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Benjamín, el campesino

La madrugada del sábado estaba fresca y sin lluvia. Don Benjamín Riveros, campesino con

tierra y gran madrugador, abrió de nuevo su negocio a la una de la mañana. Sacó de la bodega

unos bultos con tubérculos aún sin lavar y puso sobre el pasillo un puñado de canastas llenas

de frutas y hortalizas que ordenó de mayor a menor tamaño, como en una feria. Llevaba una

ruana a cuadros, con cuello en V, adornada arriba con un prendedor dorado, y los pantalones

sostenidos con un cinturón de cuero. Era moreno, enjuto, con una mirada que raras veces se

correspondía con la del presente, como la de los solitarios.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre el pasillo haló una butaca hacia adentro y se sentó a

limpiar el polvo con un trapo adherido a su bordón, que además le ayudaba con su repentina

cojera. Parecía no estar consciente de lo que hacía, pero trabajaba con obstinación,

zigzagueando con el bordón incluso en los lugares donde no era necesario.

Después de las dos hizo una pausa para mirar el cielo por entre la reja y vio tres hombres con

un furgón lleno de cajas en la bodega de enfrente. Uno las descargaba, el otro las abría y

revisaba y el último las organizaba. Eran como pugilistas. Ellos estaban trotando, en

movimiento, haciendo ejercicio, moviendo los brazos, no había nada del cuerpo que se

quedara quieto. Seguía trabajando con la idea de que antes del desayuno volvería la lluvia.

La voz vigorosa de uno de los hombres lo sacó de su contemplación.

— Don Benjamín.
— Muchacho.

— ¿Cómo va la vaina por aquí?

— Bien, será.

Estaba limpiando el polvo de una de las gavetas del escritorio. Sacó de allí un portarretrato y

lo examinó con los ojos medio aguados. Afuera de la bodega volvió a hablar el muchacho.

— ¿Sí supo la última?

Don Benjamín, el campesino aguerrido, titánico y montaraz, tenía a su esposa enferma. Los

dos confiaban en que vivirían más de noventa años como la vieja Graciela, pero solo en

marzo de este año doña Emilia comprendió que quizá el Señor no le concedería tal privilegio.

En los primeros días de dolores el médico la entretuvo con agüitas de manzanilla y compresas

de calor. Era un médico por devoción, laureado en Bogotá, de los pocos que pudieron salir

del campo, contrario por convicción ideológica a dejar sus orígenes, a quien ella había

encomendado su sanidad. En un tiempo recorría los campos a pie, visitando los distanciados

enfermos del día a día con ampollas, gasas y sueros en una maleta, y la naturaleza le concedió

la dicha de formar un hogar. Pero la gota le rellenó de tofos en un pestañeo, y terminó por

atender a sus pacientes por correveidiles y encargos. Requerido por don Benjamín atravesó

el campo apoyando el antebrazo en una muleta y se instaló en la pequeña habitación de

huéspedes. Solo cuando se dio cuenta de la gravedad de la enferma, hizo llevar una arquilla

con antibióticos marcados con diferentes colores y durante dos semanas le suministró algunas
dosis. Después le aplicó algunas inyecciones en los brazos y la hacía usar broncodilatadores

para desatrancar los pulmones, hasta la madrugada hace dos semanas en que tuvo que

enfrentarse al dilema de continuarle el tratamiento en la vereda o hacerla hospitalizar en la

ciudad más cercana.

Don Benjamín la internó en el Santa Clara. En su camilla de plástico, canalizada hasta la

nariz, bajo el cobertizo de agarrotada espumilla, apenas se le adivinaba la vida en una tenue

respiración de sus pechos. Doña Emilia, que desde los diecisiete años se había comprometido

con don Benjamín, parecía agonizar sola y sin hijos. En los momentos de las visitas, ella

apretaba su mano y le murmuraba con un convencimiento reposado: <<Siento que me muero,

viejo.>> Entonces él se quitó la manilla con la estampita de Santa Lucía y se la dio, a su

señora, a quien lo había acompañado en las duras y en las maduras. Aquella era el inicio de

una promesa: Don Benjamín haría todo lo que estuviera en sus manos para pagar su

trasplante.

