Está en la página 1de 143

Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
Prólogo
1. Crímenes en familia
2. La Edad de Oro
3. Amar y vivir como dioses
4. Prometeo, el creador del primer hombre
5. Donde van los griegos van sus dioses
6. Descenso a los infiernos
7. El dios de la muerte y las tinieblas
8. Una familia incestuosa
9. También había clases
10. Apolo, un dios divino
11. Dioses muy excéntricos
12. Dioniso, el paria de la familia
13. Pan, el dios flautista y rijoso
14. Celos y calumnias, senda de perdición
15. Bestialismo en el laberinto
16. Atenea, la virgen de los ojos garzos
17. El mayor secreto de la Antigüedad
18. Egina, el templo de la diosa invisible
19. Hércules, el Heracles romano
20. Los templos, la huella de los dioses
21. El Vaticano del Mundo Antiguo
22. Apolo enamorado
23. Hermes, el correveidile del Olimpo
24. Hades y el oráculo de los muertos
25. Una bella y trágica historia de amor
26. Una diosa muy vengativa
27. Amazonas, mujeres de armas tomar
28. Eneas, la fuerza del destino
29. El Olimpo abstracto
30. El médico que resucitaba a los muertos
31. La aventura de los argonautas. La ruta del trigo
32. El Zodíaco: los dioses siguen en el firmamento
33. Fiestas paganas
34. Mujeres con mucho poder
35. Los dioses y el destino
36. La colina de Troya
37. Ítaca: viaje a la semilla
38. Llegada a Ítaca
Apéndice. Árboles genealógicos
Bibliografía
Créditos
Gracias por adquirir este eBook

Visita Planetadelibros.com y descubre una


nueva forma de disfrutar de la lectura

¡Regístrate y accede a contenidos exclusivos!


Primeros capítulos
Fragmentos de próximas publicaciones
Clubs de lectura con los autores
Concursos, sorteos y promociones
Participa en presentaciones de libros

Comparte tu opinión en la ficha del libro


y en nuestras redes sociales:

Explora Descubre Comparte


Sinopsis

En Zeus y familia, Fermín Bocos dibuja un fresco impresionista en el que con humor y una gran
erudición nos presenta un catálogo de los mitos y rituales más notorios del mundo clásico. Una
obra amena de divulgación cultural que rezuma amor por la historia, la filosofía y el arte, y que
lanza puentes con el mundo actual para dejar constancia de la influyente vigencia que la
producción intelectual de griegos y romanos tienen hoy en día.
¿Cómo eran representadas las divinidades? ¿Dónde residían sus centros de poder y culto? ¿En
qué modo los antiguos se tomaban la caracterización e identificación con el mundo mítico, tan
diferente a la manera cristiana de comprender el mundo, pero a la vez superviviente en
determinados y cruciales aspectos de la vida actual? Zeus y familia es un muestrario de
divinidades olímpicas y de otras entidades de la Antigüedad, un recorrido subjetivo, divertido y
culto a la vez que nos desvela los misterios de nuestro pasado fundacional.
ZEUS Y FAMILIA
Dioses, héroes y templos

Fermín Bocos
Para Maia y Mateo
El siglo XXI será el de los titanes, pero después volverán los dioses.
ERNST JÜNGER
ULISES: ¡Poseidón! ¿Qué quieres de mí?
POSEIDÓN: ¡Quiero que comprendas!
ULISES: ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué quieres que comprenda?
POSEIDÓN: Quiero que comprendas que sin los dioses el hombre no es nada.
HOMERO, Odisea
Prólogo

Cuenta una leyenda que atraviesa los siglos que en los albores de nuestra era, durante el reinado
del emperador Augusto, en los días en los que la tradición sitúa el nacimiento de Jesús de
Nazaret, en diversos lugares del Mediterráneo se oyó un grito desgarrador, un alarido como
nunca antes se había oído. Era la voz rota de Pan, el dios de los pastores y de los rebaños. Aquel
grito desesperado proclamaba su muerte y el final de los dioses del Mundo Antiguo. Así lo
cuenta el historiador griego Plutarco de Queronea.
Tres siglos después, bajo el emperador Teodosio, tras el triunfo del cristianismo, los templos
paganos fueron clausurados, el culto a los dioses, prohibido, sus fieles, perseguidos, las estatuas,
mutiladas, y los lugares sagrados, abandonados. La naturaleza cubrió sus venerables piedras y
una parte del Mundo Antiguo se sumergió en el silencio.
Pero los dioses no desaparecieron. Pese al transcurso de los siglos, su memoria sobrevivió en
la historia, la literatura, la filosofía, el teatro, la música, la pintura, la ópera, el vocabulario de la
ciencia, el cine, los días y los meses del calendario, los nombres de los cohetes de la carrera
espacial, los misiles balísticos intercontinentales, los videojuegos, la nomenclatura de los
planetas y hasta los signos del Zodíaco.
Decía Emil Cioran que Dios nunca sabrá cuántos creyentes le debe a Bach. Algo similar
podría decirse de Tiziano o de Velázquez en orden a sus obras relacionadas con temas
mitológicos. Los dioses olímpicos, en palabras de Emilio Lledó, nunca necesitaron de una clase
sacerdotal que tuviera poder real sobre los ciudadanos diciéndoles qué tenían que entender y qué
tenían que hacer. Eran dioses liberadores y liberados que se cobijaban en el asombroso mundo de
los mitos.
De ahí que permanezcan vivos en la memoria antigua de los pueblos del Mediterráneo, en
algunas de sus fiestas y también como una forma ancestral de explicar la creación del mundo.
Por eso nosotros todavía podemos contar la historia de Zeus y familia.
1

Crímenes en familia

Esta es la historia de una familia no demasiado ejemplar, todo hay que decirlo. Moraban en la
cumbre del Olimpo, una montaña situada al norte de Grecia, y vivían bajo el poder omnímodo y
patriarcal de Zeus y de su esposa Hera.
Antes de seguir vamos a presentar a Zeus, el protagonista de esta larga y apasionante historia.
Era un tipo con un físico impresionante. Así aparece en una majestuosa estatua de bronce que fue
encontrada al norte de la isla griega de Eubea, en las aguas del cabo Artemisio. La figura, que se
puede contemplar en el Museo Arqueológico de Atenas, mide algo más de dos metros de altura y
representa al dios puesto en pie, a punto de dar una zancada y en trance de lanzar uno de sus
rayos. El rayo no se ha encontrado, circunstancia que ha dado pie a que algún arqueólogo haya
concluido que en realidad se trata de Poseidón, un hermano de Zeus que, como era el dios del
mar, estaría representado en el momento de lanzar su tridente. Para el caso daría lo mismo. La
apostura de uno de los hermanos tendría su reflejo en el otro. Padre de los dioses y dios símbolo
del poder y la fuerza en todas las épocas, su figura ha sido interpretada como una imagen de
serena plenitud. Así lo pintó Jean-Auguste-Dominique Ingres en su obra Júpiter y Tetis, que
retrata a una nereida suplicando al dios, aquí con su nombre romano. El cuadro está en el Museo
Granet, en la ciudad francesa de Aix-en-Provence.
Para Zeus, hacerse con el poder no fue cosa de coser y cantar, como podría deducirse de las
alegres notas de la sinfonía Júpiter que le dedicó Mozart, la última, por cierto, del genio de
Salzburgo. La guerra para llegar a ser amo y señor del Olimpo fue algo más que un juego de
tronos. Todo aconteció en las edades primordiales anteriores a la existencia de los hombres,
cuando la Tierra dejaba atrás el caos y emergía de los mares y estaba poblada por criaturas
monstruosas que convivían con otros seres de talla y hechuras también fabulosas —titanes,
gigantes, cíclopes, dioses, ninfas; criaturas míticas con las que nos vamos a encontrar en las
próximas páginas—, dotadas todas ellas de poderes extraordinarios. Hubo una guerra civil
especialmente cruenta que dividió a la familia olímpica en dos bandos enfrentados a sangre y
fuego.
Suele decirse que toda gran familia guarda un cadáver en el armario. O más de uno. La
familia olímpica no fue una excepción. El abuelo de Zeus, Urano, pereció víctima de una
conspiración en la que participaron su mujer y uno de sus hijos, que se llamaba Crono. La cosa
no fue de hoy para mañana, sino el resultado de un plan urdido por Gea (la Madre Tierra). Urano
era un tipo desconfiado. Un psiquiatra argentino no habría dudado en colgarle la etiqueta de
paranoico, porque como dueño del Universo sospechaba de todos y de todo, y a medida que iba
teniendo hijos —fue prolífico en grado sumo: tuvo una docena de varones y otra media de
hembras—, les impedía ver la luz y los arrojaba y encadenaba en el Tártaro, la región más
tenebrosa del Hades, que hoy conocemos como el Infierno.
Entre estos hijos, algunos eran monstruosos, como los hecatónquiros, gigantes que tenían
cincuenta cabezas y cien manos. Atendían a los nombres de Giges, Coto y Briareo. Otros han
pasado a la historia de la mitología con nombre tan sonoro como los cíclopes, lo cual nos da una
idea acerca de su tamaño colosal. Se llamaban Brontes, Arges y Estéropes y tenían un solo ojo,
como el famoso Polifemo con el que topó el astuto Ulises en las costas de Sicilia en el
accidentado viaje de regreso a su añorada Ítaca.
En términos de potencia genésica Urano era un crac, una máquina. La pobre Gea aún trajo al
mundo otras doce criaturas más, nada menos que los titanes, seres de fuerza descomunal, que
fueron seis: Océano, Hiperión, Crío, Ceo, Jápeto y Crono. Este último debió de ser el niño bonito
de Gea, porque fue a él a quien convenció para que llevara a cabo el horripilante crimen que
estamos a punto de narrar, no sin antes presentar a las seis chicas de la prolífica familia de la
pareja Urano y Gea. También tenían nombres muy sonoros, algunos incluso poéticos: Temis,
Mnemósine, Rea, Tea, Febe y Tetis.
Al contemplar a sus hijos confinados en lo más profundo del Tártaro, en el ánimo de Gea fue
creciendo un rencor incontenible hacia su marido y empezó a madurar un plan para acabar con
él, pero no de cualquier manera. Fue una venganza muy pensada. Crono, el benjamín de la
familia, fue el instrumento para llevar a cabo el parricidio más sádico que se pueda imaginar. La
madre convenció a su hijo para que castrara al padre aprovechando el momento en el que Urano,
desnudo, se aproximara al tálamo dispuesto a hacer, una vez más, el amor con su esposa. Para tal
fin, Gea le había procurado a Crono un arma terrible: una hoz de pedernal, un instrumento
afilado como los cuchillos de acero al carbono tan de moda entre los aficionados al sushi.
«Cástralo y arroja su miembro al mar», le había ordenado la madre. Dicho y hecho. Crono llevó
a cabo la misión y, tras emascular a su padre, arrojó sus genitales al mar. Urano huyó
despavorido hasta desaparecer en las sombras. De las gotas de su sangre, al entrar en contacto
con las aguas, nacieron unas criaturas prodigiosas llamadas a ocupar un lugar destacado en otros
pasajes mitológicos. Como casi todos los miembros de la nomenclatura olímpica, tenían nombres
de lo más eufónicos: las melias y las erinias, también conocidas como furias en la mitología
romana, que eran tres: Megera, Tisífone y Alecto. Dado su origen, no es de extrañar que su
misión fuera atormentar con remordimientos e insoportables jaquecas a los parricidas y demás
asesinos a los que, en caso de arrepentimiento, consolaban bajo otra apariencia y nombre: las
euménides. Puedo entender que uno se vuelva loco con tantos nombres, pero no deja de ser una
curiosidad que se hayan conservado, logrando que su memoria haya vencido al olvido a través de
los siglos. Mientras quede algún lugar del mundo donde se mantenga el estudio de las
humanidades, o la sana curiosidad por conocer el universo de nuestros antepasados, todas estas
criaturas seguirán siendo inmortales.
Volviendo al deicidio, algún lector se preguntará qué pasó con los genitales de Urano. Pues la
más extraña de las metamorfosis. Al entrar en contacto con las aguas a la altura de las costas de
la minúscula isla de Citera, que está situada al sur del Peloponeso, el mar se cubrió de espuma
(afrós, en griego) y allí brotó Afrodita, la más hermosa de las diosas del panteón heleno. La
Venus de los romanos. Resulta turbador pensar que de un crimen tan truculento pudo surgir una
criatura que ha pasado a ser nada menos que el símbolo del amor. Una diosa, por cierto, muy
proclive también a las aventuras amorosas y a las infidelidades matrimoniales, como luego
veremos. Con estos antecedentes no puede extrañar que nos haya legado la palabra «afrodisíaco»
—sustancia que excita o aumenta el deseo sexual— y otra expresión, «enfermedades venéreas»,
que alude a las consecuencias del exceso de promiscuidad en materia de sexo y que es el
resultado de una traslación metafórica de Venus, el nombre romano de Afrodita.
En los lances de cama los hombres y las mujeres de la Antigüedad no tuvieron que inventar
nada, se limitaron a imitar a sus dioses. Es seguro que retozaron felices con transgresiones que
después fueron prohibidas tras lo que hoy consideraríamos un cambio de régimen: la
implantación del cristianismo y su rígida moral en materia de relaciones sexuales.
Esta misma historia de la castración del padre a manos de uno de sus hijos se daba también de
un modo si cabe más brutal en la mitología de los hititas, pueblo que llegó a formar un poderoso
reino que se extendía por buena parte de la actual Turquía. A Anu, el dios supremo entre aquellas
gentes, Kumarbi, llamado también Kumarbis, le arrancó de un mordisco los genitales, que
después escupió y que, al entrar en contacto con la tierra, hicieron brotar a una maravillosa
criatura tenida por los hititas como la diosa de la belleza. Extraño trámite este de la castración
para dar paso al relevo generacional. La verdad es que en este mundo el pasado casi siempre es
prólogo.
Estas cosas ya habían pasado mucho antes de que Sigmund Freud —a quien, por cierto,
George Steiner consideraba más un creador literario que un científico— se forrara vendiendo
ediciones de Tótem y tabú, el ensayo en el que el neurólogo vienés, creador de la teoría moderna
del psicoanálisis, teoriza acerca del complejo de Edipo. Según él, Edipo, matador de su padre y
amante de su madre, cumplió un deseo neurótico infantil. Como se sabe, la contrapartida
femenina fue definida por el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung con el nombre de complejo de
Electra. Uno y otro nombre remiten a la trágica historia de personajes míticos de la Edad de
Bronce. Edipo era hijo de un rey de Tebas y Electra era hija de Agamenón, el rey de Micenas que
encabezó la coalición militar que destruyó Troya y a quien, al volver a casa, Clitemnestra, su
esposa, rebanó el pescuezo mientras celebraba confiadamente el alegre banquete del regreso. La
mujer había aprovechado los diez largos años de ausencia que duró la guerra para ponerle los
cuernos con Egisto, el cortesano que la ayudó a degollar al confiado Agamenón. Posteriormente
Electra, su hija, le comió el coco a Orestes, uno de sus hermanos, para que se vengara y matara a
su madre y a su amante. Aunque Orestes llevó a cabo el parricidio siguiendo las indicaciones que
le había dado Apolo a través del oráculo de Delfos, las erinias, de las que ya hemos hablado, lo
persiguieron con saña intentando empujarlo al suicidio, del que se libró gracias a la protección de
Atenea.
Como se puede apreciar, la sangre corría con harta facilidad tanto en los marmóreos salones
del Olimpo como en las decoradas estancias de los palacios en los que vivían los vips de la era
micénica. El caso de Edipo, que era hijo de un rey tebano llamado Layo, fue, si cabe, todavía
más trágico, porque debido a una cadena de equívocos, como decía, acabó matando a su padre,
sin saber quién era y acostándose después con Yocasta, ignorando que era su madre. Al descubrir
lo ocurrido, en un gesto de desesperación, se cegó perforándose los ojos con el prendedor de un
vestido de Yocasta. Esta tragedia fue inmortalizada por Sófocles y Eurípides, dos de los grandes
genios del teatro griego.
La muerte del padre a manos del hijo como parte de un ritual simbólico ya había conocido
otros casos representados en ceremonias religiosas frecuentes en los relevos en el poder según las
tradiciones de algunos pueblos de la Antigüedad. El poder político asociado con la potencia
genésica. Para el filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm, el mito de Edipo reflejaría la
antigua creencia que señala que el matriarcado habría precedido en el tiempo al régimen
patriarcal autoritario. Es probable. El psicoanálisis, como el papel, lo aguanta todo. Así que Gea
nunca habría podido pensar que, con el paso del tiempo, alguien habría concluido que la
castración y posterior muerte de Urano a manos de su hijo Crono en lugar de ser la desesperada
respuesta a una situación reiterada de malos tratos, fue en realidad un episodio, uno más, de la
lucha por el poder. Un simple y socorrido juego de tronos.
2

La Edad de Oro

La caída de Urano y el ascenso de Crono liberó a todos los encarcelados en el Tártaro: la


numerosa familia de cíclopes y titanes. Pero ya se sabe que el poder es la madre de todos los
recelos y Crono, siguiendo la estela de Urano, su padre, empezó a desconfiar de algunos de sus
hermanos porque creyó que conspiraban contra él, así que devolvió al Tártaro —que era una
especie de gulag avant la lettre— a los cíclopes y a los hecatónquiros. A estos, que debían de ser
más feos que un pecado, los confinó bajo la vigilancia de un ser que también debía de dar
bastante repelús. Era una quimera monstruosa, una bestia mitad mujer mitad dragón que tenía
cincuenta cabezas de animales salvajes repartidas desde el pecho hasta la cintura. La tradición
conserva el nombre de semejante bicho: Campe se llamaba la criatura. Una vez los tuvo
encerrados, parece que Crono se tranquilizó y permitió al resto de sus hermanos —los titanes y
las titánides— permanecer junto a él. Y con todos ellos en armoniosa compañía inauguraron lo
que Hesíodo llamó, en su Teogonía, la Edad de Oro, tiempo en el que vivían ya los seres
humanos creados por los inmortales que reinaban en el Olimpo, una estirpe de seres que, sin ser
dioses, vivían como si lo fueran, con el corazón ajeno a las preocupaciones. Eran hombres y
mujeres cuya vida transcurría feliz sin conocer las injurias de la vejez, el trabajo o la enfermedad.
Fue un tiempo de abundancia y de bondad. Melancólico narrador del origen del Universo y
cronista minucioso de la sociedad olímpica, Hesíodo fue un campesino, nacido hacia el 700 a. C.,
que vivió en Beocia, una región situada en el centro de Grecia. Según cuenta en Trabajos y días
—otra obra suya grandiosa—, no fue feliz: vivió amargado por las faenas que le hacía un
hermano suyo llamado Perses, poco dado a trabajar, pagar deudas y respetar herencias.
Durante la Edad de Oro, la Tierra disfrutaba de una primavera perpetua. Los campos daban
sus frutos sin tener que cultivarlos y sus riquezas eran comunes a todos los hombres y mujeres,
que vivían una larga y apacible vida sin temor a la muerte, que les llegaba en medio de un sueño
pacífico. Pero nada dura eternamente, y lo que hoy llamaríamos un golpe de Estado acabó con
aquella utopía de la que los hombres y sus diversas religiones no han perdido la memoria.
La historia se repite y el pasado acaba llamando a la puerta, en este caso a las puertas del
Olimpo. Crono había hecho todo tipo de maniobras para escapar de la profecía de un oráculo que
le había anunciado que sería destronado por uno de sus hijos. Así que cortó por lo sano y se los
comía a medida que iban naciendo. A todos menos a uno, al que su madre había salvado de ser
devorado. Rea dio a luz de noche y, a escondidas y para engañar a su marido, sustituyó al recién
nacido por una piedra envuelta en pañales. Crono se tragó el engaño y la piedra, y el pequeño
Zeus se salvó de la quema. Por si acaso su madre lo envió lejos, a Creta, y allí, en una cueva que
se encuentra en el monte Ida y que todavía existe, depositó al recién nacido dejándolo al cuidado
de Amaltea. La versión clásica de la leyenda dice que Amaltea era una cabra que se convirtió en
su nodriza y amamantó al pequeño con su leche, permitiendo que las abejas le aportaran miel.
Como se ve, una dieta muy saludable. Otras versiones difieren y convierten a Amaltea en una
ninfa que habría sido la nodriza a la que Rea encargó la crianza del niño, y la cabra se llamaría
Aix. Al morir, se supone que todavía joven pero exhausta, Zeus —desagradecido o fetichista—
desolló a la pobre Amaltea y con su piel se hizo un escudo. Fue la famosa égida que hacía
invulnerable a su portador.
Infancia de Zeus (La cabra Amaltea alimenta a Zeus) es el título de un óleo del pintor barroco
flamenco Jacob Jordaens que con aire de postal navideña recrea este episodio, uniendo al animal
y a la ninfa en un paisaje en el que también comparece un fauno que, pese a su aspecto repelente,
no parece que asuste al niño. El cuadro está en el Museo del Louvre. Otra versión menos
conocida convierte a Amaltea en hija de un rey de Creta llamado Meliseo, que habría sido el
primer hombre en rendir culto a los dioses. Tenía otra hija, llamada Melisa, que habría sido
sacerdotisa de un culto muy antiguo dedicado a Rea.
La verdad es que el niño Zeus debía de ser un trasto. Un día que estaba jugando con la cabra,
le rompió uno de los cuernos y, como era un dios, lo convirtió en un objeto mágico, el famoso
cuerno de la abundancia del que nacen flores y frutos sin cuento y que tanto ha sido reproducido
a lo largo de la historia en metopas, cuadros, grabados, tapices y diplomas.
Volviendo a Crono, tras hincarle el diente al convoluto, que en vez del tierno recién nacido
resultó ser una piedra, al descubrir el engaño montó en cólera y empezó su búsqueda por todas
partes. Sin éxito, porque Rea, previsora ella, había pedido a los curetes, que eran una suerte de
cofradía ruidosa mitad Hare Krishna mitad derviches giróvagos, que organizaran un sarao tan
estruendoso que los llantos del pequeño rorro no llegaran a oídos de su padre. Y así se salvó
Zeus. Cuando llegó a la edad adulta, consiguió que Crono se tomara una pócima con propiedades
eméticas, lo que hizo que regurgitara a todos los niños que había devorado. Después, con el
apoyo de todos los hermanos y hermanas que habían vuelto a la vida, declararon la guerra a
Crono y a los titanes. La contienda duró diez años, como la guerra de Troya, y el bando de Zeus
resultó vencedor. En la lucha, Zeus, aconsejado por Gea, había liberado del Tártaro a los cíclopes
y a los hecatónquiros, matando a Campe, la horripilante guardiana. Los cíclopes, que, mientras
estaban en prisión, habían forjado el rayo, se lo entregaron a Zeus, a Poseidón, el tridente, y a
Hades, un casco mágico que volvía invisible a quien lo portaba. Vencieron y se repartieron el
mundo. Zeus se quedó con el cielo y, primus inter pares, se proclamó rey del Universo. Hades, el
Plutón de los romanos, se quedó con el Inframundo, y Poseidón, con el dominio de los mares.
Todavía tuvo que librar otra contienda contra los gigantes; con uno de ellos, de nombre Tifón,
luchó en singular y apurado combate, del que finalmente salió victorioso. La guerra fundacional
había terminado y Zeus se instaló en el Olimpo.
3

Amar y vivir como dioses

A partir de aquel momento todos los combates de Zeus se libraron en campos de plumas, y más
de una vez a punto estuvo de perecer a manos de esposas despechadas o parejas forzadas. La
primera fue Metis, hija de Océano a quien Zeus persiguió hasta conseguirla. Engendró con ella
una hija, pero una profecía le había advertido que si paría una niña, con el correr del tiempo ella
engendraría un hijo que le destronaría. Para escapar del augurio, Zeus recurrió al remedio clásico
en la familia, de lo que vamos a tener ocasión de hablar en otro capítulo.
No siempre actuó así. De la nereida Tetis, una criatura bellísima hija del Viejo del Mar y que
estaba casada, Zeus se enamoró perdidamente. El marido, que se llamaba Peleo, parece que
consintió por una doble razón: su esposa, aunque infiel, seguía siendo una diosa, y el hijo que
había engendrado a resultas de su relación con Zeus estaba destinado a alcanzar la gloria. Se
llamaría Aquiles, el que fue uno de los héroes más famosos de la Antigüedad por su destacada
participación en la guerra de Troya. Más adelante contaremos su historia.
Como estamos viendo, Zeus y, como él, casi todos los dioses de la familia eran muy dados a
mantener aventuras extramatrimoniales. Por lo general eran ligues con mortales, hembras o
varones, que procuraban ocultar a sus esposas para evitar problemas mayores, cosa que Zeus,
desde que se casó con Hera, no siempre conseguía, porque era una diosa muy lista y también
muy vengativa.
En la familia de Zeus había de todo: parientes muy conservadores, como Hermes y Artemisa,
que eran sus hijos, y otros excéntricos, como Eolo, el dios del viento. Casi todos compartían un
rasgo común: eran refinadamente rencorosos.
Era el caso de Hades, hermano de Zeus y señor del Inframundo que gobernaba sobre la
muerte, que es eterna e inmutable, y que, según Hesíodo, en su pecho guardaba un corazón
despiadado. En cuanto a carácter vengativo, el ya citado Poseidón, que reina sobre las aguas de
los mares y sus abismos, no le iba a la zaga, como bien pudo comprobar Ulises, el expugnador de
Troya, al que persiguió con saña durante casi diez años por todos los rincones del Mediterráneo,
provocando una y otra vez vientos y tormentas que invariablemente acababan en naufragios. Con
la ayuda de Atenea, diosa de la que hablaremos muy pronto, Ulises consiguió sobrevivir, pero
sus compañeros de aventuras no tuvieron tanta suerte.
Dioniso, al que los romanos llamaban Baco, también era hijo de Zeus y pertenecía a la
segunda generación de dioses del Olimpo, al igual que sus hermanos Apolo y Hermes. Haciendo
honor a su condición de dios de la viña, del vino y de los delirios místicos, tenía fama de
juerguista. En la Antigüedad, además de al vino, también le daban a sustancias que extraían de
determinadas plantas o de hongos y que empleaban para procurarse el éxtasis quienes
participaban en algunos rituales orgiásticos. Es el caso de las famosas bacanales, fuente de
excesos amatorios protagonizados en buena medida por mujeres de las que se decía que Dioniso
las había hecho enloquecer. Diego Velázquez, en uno de sus cuadros más famosos, que se puede
ver en el Museo del Prado, retrató al dios en la plenitud de su vida. Es el famoso El triunfo de
Baco, genial pintura barroca popularmente conocida como Los borrachos.
La sombra de este dios es tan alargada que se hizo concepto en el mundo de la filosofía de la
mano de Friedrich Nietzsche. El filósofo alemán lo señaló como reverso de su hermano Apolo al
establecer la dualidad que expresa, según él, la naturaleza humana: lo dionisíaco y lo apolíneo.
Lo dionisíaco es la alegría de la vida, la ebriedad y el placer que produce saciar los apetitos de
los sentidos; lo apolíneo, el gusto por lo racional, lo bello y la perfección estética. La belleza
sublimada por encima de la inmediatez de la pulsión sexual. En suma, el control sobre la pasión.
Con diferente patrono pero con resultados sociales parecidos, en los primeros tiempos de
Roma cuando llegaba el mes de diciembre se celebraban las Saturnales o Saturnalias. Eran fiestas
en honor a Saturno, el Crono de los griegos, padre de Zeus, a quien, como ya hemos visto, su
hijo destronó y acabó exiliándose en Italia. Durante tres días el orden social quedaba en
suspenso, los amos servían a los esclavos, cerraban los tribunales, estaban prohibidas las
ejecuciones y se elegía un «rey de burlas» al que ataviaban con ropajes nobles. Se le permitían
todo tipo de excesos y placeres, pero al terminar las fiestas, sobre todo en tiempos muy arcaicos,
era sacrificado en un altar dedicado al dios. Aunque hay gente para todo, no cuesta imaginar la
cara de tonto que se le debía de poner al efímero monarca cuando viera acercarse, puñal en
mano, al sacerdote de Saturno.
Eran los carnavales de la Antigüedad. En el plano simbólico, al abolir el orden imperante se
regresaba al caos primordial, volviendo a la mítica Edad de Oro.
Comenzaban el diecisiete de diciembre y se alargaban hasta el día veinticuatro. Según la
tradición, al ser expulsado del Olimpo por su hijo Zeus, Saturno emigró a Italia, donde fue
acogido por Jano, un dios muy antiguo. Se aposentó en la colina del Capitolio, lugar que,
andando el tiempo, sería el solar de Roma. Una vez instalado, en agradecimiento, el dios enseñó
el cultivo de la tierra a los paisanos del Lacio. También, recordando lo que había sido su
gobierno en Grecia, cuando reinaban el orden y la armonía, dictó sabias leyes que propiciaron un
tiempo de paz y de prosperidad. Y, como todo estaba permitido, celebraban una suerte de
carnavales a lo bestia en los cuales, durante unos días, lo de arriba acababa abajo.
Culminadas las Saturnales, tenía lugar el gran acontecimiento cósmico del solsticio de
invierno, cuando comienza la ascensión del Sol y las horas de luz van creciendo con los días. Era
la llamada «puerta de los dioses», el acceso al reino de la luz. Dies natalis solis invicti, el
nacimiento del Sol invicto. Son las fechas en las que ahora celebramos la Navidad. Era el
momento de empezar a pensar en la siembra, cuando la tierra entraba bajo protección de la diosa
Perséfone, a la que también dedicaremos nuestra atención.
La devoción a Zeus, el Júpiter del panteón romano, llevó a sus fieles a levantar muchos
templos en su honor. En Grecia el más grande estaba en Olimpia, que se encuentra en el
Peloponeso; a su sombra, en los campos que había junto al río Alfeo, se celebraron los Juegos
Olímpicos más famosos de la Antigüedad. De aquel gran templo se ha perdido casi todo, pero
por el relato de Pausanias en su Descripción de Grecia sabemos que en el interior se guardaba
una famosa estatua de oro y marfil, obra de Fidias, que tenía doce metros de altura y presentaba
al dios en todo su esplendor. Estaba considerada una de las siete maravillas de la Antigüedad. En
la parte de atrás del templo crecía un acebuche, un olivo silvestre con cuyas hojas se
confeccionaba la corona que distinguía al triunfador de los juegos. El visitante de nuestros días
todavía puede contemplar un ejemplar centenario del que se dice que es el descendiente de aquel
que, según la tradición, habría plantado el mismísimo Hércules.
La fama del santuario llegó hasta los días del emperador romano Adriano. Después entró en
decadencia. Los saqueos, los terremotos y el paso del tiempo, con la incansable colaboración de
los sedimentos que fue depositando el río Alfeo, fueron colmatando el lugar, haciendo
desaparecer el templo y los demás edificios hasta que en el siglo XIX la tenaz labor del
arqueólogo alemán Ernst Curtius los rescató del olvido.
En nuestros días, buena parte de quienes visitan Olimpia son cruceristas que llegan por mar
tras atracar en Katákolo, un pequeño pueblo de escaso interés con un puerto en cuyos alrededores
han ido creciendo tiendas de recuerdos y tabernas gracias a los turistas que, en escala obligada,
llegan para pasar unas horas visitando las famosas ruinas del lugar en el que un día reinó Pélope,
el héroe que da nombre al Peloponeso. Fue un aventurero que, tras una truculenta peripecia,
conquistó a Hipodamía, princesa de Olimpia, tras haber maquinado la muerte de su padre el rey
Enómao. En honor de Zeus y de la citada princesa, Pélope instauró los juegos más famosos de la
Antigüedad.
El viajero que, de vacaciones en Grecia, disponga de tiempo tiene otras opciones para llegar a
Olimpia. La más recomendable es salir de Atenas en coche en dirección a Corinto, siguiendo la
autovía hasta Patras, bordeando la cara occidental del Peloponeso. Se verá acompañado por el
mar siempre a su derecha, y a su izquierda, por un paisaje que cambia de color según la estación
del año en la que lleve a término el viaje. Si es en primavera, de Patras en adelante el camino es
interior y se presenta volcado hacia la naturaleza. A uno y otro lado de la carretera se extiende un
tapiz de anémonas de colores violáceos, rosas y blancos; vegetación silvestre de campo bajo,
orégano, retama, salvia, cilantro, laurel y tomillo. Al llegar a los alrededores del lugar
arqueológico, el zumbido de las abejas recibe al viajero, quien a partir de las abundantes ruinas
podrá hacerse una idea del esplendor que presidió aquel lugar. Entre la gente joven que lo visita
no es infrecuente echar una carrera derrochando energía para cubrir los ciento noventa y dos
metros —seiscientas veces la longitud del pie de Hércules—, que es lo que mide de largo la pista
de tierra apisonada. Los antiguos corrían desnudos; en nuestros días está prohibido, pese al sol de
justicia y el calor sofocante que aprieta durante el verano.
Se ha conservado el nombre del ganador de la prueba del estadio en los primeros Juegos
Olímpicos, que se celebraron en el año 776 a. C. Se llamaba Corebo de Élide y era panadero. Fue
premiado con una rama de olivo procedente del árbol sagrado plantado por Hércules. El valor
simbólico de la rama de olivo trenzada en forma de corona se ha perpetuado a lo largo de los
siglos como premio a quienes logran vencer en algunas competiciones deportivas o en
certámenes literarios.
La visita al moderno museo suele ser el colofón del viaje a las ruinas de Olimpia y es de todo
punto recomendable. Allí, entre otras maravillas, se conserva un grupo escultórico de gran
interés. Se trata de Hermes con el niño Dioniso, una escultura de mármol de más de dos metros
que se atribuye a Praxíteles. Y también una terracota policromada que representa a Zeus raptando
a Ganímedes, una de sus aventuras homosexuales de la que hablaremos más adelante. Hablando
de carreras, a los amantes del maratón, la más popular de las pruebas olímpicas de la Era
Moderna —en la que hay que cubrir cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros
—, les emocionará contemplar el casco de bronce de Milcíades, el estratego vencedor de la
batalla librada contra los persas en las guerras Médicas, en el año 490 a. C. Está un tanto
abollado, pero en uno de los laterales aún se puede leer el nombre de aquel político audaz que,
con posterioridad a esta batalla, tuvo un final desgraciado, pero cuya memoria sobrevive unida a
la gesta de Maratón. Fue la batalla de la que más orgullosos se sentían los atenienses. Esquilo,
uno de los grandes del teatro, precursor de Sófocles y de Eurípides, dramaturgo que gozó de una
gran popularidad entre sus paisanos, de lo que de verdad se sentía orgulloso era de haber luchado
en Maratón contra los persas, también llamados medos. Y quiso que quedara constancia en su
epitafio:

En esta tumba yace Esquilo, hijo de Euforión.


Ateniense, muerto en Gela, la rica en trigo.
De su valor que hable el afamado bosque de Maratón, y el medo de larga cabellera, que bien lo ha probado.

El tiempo devora todas las cosas, pero aquella gesta, al igual que la de las Termópilas o la de
Salamina, de las que hablaremos al salir al encuentro del oráculo de Apolo en Delfos, permanece
en la memoria culta de Occidente.
Otro templo también dedicado a Zeus y, si cabe, todavía más colosal estaba en Atenas. Tenía
ciento cuatro columnas de estilo corintio, de las que dieciséis siguen en pie. Miden diecisiete
metros de altura, tienen más de dos metros y medio de diámetro y pesan más de trescientas
cincuenta toneladas cada una. Tan extraordinarias dimensiones dan idea de lo que debió de ser,
en sus días de esplendor, este templo dedicado al Zeus olímpico y conocido como el Olimpeion.
Se encuentra en el centro de la ciudad, junto a la Puerta de Adriano, no lejos de la Acrópolis y
muy cerca de los jardines que rodean el Parlamento de Grecia.
Según la tradición, el templo se levantaba en el mismo lugar en el que se posó el arca en la
que Pirra y Deucalión, el Noé griego que era hijo de Prometeo, sobrevivieron al diluvio de nueve
días y nueve noches enviado por Zeus para acabar con los hombres de la Edad de Bronce, porque
los consideraba violentos y viciosos. Se cuenta que Deucalión, que era un ser justo y por eso se
había salvado, tras posarse el arca sintió la inmensa soledad del mundo que emergía tras la
retirada de las aguas, y Zeus se conmovió y envió a Hermes, el mensajero del Olimpo, para
decirle que podía pedir un deseo que le sería concedido. Deucalión pidió compañía. Él y Pirra no
querían estar solos. Así que Hermes transmitió el mensaje, y ya de vuelta le dijo que, de parte de
Zeus, lo que tenían que hacer era lanzar los huesos de sus respectivas madres por encima de sus
hombros. A Pirra semejante idea, por impía, la horrorizó, pero el marido comprendió que se
refería a la Madre Tierra y los huesos eran las piedras. Así que procedieron a lanzarlas, y de las
que lanzaba Deucalión fueron naciendo hombres, y mujeres de las lanzadas por Pirra. El viajero
que se acerque a visitar las ruinas del Olimpeion puede añadir esta curiosidad a las otras muchas
que depara pasear sin prisas por los lugares sagrados de la vieja Atenas.
Zeus estaba presente en la vida de los antiguos griegos, que le rendían culto construyendo
templos a su mayor gloria. También tenía algún oráculo. Al igual que su hijo Apolo tuvo uno
muy famoso en Delfos, Zeus tuvo el suyo en Dodona. Estaba situado en el Épiro, al norte del
Grecia, en un paraje que dista una veintena de kilómetros de Ioánina, la capital regional. Es un
lugar majestuoso, un paraje placentero enclavado entre dos montañas. Se puede visitar a
condición de estar dispuesto a caminar un buen rato y no arrugarse a la hora de subir y bajar
escaleras y gradas, así que uno llega al anfiteatro que preside el lugar formado por una gran
media luna de piedra caliza con capacidad para quince mil espectadores. Fue construido
aprovechando una colina, cierre natural de un valle en el que reina un potente viento que nace en
las montañas. El viento jugaba un papel capital en las ceremonias celebradas por los sacerdotes
que custodiaban el santuario, pues era creencia que Zeus manifestaba su presencia a través de las
hojas de una encina sagrada que era el centro del lugar. Los sacerdotes, los legendarios selos, que
no se lavaban los pies y, según mencionaba Homero en la Ilíada, dormían tres días en el suelo,
eran los intérpretes de las respuestas que el oráculo daba a quienes acudían a consultarlo.
En nuestros días todavía se pueden visitar las ruinas de varios de los templos que formaban
aquel complejo religioso. Dodona fue un oráculo muy querido por los griegos de los tiempos
antiguos. Tanto que, según cuenta Apolodoro de Atenas, que vivió en el siglo I I a. C., el
mascarón de proa del Argo, el mítico barco en el que los argonautas emprendieron el viaje a la
Cólquida en pos del vellocino de oro, había sido tallado por Atenea a partir de una rama de la
encina sagrada de Dodona.
El rayo, el trueno y el viento, aunque son fenómenos naturales bien explicados por la ciencia,
para los antiguos, sobrecogidos por sus terribles y en ocasiones devastadores efectos, resultaban
ser una manifestación del poder divino. Los pueblos primitivos observaron que el rayo parecía
sentir predilección por las encinas y los robles y asociaron el hecho con un designio de los
dioses. No hay que olvidar que el rayo era el atributo de Zeus. Que el viento que agitaba las
ramas de la encina sagrada de Dodona transportaba la voz de Zeus era creencia muy arraigada en
la Antigüedad. Guiados por los sacerdotes, los próceres de cada época y también los paisanos
acudían con mucha frecuencia a consultar al oráculo. Así lo acreditan los centenares de láminas
de plomo encontradas entre las ruinas del lugar. Los paisanos acudían allí para inquirir a los
dioses mayormente por cuestiones relacionadas con el porvenir: «¿Es mejor que me case ahora o
lo dejo pasar?», preguntó hace dos mil trescientos años un consultante anónimo. Cuestiones y
preguntas similares a las que llenan los consultorios y horóscopos de los programas nocturnos de
algunas emisoras de FM en nuestros días, pero también cábalas en torno a decisiones de Estado:
«¿Hago mal en emprender una guerra?».
Allí fue donde Pirro, rey del Épiro, pidió consejo a Zeus en el 280 a. C., antes de partir hacia
la guerra. Con veinticinco mil hombres marchó hacia el sur de Italia para batallar contra Roma,
llevando de refuerzo veinte elefantes, poderosa arma de guerra y de destrucción masiva nunca
antes vista en aquellos parajes. Venció a las legiones romanas, pero tuvo un gran número de
bajas. Aquel rey debió de ser un tipo muy campechano a la vez que sincero y fatalista, pues ante
el resultado de la batalla parece ser que dijo una frase que ha llegado hasta nuestros días: «Otra
victoria como esta y se acaba Pirro». A Pirro, que en griego quiere decir «el rubio», se deben el
anfiteatro y la muralla que en tiempos protegió Dodona.
Pararse unos minutos a contemplar en silencio la gran encina que está frente al anfiteatro,
imaginando que es heredera de aquella de la que en los tiempos heroicos brotaban las palabras de
Zeus, permite al viajero vivir un instante tocado por la magia; sensación que se prolonga debido
a la serenidad del paisaje de un valle que atenúa el dramatismo de las montañas que lo cobijan.
Merece la pena subir hasta el Épiro para acercarse a Dodona.
4

