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Benjamín, El Campesino Deivid
Benjamín, El Campesino Deivid
La madrugada del sábado estaba fresca y sin lluvia. Don Benjamín Riveros, campesino con
tierra y gran madrugador, abrió de nuevo su negocio a la una de la mañana. Sacó de la bodega
unos bultos con tubérculos aún sin lavar y puso sobre el pasillo un puñado de canastas llenas
de frutas y hortalizas que ordenó de mayor a menor tamaño, como en una feria. Llevaba una
ruana a cuadros, con cuello en V, adornada arriba con un prendedor dorado, y los pantalones
sostenidos con un cinturón de cuero. Era moreno, enjuto, con una mirada que raras veces se
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre el pasillo haló una butaca hacia adentro y se sentó a
limpiar el polvo con un trapo adherido a su bordón, que además le ayudaba con su repentina
cojera. Parecía no estar consciente de lo que hacía, pero trabajaba con obstinación,
Después de las dos hizo una pausa para mirar el cielo por entre la reja y vio tres hombres con
un furgón lleno de cajas en la bodega de enfrente. Uno las descargaba, el otro las abría y
revisaba y el último las organizaba. Eran como pugilistas. Ellos estaban trotando, en
movimiento, haciendo ejercicio, moviendo los brazos, no había nada del cuerpo que se
quedara quieto. Seguía trabajando con la idea de que antes del desayuno volvería la lluvia.
— Don Benjamín.
— Muchacho.
— Bien, será.
Estaba limpiando el polvo de una de las gavetas del escritorio. Sacó de allí un portarretrato y
lo examinó con los ojos medio aguados. Afuera de la bodega volvió a hablar el muchacho.
Don Benjamín, el campesino aguerrido, titánico y montaraz, tenía a su esposa enferma. Los
dos confiaban en que vivirían más de noventa años como la vieja Graciela, pero solo en
marzo de este año doña Emilia comprendió que quizá el Señor no le concedería tal privilegio.
En los primeros días de dolores el médico la entretuvo con agüitas de manzanilla y compresas
de calor. Era un médico por devoción, laureado en Bogotá, de los pocos que pudieron salir
del campo, contrario por convicción ideológica a dejar sus orígenes, a quien ella había
encomendado su sanidad. En un tiempo recorría los campos a pie, visitando los distanciados
enfermos del día a día con ampollas, gasas y sueros en una maleta, y la naturaleza le concedió
la dicha de formar un hogar. Pero la gota le rellenó de tofos en un pestañeo, y terminó por
atender a sus pacientes por correveidiles y encargos. Requerido por don Benjamín atravesó
huéspedes. Solo cuando se dio cuenta de la gravedad de la enferma, hizo llevar una arquilla
con antibióticos marcados con diferentes colores y durante dos semanas le suministró algunas
dosis. Después le aplicó algunas inyecciones en los brazos y la hacía usar broncodilatadores
para desatrancar los pulmones, hasta la madrugada hace dos semanas en que tuvo que
nariz, bajo el cobertizo de agarrotada espumilla, apenas se le adivinaba la vida en una tenue
respiración de sus pechos. Doña Emilia, que desde los diecisiete años se había comprometido
con don Benjamín, parecía agonizar sola y sin hijos. En los momentos de las visitas, ella
señora, a quien lo había acompañado en las duras y en las maduras. Aquella era el inicio de
una promesa: Don Benjamín haría todo lo que estuviera en sus manos para pagar su
trasplante.
Hacía tres días que no podía verla, pero alcanzó a impartirle algunas instrucciones. Durante
la última hora de la visita, le habló frente a las marchas del negocio y la tierra. Hizo algunas
peticiones especiales por si llegase a morir, y se ocupó por último de un posible entierro.
<<Debe estar con los ojos bien abiertos, viejo — dijo —. No lleve tanta plata en el bolsillo,
guárdela con candado, y tenga cuidado con lo que firma, pues mucha gente no viene a los
mercados sino a robar.>> Unos momentos después, a solas con el médico, hizo una confesión
— Algo.
Volvió a operar el bordón. Alcanzó una canastica de mimbre donde guardaba algunos
Sin afanarse, con un movimiento extremadamente sereno, se frotó los ojos con las palmas de
— Bien, pero — y prosiguió — mi camino hasta aquí fue duro, muchacho. A veces pienso
que San Isidro, el patrono mío, me ayudó. Otras veces pienso que se burló de mí y me dejó
ver, a todo lo largo y ancho, su espalda, como ahora. Lo cierto es que nadie me dio jamás un
pedazo de pan ni se lo pedí a nadie ni tampoco se lo quité a nadie como pa’ dejarme arrebatar
mis cosas o ponerlas en riesgo. Yo tuve que echar raíces sobre tierra árida para llegar hasta
aquí.
