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CUENTOS
CÓMO SE CONSTRUYE EVIDENCIA EN LA FICCIÓN
PABLO MAURETTE
Clave Intelectual
Primera edición: febrero de 2021
Ilustración de cubierta: Julio César Pérez
ISBN: 9788412280074
Depósito legal: M-31398-2020
LA FONTAINE1
PREFACIO
En una de las entrevistas recogidas en Borges el palabrista, Esteban
Peicovich le pregunta a un Borges ya anciano: «¿Quién es más real para
usted, Macbeth o Perón?». Borges responde: «Bueno, Macbeth, desde
luego».2 El conocido desprecio del escritor argentino por el expresidente
anima sin duda esta curiosa ontología, pero la idea de que un personaje de
ficción pueda ser más real que uno que existió en carne y hueso se
relaciona, según Borges, con el hecho de que el destino de todo lo que
existe, de lo histórico y de lo ficticio, es transformarse en recuerdo. Una vez
igualados dos personajes por dicho destino, uno puede decidir quién le
parece más real atendiendo a cuál proyecta una imagen más vivaz y ocupa,
en consecuencia, un lugar más privilegiado en su memoria. Amén del
elemento de provocación en la respuesta de Borges, de ella se desprende
una serie de preguntas cuyas implicancias y ramificaciones irán delineando
el argumento de este ensayo. Es evidente en qué sentido Juan Domingo
Perón es, o fue, real, pero ¿de qué modo es real Macbeth? ¿Es posible que
también su existencia se nos revele de modo evidente?
La discusión sobre el tipo de existencia que tiene la obra de arte, ya sea
visual o verbal, se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental.
Durante más de dos mil años, los filósofos pusieron el énfasis
preponderante en el grado de realidad de la obra, entendida
fundamentalmente como imitación de la realidad, y sobre todo en relación
con aquello que la obra imita, ya sea un cuerpo conmensurable o un
paradigma inteligible, es decir, una idea que funciona como modelo. A
partir de la Modernidad, y especialmente después de las revoluciones de la
física en el siglo xx, la noción de diferencia ontológica (la idea de que hay
entidades que existen más, o que son más reales que otras) ha sido relegada
a la baulera de las antiguallas. Pero relegar no es eliminar y las ideas no se
matan, como escribió Domingo Faustino Sarmiento en el epígrafe de
Facundo (1845) citando equivocadamente a Fortoul. En más de un sentido,
seguimos convencidos de que hay una gradación en la escala del ser.
Seguimos siendo platónicos.
Platón creía que la idea de una mesa, es decir, la entidad inteligible e
inmutable que sirve de modelo al carpintero, es más real y más verdadera
que la mesa de madera que, a su vez, es más real que una representación
pictórica de dicha mesa. Muchas personas aún creen que hay una dimensión
de sí mismas (llámesela alma, espíritu, vibración, energía) que es más real
que el cuerpo pues resiste los embates del tiempo y perdura después de la
muerte. Y pocos negarían que su propio cuerpo es más real que el reflejo de
él que se proyecta en un espejo, o que su propia imagen capturada en una
fotografía o en un video. En consecuencia, pocos discutirían la noción de
que la vida no es una película ni un cuento de hadas, como tantas veces se
nos recuerda con reprobación a los «Pigmaliones» que nos perdemos con
gusto en los mundos que crea el arte.
Si, a pesar de que somos perfectamente capaces de distinguir entre lo
que llamamos realidad y lo que consideramos ficción, seguimos buscando y
frecuentando con afán esos mundos artificiales es porque hay algo en ellos
que ejerce una atracción impostergable y que en ocasiones nos absorbe con
tal intensidad que se convierte en receptáculo de nuestras emociones y en
imán para nuestra fantasía. Este fenómeno que lejos de ser anómalo bien
puede, felizmente, ser algo del orden de lo cotidiano, lleva a pensar que la
idea de que existe una jerarquía de la existencia es del todo inconducente.
