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Con su vestido nuevo comprado ayer en una tienda del centro, la muer-
te asiste al concierto. Está sentada, sola, en el palco de primera, y, co-
mo hizo durante el ensayo, mira al violonchelista. Antes de que las lu-
ces de la sala hubieran sido reducidas, mientras la orquesta esperaba la
entrada del maestro, él se fijó en aquella mujer. No fue el único de los
músicos en darse cuenta de su presencia. En primer lugar porque era la
única que ocupaba el palco, lo que, no siendo raro, tampoco es frecuen-
te. En segundo lugar porque era guapa, quizá no la más guapa de entre
la asistencia femenina, pero guapa de un modo indefinible, particular,
no explicable con palabras, como un verso cuyo sentido último, si es
que tal cosa existe en un verso, continuamente escapa al traductor. Y
por fin porque su figura aislada, allí en el palco, rodeada de vacío y au-
sencia por todos los lados, como si habitase la nada, parecía ser la ex-
presión de la soledad más absoluta. La muerte, que tanto y tan peligro-
samente había sonreído desde que salió de su helado subterráneo, no
sonríe ahora. Del público, los hombres la habían observado con indecisa
curiosidad, las mujeres con celosa inquietud, pero ella, como un águila