— Fíjese usted que a los tres meses de haber llegado a este lugar — continuó don Benjamín
—, la bodega se había ido llenando de todo tipo de individuos. Al comienzo fueron los
vagabundos, esos hombres vagabundos y pobres que la ciudad rechazaba cada vez más lejos,
como a la gente que no paga el alquiler. Y los entiendo porque en el campo pasa igual.
Parecemos estar en tierra de nadie o, mejor, en tierra de algunos pocos. Pero, bueno. No sé
por qué llegaron hasta aquí: quizá porque los atrajo el dulce aroma de estas frutas o
simplemente porque los vagabundos logran vivir con técnicas sencillas como el trueque:
— Luego llegaron los oportunistas, sin oficio, hambrientos, que parecían dispuestos a
cualquier nobleza, como los perros de vereda, por el más miserable pedazo de fruta o lo que
hubiera. También llegaron dos hombres que corrían por los pasillos cazando pardillos y
los rechazamos a bordonazos y ruanazos como arreando ganado. Bastante trabajo nos daba
ya mantener a flote este negocio. Pero este tipo de hombres siempre regresa, a pesar de los
riesgos, había que ver las gracias que hacían pa’ ganárselo a uno. Por más fuerte que uno
fuera, siempre se ablanda el corazón ante el dolor ajeno y la humildad. Fue así como
— Eso he notado también, don Benjamín — dijo el muchacho, quien se iba alejando del lugar
con la mano levantada —. En todo caso, no eche en saco roto lo que le dije…
La gran mayoría de bodegas ya estaban abiertas. Acababan de dar las dos y cincuenta y don
Benjamín sabía que solo a las tres empezaría a llegar el rumor de los compradores habituales
de la ciudad. Tan regular y conservadora era la clientela, que no había acabado el reloj de
marcar las tres cuando un hombre entró y se quedó viendo los bultos de papa. Traía un
— No, no tengo, pero tengo esta otra. Esta está a cincuenta y cinco el bulto. Mírela, mire
— No, hombre, mire, estas están a cincuenta — le dijo don Benjamín en tanto le enseñaba
otros bultos.
El hombre sacó otro billete de cinco mil, se lo entregó y se marchó. Don Benjamín se puso a
— Don Benjamín, ¿cómo está usted? ¿Cómo me lo trata mi querida Bogotá esta madrugada,
— Bien, será, don José — respondió don Benjamín —. Usted siempre tan puntual.
cuatro y veinte, entonces entra y dice que necesita llevar sukini verde, sukini amarillo,
todo eso. La única diferencia es esa, que hoy no dijo que necesitaba todas estas hortalizas,
— Y es verdad — dijo el hombre. Se volvió a mirar a don Benjamín que estaba al otro lado
del pasillo, registrando algunas canastillas. Estuvo contemplándolo uno o dos segundos.
Luego miró el reloj que estaba dentro de la bodega, arriba de los bultos. Eran las cuatro y
veinticinco —. Es verdad, don Benjamín. Hoy es diferente — dijo. Hoy no vine a las cuatro
— No es eso, don Benjamín. Es que hoy no vine a las cuatro y veinte — dijo el hombre —.
— Acababan de dar las cuatro y veinte, hombre — dijo don Benjamín —. Cuando usted entró
acababan de darlas.
— Déjese de tonterías, don Benjamín — dijo el hombre —. Usted sabe que hace más de tres
— Eso dígaselo a otro — dijo don Benjamín —, pero a mí no. ¿Qué diversión hay por aquí?
Echarse sus traguitos, ¿no? <<Es lo más lindo que hay, ¿sí o no?>> — se lo he escuchado
decir a más de uno. Le apuesto que por lo menos se han tomado medio litro entre dos. Las
— No tiene que hacerse entender, don Benjamín — dijo el hombre —. Tengo media hora de
estar aquí.