En todo caso, a la vez que ese mundo artificial en el que volcamos
temporalmente nuestra sensibilidad y nuestra afectividad se nos revela
como una instancia legítima de la realidad digna del adjetivo «existente»,
entendemos de manera inmediata y sin necesidad de ninguna explicación
que un personaje de ficción, una trama, una imagen no son reales del mismo
modo ni en el mismo sentido en que son reales el sillón en el que nos
sentamos a ver la película o el papel en el que está impresa la novela; son
reales de otra manera. Comprendemos, entonces, aunque sea de manera
intuitiva, que hay distintos modos del ser así como hay diferentes modos
verbales —esferas de la realidad que se despliegan no en forma de una
escala vertical y jerárquica, sino unas al lado de las otras, de manera
desordenada, entrelazadas y amontonadas en un misterioso pulular—.
Ahora bien, si un cuerpo (un perro, una locomotora, Perón, etcétera) es
real en tanto materia conmensurable y densa que ocupa espacio, ¿en qué
sentido es real Macbeth, o la Madonna de Ognissanti, o Richard Sherman,
el personaje que interpreta Tom Ewell en La tentación vive arriba (dir. Billy
Wilder, 1955)? ¿Es acaso su mera materialidad (el papel, la madera, el
celuloide) lo que le confiere existencia? ¿O hay algo que trasciende la
materia y se nos presenta como existente en y por sí mismo?
En la obra de arte conviven (o, mejor dicho, pueden convivir), al menos
dos modos de existencia: el material y otro que, a falta de un término más
original, podemos llamar estético. Cualquiera que alguna vez haya
experimentado este otro modo de existencia que tiene la obra de arte sabe
también que no es algo que suceda invariablemente. Hay obras con las que
nos pasa y hay obras que tan solo pasan. Incluso de aquellas con las que sí
establecemos un vínculo, algunas nos absorben de principio a fin mientras
que hay otras en las que entramos y salimos como a través de una puerta
giratoria. A este acople que se produce entre nuestra sensibilidad y la
dimensión estética de una obra lo voy a llamar compenetración.
La compenetración es un fenómeno revelador en el que se nos
manifiesta esa otra realidad de la obra de arte, aquella que trasciende la
materia. Pero ¿qué sucede exactamente cuando nos compenetramos con una
ficción? ¿Cuál es el mecanismo por el que nos acoplamos al mundo que
propone la obra y volcamos en él nuestra afectividad? ¿Qué elementos son
necesarios para que se produzca la compenetración? ¿En qué consiste
exactamente ese estado? ¿Es un escape del mundo «real», o se trata de una
manera distinta de relacionarnos con él? En síntesis, ¿por qué nos creemos
los cuentos?
A pesar de que (o, quizá, precisamente porque) es algo que
experimentamos a menudo, a diario incluso, los pormenores de la
compenetración pueden resultar huidizos. De ellos me ocuparé en el primer
capítulo. Los capítulos segundo, tercero y cuarto darán cuenta de la
construcción de evidencia, uno de los elementos que hacen que una obra
facilite la compenetración; y lo harán a partir de tres ejemplos concretos: un
concepto de Marco Tulio Cicerón, un cuento de Julio Cortázar y una
película de Quentin Tarantino.
La estética como disciplina filosófica se ocupó tradicionalmente del
concepto de imitación y participación, de lo bello y de lo sublime, de lo
sagrado y de lo profano. Voy a intentar mantenerme al margen de estas
cuestiones y centrarme en un aspecto mucho más elemental, la capacidad
que tiene el arte de producir efectos en el espectador. Es posible trazar una
línea divisoria entre el arte que produce efectos en nosotros (intensos o
moderados) y el arte ante el cual permanecemos inmutables. Pero ¿cuándo
es efectiva una obra de arte? Indudablemente, la efectividad de una obra se
funda primero en la experiencia individual. No puede ser de otra manera.
La estética (del griego aísthesis, «percepción sensorial») es, a fin de
cuentas, el estudio de las sensaciones, y las sensaciones están
indisolublemente ligadas al cuerpo, que es una entidad individual, privada,
idiosincrática, determinada por una cierta historia y confinada en una
anatomía específica. Tomando esto como premisa, ¿qué es lo que hace que
una obra de arte produzca un efecto, ya sea fascinación, repulsión, interés,
tristeza, asco, excitación sexual? Lo mismo que hace que el mundo exterior,
el de las cosas y las personas, tenga efecto: su condición de evidente, su
total vivacidad, su avasallante cualidad de existente. Esta evidencia de sí
misma y de su incuestionable realidad es lo que se manifiesta en la obra
cuando nos compenetramos con ella.
