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II) El género
Publicado en el Libro Recomenzar. Amor y poder después del divorcio, Cap. 5, Irene
Meler, Buenos Aires, Paidós, 2013
II-1) Introducción

Este estudio sobre familias ensambladas se inscribe dentro del campo interdisciplinario
de los Estudios de Género. Por tal motivo resulta adecuado realizar una actualización
acerca de esta herramienta teórica.
Asimismo, se requieren algunos comentarios sobre el modo en que funciona el sistema
de géneros, entendido como un dispositivo de regulación social, como un organizador
mayor del orden simbólico vigente y como una poderosa usina de construcción
subjetiva.

II-2) El carácter transdisciplinario del concepto

II-2/a) El género como categoría para el análisis social y subjetivo


El concepto de género es el resultado de una migración teórica que se ha producido
entre diversos campos del conocimiento. John Money (1955), su creador, lo trasplantó
desde el ámbito de la lingüística, donde se ha utilizado para clasificar a los sustantivos
en masculinos, femeninos y neutros, hacia la medicina, y de modo específico hacia el
estudio de los estados intersexuales. La formación de Money, psico neuro
endocrinólogo y neonatólogo, se inscribió en las ciencias biológicas, por lo tanto, no es
aventurado suponer que si existiera un sesgo en sus estudios, este se inclinaría hacia el
reduccionismo biologista, al que tantos estudios médicos nos han acostumbrado. Sin
embargo, el creador del concepto se vio sorprendido por la predominancia de los
factores adquiridos por sobre las determinaciones innatas. En efecto, el sexo era
pasible de ser estudiado de acuerdo con un modelo que Money creó: el sistema sexo-
género. Este sistema está integrado por los diversos factores biológicos que
determinan el sexo biológico de cada persona. El sexo genético, el sexo gonadal, el
sexo hormonal, los caracteres sexuales primarios y los caracteres sexuales secundarios,
fueron las categorías que tomó en cuenta en primera instancia. Sin embargo, advirtió
que en los estados intersexuales, no existía una correlación significativa entre esos
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factores que integraban lo que después denominaría como el sistema sexo-género y


las características subjetivas relacionadas con la masculinidad o con la feminidad. Lo
que determinaba de forma prioritaria el sentido de masculinidad o de feminidad de
cada sujeto estudiado, era un factor que Money denominó como “asignación de
género”. De este modo aludió a la creencia de los padres, informados por su propia
percepción y por el sistema médico, acerca del sexo del niño.
Si bien Money enfocó su estudio sobre los casos individuales, esta constatación se
extendió hasta la afirmación de la existencia de un sistema que también abarca el
ámbito de lo social histórico. La respuesta humana ante los infantes está polarizada; se
trata a las niñas y a los varones de modos diferentes. Esta actitud diferencial y
polarizada, se extiende desde el nacimiento1 hasta el momento de la muerte, tal como
lo expresó el autor. Es entonces la actitud parental, que a su vez es portadora del
imaginario colectivo (Castoriadis, 1992 y 1993) y de los sistemas simbólicos (Lacan,
1984 a y b; 1985) que organizan la experiencia social y subjetiva, la que plasma la psico
sexualidad del sujeto.
Robert Stoller (1968), un psicoanalista norteamericano, importó este concepto al
campo del psicoanálisis. Este autor manifestó que, una vez establecido el “gender
core”, o núcleo de la identidad de género, logro evolutivo que se establece de modo
inicial al año y medio de edad, si, como ocurre en los estados intersexuales, se realiza
una asignación de género que desde la perspectiva bio médica se descubre luego como
errónea, la reversión de este proceso se hace imposible cuando han transcurrido tres
años de vida. Por lo tanto los proyectos, las imágenes, las palabras del semejante,
adquieren mayor poder para plasmar la realidad subjetiva que el que se puede atribuir
a factores en apariencia más sustanciales, tales como los genes, los gametos o las
hormonas.
Es por eso que la denominación de sistema sexo género fue utilizada por Gayle Rubin
(1975), una antropóloga feminista, ya no para referirse a la fórmula que determina el
sexo de un sujeto, sino para describir un dispositivo de regulación social. Desde la
perspectiva antropológica, el objeto de estudio pasa por la cultura, e incluye desde el
modo de producción de la existencia y el sistema de organización política, las
representaciones y valores colectivos, hasta la forma que adquieren el parentesco, las
1
En la actualidad, desde el momento en que la ecografía brinda información acerca del sexo del feto.
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familias y las subjetividades características de un lugar y una época. Desde este


abordaje macro social y simbólico, Rubin consideró que todas las sociedades humanas
regulan de algún modo las uniones sexuales permitidas y las que están prohibidas.
Sobre la base de este modelo, que la autora toma de la Antropología Estructural
creada por Claude Lévi Strauss (1945), se crea el parentesco. Son parientes aquellos
sujetos relacionados de modo genético o los que se alían porque su unión sexual está
permitida. La consanguinidad y la alianza, dos principios en constante tensión, como
bien lo captó Sigmund Freud cuando se refirió al Complejo de Edipo, contribuyen a
construir la organización social, que en las comunidades pre-estatales se ha basado, de
modo prioritario, en los lazos del parentesco. La posición ocupada por las mujeres, en
lo que la autora denominó “el tráfico de mujeres”, difiere de modo radical de aquella
asignada a los varones. Las diferencias subjetivas entre mujeres y hombres, que se han
observado a través de la historia, derivan del estatuto reificado de las mujeres y de la
dominancia social de los varones. Son las subjetividades que corresponden a los
intercambiadores y a las intercambiadas2.
El concepto de género, surgido de estudios biológicos, se extiende a todos los niveles
de análisis que configuran campos disciplinarios cuyo objeto se refiere a los seres
humanos. Desde los abordajes socio simbólicos, tales como los que han desarrollado
científicos sociales como Maurice Godelier (1986) y Pierre Bourdieu (1991), pasando
por desarrollos propios de las ciencias políticas, en los que las teorías feministas han
sido muy prolíficas (Pateman, 1995; Anderson, 1999; Birgin, 2000, entre otras) ,
continuando con los estudios micro sociales (Roldán y Benería, 1987; Geldstein, 1994 y
2004; Jiménez Guzmán y Tena Guerrero, 2007; Burin et. al; 1990; Meler, 1996, entre
muchos otros), hasta llegar al análisis de la subjetividad (Chodorow, 1984 ; Benjamin,
1996 y 1997; Burin y Meler, 1998 y 2000, etcétera), -ya sea que se realice desde una
perspectiva intersubjetiva o se enfoque en lo intrapsíquico-, este concepto nos asiste
de modo muy productivo.
Dada la importancia que tiene el psicoanálisis en mi marco teórico, debo destacar el
esfuerzo realizado por Emilce Dio Bleichmar (1985 y 1997) para refutar las posturas
que consideran que el concepto de género es exterior y no pertinente para el campo
psicoanalítico. En su extenso y cuidadoso trabajo de tesis (Dio Bleichmar, 1997) toma
2
Para un análisis más detallado, ver la sección dedicada al estudio de las familias
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como interlocutores a los psicoanalistas agrupados en las asociaciones internacionales