— Bueno, si usted así lo prefiere, tiene media hora de estar aquí — dijo —. Después de todo,
a nadie le importa nada cinco minutos más o cinco minutos menos, en tanto consiga lo que
necesita mucho más barato que en la ciudad, a precio del campo, ¿no? Si la gente supiera
— Sí importan, señor — dijo el hombre. Y puso las manos por encima del escritorio, sobre
— Y no se trata de lo que yo quiera, sino es que hace media hora que estoy aquí —. Volvió
— Hombre, está bien — dijo don Benjamín —. Dígame con qué lo ayudo, ¿lo de siempre?
Durante todo este tiempo, don Benjamín había estado moviendo canastillas de un lado al otro
detrás del escritorio y acomodando bultos, removiendo desechos, quitando una cosa de un
— Cuénteme entonces con qué lo ayudo, don José — repitió don Benjamín. Se detuvo y se
— ¿La buena vida dice usted? — dijo. Y volvió a mirarlo con una extraña mirada, por unos
Se aflojó la chaqueta que traía y siguió limpiándose, secándose el cuello con la manga.
— Lo que pasa es que la vaina aquí está cada vez más dura — dijo don Benjamín —. Además,
— ¿Qué? — dijo el hombre —. Y, por cierto, ¿dónde está doña Emilia? Hace días que no
viene por aquí. ¿Se aburrió del clima de la ciudad? — añadió con una risita socarrona.
El aire del hombre cambió de repente. Parecían habérsele pasmado los dos tragos que se
había tomado.
— ¡Uy! Lo siento, don Benjamín — dijo el hombre —. ¿Puedo ayudarle con algo?
— Necesito plata — dijo don Benjamín —. Es por pocos días. Cuando venda unas parcelas
— No. No tengo ni un peso — dijo el hombre —. Pero conozco a un tipo que tiene un
negocio que, con una inversión, hace que el dinero se multiplique en un santiamén.
— Pues yo he metido alguna platica ahí y he ganado algunos pesitos de más — dijo el hombre
—. Pero todo es Dios y suerte. Él viene seguido por aquí, debería preguntarle, no tiene nada
que perder.
— Pues yo he tenido éxito — dijo —. Pero asumo que siempre está el riesgo de perder. ¿Y
— Tenemos algunos ahorritos, sí, pero no alcanza para el tratamiento — dijo don Benjamín
—. Además, como le digo, don José, no crea que porque tenemos una bodeguita aquí y una
tierrita que produce, estamos tapados en plata. Nos ha tocado duro para llegar hasta aquí.
— Entonces tendrá que robarse la plata — dijo el hombre —.
tuvimos una educación básica, una educación universitaria. Y la verdad que nos toca, pues…
y demás que es gusto de nosotros, ha sido un oficio de años y lo queremos como uno querer
su país, su patria, su tierra, ¿no? Entonces eso nos sucede aquí. Esto ha sido una patria
Justo cuando la conversación llegaba a una densidad interesante llegó otro comprador. Era
también?
— No, no, no, si eso es pa’ dar a cuarenta y cinco y cincuenta — dijo don Benjamín —. No,
mírela. La gruesa. Mire, la gruesa está a seis. Se la doy a cinco y medio a usted.
La mujer sacó un fajo de billetes y le canceló los cincuenta y cinco mil a don Benjamín.
Don Benjamín sonrió por fin después de varios días de no hacerlo. Levantó la cabeza para
mirar, todavía sonriendo, a ver en dónde estaba don José, pero ya no lo vio por ahí. Dejó la
conversación a medias. Había mirado el reloj. Había visto que iban a dar las siete. Había
pensado que dentro de unos minutos los restaurantes empezarían a llenarse de gente y tal vez
por eso se puso a frotar el escritorio con mayor fuerza usando el bordón, echando un vistazo
pagaron sus mercados y don Benjamín sentía que la plata llovía, como dijera doña Graciela,
la finada. Él guardaba todo en una canasta, bajo el escritorio y cerraba todo con candado, tal
En esos días pasaron algunas cosas extrañas. Una mañana, cuando don Benjamín y Javier,
un ayudante, trabajaban en las canastillas, vieron a tres hombres, con sombreros blancos, que
cruzaban por las bodegas de enfrente con unos maletines en la mano. Estaban con la barba
bien hecha y usaban zapatos tan brillantes que el polvo de las bodegas les resbalaba. Eran
gente de la ciudad.
Cuando don Benjamín los vio, su mirada se acobardaba. Bajando un poco la cabeza, se quedó
observando fijamente un pedazo del escritorio, sin saber para qué, porque allí no había nada
que mirar. Los hombres cruzaron por el pasillo y se fueron hasta el fondo. Dos de ellos
estaban detrás y el otro les hablaba señalando las bodegas. Así estuvieron paseando varios
minutos, de un extremo del pasillo al otro, como si estuvieran en una oficina. Al fin uno de
ellos se acercó a un hombre de las bodegas y le hizo algunas preguntas. Luego se fueron por
— Esa gente no me gusta — dijo el ayudante —. Tal vez venían a cobrar alguna deuda.
calle, miraba hacia las bodegas y, si era alguien muy extraño, sus manos empezaban a temblar
— ¡Don Benjamín!
Don Benjamín lo miró con una ternura espesa y triste, como un cabestro maternal. No lo miró
Don Benjamín miró el reloj que estaba encima de los bultos. Dijo:
— Para que vea, don Benjamín, que la gente cambia — dijo el hombre.
Don Benjamín se dirigió a las canastillas, sacó y empacó todo lo que le pidió y se lo dejó
sobre el escritorio.
— Ahí le eché ñapita pa’ que siga volviendo — dijo don Benjamín.
— Gracias, don Benjamín — dijo el hombre y añadió —. A propósito, hablé con el señor del
— Pero ¿cómo es la vaina? — preguntó don Benjamín mientras se frotaba la mano izquierda
— Pues sumercé invierte su dinero y en cuestión de días ese hombre se lo multiplica — dijo
— ¿Así no más? — dijo don Benjamín —. De eso tan bueno no dan tanto.
con esa cara que tienen las personas que comen y duermen mal y que no saben qué hacer.
Lo convenció.
Ese día, cuando el reloj ya marcaba las ocho de la mañana, don Benjamín se disponía a ir a
uno de los restaurantes, pero alguien más llegó: un hombre con blazer y un maletín.
Llegó sin hacer ruido, como si ningún negocio tuviera dificultades para él. Al principio don
Benjamín creía que era un imbécil o que se trataba de un supervisor de salubridad porque no
habló ni respondió ni hizo otra cosa que caminar por el pasillo, recogiendo frutas o
reventando vegetales. Solo al cabo de unos minutos abrió la boca. Don Benjamín encarrilaba
lo último de la yuca algo agotado ya y había un buen olor a hortalizas frescas. El extraño se
— ¿Es usted el señor Benjamín Riveros? — dijo con un acento particular, como con una
‘ese’ arrastrada.
Don Benjamín se detuvo y levantó la mirada.
mientras le estiraba la mano —. Soy una especie de acreedor, que ayuda a personas como
usted. Y, pues, vea, le tengo una propuesta monumental el día de hoy. Me enteré que vos
— Sí, algo así, pero ¿cómo supo de eso, señor? — interrogó don Benjamín.
— Ah, pues, muy fácil — dijo el hombre —. Usted no es el único que necesita platica por
aquí. El señor José me dijo que vos necesitás una platica con urgencia.
Sin saber por qué siguieron hablando y en unos cuantos minutos, y con una astucia magistral
que lo dejó con la boca entreabierta, le propuso ayudarlo sin nada a cambio.
Por toda manera, don Benjamín le dije que no. El hombre cogió un tomate con la mano, luego
otro, luego un tercero y así los colocó sobre la báscula con tal delicadeza que no parecía una
don Benjamín.
— Lo que pasa es que, en los días del invierno, el negocio se puso difícil. Nosotros, los
debido a las intensas lluvias. Eso perdí catorce reses río abajo y algunas parcelas se inundaron
por completo y toda la siembra que tenía allí se echó a perder. Yo la veía complicada, oía
decir a los otros vendedores que algunas de las carreteras principales estaban taponadas por
lodo, tierra y árboles caídos. Eran en su mayoría hijos de campesinos, muchachos de colegio
en la mañana u hombres del rebusque. Lo cierto es que me demoré en volver por acá porque
en eso mi señora agarró una bronquitis y se le empeoró con el correr de los días.
— Hicimos maromas pa’ sacar todo esto. Tuvimos que caminar con los bultos al hombro pa’
poder lograr unos pesos por aquí, pero ha sido difícil, ni yo ni mi señora estamos pa’ estos
— Vea, pues, qué berraco, ome — dijo el hombre y añadió —. Pero, vení, ¿cómo te va a
— Pues qué le dijera… Pues eso hay días en que se venden cuarenta o cincuenta bultos. Un
— Pues como dicen en mi tierra: <<mi Dios aprieta, pero no ahoga>>, señor Je… ¿Cómo es
que es su nombre, joven? — dijo don Benjamín, en tanto daba un gran bostezo.
— Eso, joven, eso… Lo tenía en la punta de la lengua… Excúseme… — dijo don Benjamín,
mientras refregaba sus manos contra sus ojos —. Así que, como le decía, tengo a mi señora
enferma.
En eso se escuchaba por el pasillo la voz, a través de un megáfono, de un hombre que decía:
<<Juegan veinte millones>>, <<veinte para hoy>>, <<óigame, me quedan las últimas boletas
para los veinte, venga, amigo>> y que, así como apareció, se fue diluyendo…
— ¿Así es por acá todos los días? — lo interrumpió el hombre —. ¿Veinte millones?
— Sí, es una rifa que juega todos los jueves a las diez — dijo don Benjamín —. Es otra de
dijo:
Don Benjamín sacudió la cabeza con una sonrisita de aflicción suspirando: <<Ya ve>>. Y
siguió encarrilando lo último de la yuca, mientras el hombre, instalado en la butaca cerca del
El hombre en ese momento impresionó a don Benjamín con su determinación con algo que
había inventado como un negocio por el bien de los que lo necesitaban, sirviéndose de él no
solo los comerciantes sino gente incluso de la ciudad, hasta el propio don José que había
don Isidoro, el de la bodega 20, convencido por él de que también era bueno para los que
tenían puestos pequeños, invirtió su platica. Era casi el mediodía y solo quedaban los dos en
la bodega, cuando él hacía movimientos con las manos para que tomara una decisión.
Aquellos fueron como los gestos del destino, de él, pues hace más de seis meses de eso y
todo el mundo se acuerda como si hubiera sido el sábado pasado. El caso es que don Benjamín
estaba encarrilando lo último de la yuca en aquellas canastas grises que más bien parecían
cajas de sepulcro, cuando al terminar fueron por la plata. Esa misma tarde don Benjamín le
entregó todo el dinero que tenía guardado en la bodega y los ahorros de toda su vida.
Así era Carlos, el diabólico. Ese paisa era capaz de convencer hasta a un cura de que Dios no
existía. Dicen que antes de trabajar en esto, era vendedor de helados por las calles de La
Honda en Medellín, y que no le iba tan mal, pero la ambición lo llevó a obsesionarse y fue
así como empezó a falsificar documentos de todo tipo, desde registros civiles hasta
pasaportes, luego se dedicó a pedirles plata por adelantado a las personas por servicios que
nunca brindó, incluso llegó a tomar el dinero de las donaciones, le pedía dinero a la gente
entregaba. Sin embargo, en esos tiempos eso no era tan estable, así que le dio por sacarle
provecho a todo el dinero que ya había acumulado, y se puso a fundar una empresa que
cuando llegó la noticia de que lo habían descubierto por el centro de Bogotá y se convirtió
Yo no lo vi. Dicen que fueron cinco policías y que varios patrulleros aguardaban afuera, en
el Polo Club. Me contaron que salió corriendo del lugar y que, a mitad de la calle, él, que no
solía dar pasos en falso, resbaló sobre las líneas húmedas que estaban pintadas sobre el
Eso fue un gran escándalo porque nadie sabía lo que había pasado. Unos decían que Carlos
era un estafador. Otros, que hacía mucho tiempo había sido el salvador de muchos personajes.
nuestras manos: Carlos, hacía dos años, había estafado a varias personas por su ciudad.
Muchos millones les quitó a esas personas que engañó. No sé si era verdad o era mentira,
pero lo cierto es que, si no se hubiese resbalado, si hubiera llegado hasta su destino, quizá no
hubiese sido atrapado y todo el dinero estaría a salvo. Él quiso ser bueno con don Benjamín.
Los acontecimientos de aquel mediodía serían tomados más tarde como una lección de vida.
No solo por el espíritu devoto que inspiró a don Benjamín a tomar esa decisión, sino por la
indolencia con que se desavinieron los intereses semejantes y los criterios allegados, en el
propósito común de ayudar a un campesino honrado que había sido timado por un bribón de
siente suelas. Durante muchos años, él había sacado adelante la tierrita de sus padres, en
virtud del campo que formaba parte del tesoro secreto de todos. Él y doña Emilia eran
Al volver a la bodega 22 lo único que encontraron fueron unas raíces de sábila sin colgar
sobre el escritorio. Tampoco se les volvió a ver por las tierras de Tibacuy ni Fusagasugá.