El uso del concepto de evidencia como categoría estética es un intento
de desarticular, o al menos de poner entre paréntesis, una de las mayores
obsesiones de la tradición occidental: el realismo. La idea de que una obra
artística es bella, o efectiva, cuando imita fielmente algo que la trasciende
es endémica en Occidente. El acto de imitación puede tener como modelo el
mundo exterior (en esos casos, se llamaría, más bien, naturalismo), un
paradigma inteligible, la imaginación o el repositorio del inconsciente del
artista, obras de arte precedentes, plataformas ideológicas, políticas o
religiosas, etcétera. El denominador común es que, consciente o
inconscientemente, se establece una jerarquía, al atribuírsele más realidad al
modelo que a la copia. La copia existe gracias al mundo, a causa de él y
para reflejarlo y reproducirlo. Su existencia es, por ende, secundaria;
parasitaria, incluso.
Hablar de «verosimilitud» ayuda a dirigir la atención hacia el universo
interno que la obra inaugura. En el mundo de Rompiendo las olas (dir. Lars
von Trier, 1996), por ejemplo, es verosímil que suenen campanas que
cuelgan en el cielo, así como es inverosímil que el dandi relamido Waldo
Lydecker intente asesinar a Laura en la novela homónima de Vera Caspary
(1943). Sin embargo, la etimología misma del término tiene un lastre
realista demasiado pesado. Algo verosímil «parece verdadero». Cuando
produce su efecto, la obra de arte es verdadera. Volviendo a Pigmalión, a
través de su historia la mitología griega nos recuerda que el artista empieza
copiando la realidad hasta que llega un momento en que la obra se impone
en y por sí misma en el mundo, reclama su lugar y un nuevo parámetro de
verdad. Esto se debe a que el arte no figura, sino que transfigura. Toma
elementos del mundo y los transforma en algo que es al mismo tiempo
radicalmente diferente y perfectamente similar, pues comparte con ese
mundo del que surge una característica fundamental: la evidencia. Esta se
manifiesta en la relación entre la obra y el espectador como el efecto
primordial a partir del que se producen todos los efectos sucesivos
(sensoriales, emocionales, intelectuales).3
Al reconocerle a la obra la capacidad de producir el efecto de verdad y
realidad, la noción de evidencia permite entender el efecto estético en sus
propios términos; y lo hace sin necesidad de aislar la dimensión estética del
mundo cotidiano. De hecho, la conexión de la obra con el mundo, que se
gestiona a través del espectador, juega un papel crucial en la producción del
efecto de evidencia. La evidencia de la obra es también evidencia de que
ella no está supeditada ontológicamente a una realidad más verdadera de la
cual es un mero símil. Evidencia no es verosimilitud, sino algo más
primario, una certitud anterior que es condición necesaria de todo análisis,
de toda interpretación y de toda explicación. Es una aceptación sin
cuestionamientos, inmediata y completa del mundo propuesto por la obra
que se nos manifiesta cuando nos compenetramos. Eric Auerbach, cuando
elogia la vivacidad de la poesía homérica, dice que el «mundo real, que
existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no
contiene nada que no sea él».4 Y E. H. Gombrich, hablando de las calaveras
de Jericó, afirma que «el test [de la efectividad] de una imagen no es su
realismo (lifelikeness), sino su eficacia dentro de un contexto específico de
acción».5 Para los humanistas del Renacimiento, el término griego enárgeia,
que desde la Antigüedad se traducía con la voz latina evidentia, significaba
también eficacia.
