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Apple y la mitología

• La Vanguardia

• 7 Apr 2024


Apple ha sido acusada por el Departamento de Justicia (DOJ) y por 16
estados estadounidenses de estar involucrada en prácticas
monopolísticas. Más allá de las consecuencias, que las tendrá, de
entrada caen varios mitos; sobre la marca, sobre Estados Unidos y, de
rebote, sobre la vieja Europa.
El DOJ acusa a Apple de monopolizar el mercado de teléfonos
inteligentes de gama alta y de inflar artificialmente los precios para el
consumidor. La demanda afirma que Apple utiliza el control que ejerce
con el iPhone sobre el mercado para impedir a otros competidores
ofrecer servicios innovadores y limitar la funcionalidad de productos
que puedan ser competencia directa con los suyos. Que se lo pregunten
en Spotify.
Los de Apple son muy buenos –también o especialmente en
comunicación–, y la marca ha defendido muy bien su posición tirando
de visión de negocio: para realizar un buen producto es necesario
controlar toda la cadena de valor; desde el hardware hasta el software
final. Esto incluye la fabricación de los chips, de los ordenadores, del
sistema operativo, de las aplicaciones, de su tienda, de los requisitos
para estar en ella y de las comisiones sobre las ventas. Claro, no puede
decirse que no tengan razón; los números cantan, y la cosa no les va del
todo mal. Los usuarios valoramos la gran calidad del hardware y la
inmejorable experiencia de usuario, conscientes de que esto tiene dos
precios: el pecuniario y el de quedar encerrados en una jaula de cristal
que Apple llama ecosistema. El proceso de cambiar de ecosistema Apple
a Android, por ejemplo, es complicado y doloroso, cuando en realidad
debería ser tan fácil como cambiar de compañía telefónica.
Pero más allá de cuestiones técnicas, empresariales y jurídicas existe un
tema de fondo que es filosófico, que rompe unos cuantos mitos y nos
hace entrar en razón; una especie de paso del mito al logos que tiene
como actores a Apple, EE.UU. y Europa (al final siempre vamos a parar a
los griegos).
El primer mito que cae es el de que EE.UU. es el máximo exponente del
no intervencionismo económico. En realidad, su historia muestra
episodios de intervención estatal significativa, como el del periodo de
los que se conocieron como barones ladrones (robber barons en el
original) a finales del siglo XIX. Magnates industriales, como John D.
Rockefeller y Andrew Carnegie, acumularon un poder desmedido en
sectores como el petróleo y el acero, controlando mercados e
imponiendo prácticas monopolísticas que afectaron negativamente a la
competencia y a los consumidores. Su poder rivalizaba con el del
Estado. Esto condujo a la necesidad de promulgar leyes antitrust para
prevenir la concentración excesiva de poder en manos de unos pocos y
proteger la competencia en los mercados. La ley Antitrust Sherman de
1890 fue una de las primeras respuestas a esta problemática.
Las leyes antitrust han sido aplicadas en varias ocasiones en el sector
tecnológico para abordar prácticas monopolísticas. Algunos ejemplos
notables incluyen la demanda del 2001 contra Microsoft por prácticas
anticompetitivas con su sistema operativo Windows y el navegador de
infausta memoria Internet
Explorer, y más recientemente, las investigaciones del 2023 a Google
sobre supuestas prácticas de inflación de precios en el mercado de la
publicidad online.
El otro mito que cae es que es solo Europa quien regula en materia de
tecnología. La UE fue pionera en protección de datos con el Reglamento
General de Prtotección de Datos (RGPD) y también con la regulación de
la inteligencia artificial (IA) para garantizar la protección de los
derechos de los ciudadanos y la transparencia en el uso de esta
tecnología. En EE.UU., por suerte cada vez menos, esto se ve como una
excusa barata para controlar a las grandes tecnológicas que no tenemos.
Cabe recordar que leyes inspiradas en el RGPD han sido adoptadas por
países de fuera de la UE como Canada, Israel o Kenia, e incluso por el
estado de California, sede de las grandes tecnológicas. Si la UE puede
regular a las grandes tecnológicas es porque no tienen un poder directo
sobre su funcionamiento.
Y el tercer mito que cae es el de que las grandes tecnológicas son
intocables. A pesar de su posición dominante y como la primera
empresa en llegar al billón de dólares de capitalización, Apple no está
exenta del escrutinio y las leyes antitrust. La idea del too big to fail o too
big to jail –recuerden los bancos en el 2008–, parece estar en crisis.
Creo que este es el aprendizaje más interesante de este asunto: las
empresas, independientemente de su tamaño y de su influencia
económica y social, deben estar sometidas a un escrutinio público que
garantice la competencia y la protección de los consumidores.
La percepción sobre la intervención estatal y la regulación en Europa y
EE.UU. ha ido evolucionando a medida que consumidores y reguladores
hemos sido conscientes del impacto –poder– de las grandes
tecnológicas en nuestras sociedades. Es esencial que las autoridades
reguladoras encuentren el equilibrio entre fomentar la innovación y
proteger a la competencia para garantizar un mercado saludable y
beneficioso para todos los actores involucrados, especialmente para los
más débiles, que somos los consumidores finales.
Apple defiende su posición con fuerza, argumentando que sus prácticas
no son monopolísticas y que el control, desde los chips hasta las
aplicaciones, es la razón del éxito de sus productos y servicios. Sin
embargo, el DOJ dice que es precisamente ese control férreo el que
perjudica a los usuarios.
Quizás Apple tenga razón, pero el hecho es que no sabemos qué pasaría
si hubiera mayor competencia dentro de su propio ecosistema: tiendas
de aplicaciones de terceros, comisiones que no sean impuestas por
Apple, carteras de entidades bancarias, interoperabilidad entre
plataformas de mensajería y más.
Es cierto que los usuarios de Apple estamos muy satisfechos con la
calidad de sus productos, pero ¿y si solo fuera un máximo local? Para
entendernos: el guía nos ha llevado al monte Olimpo y pensamos que
estamos en la cima del mundo, pero quizás otro podría llevarnos al
monte Olimpo de Marte y veríamos que no, que todavía podemos ir más
arriba.
La cuestión Las prácticas monopolísticas de las empresas más
innovadoras del mundo ¿frenan la innovación o la impulsan?
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