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nista, Han telefoneado de una agencia de viajes hace un cuarto de hora

para hacer una reserva a mi nombre, Sí señora, he sido yo quien ha


atendido, Pues aquí estoy, Puede rellenar la ficha, por favor. Ahora la
muerte ya sabe el nombre que tiene, lo dice el documento de identidad
abierto sobre el mostrador, gracias a las gafas de sol podrá copiar dis-
cretamente los datos sin que el recepcionista se dé cuenta, un nombre,
una fecha de nacimiento, un origen, un estado civil, una profesión, Aquí
está, dijo, Cuántos días se quedará en nuestro hotel, Pretendo salir el
próximo lunes, Permítame que fotocopie su tarjeta de crédito, No la he
traído conmigo, pero puedo pagar ya, por adelantado, si quiere, Ah, no,
no es necesario, dijo el recepcionista. Tomó el documento de identidad
para cotejar los datos pasados a la ficha y, con una expresión de extra-
ñeza en la cara, levantó la mirada. El retrato que el documento exhibía
era de una mujer de más edad. La muerte se quitó las gafas de sol y
sonrió. Perplejo, el recepcionista miró nuevamente el documento, el re-
trato y la mujer que tenía delante eran ahora como dos gotas de agua,
iguales. Tiene equipaje, preguntó mientras se pasaba la mano por la
frente húmeda, No, he venido a la ciudad a hacer compras, respondió la
muerte.
Permaneció en la habitación durante todo el día, almorzó y cenó en el
hotel. Vio la televisión hasta tarde. Después se metió en la cama y apa-
gó la luz. No durmió. La muerte nunca duerme.

Con su vestido nuevo comprado ayer en una tienda del centro, la muer-
te asiste al concierto. Está sentada, sola, en el palco de primera, y, co-
mo hizo durante el ensayo, mira al violonchelista. Antes de que las lu-
ces de la sala hubieran sido reducidas, mientras la orquesta esperaba la
entrada del maestro, él se fijó en aquella mujer. No fue el único de los
músicos en darse cuenta de su presencia. En primer lugar porque era la
única que ocupaba el palco, lo que, no siendo raro, tampoco es frecuen-
te. En segundo lugar porque era guapa, quizá no la más guapa de entre
la asistencia femenina, pero guapa de un modo indefinible, particular,
no explicable con palabras, como un verso cuyo sentido último, si es
que tal cosa existe en un verso, continuamente escapa al traductor. Y
por fin porque su figura aislada, allí en el palco, rodeada de vacío y au-
sencia por todos los lados, como si habitase la nada, parecía ser la ex-
presión de la soledad más absoluta. La muerte, que tanto y tan peligro-
samente había sonreído desde que salió de su helado subterráneo, no
sonríe ahora. Del público, los hombres la habían observado con indecisa
curiosidad, las mujeres con celosa inquietud, pero ella, como un águila

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