La idea de que la obra de arte surte efecto cuando se manifiesta como
evidente puede sonar enrevesada, pero es todo lo contrario. Es clara y
distinta. Nos ha sucedido incontables veces. Si tenemos suerte, y tiempo,
nos sucede a diario. Estamos en las primeras páginas de una novela, en los
primeros minutos de una película, en el capítulo tercero de la primera
temporada de una serie, todavía algo desorientados quizá, refregándonos los
ojos como quien recién se despierta, o mirando alrededor con extrañeza
como quien acaba de aterrizar en otro país y, de pronto, sin aviso, sin
mediaciones, sin estrépito, sin darnos siquiera cuenta aceptamos el mundo
que se nos presenta, nos compenetramos con él, proyectamos en él nuestras
emociones, sufrimos, gozamos. No estamos locos, tampoco estamos
soñando. En cierto modo, estamos jugando. Sabemos que ese mundo
ficticio del cuento, del film, del cuadro, está construido con ladrillos muy
distintos de los que componen aquel que habitamos en carne y hueso, y sin
embargo lo aceptamos como quien, al sentarse, acepta sin más la realidad
de la silla. He aquí el prodigio común y corriente que ha inspirado este
ensayo.
1. COMPENETRARSE
Cuenta Andréi Tarkovsky en Esculpir en el tiempo que, poco después del
estreno de El espejo (1975), recibió una carta en la que una mujer le decía:
«En una semana he ido cuatro veces a ver su película. Y fui al cine no solo
para verla. En realidad, lo que quería era vivir una vida real por lo menos
unas horas, pasar el tiempo con artistas verdaderos, con personas […]. Por
primera vez una película se me antojó como algo real. Y este es
precisamente el motivo por el que la veo una y otra vez; para vivir por ella
y en ella».6 Esa «realidad», esa sensación de estar vivo «realmente» que
esta persona describe con tanta vivacidad no es otra cosa que la
compenetración.
La compenetración no es suspensión voluntaria de la incredulidad, una
noción pergeñada por alguien que sin duda profesaba una fe desmedida en
el poder de la voluntad. Si bien implica creer en algo, o creerse algo, no se
trata de suspender ninguna facultad. Y mucho menos es una cuestión de
albedrío. Tampoco depende de la asignación de un juicio de valor. No nos
compenetramos con una obra de arte porque nos parezca buena. Si bien una
discusión sobre la posibilidad de establecer una jerarquía de valores
estéticos no es algo para desestimar en tiempos de relativismo eufórico, no
es el tema de este ensayo. Además, podemos compenetrarnos con una obra
artística que sea mala desde diversos puntos de vista convencionales,
incluidos nuestros propios parámetros. La compenetración tampoco es un
efecto que la obra produce en nosotros; no es algo que la obra nos hace, o
algo que nosotros le hacemos a ella. Entonces, ¿qué es?
A pesar de tratarse de un acontecimiento perfectamente común y
corriente, algo que bien nos puede suceder a diario, el mecanismo de la
compenetración y el estado que esta induce son fenómenos difíciles de
describir. En primer lugar, la compenetración es un proceso horizontal y se
da en el espacio que nos separa de la obra de arte. Cuando sucede, de pronto
y como por arte de magia (ese «como» es un mero prurito racionalista) se
abre una nueva dimensión en la realidad. Una dimensión efectivamente
existente, una dimensión que funciona. Ese «funcionar» y ese «tener
efecto» de las artes componen el mayor misterio de la experiencia estética,
un misterio que se remonta a los orígenes de la existencia humana, a la
primera persona que pintó la forma de un animal sobre la pared de una
cueva, a las primeras manos que moldearon una figura antropomórfica de
arcilla, a la primera voz articulada que contó un cuento a la vera de una
fogata. Y a los espectadores y oyentes que habitaron originalmente esos
mundos artificiales.
En la química orgánica se habla de compenetración en referencia a
ciertos procesos sustanciales de entremezcla. Como consecuencia de una
aleación, las partículas de dos o más sustancias se mezclan entre sí, se
penetran las unas a las otras hasta formar una nueva sustancia. Puede
suceder con dos tipos de plástico, por ejemplo, que se funden por completo
generando un nuevo tipo de plástico en la zona intermedia. También se da
en la naturaleza cuando dos minerales migran el uno dentro del otro. La
compenetración que puede producirse durante la apreciación estética se
asemeja a este fenómeno orgánico.