con el fin de demostrar que la subjetividad se construye, o como dice la autora, se
troquela, en un contexto donde la asignación de género inaugura proyectos
identificatorios disímiles para mujeres y varones. Siguiendo un modelo inspirado en
Laplanche, la autora postula una implantación exógena de la sexualidad en las niñas,
quienes en su carácter de objetos de un deseo cargado de connotaciones abusivas, son
de algún modo violentadas en su inmadurez por una mirada masculina deseante que
de ese modo afirma un narcisismo sustentado en la capacidad de dominación. En su
obra anterior realizada con este enfoque teórico y dedicada a las histerias, la autora
ha estudiado la paradoja, difícil de resolver, que han enfrentado las mujeres en un
orden cultural donde su deseo atenta contra el narcisismo, entendido como estima de
sí. El doble código de moral sexual (Freud, 1908) y la consideración de las mujeres
desde una perspectiva androcéntrica, como objetos del deseo masculino, crea una
situación en la cual se les requiere ser deseables, pero no deseantes. Ante esta
encerrona, muchas mujeres han optado por hacerse amas de su deseo, tal como lo
expresa Dio Bleichmar, con el fin de preservar su narcisismo, sacrificando la
satisfacción pulsional. Si el goce erótico se ofrece en un contexto de degradación moral
y social, las inhibiciones sexuales se instalan en el psiquismo femenino.
Es en Estados Unidos donde el psicoanálisis ofrece desarrollos importantes que
articulan el concepto de género con el enfoque intersubjetivo. Los trabajos de Nancy
Chodorow, de Jessica Benjamin; de Virginia Goldner y muchas otras autoras, dan
muestras de la fertilidad que ofrece este concepto cuando se pone a trabajar al
interior de un marco teórico psicoanalítico. Los objetos de estudio han sido diversos,
desde el Super yo femenino (Gilligan, 1982), el ejercicio de la maternidad (Chodorow,
1984), la dominación erótica (Benjamin, 1996), el vínculo intersubjetivo (Benjamin,
1997), la relación analítica (Chodorow, 1989, Benjamin, 1997) hasta revisiones del
mismo concepto de género (Goldner, 2003). Estos estudios aportan de modo muy
relevante para un desarrollo del campo del psicoanálisis con orientación en género.
Mi pensamiento ha sido influido por los aportes de todas esas autoras y he realizado
un trabajo de deconstrucción y de análisis crítico de los pilares del edificio freudiano
acerca de la sexualidad femenina y de la feminidad (Meler, 1987, 1992, 1993, 1998,
2000 a y b, 2005, 2007). He propuesto algunos modelos alternativos para reflexionar
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acerca de la atribución de pasividad que Freud, a pesar de sus vacilaciones manifiestas,


realiza acerca de las mujeres. Otros aspectos sobre los que planteo relatos diferentes
al psicoanálisis freudiano se refieren al narcisismo y al masoquismo femenino.
También he dedicado algunos esfuerzos al estudio de la formación Super Yo,
realizando un análisis comparativo entre las características masculinas y las que
predominan en este aspecto entre las mujeres. Expondré estos desarrollos en el
apartado dedicado a la articulación entre Psicoanálisis y Género.

II-2/b) El binarismo moderno y su influencia en los debates sobre el concepto de género


Como he expuesto en publicaciones anteriores, (Meler, 2000b), en los numerosos
debates que se plantean de modo constante sobre esta herramienta teórica, se
barajan algunas antinomias mediante las cuales la tendencia hacia la polaridad, tan
bien descrita por Bourdieu, (1991) intenta ordenar la experiencia. La tensión entre la
importancia asignada a los factores innatos y la que se atribuye a los adquiridos, puede
también conceptualizarse como el debate ya clásico, entre Naturaleza y Cultura. Otros
pares en apariencia opuestos, se refieren al deseo, categoría teórica fundamental en
los discursos psicoanalíticos, y el poder, una categoría de análisis propia de los estudios
sociales. De hecho, existe una tensión entre los estudios de la subjetividad y los
estudios sociales, o sea, de modo más específico, entre el psicoanálisis y la sociología.
Dentro del campo de los estudios psicoanalíticos, es interesante explorar la tensión
opositora que se ha planteado entre los conceptos de Narcisismo y el de Pulsión, así
como la que opone el estudio del carácter a la elección de objeto sexual. Finalmente,
existe una cierta división dentro de los estudios sobre la feminidad y la masculinidad,
entre quienes prefieren el concepto de diferencia sexual y quienes utilizamos el
concepto de género como categoría analítica.
Si intentamos identificar las ideas básicas que subyacen a estos debates teóricos,
veremos que, en el caso de Natura vs. Nurtura, lo que está en juego es la posibilidad
de cambio social. En efecto, si las características psíquicas de varones y de mujeres se
sustentan en última instancia en el cuerpo erógeno, o sea, si adscribimos a un
psicoanálisis endogenista e individualista, los márgenes para la transformación de los
roles de género y de las prácticas sociales convalidadas son estrechos. Se confunden
con facilidad las tendencias culturales alternativas con trasgresiones a un supuesto
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orden natural. Esta tendencia naturalista dentro del psicoanálisis fue discutida con
mucha eficacia por Gerard Mendel (1990), autor que cuestiona el recurso a una
pseudo biología, de carácter imaginario y alejada de los avances de las ciencias
biológicas contemporáneas, de lo que da testimonio la persistencia freudiana en
sostener la herencia de los caracteres adquiridos, una hipótesis hoy caduca. También
cuestiona la tendencia universalista de muchos trabajos psicoanalíticos y su referencia
a una supuesta naturaleza humana. Asimismo plantea objeciones al determinismo
estricto, que, de ser tomado a la letra, pondría en cuestión el sentido de la terapia
psicoanalítica.
La opción por la eficacia de los factores adquiridos es entonces una elección que no se
limita al campo de las ideas, sino que adquiere connotaciones políticas, ligadas a las
propuestas feministas a favor de un cambio social que promueva la equidad entre los
géneros. Si la posibilidad de transformaciones en el orden simbólico ancestral y en las
prácticas e instituciones sociales básicas, tales como las familias, el mercado de trabajo
y la participación política, es amplia, el camino para las transformaciones sociales de
las relaciones de género queda abierto. Por el contrario, si se tiende a naturalizar
determinados arreglos colectivos y referirlos a un ordenamiento simbólico que
responde a estructuras invariantes, concebidas de modo descontextualizado con
respecto de las prácticas económicas y políticas, surgen, como ha ocurrido al interior
del campo del psicoanálisis, posturas que se enrolan en un conservadorismo social.
La tensión entre el psicoanálisis y los estudios sociales deriva en buena medida de una
inevitable tendencia reduccionista, ya que los expertos en un campo de estudios
tienden a considerar que los otros niveles de análisis de los procesos que toman como
objeto son subsidiarios con respecto de aquel en el que han formado su pensamiento y
desarrollan su tarea. Sin embargo, esta dificultad puede superarse si nos planteamos
una discusión sobre la índole de lo inconsciente. Si lo concebimos estructurado como
un lenguaje, y olvidamos que los lenguajes son un producto cultural elaborado a través
de la historia social, o si lo pensamos como habitado por pulsiones que no acceden a la
representación por causa del conflicto entre instancias, estamos pensando un
inconsciente endógeno, biológico y/o estructural - atemporal. Por el contrario, si
tomamos del campo de las ciencias sociales el concepto bourdiano de inconsciente
social (Bourdieu, 1991), y del campo de la escuela psicoanalítica de las relaciones de
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objeto la idea de un inconsciente plasmado sobre relaciones de objeto cargadas de