Hacía tres días que no podía verla, pero alcanzó a impartirle algunas instrucciones. Durante

la última hora de la visita, le habló frente a las marchas del negocio y la tierra. Hizo algunas

peticiones especiales por si llegase a morir, y se ocupó por último de un posible entierro.

<<Debe estar con los ojos bien abiertos, viejo — dijo —. No lleve tanta plata en el bolsillo,

guárdela con candado, y tenga cuidado con lo que firma, pues mucha gente no viene a los

mercados sino a robar.>> Unos momentos después, a solas con el médico, hizo una confesión

de la adolescencia y se quedó dormida.


Don Benjamín seguía examinando el portarretrato. Solo cuando lo puso de nuevo en el cajón

con los papeles ya pulidos, dijo:

— Algo.

Volvió a operar el bordón. Alcanzó una canastica de mimbre donde guardaba algunos

objetos, sacó unos enlazados de chambuque y los arrojó a los bultos.

— Tenga cuidado — dijo el muchacho.

— ¿Con? — le preguntó don Benjamín.

Aún no había cambiado de expresión.

— Con lo que pasó en la bodega 9 — le respondió el muchacho.

Sin afanarse, con un movimiento extremadamente sereno, se frotó los ojos con las palmas de

las manos, se levantó de la butaca y puso el bordón sobre el escritorio.

— Bien, pero — y prosiguió — mi camino hasta aquí fue duro, muchacho. A veces pienso

que San Isidro, el patrono mío, me ayudó. Otras veces pienso que se burló de mí y me dejó

ver, a todo lo largo y ancho, su espalda, como ahora. Lo cierto es que nadie me dio jamás un

pedazo de pan ni se lo pedí a nadie ni tampoco se lo quité a nadie como pa’ dejarme arrebatar
mis cosas o ponerlas en riesgo. Yo tuve que echar raíces sobre tierra árida para llegar hasta

aquí.

— Entiendo — dijo el muchacho mientras asentía con la cabeza.

— Fíjese usted que a los tres meses de haber llegado a este lugar — continuó don Benjamín

—, la bodega se había ido llenando de todo tipo de individuos. Al comienzo fueron los

vagabundos, esos hombres vagabundos y pobres que la ciudad rechazaba cada vez más lejos,

como a la gente que no paga el alquiler. Y los entiendo porque en el campo pasa igual.

Parecemos estar en tierra de nadie o, mejor, en tierra de algunos pocos. Pero, bueno. No sé

por qué llegaron hasta aquí: quizá porque los atrajo el dulce aroma de estas frutas o

simplemente porque los vagabundos logran vivir con técnicas sencillas como el trueque:

energía física a cambio de recursos materiales o comestibles.

El muchacho solo escuchaba. Y don Benjamín se prolongó:

— Luego llegaron los oportunistas, sin oficio, hambrientos, que parecían dispuestos a

cualquier nobleza, como los perros de vereda, por el más miserable pedazo de fruta o lo que

hubiera. También llegaron dos hombres que corrían por los pasillos cazando pardillos y

extendiendo culebrillas o el gota a gota, como le dicen por estos lares.

— De eso sí hay harto por aquí — intervino el muchacho.


— Pero ¿qué cree, muchacho? — dijo don Benjamín —. A todos estos hombres, al principio,

los rechazamos a bordonazos y ruanazos como arreando ganado. Bastante trabajo nos daba

ya mantener a flote este negocio. Pero este tipo de hombres siempre regresa, a pesar de los

riesgos, había que ver las gracias que hacían pa’ ganárselo a uno. Por más fuerte que uno

fuera, siempre se ablanda el corazón ante el dolor ajeno y la humildad. Fue así como

empezamos a verlo como algo común.