Nos compenetramos con una obra de arte cuando, de un momento a
otro, se nos impone el hecho de que ese otro, la obra, es una entidad
autosuficiente, un integrante más del mundo y no una mera fantasía
impalpable, un artificio contingente, o el simple apéndice de una voluntad
creadora. Así como Pablito acepta sin más que el martillo es un integrante
del mundo y se relaciona con él al clavar un clavito, también la obra
artística se nos puede revelar en su calidad de entidad independiente.
Mientras que aceptar sin más el martillo es utilizarlo, con la obra de arte nos
compenetramos cuando damos por cierto y evidente el mundo que nos
presenta. Al compenetrarnos, nos entrelazamos con el tejido mismo de ese
mundo intangible y participamos del proceso de producción de sentido.
La creación de sentido en conjunto es una consecuencia inevitable de la
compenetración. Al percibir el mundo propuesto por la obra como algo real
y evidente, entramos a formar parte de él, nos sometemos a sus reglas, lo
interpretamos y, al hacerlo, lo transformamos. Al mismo tiempo, en esa
interacción, la obra adquiere la capacidad de modificarnos a nosotros
también a través del proceso de producción de sentido. Esto sucede gracias
a una combinación vertiginosa de estímulos intelectuales y emocionales.
Percibimos, entendemos y sentimos; percibimos, sentimos y entendemos.
Es claro que la compenetración está íntimamente ligada con
características propias de cada espectador. Afinidades y gustos,
asociaciones conscientes e inconscientes, recuerdos, fantasías y demás
idiosincrasias conforman un vasto campo connotativo que determina la
posibilidad de que tenga lugar la compenetración. No me interesa tanto por
qué alguien se compenetra con una novela de Patricia Highsmith y no con
una de José Donoso, o cómo es que uno se compenetra con una película de
Peter Weir y no con una de Michelangelo Antonioni. Sí, por el contrario, en
qué consiste compenetrarse.
La compenetración, como la evidencia, es un proceso tripartito. Como
veremos en el próximo capítulo, para que haya evidencia debe haber un
objeto A presentado a un sujeto B como prueba de un evento C. En un
primer momento, el sujeto (espectador, oyente, lector) se enfrenta con un
objeto (la obra artística). Hasta aquí tenemos un mero encuentro. Para que
tenga lugar la compenetración, sin embargo, es necesaria la aparición de un
tercer objeto, el sentido. De pronto, la obra adquiere sentido para el sujeto.
No hablo aquí de un sentido específico, no hablo siquiera de contenido, sino
de un sentido primordial que es condición de posibilidad de todo sentido
ulterior y de todo contenido. «Sentido» aquí es la manifestación súbita de
una realidad autosuficiente, la condición necesaria de todo contenido. Esta
realidad se manifiesta como un espacio; un campo de sentido, o, mejor
dicho, un espacio para el sentido. Es este espacio de sentido primordial lo
primero que confiere evidencia a la obra.
No hay que olvidar que la compenetración no es un acto de fe. No se
trata de creerse la obra al punto de adjudicarle el mismo valor de realidad
que le adjudicamos al mundo, sino de creer en ella de otra manera,
concediéndole el derecho a la existencia y aceptando en sus propios
términos el mundo de imágenes y de palabras que inaugura. Los verbos
«conceder» y «aceptar» deben ser tomados con pinzas. La única decisión
que toma el espectador es la de exponerse a la obra en el espacio físico y en
el tiempo de los relojes. La compenetración en sí no es producto de una
decisión: es un evento que se impone a nuestra sensibilidad y que irrumpe
en la esfera de nuestra afectividad.
Al compenetrarse uno se conecta con el mundo propuesto (impuesto,
más bien) por la obra, pero no pierde la distancia, no abandona el suyo
propio, no lo pone entre paréntesis ni lo cancela. Gombrich apunta a algo
similar con su ejemplo del caballito de juguete.7 El palo de madera con la
cuerda y la cabeza de peluche (la cabeza es opcional) es la representación
de un caballo solo en el sentido de que lo sustituye parcial y
provisoriamente. El artefacto se parece poco y nada a un caballo. El
material no puede ser más diferente, las dimensiones y la figura, tampoco.
