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LA UNICA VERDAD NO ES LA REALIDAD

En torno a la pregunta sobre qué es un documento, lo pertinente es indagar sobre el origen


del término y deconstruir medianamente su acepción positivista. Leopold von Ranke, el padre
de la historia moderna basada en fuentes documentales, nos decía ya en el siglo XIX: “que sea
el pasado el que hable, el historiador no tiene boca”, porque precisamente un documento está
destinado a que nos “revele” tal como fueron los acontecimientos del pasado (no es accesorio
el dato de que el historiador alemán profese el luteranismo). De este modo podemos entender
que el sentido original del término estaba ligado a la objetividad de lo escrito o codificado sin
la intrusión de la exégesis. Es decir, un documento debería ser un objeto que expresa algún
tipo de lenguaje con un sentido previo que solo espera ser descifrado.

El concepto de historiografía mismo -en tanto ciencia- fue definido también en el siglo XIX y
contempla el inicio de la historia de la humanidad con la aparición de documentos escritos
(alrededor del 3300 a.C.). De esta manera por simple deducción podemos decir que hay un
hecho histórico cuando hay un documento, es decir una sola versión de lo narrado. Está claro
que la narrativa por imágenes es previa a la escritura, así lo denotan las pinturas rupestres del
homo neanderthalensis que datan más de 65.000 años. El problema es que aquí entramos en
el terreno de lo simbólico, que no es en absoluto reductible a un significado. Tomando lo que
han dicho expertos sobre el tema –Cassirer, Jung, Eliade, etc.- lo simbólico “abre” los sentidos
de una imagen, “hace estallar la realidad de lo representado”, es decir expresa más una
totalidad antes que una especificidad (de ahí la importancia de los símbolos en los rituales y
manifestaciones religiosas).

Todo esto nos remite al eterno duelo entre las palabras y las imágenes. Muchas diatribas
filosóficas han postulado que el pensamiento es palabra, o que es imagen, o que es ambas en
una especial relación, etc. No dilucidaremos aquí cuál nos conviene específicamente, porque
solo queremos atenernos a la noción (también discutible, desde luego) de que la palabra
quiere ser un signo -un significante y un significado-, por lo tanto aspira a una interpretación
única (después los lingüistas nos convencerán que es una aspiración inútil). Y que la imagen
quiere ser un símbolo, por lo tanto abrirse en un plexo de sentidos, a veces contradictorios, a
veces trascendentes –totalizantes- y que en todo caso nunca terminan de cerrarse a una idea
(como sucede con las imágenes oníricas por ejemplo).

Lo que a raíz de esto nos interesa plantear es cómo dentro del cine podemos pensar un
género documental si el vehículo narrativo es una imagen o muchas imágenes en movimiento,
etc. De hecho suscita un problema más general: si el montaje es técnica narrativa suficiente
(incluso si es escritura en términos derrideanos) para que las imágenes queden sujetas a una
sola interpretación.

“Las imágenes hablan por sí mismas” nos suelen decir las crónicas televisivas cuando nos
muestran ese fresco “material sin editar”, que en nuestros términos sería el material
audiovisual sin montar. Ahora bien, ¿cómo llegan esas imágenes a hablar por sí mismas? Más
allá de la exageración o el acento puesto por un cronista sensacionalista, lo que nos interesa es
la posibilidad de que no haya más que una sola forma de ver esas imágenes; que la presencia
de esas imágenes sean ya un documento, o que incluso sean más “objetivas” que cualquier
narrativa.

Pero para discutir esto último deberemos relacionarlo con los efectos ocasionados por la
aparición de la imagen fotográfica a mitad del siglo XIX. André Bazin nos decía que la fotografía
vino a trastocar y a desdoblar nuestra noción de realismo en el arte plástico. Se trastoca
porque los objetos dejan paulatinamente de ser pintados “como son” y aparece la mirada
subjetiva deformante. Y se desdobla porque Bazin diferencia entre realismo espiritual y
realismo psicológico; el primero haciendo referencia a un realismo más “social” en términos
positivos (más aún teniendo en cuenta la devoción de Bazin por el neorrealismo italiano), y el
segundo claramente haciendo referencia a cómo nos satisface perceptivamente la semejanza
que ofrece la reproducción fotosensible.

Ahora bien, llevando esto al ejemplo de las crónicas televisivas, la televisión en vivo o muchas
de las películas documentales, lo que podemos observar es que confundimos con asiduidad un
realismo espiritual -o social- con un realismo psicológico -o perceptivo-, porque creemos que
una imagen técnica “testifica” un hecho social (un hecho que adquiere sentido en un contexto
específico). La presencia de una imagen en vivo o sin montar (podría incluso ser la de una
cámara de vigilancia) nos persuade de que un hecho social efectivamente ha tenido lugar y
que eso registrado no ha sido deformado por una narrativa subjetivizante o un punto de vista.

Con esto no queremos remarcar solamente que esa objetividad es polémica o que siempre hay
un punto de vista en cualquier registro técnico. Lo que nos interesa plantear es que el
concepto de cine documental puede ser un oxímoron, si es que entendemos al cine
esencialmente como montaje de imágenes y al documento como lo que se resiste a ese
montaje u otro tipo de direccionamiento narrativo. Si el cine es efectivamente un arte (aunque
le haya costado mucho la admisión en sus inicios) dicha categoría es tan ridícula como hablar
de pintura documental o danza documental.

En términos filosóficos el arte siempre aspira a la verdad, y la verdad siempre es un


ordenamiento de algo dado. Por caso la historia de la cultura occidental cristiana dependió de
una narrativa (la Biblia) para ordenar ontológica y moralmente lo dado. Por eso la realidad es
algo muy diferente a la verdad, porque el concepto de realidad por su parte ha quedado
impregnado de las pretensiones positivistas de que sea un frio dato que carece de intención o
sentido. Es por esto que nos permitimos el provocador título de este artículo.

En definitiva una hipótesis podría ser que el (cine) documental esté más cerca de las
aspiraciones de la televisión. El cine a secas celebra la verdad mientras más montaje haya
(mientras más mentiras por segundo haya, parafraseando a Godard), porque siempre es el
ordenamiento de un mundo particular que busca su propia coherencia. No es casual que los
directores de cine sean comparados con dioses severos que castigan a sus personajes o que
dan su debida redención en finales felices. La realidad es algo que siempre le es ajeno. La
realidad siempre es un problema; podría ser la coherencia interna de este mundo profano en
el que vivimos, pero ¿quién dirige esta historia?

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