— Eso he notado también, don Benjamín — dijo el muchacho, quien se iba alejando del lugar

con la mano levantada —. En todo caso, no eche en saco roto lo que le dije…

La gran mayoría de bodegas ya estaban abiertas. Acababan de dar las dos y cincuenta y don

Benjamín sabía que solo a las tres empezaría a llegar el rumor de los compradores habituales

de la ciudad. Tan regular y conservadora era la clientela, que no había acabado el reloj de

marcar las tres cuando un hombre entró y se quedó viendo los bultos de papa. Traía un

cigarrillo apagado; apretado entre la oreja derecha.

— ¿Qué va a llevar, vecino? — dijo don Benjamín, buscando algo de distracción.

— ¿Tiene papa tocarreña? ¿O de la pacha negra? — preguntó el hombre.

En tanto le mostraba un bulto de papa utopía, don Benjamín dijo:

— No, no tengo, pero tengo esta otra. Esta está a cincuenta y cinco el bulto. Mírela, mire

esos colores morado y amarillo como los de la pacha negra y es de un sabor…


— ¿A cincuenta esa? — le replicó el hombre.

— No, hombre, mire, estas están a cincuenta — le dijo don Benjamín en tanto le enseñaba

otros bultos.

El hombre sacó un fajo de billetes y le ofreció uno de cincuenta mil pesos.

— ¿Entonces cincuenta? — le dijo el hombre mientras observaba el bulto de la utopía.

— No, no puedo, cinco y medio — le dijo don Benjamín.

El hombre sacó otro billete de cinco mil, se lo entregó y se marchó. Don Benjamín se puso a

registrar unas canastillas.

Al cabo de unos minutos entró otro hombre.

— Don Benjamín, ¿cómo está usted? ¿Cómo me lo trata mi querida Bogotá esta madrugada,

ah? — le preguntó el hombre.

— Bien, será, don José — respondió don Benjamín —. Usted siempre tan puntual.

— Hoy es diferente — dijo el hombre, sombríamente, todavía mirando hacia afuera.


— Todos los días son iguales — dijo don Benjamín —. Todos los días el reloj marca las

cuatro y veinte, entonces entra y dice que necesita llevar sukini verde, sukini amarillo,

guisantes, alcachofa, variedad en lechugas, raíces y espárragos … y entonces yo le empaco

todo eso. La única diferencia es esa, que hoy no dijo que necesitaba todas estas hortalizas,

sino que el día es diferente.

— Y es verdad — dijo el hombre. Se volvió a mirar a don Benjamín que estaba al otro lado

del pasillo, registrando algunas canastillas. Estuvo contemplándolo uno o dos segundos.

Luego miró el reloj que estaba dentro de la bodega, arriba de los bultos. Eran las cuatro y

veinticinco —. Es verdad, don Benjamín. Hoy es diferente — dijo. Hoy no vine a las cuatro

y veinte, por eso es diferente, don Benjamín.

Don Benjamín miró el reloj.

— Eso esos relojes a veces se atrasan — dijo.

— No es eso, don Benjamín. Es que hoy no vine a las cuatro y veinte — dijo el hombre —.

Vine faltando cinco para las cuatro.

— Acababan de dar las cuatro y veinte, hombre — dijo don Benjamín —. Cuando usted entró

acababan de darlas.

— Tengo media hora de estar aquí — dijo el hombre.


Don Benjamín se acercó hacia donde él estaba.

— Sópleme el ojo — dijo.

— Déjese de tonterías, don Benjamín — dijo el hombre —. Usted sabe que hace más de tres

meses que no tomo.

— Eso dígaselo a otro — dijo don Benjamín —, pero a mí no. ¿Qué diversión hay por aquí?

Echarse sus traguitos, ¿no? <<Es lo más lindo que hay, ¿sí o no?>> — se lo he escuchado

decir a más de uno. Le apuesto que por lo menos se han tomado medio litro entre dos. Las

ironías de la vida: unos despilfarrándola y otros luchando por ella.

— Me tomé dos tragos con don Fermín, el de la bodega 21 — dijo el hombre.

— Ah; entonces ahora me hago entender — dijo don Benjamín.

— No tiene que hacerse entender, don Benjamín — dijo el hombre —. Tengo media hora de

estar aquí.

Don Benjamín se encogió de hombros.

— Bueno, si usted así lo prefiere, tiene media hora de estar aquí — dijo —. Después de todo,

a nadie le importa nada cinco minutos más o cinco minutos menos, en tanto consiga lo que
necesita mucho más barato que en la ciudad, a precio del campo, ¿no? Si la gente supiera

todo el sacrificio que hay detrás de esto…

— Sí importan, señor — dijo el hombre. Y puso las manos por encima del escritorio, sobre

la superficie de madera, con un aire de negligente atención. Dijo:

— Y no se trata de lo que yo quiera, sino es que hace media hora que estoy aquí —. Volvió

a mirar el reloj que estaba arriba de los bultos y rectificó:

— Mentiras. ¿Pero qué estoy diciendo? Ya tengo cuarenta minutos.

— Hombre, está bien — dijo don Benjamín —. Dígame con qué lo ayudo, ¿lo de siempre?

Durante todo este tiempo, don Benjamín había estado moviendo canastillas de un lado al otro

detrás del escritorio y acomodando bultos, removiendo desechos, quitando una cosa de un

lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

— Cuénteme entonces con qué lo ayudo, don José — repitió don Benjamín. Se detuvo y se

volvió hacia el hombre.

— Esta madrugada usted no entiende nada — dijo el hombre —. Y se limpió el sudor de la

frente con la manga de la chaqueta. Dijo:

— La buena vida lo está embruteciendo.


La expresión de don Benjamín había cambiado.

— ¿La buena vida dice usted? — dijo. Y volvió a mirarlo con una extraña mirada, por unos

momentos afligida y desafiante.

— ¿O entonces es que no le va bien aquí? — le preguntó el hombre —.

— En cierto modo, sí — dijo don Benjamín —. Pero no como usted dice.

Se aflojó la chaqueta que traía y siguió limpiándose, secándose el cuello con la manga.

— ¿Entonces? — interrogó el hombre.

— Lo que pasa es que la vaina aquí está cada vez más dura — dijo don Benjamín —. Además,

no está conmigo mi vieja.

— ¿Qué? — dijo el hombre —. Y, por cierto, ¿dónde está doña Emilia? Hace días que no

viene por aquí. ¿Se aburrió del clima de la ciudad? — añadió con una risita socarrona.

— Ella está enferma — dijo don Benjamín.

El aire del hombre cambió de repente. Parecían habérsele pasmado los dos tragos que se

había tomado.
— ¡Uy! Lo siento, don Benjamín — dijo el hombre —. ¿Puedo ayudarle con algo?

— Necesito plata — dijo don Benjamín —. Es por pocos días. Cuando venda unas parcelas

tendré la plata para devolvérsela.

— No. No tengo ni un peso — dijo el hombre —. Pero conozco a un tipo que tiene un

negocio que, con una inversión, hace que el dinero se multiplique en un santiamén.

— ¿Y si es buena la vaina? — preguntó don Benjamín.

— Pues yo he metido alguna platica ahí y he ganado algunos pesitos de más — dijo el hombre

—. Pero todo es Dios y suerte. Él viene seguido por aquí, debería preguntarle, no tiene nada

que perder.

— ¿O sea que no hay garantías? — preguntó de nuevo don Benjamín.

— Pues yo he tenido éxito — dijo —. Pero asumo que siempre está el riesgo de perder. ¿Y

no tiene platica ahorrada?

— Tenemos algunos ahorritos, sí, pero no alcanza para el tratamiento — dijo don Benjamín

—. Además, como le digo, don José, no crea que porque tenemos una bodeguita aquí y una

tierrita que produce, estamos tapados en plata. Nos ha tocado duro para llegar hasta aquí.
— Entonces tendrá que robarse la plata — dijo el hombre —.

Don Benjamín se volvió a encoger de hombros. Exclamó:

¡Pero cómo se le ocurre!

El hombre sonrió. Pero continuó, inflexible:

— ¿Y si vende este negocio?

— ¿Y de qué viviríamos luego? — dijo don Benjamín —. Desafortunadamente nosotros no

tuvimos una educación básica, una educación universitaria. Y la verdad que nos toca, pues…

y demás que es gusto de nosotros, ha sido un oficio de años y lo queremos como uno querer

su país, su patria, su tierra, ¿no? Entonces eso nos sucede aquí. Esto ha sido una patria

pequeña pa’ nosotros, un país pequeño.

Justo cuando la conversación llegaba a una densidad interesante llegó otro comprador. Era

una mujer. Tenía la cara casi tiesa por el frío de la madrugada.

— ¿En qué puedo ayudarla, bella dama? — dijo don Benjamín.

La mujer pasaba su mano por unos bultos de papa. Dijo:

— ¿A cómo tiene este bulto de papa?


— La papa pareja, que es esta de la derecha, a cincuenta — dijo don Benjamín —; ya la de

la izquierda está a cuarenta.

— ¿Y esta de acá? — preguntó la mujer, mientras señalaba otro bulto —. ¿A cuarenta

también?

— No, no, no, si eso es pa’ dar a cuarenta y cinco y cincuenta — dijo don Benjamín —. No,

mírela. La gruesa. Mire, la gruesa está a seis. Se la doy a cinco y medio a usted.

La mujer sacó un fajo de billetes y le canceló los cincuenta y cinco mil a don Benjamín.

— Gracias — dijo la mujer.

— Con gusto. Estamos muy amables pa’ atenderlos.

Don Benjamín sonrió por fin después de varios días de no hacerlo. Levantó la cabeza para

mirar, todavía sonriendo, a ver en dónde estaba don José, pero ya no lo vio por ahí. Dejó la

conversación a medias. Había mirado el reloj. Había visto que iban a dar las siete. Había

pensado que dentro de unos minutos los restaurantes empezarían a llenarse de gente y tal vez

por eso se puso a frotar el escritorio con mayor fuerza usando el bordón, echando un vistazo

hacia la calle a través de la reja. Las bodegas empezaban a quedarse solitarias.


Fueron unos buenos días los que siguieron, es cierto, llenos de gente que compró. Todos

pagaron sus mercados y don Benjamín sentía que la plata llovía, como dijera doña Graciela,

la finada. Él guardaba todo en una canasta, bajo el escritorio y cerraba todo con candado, tal

y como se lo recomendó doña Emilia.

En esos días pasaron algunas cosas extrañas. Una mañana, cuando don Benjamín y Javier,

un ayudante, trabajaban en las canastillas, vieron a tres hombres, con sombreros blancos, que

cruzaban por las bodegas de enfrente con unos maletines en la mano. Estaban con la barba

bien hecha y usaban zapatos tan brillantes que el polvo de las bodegas les resbalaba. Eran

gente de la ciudad.

Cuando don Benjamín los vio, su mirada se acobardaba. Bajando un poco la cabeza, se quedó

observando fijamente un pedazo del escritorio, sin saber para qué, porque allí no había nada

que mirar. Los hombres cruzaron por el pasillo y se fueron hasta el fondo. Dos de ellos

estaban detrás y el otro les hablaba señalando las bodegas. Así estuvieron paseando varios

minutos, de un extremo del pasillo al otro, como si estuvieran en una oficina. Al fin uno de

ellos se acercó a un hombre de las bodegas y le hizo algunas preguntas. Luego se fueron por

donde habían venido, en fila, mirando detalladamente el lugar.

— Esa gente no me gusta — dijo el ayudante —. Tal vez venían a cobrar alguna deuda.

— A mí tampoco — dijo don Benjamín —. Usan maletín. Mala señal.


Desde ese día don Benjamín quedó muy intranquilo. Cada vez que alguien pasaba por la

calle, miraba hacia las bodegas y, si era alguien muy extraño, sus manos empezaban a temblar

más de lo habitual y comenzaba a transpirar.

A la madrugada siguiente volvió don José.

— ¡Don Benjamín!

Don Benjamín lo miró con una ternura espesa y triste, como un cabestro maternal. No lo miró

para escucharlo; apenas para verlo, para recomponer su esperanza.

— ¿Qué? ¿Pensó que no iba a volver? — dijo el hombre.

— No — dijo don Benjamín —. Lo que no sabía era pa’ cuándo.

— Tuve que irme de afán ese día — dijo el hombre.

Don Benjamín miró el reloj que estaba encima de los bultos. Dijo:

— Otra vez faltando cinco para las cuatro.

— Para que vea, don Benjamín, que la gente cambia — dijo el hombre.

Don Benjamín sonrió. Preguntó:


— ¿Lo de siempre, don José?

— Sí — dijo el hombre —. Regáleme sukini verde, sukini amarillo, guisantes, alcachofa,

varias lechugas, raíces y espárragos.

Don Benjamín se dirigió a las canastillas, sacó y empacó todo lo que le pidió y se lo dejó

sobre el escritorio.

— Ahí le eché ñapita pa’ que siga volviendo — dijo don Benjamín.

— Gracias, don Benjamín — dijo el hombre y añadió —. A propósito, hablé con el señor del

que le hablé la vez pasada, usted me dirá si quiere ir a verlo.

— Pero ¿cómo es la vaina? — preguntó don Benjamín mientras se frotaba la mano izquierda

con la derecha, como nervioso.

— Pues sumercé invierte su dinero y en cuestión de días ese hombre se lo multiplica — dijo

el hombre —. Así no más.

— ¿Así no más? — dijo don Benjamín —. De eso tan bueno no dan tanto.

— Ahí sí ya no sé — dijo el hombre —. Es su decisión.


Durante unos segundos don Benjamín se quedó con la vista perdida. Estaba huesudo y pálido,

con esa cara que tienen las personas que comen y duermen mal y que no saben qué hacer.

— ¿Entonces hablo con él? — interrumpió el hombre.

— Así es — dijo don Benjamín.

Lo convenció.

Don José se marchó.

Ese día, cuando el reloj ya marcaba las ocho de la mañana, don Benjamín se disponía a ir a

uno de los restaurantes, pero alguien más llegó: un hombre con blazer y un maletín.

Llegó sin hacer ruido, como si ningún negocio tuviera dificultades para él. Al principio don

Benjamín creía que era un imbécil o que se trataba de un supervisor de salubridad porque no

habló ni respondió ni hizo otra cosa que caminar por el pasillo, recogiendo frutas o

reventando vegetales. Solo al cabo de unos minutos abrió la boca. Don Benjamín encarrilaba

lo último de la yuca algo agotado ya y había un buen olor a hortalizas frescas. El extraño se

asomó desde la reja.

— ¿Es usted el señor Benjamín Riveros? — dijo con un acento particular, como con una

‘ese’ arrastrada.
Don Benjamín se detuvo y levantó la mirada.

— Sí, ¿en qué puedo servirle, señor? — le respondió.

— Me presento, mi nombre es Jerónimo, Jerónimo Cardona, para servirte — dijo el hombre,

mientras le estiraba la mano —. Soy una especie de acreedor, que ayuda a personas como

usted. Y, pues, vea, le tengo una propuesta monumental el día de hoy. Me enteré que vos

necesitás una ayudita, ¿es así?

— Sí, algo así, pero ¿cómo supo de eso, señor? — interrogó don Benjamín.

— Ah, pues, muy fácil — dijo el hombre —. Usted no es el único que necesita platica por

aquí. El señor José me dijo que vos necesitás una platica con urgencia.