Y, sin embargo, hace las veces de caballo porque comparte una
característica básica con el animal: se lo puede montar. El niño, de pie y a
horcajadas, pronuncia la fórmula de rigor («arre, caballito») y sale al
galope. Es, al mismo tiempo, un juego y un truco de magia. Su sentido más
primario se encuentra en el mecanismo de sustitución que está en la base de
la ceremonia religiosa. Se trata del mismo mecanismo de la imaginación
que, según Gombrich, inspiró el arte prehistórico. Así como el ídolo de
arcilla sustituye al dios en el ritual animista, el palo de madera sustituye al
caballo en el recreo infantil.
También en la compenetración con la obra de arte se produce una
sustitución. Al compenetrarnos con un cuento, con un cuadro, con una
película, sustituimos momentáneamente nuestro mundo cotidiano por otro,
hacia el que proyectamos nuestras emociones. Pero, así como el niño jamás
confunde el caballito de madera con un equino de carne y hueso,8 tampoco
pensamos nosotros, por más compenetrados que estemos con una obra
(pace Alonso Quijano), que ese otro mundo tiene el mismo grado de
realidad, la misma textura y densidad que el mundo cotidiano. Nunca deja
de haber distancia. Se trata de una relación fundamentalmente visual y
emocional, pero no por ello menos efectiva. Somos espectadores
involucrados con lo que vemos porque lo que vemos nos afecta, pero
también porque nuestra mirada afecta la obra al construir su sentido. En la
compenetración se comprueba más allá de toda duda que el sentido de la
vista es una facultad activa y no pasiva. Al compenetrarnos, no somos
espectadores sino testigos.
Esta distancia entre nosotros y la obra permite que se mantenga un
grado de extrañamiento necesario para la apreciación y para la construcción
de sentidos. Aquí radica la paradoja central de este fenómeno. Mientras que
en la compenetración química las dos sustancias pierden sus propiedades
originales total o parcialmente, en el contexto de la experiencia estética las
sustancias se encuentran y se compenetran sin jamás confundirse la una con
la otra. Por un lado, el espectador (podemos empezar a llamarlo «testigo»)
acepta el mundo que propone la obra en su realidad paralela, lo sustituye
momentáneamente por el suyo, lo convierte provisoriamente en repositorio
de sus emociones y construye sentidos en y con él, pero no pierde su apoyo
en el mundo cotidiano. Por el otro, al igual que en el caso del proceso
químico, la compenetración estética produce una nueva sustancia. Esta
nueva sustancia, que se construye durante y después del encuentro estético,
es el cúmulo de sentidos conformado por las interpretaciones de la obra, las
asociaciones que esta inspira, los recuerdos que dispara y las emociones que
provoca.
La importancia del distanciamiento no pasó desapercibida al análisis
hermenéutico del discurso. Según Paul Ricœur, el fenómeno que llamamos
«literatura» es producto del desfase de dos ámbitos referenciales. El texto
de ficción inaugura una esfera de referencialidad que no es la de la realidad
concreta. Al mismo tiempo, «no hay discurso tan ficticio que no se conecte
con la realidad», aclara Ricœur, pues ambas esferas comparten el lenguaje
ordinario. Esta conciencia de la separación de los niveles de discurso y
referencialidad es el distanciamiento. Dice el fenomenólogo francés: «El
mundo del texto del que hablamos no es pues el del lenguaje cotidiano. En
este sentido, constituye un nuevo tipo de distanciamiento que se podría
decir que es de lo real consigo mismo. Esta es la distanciación que la
ficción introduce en nuestra captación de lo real».9 Gracias a esta distancia,
la obra trasciende su contexto inmediato y se abre a una cantidad ilimitada
de lecturas ulteriores. El texto se descontextualiza para recontextualizarse,
concluye Ricœur. Esto es agua fresca en el desierto del contextualismo
recalcitrante con su lectura moralizante, historicista, politiquera, en que se
ha convertido gran parte del feudo de la crítica contemporánea. Pero
también es un recordatorio de que la diferencia ontológica, que está en las
raíces mismas del pensamiento premoderno, subsiste hasta el día de hoy de
manera inconsciente y acrítica. La experiencia de la apreciación artística, la
sustitución de emociones, la compenetración, son procesos que se sostienen
gracias a una aceptación tácita de que hay distintas esferas de realidad que
coexisten y pululan de manera no jerárquica. Entre ellas, construimos
puentes. Y, ¿qué es un puente sino una estructura que acerca al tiempo que
marca una distancia?