Prometeo, el creador del primer hombre

Otro de los parientes de Zeus era su primo Prometeo, hijo de Jápeto. Era uno de los titanes, un
rebelde tirando a progre dotado de gran talento y muy dado a gastar bromas. Una de ellas le
acabaría costando muy cara.
Su historia es compleja. Se le atribuye la creación del primer ser humano. El poeta romano
Ovidio, en Las metamorfosis, narra aquella proeza con palabras muy bellas. Cuenta que
Prometeo modeló el barro a imagen de los dioses y, para diferenciarlo de los animales que miran
al suelo, le dio al ser que había creado un rostro levantado y le ordenó que mirara al cielo y
llevara alta la cabeza para poder mirar las estrellas.
A Zeus no le gustó lo que había hecho su primo, pero no le dijo nada. Envidioso como era,
ordenó a Atenea y a Hefesto —el Vulcano de los romanos— que crearan una criatura parecida a
las diosas, pero que fuera mujer. El dios herrero así lo hizo. La criatura que salió de su fragua era
muy hermosa. Al contemplarla, los dioses reunidos en asamblea decidieron dotarla de numerosos
dones, entre los cuales destacaban la inteligencia, la sabiduría y la belleza. La llamaron Pandora.
Zeus se la ofreció como esposa a Prometeo, pero el titán, algo mosca, rehusó. Quien sí la aceptó
entusiasmado fue su hermano Epimeteo, desoyendo las advertencias que le había hecho
Prometeo, que desconfiaba de la aparente generosidad de Zeus. El caso es que cayó deslumbrado
al ver a la recién creada mujer y unió a ella su destino. Como regalo de bodas, Zeus entregó a
Pandora una caja —en realidad parece que fue una tinaja—, con la advertencia de que no debía
destaparla jamás, bajo ningún concepto. Pero la mujer no pudo resistir la tentación: la curiosidad
la venció y abrió aquella caja que contenía todos los males. El hambre, el odio, las guerras, las
enfermedades y la muerte se extendieron rápidamente por todo el planeta. Cuando,
desconcertada, cerró la tapa, en el interior de la caja solo quedaba la Esperanza, último y, en
tantas ocasiones, vano consuelo de los seres humanos. Aquella inoportuna curiosidad ha sido el
origen de que, a lo largo de los tiempos, hombres y mujeres hayan sido afligidos por todo tipo de
penalidades. El pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti plasmó el momento en un cuadro que
lleva por título Pandora, que está en la Lady Lever Art Gallery de Liverpool.
Es obligado el paralelismo del atribuido origen de las desgracias que acompañan el tránsito de
los seres humanos por este valle de lágrimas con el mito bíblico de Adán y Eva, la manzana de la
discordia y la pérdida para siempre del Paraíso, también a resultas de la irrefrenable curiosidad,
en este caso de Eva.
Volviendo a la creación del primer hombre a partir de una masa de barro, podría decirse que
nuestro inquieto titán fue un precursor aventajado de Victor Frankenstein, el joven científico que,
en el relato de terror concebido por Mary Shelley, consigue dar vida a un cuerpo muerto
compuesto a partir de restos de cadáveres. En realidad, Prometeo fue más lejos, pues realizó la
proeza de crear un ser humano a partir de una masa inerte de barro, dotándola de vida merced al
impacto de una centella del carro del Sol. En este sentido también se habría anticipado al rabino
checo Yehudah Leib ben Betsalel, creador, según la leyenda, del gólem, una criatura gigante
hecha de barro de la ribera del río Moldava que empezó a moverse tras el recitado de
determinados pasajes de la Torá y cobró vida cuando el rabino le inscribió en la frente la palabra
emet, «verdad» en lengua hebrea, y al que luego, cuando se volvió violento e incontrolable, tuvo
que matarlo dejándole en la frente la palabra met, «muerte» en hebreo. Se dice que sus restos se
custodian en una habitación clausurada de la sinagoga de Praga.
Volviendo a Prometeo, resulta que, queriendo vengarse de Zeus por la faena que les había
hecho a su hermano y a su cuñada, urdió una venganza bastante tonta, la verdad. En realidad
parecía más una broma que otra cosa. Se le ocurrió que podía engañarlo en el reparto del
sacrificio ritual de un buey enorme. Se cuenta que hizo dos partes y tomó la carne y las vísceras,
las cubrió con la lustrosa manteca y lo envolvió todo con la piel del rumiante; luego formó una
bola con los huesos, las pezuñas y los cartílagos y los envolvió con grasa del animal y, después
de tan tonta maniobra, le dio a escoger a Zeus, que, guiándose por el tamaño, se quedó con la
bola de grasa. Al descubrir el engaño, pilló un rebote a la altura de su condición de señor del
Olimpo. Se lo tomó tan mal, fue tan grande el cabreo, que castigó a Prometeo con una dureza
inusitada. Lo encadenó a una roca que había en el Cáucaso y envió un águila para que le
devorara el hígado, que se regeneraba cotidianamente, puesto que el titán era inmortal, con lo
cual el tormento no cesaba. Tan retorcida instrucción da idea de cómo se las gastaban antaño en
las alturas. No quiero dejar al pobre Prometeo desesperado y en tan apurada situación.
Transcurrido un tiempo, Hércules, que estaba de paso por el Cáucaso, se apiadó de él y de un
certero flechazo acabó con la puñetera águila, liberando a nuestro filantrópico amigo.
Agradecido, Prometeo, que tenía el don de la profecía, le reveló que conseguiría las manzanas de
oro del Jardín de las Hespérides, pero le indicó que solo Atlas podía cogerlas, así que Hércules
tomó buena nota de cómo podía realizar aquel trabajo que aún tenía pendiente. En Prometeo
encadenado, cuadro que se puede contemplar en el Museo del Prado, Rubens captó con gran
realismo el sufrimiento de nuestro titán favorito.
Supongo que el lector se preguntará cómo se había tomado Zeus la liberación de su
prisionero. Pues la verdad es que se lo tomó bien, y solo le impuso una condición muy poco
onerosa: en lo sucesivo Prometeo tuvo que llevar un anillo de acero sujeto a un trozo de piedra.
Lo había forjado Hefesto con un trozo de las cadenas que lo habían atado a la roca. Sin duda fue
el antecedente de las pulseras telemáticas que permiten controlar a ciertos delincuentes. En este
mundo todo lo que se le ocurre a uno ya se le había ocurrido antes a otro.
Sin llegar a tener un final del todo feliz, lo cierto es que después de tantas vueltas y desgracias
las cosas se le arreglaron bastante bien a nuestro personaje. Resulta que Quirón, un centauro —
mitad hombre, mitad caballo— del que luego hablaremos al contar la historia de Asclepio, tuvo
la mala suerte de topar con Hércules cuando este se había liado a mamporros y flechazos con un
grupo de centauros furiosos. Quirón, un ser sabio y juicioso que no participaba en la reyerta, tuvo
la mala suerte de que le alcanzara una de las flechas envenenadas que disparaba el forzudo, y la
herida, que no se curaba, lo dejó baldado. Era tal el dolor que, pese a ser inmortal, quiso morir.
Pero al parecer en el Olimpo había una norma no escrita que obligaba a que si un inmortal quería
dejar de serlo, debía encontrar a un mortal dispuesto a asumir tal condición, y como resulta que
Prometeo estaba en el lugar adecuado en el momento justo, se produjo el intercambio y nuestro
anillado titán recuperó la inmortalidad. Zeus aceptó el cambio y se olvidó del antiguo agravio.
¿Por qué se había cabreado tanto con Prometeo, si en el Olimpo lo que debía de sobrar era
fuego, que los dioses tomaban directamente del carro del Sol? Las explicaciones que nos ha
legado la tradición difieren. Para unos el enfado de Zeus venía porque la creación de criaturas
humanas alteraba el orden divino establecido en el mundo. Entendía que tan extraordinario poder
le correspondía a él y no a otro, en este caso, Prometeo. De ser así, la otra explicación del porqué
del enfado del robo del fuego sagrado habría sido una excusa para tapar un vulgar ataque de
celos. Con todo, hay que decir que para los humanos el fuego, elemento sagrado, fue el primer
eslabón en la cadena del conocimiento. Si trasladamos los efectos del mito a la vida cotidiana de
los primeros seres humanos, vemos que el fuego y las diversas técnicas para conseguirlo fueron
el recurso que permitió a los hombres dar un paso importante para liberarse del frío, defenderse
de los ataques de los animales, alimentarse mejor y conseguir también el progresivo dominio de
los metales. El fuego hizo crecer las primitivas comunidades de hombres y mujeres, y explica la
mejora sucesiva en las condiciones de vida de los seres humanos sobre la Tierra. Es un vínculo
sagrado entre el cielo y la tierra. En términos simbólicos, fue un legado impagable en el lento
proceso de toma de conciencia de la libertad y de emancipación respecto de la sumisión ciega de
las criaturas humanas al dictado de los dioses. Zeus lo vio enseguida, y por eso castigó a
Prometeo.
Los seres humanos aprendieron de los dioses a dejarse llevar por el odio y a ser envidiosos.
La envidia es un sentir insano que amarga la vida de muchos hombres y mujeres incapaces de
soportar el éxito o la fortuna ajenos. Homero le hace decir a Ulises que los dioses envidiaban a
los humanos porque, al ser mortales, vivían con intensidad sus vidas y algunos alcanzaban a ser
felices. Lo cierto es que el propio Ulises rechazó la oferta de convertirse en inmortal que le
planteó la ninfa Calipso, misterioso personaje hija del gigante Atlante o de Helios.
5

Donde van los griegos van sus dioses

El culto a Zeus acompañó a los griegos allá donde fueron dejando su huella, en múltiples
asentamientos en diferentes lugares del Mediterráneo. Los que dieron vida a las colonias
asentadas en lo que conocemos como la Magna Grecia (sur de Italia y Sicilia) abrieron el
camino, dedicándole un templo de proporciones gigantescas en la ciudad de Akragás, la moderna
Agrigento. Está situado al sur de la isla de Sicilia, en un enclave conocido como el valle de los
Templos. Entre los siglos VI y V a. C. fueron construidos allí diez templos; ahora quedan nueve.
Algunos están en ruinas, pero otros se conservan bastante bien. El conjunto del parque
arqueológico es tan espectacular que bien merece una visita aun al precio de un viaje por
carretera desde Palermo, que está a unos ciento treinta kilómetros, o desde Mesina, que dista
doscientos sesenta. La verdad es que se hace un tanto pesado, no tanto por las distancias como
por las interminables obras que jalonan las autoestradas. Pero una vez llegados compensa, y
mucho, caminar despacio por los senderos del valle, acercándose a los templos que aún siguen en
pie, e ir paseando entre ruinas y tambores de columnas que reposan sobra la yerba en un paisaje
cuajado de olivos y frutales, con el mar como bruñido telón de fondo.
Parecido fervor, pero con una concepción incluso más dramática, por lo teatral, a la hora de
concebir templos y homenajes al padre de los dioses, se prodigó durante el período helenístico.
Fue la mejor expresión del mundo que surgió en Grecia y en los países del Mediterráneo oriental
tras el paso por la historia de aquel relámpago de la guerra que fue el conquistador macedonio
Alejandro Magno. Son múltiples los enclaves en los que queda huella del paso del genio que
fundó y dio nombre a más de sesenta ciudades repartidas entre Afganistán, Pakistán, la frontera
de la India, Irak y la costa oriental del Mediterráneo, con la mítica Alejandría de Egipto como
guía y modelo de otras ciudades griegas antiguas que, por decirlo así, optaron por modernizarse.
Fue el caso de Pérgamo, una antigua fundación helena donde en el siglo II a. C., bajo el
reinado de Eumenes II —del mismo modo en que la Pirámide del arquitecto chino Ming Pei
situó el Louvre a la vanguardia del perfil arquitectónico de los museos—, optaron por levantar un
impresionante altar de mármol en honor a Zeus. Resultó ser la obra cumbre del arte helenístico,
por sus dimensiones colosales y por la belleza de la ejecución de un friso de figuras que
representan una gigantomaquia —lucha entre los gigantes y los dioses— y parecen querer
escaparse del mármol. El friso, en vez de estar esculpido en el frontón, en lo alto del edificio con
arreglo al orden clásico, fue situado en el zócalo de la columnata, lo que permitía que fuese
contemplado con mucha mayor facilidad.
Esta verdadera explosión de arte barroco helenístico está ahora en Berlín. Es una maravilla
que se puede y debe contemplar. En una de las varias ocasiones en las que, antes y después de la
caída del Muro, viajé a Berlín, pasé muchas horas en el Museo de Pérgamo, extasiado frente al
Altar de Zeus traído desde de la antigua Pérgamo (hoy situada en la moderna Turquía) por el
arqueólogo alemán Carl Humann a finales del siglo XIX. También, y en el mismo museo, está la
deslumbrante Puerta de Ishtar. La que daba entrada a la mítica Babilonia. En Irak se puede visitar
una réplica, en Berlín está la original. Se trata de un arco de adobe recubierto por un mosaico de
lapislázuli, de intenso color azul, con figuras vidriadas de leones, que formaba parte de una de
las ocho puertas con las que contaba la ciudad. Estaba dedicada a una diosa que para los
habitantes de la fabulosa capital mesopotámica simbolizaba el amor, la belleza y la sensualidad;
el mismo patrocinio que en el mundo griego ejercía Afrodita. Todo es circular en el
Mediterráneo y regiones aledañas, como la memoria de Zeus, que es eterna.
6

Descenso a los infiernos

Los dioses que adoraban los griegos representan las fuerzas de la naturaleza que más actúan
sobre la vida de los hombres. De ahí su proximidad a la vida cotidiana, tan lejos del hieratismo
de las representaciones de los dioses asirios o el implacable monoteísmo del mundo judaico.
Salvo el caso de Diógenes, en el universo helénico no abunda la figura del asceta, el hombre
santo que se retira al desierto o vive solo en una cueva. Contrasta con otras religiones en las que
está presente la intuición de que la pobreza y la abstinencia son elementos fundamentales para
llegar a la perfección. Como reflejo de las costumbres de sus dioses, los griegos desarrollaron
formas de vida alegres y hedonistas, con el amor a la belleza y el placer como aspiraciones
razonables de la vida, lejos del sombrío mundo impuesto por la religión monoteísta, que vino a
entristecer el día a día de las gentes estigmatizando los placeres de la carne, abocándolas a la
castidad y al rechazo de cuantas ocasiones placenteras ofrece la vida.
Los dioses del mundo griego antiguo eran venales y amantes de la juerga, y son numerosas las
escenas de sus vidas que han llegado hasta nosotros, eternizadas por el mármol, en las que se ve
a Apolo en alegre compañía de ninfas o a Dioniso coronado de pámpanos y disfrutando del vino
rodeado de mortales entregados a la fiesta. «Amamos la belleza con sencillez y el saber sin
relajación», decía Pericles en su famoso Discurso fúnebre. En sus variadas representaciones, los
griegos se atrevieron a desnudar a sus dioses, prueba inequívoca de su cercanía. Nada que ver
con los dioses asirios, retratados en oscuras placas de basalto con gesto entre severo y
amenazante. Los dioses de los griegos, y más tarde los de los romanos, aunque vengativos con
aquellos mortales que no les rendían el culto debido o los desafiaban, como hizo Ulises tras la
destrucción de Troya con Poseidón, sabían ser generosos y favorecían en esta vida a sus fieles
piadosos sin necesidad de hacerles aguardar a después de la muerte para encontrar el paraíso
aplazado que otras religiones prometen.
Como todo ser nacido de madre en cualquier época, también los de la antigua Grecia sentían
curiosidad por saber qué les aguardaba en el más allá, el reino de Hades. Nuestros antepasados
también se hicieron la gran pregunta de todos los tiempos: ¿qué me aguardará después de esta
vida? Algunos intentaron averiguarlo directamente y se atrevieron a descender hasta el reino de
los muertos. Fue el caso de Hércules, Teseo, Ulises y Eneas, cuatro de los héroes más famosos
de la Antigüedad, y el de Orfeo, un semidiós. Otros no se atrevieron a tratar de responder la
pregunta y optaron por dejar la respuesta en manos de los hierofantes, los sacerdotes de la Grecia
antigua, y más tarde en las de los clérigos de las diferentes religiones que vinieron después y
predican que hay otra vida después de la muerte.
La aventura de Teseo en el Inframundo gobernado por Hades empezó como quien dice por
una apuesta un tanto machista. Resulta que el héroe ateniense, que se había hecho famoso
matando al Minotauro de Creta, siempre había hecho ostentación de testosterona. Tenía un
amigo que se llamaba Pirítoo, y ambos estaban colados por la bella Helena. Sí, la misma que con
el andar del tiempo acabaría poniéndole los cuernos al rey de Esparta Menelao con el príncipe
troyano Paris, desencadenando una crisis política que culminó con la declaración de una guerra y
la posterior destrucción de la ciudad de Troya. Echaron la cosa a cara o cruz y ganó Teseo, así
que raptó a la muchacha y parece ser que la respetó, pues según algunas fuentes se la llevó a casa
para confiársela a Etra, una señora que era su madre. Al parecer, un antiguo oráculo había
prevenido a los atenienses acerca de los males que acarrearía a la ciudad la llegada de Helena. En
aquellos tiempos, y en otros no tan lejanos, la superstición ha seguido jugando un papel
destacado en las relaciones sociales. El caso es que Teseo tenía ya su conquista y ahora le tocaba
acompañar a su amigo Pirítoo, a quien, en lo que fue un alarde digno de uno de Bilbao, no se le
había ocurrido otra cosa que echarle un ojo a Perséfone, la mujer de Hades, rey del Inframundo.
Dicho y hecho. Descendieron al Averno y Hades los recibió con impostada cortesía. Les
ofreció asiento alrededor de una mesa y los invitó a comer, pero cuando terminaron la pitanza y
los dos amigos intentaron levantarse de la silla, ninguno pudo hacerlo. Parecían estar clavados.
Es fácil imaginar la mirada de Hades al ver el susto, primero, y la angustia, después, de los dos
atrevidos visitantes. El caso es que, como en las películas de buenos y malos, inopinadamente
apareció Hércules, que, amenazando a Hades, le echó una mano a Teseo, quien consiguió así
desprenderse del asiento, no sin antes dejarse una parte de las nalgas pegada a la silla. De ahí la
fama de los atenienses de tener caderas estrechas. Cuando intentó repetir la operación con
Pirítoo, la tierra empezó a temblar y Hércules comprendió que la cosa se estaba poniendo fea y
que allí lo de dos por el precio de uno no funcionaba, así que desistió. El grandullón y Teseo
salieron por piernas del Infierno y Pirítoo se quedó eternamente pegado a la Silla del Olvido.
Más adelante contaremos el espectral descenso al Infierno de Ulises y Eneas, cada uno por
separado y con objetivos muy diferentes. También el de Orfeo.
7

El dios de la muerte y las tinieblas

Hemos hablado de Hades como quien dice sin presentarlo. Vamos a corregir ese fallo
protocolario. Es el dios de la muerte y del Infierno, miembro destacado de la familia imperial
olímpica. En el reparto de poder que se realizó tras la guerra civil, que a punto estuvo de arrasar
el Olimpo, y el laborioso triunfo de Zeus contra Crono, su padre, tres hermanos se repartieron el
mundo. Zeus se quedó con el cielo y la tierra, y su símbolo fue el rayo; Poseidón, el mar y las
aguas que no fueran ríos, y su símbolo fue el tridente, y a Hades, que se equipó con un casco que
volvía invisible a quien se lo ponía, le tocó reinar sobre el Inframundo, el Tártaro, la tenebrosa
región de las sombras cuya puerta guardaba Cerbero, una quimera terrible que tenía tres cabezas,
cuerpo de perro y colas en forma de serpiente. Al decir de Hesíodo, era cruel y estaba dotado de
perversa habilidad. Halagaba a los que entraban moviendo parsimoniosamente las colas y
devoraba a quienes, ante el horror que intuían al abrirse las puertas, intentaban recular para huir.
Del peaje hasta llegar a las puertas del Érebo, que es otro de los nombres que recibían las
tinieblas infernales, se encargaba el barquero Caronte. Transportaba las almas de los muertos a
través de la laguna Estigia, llevándolos a la orilla opuesta del río de los muertos. Para asegurarse
la travesía había que proporcionarle una moneda —el peaje más antiguo que se recuerda—, y de
ahí venía la costumbre de colocar una moneda en la boca de los cadáveres antes de enterrarlos.
Hades era un dios esquivo y cruel. Inspiraba tanto temor que pocos se atrevían a pronunciar su
nombre; le llamaban el Invisible, o Plutón, alias el Rico entre los romanos, aludiendo a las
inmensas riquezas que atesora su reino en el interior de la Tierra. A diferencia de su hermano
Zeus o, como luego veremos, de su sobrino Apolo, Hades no salía corriendo detrás del primer
peplo que veía. De todos los dioses, fue el menos promiscuo. En realidad solo se le conoce una
aventura amorosa con una sobrina suya, Perséfone, la Proserpina del panteón romano, a la que
forzó en circunstancias dramáticas que obligaron a intervenir a Zeus para evitar que colapsara la
agricultura, poniendo en peligro la subsistencia de los hombres y mujeres de aquellos tiempos.
Pedro Pablo Rubens se inspiró en este mito para pintar El rapto de Proserpina, una magistral
obra barroca que se puede contemplar en el Museo del Prado. Lo contaremos más adelante con
abundantes detalles, pues la historia del rapto de Perséfone, hija de Deméter, es el mito que
explica los secretos de la siembra y la germinación del trigo y otros cereales, base del pan, el
alimento básico de los mortales.
8

Una familia incestuosa

Vamos a seguir ocupándonos de los principales miembros de la pintoresca familia olímpica.


Antes de proseguir, creo que sería de alguna utilidad fijar ciertos datos que retratan a la
promiscua estirpe divina, porque a veces uno se lía con tantos nombres. Veamos.
Como quedó dicho, uno de los hermanos de Zeus se llamaba Hades. Tenía una sobrina que se
llamaba Perséfone. Zeus era hermano y marido de Deméter, la gran diosa agraria, y padre de
Perséfone. Era, como se verá, una familia incestuosa. Hades le había echado un ojo a su sobrina
y la espiaba con mirada libidinosa.
Un día en el que la criatura, que era una bellísima muchacha, estaba jugando confiada con
otras criaturas como ella cerca de un lago en las proximidades de la ciudad siciliana de Enna,
Hades se la llevó consigo por la fuerza a su reino de las sombras, el Averno. Según la mitología
griega, al ser arrastrada al Infierno la diosa profirió un grito desgarrador que resonó en toda la
isla y fue oído por su madre. Durante nueve días y otras tantas noches, llevando una antorcha en
la mano, Deméter buscó sin éxito a su hija por todas partes y, desesperada, tomó una decisión
dramática: resolvió no volver al Olimpo, quedarse en la Tierra y renunciar a su función divina,
que era la que propiciaba la fertilidad de los campos.
Al final Zeus, que hasta entonces, pese a que era su hija, para no enemistarse con Hades había
mirado hacia otra parte sin preocuparse por la suerte de Perséfone, decidió intervenir,
preocupado por las consecuencias de la amenaza lanzada por Deméter. Y forzó un acuerdo:
Perséfone pasaría una cuarta parte del año en el Infierno, el resto del tiempo volvería a la
superficie. Con su vuelta, del vientre de los campos volverían a germinar el trigo y las demás
semillas, base de la alimentación de los hombres. Cuando madre e hija estaban juntas, la tierra
volvía a ser fértil.
Este hermoso mito guarda la memoria del descubrimiento de la siembra, el ciclo de las
estaciones y los períodos de fertilidad de la tierra, un hecho capital en la historia de nuestra
civilización, porque antes de aprender a cultivar los campos y saber hacer pan, los hombres y las
mujeres primitivos eran nómadas que vagaban sin rumbo en busca de alimentos. El invierno es
época de siembra y tiempo de fe en el misterio de la germinación del trigo y otros cereales,
misterio que los antiguos relacionaban con la vuelta de Perséfone a la superficie tras dejar atrás
el reino de Hades. Cada año, cuando la diosa regresa con su madre, trae consigo la floración de
los cultivos y la vuelta de las cosechas. Lo cuenta Homero: «Como en la trilla, cuando la
rubicunda Deméter aparta el grano de la paja y lleva, con el soplo del viento, el tamo bienhechor
por las eras y se blanquean los montones de paja».
En su honor nació la costumbre de rendirle culto y sacrificios, por lo general, de machos
cabríos o de lechones, en el caso del rito de los misterios que se celebraban en la ciudad griega
de Eleusis, de los que hablaremos más adelante. En la mitad del invierno, en la víspera del
segundo día del mes de febrero, las mujeres de Enna, en Sicilia, acompañaban a Deméter en la
búsqueda de su hija llevando teas encendidas. También en esas fechas los antiguos romanos
ofrecían sacrificios a Plutón para que acogiera las almas de los muertos. Cantaban sus alabanzas
y durante toda la noche mantenían antorchas encendidas en su honor.
El pasado es prólogo. La Iglesia católica, heredera en mil y un ritos de las costumbres de la
antigua Roma desde hace siglos, todos los años el segundo día del mes de febrero celebra la
fiesta de la Candelaria o purificación de la Virgen María. Quien viaje a Roma debería acercarse a
Villa Borghese para contemplar El rapto de Proserpina, escultura que recrea el mito. Fue tallada
por Gian Lorenzo Bernini cuando tenía veintiséis años. Es tan carnal y realista que Plutón y
Proserpina parece que están a punto de cobrar vida desembarazándose del mármol.
9

También había clases

En la estructura social del Olimpo, el primer estrato estaba ocupado por los dioses, figuras que
comparecían lejanas e inaccesibles para los humanos. Por eso en el imaginario griego aparece,
por decirlo así, una segunda clase social: los semidioses y las ninfas; y aun una tercera, que
encuadraba a los héroes. Son personajes tocados por la divinidad pero cuyo destino está marcado
por la fatalidad, porque la condición de héroe conlleva un destino fatal custodiado por las
Moiras.
Estas criaturas encarnan el destino regido por una ley ancestral que ni siquiera los dioses
podían saltarse sin poner en riesgo el orden que rige el universo. Eran tres: Cloto, Láquesis y
Átropos. Eran hijas de Zeus y de Temis, la diosa de la ley. Algunas genealogías mitológicas las
hacían descender de la Noche. Hablaremos de su función más adelante.
También eran hijas de Temis las Horas, divinidades de nombres todavía más raros que los de
sus hermanas. Se llamaban Auxo, Carpo y Talo, y regían el orden social, los cambios de la
naturaleza y el ciclo de la vegetación. Este segundo matrimonio de Zeus fue, como el anterior y
los siguientes, muy prolífico en descendientes, pues a los ya citados alumbramientos había que
unir el de las Náyades del río Erídano, las que señalaron a Hércules cómo llegar hasta el Jardín
de las Hespérides, las misteriosas ninfas del ocaso. Los curtidos marinos griegos de la
Antigüedad, que siempre navegaban costeando —salvo cuando eran víctimas de la ira y las
tormentas de Poseidón, fenómeno nada infrecuente en el Mediterráneo—, situaban a estas ninfas
en las cercanías de un paraje que hoy conocemos por el familiar nombre de Gibraltar. Para ellos
eran las Columnas de Hércules, allí donde el mar se abría al misterioso piélago atlántico, al que
volveremos al narrar las aventuras del forzudo más famoso de todos los tiempos.
10

Apolo, un dios divino

Como en todas las familias, también en la olímpica había algún guaperas. En este caso se
llamaba Apolo y era el ojito derecho de Zeus. Le conocemos bien porque han llegado hasta
nuestros días no pocos relatos sobre su figura y sus andanzas. Era un tipo alto de larga y negra
cabellera recogida sobre la nuca. Eternamente joven lo representan las abundantes estatuas que lo
retratan y se conservan dispersas por los museos arqueológicos de media Europa. Era un arquero
temible que pasaba los días persiguiendo aventuras. Por decirlo con arreglo al lenguaje de
nuestros días, era un campeón de amoríos y siempre andaba metido en líos de faldas y clámides.
La verdad es que los líos de pelo y de pluma estaban a la orden del día en el Olimpo. En ese
registro, a Apolo la cosa le venía de familia.
Zeus, el patriarca, era promiscuo tirando a lujurioso. En orden a las relaciones sexuales, hoy
diríamos que era un tipo que gustaba de probar de todo, para disgusto de Hera, su mujer, reina
del Olimpo, que era celosa, cruel y vengativa y no dejó sin desquite ninguna de las numerosas
ocasiones en las que Zeus le puso los cuernos. Persiguió a las amantes de su marido, las divinas y
las humanas, y les hizo la vida imposible. Más adelante entraremos en detalles, pero baste decir
que a Paris, el príncipe troyano que la lio parda raptando a Helena —imprudencia que dio origen
a la guerra que se saldó con la destrucción de Troya—, nunca le perdonó haber votado por
Afrodita en un concurso de belleza organizado en el Olimpo. Había quedado en segundo lugar,
tras Atenea, otra de las hijas de Zeus. En aquella votación, cada una de las tres, a su manera,
intentó sobornar a Paris. Hera le ofreció nada menos que el reino de Asia Menor, la actual
Turquía; Atenea, gloria en la batalla y fama militar, y Afrodita, la que se lo llevó al huerto,
sabiendo de qué pie cojeaba Paris, le aseguró que Helena, la mujer más hermosa de toda Grecia,
caería rendida en sus brazos. Ganó el concurso, aunque había un pequeño pero. La bella Helena
estaba casada con un bruto de mucho cuidado que se llamaba Menelao, que era rey de Esparta y
hermano de Agamenón, el rey de la mítica Micenas, la potencia militar más importante de la
época; así que al insensato Paris solo se le ocurrió raptarla.
Y el lío que se organizó fue, ya digo, algo antes nunca visto, porque para ir a la guerra se
movilizaron todas las ciudades griegas, las grandes y las pequeñas. Lo cuenta Homero. Con
Agamenón como gran almirante, se armó una flota invasora que, salvando las distancias y los
medios, tenía poco que envidiar a la que con el andar del tiempo, en el siglo XX, durante la
Segunda Guerra Mundial, comandaría el general norteamericano Dwight D. Eisenhower en el día
D, el día del desembarco en Normandía: ¡1.186 barcos y 142.000 hombres armados con lanzas,
arcos, hachas, escudos de cuero y espadas de bronce!
En la guerra de Troya participaron héroes y heroínas de película: Aquiles, Ulises, Héctor,
Eneas, Diomedes, Áyax, Teucro, el arquero, o los ya citados Paris y Helena, dos inconscientes
que decidieron ponerse el mundo por montera sin sopesar ni sospechar las consecuencias. Diez
años de asedio, la leyenda del caballo de madera —idea del astuto Ulises— y, en su interior, el
primer comando de fuerzas especiales de la historia. El final de aquella tragedia es conocido: la
cólera de Aquiles, la huida de Eneas y Troya, una ciudad entera entregada a las llamas, la
destrucción, la muerte y la esclavización de miles de personas.
Y todo por un concurso de reinas de la belleza en el que una de ellas demostró ser muy mala
perdedora. Como se ve, en orden a pasiones que abren el camino de la tragedia, también en el
amor fueron los dioses quienes mostraron a los humanos la senda que conduce a la perdición. A
todo esto, no nos hemos olvidado a Apolo. Volveremos a él y a su intensa vida social.
11

Dioses muy excéntricos

Ya decíamos que la familia olímpica no era precisamente una familia ejemplar. Algunos de sus
miembros eran raros tirando a excéntricos. Sería el caso de Atenea, otra princesa del Olimpo que
había nacido de una manera tan original como brutal. Un día que Zeus tenía una jaqueca
insoportable, se le ocurrió pedirle a su hermano Hefesto que le propinara un hachazo en la
cabeza. Dicho y hecho. Del tajo nació adulta, armada hasta los dientes, una hermosa diosa
guerrera que con el andar del tiempo acabaría siendo protectora de Atenas, patrona de la
sabiduría y maestra en estrategia. Un autor describía arrebolado su hermoso rostro que
enmarcaba unos ojos intensamente garzos. Era, como queda dicho, mujer de armas tomar y, en
un universo en el que todos se mezclaban con todos, consiguió mantener su virginidad, creando
un precedente que apenas encontró imitadores, pese a ser víctima del acoso de Hefesto, el
libidinoso dios del fuego. Era feo y cojeaba y no lo querían en el Olimpo. Un día persiguió a
Atenea hasta conseguir abrazarla y, preso como estaba de un ataque de lujuria, eyaculó sobre uno
de los muslos de la diosa, que, según cuenta la tradición, se limpió con el borde de la clámide y
después, con comprensible repugnancia, arrancó el trozo de tela lanzándolo al suelo.
En el mundo de los dioses pasaban cosas sorprendentes, así que a nadie debió de extrañarle
que, al entrar la tela en contacto con la tierra, brotara de la misma un ser al que llamaron
Erictonio y al que Atenea consideró hijo suyo. Con el andar del tiempo aquella criatura de origen
tectónico, nacida de las entrañas de la Tierra con un cuerpo mitad de hombre, mitad de serpiente,
acabaría siendo el protector de Atenas. Los atenienses le rendirían culto en un templo de
arquitectura innovadora que lleva su nombre —Erecteion— pero que es mundialmente famoso
por otro: el templo de las Cariátides.
Queda dicho que, en materia de sexo, los habitantes del Olimpo tenían costumbres relajadas.
Algunas incluso pioneras. Iban tan por delante de su tiempo que prácticas que eran habituales
entre ellos, y a imitación suya entre los hombres de aquellos tiempos, en el mundo occidental no
han sido aceptadas socialmente hasta bien entrado el siglo XX. Estoy pensando en relaciones
homosexuales libres y normalizadas. No diré que en el Olimpo reinara la barra libre en ese
sentido, pero no hay memoria de reproche hacia Zeus por raptar al joven y apuesto Ganímedes,
una pasión homoerótica de la que tenemos un testimonio extraordinario en un grupo escultórico
de barro de gran belleza que fue hallado en las excavaciones de Olimpia, la ciudad del
Peloponeso en cuyos campos, junto a las orillas del río Alfeo, se celebraban cada cuatro años los
Juegos Olímpicos. Se puede ver y admirar en el modernísimo museo del lugar.
Por toda Grecia, en la costa occidental de Turquía y también en Italia —no solo en la isla de
Sicilia— se encuentran varios templos magníficos de estilo dórico. Están bastante bien
conservados los de Paestum, la antigua Poseidonia, colonia fundada en suelo italiano por colonos
griegos en la región que se encuentra al sur de Salerno. Uno de ellos, el Hereo, está dedicado a
Hera, diosa consorte del gran Zeus que compartía culto con Atenea. Otro fue levantado en honor
a Poseidón, el dios del mar. Hay un tercero que todavía sigue en pie y que fue erigido para
honrar a Deméter. Resulta paradójico que la buena conservación de los templos se deba a una
mala circunstancia. Con el paso del tiempo el subsuelo de origen volcánico fue cediendo y los
acuíferos fueron permeando hasta alcanzar la superficie, convirtiendo la comarca en una ciénaga
que, por obra de los mosquitos, transmisores del paludismo, presentaba condiciones insalubres
para los habitantes del lugar, lo que poco a poco los obligó a retirarse hacia las montañas.
Sucesivas invasiones —en el siglo IX d. C. los sarracenos, y dos siglos después los normandos—
terminaron de arrasar la zona. Drenada la región a principios del siglo XX, recuperó una notable
vitalidad agrícola. La mozzarella de búfala es el sabroso queso que se produce allí.
Los hallazgos arqueológicos con restos de templos en diferentes lugares repartidos por la
geografía de la bota de Italia y que se corresponden con las huellas que dejaron ciudades griegas
como Síbari, Heraclea o Crotona, muy importantes en la Antigüedad, dan fe de la importancia
del culto a los dioses por parte de los hombres y mujeres que vivieron hace más de veinte siglos
a la vera del Mediterráneo.
12

Dioniso, el paria de la familia

Dioniso era un dios menor fruto de una de tantas infidelidades de Zeus, quien, a espaldas de
Hera, se había encaprichado de una bellísima princesa llamada Sémele, hija de Cadmo y
Harmonía, los románticos reyes de Tebas a quienes se atribuye la introducción de la escritura en
Grecia. La real moza, cuando estaba embarazada de seis meses, tuvo un antojo. No le dio por
pedir, a las tantas de la madrugada, un batido de fresa, sino que, queriendo presumir de novio, le
pidió a Zeus que mostrara su poder. En mala hora se le ocurrió semejante idea, porque ante el
colosal despliegue de truenos, relámpagos y rayos cayó fulminada. Zeus, que se percató en el
acto de lo ocurrido, extrajo el niño que Sémele llevaba en su seno y se lo cosió en el muslo. Al
llegar la hora del parto, lo sacó vivo y en perfecto estado. El lector al que pueda sorprender tan
aparatosa gestación subrogada que no olvide que para eso era un dios. De tan peculiar
circunstancia natal le quedó a Dioniso el sobrenombre de «nacido dos veces».
Hubiera tenido una vida corriente, divina pero corriente, de no ser porque Hera, no sé si lo he
dicho ya, llevaba muy mal las cornamentas y, al enterarse de la historia de Zeus con la joven
tebana, persiguió con saña al pequeño Dioniso hasta el punto de que su infancia y su
adolescencia fueron un vivir en pleno sobresalto. Hera literalmente volvía locos, uno tras otro, a
cuantos seres la rodeaban, empezando por las ninfas nodrizas que lo iban cuidando. Para
despistarla, a Zeus, que lo protegía a distancia, solo se le ocurrió convertir al chico en un cabrito.
De ahí viene la imagen más habitual en las representaciones de Dioniso, que en sus movidas
aparecía constelado de pámpanos, majestuoso en lo alto de un carro de guerra tirado por tigres y
panteras y escoltado por ninfas desnudas coronadas de hojas de mirto en recuerdo, se dice, de un
viaje de Dioniso al Hades donde se habría familiarizado con esta hermosa planta, que también
recibe el misterioso nombre de arrayán.
Hera no paró de atormentarlo, y de hecho consiguió volverlo loco, locura de la que se curó
tras pasar una temporada en compañía de Cibeles, la diosa de Frigia conocida también como la
Gran Diosa Madre que, según algunos mitógrafos, era su abuela paterna. La diosa representa la
fuerza vegetativa de la naturaleza y tenía consagrado un culto orgiástico relacionado con la
fertilidad de la tierra. Una abuela majestuosa. En su compañía el joven Dioniso debió de
pasárselo de cine. Cibeles, como bien saben los madrileños, ha llegado hasta nuestros días
representada como una hermosa y altiva mujer con la cabeza coronada de torres que observa el
diario atasco de la capital de España con majestuosa distancia, encaramada como está sobre un
trono rodante de mármol tirado por dos leones. Los escultores quizás eran lectores de Ovidio, el
poeta romano que describe a la diosa «en su carro tirado por leones atravesando el cielo
acompañada por la música de címbalos y flautas».
La llegada a la edad adulta para él fue una liberación, pues coincidió con el descubrimiento
del poder embriagador del fruto de la vid. El vino y su capacidad para modificar los estados de
consciencia acompañan la leyenda sobre la vida de Dioniso, asociándola a todo tipo de excesos.
En los festivales en los que se festejaba al dios, el vino corría de la mano de la libertad, y
seguramente de ahí viene la mala fama que siempre tuvo entre los biempensantes de aquellos
tiempos, que perpetuaron un relato en el que se decía que volvía locos a sus seguidores, sobre
todo a las mujeres, que se abandonaban en brazos de la lujuria más descontrolada. Uno se
imagina aquellos rituales como quedadas muy ruidosas, mitad botellón, mitad cama redonda al
aire libre.
En los últimos días del mes de febrero comenzaban las Antesterias, fiestas que también se
celebraban en su honor. El primer día se procedía a la apertura de las jarras que contenían el vino
nuevo, que había sido elaborado en el mes de octubre y ya estaba fermentado. Debía de ser algo
parecido al vino de pitarra que todavía hoy en España, sobre todo en Extremadura y algunas
zonas de Castilla-La Mancha, se conserva en tinajas de barro. Todos probaban el vino. Al día
siguiente, en una ceremonia que presidía un magistrado, se escenificaba la boda de Dioniso y
Ariadna en la isla de Naxos, y después tenía lugar un concurso en el que resultaba vencedor
quien era capaz de ingerir la mayor cantidad de vino de una jarra que contenía varios litros. Una
machada típica de jóvenes de otras latitudes que se ha repetido durante siglos a lo largo de los
pueblos de la ribera norte del Mediterráneo. En muchos lugares de España era un ceremonial
típico de los quintos, los mozos ya tallados para cumplir el servicio militar cuando aún era
obligatorio.
El concurso tenía un extraño carácter ritual que hacía que se celebrara en silencio, porque ese
segundo día se recordaba que era el día en el que había llegado a Atenas Orestes, todavía impuro
tras haber matado a Clitemnestra, su madre. Su crimen había sido degollar a Agamenón, que era
su marido, rey de Micenas y padre de Orestes. Una historia tremenda de la que hablaremos en
otro capítulo.
El tercer día las Antesterias culminaban con otra ceremonia. Se trataba de un homenaje a los
muertos. En una gran marmita cocían pan en vino y lo derramaban, en honor de Hermes, por una
grieta, una falla del terreno. Era, por decirlo así, la parte seria o quizá la menos festiva de
aquellas etílicas ceremonias que debían cursar con notables resacas.
Los rituales dionisíacos pasaron de Grecia a Italia, alcanzando capítulo propio en la mitología
romana con el nombre de bacanales, unas prácticas que todavía hoy nuestro diccionario de la
Real Academia define, en su tercera acepción, como «orgías con mucho desorden y tumulto».
Cómo sería la cosa que en el año 186 a. C. el Senado romano decidió prohibirlas. Ni que decir
tiene que se siguieron celebrando, añadiendo al temblor de la transgresión el placer de lo
prohibido. Pero sería excesivo reducir a un desahogo licencioso la imagen de los rituales
celebrados en honor de Dioniso, porque estas escenificaciones, en las que los participantes se
ocultaban tras máscaras que representaban al propio dios y a otros genios primitivos relacionados
con la fecundidad, contenían el glorioso germen del teatro y con el paso del tiempo alcanzaron
un grado notable de sofisticación, convirtiéndose en semilla del arte dramático tal y como lo
conocemos. De aquellas ceremonias proceden la tragedia, la comedia y los entremeses satíricos.
Dioniso, Baco para los romanos, fue bastante más que un viva la virgen en el seno de la familia
olímpica.
En el siglo V I a. C., en honor a Dioniso, los atenienses levantaron en la ladera sur de la
Acrópolis un magnífico teatro con capacidad para acoger en su graderío de mármol a veinte mil
espectadores. Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, los grandes entre los grandes
dramaturgos de todas las épocas, vieron representadas allí sus obras. Es fama que las entradas
eran caras. Hoy se siguen representando allí obras de teatro y conciertos.
13

Pan, el dios flautista y rijoso

Entre los muchos dioses olímpicos hay uno, Pan, que nunca ha tenido buena prensa. El mundo se
lo puso difícil desde que nació. Para empezar, era feo en un mundo como el Olimpo, lleno de
tipos guapos tal que Apolo o el propio Zeus. Era hijo de Hermes. Tenía la mitad del cuerpo de
hombre y la otra mitad de macho cabrío, con pezuñas, patas de cabra y cuernos, y para completar
el retrato, unas grandes orejas velludas. Lo que se dice un cromo. Con el andar del tiempo,
aunque no en la mitología griega, esta quimera fue adoptada como icono para representar al
Demonio, el Maligno de la iconografía cristiana que en algunas de sus representaciones tenía
tatuada en la frente una estrella de cinco puntas. Pero Pan no formaba parte de la tripulación del
Averno ni era enviado o metamorfosis de Hades.
Cuando nació, al ver a semejante criatura, parece ser que papá Hermes no pudo reprimir una
carcajada, pero se apiadó de la criatura y se la llevó volando al Olimpo, donde durante los años
de la niñez fue una especie de bufón que entretenía a los dioses. Todos reían sus gracias, y del
«todos» —en griego pan— parece que le quedó el nombre.
Estaba dotado de una agilidad extraordinaria, propia de un acróbata, lo que le permitía cubrir
grandes distancias dando saltos. Cuando creció, Zeus le asignó tarea: sería quien tutelara a los
pastores, los rebaños y los campos. Al llegar a la adolescencia empezó a manifestar un rasgo de
su personalidad que de adulto lo convertiría en un tipo de una sensualidad efervescente y rijosa.
Empezó pronto a perseguir a las ninfas. A una de ellas, una náyade, una de las ninfas del agua
que vivían en las proximidades de ríos y lagos, y de la que al parecer se había prendado —se
llamaba Siringa—, acostumbraba a espiarla, y un día en el que la perseguía con intenciones non
sanctas, cuando estaba a punto de alcanzarla, las náyades, que observaban la escena, la
convirtieron en caña y Pan se quedó con dos palmos de narices. Cuentan las fuentes —este es un
episodio de su vida en el que todas coinciden— que Pan se quedó desconcertado observando la
caña que, agitada por el viento, parecía emitir algo parecido a un sollozo. Le dio por cortarla en
varios trozos de diferente longitud —se habla de siete— y los juntó de tal manera que, sin
proponérselo, había construido un caramillo, una flauta pastoril también llamada siringa. Fue el
recuerdo de la pobre ninfa. Desde aquel día Pan no se desprendió de la improvisada flauta,
llegando a convertirse en un virtuoso haciendo sonar el mencionado instrumento. En las estatuas
que lo representan, la presencia de la siringa lo hace inconfundible. Fue tal su dominio de la
flauta que acabó enseñando a tocarla a otros personajes del momento.
A ojos de los demás, Pan era un monstruo, y eso definió su personalidad. Era una suerte de
voyeur que espiaba a las ninfas y también a los pastores jóvenes. Amó a Eco, una ninfa que lo
soportaba sin corresponder a sus requiebros. De esta ninfa se dice que estaba prendada de
Narciso, un joven muy guapo que, enamorado de su propia belleza, murió ahogado al lanzarse a
un lago cuyas aguas reflejaban su figura. A una tragedia le siguió otra, y la pobre Eco,
desesperada, lo siguió al más allá. Se cuenta que desde entonces se convirtió en una voz que
repite las últimas sílabas de la última palabra que se pronuncia, como el eco de nuestras
montañas.
Volviendo a Pan, parece que con quien tuvo más suerte fue con la diosa Selene, la Luna,
cuyos favores habría conseguido. Cuesta imaginar qué interés podía tener una diosa tan distante
en poseer un hato de bueyes blancos, pues ese fue el trueque que le ofreció Pan, quien, para
completar el cuadro, parece que se habría disfrazado de oveja. Aquello no debió de satisfacerle
del todo, pues se fue con Dioniso, acompañándolo en una razia que lo llevó hasta la India. Al
parecer, en semejante trance Pan acreditó un insospechado talento militar. Se convirtió en el
estratega de la campaña al frente del Estado Mayor de las tropas que llevó consigo Dioniso,
desplegando sobre el terreno las tropas en dos alas, a derecha e izquierda. A raíz de ese hallazgo,
pasa por ser el inventor de la famosa falange, disposición táctica compacta de los hoplitas, que
con sus largas picas, las sarisas, en tiempos del rey Filipo II de Macedonia y más tarde con su
hijo, el gran Alejandro, conquistaron el Imperio persa, llegando también, por cierto, hasta la
India.
A Pan se le atribuían las alarmas súbitas y los temores imaginarios, los conocidos como
terrores pánicos. O los terrores reales, como los que el rayo o el trueno provocan en manadas y
rebaños, generando un ataque de pánico que causa las estampidas. Pan era famoso por tener muy
malas pulgas, sobre todo si era molestado a la hora de la siesta. Entonces se transformaba en una
suerte de meteoro en forma de bolsas de aire que, a modo de pequeños tornados, giraban a gran
velocidad, arramblando con cuanto encontraban a su paso y aterrorizando a los pastores. Se
entiende perfectamente que los pobres vivieran temerosos de la cólera del dios.
Vivía junto a los ríos y en los bosques de Arcadia, en el Peloponeso. Toda esta región estuvo
llena de templos levantados en su honor. Uno de ellos, hoy en ruinas, estaba cerca de las fuentes
del río Neda, en las proximidades del monte Licaón. Pausanias, en su famosa Descripción de
Grecia, cuenta que el monte Ménalo, también en esa zona, estaba considerado territorio de Pan,
de tal manera que quienes se acercaban podían escucharlo tocando su flauta.
En el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles se conserva una estatua de mármol
grecorromana, Pan y Dafnis, que recrea con notable realismo la historia del dios con este joven,
por el que, según diversos autores, sintió una pasión libidinosa irrefrenable. Como quedó dicho,
le daba lo mismo el pelo que la pluma. Esta última filia parece que decayó a raíz de sus correrías
con Dioniso, el dios que paseaba su palmito encaramado en lo alto de un carro de guerra tirado
por tigres y panteras y rodeado de ninfas cubiertas apenas por un velo. En semejante escenario
Pan debía de sentirse en su ambiente.
En la mitología romana se identificaba a Pan con el dios Fauno, y en su honor, pasados los
idus de febrero, más allá del día quince del mes, se celebraban las fiestas lupercales. Este
nombre, al parecer, provenía de otra genealogía atribuida a Pan, que lo hacía nieto del lobo
Licaón, el lupus latino. Se cuenta que durante el reinado de Rómulo las mujeres romanas no
conseguían quedarse embarazadas, y consultado el oráculo de Juno (Hera) acerca del origen de la
esterilidad, les habría recomendado que el augur inmolara un macho cabrío y que, tras cortar su
piel a tiras, formara con ellas un látigo con el que azotar a las mujeres que se decían estériles. Al
parecer la ceremonia concluía de manera un tanto masoquista, pues las mujeres se dejaban
azotar, además de por el augur, por jóvenes desnudos devotos del dios Pan, que era famoso por
su potencia genésica. No hace falta mucha imaginación para colegir cómo terminarían
semejantes juegos sadomasoquistas desarrollados a mediados del mes de febrero, época en la que
en Roma el frío y hasta la nieve tienen asiento.
La devoción de los antiguos romanos no se limitaba al dios Pan: también rindieron honores a
otros dioses y diosas. Fue el caso de Venus, que aunque era la diosa del amor, como lo era
Afrodita entre los griegos, aceptaba otras atribuciones. La más singular, por alejada en principio
de los lances amorosos, era la de Venus Victrix, la Venus victoriosa. Bajo ese título tuvo en
Roma un templo de lo más singular, pues estaba instalado en lo alto del Teatro de Pompeyo, un
edificio enorme construido en mármol. Fue uno de los primeros en utilizar tan costoso material.
Su inmensa planta se levantaba junto a lo que hoy es el Campo de’ Fiori. Un lugar que, por
diversas razones que pasamos a referir, tuvo ciertos ecos en la historia de España.
Allí estuvo a finales de la Edad Media una de las tabernas más populares de Roma, la Taverna
de la Vacca. Su dueña era una dama muy famosa en su tiempo. Se llamaba Vanozza Catanei. Se
casó cuatro veces y fue la principal amante del cardenal Rodrigo de Borja, un personaje
ambicioso y polémico que había nacido en la ciudad valenciana de Xàtiva. En 1492, nuestro
paisano fue elegido papa con el nombre de Alejandro VI. Eran tiempos de amores revueltos y,
siendo ya papa, reconoció a los hijos que había tenido con Vanozza. Dos se hicieron muy
famosos: César Borgia y Lucrecia Borgia. Después, digamos que se cansó de ella y se echó otra
amante llamada Giulia Farnese, que ha pasado a la historia de aquella Roma mundana con un
sobrenombre que lo dice todo: Giulia la Bella.
El otro eco español al que me refería remite al más reciente y esperemos que último exilio
patrio. Durante años, cerca de Campo de’ Fiori, en el tercer piso del número veinte de la Via
Monserrato, vivieron Rafael Alberti y María Teresa León. Allí les visitaban Luis Buñuel, Pier
Paolo Pasolini, Giuseppe Ungaretti, Giacomo Debenedetti, Alberto Moravia o Federico Fellini.
En el prefacio de la edición italiana de su libro Roma, pericolo per i viandanti, así describía
Alberti aquel encuentro con la Roma papal barroca:
Mi primera casa romana estaba en Via Monserrato, número 20: patio-jardín con una hermosa ninfa al
fondo, escalera poblada de bajorrelieves —atletas, marineros, bailarinas—, que me miraban al subir y bajar los
peldaños altos y desiguales. Comencé a recorrer a todas las horas el barrio, que tenía las calles tan estrechas
como las de una Toledo menos secreta, más vital y laboriosa. Gatos, grietas, basuras, paños tendidos, artesanos
de las más variadas profesiones, el jaleo maravilloso de Campo de’ Fiori, con su Giordano Bruno como un
fúnebre paraguas sobre el mar de verduras, pescados y zapatos...

En el Campo de’ Fiori, como refería Rafael Alberti, se yergue triste y sombría, con la sola y
desatenta compañía de las palomas, la estatua del dominico Giordano Bruno, teólogo, filósofo,
astrónomo y matemático que fue quemado vivo allí mismo por hereje el diecisiete de febrero de
1600. «Tembláis acaso más vosotros al anunciar la sentencia que yo al recibirla», les dijo
desafiante a sus jueces. Siglos después la jerarquía de la Iglesia católica pidió perdón por
semejante crimen, fruto del oscurantismo. Pero no lo rehabilitó. Fue en el año 2000. Tarde, sin
duda.
En fin, esta inmersión en la Roma de las mil caras no puede terminar de manera tan triste y
sombría. El viajero tiene cerca el remedio. El más dulce de todos. Solo hay que cruzar cuatro
calles hasta llegar a Piazza Navona, siempre tan apretada de gente. En una de sus esquinas, cerca
de la iglesia de santa Inés, se encuentra una trattoria mítica: la caffetteria ristorante gelateria
Tre Scalini. Tratándose de Roma, el pecado tiene nombre: tartufo nero al cioccolato. Trufa de
chocolate. Sobran las palabras.
14

Celos y calumnias, senda de perdición

Los celos, una pasión tan humana como insana, también fueron una pulsión frecuente entre los
dioses. Celos muchas veces causados por la indiferencia de algunos mortales a sus
requerimientos amorosos, o simplemente porque orientaban su piedad y sus ofrendas a otras
divinidades. Los celos abren la puerta a la venganza, y eso es lo que le pasó al pobre Hipólito,
hijo de Teseo, el matador del Minotauro y rey de Atenas. Hipólito era muy devoto de Artemisa,
culto que provocaba el resentimiento de Afrodita, quien un día entró en cólera y maquinó la más
cruel de las venganzas. El instrumento de su divina felonía sería una cretense de encendida
sexualidad. Se llamaba Fedra y estaba casada con Teseo. Afrodita le inspiró una pasión
irresistible por el joven Hipólito, un muchacho que estaba en otras cosas. Al no verse
correspondida, Fedra, cegada por el despecho, maquinó una venganza miserable. Un mal día, se
rasgó el vestido y, fingiendo haber sido atacada, acusó a Hipólito de haber intentado violarla.
Teseo no quiso escuchar las explicaciones del muchacho y maldijo a su hijo. Pero no quiso que
muriera por su mano, así que habló con Poseidón y le pidió que hiciera el trabajo. El dios del
mar, otra de las deidades con fama de rencoroso, concibió un toro monstruoso que hizo brotar de
las aguas al paso del carro que conducía Hipólito a orillas del mar, espantando a los caballos, que
al desbocarse volcaron el tiro. Los pies del muchacho se enredaron en las riendas y fue arrastrado
por un suelo de rocas que acabaron provocándole la muerte. Al conocer lo ocurrido, desesperada,
Fedra se ahorcó. La tradición sitúa el desenlace de esta tragedia en Trecén, una antigua ciudad
del Peloponeso, hoy en ruinas, que se encuentra en el área de Epidauro, no lejos de la costa de la
isla de Poros.
No fue el único caso de denuncia en falso que provocó una tragedia. En esta ocasión el
calumniado fue Belerofonte, hijo de Poseidón. Nacido en el seno de la familia real de Corinto, su
padre humano, por decirlo así, se llamaba Glauco, y su madre, hija del rey de Megara, atendía al
nombre de Eurimede. El joven era apuesto y valiente, y muy pronto tuvo problemas tras haberse
visto envuelto en un episodio confuso en el que resultó muerto Bélero, que era tirano de Corinto;
de ahí le vino el nombre de Belerofonte, «matador de Bélero», con el que ha pasado a la historia
de la mitología. El caso es que tuvo que poner tierra de por medio y se refugió en Tirinto, una
antigua ciudad que está en la comarca de la Argólida y cuyas famosas murallas era fama que
habían sido construidas por cíclopes. El rey de la ciudad, llamado Preto, le dio asilo. Ya hemos
dicho que Belerofonte era guapo y apuesto, y la esposa de Preto, Antea, se enamoró de él. La
pasión la llevó a insinuarse, pero el forastero la rechazó: no sabemos si fue por lealtad hacia
quien lo había acogido en su casa, o tal vez porque la reina no era su tipo. La cosa es que la
mujer rechazada se dejó llevar por el despecho y le contó a su marido que el joven forastero
había intentado seducirla, una denuncia falsa como la de Fedra contra Hipólito. Ante semejante
afrenta, Preto no se dejó llevar por la cólera, quizá por respeto a una antigua tradición que
prohibía matar a un hombre con el que se había compartido la mesa, pero maquinó una venganza
maquiavélica. Le pidió a Belerofonte que llevara un mensaje cifrado a Yóbates, rey de Licia, que
era su suegro. En el mensaje le pedía que diera muerte al portador del mismo, pero Yóbates no
cumplió el encargo. Belerofonte debía de tener un gran encanto o, hijo como era de Poseidón,
quizá gozaba de la protección paterna. El caso es que Yóbates tampoco quiso mancharse las
manos con la sangre del recién llegado, así que también él, por decirlo con el lenguaje de
nuestros días, subcontrató la misión de acabar con el mensajero. ¿Cómo lo hizo? Pues
lamentándose de los estragos que provocaba en el país Quimera, un monstruo con una mitad del
cuerpo de león, la otra de dragón y cabeza de cabra. El bicho había acabado con cuantos
intentaron matarlo, y el taimado Yóbates pensó que Belerofonte correría la misma suerte. Pero
no fue así. Resulta que papá Poseidón debió de echar una mano y, como por arte de magia,
apareció en escena Pegaso, el mítico caballo alado. El joven lo tomó por montura y tras remontar
el vuelo, a la manera de un tipo especial de aviones que permiten descender en picado a toda
velocidad, se lanzó contra el monstruo y acabó con él de un certero espadazo. Belerofonte aún
tuvo que enfrentarse a una partida de sicarios enviados por Yóbates, que al parecer estaba
obsesionado con cumplir el encargo de su yerno haciendo que lo mataran. El caso es que el joven
pudo librarse de otros dos intentos de liquidarlo, uno de ellos protagonizado por una partida de
amazonas, las mujeres guerreras, de las que también se deshizo.
A la vista de tantas y tan singulares proezas, Yóbates comprendió que aquel héroe debía de
tener un origen divino y le desveló el mensaje de Preto, reconociendo que lo había mandado
varias veces a una muerte segura intentando cumplir el favor que le había pedido su yerno, el rey
de Tirinto. Hasta allí llegó la noticia de las proezas realizadas por Belerofonte, y también se
desveló la falsedad de la acusación de Antea, quien, al verse descubierta y a sabiendas de que el
héroe regresaba en su busca para vengarse por la calumnia, se suicidó. El mismo final que Fedra.
Ensoberbecido por el eco que habían despertado sus hazañas, en un exceso de hybris —la
arrogancia que fue la perdición de tantos hombres y mujeres a lo largo de los tiempos—,
Belerofonte intentó llegar hasta la morada del Olimpo a lomos de Pegaso, el caballo alado. Zeus,
que no se andaba con chiquitas cuando alguien se le quería subir a las barbas, lo precipitó al
vacío y, al llegar al suelo, se mató.
15

Bestialismo en el laberinto

Eran dioses, pero los devoraban pasiones muy humanas y otras no tan humanas, que entraban
directamente en el terreno del bestialismo. Un ejemplo: el toro era un animal sagrado al que
rendían culto en la isla de Creta. Allí reinaba Minos, otro hijo de Zeus, concebido en una relación
con una bellísima princesa fenicia llamada Europa a la que, disfrazado de toro, había raptado
mientras la joven jugaba con sus doncellas en la playa de Tiro, ciudad fenicia situada en el actual
Líbano. Luego de una travesía a nado que, dadas las distancias, solo está al alcance de un dios,
Zeus arribó a la costa de Creta y, tierra adentro, recaló en un paraje de la isla llamado Gortina.
Allí, según la tradición, a la sombra de un frondoso plátano, consumó su violenta pasión por
aquella muchacha, en cuyo nombre está el origen de todo un continente. Al viajero que en
nuestros días brujulea por Creta, si recala en Gortina le aguarda otra sorpresa. Junto a los restos
de un odeón romano se conserva un muro de recios sillares de piedra que los arqueólogos datan
del siglo V a. C. y sobre él están escritas las llamadas Leyes de Gortina. Constituyen un prolijo
compendio de normas que regulaban la vida de los ciudadanos libres, los metecos y los esclavos.
La leyenda y la historia se mezclan en todos los rincones de Grecia.
Minos, de quien se dice que vivió tres generaciones, tenía por esposa a Pasífae, una mujer
cuyos ardores parece que ya no podía satisfacer el añoso monarca. Fuera esta u otra la causa de
su desaforado apetito sexual, lo cierto es que la mujer concibió una pasión irracional por un toro
blanco, animal que debía de ser de casta señalada, porque era un regalo que Poseidón le había
hecho a Minos. El caso es que, aprovechando que en la corte de Cnosos, la capital de la isla,
vivía y trabajaba un arquitecto llamado Dédalo, un genio del bricolaje, la reina le pidió que
construyera una ternera de madera, una maqueta gigante en cuyo interior ella pudiera ocultarse a
los efectos de ser cubierta por el toro del que todo el mundo hablaba en la capital. Dicho y hecho.
El toro se tragó el señuelo y de aquella nefanda unión nació un monstruo al que llamaron
Minotauro, una quimera con cuerpo de hombre y cabeza de toro, a la vista del cual el horrorizado
Minos, el marido burlado, mandó construir en los sótanos de su palacio el famoso Laberinto. Era
una maraña de pasadizos subterráneos sin luz en la que encerró al monstruo. ¿Qué hizo con
Pasífae? Nada. Sabía de sus artes en hechicería, porque era hermana de la hechicera Circe. Minos
pasó página y se vengó en Dédalo, el arquitecto que había fabricado la ternera de madera. Le
mandó que construyera el Laberinto con la secreta intención de encerrarlo para siempre también
a él, pero Dédalo, que era muy listo, se olió la tostada y puso vela de por medio huyendo de
noche en dirección a Italia. Recaló en Cumas, cerca de Nápoles, y después en Sicilia, donde fue
acogido con agrado por el rey de una de las ciudades locales. Le precedía su fama de inventor, y
a eso se dedicó el resto de su vida.
A Zeus le divertía metamorfosearse en diferentes animales. Si para raptar a Europa se
convirtió en un toro blanco, en otra ocasión semejante, para llevar a cabo otra de sus experiencias
sexuales, se transformó en cisne. Así consiguió acceder carnalmente a la bellísima Leda, una
princesa que estaba casada con Tindáreo, rey de Laconia, cuya capital era Esparta, con quien la
mujer compartió lecho el mismo día que había sido forzada por Zeus. Fruto de semejante cópula
nacieron cuatro hijos: Pólux y Helena, que, como hijos de Zeus, eran inmortales, y Cástor y
Clitemnestra, que por serlo de Tindáreo eran mortales. Tindáreo, el marido burlado, aceptó la
versión de la intervención divina. Los cuatro vástagos estaban llamados a adquirir gran
popularidad. Helena fue la causante de la ruina de Troya y Clitemnestra acabó siendo la parricida
que dio muerte a quien era su marido, Agamenón, el vencedor de la guerra troyana. Con los
gemelos Cástor y Pólux, protagonistas también de grandes aventuras, nos volveremos a encontrar
más adelante, cuando contemos la fabulosa historia de los argonautas.
Reconozco que con estas historias se hace uno un lío, pero a los griegos de la Antigüedad, que
no tenían televisión, les entretenían y eran fuente de cotilleo. Más de uno debió de pensar que en
realidad la historia del cisne fue una invención de Leda para justificar que le había puesto los
cuernos a su marido. Pero el episodio siguió dando que hablar. A lo largo de los siglos
posteriores, multitud de pintores —desde Leonardo a Miguel Ángel, pasando por Rubens,
Cézanne o Dalí— se inspiraron en este escabroso episodio mitológico para pintar cuadros en
algunos casos de una sensualidad llamativamente explícita. En ese registro todo está inventado.
Hace poco, en las ruinas de Pompeya, excavando una casa cubierta por la lava del Vesubio, un
equipo de arqueólogos italianos descubrió un mural bastante bien conservado en el que la famosa
escena del acoso del cisne a Leda resulta también de lo más explícita. De haber sido descubierto
unos cuantos siglos antes, los braghettoni, los censores que llegaron a cubrir con una hoja de
parra tallada en mármol el sexo del David, la famosa estatua de Miguel Ángel que hoy se puede
admirar en Florencia tal cual la concibió el genio, habrían cubierto púdicamente el citado mural.
Papa hubo (Pío V) que ordenó al pintor Daniele da Volterra vestir las figuras de Adán y Eva en
la escena del Juicio Final pintada por Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina en el
Vaticano.
Hoy diríamos que en materia de libertad sexual tanto la Grecia antigua como Roma tenían
costumbres bastante más relajadas que las de siglos posteriores. La llegada del cristianismo y la
obsesión de los clérigos por estas cosas acabaron con la visión liberal que tenían los antiguos de
los asuntos de Venus. El sexo, como queda dicho, estaba muy presente en la vida y en los afanes
de todos los dioses, y era el propio Zeus quien parecía destacar en una liga en la que no eran
infrecuentes los incestos, costumbre esta de relaciones carnales entre hermanos o parientes que,
por lo demás, fue adoptada por algunas casas reales de varios reinos de la Antigüedad,
singularmente los faraones egipcios.
Zeus tuvo muchos hijos. A unos les transmitió la condición divina y a otros los dejó en
simples mortales, aunque los dotó de algunas cualidades que los convirtieron en semidioses y,
por lo tanto, en seres excepcionales. Entre los hijos que heredaron la condición divina destacaron
Apolo, Atenea, Artemisa, Hefesto, Ares, Dioniso y Hermes, patrón este último de la lectura y
mensajero entre los dioses y los humanos. El filósofo y crítico literario Georges Steiner decía de
Hermes que también era el patrón de la resistencia del significado de las palabras a desaparecer.
De su nombre nos viene la palabra «hermenéutica», el método para interpretar los textos,
originalmente los sagrados. Son muchas las cosas de nuestro mundo actual que vienen de atrás
en el tiempo. Menos internet, casi todas.
16

Atenea, la virgen de los ojos garzos

Ya hemos mencionado que Atenea llegó a este mundo por medio de un original procedimiento.
La historia fue como sigue: por miedo a la profecía ya referida, el dios devoró a la pobre Metis,
que estaba embarazada. Pero la preñez siguió su curso en la cabeza de Zeus, provocándole tales
dolores que, cuando llegó la hora del parto, Hefesto, de un hachazo, le partió la cabeza y, por arte
de dioses, de su cráneo salió poderosa y completamente armada la diosa Atenea. Un método a
todas luces poco aconsejable. El caso es que esta diosa, que era muy querida por el personal,
como nació ya mayor, tendría la talla y la apostura propias de una joven que habría superado la
veintena. Y era muy hermosa, aunque la suya, a juzgar por las muchas estatuas que le fueron
dedicadas, era una belleza un punto viril y distante. Quizá por efecto de la coraza que siempre
llevaba puesta, símbolo de uno de sus poderes.
Sobre el origen de dicha coraza las fuentes difieren. La más antigua refiere que estaría hecha
con la piel de Palante, al que Atenea habría matado y desollado en el transcurso de la lucha
contra los gigantes. Por lo visto, esta diosa no se andaba con chiquitas. Sobre el origen de la
famosa égida, otras fuentes indican que estaba hecha con piel de cabra. Al igual que Zeus, su
padre, Atenea también disponía del rayo. Una lanza de bronce completaba su panoplia, y así, de
esta guisa, como Atenea Promacos, «la que combate en primera línea», fue representada en la
Acrópolis de Atenas, el lugar más sagrado de toda Grecia.
Era una de sus estatuas más conocidas, situada en terreno elevado, muy cerca del Partenón.
Una obra colosal de grandes proporciones; las fuentes difieren en si medía siete o quince metros,
pero todas coinciden en que sobresalía por encima de la muralla. Estaba esculpida en bronce que
procedía de los despojos de los escudos y armas de los persas derrotados en la batalla de
Maratón. Hablamos, pues, de época histórica. Fue obra de Fidias, el escultor oficial del glorioso
período en el que los atenienses votaron una y otra vez como gobernante al gran Pericles.
No era la única representación de la diosa en tan señalado lugar. De hecho, su gran templo fue
el Partenón. Allí, en el interior, ocupando el lugar de honor, se erguía otra estatua suya gigante,
tallada en oro y marfil. La advocación, en este caso Atenea Pártenos, aludía a su condición
virginal. Aunque no quedan restos, podemos juzgar su belleza y su magnificencia por copias que
se han encontrado en otros lugares. Una de ellas, conocida como Atenea Varvakeion, se
encuentra en el atestado Museo Arqueológico Nacional de Atenas y es una copia romana. Parte
del tesoro de los atenienses, que Pericles había hecho trasladar desde la isla de Delos a Atenas,
fue empleado en la elaboración de la estatua de Atenea. Medía alrededor de doce metros de
altura, casi rozaba el techo del Partenón y se sabe que Fidias empleó más de mil kilos de oro para
labrar el cuerpo. La cara y los brazos eran de marfil. Una obra maestra. Con ambas estatuas, los
devotos atenienses rendían culto a la diosa protectora de su ciudad desde su fundación en los
tiempos heroicos, tras, por decirlo así, ganar un concurso convocado para decidir quién debía ser
la deidad protectora de la ciudad. Atenea compitió con Poseidón, que era su tío. El dios, que lo
era del mar pero no de las aguas de los ríos y las corrientes, golpeó la tierra con su tridente e hizo
brotar una fuente en plena Acrópolis. Tenía mérito, pues cualquiera que haya subido la famosa
colina recordará lo abrupto del terreno y lo árido del suelo. Pura roca. «Bien está el agua»,
debieron de pensar algunos, «pero mejor es el aceite», opinó la mayoría. Y es que Atenea, con
una visión del asunto que hoy llamaríamos más comercial, hizo crecer el primer olivo y, por lo
tanto, la forma de producir aceite como futura fuente de prosperidad para los atezados
campesinos del Ática, que sin duda debieron de ser mayoría entre los que formaban parte del
jurado.
El caso es que Atenea ganó el concurso, y a partir de aquel momento fue la gran protectora de
Atenas. Era bastante presumida y poco dada a admitir competencia cuando se trataba de
cuestiones de belleza. Debía de estar bastante apegada al espejo. Ya hemos contado lo mal que
llevó perder en otro concurso, justamente de belleza, cuando se disputó con Hera y Afrodita el
título de miss de la época y dejaron en manos del príncipe Paris la presidencia del jurado.
El troyano, que, como ya hemos apuntado y luego veremos con más detalle, era una joya,
optó por Afrodita, que le había prometido el amor de la bella Helena de Esparta —la de la guerra
de Troya—, y las otras dos no se lo perdonaron. De hecho, a lo largo de todo el asedio de Troya
Atenea estuvo siempre del lado de los aqueos, protegiéndolos de las lanzas troyanas. Aquiles fue
uno de sus protegidos, y a Ulises, como también veremos más adelante, lo ayudó cuanto pudo y
no pocas veces lo salvó de la ira de Poseidón. Atenea era orgullosa y tenía mal perder. En otra
ocasión, a una joven muy bella que se jactaba de su cabellera y había hecho algún comentario
respecto a que su melena superaba a la de la diosa, Atenea, en venganza, le convirtió los cabellos
en serpientes. Así nació la triste historia de Medusa, una de las tres divinidades marinas
conocidas como las gorgonas. Medusa, en otra versión de su historia, era un monstruo con alas
de oro que le permitían volar, garras de bronce y una mirada capaz de petrificar a quien osaba
mirarla. De hecho, Atenea en su escudo llevaba la cabeza de Medusa. Ella misma ayudó al gran
Perseo, otro de los protagonistas de los tiempos antiguos, a acabar con la quimera Medusa. Este
heroico mozo iba por la vida tan ricamente a lomos del mítico Pegaso, el caballo alado al que ya
hemos conocido al evocar la historia de Belerofonte.
Para entender por qué hay diferentes versiones sobre un mismo personaje, dios, héroe o
simple mortal cuyas vidas nos trasladan a tiempos remotos, conviene tener presente que sus
historias nos han llegado a través de diversos relatos y fuentes.
Volviendo a Atenea, hay que apresurarse a decir que, dejando de lado ese defectillo de la
vanidad, tenía grandes virtudes y una personalidad compleja. Protectora de las artes y de la
razón, era considerada la patrona de los filósofos y también de las hilanderas y bordadoras. Pero
era una diosa guerrera y, como tal, se le atribuye la invención de la cuadriga y de la biga, el
primitivo carro de guerra empleado más tarde por los micénicos, que probablemente lo copiaron
de los hititas.
El culto a la diosa en Atenas dio paso a las Panateneas, que eran las fiestas más populares del
año. Se celebraban a finales de julio y, además de actos religiosos, también había competiciones
literarias y deportivas, desfiles militares y carreras de cuadrigas. La fiesta culminaba con una
procesión que ascendía hasta la Acrópolis, donde un grupo de canéforas —vírgenes consagradas
a Atenea que abrían la procesión portando cestos de flores y mirto— llevaban un peplo, una
túnica de color azafrán, que ellas mismas habían ido tejiendo a lo largo de los meses y que,
renovado cada año, era depositado en el altar construido a los pies de la diosa en el interior del
Partenón. Fidias inmortalizó la procesión de las Panateneas en el friso del Partenón.
Hablando de las canéforas, llama la atención el extendido crédito del que gozaba la virginidad
entre quienes dedicaban su vida al culto de los dioses. Ocurría también con los hierofantes,
sacerdotes de Apolo en los misterios de Eleusis, y con los galli, servidores de la gran diosa
Cibeles, que llevaban su fanatismo hasta la castración voluntaria. Renunciaban al sexo también
las famosas vestales, servidoras de la diosa romana Vesta. Eran jóvenes patricias sin ninguna tara
física, escogidas entre los seis y los diez años, que se consagraban a la divinidad hasta alcanzar
los treinta. Estaban encargadas de preservar el fuego sagrado que se custodiaba en un templo
circular, formado por una veintena de columnas de mármol de estilo corintio, en el Foro de
Roma, del que, por cierto, siguen en pie algunas columnas. Era creencia generalizada que si
dicho fuego se apagaba, todo tipo de males caerían sobre la Urbe. En Roma las vestales gozaban
de gran respeto social, tenían preferencia en todas las ceremonias y disponían de asientos
reservados en el Circo. Cuando abandonaban el templo, eran precedidas por un lictor y hasta los
magistrados les cedían el paso. Su palabra era definitiva en asuntos de justicia, y si cuando salían
del templo se cruzaban por la calle con un reo condenado a muerte, se investigaba si el encuentro
había sido casual. De quedar acreditado que así había sido, al reo le era conmutada la pena. La
manutención de las vestales corría a cargo del Estado. Su celibato debía ser ejemplar; si lo
rompían, el castigo era la muerte, y no una muerte cualquiera. Eran enterradas vivas. Pasados los
treinta años podían volver a la vida civil, por decirlo así, pero lo habitual era que siguieran al
servicio del templo iniciando a las novicias.
La costumbre de mantener la virginidad mediante el celibato, práctica que más tarde fue
adoptada con los votos de castidad en el mundo católico por sacerdotes, monjas y frailes,
siempre despierta la incógnita de por qué, estando en la naturaleza de los seres humanos la
posibilidad de la placentera práctica del sexo, su renuncia era, y sigue siendo, tenida por
determinados colectivos como un acto de pureza por medio del cual supuestamente acceden a un
estado superior de consciencia. Misterio, ya digo, es la palabra. Como estamos viendo, es una
práctica que viene de muy atrás en el tiempo y que paradójicamente se inició en una sociedad,
como la griega, mucho más tolerante que la romana en todo lo relacionado con las relaciones
sexuales.
El mito de Atenea atrajo a los artistas a lo largo de los siglos, a los escultores primero y a los
pintores después. Palas Atenea, uno de los cuadros más impactantes dedicados a la diosa, se
encuentra en el Museo Histórico de Viena y es un óleo sobre lienzo del pintor Gustav Klimt.
Pero el más conocido es El juicio de Paris, obra de Rubens. En él la diosa comparece junto a
Hera y Afrodita en el famoso concurso en el que sometieron su belleza al juicio de Paris. El
cuadro, de grandes dimensiones, se encuentra en el Museo del Prado.
La aureola del mito alcanzó tal relieve que ha llegado hasta nuestros días. Frente al
Parlamento de Austria, en Viena, se puede admirar una estatua de gran presencia que reproduce
la imagen más conocida de la diosa, con la coraza de piel de cabra, la lanza y llevando en la
mano derecha una pequeña estatua de la diosa Niké, la victoria alada.
El culto a Atenea y las actos rituales realizados en su honor se extendieron por todas las
colonias fundadas por los griegos a lo largo del Mediterráneo, prefigurando en algunas de sus
liturgias lo que, con el andar del tiempo y salvando las distancias, acabó siendo la muy arraigada
devoción y las procesiones en honor de la Virgen María, muy presentes en los países de cultura y
tradiciones católicas. Y no solo estoy pensando en el Rocío.
17

El mayor secreto de la Antigüedad

Antes de seguir tras las huellas de los dioses, vamos a viajar por los alrededores de Atenas para
acercarnos hasta Eleusis, hoy un paraje anodino prácticamente rodeado de edificios modernos sin
mayor relieve pero que conserva algunas ruinas que dan fe del esplendor que antaño tuvo como
uno de los centros espirituales más importantes del mundo griego. Era el santuario en el que se
celebraban los misterios, ceremonias secretas que parece que transportaban a los iniciados a
estados superiores de consciencia, lo que les permitió avizorar otra vida más allá de la muerte. La
verdad es que son conjeturas, puesto que los misterios fueron, y en parte lo siguen siendo, el
secreto mayor y mejor guardado de la Antigüedad. Quienes se iniciaban en las ceremonias que
tenían lugar bajo la protección de Deméter, la gran diosa de la agricultura y las cosechas y madre
de Perséfone, se comprometían a guardar, bajo pena de muerte, el secreto de cuanto allí
acontecía. Solo aquel tábano que fue Aristófanes se atrevió a dar alguna pista en alguna de sus
comedias. Pero el secreto ha sobrevivido al paso de los siglos abriendo la puerta a no pocas
interpretaciones. Vamos a repasar lo que ha llegado hasta nosotros.
Antaño la comarca en la que se encuentra Eleusis era una zona agrícola en la que
predominaba el cultivo de los cereales. No sorprende por eso que las ceremonias religiosas
giraran alrededor del mito del secuestro de Perséfone, llevado a cabo, como ya hemos
comentado, por su tío Hades, quien la arrastró hasta su morada en los infiernos y allí habría
seguido de no ser porque Zeus se apiadó de las súplicas de Deméter, la madre angustiada, que la
buscaba errante por todo el mundo. Zeus intervino y hubo un pacto con Hades por el cual la
joven permanecería cuatro meses en el Inframundo y el resto del año regresaría a la Tierra. Una
chapuza, pero las dos partes lo respetaron.
La espiga era el símbolo de Perséfone. El mito plantea una alegoría del proceso de la siembra,
el camino subterráneo que ha de seguir la semilla de los cereales para germinar, volviéndose
después espiga y grano con el que los hombres elaboran el pan, el alimento que los salva del
hambre.
En honor a la diosa todos los años se celebraba, en los primeros días del mes de septiembre,
una gran peregrinación a Eleusis, localidad situada a una veintena de kilómetros de Atenas.
Llegaban gentes venidas de todos los puntos del Ática y aun de más lejos. Era costumbre hacer la
ruta a pie, al menos el último tramo, como en el Camino de Santiago. Se trataba de un acto
sagrado que se preparaba durante meses y terminaba en una gran romería.
El ritual era oficiado por el hierofante, el sacerdote de Deméter en Eleusis, una figura central
que cuando oficiaba revestido de pontifical debía de tener un aspecto imponente. Vestía una
larga capa de color púrpura con bordados de oro, calzaba botas altas de estilo tracio y se ceñía la
cabeza con una cinta dorada. Todos los hierofantes pertenecían a una misma familia y
practicaban el celibato. Cuando accedían al sacerdocio, siguiendo un ritual cargado de
simbolismo, se despojaban de su nombre arrojándolo al mar, y desde entonces este se
consideraba sagrado y no podía pronunciarse. En los documentos solo figuraba su lugar de
nacimiento y el nombre de sus padres.
Las ceremonias de iniciación de quienes participaban en los misterios incluían un período de
ayuno de dos días, seguido de baños purificadores en las cercanas aguas del golfo Sarónico.
Después, quienes iban a iniciarse se trasladaban al Telesterion, un templo peculiar, construido
por Ictino, el mismo arquitecto del Partenón. En los escalones tallados en la roca, los aspirantes a
la iniciación tomaban asiento y guardaban silencio a la luz de las antorchas y bajo los efectos de
la ingesta del kykeon, una pócima que se cree que elaboraban con cebada y hojas de laurel y que,
según varios autores, contenía además alguna sustancia psicotrópica, tal vez extraída del
cornezuelo, un hongo que contiene un alcaloide de efectos alucinógenos semejantes a los de la
LSD. Parece que los iniciados observaban en silencio la ceremonia oficiada por el hierofante y
una sacerdotisa que copulaban teatralmente siguiendo un ritual relacionado con la fertilidad. El
viaje lisérgico transportaba a los iniciados a estados de consciencia desconocidos y placenteros
que anticipaban una visión de lo que podía aguardarles después de esta vida. A diferencia del
resto de los mortales, no tendrían que angustiarse por los males que, tras la muerte, esperaban a
los no iniciados en los infiernos regidos por Hades. Píndaro, a quien podríamos considerar como
el primer cronista deportivo por sus himnos dedicados a algunos de los ganadores de los Juegos
Olímpicos —los epinicios—, proclama en uno de ellos, dedicado a los misterios, la felicidad de
quienes han participado en tales ceremonias. Nunca sabremos con exactitud en qué consistía el
rito y a qué pruebas eran sometidos los aspirantes a acceder a los misterios, porque, como digo,
ningún griego rompió el secreto. Alcibíades, un político que era pariente de Pericles y ha pasado
a la historia por ser un tipo tan apuesto como corrupto y por tener que salir por piernas de Atenas
por un asuntillo relacionado con un cohecho, llegó a burlarse de los misterios y fue juzgado en
ausencia y condenado a muerte.
Ni siquiera bajo amenazas consiguió el emperador romano Nerón que le fuera revelado el
profundo secreto de aquellas ceremonias de las que, superado el trance, los iniciados salían como
nuevos. Dicen los autores clásicos que los misterios, que se celebraban dos veces al año, en
primavera y al principio del mes de septiembre, reforzaban los vínculos entre los ciudadanos de
la polis. Eran ritos abiertos a todos los individuos, sin distinción de sexo ni de clase social.
También a los esclavos les estaba permitido participar. Ninguno rompió el secreto, por lo que
todo lo descrito aquí, como decía, no pasa de ser conjeturas, aunque hay base para creer que las
cosas sucedían más o menos como las hemos contado.
Sobre los misterios hay que añadir que se celebraron a lo largo de cientos de años, hasta la
llegada del cristianismo. Aunque suene raro, quizás abrieron paso a la misa, la ceremonia y el
misterio capital de los ritos de esta otra religión, que también promete a sus fieles otra vida
después de la muerte. Tras la ceremonia de iniciación, los asistentes celebraban una merienda
campestre que era ya el último acto, el de la despedida tras la estancia en Eleusis.
No hace tanto tiempo que en la España rural, y también en las regiones campesinas de Italia o
de Grecia, en los días de la fiesta del patrón local, tras asistir a la misa, los lugareños celebraban
una romería en un campo o en las eras del pueblo. El pasado como prólogo. Todo está inventado.
El cambio más apreciable quizá se halle en los instrumentos musicales. A este respecto, en
Eleusis solo contaban con la lira y la flauta para amenizar las danzas que ponían fin a las
jornadas de peregrinación. Pero la alegría de la fiesta debía de correr paralela.
18

Egina, el templo de la diosa invisible

El mar de Eleusis es el del golfo Sarónico. En él hay varias islas llenas de historia. La más
próxima a la costa es Salamina. En sus aguas tuvo lugar la famosa batalla naval en la que los
persas del rey Jerjes sufrieron la gran derrota que alejó para siempre las invasiones procedentes
de Oriente. Algo más al sur se encuentra la bella Egina, isla que lleva el nombre de una ninfa
muy requerida. Siendo amante de Ares, el dios de la guerra, concibió dos hijos de otras dos
relaciones; uno de ellos con su marido, de nombre Áctor, que acabaría siendo abuelo de Patroclo,
personaje principal en algunos de los episodios capitales de la guerra de Troya, gracias a los que,
unido a la memoria de Aquiles, ha sobrevivido al olvido. Raptada posteriormente por Zeus —
convertido esta vez en águila—, Egina tuvo otro hijo, llamado Éaco, que llegó a reinar en la isla
y gozó de tal fama de ecuanimidad que, tras su muerte, fue nombrado juez de las sombras en el
Érebo, el tenebroso reino de la oscuridad y de las densas nieblas que rodean los bordes del
mundo. El Érebo formaba parte del Hades. El pintor Ferdinand Bol, discípulo de Rembrandt,
plasmó con estudiada carnalidad los prolegómenos del encuentro de la ninfa con Zeus en un
lienzo que lleva por título La ninfa Egina esperando la llegada de Zeus. Se encuentra en el
Museo de Meiningen, en Alemania. Al hilo de la aventura de Zeus con la ninfa Egina, la diosa
Hera, en uno de sus frecuentes ataques de cólera, provocó una epidemia de peste que diezmó a
los habitantes de la isla. El rey Éaco suplicó a Zeus que los librara de aquella terrible maldición
y, mientras suplicaba, se fijó en que en el suelo había un hormiguero y que a sus hormigas
parecía no afectarles el castigo. Le pidió a Zeus que su pueblo fuera tan numeroso como aquella
colonia de hormigas. Sus súplicas fueron escuchadas. El padre de los dioses se hizo anunciar por
un trueno que retumbó en toda la isla. Al llegar la noche, Éaco soñó que las hormigas que había
visto por la mañana se convertían en hombres, y al día siguiente, al despertar, le anunciaron que
un ejército avanzaba hacia su palacio. Asustado, se asomó a un balcón, pero al percatarse de su
presencia aquellos fieros guerreros le juraron fidelidad. Desde entonces, a los habitantes de la
isla se les conoce por el nombre de mirmidones, en honor a las hormigas (myrmex) de las que
habían surgido. Sus descendientes fueron los feroces soldados que acompañaron a Aquiles en la
guerra de Troya, los primeros en entrar en batalla y los últimos en abandonarla.
Poco más de doce millas náuticas separan el Pireo de Egina. Lo habitual es sacar pasaje en un
Dolfin, una nave planeadora que casi vuela sobre las olas y salva veloz la distancia. El puerto es
modesto, de proporciones que recuerdan aquel dicho del sofista Protágoras según el cual el
hombre es la medida de todas las cosas. Una vez en tierra, la primera impresión es que el tiempo
parece haberse detenido en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el país heleno conquistó su
independencia luchando contra los turcos, que habían ocupado Grecia durante cuatro siglos tras
la caída de Constantinopla en 1453. Raro es el edificio que supere las dos alturas. En todo el
trazado portuario abundan las tabernas, y por todas partes hay un derroche del color azul de la
bandera de Grecia. Esta isla, patria de bravos marinos, desempeñó, junto a la cercana Spetses, un
papel fundamental en las batallas navales libradas contra los turcos. Conviene detenerse en una
de las glorias locales. Aunque nació en Creta, en Egina se asentó parte de su vida el glorioso
novelista y poeta Nikos Kazantzakis, el padre de Zorba, el griego. Su casa es una construcción
de dos plantas cuyas puertas y persianas están pintadas de un azul desafiante y está situada cerca
del faro, al noroeste de la capital. Le llevó años construirla, y decía que era «buena, sencilla,
llena de luz, el mar como el cristal... Todo esto se lo debo a la soledad, no habría hecho nada, ni
habría sido nada sin la soledad».
No se puede visitar formando parte de la tropa de turistas entregados a la manía de los selfis.
Kazantzakis, que en algún período probó a vivir como un monje, viajó por diversos países de
Europa. Fue un amante declarado de España. Recaló en nuestro país a finales de los años veinte
del siglo pasado y volvió en los primeros días de la guerra civil. Al estallar el conflicto, escribió
que «uno de los rostros más brillantes de la Tierra, el de España, se ensombreció». Viajó mucho
por el país; conoció a Valle-Inclán, a Jacinto Benavente y a Juan Ramón Jiménez, y entrevistó al
irascible Miguel de Unamuno. Al llegar a Burgos, y tras pasar varias horas en la catedral,
escribió unas palabras un tanto enigmáticas: «La religión no es un contacto lejano con la
divinidad, sino la mano del hombre que se hunde en la herida de Dios».
Llegó a ser ministro, pero duró poco tiempo en el gobierno griego. Entre 1944 y 1945 escribió
tres obras de teatro con el mítico titán Prometeo como protagonista. Está enterrado en Heraclión,
capital de su Creta natal, y su epitafio es una esperanzadora noticia para los viajeros de la
eternidad: «Nada espero, nada temo; soy libre». No se sabe qué habría dicho al saber que en
2017 fue acuñada una moneda de dos euros con su imagen en el anverso y el mapa de Europa en
el reverso.
La figura de Kazantzakis es multifacética, abarca casi todo, pero saber que cuando estaba de
retirada escogió Egina aporta luz al misterio de esta isla, que no es otro que la sencillez. Todo allí
es sencillo y cercano. El viajero que llegue a la isla a finales de la primavera hará bien en visitar
los restos de un templo dedicado a Apolo situado al noroeste del puerto, en una colina que lleva
el nombre de Coloni. Pero la auténtica inmersión en el pasado le aguarda en el otro extremo de la
isla, donde se yerguen las venerables columnas del templo levantado a Afaya, la Invisible. El
camino es corto. Viajará escoltado por el bordoneo de las abejas y será abducido por la serenidad
de la naturaleza del entorno. La leyenda del lugar remite a un caso de acoso, uno más entre
parientes o allegados de la familia olímpica. Resulta que la ninfa Afaya, que era hija de Leto y,
por lo tanto, medio hermana de Apolo y Artemisa, era muy hermosa —el amargo don de la
belleza—, circunstancia que no paró de acarrearle problemas. Fue acosada obsesivamente por
Minos, el semidiós que reinaba en Creta, que no logró su propósito porque en el trance de ser
violada, recurriendo a la magia, logró desaparecer. De ahí le viene el sobrenombre de «Afaya»,
la invisible. El maravilloso templo de estilo dórico, que aún conserva parte de su columnata, fue
levantado en el lugar en el que desapareció. Las metopas y demás joyas arquitectónicas que
faltan en el templo pueden contemplarse en la Gliptoteca de Múnich, un expolio más de los
muchos que ha sufrido Grecia a lo largo de los siglos y cuyo máximo exponente son los llamados
Mármoles de Elgin, arrancados literalmente de los frontones del Partenón. Se conservan en el
Museo Británico de Londres.
A la vuelta de la excursión al templo de Afaya, el viajero, sentado en una de las tabernas del
muelle, se sentirá feliz esperando una tapa de pulpo, de los que secan colgándolos como si fueran
camisetas, y bebiendo un vaso de ouzo, el aguardiente local; o puede que esté comiendo
pistachos: los de la isla tienen fama de ser de los mejores del mundo.
En una u otra circunstancia, estará descubriendo otro de los secretos del lugar: la lentitud.
Merece la pena unirse al discurrir sin prisa del tiempo y de la vida en el marco de una isla
favorecida por los dioses y habitada por gentes amables.
19