afectividad y de deseos amorosos y hostiles (Kernberg, 2005), estamos pensando en un
inconsciente relacional, cuyo contenido varía de acuerdo con los criterios históricos, o
sea con los modelos de pensamiento y con los impensables de cada época (Fernández,
A.M., 1993). De este modo la tensión opositora se diluye, porque lo inconsciente es
siempre, de algún modo, social3. Esta es una perspectiva muy diversa del planteo
junguiano, que postulaba un inconsciente colectivo sustentado sobre arquetipos
atemporales.
Sobre esta cuestión, Emiliano Galende (1997) ofrece un modelo en el cual plantea la
existencia de tres órdenes de temporalidad histórica que considera presentes en la
subjetividad:
1) Una temporalidad referida a la filogénesis, a la que refiere el funcionamiento
de las organizaciones libidinales, gran parte de la erogeneidad, la satisfacción
sexual y la reproducción.
2) Un aspecto relacionado con los invariantes de la cultura, referidos a la función
del otro en la estructuración del psiquismo y que afectan el Edipo, la castración,
la represión, el inconsciente reprimido, etcétera.
3) Una temporalidad epocal ligada a aspectos tales como la organización de las
familias, la crianza, las identidades sexuales y su valoración, los ideales, normas,
formas de sociabilidad, etcétera.
Para los fines de este estudio, el aspecto que me resulta de mayor interés se refiere a
esta tercera temporalidad. Sin embargo, si aceptamos la existencia de algunos
invariantes estructurales que es necesario respetar para el logro de una construcción
psíquica compatible con cierto grado de satisfacción subjetiva y con la reproducción e
innovación social, deberemos considerar si las actuales tendencias de las formas de
familiarización los toman en consideración de modo suficiente. Uno de los aspectos
que considero de mayor importancia, se refiere a la necesidad de apego a figuras de
amparo durante la infancia. El alcance de los aspectos considerados invariantes y los
límites de la flexibilidad de los sujetos para estructurar el psiquismo de modos
alternativos, constituye un tema de debate de gran importancia en las sociedades

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Esta postura contradice de modo explícito la aspiración freudiana, expresada en el Esquema de
Psicoanálisis (1938), de lograr que la psicología se convirtiera en una ciencia natural.
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contemporáneas, caracterizadas por el carácter vertiginoso de los cambios sociales,


que sin embargo, coexisten con modelos y valores tradicionales.
Si consideramos que el sujeto adviene a un mundo regulado por los sistemas de
género (y también de clase, de etnia, y de orientación sexual), comprenderemos que,
aunque los grandes principios organizadores del psiquismo son semejantes para todos,
los proyectos identificatorios de los padres y las alternativas instituidas favorecen que
los destinos de pulsión presenten tendencias diferenciales por género. Por supuesto,
en cada caso intervienen los factores idiosincrásicos del sujeto, que no es posible
reducir de modo totalizador a las determinaciones del contexto, y que son
responsables de las múltiples variantes subjetivas, entre las que resultan relevantes las
formas peculiares de construir el género. Pero esta consideración no se contradice con
la observación de tendencias subjetivas diferenciales según el género.
Las defensas predominantes, tal como lo dijo Freud en 1908, son la represión para las
mujeres, que por ese motivo presentan mayores padecimientos neuróticos, y la
desmentida para los varones, que suelen caracterizarse por rasgos de perversión, o por
trastornos de carácter, lesivos más que para ellos, para su entorno. La sexualidad
femenina ha tenido de modo ancestral, un destino de inhibición, aún no superado de
modo completo. La hostilidad femenina se ha vuelto contra el propio ser, lo que
explica, entre otros factores, la elevada prevalencia de estados depresivos entre las
mujeres. Entre los hombres, la sexualidad ha sido objeto de un estímulo que se
transforma con facilidad en presión hacia un ejercicio sexual destinado al alarde
narcisista, caracterizado por el coleccionismo sexual y por la degradación del objeto
erótico (Marqués, J. V., 1987; Meler, 2000ª y b). La hostilidad ha sido estimulada y su
eficaz implementación confrontadora se transforma en un emblema del narcisismo
masculino (Burin, 2000, Meler, 2000b).
De modo que los destinos de las pulsiones y las defensas que predominan difieren
según el género, y esto se revela en las tendencias epidemiológicas que aparecen en
los estudios sobre salud mental (Burin, Moncarz y Velázquez, 1990, Meler, 2007).
El concepto de género permite un abordaje que diferencia los aspectos identitarios de
la feminidad y de la masculinidad y el tipo de elección de objeto sexual, o sea la
heterosexualidad o alguna de las formas de elección de objeto homosexual. Emilce Dio
Bleichmar (1985) es quien ha sistematizado de modo inicial, en la literatura en lengua
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castellana, las diversas combinaciones que es posible encontrar entre la feminidad o la


