Está en la página 1de 4

JacintoVera

El misionero incansable
Una confianza que nunca
-Yo misma se lo bordé.
Don Jacinto lo desdobló con
se ha de apagar
cuidado.
-Es un gorro –dijo.
-De terciopelo –confirmé yo.
Lo había bordado con torpeza
infantil y algo de ayuda, era
cierto, pero también con
enorme ilusión.
-¡Perder el tiempo en bordar
un gorro a un pobre viejo!
-Como dice mi abuela, usted es
un santo.
Intrigada, seguí al obispo al interior de su casa, bastante más
modesta que la mía o la de mis abuelos. Tenía pocos
muebles, muy sencillos. Dormía en una desvencijada cama
de hierro, remendada con barrotes de metal atravesados y
trozos recortados de alfombras viejas.
La misma que muchos años atrás, cuando era Párroco de
Canelones, una buena señora le había regalado.
Así de austero era don Jacinto. Vestía con sencillez y
circulaba a pie o en tranvía por la ciudad. Por su humildad, y
por todas sus otras virtudes muchas personas, como mi
abuela y mis padres, lo consideraban un santo.
Era común que en la calle se arrodillaran al verlo, o que los
demás pasajeros se pusieran de pie si subía a un tren.
Amable con todo el mundo, siempre de buen humor, el
obispo se acercaba a sus fieles, recorría las camas de los
hospitales, visitaba cárceles y asilos.
-Vas a tener que arreglarte con los dos pesos que me
quedan en el cajón –admitió al cocinero.
Tras abrir la alacena con la pequeña llave colgada en la
puerta, se quedó pensativo.
-¿Qué pasa? –quiso saber el otro.
-Los dos pesos no están. Recién me acuerdo que los di de
limosna –informó el obispo.
Yo tuve que ponerme la mano delante de la boca, para
disimular la risa.
En ese momento, recordé una historia que me contaba la
abuela: ella decía que hacía muchos años atrás, cuando
don Jacinto recibió la noticia de que lo nombraban vicario,
tenía puestos calzoncillos debajo de la sotana, porque
había regalado sus únicos pantalones aun vecino
necesitado. ¿Se imaginan al cura sin pantalones?

-¿Qué vamos a cocinar si no


tenemos nada? ¡Que todo se
lo ha dado a los pobres! –se
ofuscó el cocinero.
-A los pobres no les fían, y a
nosotros sí.
-¿Qué hacemos? ¡Dígame,
que lo escucho!
-No te aflijas. Dios proveerá.
El Señor, que no deja morir
de hambre a los pajaritos, no
nos dejará pasar necesidad a
nosotros.
El cocinero, incrédulo,
sacudió la cabeza.
-Puede pasarse el día
citándome las Escrituras,
pero con eso no vamos a
poner pan a la mesa...

Dos toques de campana interrumpieron su protesta:


alguien llamaba a la puerta. Miró desconcertado a don
Jacinto, quien con un gesto le indicó que atendiese.
No demoró más que unos minutos en regresar con una
gallina en cada mano, y el asombro más genuino pintado
en el rostro.
-Es un regalo de doña Antonia Etchenique.
El obispo me miró, y los dos nos reímos.

-Eso es para que creas. Hombre de poca fe, ¿por qué


dudaste? –dijo.

Don Jacinto Vera


El misionero de los niños
Laura Álvarez Goyoaga

También podría gustarte