Hércules, el Heracles romano

Volviendo a la prole olímpica, digamos que Zeus también fue padre de algunos semidioses,
como el ya mencionado Minos, y también de otros distinguidos mortales. El más conocido de
todos fue Hércules, el Heracles de los romanos, un gigante de cuya fuerza y hazañas guardan
memoria los siglos. Era un grandullón que medía cuatro codos y un pie, algo más de dos metros.
Se pasó la vida luchando por medio mundo, unas veces por encargo y otras porque su naturaleza
lo llevaba a meterse en un lío detrás de otro. Son famosos sus doce trabajos, una serie de
aventuras que lo condujeron de un lado a otro del Mediterráneo y las riberas del mar Negro. En
el Mundo Antiguo, el estrecho de Gibraltar era conocido como las Columnas de Hércules.
Volviendo a los trabajos, uno de ellos, quizás el menos conocido, lo llevó hasta el reino de las
amazonas, temibles mujeres guerreras. Situando en un mapa actual los países y parajes en los
que se desarrollaron los trabajos de Hércules, se obtiene una imagen que se extiende por el norte
de Grecia hacia el mar Negro, atravesando los Dardanelos, la ruta seguida por el barco Argo y la
expedición de Jasón en pos del vellocino de oro, en la Cólquida, la actual Georgia; y por el este
hacia Occidente, en una serie de puntos que anticipan algunos de los enclaves donde, con el paso
del tiempo, se asentaron las colonias fundadas por griegos. Algo similar ocurre, como luego
veremos, con los viajes de Ulises, las aventuras y quebrantos del héroe de la guerra de Troya que
de manera magistral narró Homero en la Odisea.
Volviendo a Hércules, contaba Pausanias, el historiador y geógrafo viajero que vivió en el
siglo II d. C., que las amazonas eran las únicas mujeres que ni a fuerza de desastres retrocedían
ante los peligros y que, para facilitar su destreza en el manejo de la lanza y el arco, consentían la
ablación de uno de sus senos. Su leyenda ha llegado hasta nuestros días como arquetipo de la
mujer aguerrida. Yacían con extranjeros y sacrificaban a los hijos varones nacidos de aquel
apareamiento instrumental. Las fuentes antiguas no coinciden a la hora de situar su reino: unas
veces lo localizan en la región griega de Tracia; otras, en la ladera del Cáucaso, y también en las
llanuras de Escitia, en las cercanías de la desembocadura del río Istro, el Danubio de nuestros
días.
Hércules se metió en uno de sus líos en esta ocasión por tratar de llevar a cabo un robo por
encargo. Lo acompañaba Teseo, y su misión era hacerse con el cinturón de Hipólita, la reina de
las amazonas. Era un capricho del rey Euristeo, un tirano que traía a mal traer a nuestro héroe —
hoy diríamos que lo puteaba—, pero al que Hércules obedecía por imperativo divino. Estaban a
punto de hacerse con el trofeo, cuando algo salió mal. La diosa Hera, celosa del éxito de la
misión porque odiaba a Hércules, provocó una insurrección en el campamento de las amazonas,
y en el fragor de la batalla nuestro héroe mató a Hipólita. Salieron zumbando, pero a Teseo, que
se había encaprichado de una de las guerreras, llamada Antíope, solo se le ocurrió secuestrarla.
Consiguieron llegar hasta Atenas, pero las amazonas reaccionaron: un tiempo después, para
vengarse de la doble afrenta, organizaron una expedición de castigo. Atravesaron el Bósforo,
invadieron el Ática y se plantaron a las puertas de Atenas. Acamparon en la colina que está
situada al oeste de la Acrópolis y que conocemos como el Areópago —la colina de Ares, el dios
de la guerra—. Los atenienses, a las órdenes de Teseo, consiguieron derrotarlas. Fue para ellos
un motivo de orgullo, y de aquella hazaña guardan memoria en mármol las metopas de la
fachada oeste del Partenón, el maravilloso templo dedicado a la diosa Atenea.
Hércules tuvo que echar una mano en otra de sus aventuras a Teseo, que durante toda su vida
fue un culo de mal asiento. Como ya hemos contado, no se le ocurrió otra cosa que bajar a los
infiernos, los dominios de Hades, en compañía de su amigo Pirítoo. Descendieron al Infierno,
pero no contaron con que era un camino solo de ida. Solo Teseo consiguió regresar, pero se dejó
en el asiento una parte de las nalgas. La verdad es que cualquiera que haya estado en Atenas en
nuestros días caerá en la cuenta de que las cosas han ido cambiando y hay de todo. En tiempos de
Fidias, el gran escultor coetáneo de Pericles, seguramente muchos atenienses todavía eran
estrechos de tiro, pero después, tras la estancia durante siglos de los invasores turcos y la afición
generalizada por la musaka —un plato de carne picada, tomate y berenjenas—, la cosa ha ido
cambiando.
Otro de los famosos trabajos de Hércules, el robo del ganado de Gerión, se desarrolló en
Tartesos, en las tierras del sur de España a las que hoy llamamos Andalucía. En la isla de Sancti
Petri, que está en aguas cercanas a Cádiz —la antigua Gadir—, gentes fenicias venidas de la
lejana ciudad de Tiro, alrededor del siglo XII a. C., época en la que tuvo lugar la guerra de Troya,
levantaron un templo en honor del dios Melkart, que con el paso del tiempo acabó dedicándose
al culto de Hércules. Dos personajes históricos muy famosos, el cartaginés Aníbal y el romano
Julio César, visitaron el lugar. Julio César, que todavía era un simple cuestor y no había
descollado como el genio militar que acabó siendo, visitó el templo y se dice que, al contemplar
una estatua de Alejandro Magno, se lamentaba al recordar que el gran macedonio con apenas
treinta años cumplidos ya había conquistado medio mundo, y en cambio él, que ya tenía la
misma edad, aún no había realizado ninguna hazaña digna de tal nombre. La fuerza que Hércules
transmitió tanto al caudillo cartaginés como al general romano explica lo portentoso de las
hazañas militares que uno y otro llevaron a cabo en distintas épocas. Se decía que los restos de
nuestro héroe estaban sepultados en la cripta del mencionado santuario gaditano, noticia que
habría que poner en duda dada su naturaleza medio divina y sabiendo que, después de haberse
abrasado en una hoguera, fue arrebatado hasta el Olimpo, donde Zeus le concedió el estatus de
inmortal, y tras reconciliarse con Hera se casó con Hebe, diosa de la eterna juventud. De la
misteriosa Tartesos solo se conserva memoria en uno de los capítulos de la Biblia, el libro
sagrado de judíos y cristianos.
Hércules no fue el único hijo de Zeus fruto de una de sus muchas aventuras con mortales.
Fueron muchas otras las ocasiones en que se explayó en este tipo de relaciones. Tuvo varios
hijos con mujeres cuyos nombres han sobrevivido al olvido propio del paso de los siglos. Con
Tetis, que era una nereida —hija de Nereo, el Viejo del Mar, y la oceánide Doris—, engendró a
Aquiles, el mejor guerrero de su tiempo. También Eneas, noble troyano, pertenecía a esta
categoría de prohijado por una diosa; en concreto, Afrodita. Tras sobrevivir al incendio y
destrucción de Troya, el destino lo llevó hasta las tierras itálicas, donde varios siglos después
Rómulo, uno de sus descendientes, fundaría la ciudad de Roma, no sin antes matar a su hermano
Remo por saltarse el surco que simbolizaba la muralla de la futura ciudad que, con el andar del
tiempo, llegaría a ser la capital del Mundo Antiguo. Otro de los héroes de aquellos tiempos,
quizás el más compasivo de todos, fue Héctor, hijo de Príamo, el último rey de Troya. Para el
escritor italiano Claudio Magris, Héctor fue el héroe más humano entre los antiguos, un hombre
lleno de sentimientos paternos. Esperaba que cuando creciera Astianacte, su hijo, la gente dijera
que era más grande que su padre. Durante diez largos años Héctor, que era un príncipe prudente,
fue el gran defensor militar de la ciudad, pero murió a manos de Aquiles, cumpliéndose así su
destino fatal; al igual que el del propio Aquiles, a quien su madre había advertido que también
hallaría la muerte en aquella guerra, pero a cambio su nombre sería recordado por los siglos.
Aquiles escogió la gloria, que es la dimensión humana de la inmortalidad.
Un destino fatal parece ser la condición para que el héroe dé paso al mito. Que la muerte lo
alcance pronto. Hecho que se cumple en algunos personajes históricos. El ejemplo más clásico es
Alejandro Magno o, salvando las distancias, Lord Byron. Solo el astuto Ulises consiguió
esquivar una muerte prematura sin dejar por ello de ocupar un lugar muy destacado en la galería
universal de los grandes mitos.
20

Los templos, la huella de los dioses

Del templo dedicado a Hércules en la isla de Sancti Petri, cerca de Cádiz, más allá de la leyenda
no queda piedra. Afortunadamente tenemos abundantes vestigios de otros templos levantados en
la Antigüedad en honor de los diferentes dioses y héroes. Algunos, como hemos visto, siguen en
pie. De otros, de su antiguo esplendor y de sus majestuosas columnas apenas conservamos
solitarios tambores cubiertos por un manto de yerba o canaladuras esmeriladas por el viento en
los lejanos parajes de Libia, Egipto o Túnez de los que se fue adueñando el desierto.
En tierras griegas, tres de estos templos, de factura dórica, quizá de los más bellos del Mundo
Antiguo, han sobrevivido a la incuria del tiempo, a la devastación de las guerras y a los expolios
de los coleccionistas de antigüedades. Demediados pero todavía en pie, se yerguen orgullosos
desafiando el paso de los siglos. Fueron levantados hace dos mil quinientos años en tres lugares
distantes entre sí que, contemplados sobre un mapa de Grecia o desde el aire a vista de dron,
parecen formar un misterioso triángulo equilátero. El más famoso de los tres es el templo
dedicado a la diosa Atenea que se encuentra en la Acrópolis de Atenas. El más recoleto, y hoy en
día el más solitario, se encuentra en un paraje idílico de Egina, la isla situada al sur del golfo
Sarónico. Es el templo ya mencionado que lleva el nombre de Afaya, la divinidad relacionada
con la fertilidad conocida como la Invisible. El tercer templo, quizás el más etéreo de los tres,
corona un paraje marino de hechuras dramáticas y sobria belleza. Se levanta en lo alto del
promontorio conocido como cabo Sunion, en un extremo del Ática, la famosa comarca griega de
los alrededores de Atenas. Fue levantado en honor a Poseidón, el dios del mar. Para llegar hasta
allí lo recomendable es hacer el viaje sin prisa, tomando la amena carretera de la costa que sale
de la capital en dirección hacia el antiguo aeropuerto, hoy en desuso. Son unos sesenta
kilómetros. Nosotros salimos muy temprano, cuando el sol todavía era una promesa. La ruta,
como digo, es muy entretenida. Saliendo de Atenas, el mar siempre queda a la derecha, y en la
parte de la montaña por la que, a modo de ceja, discurre la carretera de doble dirección, a unos
veinte kilómetros de la capital se encuentra Vouliagmeni, inesperado remanso de aguas termales
que han formado un pequeño lago en el que el viajero puede bañarse contemplando el mar. Sus
aguas nunca bajan de los veinte grados. Es un capricho de la naturaleza, capricho que, según
cuenta Pausanias en su famoso y documentado periplo por tierras griegas, nuestros antepasados
supieron aprovechar. Fue uno de los primeros spa de los que se tiene memoria.
Ya hemos hablado de Pausanias, viajero impenitente y autor de una descripción de Grecia a la
que aporta numerosos detalles sobre cómo era la vida en el Mundo Antiguo. La excursión
prosigue con la mirada empapada del paisaje seco característico de la región del Ática. La magia
está por llegar: al doblar una curva y advertir que a lo lejos, a medida que el coche se va
aproximando al promontorio sobre el que se yergue un templo, cobran forma las columnas que
parecen filtrar el viento y, en el mar que rodea el cabo, se dibujan finas estelas de espuma. Es el
milagro de Sunion, el sagrado lugar dedicado a Poseidón, el dios del mar. Nadie que haya
visitado el paraje olvidará tan singular belleza, hecha de mármol y viento.
El templo se levanta sobre una cresta situada a unos sesenta metros sobre el nivel del mar. Se
conservan todavía en pie un número de columnas —dieciséis de las treinta y ocho que tuvo—
que da idea de la grandeza del lugar y del dramatismo del espectacular paisaje escogido para
rendir culto y homenaje al dios que decidía sobre la vida o la muerte de cuantos se hacían a la
mar. Compite en armonía con el Partenón de la Acrópolis de Atenas, y es probable que su
arquitecto fuera Ictino, el mismo que levantó el Hefestión, templo a los pies de la Acrópolis que
estuvo dedicado al dios de la metalurgia y también a la diosa Atenea, aunque en nuestros días se
conoce como el Teseion, quizá porque en un determinado momento de la historia se propagó la
leyenda de que había sido levantado sobre la tumba de Teseo, el héroe local. La factura de ambos
templos da la rara medida de las humanas empresas que rozan la perfección.
Volviendo a Sunion, a los pies del promontorio, junto a la playa, hay una genuina taberna
griega que no admite el pago con tarjeta, pero doy fe de que su pescado y su retsina reconfortan
debidamente al viajero.
21

El Vaticano del Mundo Antiguo

Volvamos ahora a centrarnos en la peripecia de Apolo, el «travolta» de la familia olímpica,


quizás el más apreciado y presente en la vida cotidiana de los griegos de la Antigüedad, que lo
consideraban el dios de la luz, la verdad, la belleza, las artes y la armonía, pero también el de la
muerte súbita y las plagas. Era el protector de marinos, pastores y arqueros, y un especialista
muy apreciado por los ejércitos de entonces. Él mismo era un arquero formidable y, a juzgar por
sus variadas aventuras, también un amante tan convincente como irresistible. Todo en la vida de
Apolo fue extraordinario. Empezando por su concepción, pues era hijo de Zeus y de Leto, una
titánide que, según cuenta Hesíodo, era «dulce ya desde su nacimiento, la más amable de las
deidades del Olimpo, benévola así para los hombres como para los dioses inmortales».
Hera, la burlada esposa de Zeus, no era de la misma opinión, así que, si bien nada podía hacer
contra su marido, sí podía amargarle la vida a su amante. Intentó por todos los medios que aquel
embarazo se malograra persiguiendo a Leto por toda la Tierra. Era tan retorcida que trató de
impedir que pudiera encontrar un sitio apartado y tranquilo para dar a luz. Solo había un lugar en
el mundo que podía reunir esas características: una isla flotante deshabitada llamada Ortigia —
isla de las codornices—, que, por carecer, carecía hasta de vegetación. Solo había crecido allí una
palmera, y bajo su desolada sombra Leto dio a luz no a una, sino a dos criaturas divinas:
Artemisa y Apolo. Zeus, no sin haber acreditado antes cierta pachorra, al final decidió intervenir
haciendo que la isla dejara de flotar a la deriva. La fijó al fondo del mar con cuatro poderosas
columnas, reconoció a los recién nacidos, y a partir de ese momento Hera dejó de perseguir a
Leto. Para celebrar el feliz alumbramiento decidieron cambiar el nombre de la isla, que pasó a
llamarse con el mismo nombre con el que la conocemos en la actualidad: Delos, la brillante.
Hoy en día sigue estando deshabitada, pero se puede visitar tomando un barco desde la vecina
Miconos, teniendo, eso sí, la precaución de escoger un día en que los rabiosos vientos que azotan
el archipiélago de las Cícladas decidan estar mansos. El viajero que se aventure encontrará un
paisaje duro, de vegetación rala, en el que predomina la tierra de un color gris tirando a negro.
De la estancia recordará un teatro excavado en una ladera, abundantes ruinas de la que fue una
importante ciudad portuaria, y los famosos leones de Delos, estatuas arcaicas que reproducen sin
demasiado rigor las figuras de estos felinos y que en tiempos flanquearon una avenida que daba
acceso a un templo o santuario dedicado, cómo no, a Apolo, su paisano más famoso. Solo
quedan en pie cinco de los dieciséis leones que en su día los habitantes de Naxos, otra de las
Cícladas, regalaron a Delos.
A finales del siglo XIX, en la isla también fue hallado el famoso Diadúmeno, una estatua que
representa a un atleta en el momento de ceñir sobre su frente la cinta de la victoria. Tiene a un
lado la capa del vencedor y un carcaj. Podría ser una representación de Apolo, el arquero
infalible. La estatua mide algo más de dos metros y está hecha en piedra caliza. Parece que el
original, esculpido en bronce, habría sido un diseño de Policleto en el siglo V a. C. El
Diadúmeno, una estatua tan imponente como bella, se puede ver en el Museo Arqueológico
Nacional de Atenas.
No es este el lugar para relatar la complicada historia de Delos, pero quédese el lector con la
idea de que, pese a su exiguo tamaño, en la Antigüedad fue un centro religioso, político y
comercial importantísimo. Llegó a ser el centro de una anfictionía —liga de las principales
ciudades-Estado griegas— organizada alrededor del santuario de Apolo, que era administrado en
común. El templo servía como una especie de banco. Allí estuvo depositado el tesoro de todas
las ciudades que conformaban la liga hasta que Pericles (siglo V a. C.) decidió trasladarlo a
Atenas, alegando razones de seguridad. Dicen las malas lenguas que el gran estadista pudo haber
desviado aquellos recursos para financiar la construcción del Partenón en la cima de la
Acrópolis. De ser así, si existiera un tribunal de la historia, cabría pensar que, llevado ante él,
Pericles habría sido absuelto del delito de malversación.
Volviendo a Delos, digamos que la isla está enclavada en una zona batida por fuertes vientos,
circunstancia que en tiempos de la navegación a vela facilitaba mucho las comunicaciones por
mar. Eso hizo que su puerto se convirtiera en un auténtico emporio comercial del que dan fe las
ruinas de diferentes edificios que, dicho con la terminología actual, hacían las funciones propias
de los grandes tinglados portuarios. Cuando Roma se hizo con el negocio en todo el
Mediterráneo, declaró Delos puerto franco, decisión que, al suprimir los impuestos, generó un
auge extraordinario del comercio.
Y todo bajo el patrocinio de Apolo, dios primordial de una pequeña isla purificada en el
siglo V a. C. por el tirano Pisístrato, que decretó la deportación de ancianos y enfermos y prohibió
morir allí, de forma que, cuando alguien fallecía, era enterrado en otra parte. Por contraste con el
bullicio de la vecina Miconos, mezcla de Cafarnaún, Sodoma y Babilonia, merece la pena
sumergirse en la callada quietud de Delos, un pequeño territorio estragado por el viento y la
soledad.

Siguiendo con Apolo, lo mejor será que vayamos a su encuentro en el principal santuario que le
fue dedicado en la Grecia continental y que durante siglos fue el más famoso del Mundo
Antiguo. Me refiero a Delfos, algo así como el Vaticano de la Antigüedad. En todas las
religiones alrededor del culto de los dioses fueron creándose templos o lugares tenidos por
sagrados, bien por la espectacularidad del paraje en el que se ubicaban, bien porque estaban
relacionados con algún vestigio del paso de algún dios por aquel lugar. Sería el caso de Delfos,
un centro religioso construido en un paraje de montaña de características geológicas dramáticas
situado a los pies del monte Parnaso, en el noroeste de Grecia.
En aquel lugar, alrededor de la devoción al dios Apolo creció un complejo de edificios
singulares. Y también estatuas y objetos a los que se rendía culto. Tal es el caso del conocido
como ónfalo —ombligo en griego—, que era y es, pues todavía se puede ver en un paraje
llamado la Marmaria, un betilo, una piedra sagrada tallada que recuerda la forma de un balón de
rugby de gran tamaño, cubierta por un relieve parecido a las cuentas de un rosario. Según
algunas fuentes, habría sido la piedra que, envuelta en pañales, utilizó Rea para engañar a su
marido Crono, haciéndole creer que era el recién nacido Zeus. Como hemos contado en otro
capítulo, Crono, que estaba paranoico, creía que sería destronado por uno de sus hijos, y por eso,
uno tras otro hasta un total de siete, los fue devorando a medida que nacían. A la postre, sucedió
lo que más temía, y efectivamente fue derrocado por Zeus con ayuda de Rea, la madre, y sus
regurgitados hermanos. El caso de Crono y su paranoia resulta paradigmático, porque el drama
de muchos paranoicos es que les asisten razones para serlo.
Volviendo al ónfalo, la piedra sagrada, según la leyenda fue escogida por Zeus para señalar el
centro del mundo. Para ello encargó a dos águilas que dieran la vuelta a la Tierra, saliendo cada
una en dirección opuesta. Delfos fue el lugar en el que se encontraron las dos, y allí, a modo de
mojón planetario, plantó el ónfalo. Los sacerdotes de Apolo veneraban dicha piedra hasta el
punto de ungirla cada día con aceite. De vez en cuando la cubrían con un manto de lana virgen.
Este último detalle es probable que fuera un rito en recuerdo del truco utilizado por Gea para
salvar a Zeus, engañando a Crono y librando al bebé de las aficiones caníbales de su papá.
Viniendo de Atenas desde la carretera que conduce hasta Delfos —antes de llegar al recinto
arqueológico, pero cuando ya se divisa—, a mano derecha, a los pies de la base del acantilado
rocoso se descubre un manantial. Es la famosa fuente Castalia. Allí habría abatido Apolo con sus
flechas a un monstruo llamado Pitón, que unas veces es presentado como una serpiente y otras,
como una quimera. Cuando el manantial queda atrás, aparece un camino que asciende hasta la
ceja de la colina. A derecha e izquierda, el sendero está jalonado de pequeños templos —los
llamados tesoros— que cobijaban los exvotos y demás ofrendas de las diferentes ciudades-
Estado griegas. La subida, igual que sucede cuando se asciende a la Acrópolis de Atenas, tiene
algo de recorrido iniciático. A modo de vía sagrada, las maravillas se ofrecían de manera
escalonada. Más arriba, ya en la cima, aparecen los restos de un gran templo. Era el principal del
santuario y estaba dedicado a Apolo, el patrón del lugar. En el frontispicio figuraba un lema que
se ha hecho famoso y resume todo un tratado de filosofía: «Conócete a ti mismo».
En Delfos residía la Pitia, que era una sacerdotisa consagrada al dios y que, en determinadas
circunstancias, sentada en un trípode colocado sobre una brecha natural por la que fluían
emanaciones de gases —probablemente etileno procedente del interior de la tierra—, entraba en
trance y respondía a las cuestiones que le formulaban las gentes principales del momento;
también sencillos ciudadanos a quienes acuciaba saber qué les deparaba el destino. El dios
hablaba por boca de la Pitia, que antes de entrar en trance mascaba hojas de laurel y bebía agua
de la fuente Castalia. Eran aquellos tiempos en los que los dioses hablaban con los hombres y
respondían a las preguntas que les hacían los mortales.
Los sacerdotes de Apolo, que custodiaban el que llegó a ser el oráculo más famoso de la
Antigüedad, controlaban el tráfico de preguntas y es probable que también influyeran en las
respuestas de la Pitia, porque esta normalmente era una joven virgen sin vida social. Los
sacerdotes tenían ojos y oídos en todas las ciudades de la cuenca mediterránea y estaban al tanto
de las novedades políticas y sociales. Disponían, por así decirlo, de un servicio muy discreto que
les suministraba información privilegiada. Eso explica que, pese a que las predicciones del
oráculo eran por lo general ambiguas y había que interpretarlas, casi siempre resultaban certeras.
En Lidia, en la parte occidental de lo que hoy es Turquía, hubo un rey que, antes de provocar una
guerra con sus vecinos, envió una embajada cargada de regalos para Apolo y, queriendo saber
qué le auguraba el oráculo, recibió una respuesta sibilina: «Creso, al cruzar el Halis [río que
hacía de frontera natural entre Lidia y Persia], derribará un poder de gran magnitud», le dijo la
Pitia. Aquel rey, de nombre Creso, confiado en la predicción, decidió atacar al Imperio persa. El
oráculo acertó, pero no en el sentido que Creso había interpretado. Perdió la guerra y un gran
reino: el suyo.
Otra predicción, quizá la más famosa de cuantas emitió el oráculo por boca de la Pitia de
turno, al tratar de analizarla desconcertó a todos menos al astuto Temístocles, el estratego al que
los atenienses habían encomendado la defensa de la ciudad asediada por el rey persa Jerjes,
conocido como «rey de reyes». Este, tras forzar el paso de las Termópilas, en donde pereció una
ingente cantidad de soldados persas a manos de los famosos trescientos espartanos mandados por
el rey Leónidas, había llegado hasta las afueras de Atenas y se disponía a tomar la ciudad. Corría
el año 480 a. C. Atenas tenía murallas de piedra, pero Temístocles calculó que no podría resistir
la acometida de los persas. En cambio, disponía de una buena flota que se había reforzado con la
llegada de barcos enviados por Esparta. Ante situación tan apurada, aquel genio militar y político
ideó un ardid. Mandó a varios mensajeros a Delfos para que consultaran al oráculo cómo tenían
que proceder para hacer frente a los invasores. Cuando la Pitia emitió la respuesta diciendo que
los atenienses se salvarían luchando tras las murallas de madera, los mensajeros quedaron
desconcertados. No sucedió lo mismo con Temístocles, que inmediatamente entendió que la
respuesta de la Pitia señalaba los barcos, «las murallas de madera». Y así fue. Aunque la
escuadra griega estaba comandada por el almirante espartano Leandro, fue Temístocles quien
ideó la maniobra que consiguió arrastrar la flota persa hasta las aguas del estrecho de Salamina,
donde las trirremes griegas consiguieron emboscar a los persas, destrozando un gran número de
barcos y alcanzando la gran victoria que ha pasado a los anales de la historia. Entre otras razones
porque el rey Jerjes, que había hecho instalar su trono de oro en un promontorio cercano para
asistir en primera fila a la batalla, furioso, abandonó Grecia como quien dice con el rabo entre las
piernas, dejando al mando de sus tropas terrestres a un general llamado Mardonio. Un año
después en Platea, en la región de Beocia, el combinado de atenienses y espartanos, con fuerzas
de Corinto y de Megara, derrotó definitivamente al ejército invasor y los persas nunca más
volvieron a hollar suelo europeo. Sin duda aquella respuesta de la Pitia, por trascendente, fue la
más famosa de cuantas reveló el oráculo. De haber resultado derrotados los griegos, la
civilización occidental tal como la conocemos habría sido otra muy diferente.
Además de santuario, Delfos también funcionaba como banco, pues los sacerdotes
custodiaban numerosas riquezas depositadas allí por los gobernantes de las diferentes ciudades-
Estado griegas y también de reinos de regiones colindantes.
El prestigio religioso de Delfos tenía tanta importancia en la vida de los griegos que,
completando el ciclo socialmente virtuoso, los servidores de Apolo, en honor del dios,
instituyeron los Juegos Píticos. Se celebraban cada cinco años. Empezaron siendo competiciones
de música y poesía, y posteriormente se añadieron las pruebas deportivas clásicas, comparables a
las que se disputaban en Olimpia. El premio para los ganadores de los diferentes certámenes era
una corona de laurel, símbolo de Apolo y recuerdo de su torpe y frustrada aventura con la ninfa
Dafne, de la que daremos cuenta en el momento oportuno.

En Delfos se levantaba el más grande e importante de todos los templos dedicados a Apolo, pero
había más en otros lugares de Grecia. Uno de ellos está situado en Bassae, cerca de la localidad
de Figalia, en la región de la Arcadia, un lugar del Peloponeso alejado de las rutas turísticas más
frecuentadas. Se yergue en plena montaña a más de mil metros de altura, en un paraje aislado
expuesto a los cuatro vientos. Siguen en pie una veintena de columnas, aunque la cubierta, parte
de la fachada y, en concreto, el friso —como tantos otros tesoros arqueológicos griegos
saqueados— se encuentran en el Museo Británico de Londres.
Es de estilo dórico, pero mezcla elementos jónicos y corintios que seguramente fueron
añadidos años después sobre la planta original. Desde hace algún tiempo está protegido por una
lona, que lo preserva de las inclemencias del tiempo. Cuesta llegar hasta la cima, pero el esfuerzo
queda compensado con creces, porque desde lo alto se divisa la mitad del sur de Grecia. Para el
viajero que se decide a llegar hasta tan desolado lugar, amén del placer estético que se desprende
de la contemplación del templo, hay un añadido: el privilegio de contemplar en solitario un
paraje que apenas ha cambiado en los últimos dos mil quinientos años. El templo de Bassae fue
dedicado a una de las múltiples personalidades del dios, su condición de sanador. De ahí el
nombre oficial del santuario: Apolo Epicuro. Fue obra de Ictino y, según la tradición, fue
construido para agradecer al dios la protección que había ofrecido contra la peste que asoló a los
ciudadanos de Figalia cuando la guerra del Peloponeso.
El más versátil entre los dioses olímpicos dejó vestigios de su paso por el imaginario religioso
de los antiguos griegos en muchos otros lugares. Por lo general eran templos cuyas ruinas nos
dan idea de la popularidad de la que gozaba este dios, representado por los escultores
eternamente joven y con una figura envidiable. Era, por decirlo así, un tipo simpático que caía
bien a casi todos, aunque, como todo el mundo, también él tenía enemigos. Y no solo entre los
restantes dioses. Pese a su condición de inmortal, más de una vez pasó apuros. Fue el caso de un
enfrentamiento con Hércules cuando este héroe, del que ya hemos hablado y volveremos a hablar
en estas páginas, acudió al oráculo y, al no hallar respuesta a una de sus preguntas, se dejó llevar
por la cólera y arremetió contra los bienes del santuario. Acudió Apolo y se entabló una feroz
disputa entre ambos. Apolo era un dios y Hércules, un semidiós, dada su condición de hijo
natural de Zeus, quien tuvo que intervenir separándolos, con lo que la pelea terminó en tablas. El
dios siguió amparando su santuario favorito, mientras que Hércules —una suerte de Arnold
Schwarzenegger, pero, si cabe, todavía más a lo bestia— prosiguió su errante periplo,
completando algunos de sus famosos doce trabajos. No fue el único incidente en el que Apolo se
vio implicado. Lo cuenta Homero en la Ilíada al narrar uno de los episodios de la guerra de
Troya en el que el dios había tomado partido contra los griegos. De hecho, es recordado como
protector del caprichoso Paris, y algunas interpretaciones de aquel gigantesco drama le adjudican
un papel en la muerte de Aquiles, que, tras acabar con el troyano Héctor, murió a resultas de la
herida en el talón que le provocó una flecha disparada precisamente por Paris. Para algunos
mitógrafos, habría sido el propio Apolo quien habría guiado la mortal saeta, quizá porque era un
dios muy humano en sus pasiones y simpatizaba con aquel cabeza hueca que fue el príncipe
troyano Paris, hijo del infortunado rey Príamo.

La popularidad de Apolo traspasó las fronteras de Grecia y su fama le llevó a tener devotos que
levantaron templos en otros lugares. Uno de los más grandiosos estaba en Selinunte, en la isla de
Sicilia, y sus restos permiten aún hoy calibrar la importancia del culto que allí le rendían.
Delfos no fue el único oráculo en el que, bajo la advocación de Apolo, sus servidores se
adentraban en el misterioso mundo de la adivinación del futuro y las profecías. En Asia Menor,
en Dídima, a pocos kilómetros de la ciudad de Mileto, hubo también un templo construido tras la
visita de Alejandro Magno a la ciudad, en el siglo IV a. C. Su fama perduró hasta la conquista de
la región por los romanos. Apolo compartía culto con su hermana Artemisa. Volveremos a hablar
de este templo, porque hay noticias arqueológicas interesantes acerca del culto tributado a la
diosa.
Como cabía esperar, la fama de Apolo recorrió los siglos y llegó hasta Roma. En la Urbe, el
culto a esta divinidad encontró asiento en uno de los lugares más señoriales de la capital del
Mundo Antiguo: nada menos que en el Palatino, una de las siete colinas sobre las que, según la
leyenda, se edificó la ciudad. Octavio, el futuro emperador Augusto, lo tomó por protector
atribuyendo a su intervención la victoria en la batalla naval de Accio (31 a. C.), librada contra los
partidarios de Marco Antonio y la famosa Cleopatra, reina de Egipto. A diferencia de la suerte
que corrieron otros dioses, el culto a Apolo se transformó con el tiempo, transitando, por decirlo
así, de la ingenuidad del mito a determinados aspectos del pensamiento pitagórico. Fue un
proceso del que no conocemos todos los detalles, pero en algún momento pasó de manos de los
hierofantes, los sacerdotes del dios, a las de algunos filósofos. Entre ellos, uno de los más
famosos fue el excéntrico Pitágoras, nacido en el año 569 a. C. en la isla griega de Samos, cerca
de la costa de lo que hoy es Turquía.
Pitágoras es conocido por su famoso teorema y por su concepción de los números como base
de la armonía universal, que puede lograr en la persona una armonía ética. Enseñaba que el
conocimiento eleva a los humanos a la categoría divina. Pero para acceder a semejante categoría
se requiere un estado de pureza que se logra mediante la áskesis, un ejercicio de abstinencia que
eleva a un nivel de consciencia superior.
En esta concepción se puede rastrear el eco del objetivo perseguido en el ceremonial de
purificación de los misterios de Eleusis. Pero en el mundo pitagórico, en vez de una dosis de
kykeon, lo que se despachaba era una dieta saludable, casi vegana, con excepción de las famosas
habas, que sus discípulos tenían rigurosamente prohibidas. El deporte y la música también
jugaban un papel en la búsqueda de la armonía. Porfirio, filósofo neoplatónico nacido en Siria en
el siglo III d. C., en su obra Vida de Pitágoras cuenta que enseñaba que las almas de los humanos
se reencarnan en otra persona o pasan a un animal. Esta idea, presente también en algunas
religiones orientales, recibe el nombre de metempsicosis.
22

Apolo enamorado

Apolo era un dios que se enrollaba fácilmente. Se le conocen multitud de aventuras con ninfas,
musas y efebos. Con la ninfa Cirene tuvo a Aristeo, el dios guardián de las abejas. Con Talía, una
de las musas del teatro, engendró a los coribantes, unos demonios danzantes que pasaron a
formar parte del cortejo del dios Dioniso. Con Urania, musa de la astronomía y la astrología,
tuvo a Lino, y con Calíope, musa de la elocuencia y de la poesía épica, a Orfeo. Y hubo otros
muchos ligues. Uno que le salió rana fue con la famosa Casandra, hija de Príamo, rey de Troya;
se ve que Apolo estaba muy colado por ella. Pero las mortales recelaban de la sinceridad de sus
proclamas amorosas: pensaban, no sin fundamento, que dada su condición el dios las
abandonaría al llegar a la vejez. Ya le había pasado con otra mortal, llamada Marpesa. El caso es
que Casandra aparentó ceder a los requerimientos de Apolo, pero le puso como condición que le
enseñara el arte de la profecía. Él aceptó, pero cuando finalizó el aprendizaje, Casandra lo
rechazó. Cuentan que el dios pilló un globo monumental y decidió vengarse escupiéndole en la
boca y retirándole la credibilidad. Y ahí empezó su tragedia, porque adivinaba el futuro, pero
nadie daba crédito a sus palabras. Ni siquiera sus paisanos cuando los alertó acerca de la
destrucción que aguardaba a Troya si accedían a introducir en la ciudad el famoso caballo de
madera.
Apolo también sintió una gran pasión por la ninfa Dafne, hija del dios-río Peneo, que no le
correspondió y huyó de sus requerimientos escapando a una montaña. Apolo la persiguió, pero
cuando iba a alcanzarla, la ninfa suplicó a su padre que la protegiera. Y así fue que la convirtió
en laurel (daphne en griego), y de ese modo escapó del acoso. Curiosamente, este arbusto estaba
consagrado a Apolo, y sus hojas, que tienen propiedades curativas, jugaban un importante papel
en la elaboración del kykeon, la pócima que animaba los famosos misterios de Eleusis, de los que
ya hemos hablado.
Apolo era uno de los más populares miembros de la realeza del Olimpo. Era muy
enamoradizo. Perseguía a las ninfas, pero también se sentía atraído por los efebos, sobre todo por
uno que se llamaba Hiacinto. Se trataba de un joven espartano muy apuesto, cuya belleza
también había despertado el interés de Céfiro, dios del viento y viejo rival de Apolo. Era
príncipe, hijo de Diomedes y de Amiclas. Se decía que un día en el que Apolo y el joven estaban
junto al río Eurotas, en Esparta, jugando a lanzar el disco, que era una de las modalidades
olímpicas, el artefacto chocó con una roca y se desvió de su trayectoria con tan mala fortuna que
fue a impactar contra la cabeza de Hiacinto, matándolo en el acto. Conmocionado por la muerte
del joven, Apolo transformó la sangre que había brotado de la herida en la hermosa flor que
conocemos por el nombre de jacinto. Esta triste leyenda quiere que la flor, en el momento de su
máximo esplendor, muestre en sus pétalos unas señales que recuerdan el nombre del dios y el del
malogrado joven. La bella planta tiene una floración espectacular y desprende una exquisita
fragancia.
Como en toda leyenda, también en esta encuentra un papel alguien caracterizado por su
maldad, en este caso por los celos. Resulta que el accidente en el que perdió la vida Hiacinto no
habría sido fruto de la fatalidad, sino provocado. Céfiro, dios del viento del oeste, que también
estaba enamorado del joven, habría desviado el disco con el resultado que conocemos. Se dice
que Eros, dios del amor, protegió a Céfiro de la venganza de Apolo.
Jacinto era un nombre frecuente entre los varones nacidos en la isla de Creta, gente con fama
de bravura y con un muy arraigado sentido del honor.
De alguna manera el salto hacia la racionalidad, entendida con arreglo a criterios que hoy
asociamos con la ciencia, tuvo también en Apolo uno de sus referentes, y más concretamente en
Asclepio, uno de sus numerosos hijos, fruto este de los amoríos con una mortal, la joven
Corónide, princesa de Tesalia. Apolo siempre apuntaba alto a la hora de elegir pareja de baile.
Pero aquella vez los celos lo cegaron, empujándolo a cometer un horrible crimen. Al considerar
que la infeliz princesa le había sido infiel con un tal Isquis, aun sabiendo que estaba embarazada,
la mató, y cuando su cuerpo iba a ser quemado, se apiadó y le arrancó al niño que llevaba en las
entrañas. Así nació Asclepio. Más adelante hablaremos detalladamente de Asclepio, quien acabó
siendo clave en la historia de la medicina occidental.
23

Hermes, el correveidile del Olimpo

Hermes era hijo de Zeus y de Maya, una ninfa hija del gigante Atlas a la que, junto con sus otras
seis hermanas las Pléyades, Zeus convirtió en las estrellas que forman la constelación que lleva
este nombre. Sobre Maya y sus hermanas hay otra leyenda según la cual serían hijas de una reina
de las amazonas. A ella se le atribuye la invención de la música, las danzas y las fiestas.
Volviendo a Hermes, resulta que el niño salió narcisista, cleptómano y juguetón. En el
Olimpo, al principio, le reían las travesuras. A Poseidón le birló el tridente, a Hera el ceñidor del
peplo y a Zeus le distrajo el cetro; y no le birló el rayo, aunque lo intentó, porque estuvo en un
tris de abrasarse. El caso es que a Zeus se le acabó la paciencia y decidió alejarlo del Olimpo
desterrándolo algún tiempo a Tesalia. Pero, tal y como se lee en El Lazarillo de Tormes a
propósito de pícaros, no por cambiar de lugar muda el hombre de condición. Hermes siguió
haciendo de las suyas y le birló la mitad de un hato de vacas y terneras a Apolo, aprovechando
que su medio hermano estaba también atravesando por una etapa de destierro y pasaba el tiempo
haciendo de pastor. La fama de dedos largos de Hermes lo llevó a convertirse en el dios de los
ladrones y también, no me pregunten por qué, en el patrón de los comerciantes. A su
hermanastro Apolo, que había ido a quejarse a mamá Maya y a papá Zeus por el robo de la
vacada, Hermes le devolvió los animales y, para hacerse perdonar, le regaló una lira de tres
cuerdas que, según se dice, había fabricado él mismo a partir de la concha de una tortuga. A
cambio, Apolo entregó a Hermes una vara de avellano dotada de la propiedad de apaciguar
querellas y evitar las riñas. Al poner a prueba semejante magia, Hermes observó como dos
serpientes que estaban luchando entre sí a muerte al acercarles la vara se enroscaron en ella y
cesaron de pelear. La vara es el famoso caduceo, símbolo que ha llegado hasta nuestros días
como propio del comercio, y que se confunde a menudo con la vara de Esculapio, símbolo de la
medicina y la farmacia, honor compartido con la copa de Higia, diosa menor que cuida de la
higiene y la salud.
El caduceo está presente en todas las imágenes de Hermes, que en su otra condición, la de
mensajero de los dioses, acostumbra a ser representado con sandalias aladas y tocado con un
sombrero de ala ancha. Lleva siempre el caduceo y una cadena de oro sobre el manto como
símbolo de la elocuencia y la persuasión, capaces de encadenar la voluntad de aquellos a quienes
el dios se dirigía. Es fácil entender que, para sus andanzas de pícaro y ladrón, era menester estar
dotado de mucha labia.
En los sacrificios rituales era costumbre reservarle la lengua del animal sacrificado en alusión
precisamente a su elocuencia. Las estatuas de Hermes estaban colocadas en los cruces de los
caminos a modo de mojones o jalones que señalaban límites. Eran itifálicas, en recuerdo de una
etapa de su vida en la que era un dios relacionado con la virilidad y la potencia genésica que
luego tendrían su máxima expresión en Baco, un pariente suyo romano, o en Príapo, hijo de
Dioniso y Afrodita, dios que siempre se representaba con el bauprés armado.
Hermes debió de ser un tipo de una apostura canónica, con arreglo al ideal griego de belleza
de la época clásica, que, dicho sea de paso, era muy exigente. Sin duda el físico lo ayudaba a
salir bien librado en sus andanzas. Pero además era camaleónico y listo como él solo, aunque de
modales algo amanerados, a juzgar por algunas de las estatuas suyas que conocemos. Quizá la
más famosa se encuentre en el Museo Arqueológico de Olimpia. Está representado llevando en
brazos al niño Dioniso, su hermano pequeño, y es obra del gran Praxíteles, un genio que vivió en
el siglo IV a. C.
Correveidile, pero al tiempo reservado y capaz de guardar un secreto, de ahí el préstamo
lingüístico para dar origen a la palabra «hermetismo», lo impenetrable, rasgo que, con el andar
del tiempo, dio pie a religiones y prácticas rituales ocultas inspiradas en escritos presuntamente
legados por Hermes Trismegisto, el tres veces grande, misterioso filósofo sobre cuya existencia
se acumulan las dudas. En la estela de este pensamiento, durante la Edad Media cobraron auge
alquimistas y magos que, también con fórmulas secretas, buscaban la famosa piedra filosofal, la
sustancia capaz de transmutar en oro cualquier otro metal. Paracelso, famoso médico, astrólogo y
alquimista suizo nacido cerca de Zúrich a finales del siglo XV —su verdadero nombre resulta casi
impronunciable: Theophrastus Bombastus von Hohenheim—, cobró mucha fama en su tiempo
porque se creía que había conseguido transmutar plomo en oro. La piedra filosofal también era
considerada como la base de un elixir que rejuvenecía hasta el punto de abrir las puertas de una
vida sin vejez ni muerte. Demasiado hasta para el correveidile Hermes, el Mercurio del panteón
romano.
En el Puy de Dôme, una montaña formada por un antiguo volcán que está situada en la región
francesa de Auvernia, a pocos kilómetros de Clermont-Ferrand, se encuentran las ruinas de un
templo que estuvo dedicado a Mercurio, el Hermes romano, coronado por una estatua que pasaba
por ser la de mayor tamaño de toda la Galia. Plinio el Viejo menciona la existencia de este
templo, que habría sido construido sobre otro mucho más antiguo dedicado al dios celta Lug. Las
ruinas se pueden visitar, pero hay que estar en forma. A pie se tarda algo más de dos horas y el
camino es todo cuesta arriba. Quienes no estén en condiciones similares a las de los legionarios
romanos disponen de un autobús turístico que lleva hasta la cima, donde se encuentra un
laboratorio meteorológico y una antena gigantesca de televisión. Esta montaña, en la actualidad
vedada a los ciclistas, ha sido testigo de duelos épicos entre campeones de este deporte, como el
de Jacques Anquetil y Raymond Poulidor en el transcurso de una etapa del Tour de Francia a
mediados de los años sesenta del siglo pasado.
Hermes tuvo varios hijos. El más famoso se llamaba Eros, dios del amor. El gran mitógrafo
Pierre Grimal dice de él que «asegura no solo la continuidad de las especies, sino también la
cohesión interna del cosmos». Platón rebajaba su condición divina, relegándolo a la categoría de
simple genio que actuaba de intermediario entre los dioses y los hombres. El suyo es un caso
curioso. No hay acuerdo en las fuentes a la hora de identificar a la madre de la criatura. Ora se
dice que fue Afrodita Urania, ora Artemisa. Se le suele representar como un niño juguetón y
travieso que tiene alas y se divierte con los amantes a los que alcanza con sus flechas, creando
ansiedad y zozobra en sus corazones. En la mitología romana, Eros se transforma en Cupido. Ya
no era hijo de Hermes, sino de Marte, el dios de la guerra al que los griegos llamaban Ares. Su
madre sería Venus, la misma Afrodita. Zeus, que lo que no veía lo presentía, intuyendo que el
mozo que estaba por nacer acabaría trastornando el mundo con sus artes, intentó impedir el
nacimiento. Pero Venus se anticipó y huyó del Olimpo, refugiándose en la isla de Chipre, donde
tuvo al niño y lo dejó al cuidado de las ninfas del bosque. El chico creció libre, salvaje y poco
dotado para escuchar. Vamos, lo que se conoce como un niño caprichoso fruto de una mala
educación. En este caso explicable, dadas las circunstancias: el padre, Marte, siempre ausente,
enfrascado en sus guerras, y la madre, Venus, también lejos de casa por temor a tenerlo junto a
ella y ser descubierta por Zeus. Para que se entretuviera, la mamá le regaló el famoso arco con el
que acabaría siendo representado y varios tipos de flechas; unas, las que tenían la punta de oro y
plumas de paloma en el asta, provocaban sentimientos de amor, y las otras, con punta de plomo y
plumas de búho en el asta, llevaban mensajes de odio. Tal y como se temía Zeus, el chico tenía
peligro. En función de la dosis, jugar con el odio o el amor es como jugar a la ruleta rusa. Nunca
se sabe cómo va a terminar el juego, que, cuando cursa en forma de pasión, puede acabar en
tragedia.
Eros ha sobrevivido al paso del tiempo y, bajo la denominación de Cupido, ha pasado a
transformarse en un formidable icono convertido en reclamo comercial. Año tras año, resucita en
torno al catorce de febrero, bautizado como Día de los enamorados, jornada que, aunque roza la
cursilería, a mucho tímido que no sabe cómo declarar su amor le resuelve la papeleta.
Hermes tuvo otro hijo con Afrodita. Se le conoce como Hermafrodito, síntesis de los nombres
de sus padres. Cuenta la leyenda que, cuando tenía quince años, se marchó de casa y se fue a ver
mundo. Como su padre, era una criatura favorecida por la belleza, bastante narcisista y un punto
esquivo con las ninfas. Una de ellas, llamada Salmacis, lo vio un día que estaba bañándose
desnudo en un lago y quedó prendada del muchacho, a quien declaró su amor; pero el chico la
rechazó. Entonces la ninfa lo abrazó con fuerza y pidió a los dioses que nunca se pudieran
separar. En el Olimpo, donde siempre había alguien de guardia, escucharon la súplica y
concedieron la petición de la ninfa, que siguió eternamente unida a su amado formando ambos
un mismo cuerpo que, amén de los genes divinos compartidos, a simple vista reunía las
características físicas propias de hombre y mujer. En el cortejo de Dioniso siempre aparecía
algún hermafrodita desnudo con su corona de pámpanos con aire de estar pasándolo
divinamente. Como en los mejores días del carnaval.
24

Hades y el oráculo de los muertos

Apolo presidía el oráculo de Delfos y Hades, y Perséfone tenían el suyo en Éfira, una localidad
situada en el noroeste de Grecia, en la región de Élide. Por boca de la Pitia, en Delfos era Apolo
quien respondía a las preguntas de cuantos acudían a consultar acerca de lo que les interesaba o
era motivo de preocupación; en el Necromanteion, que es como se llamaba en griego al oráculo
que operaba en Éfira, quienes, con permiso de Hades, respondían las consultas eran los
antepasados o los muertos.
Durante siglos se perdió su memoria, porque hasta su descubrimiento, culminado en 1970 por
el equipo del profesor Sotiris Dakaris, había permanecido oculto debajo de una panagia, un
templo bizantino situado en medio de un cementerio, en las proximidades de ríos de resonancias
míticas: el Aqueronte, río de la pena; el Piriflegetonte, río del fuego, y el Cocito, río de las
lamentaciones, que desembocan en una laguna de tenebroso renombre, la laguna Estigia, donde
el barquero Caronte, a cambio de una moneda, se aviene a pasar las almas de los muertos hasta
las puertas del Érebo, su última y tenebrosa morada, en la que reinaban Hades y su esposa, la
infeliz Perséfone. El antro, excavado en la actualidad, es una cueva de aspecto lúgubre a la que
se desciende por una escalera que penetra unos ocho o diez metros bajo tierra.
Es el tétrico lugar que cobijó un día el oráculo de los muertos, la oscura gruta hasta la que,
como nos cuenta Homero en la Odisea, descendió el astuto Ulises en busca de noticias
procedentes del más allá. Allí pudo hablar con Anticlea, su madre, de quien no sabía que había
muerto durante su larga ausencia de Ítaca. También habló con los espectros de Aquiles y de
Agamenón. Del primero sabía que había muerto en el transcurso de la toma de Troya, pero
desconocía que el rey de Micenas había sido asesinado por su mujer Clitemnestra y por Egisto,
su cómplice y amante.
El sitio es una cueva alargada en forma de corredor de unos veinte metros de longitud que
concluye abruptamente frente a una pared de roca. El suelo es irregular, y en algunos puntos es
de roca viva sin labrar. Desprende un olor acre, a humedad mezclada con un aroma dulzón que
se pega a la nariz y recuerda el olor a cadaverina, debido a estratos de sangre no del todo
evacuados. Durante siglos allí se acumularon grandes cantidades de sangre procedentes del
sacrificio ritual de miles de animales, sacrificios descritos por Homero en los versos de la Odisea
(canto XI, 23 y ss.), cuando encamina al héroe Ulises a su encuentro con Tiresias, el adivino
ciego:
[Ofrecí] aparte a Tiresias un carnero de negros vellones, la flor de mis greyes. Mas después de aplacar con
plegarias y votos las turbas de los muertos, tomando las reses corteles el cuello sobre el hoyo. Corría negra
sangre. Del Érebo entonces se reunieron surgiendo las almas privadas de vida... Yo, presa de lívido miedo...
El Érebo, nombre de las tinieblas infernales, es hijo de Caos y hermano de la Noche. Con esos
antecedentes en la memoria es fácil imaginar la extraña sensación que invade al viajero al
descender a la cueva y poner los pies en semejante lugar. Lo angosto del espacio y el frío propio
del antro generan cierto desasosiego. La cueva guarda un secreto: las apariciones de los muertos
eran un fraude, obra de los sacerdotes que atendían el oráculo. Esta es al menos la conclusión a la
que ha llegado el arqueólogo Sotiris Dakaris, que excavó el lugar tratando de reconstruir las
ceremonias que allí se celebraban. Este profesor de la Universidad de Ioánina estudió
arqueología en Atenas y Tubinga y, junto con su equipo, logró reconstruir la historia y el
funcionamiento de este santuario que, durante generaciones, muchos hombres de la Edad de
Bronce creyeron firmemente la puerta que permitía entrar en contacto con el más allá. Parece ser
que todo era una impostura que se sustentaba en la gran habilidad de los sacerdotes que estaban
al cuidado del recinto para obtener información de la vida privada y de los pensamientos y
anhelos más íntimos de los consultantes. Los preparativos para consultar a los muertos eran muy
minuciosos. Incluían un largo período de ayuno, días enteros a solas y a oscuras en alguno de los
cuartos en los que estaba dividido el antro, y algo más: la ingesta de algún tipo de droga. Amén
de una capa de cerca de dos metros de tierra colmatada por efecto de los derramamientos de
sangre, el profesor Dakaris ha encontrado restos de resina de cánnabis. Y lo más llamativo: las
piezas de un mecanismo para izar y bajar un gran caldero unido a una gruesa cadena que estaba
sujeta al techo de la cueva.
Los relatos más antiguos que describen el encuentro con los muertos hablan de apariciones de
seres fallecidos que comparecían suspendidos en el aire y envueltos en humo. Las voces
impostadas de los sacerdotes que seguramente administraban con habilidad la información
facilitada por los propios asistentes a las ceremonias, debilitados tras varios días de ayuno y la
ofuscación de la consciencia que provocan las sustancias estupefacientes, y todo ello unido a la
espectral puesta en escena debía de provocar la sensación de haber franqueado la puerta del
Hades y estar asistiendo a una revelación. El Necromanteion, el oráculo al que acudió Ulises para
consultar a Tiresias, era un enclave provinciano irrelevante si lo comparamos con el majestuoso
enclave de Delfos, pero pese a ello su fama ha sido capaz de atravesar los siglos. Quizá porque,
pese a los hallazgos del profesor Dakaris y el señalamiento de la impostura de los sacerdotes,
siempre permanecerá la duda del secreto de los oráculos y sus profecías. Algunos de los que los
autores antiguos dieron noticia siguen sorprendiéndonos. Por poner un ejemplo, sigue siendo un
misterio el caso de Periandro.
Se trataba de un tirano codicioso que gobernó muchos años en Corinto y que, tras matar a su
mujer, llamada Melisa, andaba obsesionado porque creía que ella se había llevado a la tumba el
secreto del lugar en el que se ocultaba un gran tesoro, así que envió mensajeros a Éfira para que
preguntaran. Cuando entró en trance la figura espectral recreada por los sacerdotes, que los
consultores creían que era el espíritu de la infortunada Melisa, y formularon la pregunta que les
había encomendado Periandro, escucharon una respuesta que los dejó desconcertados: «¡Fuiste
tú, Periandro, quien introdujiste panes en el horno frío!». Tras regresar a Corinto y contarle al
tirano la respuesta del oráculo, se dice que Periandro palideció presa de un ataque de pánico,
porque él sí supo interpretar las enigmáticas palabras transmitidas desde el más allá por la
infortunada Melisa. Resulta que aquel tirano había violado a su mujer cuando ya estaba muerta.
¿Cómo pudieron enterarse los sacerdotes de Éfira de semejante canallada, llevada a cabo en la
intimidad? Sin duda tenían un servicio de información muy eficiente y, además, contaban con la
inestimable ayuda de Hades y Perséfone, los dioses del Averno. Pero, aun así, todavía hoy sigue
pareciéndonos un misterio.
25

Una bella y trágica historia de amor

Orfeo, hijo de Apolo y de la musa Calíope, es uno de los personajes más encantadores, trágicos y
misteriosos del retablo de dioses y héroes del Mundo Antiguo. Acerca de su personalidad nos
alcanzan noticias contradictorias. Las versiones más habituales lo describen como dotado de una
sensibilidad extraordinaria. Un ser espiritual que habría viajado por las ciudades de Fenicia
llegando hasta Egipto para recibir de manos de los sacerdotes de Isis la iniciación en el
conocimiento de los misterios de este mundo y también del más allá. Habría recorrido los
santuarios más notables de su época y habría acumulado sabiduría y el encanto que acompaña a
quienes tienen el don de la palabra. Se le atribuye la primera explicación del origen del mundo,
haber revelado a sus compatriotas el significado de los sueños y haber instaurado los rituales de
culto a Deméter. Era lo más parecido a un sacerdote y, como tal, se embarcó en la expedición de
los argonautas. Su armoniosa voz y su talento para el recitado y la música lo convirtieron en el
compañero perfecto para aliviar con sus cantos la monotonía de la navegación a remo. Antes de
Orfeo, el único instrumento musical que conocían los griegos era la flauta, y con ella
acompañaban el peán, canto de fiesta o de guerra. Se dice que Orfeo habría inventado la cítara y
mejorado la lira al añadir dos cuerdas más al primitivo instrumento ideado por Hermes, que
retenía la patente. Lo cierto es que adquirió fama de virtuoso con la música y, gracias a su
maestría creando sonidos armoniosos, llegó hasta a amansar a las fieras; o a aplacar las
tormentas, proeza que realizó en más de una ocasión cuando navegaba con los argonautas rumbo
a la Cólquida en pos del vellocino de oro. También con su canto logró vencer a las insidiosas
sirenas, que pretendían aturdir a los embarcados para atraer la nave hacia las rocas. No tenía
fuerza para remar, pero sus conjuros, capaces de romper los maleficios que acechaban a los
expedicionarios, su melodiosa voz y los hasta entonces desconocidos sonidos que arrancaba a su
lira tenían embelesada a la tripulación del Argo, y también a Atenea, que era su protectora.
Orfeo era un buen partido que tenía un tanto mosqueada a la parroquia de las ninfas de su
tiempo, que lo veían como un soltero de oro. Pero él, que era un ser sensible y debía de tener
muy sublimado el proceso amoroso, se tomó su tiempo antes de escoger esposa. Lo hizo cuando
conoció a Eurídice, ninfa de la que se enamoró perdidamente y para siempre. Fue correspondido
y vivieron un período de armonía que debió de irritar a algún dios o a alguna diosa, envidiosos
de tanta felicidad. Un mal día, un tipo llamado Aristeo, pariente de Orfeo por ser hijo de Apolo y
de la ninfa Cirene, se encaprichó de Eurídice y la persiguió con la aviesa intención de violarla.
Ella se defendió huyendo a la carrera, con tal mala fortuna que una serpiente le mordió en un pie
y su veneno la mató. Eurídice descendió al Hades. Cuando Orfeo tuvo conocimiento de lo
ocurrido, presa de un dolor que le quemaba las entrañas, clamó y suplicó a los dioses que le
permitieran ir a buscar a su amada al Tártaro. Desafiando a Cerbero, se instaló en la ribera de la
laguna Estigia, junto a las puertas del Infierno, entonando cantos a su añorada Eurídice y
acompañándolos del suave tañido de su lira. Todas las fuentes antiguas coinciden en que eran
tales el dolor y la tristeza que transmitían aquellos cantos que incluso Hades, el cruel señor de los
infiernos, se conmovió. Hasta el punto de permitir a Orfeo que traspasara el umbral que conduce
al más allá y descendiera al Averno en busca de su amada Eurídice. No tenemos noticia de cómo
debió de ser aquel encuentro, pero cabe imaginarlo, pues llegó a conmover hasta a la diosa
Perséfone —forzada esposa de Hades a tiempo parcial—, quien, a la vista de la situación,
intercedió ante este para que consintiera a Eurídice regresar al mundo de los vivos. Hades
accedió, pero puso como condición que salieran en silencio y que Orfeo no volviera en ningún
momento la vista atrás.
Salieron pues del Inframundo los dos enamorados, y todo iba bien hasta que, cuando estaban
ya a punto de salir por las puertas del Infierno, Orfeo, desazonado por la duda de no saber si
Eurídice le estaba siguiendo, volvió la vista atrás. Nunca debió hacerlo. La vio, estaba a su lado,
pero al haber incumplido la condición que le había impuesto Hades, una fuerza imparable atrajo
a la ninfa, devolviéndola irremisiblemente a lo más profundo del Tártaro. La desolación se
apoderó de Orfeo, pero esta vez sus súplicas no fueron atendidas. Eurídice se había desvanecido
para siempre. Nunca se lo perdonó a sí mismo y entró en un período autodestructivo de
depresión. A partir de aquel momento rechazó todo contacto con cualquiera de las ninfas que se
le acercase, hasta el punto de que, según algunas fuentes, con su actitud se fue ganando la
inquina de aquellas criaturas despechadas. El despecho dio paso a la ira y esta, al odio. El caso es
que, aunque el episodio resulta un tanto confuso, parece ser que en el transcurso de una de las
bacanales, rito orgiástico que periódicamente se organizaba en honor a Dioniso, el Baco romano,
un grupo de bacantes enardecidas y airadas se lanzaron sobre el pobre Orfeo y acabaron con su
vida. Otras versiones, como se comprenderá imposibles de contrastar, describen el final de Orfeo
en función de un contexto sustancialmente diferente. Perdida para siempre Eurídice, Orfeo se
habría alejado de todo contacto con seres femeninos, rodeándose de un grupo de efebos a los que
habría iniciado en un ritual mistérico fruto de la experiencia adquirida en el transcurso del
descenso a los infiernos. Este cambio tan radical a ciertos autores les ha llevado a asociar a Orfeo
con el nacimiento de la homosexualidad, y a otros a ir aún más lejos, justificando la ira de las
bacantes. El Orfeo que podríamos considerar como renacido tras su traumática experiencia
infernal reapareció con poderes adivinatorios potenciados.
Si en los primeros tiempos podía avizorar el futuro como sacerdote muy relacionado con
Apolo y Atenea, dioses que lo habían protegido durante la aventura de los argonautas, ahora su
poder adivinatorio alcanzaba a vislumbrar el porvenir que aguardaba a los seres vivos después de
la muerte. La otra vida después de esta. Una elaboración del mito muy compleja que, en tiempos
históricos, despertó la curiosidad nada menos que del quisquilloso Pitágoras, cuyos discípulos
parece ser que adoptaron parte de las enseñanzas legadas por Orfeo. Es una línea que excede
nuestros conocimientos y, por lo tanto, la posibilidad de contrastar el dato, pero hay autores que
dicen haber encontrado un hilo conductor entre los misterios órficos y ciertas creencias
adoptadas por el cristianismo. Ya hemos dicho que en este mundo toda idea, por mucho que se
precie de original, casi siempre tropieza con otra que ya se había anticipado. El mito de Orfeo
introduce por primera vez en el mundo y con mucha fuerza la idea del poder de la música. Su
aventura inspiró a diversos compositores en épocas ya históricas. La sofisticada María de
Médici, nacida gran duquesa de Toscana y convertida en intrigante reina consorte de Francia,
muy dada, por cierto, a librarse de sus enemigos recurriendo al puñal o al veneno, se dio el gusto
de patrocinar el estreno de la ópera Eurídice, compuesta por Jacopo Peri con ocasión de su boda
con Enrique IV de Navarra, el Borbón hugonote que pronunció la famosa frase: «París bien vale
una misa». No es el único homenaje musical al mito. Orfeo en los infiernos es una divertida
opereta burlesca compuesta por Jacques Offenbach a modo de sátira contra otra obra famosa
compuesta por Christoph Gluck sobre el mismo tema. En el universo de la pintura, en el Museo
del Prado se puede admirar una recreación del mito: Orfeo y Eurídice, un lienzo salido en 1638
del taller de Pedro Pablo Rubens.
26

Una diosa muy vengativa

Apolo tenía una hermana melliza que se llamaba Artemisa y era una diosa de armas tomar. Nació
unos minutos antes que él y, en un rasgo de precocidad y determinación, ayudó a su madre en el
accidentado parto de su hermano, que tuvo lugar bajo una palmera en la isla de Delos, hasta
donde había llegado la pobre Leto, la Latona romana, perseguida por la ira de Hera, como ya
hemos contado. Ambos llegaron a ser muy diestros en el manejo del arco.
Artemisa, la Diana de los romanos, que era tenida por diosa de la caza y la fertilidad, nunca
quiso líos con varones y desde muy temprana edad demostró un carácter arisco y una gran
afición por las grandes caminatas por los bosques, que recorría regularmente acompañada de
varias ninfas, todas vírgenes como ella, y seguida por una bulliciosa rehala de perros de distintas
razas. Se los había regalado el dios Pan.
Quiso permanecer virgen, y de hecho lo consiguió, no sin antes liquidar a quienes voluntaria o
accidentalmente se le acercaron con o sin intenciones amatorias. Este fue el caso de un cazador
llamado Acteón, que un día, ensimismado como iba persiguiendo a un ciervo, al rebasar un
riachuelo se adentró en un valle cerca del monte Citerón, que estaba consagrado a la diosa. Sin
que fuese su propósito, la descubrió cuando se estaba bañando desnuda y rodeada del grupo de
ninfas. Nunca otro mortal tuvo tan mala suerte, pues Artemisa, que, no sé si lo hemos dicho, era
una criatura violenta con un pronto airado, echó mano de sus poderes procedentes de la magia y,
lanzándole agua a la cara, convirtió a Acteón en un ciervo contra el que azuzó a la jauría del
desdichado cazador. Su destino quedó sellado, pues fue devorado por sus propios perros, sordos
a los desesperados gritos de angustia del joven. Inspirándose en este dramático episodio, Tiziano
pintó uno de sus últimos cuadros, un óleo que se encuentra en la National Gallery de Londres.
No hay noticias de arrepentimiento alguno por parte de Artemisa, quien en otro episodio
anterior ya había acreditado una notable frialdad a la hora de liquidar a quienes en una u otra
circunstancia se habían cruzado, por desgracia, en su camino. Fue el caso de los hijos de Níobe,
hija de Tántalo y, por tanto, nieta de Zeus, que estaba casada con un primo suyo llamado Anfión.
Esta criatura llegó a parir catorce hijos, siete varones y siete hembras, hazaña de la que se sentía
sumamente orgullosa. Tanto que se le ocurrió burlarse de Leto, la madre de los mellizos de
nuestra historia, aduciendo que la diosa había armado mucho jaleo para, en total, alumbrar solo
dos criaturas. Ya hemos dicho y repetido que buena parte de los habitantes del Olimpo eran
quisquillosos hasta rozar el rencor, por lo que no sorprende que Leto se diera por ofendida hasta
el punto de pedir a sus hijos que acabaran con la prole de Níobe.
Y así fue. Apolo liquidó a seis de los siete varones y Artemisa a seis de las siete hembras. La
hembra que se salvó pasó a llamarse Cloris. Se dice que dicho nombre obedecía a la palidez que
se había apoderado para siempre de su rostro tras haber presenciado semejante matanza. ¿Y qué
pasó con Níobe, la madre víctima de tan terrible castigo en la persona de sus hijos? Pues que,
hecha un mar de lágrimas, huyó de la región de Beocia hasta llegar al monte Sípilo, en Asia
Menor, suplicando a Zeus para que se apiadara de su dolor; pero la ira de Leto la persiguió,
transformándola en una roca, aunque sus ojos siguieron llorando. En nuestros días, en el Parque
Nacional de Spil Daği, un paraje de Turquía cercano a la ciudad de Manisa, la antigua Magnesia,
hay una piedra cuya caprichosa forma recuerda vagamente la figura de una mujer. A la altura de
los ojos fluye un manantial que los lugareños señalan como las lágrimas de Níobe. Queda dicho
que los dioses eran vengativos y llevaban su venganza hasta las últimas consecuencias.
La verdad es que el aire bucólico del entorno pastoril, de bosques frondosos y riachuelos
cantarines, en el que se movía Artemisa sugiere un mundo lleno de armonía. Y así debió de ser
en aquellos sitios donde el culto a la diosa dio paso a la construcción de templos y santuarios.
Uno de ellos, el que en la región del Ática suscitaba más fervor entre los fieles de la diosa, estaba
situado en Braurón, una de las localidades más antiguas de la región, que dista unos cuarenta
kilómetros de Atenas. Es un lugar que aún hoy conserva un poderoso ambiente rural. Puesto que
los ciervos y los osos, más concretamente las ositas, eran los animales totémicos de la diosa,
cuando uno pasea por allí y se entretiene haciendo fotos tiene la sensación de que en cualquier
momento podría aparecer uno de estos plantígrados. Allí había un santuario dedicado a Artemisa
y se han encontrado restos arqueológicos de construcciones anteriores, que datan del llamado
período heládico medio. Esa antigüedad es compatible con uno de los episodios previos al
comienzo de la guerra de Troya que hicieron famoso este templo y que dieron pie a obras de
teatro, una de Sófocles —desgraciadamente perdida— y otra de Eurípides, la famosa tragedia
Ifigenia en Áulide, que gira alrededor del sacrificio de Ifigenia, hija del rey Agamenón, en el altar
de Artemisa. Es una historia trágica cargada de simbolismo que, al margen de este episodio
concreto, relacionado con la expedición griega contra Troya, remite a un hecho histórico
contrastado: en el período arcaico, en las prácticas del culto a esta diosa se habían llevado a cabo
sacrificios humanos. Posteriormente las víctimas pasaron a ser animales. De hecho, así se recogía
en el relato de la tragedia que a punto estuvo de costarle la vida a la joven princesa, hasta que en
el último minuto intervino la propia Artemisa, sustituyéndola en el altar por un cervatillo.
Veamos cómo lo cuenta la tradición. Hay que remontarse a los días en que el rey Menelao de
Esparta, hermano de Agamenón, que reinaba en Micenas, arrastraba un penoso estado de ánimo
porque su mujer, la bella Helena, le había puesto los cuernos con el joven príncipe troyano Paris,
a quien solo se le ocurrió raptarla —más tarde se supo que con el pleno consentimiento de la
dama— y salir zumbando juntos de Esparta, haciéndose a la mar en el puerto de Gitión camino
de Troya, en el Asia Menor. Las ciudades-Estado griegas formaban reinos independientes y
soberanos, pero estaban unidas por el idioma y la religión —el culto a los mismos dioses—.
Aunque guerreaban entre sí, en otras ocasiones mantenían pactos de ayuda mutua. Así acontecía,
según cuenta Homero en la Ilíada, en la época del rapto de Helena, la joven que pasaba por ser la
mujer más bella de su tiempo. Los reyes de las diferentes ciudades griegas se habían
comprometido a apoyarse, y de aquel acuerdo nació la coalición que, bajo el mando de
Agamenón, armó una poderosa escuadra que, zarpando desde puertos del continente o de las
islas, puso proa hacia Troya. Pero antes, aquella poderosa flota se reunió frente a la costa de
Braurón.
Algunas fuentes explican que Agamenón había ofendido a Artemisa y la diosa, en represalia,
había retirado el viento. Barco sin viento en las velas ni es barco ni es nada, reza un antiguo
proverbio de puertos y marineros. Una flota varada pronto crea un problema de intendencia y se
convierte en una amenaza potencial de motín. Hablamos, lo hemos contado ya en otro lugar, de
más de mil barcos y miles de marineros y hoplitas, los infantes de marina de la Antigüedad,
embarcados. ¿Cómo reaccionaba por aquel entonces la gente cuando tenía la conciencia de que el
problema podía deberse a un acto de impiedad que había provocado el cabreo de un dios o una
diosa? La respuesta era siempre la misma. A falta de coach o consultor político, tan en boga en
nuestros días, requerían el consejo de un oráculo o de un adivino. Un vidente. Si el ciego Tiresias
estaba libre, pues Tiresias; si no, un sustituto; en este caso, de mucho rango, pues era el augur
oficial de la expedición griega contra Troya. Se llamaba Calcante. Él fue quien, a requerimiento
de Menelao —el pobre cornudo— y de Ulises, Néstor y otros comandantes, reveló lo que iba a
ser el origen de una tragedia. Si Agamenón quería congraciarse con Artemisa, debía ofrecer un
sacrificio. Y la diosa picaba alto. Si pretendía que olvidara la ofensa, debía estar dispuesto a
entregar a Ifigenia, la menor de sus hijas. Entregarla para ser sacrificada. Parece que, en un
primer momento, Agamenón dudó, pero el descontento de la marinería ociosa y levantisca ante
tanta calma chicha iba en aumento y al final cedió. Mandó un correo hasta su capital, la
amurallada Micenas, para que trajese de vuelta a la joven princesa, con la excusa de que había
arreglado una boda con Aquiles, el soltero de oro del momento. El caso es que Clitemnestra, la
esposa de Agamenón y madre de Ifigenia, debió de olerse algo raro y decidió acompañar a su
niña, atravesando las crudas veredas del Peloponeso de la época camino de Braurón, en el Ática.
Cuando llegaron y Clitemnestra se enteró de qué iba en realidad la cosa —Aquiles, prendado
como estaba de su primo Patroclo, no colaboró en la farsa—, parece que aceptó la situación sin
cuestionar el designio de Artemisa. Nadie, hasta que lo hizo Ulises con Poseidón, nadie se había
jamás atrevido a desafiar la voluntad de los dioses, pero Clitemnestra se la guardó. Ya veremos
más adelante en qué cristalizó aquel conato de odio hacia su marido, que sin duda consiguió
disimular.
Por resumir el desenlace, la pobre Ifigenia fue conducida hasta un altar, y en el momento en
que el cuchillo iba a segar su vida Artemisa, como decíamos, cambió de idea y, echando mano de
sus poderes divinos, cambió a la joven por un cervatillo. Otras versiones dicen que arrebató a la
joven y la transportó por el aire en un vuelo hasta Táuride, un lugar que los estudiosos sitúan en
la península de Crimea, ribera norte del mar Negro. Allí, al parecer, Ifigenia —«¡Qué remedio!»,
debió de pensar la muchacha— se dedicó al culto de Artemisa, llegando a alcanzar el grado de
sacerdotisa. Y allí permaneció ajena al avatar geopolítico del momento —el asedio y la posterior
destrucción de Troya—, hasta que un buen día llamó a la puerta del santuario en el que estaba un
joven apuesto y atormentado. Se llamaba Orestes. Pronto supo Ifigenia que era su hermano y que
habían sido las Moiras —el destino— quienes lo habían conducido hasta allí.
En otro momento de este relato abordaremos la conclusión de la historia de Ifigenia para dar
cuenta de sucesivas venganzas: la de Clitemnestra y la de Orestes. Ahora, visto que habíamos
dejado varada sin viento a la flota griega, cumple decir que así que Artemisa vio satisfechas sus
exigencias, Eolo, el dios del viento, entró en acción: las velas se hincharon y la expedición
militar más nutrida y aguerrida de cuantas habían surcado aquellos mares puso rumbo a Troya.
Eran los prolegómenos de una guerra en la que perdieron la vida semidioses, héroes y simples
soldados, siempre a merced de los caprichos de los dioses, librados al vigor de sus brazos en el
manejo de la lanza o la espada, pero atrapados en los designios del destino. Entre los estudiosos
de aquel conflicto, cuya raíz histórica se apoya en numerosos hallazgos arqueológicos, es
opinión muy extendida que los acontecimientos que desencadenaron la guerra de Troya
acaecieron en torno al año 1200 o 1250 a. C.
Siguiendo con Artemisa, resulta que en una etapa histórica posterior a los acontecimientos de
Troya —hablamos del siglo VI a. C.— el rey Creso de Lidia, personaje con el que nos
encontramos al hablar del oráculo de Delfos, hombre muy devoto de nuestra diosa, mandó
construir en la ciudad de Éfeso el que por sus dimensiones llegaría a ser el mayor templo del
Mundo Antiguo: el Artemision. Fue considerado como una de las siete maravillas de la
Antigüedad, y no era para menos. ¡Ciento veintisiete columnas de dieciocho metros de altura
formaban el perímetro exterior! En el interior, en la cella, había una estatua de Artemisa cuyo
cuerpo estaba revestido de numerosas protuberancias. Los expertos no se ponían de acuerdo en si
representaban glándulas mamarias o bien eran testículos de toro. Cualquiera de estas dos
interpretaciones casaba con el mencionado título de diosa de la fertilidad. En las excavaciones
que se están llevando a cabo en nuestros días en el Artemision se han descubierto numerosas
perlas de ámbar en forma de lágrima de considerable volumen. Los expertos sugieren que, a
modo de pectoral, podrían haber recubierto una estatua de madera de la diosa. De ser así, se
acabaría la polémica.
Sea lo que fuere, el caso es que de aquella impresionante construcción, en su mayor parte de
mármol, solo queda en pie una columna. Su ruina no fue obra del paso del tiempo. Se debió a la
locura de un individuo, un pirómano llamado Eróstrato, a quien, en un ataque de megalomanía,
se le ocurrió incendiar el templo. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, respondió que
para que su nombre fuera recordado. Como erostratismo se conoce la manía que lleva a cometer
actos delictivos para conseguir renombre. Por desgracia, aquel orate ha tenido bastantes
imitadores a lo largo de los tiempos. Últimamente, en nuestro país, llegados los calores del
verano, los pirómanos se ensañan con los bosques, reino de Afrodita, la Diana cazadora del
panteón romano.
27

Amazonas, mujeres de armas tomar

Uno de los mitos más potentes y asombrosos de la Antigüedad tiene como protagonista una
sociedad formada únicamente por mujeres conocidas por el nombre de amazonas, nombre que
aludía a una práctica sorprendente. Se sometían a la ablación del seno derecho con una finalidad
militar concreta: facilitar el tiro con arco, un arma letal que, en manos expertas, permitía
combatir a cierta distancia en un tiempo en el que los combates eran brutales y se realizaban
cuerpo a cuerpo. Era un pueblo consagrado a la guerra que descendía del dios Ares y de la ninfa
Harmonía. No hay acuerdo entre las fuentes a la hora de situar geográficamente el país en el que
habitaban. Ora en la orilla izquierda del Danubio, ora en el Cáucaso o en la región de Tracia, e
incluso en la zona de Éfeso, donde se llegó a decir que habían sido ellas quienes habían instituido
allí el culto a Artemisa, la diosa virgen.
La leyenda envuelve a este pueblo de mujeres, regido por una reina y que vivían en un
sistema matriarcal, alejadas de los hombres. Eran independientes, fuertes e indomables. Homero,
en la Ilíada, las llama «guerreras iguales a los hombres». Rechazaban a los varones salvo a los
efectos meramente instrumentales de la procreación, eliminándolos posteriormente. Una suerte
de sociedad formada por seres cuyo comportamiento nos recuerda el de la mantis religiosa,
devoradora de su pareja tras el cortejo y la cópula. Aunque puede que las cosas no fueran tan
drásticas. Heródoto las llama «matadoras de hombres», pero en algún episodio de la historia de
pueblo tan original se refiere la existencia de algunos hombres que convivían y realizaban tareas
de siervos.
Hasta nuestros días han llegado los nombres de algunas de sus reinas. La más famosa,
Hipólita, a quien dio muerte Hércules en el transcurso de una incursión realizada por aquel
animalote en el trance de llevar a cabo uno de sus doce trabajos. Fue una operación realizada en
compañía de Teseo obedeciendo el mandato del rey Euristeo, que no se sabe por qué se había
encaprichado de un cinturón que tenía Hipólita. Tras ver llegar a los dos héroes, parece que la
reina accedió voluntariamente a entregar el famoso cinturón, pero Hera, la divina esposa de Zeus
—que no perdía ocasión para torpedear a Hércules—, promovió un motín, haciéndose pasar por
amazona, y las guerreras trabaron combate con los recién llegados, con resultado fatal: Hipólita
resultó muerta a manos de Hércules y, aprovechando la confusión, Teseo, que debió de ser un
tipo bastante salido, raptó a otra amazona llamada Antíope. Para vengar semejante tropelía, aquel
pueblo guerrero organizó una expedición militar que llegó hasta las murallas de Atenas y acampó
en una colina enfrente de la Acrópolis, que desde entonces recibe el nombre de Areópago, la
colina de Ares, el dios de la guerra.
En la batalla que se entabló, los atenienses, acaudillados por Teseo, vencieron y las
supervivientes se retiraron. Aunque han llegado hasta nuestros días versiones contradictorias
respecto de la suerte que corrió Antíope, una de ellas refiere que Teseo la tomó por esposa y que
tuvieron un hijo, Hipólito, cuya trágica historia hemos contado en otro capítulo. Al parecer,
Teseo acabó repudiando a la amazona para casarse con la cretense Fedra, hija del rey Minos. El
caso es que aquella guerra, con victoria del bando local, los atenienses quisieron inmortalizarla
llevando su recuerdo nada menos que al mejor escaparate posible: las metopas polícromas con
fondo de color rojo situadas en el lado oeste del Partenón, placas de mármol pentélico esculpidas
en el taller de Fidias. Una maravilla.
Hay un tercer nombre de amazona que conocemos por su final a la vez trágico y romántico.
Se llamaba Pentesilea y era la reina del contingente de amazonas que acudió en socorro del rey
Príamo cuando los griegos sitiaron Troya. Las mujeres de aquellos tiempos no combatían en las
guerras; por eso, cuando Pentesilea se enfrentó al poderoso Aquiles, el héroe creía que combatía
con un hombre. Cuando la mató y le quitó el casco y descubrió que era una mujer, se cuenta que
la última mirada de la infortunada amazona infundió en el héroe un amor abrasador y que nunca
se perdonó aquella muerte. Romántica y trágica escena, como tantas otras de aquella guerra de la
que los siglos han guardado memoria.
El mito de las amazonas, las mujeres guerreras, perduró a lo largo de la historia, dando
nombre en lo que hoy es Brasil al Amazonas, el río más largo y caudaloso de todo el planeta. Fue
bautizado con este nombre a mediados del siglo XVI por el navegante y descubridor español
Francisco de Orellana, que hubo de combatir con aguerridas tribus locales formadas por mujeres
y hombres.
El mundo del arte —pintura, literatura, cine— se ha ocupado profusamente de las mujeres
guerreras. La vertiente sensual del mito no pasa inadvertida. Rubens las inmortalizó en el óleo
titulado La batalla de las amazonas, que está en la Pinacoteca Antigua de Múnich, en Alemania.
En el cine, su leyenda dio pie a una película de éxito: Wonder Woman, la mujer maravilla, un
entretenido filme distópico protagonizado por la actriz israelí Gal Gadot.
28

Eneas, la fuerza del destino

Eneas, protegido de Apolo, fue después de Héctor el más valeroso de los troyanos. Junto a los
soldados del rey Príamo, combatió a los griegos frente a las murallas de Troya y se enfrentó al
mismísimo Aquiles. Apolo lo salvó de su certera lanza y después, cuando la ciudad estaba siendo
devorada por las llamas, abandonó aquel lugar en compañía de su padre y de su hijo, dando
gracias a los dioses por haber salvado la vida tras rescatar el Paladio, la sagrada reliquia de
Atenea, una imagen de los tiempos arcaicos que, según la tradición, protegía a la ciudad cuyos
habitantes le rendían culto. Conocedores de esta leyenda, durante el asedio Ulises y Diomedes
improvisaron una acción de comando para penetrar subrepticiamente en Troya con la intención
de apoderarse del Paladio. No debieron de conseguirlo, porque Eneas la llevaba consigo cuando
abandonó Troya cargando a hombros a su padre Anquises y de la mano a su hijo Ascanio,
también conocido como Julo. Creúsa, su mujer, quedó atrás, atrapada por el caos que provocó la
caída de la ciudad, donde murió. Tutelado por los dioses, Eneas emprendió viaje hacia occidente,
sellando así su destino. Tras iniciar la ruta por un mar de color vino, llegó a Creta para después
adentrarse en el mar Adriático, costeando el litoral hasta recalar en Butrinto, una ciudad
fuertemente amurallada medio escondida en un bosque cuyas ruinas todavía hoy asoman a un
lago conectado con el mar por tramos de marismas. No está lejos de Corfú, pero se encuentra en
Albania. Eneas no se entretuvo en demasía en Butrinto.
En cumplimiento de las indicaciones del dios Júpiter, transmitidas por Mercurio, volvió de
nuevo a la mar llegando a Sicilia, donde murió Anquises. Allí, según cuenta Virgilio en la
Eneida, le rindieron sentidos funerales. Eneas se hizo otra vez a la mar y, tras invertir la ruta,
recaló en el solar hoy destruido de la antigua Cartago, en el norte de África, donde pasó algún
tiempo retenido amorosamente por Dido, la reina de aquella ciudad-Estado. Pero conocedor de
su destino, rechazó lo seguro para adentrarse en lo desconocido, que le aguardaba más allá del
mar, ignorando que la desventurada Dido, incapaz de soportar su ausencia, optaría por quitarse la
vida. Fue un episodio de su vida empañado por la crueldad. En el Museo Nacional Centro de
Arte Reina Sofía de Madrid hay un cuadro que refleja los encuentros de Eneas y la reina. Lleva
por título Eneas narrando a Dido las desgracias de Troya. Es una pintura al óleo de Pierre
Guérin.
Antes de su estancia en Cartago, Eneas ya había oído hablar de la Sibila, la anciana cuyo
saber se adelantaba al tiempo y podía anticipar el futuro. Aliviado tras haberse librado de los
requerimientos amorosos de la reina —«Nada pesa más que el cuerpo de una mujer a la que se ha
dejado de amar», escribió Stéphane Mallarmé muchos siglos después—, Eneas se hizo de nuevo
a la mar con su flota de corvas naves y arribó a las playas de Cumas.
Los griegos que fundaron colonias en Italia, lo que se llamó la Magna Grecia, llevaron con
ellos la devoción por el dios Apolo y levantaron templos en su honor. Uno de los primeros lo
construyeron en Cumas, cerca de la actual Nápoles. En origen, Cumas fue una ciudad fundada
hacia el año 750 a. C. por colonos procedentes de la isla griega de Calcis (Eubea). En Cumas
había un oráculo muy respetado, cuya fama llegó hasta la época romana. El templo dedicado a
Apolo era de orden dórico y estaba construido en la cima de una colina en cuya base se encuentra
la formación rocosa en la que estaba el antro de la Sibila, en el centro de la Acrópolis, ocupando
un punto estratégico con el mar a un lado y al otro una ciudad que primero fue griega y después
romana. Del templo solo quedan en pie algunas columnas con las canaladuras desgastadas por el
salitre y el paso del tiempo, y varios tambores abatidos esparcidos en desorden por el suelo. No
hay mármol a la vista ni tampoco en los alrededores. Las piezas que ornaban el templo han ido a
parar a las iglesias de los pueblos de la zona y a las villas señoriales repartidas por la región.
Entrando en la gruta donde oficiaba la Sibila, la verdad es que uno no se hace idea de lo que
debió de ser aquel santuario en los tiempos en que el complejo, formado por el oráculo y el
templo de Apolo, era el centro religioso de buena parte del Mediterráneo occidental. Pero el
lugar revela su magia si el viajero ha leído lo que hay que leer sobre la Sibila y, siguiendo el
relato de Virgilio, sabe de la entrada que allí tuvo el Infierno y trata de imaginar el espectral
descenso de Eneas al reino de Hades, dejándose guiar por la Sibila.
A la gruta se accede cruzando un amplio túnel perforado bajo la montaña. Rebasado el túnel,
a la derecha se aprecia un gran agujero, una dolina de paredes escarpadas. Durante algún tiempo
esta gran oquedad fue identificada erróneamente como la gruta de la Sibila, pero el verdadero
antro está situado a unos pocos metros de allí. Es un largo corredor perforado en las entrañas de
la roca que mide algo más de cincuenta metros de largo, cinco de alto y apenas dos y medio de
ancho. La configuración actual incluye una serie de ventanucos abiertos en la roca que sirven
para ventilar la estancia y atenuar el aire claustrofóbico del lugar. A diferencia de lo que ocurría
en tiempos de Eneas, en nuestros días no hay emanaciones volcánicas sulfurosas, origen, sin
duda, de las alucinaciones que convertían la estancia en aquel recinto en un viaje psicodélico
guiado por la Sibila, que entraba en trance y alcanzaba las visiones que luego interpretaba de
manera oracular.
Cuenta la leyenda que la más famosa de las sibilas se llamaba Deifobea y vivió en los
primeros tiempos de Roma. Consciente del valor de sus predicciones, decidió cobrar un precio
por ellas. Así que se encaminó a la capital y solicitó audiencia en Palacio. Reinaba a la sazón
Tarquinio, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de «el Soberbio». El apodo lo dice
todo. Llegó ante el rey cubierta con un velo y portando bajo el brazo nueve rollos que contenían
diversas profecías escritas en verso, los libros sibilinos. La tradición recoge el siguiente diálogo,
que se ha hecho famoso.
—Quiero trescientas monedas de oro por estos rollos en los que se encierra el destino de
Roma —dijo la Sibila.
El Soberbio, haciendo bueno el mote, ni contestó. La Sibila tampoco, y con un gesto que
igualaba en altanería a su interlocutor, arrojó tres de los manuscritos al fuego y volvió al ataque:
—No podréis pagar lo que valen estos seis rollos. En ellos —repitió— se halla contenido el
destino de Roma.
Al parecer estas palabras tampoco conmovieron a Tarquinio. Inasequible al desaliento,
Deifobea repitió el gesto y lanzó otros tres rollos a las llamas. Cuenta la leyenda que el rey,
impresionado por la determinación de aquella extraña mujer, cambió de idea y le entregó las
trescientas monedas que pedía, quedándose con los tres rollos salvados del fuego.
Para entender la escena que nos ha legado la leyenda, nada mejor que visitar la Capilla
Sixtina, elevar el rostro y mirar hacia la prodigiosa bóveda pintada por Miguel Ángel. Una de las
cinco sibilas es Deifobea. Es el retrato de una mujer vieja cuyos brazos, propios de una
campesina, aún conservan vigor. Trasciende de la imagen un porte cargado de autoridad que
obliga a seguir su mirada hacia el libro que parece consultar. Es el famoso libro de las profecías
sibilinas.
Desde entonces y hasta los días finales del Imperio, muchos siglos después, Roma no
emprendió ninguna guerra sin consultarlos. Se creó un colegio de sacerdotes, los llamados
quindecenviros, que se especializaron en interpretar los versos sibilinos constituidos en una
fuente oracular que, durante siglos, fue respetada y permaneció inalterable. Octavio, el primer
emperador romano, que ha pasado a los libros de historia con el nombre de Augusto, hizo
quemar dos mil volúmenes de predicciones procedentes de los oráculos griegos, pero salvó los
libros sibilinos y los encerró en dos cofres dorados que fueron depositados a los pies de la estatua
de Apolo Palatino, en el corazón de Roma.
Tras recorrer el antro de la Sibila, el viajero sale de la estrecha cueva con una sensación rara.
Parece como si faltara algo, como si correspondiera al visitante completar la parte esencial de la
historia que justifica la fama que el lugar tuvo entre los antiguos. A la salida, y hasta donde
abarca la mirada, está el mar, y en el horizonte, en el otro extremo de este cuadro que parece
salido de los pinceles de William Turner, los azules luminosos del agua se mezclan con los ocres
del acantilado y los verdes que anuncian la presencia de la isla de Isquia. Es la Pitecusas de los
griegos, fundada por colonos procedentes de Calcis, infatigables navegantes a quienes también se
debe la colocación de la primera piedra de Nápoles.
Para la historia sagrada de Roma, para sus mitos y ritos, la arribada a tierras itálicas de Eneas
tuvo una trascendencia capital. Este episodio, típico de expatriados emigrantes en busca de
nuevas tierras donde volver a empezar una nueva vida, fue aprovechado por el poeta Virgilio en
su gran poema la Eneida para sentar los cimientos del origen mítico de Roma, emparentando a
sus primitivos moradores, un pueblo de modestos labradores y pastores, con la estirpe real y la
más alta nobleza de la inmolada Troya.
Eneas descendía de Dárdano y, por lo tanto, nada menos que del mismísimo Júpiter. Quiso
Virgilio que de Julo, el hijo de Eneas, descendiera Rómulo, el fundador de Roma. De Julo tomó
nombre la más augusta de las familias de la Urbe; a ella pertenecían Julio César y Octavio. Todo
tiene un porqué. Para dar pie a la divinización del que manda, nada mejor que tener a sueldo a
los intelectuales de cada momento. Algunos se prestan de buen grado. Llevarse bien con el poder
es rentable, evita dolores de cabeza y ensancha las posaderas. Fue el caso del poeta Virgilio. En
otros casos no fue así, como le ocurrió a Ovidio, que pagó con el destierro al Ponto Euxino (el
reino del Ponto, en el mar Negro) sus sátiras contra los poderosos.
La Sibila recibió a Eneas y le confirmó el designio reservado por los dioses a sus
descendientes. Pero hizo mucho más por él: lo guio en el descenso al Averno, advirtiéndole que
si quería vivir y volver para contarlo, tenía que hacerse con una rama dorada, un especie de
salvoconducto para poder regresar del reino de las sombras. Lo cuenta Virgilio en uno de los
pasajes más enigmáticos de la Eneida.

—Una sola cosa te pido —le había dicho Eneas a la Sibila—, y es que siendo fama que aquí está la entrada
del Infierno, me enseñes el camino para ir a él, a ver a mi amado padre.
—Fácil es bajar al Averno, hijo de Anquises —contestó la Sibila—, porque abierta está su puerta día y
noche, pero lo difícil es volver a la tierra y muy pocos lo han logrado. Pero si tan grande amor te mueve y estás
decidido a emprender tan temeroso viaje, escucha lo que has de hacer. Bajo la copa de un árbol se esconde un
ramo cuyas hojas y tallos son de oro. Todo el bosque lo oculta y las sombras lo encierran en tenebroso valle,
pero nadie puede entrar en el Infierno que no haya despojado del árbol la dorada rama; la hermosa Proserpina
tiene dispuesto que sea este el presente que se le ofrezca... Búscalo y, en cuanto lo encuentres, tiéndele la
mano, porque si verdaderamente te está permitida la entrada en el Infierno, ella se desprenderá por sí misma.
De lo contrario, no hay fuerza humana capaz de arrancarla.

Virgilio encontró la forma de guiar a Eneas hacia el lugar donde crece la rama dorada. Dos
palomas que volaban bajo y muy despacio orientaron los pasos de Eneas hasta el punto exacto en
el que había brotado el dorado ramo, cuya naturaleza todavía es objeto de debate. Con la rama
dorada en una mano y la desnuda espada de bronce en la otra, Eneas penetró en el Infierno en
compañía de la Sibila. Todo aquel que haya leído la Eneida recordará la descripción que hace
Virgilio de lo que la Sibila y Eneas se encontraron al adentrarse en la boca del Infierno:
Solos iban envueltos en la oscuridad, cruzando los reinos de Plutón, donde tenían sus guaridas el Dolor, los
Afanes, las Pálidas Enfermedades, la triste Vejez, el Miedo, el Hambre, que es mala consejera, la horrible
Pobreza, la Muerte, su hermano el Sueño, el Trabajo y los ilícitos Goces del alma. En el fondo del zaguán
estaban la Guerra y la Discordia. En el centro había un olmo inmenso, en cada una de cuyas ramas habitaban
los vanos Sueños...

Espectral ambiente el del Averno, el reino de Hades que siglos después Dante Alighieri, otro
poeta nacido en Italia, cartografiaría para la eternidad, perpetuando, quizá sin proponérselo, el
miedo al Infierno. Un poderoso relato que durante tantas generaciones permitió a las castas
sacerdotales controlar la vida y las obras de sus contemporáneos.
29

El Olimpo abstracto

Alcanzar por vía alegórica un sujeto semántico y convertirlo en divinidad no está al alcance de
cualquiera. Salvo para algunos griegos nacidos en los tiempos heroicos. Todo era posible en la
Grecia de antaño, y la noche, la venganza, la libertad, el sueño, la fortuna, la fama, la paz, la
muerte o la ocasión fueron elevadas a la condición de diosas.
Nix, la Noche, era hija del Caos y hermana de Érebo, la oscuridad; madre del Éter, del Día y
de Hipno, dios del Sueño. Entre su prole figuraban también las Hespérides, las ninfas del
crepúsculo. Hesíodo señala en la Teogonía que la Noche tenía su morada más allá del Atlas, en
el extremo oeste del Mediterráneo. La representaban como una mujer cubierta con un velo negro
cuajado de estrellas que recorría el cielo en un carro. Era costumbre sacrificarle ovejas de vellón
negro y también, como en el caso del dios Asclepio o Esculapio, gallos, el animal que con su
estruendoso quiquiriquí anuncia la llegada del día. También da cuenta Hesíodo de que la Noche
engendró a las Moiras (el destino), la Vejez (Geras) y las Keres, «inexorables en la venganza»,
«criaturas que persiguen a los culpables y jamás templan su cólera, y logran imponer cruel pena
a quien ha cometido graves faltas». No se detiene aquí la siniestra prole alumbrada por Nix, pues
también trajo a este mundo a Némesis, la diosa de la venganza, azote de los mortales, al igual
que a la aborrecible discordia, Eris, la del corazón violento. Todas las etiquetas son de Hesíodo.
Némesis tenía un templo en Ramnunte, una localidad costera del Ática no lejos del lugar en el
que se libró la batalla de Maratón. Se pueden visitar sus restos, de estilo dórico, los de un teatro y
de un gimnasio, amén de otros edificios, entre ellos un santuario más pequeño dedicado a Temis,
diosa de la justicia y de las leyes eternas. Era la segunda esposa de Zeus y, según algunas
fuentes, habría sido ella quien enseñó a Apolo los secretos del arte de la adivinación.
En el templo principal de Ramnunte se veneraba una estatua de Némesis de gran tamaño.
Estaba tallada en una gran pieza de mármol que, según una leyenda, desempeñó un papel en la
famosa batalla en la que los griegos vencieron a los persas en el año 480 a. C. La diosa
compareció majestuosa, empuñando una lanza y llevando en la cabeza una corona de narcisos.
Es probable que semejante aparición desconcertara a los persas, despiste que aprovecharon los
aguerridos hoplitas atenienses para pasarlos a cuchillo. Maratón fue la primera gran victoria
contra el Imperio persa. Después, como ya hemos recordado, vinieron Salamina, Platea y Mícala.
Volviendo al Olimpo abstracto, anotamos que Eris parió a Horco, el dios encargado de
recoger los juramentos y castigar a quienes olvidan o quebrantan la palabra dada. La verdad es
que, a la vista del personal nacido o recriado alrededor de la Noche, la familia Monster podría
parecer hasta un grupo humano simpático.
No acaban aquí las peculiaridades de esta diosa multitareas. Homero narra en la Ilíada un
episodio en el que Nix, a petición de Hera, consiguió que Hipno, hijo suyo, durmiera a Zeus con
la intención de fastidiar a su protegido Hércules, al que Hera tenía ojeriza desde el mismo día en
que nació. Nix era la única diosa a la que Zeus temía. Hipno era un hijo incestuoso de Nix,
habido de las relaciones con su hermano Érebo, y tenía un hermano llamado Tánato, el genio
alado que personifica la muerte sin violencia, del que luego hablaremos. En el Hilwood Estate
Museum de Washington se conserva un cuadro que llama la atención por su explícita carnalidad;
recrea la figura de Nix, bajo el título de La Nuite. Lo pintó en 1883 William-Adolphe
Bouguereau y representa a la diosa envuelta en un manto de color negro que arrastra por la tierra
anunciando la llegada de la oscuridad.
Vamos a seguir rastreando tan inquietante saga familiar. Hipno era, como quedó dicho, el dios
griego del sueño. Se le representaba como un joven atlético desnudo y con alas en los hombros o
en las sienes, de ahí que surja a veces la confusión con el dios Hermes. Vivía en una gruta oscura
que, según Homero, estaba en la isla de Lemnos y en cuyo interior fluía el Leteo, el río del
olvido. En la entrada de la cueva crecían amapolas reales, cuya savia posee un elevado contenido
en alcaloides, base para la producción de opio y otros derivados hipnóticos, conocidos y
utilizados en la Antigüedad en determinadas ceremonias religiosas. Hipno tenía un asistente de
postín llamado Morfeo, muy apreciado por los discípulos de Asclepio y que, en determinadas
circunstancias, podía inducir sueños profundos relacionados con las fantasías que acariciaban los
seres humanos. Homero, en la Odisea, señala que esos sueños eran de dos clases: los normales y
los proféticos, que señalan el futuro que se hace realidad.
En alguna ocasión Morfeo fue castigado por Zeus por pasarse a la hora de mimar a los
hombres y revelar algunos secretos que solo conocían los dioses y cuyo contenido no ha llegado
hasta nosotros. Tan alargada llegó a ser su sombra que Sigmund Freud y sus discípulos, a través
del psicoanálisis y la interpretación de los sueños, intentaron hacerse con algunos de esos
secretos.
En el Museo del Prado se puede admirar una bella estatua en mármol de Hipno que representa
al dios con una larga cabellera recogida en forma de moño y con alas en las sienes; solo se
conserva una parte de las alas y también le faltan los brazos. Es de época romana, probablemente
del tiempo del emperador Adriano.
En Roma la libertad era representada como una dama vestida de blanco, tocada con un gorro
frigio, portando un cetro y con un yugo roto a sus pies. El gorro frigio, recurrente en todas las
ilustraciones y estatuas erigidas durante la Revolución francesa, fue el tocado de los famosos
sans-culottes, los «sin calzones», las clases populares que vestían pantalones largos y no
llevaban esta prenda propia de nobles y burgueses. Durante aquel período de transformaciones
sociales los revolucionarios protagonizaron grandes hazañas y no pocas tropelías que
trascendieron del ámbito francés para acabar marcando el destino de la humanidad. Como
símbolo, el gorro frigio también está presente en nuestros días en la heráldica de algunas
repúblicas americanas. En tiempos de la Roma republicana, el general Tiberio Sempronio Graco,
padre de dos hijos famosos que murieron trágicamente intentando modificar la estructura
oligárquica de la propiedad agraria, erigió un templo a la diosa Libertas. Estaba en el Aventino,
otra de las siete colinas de Roma.
Las Moiras, o parcas, hijas también de la Noche, eran tres y regían el destino. Cada ser
humano tiene el suyo y es intransferible. Ni siquiera los dioses podían interferir en él sin poner
en peligro el orden del mundo. Las Moiras, como ya dijimos, se llamaban Cloto, Láquesis y
Átropos. Regulaban de manera impersonal el hado y lo hacían de manera inflexible desde el
nacimiento hasta la muerte. Se ayudaban de un hilo que la primera hilaba en una rueca y un huso,
la segunda medía y la tercera cortaba cuando la existencia llegaba a su fin. Usaban lana blanca o
dorada para los momentos felices, y lana negra para las desgracias. Llegado el momento, sin
atender a edad, condición, riquezas o poder, cortaban el hilo. Estas tres diosas han encontrado en
el mundo del arte representaciones muy dispares.
En un tapiz flamenco de principios del siglo XVI, conocido como El triunfo de la muerte o Los
tres destinos, las tres Moiras son representadas como tres damas ataviadas con los vistosos
ropajes de la época que mantienen a sus pies el cuerpo sin vida de una mujer. En el cuadro, el
paisaje floral que rodea a las cuatro figuras que aparecen resta dramatismo a una escena que en sí
es esencialmente dramática. Captando de manera mucho más expresiva el sentido trágico de la
tarea que ocupa a las parcas, Francisco de Goya concibió una escena sombría diametralmente
opuesta. En una de sus pinturas negras que, en origen, decoraba una de las paredes de la Quinta
del Sordo, su casa, el retrato de las parcas es tenebroso. La pintura al óleo sobre el muro fue
salvada y una reproducción en lienzo se puede ver en el Museo del Prado. Contemplando esta
obra de Goya, uno se hace idea de por qué las Moiras también eran temidas y respetadas por los
dioses.
30

El médico que resucitaba a los muertos

Es sabido que los hijos repiten lo que ven en casa. Quizá por eso, cuando Apolo ya era
mayorcito, se percató de que papá Zeus había creado una familia numerosa. El poderío genésico
se hereda, así que nuestro apuesto dios, siguiendo los pasos paternos, también tuvo una prole
considerable. Uno de sus hijos más famosos estaba llamado a ser un gran benefactor de la
humanidad.
Se llamaba Asclepio, Esculapio para los romanos. Se le considera el dios de la medicina y, al
igual que su divino padre, tuvo un nacimiento de lo más accidentado. Resulta que Apolo se
enamoró de una princesa tesalia de nombre Corónide, y ella, que en un primer momento cedió a
sus requerimientos y quedó embarazada, al poco se encaprichó de un mortal, al parecer un tipo
muy guapo que atendía al raro nombre de Isquis. Apolo se lo tomó a mal y, en un criminal
ataque de celos, mató a la pobre Corónide, cuyo cuerpo, de acuerdo con las tradiciones de la
época, iba ya a ser incinerado cuando el padre, quizás arrepentido de su crimen, arrancó al niño
del seno de la madre. Y así nació Asclepio.
Apolo se lo entregó al centauro Quirón, que, a juzgar por otros encargos semejantes que
recibió a lo largo de su vida —Jasón, Hércules y otros hijos de dioses—, debió de regentar el
primer Kindergarten para niños pijos en edad preescolar. Aquel ser mitad hombre mitad caballo,
al que todas las fuentes describen como un buenazo sabio y paciente, inició a nuestro Asclepio
en las artes de la sanación. Con el andar del tiempo adquirió un gran conocimiento del poder
curativo de las plantas medicinales, con tanto provecho que, cuando llegó a la edad adulta,
descubrió la manera de resucitar a los muertos. Fueron unos cuantos. No se sabe cómo pudo
alcanzar tan extraordinario saber, aunque parece que el secreto estaba en la sangre de la Medusa
que le consiguió Atenea. La gorgona era aquel bicho, del que ya hablamos antes, que petrificaba
con la mirada. Se cuenta que consiguió devolver a la vida a dos de los héroes muertos en el
transcurso de la famosa expedición de los siete contra Tebas, uno de ellos de nombre Licurgo.
También habría conseguido resucitar a un hijo de Minos, el rey de Creta, y por último al
desdichado Hipólito, el hijo de Teseo, víctima mortal de los celos de Fedra.
Asclepio se casó con Epíone y tuvo siete hijos: cinco mujeres —Panacea, Higia, Yaso, Aceso
y Egle— y dos varones —Macaón y Podalirio—, que, al igual que su padre, se dedicaron a la
medicina. Homero habla de ellos en la Ilíada. En lo tocante a la vida amorosa de los dioses, la
verdad es que nos tenemos que atener a fuentes diversas, y algunas quizá cercanas al mundo del
cotilleo. En el caso de Asclepio, en la ciudad de Pérgamo se veneraba a un tal Telesforo, del que
se decía que era hijo del dios. También se le relacionaba con la medicina. Del santuario que allí
existió, el Asclepeion, nos ocuparemos unas líneas más adelante.
En sus orígenes, las prácticas sanadoras eran concebidas como una rama de la magia, pero,
como vamos a ver, a los discípulos de Asclepio les debemos los rudimentos de la curación de
diversas enfermedades. Inventaron tratamientos que, en algunas ramas de la medicina, resultaron
precursores de prácticas vigentes en nuestros días. Sería el caso de las técnicas antiestrés o las
encaminadas a superar ciertas fobias.
Asclepio sanaba de manera altruista, pero en el Olimpo debieron de considerar que aquella
forma de proceder suya entrañaba competencia desleal; resucitar era un privilegio de los dioses,
y Zeus, ante el temor de que aquel genio pudiera subvertir el orden del mundo, le envió un rayo
que lo fulminó; y, por lo que se sabe, sin dar explicaciones, que para eso era el amo. Un
autócrata, en el lenguaje de nuestros días.
Apolo, que no podía enfrentarse a Zeus, vengó la muerte de su hijo cargándose a unos cuantos
cíclopes. Aquiles se llevó la fama, entrando en la leyenda por sus arranques de cólera, pero, al
parecer, este tipo de cabreos incontrolados estaba muy extendido en aquellos tiempos, también
en las alturas. A veces Zeus compensaba a las víctimas de alguno de sus excesos y las colocaba
en el firmamento en forma de constelación. La de Asclepio es el Serpentario, que está situada en
el centro del ecuador celeste y se puede ver entre los meses de abril a octubre.

Volviendo a las andanzas del dios, resulta que en algún momento de su vida Asclepio recaló en
Epidauro, un lugar situado en la península del Peloponeso. Algunas fuentes señalan que pudo
nacer allí. Es un valle protegido por un acogedor bosque de pinos y encinas. Allí, sus discípulos
crearon un santuario a modo de establecimiento sanitario en el que eran tratados los enfermos
que acudían atraídos por la fama de las curaciones. Hoy hablaríamos de un sanatorio junto a un
balneario. Eran gente que disponía de medios y, sobre todo, de mucho talento, y construyeron
uno de los más grandes y mejores teatros de Grecia, una obra majestuosa que ha llegado
prácticamente intacta hasta nuestros días, con sus cincuenta y cinco filas de asientos para catorce
mil personas. Todavía hoy se representan allí las obras de los grandes clásicos, y en nuestros
días, actuar en Epidauro es el sueño de toda compañía de teatro.
Alrededor del santuario fue creciendo un complejo de edificios sagrados, entre los que
destacaban los templos dedicados a las divinidades de la familia, empezando por el de la abuela
Temis, segunda esposa de Zeus, la diosa de las leyes eternas que había inventado los oráculos y
enseñó a Apolo el arte de la adivinación; Apolo, su hijo, también tenía templo, y aún había dos
más: uno estaba dedicado a Artemisa, la diosa virgen hermana de Apolo y, por lo tanto, tía de
Asclepio, a quien, como patrón del lugar, se le había dedicado otro gran templo en cuyo interior
había una estatua suya de oro y marfil de grandes proporciones, con un perro sentado a sus pies.
Era un sanatorio por todo lo alto y, al tiempo, un lugar de reposo, un balneario en el que los
huéspedes paseaban, tomaban baños, asistían a competiciones deportivas en el estadio y
cultivaban el espíritu asistiendo a las representaciones teatrales. El pack completo, una oferta
irresistible.
El tratamiento propiamente médico transcurría en dos tiempos. La noche siguiente a la visita
la pasaban en el interior del templo, donde tenía lugar la incubación, literalmente el «sueño en
lugar sagrado». Meditación y primeros pasos hacia la relajación. Después, los enfermos eran
sometidos a diversos ritos de purificación en el tholos, una construcción en la que tenían lugar
prácticas orientadas específicamente a la sanación. Se trataba de una construcción circular
rodeada de columnas de mármol en cuyo interior había un pequeño laberinto que los enfermos
recorrían en un ritual de sanación en el que, al parecer, jugaban algún papel las serpientes. El
símbolo del dios Asclepio, que ha llegado hasta nuestros días y que sigue representando la
medicina, es una vara en la que aparece enroscada una serpiente.
Asclepio creó escuela. Sus discípulos eran conocidos como los asclepíadas. Uno de ellos,
Hipócrates, nacido en el año 460 a. C. en la isla griega de Cos, próxima a las costas de la actual
Turquía, fue el médico más famoso de la Antigüedad. Una de las aportaciones más conocidas de
Hipócrates son sus famosos Aforismos, cuatrocientos veinticuatro aforismos y once sentencias
breves sobre cuestiones de salud cargadas de sabiduría y sentido común. Hasta el siglo XIX
constituyeron una fuente de conocimientos muy apreciada por los médicos. No resisto la
tentación de copiar un par de ellos:
El frío es enemigo de los huesos, dientes, nervios, cerebro y médula espinal. El calor es favorable.

Lo que los remedios (medicamentos) no curan, el hierro (la cirugía) lo cura. Lo que el hierro no cura, el
fuego (la cauterización) lo cura. Pero lo que el fuego no cura, hay que considerarlo incurable.

El legado de Hipócrates es impresionante. Por decirlo así, constituye el primer intento serio,
hoy diríamos casi científico, de separar las prácticas médicas de la magia. Un gran hombre, sin
duda, este esforzado discípulo del jovial Asclepio.
Siguiendo el modelo de Epidauro, se implantaron otros santuarios a lo largo y ancho del
mundo griego. Uno de los más famosos fue el Asclepeion de Pérgamo, la ciudad de Asia Menor.
Sus ruinas se encuentran hacia el oeste de la ciudad turca del mismo nombre. Era un complejo
espectacular. Estaba situado a los pies de la Acrópolis en la que se alzaba el famoso altar de
Zeus, cuyo original está en Berlín y del que hemos hablado en otro capítulo.
Se cuenta que el primer edificio de lo que después sería el templo consagrado al dios de la
medicina fue fundado por el poeta Arquias, en agradecimiento a los cuidados que había recibido
en Epidauro. ¡Qué tiempos aquellos en los que los poetas podían permitirse semejantes
dispendios! Algo impensable en nuestros días, dadas las magras tiradas y las parvas ventas de los
libros de poesía. En fin, queda anotado el gesto y, de paso, la añoranza de tiempos mejores para
la lírica.
El Asclepeion se convirtió en una escuela de médicos y Galeno, otro médico muy famoso ya
en época histórica, contribuyó en gran medida al engrandecimiento del santuario. Claudio
Galeno nació en el año 129 d. C. muy cerca de Pérgamo. Estudió en Esmirna, Alejandría y
Corinto, y fue médico y cirujano de gladiadores y, más tarde, de los emperadores romanos Marco
Aurelio y Cómodo. Sus descubrimientos en anatomía, en fisiología y en tratamientos para las
más variadas enfermedades gozaron de fama durante siglos. Una norma que parece que regía en
el Asclepeion de Pérgamo —estamos ya en época helenística y posteriormente romana— era que
no admitían pacientes que pudieran morir; según se decía, para no profanar tan sagrado lugar.
Una cierta idea de marketing parecía ya haberse desarrollado, arrinconando los ideales
hipocráticos de los orígenes, y las malas lenguas, presentes en todas las épocas, decían que en
realidad tal medida estaba pensada para evitar que se les murieran los enfermos y decayera la
fama sanadora del lugar. Seguro que el gran Hipócrates no habría aprobado semejante forma de
proceder. A todos nos suena el famoso juramento hipocrático. Todavía hoy, en nuestros días,
miles de médicos, recién adquirido su título, lo sellan como un compromiso con la sociedad que
les otorga la sagrada custodia de las buenas condiciones físicas de los ciudadanos, sin otro
propósito que llevar el bien y la salud a los enfermos. Empieza así:
Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higia y Panacea, y todos los dioses y diosas, poniéndolos por
testigos, que cumpliré según mi capacidad y criterio este juramento y declaración escrita... y no tener otro
propósito que el bien y la salud de los enfermos...

Hoy recitarlo sigue produciendo la misma emoción que cuando fue creado hace veinticinco
siglos.
31

La aventura de los argonautas.


La ruta del trigo

En los tiempos heroicos, dos generaciones antes de la guerra de Troya, se hizo a la mar la famosa
expedición de los argonautas. Fue la aventura mítica de medio centenar de jóvenes, hijos de las
principales familias reinantes en las ciudades-Estado repartidas por Grecia. Tuvo un líder, Jasón,
y un barco, el Argo, cuyos nombres han sobrevivido al paso del tiempo, entrando por la puerta
grande en la leyenda.
La expedición nació a resultas del ardid urdido por un monarca usurpador sobre el que más
adelante nos extenderemos. Tenía un objetivo: llegar hasta la Cólquida, un territorio situado en la
ribera este del mar Negro, y rescatar el vellocino de oro, el vellón dorado de un carnero mágico;
y quizás una misión más prosaica: abrir la ruta hacia el norte, donde se encontraban regiones
productoras de trigo, cereal esencial en la alimentación del que carecían los habitantes de la
Grecia continental.
Jasón era hijo de Esón, rey de Yolcos, en Tesalia. Su madre, que se llamaba Polimede, era
hija de Autólico y tía de Ulises. Su padre había sido destronado por un hermanastro llamado
Pelias, al que un oráculo había profetizado que hallaría la muerte a manos de un hijo de Esón.
Fue tan precisa la profecía que llegó a revelar hasta un detalle de la indumentaria del ejecutor de
la venganza: «Desconfía del hombre que camine descalzo de un pie». Conocedora de la
revelación del oráculo, Polimede ocultó la noticia de la llegada a este mundo del pequeño Jasón
y, dando muestras públicas de pesar, hizo creer que su hijo había nacido muerto. Se trataba de
evitar la mano asesina de Pelias. El paso siguiente fue trasladar a la criatura fuera de Yolcos y
dejarla a cargo de personas de su confianza que vivían en el campo. Al llegar a la adolescencia,
fue Quirón, el centauro sabio del que ya hemos hablado, quien se hizo cargo de su educación.
Pasaron los años y, al alcanzar la veintena, Jasón, que había crecido en vigor y sabiduría,
conocedor de su origen y de la usurpación de la que había sido víctima su padre, tomó el camino
de Yolcos decidido a vengarse.
Antes consultó a un oráculo, quien le aconsejó que se vistiera como acostumbraban en
Magnesia, ciudad situada en Macedonia, por aquel entonces una región salvaje cuyos habitantes
se vestían con pieles de animales. Jasón obedeció y, cubierto con una piel de pantera y llevando
dos lanzas, una en cada mano, decidió presentarse en la corte de Pelias y reclamar la corona que
este había usurpado a su padre. Con sombría determinación se presentó en la ciudad,
dirigiéndose al recinto en el que se estaba celebrando un sacrificio. El recién llegado causó
sensación, porque además de su apostura física y la fiereza de su mirada, resulta que por el
camino, al atravesar un río, había perdido una de sus sandalias, razón por la cual caminaba
descalzo del pie izquierdo. El viejo y astuto usurpador se percató al instante de aquel detalle y,
recordando la predicción del oráculo, decidió ganar tiempo. Confesó en público que reconocía al
joven como hijo de Esón y se comprometió a abdicar y restituirle en el trono de Yolcos, pero
puso una condición: Jasón tenía que rescatar las cenizas de un antepasado de la familia llamado
Frixo, que había sido degollado en la Cólquida y cuyo espíritu no le dejaba conciliar el sueño.
Como ya dijimos, añadió que también debía rescatar el vellocino de oro, un vellón de un
carnero mágico, trofeo muy querido por los habitantes de Yolcos y del que se había apropiado
Aetes, rey de la Cólquida. Este tal Aetes se lo había consagrado a Ares, el dios de la guerra, y lo
había puesto bajo la custodia de un dragón que arrojaba fuego por la boca. Vamos, que Pelias se
lo puso fácil a Jasón y, de paso, a los guionistas de Juego de Tronos. Pero Jasón, con el arrojo y
—¿por qué no decirlo?— con la temeridad que caracteriza a los héroes, aceptó el reto, que era
poco menos que una misión imposible en la que el taimado Pelias confiaba que aquel joven que
había encandilado a la parroquia hallara la muerte.
Con lo que no contaba el usurpador era con que Jasón fuese un protegido de la mismísima
Atenea. Fue ella quien, en sucesivas apariciones, lo fue guiando para diseñar los pormenores de
la expedición. Lo primero de todo fue correr la voz por toda Grecia. Los mensajeros que
partieron de Yolcos convocaban a los jóvenes de las principales ciudades a una aventura,
presentada como lo que hoy es el rally Dakar. Un reto que pondría a prueba el valor, la fuerza y
el espíritu de aventura que, desde que el mundo es mundo, en cada generación siempre ha
incendiado la imaginación de la juventud. La llamada de los mensajeros tuvo un éxito clamoroso.
Se apuntaron cincuenta y cinco candidatos, la mayoría jóvenes, hijos muchos de ellos de las
casas reinantes en las principales ciudades de Grecia. Y junto a ellos, algunos semidioses, como
los gemelos Cástor y Pólux, Orfeo y el gran Hércules. Conservamos prácticamente todos sus
nombres gracias a dos relatos: el de Apolodoro y el de Apolonio de Rodas, que fue director de la
mítica biblioteca de Alejandría y escribió un relato de la aventura de los argonautas.
El segundo punto del plan de Atenea consistió en la construcción de una nave capaz de
afrontar las penalidades de una travesía peligrosa por aguas desconocidas. Ella misma habría
inspirado a Argos, un carpintero de ribera que vivía en Págasas, puerto de Tesalia, las
características del navío construido con madera del monte Pelión y con la proa tallada en una
rama de la encina sagrada de Dodona, el santuario consagrado a Zeus. La diosa se comunicaba
con Jasón a través de la proa, que estaba dotada del don de la palabra.
El barco fue botado tras ofrecer en la playa un sacrificio a Apolo en un acto rodeado de gran
expectación. Los augurios eran favorables. El piloto de la nave, que tenía cincuenta remos, se
llamaba Tifis. Nunca antes aquellos mares habían conocido una nave igual; se ha llegado a decir
que fue el primer barco merecedor de este nombre. La primera escala fue en la isla de Lemnos,
habitada solo por mujeres que tenían la costumbre de despachar a los varones tras utilizarlos
como sementales, práctica tradicional, como hemos visto, también entre las bravas amazonas.
Por razones fáciles de entender —eran una alegre y aguerrida tropa de jóvenes entusiastas—, con
los argonautas las lemnias hicieron el amor y se olvidaron de la guerra. La cosa debió de ser muy
placentera, pues algunas fuentes dicen que Jasón, que, como iremos viendo, era un truhan en
cuestiones de faldas, prometió a Hipsípila, la reina del lugar, que volvería y se quedaría a su lado
para siempre. Pero no cumplió, quizá porque conocía la historia de la isla y las curiosas
costumbres de sus moradoras.
El caso es que reanudaron la ruta y prosiguieron su periplo hacia la Cólquida pero,
sorprendidos por una tempestad, tuvieron que refugiarse en la parte europea del Helesponto. Allí,
varados por el mal tiempo, decidieron consultar con el adivino local, de nombre Fineo, que,
como de costumbre, era ciego. Hay algo simbólico en que quienes podían ver el futuro
estuvieran aquejados de ceguera, limitación que también padecía Tiresias, el gran adivino que
guio a Ulises en su camino hacia el Hades. Fineo, que vivía atormentado por las Harpías, que
devoraban diariamente su comida antes de que él pudiera llevársela a la boca, a cambio de
desvelar lo que les iba a deparar la ruta que querían seguir, pidió a los argonautas que le libraran
de aquellas horribles criaturas que lo atormentaban. La tripulación no lo dudó y propinó tal
paliza a aquellos seres con forma de aves con garras y cabeza de mujer, que no volvieron a
molestar al pobre Fineo, que debía de estar en los huesos debido al largo e involuntario ayuno al
que le habían sometido aquellas quimeras repugnantes. Feliz tras poder darse un atracón, Fineo
les previno sobre el peligro que les aguardaba cuando navegaran a la altura de las Rocas Azules,
las Simplégades, un estrecho muy angosto con tremendos acantilados en los que eran frecuentes
los desprendimientos de rocas. Jasón tomó nota y, gracias a la recomendación del adivino, que le
aconsejó que, llegados al estrecho, antes de atravesarlo soltaran una paloma, y si esta pasaba, que
ellos también lo hicieran, consiguieron superar el trance y lograron acceder a las aguas del Ponto
Euxino, el mar Negro.
Antes de llegar a la Cólquida, perdieron a Tifis, el piloto, que fue reemplazado al timón por
Anceo, y también a Hilas y a Hércules. El primero se ahogó; el segundo fue secuestrado por las
ninfas mientras se aprovisionaba de agua, y Hércules, que había roto el remo y descendió a tierra
para procurarse una rama con la que tallar otro, decidió quedarse por la zona antes de iniciar el
ciclo de sus propias aventuras, sus famosos doce trabajos.
Hay un cuadro de Lorenzo Costa el Viejo, una pequeña tabla pintada a principios del
siglo XVI, que ilustra con tierna ingenuidad el momento en el que Jasón está completando la
tripulación con los voluntarios que quieren participar en el mítico viaje en pos del vellocino de
oro. Se titula El Argo y está en el Museo Cívico de la ciudad italiana de Padua.
El Argo siguió ruta rumbo a la Cólquida con Jasón dándole vueltas a la cosa y tratando de
idear una buena táctica para hacerse con el vellocino. Sabía, porque se lo había soplado Atenea,
que estaba colgado entre las ramas de un árbol custodiado por un dragón que escupía fuego y por
dos toros bravos cuya piel era de hierro. Cuando llegaron a la región donde reinaba Aetes, Jasón
le expuso al rey del país el contenido de la misión que los había traído hasta allí. El monarca,
disimulando sus intenciones, los invitó a un banquete en el transcurso del cual les presentó a su
hija, la princesa Medea, una joven muy bella y experta en brujería que algunas tradiciones
emparentan nada menos que con la maga Circe, que era su tía, y también con Pasífae, la esposa
del rey Minos de Creta. El caso es que ver a Jasón y enamorarse fue todo uno. Y fue ella, bajo
promesa firme de matrimonio, quien proporcionó a los argonautas los recursos para enfrentarse
con éxito a los guardianes del vellocino. Hizo que Jasón se frotara el cuerpo con un ungüento
mágico que lo volvía invulnerable, y también le dio instrucciones para atacar al dragón. Sería
prolijo describir los pormenores del combate que libró, pero anotemos que salió victorioso y se
hizo con el dichoso vellón, cuyas guedejas brillaban como el oro. Lo que vino después fue una
persecución digna de las aventuras de Indiana Jones.
Dispuesta a todo, Medea siguió a Jasón, abandonando a su padre y su patria. Por lo que
conoceremos más tarde, se puede ya decir que era una señora de mucho carácter y no pocos
recursos. Digamos, por resumir, que en la huida ayudó a los argonautas a burlar a sus
perseguidores, que eran los soldados enviados por su padre. Siguiendo una ruta diferente a la de
la subida hasta el Ponto Euxino, enfilaron la proa hasta la desembocadura del río Istro —el
Danubio— e iniciaron la travesía de remontada. Muchos siglos después los feroces navegantes
vikingos, a bordo de sus ligeros drakkar y snekkar, recorrieron los ríos de media Europa,
remolcando a brazo las naves hasta la orilla para salvar los rápidos y demás obstáculos con los
que se topaban en los cauces fluviales. Algo parecido debieron de hacer nuestros héroes.
Quiere la tradición que, tras salvar enormes distancias, Jasón, Medea y el grueso de los
argonautas aparecieran en la otra punta de Europa, en las Bocas del Ródano. Desde allí,
costeando la isla de Cerdeña, prosiguieron su singladura hasta llegar a la región de la Campania,
en concreto a la península del monte Circeo, el reino de Circe, otra maga con la que nos
volveremos a encontrar al relatar la historia de Ulises y que, como quedó apuntado, resulta que
era tía de Medea. Circe recibió con los brazos abiertos a su sobrina y a su pareja, y tras purificar
a Jasón, animó a la esforzada y ya un tanto desmotivada tripulación a seguir viaje. Cuando los
recién llegados a un lugar son muchos y forasteros, por bien recibidos que sean, el entusiasmo
inicial va declinando con el paso de los días. Así que los argonautas prosiguieron ruta, logrando,
gracias a la advertencia de Circe, sortear con éxito tanto Escila como Caribdis. Arrastrados por
las corrientes y los vientos, llegaron hasta el país de los feacios, la actual Corfú. Allí esperaba a
Medea un contingente de paisanos suyos, que continuaban buscándola siguiendo las
instrucciones de su padre, el rey Aetes. Lograron despistarlos y de nuevo se dieron a la vela.
En mar abierto, una tempestad los desvió hasta las costas de Libia. Más tarde alcanzaron la
isla de Creta, donde tuvieron que enfrentarse a Talos, el gigante metálico que guardaba la isla
lanzando a gran distancia enormes piedras que lograban destruir los barcos. Talos, que
probablemente era una catapulta inventada por Dédalo, tenía un punto débil: la cuerda situada a
la altura del talón. Medea, merced a su magia, conocía el secreto y Jasón, en plan comando,
acabó con el monstruo. La tripulación descansó, repuso fuerzas y, tras recalar en la isla de Egina,
y posteriormente en Eubea, enfilaron la última singladura rumbo a la patria.
Llegaron a Yolcos y entregaron el vellocino de oro; posteriormente, en el transcurso de un
oscuro episodio de brujería en el que también participaron sus hijas, el rey Pelias encontró la
muerte. Acusaron a Medea, y la popularidad de Jasón decreció a ojos vistas entre los habitantes
de Yolcos. Total, que nuestro héroe, con buen criterio, tomó la decisión de abandonar la ciudad
y, con otra tripulación, se llevó el Argo hasta Corinto. Allí levantó un santuario y, a modo de
exvoto, consagró el mítico navío a Poseidón, dios del mar.
Acogidos a la hospitalidad del rey de la ciudad, que se llamaba Creonte, durante unos años
vivieron felices en aquel paraje dotado por la naturaleza de una rara belleza. Corinto está a
caballo entre dos mares, rodeado de tierras feraces plantadas de viñas, trigo y olivos. Ya en
aquellos tiempos eran muy apreciadas sus famosas pasas.
Después, y esta es ya la parte final y trágica de la historia, Jasón, un bragueta fácil, le puso los
cuernos a Medea con la hija de Creonte y decidió casarse con ella. Medea aparentó resignarse,
pero pilló un rebote de tal calibre que, echando mano de sus artes de brujería, consiguió que la
joven Glauce, que así se llamaba la princesa corintia —aunque en otras fuentes atiende al bonito
nombre de Creúsa—, aceptara como regalo una corona de oro y un peplo impregnado de un
veneno abrasador que incendiaba todo cuanto entraba en contacto con él. Así que el día señalado
para la boda ardieron el palacio, la princesa, su padre y los invitados. Todos perecieron
abrasados. Fue la venganza de la maga despechada, que en su enajenación llevó todavía más
lejos su ira y mató a los dos hijos que había tenido con Jasón. Un parricidio que dio pie a una
obra de teatro creada ya en tiempos históricos: la muy representada Medea, escrita por Eurípides
en el año 431 a. C., y en la que el autor, en cierto sentido, exalta la figura de la maga, pese a su
terrible crimen parricida. Solo en virtud de su poderosa magia, que quizás ha resistido el paso del
tiempo, se explica la fascinación que ha ejercido este personaje entre determinadas élites a lo
largo de los siglos.