masculinidad subjetiva y la elección de objeto. De este modo se cuenta con un
concepto que al diferenciar entre el sentimiento íntimo de masculinidad o de
feminidad y el deseo erótico, permite realizar análisis más finos sobre la subjetividad.
Entre los casos de este estudio, he descrito el modo en que un varón involucrado en
una relación heterosexual conyugal, está sin embargo en una posición femenina y es
su compañera quien ocupa la posición tradicional de los varones. Estos son los casos
que he denominado en una publicación anterior, (Meler, 1994) como parejas
contraculturales.
Finalmente, corresponde comentar el debate, a veces áspero, entre quienes utilizan el
concepto de diferencia sexual, que consideran como parte del corpus teórico del
psicoanálisis y aquellos/as que consideramos útil el concepto de género. Desde mi
punto de vista, se trata del conflicto entre dos tradiciones intelectuales, la anglosajona
y la francesa, y en el mismo se dirimen rivalidades étnicas ancestrales que no
conciernen en absoluto a los investigadores que desarrollamos nuestra labor en
América Latina (Burin y Meler, 2000).
Se han realizado numerosas “imputaciones” al concepto de género, tales como que
resulta desmovilizante para las luchas feministas y que tiene como propósito el logro
de la aceptación en el ámbito académico, logro que se obtendría a expensas de limar
su radicalidad política (Rosenberg, 1996). Como he expuesto en publicaciones
anteriores, encontramos ejemplos de un pensamiento conservador en algunos
teóricos franceses que hipertrofian la diferencia sexual al límite de realizar un
tratamiento teórico de varones y de mujeres como si se tratara de especies diferentes
(Badiou, 1993). Otro “cargo” contra este concepto es que se trata de una categoría
propia de las ciencias sociales. Creo haber demostrado su origen en estudios
biológicos, que remite de modo paradójico a la precedencia de lo social, su índole
transdisciplinaria, y he hecho explícito mi criterio acerca de que el psicoanálisis es una
ciencia social. Por lo tanto, la pertinencia del concepto de género para este campo es
evidente, siempre y cuando se suscriba una perspectiva constructivista del
psicoanálisis.
Por otra parte, el recurso a la categoría de diferencia sexual simbólica, resulta
conservador en un período en el cual existen muchos autores que cuestionan el
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carácter binario de la diferencia y consideran más adecuado y fructífero el empleo del


concepto de diversidad. El recurso a la diferencia no permite captar los múltiples
matices que existen en las subjetividades sexuadas. Por el contrario, los somete a la
invisibilidad, con lo que sostiene un modelo normalizador y un criterio de salud mental
demasiado apegado al sentido común consensual moderno (Meler, 2006).

II-3) Los sistemas de género, y la forma en que organizan la vida privada y la vida
pública

Es necesario diferenciar cuando nos referimos al género como herramienta teórica, y


en qué ocasiones utilizamos el concepto en su sentido de dispositivo de regulación
social. He realizado un análisis del género como concepto, y a continuación, me
referiré a la organización social y subjetiva relacionada con la regulación cultural de las
relaciones de género. Dejamos el territorio del análisis teórico del concepto para pasar
al análisis del sistema, o sea que vamos desde la categoría conceptual hasta su
referente.
Para ese propósito, encuentro de suma utilidad una definición sobre el sistema
género-sexo, que nos ofrece Seyla Benhabib (1990):

“El sistema género-sexo es la red mediante la cual el self desarrolla una identidad incardinada,
determinada forma de estar en el propio cuerpo y de vivir el cuerpo. El self deviene yo al
tomar de la comunidad humana un modo de experimentar la identidad corporal psíquica,
social y simbólicamente. El sistema de género-sexo es la red mediante la cual las sociedades y
las culturas reproducen a los individuos incardinados”. Pág 125.

Esta identidad no se plasma solo sobre la ubicación del sí mismo en una de las
categorías disponibles en la diferencia sexual binaria, sino que implica diferencias en el
poder que el sujeto se atribuye y en su actitud con respecto de los otros. La
subjetividad varía de acuerdo a muchos factores, entre los cuales pertenecer al género
dominante o al subordinado, es uno de los de mayor eficacia.
La historia humana se ha caracterizado por la dominación social masculina (Badinter,
1987; Bourdieu, 1998; Lerner, 1990). Cada período histórico, a partir del neolítico, ha
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presentado modalidades específicas de los diversos regímenes de dominación. En


sociedades estamentarias, carentes de movilidad social, colonialistas y racistas, el
estatuto social de las mujeres ha sido legitimizado mediante una consideración de la
diferencia entre los sexos que ha hipertrofiado y a la vez, jerarquizado el dimorfismo
sexual humano. Las posiciones sociales eran asignadas al nacer, y restaba escaso
margen para la agencia subjetiva, en tanto la movilidad social no existía como
concepto. El sexo, la etnia, el lugar de nacimiento, fueron utilizados para construir
categorías sociales jerárquicas. La Modernidad, en tanto inauguró un período donde se
desplegó el afán por conocer y dominar la Naturaleza, implicó un avance hacia la
democratización social. Pero este no fue un camino lineal, sino que la condición de las
mujeres experimentó de algún modo un retroceso. Si bien en tiempos pre-modernos la
condición social de las mujeres consistió en una subordinación explícita, los roles
productivos y reproductivos que desempeñaban en las unidades domésticas fueron
múltiples y muy necesarios, lo que les otorgó un cierto poder, no legal pero sí práctico.
Cuando la producción se desarrolló fuera del ámbito de la residencia familiar, las
mujeres perdieron muchos de sus roles productivos. La urbanización estimuló la
nuclearización familiar y achicó el número de hijos. Aisladas en las viviendas urbanas,
privadas del acceso al dinero propio y a cargo de pocos niños, el estatuto femenino se
asemejó al de los menores.
Con posterioridad a la Revolución Industrial, en el siglo XIX, la vida social ha quedado
dividida en dos esferas, el ámbito público y el ámbito privado. Se asignó a las mujeres
la responsabilidad por este último, que fue considerado como la esfera destinada de
modo específico a las relaciones familiares. Mientras que los hombres fueron
considerados como proveedores económicos, a las mujeres les fue asignada la
responsabilidad de los cuidados personales de los hijos y del esposo. La “reina del
hogar” ha respondido tradicionalmente al “jefe de familia”, considerado como titular
de la sociedad conyugal (Lyndon Shanley, M., 2001). Esto implica que la esfera del
privado fue concebida como subordinada a la del público.
El modelo familiar caracterizado por la jefatura masculina y la dependencia económica
y simbólica de las mujeres fue cambiando con posterioridad a la Segunda Guerra
Mundial, debido a la incorporación de las mujeres al mercado laboral. Estas
transformaciones sociales generaron discursos que buscaron construir sentido y
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otorgar legitimidad a los nuevos modos de vida y a las subjetividades alternativas que
fueron surgiendo.
Los movimientos sociales feministas, y sus desarrollos académicos representados por
los Estudios de las Mujeres y por los Estudios de Género, constituyen una
manifestación de este proceso de cambio cultural y social, que puede ser considerado
como uno de los avances más logrados hacia la democratización que se han producido
durante el siglo XX y hasta la actualidad.
El feminismo es un movimiento social, pero también una teoría social y una postura
filosófica. El proceso de transformación de los roles de género implica búsquedas y
dificultades. Se trata de la creación de nuevas regulaciones legales e institucionales, de
modos alternativos de vincularidad y de subjetivación. Por ese motivo, más que una
teoría monolítica, al estilo moderno, podemos considerarlo como un campo de
debates en el cual dialogan diversas corrientes teóricas.
Los diversos órdenes de dominación y subordinación han caracterizado la historia
humana a lo largo de los siglos. De hecho, el relato de los sucesos históricos se realiza
habitualmente en clave de las luchas por el poder político y el control de los recursos.
Solo en las últimas décadas han surgido corrientes historiográficas alternativas, que
enfocaron el relato histórico sobre la existencia cotidiana (historia de la vida
cotidiana), los modos de percibir y valorar la experiencia (historia de las mentalidades),
la existencia femenina (historia de las mujeres), etcétera.
En ese contexto, las mujeres hemos sido consideradas como, un objeto de deseo, un
bien supremo, como lo ha expresado Lévi Strauss (1945), pero no como sujetos
participantes en las luchas y tampoco como suscriptoras del pacto social.
El concepto mismo de pacto o contrato social, que podemos remitir al pensamiento de
Hobbes (1651) y al de Rousseau (1762) (citados en Benhabib, ob.cit.), ha sido
cuestionado, en tanto supone la existencia de individuos aislados que suscriben de
forma autónoma un convenio de convivencia. La individualidad solo se hace posible
como producto de un vínculo, y el vínculo primario es aquél que el infante establece
con su madre. Por lo tanto la pretensión ilusoria de individualidad, exacerbada en
nuestro tiempo, implica una denegación de la deuda con la madre y de la inevitable
interdependencia entre los seres humanos. Se trata entonces de un relato
androcéntrico, cuya perspectiva no representa la experiencia social femenina. El pacto
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social, modelo al que Freud recurrió en su obra Tótem y tabú (1913), no es más que la
regulación de la mortífera rivalidad característica del narcisismo fálico.
El feminismo ha planteado una situación que en principio puede caracterizarse como
una ampliación de la democracia, una genuina universalización del sistema. Pero al
poco tiempo de producirse las transformaciones relacionadas con el voto femenino, la
incorporación de las mujeres a los trabajos remunerados y el acceso a la educación, se
hizo evidente que no bastaba con incorporarse a una cultura creada por los varones,
sino que era necesario reestructurar las instituciones, las normas y valores y los modos
de crear sentidos que estuvieron vigentes por largos siglos.
¿Cómo hacerlo? ¿En qué dirección debemos marchar? Las diversas corrientes del
pensamiento feminista buscan respuestas a estos interrogantes.
Las propuestas del feminismo de la igualdad se sustentan en el supuesto cultural
hegemónico durante la Modernidad, acerca de la predominancia del ámbito público y
del carácter subsidiario de la esfera privada, o sea del ámbito familiar. Por ese motivo,
el propósito organizador de esa corriente de pensamiento ha consistido en lograr la
incorporación de las mujeres al mundo público. Sin embargo, existen estudios dentro
de las teorías feministas, que cuestionan o matizan esta asunción.
Linda Nicholson (1990), es autora de un trabajo donde analiza el modo en que las
diversas teorías económicas han replicado la separación de la economía con respecto
del parentesco y del Estado, sin tener en cuenta que no se trata de una invariante
transcultural, sino que este ha sido un proceso histórico característico de los siglos
XVIII y XIX. Los autores que han construido el campo de las teorías económicas, Smith,
Ricardo y Marx, presentan diferencias entre sí. Marx, según expresa la autora, era
consciente de los nexos existentes entre familia, Estado y economía, pero su teoría no
sostuvo de modo cabal esta percepción inicial, lo que generó un economicismo que
podemos considerar de algún modo, como un vicio epistemológico. El modo de
producción económico, considerado como el sustrato de las modalidades de
organización social y política, habría sido considerado sobre el modelo industrial, lo
que de hecho, produjo la exclusión de la producción económica doméstica, y ocultó la
importancia de la familia y el parentesco. El modo de producción de la vida material, se
tornó sinónimo de la producción de mercancías. Nicholson considera, en cambio, que
la familia debiera contar como un componente de la “economía”. Expresa que según
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su criterio, Marx realizó una proyección transcultural de la autonomización y primacía