La distancia también explica una de las características más notables de
la compenetración: su carácter intermitente. La compenetración puede
funcionar como el tercero en discordia que quebrante la dicotomía
«concentración (o recogimiento) — distracción» que discute Walter
Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.10
Si bien es técnicamente posible compenetrarse con una obra desde el primer
instante en que se produce el encuentro hasta el último, lo más común es
entrar y salir del estado de absorción, pasar de la concentración a la
distracción y de la distracción a la concentración. En esta oscilación se
revela con mayor intensidad la disonancia temporal y, con ella, la distancia
referencial entre el mundo de la obra y el nuestro. El mundo circundante y
nuestra actividad mental gusta de interrumpir acá y allá la experiencia de la
compenetración. Hay ruidos y hay distracciones que vienen de fuera, hay
digresiones y ensoñaciones diurnas que vienen de dentro. Pero este entrar y
salir del estado de compenetración, lejos de templar los efectos de la
experiencia estética, puede exaltarlos pues la intermitencia nos abre a la
distancia y es en ella donde adoptamos nuestro papel de testigos de ese otro
mundo inaugurado por la obra para construir sentido. Participamos de ese
otro mundo propuesto por la obra sin abandonar nunca nuestro mundo
cotidiano. Oscilamos como quien pasa del sueño a la vigilia y de la vigilia
al sueño. O, más bien, como alguien que entra y sale de un estado de trance
lúcido.
La comparación con juegos infantiles, ritos primitivos y el estado de
trance invita a una conexión entre el compenetrarse y la dimensión de lo
ceremonial. Da lo mismo si el arte nació como elemento de una liturgia
animista, o si tuvo un origen independiente de la esfera religiosa y
simplemente la acompaña desde tiempos inmemoriales. Lo cierto es que
hasta el día de hoy la apreciación artística y el consumo de obras de arte se
suele practicar a la manera de un rito. Las reglas de estas modestas
ceremonias seculares varían. Pueden ser el reflejo de idiosincrasias
individuales, familiares, sociales, pero suelen ser relativamente regulares y
bastante rígidas. Para leer, nos sentamos o nos recostamos en nuestro sillón
preferido, en la cama con dos o más almohadas como respaldo, en una silla,
en la biblioteca, en el metro, en un café. Hay quienes leen de pie, hay
quienes leen en voz alta. Preferimos ciertos momentos del día a otros,
ciertos tipos de luz a otros (natural o artificial, blanca o amarilla) y ciertas
posiciones de la luz a otras (lateral, cenital). Sabemos de antemano
aproximadamente de cuánto tiempo disponemos para leer y la lectura puede
medirse en minutos, en páginas, en capítulos, en cuentos, en poemas.
Leemos libros en papel, libros digitales y ambos indistintamente; o
escuchamos audiolibros, en cuyo caso no hace falta estar quieto y el
ceremonial cambia por completo. Subrayamos con lápiz, con bolígrafo,
resaltamos, tomamos notas u obedecemos la prohibición terminante de
dejar marca alguna en el libro. Y cuando damos por concluida la sesión,
usamos un señalador o un lápiz, o doblamos la esquina de la hoja, o
retenemos el número de página en la memoria.
El hábito ceremonial es similar si nos disponemos a ver una película en
casa. Apagamos las luces (o no, o tal vez dejamos una sola luz prendida),
nos arrellanamos en nuestro sillón favorito, o nos acostamos en la cama y la
vemos de corrido, o hacemos interrupciones. Una ida al cine, o al museo,
también se celebra como una pequeña ceremonia. Durante la película se
come o no se come, se bebe o no se bebe, se apaga el teléfono celular, se
evita el cuchicheo, se le chista al cuchicheador. Asimismo, la apreciación de
un cuadro o una estatua suele tener sus reglas. ