesitamos hablar. Solos. Y tal vez no tengamos la oportunidad de hacerlo a bordo del Kestrel.
Estaré ocupado.
—Entonces te lo agradeceré ahora.
—¿Por qué?
—Por lo del Capitán Mallory.
—¿Por golpearlo, quieres decir? ―él sacudió la cabeza, mirando hacia el horizonte—. Ahórrate las
gracias. Necesitaba golpear a alguien. Él estaba a mano.
—Oh —Sophia miró hacia el horizonte opuesto. Para su frustración, las lágrimas brotaron de sus
ojos nuevamente.
—Jesús —él remó con más fuerza—. Jamás golpeaba a la gente. Mira lo que me has hecho. Este se
suponía que sería el viaje en el que me convertiría en respetable. En cambio, estoy dando puñetazos,
confiscando barcos, deshonrando vírgenes…
Haciendo una mueca ante su tono severo, Sophia sorbió por la nariz y se dio vuelta en el tablón.
Abruptamente, él dejó caer los remos y comenzó a luchar con su abrigo.
—¿Por qué estás haciendo esto? —a pesar de sus sentimientos heridos, ella agarró un extremo de
la manga del abrigo y la sostuvo hasta que su brazo quedó libre.
—Es más fácil remar sin abrigo —se retorció hasta dejar libre la otra manga.
―Gray ―ella esperó hasta que él encontró su mirada—. Sabes que no es eso lo que quiero decir.
Él dobló su abrigo y se lo entregó a Sophia.
—Toma.
Ella miró el atado de lana.
—¿Qué hago con esto?

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—Siéntate sobre él ―le dijo Gray, arrojándolo hacia ella—. Debes estar… dolorida—su mirada cayó
brevemente sobre su falda.
El rostro de Sophia se incendió. Estaba realmente adolorida, y el tablón de madera era una tortura
bajo su delgada falda, pero la forma presumida de su gesto picó su orgullo. Se cruzó de brazos y miró
el abrigo que le ofrecía.
—Pude haber sido virgen, Gray, pero nunca he sido tonta. Sabía que dolería, pero lo quería de
todas formas ―ella levantó su barbilla—. Sabía que me lastimarías.
La cara de Gray se endureció como piedra.
—¿Lo sabías? —dejó caer el abrigo y tomó los remos—. Dime ―le preguntó mientras hacía una
dura remada—, ¿te detuviste a considerar a quiénes lastimarías tú?
Sophia quedó en silencio. Todo estaba en silencio, excepto por los remos cortando con brío las
olas. El sol era una brasa anaranjada deslizándose en el horizonte, esfumándose en capas de
cenicientas y estiradas nubes. Ella inhaló profundamente, dejando que la esencia fresca y salina del
mar llenara sus pulmones, un alivio al olor salobre del agua estancada.
Miró al hombre frente a ella. Su amante. Sus poderosos hombros trabajaban bajo su camisa
mientras empujaba los remos. El despliegue de fuerza y agilidad, establecido en un ritmo parejo…
recuerdos de su acto de amor la asaltaron con una fuerza silenciosa.
En algún otro lugar, bajo otras circunstancias, ellos podrían haber sido una pareja que se cortejaba.
Remando a través de un lago plácido, acariciados por un encendido atardecer. Desde la distancia, éste
podría haber sido el retrato de un romance.
Pero la realidad era la confusión, y el resentimiento, y el dolor. ¿Lamentaba ella haberlo
engañado? reflexionó Sophia. No estaba segura de que pudiera. Gray había admitido que no hubiera
hecho el amor con ella de no ser así. Y Sophia no podía lamentar ese exquisito placer, ni podía
lamentar haberlo compartido con él. Ella miró al apuesto, fuerte, carismático, apasionado, exhausto
hombre frente a ella. Egoísta y retorcida, podría ser, pero no podía lamentarse de que ahora él estaba
unido a ella— para bien o para mal, él no la había dejado atrás.
Sin embargo, Sophia lamentaba inequívocamente una sola cosa.
―Gray ―dijo ella—. Lamento haberte lastimado.
Los ojos de él llamearon, y hubo una ligera pausa en su brazada.
—Ahórrate las disculpas. No es de mí de quien quiero hablar.
—Entonces, ¿de quién?
—De Davy, por supuesto. Estaremos en ese barco una semana o más, y el muchacho sufre
demasiado a causa de ambos. Debes dejarlo estar, ¿lo entiendes? Nada de coqueteo, nada de dibujos.
No será fácil para él sabiendo por qué estás a bordo.
Su corazón se sacudió.
—¿Davy lo sabe?
—Claro que lo sabe. Todos lo saben. No hay secretos en un barco, ¿recuerdas? ―le lanzó una
mirada ladeada, cautelosa—. Bueno, evidentemente, hay algunos.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Te lo he dicho, lo siento ―ella se mordió el labio—. ¿Qué más quieres que te diga?
Gray la miró durante un largo momento. Sophia resistió el impulso de apartar la mirada. ¿La
interrogaría a conciencia ahora? ¿Tendría ella el coraje de responderle?
—Nada ―dijo él finalmente, sacudiendo la cabeza—. Te lo dije, no tiene importancia. Lo que sea
que hayas hecho, quienquiera que seas… hasta tanto exista la posibilidad de que estés llevando a mi
hijo, no te apartaré de mi vista.
Ella tragó con fuerza. Por supuesto, la posibilidad de concebir se le había ocurrido -¿cómo no
habría de ocurrírsele?-, pero oírlo decir en voz alta era por completo diferente.
—Entonces, ¿es esa la razón de que me trajeras contigo? ¿porque podría estar embarazada?
Él asintió.
—¿Cuándo tuviste tu periodo por última vez?
Sophia se sonrojó. Ningún hombre había hablado con ella de semejantes cosas.
—Justo antes de dejar Inglaterra.
—Entonces deberíamos saberlo pronto —el movimiento circular de los remos se ralentizó, y su
mirada quemó la de ella—. Si estás esperando, te lo advierto ahora, te casarás conmigo. No permitiré
que huyas y críes a mi hijo Dios sabe dónde.
La dejó con la boca abierta. No podría haberla herido más profundamente si la hubiera atravesado
con una bayoneta. Si estaba esperando, ¿iba a obligarla a casarse con él? ¿Porque él asumía que de
otra forma ella escaparía? Y si no estaba esperando, ¿entonces qué? ¿Planeaba tirarla por la borda?
Su mandíbula y sus manos se esforzaban en encontrar palabras para su ira. Si tan sólo pudiera pintarla
en cambio, con pinceladas púrpuras y violentas salpicaduras rojas teñidas con negro.
Finalmente, Sophia logró decir:
—No me forzarán a casarme contigo, ni con ningún otro hombre. Escapé de ese destino una vez, y
puedo volver a hacerlo. Tengo los medios para cuidar de un niño, si fuera necesario ―ella palmeó el
atado pegado a su cuerpo—. ¿Y qué significa eso para ti, con tu historia prodigiosa? Probablemente
tengas cantidades de bastardos, desparramados a través de los continentes.
—No. No los tengo. Mi padre trajo suficientes bastardos a este mundo y nunca aspiré a seguir su
ejemplo. Es por eso que siempre he sido cuidadoso.
—Oh, sí. Precaución y tripa de oveja, ¿cierto?
—Precisamente. Hasta ayer —tiró salvajemente del remo, doblando el bote mientras se acercaban
al Kestrel—. Ayer fue la primera vez que cometí ese error.
—Bueno ―dijo ella amargamente—. Qué especial me hace sentir eso. Estoy encantada de ser tu
primera en algo, aunque sea en tu primer error.
Gray lanzó un exasperado suspiro. Desde la popa del Kestrel, alguien arrojó una cuerda. La tomó y
comenzó a asegurar al bote.
—Ayer fue la primera vez para mí de muchas maneras. Me dejé… llevar. No estaba pensando.
—No estabas pensando —su corazón se hundía más rápido que un ancla. Dios, ¿podía hacer él que
esto fuera peor?

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La mirada de Gray encontró la de ella y la sostuvo. Sophia se sentía examinada, dada vuelta. Como
si él pudiera leer alguna respuesta en sus ojos con sólo mirarla más fijamente.
—No, no estaba pensando, yo… —se aclaró la garganta—. Supongo que estaba ilusionado.
Sophia sintió un tirón en su pecho, apretando sus pulmones. Se estiró para tomar la mano de él
con la suya.
—¿Y qué hay ahora Gray? ¿Sigues aún ilusionado?
Otra soga cayó desde la popa del Kestrel al bote. Él la tomó, interrumpiendo su contacto.
Sacudiendo la cabeza, le dijo:
—Ni siquiera sé que pensar de ti ahora.
—Ya veo —Sophia levantó las rodillas y las abrazó contra su pecho, escondiendo su rostro contra
los brazos enlazados.
Él exhaló audiblemente.
—Cariño —un toque suave acarició el brazo de Sophia. Ocultando las lágrimas, alzó su mirada a la
de él—, ten ilusión por los dos, si eso te hace sentir mejor. En este momento, estoy malditamente
cansado.
El bote comenzó a ascender, atascando un pequeño jadeo en su garganta. Los dedos de Gray se
cerraron protectoramente en su muñeca. El abrazo sólo duró un momento, luego la soltó.
Cuando el bote alcanzó el nivel de cubierta, Sophia pasó por su cuenta por sobre la barandilla del
Kestrel. El suave golpe de sus zapatillas, golpeando la cubierta a todo lo largo del barco. O´Shea y los
otros hombres voltearon hacia ella, algunos dedicándoles amables palabras de saludos y gestos de
asentimiento. Ella alzó su cabeza para examinar el nuevo mástil, un palo delgado atado a los restos
carbonizados del palo mayor. Le daba al barco la apariencia de un rosal podado, con esbeltas y verdes
ramas naciendo de un viejo tronco.
Davy permanecía parado unos pasos más allá del alcázar, examinando el aparejo del nuevo mástil.
No se volvió para mirarla.
—Davy —lo llamó Gray desde detrás de ella.
—Sí, Capitán —el joven no alzó la cabeza.
—Entiendo que has colgado la hamaca en el compartimento del entrepuente.
La mirada de Davy voló hacia ellos, y les dirigió un perplejo “Sí”.
—Vas a mudarla al castillo de proa a la primera oportunidad ―Gray rodeó a Sophia y caminó hacia
el muchacho—. En este barco, tú eres un marinero. Se esperará de ti que hagas el trabajo de un
marinero, y dormirás donde duermen los marineros. ¿Comprendes?
—Sí, sí, Capitán —las pálidas mejillas de Davy se colorearon. Con un rápido asentimiento, se dirigió
bajo cubierta. Pero no antes de lanzar a Sophia una mirada herida que hundió una lanza de dolor
dentro de su corazón. Este debió haber sido un gran momento para él, su ascenso al castillo de proa;
un día de celebración y orgullo. Y por culpa de ella, se había arruinado.
El de Davy no era el primer corazón de un hombre joven que ella había roto. Ni Gray era el primer
hombre adulto que había lastimado. Siempre había sido una chica egoísta; no se engañaba respecto a

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eso. Pero ésta era la primera vez que se veía forzada a presenciar las consecuencias. Ella no podía huir
de este barco como había huido de la boda. Tampoco podía distraerse a sí misma con pensamientos
de nuevos moños o exhibiciones o la partida de cartas de la Duquesa de Aldonbury el próximo
miércoles. Tenía un asiento en primera fila en la pequeña tragedia que había provocado, y no habría
intromisiones.
Había justicia en esto, tenía que reconocerlo.
—Y tú ―Gray depositó una mano en la parte baja de su espalda y la condujo abajo hacia el
camarote del capitán—, te quedarás aquí.
Sophia inspeccionó la cabina. Una cama metida en una esquina, gabinetes apoyados sobre la otra.
Un delgado vidrio abarcaba la popa. Muy parecida a la del Afrodita, tal vez un poco más apretada.
—Ha sido aseada y aireada para ti —siguió Gray, con tono indiferente―, las sábanas están limpias,
traídas desde el Afrodita.
—Gracias ―se dirigió al centro del camarote y se volvió para enfrentar a Gray—. Eso fue
considerado.
—Haré que bajen tus baúles. Te quedarás aquí, ¿me comprendes?
Sophia asintió con la cabeza.
—No recorrerás el barco. Y mantendrás esta puerta con pestillo.
—¿Debo temer por mi seguridad?
Él negó con la cabeza.
—Brackett está confinado abajo; no te molestará. La tripulación del Kestrel parece complacida con
nuestro cambio de curso. Pero no conozco a estos hombres. Y no puedo confiar en aquéllos que no
conozco ―le dirigió una mirada cargada de significado mientras se volvía para salir.
—Espera —le dijo Sophia. Él se detuvo en la puerta—. ¿Dónde vas a dormir tú?
—Cuando duerma, lo que imagino no será frecuentemente, me tiraré en la litera del primer oficial,
justo ahí —señaló hacia una pequeña puerta justo frente a la entrada de su camarote—. Pero sea que
esté en cubierta o bajo ella, nunca estaré lejos.
—¿Debo tomarlo como una promesa? ¿O una amenaza?
Ella se le acercó a paso lento, con las manos montadas en sus caderas en una actitud provocativa.
Los ojos de Gray barrieron su cuerpo, inundándola de una ira caliente. Notó la sutil tensión de sus
hombros, el filo crispado en su respiración.
Incluso exhausto y dolido, él aún la deseaba. Por un momento, Sophia sintió la esperanza dentro
de ella. Suficiente para los dos.
Y luego, en cuestión de un instante, él la aplastó. Gray dio un paso atrás. Hizo un ligero
encogimiento de hombros y una desganada media sonrisa. Si no me importas, decía su mirada, no hay
manera de que me lastimes.
—Tómalo como quieras.
—Oh, no. No lo harás. No intentes esa jugada conmigo —con dedos temblorosos, Sophia comenzó
a desabotonar su vestido.

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—¿Qué diablos estás haciendo? Crees que puedes tan sólo levantarte las faldas y hacer…
—No te emociones —pasó la parte de arriba del vestido por sus brazos, luego comenzó a trabajar
desanudando su corsé—. Sólo estoy emparejando los tantos. No puedo soportar estar en deuda
contigo ni un minuto más —pronto se quedó en camisola y con las monedas de su monedero
atascadas entre sus pechos. Uno, dos, tres, cuatro cinco…
—Aquí tienes ―dijo, dejando los soberanos sobre la mesa―, seis libras y ―sacó una corona—, diez
chelines. Me debes los dos del cambio.
Él levantó ambas palmas.
—Bueno, me temo que no llevo monedas conmigo. Tendrás que confiar en mí en esto.
—No te confiaría nada. Ni siquiera dos chelines.
Gray la miró por un momento, luego se volvió sobre sus talones y salió del camarote, dando un
portazo al salir. Sophia miró la puerta fijamente, preguntándose si ella se atrevería a ir tras él con la
parte superior del vestido colgando alrededor de sus caderas. Antes de que pudiera decidirse por la
respuesta afirmativa, él irrumpió nuevamente.
—Aquí tienes —un par de monedas resonaron en la mesa—. Dos chelines. Y —sacó la otra mano
desde detrás de la espalda—, tus dos hojas de papel. Yo tampoco quiero deberte nada. —Las hojas
marfileñas revolotearon cuando él las soltó. Una de ellas cayó en el suelo.
Sophia sacó un billete de su escote y lo arrojó sobre la creciente pila. Para su enojo, no hizo un solo
ruido y tuvo poco valor como gesto dramático. En compensación, levantó el tono de voz.
—Cómprate unas botas nuevas. Maldito seas.
—Ya que estamos emparejando las cuentas, me debes veintitantas noches de mal dormir.
—Oh, no ―dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Estamos a mano en eso ―hizo una pausa, mirando un
punto en la frente de Gray, debatiéndose en qué tan odioso haría ella este momento.
Mucho.
—Tú tomaste mi inocencia ―dijo fríamente, e injustamente, pues ambos sabían que ella se la
había dado libremente.
—Sí, y yo querría ver restaurada mi hastiada sensibilidad, pero no tiene caso perseguir el arco iris,
¿cierto?
Él tenía un punto a su favor en eso.
—Supongo que estamos empatados entonces.
—Supongo que lo estamos.
—¿No hay nada más que te esté debiendo?
Los ojos de Gray eran de hielo.
—Ni una cosa.
Pero lo hay, quería gritar Sophia. Aún te debo la verdad, si tan sólo te importara lo suficiente como
para pedirla. Si tan sólo yo te importara lo suficiente, como para querer saber.
Pero no le importaba. Él llegó hasta la puerta.

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—Aguarda ―dijo—. Hay una última cosa.


El corazón de Sophia latía acelerado mientras Gray buscaba en el bolsillo de su chaqueta y sacaba
un trozo de tela blanca.
—Aquí tienes ―dijo, dejándolo sin ceremonias en la cima de la pila de monedas y notas y papeles
—. Estoy malditamente cansado de llevar esto por todos lados.
Y luego salió, dejando a Sophia envolviendo sus brazos alrededor de su pecho medio desnudo y
mirando ciegamente lo que él había dejado.
Un pañuelo con ribete de encaje, bordado con unas prolijas letras S.H.

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CAPÍTULO 21

Gray salió del camarote y se puso a trabajar. Trabajó durante varios días. Trabajó hasta que no
pudo pensar, ni pudo sentir. Su vida se convirtió en volteos del reloj de arena, los tañidos de la
campana, incrementos de tiempo demasiado breves para permitir una ansiedad por el futuro o
remordimientos por el pasado. Era simplemente, siempre ahora. Él se concentraba en la tarea de
cada momento: la vela que necesitaba arrizarse, la abrazadera que se había aflojado. Que el Kestrel
supere la cresta de una ola a la siguiente.
Al mismo tiempo, unas profundas, insidiosas corrientes tiraban de su corazón. Resentimiento,
confusión, miedo. La incertidumbre, en todas sus formas más siniestras. Por pura fuerza de voluntad
las mantenía a raya. Un simple toque de incertidumbre era todo lo que se requería para manchar la
autoridad de forma irrevocable.
Pero a pesar de la intensidad de su propósito, un mero momento en su presencia fue todo lo que
se requirió para disiparle el juicio por completo… temía que de forma irrevocable. En el tañido de una
campana, Gray se había deshecho.
—¿Qué estás haciendo?
Las palabras salieron despedidas de su boca, como una salva de disparos de fusil. Ella se
estremeció con cada una. Sin embargo, gran Dios, se sentía atacado.
¿Qué demonios estaba haciendo en la cocina? La cocina no era donde debería estar. Debería estar
en el camarote del capitán, donde había permanecido a buen recaudo los últimos tres días. Donde él
no tenía que mirar ese rostro exquisito, respirar esa fragancia embriagadora, sufrir estos pequeños
terremotos en el pecho que lo dejaban tambaleándose sobre sus botas cada vez que ella se acercaba.
—Estoy sirviendo la cena ―ella tomó un plato hondo de madera y lo llenó con un cazo de sopa
humeante—. ¿Siempre llegas tan tarde para servirte?
Gray se quedó mirando el plato. Luego la miró. Lo cual fue un error. Porque él se estaba muriendo
de hambre, y ella se veía... deliciosa.
La cocina estaba húmeda y caliente, como una cocina tiende a ser. Un intenso rubor pintaba las
mejillas de ella y su garganta. Unos mechones sueltos de pelo se encrespaban en rizos muy apretados
en el nacimiento de su cabello. Diminutas gotas de sudor brillaban en su escote, donde sus pechos
presionaban hacia arriba como montículos gemelos de masa elevada. Su piel brillaba, y sus ojos...
Dios, sus ojos brillaban absolutamente. Sus labios gruesos se curvaban en una sonrisa felina, de auto-
satisfacción.
Tenía la mirada, el aire -el olor incluso-, de un mujer recién salida de la cama, y que había sido
totalmente complacida. Y los sentidos de Gray fueron sitiados. Todo el deseo que había estado
reprimiendo los últimos tres días arrancó libre. Corrió caliente por sus venas, inflamó su ingle.
Le molestaba, le molestaba este poder que tenía sobre él. Esto era el por qué ella tenía que
quedarse donde la había puesto, fuera de la vista.
—¿Qué estás haciendo? —gruñó de nuevo—. No deberías estar aquí.

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—Estoy ayudando —masculló, su sonrisa desapareciendo en una línea tensa. Sus ojos se apagaron
en el espacio de un parpadeo, y ella aventó el plato sobre la mesa.
Gray se apoyó contra la puerta con los hombros encogidos y se frotó las sienes con una mano.
Maldita sea, él siempre era el que borraba esa sonrisa de su rostro, apagaba esa chispa en sus ojos.
Pero necesitaba que se quedara en ese camarote. No podía mirarla, estar cerca de ella, pensar en ella,
y mantener a flote al Kestrel, al mismo tiempo. Ningún hombre de sangre roja podría.
—Vuelve a tu camarote.
—No ―ella cruzó los brazos sobre el pecho—. Me volveré loca si paso un día más en ese camarote,
sin nadie con quien hablar y nada que hacer.
—Bueno, siento que no te estemos entreteniendo lo suficiente, pero esto no es un crucero de
placer. Busca otra forma de divertirte. ¿No puedes encontrar algo para ocupar tu mente? —hizo un
barrido con la mano abierta a través del vapor—. Lee un libro.
—Sólo tengo un libro. Ya lo he leído.
—No me digas que es la Biblia.
La comisura de sus labios temblaron.
—No lo es.
Él desvió la mirada hacia el techo, soltando un suspiro impaciente.
—Sólo un libro ―murmuró—. ¿Qué clase de dama cruza un océano con un solo libro?
—No una institutriz —la voz de ella contenía un desafío.
Gray se negó a tragar el cebo, optando por el silencio. El silencio era lo único que podía manejar,
con esta ira atravesándolo. Dolía. Fijó sus ojos en un tablero roto por encima de su cabeza,
esforzándose por mantener su expresión en blanco.
Qué tonto había sido en creerle. Creer que algo esencial había cambiado en él, que podía
encontrar más que placer fugaz con una mujer. Que esta flor perfecta y delicada de mujer, que
conocía todos sus actos y fechorías, se ofrecería a él sin dudarlo.
En el fondo, en un territorio inexplorado de su alma, había construido un mundo en ese momento
cuando ella vino a él de buena gana, con confianza. Dándole no sólo su cuerpo, sino su corazón.
Ja. Ella ni siquiera le había dado su nombre.
—¿Alguna vez planeas hablar conmigo? —preguntó ella—. ¿No tienes preguntas que quieras
hacerme?
—Sólo una. ¿Has tenido tu periodo?
—No. Todavía no.
—Entonces no tenemos nada más que discutir.
—Todavía no ―dijo ella de manera significativa.
En verdad, Gray no estaba seguro de cuántas respuestas quería, llevara a su hijo o no. Él sabía que
prefería el silencio a la mentira. Le importaba un ápice quien era ella, o lo que había hecho. Si había
tenido amantes antes, si ella tenía seis chelines o seis mil libras. Le importaba que ella le había

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mentido. Que, incluso con sus brazos alrededor de él, con los labios apretados contra su boca, su
cuerpo firme, virgen rindiéndose al suyo, siempre había estado ocultando algo.
En aquellas oscuras y solitarias guardias de las últimas tres noches, lo había llevado calladamente a
la locura el preguntarse cuánto de ella no había visto, ni había abrazado. Se había abierto a ella por
completo, y ella le había estado mintiendo desde el momento en que se conocieron. Durante todos
esos días a bordo del Afrodita, ¿fue una sola de sus sonrisas realmente para él? ¿Qué fracción de su
corazón le había revelado, en todas sus conversaciones? Cuando él la había abrazado, acariciada,
entrado en ella, ¿finalmente había llegado a alguna capa de su ser, donde terminaban las mentiras y
empezaba la verdadera mujer?
Gray no quería ni preguntar. Porque él ya sabía la respuesta de lo único que le importaba. ¿Cuánto
de ella era suyo? Menos que todo.
Y por lo tanto, insuficiente.
—Dibuja —graznó la palabra. Se aclaró la garganta, continuó—: Ve al camarote y dibuja o pinta. Te
mantuvo bastante ocupada antes.
—Lo he intentado. No puedo.
—¿Qué, no tienes más papel?
—No hay más inspiración. Yo... ya no tengo el corazón en ello, creo —con un encogimiento de
hombros, se volvió de nuevo a la cocina y comenzó a revolver ocho perezosas figuras en una olla
burbujeante—. Gray, enójate conmigo si es necesario. Tienes derecho a sentirte herido. Llámame por
nombres viles, ten todos los pensamientos de venganza que quieras. Pero tienes que me permitirme
hacer esto. Quiero ayudar.
—No necesito tu ayuda.
—Sí la necesitas ―ella dejó de agitar y puso la cuchara al nivel de él, esgrimiéndola como una
espada—. Hay ocho hombres en este barco realizando el trabajo de una docena. Oigo todo desde ese
camarote. ¿Crees que no sé lo duro que estás trabajando? ¿Que sólo descansas cada tercer guardia, y
algunas veces ni siquiera eso? —su voz perdió el filo, y arrojó a un lado la cuchara antes de limpiar su
frente con el dorso de la muñeca—. Si trabajo en la cocina, libero a Davy para una guardia. Si Davy es
capaz de montar guardia, puedes descansar más.
Gray la miró. Movió lentamente la cabeza.
—Cariño…
—No —su voz se quebró—. No me llames así cuando no hablas en serio.
—¿Cómo voy a llamarte, entonces? ¿Señorita “Turner”? ¿Jane?
—Me puedes llamar Cocinera —con un impaciente resoplido se despejó un mechón de pelo de la
cara—. Si yo supiera cómo arrizar una vela o empalmar una línea, me estarías persiguiendo por los
aparejos ahora mismo. No puedo hacer el trabajo de un marinero, pero puedo hacer esto. Pasé todas
las mañanas con Gabriel desde que el Afrodita salió de Inglaterra, y sé cómo machacar un trozo de
cerdo salado.
—No puedo permitir que hagas este tipo de trabajos domésticos.

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—No puedes esperar a que me siente de brazos cruzados y lea o dibuje en el camarote, mientras
que trabajas hasta quedar en los huesos —sacó una cuchara pequeña de un gancho de la pared y por
el mango, la empujó hacia él—. Hice comida, y vas a comerla.
Él aceptó la cuchara. Era eso, o aceptaba una cuchara en el cráneo.
Ella pateó un taburete hacia él.
—Ahora siéntate.
Gray se rindió. El necesitaba descansar, y Davy en la cubierta sería de gran ayuda. Y, su estómago
le recordó audiblemente, apenas había probado más que un panecillo en días. La había evitado desde
que abordaron el barco, pero ella había percibido estas cosas de alguna manera: su cansancio, su
hambre. Ella había percibido algo más también. Había estado dando órdenes durante tres días
enteros, y es que necesitaba un poco de orden en todo. Con la posibilidad de elegir entre comer y
trabajar, su deber como capitán exigía que el trabajo era prioridad.
Ella no le dejaba otra opción, así que se sentó y comió.
Sin embargo, no podía dejarla salirse con la suya tan fácilmente.
—Si eres la Cocinera ―dijo entre bocado y bocado—, yo soy tu capitán. No me puedes seguir
hablando de esta manera.
—No estás vestido como un capitán.
Gray miró su sencilla túnica y los pantalones holgados, ceñidos con una cuerda de nudos. La ropa
de un marinero común, tomada de un marinero muerto. Él no se daba el lujo de vestirse bien en el
Kestrel.
Con el barco tan diezmado, tenía que estar en todas partes: subir al aparejo, bajar a la bodega.
—No parezcas tan defensivo. Te quedan bien —su mirada rebotó en su hombro, luego cayó al
suelo—. Pero veo que conservas las detestables botas.
Él se encogió de hombros, con la cuchara llevándose otro bocado de sopa.
—Las he amansado.
—Y yo que esperaba que las conservaras por razones sentimentales.
Puso una jarra de grog delante de él, el momento antes de que se diera cuenta de su propia sed.
Gray la alcanzó, sacudiendo la cabeza. Un largo trago de ron aguado agregó combustible a su
resentimiento. Se había permitido a sí mismo ser tan transparente para ella, mientras ella seguía
siendo un enigma para él. Sus talentos no se adaptaban a un patrón lógico: dibujo, pintura, engaño,
seducción, robo... ¿ahora la capacidad de machacar panecillos y carne salada en una sopa de
agradable sabor? Esto era suficiente para hacerle abandonar toda esperanza de comprenderla.
Tal vez nunca lo haría. Pero fue otro pensamiento lo que lo urgió mientras comía, desesperado por
poner algo de distancia entre ellos. Nunca podría entenderla, se dio cuenta Gray, pero él podría
acostumbrarse peligrosamente a este otro sentimiento.
Ser entendido.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Sólo manténgala firme, eso es todo. No se incline demasiado cerca, ella puede patear. Ahora
agarre con fuerza su... su…
Sophia estaba empezando a dudar de la brillantez de esta empresa que había sugerido. Se aclaró la
garganta y adoptó un tono ligero, del tipo de negocios.
—¿Su teta?
—Eh, sí.
Afortunadamente, había una cabra marrón-blanco bloqueando su visión de la cara de Davy, pero
podía escuchar el rubor feroz en su voz.
—Tome su teta ―dijo vacilante—. Así.
Ella inclinó la cabeza para ver la parte inferior de la cabra, donde el pulgar y el índice de Davy se
enroscaron alrededor de una teta sobresaliente. Con cautela, se acercó a un costado para seguir el
ejemplo. Con el primer roce de sus dedos contra la ubre hinchada de leche, el animal dio un molesto
escalofrío. Sophia retiró la mano.
—No deje que la asuste, señorita Turner. No se puede ser tímido con una cabra.
Una risita nerviosa se le escapó.
—Oh, te lo aseguro, yo puedo. No tengo su valor, señor Linnet.
Su comentario cayó en el silencio como un peso de plomo. Davy no respondió.
Maldición. Sophia se reprendió con un fuerte tirón de su delantal. Eso estuvo muy mal de su parte.
Ya era bastante incómodo que le hubiera pedido lecciones de ordeña, pero hacerlo participar en un
coqueteo era indescriptiblemente insensible. Sin embargo, ella tenía que aprender cómo hacer esto.
Cada hora que Davy pasaba en la ordeña, era una hora que no podía estar de guardia.
Envalentonada por el deseo de completar esta lección rápidamente, extendió la mano
apresuradamente capturando la segunda ubre de la cabra con el pulgar y el índice.
—¿Así?
—Sí, señorita. Y ahora ruede hacia abajo los dedos, uno por uno... ―se lo demostró, y un chorro de
leche golpeó el cubo de lata con una vibración aguda.
Sophia imitó sus movimientos. No pasó nada. Lo intentó de nuevo, logrando sólo que la cabra
arrastrara impaciente las patas traseras.
—Inténtelo de nuevo, un poco más rápido esta vez.
Lo intentó de nuevo, tirando más fuerte. Nada. La cabra baló, en aparente irritación ante su
ineptitud.
—No la exprima, ahora. Usted quiere sacar la leche, un dedo a la vez, ¿ve? —él sacó unos chorritos
más de leche, haciendo un sonido metálico en el cubo.
Respirando profundamente, Sophia comenzó de nuevo, imitando cuidadosamente el tirón
rotatorio de las manos de Davy. Cuando un chorro fino blanco salió disparado de la tetilla, no pudo
reprimir un grito de júbilo. En verdad, si no hubiera temido que sobresaltaría a la cabra secándola, ella
habría hecho un pequeño baile. Lo intentó de nuevo, con mayor confianza. Salió otro chorro de leche.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Bien ―dijo Davy, después de que ella había sacado suficiente leche amarillenta de la cabra para
cubrir el fondo de la cubeta—. Ahora ya sabe cómo hacerlo —continuó ordeñando la otra ubre, y se
asentaron en un ritmo tranquilo y de contrapunto.
—¿Hacías esto a menudo en casa, entonces? ―ella esperaba que la conversación se sentiría menos
sofocante que el silencio.
—Muy a menudo. Todos los días, cuando era un niño.
Sophia sonrió para sus adentros. No, ella suponía que ya no era un niño.
—¿Quién las atiende ahora que te has ido?
—Mis hermanas, espero.
—¿Hermanas? ¿Son mayores o menores?
—Estoy en el medio. La mayor ya se casó. En el momento en que la vea de nuevo, tendrá su propio
mocoso, supongo —su voz se profundizó un grado, como si la idea le disgustara.
—¿No te gustaría ser tío? Sólo piensa en los cuentos exóticos y las baratijas que llevarás a casa.
Serás un héroe al regresar. Los niños pulularán a tu alrededor como abejas ―ella imbuyó a su voz un
acento tímido—. Todas las chicas estarán locas por ti.
Él se quedó en silencio otra vez. Frustrada consigo misma, Sophia dio un duro tirón de la teta de la
cabra y estuvo a punto de recibir una patada en el muslo. Al parecer, había perdido la capacidad de
conversar en vez de ligar, si es que había desarrollado alguna vez ese talento. ¿Cuál era su
razonamiento, precisamente? ¿Que un hombre no podía tenerse en alta estima, sin el beneficio de su
adulación? ¿O que él no veía ninguna razón para estimarla a ella sin esa misma adulación?
Davy finalmente dijo:
—Siempre y cuando llegue a casa con mi salario, no creo que me vayan a rechazar.
Ella dejó que las suaves salpicaduras de leche llenaran el silencio. Por fin, le preguntó con cautela:
—¿No estás feliz por ella, que tu hermana se haya casado?
—No sé por qué importa cómo me siento con eso.
—Pero ella es tu hermana. Ella es importante para ti.
Él dejó su mano quieta en la ubre.
—El hombre con el que se casó es demasiado viejo para ella. Mi padre es el que lo arregló. Creo
que... —exprimió otro chorro de leche—. Creo que mi padre le debía al hombre más de lo que podía
pagar.
—Ya veo.
Su consternación debe haber sido evidente. La voz de Davy se volvió fuerte, defensiva.
―Ella no fue obligada, entienda. No se casó con él en contra de su voluntad.
—No. No, por supuesto que no. Sólo contra su corazón. Lo entiendo. Es la forma de las cosas para
las mujeres, a veces —después de todo, había sido casi la forma de las cosas para ella—. ¿No
sospechas que la tratará mal?
—La tratará bastante bien, supongo. Mi padre no la hubiera dejado ir, de lo contrario.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Entonces eso es un pequeño consuelo.