de lo económico en las sociedades capitalistas. Esta es una hipertrofia injustificada de
la importancia de la producción de bienes y servicios, que va en desmedro de otros
aspectos de la existencia social.
La creación de bienes con fines de auto consumo, propia de las modalidades
económicas previas al capitalismo, queda reemplazada en el actual sistema por la
producción industrial con propósitos de intercambio y acumulación de ganancias
económicas. Lo “económico” emerge entonces como un objeto que funda una
disciplina específica, solo posible de ser creada en este contexto social.
Las actividades reproductivas quedan naturalizadas en el enfoque marxista, y de algún
modo consideradas como subproductos de los cambios económicos. Nicholson señala
que a lo largo de la historia, ha existido una división sexual del trabajo, pero que las
mujeres han tenido un control menor, en relación con los varones, de los medios y
resultados de esa actividad y que esta situación se vincula con las reglas acerca de la
sexualidad y del matrimonio en las sociedades organizadas por el parentesco. Es solo
en ese sentido que las relaciones de género implican relaciones de clase. Recordemos
la analogía que estableció Engels (1884) entre la situación de las esposas y la de los
proletarios. En la actualidad, existen autoras tales como Hirata y Kergoat (1997), que
prefieren el recurso a la categoría de “clases sexuales”, en lugar de la de género. Esta
opción enfatiza los aspectos económicos y aquellos relacionados con el poder en las
relaciones entre varones y mujeres. Nicholson por su parte, destaca la necesidad de
considerar la importancia del parentesco para evitar la tendencia marxista a realizar
extrapolaciones ahistóricas. Resulta significativa la coincidencia de esta visión crítica de
la teoría marxista, con aquellas realizadas en el campo del psicoanálisis tomando por
objeto los textos freudianos, entre las cuales se incluye mi trabajo. Estas revisiones
críticas de las teorías clásicas que han fundado las disciplinas actuales, constituyen
parte del proceso de deconstrucción de los saberes convalidados, propio de los
Estudios de Mujer/Género.
Corresponde recordar aquí la obra de un antropólogo marxista, Claude Meillassoux
(1984), que destacó el modo en que la economía capitalista se apoya en modalidades
pre-capitalistas de producción doméstica y de reproducción, que son consideradas
como exteriores al sistema, y por lo tanto, tornadas invisibles.
15

Nicholson nos recuerda que en las sociedades previas al capitalismo:

(…) las prácticas de la crianza de los hijos, las relaciones sexuales y lo que denominamos
actividades “productivas” son organizadas conjuntamente mediante el parentesco”, pág: 47.

Por lo mismo, propone aceptar al marxismo en tanto análisis histórico, pero lo


cuestiona como teoría transcultural.
Considero que esta tendencia economicista va más allá del campo teórico, en tanto
refleja una modalidad del ámbito social de nuestra época. La dinámica social y las
relaciones familiares se encuentran fuertemente influidas por una perspectiva que
asemeja, de modo paradójico, al liberalismo con el marxismo, teorías que en otros
aspectos plantean discursos antagónicos. La prevalencia asignada a la economía
contribuye de modo significativo al dominio masculino en las sociedades
contemporáneas. Este dominio se relaciona con el rol de provisión económica y con la
dependencia total o parcial en que se encuentran todavía muchas mujeres. Pero
también se asocia con representaciones acerca de la feminidad y de la masculinidad,
que construyen tanto el narcisismo, o sea la estima de sí, de las personas, como su
régimen deseante, o sea el erotismo, la sexualidad, las modalidades que adopta el
amor heterosexual.
La tendencia hacia la dominación masculina es transhistórica, pero en cada período
adquiere características particulares que es necesario estudiar, así como los modos
complejos en que se estructura de acuerdo con las otras variables tales como clase,
edad y etnia. Los modelos heterosexuales hegemónicos tiñen incluso las relaciones
amorosas entre personas del mismo sexo, que establecen con frecuencia relaciones de
género semejantes al modelo heterosexual moderno, aunque no me extenderé en
este aspecto por no ser pertinente a los fines del estudio. Lo que sí resulta pertinente
es destacar la forma en que la dominación social se ha erotizado, ya que la erotización
del dominio masculino constituye la forma de inscripción transubjetiva más persistente
y resistente al cambio (Meler, 2000ª). Es por eso que el estudio de la subjetividad no
puede estar aislado del contexto material y simbólico en que las tendencias subjetivas
contemporáneas han sido construidas por el colectivo social.
16

Si analizamos el universo social moderno, que está en vías de transformación pero es


muy influyente aún hoy, veremos que el estatuto de las familias ha dependido de la
ocupación del jefe varón. Esta situación se ha modificado de modo gradual, mediante
la incorporación progresiva de las mujeres al ámbito de los trabajos remunerados. En
la Argentina, mientras que la participación laboral de los varones en edad y aptitud de
trabajar ha ido diminuyendo hasta llegar a una estimación aproximada al 70 %, las
mujeres han ido ingresando al mercado de trabajo hasta alcanzar un porcentaje que se
acerca al 40 %. Muchas de las mujeres que se incorporaron a los trabajos pagos, han
estado casadas o unidas (Wainerman, 2002), lo que sin duda contribuyó a modificar las
relaciones de poder al interior de las familias.
Sin embargo, el trabajo femenino se ha caracterizado, como tendencia mundial, por
los siguientes fenómenos. La brecha salarial es un concepto que expresa el hecho de
que se tiende a remunerar de modo inferior los trabajos realizados por mujeres, sobre
la base de la creencia de que ellas cuentan con el sostén de un proveedor principal.
Existen trabajos preferidos por las mujeres, mientras que los hombres eligen otros.
Esta tendencia se relaciona con la impronta de la ancestral división sexual del trabajo.
Las mujeres suelen elegir ocupaciones relacionadas con cuidar, enseñar, curar, o sea
servicios personales que evocan, aunque sea de modo lejano, sus funciones familiares.
Los varones han elegido tareas donde se maneja la tecnología, así como trabajos que
impliquen conocimientos financieros. Las tareas que implican riesgos, pero que a
cambio de los mismos ofrecen mejores ganancias, son preferidas por los varones,
mientras que las mujeres suelen optar por la seguridad de un sueldo estable.
Las pirámides ocupacionales suelen contar con mujeres en su base, pero la presencia
femenina disminuye a medida que se asciende. Las tendencias observables cuando se
analiza el mercado de trabajo desde la perspectiva de los estudios de género
denominan: segregación horizontal del mercado laboral, al agrupamiento de las
ocupaciones según el sexo y segregación vertical del mercado, a la mayor facilidad que
encuentran todavía los varones para ascender en la escala ocupacional, mientras que
cuestiones tales como las obligaciones familiares y la socialización primaria menos
competitiva, conspiran aún contra el ascenso de las mujeres.
En los estudios de caso veremos las complejas modalidades con que se tramitan estas
cuestiones en cada familia.
17

Estas tendencias generales reconocen muchos matices y excepciones, y se observa un


paulatino proceso de desgenerización laboral, que, sin embargo, está lejos de haberse
completado. A los fines de este estudio, la comprensión de estas tendencias generales
es de crucial importancia. Si consideramos que las parejas establecen sus uniones
sobre la base de relaciones eróticas, amorosas, pero que a la vez son relaciones de
poder, el estudio del modo en que se generan los recursos económicos y el sentido
que se asigna a los mismos, así como la forma en que se administran, nos permitirá
analizar la dinámica de las relaciones de género, que son el verdadero objeto del
análisis. Las relaciones familiares solo adquieren cabal sentido cuando se articulan con
una visión de la situación laboral de los cónyuges.
A su vez, la situación y el desarrollo laboral de las mujeres y de los varones, se
relaciona con los ideales y valores que el colectivo social considera apropiados para
cada género. La aspiración por el logro, definido en términos de recompensas
económicas y de reconocimiento público, es en general menor entre las mujeres
(Markus, M., 1990). Eso se debe a las obligaciones relacionadas con la crianza de los
hijos y con los cuidados personales que permiten la continuidad de la relación
conyugal, que generalmente quedan a cargo de las mujeres en una proporción
considerable. Las condiciones de existencia se relacionan con el hecho de que los
ideales propuestos para el Yo en las mujeres, no se acotan a los logros laborales sino
que también se refieren al bienestar de los otros miembros de la familia. Por ese
motivo, las definiciones femeninas del éxito en la vida implican la existencia de una
armonización entre las metas relacionales y los logros individuales. El sí mismo
femenino ha sido caracterizado como ser-en relación (Baker Miller, 1993), y esta
tendencia subjetiva, vinculada con el rol familiar, compite con las condiciones para
obtener éxito en el ámbito del trabajo y con la importancia asignada a ese propósito.
Si las organizaciones familiares fueran por lo general estables, la modalidad femenina
moderna de construcción subjetiva no implicaría tantos problemas. Pero ocurre que en
la actualidad, las familias tienden a tener una duración acotada, y las parejas
conyugales no son indisolubles. En este contexto, el privilegio que la mayor parte de
las mujeres asigna a la relación con los demás y al bienestar de los parientes,
constituye un factor de riesgo. El riesgo se refiere a la pobreza, que efectivamente es
mayor entre las mujeres, situación que se observa en todo el mundo (Maffía, 2005), y
18

que afecta también a las generaciones de niños y jóvenes, que quedan a cargo de las
mujeres cuando las parejas conyugales se rompen. Aún cuando el vínculo marital esté
vigente, esta perspectiva gravita como una amenaza implícita sobre las mujeres e
influye en sus actitudes emocionales y aún sexuales. Se trata de uno de los modos
sutiles en que la subordinación femenina se recicla y a la vez, se mistifica disfrazándose
con la apariencia de los sentimientos amorosos.
En varias de las parejas conyugales de este estudio, las mujeres no producen ni poseen
recursos propios, lo que las ubica en una situación de dependencia material y
simbólica con respecto de sus compañeros. En otros casos, su aporte es
complementario, con lo cual el poder masculino se morigera pero la titularidad de la
jefatura del hogar continúa en manos del varón. Existen algunas situaciones de relativa
paridad, y en algunos casos, las relaciones de dominio se han invertido. Veremos esta
situación a través del análisis de los estudios de caso, en el acápite dedicado al
trabajo.
Dado que los efectos subjetivos y vinculares del sistema sexo-género, o sistema de
géneros, no se limitan a los aspectos relacionados con la división sexual del trabajo, las
actitudes sexuales, el desarrollo de afectos en el seno de la relación de pareja, y las
modalidades de desempeño y vivencia de los roles parentales resultan profundamente
influidos por los modos diferenciales de socialización y subjetivación de género.
Veremos estos aspectos en los apartados dedicados al estudio de la sexualidad y de la
parentalidad.
Wainerman (ob. cit.) cita a Potuchek (1997), autora que desplaza el énfasis acerca de la
construcción del género en la socialización temprana, (período en que se produce el
troquelado subjetivo), hacia un proceso constante de construcción del género a lo
largo del ciclo vital. En los estudios realizados por el Programa de Estudios de Género y
Subjetividad de UCES4, dedicados al tema de género, trabajo y familia, y al análisis de
los aspectos subjetivos de la precariedad laboral masculina, hemos podido comprobar
la adecuación de este modelo para captar el dinamismo constante de la construcción
del género. Veremos la forma en que las modificaciones familiares han afectado de
modos diversos los desempeños laborales, así como también el modo en que los

4
Este programa está dirigido por la Dra. Mabel Burin. Me desempeño en el mismo como coordinadora
docente e investigadora principal.
19

desarrollos en el trabajo afectan las relaciones conyugales y familiares, generando


distintos posicionamientos subjetivos con respecto de las relaciones de género.

II-4) El sistema de géneros y los modelos para el cambio


Como vimos, existe consenso acerca de que las relaciones sociales de género se han
caracterizado por la dominación masculina. La filosofía feminista implica algo más que
esta constatación, ya que supone una voluntad política de modificar esa situación, en
tanto es considerada como inaceptable (Maffía, D., ob.cit.).
Se han planteado numerosos debates acerca de cuales serían los modelos más
adecuados para el logro de la equidad y la paridad entre los géneros.
El feminismo igualitarista, que caracterizó al pensamiento de Simone de Beauvoir
(1957), autora que muchos consideran como la creadora del feminismo moderno, se
ha difundido sin embargo, con mayor éxito en los Estados Unidos y en España (Friedan,
1983; Amorós, 1991). La pretensión de incorporar a las mujeres a todas las esferas de
la actividad social, si bien resulta coherente con el concepto de democracia universal,
deja sin cuestionar los modos tradicionales de subjetivación y de participación social
masculina. El logos y el ethos masculinos continúan, al interior de esta postura, no
cuestionados como modelos del ideal humano, que simplemente se extiende para
incluir a las mujeres en la categoría de sujetos plenos. El planteo igualitarista es
necesariamente abstracto. Al reclamar derechos iguales para todos, crea un sujeto
ilusorio, una abstracción que sin embargo implica con frecuencia, la pervivencia del
modelo de sujeto hegemónico, o sea el varón adulto, blanco y propietario. Por ese
motivo es que se ha planteado la necesidad de combinar el reclamo de igualdad con el
reconocimiento de la diversidad de posiciones sociales y subjetivas. El desafío que
enfrenta el ideal de la igualdad, es su capacidad de inclusión genuina de sujetos muy
diferentes entre sí.
La diferencia sexual ha sido fundamental para establecer categorías sociales. Las
mujeres fueron asignadas a lo natural y por lo tanto, excluidas del pacto social. Esa
tendencia ideológica se encuentra, entre muchos otros, en el discurso freudiano, sobre
el cual expondré una revisión crítica. El reconocimiento de las diversas posiciones
subjetivas y de su valoración equivalente, tiene consecuencias epistemológicas, que
presentaré más adelante.
20