Sin saber por qué siguieron hablando y en unos cuantos minutos, y con una astucia magistral

que lo dejó con la boca entreabierta, le propuso ayudarlo sin nada a cambio.

Por toda manera, don Benjamín le dije que no. El hombre cogió un tomate con la mano, luego

otro, luego un tercero y así los colocó sobre la báscula con tal delicadeza que no parecía una

persona apta para este tipo de trabajo. Dijo:

— ¿Para qué necesitás el dinero, señor Benjamín?

— Para el tratamiento de mi señora — respondió don Benjamín.


— ¿Y eso? — dijo el hombre, mientras con la mirada puesta en sus ojos parecía intimidar a

don Benjamín.

— Lo que pasa es que, en los días del invierno, el negocio se puso difícil. Nosotros, los

campesinos, ya no podíamos frecuentar la capital por la dificultad para sacar el producto

debido a las intensas lluvias. Eso perdí catorce reses río abajo y algunas parcelas se inundaron

por completo y toda la siembra que tenía allí se echó a perder. Yo la veía complicada, oía

decir a los otros vendedores que algunas de las carreteras principales estaban taponadas por

lodo, tierra y árboles caídos. Eran en su mayoría hijos de campesinos, muchachos de colegio

en la mañana u hombres del rebusque. Lo cierto es que me demoré en volver por acá porque

en eso mi señora agarró una bronquitis y se le empeoró con el correr de los días.

— Claro, comprendo — dijo el hombre, mientras revisaba su maletín.

— Hicimos maromas pa’ sacar todo esto. Tuvimos que caminar con los bultos al hombro pa’

poder lograr unos pesos por aquí, pero ha sido difícil, ni yo ni mi señora estamos pa’ estos

trotes de jóvenes — dijo don Benjamín.

— Vea, pues, qué berraco, ome — dijo el hombre y añadió —. Pero, vení, ¿cómo te va a

diario con este negocio?

— Pues qué le dijera… Pues eso hay días en que se venden cuarenta o cincuenta bultos. Un

día malo quince o veinte — dijo don Benjamín.


— Bueno, bueno, pero eso es algo, ¿sí o qué? — dijo el hombre.

— Pues como dicen en mi tierra: <<mi Dios aprieta, pero no ahoga>>, señor Je… ¿Cómo es

que es su nombre, joven? — dijo don Benjamín, en tanto daba un gran bostezo.

— Jerónimo, Jerónimo Cardona — dijo el hombre.

— Eso, joven, eso… Lo tenía en la punta de la lengua… Excúseme… — dijo don Benjamín,

mientras refregaba sus manos contra sus ojos —. Así que, como le decía, tengo a mi señora

enferma.

En eso se escuchaba por el pasillo la voz, a través de un megáfono, de un hombre que decía:

<<Juegan veinte millones>>, <<veinte para hoy>>, <<óigame, me quedan las últimas boletas

para los veinte, venga, amigo>> y que, así como apareció, se fue diluyendo…

— ¿Así es por acá todos los días? — lo interrumpió el hombre —. ¿Veinte millones?

— Sí, es una rifa que juega todos los jueves a las diez — dijo don Benjamín —. Es otra de

las diversiones por acá: la lotería.

— ¿Y no ha intentado ahí, pues? — interrogó el hombre.

— Sí, varias veces… — dijo don Benjamín —. Pero nunca me la he ganado.


El hombre le dio una palmadita en el hombro a don Benjamín, por encima del escritorio, y le

dijo:

— Qué vaina, don Benjamín.

Don Benjamín sacudió la cabeza con una sonrisita de aflicción suspirando: <<Ya ve>>. Y

siguió encarrilando lo último de la yuca, mientras el hombre, instalado en la butaca cerca del

escritorio, empezaba a contarle todo sobre el negocio.

El hombre en ese momento impresionó a don Benjamín con su determinación con algo que

había inventado como un negocio por el bien de los que lo necesitaban, sirviéndose de él no

solo los comerciantes sino gente incluso de la ciudad, hasta el propio don José que había

aumentado su capital. Todos lo buscaban para entregarle su dinero. Hasta el desconfiado de

don Isidoro, el de la bodega 20, convencido por él de que también era bueno para los que

tenían puestos pequeños, invirtió su platica. Era casi el mediodía y solo quedaban los dos en

la bodega, cuando él hacía movimientos con las manos para que tomara una decisión.

Aquellos fueron como los gestos del destino, de él, pues hace más de seis meses de eso y

todo el mundo se acuerda como si hubiera sido el sábado pasado. El caso es que don Benjamín

estaba encarrilando lo último de la yuca en aquellas canastas grises que más bien parecían

cajas de sepulcro, cuando al terminar fueron por la plata. Esa misma tarde don Benjamín le

entregó todo el dinero que tenía guardado en la bodega y los ahorros de toda su vida.
Así era Carlos, el diabólico. Ese paisa era capaz de convencer hasta a un cura de que Dios no

existía. Dicen que antes de trabajar en esto, era vendedor de helados por las calles de La

Honda en Medellín, y que no le iba tan mal, pero la ambición lo llevó a obsesionarse y fue

así como empezó a falsificar documentos de todo tipo, desde registros civiles hasta

pasaportes, luego se dedicó a pedirles plata por adelantado a las personas por servicios que

nunca brindó, incluso llegó a tomar el dinero de las donaciones, le pedía dinero a la gente

para ayudar a las víctimas de emergencias como inundaciones o terremotos y nunca lo

entregaba. Sin embargo, en esos tiempos eso no era tan estable, así que le dio por sacarle

provecho a todo el dinero que ya había acumulado, y se puso a fundar una empresa que

funcionara con el dinero de la gente. En esas estuvo, convencido de triunfar en la desdicha,

cuando llegó la noticia de que lo habían descubierto por el centro de Bogotá y se convirtió

en el titular de los periódicos.

Yo no lo vi. Dicen que fueron cinco policías y que varios patrulleros aguardaban afuera, en

el Polo Club. Me contaron que salió corriendo del lugar y que, a mitad de la calle, él, que no

solía dar pasos en falso, resbaló sobre las líneas húmedas que estaban pintadas sobre el

asfalto. Lo rolos le cayeron encima y se lo llevaron, torciéndole los brazos, esposándolo y

dándole algunos bolillazos disimulados en la espalda.

Eso fue un gran escándalo porque nadie sabía lo que había pasado. Unos decían que Carlos

era un estafador. Otros, que hacía mucho tiempo había sido el salvador de muchos personajes.

Como la gran mayoría de personas no comprábamos el periódico, no supimos nada hasta

varios días después, cuando, de casualidad, en el restaurante, cayó uno de casualidad a

nuestras manos: Carlos, hacía dos años, había estafado a varias personas por su ciudad.
Muchos millones les quitó a esas personas que engañó. No sé si era verdad o era mentira,

pero lo cierto es que, si no se hubiese resbalado, si hubiera llegado hasta su destino, quizá no

hubiese sido atrapado y todo el dinero estaría a salvo. Él quiso ser bueno con don Benjamín.

Lo que le hizo a los demás no importaba.

Los acontecimientos de aquel mediodía serían tomados más tarde como una lección de vida.

No solo por el espíritu devoto que inspiró a don Benjamín a tomar esa decisión, sino por la

indolencia con que se desavinieron los intereses semejantes y los criterios allegados, en el

propósito común de ayudar a un campesino honrado que había sido timado por un bribón de

siente suelas. Durante muchos años, él había sacado adelante la tierrita de sus padres, en

virtud del campo que formaba parte del tesoro secreto de todos. Él y doña Emilia eran

ejemplos de la sabiduría divina y ancestral sobre la autoridad y el predominio de la clase.

Al volver a la bodega 22 lo único que encontraron fueron unas raíces de sábila sin colgar

sobre el escritorio. Tampoco se les volvió a ver por las tierras de Tibacuy ni Fusagasugá.

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