—Sí —sacudió las últimas gotas de la teta de la cabra, y luego la soltó por completo—. De todos
modos, no me gusta. No me gusta verla casada con un hombre que no eligió.
Sophia siguió ordeñando su lado, estableciendo un ritmo hipnótico.
—Por supuesto que no. Ella es tu hermana. Si te preocupas por ella, quieres verla bien cuidada. Si
la amas, quieres verla amada —si sólo ella hubiera sido tan afortunada, tener un hermano que
deseara lo mismo para ella.
—Sí —su voz graznó ligeramente la palabra, y él hizo una pausa. Debió pasar un minuto antes que
hablara otra vez—. Es un buen hombre, el capitán.
La mano de ella se detuvo.
—¿El capitán?
―Gray. Es un buen hombre, señorita Turner. Él hará lo correcto con usted.
Dulces Cielos, el muchacho le daba su bendición. Sophia no sabía qué decir. Probablemente heriría
su orgullo si le decía que era el hermano cariñoso que nunca había tenido. Ciertamente, no podía
decirle la verdad de cómo estaban las cosas entre Gray y ella. No quería mermar la fe del muchacho
en las buenas intenciones de su capitán. Por el contrario, ella quería entrañablemente pedirla
prestada.
Sorbiendo por la nariz, ella soltó la teta de la cabra y rozó la mano en sus faldas.
—Creo que está vacía.
—¿Está segura? —él llegó con la cabra y le dio a la ubre un breve roce. Luego tomó la teta más
cercana a Sophia y le dio un giro. Un chorro de leche fresca salió disparado inclinado fuera del borde
de la cubeta y salpicando sus zapatillas.
—¡Ten cuidado !—con un pequeño chillido de risa, se apartó del lado de la cabra. Davy inclinó su
mano y volvió a apretar la teta, esta vez salpicando a Sophia desde la coronilla hasta el pecho.
Farfullando y limpiándose la leche de la cara, ella se puso de pie—. Davy Linnet —regañó, alzándose
por encima del joven y la cabra—, eres un sinvergüenza.
—¿Lo soy? —él mostró de repente una inocente sonrisa de medio lado. Encogiéndose de hombros,
dejó caer su mirada y vació las últimas gotas de leche en el balde—. Bueno, usted está sonrojada.
Sophia hizo una demostración de resoplar y cruzarse de brazos, pero ella no pudo evitar la risa en
su voz.
—Nunca digas que no has aprendido nada de mí, Davy. Es posible que me hayas enseñado cómo
ordeñar, pero yo te he enseñado a coquetear.
—Un trato justo, entonces —él se puso de pie y se llevó la cabra por el cuello.
—Tal vez. Eso sí, no hay que confundir los dos talentos. Oculta tus cabras de tus chicas.
—Eso es fácil de hacer —la travesura centelló agudamente en su mirada—. Las cabras no se
sonrojan.

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TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Hijo de perra.
Gray frunció el ceño ante la tinta que salpicó sus pantalones y se acumulaba encima de la punta de
su bota. Esto era la razón de por qué los capitanes tenían camarotes. Era casi imposible mantener un
registro adecuado en la cabina del primer oficial, con sólo un mínimo de iluminación y esta mísera
superficie para escribir sobresaliendo de la pared, demasiada estrecha para dar cabida al cuaderno
diario de navegación y al tintero. Y, concluyó mientras fruncía el ceño ante este último, ahora vacío,
definitivamente era imposible mantener un registro sin el beneficio de la tinta.
Abrió la puerta de su cabina y entró al camarote del capitán, sabiendo que estaba desocupada. A
esta hora, ella estaría preparando la cena en la cocina. Arrojando el diario y la pluma sobre la mesa, se
movió para buscar los cajones empotrados por una nueva botella de tinta. No encontró ninguno.
—Maldición.
Su mirada se posó en sus baúles, apilados cuidadosamente en la esquina. Sin duda, tenía una
fuente de tinta y tinta de calidad por supuesto. Sin perder un momento para reconsiderar su decisión,
se dirigió a los baúles y se esforzó para abrir los pestillos del baúl más pequeño. Con un tirón logró
hacerlo.
Se sentía íntimo, revelador. Como si hubiera desatado su corsé. Y qué tesoros le esperaban.
Gavillas de papel, cuidadosamente envueltas en hule y atados con nudos eficientes, nudos que harían
sentir orgulloso a un marinero. Pequeños paquetes de pinceles, oliendo ligeramente a trementina. Y
filas y filas de pequeñas botellas de tinta y tortas de pigmento. Por supuesto, a Gray, el despliegue de
colores no le impresionó particularmente. Más bien, fue el cuidado y la precisión con que habían sido
empaquetados lo que le causó un agudo pinchazo en el pecho. En este baúl, todo era delicadeza,
belleza y esmero. Todo lo que admiraba en ella, yacía abierto a su examen, sin capas de mentiras para
obstaculizar su vista.
Miró hasta saciarse. Tocó cada artículo en el maletero, pasando sus dedos de un objeto a otro. No
se atrevió a levantar uno.
Hasta que un pequeño libro, encuadernado en cuero, encajado en un costado le llamó la atención.
Enganchando un dedo por debajo del lomo, con cuidado levantó el volumen, y un título lo saludó: Las
Memorias de una Lechera Licenciosa. Su carcajada sacudió las fila de botellas amortiguada con paja.
¿Así que éste era el único libro que había seleccionado para el viaje? ¿Una novela obscena?
Gray inclinó el libro en la mano. La unión estaba tirante y las páginas hinchadas, como si todo el
volumen se hubiera sumergido en agua y secado. La tapa se abrió para revelar una portada elaborada,
representando una lechera rolliza que llevaba un sombrero de paja, faldas voluminosas, y una sonrisa
de complicidad. Al hojear las páginas, inmediatamente se volvió evidente que la gran parte
aumentada del libro podía ser acreditada a la adición de numerosas ilustraciones a pluma y tinta.
Él reconoció esa mano hábil y el ojo para los detalles, de inmediato. Pasó a través de las páginas,
las viñetas de la lechera y su caballero de facciones vagas ocupados en una especie de cortejo: un
beso en la mano, un susurro en el oído. A la mitad del libro, las faldas voluminosas de la chica estaban
alrededor de sus orejas, y las ilustraciones incluían una secuencia de posturas muy similares en
lugares diferentes. No sólo en la lechería, sino en un carruaje, en la despensa, en un pajar iluminado
con velas y cubierto de... ¿eran pétalos de rosa?

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Que me aspen.
Gray fue rápido en adivinar la verdadera fuente de las hazañas míticas del maestro de pintura
francés. Mucho más inquietante, sin embargo, mientras él examinaba el libro, fue que notó una sutil
alteración en las facciones del amante caballero. Con cada ilustración sucesiva, el héroe parecía más
alto, más ancho de hombros, y su cabello pasó de un estilo muy corto a largo a la altura del cuello en
el espacio de dos páginas.
A medida que volteaba más páginas, Gray se reconocía más él mismo.
Era inconfundible. Ella lo había utilizado como modelo para estas ilustraciones subidas de tono. Lo
había dibujado en secreto, no una, sino muchas veces. Y aquí, que se había vuelto casi loco de envidia
por cada trozo de papel que había entintado para uno y otro miembro de la tripulación. Sus
emociones padecieron una vertiginosa progresión: desde la sorpresa, al halago, a (gracias a una
situación especialmente inventiva en un huerto) sin lugar a dudas, la excitación.
Pero a medida que se demoraba más en este desnudo estudio de esta amalgama del verdadero él
y alguna picaresca fantasía, empezó a sentir algo completamente distinto. Se sintió utilizado.
Ella había representado su figura con una precisión asombrosa, teniendo en cuenta que debe
haber sido elaborado antes de que ella tuviera alguna oportunidad de verlo en realidad desnudo. No
es que hubiera logrado una imagen exacta. Su imaginación virgen era bastante generosa en algunos
aspectos y algo mezquina en otros, observó con una especie de amarga diversión. Pero ella lo puso al
descubierto en estas páginas, sin su conocimiento o consentimiento. Dios, incluso había dibujado sus
cicatrices.
Todo al servicio de una fantasía erótica adolescente.
Y ahora empezó a enfadarse.
Él había estado manipulando las hojas del libro sólo con los dedos, ansioso porque pudiera
ensuciar o romper las páginas. Ahora abandonó toda precaución y se volcó sin reparos durante el
resto del volumen. Hasta que llegó a la final, y su mano se congeló.
Allí estaban, ellos dos. Él y ella, con la ropa puesta y sin ninguna intimidad física, pero íntimos, de
una manera que nunca había conocido. Nunca soñado. Sentados debajo de un sauce, la cabeza de él
en el regazo de ella.
Una de las manos de ella estaban entrelazada con la de él sobre el pecho masculino. La otra estaba
apoyaba en la frente de él. El cielo se elevaba vasto e inmenso por encima, ligeras nubes hilándose
hasta el infinito.
El puño caliente del deseo que se había apoderado de su ingle se aflojó, moviéndose hacia arriba a
través de su torso, batiendo el contenido de su estómago en el camino. Entonces se aferró a su
corazón y apretó hasta hacerle daño. De alguna manera, esta ilustración era la más consternante de
todas. Tan ingenua, tan ridícula. Por lo menos las situaciones obscenas eran plausibles, aunque a
veces físicamente improbables. Esto era completamente imposible. Para ella, él nunca había sido más
que una fantasía.
A Gray se le ocurrió que podrían haber más secretos embalados dentro de estos baúles. Si él
hurgaba entre sus pertenencias, podría encontrar respuestas a todas sus preguntas. Tal vez

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respuestas a preguntas que nunca había pensado hacer. A pesar de ello, dejó que la tapa del maletero
se cerrara de golpe y ató la correa con dedos temblorosos. Había padecido tantas de sus fantasías
como podía soportar en un día.
Era el momento de familiarizarla con la realidad.

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CAPÍTULO 22

La realidad estaba golpeando a Sophia duramente. O mejor dicho, pateándola duro, y dejando
morados de la forma y tamaño de una pateadura de cabra. La realidad le hacía doler por todos lados,
en músculos que ella no sabía que tuviera.
Su primer día como cocinera del barco había sido una novedad, divertida. Había experimentado la
emoción de la competencia y ganado su propio sustento. Cada fuego encendido, cada patata pelada,
cada chorro de leche echado en el cubo era un triunfo. Unos pocos días después, estaba
completamente preparada para admitir la derrota. Las labores manuales no eran para nada
románticas, y eran sólo sutilmente gratificantes, en la forma en que un panecillo, que al masticarlo es
duro como roca, satisfacía la propio hambre, a regañadientes, y a un considerable esfuerzo.
Una vez que asumiera el control de su herencia, ella tenía toda la intención de jamás volver a
hervir agua o atender una cabra otra vez. Con un poco de prudencia, sus fondos debían alcanzarle
para mantener sirvientes por el resto de sus días. Por lo que restaba de su viaje, trabajaría duramente
o pasaría hambre.
En cambio, el trabajo le sentaba bien a Gray. Se había metido en el rol de Capitán del Kestrel más
rápido de lo que había conseguido prestadas una túnica y unos pantalones. La autoridad
sencillamente le iba bien, como una segunda piel.
Más allá de todo lo que había pasado entre ellos, más allá de su enojo y dolor, en lo más profundo
de su ser, él estaba más contento de lo que jamás le había visto. Estaba satisfecho de estar al mando,
de estar en cubierta trabajando, más que sentado abajo ociosamente, y Sophia estaba satisfecha de
verlo dónde pertenecía, viviendo como se suponía que tenía que vivir.
Porque lo amaba, tanto que dolía. Ella quería que él fuera feliz, sea que eso significara que
estuviera con ella, o no. Y si ella nunca volviera a posar sus ojos sobre él después de que echaran
anclas, se llevaría esta imagen de él para siempre: Gray rondando por la cubierta del Kestrel, todo
confianza, energía y carisma, coordinando el movimiento de las velas y aparejos tan instintivamente
como manejaba los dedos de su mano.
Y en cuanto a ella, la presente imagen era una que intentaría olvidar.
Cargando un cubo de leche duramente obtenida, abrió con el hombro la puerta de la despensa
para tomar los panecillos y la carne salada para la comida de la noche. Una débil luz se derramaba en
el barril atiborrado. Pisoteó fuertemente las tablas del suelo: una, dos, tres veces. Luego contó hasta
diez e intentó ignorar los sonidos de las ratas dispersándose en las sombras. Cielos, si su madre
pudiera verla ahora. No habría suficientes reconstituyentes en Bath y en Brighton juntos para
contrarrestar el ataque de nervios que esta escena, indudablemente, le hubiera provocado.
Cuando los sonidos de corridas se extinguieron, entró en la despensa y se volvió para apoyar el
cubo de leche en un cajón a la altura de su cintura.
Una mano palmeó su hombro.

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La leche se derramó sobre los bordes del cubo, empapando su mano y salpicando sus faldas. Un
grito sobresaltado escapó de ella a la vez que un brazo envolvía su cintura. Su espalda chocó contra
una pared de calor y músculos.
—¿Es esto lo que buscabas? —el áspero murmullo calentó su oído.
―Gray —Sophia casi se desmayó del alivio. Gray la sostenía apretada contra él con un brazo, su
otra mano deslizándose sobre la curva de su cadera—. Gray, ¿qué diantres estás haciendo? Me has
hecho volcar la leche, caray.
—No la desperdiciaré. —Descansando la bardilla en el hombro de Sophia, desenredó los dedos de
la manija del cubo. Doblándole el brazo a la altura del codo, levantó los dedos de ella a su boca,
chupándolos para limpiarlos uno por uno. La lengua de Gray recorrió cada dedo y la delicada
membrana entre ellos, provocándole piel de gallina que bajaba por la parte de atrás de sus piernas.
—¿No era esto lo que querías? —los dedos de Gray se entrelazaron con los de ella, apretándolos
hasta hacerle doler—. Tu amante de ensueños, acechando en los establos, la alacena… ¿la despensa?
¿Abandonado al deseo por su lechera licenciosa?
Sophia se heló. Dios querido, él había visto El Libro. El mordisqueó la curva de su cuello, y ella
jadeó.
—Tú ―tragó con fuerza—, no tenías derecho de revisar eso.
—Tú no tenías derecho de meterme en él ―ella podía oír el filo salvaje del enojo en su voz. Con
sus dedos aún aferrando los de ella, Gray presionó la mano de Sophia contra sus pechos—. Pero no
nos quedemos en los derechos, cariño. No cuando las equivocaciones son mucho más interesantes.
La mano de Gray se flexionó, hundiendo los dedos de Sophia en la carne de su seno. Ella sintió el
suave montículo ardiendo en su palma, el pezón endureciéndose en un nudo apretado.
―Gray —intentó ella en un tono reprobatorio, retorciéndose en su agarre, apretado como una
prensa. Su brazo se tensó en la cintura de Sophia, empujando su trasero pegándolo a sus caderas. La
dura cresta de la excitación de Gray, pulsó contra la parte baja de la espalda de Sophia, caliente y
demandante. Sus débiles intentos de resistirse desaparecieron. ¿No había estado ella esperando esto
durante días? ¿Deseando fervientemente que él la buscara, que la tomara en sus brazos? ¿Anhelando
sentir su fuerza alrededor de ella una vez más? Gentil o rudo, la forma precisa en que la tocara
importaba poco. Lo que importaba era él. Su calor… su roce… su boca…
—¿Piensas en mí, cuando estás acostada en tu litera por la noche? —la mano de Gray seguía
masajeando los dedos de Sophia alrededor de su seno, rozando la palma contra el dolorido pico—.
¿Imaginas estas toscas manos toqueteando tu cuerpo? —arrastró su mano al otro pecho, buscándolo
a tientas, de modo impaciente. Los labios de Gray trazaron el contorno de la oreja de Sophia,
recorriendo el sensible lóbulo con una caliente y húmeda succión. La nuca le cosquilleó de agitación.
La excitación la recorrió, extendiéndose sobre la superficie de su cuerpo y llegando a toda prisa a la
unión entre sus muslos. Cerró los ojos y vio rojas olas de sensaciones pulsando a través de ella con
cada lamida de la lengua de Gray contra su oreja.
Luego, los dientes de Gray se cerraron con dureza, creando una aguda explosión de amarillo. Ella
lanzó un pequeño grito, mitad de placer, mitad de dolor.

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—¿Has sentido ansias de mí aquí? —empujó la mano de Sophia hacia abajo, impulsándola entre
sus muslos. A través de las capas de enagua y faldas, él apretó la mano contra su montículo. Ella se
balanceó hacia adelante, gimiendo suavemente—. Las has sentido, ¿no es así? —el dedo índice de
Gray presionó el de ella dentro de los suaves pliegues de su sexo—. ¿No es así? —otro mordisco en su
oreja puntualizó su pregunta.
—Sí —la respiración de Sophia entraba y salía trabajosamente, el aire sabiéndole oscuro y
almizclado.
—¿Me imaginabas viniendo a ti, en la litera por la noche? ¿Mientras discurría el día? ¿Tumbándote
en alguna suave superficie y levantándote las faldas hasta la cintura? —El desanudó su mano de su
falda y la sujetó al cajón frente a ella, manteniéndola inmóvil con su propio peso. La madera astillosa
se clavó en la palma de Sophia. Él liberó su cintura, y con su otra mano tomó un pliegue de su falda,
alzándolo expertamente más y más arriba. Ella no llevaba medias ni calzones desde que habían
cruzado el trópico, y el roce de la tela contra las partes traseras de sus rodillas desnudas envió
estremecimientos de placer a través de ella.
Inclinándose hacia adelante, Gray la dobló por la cintura y le abrió las piernas con su muslo. El aire
fresco lamió sus muslos desnudos mientras él se aflojaba los pantalones, y luego, su dura longitud
saltó para encajarse apretadamente contra su cuña. El se balanceó hacia adelante, frotándose
lentamente contra los húmedos e hinchados pliegues de su sexo, culminando el movimiento con una
dulce, tortuosa e interminable caricia. Sophia gritó con alivio cuando su extremo finalmente rozó el
punto más sensible de su carne.
Con su mano libre, Gray removió hacia arriba y al costado las faldas de entre sus piernas.
—Mira ―le ordenó él, inclinándola hacia adelante hasta que la barbilla se Sophia se curvó hacia su
pecho—. Mira.
Ella obedeció, mirando abajo donde la rojiza e hinchada cabeza de la excitación de Gray se
asomaba entre su nido de apretados rizos. La visión de sus cuerpos trabados la excitó más allá de la
razón.
—Es lo que querías, ¿no es así? Mirarlo, sentirlo presionado contra ti. Para satisfacer todas esas
curiosidades de colegiala sobre el cuerpo de un hombre y cómo calzaría en el tuyo. Para vivir todas las
pequeñas y depravadas fantasías en ese libro tuyo. Esto es lo que quisiste todo el tiempo, ¿verdad? —
él se retiró, arrastrando su dura vara a través de su suavidad hasta que Sophia tembló de placer. Gray
empujó hacia adelante nuevamente—. ¿Verdad?
—Sí —Sophia jadeó suavemente. Luego más alto—. Sí.
Algo parecido a un gruñido escapó de Gray.
—Bueno —él respiró contra su oído—. Resulta ser que yo también tengo algunas depravadas
fantasías propias.
Las palabras zumbaron en sus oídos, enviando descargas eléctricas de excitación directo a su
centro. Ella le susurró:
—Cuéntame.

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El corazón de Gray golpeaba salvajemente en su pecho, cada latido acompañado de un pulso en su


ingle. Demonios, pero ella estaba tan caliente, tan mojada. Se refregó contra ella nuevamente, la
fricción de sus cuerpos provocando un sonido líquido que era indescriptiblemente erótico.
Él pretendía detener esto aquí. O, sinceramente, unos pasos antes de esto. Intentaba hacerla
admitir que todo lo que ella quería de él era placer, una oportunidad de explorar sus licenciosas
fantasías. Y luego, planeaba irse, que encontrara otro hombre a quien engañar y descartar.
Pero se había olvidado de lo bien que se sentía ella. Cuán perfecta se sentía.
—Cuéntame ―le repitió ella con la voz ronca. Cuando él siguió dudando, agregó—. Muéstrame.
Y Gray se dio cuenta de que negarse estaba más allá de su poder. Esto era lo que ella quería, se dijo
a sí mismo. Ella quería explorar la pasión y el placer. ¿Por qué debería negárselo a ella, negárselo a sí
mismo?
Gray liberó esa mano delicada que descansaba apoyada en el cajón. Ella se quedó en su sitio,
inclinándose hacia adelante, doblada por la cintura. El le colocó ambas manos sobre las caderas,
levantándola hacia arriba y firmemente contra él, y luego deslizó sus manos hacia arriba por su torso,
contando cada costilla por cada delgada raya de ese condenado sin botones, sin ganchos, sin lazos,
impenetrable vestido de muselina.
—Mis fantasías —la dijo con voz ronca, enganchando su dedo índice bajo el escote en el punto
medio de la espalda—, comienzan aquí.
Gray asió fuertemente la tela y la bajó hasta su cintura en un único y rápido movimiento. La
muselina rayada cayó a un lado, revelando su corsé y una camisola de gasa debajo. El tenía los lazos
desatados en lo que duró un suspiro. Rasgar la camisola fue cuestión de un instante y luego su
espalda quedó expuesta a él, planos elegantes y crestas gráciles, y suave, cremosa piel. Pasó sus
dedos por la superficie sedosa, viendo la carne de ella temblar bajo su toque.
—Y continúan aquí ―dijo, deslizando sus manos bajo los bordes rasgados del vestido y alrededor
de su torso. Haciendo a un lado su corsé suelto, tomó esos pechos desnudos en sus manos. La
respiración de ella era un silbido agudo mientras sus suaves, cálidos montículos llenaban las palmas
de Gray. Los tanteó hambriento, acariciando con los pulgares los duros pezones mientras hociqueaba
la curva de su cuello.
Ella se movía adelante y atrás contra él, acariciando su húmedo e invitante calor sobre su dolorida
excitación.
—¿Y luego?
Él pellizcó sus pezones, rodeándolos con sus pulgares e índices. Ella tembló cuando Gray deslizó la
lengua por su cuello y hacia abajo entre sus omóplatos. Oh, ella sabía tan bien, dulce y salada a la vez.
—Luego, tú gimes mi nombre.
―Gray —la palabra fue una súplica gutural. Sus entrañas respondieron con una vibración.
—Tú me dices que me deseas.
—Te deseo.

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—A mí, y a ningún otro.


—Sólo tú, Gray, sólo tú.
Gray deslizó las manos desde sus pechos hasta sus caderas y la levantó, posicionándose en su
entrada.
—Tú me dices…
Él se detuvo a sí mismo, sacudido por la idiotez de lo que casi había dicho: Tú me dices que me
amas. Que pensamiento condenadamente estúpido para tener. Esto no era amor para ella, tan sólo
eran fantasías y lascivas imaginaciones. Una oportunidad de satisfacer su lujuria juvenil y su
curiosidad. El había tenido veinte años una vez. El sabía lo que era perseguir el placer, y ciertamente
no lo había confundido con amor. Nunca había contemplado el amor en absoluto.
Hasta ahora.
Ella se balanceó hacia atrás, tomándolo dentro suyo. Una hermosa, abrasadora dicha lo envolvió.
Ella era toda dulzura y calor y suspiros fundidos, rodeándolo tan apretadamente que él casi podía
creer, en ese momento, que ella jamás lo dejaría ir.
Él se agarró a sus caderas, trayéndola más cerca de sí hasta que ambos estuvieron completamente
unidos. Dios, estaba perdiéndose a sí mismo dentro de ella, y era demasiado tarde para retirarse. No
había nada que él pudiera hacer. Nada más que tomar el placer que ella le ofrecía y devolvérselo, y
hacer esto tan condenadamente bueno que mientras ella viviera, sin importar cuán lejos se fuera de
él, ella nunca, nunca, lo olvidaría.
Él la tomó con suaves, poderosos embates que no tenían fin ni principio, pero que se sucedían uno
al otro, constantes, estables, sin tregua. Gray tomó la cima de su sexo con una mano, la abrió
suavemente, y rasgueó el sensible capullo allí escondido.
Ella gimió. Se deleitó. Se arqueó contra sus embates y lo tomó más profundamente. Y finalmente
Gray sintió los pequeños aleteos en sus muslos y en sus músculos íntimos que le decían que ella
estaba por alcanzar su punto máximo. Se aceleró hacia allí junto con ella, los gritos de ambos
uniéndose mientras el placer los consumía a ambos.
Y luego, simplemente la abrazó, por tanto tiempo como se atrevió a hacerlo.
—Bueno ―dijo Gray finalmente, retirándose de su cuerpo—. Tuviste lo que querías entonces —un
dejo amargo contaminaba los temblores persistentes del placer que zumbaban a través de él—.
Ambos lo tuvimos.
—¿Lo hicimos? ―ella se giró para enfrentarlo, y él se ahogó con su respiración. Qué peligrosa era
su belleza. Pensó que sería su muerte. Acarició el cabello de la frente de Gray, y él se estremeció ante
la ternura del gesto.
―Gray, si encontraste mi libro, seguramente debes saber que este tipo de… encuentros… no es
todo lo que quiero. Quiero mucho más. Y lo quiero contigo.
Él cerró los ojos y esa imagen de ellos dos, descansando bajo un sauce, apareció tras sus párpados.
El sacudió la cabeza para disiparla.
—Tú quieres una fantasía, hilada por la imaginación de una muchacha. Quieres un sueño que
jamás podrá hacerse realidad.

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El rubor de sus mejillas se desvaneció mientras ella examinaba su rostro.


—Supongo que tienes razón. Ese sueño no podrá hacerse realidad jamás, si no lo compartes.
—No es que…
—Suficiente sobre mis sueños ―le puso un dedo sobre los labios, luego siguió el rastro de su
caricia hasta su mentón—. ¿Qué es lo tú realmente quieres, Gray?
Gray la tomó por los hombros.
—No quiero más mentiras. No más cuentos salvajes y fantasías secretas. Quiero que me lo cuentes
todo. Quién eres, de dónde vienes, hacia dónde vas. Todo.
Algo se suavizó en esos claros, encantadores ojos.
—Lamento haberte mentido, haberte lastimado. Pero estaba desesperada, ¿no lo comprendes?
Estabas alejándote de mí, y me importas tanto. Y eso no es nada, comparado con lo que siento por ti
ahora —presionó su mano contra la mejilla de Gray—. Gray, yo…
—No quiero escuchar esto, quiero la verdad, no excusas.
Ella se puso tensa, retirando su caricia.
—Ahora, aquí hay una mentira. Nadie quiere la verdad de mí. Solo quieren el bonito envoltorio en
el que viene. Si realmente quisieras escuchar la verdad, la hubieras escuchado. Mis sentimientos por
ti, son una parte tan cierta de mí como mi nombre o el lugar donde nací. Pero tú jamás quieres
escucharlos. Tú sigues escapando.
Él tragó, inseguro sobre qué decir.
—Y por sobre toda la gente que me acusa de deshonestidad, aquí está el hombre que me dijo que
yo no valía nada más para él que seis libras con ocho peniques. El hombre que me ordenó irme a mi
litera y le agradeciera al Todopoderoso que él no me deseara. Nno tienes idea de cuánto me han
lastimado tus mentiras.
Oh, Dios.
—Cariño, si tan sólo pudiera retirar esas palabras…
—Pero no puedes. Tienes que vivir con ellas ahora, tal como yo. —Con los brazos retorciéndose
tras la espalda, se ajustó y anudó su corsé—. ¿Sabes lo que pienso? —preguntó Sophia, ladeando la
cabeza y entrecerrando los ojos—. Más allá de las mentiras, estabas contento de ser mi primer
hombre. Creo que estabas condenadamente encantado de descubrir que yo era virgen. Dudo mucho
que hubieras creído otra cosa. Fue sólo cuando descubriste el dinero que todo se echó a perder.
―Hundió un dedo en el pecho de Gray—. Sé exactamente lo que tú esperabas ese día. Esperabas que
tu pura e inocente virgen viniera a ti, abriera las piernas y redimiera tus pecados con su mística virtud.
Bueno, sorpresa, Gray. No soy perfecta. Tengo suficientes pecados propios con los que lidiar, y no
estoy aquí para salvarte de ti mismo.
Una vez más, lo había dejado sin palabras. Se estaba volviendo demasiado buena en eso.
Ajustando el cordel de sus pantalones, el soltó la respiración en un apabullado suspiro. Era tan
condenadamente duro discutir contra la verdad.
—Cariño…

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 197


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Sosteniendo su vestido con una mano, ella volvió a tomar el cubo de leche con la otra.
—Tengo sueños, Gray. Hermosos sueños. Y sí, depravadas fantasías. Y también tengo corazón. Y tú
estás implicado en todos ellos, y puedes ignorarme o huir de mí, pero no puedes pedirme que
reniegue de mis sentimientos por más tiempo.
Ella se detuvo y lo miró. Luego, se alzó en puntas de pie y plantó un beso en su mejilla. Éste le
pareció a Gray un gesto de lástima, pero no pudo obligarse a rechazarlo.
—Sé lo que quieres, Gray. Sé lo que realmente necesitas escuchar. Cuando estés listo para oírlo,
ven y házmelo saber.
Su beso persistió, hasta mucho después de que ella se hubiera ido.

—Algo anda mal ―dijo Gray, impulsando nerviosamente su barbilla hacia adelante―, con el
elevador del juanete de proa.
El tripulante del Kestrel izó una linterna y vislumbró entre la oscuridad.
—¿Dónde dice? No puedo decir que lo vea.—Luego se volvió y bizqueó hacia Gray—. Todo se ve
tan bien como un lecho de rosas para mí.
―Se ha aflojado una cuerda —con un suspiro exasperado, Gray extendió su mano—. Préstame tu
pasador, lo revisaré yo mismo.
El marinero no discutió, y le alcanzó el pasador con un encogimiento de hombros.
—Usted es el capitán.
Gray escaló el aparejo del palo mayor, trepando, mano sobre mano, pasando más allá de la vela
del trinquete y de las vergas de las gavias de proa. Cuando alcanzó el juanete, colocó su brazo como si
fuera una percha y descansó. No había nada malo con la soga ni con la vela. Lo había sabido aún antes
de comenzar a subir. Pero había algo mal en él, y necesitaba el espacio y la distancia para examinarlo.
El aire fresco de la noche lo zarandeó, pasando a través del suelto tejido de su túnica y
desvaneciendo el calor rancio de su piel. Se sentía casi tan bien como un baño decente.
La pregunta que le hiciera ella esa tarde lo acechaba. ¿Qué era realmente lo que él quería? Para
ser un libertino egoísta, había pasado un tiempo extrañamente largo desde que evaluara esa cuestión.
Durante los dos últimos años, el había servido, sangrado y sudado en el negocio de la navegación. Sus
metas eran claras. Quería que Joss se convirtiera en su socio; quería que Bel tuviera su presentación
en Londres; y quería proveer de seguridad y cierto estatus a toda su familia en general. ¿Pero qué
quería él para sí mismo? Habían pasado años desde que se permitiera a sí mismo hacer rodar
fantasías de un futuro feliz, no, desde que era un joven de la edad de Davy. La felicidad, decidió,
estaba hecha para otros hombres: hombres que vivían honorablemente, que cumplían sus promesas,
que construían fortunas honestas. Hombres que la merecían. Gray simplemente tomaba el placer
donde lo encontraba, luego lo dejaba detrás. Para un bribón como él, era una locura y más que un
poco peligroso soñar con una dicha duradera.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 198


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Pero ahora ella la estaba soñando para él. Para ellos. Ella era una cosa inocente y soñadora, ella
creía sinceramente que ellos podrían vivir felices para siempre. Ninguna de sus oscuras palabras u
oscuras confesiones la había persuadido de lo contrario.
Sorprendente. Él finalmente había conocido a la única chica a la que no podía desilusionar.
Y entonces, volando en la oscuridad, mecido por las olas y cobijado por las estrellas, Gray decidió
intentar un experimento. Cerró sus ojos y se atrevió a soñar.
Quería a alguien para compartir su vida. Para compartir sus cargas, sus triunfos, su casa y su cama.
El ansia lo asoló, casi tirándolo del mástil con su intensidad. Era como si un pozo de anhelos existiera
dentro suyo, profundo y sin límites, y él lo hubiera mantenido firmemente tapado durante años, no
fuera que se cayera en él y se ahogara. Y ahora lo inundaba, corriendo por sus venas como sangre
vital.
Él quería… él quería tantas cosas. Placeres simples. Comprarle una docena de vestidos de muselina
para reemplazar el que él le había destrozado hoy. Alimentarla con suculentos frutos y maduros
quesos y fetas de carnes asadas. Descansar la cabeza en su falda y sentir sus dedos recorriendo sus
cabellos, y escuchar todos sus cuentos descabellados y sus sueños. Compartir pensamientos sin
necesidad de hablar. Acostarse con ella, estar dentro de ella, sentir su cuerpo rodeándolo tan seguido
como ella lo permitiera. Y un niño…Dios, cuánto quería un niño. Había estado batallando con ese
deseo por más de un año, cada vez que acunaba a su sobrino recién nacido en los brazos. Este
impulso de crear vida era irresistible en la forma más básica y egoísta. Un niño estaría destinado a
amarlo y admirarlo, sin importar lo que él hiciera. Un niño estaría destinado a aceptar su amor. Un
niño lo destinaría a ella, para siempre.
De alguna manera, todo se reducía a ella. La deseaba.
Este era el viaje en que él intentaba convertirse en un hombre respetable. Pensó que había
perdido la oportunidad cuando tomó su virtud, luego el descubrimiento de sus mentiras y ese atado
de oro en su corsé. La inutilidad de todos sus esfuerzos había incendiado un negro y humeante
agujero en su alma. Pero tal vez, esto era exactamente lo que él necesitaba: una explosión en su
corazón petrificado, y este vacío resultante que sólo ella podía llenar. Tal vez, finalmente, lo que él
quería y lo que estaba bien eran una única y misma cosa.
Todo lo que faltaba era convencerla. Bueno, en eso él tenía la experiencia de su lado. Él sabía
algunas pequeñas cosas sobre cómo conquistar.
Gray pasó una hora allí arriba en el trinquete, empapándose de oscuridad y juntando coraje del
viento. Cuando las ocho campanadas finalmente sonaron, significaron mucho más que un cambio de
guardia.
Él estaba por cambiar su vida.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 199


TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CAPÍTULO 23

Sophia se despertó sobresaltada. Gracias a lo que permitía ver la luz tenue y plateada de la ventana
del camarote, distinguió la silueta de un hombre parado a los pies de la cama. Era alto, tan alto que su
sombra se extendía hasta la pared y se filtraba en las grietas del techo, como la tinta. Sólo podía ser
Gray. Se preguntó cuánto tiempo habría estado allí.
Ella se alzó sobre el codo.
—¿Qué quieres, Gray?
—Te quiero a ti.
El calor la recorrió desde la coronilla hasta los pies. Se quedó allí esperando, de repente sin saber
cómo hablar ni moverse, ni siquiera respirar. Los pequeños sonidos de las olas contra el barco y el
restallido del velamen por la brisa, se volvieron un rugido ensordecedor.
Él se inclinó hacia delante, colocando una mano a cada lado de sus piernas. La cama crujió bajo su
peso. Volviendo a caer sobre la almohada, Sophia dejó escapar un pequeño chillido propio.
Él gateó sobre su cuerpo, avanzando con manos y rodillas, hasta que la enjauló por completo. Su
olor, caliente y masculino, la envolvió. La parte frontal de su camisa colgaba suelta, y mientras se
arrastraba sobre ella, la tela rozaba su vientre, sus pechos. Sus pezones alcanzaron su punto máximo
al instante.
La mano de Gray tomó su barbilla, el pulgar y los dedos enmarcando su mandíbula. El pulso de ella
latía con fuerza contra la palma de su mano. Aunque su rostro se cernía sobre ella a sólo unos
centímetros, apenas podía distinguir sus rasgos. La luz de la luna se reflejaba en el puente de su nariz
y en el borde nítido y romo de sus dientes. Él inhaló lentamente, y Sophia podría haber jurado que le
succionó el aire directamente de los pulmones.
Él estaba en todas partes en torno a ella, su fuerza, su calor, su aliento con olor a ron. Era incapaz
de hacer otra cosa que mirarlo, los ojos muy abiertos y esforzándose en la oscuridad. Sus labios
comenzaron a temblar.
Él los calmó con los suyos. Un breve, tierno beso que aflojó todas las articulaciones de su cuerpo. Y
ahora ella temblaba por todas partes.
Aún ahuecando su mandíbula, él rompió el beso. Una brisa, delgada como una cinta y fría como el
satén, corrió entre sus labios, sólo para ser perseguida por un susurro caliente, urgente:
—Te deseo.
Esta vez, su boca aplastó la de ella, insistente y magullante. Él descendió sobre ella, y a Sophia le
encantó la forma en que su cuerpo instintivamente se moldeó alrededor del de Gray. Los labios de
ella se entreabrieron para succionar su lengua, sus pechos aplanándose por su torso, los muslos
agarrando sus caderas cuando él insinuó sus piernas entre las suyas. Y, oh Dios- cuando sus caderas
obligaron a sus muslos a abrirse y el borde duro de su excitación presionó allí a través de las capas de
pantalones y camisola- ya estaba blanda y húmeda para él.
Porque ella lo deseaba, también.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 200


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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Él martilló las caderas contra las de Sophia, y ella gimió en torno a su lengua.
No había nada como la sensación de esto, su cuerpo duro y ansioso y aplastado contra el de ella.
Sabiendo que ella lo había colocado de esta manera, lo había vuelto desesperado de necesidad hasta
que nada -ni el orgullo, ni el dinero, ni las mentiras- pudo mantenerlo alejado.
Él se apartó de repente, alzándose sobre sus rodillas. Su camisa revoloteó sobre su cabeza, una
vela blanca atrapada en la luz de la luna y desapareciendo en las sombras.
Metió la mano entre ellos, aflojando la cuerda de su pantalón. Mientras trabajaba el nudo, el dorso
de su mano rozó su monte, y Sophia soltó un descarado suspiro. Cuando terminó, ella dobló las
rodillas y enganchó los dedos de los pies en la cintura suelta de sus pantalones. Se inclinó sobre ella
otra vez, y lentamente ella arrastró los pantalones hacia abajo por sobre sus caderas, saboreando la
sensación de músculo duro y de vello suave bajo los arcos de sus pies. Ella sintió su erección surgir
libre y rozarle el muslo. Gimieron al unísono.
Y esa fue la última caricia sin prisas. Ahora se movieron con rapidez, aprovechando este momento,
este placer, esta oportunidad, antes de que pudiera escaparse en la noche.
Él se quitó los pantalones, y juntos lucharon con la camisola de ella, enrollándola alrededor de sus
pechos y tirándola por sobre su cabeza.
―Gray —susurró, alcanzándolo en la oscuridad.
—Te deseo —hundió la cara en su pelo, mientras caían de nuevo sobre las almohadas—. Dios mío,
cómo te deseo. Quiero besarte —presionó los labios contra su oreja, su cuello, la pequeña hondura
en la base de su garganta—. Tocarte—sus manos, ásperas con callos recientes, deambularon por sus
pechos y caderas, amasando con avidez puñados de carne—. Lamerte.
Sophia se estremeció ante las meras palabras, y cuando su lengua hizo un contacto caliente y
húmedo con su piel, se quedó sin aliento. Un camino de piel de gallina surgía a raíz de su lengua
mientras trazaba la pendiente de su clavícula.
—Quiero chuparte —murmuró contra su piel, deslizándose por su cuerpo para llevarse el pezón a
la boca. Ella se arqueó, jadeando su nombre. Él tiró suavemente al principio, manteniendo el botón
apretado firmemente entre sus labios, su lengua revoloteando ligeramente sobre la punta. Las chispas
danzaban sobre su piel con cada caricia provocadora. Entonces él succionó más fuerte, capturando su
pezón entre los dientes, y el placer se mezcló con el dolor. Sophia enredó las manos en su pelo,
clavando las uñas en el cuero cabelludo, si para alejarlo o para retenerlo allí para siempre, ella no lo
sabía.
Luego liberó el pezón y su barbilla áspera raspó su pecho. Ella abrió los ojos para encontrarlo
mirándola, estudiándola con atención en la oscuridad, como si contara sus respiraciones
entrecortadas. Los ojos azul oscuros reflejaban pequeñas lunas de plata. Al mismo tiempo, sus dedos
jugaban con su otro pezón, pellizcando y frotando hasta que ella se tragó un gemido.
—Dulce ―dijo él, el filo suave de su voz crispado—. Quiero saborearte. Déjame saborearte.
Enganchando un brazo en cada una de sus rodillas, se dejó caer entre sus muslos.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 201


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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Sophia se quedó sin aliento cuando él levantó los hombros, empujando sus rodillas hasta las
caderas y dejando bien abiertas sus piernas. Sus ojos se cerraron. Nunca se había sentido tan
desnuda, tan expuesta. Ella dio gracias por el manto de sombras que la noche le proporcionaba.
La oscuridad no fue un impedimento para Gray. Su boca fue directamente a su centro.
Sophia se resistió cuando su lengua se adentró en la hendidura de su sexo.
—Shhh —la ráfaga de su aliento le acarició los lugares más íntimos—. Confía en mí.
Inhalando lentamente, ella se dispuso a relajarse.
—Sí.
Él inclinó de nuevo la cabeza, aprendiendo el cuerpo de Sophia con su boca, buscando el centro de
su placer. ¿Cómo podía una exploración tan suave, tan tierna dar lugar a sensaciones tan
insoportablemente agudas? Las manos de Gray apretaban sus caderas, sujetándola mientras sus
labios y su lengua incitaban su punto más sensible.
Y cuando esa lengua se sumergió en su interior, ella gritó.
El clímax estalló a través de ella, ola tras ola de felicidad ondulando fuera de su centro. Y aun
cuando los temblores se desvanecieron, él seguía con sus esfuerzos, lamiendo y succionando
suavemente su carne inflamada.
―Gray —jadeó ella, tirando de su cabello—. Gray, por favor.
Él desenhebró los brazos de sus piernas e hizo un camino de besos subiendo hasta su vientre antes
de sentarse sobre los talones.
—Te deseo ―le empujó las rodillas para separarlas aún más—. Quiero saber que nunca abrirás
estas piernas para otro hombre —él acomodó las caderas a modo de cuña entre sus muslos y se
introdujo dentro de ella un centímetro.
Sophia gimió y trató de alcanzarlo.
Él cogió sus manos entre las suyas, entrelazando los dedos. Los brazos de ella doblados por los
codos mientras él se inclinaba hacia adelante, sujetando sus manos contra la almohada.
—Quiero saber que ningún otro hombre jamás tendrá esto —él empujó un poco más.
No fue suficiente. Sophia se tensó hacia él, envolviendo las piernas alrededor de las suyas
―Gray. Oh, Dios. Más.
Él embistió dentro de ella bruscamente, sus dedos apretando los de Sophia.
—Quiero saber que eres mía —se retiró y embistió de nuevo, esta vez enfundándose hasta la
empuñadura—. Mía. —Embestida—. Mía.
El cuerpo de ella cantó bajo su tierno asalto, así como su corazón le dolía.
Deseaba envolver sus brazos alrededor de él, atraerlo más cerca. Susurrarle promesas al oído y
abrazarlo hasta que entendiera que no sólo ella era suya, sino que él era suyo. Él se estaba esforzando
tanto para conquistarla, pero ella sabía que todo lo que Gray quería, en su corazón, era ser
reclamado.
Él sostenía sus manos con agarres de hierro mientras empujaba dentro de ella, una y otra vez.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 202


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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

El sudor perlaba la frente de Gray, cayendo sobre sus pechos y en su cuello. La cama protestaba
con cada uno de sus golpes, y ella también gimió.
—Quiero que tú —unas ásperas respiraciones rompieron sus palabras; él puntualizó cada frase con
una embestida—. Quiero que tú... seas mía. Ahora. Siempre.
—Sí ―ella envolvió sus muslos firmemente sobre sus caderas, abrazándolo de la única manera que
podía—. Siempre.
—Quiero llenarte con mi semilla. Quiero que tengas a mi hijo —su ritmo se aceleró; sus ojos se
cerraron con fuerza.
―Gray —jadeó, sintiendo una oleada de placer cuando él inclinó la cadera. Ahora, su pelvis frotaba
la de ella, elevándola a un plano superior de éxtasis con cada profunda embestida. Su boca se abrió
cuando el placer se montó en su interior, una espiral en ascenso y en ascenso.
—Te quiero —gruñó él, apretando los dedos sobre los de ella—. Quiero la verdad.
Él se quedó paralizado. El tiempo se ralentizó, se tambaleó al borde de un abismo.
—Quiero la verdad —repitió, empujando en su interior otra vez. Entonces se detuvo,
completamente enfundado en ella, toda su longitud llenándola, presionando con fuerza contra su
vientre. Le soltó las manos y se inclinó sobre ella, enterrando la cara en su cuello—. Dios, dulce, ¿no lo
entiendes? Te quiero. Toda tú. Quiero conocerte, por dentro y por fuera. Quiero que tú me conozcas.
Nada va a cambiar eso, te lo juro. Puedes contarme cualquier cosa. Estoy listo para escuchar.
Con manos temblorosas, ella acunó su cabeza.
—Te amo.
—Eso no es... —se puso rígido en sus brazos y empezó a retirarse. Sophia arqueó su cuerpo y lo
apretó contra ella, atrayéndolo hacia adentro nuevamente—. Dios —gimió, hundiéndose en ella otra
vez—. Sabes que no es eso lo que quise decir.
—¿No? ―trenzó los dedos en su pelo y le besó la oreja—. Gray, es la verdad. Te amo.
Los músculos de su cuello se pusieron rígidos bajo sus dedos. Las manos se Gray se deslizaron para
abarcar su trasero, alzándole las caderas. Ah, y ahora él estaba tan profundo, tan sólido en su interior.
El ritmo de sus embates acelerándose, llevándola a un impotente crescendo.
Trabajosas respiraciones chamuscaron su oreja.
—Dímelo otra vez. Dime la verdad.
—Te amo.
Más rápido, ahora. Urgente. Desesperado. Ella se remontaba a la liberación.
—Dime más —exigió él, sus dientes raspándole el hombro.
—Tú me amas, también.
Sus labios encontraron los de ella, y entonces la verdad estuvo allí, en ese beso, en su unión, en el
placer exquisito que los estremecía a los dos por entero y las ráfagas calientes que inundaban el
vientre de Sophia.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Se derrumbaron juntos, húmedos de sudor y jadeantes. Él se quedó quieto sólo unos momentos
antes de comenzar de nuevo, sembrando ligeros besos a lo largo de su cuello, abarcando su pecho
con su palma callosa.
—Eres tan hermosa —suspiró en su pelo.
Ella trató de controlar su risita infantil, sin éxito.
―Gray, está oscuro como la boca de un lobo. Ni siquiera me puedes ver.
—Incluso en la oscuridad —murmuró contra su piel—. Eres la mujer más hermosa que he
conocido, incluso en la oscuridad.
De repente, eran lágrimas las que Sophia luchaba por reprimir. Perdió esa batalla, también.
—Te juro que nunca te dejaré —susurró él—. Lo dije antes y lo digo en serio todavía. No me
importa lo que hayas hecho en el pasado, porque tu futuro está conmigo. Si nunca sé tu nombre, no
importa. Tengo la intención de darte el mío ―se levantó sobre un codo y le retiró con suavidad el pelo
de la frente. Su sonrisa era un destello blanco en la oscuridad—. Puedes ser la "señora Grayson" para
el mundo, pero para mí... para mí, siempre serás "dulce". No creo que pueda llamarte de otro modo.
Sophia tragó saliva. ¿Quería decir lo que ella pensaba que quería decir?
—¿Estás seguro? Todavía puedo tener mi periodo.
—Estoy seguro. Nunca he estado más seguro.
—Pensé que no eras del tipo que se casa.
—No lo era. Y fue malditamente bueno, también, o yo estaría con alguna esposa inconveniente en
lugar de aquí contigo —su mano deambuló hasta posarse en su vientre—. Podrías llevar a mi hijo.
Quiero nuestro hijo. Quiero una vida contigo.
La esperanza revoloteó en su pecho.
―Gray...
—Shhh —colocó un dedo sobre sus labios—. No digas nada, a menos que sea sí.

El silencio era insoportable, la oscuridad palpable.


Gray mantuvo su dedo sobre sus labios, de repente temeroso de moverse. Si él la soltaba y ella no
decía que sí...
La duda se filtró en su mente, invitando al pánico a seguirla. ¿Cómo había llegado a querer tan
profundamente a esta mujer, en sólo unas pocas semanas? ¿Cómo había llegado querer algo tan
profundamente? ¿Y cómo se atrevía él a creer que la merecía, que merecía esa felicidad?
Los labios de ella temblaban bajo su toque, o tal vez era su dedo el que temblaba contra sus labios.
Sentía como si un gran peso se equilibrara sobre el eje de su corazón. Un suspiro, un respiro por parte
de ella podría volcarlo. Podría aplastarlo a él.
Ella tragó, y por debajo de la punta de sus dedos, los labios se adelgazaron, se entreabrieron. Una
delgada media luna blanca rasgando la oscuridad. Ella estaba sonriendo.

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No esperes, le pidió a su corazón que latía con fuerza. Las mujeres sonríen con pesar muy a
menudo.
Poco a poco, él deslizó el dedo hacia abajo, liberándola. El mundo se detuvo. Se sentía como un
preso a la espera de su sentencia, con la esperanza absurda de una cadena perpetua.
—Sí —susurró.
—¿Sí? ―oírlo una vez no fue suficiente.
La media luna de color blanco se hinchó, como una luna creciente.
—Sí.
Él agarró sus hombros.
—Sí —apremió otra vez. Oírlo dos veces tampoco era suficiente.
Ella lo abrazó, estrechándolo con fuerza, con las piernas sobre sus caderas y los brazos
entrelazados alrededor de su cuello. Él todavía estaba en su interior, y ella se tensó alrededor de él allí
también.
La excitación pulsó en su ingle, y comenzó a endurecerse una vez más dentro de su vaina de
terciopelo.
Estirando el cuello, ella lo besó.
—Sí ―murmuró contra sus labios, una y otra vez entre muestras hambrientas—. Sí, Gray. Sí —su
cabeza cayó hacia atrás contra la almohada—. Te amo.
Y antes que se diera cuenta, estaba duro otra vez. Dios, nunca tendría suficiente de esta mujer. Su
mujer. Y milagro de milagros, ella tampoco había tenido suficiente de él. Su pelvis rodó por debajo de
la él, provocando que lo recorrieran corrientes de placer con cada hábil inclinación. Ella acarició su
espalda, su toque frío y ligero como una pluma contra su piel.
—Dulce —movió la mano entre ellos, acariciándola donde sus cuerpos se unían—. Juro que cuidaré
de ti. Te haré feliz —rezó porque fuera verdad.
—Mmmm —gimió ella—. Oh, sí.
Una vez, dos veces, una docena de veces. Gray no podía oír esa palabra lo suficiente. Él la amaba
lentamente, sin descanso, hasta que ella jadeó y suspiró las palabras "sí", "Gray" y "Dios" tantas veces
que se sintieron como votos sagrados.
Luego la observó dormir acurrucada a su lado, hasta que el amanecer pintó su desnudez con trazos
de luz cálidos y brillantes. Le había hecho el amor cuatro veces ya, se dio cuenta, pero esta era su
primera oportunidad de mirar realmente su cuerpo. Ella era por entero tan hermosa como la había
imaginado, si no más. Se sentía un poco culpable, dándose cuenta de que la había castigado por
dibujar su imagen, cuando él había estado conjurando una imagen de su cuerpo desnudo todas las
noches durante semanas. La única diferencia era que no había llevado sus fantasías al papel.
Haría falta un maestro del Renacimiento para capturar esta belleza.
Su pelo desparramado en la almohada y el brazo extendido, un millón de hebras del hilo de seda
más fino. Cuando se despertara, se prometió, lo cepillaría hasta que brillara. Admiró el terso disco de
su areola, relajado en el sueño. Luego sopló subrepticiamente a través de ella, hasta que se frunció en

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una roseta apretada. Su mirada vagó más abajo, a donde su ombligo subía y bajaba con cada
respiración, como un corcho pequeño flotando en el vientre ligeramente redondeado. Una irregular
marca de nacimiento se destacaba en la cresta de la cadera, como un chorrito de vino en la nieve.
La tocó con un dedo, y ella se agitó.
—No mires eso ―murmuró, frotándose el sueño de sus ojos—. Sé que es horrible.
—¿Horrible? —a pesar de la expresión de dolor en su rostro, tuvo que reírse—. Cariño, puedo decir
honestamente que no hay nada acerca de ti que sea horrible en lo más mínimo.
—Mi maestro de pintura no estaría de acuerdo.
El sabor amargo de la envidia le llenó la boca.
—Sabes, ese francés tuyo mejor que espere que nunca me encuentre con él.
—Oh, no ―dijo ella rápidamente—. No Gervais. Nunca Gervais. Mi maestro de pintura era un viejo
pedante y calvo llamado señor Turklethwaite.
El desconcierto de Gray debe haber sido obvio.
Ella continuó:
—Nunca hubo ningún Gervais. Quiero decir, sabes que yo nunca había llevado un hombre a mi
cama, pero debes entender... Tampoco nunca había permitido a otro hombre entrar a mi corazón ―lo
besó en la frente, luego en sus labios—. Te amo, sólo a ti.
Dios. Qué valiente era. Arrojar esas palabras como si fueran plumas. ¿Podría sospechar la forma en
que aterrizaron en su pecho, como balas de cañón, detonando en el fondo de su corazón?
Luchando por permanecer ecuánime, le preguntó casualmente:
—¿Cuándo tuvo este maestro de pintura la ocasión de ver tu marca de nacimiento?
Ella se echó a reír.
—No la vio. Pero pinté algo así una vez, en un retrato de Venus. Le dije que pensaba que le
prestaba un aire de realidad. Oh, cómo me regañó. Una dama que pinta, dijo ―le dirigió a Gray una
mirada burlona—. Él no aplicaría el término "artista" a una mujer, ya ves.
—Ya veo.
—Una dama que pinta, dijo él, debería acercarse al arte como lo haría con cualquier otro logro
gentil. Su propósito es complacer, su objetivo es crear un ejemplo de refinamiento. Una verdadera
dama no pintaría una imperfección, dijo, no más de lo que tocaría una nota falsa en una sonata. La
belleza no es real, y la realidad no es bella.
Gray meneó la cabeza.
—Notable. Creo que desprecio a tu maestro de pintura real, incluso más de lo que odiaba al
ficticio. No lo habría creído posible.
Ella se levantó sobre sus codos, su expresión de repente ansiosa.
―Gray, ¿cómo quieres casarte conmigo? Hay tantas cosas que no sabes. Partes de ella son feas por
cierto.