El feminismo diferencialista, de mayor predicamento en Europa, en especial en Italia y


Francia, ha destacado la importancia de la diferencia sexual. La experiencia social y
subjetiva de las mujeres no es idéntica a la de los varones, por motivos relacionados
con el cuerpo y con las interpretaciones culturales y valoraciones sociales acerca de la
diferencia sexual. La exaltación de la diferencia entre los sexos, se convierte en un
valor organizador del pensamiento diferencialista, tal como ocurre en la obra de Luce
Irigaray (1974, 1994, 1998). Se plantea la necesidad de una ética de la diferencia que
implique el respeto por la alteridad irreducible del otro sujeto. Esta ética constituye
una precondición para la relación amorosa.
Para el feminismo de la diferencia, las características subjetivas relacionadas con la
feminidad son objeto de una valoración positiva, con la cual se pretende cuestionar la
idealización del modelo androcéntrico. Si bien esta corriente teórica ilumina un
aspecto no percibido por los planteos igualitarios, implica el riesgo de esencializar las
características subjetivas predominantes entre las mujeres y entre los varones, con lo
que se pierde de vista su carácter de construcciones históricas contingentes y por lo
tanto modificables. Más aún, a través de este enfoque se corre el riesgo de idealizar
algunas características subjetivas que predominan entre las mujeres, y que pueden ser
consideradas como productos de la dominación masculina. El ideal de altruismo,
contención libidinal y amorosidad, cultivado durante la Modernidad en el prolongado
proceso de creación de la madre moderna, que fue acertadamente descrito por
Elizabeth Badinter (1981), se transforma en un modelo con pretensiones de
superioridad moral, tal como sucede en la obra de Carol Gilligan (1982). Aún cuando
estas pretensiones pueden parecer justificadas, (y de hecho, ese es mi criterio), en
tanto implican un mayor compromiso con el bienestar del semejante, suponen una
reviviscencia del modelo femenino moderno, ante la cual debemos estar alertas
debido a sus connotaciones opresivas para las mujeres. De algún modo es posible
caracterizar al altruismo maternal moderno como un altruismo obligatorio, lo cual lo
despoja de su carácter de opción subjetiva autónoma. La ubicación de la empatía
intersubjetiva como ideal organizador del sistema de ideales propuestos para el Yo,
solo es deseable si se transforma en un universal ético, compartido por ambos géneros
y extendido a todos los sectores sociales.
21

El debate entre ambas corrientes del pensamiento feminista no debe ser resuelto, sino
que, a la manera winnicotiana, considero que debe mantenerse como una paradoja
irresoluble, cuya tensión resulta necesario mantener.
El debate se torna más complejo debido a que, en la medida en que las teorías
feministas han ganado adeptas entre las mujeres provenientes de sectores sociales
subordinados y de etnias minoritarias, así como entre mujeres cuya orientación
homosexual resulta discriminada, fue posible advertir la forma en que las posiciones
de poder se establecen al interior del sistema de géneros, de acuerdo con las otras
variables en juego, tales como la etnia, la edad, la clase social y la orientación sexual.
Sin embargo, esta complejidad no debe oscurecer el hecho de la persistencia y
continuo reciclado de la dominación social masculina. Veremos en el análisis de
algunos casos de este estudio, donde el poder está mayormente en manos de las
mujeres de la pareja, los modos sutiles en que sin embargo, los varones conservan
parte de su poder material y simbólico.
Las consideraciones teóricas acerca de las corrientes feministas han dado origen a una
bibliografía muy prolífica de considerable sofisticación teórica. Como hemos visto, a la
tensión planteada entre las corrientes que enfatizan la igualdad y aquellas que exaltan
la diferencia, se agrega la existencia de corrientes feministas que son tributarias de las
diversas teorías sociales, tales como el feminismo liberal, el marxista y el socialista.
Existe también un feminismo cultural, que asigna gran importancia explicativa a la
sexualidad y la reproducción en la comprensión de la subordinación social femenina.
Ciertas corrientes de feminismo radical, son separatistas con respecto de los hombres,
situación considerada como inaceptable por las feministas de la diferencia, que, como
en el caso de Luce Irigaray (ob. cit.), consideran que el desafío cultural contemporáneo
reside en la creación de una ética que regule la relación entre los sexos.
Excede los propósitos de esta tesis adentrarse en un análisis pormenorizado de lo que
constituye un campo de estudios en sí mismo, pero a la vez, no resulta posible evitar
una mención de estas cuestiones. Esto es así porque de las corrientes teóricas del
feminismo se derivan modelos para el cambio social, que afectan las propuestas
respecto de la legislación, en este caso sobre cuestiones de familia. Para dar un
ejemplo, recordemos que Luce Irigaray plantea la creación de una ciudadanía
femenina que implicaría derechos especiales para las mujeres, entre los cuales aparece
22

una cierta prioridad respecto de los hijos. Ese tipo de postura ha sido discutida por las
asociaciones de padres divorciados, que acusan a los jueces de sexismo, esta vez a
favor de las mujeres. La asignación a las madres de la crianza de los niños, ha llevado a
considerar que los hijos les pertenecen, supuesto cuestionado por los “nuevos padres”
(Sullerot, 1993). De modo que, como se ve, es necesario tomar en cuenta las diversas
corrientes feministas y su influencia en los debates actuales acerca de los derechos de
los diversos actores sociales, tanto en el ámbito familiar como en el espacio público,
para la discusión de cuales serían nuevos caminos hacia las formas de familia que
generen condiciones de vida más aceptables para todos.

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