La vida y tragedia de Jasón y Medea ha inspirado no menos de una docena de óperas. La más
representada es obra de Luigi Cherubini; también en ese mismo género musical, el gran Mikis
Theodorakis se atrevió con el mito. En el mundo de la pintura, la figura de Medea, mujer
poderosa y terrible, despertó el interés del gran pintor Eugène Delacroix, quien la inmortalizó en
un óleo titulado Medea furiosa, que se puede contemplar en el Palacio de Bellas Artes de la
ciudad francesa de Lille. La historia de la pareja en los que podríamos llamar sus días de gloria
se refleja también con exquisitez en un cuadro de Jean-François de Troy, Jasón y Medea en el
templo de Júpiter, expuesto en el Museo Thyssen de Madrid.
El viaje de los argonautas, al igual que las travesías del errante Ulises perseguido por la ira de
Poseidón, creó en el imaginario de los griegos de los tiempos históricos una serie formidable de
referencias a lugares, parajes, peculiaridades orográficas, régimen de mareas, corrientes marinas,
posición de las estrellas, vientos y épocas de tempestades que les fueron de suma utilidad en los
viajes de colonización que, a lo largo y ancho del Mediterráneo y también en el mar Negro,
culminaron en la fundación de ciudades. El establecimiento de emporios dio pie a un próspero
comercio con lugares muy alejados de Grecia y de sus islas. De algunos de estos enclaves
remotos los marinos de épocas históricas ya habían oído hablar en el relato de las aventuras de
Jasón, los viajes de Ulises o los regresos de otros héroes de la contienda troyana, como sería el
caso de Diomedes.
La vida y las aventuras de aquellos héroes también siguen presentes en nuestros días en la
historia de la Orden del Toisón de Oro. La orden, cuyo símbolo es el vellón dorado de un
carnero, evoca las hazañas de Jasón y los argonautas y fue creada en 1429 por Felipe el Bueno,
duque de Borgoña y conde de Flandes, en ocasión de su boda con Isabel de Portugal. Se trata de
una orden caballeresca de la que han sido grandes maestres los reyes de España, desde el
emperador Carlos I hasta la actualidad. Hoy su Gran Maestre es el Rey de España Felipe VI. Su
distintivo consiste en un collar de oro del que cuelga un vellón. Los eslabones del collar del gran
maestre tienen la letra B en referencia a Borgoña, y entre ellos figura una llama, símbolo de
Prometeo. Tiene también un formato en miniatura, realizado en oro, bastante más llevadero en
estos tiempos en los que el personal ya no lleva coraza por fuera. El Gran Maestre de la Orden
puede conceder el Toisón a personas que, por su posición, valores o servicios, hayan destacado.
Los elegidos —en los últimos tiempos, también mujeres, como las reinas Isabel II de Inglaterra,
Beatriz de Holanda y Margarita de Dinamarca— ya no están obligados a llevar siempre consigo
el collar; antaño, sí. Quien no obedecía esta disposición sufría la peine de dire une messe de
quatre solz et quatre solz donnés pour Dieu. No es gran penitencia.
El Toisón es un símbolo mitológico que algún tiempo después de la creación de la Orden,
bajo la presión de la clerecía, sufrió una transferencia de mito, pasando de nuestro Jasón al
bíblico Gedeón, el expugnador de Jericó. Pero, en esencia, el rito iniciático era el mismo y abona
la idea de permanencia en la memoria de Occidente de aquella aventura llevada a cabo con
tenacidad, riesgo y éxito por los argonautas, un puñado de jóvenes valientes que, muchos siglos
después, siguen siendo leyenda.
32

El Zodíaco: los dioses siguen


en el firmamento

Catasterismo es una palabra muy rara que explica un hecho bellísimo: la conversión de un
personaje mitológico en estrella o constelación. De las más de ochenta constelaciones que
conocemos, la mitad llevan nombres relacionados con algún dios u otro personaje mitológico,
como Andrómeda, Casiopea, Orión, Perseo, Boyero, Escorpión, Sagitario, Pegaso, Can Mayor,
Can Menor, Vía Láctea, Auriga, Osa Mayor, Géminis, Cetus, etc. ¿Y qué decir de los planetas de
nuestro sistema solar? Empezando por Júpiter, el Zeus de los romanos; Saturno (Crono); Urano;
Plutón (Hades); Mercurio (Hermes); Venus (Afrodita); Neptuno (Poseidón), y el nuestro, la
Tierra, la Gea de los antiguos griegos.
Rastrear este curioso fenómeno nos traslada, antes que a Grecia, al Antiguo Egipto,
concretamente a un pueblo grande que se llama Dendera, a unos setenta kilómetros al norte de
Luxor, en la ribera occidental del Nilo. Allí, en una de las bóvedas de un templo dedicado a la
diosa Hathor, la Afrodita egipcia, diosa del amor y de la belleza, estuvo la primera
representación espacial del Zodíaco. El que el viajero vio en Dendera es una copia, y se llevó una
decepción. Para ver el original, que está en el Museo del Louvre, tuvo que ir a París.
El Zodíaco de Dendera es un mapa de las estrellas. Muestra doce constelaciones. La bóveda
celeste está representada por un círculo sostenido por cuatro pilares que tienen forma de cuerpo
de mujer y diversas representaciones de Horus, el dios celeste, mitad hombre mitad halcón. En el
primer anillo hay treinta y seis figuras que simbolizan los trescientos sesenta días del año
egipcio. Quedan fuera los cinco días sin nombre, que eran considerados funestos. En el anillo
interior están representados los signos del Zodíaco —«círculo de animales»—, algunos con
símbolos que han llegado hasta nuestros días. Aunque no pasa de ser una conjetura —sugestiva,
sin duda—, ciertos estudiosos han creído identificar en algunos de los signos grabados en esta
singular rueda celeste la huella de un viejo relato de la cosmogonía babilonia: las llamadas
«tablillas de los destinos», que narran la lucha de los dioses primigenios, la posterior aparición
del Cielo y la Tierra y también la creación del primer hombre.
Es una larga historia llena de episodios, a cual más truculento, que se inician con la coyunda
sagrada entre Tiamat, la diosa del agua salada —que representa la oscuridad y el caos—, y Apsu,
dios del agua dulce, que acabaría siendo asesinado. De ellos descendía Marduk, el dios de la luz
y el orden. Este dios babilonio habría sido el creador del primer hombre, a partir, como decía, de
las instrucciones contenidas en las tablillas de los destinos, un objeto sagrado.
El paso de los siglos y el avance del desierto enterraron en el olvido la memoria del templo
egipcio que en Dendera custodiaba el primer Zodíaco conocido.
A lo largo de los siglos, religión, superstición y ciencia se fueron diferenciando, dando lugar a
dos ramas del saber: la astronomía y la astrología. La primera intentó guiarse apoyándose en los
conocimientos científicos de cada época; la segunda cayó en los dominios de las religiones
esotéricas y la superstición, que, por cierto, en nuestros días gana terreno a costa de las religiones
tradicionales.
Dendera era un refugio de escorpiones hasta que en 1798 llegaron a la zona algunos soldados
del cuerpo expedicionario francés que mandaba el joven general Bonaparte, el futuro emperador
Napoleón. El templo permanecía semienterrado en la arena, y mientras los soldados despejaban
una terraza para establecer un baluarte y algunos de los científicos que los acompañaban
retiraban la arena, intentando llegar a la puerta del templo, una caja de municiones desapareció,
tragada por la arena. La sorpresa de los soldados que bajaron a buscarla fue grande cuando, a la
luz de las antorchas, observaron que había caído en una estancia en cuya bóveda había una serie
de figuras extrañas dispuestas en círculo y talladas en lo que parecía una losa de grandes
dimensiones. Era lo que conocemos como el Zodíaco de Dendera. Tras la expedición
napoleónica, el gran dibujante y agente secreto Vivant Denon publicó en París un cuaderno con
todos los grabados que había hecho durante la campaña en Egipto. El del Zodíaco fue uno de los
que causó sensación. Unos años después (1821), Jean Baptiste Leloraine, un marchante de
antigüedades, contrató a un cantero y le pagó un viaje a Egipto para que extrajera la famosa
pieza. Visto que la losa pesa alrededor de dieciséis toneladas, el traslado hasta Francia, y más
concretamente hasta París, debió de ser una odisea. Fue instalada en la Biblioteca Real, y desde
1964 está en el Museo del Louvre. Así que para ver la pieza original del Zodíaco de Dendera hay
que ir a París y, una vez dentro del museo, caminar por los pasadizos que siguen el trazado de la
muralla medieval de la ciudad hasta llegar a la sala de las antigüedades egipcias. Una imagen en
forma de esfinge del faraón Ramsés II preside el nicho central, frente al que se bifurca la
interminable escalera que indica que el viajero está a punto de traspasar una puerta que conduce
al pasado; más exactamente, a rodearse de figuras y objetos que preservan la memoria de los
siglos.
Hay que andar un buen rato hasta dar con el Zodíaco. Está en la sala XII, casi al final del
recorrido que sugieren las guías del museo. Es fácil pasar por delante sin percatarse de lo que
tiene uno delante de los ojos, porque sigue en el cielo. Es la gran losa que, a modo de bóveda,
cubre un rincón acotado en una de cuyas paredes está incrustada una imagen de Hathor, la vaca
sagrada del panteón egipcio.
Al igual que sucede cuando uno penetra en el templo de Dendera, en Egipto, también en París
hay que levantar la cabeza y echarse hacia atrás para poder contemplar la extraordinaria rueda
astral esculpida en piedra. Es un ejercicio que cansa. Quizás habría sido más razonable incrustar
la piedra en una de las paredes, colocándola a la altura de los ojos del visitante. Sería la forma de
no perder detalle de los muchos que contiene el círculo de piedra, en cuyo interior aparecen los
signos del Zodíaco y otras muchas figuras cargadas de significado. Contemplar las que están
encerradas en el círculo es un ejercicio que, por el camino del asombro, conduce a la admiración.
Es extraordinaria la perfección formal de los signos, su esquematismo y la finura de las líneas
que delimitan las decenas de figuras que componen el espectacular friso de piedra.
Es un monumento a la abstracción. La misteriosa recreación nocturna de la bóveda celeste. Al
igual que los nombres de los principales planetas del sistema solar, de los que luego hablaremos,
algunos de los símbolos del Zodíaco remiten a personajes mitológicos. Es el caso, por ejemplo,
de Géminis. O los que representan a Cástor y Pólux, los Dioscuros, los gemelos espartanos hijos
de Zeus y Leda fruto de una de las muchas aventuras amorosas extramatrimoniales del padre de
los dioses. Nacieron, como ya hemos contado, al mismo tiempo que sus hermanas Helena, la
belleza cuya infidelidad fue el fulminante que provocó la guerra de Troya, y Clitemnestra,
asesina de su marido, el rey Agamenón de Micenas.

El Zodíaco está regido por Mercurio, el planeta más próximo al Sol. O por Tauro, que evoca el
toro en el que Zeus se metamorfoseó para seducir a Europa, la hermosa princesa fenicia a la que
transportó hasta un lugar recóndito de la isla de Creta, dejándola embarazada. Tuvieron tres
hijos: Minos, Sarpedón y Radamantis.
Aries, otro de los símbolos del Zodíaco, se relaciona con el vellocino de oro, el mítico vellón
dorado que fueron a robar a la Cólquida los intrépidos argonautas y que antes tuvo un papel muy
destacado en la historia de Frixo, hijo de Atamante, rey de Tebas. El carnero de áureo vellón fue
enviado por Zeus para evitar un terrible parricidio. Resulta que Ino, que era hija de Cadmo y
Harmonía, y segunda esposa de Atamante, intentó deshacerse de Frixo y Hele, hijos que su
marido había tenido de un primer matrimonio, aduciendo que eran los responsables de la
esterilidad que azotaba los campos del reino, que ella misma había provocado tras convencer a
las mujeres de la ciudad de que tostaran los granos de trigo destinados a la siembra. Para
recuperar la fertilidad convenció a Atamante de que debía inmolar a Frixo y a Hele. Advertido de
la aviesa maniobra, Zeus envió el famoso carnero que, dotado de la capacidad de volar, rescató a
los dos hermanos cuando iban a ser sacrificados, llevándolos sobre su lomo hasta un
indeterminado lugar de Oriente. La historia de Frixo dio argumento a una tragedia de Eurípides y
a otra de Sófocles, ambas, por desgracia, perdidas.
Algunos de los símbolos del Zodíaco recuerdan varios de los famosos doce trabajos de
Hércules. Otros hacen referencia a diversas figuras de la mitología. Cáncer, por ejemplo,
recuerda la historia de Carcinos (cangrejo en griego), un crustáceo gigante que vivía en el
pantano de Lerna, el lugar en el que habitaba la terrible Hidra, ser monstruoso que aterrorizaba a
la región. Hasta que llegó Hércules y acabó con ella. Pero, en el transcurso del combate,
Carcinos pinzó al héroe en el talón y este, airado, lo aplastó. Hera, la señora del Olimpo, enemiga
declarada del héroe forzudo, se apiadó de la perra suerte del bicho y decidió colocar al cangrejo
en el cielo. Es el signo de Cáncer en el Zodíaco.
Leo se asocia con el león de Nemea, otro monstruo al que se enfrentó Hércules. La fiera era
hija de Ortro y hermana de la esfinge de Tebas, y su piel era impenetrable a las flechas. Tenía
aterrorizados a los habitantes de Nemea, una ciudad que estaba en la región de la Argólida, en el
centro del Peloponeso. Hércules lo estranguló y, después de arrancarle la cabeza y desollarla, se
construyó un tocado a modo de casco del que ya nunca se despojó; es el que, junto a la famosa
maza, aparece en todas las estatuas que representan al héroe. Se dice que Zeus, para que se
recordara siempre aquella hazaña de su amado hijo, colocó el león en el firmamento, y de ahí
pasó al Zodíaco.
Virgo es el nombre que recuerda a Astrea, una titánide de la Edad de Oro. Era hija de Zeus y
Temis, su segunda esposa, que instruyó a los hombres en los valores de la virtud y la justicia. En
un mundo promiscuo como el que estamos contando, Astrea constituye una rareza, pues logró
preservar su virginidad. Y así sigue, eternamente sola en el firmamento y en las cábalas de los
echadores de cartas.
Libra, la séptima constelación en el Zodíaco, conocida popularmente como la balanza, no
tiene detrás un significado mitológico concreto. Pasa por ser la hermana de Virgo o la pinza de
Escorpión.
A Escorpión, símbolo dual de destrucción y renacimiento, su pedigrí mitológico le viene de
haber sido el instrumento utilizado por Zeus para ascender a Orión. La leyenda dice que Orión
era un gigante, hijo de Poseidón, que podía caminar sobre las aguas. Era guapo y buen cazador y
tenía una fuerza prodigiosa. Se casó con Side, otra belleza muy presuntuosa que, llevada de su
narcisismo, pretendió rivalizar con la mismísima Hera, y ya sabemos cómo se las gastaba la
esposa de Zeus cuando alguien le tocaba las narices. La despeñó lanzándola al Tártaro, que era el
gulag de aquella época. Así que, solo como se quedó, a Orión le dio por lanzarse a la aventura.
Que fueron muchas, las más de ellas amorosas y consentidas, porque ya hemos dicho que era un
tipo muy guapo. Pero, como todos los que van sobrados por la vida, se pasó. Un mal día se le
ocurrió acosar nada menos que a Artemisa. Y ya sabemos qué hacían los habitantes del Olimpo
con quienes los desafiaban. La diosa le envió un escorpión y el bicho le picó en el pie. Orión
murió en el acto y Zeus lo ascendió al firmamento junto a su matador, el escorpión. Visto que
nunca se encuentran, los astrónomos dicen que es porque Orión huye de Escorpión.
Sagitario es la representación simbólica del centauro Quirón, con el que habíamos tropezado
antes en diversos episodios. Ya sabemos que era una criatura justa y juiciosa. Todas las fuentes
describen su muerte como resultado de haber estado en el lugar equivocado en el momento más
inoportuno, cuando Hércules, como el siete machos que era, había emprendido él solito una
guerra contra toda la colonia de centauros que triscaba por los prados de Tesalia. Quirón, que
dominaba el arte de sanar, era muy querido en la zona, porque asumió de buen grado la
educación de Asclepio, Jasón, Aquiles y Acteón, el cazador al que devoró su propia rehala tras
convertirlo Artemisa en ciervo.
Acuario es un símbolo que, en la cosmogonía egipcia, remite a la deidad que regulaba las
crecidas del Nilo, el río alrededor del que giraba, y todavía gira, la vida de aquel antiguo país.
Algunos mitólogos han asociado la figura que forman las estrellas de esta constelación con el
momento en el que Zeus, transformado en águila para raptar al bello efebo Ganímedes, hijo de
un rey de Troya, se lo llevó con él al Olimpo, nombrándolo copero de los dioses y guardián de la
ambrosía, el licor sagrado que proporcionaba la inmortalidad.
Piscis es el último signo del Zodíaco y representa una de las constelaciones más grandes del
firmamento. En la mitología griega, remite a Afrodita, la Venus romana, y su historia incestuosa
con Eros, que era uno de sus hijos.

Las constelaciones y sus nombres, al igual que los planetas, nos recuerdan el mundo hoy perdido
pero nunca olvidado de algunos de los principales actores del Olimpo. Júpiter, el Zeus griego, es,
después del Sol, el mayor cuerpo celeste del sistema solar y también el más antiguo. Su tamaño
es enorme: trescientas dieciocho veces el de la Tierra. Su nombre hace honor al más grande de
los dioses olímpicos.
Marte, el dios de la guerra, el Ares griego, ha dado nombre a un planeta que es el segundo
más pequeño del sistema solar después de Mercurio. Tiene dos satélites, Deimos y Fobos, que
llevan los nombres de dos de los hijos de Ares. Los astrónomos le han dado el nombre de monte
Olimpo al volcán más grande que se aprecia en la superficie de este planeta. Sus características
geológicas y ambientales, parecidas en ciertos aspectos a las de la Tierra, han dado pie a
polémicas conjeturas acerca de la existencia de vida en el pasado e incluso en el presente. Sería
hermoso poder comprobar que no estamos solos en el Universo.
Mercurio es el planeta más cercano al Sol y también es el más pequeño. Lleva el nombre del
dios romano equivalente al griego Hermes, el mensajero de los dioses.
Venus, llamado así en homenaje a la diosa del amor, la fecundidad y la belleza, la Afrodita
griega, es el planeta que más se parece al nuestro por tamaño, composición y masa. Pero sus
condiciones de presión y temperatura son incompatibles con la vida. Es un planeta que otras
civilizaciones, como la de los antiguos mayas, ya conocían y, de hecho, figuraba en su famoso
calendario astronómico.
Saturno lleva el nombre del titán griego Crono, el padre de Zeus al que este destronó y
encadenó en el Tártaro. En los primeros tiempos, en su honor se celebraban en Roma las
Saturnales. Eran los carnavales de la Antigüedad, fiestas, transgresiones sociales y orgías
parecidas a las que tenían lugar durante las bacanales celebradas en Grecia en honor a Dioniso.
Saturno es nueve veces mayor que la Tierra. Tiene más de medio centenar de satélites, el mayor
de los cuales lleva el nombre de Titán, un guiño de los astrónomos al origen de Saturno, de la
familia de los titanes, la primera generación divina que dio paso a los olímpicos. Crono y sus
hermanos vivieron en la mítica Edad de Oro.
Urano es el tercer planeta en tamaño del sistema solar. Lleva el nombre del titán de la
generación primordial que estaba casado con Gea, la Tierra. En otro lugar de esta historia hemos
contado la terrible mutilación que sufrió a manos de Crono, el Saturno romano. Urano fue el
primer planeta descubierto gracias a la invención del telescopio. Tiene un sistema de anillos y
varios satélites y su atmósfera es extraordinariamente ventosa.
Neptuno, el Poseidón de los griegos, es el planeta más alejado del sistema solar. Es un gigante
helado cuyo tamaño es diecisiete veces mayor que el de la Tierra, y está compuesto por hielo,
roca y gases. Fue descubierto gracias a complejas predicciones matemáticas.

Los signos del Zodíaco no desaparecieron del imaginario colectivo al clausurar la política el
mundo pagano a la llegada del cristianismo. Se mantuvieron en la decoración de algunas
basílicas paleocristianas y su estela se alargó hasta la Edad Media para hacerse piedra, vidriera o
mosaico en algunas catedrales románicas o góticas. Los signos trascendían su significada alusión
al discurrir circular del tiempo para indicar un cambio esencial en la percepción del destino del
universo, en la que el tiempo se movía hacia delante a la espera de la segunda venida de Cristo.
En España encontramos escenas del Zodíaco encima de la Puerta del Cordero en la Real
Colegiata de San Isidoro de León. Pasa por ser uno de los ejemplos más enigmáticos de la Edad
Media, pues contiene elementos astronómicos y se han descrito antecedentes iconográficos
propios de los templos dedicados a Mitra, que quizá guardan relación con el hecho fundacional
de la ciudad. En sus orígenes, León fue un campamento de la legión VII Gémina, una de las más
famosas en tiempos de la antigua Roma. Mitra era el dios tutelar de las legiones romanas.
También están representadas escenas del Zodíaco en el pórtico de Santa María de Ripoll, en
Gerona, y en Francia, en una de las vidrieras de la catedral de Chartres, sublime obra de canteros
medievales. El 21 de junio, día que corresponde al solsticio de verano, a las doce del mediodía,
hora solar, un rayo de luz atraviesa la vidriera que relata la vida de san Apolinar para dar sobre
un clavo dorado que singulariza una determinada losa. Según la tradición, esta losa sería la tapa
de un pozo de treinta y siete metros de profundidad —los mismos que mide la catedral desde el
altar hasta el ábside— y señalaría un punto de fuerza de la naturaleza que ya era conocido por los
sacerdotes celtas. Los druidas consideraban que era un lugar sagrado y lo habían señalado con un
dolmen, en cuyo entorno celebraban ceremonias religiosas. A unos diez metros de este punto,
ocupando el suelo de la nave central de la catedral, se halla el famoso laberinto de Chartres. Hay
estudios sobre las correspondencias entre la ubicación del altar y del laberinto en la planta de
Chartres y los puntos correspondientes a los solsticios de invierno y de verano en el hemisferio
norte. Dichas correspondencias surgen al relacionar el altar y el laberinto con la vidriera del
Zodíaco. El laberinto es un camino en forma de serpiente marcado en el suelo con losas de color
blanco y negro. La imagen transporta al laberinto de Creta y al combate mortal entre Teseo y el
Minotauro. En Chartres, el equivalente del Minotauro sería el Diablo, el eterno enemigo de la
salvación de las almas de los creyentes.
A la manera de Ariadna, aquí la mano que facilitó a Teseo el hilo que le permitió salir del
laberinto tras dar muerte al Minotauro sería la Virgen María, cuya túnica o camisa, convertida en
milagrosa reliquia, se conserva desde los tiempos del emperador Carlomagno y se salvó intacta
del incendio que en el siglo XI arrasó la catedral de estilo románico construida en el mismo
lugar.
En una de las muchas interpretaciones a las que ha dado pie el enigmático trazado del suelo de
la nave principal de esta gran catedral, el laberinto pasa por ser una representación simbólica del
camino que debe seguir el espíritu para alejarse de la materia y alcanzar la sublimación, que sería
el resultado de la unión con Dios.
33

Fiestas paganas

La huella y la memoria de los dioses de los tiempos antiguos se alargan hasta nuestros días y
también se hacen presentes en fiestas y ceremonias que recuerdan ritos antiguos no del todo
olvidados. Se pueden rastrear en el área de los países de la cuenca norte del Mediterráneo
siguiendo mes a mes algunas de sus jornadas festivas.
En diciembre se celebraban las fiestas más transgresoras del calendario romano. Eran las
Saturnales, de las que ya hemos hablado en otros capítulos. Evocaban los días felices de la mítica
Edad de Oro, cuando reinaba Saturno, el Crono griego. Y como todo estaba permitido,
celebraban una suerte de carnavales a lo bestia en los que, durante unos días, lo de arriba acababa
abajo.
También en diciembre, concretamente el día veinticinco, se celebraba el nacimiento de Mitra,
dios del cielo en la mitología irania que había sido adoptado por las legiones romanas como su
dios tutelar. La leyenda de este dios, que es anterior a la implantación del calendario festivo del
cristianismo, resulta particularmente evocadora. Nació en el origen de los tiempos del seno de
una roca y fueron unos pastores los primeros en reconocer su naturaleza divina, acudiendo a
adorar al niño desnudo que tenía la cabeza cubierta con un gorro frigio. Celebraban su
nacimiento coincidiendo con el Sol Invictus, el día del invierno en el que empezaban a aumentar
las horas de luz solar. El culto a Mitra vino de Oriente y los romanos, que eran proclives a
adoptar la religión de los pueblos que iban conquistando, lo incorporaron a su Panteón. En este
caso, con fervor por parte de los rudos legionarios por ser el dios que protegía en el ataque. Hay
muchos vestigios de los lugares de culto de Mitra.
En Roma, en las excavaciones arqueológicas de la basílica de san Clemente de Letrán,
ahondaban en pos de un templo paleocristiano cuando se produjo un hallazgo sorprendente. Los
restos encontrados no eran de un templo cristiano, sino de uno pagano: un mitreo, recinto
sagrado dedicado al culto de Mitra. Sus restos se remontan al siglo I d. C. Se puede visitar el
recinto en el que tenía lugar una ceremonia ritual, vedada a las mujeres, en la que el acto central
consistía en el sacrificio de un toro, cuya sangre debía caer y purificar a los iniciados en el culto.
Hay un fresco, que se conserva en San Marino, en el que se observa la ejecución de lo que se
conoce como una tauroctonía, ceremonia que consistía en el sacrificio de un ejemplar de este tipo
de bóvidos. Se ve como un joven Mitra hunde un cuchillo corto en el cuello del animal, cuya
sangre acuden a beber un perro y una culebra, mientras que un escorpión pellizca sus genitales.
Era una imagen enigmática, de simbolismo complejo, que presidía los diferentes mitreos
repartidos a lo ancho del Imperio. En el caso del hallado en la cripta de san Clemente, en lugar de
una imagen pintada es una piedra en forma de cubo en la que aparecen esculpidos estos
símbolos.
Los adoradores de Mitra formaban hermandades secretas que tenían un carácter mistérico y de
las que, como quedó dicho, las mujeres eran excluidas. Las legiones llevaron con ellas este culto
y lo expandieron por todo el Imperio. Uno de ellos fue Flavio Claudio Juliano, un emperador que
vivió en la segunda mitad del siglo IV d. C. y ha pasado a los libros de historia como Juliano el
Apóstata. Durante su breve reinado, renegó del cristianismo restaurando el culto a los dioses del
panteón y trató de acabar con la influencia y la penetración de los cristianos en la administración
del Imperio. No los persiguió como hicieron otros emperadores, pero les prohibió dedicarse a la
enseñanza y ocupar cargos públicos. Juliano admiraba las hazañas de Alejandro Magno, de quien
llegó a creerse una reencarnación. Murió en el campo de batalla luchando contra los partos,
intentando reproducir las gestas del gran macedonio. En España, en el Museo Etnológico de
Córdoba se encuentra una escultura de estilo romano, del siglo II d. C., conocida como El Mitra
de Cabra, nombre de la ciudad cordobesa en la que fue encontrada.
El siete de julio era un día de jolgorio y gozo en todas las ciudades griegas, pues se
conmemoraban los esponsales de Hera, la gran diosa del Olimpo, con Zeus, que, como ya hemos
contado, era su hermano. La boda se celebró en el Jardín de las Hespérides, lugar en el que
reinaba una eterna primavera y era tenido por símbolo de la fecundidad. Sobre la ubicación de
tan señalado lugar no hay acuerdo. Los mitógrafos lo sitúan o en Canarias o en Andalucía. Desde
una perspectiva racional, los evemeristas, estudiosos que han tratado de hallar la posible realidad
histórica de los mitos, identifican esos dos enclaves de nuestro país como posible ubicación del
Jardín de las Hespérides. Salvando las distancias, sin continuidad en el tiempo ni nexo histórico
posible, aquel jolgorio con el que, en los tiempos mitológicos, celebraban las bodas de Zeus y de
Hera, en nuestros días bien podría compararse con la gloriosa fiesta que cada año el siete de julio
se celebra en Pamplona con ocasión de los Sanfermines. Una semana de alegría, bailes, encierros
y corridas de toros en homenaje al patrón de la ciudad, que fue obispo y santo, vivió en el
siglo III d. C. y murió decapitado por dar testimonio de su fe cristiana.
Siguiendo con las fiestas, en el año 45 a. C. Julio César instituyó el primero de enero como
primer día del año solar. Ese día en Roma celebraban una fiesta en honor a la diosa sabina
Strenia, protectora del nuevo año y del bienestar. Tenía un templo en uno de los laterales de la
vía Sacra. En tal día era habitual intercambiar regalos. Esa tradición se refleja en otra costumbre
de nuestros días: la Befana, personaje muy popular en el folclore italiano. Es una anciana que
reparte regalos a los niños en puertas de la Epifanía, fiesta que se celebra el cinco de enero,
víspera de la llegada de los Reyes Magos. El cristianismo suprimió los ritos paganos, pero
muchas de las ceremonias ancestrales que se celebraban en honor a los dioses pervivieron en los
rituales y costumbres de la nueva fe llegada de Jerusalén.
Desde la noche anterior al primer día del nuevo año —nuestra Nochevieja— corría el vino y
los hombres se vestían de mujeres o se disfrazaban de animales. Eran fiestas con mucho arraigo,
pues aún en el siglo VII d. C. san Isidoro, arzobispo de Sevilla, se escandalizaba ante los excesos
que observaba: «Danzan cometiendo torpe iniquidad, pues se unen los de uno y otro sexo y la
turba de depauperado espíritu se excita con el vino».
Desde muy antiguo la clerecía miró de reojo al mundo pagano —era la competencia— y
estigmatizó aquella concepción más libre de sus fiestas por creer que fomentaban las relaciones
sexuales promiscuas y abrían las puertas al libertinaje. La nueva fe acabaría imponiéndose contra
la joie de vivre, que diría un francés, bajo la promesa de una futura y lejana redención en otra
vida, que creían que peligraba como consecuencia de los excesos que se producían en los
carnavales. Fiestas de disfraces, bailes y holganza durante muchos años prohibidos y que,
felizmente recuperadas, se celebran a principios del mes de febrero en diversos lugares del
mundo. Son señalados los de Venecia en Italia, Río de Janeiro en Brasil, Colonia en Alemania, el
Mardi Gras de Nueva Orleans, en Estados Unidos, y en España, los de Cádiz y Tenerife. Con
mayor o menor colorido pero con espontánea y desplegada sensualidad, sobre todos ellos se
proyecta la milenaria sombra de las fiestas paganas.
34

Mujeres con mucho poder

Sin volver la vista atrás y por separado, Ulises y Eneas abandonaron Troya y se hicieron a la
mar. Ulises vagó durante diez años por el Mediterráneo perseguido por la ira de Poseidón, dios
del mar, el mismo que, con ocasión de su penúltimo naufragio, le hizo ver que sin los dioses los
hombres no eran nada. Eneas, tras haber salvado de las llamas el Paladio, la reliquia más antigua
de Troya, desplegó velas, en su caso bajo la protección de Afrodita.
En relación con el primero de estos héroes, en el orbe mitológico dejaron una huella indeleble
dos personajes femeninos dotados de fuerte personalidad. Ambas tuvieron una relación intensa
con Ulises y las dos jugaron un papel destacado a la hora de retrasar el regreso del héroe a su
patria en Ítaca. Fue el caso de la ninfa Calipso, hija del Sol y de Perseis, y de Circe, otra maga o
hechicera que también era una mujer muy interesante. Calipso —«la que oculta»— era señora de
Ogigia, isla o península situada en el extremo occidental del Mediterráneo, un paraje que podría
corresponder a Ceuta, en la orilla opuesta a Gibraltar, una de las Columnas de Hércules. Cuando
Ulises, arrastrado por los vientos, llegó hasta la costa del reino de Calipso, la ninfa le ofreció su
hospitalidad y acabó enamorándose perdidamente del héroe, que, subyugado por sus encantos,
permaneció mucho tiempo en aquel lugar. Años incluso, según ciertas interpretaciones del relato
homérico.
Pero Ulises no pudo vencer la nostalgia de Ítaca y la añoranza de Penélope. Consciente de la
fragilidad de su vínculo sentimental con Ulises, pero prendada aún de él, Calipso le ofreció lo
que probablemente ningún otro ser humano habría rechazado: nada menos que la inmortalidad;
ser un dios, vivir eternamente. Ulises lo rechazó con palabras en las que quizá nunca antes otro
hombre ha definido con más precisión el valor de la libertad y la consciencia de que los humanos
somos mortales, pero por encima de todo valoramos la capacidad para elegir nuestro destino. Sin
desafiar a los dioses, sabiendo que, aunque nuestras vidas se mueven entre el azar y la voluntad,
el destino no está escrito. Al explicar su rechazo al ofrecimiento de Calipso, evocó la memoria de
Penélope, la esposa que sabía que aguardaba su regreso, y la de su hijo Telémaco, a quien había
dejado en brazos de su mujer cuando partió hacia Troya.
Atenea, que seguía siendo la sombra protectora de nuestro héroe, instó a Zeus que ordenara a
Calipso que no retuviera más a Ulises. Fue Hermes quien transmitió el mensaje, que la ninfa
cumplió a regañadientes, y guio a Ulises hasta donde podía encontrar materiales para ensamblar
una almadía. También lo instruyó acerca de las estrellas cuyas posiciones en el firmamento
debería conocer para guiarse en el viaje de regreso hacia el este. Ulises había tenido dos hijos
con ella. Hesíodo, en su Teogonía, lo cuenta así: «Calipso, la divina entre las diosas, habiendo
tenido agradable consorcio con Ulises, fue madre de Nausínoo y Nausítoo». De estas dos
criaturas poco más sabemos que sus sonoros nombres. Sin mirar atrás, Ulises abandonó Ogigia
poniendo rumbo al este. Dado el conocimiento que tenían de la Odisea los navegantes griegos
que emprendieron, más tarde que los fenicios, una navegación de cabotaje, pero de largas
distancias, les resultaron de una importancia que llamaríamos estratégica los datos que facilita
Homero al hablar de la llegada de Ulises a Ogigia y posteriormente el nombre y la posición de
las estrellas que le habían de guiar en el viaje de regreso hacia el extremo oriental del
Mediterráneo. La morada de la ninfa Calipso, que estaba en el interior de una gruta a la que se
accedía tras pasar por un prado regado por manantiales, hay autores que la han situado en una
cueva que existe en la isla de Malta, la Melita de los griegos, pero la opción de Ceuta está mucho
más consolidada. Esta ciudad española también recuerda a Calipso a través de una estatua
gigante que muestra la galanura de la ninfa. Es obra del escultor Ginés Serrán Pagán, autor
también de otras dos imágenes colosales de Hércules realizadas en bronce.
Pasando de ninfa a maga, vamos a hablar ahora de Circe, personaje capital en la historia del
errante Ulises. Circe era hermana de Calipso y de Pasífae de Creta y, por lo tanto, hija de Helios.
Esta maga, ducha también en las artes de la hechicería, vivía en la isla de Eea, en la costa
italiana, cerca de un paraje que aún hoy lleva el nombre de monte Circeo y se encuentra entre
Gaeta y Anzio. A la isla de Circe llegó Ulises huyendo de los feroces gigantes lestrigones, un
pueblo caníbal que, tras devorar a dos de los tripulantes que habían desembarcado, lanzando
grandes piedras hundieron todas las naves de la flotilla que había atracado en una bahía. Solo el
barco de Ulises consiguió escapar de aquel lugar, que la tradición sitúa en la región de Formia, al
sur del Lacio, muy cerca de Gaeta y no lejos de Isquia. Este terrible suceso, acaecido durante el
periplo de Ulises, también ha sido relacionado con un paraje de la costa de Cerdeña que hoy
lleva el nombre de Porto Pozzo. El relato homérico siempre está sujeto a interpretaciones. Es uno
más de sus múltiples atractivos.
Tras huir de la peculiar hospitalidad de los caníbales lestrigones, a partir de aquel episodio
Ulises se volvió más cauteloso y, antes de desembarcar en el territorio de Circe, envió a explorar
la isla a la mitad de sus compañeros al mando de uno de ellos, que se llamaba Euríloco. Lo que
pasó después es conocido, y en época escolar —cuando las humanidades formaban parte de los
programas de enseñanza— este episodio hacía las delicias de los estudiantes, que no podían
contener las risas al imaginar a los aguerridos compañeros de Ulises convertidos por Circe en
cerdos, lobos, leones y otros animales. Ulises, con ayuda de Hermes y de una misteriosa yerba de
la que solo sabemos su nombre, «moly» —¿ajo dorado?—, consiguió librarse del encantamiento
de la hechicera, quien, por otra parte, lo único que pretendía, y consiguió, fue retener a su lado a
nuestro héroe. De creer a Hesíodo, al menos durante tres años. Lo cuenta de este modo: «Circe
tuvo de su amor por el resistente Ulises a Agrio y al irreprochable y fuerte Latino y, además, a
Telégono, gracias a los oficios de la áurea Afrodita». Los tres vástagos con el paso del tiempo
acabaron reinando en diferentes territorios de lo que hoy es Italia. Telégono, por señalar a uno,
acabaría siendo el fundador de la ciudad etrusca de Tusculum.
Al parecer, las hermanas Calipso y Circe eran, por decirlo con lenguaje coloquial antiguo, dos
hembras de mucho tronío. Circe era dueña de una serena belleza. Así imaginó a la poderosa
maga el pintor de la escuela romántica John Williams Waterhouse en su obra Circe ofreciendo la
copa a Odiseo. Está en la Gallery Oldham, en Inglaterra.
Seducido por la maga, Ulises se abandonó a lo que hoy en aquellas tierras italianas se conoce
como el dolce far niente. Pero en algún momento de su dulce holganza debieron de pitarle los
oídos y se le vinieron encima los recuerdos. El pasado acudió con fuerza y sintió la necesidad
imperiosa de saber si por fin podría regresar a su amada Ítaca. Circe le aconsejó que fuera a
visitar el palacio de Hades, donde moraba Tiresias, el adivino ciego, y así lo hizo. El descenso al
Infierno es un episodio de la Odisea que pone los pelos de punta. Espada en mano, Ulises
descendió al Averno, prohibiendo a las sombras que bebieran la sangre del chivo que traía
consigo para sacrificar en honor del adivino. Ulises es un hombre valiente, pero se estremece al
ver las sombras de las almas de Aquiles y de Áyax, sus compañeros frente a los muros de Troya.
Se sorprende al ver la de Agamenón, pues ignoraba que hubiera perecido. Pero su mayor
desamparo y supremo dolor fue ver la sombra de Anticlea, su madre, pues ignoraba que hubiera
muerto.
Tiresias le indicó que todavía le aguardaban muchas tribulaciones hasta conseguir volver a la
patria para encontrar a su mujer y a su hijo y rescatar su reino de las garras de los pretendientes.
Los recursos de la hechicera explican por qué Ulises había permanecido durante tanto tiempo en
la isla, encantado en el doble sentido del término. Pero tras su terrible experiencia en el Infierno,
Ulises es otro. Presionada por Zeus, Circe lo dejó partir, alertándolo del peligro mortal que
acechaba a los navegantes que se adentraban en las procelosas aguas de Escila y Caribdis, dos
monstruos. Uno de ellos tenía forma de mujer en una mitad del cuerpo y la otra mitad estaba
formada por cuatro cabezas de perros rabiosos que devoraban a los marineros al pasar los barcos
frente a las grutas en las que moraba. El otro monstruo era —y allí sigue en nuestros días, como
saben cuantos hayan navegado por aquellas aguas— un remolino gigante tradicionalmente
ubicado en el estrecho de Mesina, el que separa la Italia continental de la isla de Sicilia.
Antes de atravesar esos parajes, navegando de cabotaje por la costa de Sorrento, frente a la
isla de Capri, gracias a su proverbial astucia Ulises consiguió burlar a las temibles sirenas. Eran
quimeras con cuerpo mitad de mujer mitad de pájaro, con potentes garras, y sus melifluos cantos
atraían y embobaban a los navegantes, llevando sus naves hacia las rocas contra las que
invariablemente chocaban, provocando naufragios y muertes. Ulises, el primer hombre moderno
que se atrevió a desafiar a los dioses —lo había hecho en otros episodios de su accidentado viaje
y seguiría haciéndolo con Poseidón—, pidió a sus compañeros que se taparan los oídos con cera
y que a él lo ataran al palo mayor de la nave. Así consiguió burlar el letal canto de las sirenas.
Hay un cuadro maravilloso de la escuela romántica que reproduce este momento estelar en la
historia de la mitología. También es obra de John Williams Waterhouse y está en la National
Gallery of Victoria de Melbourne. Para un europeo Australia queda un poco lejos, pero el viaje
merece la pena, y no solo por el cuadro, claro.
35

Los dioses y el destino

En doce mil versos repartidos en veinticuatro cantos Homero narra en la Odisea las aventuras y
desventuras sufridas por Ulises en su accidentado viaje de regreso a su amada Ítaca. También
creó otros casi dieciséis mil versos repartidos en veinticuatro cantos para narrar, en la Ilíada, los
episodios que se desarrollaron durante una parte del asedio de la ciudad por las tropas aqueas.
Fue aquella una guerra que duró diez largos años y culminó con el incendio y la destrucción de
Troya.
Son historias que, durante siglos y hasta la introducción de la escritura en Grecia (siglo VIII a.
C.), fueron recitadas en voz alta de generación en generación a lo largo de los siglos. Ambos
relatos se mantienen en pie y no han perdido ni emoción ni vigencia. De la Ilíada emerge un
perfil de héroes de una sola pieza, como esculpidos en el mismo bronce con el que habían sido
forjadas sus lanzas y sus espadas. Aquiles, Héctor, Eneas, Diomedes, Áyax, Príamo, Agamenón
y también Ulises. Lo sabemos casi todo de aquella larga contienda. Héroes hubo a quienes
preocupaba tanto alcanzar la gloria para que no se perdiera su nombre y el rastro de sus hazañas,
como garantía del recuerdo de la posteridad, que con desconcertante frialdad asumieron pagar el
precio más alto que se le puede exigir a un ser humano: perder la vida. Así ocurrió con Aquiles,
que asumió el destino que le había sido revelado por su madre, la diosa Tetis, sin dudarlo un solo
instante, a sabiendas de que podía evitar ir a la guerra, pero que en el caso de ir, moriría. El tipo
de sociedad caballeresca propio de la época micénica y los códigos por los que se regían las
castas guerreras en la Edad de Bronce explican en parte tan sombría determinación. Aquiles fue
el prototipo del héroe de aquella era y, frente a él, Ulises fue el primer hombre moderno.
El rey de Ítaca se humaniza a lo largo de los días aciagos en los que, perdido en el amplio mar
de Poseidón, no lograba dar con la ruta de regreso a Ítaca, donde le guardaba la ausencia
Penélope con una fidelidad cuya tenaz defensa del recuerdo al marido ausente y su elocuente
sufrimiento han conseguido atravesar los siglos hasta convertirse en símbolo de abnegación y
amor, y de sacrificio personal en un tiempo en el que las mujeres maduraban pronto y los
hombres envejecían rápido.
Ulises estuvo veinte años fuera de Ítaca. Penélope le espera y, contagiada de la astucia de su
marido, engaña durante algún tiempo a los pretendientes —que eran más de cien— posponiendo
la fecha para anunciar el compromiso con alguno de los príncipes que ocupaban su casa y
humillaban a su hijo Telémaco. Fijó la boda para cuando terminase un lienzo de lana que tejía
por el día y destejía por la noche. Tres mil años después, la fidelidad de Penélope todavía
conmueve. Es una mujer animosa cuya fortaleza refleja, a su vez, la de Anticlea, madre de Ulises
que asume la fama de dura y sufre en silencio por Penélope, que piensa de ella que tiene el
corazón de piedra. Son dos mujeres extraordinarias, profundamente humanas.
Hay otras mujeres en la Ilíada y en la Odisea que también destacaron durante los días del
asedio. Fueron los casos de Helena, Andrómaca, Briseida, Hécuba o Casandra. Los siglos
guardan su memoria y sus nombres no se han perdido. Las mujeres que se vieron atrapadas en
aquella guerra, nacida de la ambiciosa política estratégica del rey Agamenón de Micenas, dieron
sobradas pruebas de valor ante la inminencia de la muerte, o de resignación frente a la esclavitud,
que en aquella época aguardaba a las mujeres de los vencidos.
Siempre que se habla de la guerra de Troya comparece la figura de la caprichosa princesa
Helena, a la que se asigna el papel de detonante del conflicto por su conducta de esposa infiel,
pero se habla menos —y es mandato de silencio o de menor atención— de otras mujeres que
sufrieron la pérdida de seres queridos o tuvieron que afrontar un destino adverso. Sería el caso de
Briseida, una joven consagrada al culto de Apolo a la que la tradición describe como una mujer
alta, morena y de brillante mirada. Aquiles la tomó como esclava, pero acabó enamorándose de
ella. Homero cuenta que, en un momento concreto del sitio a la ciudad de Troya, el rey
Agamenón, que debió de ser un tipo de ambición y crueldad por encima de la media que se
estilaba en aquella época, decidió tomar a Briseida como parte del botín que le correspondía tras
la victoria en alguna de las escaramuzas libradas en los primeros días del asedio. Aprovechando
que el héroe «de los pies ligeros» había salido de su tienda, se apoderó de la joven sacerdotisa.
Enterado Aquiles, organizó la que podría considerarse la primera huelga de brazos caídos de la
historia en medio de una guerra. Anunció que ni él ni sus temidos mirmidones, la mesnada que le
guardaba una fidelidad lobuna, volverían a combatir bajo los muros de Troya. Fue el principio de
una serie de derrotas que, una tras otra, infligieron las tropas troyanas a las griegas. La situación
llegó a ser tan delicada que Néstor, el prudente rey de Pilos, convenció a Agamenón de que si
quería que Aquiles volviera al combate, tendría que renunciar a Briseida. Así lo hizo. Y Briseida,
que con notable entereza había resistido su renovado infortunio, regresó a los brazos de Aquiles.
En cierto sentido fue una historia de amor en medio de la guerra. La sacerdotisa de Apolo
descubrió, en el trato de aquel héroe taciturno, sensaciones que, tras el desconcierto inicial, la
transportaron hasta estados emocionales superiores que nunca antes había conocido. La relación
de la pareja duró poco. La muerte de Aquiles, tras haber fallecido Héctor y a resultas de un
certero flechazo disparado por Paris, dio paso a la leyenda. Briseida organizó sus honras
fúnebres. Una mujer fuerte que, pese a estar consagrada a Apolo, pudo conocer el amor, el
misterioso y feliz desorden emocional que, mientras dura, permite a los seres humanos rozar la
divinidad.
Como ha ocurrido tantas otras veces en la historia de las guerras que ha conocido la
humanidad, también en la guerra de Troya se formaron dos bloques con diversos grados de
apoyo a los contendientes. En este caso fue el Olimpo el que se dividió. Por diferentes motivos,
los dioses tomaron partido implicándose en la contienda. Afrodita optó por el bando troyano y
protegió a Héctor durante mucho tiempo, retrasando su encuentro fatal con Aquiles. Apolo, que
también luchaba contra los griegos y a favor de los troyanos, socorrió a Paris, y en el transcurso
de diversas escaramuzas lo libró de una muerte segura; más, si cabe, en las postrimerías del
combate final, pues guio el brazo de Paris al disparar la flecha que hirió a Aquiles en el talón,
único punto vulnerable de su cuerpo porque del talón lo había cogido Tetis, su madre, cuando lo
sumergió en las aguas del Estigia, el río del Infierno, para hacer que su cuerpo fuera
invulnerable. Hasta nuestros días ha llegado la expresión «talón de Aquiles» como metáfora de
vulnerabilidad. En el caso de Aquiles, la herida fue mortal.
Otro de los dioses, Poseidón, también tomó partido por los troyanos, y en un apurado trance
envolvió a Eneas con una repentina y espesa niebla, salvándolo de la lanza de Aquiles. Artemisa
estuvo al lado de su hermano Apolo al apoyar la causa de Troya. Ella fue quien retrasó la llegada
de la flota griega, obligando a Agamenón, comandante en jefe de las tropas aqueas, casi a
sacrificar a su hija Ifigenia para propiciar la vuelta del viento que permitiese a los barcos zarpar
rumbo a Troya. Por último, Ares, el dios de la guerra, también se alió con los troyanos y a punto
estuvo de salir malparado, de no ser porque Atenea le echó una mano cuando Diomedes lo
alcanzó con su lanza. Herido, Ares se retiró al Olimpo, desde donde siguió el curso de los
acontecimientos junto a Hermes, que en aquella guerra se había adjudicado el papel de
observador del tipo de los que suele enviar la ONU a los conflictos en los que, en realidad, nadie
quiere mojarse excesivamente.
Atenea protegió a los griegos desde antes incluso de iniciarse la contienda. Y también Hera,
resentida con el troyano Paris al no haber sido elegida por él como la más hermosa en el
concurso de belleza en el que resultó vencedora Helena. Poseidón también optó por el bando
griego, ya que había sido agraviado por un rey troyano llamado Laomedonte, al que había
ayudado a levantar las murallas de la ciudad a cambio de una recompensa que nunca llegó. De
hecho, fue Poseidón quien facilitó que los troyanos se tragaran el engaño del caballo de madera
ideado por Ulises. También Hefesto, el dios del fuego y las fraguas, forjador del famoso escudo
de Aquiles, apoyó a los griegos.
El pasado es prólogo y repetición. En nuestro tiempo, frente a un determinado conflicto, por
ejemplo, una guerra, las grandes potencias se alinean y apoyan a uno u otro bando; en la
Antigüedad, la polarización, como acabamos de ver, alcanzaba a los dioses. El Olimpo se
dividía, y muy de tarde en tarde Zeus ejercía su autoridad y mediaba entre los contendientes con
más éxito, por cierto, que el que consiguen en nuestros días las Naciones Unidas.
Durante el ciclo troyano los dioses, divididos en dos bandos —unos a favor de los griegos y
otros como protectores de los troyanos—, jugaron una de las grandes partidas geoestratégicas de
los tiempos antiguos. Son historias de dioses, de héroes y de simples pero inolvidables mortales.
Entre ellos, como decía, algunas mujeres de gran personalidad, dotadas de una entereza
excepcional. Ya hemos apuntado la entereza de Briseida, pero también sería el caso de
Andrómaca, esposa del príncipe troyano Héctor, el héroe al que mató Aquiles, anticipándose al
destino fatal que aguardaba a Troya. La tradición ha guardado memoria del porte altivo, la
avanzada estatura, la tez morena y el firme carácter de esta mujer, que nació princesa del reino de
Tebas de Misia y fue esposa de príncipe y nuera de rey. La sombra trágica de Aquiles la
persiguió hasta el final de sus días, pues tras la caída de Troya fue tomada como esclava y
concubina por Neoptólemo, el hijo de Aquiles que era conocido como Pirro, el Rubio, pero
también como Alejandro. Al terminar la guerra, Neoptólemo se instaló en el país del Épiro y
casó con Hermíone, que era la única hija de Menelao y de Helena, una joven tan bella como su
madre, pero que resultó ser estéril; una circunstancia frecuente, injustamente tenida como origen
de la caída en desgracia de tantas mujeres a lo largo de la historia. El Rubio tuvo, sin embargo,
tres hijos con Andrómaca. Y cuando un día viajó hasta Delfos para preguntar al oráculo a qué se
debía la esterilidad de su mujer, en el transcurso de un confuso episodio fue asesinado. Siguiendo
la voluntad que en algún momento había expresado Neoptólemo, al quedar viuda Andrómaca
casó con Heleno, su cuñado, pues era hermano de Héctor. Este personaje menor, que tenía el don
de adivinar el futuro, les había acompañado desde el mismo día de la caída de Troya. Ambos
reinaron en el Épiro, no sin antes hacer frente a una conspiración instigada por Hermíone. Como
se puede apreciar, una historia con material apto para convertirse en el guion de una apasionante
serie de televisión. En este caso, un culebrón.
Hablando de mujeres que dejaron huella en aquellos trepidantes días que precedieron o
siguieron a la guerra de Troya, volvemos a encontrarnos con Helena, la bella y caprichosa esposa
del rey de Esparta, que, junto al inconsciente Paris, al fugarse y ponerle los cuernos a Menelao,
le dieron al ambicioso Agamenón la excusa perfecta para ir a la guerra que destruiría Troya,
acabando con el monopolio que aquella estratégica ciudad tenía en el control del peaje del
comercio marítimo a través del estrecho de los Dardanelos, paso obligado para acceder al mar
Negro, y abrirse a comerciar con las gentes de los países en cuyas fértiles llanuras de tierras
negras crecían el trigo y otros cereales que tanto escaseaban en las áridas comarcas de la Grecia
continental. En la Antigüedad, ya lo hemos mencionado, el trigo era un producto estratégico,
como en nuestra época todavía lo es el petróleo, aunque va camino de ceder el liderazgo a favor
de otras energías que no son de origen fósil.
36

La colina de Troya

En la Ilíada Homero narra una parte del asedio de Troya, pero no el final de aquella guerra que
duró diez años. Hay que leer la Odisea para conocer el terrible destino al que se enfrentaron los
confiados troyanos tras conseguir los griegos, gracias a la estratagema ideada por el astuto
Ulises, penetrar en la ciudad y sorprender durante la noche a los vigías. ¿Qué queda de Troya
tres mil doscientos años después del pavoroso incendio que devoró la amurallada ciudad?
¿Existe algún resto de las angustiosas horas de sangre y fuego y del terrible despertar que
sufrieron los habitantes de la mítica ciudad? Sí. Queda el paisaje después de la posterior batalla
contra el tiempo y muchos siglos de olvido.
La colina está en lo que hoy es Turquía. Partiendo de Çanakkale muy temprano, para
aprovechar las claras del día, se llega a Hisarlik. Es la colina que Heinrich Schliemann,
entusiasta arqueólogo vocacional, señaló que había sido el solar de la mítica Troya. Y acertó.
Hoy allí, para ver el pasado, hay que cerrar los ojos ante la inevitable transformación del lugar
en un parque temático que incluye la presencia de variados turistas en apariencia sin grandes
inquietudes culturales. Pese a todo, quien haya leído la Ilíada y la Odisea sentirá un extraño
pálpito si, a partir de lo que queda, se atreve a imaginar lo que fue. Trincheras excavadas,
tambores de columnas desparramados, calles empedradas, muros descubiertos, las gradas de un
pequeño odeón y las ruinas superpuestas de las sucesivas ciudades —hasta nueve— que allí
tuvieron asiento. Si el viajero mantiene cerrados los ojos pero atentos los oídos, tal vez pueda
percibir el eco de las voces del pasado, que todavía hoy transportan los lamentos de aquellos que
tuvieron el peor despertar posible, pues la muerte por la espada o el fuego sorprendió a los
troyanos cuando creían haber derrotado a los griegos en aquel interminable asedio que había
durado diez años. Hasta que al astuto Ulises se le ocurrió el ardid del caballo de madera, en cuyo
vientre se escondió el comando más famoso de la historia, a la espera de la llegada de las
sombras de la noche y el sueño de sus habitantes, para abrir al ejército aqueo las puertas Esceas
por las que cientos de soldados entraron en la ciudad, sembrando la muerte y el caos.
Después, ardió Troya.
De la leyenda del caballo queda en pie una recreación a gran tamaño de un équido de madera,
a cuyo interior se puede acceder por una escalerilla y que, por ser la referencia simbólica de la
Troya de nuestros días, es el obligado punto de referencia para la muy extendida costumbre de
hacer fotos y, más recientemente, selfis. Se diría que parte del personal va a los sitios a dejar
constancia de que ha estado allí, para poder exhibir más tarde en las redes sociales el resultado de
sus capturas fotográficas. Siendo costumbre hasta cierto punto reprochable, no se debe olvidar
que tiene ilustres precedentes. O, en este caso, estultos precedentes. George Gordon Byron grabó
su nombre en un trozo de mármol que había formado parte de una columna del templo de
Poseidón en Cabo Sunion. ¡Lord Byron! El inmortal poeta inglés, encomiable por su obra
literaria y por la romántica entrega de su vida a la causa de la libertad de Grecia en su lucha
contra los turcos. Y porque por aquel entonces todavía no funcionaban las redes sociales, que si
no habría faltado mármol para firmas y grafitos. Hoy, afortunadamente, están rigurosamente
prohibidos.
Volviendo a la Troya excavada en la colina de Hisarlik, se ven pocos libros o guías en manos
de los turistas de la zona, pero todos empuñan un teléfono, dispuestos a perpetuarse contra las
sagradas piedras del lugar. En cualquier caso, pese a que, a medida que avanza el día, los grupos
se van espesando hasta convertirse en pequeños ejércitos, las mesnadas de turistas resultan
inofensivas. Es sabido que hay dos tipos de viajeros: los que saben adónde van, conocen la
historia del lugar y gustan de descubrir nuevos rincones, y los turistas, gente que pasa por los
sitios que visita con más ganas de realizar compras y hacerse fotos que de conocer su historia.
Hay gente para todo, como dejó dicho aquel torero a quien sorprendía que hubiera quien se
dedicaba a enseñar metafísica. Dice Claudio Magris que hay lugares que hablan, y otros callan y
se confían a una elocuencia indirecta que seduce solo a quienes los recorren conociendo lo
sucedido en el sitio. Podría ser el caso de las ruinas de Troya. Volver al libro, volver a la Ilíada,
le devuelve al viajero los ecos de aquella tragedia de la que fueron testigos las piedras que hoy
yacen esparcidas por la colina sobre la que un día se levantaba la orgullosa ciudad de Troya.

Mas así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, congregose el pueblo en torno
de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte a la que la
llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por
las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de
púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron tierra y
erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas,
los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse; y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de
Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.
Así se celebraron las honras de Héctor, domador de caballos.

Así termina la Ilíada. Después, ardió Troya.


37

Ítaca: viaje a la semilla

Sin prisas, siguiendo el consejo del poeta Constantino Cavafis —«Cuando emprendas tu viaje a
Ítaca / pide que el camino sea largo»—, iniciamos un viaje fiel al relato del regreso a Ítaca de
Ulises, el expugnador de Troya. Seguimos también, pero en otro momento, la ruta de Eneas, el
príncipe troyano que consiguió huir con vida de la ciudad en llamas.
Pensando en Zeus y familia como una manera de dejar atrás a toda la prole olímpica, a toda la
realeza de las mitologías griega y romana, y buscar, en el sueño de Ulises y en su regreso a su
añorada Ítaca, una suerte de redención por nuestra osadía, que no blasfemia —la noción de
pecado nace de la concepción cristiana de la culpa—, al hablar y tratar a los dioses en tono
coloquial. Ha sido una pequeña licencia en este siglo nuestro, tan alejado del mundo clásico
mediante planes de estudios en los que las humanidades han sido desterradas por políticos cuya
forma de proceder tanto se ajusta al principio de Hanlon: no se debe atribuir a la maldad lo que
puede ser explicado por simple estupidez.
Hablando de nuestro objetivo, hemos vuelto a algunos de los parajes por los que navegó y
donde arrió velas Odiseo, nuestro Ulises, aquel intrépido y astuto guerrero lleno de recursos que,
junto a sus compañeros en la aventura troyana y solo en el accidentado regreso a Ítaca contado
por Homero, nos legó un relato inmortal que contenía un genial lado práctico. En todas sus
expediciones por mar los griegos siempre embarcaban a alguien —bardo o piloto— capaz de
recitar la Odisea, el portulano oculto que, siglos antes de conocer la brújula, permitía navegar
desde las agitadas aguas del mar Egeo hasta el estrecho de Gibraltar, el promontorio que señala
el acceso del Mediterráneo al océano Atlántico, mar desconocido cuya puerta, para ellos, eran las
Columnas de Hércules. Un mar al que se enfrentaban con el espíritu que Pericles retrató en su
célebre Oración Fúnebre al decir: «Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto
camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos recuerdos». En
el mar o en la guerra, tal y como nos relató Homero de Ulises y sus compañeros, o el citado
Pericles al referirse a sus compatriotas cuando dijo: «Al morir, en ese brevísimo instante
arbitrado por la fortuna, se hallaban más en la cumbre de la determinación que del temor». Tipos
resueltos, a la altura de los riesgos que en aquella época entrañaba la navegación por unas aguas
apenas conocidas.
También recalamos en algunos de los lugares en los que lo hizo el troyano Eneas. A la luz de
las narraciones de Homero y Virgilio, algunos de esos lugares ya no son reconocibles. El paso
del tiempo, los avatares de la historia y el rencor, del que tantas veces se nutre el olvido, los han
destruido o han hecho que resulten irreconocibles. Otros están donde dijeron los poetas que
estaban y mantienen las características que se describen en el caso de la narración de las
aventuras de Ulises, el héroe perdido y perseguido por la ira de Poseidón que vagó errante
durante diez años buscando la ruta de regreso a Ítaca. También son reconocibles las huellas de
Eneas, cuyo destino, como ya hemos contado, con el andar del tiempo le llevaría a plantar la
semilla sobre la que se levantaría Roma. Visto con perspectiva, la conquista de Grecia por las
legiones romanas muchos siglos después fue algo así como una venganza poética de los troyanos
sobre los griegos.
38

Llegada a Ítaca

533. Oyéndola [a la diosa Atenea] se apoderó de todos el espanto. Y sus armas,


escapando de sus manos, cayeron a tierra y los itacenses, deseosos de conservar la vida,
se volvieron a la población. Ulises, entonces, profiriendo espantosos gritos, se lanzó
tras ellos con la rapidez del águila. Mas Zeus despidió ardentísimo rayo que fue a caer a
los pies de su poderosa hija. Entonces Atenea, la de los brillantes ojos, dijo a Ulises de
esta suerte: «¡Laertíada de jovial linaje! ¡Ulises fecundo en recursos! Tente y haz que
termine esta lucha; este combate tan funesto para todos: pues de otro modo el
perspicacísimo Zeus se enojará contigo».
534. Así habló Atenea. Y Ulises, feliz viendo la protección que le dispensaba
incansablemente, obedeció su mandato. Y al punto, la diosa, siempre adoptando la
figura de Mentor, hizo que entrambas partes jurasen perpetua paz, mediante el
acostumbrado juramento.
Odisea, canto XXIV

En el verano del año 1877 Heinrich Schliemann viajó a Ítaca con la intención de recorrer la isla
de abajo arriba rastreando las huellas de Ulises. A las once de la noche del nueve de julio puso
pie en tierra y contrató a un guía que, por cuatro francos, le alquiló su asno para transportar el
equipaje. Cuesta arriba, caminando ya de noche cerrada, llegaron a la humilde morada del guía,
que para cenar solo le pudo ofrecer un trozo de pan y agua de lluvia que estaba caliente. El
arqueólogo, que llevaba desde las seis de la mañana sin probar bocado, anotó en su cuaderno de
viaje —que luego fue la base para un libro— que aquella comida le pareció deliciosa. Al día
siguiente descubrió que en Vathí, la capital, una ciudad que por aquel entonces tenía dos mil
quinientos habitantes, no había hoteles. Pero unas amables señoritas, las hermanas Espacia y
Helena Triantafyllidès, le alquilaron una habitación. Estaba feliz por hallarse en la patria de
Ulises y no reseña queja alguna ante las precariedades del lugar. Se levantaba a las cuatro de la
madrugada, se daba un baño en el mar y, a las cinco, enfilaba monte arriba acompañado de una
cuadrilla de mozos a los que había contratado para que lo ayudaran en las excavaciones. Durante
nueve días pateó la isla por senderos de cabras, excavando y midiendo aquí y allá ruinas y
piedras, y según contó después en su libro Ítaca, el Peloponeso y Troya, llegó a la conclusión de
que el palacio del rey Ulises estuvo en una planicie que hay en el monte Aetos, un paraje elevado
y cercano al istmo que estrecha la isla en su parte central. Schliemann, que era un hombre muy
rico y se haría mundialmente famoso por haber descubierto y excavado las ruinas de Troya y por
desenterrar en Micenas un fabuloso tesoro que creyó que era el del rey Agamenón, vivió con
entusiasmo los nueve días que estuvo en Ítaca rastreando las huellas de su admirado Ulises.
Entusiasmo que se cuela en la descripción que hace de los itacenses que conoció:
Los habitantes de Ítaca son francos y leales, extremadamente castos y piadosos, hospitalarios y caritativos,
vivos y trabajadores, simpáticos y expansivos, limpios y cuidadosos, poseen alto grado de prudencia y
sabiduría, dos sublimes virtudes que recibieron como herencia de su gran ancestro Ulises. Consideran el
adulterio un crimen tan aborrecible como el parricidio, y quien sea culpable de esta mancha es condenado a
muerte sin piedad.

Acto seguido añade que le pareció que la mitad eran analfabetos y que quizá solo uno de cada
cincuenta supiera leer y escribir. Salvo en lo tocante a la castidad, circunstancia explicable en
aquellos tiempos dado el castigo establecido para los adúlteros, del resto de las virtudes
atribuidas por Schliemann a los itacenses el viajero de nuestros días puede dar fe de que siguen
siendo acertadas.
Era mediodía cuando, un veinticinco de julio, llegamos a Sami, un puerto situado al noroeste
de Cefalonia, listos para embarcar hacia Ítaca en uno de los transbordadores que unen aquellas
islas. Íbamos en cubierta, leyendo la Odisea. Tardamos poco en llegar. Con la emoción
contenida, descendimos a tierra en el pequeño embarcadero de Pisaetos. ¡Pisar la tierra de Ulises!
La mística que acompaña al viajero amante del mundo clásico da fuerzas para subir con
impaciencia la empinada cuesta hasta la cima de una colina que bien pudo ser el mítico monte
Aetos, el monte del Águila. Desde la cresta, mirando a derecha e izquierda, uno se puede hacer
idea de las dimensiones de la isla. Poblada de olivos, con algunas viñas y excepcionalmente
naranjos, es pequeña y agreste, pero como dice el propio Ulises en un pasaje de la Odisea, «es
hermosa al atardecer».
La primera impresión es que es una isla demasiado pequeña para ser el origen de una leyenda
tan grande. Quizá tengan razón algunos autores que, aduciendo la frecuencia de terremotos que
se producen en aquella zona y dada la proximidad de la vecina Cefalonia —las separan apenas
dos millas—, opinan que, en los tiempos en los que estuvo allí el reino de Ulises, ambas islas
pudieron estar unidas formando un solo territorio. No es descartable, pero es una hipótesis que
contradice el hecho de que Antínoo, el más brutal y avieso de los pretendientes, se presentó ante
la reina Penélope como rey de Cefalonia.
En fin, en el caso de Ítaca lo de menos es el tamaño. Lo que importa es la memoria viva de la
gloria que, más de treinta siglos después, sigue acompañando el lugar en el que nació Ulises,
aquel guerrero pródigo en recursos y artimañas, el más famoso de cuantos caudillos lucharon en
la guerra de Troya.
Para cualquiera que haya leído la Ilíada y la Odisea antes de los veinte años, llegar a Ítaca es
pisar tierra sagrada. Es desembarcar y sentir una extraña emoción. Se comprende perfectamente
la que decía sentir Schliemann. La infancia de Ulises sale al encuentro de uno, y también su vida
antes y después de la caída de Troya. Sus correrías de cazador en compañía de Argos, el fiel
perro moloso que en una ocasión lo libró de una muerte segura, pero no de la dentellada del
jabalí que le dejó una cicatriz a la altura de la rodilla, gracias a la que un día, al regresar a Ítaca
tras veinte años de ausencia, sería reconocido.
El paso del tiempo y las variaciones del clima cambian los paisajes, pero cuando hay mar de
por medio el cielo y la línea del horizonte permanecen. Si por un instante uno cierra los ojos,
puede sentir el latido del pasado. Es cuestión de proponérselo. La devoción por el héroe más
famoso de la Antigüedad hace que el viajero llegue a la isla con un ejemplar de la Odisea en las
manos y, camino de Vathí, se desvíe de la ruta para volver a subir por la otra ladera del monte
Aetos. Después, tras emprender de nuevo el camino, la memoria de Ulises sale al encuentro en
un tramo de carretera cubierto por la niebla, que inopinadamente se despejará al llegar a la altura
de la bahía de Forcis, el lugar en cuya playa según el relato homérico los marineros de Feacia
desembarcaron a Ulises, también identificada por Schliemann. Lo dejaron dormido sobre la
arena y, junto a él, depositaron los regalos, entre otros el famoso trípode de bronce, obsequio del
rey Alcínoo, padre de la princesa Nausícaa, la criatura más entrañable de cuantas conoció Ulises
en su accidentado viaje de regreso a la patria. Tras despertar y reconocer que por fin estaba de
vuelta en casa, con gran sigilo Ulises trasladó los regalos a una gruta que está a pocos metros de
la playa, en una ladera cercana. Es la famosa cueva de las Ninfas. Hasta allí sube el viajero para
contemplar el panorama y cerrar el libro con el relato de Homero justo en el pasaje que describe
la llegada a la patria del héroe tras veinte años de ausencia.
Todo resulta emocionante en el viaje a Ítaca. Y todo está en Homero. Quien de joven haya
leído la Ilíada y la Odisea y no haya vuelto después a Homero es probable que de Ulises solo
retenga los aspectos más llamativos de su aventura. La guerra de Troya, con su decisiva
participación en el asedio y la caída de la mítica ciudad; los peligros y los naufragios sufridos
hasta conseguir regresar a Ítaca, el hogar en el que le esperaban su mujer Penélope y su hijo
Telémaco. Pero si, pasado el tiempo, uno vuelve a Homero y ha tenido la fortuna de poder viajar
a los lugares mediterráneos en los que se desarrollaron todas aquellas historias, es probable que
de ambas experiencias emerja una nueva mirada respecto del personaje que fue aquel Ulises, hijo
de Laertes y Anticlea, «hombre astuto de múltiple ingenio».
En la tenacidad demostrada por Ulises al afrontar todo tipo de dificultades en el viaje de
regreso a Ítaca, más allá del triunfo de la voluntad, rasgo esencial del hombre de acción que nada
ni a nadie teme, se puede apreciar un hecho que marca la diferencia entre el héroe, que ha de
cumplir su destino asistido por la divinidad, y el hombre corriente, aquel que solo confía en sus
fuerzas, pero sabiendo que el destino no está escrito en las estrellas.
Frente a las murallas de Troya, Ulises, protegido por Atenea, es el héroe. En el regreso, tras la
guerra, perdido y náufrago perseguido por la ira de Poseidón, es otro Ulises. Solo es un hombre,
quizás el primer hombre moderno. Altivo para rechazar la inmortalidad, pero no para dejarse
arrastrar por la ira en la batalla. No era Aquiles, porque Ulises no buscaba la muerte como
camino hacia la gloria. Aunque a veces era un fanfarrón, como demostró en el episodio del
cíclope en Sicilia, la isla del Sol, cuando, tras conseguir librarse por los pelos de ser devorado
por Polifemo, a quien engañó diciéndole que se llamaba Nadie, después de dejarlo ciego, le
vuelve a meter el dedo en el ojo restregándole su hazaña. «Si te preguntan quién te cegó —
increpa al cíclope—, diles que fui yo. ¡Ulises, hijo de Laertes, rey de Ítaca!» Pura chulería.
Jactancia propia de piratas o marineros.
En un plano simbólico, fue el primero que, al desafiar a Poseidón, mostró un camino para
cortar la cadena psicológica de sumisión forjada a través del miedo a los dioses que, tal y como
siglos después proclamaría Epicuro de Samos, era el origen de la religión.
Nosotros tenemos una ventaja, podemos quedarnos con ambos: el héroe, el audaz, el astuto
capaz de idear el ardid del caballo de madera, y el hombre valiente y tenaz que añora su patria, a
su mujer y a su hijo. Los dos son Ulises y todo empezó en Ítaca, cuando, según la tradición,
Anticlea, su madre, en el trance de parir, fue sorprendida por la lluvia en el monte Nérito y el
temporal le impidió regresar a tiempo al palacio familiar. Allí, a la intemperie, trajo a este mundo
a un varón que, con el paso del tiempo, se convertiría en leyenda, en el héroe más famoso de la
Antigüedad. Un hombre mimado por la inmortal Palas Atenea, la diosa de los ojos garzos.
Apéndice
Árboles genealógicos
Bibliografía

ALBERTI, Rafael, Roma, pericolo per i viandanti, Roma, Passigli, 2004.


BURKERT, Walter, El origen salvaje, Barcelona, Acantilado, 2011.
CAVAFIS, Constantino, Obra completa, Pedro Bádenas de la Peña (trad.), Córdoba, Almuzara,
2017.
CICERÓN, Marco Tulio, Sobre la adivinación. Sobre el destino. Timeo, Ángel Escobar (trad.),
Madrid, Gredos, 1999.
ESQUILO, Tragedias completas, José Alemany y Bolufer (trad.), Madrid, EDAF, 2011.
FERNAU, Joachim, Una historia de los griegos, Madrid, EDAF, 1992.
FINLEY, Moses, El mundo de Odiseo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.
FLAXMAN, John, «La Ilíada de Homero», en Obras completas de Flaxman, grabadas al contorno
por don Joaquín Pi y Margall, Madrid, M. Rivadeneyra, 1860.
GARCÍA LÓPEZ, José, La religión griega, Madrid, Istmo, 1995.
GRIMAL, Pierre, Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona, Paidós Ibérica, 2010.
GUTIÉRREZ SÁNCHEZ, Osvaldo, Pericles y la Democracia ateniense en el siglo V a. C. a través del
Discurso Fúnebre, Terceras Jornadas Nacionales de Historia Antigua, Universidad Nacional
de Córdoba, 2009.
HERÓDOTO, Los nueve libros de la Historia, María Rosa Lida de Malkiel (trad.), Buenos Aires,
Losada, 2009.
HESÍODO, Teogonía. Trabajos y días, Adelaida Martín Sánchez y M. Ángeles Martín Sánchez
(trads.), Madrid, Alianza Editorial, 2011.
HIPÓCRATES, Tratados hipocráticos, I, Carlos García Gual (trad.), Madrid, Gredos, 1983.
HOMERO, La Ilíada, Emiliano Aguado (trad.), Madrid, EDAF, 2000.
—, Ilíada, Emilio Crespo Güemes (trad.), Carlos García Gual, rev., Madrid, Gredos, 2004.
—, Odisea, José Manuel Pabón (trad.), Madrid, Gredos, 1993.
—, Odisea, Carlos García Gual (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2004.
—, L’Illiade, C. M. R. Leconte de Lisle (trad.), Scotts Valley, CreateSpace Publishing Platform,
2016.
—, L’Odysée, C. M. R. Leconte de Lisle (trad.), Scotts Valley, CreateSpace Publishing Platform,
2016.
HUMBERT, Jean, Mitología Griega y Romana, Barcelona, Gustavo Gili, 2017.
KAZANTZAKIS, Nikos, España y viva la muerte, Joaquín Maestre Albert (trad.), Madrid, Júcar,
1977.
KERÉNYI, Karl, Los héroes griegos, Madrid, Atalanta, 2009.
LLEDÓ, Emilio, Fidelidad a Grecia, Madrid, Taurus, 2020.
LUCE, J. V., Homero y la edad heroica, Barcelona, Destino, 1984.
MATVEJEVIC, Predraj, Nuestro pan de cada día, Barcelona, Acantilado, 2013.
MAYR, Franz K., La mitología occidental, Barcelona, Anthropos, 1989.
PAUSANIAS, Descripción de Grecia, María Cruz Herrero Ingelmo (trad.), Madrid, Gredos, 1994.
—, Descripción de Grecia, libro X, Antonio Tovar (trad.), Barcelona, Orbis, 1986.
PORFIRIO, Vida de Pitágoras. Argonáuticas órficas. Himnos órficos, Miguel Periago Lorente
(trad.), Madrid, Gredos, 1987.
SCHLIEMANN, Heinrich, Ítaca, el Peloponeso, Troya, Hugo Francisco Bauzá (trad.), Madrid,
Akal, 2012.
SCHRÖDINGER, Erwin, La naturaleza y los griegos, Barcelona, Tusquets, 1997.
SENDÓN DE LEÓN, Victoria, Agenda pagana, Madrid, Horas y Horas, 1991.
TUCÍDIDES, Historia de la Guerra del Peloponeso, libros I-II, Juan José Torres Esbarranch (trad.),
Madrid, Gredos, 1990.
VANDENBERG, Philipp, El secreto de los oráculos, Barcelona, Destino, 1991.
VERNANT, Jean-Pierre, Mito y sociedad en la Grecia Antigua, Madrid, Siglo XXI, 2003.
VIRGILIO MARÓN, Publio, Eneida, Javier Echave-Sustaeta y José Luis Vidal Pérez (trads.),
Barcelona, RBA, 2008.
Zeus y la familia. Dioses, héroes y templos
Fermín Bocos

No se permite la reproducción total o parcial de este libro,


ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción
de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes
del Código Penal)

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)


si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com
o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© 2022, Fermín Bocos Rodríguez

© del diseño de la cubierta, Planeta Arte & Diseño


© de la fotografía de la cubierta, Pictore/Getty Images

© Editorial Planeta, S. A., 2022


Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2022

ISBN: 978-84-344-3520-9 (epub)

Conversión a libro electrónico: Realización Planeta


¡Encuentra aquí tu próxima lectura!

¡Síguenos en redes sociales!


El ritmo infinito
Spitzer, Michael
9788434436107
592 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

En el transcurso de la historia, la música nos ha definido como especie. Sin embargo, es una
parte ignorada del relato de nuestros orígenes. En busca de ese cosmos musical, este libro nos
ofrece un viaje estimulante sobre la relación del ser humano con este arte. Una obra
extraordinariamente tejida que abarca desde su evolución hasta los daños del colonialismo
musical, pasando por un enfoque más científico sobre cómo responde el cerebro a la experiencia
de músicos y aficionados.

Una lectura para reflexionar sobre la importancia de la música y su presencia en nuestras vidas.

Cómpralo y empieza a leer


La fantasía de volar
Dawkins, Richard
9788434436152
336 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

¿Por qué soñamos con volar? ¿Cuál es el origen evolutivo de las alas? ¿Qué caracteriza a las
máquinas voladoras ideadas por el ser humano? ¿Qué nos sugiere la imagen de seres como los
ángeles o las hadas? A preguntas como estas responde este extraordinario libro que trata sobre la
manera en que las criaturas del mundo natural y los humanos han desafiado la gravedad a lo
largo de la historia. En nuestro deseo de imitar a los pájaros, hemos creado aparatos tan
singulares como el globo aerostático, el avión o el helicóptero, e incluso hemos logrado alcanzar
el espacio. Por su parte, algunos animales han desarrollado las alas, mientras que determinadas
especies las han perdido. Si a esto le sumamos invenciones como las alfombras mágicas, Pegaso
o Harry Potter, no cabe duda de que son innumerables las alusiones que demuestran que el arte
de volar siempre nos ha fascinado. Esta obra es un asombroso ensayo que revela las distintas
formas de vuelo presentes en la historia de la humanidad y en disciplinas tan complejas como la
biología y la física, así como en la literatura, el arte y la mitología. «Ciencia e imaginación toman
vuelo juntas en esta obra dedicada a los habitantes de los cielos.» The Wall Street Journal

Cómpralo y empieza a leer


Cómo ser un estoico
Pigliucci, Massimo
9788434427532
256 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

No sabemos qué te ha llevado a sentir curiosidad por este libro. Tal vez estés pasando por una
etapa con un alto nivel de estrés. Quizás sufres una gran saturación de trabajo. O estás
empezando a com - prender las responsabilidades que conlleva tener un hijo. O pue - de que
estés viviendo una tormenta emocional como consecuencia de una nueva relación fallida. Sea lo
que sea, seguro que puedes encontrar las palabras justas dentro de la sabiduría estoica.
El estoicismo es una filosofía práctica cuyo mensaje esencial es: no podemos con - trolar lo que
nos pasa, pero sí cómo respondemos a ello. Cuando nos hacemos pre - guntas tan corrientes
como «¿Qué puedo hacer para controlar mi rabia?», «¿Qué debo hacer si alguien me insulta?»,
«¿Qué puedo hacer para no sentir temor ante la muerte?», o incluso «¿Cómo debería gestionar
los éxitos que obtengo?» lo que en realidad nos estamos preguntando es de qué forma
deberíamos vivir nuestra vida para ser más felices. Y no parece una cuestión sencilla de
responder… En Cómo ser un estoico, el filósofo Massimo Pigliucci ofrece el estoicismo, la
antigua filosofía que inspiró al gran emperador Marco Aurelio, como el mejor camino para
conseguirlo. Mediante una conversación entre el mismo Pigliucci y Epicteto, el antiguo esclavo
convertido en maestro, y un sinfín de consejos, ejercicios prácti - cos y propuestas de meditación,
este libro se convierte en la guía esencial para vivir la vida según las pautas del estoicismo y
encontrar las soluciones que esta filosofía práctica puede aportar a nuestros problemas modernos

Cómpralo y empieza a leer


Observar el arroz crecer
Ceballos, Julio
9788434436145
512 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

China no surge de la nada, viene de muy lejos y no va a desaparecer. Pero ¿por qué importa
China? ¿Cómo va a ser el mundo cuando lo lidere? ¿Son felices los chinos? ¿Cómo piensan?
¿Con qué tipo de futuro sueñan? ¿Y cómo vamos a competir con ellos?

China va camino de convertirse en la primera potencia mundial, y este será el mayor desafío
geopolítico de los próximos años. A partir de ahora entender a los chinos resultará decisivo. Ni
nuestros dirigentes ni nosotros estamos preparados, por eso es más importante que nunca
comprender los principales aspectos que conciernen a este desconocido país.

Este libro es un retrato revelador de la actualidad de China y de nuestro propio futuro. Un relato
apasionante escrito por alguien que, tras muchos años conviviendo y haciendo negocios con sus
gentes, aporta una visión lúcida y humanista que sorprenderá al lector. Con una escritura cercana
y entretenida, Julio Ceballos, profundo conocedor de sus costumbres, nos explica las claves para
comprender a fondo la mentalidad china. Un libro que muestra un país caleidoscópico y
fascinante, que desmonta falsos mitos y da respuesta a las dudas que plantea el fenómeno chino,
desentrañando su compleja realidad y aportando al lector las herramientas para adaptarse al
futuro de un mundo made in China.

La era de China no ha hecho más que empezar. Merece la pena comprenderla.

Cómpralo y empieza a leer


Meditaciones
Marco Aurelio
9788434423688
144 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Marco Aurelio escribió sus Meditaciones durante los descansos de sus actividades políticas y
bélicas. Estas reflexiones tenían el propósito de recordarle las máximas fundamentales del
estoicismo y de ayudarle a aplicarlas en su día a día para no desviarse del objetivo primordial: ser
mejor persona. Organizadas en doce libros, versan sobre temas universales y atemporales como
la fugacidad del tiempo o la manera correcta de conducirse en la vida.

Estos textos llenos de sabiduría nos enseñan a aprender a vivir con humildad y a protegernos de
las agresiones del exterior, los vaivenes de la fortuna y los peligros de las pasiones.

Cómpralo y empieza a leer

También podría gustarte