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—Sé que eres mía —queriendo tranquilizarla, entrelazó los dedos con los de ella—. Quería decir
cada promesa que te hice a bordo del Afrodita. Estás a salvo conmigo, y nunca te dejaré. Vine a ti con
intenciones honorables cuando hicimos el amor. Quería casarme contigo entonces, sin saber nada
más de ti de lo que sé ahora mismo. Puede que no conozca tu historia, pero confío en que conozco tu
corazón.
—Mejor que nadie —una pequeña sonrisa consiguió que sus labios se apartaran, y él los besó.
Primero tomando suavemente su labio superior, luego saboreando lo carnoso de su homólogo de
abajo.
—¿Y tú confías en mí? Puedes contarme todo. ¿Crees eso?
—Sí, por supuesto. Y te lo contaré todo —sin embargo, un toque de incertidumbre brilló en sus
ojos y se mordió el labio—. Con el tiempo.
Su resistencia lo hirió, pero Gray se vio obligado a fingir paciencia.
Presionándola aún más podría conseguir respuestas, pero no confianza. Él quería tener ambas
cosas.
—Muy bien. Con el tiempo.
Ella jugaba con un mechón de su cabello.
—Hay tanto que contar, es todo. No estoy segura por dónde empezar.
—Bueno, entonces. Comencemos con lo esencial. ¿Eres libre para casarte conmigo? —exhaló
lentamente, en un agudo esfuerzo por no contener la respiración.
—Por supuesto. Cuando llegue a la mayoría de edad, por supuesto.
—Dime tu cumpleaños.
Ella sonrió.
—El primero de febrero.
―Será el día de nuestra boda —trazó la forma de la marca de nacimiento de su cadera—. Muy
conveniente para mí, que tu cumpleaños y nuestro aniversario coincidan. Será más probable que
recuerde ambos.
—Me gustaría que dejaras de tocarme ahí.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque es fea. La odio.
Él inclinó la cabeza, sorprendido.
—Yo la adoro totalmente. Esto me recuerda que eres imperfectamente perfecta y mía por
completo —se deslizó por su cuerpo y se inclinó para besar la marca para probar el punto—. Hay un
poco de emoción al saber que nadie más la ha visto.
—Ningún otro hombre, quieres decir —la besó allí de nuevo, esta vez siguiendo la forma con la
lengua. Ella se retorció y se rió—. Cuando era niña, la refregaba en el baño. Mi niñera me decía, Dios
da las marcas de nacimiento a los niños para que no se pierdan —su boca se curvó en una sonrisa
agridulce—. Sin embargo, aquí estoy, a la deriva en el océano al otro lado del mundo. ¿No lo llamarían
una ironía?
TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 207
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—Creo que lo llamaría Providencia—él apretó las manos sobre su cintura—. Tú estás aquí, y te he
encontrado. Y me esfuerzo en no perder lo que es mío.
La besó en la cadera de nuevo, luego deslizó su boca hacia su centro mientras se colocaba entre
sus muslos.
―Gray ―protestó ella a través de un suspiro de placer—. Es tarde. Tenemos que levantarnos.
—Te aseguro que estoy levantado.
—Hay trabajo por hacer ―ella se retorcía en su agarre—. Los hombres querrán su desayuno.
—Esperarán hasta que el capitán haya terminado el suyo.
―Gray ―dio un grito ahogado de conmoción, a continuación, uno de placer—. Qué bribón eres.
Él se puso de rodillas y le levantó las caderas, hundiéndose en ella con un gemido bajo.
—Dulce —susurró mientras comenzaba a moverse con él—, no me tendrías de ninguna otra
manera.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 208


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CAPÍTULO 24

El desayuno estuvo tarde. Absolutamente tarde, pero fue servido con una sonrisa. Y siendo que los
hombres ya estaban ocupados en sus tareas, Sophia fue quien llevó la comida de Brackett a la bodega.
Con un plato de lata con galletas y un pequeño cazo de té, descendió la larga y angosta escalera,
pasó por los camarotes y el depósito, llegando al pequeño vientre del barco.
—¿Señor Brackett? ―ella se detuvo en la base de las escaleras, no muy segura de en qué dirección
estaba él.
—¿Podría ser esa la Señorita Turner? —su voz demasiado cortés surgió rasposa desde algún lugar a
la izquierda. Sophia sintió la ansiedad aletear a través de ella, pero no le permitió anidar allí. Él estaba
encerrado, se recordó. Y sería un tonto si intentara causarle algún daño.
―Le he traído su desayuno ―caminó en dirección a su voz, permitiendo que sus ojos se
acostumbraran a la tenue luz de la bodega. Eventualmente, lo encontró, esposado y encadenado a la
bomba de achique. Parecía suficientemente sano, aunque un poco desaseado. Los rasgos afilados de
su rostro parecían aún más adustos, y el crecimiento de la barba oscurecía su mandíbula.
―Señorita Turner ―dijo él, chasqueando la lengua—. Usted subió a bordo de este barco como
una respetable institutriz, y mírese ahora. Grayson la ha convertido en su criada —él ladeó la cabeza
—. Y su puta.
El rostro de Sophia se encendió. Sus manos temblaron, y los duras panecillos repiquetearon en el
plato.
—No se atreva a hablar de él en esa forma. Usted ni siquiera sirve para raspar el barro de sus
botas. Él es un hombre mejor de lo que usted alguna vez pudiera aspirar a ser, y lo que es más, él es
mejor persona que yo. Le ha dado cobijo y lo ha alimentado, cuando por lo que les hizo a Quinn y a
Davy, yo lo hubiera lanzado alegremente a los tiburones. Y por como están las cosas ahora, tiraré su
desayuno a las ratas ―ella arrojó el plato, con galletas y todo, al rincón más alejado de la bodega—.
Buen día, Señor Brackett.
Temblando, Sophia volvió a subir por las escaleras y tropezó desordenadamente en la cubierta.
—¿Qué pasa? —quiso saber Gray, atajándola en sus brazos. Buscó en su mirada y examinó su
cuerpo—. ¿Qué ha pasado?
Ella sacudió la cabeza, secándose los ojos con las puntas de sus dedos.
—El Señor Brackett es un hombre vil y odioso.
—¿Te lastimó? Lo mataré.
—No, no lo hagas. Me convertirás en una mentirosa, ―ahogó un arrebato de risa histérica con su
palma.
Gray la tomó por los codos y la llevó a que se sentara.
—No es nada —insistió Sophia, aliviada por su presencia y su fuerza—. No me lastimó. Solo
hemos… intercambiado unas palabras, eso es todo.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 209


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—No volverás a bajar allí nuevamente. ¿Me comprendes?


—Créeme, lo dejaría morir de hambre antes de volver a aventurarme en esa bodega otra vez.
—Estaría tentado de hacer eso, dejarlo morir de hambre. Pero desafortunadamente no estaremos
en alta mar el tiempo suficiente.
Sophia alzó la mirada, sorbiéndose por la nariz.
—¿Estamos tan cerca de Tortola? —no era el final, se recordó a sí misma. Sólo el comienzo. Habría
otros viajes, mares y continentes enteros que explorar.
Gray asintió con la cabeza.
—Sólo uno o dos días más —la puso de pie y la llevó hacia la barandilla del barco—. Mira.
Un cardumen de peces ladeaban al Kestrel, una ráfaga de dardos plateados cortando a través de la
espuma. Ella los vio fácilmente en las aguas despejadas. El mar tropical se veía azul como los zafiros
desde la distancia, pero claro como un cristal desde cerca. Para asombro de Sophia, algunos de los
peces saltaron desde el agua y volaron por el aire con grandes aletas en forma de alas, antes de
desaparecer nuevamente bajo las olas.
—Pez volador. Una señal segura de que estamos cerca. Y ahí hay otro —él señaló la punta de la
proa, donde una gran gaviota blanca se encaramaba serenamente.
—Un pájaro. No puedo creer que hace un mes entero desde que he visto un pájaro ―se volvió
hacia Gray—. Y así, no puedo creer que ha pasado sólo un mes desde que te conozco. No puedo
decidir si ha sido el mes más largo de mi vida, o el más corto.
Las cejas de Gray se unieron en un ceño exagerado.
—No puedo decidir cuál me resulta el cumplido más débil.
—Ninguno —bromeó ella, enlazando su brazo en el de él—. Para hacerte un cumplido, debería
decirte que ha sido el mejor mes de mi vida. Y lo ha sido ―jamás había dicho palabras más ciertas.
—Oh, bien manejado. Mi orgullo ha sido rescatado. —A pesar de su aire despreocupado, los ojos
de Gray tenían una expresión de verdadera emoción. Hoy estaban completamente azules, un rico azul
celeste, claro e invitador y eterno. Tal y como el mar.
Sophia se rió de sí misma. ¿Cómo se le había escapado lo obvio? Todo este tiempo, ella había
estado intrigada por el color de sus ojos. Siempre estaban cambiando, desde el verde, al azul o al gris.
Y ahora ella sabía por qué. Siempre reflejaban el mar.
—¿Sabes ―dijo él— que si sigues mirándome fijamente así mucho más tiempo, me veré forzado a
enviarte bajo cubierta?
—¿De veras te estoy mirando fijamente? ―ella revoloteó sus pestañas hacia él—. Pronto haré una
escapada a la despensa, sabes. Pero cuidado, este es el último vestido bueno que tengo.
—Sirena ―Gray le dio un subrepticio pellizco en la cadera—. No, es el camarote lo que tengo en
mente para ti, y tú estarás allí sola. Necesitas descansar. —La condujo hacia la escotilla.
—¿No vendrás a descansar conmigo?
—Si voy contigo, ninguno de los dos va a descansar.

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Una corriente de placer la golpeó directo en su centro. Luego, se inmiscuyó un pensamiento más
práctico.
—¿Pero qué hay de la comida del mediodía? No se hará sola.
En ese instante, un pez volador tan largo como su brazo pasó por sobre la barandilla del barco y
cayó en la cubierta a sus pies.
Gray miró al arrojado pez, luego alzó las cejas hacia ella.
—Creo que nos arreglaremos de alguna manera.

Horas más tarde, Sophia despertó sola en la oscuridad. Sus pies tantearon las tablas del suelo en
busca de sus zapatillas, y envolvió una ligera manta sobre su cuerpo antes de dirigirse a cubierta.
Las estrellas la saludaron, en divinas multitudes. Un millón de luces danzando, parpadeando,
brillando alegremente en el firmamento. Como si algún pícaro serafín estuviera arrastrándose en el
piso del cielo, perforando pequeños agujeros con un taladro para permitir que la gloria brillara a
través de ellos.
Ella lo espió en el timón, de espaldas a ella como si estuviera mirando por sobre la popa del Kestrel,
con los codos apoyados en la barandilla. El marinero en la rueda del barco la ignoró amablemente
mientras Sophia iba de puntillas, desde la luz oscilante de la lámpara y adentrándose en las sombras
que envolvían a Gray.
Sin hacer ruido alguno, Sophia presionó su cuerpo contra él, aplastando la mejilla contra su
espalda. Gray se tensó ante el contacto inicial, luego se relajó un instante después. Sus dedos
encontraron los de ella cuando arrastró una mano hacia su cintura.
—Deberías estar durmiendo ―le murmuró él. Su amplificada voz sonó deliciosa, viajando a través
de los sólidos músculos de su espalda. Ella lo sintió, más que escucharlo. Lo sintió en todos lados.
—Te estaba extrañando—. Y porque quería sentirlo hablar nuevamente, añadió en una sugestiva
voz— ¿Tú me extrañabas?
—Por supuesto. —Él le arrastró la mano hacia abajo para mostrarla la prueba tangible de cuánto la
extrañaba. Sophia sonrió contra su espalda. Él la extrañaba enormemente, descubrió, con sus dedos
explorándolo. Este era un anhelo a gran escala, realmente.
Él habló nuevamente, enviando placenteros estremecimientos a través de ella.
—Tocaremos tierra mañana. En la mañana, si el viento se mantiene.
Ahora fue Sophia quien se puso tensa. Él se volvió para mirarla, atrayéndola firmemente contra su
pecho.
—Nada cambia mañana entre nosotros ―se llevó la mano de ella a sus labios y la besó—. Excepto
esto ―dijo Gray, frotando la mano de Sophia contra su barba—. La primera cosa que haré mañana
cuando toquemos tierra es afeitarme. Me está volviendo loco la picazón.
Ella rió, acariciando su recia mejilla con su pulgar.
—Entonces ¿por qué no te has afeitado hasta ahora?

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—¿Sientes esto? —él arrastró sus dedos sobre la delgada cicatriz ladeada sobre su mejilla.— Esto
es lo que obtienes cuando te afeitas en alta mar.
—¿De verdad? ―ella se inclinó hacia atrás, parpadeando en la oscuridad para distinguir sus rasgos
—. ¿Es así cómo te hiciste esa cicatriz? ¿Te cortaste afeitándote? —no pudo evitar reírse.
—Me alegra que mi herida causada por la vanidad te divierta tanto.
—No me río de ti. Me río de mí. Que te cortaras afeitándote… no es en absoluto lo que había
imaginado.
—Oh, cómo no, ríete. Fue una pura locura. —Él volvió su mirada sobre las aguas—. Debe haber
sucedido en algún lugar cerca de este rincón del océano, ya que estábamos a sólo un día o dos de
Tortola. Regresaba de Inglaterra, después de que mi padre muriera. Estaba tan preocupado por mi
hermana, Bel. Era tan sólo una niña entonces. No nos habíamos visto en años, pero desde el
momento en que me saludó, quería que ella se sintiera segura. Estaba tan ansioso de parecer
responsable, capaz… ―ella sintió la torcida sonrisa en su voz—. Si eso no resultaba, al menos bien
acicalado. Estaba afeitándome cuando se desató la tormenta. Perdí el equilibrio y caí, me hice un tajo
en la mejilla y me dejé un ojo morado, también. En vez de acicalado y responsable, me presenté
luciendo como si me hubieran asediado los piratas.
―Ella no estaba menos encantada de verte, estoy segura. —Sophia descansó la barbilla en su
brazo—. Estoy ansiosa por conocer a tu hermana. ¿Crees que le gustaré?
―Ella te amará —el suave murmullo entibió su corazón. Luego, continuó en un tono juguetón—. La
caridad es el trabajo de su vida. Es lo que Bel hace mejor, dedicándose a los más díscolas almas.
—Bien, entonces. Seguramente estará pegada a mí.
—Estoy contando con eso —la acercó más a él y luego se congeló—. Acabo de darme cuenta de
algo.
Ella alzó la mirada.
—Tu pequeño fajo ya no está —susurró Gray, llevando los dedos hacia el valle entre sus senos—.
¿No lo has tirado por la borda?
Ella sonrió.
—Está bajo el colchón. Ya no quería sentirlo entre nosotros. Pero suponiendo que lo hubiera tirado
por la borda, ¿qué entonces? Realmente espero que no estés casándote conmigo por mi dinero.
—No ―Gray se rió suavemente—. Seiscientas libras no es una suma mezquina… pero no. No es
suficiente para persuadir a un hombre de mis recursos. Si fueran seis mil, entonces tendrías razón en
preocuparte.
¿Y qué pasaría si fueran veinte mil? ¿Debería preocuparme entonces?
Sophia descansó su cabeza sobre el hombro de Gray. Sabía que él sólo estaba bromeando, que su
dinero no tenía influencia sobre sus sentimientos. Podría haberse casado por dinero años atrás, si lo
hubiera querido. Pero aún así, ella dudaba en confesarle la magnitud de su fortuna, teniendo en
cuenta su reacción de enojo la primera vez.

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Tampoco estaba ansiosa por contarle acerca de Toby. ¿Cómo podía decirle que ella había estado
prometida a otro hombre solícito y paciente, a quien ella cruelmente había dejado plantado y
engañado? Gray podría dudar de ella nuevamente, se temía, y Sophia no sabía cómo lo soportaría.
Mejor esperararía a que estuvieran casados. Entonces, él no dudaría de su amor.
Cerró los ojos y dejó que todo se desvaneciera. Todo menos Gray. El pulgar de él dibujó pequeños
e íntimos círculos en su espalda, y el deseo se disparó a través de su cuerpo.
—¿Quieres ir abajo? ―le preguntó Sophia.
Una entusiasta parte de él saltó ante la invitación, pero el resto de él permaneció quieto.
—En un momento —puso un dedo bajo su mejilla y levantó su rostro hacia él—. Justo ahora,
quiero besar a mi amor bajo las estrellas.
Ella dejó sus ojos abiertos mientras Gray inclinaba la cabeza sobre la de ella, absorbiendo el lustre
azul plateado de su piel y las inquietas sombras que el viento arrancaba de su cabello. Tan apuesto,
incluso en la oscuridad.
Primero el aliento de Gray acarició sus labios, gentil y cálido. Luego sus labios susurraron sobre los
de ella, tan solo un grado más insistente que su aliento. El lamió suavemente la comisura de su boca,
humedeciendo la vulnerable esquina de sus labios.
—Dulce ―murmuró él. Ella tragó la palabra, la sintió deslizándose desde su garganta hasta su
vientre, y más abajo… haciéndola sentir hambrienta por la cálida presión de su lengua contra la de
ella.
Oh, pero él era un provocador. Todo paciente arrogancia y atención devastadora.
En vez de tomar su boca, él deslizó una mano por detrás de su cuello, acunando la cabeza de
Sophia e inclinándola hacia atrás para estirar la columna de su garganta. El desparramó besos allí,
calientes chispas que danzaron a lo largo de su piel expuesta. Ella curvó los dedos en su camisa y en
los tensos músculos bajo ella. Sobre ellos, extrañas constelaciones se arremolinaron en la noche.
La boca de Gray se quedó posesivamente sobre su oreja, su respiración calentando la sensible
concha mientras su lengua dibujaba su contorno.
—Tú eres mía ―le susurró contra su oído—. Y el mundo es nuestro. No hay ningún lugar bajo este
cielo en el que no vayamos a estar juntos.
La lengua de Gray se hundió en su oreja, y sus rodillas se disolvieron, no quedándole otra opción
más que dejarse caer contra él. De depender de él para su fortaleza, su equilibrio, e incluso para su
próximo aliento, y ahora, finalmente, sus labios cubrieron los de ella.
Los ojos de Sophia aletearon hasta cerrarse, y ahora las estrellas estaban dentro de ella. Brillantes
constelaciones de deseo, chispeantes, calientes, arremolinándose a través de las partes oscuras de su
ser. Glorioso. La lengua de Gray estableció un ritmo sutil, persuasivo, acoplándose hábilmente a la de
ella. Con los senos necesitados y doloridos, Sophia presionó su cuerpo contra el de él. Se retorció en
su abrazo hasta que la cresta dura como el hierro de Gray anidó justo donde ella la necesitaba. Donde
pertenecía.
Él gruñó, profundamente en su garganta. Ella se deleitó con el sonido salvaje, un lapsus del
untuoso y sensual dominio de Gray sobre ella. Pero Sophia sólo se detuvo un momento para saborear

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el gusto del poder, antes de anhelar nuevamente, rindiéndose con entusiasmo a la peligrosa e
impredecible necesidad que ella había desencadenado.
Gray vagó por su cuerpo, acariciando y pellizcándola por todos los lugares en los que ella tenía
ansias de él. Suaves caricias, rudos pellizcos, afilados mordiscos y suaves lamidas. Él conocía los
lugares exactos y la secuencia precisa que la dejaban jadeante y mojada.
—Ahora—gruñó él agarrándola de las caderas—, ahora vamos abajo.

Gray se alegró de ir abajo. La pequeña sacudida de sorpresa de ella cuando él la besó ahí, el
corcoveo instintivo de sus caderas que lanzó el calor de ella contra su boca. Ese pícaro librito de ella
excluía algunas lecciones vitales en el arte de la pasión, y él tuvo un gran placer en complementar su
educación.
Y luego él tomó su propio placer de ella.
Más tarde, sudorosos y saciados, permanecieron desnudos sobre las sábanas, Desparramados de
espalda como si estuvieran flotando, dejando que el aire de la noche les enfriara la piel. Un gozoso
agotamiento lo animaba al sueño.
Se despertó algo más tarde, cuando ella encendió una vela.
—Sé que he visto una aquí en algún lugar…
Gray apenas reunió energía para levantar la cabeza. Tuvo una visión de ella, vestida en con camisa
y hurgando en los cajones.
—¿Qué es lo que estás buscando?
—¡Ajá! ―se enderezó triunfante, sosteniendo un brillante objeto cortante en su mano. El
distinguió una navaja—. Hay un afilador y una pastilla de jabón de afeitar, también. Iré a conseguir
algo de agua de la cocina.
Antes que Gray pudiera protestar, ella ya había cruzado la puerta del camarote, y él dejó caer la
cabeza sobre la almohada. Debió haberse dormitado, porque abrió los ojos para encontrarla sobre él,
tirando de su cabeza hasta el borde de la cama y alisando las palmas sobre su rostro.
—Sólo quédate quieto ―le susurró, guiándolo para doblar su cuerpo hasta que la coronilla de su
cabeza descansó sobre el pecho de ella—. Confía en mí, tengo una mano muy estable.
—No lo dudo ―ella masajeó una espuma de esencia picante por sus patillas, y el aroma se filtró a
través de la bruma de su cerebro, despertándolo un poco más.
—Esta vez, saludarás a tu hermana luciendo resplandeciente. Un retrato de respetabilidad; o al
menos de un buen acicalamiento.
Él suspiró mientras ella alisaba la espuma por su garganta, su roce deslizándose sobre su piel.
—Bien, necesitaré todo el esplendor que pueda conseguir, para poder convencerla. Sin embargo,
espero que tu presencia consiga más a ese respecto.
—¿Convencerla de qué?

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—De que venga con nosotros, por supuesto —él hizo una pausa cuando ella apoyó el filo de la
navaja en su mandíbula y lo arrastró lentamente hacia su mejilla—. Ahora que su madre se ha ido, y
Mara también… no puedo permitirle que siga viviendo allí sola.
—¿Mara? ―ella hizo otra lenta pasada con la navaja.
—La esposa de Joss. Falleció dando a luz el pasado año.
Ella hizo una pausa.
—Qué terrible. ¿Sobrevivió el bebé?
—Sí. Un niño, Jacob. Bel lo está cuidando ahora.
Después de enjuagar la navaja, ella apoyó una mano sobre su mejilla, moviendo su cabeza hacia el
otro lado. Nuevamente, ella comenzó en su oreja y trabajó hacia adentro.
—Desearía que hubieras conocido a mi hermano antes —continuó Gray—. Antes de que Mara
muriera, él era diferente. Las cosas eran diferentes entre nosotros. Más… fraternales.
—El dolor cambia a las personas.
—Así lo he aprendido.
Inclinó la cabeza de Gray hacia atrás para acceder a su garganta. Él estabilizó su respiración,
combatiendo la urgencia de tragar mientras ella raspaba sobre su pulso. El dolor cambia a las
personas. ¿Cómo podía no hacerlo? Él se daba cuenta ahora cuán injusto había sido con Joss,
negándole el tiempo para dolerse, el espacio para el cambio. Era sólo ahora que podía comprenderlo,
cuando la mera idea de perder a esta mujer hacía que gotas de sudor frío corrieran por su frente.
Cerrando los ojos, Gray se acercó para apretar su mano libre.
—Hablemos de cosas más alegres
—Muy bien —él sintió la sonrisa en su voz—. ¿Dónde pasaremos la luna de miel? ¿Me llevarás a
Italia, a ver los Botticellis?
—Te llevaré a cualquier lugar al que desees ir. Cualquier lugar bajo el cielo.
Un beso suave aterrizó en su párpado. Luego ella permaneció en silencio, trabajando hacia el
centro de su barbilla, enjuagando la navaja en una vasija a su lado entre raspadas cortas y seguras.
Ella estaba concentrándose, de dio cuenta Gray, trabajando cuidadosamente alrededor de su cicatriz.
Finalmente, dejó a un lado el filo, dejando que hunda en la vasija con un sonido acuoso, luego secó su
rostro con un paño.
—Quédate quieto. —Deslizó los dedos ligeramente por el rostro de Gray, como si comprobara
algún punto áspero que pudiera haber dejado. Delineó la delgada cicatriz desde su barbilla hasta su
boca—. Así que, si esta cicatriz fue auto inflingida, ocasionada por la vanidad —su mano se deslizó
hasta la cicatriz de su pecho—, ¿qué hay de ésta? No por vanidad, según creo.
Él sacudió la cabeza, apoyando una mano sobre la de ella.
—Esa fue pura estupidez. Pero también auto inflingida.
―Se ve como una quemadura.
—Lo es.

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Silencio. El corazón de Gray golpeaba en la palma de ella.


—No tienes que contármelo ―le susurró finalmente.
—Quiero hacerlo —respondió, sorprendido al darse cuenta de que era cierto. ¿Cómo podía
esperar que ella compartiera sus propios secretos, si él retenía esto? —. Pero es una larga historia.
—Tenemos toda la noche —él ladeó la cabeza y la miró con el ceño fruncido—. Cuando fui a la
cocina le dije a O´Shea que estabas enfermo —admitió ella con una sonrisa—. No nos molestará hasta
que no avisten tierra.
Él giró de costado y se apoyó sobre un codo, inseguro sobre si reprenderla o besarla. Ella resolvió
el dilema besándolo primero, luego acurrucándose en la cama junto a él.
—Necesitas descanso ―le susurró, atrayendo la cabeza de Gray hacia su hombro—. Entre
mantener las guardias y mantener una amante, apenas has dormido en una semana.
—Tú no eres mi amante, eres mi futura esposa.
—No estamos casados todavía. Y no arruines mi diversión. Es mi última oportunidad de ser la
amante de alguien.
Una feroz alegría hinchó el corazón de Gray. Envolvió un brazo en la cintura de ella.
—Sí, lo es.
Gray la abrazó en silencio, evaluando la historia que intentaba contarle. Era una historia que
apenas entendía él mismo, y se dio cuenta de que estaría contándola más en su propio beneficio que
en el de ella.
—Habrás deducido que la madre de Joss era la amante de mi padre. Una de sus amantes, en
cualquier caso. Ella era una esclava.
—Ya veo ―ella acarició su cabello.
—Desde el principio, mi padre reconoció a Joss abiertamente como su hijo. Esto fue después de la
muerte de mi propia madre, y antes de que sus bastardos fueran tantos que se hiciera impráctico
reconocerlos. Fuimos criados como hermanos, durante el día. Jugábamos juntos, comíamos juntos,
tomábamos nuestras lecciones juntos. Por la noche, yo me quedaba en la casa, y Joss se iba con su
madre a sus habitaciones.
Él frunció el ceño.
—Es tan extraño ahora, recordar cómo lo envidiaba. El tenía todos los mismos privilegios de los
que yo disfrutaba, con ninguna de las expectativas. Para mí, Joss parecía estar en su casa en todos
lados. Fue sólo mucho más tarde que me di cuenta de que era todo lo contrario —haciendo una
pausa, restregó una mano contra su mejilla recién afeitada—. No debió haber sido una sorpresa,
supongo, que él creciera resentido hacia mí. Pero lo fue. Cuando mi padre habló de enviarme de
regreso a Inglaterra, a la universidad, todo lo que quise fue cambiar de lugar con Joss y quedarme en
casa. Todo lo que él deseaba era una oportunidad para irse. Peleábamos todo el tiempo, y nos fuimos
a los golpes más de una vez.
—Pero así son las cosas entre hermanos ―intervino ella―. Mi hermana y yo peleábamos
contantemente a esa edad.

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—Supongo que tienes razón. Al final, fue otra pelea la que trazó la línea entre nosotros. De camino
a casa desde la ciudad una noche, Joss se vio en el lado equivocado de unos patanes ebrios.
Decidieron que era tiempo de poner a mi hermano en su lugar, así que lo golpearon y marcaron.
La mano se le quedó congelada en su cabello.
—¿Marcaron?
—Era lo que le hacían a los esclavos en su momento, quemando la marca del dueño en sus
hombros. Una práctica repulsiva, no es que la esclavitud en sí misma no sea una práctica repulsiva por
derecho propio. La marca ha caído fuera de gracia en Tortola por generaciones, pero los atacantes de
Joss decidieron resucitar la tradición —una oleada de náusea lo recorrió ante el recuerdo de su
hermano yaciendo postrado en cama, recuperándose durante días finalmente. El olor de la carne
chamuscada dejando lugar al enfermo aroma de la infección, luego el dulce hedor del láudano
sobrepasándolo todo. Él no compartiría estas partes de la historia.
—Dios Querido —resumió ella, acariciando su cabello.
—Yo debía partir para Inglaterra antes de que se hubiera recuperado completamente. Me senté
junto a su lecho de enfermo y le prometí que, cuando tuviera mi propio dinero volvería por él y por
Bel, y todos tendríamos los mismos lujos, las mismas oportunidades. Lo compartiríamos todo.
—¿Eso lo hizo sentir mejor?
Gray se sonrió.
—Me dijo que me fuera al demonio. Él estaba drogado y dolorido, pero aún así me mató. Me puse
ferozmente ebrio, salvajemente enfermo, y luego ferozmente ebrio otra vez. No sabía cómo
convencerlo y recordarme a mí mismo, que a pesar de todo, éramos hermanos.
Ella jadeó ligeramente. Su mano dejó el cabello de Gray y fue a cubrir su herida.
—Oh, Gray. ¿Te hiciste esto tú mismo?
Él dejó escapar un suspiro.
—Nunca subestimes el poder del licor y la sensiblería en un muchacho adolescente. Era tan
estúpido. Arruiné todo el asunto. Tenía que ser mi pecho, ya que no podía llegar muy bien a mi propio
hombro. No calenté suficientemente el hierro, y por supuesto, la mano me temblaba tanto como una
hoja de palmera en un huracán—él empujó la mano de ella a un lado y delineó el borroso e irregular
dibujo con sus propios dedos—. Dios, realmente dolió. Dolió todo el camino hasta Inglaterra. Me
hacía recordar, correcto. Recordar que jamás debí haberme ido. Me sentía tan malditamente culpable
de haberlo dejado atrás, que ni siquiera pude ir a Oxford cuando llegamos. Me quedé en ese barco
por más de un año. Cuando finalmente llegué a Inglaterra, las cosas sólo empeoraron. Vi la vida que la
familia de mi padre debió haber tenido. Sociedad, fortuna, rango, privilegio. No un exilio cercano a lo
bíblico en una tierra de esclavos y pestilencia. Yo quería, necesitaba, reconstruir la fortuna que mi
padre había dilapidado. No tenía ni idea de cómo reparar sus defectos morales, mucho menos
corregir los míos. Pero sabía cómo obtener beneficios, y eso fue lo que hice. Quería darles a mi
hermano y hermana, todas las comodidades y seguridades que les habían sido negadas.
La mano se le cerró en un puño sobre su corazón.

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—¿Y cómo lo hice? Rompiendo cada promesa que alguna vez he hecho. Negando a mi hermano,
quitándole su herencia, vendiendo la casa familiar y arrastrando a Joss al mar conmigo.
—Para convertirse en corsarios.
—Sí, hemos tenido una buena época pecaminosa —los labios de Gray se curvaron en una fría
sonrisa—. Éramos como niños nuevamente, sólo que armados con armas de hombres: cañones,
cinismo, enojo contra el mundo. Francia, e Inglaterra y América podían volarse entre sí a pedazos.
Nosotros estábamos allí para recoger el botín. Hacia el final de la guerra, empezamos a planear la
Naviera de los Hermanos Grayson. Abriríamos oficinas en Inglaterra, construiríamos más barcos,
traeríamos a Bel a Inglaterra para su debut. Se suponía que seríamos socios iguales.
—Entonces, ¿qué pasó?
—El amor, una cosa inconveniente, eso es lo que es. Joss se casó con Mara, la dejó embarazada.
Ellos no quisieron viajar, así que me fui primero a Inglaterra y comencé a construir el negocio,
reuniendo inversores. Volví justo para presenciar el nacimiento de Jacob, luego la muerte de Mara. De
repente, Joss no quería tener nada que ver con el negocio de la navegación. Me pidió su parte, para
comprar algunas tierras en Tortola, de entre todos los lugares, y luego la arrojó a la basura.
Sophia frunció el ceño.
—¿La arrojó a la basura?
—Fue idea de Bel, una cooperativa azucarera. Esto es lo que sucede cuando las únicas amigas de
una chica son misioneras. Los Cuáqueros y los Metodistas han estado comprando plantaciones y
dividiéndolas entre pequeños granjeros, para dejarlos libres para obtener su propia subsistencia. La
parte cooperativa fue idea de Joss, compartiendo los costos y las tareas de refinar el azúcar, serían
capaces de obtener ganancias.
—Bueno, eso no suena como una mala idea.
—No, no lo es. Suena como una idea malditamente santa. Pero en la práctica… es un riesgo
tremendo. Y la vida de granja, es dura, es pobre. Es menos de lo que merecen —juró Gray en la noche
—. Después de todo ese tiempo, de todo ese trabajo y sacrificio, ¿terminar nuevamente donde
habíamos comenzado? No podía permitir que Joss hiciera eso. Me fui.
—Y te llevaste el dinero contigo.
—Me lo agradecerá en su momento. La muerte de Mara volvió a mi hermano demasiado
cauteloso, eso es todo. Una vez que haya estado en el mar lo suficiente, volverá en sí ―se sentó
erguido en la cama—. Y no me importa si mi hermana proclama que es feliz vistiendo harapos y
jugando al ministerio cuáquero. Ella irá a Londres a hacer el debut más extravagante que la sociedad
alguna vez haya visto, y vestirá sedas de cada maldito color del arco iris. No he pasado los últimos diez
años mintiendo, engañando y robando sólo para que mi hermano y hermana pudieran continuar en el
mismo miserable exilio que nos dio nuestro padre. Maldita sea, vendí mi alma por esto.
—Shhh ―ella se irguió detrás de él, envolviendo los brazos alrededor de sus hombros—. Todo está
bien.
—No lo está. Nada está bien. Nunca he hecho una cosa bien en mi vida, al parecer.

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—Eso hace un par de nosotros entonces —sus labios presionaron el lugar bajo su oreja—. Pero
creo que juntos estamos bien, ¿no lo crees? La gente como nosotros…no tenemos ningún talento
para seguir las reglas. Sólo podemos seguir a nuestro corazón. Yo también le he hecho mal a la gente,
pero ¿es horriblemente retorcido que no pueda arrepentirme por ello? Fue lo que me trajo a ti.
Gray tomó una de sus manos y se la besó.
—Eres tan joven, que no puedes saber el significado del verdadero arrepentimiento. Jamás es lo
que has hecho, amor, es lo que has dejado sin hacer.
Él se recostó sobre ella, suspirando ante el confortable calor de sus pechos.
—Te llevaré a Italia, cariño, lo prometo. A Egipto y a India, también, si es lo que quieres. Pero
tendrá que esperar hasta después de la temporada de Bel. He apartado una dote para ella, suficiente
como para compensar nuestra procedencia. Nosotros provenimos de la nobleza, y su madre fue la
segunda esposa de mi padre, así que Bel no es ilegítima. Mi tía estuvo de acuerdo en presentarla. Y si
ser la bien dotada sobrina de una duquesa no es suficiente para voltear cabezas, está el hecho de que
ella es la segunda mujer más hermosa del mundo.
Deslizándose de su abrazo, Gray se volvió para enfrentarla. Su cumplido parecía haber rebotado en
su rostro perplejo.
—¿Tu tía es una duquesa? ―le preguntó ella, arrugando la frente—. ¿Cuál de ellas?
—Oh, no una de la realeza. Camille Marie Augusta Glaston D´Hiver, Su Gracia la Duquesa de
Aldonbury. Estás perdonada por no haber oído jamás de ella —se inclinó hacia adelante para besar su
cuello—. Con o sin talento, es tiempo de que yo empiece a seguir las reglas. Iré a Londres y jugaré su
pequeño juego, asistiré a sus bailes y fiestas, seré anfitrión de unas cuantas. Vestiré de pies a cabeza a
la última moda, sea que me siente bien o no.
—¿Qué hay de mí?
—Oh, te seré fiel, completamente pasado de moda ―le rozó la elegantemente inclinada nariz con
un dedo—. No te irrites, cariño. Le diremos a todo el mundo que tú eres hija de un plantador de las
Indias Occidentales. Supongo que no tendrás dificultades para adoptar el rol.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—Pero Gray… ¿qué hay si te digo que no quiero ir a Londres, que no quiero jugar su pequeño
juego?
—Entonces te convencería de lo contrario —dedicándole su sonrisa más endiablada, se inclinó para
besarla.
Ella puso una mano sobre su pecho, deteniéndolo.
—¿Qué hay si te digo que no puedo?
—Por supuesto que puedes —presionó un firme beso sobre sus labios, acallando sus protestas—. Y
lo harás, por mí, debo pedirte esto. Luego de que Bel se haya establecido y Joss asuma su parte en la
sociedad, entonces el mundo será nuestro para explorarlo. Pero tengo que ver primero que esto se
haga, o… —él acarició su mejilla—, o lo habré hecho todo para nada.
Ella lo miró fijo durante un largo momento.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 219


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—No para nada, Gray. Lo hiciste por ellos. Y no importa lo que pase, estoy segura de que ellos lo
saben.
—Desearía tener esa certeza.
—Puedes tomar prestada la mía ―ella descansó una mano en la mejilla de Gray, sus ojos húmedos
—. Estoy segura que ellos saben cuánto los amas.
Por un momento él temió que ella llorara. Por un momento, estuvo mortalmente atemorizado de
que si ella lo hacía, él se le uniría.
Luego, ella ladeó la cabeza, y una sonrisa conocedora se insinuó en su conmovedora mirada. Con
una feliz inhalación, se sentó a horcajadas en las piernas de Gray y lo empujó por los hombros.
—Ahora —la palabra era un murmullo prometedor mientras lo empujaba hacia la cama—, déjame
mostrarte cuánto te amo.

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 220


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CAPÍTULO 25

El amanecer fue cruel.


Sophia miró la desagradable luz del día cruzando su amado, apartándolo de ella con dedos color de
rosa, un centímetro cada vez. Sentada en la silla del capitán, las piernas dobladas bajo su camisa, ella
contempló a Gray mientras dormía. Él yacía postrado en la cama, las sábanas retorcidas sobre su
cuerpo, un brazo cubriendo sus ojos. Era la misma posición con que había permanecido toda la noche,
tras haberse dormido después de haber hecho el amor.
Cuando su semilla la había llenado, había rogado silenciosamente que se arraigara. Si ella concebía,
no le quedaría ninguna opción. No podía dejarlo si llevaba a su hijo y ella sabía que no él la dejaría. Se
vería obligado a reconsiderar sus planes en Londres, pero la alegría de un niño podría mitigar su
decepción. La vida escribiría un final diferente de lo que habían imaginado, pero podría haber sido un
final feliz.
Si sólo ella hubiera concebido.
Ella lo mantuvo en su interior hasta que sintió sus suaves ronquidos elevando su pecho debajo del
de ella. Entonces, dejándolo para su bien merecido descanso, se levantó en silencio para realizar sus
abluciones. Y allí fue cuando había comenzado a sangrar.
Después de gastar una hora en sollozos silenciosos y torturados, Sophia se acurrucó en la silla y
trató de pensar.
¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podía empezar a decirle la verdad a Gray? Tal vez podría comenzar con
ese cuento divertido del empleado bancario, con la cara roja, cómo ella había ejercido sus encanto
con él para que le soltara quinientas libras de su fideicomiso. Seguía sospechando que se reiría mucho
con ello.
Desde luego, tendría que contarle la fuente de las restantes cien libras. Que las había ganado en el
juego, y bastante de esas cien libras en la propia mesa de la duquesa de Aldonbury. ¿Debía decirle a
Gray que había estado en la escuela con sus primos? ¿Qué se había quedado como invitada en la casa
de su familia más de una vez? A estas alturas, Su Gracia ya habría oído de la sórdida, aunque falsa
historia de su fuga. Ella, como cualquier otra dama de la alta sociedad, negaría a Sophia cualquier
relación con ella como una cuestión de necesidad social.
Así que Sophia no podía pretender, ni adoptar el papel de la hija de un plantador de las Indias
Occidentales. Incluso si ella pudiera soportar la idea de otro engaño- y ella no estaba segura de que
pudiera, ni siquiera por Gray-, si alguna vez regresaba a Londres, sería un paria. Su ruina se
contagiaría a cualquier persona relacionada con ella.
Sabía que debía decirle la verdad a Gray. Pero una vez que lo hiciera, todas las opciones
dependerían de él. Podría insistir en casarse con ella de todos modos, destruyendo así las
perspectivas de su hermana y la tenue respetabilidad de su familia- todo por lo que había trabajado
tan duro, sacrificado tanto para lograrlo.
O... podría dejarla ir.

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Sophia hundió la cara entre las manos. ¿Cómo iba a decirle? ¿Cómo podía decirle lo inconstante,
deshonesta, intrigante que había sido, y aún así hacer un llamamiento a su honor? ¿Cómo podía
obligarlo a tomar esta decisión, entre su amor por su familia y las promesas que le había hecho a ella?
¿Cómo iba a soportar si él los escogía a ellos?
Qué ironía. Si al menos hubiera tenido el valor suficiente para enfrentarse a sus padres, para
pedirle a Toby que la liberara de su compromiso en lugar de huir. Se habría producido un escándalo,
sin duda, pero aún habría recibido unas invitaciones de vez en cuando de viejos amigos. Y tal vez la
próxima temporada, habría asistido a un baile, un loco enamoramiento de un debut, y su mirada se
encontraría con la de un caballero alto, de anchos hombros, luciendo una sonrisa pícara y una
intrigante cicatriz en la barbilla.
Tal vez él le habría pedido un baile.
La luz del sol hacía brillar ahora esa cicatriz, así como la más grande del pecho. Cómo envidiaba
esas cicatrices, las marcas indelebles que llevaba por amor. Una por su hermano, otra por su
hermana. De alguna manera primitiva, Sophia quería marcarlo, también. Él nunca podría verlo, nunca
lo sabría, pero en su corazón, él siempre sería suyo.
Revolviendo su baúl en silencio, encontró un tintero y un pincel pequeño. Cuando se instaló a su
lado en la cama, él se agitó... pero no se despertó. En cambio, rodó sobre su costado, lejos de ella.
Perfecto.
Afortunadamente, Sophia tenía un toque hábil y una mano firme. Y Gray se había agotado y
dormido como un tronco. Ella trabajó con rapidez, sigilosamente para crear su marca. Cuando ella se
echó hacia atrás para admirar su obra, lamentablemente no permanente, unos pasos retumbaron
arriba y un grito resonó:
—¡Tierra a la vista!

—Allí está el Afrodita ―dijo Gray, apretándola junto a él en el alegre bote mientras un miembro de
la tripulación remaba llevándolos hacia Road Town. Por supuesto, Gray había insistido en que ella y
sus baúles fueran los primeros artículos llevados a tierra. Él no la habría dejado atrás.
Él indicó con la cabeza hacia su barco, amarrado en el otro lado del puerto.
—Probablemente llegó hace unos días, así que estarán pendiente de nuestra llegada. No me
sorprendería ver a Bel esperando en el muelle.
—Espero que ella no esté allí —se le salieron las palabras. Ella aventuró una mirada hacia él,
encontrando el ceño fruncido que esperaba.
—¿Por qué? —preguntó—. Pensé que estabas esperando con interés encontrarte con ella.
—Así es —mintió Sophia—. Es sólo que no me siento lista, vestido como estoy. Me gustaría dar una
mejor primera impresión.
En realidad, Gray se veía resplandeciente esta mañana, vestido con una fresca camisa de lino,
pantalones gris perla, y un abrigo azul marino que apenas contenía sus enormes hombros. Debía de

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

haber estado guardando el conjunto sólo para esta ocasión, su regreso triunfal. Sophia se sentía sin
gracia y común a su lado, llevando su atribulado vestido con diseño de espigas. Ella también tenía una
vestimenta realmente espléndida que podría haber usado. Pero el vestido permanecía envuelto en
tisú en el fondo de su baúl. Si ella realmente iba a hacer esto: decirle a Gray toda la verdad y darle la
oportunidad de dejarla ir, bueno, verse así de hermosa no parecía justo.
—¿Quieres que te presente como Jane, entonces? —la miró desconcertado—. Ni siquiera puedo
pensar en ti como Jane. Es el nombre equivocado para ti por completo.
Las manos de Sophia se cerraron en puños. Él le estaba dando la perfecta oportunidad. Ella
también podría tomarla ahora.
—Eso es porque no es mi nombre.
La mandíbula de Gray se tensó, y su pulgar dejó de acariciar su mano. En un instante, un muro de
hielo se había formado entre ellos.
Sophia se obligó a hablar.
—Es mi segundo nombre. Verás, yo... yo... —su valor falló—. Mi familia siempre utiliza mi segundo
nombre.
Su expresión dura se fundió en una sonrisa.
—Otra cosa que tenemos en común.
Él deslizó un brazo alrededor de su cintura, atrayéndola más cerca.
Maldiciendo su cobardía, Sophia se inclinó en su contra. Tan sólo pensar en ello... en contarle todo,
observándolo luchar para elegir entre ella y sus propios sueños... Ella sintió que las cintas de su cofia
se apretaban alrededor de su garganta, cortándole el aire. La desesperación tiraba de ella, instándola
a huir.
Pero esto no era Londres. Tortola era tan pequeño, tan poco concurrido, tan poco familiar para ella
y conocido para Gray. Desde el bote podía ver el asentamiento de Road Town elevándose desde el
puerto como un anfiteatro, todos los edificios más grandes y concurridos cerca del agua. Las personas
se arremolinaban por los muelles, casi todos ellos con tonos marrón o ébano. ¿Cómo podría una
mujer, una intrusa de piel blanca como ella, tener la esperanza de desaparecer? ¿Dónde podría ir, si él
la dejaba libre?
Los Walthams. Ella tenía esta única conexión. Tal vez aún estuvieran aquí. Ella podría afirmar su
amistad con Lucy. Mejor aún, podría afirmar que era Lucy. Todavía tenía la carta original, después de
todo.
Su confiado tono de barítono acarició su oreja.
—No te pongas nerviosa. Eres hermosa. Estoy tan orgulloso de ti, creo que mi abrigo va a estallar
por ello.
—Es hermoso aquí ―dijo ella, con ganas de cambiar de tema.
—Supongo que lo es, para un recién llegado. Aunque para mí, es sólo mi hogar.

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Sophia no creía que jamás pudiera apreciar una vista como esta con indiferencia, incluso después
de décadas. La isla exuberante y verde bordeada de arena blanca, frente a un telón de fondo de cielo
azul celeste... le llevaría decenas de intentos recrear fielmente estos brillantes colores.
—Sí, ahí está ―dijo Gray, mientras se acercaban al muelle—. Creo que ella ha crecido cinco
centímetros desde que la vi por última vez —soltando la cintura de Sophia, se llevó las manos
alrededor de su boca y gritó—: ¡Bel!
Una mujer joven estaba en el muelle. No llevaba sombrero, pero se cubrió los ojos con ambas
manos. Al saludar a Gray, dejó caer una a la garganta y levantó la otra en un ademán.
Desde la distancia, Sophia no podía juzgar si la señorita Grayson había sacado las orejas de su
padre, pero su color era muy diferente al de cualquiera de sus hermanos. Tenía la piel olivácea y el
pelo negro azabache, tan negro que reflejaba un brillo azulado del cielo.
Cielos, pensó Sophia mientras atracaban. La señorita Grayson era una verdadera belleza. La suya
era una belleza exótica, medieval, operática, una belleza que irradiaba desde dentro. El tipo de belleza
que inspiraba a los hombres a componer odas y guerras, e inspiraba a las damas a hacer comentarios
poco amables en salas privadas. No era de extrañar que Gray hiciera cualquier cosa por ella.
¿Cómo podría soportar Sophia una comparación con esta criatura? Maldición. Tendría que haber
usado la seda después de todo.
La joven corrió a encontrarlos en el bote en el extremo del muelle. Su saludo sin aliento se
adelantó a cualquier presentación.
—Oh, gracias a Dios ―ella tragó saliva para tomar aire—. Gracias a Dios que has llegado. Vienen
por ti, sabes. Ya se han llevado a Joss —su mano revoloteó como el ala de un pájaro—. Dolly, hablan
de la horca.
Querido Señor, ella acababa de decir…
—¿Horca? ―Gray ayudó a Sophia a salir del bote, a continuación lo ató en el muelle. Tomó a su
hermana por los hombros—. Bel, cálmate. Dime lo que ha pasado.
La señorita Grayson tragó saliva.
—Cuando Joss llegó con el Afrodita, ese hombre horrible... el otro capitán…
—Mallory —completó Gray con impaciencia.
—Sí, él. Fue a la corte del Vice Almirantazgo y te acusó de atacarlo, tomando su barco por la fuerza.
Pusieron a Joss en la cárcel, y ahora vienen por ti ―ella miró por encima del hombro. Un trío de
hombres desconcertantemente avanzaban a grandes zancadas hacia ellos—. Los están acusando a
ustedes dos de piratería.
Ante la palabra, Sophia sintió náuseas. El muelle se sacudió bajo ella. Estaba en tierra sólida ahora,
o en madera sólida, en todo caso, ¿por qué todavía sentía como si estuviera en el mar?
Gray no parecía perturbado en lo más mínimo.
—Estaba esperando esto. Mallory no es sino una mentirosa rata de sentina, Bel. Lo arreglaré en un
minuto, ya lo verás—sonrió a Sophia—. Y entonces aquí hay alguien que te alegrará conocer.

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Sophia y la señorita Grayson apenas tuvieron tiempo de intercambiar miradas confundidas antes
que los hombres estuvieran sobre ellos.
—Jenkins ―Gray recibió al hombre al frente con un movimiento de cabeza. Sophia reconoció su
postura de natural autoridad—. Siempre es un placer.
—Bienvenido de nuevo, Gray. Me alegro de verte, también —la mirada del hombre pasó a sus
compañeros, luego de vuelta a Gray.
—¿Qué puedo hacer por ti, amigo? Mi hermana me dice que ha habido un malentendido sobre el
Kestrel.
—Parece que sí ―dijo Jenkins—. Gray, me temo que tendrás que venir con nosotros de inmediato.
Tenemos órdenes de encerrarte hasta que el juez tenga la posibilidad de interrogarte y decidir sobre
los cargos.
—No habrá ningún cargo ―dijo Gray, riendo entre dientes—. Pero será un placer ir, tan pronto
como haya visto a mis pasajeros y a mi tripulación.
El hombre pareció inquieto.
—Tendrá que ser ahora, Gray —hizo una gesto hacia los dos hombres a sus espaldas, y ellos dieron
un paso adelante, con un par de grilletes entre ellos.
Gris dio un paso atrás.
—Ciertamente no hay necesidad de cadenas —miró de un soldado a otro—. Soy un patriota. He
traído más de sesenta botines a este puerto y se entregaron todos ellos a la Corona. Burton lo sabe.
—Burton se fue hace ocho meses. El nuevo juez se llama Fitzhugh, bueno, él quiere que lleves las
cadenas públicamente. Le gusta la exhibición —Jenkins arrastró sus pies—, dejaremos las cadenas
sueltas. Sólo ven de buen grado, Gray. No hagamos una fea exhibición.
Gray juró con exasperación, pero no se resistió. Retrocediendo unos cuantos metros, tendió las
manos. Jenkins dirigió a los dos soldados más jóvenes mientras ajustaban las bandas de metal en
torno a sus muñecas.
Sophia tocó el hombro de la señorita Grayson.
—Él va a estar bien —susurró, tanto para sí misma como para su acompañante—. No ha hecho
nada malo.
—Ya lo sé —la joven sorbió por la nariz—. Dolly siempre encuentra una manera de salir de estas
cosas.
—¿Quién es Dolly?
—Bueno, mi hermano.
Sophia parpadeó. ¿Había un tercer hermano Grayson con las puntas de las orejas cuadradas?
—Probablemente usted le dice Gray —continuó la joven, dirigiéndole una sonrisa cautelosa—.
Como la mayoría de la gente.
¿Dolly era Gray? Dios mío. No era extraño que su hermana fuera la única mujer en la tierra a la que
le permitía dirigirse a él por su nombre de pila.

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Los soldados comenzaron a encadenar las piernas ahora, trabajando con torpeza para adaptar las
bandas alrededor de los tobillos de Gray.
—Pensé que se llamaba Benedict —murmuró Sophia.
—Oh, sí, pero ése era el nombre de nuestro padre. Él siempre usó su segundo nombre, Adolphus.
Dolly —la señorita Grayson se volvió hacia ella—. Usted conoce muy bien a mi hermano, entonces.
Perdóneme la caducidad de la etiqueta, ni siquiera hemos sido presentadas ―se inclinó en una
pequeña reverencia—. Soy Isabel Grayson. ¿Era una pasajera del Kestrel?
—No, me fui de Inglaterra en el Afrodita. ¿Joss no me mencionó?
La señorita Grayson negó con la cabeza.
—No tuvimos mucho tiempo para hablar. Pero si Dolly dice que estaré encantado de conocerla,
tengo una justa idea... —de repente, ella agarró la mano de Sophia—. Usted debe ser una de las
amigas de Wilson, de la Liga de las Misiones de las Indias Occidentales. Estoy tan contenta de que
haya venido. Tenemos muchos planes para la cooperativa azucarera. Y podemos llevarla al juez.
Incluso si no le cree a Dolly, seguro que no puede descartar el testimonio de una misionera.
¿Una misionera? La mente de Sophia giró. De todos los absurdos supuestos... oh, pero si sólo fuera
verdad. Entonces ella podría haber sido una poca de ayuda para Gray. ¿Pero ella, una mujer caída,
mentirosa y ladrona, entrar en una sala para hablar en su nombre?
Ella no podía hacer nada por su causa, salvo daño.
Oh Dios. Él estaba mejor sin ella.
Finalmente, los soldados terminaron su tarea. A la vista de su hermano con cadenas, la señorita
Grayson se echó a llorar.
—Muy bien, Jenkins ―murmuró Gray, su voz en plena ebullición—. Estoy usando tus grilletes. Iré
de buena gana. Seguro que me puedes dar un minuto —ante la orden de sus ojos, los hombres
retrocedieron unos pasos.
Gray se volvió hacia su hermana.
—Bel ―dijo en voz baja—, hay un pañuelo en el bolsillo de mi pecho. Tómalo ―ella obedeció, y se
secó los ojos. Él le sonrió—. Ahora, ¿es esa la forma de saludar a tu hermano pródigo? Yo había
planeado volver a casa como un comerciante respetable ―miró a Sophia—. No sólo eso, sino un
hombre de familia. En cambio, me presento ante ti como un pirata con cadenas.
Él se echó a reír, pero Sophia quiso llorar. Una vez más, sus mejores esfuerzos en beneficio de sus
hermanos se había torcido y distorsionado por el destino. Ella podía ver en su expresión la forma en
que lo hería. La idea de contaminar las perspectivas de la señorita de Grayson, ser la causa de ese
dolor...
—De todos modos —bromeó su hermana—, yo esperaba más bien un beso.
La señorita Grayson le dirigió una sonrisa trémula y se acercó de puntillas para plantarle un beso
en la mejilla.
—Eso está mejor. Ahora no te preocupes. Aclararé esto directamente —sus ojos iban y venían
entre Sophia y su hermana—. Mientras tanto, vosotras dos podéis llegar a conoceros.

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Él sacudió sus cadenas, añadiendo un bamboleo autocrítico de sus ojos. Luego caminó unos pasos
hacia atrás, hacia los hombres.
El mareo de Sophia aumentó, y el muelle pareció rodar por debajo de ella. Sentía como si ella se
fuera a enfermar, o a caer. Y con Gray encadenado como un criminal, ¿quién la atraparía?
Ella cerró los ojos. Si huía ahora... él no podría atraparla.
Ella tenía que ir. Si fuera una mejor persona, una buena persona, ella podría haber reunido el valor
para decir la verdad y aceptar su destino. Podría haber sido incluso capaz de ayudarle. Pero si fuera
una buena persona, no habría estado aquí en primer lugar. No sabía cómo cambiar su modo de ser,
más de lo que un dorado sabía cómo cambiar sus escamas irisadas.
Ella sabía cómo mentir. Sabía cómo huir.
Sólo había una manera de que pudiera liberar a Gray.
Ella corrió tras él mientras él avanzaba lentamente por el muelle, bromeando con sus captores.
―Gray —susurró, aferrando su muñeca encadenada.
—No te inquietes, dulce ―murmuró, muy bajo para que sólo ella pudiera oír—. Conozco a estos
hombres. He llenado sus bolsillos durante años. No me van a colgar. Voy a tener todo solucionado
muy pronto.
—Estoy segura de que lo harás ―ella se tragó una oleada de náuseas—. Pero... no voy a estar aquí
cuando lo hagas ―se merecía mucho esto, saberlo de ella.
Como Toby había merecido lo mismo. Gray estaba en lo cierto. Ella no se arrepentía de lo que
había hecho, sino por lo que había dejado de hacer.
Él se tensó.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo que irme.
Él la miró, sus ojos agrandados de incredulidad.
—Tuve mi periodo —susurró—. No habrá ningún niño.
—Sabes que esa no es la razón…
—No, no es la razón. No es por eso que me voy.
Su expresión se endureció por la ira.
—¿Qué diablos estás diciendo?
Sé fuerte, se dijo ella. Dilo claramente, no dejes falsas esperanzas.
—Sólo tengo que irme. Gray, por favor, no hagas esto más difícil de lo que es. Tú no entiendes.
Su mano le rodeó la muñeca como un brazalete.
—Tienes toda la razón, no lo entiendo. Y que me aspen si voy a hacerlo más fácil. ¿Me estabas
mintiendo cuando accediste a casarte conmigo? ¿Cuando me dijiste que... —bajó la voz—, cuando me
dijiste que me amabas?
—No importa si te amo.
Él juró con violencia.
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—Me importa a mí.


Subrepticiamente, ella luchó contra su agarre. Mantuvo la voz baja.
―Gray, no podemos estar juntos. Simplemente no se puede —por fin arrancó el brazo de su mano
y se alejó, dejando caer su mirada a sus pies. Él hizo un movimiento hacia ella, pero las cadenas lo
frenaron.
—Mírame, maldita sea —gruñó.
Ella lo hizo.
―Gray, yo…
—Si me dejas, te seguiré. Y te encontraré. Tengo el barco más rápido en el mar, y una
determinación sin límites. No pierdo lo que es mío —sus ojos ardieron dentro de los de ella—. Te
encontraré.
Ella negó con la cabeza.
—Por favor —susurró—. No lo intentes. No me vas a encontrar. Ni siquiera sabes mi nombre.
Él se estremeció. Bien. Ella había dado un golpe.
Los soldados lo tomaron por los brazos. Gray trató de sacudirse.
—No he terminado aquí, maldita sea.
—Lo siento, Gray ―dijo Jenkins—. Es hora de que te llevemos. Tu hermana puede visitarte en la
cárcel —dirigió una mirada cautelosa hacia Sophia—. No sabía de tu novia.
—No lo visitaré ―dijo Sophia—. Y no soy su novia.
Él hizo una mueca esta vez, como si hubiera tirado agua salada a una herida abierta.
Las lágrimas picaron sus ojos. Ella susurró:
—Ve con ellos. No dejes que te arrastren por las cadenas. No querrás que Bel te vea de esa
manera.
—Escucha a la dama, Gray.
Los hombres lo tiraron un paso atrás y los pies de Gray se movieron bajo él. Él vaciló, sin dejar de
mirar con una furia fría a sus ojos.
—No hemos terminado. Te encontraré —luego dio media vuelta y dejó que se lo llevaran.
Oh, Gray. Terminamos antes de empezar.
La señorita Grayson llegó a su lado, llorando con el pañuelo de su hermano.
Juntas lo vieron desaparecer en el muelle. La multitud se separó a su alrededor mientras los
soldados lo hacían marchar en una calle estrecha y alejada.
Bien, estaba hecho. Ella nunca lo abrazaría de nuevo. El dolor de ello amenazó con dividirla en dos.
—¿Quiere venir conmigo, señorita...? —preguntó la señorita Grayson—. Lo siento mucho, nunca
supe su nombre.
Sophia se volvió hacia la joven. La ironía retorció su corazón.

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Hathaway, Turner, Waltham... Ella podría asumir cualquier identidad que deseara, reclamar
cualquier nombre como suyo.
Cualquier nombre, es decir, salvo el que ella realmente quería.
La señora Sophia Grayson.

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CAPÍTULO 26

―Joss. ¿Qué demonios está pasando? ―Gray arrastró los pies en la húmeda celda. El guardia lo
liberó de los grilletes y se fue, cerrando la puerta sonoramente, asegurando la formidable cerradura.
Su hermano se puso de pie para saludarlo.
—Evidentemente, somos piratas.
―Según Mallory, supongo.
—Sí ―Joss volvió a hundirse en cuclillas y se recostó contra la pared—. El cerdo fue por los oficiales
en el instante en que tocamos puerto. Debí haberlo mantenido en el calabozo hasta que tú llegaras.
—¿Y por qué no lo hiciste?
Joss se encogió de hombros.
—Él continuaba gritando y escupiendo. Era malditamente molesto —golpeó los puños contra su
rostro—. Además, no pensé que le prestarían alguna atención. Tu reputación vale oro aquí, casi
literalmente.
—Valía. Ya no más, supongo.
—Una vez que el juez oiga tu lado de la historia, nos dejará libres.
—Malditamente cierto que lo hará —Y más vale que lo haga pronto. Ella pensaba abandonarlo,
¿no? No había ningún lugar al que pudiera ir, en esta isla o fuera de ella, al que él no pudiera seguirla.
Con una demora de unas horas, o incluso de algunos días, la localizaría. Y cuando lo hiciera, esta vez
exigiría algunas respuestas.
Gray enganchó un brazo entre los barrotes de la puerta.
—¿Qué les dijo Mallory? ¿Lo sabes?
—Que atacamos el Kestrel sin provocación, y destruimos su carga ―Joss levantó una ceja—. Que
tiramos su mástil con nuestro cañón.
—El sinvergüenza ―Gray cerró un puño alrededor de la barra—. ¿Por qué no lo dejamos hundirse
con su miserable barco?
—Ah, supongo que estabas disfrutando demasiado jugando al héroe. Es bueno para impresionar a
las chicas, ya sabes. ¿Cómo está la adorable señorita Turner, de paso?
El pecho de Gray se desinfló.
—No quiero hablar de eso.
—Buen Dios, hombre, ¿qué hiciste?
―Le pedí que se casara conmigo.
Joss dejó escapar un bajo silbido.
—¿Y?
—Y… ―Gray aferró los barrotes con ambas manos y tiró hacia atrás—. No quiero hablar de eso.

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Tampoco quería pensar en eso, pero apenas podía dejar de hacerlo. ¿Qué la había asustado? Más
allá de toda su valiente conversación, Gray estaba seguro de que había visto temor en sus ojos. ¿Fue
ver que lo encadenaban lo que la había alentado a escapar? Tal vez, ella tenía sus propias razones
para evitar ser arrestada.
—Su nombre ni siquiera es Jane Turner ―dijo amargamente—. Ni siquiera es una institutriz. Es una
especie de pequeña intrigante ladrona con seiscientas libras en su corsé.
—Pensé que no querías hablar de ello.
Gray disparó una mirada a su hermano. Fue entonces que notó las demacradas sombras en el
rostro de Joss, y el moretón púrpura bajo su ojo izquierdo.
—No, hablemos de otra cosa. ¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Dos días.
—¿Los guardias te hicieron eso? ―Gray señaló su ojo.
Joss se encogió de hombros.
Gray dejó escapar una sarta de maldiciones.
—¿Cuál fue? Pagará por esto con su vida. Te lo juro.
—Cálmate, Gray. Y por el amor de Dios, no vayas a golpearte en el ojo tú mismo, sólo para estar a
mano.
Gray lo miró.
—No es divertido, Joss.
—Oh, sí. Sí, lo es. Dame mérito por la broma cuando hago una. No es nada, Gray. He tenido peores.
Tú me has provocado peores. Y no es más de lo que un hombre puede esperar, supongo, cuando se lo
acusa de piratería.
—Cargos de piratería ―Gray hizo crujir su cuello—. Que broma. —Este era el viaje en el que
finalmente se volvería respetable, ¿y qué le había traído? Que lo dejaran plantado y la cárcel. Ninguna
acción quedaba sin castigo.
Unas pocas horas más tarde, el guardia se acercó lentamente por el pasillo.
—Tienen una visita, caballeros. Una encantadora señorita.
Una oleada irracional de esperanza se despertó en el pecho de Gray. Ella ha vuelto, le susurró una
loca voz, ella no te abandonaría.
Ligeras pisadas sonaron en el piso de piedra, y una figura surgió de la oscuridad. Por supuesto. Era
Bel.
―Joss. Dolly.
Ella se colgó de los barrotes y los dos se le unieron desde el otro lado.
—¿Cómo está Jacob? —la voz de Joss era contenida—. ¿Cómo está mi hijo?
—Él está bien, Joss. Un poco más alto que cuando lo viste por última vez, y el doble de travieso. Un
auténtico hombre Grayson, de punta a punta. Ha estado preguntando por su papá ―ella sorbió sus
lágrimas.

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—He hablado con mi amigo, el señor Wilson —continuó Bel—. Tú lo recordarás, Joss. Es el que
solía ser abogado en Londres, antes de que dedicara su vida a la caridad —su mirada se dirigió al
guardia y bajó la voz—. Ha hecho algunas averiguaciones. Él dice… él dice que vuestra situación no se
ve bien.
—¿Qué significa eso? ―le preguntó Joss—. Seguramente, una vez que el juez escuche la historia
por Gray, no presentará cargos.
—Ese es justo el problema ―dijo Bel—. Es la palabra de Mallory contra la de Gray.
—Y la mía ―dijo Joss—. Y la de cada marinero a bordo del Afrodita y del Kestrel.
—No de cada marinero. Hay alguien… un oficial que acaba de llegar hoy, que está del lado de
Mallory.
—Brackett ―Gray soltó un gruñido—. El bastardo.
—Y los otros marineros… el señor Wilson dice que sus testimonio puede descartarse fácilmente, ya
que ellos mismos podrían estar enfrentando cargos.
—¿Qué clase de cargos podrían enfrentar? ―le preguntó Joss.
—Piratería, para la tripulación del Afrodita. Amotinamiento, para los hombres del Kestrel.
Gray maldijo por lo bajo. No, su situación no se veía bien.
—Entonces sobornaremos al juez. Todo hombre tiene su precio.
—No podemos —Bel sacudió la cabeza.
—Bel, este no es momento para escrúpulos. Es ahorcamiento lo que estamos discutiendo.
—Me refiero a que no funcionará —continuó ella—. El señor Wilson sabe algo acerca de este señor
Fitzhugh. El señor Wilson dice que es ambicioso, que está ansioso de hacerse un nombre por sí mismo
y obtener un puesto mejor. Es por eso que él presentará cargos basado en esta exigua evidencia.
Quiere convertir a Gray en un ejemplo.
Joss se volvió hacia Gray.
—¿Por qué hará un ejemplo de ti?
Gray trabó sus mandíbulas. El sabía exactamente por qué.
—No todos los corsarios dejaron de abordar barcos al final de la guerra. Algunos de ellos,
continuaron saqueando, aún sin los permisos de comercio. Ahora son piratas, sin lealtad a la Corona.
Es un problema para los comerciantes honestos. Como yo —agregó irónicamente.
El entendimiento iluminó los ojos de su hermano.
—Y la mejor forma de desanimar que los corsarios se conviertan en piratas…
—Es capturar al corsario más exitoso de todos. Y colgarlo ―Gray se volvió y se alejó de la puerta—.
Este Fitzhugh planea construir su carrera con mi cuello. Maldita sea.
—Dolly, por favor, no maldigas —la voz de Bel se quebró al hablar—. Necesitamos a Dios de
nuestro lado ahora.
—Parece ser que nadie más lo está —agregó Joss.

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—Mañana habrá una suerte de audiencia ―dijo Bel—. El juez oirá testimonios y decidirá si tiene
suficiente evidencia para convocar una corte de piratería.
—¿Una corte de piratería? —repitió Joss.
—Sí ―dijo Gray—, para poder imputarnos tiene que convocar a representantes del gobernador,
desde Antigua. No es una empresa fácil. No se tomará las molestias si no tiene certeza de que nos
colgarán.
—Ya veo ―dijo Joss—. Parece que mucho dependerá de mañana.
—Todo depende de mañana —si él no quedaba libre mañana, ella estaría demasiado lejos.
Realmente podría perderla. Maldición.
Bel tomó su mano a través de los barrotes. Gray aceptó el consuelo de sus pequeños, helados
dedos, envolviendo los suyos.
—El señor Wilson tratará de interceder por vosotros ―le dijo ella—. El resto de nosotros, rezará.
Gray estrujó sus dedos.
—Tú has eso —si Bel rezaba, Dios realmente podría escuchar—. ¿Qué hay de la señorita Turner? —
la pregunta salió de sus labios antes de que pudiera detenerla.
—¿Quién? —una extraña mirada cruzó el rostro de Bel—. No conozco a ninguna señorita Turner.
—La dama del puerto Bel. ¿Qué pasó con ella?
Bel frunció el ceño.
—No lo sé —susurró, con la mirada baja—. Dijo que alguien la encontraría, y después, el señor
Wilson me encontró, y…
—Y se fue ―Gray apoyó la frente en los barrotes. Cristo. En verdad se había ido. En verdad lo había
abandonado. Hasta ese momento, él no había creído que ella lo haría.
Él debió haber hecho algo mal. Tal vez, él debió exigirle sus secretos. Tal vez, él debió haber
guardado algunos de los suyos. O tal vez… Dios, tal vez, ella lo había tomado por tonto todo el tiempo.
—Lo siento ―dijo Bel—. Supongo que simplemente se escabulló.

—No puedo creer que le haya mentido ―dijo la señorita Grayson, abriendo los verdes postigos de
la plantación para permitir que entrara la brisa marina—. Jamás le he mentido a mi hermano en mi
vida.
Muerta de vergüenza, Sophia se sentó en borde de la cama. Como si todas sus propias mentiras
hacia él no fueran suficientemente malas, ahora ella había ido y había corrompido a la hermana de
Gray.
—Lamento habérselo pedido ―dijo Sophia—. Pero fue por su propio bien. Si mi nombre llega hoy
a oídos del juez, podría no creer mi historia mañana.
—¿Pero cómo podría el juez no creer la verdad?

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

¿Cómo, realmente? Las mentiras de Sophia se estaban haciendo tan numerosas, que ni siquiera
ella podía mantenerlas en pie. Pero cuando la señorita Grayson había asumido que ella era una
misionera, le había puesto en la mano la forma perfecta de ayudar a Gray, así como también el escape
perfecto. Un día más de engaño en éste, su más desafiante rol, y habría terminado.
La señorita Grayson se sentó a su lado.
—Supongo que fue en beneficio de un bien mayor. Pero la mirada en el rostro de Gray cuando le
dije que usted se había ido… Él estaba…
—Furioso, me imagino.
—No ―dijo sorprendida la señorita Grayson—. Para nada enojado, sólo… desilusionado, creo. Su
rostro se puso sombrío. Con toda su resistencia inicial a la cooperativa del azúcar, debe haberse
acostumbrado ya a la idea ―se acercó a Sophia—. Esa debe ser su buena influencia, señorita Turner.
Sophia creyó mejor cambiar de tema.
—Esta no es su recámara, ¿no? No quisiera incomodarla, usted ha sido tan amable.
Gray no había exagerado cuando le describió la naturaleza amable de su hermana. Realmente, Bel
le parecía a Sophia una especie de santa. Mientras Bel había visitado a sus hermanos en la cárcel, se le
habían ofrecido a Sophia una serie de pequeños milagros: un baño en un agua limpia, fragante y
caliente; un festín de frutas tropicales y pan leudado y carne sin salar; un vestido recién lavado; una
suave y limpia cama en esta recámara brillante y aireada. Si tan sólo Gray hubiera estado con ella,
Sophia se hubiera sentido recibida en el Cielo.
—No, esta no es mi recámara ―le respondió Bel—. Una vez fue la de mi madre, pero nadie la ha
usado en años.
—¿Su madre se ha ido hace tanto, entonces? —por lo que Gray le había dicho, ella había pensado
que la madre de Bel había fallecido más recientemente.
―Ella murió hace poco más de un año. Pero tuvimos que mudarla lejos de esta habitación varios
años antes, la primera vez que enfermó —Bel abrió una puerta entre las ventanas, y le hizo señas a
Sophia para que se acercara—. Venga a echar una mirada.
Sophia salió por la puerta y se encontró en un pórtico de tejas encuadrado entre columnas griegas.
Más allá de la barandilla, un valle verde y exuberante, caía desde la casa, las colinas cubiertas de
campos. A la distancia, dos escarpadas montañas, formaban una cuña de océano azul.
—¡Qué hermoso! —suspiró— Puedo ver todo el camino hasta el puerto.
—Sí. Es una vista encantadora. Transportar mercaderías domésticas a la cima de una montaña no
es especialmente cómodo, pero uno no puede quejarse ante semejante grandeza.
—¿Por qué mudaron a su madre a otra recámara? —preguntó Sophia—. Yo creería que esta vista
curaría todo tipo de enfermedades.
—Tal vez, para algunos. Sin embargo, en el caso de mi madre, el riesgo era demasiado grande ―le
dirigió a Sophia una sonrisa melancólica—. Ella sufrió un ataque de fiebre cerebral, ya ve, cuando yo
era una niña. Ella sobrevivió, su cuerpo, pero su mente jamás volvió a ser la misma. Por el resto de su
vida, ella era propensa a sufrir… imprevisibilidad. Por su seguridad, la mudamos a una habitación que
daba a la montaña, en la planta baja.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Sophia se inclinó y espió por encima de la barandilla, a la musgosa roca calisa de abajo. Era un largo
trecho hacia abajo. Entonces, ¿Bel había crecido preocupada de que su madre se arrojara desde ese
pórtico? Si su propia madre hubiera estado en ese mismo lugar, ella sólo hubiera pensado en colgar
cortinas. Sophia sintió una repentina oleada de gratitud por su aburrida y protegida niñez.
—Las tierras que ve abajo, solían ser la plantación de mi padre. Ahora la familia sólo posee la casa.
—¿Ustedes se enojaron, cuando Gray la vendió?
Bel se giró hacia ella.
—¿Pero cómo sabría usted…? —sus ojos se abrieron con entendimiento—. Ah, puedo adivinarlo.
¿Mis hermanos todavía pelean? ―ella sacudió la cabeza—. Él hizo lo correcto vendiendo la
plantación. Joss hubiera hecho lo mismo. Como lo hubiera hecho yo, si esos asuntos alguna vez fueran
dejados a manos de las damas.
Bajo ellas, el atardecer pintaba sombras púrpuras en el valle. Sophia envolvió el chal prestado
sobre sus hombros.
—Pero no comprendo. Si Gray y Joss estaban de acuerdo, por qué continúan peleando ahora sobre
la cooperativa azucarera de Joss.
—¿Por qué los hombres pelean acerca de todo? ― encogiéndose de hombros, Bel continuó—.
Desearía jamás haber sugerido utilizar el dinero que obtenían como corsarios. Mis hermanos han
trazado una línea sobre ese tema, y ahora ninguno dará marcha atrás. No es más que una fuente de
acritud. Ahora la cooperativa está en vías de concretarse, gracias a las mentes misioneras cristianas
como la suya y la del señor Wilson.
Sophia se mordió el labio. Y cuando se revelara que ella no era una mente misionera cristiana y la
cooperativa no fuera a formarse, ¿seguirían Gray y Joss peleándose? Pero ella no podía preocuparse
por eso ahora.
Bel preguntó:
—¿Está segura que no deberíamos decirle al señor Wilson que ha llegado?
—No ―se sobresaltó Sophia—. No si va a avisarle a sus hermanos. Debo parecer absolutamente
imparcial, ya ve —esto era lo que faltaba, que esta pobre señorita Grayson contradijera su historia, o
peor, que quedara envuelta en su engaño.
Bel se miró fijamente las manos, flojamente unidas en la barandilla.
—Él quiere casarse conmigo. El señor Wilson, quiero decir.
Sophia sintió una punzada de desilusión en nombre de Gray.
—Por supuesto que quiere ―dijo ella, usando un tono alegre, preguntándose cómo esta joven
mujer podía ser tan inconsciente de su belleza y el poder de ésta sobre los hombres. ¿No sabía ella
que podría casarse con quien ella quisiera? ―¿Qué hombre no querría casarse con usted?
—Tal vez los hombres me deseen, pero el deseo no es base para el matrimonio —Bel cruzó los
brazos sobre sus pechos en un gesto afectado.
Ah, no estaba tan inconsciente después de todo.
Sophia le preguntó:

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—¿Quiere usted casarse con el señor Wilson?


—No lo sé. Es un hombre amable y decente, y compartimos la dedicación a la caridad. Juntos,
podríamos construir una buena vida. No lo amo, si es lo que usted está preguntando. Pero es que no
quiero casarme por amor.
Sophia apoyó una mano sobre la muñeca de Bel.
—Usted merece ser amada. Y eso es todo lo que Gray quiere darle. Usted no necesita casarse con
el primer hombre que le ofrezca compañía y una casa. Su hermano le proveería encantado todas sus
necesidades. Él quiere tan desesperadamente hacerla feliz.
Bel suspiró.
—Quiere llevarme a Londres, vestirme con sedas y joyas, y lucirme frente a la aristocracia, esa
misma gente que se beneficia a cada momento de la miseria humana en esta isla. ¿Cómo podría eso
hacerme feliz?
Sophia permaneció en silencio por un momento, observando las nubes volverse de brillantes tonos
de rosa y naranja en la luz del atardecer.
—Realmente simpatizo con usted. Más de lo que cree.
Por supuesto, ella había huido de Inglaterra más o menos por la misma razón por la que Bel se
resistía a dejar su hogar. Ninguna de ellas quería ser puesta en exhibición, forzadas al matrimonio a
instancias de sus tutores. Pero ahora, Sophia comprendía que los planes de Gray no tenían nada que
ver con ganarse el favor de la sociedad y todo que ver con el profundo amor hacia su hermana, y su
deseo de darle lo mejor que pudiera. Era imposible no preguntarse si sus padres habían querido lo
mismo para ella. ¿Eran sus maquinaciones escaladoras y torpes, sinceramente producto del amor?
Tal vez. Pero ahora, ella nunca lo sabría.
―Señorita Grayson, por favor, prométame una cosa. Después de mañana, prométame que usted
aún se sentará con Gray y le dirá… —Sophia se detuvo. Ella intentaba decir: “dígale honestamente lo
que me dijo a mí, cuéntele todos sus sueños y esperanzas. Y luego escúchelo, permita que él le
explique los sueños que tiene para usted, para la familia.”
Pero en realidad, había sólo una cosa que Gray necesitaba escuchar, y luego el resto se acomodaría
en su lugar. Las mismas palabras que hubieran podido cambiarlo todo para ella.
—Dígale que lo ama ―dijo Sophia—. Él necesita oírlo.
—Por supuesto que lo haré.
—Debe prometérmelo.
Bel sonrió.
―Se lo prometo.
—Bien —Sophia apretó el brazo de Bel antes de soltarlo. Bien. Una sensación de alivio descendió
sobre ella, mientras la tarde se convertía en noche. Con esa promesa, se sentía segura de que mañana
todo se resolvería bien. Mientras Gray supiera que tenía el incondicional amor de su hermana.

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Para la hora del amanecer, Gray supo que era un hombre muerto. De una forma o de otra.
Caminó el perímetro de la celda toda la noche, sus pensamientos dando vueltas a la par que sus
pies. Ella se había ido, él lo sabía. Lo sentía. Todavía estaba en su poder rastrearla con barcos y
hombres y oro a su disposición. Pero los hombres muertos, normalmente no tenían esos recursos.
¿Qué era lo que iba a hacer? Podía discutir su caso, armar una defensa. Moral y legalmente. Gray
sabía que estaba en su derecho. Pero si Fitzhugh estaba realmente determinado a hacer de él un
ejemplo, los hechos importaban poco. Su destino ya estaría sellado. Y el destino de Gray no era sólo
suyo, sino el de Bel, el de Jacob y el de Joss. ¿Podía apostar el futuro de su familia completa en un
intento de libertad, en esta mínima esperanza de encontrarla?
Agachándose en el suelo, movió a su hermano para despertarlo.
―Joss. Joss.
Joss se removió y abrió los ojos.
—¿Qué quieres, Gray?
—Quiero que me escuches. Estuve pensando en esto toda la noche. Cuando hoy estemos en la
audiencia, quiero que me dejes hablar a mí.
—¿Tengo elección alguna vez? ―Joss se estiró—. No espero que a ninguno de nosotros le den
demasiada oportunidad de expresarse. No cuentes con que tu encanto te saque de ésta.
—No estoy planeando que mi encanto me saque de nada. Es tu pellejo el que estoy tratando de
salvar. Lo digo en serio, Joss, ni una palabra. Hay papeles, todavía redactándose en Inglaterra. Los
negocios, los barcos… Si yo muero, mi testamento te lo deja todo a ti. Hay fondos para Bel y Jacob
―Gray dejó que su cabeza cayera hacia atrás hacia las piedras y se masajeó las sienes—. Fueron
redactados al mismo tiempo que los papeles de la sociedad, espero que los hayas firmado este año.
—Ahora estoy despierto ―Joss alzó una ceja—. ¿Qué estás tramando? No te me hagas el mártir,
Gray.
—No puedo arriesgarme a que los dos muramos, Joss. ¿¿No lo comprendes? ¿Dónde dejaría eso a
Bel y a Jacob? ―Gray se puso de pie y comenzó a caminar por la celda con agitación—. Uno de los dos
necesita salir de aquí vivo, por ellos. He decidido declararme culpable a cambio de tu libertad, y de la
tripulación. Más allá de eso, tú jamás abordaste el Kestrel, Joss. No tienen evidencia contra ti. Así que
mantente calmado y sígueme la corriente.
—Tú quieres decir que me haga el tonto. Tu quieres decir que juegue al ignorante negro incapaz de
pensar por sí mismo ―levantó las rodillas hacia su pecho y apoyó los brazos encima—. ¿Es eso lo que
quieres decir, Gray?
—No ―Gray dejó de caminar. Miró a su hermano a los ojos—. Sí, Joss. Eso es exactamente lo que
quiero decir.
Joss miró fijo hacia el suelo por un momento. Luego sacudió lentamente la cabeza.
—No.
—¿Qué quieres decir? ¿No? No es posible que digas No.

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—Te lo aseguro, puedo. Y creo que acabo de hacerlo ―Joss se puso de pie, pasándose las palmas
por lo pantalones, limpiándolos—. Ahora, déjame demostrarte esa posibilidad nuevamente. No.
—¿Prefieres que te cuelguen? ―Gray atravesó la pequeña celda en dos pasos, parándose pie
contra pie con su hermano—. Joss, tú tienes un hijo, que te necesita. Una hermana, que te necesita.
Demonios, soy tu hermano, y te necesito también. Necesito que cuides de ellos.
—No lo haré, Gray.
—Maldición. Jamás he soñado con que pudieras ser tan egoísta, que sacrificarías la seguridad de tu
propio hijo para salvar tu orgullo.
—No es sólo mi orgullo lo que estás pidiendo que sacrifique. Es mi dignidad. Mi humanidad, por el
amor de Dios. Prefiero que Jacob crezca en un orfanato de piratas que como hijo de un esclavo.
—Tú nunca fuiste un esclavo.
—Tú sabes lo que quiero decir. Quiero que mi hijo haga su propio camino en el mundo, con sus
propias agallas y su propio coraje. ¿Qué ejemplo le doy, si juro por Dios y por Inglaterra que no puedo
ser considerado responsable de mis propias acciones?
Gray giró sobre sus talones y marchó al rincón más alejado de la celda. Apoyó un brazo contra la
pared y cubrió su rostro con la otra mano, tratando de concentrarse.
Maldito sea el infierno. Joss y su testarudo, tonto orgullo. Gray tenía que convencerlo, por algún
motivo, de algún modo. No podían morir ambos. Simplemente no podía permitir que eso pasara. La
sola idea de Bel y Jacob, solos en el mundo, hacía entumecer sus miembros.
Joss se aclaró la garganta.
—Tú has estado intentando manejarme la vida por años, Gray. Si repentinamente estás de humor
para hacer un gran sacrificio, hazme un favor: por una vez, déjame ser mi propio hombre.
El enojo en la voz de su hermano, puso tensa la columna de Gray.
—¿Qué se supone que significa eso?
—No me has dado opción en nada de esto. Vendiste mi casa y me forzaste a salir al mar la primera
vez. Tú sabías que yo quería establecerme aquí después de… después de que Jacob naciera, pero me
volviste a arrastrar nuevamente. Si voy a morir, al menos déjame ir a la tumba con alguna hilacha de
autonomía.
Ahora, Gray también estaba enojado.
—Tú amas el mar, Joss. Sé que lo amas. Al menos, lo hacías, antes de que Mara muriera y se llevara
la mejor mitad de ti con ella—vio a su hermano parpadear ante la mención de su esposa. Bien—.
Nosotros teníamos planes. Se suponía que seríamos socios. Tú eres el que se ha echado atrás en su
palabra, decidiendo que prefería hundirse en la mugre e incentivando este plan ridículo de Bel.
—No es un plan ridículo.
—Vamos, ¿una cooperativa azucarera? —bufó Gray—. Una temporada y estareis en bancarrota. Y
entonces, ¿cómo se supone que tu hijo respetará a su padre, el aparcero? ¿Cómo es que alguien va a
respetarte?

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

—Aquí tienes una pregunta mejor. ¿Por qué mi propio hermano no me respeta? Ni una vez has
confiado en mí para que tome mis propias decisiones.
—¡Eso es porque tomas decisiones estúpidas!
Joss lo miró. Respiró lentamente antes de continuar.
—No, no es por eso. Es porque me estás forzando a una vida que yo no quiero, sólo para aliviar tu
propia culpa. Es porque tú eres legítimo, y yo soy un bastardo. Es porque tú eres blanco, y yo soy
negro.
—Maldito seas, Joss. Es porque somos hermanos. Deja ya de convertir cada tema, en una discusión
acerca de nuestras disparidades. Eres mi hermano menor, y tengo el derecho divino de cuidar de ti
―Gray pasó ambas manos por sus cabellos—. Nos hemos divertido todos estos años, persiguiendo
buques de carga. Las cosas estaban bien entre nosotros, hasta que Mara murió. Teníamos planes. Tú
renegaste de ellos y luego me convertiste en el villano. ¿Es de verdad tan terrible que quiera algo
mejor para ti, para nuestra familia?
Joss exhaló.
—No, no lo es.
—Entonces, ¿por qué estás tan malditamente enojado conmigo? ¿Por haberme ido con todo lo
recaudado?
—Por irte ―Joss se dirigió a la esquina lejana de la celda—. Cuando Mara murió, fue el infierno
para mí. Tampoco fue fácil para Bel. Ellas estaban muy unidas. Pero Bel y yo no saltamos sobre la
oportunidad de ir a Londres y abandonar el único hogar que habíamos conocido. ¿Honestamente
puedes culparnos? Estábamos de luto. Te necesitábamos, Gray. Yo te necesitaba. Todo ese
enfurruñamiento y escándalo que hiciste, acerca de lo que era mejor para la familia… Bueno, tu
familia necesitaba un hermano, y tú solo te fuiste.
Gray lo miró fijamente un momento y tragó con fuerza.
—Sabía que estabas dolido. ¿No sabes que me estaba matando, tan sólo quedarme parado y ver
que la pena te comía vivo? No había nada que yo pudiera hacer, salvo asegurar nuestro futuro,
proveyendo un hogar. Tal vez, todo resultó mal, pero eso no significa que no me importaba.
—Lo sé ―Joss puso una mano en su rostro—. Lo sé.
—¿Lo sabes? ―Gray esperó hasta que su hermano alzó la mirada—. Joss… ―se le quebró la voz, y
lo intentó nuevamente—. No importa qué edad tengamos, tú eres aún mi pequeño hermano.
Mientras haya aire en mi cuerpo, no puedo permitir que te cuelguen. No me pidas eso.
—¿Pero está bien que tú me lo pidas a mí? Tú no eres el único capaz de tener sentimientos
fraternales, sabes —Joss cruzó la celda y se paró frente a Gray—. No es tu culpa, pase lo que pase.
¿Comprendes eso? —puso una mano sobre el hombro de Gray―. Sé que siempre has intentado hacer
lo mejor para mí, a tu propia insufrible y arrogante manera. Has sido un buen hermano, Gray. Y un
maldito buen amigo.
Gray maldijo. Miró hacia un lado, luego nuevamente a su hermano.
—Justa advertencia, Joss. Si no quitas la mano de encima mío… tendré que abrazarte.

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Joss se rió.
—Después de ese discurso, estaré malditamente decepcionado si no lo haces.
Gray tomó a su hermano en un rudo abrazo. Joss golpeó su espalda mientras lo abrazaba.
—¿Qué es todo esta conversación acerca de morir, de todas formas? —preguntó Joss, alejándose,
con los ojos húmedos y una sonrisa torcida—. Ya hemos burlado anteriormente la muerte. Calculo
que aún nos queda una vida más. Tal vez a Wilson se le ocurra algo. O Bel consiga un milagro.
—Tal vez ―Gray lanzó un áspero suspiro, y se deslizó por la pared, hasta quedar sentado en el
suelo, con las piernas estiradas.
Joss se le unió.
—Lo digo en serio, Gray. No más conversaciones acerca de ahorcamientos o nobles sacrificios.
Muy bien, pensó Gray. No hablaré sobre ello.
—Permítete un momento de optimismo. No sólo somos Bel, o yo, o Jacob por los que tienes que
vivir, ya sabes. Hay una hermosa señorita allí afuera en algún lugar, a la que se le romperá el corazón
si te cuelgan.
—Hay hermosas mujeres alrededor de todo el mundo a las que se les romperá el corazón si me
cuelgan ―dijo Gray secamente—. Pero la única que me importa, se ha ido.
—Eso no lo sabes.
—Oh, ella se ha ido, sí. Sabes, dijo amarme. Qué tonto fui en creer eso.
—¿Es eso tan difícil de creer? ―Joss golpeó el hombro de su hermano—. No es como si ella fuera
la única.
—Qué tonto eres —refunfuño Gray. Dejó caer su cabeza contra la pared de piedra y se quedó
mirando fijamente hacia la única ventana de la celda. Rebanadas de un brillante cielo parpadeaban
hacia él por detrás de herrumbrados barrotes de hierro. Mirarlas, lastimaba sus ojos, pero la
incomodidad era preferible a la oscuridad—. Enamorarme en este momento, de entre todos los
momentos… después de que lo evité exitosamente toda la vida.
—¿Lo evitaste? Al contrario, creo que has conducido una meticulosa búsqueda por todo el globo.
Gray pensó en eso por un momento. Maldición, odiaba cuando Joss tenía razón.
Estaba bien que ella se hubiera ido. Él sabía que lo que tenía que hacer hoy, sólo hubiera sido más
difícil si se hubiera quedado. Aún así, como siempre, él se arrepentía de lo que había dejado sin hacer.
Sin decir.
—Jamás le dije que la amaba. Qué imbécil que soy. No es raro que se haya ido. Quiero decir, se lo
dije de una docena de maneras diferentes, pero nunca pronuncié las palabras.
—¿Son tan difíciles de pronunciar?
—Sí, pero…no sé. No deberían serlo ―Gray sacudió la cabeza—. ¿Sabes que ese muchacho de
quince años tuvo el coraje de decir en frente de toda la tripulación lo que yo no logré murmurar en la
oscuridad? Davy Linnet, será un buen oficial algún día. Tiene bolas más grandes que las nuestras, lo
apuesto.
Joss bufó.
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—Habla por ti mismo.


La risa explotó en el pecho de Gray. Dios, iba a extrañar a Joss. Esperaba que su hermano pudiera
perdonarlo algún día, por traicionar su confianza esta última vez.
―Joss ―Gray tragó el nudo que subía por su garganta—. Te quiero. Pase lo que pase, quiero que
sepas eso.
Joss apoyó un codo en el hombro de Gray.
—Es agradable escucharlo. Pero ya lo sabía; en realidad, nunca tuve ni una duda sobre eso en mi
mente. Imagino que ella también sabe que la amas. Tendrás oportunidad de pronunciar las palabras.
Gray se masajeó las sienes. ¿Qué podía él decir? Apenas le quedaban algunos días en este mundo,
y sin esperanzas de verla en el próximo. Pero tenía que mantener la ilusión de optimismo, por el bien
de Joss.
—Suponiendo que la encuentre, ¿qué pasa si le digo que la amo, y aún así ella se marcha?
—No sé qué decirte en ese caso. No hay garantías en el amor. Sé tan bien como cualquiera lo
efímero que puede ser.
Gray parpadeó, sabiendo que Joss se refería a Mara.
Joss permaneció en silencio por un momento, luego continuó en voz baja:
—Tal vez no seas capaz de aferrarte a ella para siempre. Pero no creo que te arrepientas de
intentarlo. Yo no lo hago.
Gray sintió las lágrimas quemando en las esquinas de sus ojos. Sorbió y miró hacia otro lado
rápidamente, buscando en su mente algo ingenioso e irreverente que decir. Se ahorró el esfuerzo
cuando Joss habló nuevamente.
—Esa chica te ama, Gray. Vamos a salir de ésta, y cuando lo hagamos, apuesto cien soberanos
contra uno, a que Sophia estará allí esperando por ti.
—¿Sophia? ¿Su nombre es Sophia?
Joss lanzó una risita.
—Yo tenía razón. No lo sabías.
—Pero… ―Gray se rascó la nuca—. ¿Pero cómo lo sabías tú? ¿Desde cuándo sabes su nombre
Joss se encogió de hombros, su expresión ya compuesta.
—Desde algún momento del día de ayer ―se rió ante el ofuscado silencio de Gray—. Cuando te
bajaste los pantalones para orinar, estaba pintado en tu trasero.

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CAPÍTULO 27

—El Afrodita nos saludó, así que nos aproximamos. Cambiamos nuestra vela, dispuestos a hablar.
Los bastardos nos tenían justo donde querían. Antes que mi oficial les gritara nuestro puerto de
origen, él —Mallory señaló con un dedo a Gray a través de la sala de audiencias—, estaba haciendo
pedazo nuestro palo mayor. Sólo tiene que mirar mi barco para encontrar pruebas suficientes de ello.
El Juez Fitzhugh asintió con gravedad.
—Continúe.
Los dientes de Gray rechinaron como piedras de molino. A este ritmo, no habría necesidad de una
horca. El esfuerzo requerido para contener la lengua ante estas falsedades insidiosas, probablemente
lo mataría.
Pero tenía que mantener la compostura. Discutir no serviría para nada ahora.
Ya sea que pendiera al final de una cuerda o le diera una implosión de pura irritación, el resultado
sería el mismo. Todo terminaría aquí. Aquí, en esta cámara asfixiante con sus paneles deteriorados y
con olor a decadencia. En esta misma sala en que había sido premiado con veintenas de botines,
robado toda la fortuna de los infortunados comerciantes que por casualidad se cruzaron en el curso
del Afrodita. Había trocado su alma en este tribunal. Había una justicia extraña en que su vida debiera
ser comercializada aquí, también.
—Bueno, él abordó el Kestrel —siguió Mallory, burlándose de Gray.
Debajo de la mesa, la mano de Gray se convirtió en un puño.
—Él y sus hombres. Él me ató con unas cuerdas, tomó el mando de la nave, y se robó mi carga.
Fitzhugh arqueó una ceja.
—Y todo esto sin provocación.
—Ninguna en absoluto.
Gray apretó el puño hasta que sus nudillos crujieron. Detrás de él, los tripulantes del Afrodita y del
Kestrel se quejaron en voz alta en señal de protesta. Con una mirada aguda sobre su hombro, él
sofocó la disidencia.
Junto a él, Joss dio un codazo al señor Wilson.
—Mentiroso bastardo. Pregúntele acerca de la tormenta — susurró—. Del fuego. Del ron.
—No ―Gray se aclaró la garganta—. Sólo dirá más mentiras. Y a este tribunal no le interesa la
verdad. No más de lo que le interesaba cuando traíamos los barcos que incautábamos. A los jueces de
este tribunal sólo les importa el botín.
—Pero no hay un botín en juego aquí —argumentó Joss.
—Oh, sí. Sólo que no es un barco.
El juez terminó el interrogatorio de Mallory, entonces se volvió hacia Gray.
―Señor Grayson, póngase de pie.

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—Joss ―murmuró Gray—. No debería haberte obligado a comandar el Afrodita. Es mi culpa que
estés aquí, y yo voy a arreglarlo. Toma el dinero, haz lo que sea que te haga feliz. Vende los barcos,
planta caña de azúcar…
—¿De qué estás hablando? —susurró Joss—. No hagas algo estúpido, Gray.
―Señor Grayson ―dijo Fitzhugh, impaciente—. Levántese.
Gray le susurró a su hermano:
—No voy a hacer nada estúpido. Por una vez, voy a hacer algo bien —empujó su silla y se levantó,
poniéndose al mismo nivel de los ojos del juez sentado en el elevado banquillo.
Fitzhugh no podía ser mucho mayor que Joss. Pálido, delgado y sudando profusamente por debajo
de la peluca, parecía mal adaptado al clima tropical. Tenía la mirada de un niño en traje de un
hombre, un muchacho que había estado en el lado perdedor de muchas peleas escolares.
Presumiblemente en un intento de parecer mayor, o quizá más sabio, asumía un semblante
demasiado severo que correspondía a una caricatura. Pero era la expresión de los ojos de Fitzhugh lo
que divertía a Gray. Anticipación, mezclada con temor. No había duda de que el juez había oído
cuentos sobre él, el éxito de Gray como corsario había sido una cuestión de orgullo local.
Pero Gray no esperaba que la cantidad de reverencia en la mirada de Fitzhugh funcionara en su
ventaja. Más bien, él sospechaba que haría que el juez estuviera aún más ansioso por ver humillado a
Gray. Él era el equivalente marítimo del matón de la escuela, y esta era la oportunidad de Fitzhugh de
finalmente dar un fuerte golpe.
Sólo para provocarlo más, Gray habló primero.
—Esta es una audiencia informal, entiendo. Este tribunal no tiene el poder de condenar por cargos
de piratería.
Los ojos de Fitzhugh se estrecharon en sus redondos marcos de alambre.
—No solo, señor Grayson. Sí puede en conjunto con el gobernador.
—Quién estaría menos que complacido por ser convocado desde Antigua sin una causa suficiente.
Después de un momento de vacilación, Fitzhugh respondió:
—Ese es el propósito de esta audiencia de hoy, señor Grayson. Para establecer una causa
suficiente —el juez frunció el ceño hacia él, y Gray casi se echó a reír. A pesar de su acrobacia facial,
Fitzhugh ya había cedido el control de la conversación. La sala estaba al mando de Gray.
Relajó su postura y se permitió una sonrisa.
—Me es familiar, señor Fitzhugh. ¿Creo que nos conocimos en Oxford?
El juez carraspeó.
—Sinceramente lo dudo.
—Ah. No es un hombre de Oxford, entonces. ¿Cambridge?
—Edimburgo.
—Oh. Edimburgo. Supongo que ahora que la guerra terminó, ¿el Almirantazgo relajó sus normas?
―Gray lo estudió—. Sin embargo, su rostro me es tan familiar. ¿Nos conocimos en la ciudad? En
White, tal vez.
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—No —la boca de Fitzhugh se diluyó en una línea—. No es que sea de alguna relevancia, pero
estoy seguro de que nunca nos han presentado, señor Grayson.
—¿No es miembro de White’s entonces? Lástima. Bueno, tengo que estar confundiéndolo con
alguien más —él vio un sonrojo escurrirse por debajo de la peluca de Fitzhugh—. En cualquier caso,
he sido amable con todos los jueces que han pasado por este puesto en los últimos años, y no veo
ninguna razón por la que con usted deba ser diferente. Confío en que podamos hablar como
caballeros, ya que este es un procedimiento informal.
—En realidad, este…
—Entiendo su situación, señor Fitzhugh. Una gran parte de la riqueza cambió de manos en esta
sala una vez. Un montón de emoción, durante la guerra. Un juez puede construir una reputación con
ella, ni hablar de una fortuna. Pero ahora... ¿qué clase de asuntos tienen ante ustedes?
¿Indemnizaciones de seguros? Es difícil distinguirse con esos casos. Sus superiores tienden a olvidarlos
por completo. Usted puede encontrarse en este puesto por el resto de tus días ―se rió de la
expresión disgustada de Fitzhugh—. Oh, no se desespere. Con suerte, la fiebre se lo llevará antes de
morir de aburrimiento.
Risas generalizadas en la sala del tribunal. El juez golpeó con el martillo hasta que la asamblea se
calló.
―Señor Grayson. Usted se encuentra aquí delante de este tribunal acusado de piratería, un delito
que amerita la horca. Se abstendrá de hacer discursos y me permitirá plantear las preguntas.
—Si voy a ser ahorcado, ¿dónde está el beneficio del decoro? —cuando la siguiente ola de risas se
desvaneció, Gray bajó la voz y se acercó al banquillo. El desprecio brillaba en los ojos del juez. Bien.
Estaría muy deseoso de ver muerto a Gray—. Yo sé lo que quiere, Fitzhugh. Se lo daré a usted. Estoy
dispuesto a declararme culpable de todos sus cargos. Puede construir su carrera sobre mi tumba,
reclamar su promoción, y regresar a Inglaterra. Todavía está la duda de si le permitirán entrar a
White’s. Pero las preguntas, y los cargos, comienzan y termina conmigo, ¿nos entendemos?
—Usted se declara culpable. Por piratería.
Gray asintió.
—Montaré un espectáculo si quiere, para hacer las cosas interesantes. Al final, usted tendrá su
ahorcamiento. Pero sólo uno. Una vez que admita mi culpa, se le pondrá fin a este "procedimiento
informal" y todos los demás en la sala saldrán libres.
Fitzhugh sonrió.
—Muy bien.
—Quiero su palabra. Y si me contradice, por Dios, juro que lo cazaré en el infierno.
—Usted tiene mi palabra. ¿Tengo la suya?
Gray le dirigió una sonrisa fácil.
—Mi palabra como caballero —él dio un paso atrás desde el banquillo y se dirigió a la sala del
tribunal—. Todo lo que el capitán Mallory declaró es la verdad.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Un clamor se levantó entre los hombres. Fitzhugh golpeó con el martillo en vano, hasta que Gray
hizo un gesto de silencio.
Le llevó un gran esfuerzo ignorar el aspecto de traición en los ojos de Joss. Pero la ignoró.
—Saludé al Kestrel como una nave amistosa. Abordé el barco sin permiso. Tomé el mando de su
tripulación. Derribé el mástil con un cañón. Y destruí gran parte de su carga ―Gray enumeró los
hechos con los dedos—. Todas las verdades. Si esas acciones me hacen un pirata, entonces soy un
pirata ―Gray habló sobre un coro de objeciones—. Y ni a mí, ni al honorable señor Fitzhugh —barrió
la sala con una mirada significativa—, nos interesa escuchar cualquier argumento de lo contrario. ¿Me
siguen?
Miró a sus hombres a los ojos: O'Shea, Quinn, Levi, Stubb, y todos los demás, hasta Davy, hasta que
absorbieron su significado y la obediencia que exigía. Él mantuvo firme la mandíbula, los hombros
cuadrados, la mirada fija. Ni siquiera un parpadeo. La valentía le llegaba con bastante facilidad,
cuando la muerte real estaba a semanas. Ya habría tiempo suficiente después para ponerse a temblar.
Entonces estaría solo.
Él se volvió hacia el banquillo.
—Ahora bien, señor Fitzhugh, usted tiene su pirata. ¿Cree que podemos concluir que el
procedimiento?
—Sí, bueno... —tosió Fitzhugh—. A la luz de su testimonio, señor Grayson, que es apoyado no sólo
por cuenta del capitán Mallory, sino por la de su propio primer oficial, el señor Brackett, me parece
causa suficiente para mantener la acusación de piratería, un crimen contra la Corona. Se tomarán
disposiciones para el juicio.
La sala quedó en silencio, salvo por la risa socarrona de Mallory.
―Grayson, voy a bailar el día en que se balancee.
—Si él se balancea, yo me balancearé con él —Joss se puso de pie.
Gray perforó a su hermano con una mirada.
―Joss, no —Siéntate, maldito seas. Piensa en nuestra hermana. Piensa en tu hijo—. Soy el capitán
del Afrodita—sonó la voz de Joss, a través de la sala del tribunal—. Soy el responsable de las acciones
de sus pasajeros y de su tripulación. Si mi hermano es un pirata, entonces yo soy un pirata, también.
El corazón de Gray se hundió. Ambos iban a morir ahora, él y el idiota de su hermano. Joss caminó
hasta el centro de la sala de audiencias, los botones dorados de su abrigo de capitán brillando
mientras avanzaba a través de un rayo de sol.
—Pero exijo un juicio completo. Voy a ser oído, y las pruebas se examinarán. Diarios de
navegación, la condición de los barcos, las declaraciones de mi tripulación. Si tiene la intención de
colgar a mi hermano, usted tiene que encontrar la causa para colgarme.
Las cejas de Fitzhugh se elevaron hasta su peluca.
—Con mucho gusto.
—Y a mí.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Gray gimió al oír esa voz. Ni siquiera tenía que mirar para saber que era Davy Linnet el que se puso
de pie. Valiente, muchacho tonto y estúpido.
—Si Gray es un pirata, soy un pirata, también ―dijo Davy—. Le ayudé apuntar y a disparar ese
cañón, esa es la verdad de Dios. Si lo cuelgan, me tiene que colgar.
Otra silla raspó el piso cuando su ocupante se levantó.
—Y a mí.
Oh Dios. ¿O'Shea ahora?
—Subí al Kestrel. Tomé el control de su timón y ayudé a atar a ese pedazo de mierda —el irlandés
apuntó a Mallory con su barbilla—. Supongo que eso me hace un pirata también.
—Muy bien —los ojos de Fitzhugh se iluminaron con alegría—. ¿Alguien más?
Por la ventana, Levi se paró. Su sombra cubrió la mayor parte de la habitación.
—Yo ―dijo.
—¿Ahora, Levi? ―Gray tiró de su cabello—. Siete años a mi servicio, no dices ni una sola maldita
palabra, ¿y decides hablar ahora?
Maldita sea, ahora todos estaban de pie. Bombeando los puños, maldiciendo a Mallory,
defendiendo a Gray, discutiendo sobre cuál de ellos merecía la distinción del más sanguinario de los
piratas. Habría sido una exhibición de conmovedora lealtad, si todos no fueran a morir.
—¿Lo ve? ―Gray reconoció la voz de Brackett—. ¡Son nada más que bandidos fuera de la ley, tal y
como he dicho!
Fitzhugh golpeó su mazo una y otra vez, como si estuviera armando apresuradamente un nuevo
banquillo allí.
—¡Silencio! —su voz se quebró con la nota—¡Silencio, todos ustedes! ¡Orden!
Con el tiempo, ocurrió un momento de calma dentro del caos producido, no precisamente una
pausa, sino más bien una respiración colectiva, para que los gritos pudieran continuar. El juez
aprovechó el momento, saltando sobre sus pies e indiscriminadamente lanzar su martillo contra la
multitud. Esto resultó ser un uso mucho más eficaz del implemento. El chillido de dolor de Mallory
destrozó el caos, y todos giraron para hacer frente a su fuente.
—Cualquiera —Fitzhugh respiraba pesadamente, y tenía la peluca torcida—, que participó en la
toma del Kestrel, será condenado como pirata y obligado a pagar con su vida. ¡Voy a colgarlos a todos
ustedes, miserables y malditos patanes!

Esto, Sophia lo tomó como que era el momento de su entrada.


Con un apretón de despedida a la mano de la señorita Grayson, entró en la sala de audiencias.
Levantando la voz, dijo:
—Entonces usted tendrá colgarme, también.

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Ah, ahora se hizo el silencio. Sólo la seda y la crinolina tenían la osadía de susurrar a medida que
avanzaba hacia el centro de la sala del tribunal.
Dios, cómo había echado de menos esto. Hacer una entrada.
Sophia pasó una mano enguantada sobre su falda de seda rosa, guiándola en todo el mobiliario.
Estaba muy contenta ahora de haberse rendido a hacer un espacio en su baúl para la vanidad y traer
este vestido con ella. La belleza extravagante resultaba útil en situaciones de emergencia como ésta.
Sintió las miradas de los hombres sobre ella, mientras se deslizaba por entre la multitud, la barbilla
levantada, la postura erguida. Era tentador encontrar sus miradas, favorecer a cada uno de sus
amigos con una cálida sonrisa. Sin embargo, se resistió, guardando su practicado rubor de debutante
para el único hombre que importaba.
El hombre pálido y boquiabierto con una peluca.
—Su señoría ―dijo ella con dulzura, sosteniendo la falda con una mano mientras hacía una suave
reverencia.
—¿Quién... quién es usted?
Sophia vio de inmediato que el señor Fitzhugh serviría perfectamente. Joven y pálido, poco
atractivo y desmañado en extremo. Un hombre con poca confianza o experiencia en lo que a damas
se refería. Los caballeros de su clase se manejaban fácilmente, se engañaban fácilmente.
Pero claro, el engaño ya no era su objetivo. Hoy por fin, diría la verdad.
—Soy la señorita Sophia Jane Hathaway, de Kent. Y, por lo que entiendo de este procedimiento,
parece que soy una pirata.
—¿Usted, señorita? ¿Una pirata?
Sophia jugó con el escote de su corpiño.
—Usted ha dicho que cualquier persona que hubiera participado en la toma del Kestrel ¿sería
ahorcado como un pirata?
El juez tragó, y luego asintió.
Ella movió la mano para acariciar la delicada piel de su garganta.
—Cielos. Entonces usted tendrá que colgarme, también. Tal vez mi ejecución no promueva su
carrera como la de algunos otros, pero esto es de poca importancia en la búsqueda de la justicia.
¿Estoy en lo cierto, señor juez?
—No, en absoluto —respondió él, incongruentemente asintiendo y concordando. Su mirada
subiendo rápidamente desde la garganta de ella a sus ojos—. Eh... es decir...
Sophia ladeó la cabeza y frunció el ceño.
—¿Será necesario que me interrogue, supongo? ¿Obtener mi testimonio?
—S-sí.
Cuando el silencio demostró que ninguna pregunta estaba próxima, ella ofreció:
—¿Tal vez simplemente deba comenzar por el principio?
Él suspiró agradecido.

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—Eso sería lo mejor.


—Muy bien.
Y ahora -sólo ahora- se permitió echar un vistazo a Gray. Había hecho todo lo posible por resistirse
de mirar en su dirección, a pesar de que su presencia la había atraído como una fuerza magnética
desde el momento en que había entrado en la habitación. Sentía exactamente dónde él estaba,
entendía exactamente cuántos grados debía girar el cuello para encontrarse con su mirada.
No había contado con lo difícil que sería apartar la vista. Había un centenar de emociones
agitándose en los ojos de él: preguntas y acusaciones, y súplicas y promesas también, y ahora los ojos
de Sophia se llenaron de lágrimas.
Detén esto. Tienes toda una vida por delante para llorar.
Con una fuerte inhalación, Sophia se volvió hacia el juez.
—El señor Grayson le ha dado una información exacta, aunque incompleta de los acontecimientos
―sacó un pañuelo bordado y rápidamente se secó los ojos antes de presionarlo contra su escote—.
Espero que su señoría me permitirá familiarizarlo con más de la verdad.
Pero no absolutamente toda.
—Como le dije, mi nombre es Sophia Jane Hathaway, aunque los hombres en esta sala me conocen
como Jane Turner. Mi padre, el señor Elias Hathaway, es un caballero de gran riqueza y de modesta
importancia. Viajé con un nombre falso, porque me fui de Inglaterra sin su permiso. O su
conocimiento —la culpa pinchó su corazón. La ansiedad que su familia debía de haber sufrido. Quizás
ahora la creían muerta.
Fitzhugh la miró entrecerrando los ojos a través de sus gafas.
—¿Usted estaba huyendo?
Ella asintió con la cabeza.
—Yo iba a casarme, ve. Con un hombre que no amaba.
Era evidente por la expresión del juez de que no veía.
—La iban a casar en contra de sus deseos. Así que, lógicamente, se dio a la fuga, sin escolta, con la
ayuda de estos bandidos, a las Indias Occidentales —él miró a Gray—. Tal vez tenga que agregar el
secuestro a los cargos.
—¡Oh, no! Usted no entiende —Sophia se mordió el labio. ¿Por qué decir la verdad era mucho más
complicado que mentir? Ella no sabía cómo explicar el razonamiento que la había llevado de "No
puedo casarme con Toby" a "Debo abordar un barco con destino a Tortola". En ese momento, en su
desesperación, había tenido sentido para ella. Ahora veía lo que nadie en su sano juicio podía ver: que
ella debería simplemente haber roto su compromiso.
Pero entonces, como ahora, la verdad había sido mucho más difícil que una mentira.
―Le aseguro que ni el capitán ni el señor Grayson conocían mi verdadera identidad. Les hice creer
que yo era una institutriz, viajando para un nuevo trabajo —Sophia dio un paso más hacia el
banquillo, puso una mano enguantada sobre el borde de la madera y se inclinó hacia él de manera
confidencial. Fitzhugh jugueteó con su peluca, claramente nervioso y halagado por su cercanía. Muy

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bien. Ella hizo su voz entrecortada y reverente—. Su señoría, tengo la sensación de que usted es un
hombre de principios, y con ambiciones. Creo que puede entender esto, que buscara un propósito
mayor para mi existencia. Quería experimentar la vida real, encontrar mi verdadera pasión.
—¿Y lo hizo? —tragó—. ¿Encontrar su... eh, pasión?
—Oh, sí —sonrió beatíficamente—. El señor Grayson me la mostró.
Un murmullo recorrió la sala del tribunal. Sophia aventuró una rápida mirada hacia Gray. Atrás
quedaban las acusaciones y preguntas en su mirada, todo lo que quedaba era la confusión en blanco.
Bueno, eso y su buena apariencia de bribón. Pero para ella, todo estuvo finalmente claro. Ella quería
experimentar la vida real, pero ¿cómo podría, hasta que dejó de huir? Esta era su vida, y la de nadie
más. Esta era su historia para contar, su imagen para pintar.
―Señor Fitzhugh ―dijo—, ¿puedo contarle acerca de la toma del Kestrel? Ese día lo observé todo
desde la cubierta del Afrodita —al ver que él asentía, Sophia continuó—. Había un viento terrible. Las
nubes se agitaban y estaban verdes como el mar, y justo cuando los dos barcos se acercaron, el cielo
crujió con un rayo. Éste golpeó el palo mayor del Kestrel, incendiando la punta. Sin tener en cuenta su
propia seguridad, el señor Grayson y algunos de sus hombres más valientes subieron al barco para
ayudar. Su objetivo era ayudar a la aturdida tripulación del Kestrel a cortar el mástil antes de que las
llamas llegaran a la cubierta. Pero no había tiempo, y con una bodega llena de ron de contrabando, la
nave de seguro iba a explotar.
El señor Fitzhugh no perdía detalle de sus palabras, aunque sus ojos parecían fijos en su busto.
—¿Y...?
—El señor Grayson envió a todos los hombres al bote, salvo al señor Linnet —descubrió la cara
suave de Davy entre la multitud—. Y juntos derribaron el mástil con el cañón del propio Kestrel,
sofocando el fuego en el mar.
—Notable —susurró el juez.
—¿No es así? ―el orgullo trajo una sonrisa a su rostro—. Fue el más verdadero acto de valentía
que jamás he presenciado. El señor Grayson salvó muchas vidas ese día. Incluyendo la vida del
Capitán Mallory, quien ahora tiene la cobardía maliciosa de acusar a hombres inocentes de piratería
en lugar de perder su propio barco como rescate. —Sophia se acercó más—. ¿Sabe usted, señor
Fitzhugh, que el Capitán Mallory había negado a los heridos de su tripulación la atención médica,
cuando un puerto estaba a sólo unos días de vela de distancia? Esa fue la razón de que el señor
Grayson tomara el Kestrel, haciendo que su propio barco se adelantase con los heridos. Si eso es un
acto de piratería, entonces él es el pirata más honorable que jamás ha vivido. Y como yo también me
uní a la tripulación que tomó el Kestrel, me siento orgullosa de declararme una pirata, también.
—¿Se unió a la tripulación?
—Sí, me convertí en la cocinera de la nave. Estaban diezmados, ya ve —Sophia aflojó un guante y
se lo quitó, dejando al descubierto su mano callosa, marcada por el cuchillo—. Su señoría, soy una
dama. Nunca había realizado este tipo de trabajo en mi vida, pero estuve contenta de hacerlas para
ayudar a estos hombres. Mi vida cambió el día de la tormenta. Nunca será igual otra vez- en muchas

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más formas de la que usted podría sospechar, pensó con cierto regocijo. Pero la declaración era la
verdad.
Se giró hacia Gray, que llevaba su propia media sonrisa. Era un consuelo saber que todavía
compartían algo, aunque sólo fuera una broma privada.
—Incluso ahora, este hombre inocente se iba a sacrificar para salvar a su hermano y a los hombres
de su tripulación de la soga del verdugo. La valentía del señor Grayson y su fortaleza son un ejemplo
para mí ―dijo, secándose los ojos con el pañuelo—. Ellos deben ser un ejemplo para todos nosotros.
Oh, vamos, la reprendió la sonrisa de Gray. No lo lleves demasiado lejos.
—¿Un ejemplo... —habló Fitzhugh en un tono lento de descubrimiento—, de honor?
—¡Ella es una mentirosa! —el señor Brackett se impulsó al frente de la sala, abriéndose paso a
través de la asamblea con su nariz delgada como una espada y a codazos—. Ella es una mentirosa y
una ramera. Son amantes, ella y Grayson. Su historia es una mentira, fabricada para salvar su
miserable cuello.
El corazón de Sophia se paralizó. El público contuvo la respiración. Por favor, no lo pregunte,
imploró al juez en silencio. Se sentía tan bien, finalmente pararse ante Gray, ante estos hombres, ante
el mundo, y decir la verdad. ¿Podría atreverse a negarlo ahora, incluso para salvar su vida? Por favor,
sólo no pregunte.
—¿Señorita Hathaway? —el juez se ajustó las gafas y la miró—, ¿Cuál es, precisamente, la
naturaleza de su relación con el señor Grayson?
—¿Mi relación ...? —apartando la vista, Sophia cerró los ojos brevemente, y luego los volvió a
abrir. Lo siento, moduló hacia Gray. Él le hizo un gesto casi imperceptible, con una expresión dura.
Estaba limpiando toda la emoción de su rostro, esperando su negación.
Tenía que decirlo, no tenía otra opción.
—Lo amo.
La sorpresa derritió el hielo en su mirada. Pronto sus ojos brillaron con aprobación. Con aprobación
y amor.
Su corazón se disparó. Por este único momento, ellos se amaron, y el resto del mundo pudo irse a
la horca.
—Lo amo —repitió ella, simplemente porque podía. Porque era la verdad.
Ahora la verdad estaba fuera, suspendida en el silencio húmedo -un bosquejo de la misma, por lo
menos. Todavía se mantenía dentro de Sophia la capacidad de matizarla. Recomponiéndose,
aprovechó la aturdida pausa.
—Como es mi deber cristiano, su señoría. Decir que siento algo menos por él sería no sólo una
falsedad, sino un sacrilegio.
El juez se rascó la peluca.
—No —protestó Brackett—. ¡Ella es una mentirosa, le digo!
—Le aseguro que sólo hablo con la verdad. ¿Qué motivo tendría para mentir?
Sophia tiró de su guante, trabajando los dedos en las delgadas puntas.

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—En realidad, vine porque siento cariño por muchos de los hombres en esta sala. Pero cualquiera
que insinúe que doy este veraz testimonio con la esperanza de reanudar algún tipo de relación con el
señor Grayson, amistosa o de otra índole, estaría en un error. Estimo al hombre, su señoría. Lo admiro
mucho, y su ejemplo de honestidad y valentía ha alterado el curso de mi vida. Pero más allá de hoy,
no espero jamás volverlo a ver.
Gray dio un paso adelante.
—No puedes querer decir…
Sophia lo congeló con una mirada.
—Sí, señor Grayson, quiero decir que mi misión aquí ya se ha completado.
Él la miró fijamente, claramente desconcertado. Adorablemente desconcertado.
—Desde que dejé Inglaterra, resolví no casarme ―dijo, dirigiendo su declaración al juez—, sino
dedicar mi fortuna a la caridad. Tengo veinte mil libras, usted ve, o las tendré en cuestión de días,
cuando llegue a mi mayoría de edad. Iba a ser mi dote, pero esta misma mañana la he comprometido
para la compra de la plantación Eleanora del señor George Waltham, para establecer una cooperativa
de azúcar para los esclavos liberados.
—¿Una cooperativa de azúcar? —dijeron Gray y Fitzhugh al unísono.
Bien. Ahora Gray y Joss no tendrían nada más sobre lo que discutir, ni disputas añosas que los
separaran. Podrían volver a empezar, sentarse y discutir su futuro con la mente y el corazón abiertos.
Probablemente fuera demasiado tarde para la propia familia de Sophia, pero ella no podía dejar pasar
esta oportunidad de sanar la de ellos.
—El señor Wilson y la señorita Grayson le pueden proporcionar cualquier prueba que pueda
necesitar sobre ese asunto —dobló el pañuelo—. En cuanto a mí, me temo que tengo que partir.
—¿Partir? ―una vez más, Gray y Fitzhugh hablaron al unísono, y cada uno miró al otro, claramente
molesto.
—Ahora que mi misión ha terminado, tengo que regresar a Inglaterra. He dado sólo el depósito de
garantía, usted ve, cerca de seiscientas libras. El resto de la transacción debe ser completada en
Londres. Y yo... Debo volver con mi familia, aunque no sé cómo me recibirán. Después de esta
aventura, dudo que me reciban ni siquiera mis amigos más cercanos. Ciertamente no las personas de
la familia del señor Grayson —él tenía que entender esto, la razón por la que debía irse.
—¿La familia del señor Grayson? ―preguntó el juez.
—¿No lo sabía? Su señoría, él es el sobrino de un duque. Yo jugaba a las cartas con su tía, la
duquesa de Aldonbury, cada tercer miércoles ―le dirigió una mirada cautelosa a Gray—. Su nieta,
Lady Clementina Morton, estaba en la escuela conmigo. Incluso fui tan afortunada como para ser una
invitada en su casa, su señoría, pero eso es un placer que jamás tendré de nuevo. Su gracia es una
dama de rango elevado y de perdón limitado. Si yo fuera del tipo ambicioso, señor Fitzhugh, no
desearía disgustarla.
El juez palideció al color del pergamino.
Sophia estaba ocupada con el cordón de su ridículo.

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—No, yo estoy arruinada a los ojos de la sociedad, aunque mi conciencia está tranquila. Tengo que
ir a casa y arrojarme a la misericordia de mi familia. Si me desprecian... ―ella se encogió de hombros
—. Tal vez me convierta en una institutriz.
Una sensación de satisfacción la llenó. Ayer, había previsto mentir para entrar en esta sala de
audiencias y pretender ser el tipo de mujer honesta, desinteresada, que podría haber ayudado a la
causa de Gray. Ahora ella había dado todo: su fortuna, su reputación, su futuro, por la verdad. No sólo
para salvar la vida de Gray, sino para redimir la de ella.
Qué tonta había sido, siempre culpando al mundo por no ver la persona por debajo de la gran
fortuna. La verdad era que había pasado su vida escondiéndose detrás del miedo, de mentiras y
fantasías salvajes, porque no había creído en ella misma, en su propio valor.
Todo eso terminó hoy. Aquí, en esta sala, la verdad fue algo valioso. Ella fue algo valioso. El mundo
era bienvenido para rechazarla ahora. Por primera vez en mucho tiempo, a Sophia le gustó ser ella
misma.
Ella no iba a lamentar nada.
Se volvió en un círculo lento, dejando que su mirada se demorara en cada uno de sus amigos por
última vez.
—Zarpo a Antigua inmediatamente, donde entiendo que puedo abordar una fragata inglesa —su
mirada se posó en Gray—. Así que esto es un adiós.
Gray asintió. Por supuesto, ahora que él entendía todo -como su pasado inevitablemente
envenenaría el futuro de su familia- la estaba dejando ir.
—Adiós, pues. A menos... ―se dirigió a Fitzhugh con perfecta inocencia—. ¿Pero usted realmente
no quería decir que nos acusaría a todos de piratería, verdad?
Él parpadeó.
Sophia sonrió.
—Eso pensé.

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CAPÍTULO 28

Sea que uno pasee por un parque o viaje por el mundo, la travesía de vuelta a casa parece ser más
corta que el viaje de ida. Parecía que habían pasado horas desde que el Polaris había cruzado el
Trópico, sin embargo Sophia sabía que habían transcurrido días. Muy poca fanfarria había
acompañado la ocasión: un poco de canto entre los marineros, una colección de chelines en una gorra
alquitranada, a la que ella contribuyó con sus menguantes recursos.
Tal vez, la apagada celebración pudiera atribuirse a la escasez de pasajeros a bordo de la fragata.
Ella sólo estaba acompañada por los sobrecargos del barco, y la viuda y dos hijos crecidos de un
antiguo plantador de Antigua. Sin embargo, Sophia lo atribuyó más al carácter del Capitán Herring.
Tratándose de arenques, parecía ser del tipo salado y ahumado.14
No, el Polaris no era el Afrodita, ni siquiera era el Kestrel. Y tal vez Sophia debería sentirse
agradecida por esto. En una atmosfera de camaradería y júbilo, su melancolía hubiera llamado la
atención. Pero si alguien notó su actitud lejana o sus ojos permanentemente húmedos, fue sólo para
sugerirle algún medicamento para el resfriado.
Si sólo hubiera alguna cura para el dolor del corazón.
En las tardes agradables como ésta, ella pasaba largas horas mirando fijamente el mar. No tenía
más papeles o telas; incluso su pequeño baúl de pinturas y pinceles había sido dejado atrás. Pero la
serenaba el hecho de mezclar pigmentos en su mente para capturar los siempre brillantes colores de
las olas: hoy, una base de azul prusiano con un tinte de verde cobalto. El mismo tono se reflejaría en
los ojos de Gray, si él estuviera con ella. Casi podía imaginar que lo estaba.
Casi.
Todavía, cada vez que un barco aparecía en el horizonte, una ridícula esperanza florecía en su
corazón. Ella bizqueaba por sobre las olas, ansiosa de ver la forma del barco, el estilo de sus aparejos.
Cualquier buque fragata, disparaba una aceleración irracional de su pulso. Cuando una mirada más
cercana, o la desaparición del barco sobre la curva de la tierra, probaba que no era el Afrodita, ella se
reprendía a sí misma por sus tontas lágrimas.
Él sabe la verdad ahora, se decía a sí misma. Él lo comprende todo. Y tiene que dejarte ir.
Cuando un barco apareció esa tarde, su suplicio fue misericordiosamente breve. El barco que se
avistaba desde la popa, reveló rápidamente ser una goleta, sus velas triangulares sobresaliendo sobre
el mar, como una hilera de dientes de tiburón. A medida que el barco se iba acercando, la
incomodidad se extendió por la tripulación como un contagio.
—No me gusta ―dijo el primer oficial—, la forma en que se nos está acercando, como si nos
estuviera persiguiendo. Si quieren hablar, ¿por qué no disparan una señal?
—¿Bajo qué colores navega? —preguntó el Capitán—. Ese es un barco construido en Baltimore,
estoy seguro. Pero podrían ser corsarios navegando bajo bandera venezolana.

14
Es debido al significado de la palabra en inglés. Herring significa “arenque”. Cuando dice “salado y ahumado”,
Sophia lo relaciona con algo aburrido.

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—No hay bandera de ningún color, que yo pueda ver —reportó el oficial, entrecerrando los ojos en
su catalejo—. Está pesadamente armada, cabalgando las olas. No puede haber demasiados oficiales
para hablar en esa bodega.
—Piratas —el Capitán dejó escapar una sarta de juramentos. Ninguno particularmente
imaginativo, pero pronunciados con convicción. Sophia se acercó a la popa, atraída por la visión de las
irregulares velas cortando hacia ellos.
—Tiene la ventaja del viento, Capitán. Gana velocidad. Sin colores aún, pero casi puedo ver el
nombre del casco. Espere… el viento está virando. Ah —bajó su catalejo—. Su nombre es Sophia.
El corazón de Sophia dio un rápido tirón. No. No puede ser. Seguramente es sólo una de las crueles
coincidencias de la vida.
—¿Debo enviar la alarma, Capitán? ¿Preparar el cañón?
—¡No! —gritó Sophia
El Capitán y el oficial se giraron sobre sus talones para enfrentarla.
—Yo… creo que podría ser que conozca ese barco, señor —miró hacia el primer oficial—. ¿Puedo
tomar prestado su catalejo?
Ella lo tomó de su mano sin esperar su permiso, luego lo colocó sobre su ojo y miró atentamente el
horizonte. Ahí estaba la goleta. A través de la lente, miró hacia la proa del barco. Buscando entre sus
velas, en la cubierta. El foque le saltó a la vista, ¡caray! Ahí, ellos cambiaron las velas y el barco se
ladeó ligeramente. Ella casi podía distinguir la figura de un hombre en el alcázar.
A su lado, el primer oficial cambió el peso de su pie.
—Discúlpeme, señorita, pero…
—¡Levi! —una altísima figura entró en su foco de visión. Tenía que ser Levi, tan imposiblemente
alto. Ella dirigió el catalejo hacia arriba en el aparejo, buscando… buscando… Quinn. No había duda en
su mente. El hombre tenía jamones donde deberían estar sus puños.
Un tiro explotó en las aguas, y Sophia saltó.
—No —gritó—. ¡No deben abrir fuego! Ellos no son piratas ―se giró para mirar al primer oficial—.
Eh…ellos podrían ser piratas, de algún tipo. Pero le prometo, no son una amenaza para este barco.
—Ese fue su disparo de señal, señorita —el primer oficial le habló al Capitán—. ¿Deseamos hablar
con ellos, señor?
El Capitán refunfuñó.
―Sea que lo deseemos o no, parece que ellos están determinados a hablar con nosotros. Encuadre
las vergas y que ocurra, pues.
El barco entero comenzó una lenta y torcida pirueta, y Sophia se mareó de anticipación.
¿Realmente él había venido por ella? Ella supuso que Levi y Quinn podrían haber conseguido empleo
en otro barco. Tal vez, Gray ni siquiera estaba a bordo. A pesar de sus mejores esfuerzos para
permanecer calmada, no pudo evitar pincharse las mejillas y acomodar los mechones sueltos de su
cabello. Si sólo hubiera tiempo para cambiarse el vestido.

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TESSA DARE
La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Los oficiales se dirigieron hacia la proa del barco y Sophia corrió tras ellos. El castillo de proa estaba
lleno de curiosos marineros, obstruyendo su visión de la goleta mientras ésta se acercaba.
—¡Ah del barco! —gritó un marinero—. La fragata inglesa Polaris, partida hace diez días desde
Antigua, rumbo a Portsmouth.
—¡Ah del barco, para ustedes! —era la voz de O´Shea, con su áspero acento irlandés. Sophia jamás
había escuchado música más dulce—. Esta es la goleta Sophia, de ningún país en particular por el
momento. Partida hace siete días desde Tortola, rumbo a … bueno, rumbo aquí. El Capitán solicita
permiso para abordar.
Gray. Tenía que ser Gray.
Los oficiales del Polaris intercambiaron cautelosas miradas.
—Oh, por el amor de Dios —Sophia se abrió camino hasta la barandilla del barco y puso las manos
alrededor de su boca, gritando—, ¡permiso para abordar concedido!
Una ovación se elevó desde la cubierta del otro barco.
—¡Está bien, es ella! —gritó una voz. La de Stubb, se dijo Sophia.
Oh, pero apenas le importaba quien estuviera en la otra cubierta. Sólo le importaba la fuerte figura
balanceándose a través de la brecha acuosa, mientras los dos barcos se alineaban. Volviéndose hacia
el centro del barco, se abrió camino entre la sudorosa masa de marineros, desesperada por llegar a él.
Su pie se enganchó con una soga, y ella tropezó…
Pero no importaba. Gray estaba ahí para sostenerla.
Y él todavía llevaba esas botas de mar, llenas de cicatrices del fuego. Sin duda era por razones
sentimentales.
—Cuidado ahí ―murmuró Gray, tomándola por los codos. Ella alzó la mirada para encontrar sus
hermosos ojos azul verdosos—. Te tengo.
—Oh, Gray —Sophia se arrojó entre sus brazos, colgándose de su cuello, mientras él reía y la hacía
girar—. Estás aquí.
—Aquí estoy.
Y lo estaba. Cada fuerte, sólido, apuesto centímetro de él. Sophia enterró el rostro en el cuello de
Gray, respirando su aroma. Señor, cómo lo había extrañado.
Ella se alejó, apoyando las manos en los hombros de Gray para estudiar su rostro.
—No puedo creer que hayas venido por mí.
—No puedo creer que realmente te hayas ido —la bajó para apoyar sus pies en cubierta, y las
manos de Sophia se deslizaron por sus brazos—. Pensé que estabas echando un farol diciendo eso.
Jamás te hubiera permitido que te fueras.
Sophia sacudió la cabeza.
—No dije una sola palabra en esa corte que no fuera verdad. Ya no quería mentirte más, Gray. Aún
si no podemos estar juntos… no podía irme sin decirte la verdad.
—¿Quién dice que no podemos estar juntos? —él arrugó la frente.

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La Rendición de una Sirena
2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Seguramente tienes que entender. Estoy arruinada, de la manera más acabada. Tú has trabajado
tanto para recuperar el lugar de tu familia, tienes tantas esperanzas para tu hermana. Si te casas
conmigo, todos esos planes estarán arruinados también. No puedo pedirte eso —sus ojos cayeron a
su solapa, y bajó la voz—. A menos… que pueda quedarme como tu amante, tal vez. Si mantenemos
el arreglo con discreción, no afectará a Bel. Es lo que la sociedad esperará de mí, ahora que soy una
mujer en desgracia.
Gray tomó su mentón y le levantó el rostro.
—Nunca jamás hables de ti de esa forma —su voz era feroz, su mirada intensa—. Y nunca jamás te
refieras a ti misma como mi amante nuevamente. Te tendré como mi esposa, o nada.
Ella dejó caer las manos a sus costados.
—Entonces, supongo que tendrá que ser nada.
Gray maldijo.
—¿Honestamente crees que te he seguido al medio del océano para nada?
—¿Pero qué hay de tu tía, tus conexiones? Los prospectos para tu hermana…
Él sacudió la cabeza.
—El único prospecto que a Bel le importa son los proyectos de servir en los asilos de huérfanos, de
los cuáles le he asegurado que Londres tiene a montones. Ella sólo aceptó venir conmigo después de
que le prometiera que no le haría una presentación. Si alguna vez se casa, seguramente lo hará con
algún cuáquero, o tal vez con un lastimoso herido de guerra.
—¿Ella vino contigo?
—Veelo por ti misma ―Gray le señaló hacia la cubierta de su barco. Sí, ahí estaba ella. La mujer de
cabello oscuro le dirigió un amable saludo con la mano. Sophia se dio cuenta repentinamente de
cuánta gente los estaba mirando, en ambos barcos.
Ella se aclaró la garganta.
—¿Y qué hay de tu hermano?
—¿Joss? Él traerá el Afrodita a Inglaterra, una vez que se haya ocupado de su carga. Después de
eso, está pensando en estudiar leyes. Yo manejaré los negocios de la naviera, Bel tendrá sus obras de
caridad. La familia estará reunida; eso es lo importante —sonrió—. El Señor Wilson ha accedido a
administrar tu cooperativa azucarera, en caso de que te lo estés preguntando.
La esperanza revoloteó en su pecho.
—¿Estás seguro de que quieres casarte conmigo? Ahora estoy bastante en la miseria, te darás
cuenta.
Gray se rió.
—Mira ese barco. Esa goleta me costó el rescate de una reina, aún cuando el Kestrel entró en el
trato. Pero era el barco más rápido que se podía tener —tomó las manos de Sophia entre las suyas—.
Olvida el dinero. Olvida la sociedad. Olvida las aspiraciones. Nosotros no tenemos talento para seguir
las reglas, ¿recuerdas? Nosotros tenemos que seguir a nuestro corazón. Tú me enseñaste eso.
Gray la acercó hacia él, llevando las manos de Sophia a su pecho.

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—Dios, cariño, ¿no lo sabes? Tienes mi corazón en tu bolsillo desde el día en que nos conocimos.
Seguir a mi corazón significa seguirte a ti. Te seguiría hasta el fin del mundo, si tuviera que hacerlo
―le dirigió una divertida mirada al Capitán—. Aunque espero que tu buen capitán prefiera que no lo
haga. De hecho, creo que él alegremente nos casaría hoy, tan sólo para deshacerse de mí.
—¿Hoy? Pero no podemos.
Las cejas de Gray se alzaron.
—Oh, pero podemos —él la llevó hacia el otro lado del barco, un poco más lejos de la enorme
multitud. Envolviendo los brazos alrededor de ella, se inclinó más cerca para murmurarle al oído—.
Feliz cumpleaños, amor.
Sophia se derritió en su abrazo. Era su cumpleaños, ¿cierto? El día que había estado esperando por
meses, y aquí estaba ella, olvidándolo completamente. Hasta que Gray había aparecido en el
horizonte, no había estado ansiosa por nada.
Pero ahora lo estaba. Esperaba ansiosa el matrimonio, hijos, y amor, y una gran aventura. Vida real
y pasión verdadera. Todo eso, con este hombre.
—Oh, Gray.
—Por favor, di que sí ―le susurro él—. Sophia —el nombre era una caricia contra su oído—. Te
amo.
El besó la mejilla de Sophia y se alejó.
—Fui negligente al no decírtelo. No puedes saber cuánto lo he lamentado. Pero te amo, Sophia
Jane Hathaway. Te amo como ningún hombre amó jamás a una mujer. Te amo tanto, que temo
explotar con tanto amor dentro de mí. De hecho, creo que explotaré si pasa otro minuto sin que te
bese, así que, si tienes la intención de decir que sí, te agradecería que…
Sophia envolvió los brazos alrededor de su cuello y lo besó. Fuerte al principio, para calmar al tonto
hombre; luego suavemente, para saborearlo. Oh, cómo amaba su sabor, como de pan recién
horneado y ron. Cálido y saludable y reconfortante, con una pizca justa de picante y peligrosidad.
—Sí —suspiró contra sus labios. Se echó atrás y lo miro a los ojos—. Sí, me casaré contigo.
Los brazos de Gray se apretaron alrededor de su cintura.
—¿Hoy?
—Hoy. Pero primero debes dejar que me cambie el vestido—sonriendo, Sophia acarició su suave
mejilla—. Te has afeitado.
—Cada día desde que partimos de Tortola —él le lanzó una sonrisa compungida—. Tengo nuevas
cicatrices que lo demuestran.
—Bien ―ella lo besó—. Me alegro. Y no me importa si la sociedad nos proscribe por ser los piratas
que somos, mientras esté contigo.
—Oh, no sé si seremos desterrados exactamente. Definitivamente, no somos piratas. Después de
tu conmovedor testimonio… —él le dio una palmadita en la mejilla—, Fitzhugh decidió hacer lo mejor
que podía con una situación insostenible. O con un pirata al que no se le podía ahorcar, como era el
caso. Si él no podía avanzar en su carrera condenándome, creyó que lo haría recomendándome. Me

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premió con el Kestrel por haberlo salvado y me recomendó con el Gobernador para una mención
especial al valor. Hasta hablan de darme un título —sonrió—. ¿Puedes creerlo? Yo, un héroe.
—Claro que lo creo ―cruzó los dedos tras la nuca de Gray—. Siempre lo he sabido, a pesar de que
debería maldecir a ese juez y su “mención al valor”. Cómo si tú necesitaras una nueva cuota de
arrogancia. Sólo recuerda, lo que sea que te consideren, caballero o bribón, héroe o pirata, tú eres
mío.
—Sí, lo soy —la besó sonoramente, apasionadamente— ¿Y a cuál preferirías esta noche? —ante el
seductor gruñido en su voz, estremecimientos de excitación resbalaron hasta sus pies— ¿A tu
caballero?, ¿tu bribón?, ¿tu héroe o tu pirata?
Ella se rió.
—Imagino que en su oportunidad disfrutaré de los cuatro. Pero esta noche, creo que encontraré
enorme felicidad en llamarte simplemente mi marido.
Él descansó su frente contra la de ella.
—Mi amor.
—Eso también.

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

EPÍLOGO

Londres, cinco semanas más tarde…

Sophia no esperaba que nadie la visitara hoy. Habían hecho su silencioso arribo a la casa de ciudad
de Gray tan sólo unos días antes, y las dos únicas cartas que ella había enviado, una a su madre y otra
a su hermana, hasta ahora no habían sido respondidas. Era demasiado pronto para esperar una
respuesta.
Pero ahí estaba Hurst parado en la entrada, con una tarjeta en la bandeja.
—Una visita para usted, milady. Lady Lucinda Trescott, Condesa de Kendall.
—Eres tú —Lucy rodeó al sirviente, adentrándose en el salón—. Había escuchado que estabas de
vuelta, pero no podía creerlo hasta no haberte visto yo misma.
—Lady Kendall —asombrada, Sophia se puso de pie, al igual que Bel—. Permítame que le presente
a mi cuñada, la señorita Grayson. Pero ¿cómo sabía usted que yo estaba aquí?
—¿Tenemos que ser tan formales, entonces? ¿Debo llamarte Lady Grayson? —con un gesto
amable hacia Bel, Lucy cruzó la habitación y tomó a Sophia en un exuberante abrazo—. Jeremy se
enteró de la mención de tu marido. Así fue como supe que estabas aquí—miró a Sophia de pies a
cabeza—. Ahora dime, ¿dónde has estado?
—Visitando a tu primo, en realidad —la atención de Sophia se volvió hacia el extraño bulto que
obstruía su abrazo—. Lucy, ¡estás esperando un niño!
Sonriendo, Lucy apoyó la mano de Sophia sobre su redondeado vientre, presionando su propia
mano contra el vientre plano de Sophia.
—Y tú no lo estás. Al menos, no que se note.
No, no que se note. Sophia sonrió, manteniendo sus sospechas para sí misma.
—Bueno ―dijo Lucy—, esto desilusionará a los chismosos.
Ante la mención de los chismosos, Sophia se encogió.
—Lucy, tú ni siquiera deberías estar aquí. Una condesa no puede estar asociada a semejante
escándalo.
—¿Escándalo? Tú esposo está por ser caballero. Lo están haciendo ver como a Lancelot, Robin
Hood, y Lord Nelson, todos en uno. Sereis huéspedes de honor en cada mesa de Londres —Lucy torció
el cuello para espiar por el pasillo—. ¿Dónde está esa leyenda viviente, de todas maneras?
—¿Gray? Está en su oficina de la naviera —Sophia le indicó a su amiga una silla—. Pero aún si él
está por recibir una recomendación, seguramente yo no seré bienvenida a la mayoría de las mesas.
Estoy arruinada, de la forma más acabada.
—¿Porque rompiste tu compromiso?
—¡Porque me fugué con un francés ficticio!

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—¿Te refieres a Gervais? —rió Lucy—. Oh, nadie sabe sobre eso. Tus padres les dijeron a todos que
habías caído enferma y habías sido enviada a la costa para recuperarte. Podrían haber algunos
rumores indicando lo contrario, pero el hecho de que te enamoraras loca y apasionadamente de un
heróico capitán, corrobora muy bien esa leyenda. Te enamoraste loca y apasionadamente de él, ¿no?
Sophia asintió con la cabeza, entumecida de asombro. ¿Podía ser cierto? Sus padres, su hermana,
su plantado prometido, sus amigos… ¿todos habían mantenido en secreto su fuga?
—Oh, ¡lo sabía! —aplaudió Lucy—. Debes contármelo todo.
—Tal vez otro día —Sophia le dirigió una mirada a Bel.
—Ya veo —susurró Lucy, siguiendo su mirada—. La historia es así de buena, ¿no? Bueno, supongo
que puede quedar para otra visita ―le lanzó a Sophia una mirada calculadora—. Si es que has sido
arruinada, debo decir que eso te sienta bien. Te ves muy bien.
—Y el embarazo te lo sienta a ti. Estás radiante.
Lucy hizo un gesto con la mano, restándole importancia, pero la observación era correcta. Aún
cuando Sophia jamás podría haber dicho antes que su amiga era una gran belleza, ameritaba el
término ahora. El embarazo había redondeado sus afilados rasgos y su cabello marrón oscuro
definitivamente brillaba.
La mucama entró, trayendo una bandeja cargada con el servicio de té y refrescos.
—Isabel, ¿serías tan amable de servir? ―le pidió Sophia.
—Ciertamente.
Mientras la joven dama se ocupada de las tazas, Sophia colocó su silla más cerca de la de Lucy.
—¿Cómo está Toby? ―le susurró—. No puedo creer que jamás dijera una palabra acerca de
Gervais, cuando tenía todos los motivos para humillarme públicamente y exigir una restitución. ¿Se
sintió horriblemente dolido cuando me marché?
—¿Cuál es la respuesta que esperas oír? ¿Qué agonizó terriblemente de amor por ti, o que ya te ha
olvidado? —Lucy apoyó una mano sobre la de Sophia—. Él ha sufrido, pero creo que la herida de su
orgullo fue más profunda que la de su corazón. Además, él es demasiado bueno como para humillar a
nadie o exigir restituciones. Él y Felix te buscaron por toda Inglaterra. Nos has tenido bastante
ansiosos, sabes.
La culpa dio una puntada en el pecho de Sophia.
—Cómo debeis odiarme todos vosotros.
Lucy dio un breve apretón a su mano.
—Lo agradecidos que estamos todos de tenerte nuevamente en casa, a salvo. Estoy segura de que
tu familia sentirá lo mismo. ¿Cómo podrían quejarse? Ahora tendrán un título en la familia, tal como
siempre quisieron.
Bel interrumpió su conversación, una taza y un platillo balanceándose en cada mano.
―Señorita Grayson —preguntó Lucy, aceptando su taza—, ¿va a tener usted su presentación en
esta temporada?
—Oh, no —Bel le alcanzó la otra taza a Sophia.

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—Tal vez deberías reconsiderarlo —animó Sophia, pensando en las posibilidades—. Habíamos
creído imprudente una presentación formal ―le dijo a Lucy—, dada mi situación. Pero si el escándalo
verdaderamente se ha contenido… Bel podría aspirar tan alto como quisiera. Hasta podría casarse con
un Lord, si ella lo deseara.
—Pero yo no quiero casarme con un Lord —protestó Bel.
—No, no lo quiere —Lucy tomó un pastelito—. No es ni de cerca tan divertido como suena. La
gente tiene tan aburridas expectativas. Desde que mi esposo asumió su asiento en la Cámara de los
Lores, ha sido una cosa detrás de la otra. Siempre me están pidiendo que me suscriba a las damas de
esto y aquello de sociedad de beneficencia o que compre boletos para alguna velada musical.
—¿De veras? —Bel sorbió su té, volviéndose pensativa.
—Jeremy me da más dinero del que sé qué hacer con él, así que naturalmente apoyo todas las
causas. Pero peor, la gente permanentemente está pidiendo mi opinión en asuntos elevados, como si
yo entendiera de tarifas o esas cosas. Yo trato de sonreír y cambio de tema, pero insisten en
asignarme una ridícula cantidad de influencia, sólo porque mi esposo se codea con unos anticuados
miembros del Parlamento. —Lucy mordió el pastelito—. Lo que sea que haga, no se case usted con un
Lord.
—Qué consejo interesante —Bel apoyó su taza.
Sophia tocó la muñeca de Bel.
—Sólo estamos bromeando. Debes casarte por amor. Tu hermano no lo aceptará de otra manera.
—Si es así, dudo que me case en lo absoluto ―dijo Bell—. Mi corazón ya está tan lleno de devoción
hacia mi familia y de mi pasión por el trabajo de Dios. No puede haber lugar para el amor romántico,
también.
—El corazón no es el único órgano implicado —Lucy le dirigió una sonrisa torcida a Sophia.
—Tal vez, puedan persuadirme de casarme —continuó Bel—, si pudiera encontrar un hombre de
trascendencia y principios, que posea un entusiasta sentido de la justicia y compartiera mi pasión por
la caridad...
—Espero que encuentres semejante hombre ―dijo Sophia−. Pero Bel… para tener un matrimonio
feliz, dos personas deben compartir la pasión por algo más que la caridad.
—¿De veras? ¿Cómo qué?
Lucy rompió a reír y Sophia no pudo evitar unírsele.
—No, de veras —insistió Bel, pasando su mirada de la una a la otra—. Díganme que significa eso.
―Señorita Grayson, no tema ―le dijo Lucy—. Nosotras ampliaremos su educación —y miró a
Sophia—. ¿Todavía conservas El Libro?
Sophia se ahogó con su té. Bajo ninguna circunstancia ella iba a permitir que la hermana de Gray
diera tan siquiera una mirada a ese libro, no después de lo que ella había dibujado en él.
—Bueno ―se evadió ella, evitando la inquisitiva mirada de Lucy—, tú sabes, no es…
El ama de llaves la salvó, gracias a Dios.

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—Disculpe, milady. Hay un asunto urgente que requiere su atención —la señora Prewitt hizo una
gesto críptico y desapareció en el pasillo.
Aliviada, Sophia se excusó con Lucy y con Bel mientras se ponía de pie. Para el momento que
alcanzó el corredor, sin embargo, el ama de llaves había desaparecido. Frunciendo el ceño, se dirigió
hacia la parte trasera de la casa. Tal vez, había algún problema en la cocina, o con el repartidor de
carbón.
Mientras pasaba por la puerta del estudio de Gray, un brazo familiar, musculoso, se lanzó hacia el
pasillo, agarrándola por la cintura.
Riendo, ella tropezó hacia la habitación, encontrándose rápidamente atrapada entre los paneles de
nogal por la espalda y un caliente y sólido hombre frente a ella. Desde su boda, o desde lo de la
despensa del Kestrel más exactamente, Gray parecía encontrar un reto irresistible en atraparla
desprevenida en cualquier lugar impensado y envolverla en un febril abrazo.
Sophia no tenía ningún deseo de desanimar el hábito, pero este no era el momento ideal para una
cita.
―Gray —lo reprendió Sophia entre besos—, ¿en qué andas? El ama de llaves dijo que había un
asunto urgente que requería mi atención.
—Y así es. Yo requiero tu atención. De la manera más urgente —sus manos se deslizaron a su
trasero, y la levantó fácilmente, sosteniéndola contra la pared con sus caderas. Los bordes del
revestimiento de manera se clavaron en su columna—. No creo que hayamos usado esta habitación
aún ―le murmuró Gray, mordisqueando la curva de su cuello.
—Estoy entreteniendo15 —protestó Sophia.
—Sí, lo estás ―le dijo él, frotándose contra ella—. Entreteniendo sumamente.
Sophia suspiró con placentera exasperación.
—Me refiero a que tengo una invitada. Lady Kendall está en el salón, con Bel —apoyó su brazo
contra el pecho de Gray, poniendo cierta distancia entre ellos—. Y pensé que estabas en tu oficina de
la naviera.
—Sí, bueno… —la picardía brilló en sus ojos—. Decidí, en cambio, ir a cabalgar.
—¿Cabalgar? ¿Dónde?
Aflojando su agarre del trasero de Sophia, él la deslizó hasta que sus pies tocaron el suelo.
—Por Kent.
Ella contuvo la respiración. No había ninguna razón para que Gray fuera a Kent, no a menos que
fuera a visitar a…
―Gray, tú no lo hiciste.
—Lo hice —su expresión se volvió seria−. No te molestes, cariño. Sé que les has escrito, pero…
sentí que le debía esto a tu padre, ir a visitarlo y enmendar las cosas con él, de frente. Así lo hacen los
hombres, tú entiendes.

15
Por un lado, es el término utilizado en inglés para referirse a recibir visitas; y por otro, también significa entretener,
Gray pretende que Sophia lo entretenga a él. (N. de la T.)

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2° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ella asintió, un nudo de ansiedad formándose en su garganta. Ella no le hubiera pedido que visitara
a su padre, pero entendió por qué lo hizo. No era sólo la forma de los hombres, era la cosa honorable
por hacer, y por lo tanto, ella sabía que Gray no podría haberlo hecho de otra forma. Él realmente era
el mejor de los hombres.
Con dedos temblorosos, ella alisó el cuello de su abrigo.
—¿Puedo preguntarte cómo te recibieron?
—Con recelo, al principio. Luego, de alguna forma, beligerantes —arqueó una ceja—. Pero mi
recepción mejoró notoriamente, una vez que extendí una invitación a una fiesta, con cena, en la
residencia de mi tía.
Una sonrisa triste curvó los labios de Sophia. Sí, esa hubiera sido la reacción de sus padres.
Cenarían con el mismo demonio si una duquesa asistiera a la misma cena.
—Son espantosos, ¿cierto?
Él se encogió de hombros.
—¿No lo es la familia de todos? Dudo que tu padre y yo seamos grandes amigos, pero sí hemos
descubierto un interés en común.
—¿Cuál es?
—Tú —unos fuertes dedos tomaron su barbilla—. Ambos queremos verte feliz. Ambos te amamos.
Por un momento, Sophia no creyó poder hablar. Alivio y dicha crecieron dentro suyo, hasta que no
hubo lugar para nada más.
Los labios de Gray acariciaron los de ella en un suave beso.
—¿Estoy perdonado por no habértelo dicho antes?
Sí, sí. Perdonado, querido, atesorado, adorado. Amado, más allá de la razón.
—Supongo ―dijo ella coquetamente, trazando la línea de su mandíbula con las puntas de los
dedos—. En cuanto me hagas extensivo el mismo perdón.
—¿Por qué? —sus ojos se entrecerraron— ¿Has estado guadando secretos otra vez?
—Sólo uno —sonriendo, Sophia tomó la mano de Gray y la presionó significativamente contra su
vientre ligeramente redondeado—. Uno muy, muy pequeño.

FIN

TRADUCIDO y corregido KARIN y SILVIA Página 263

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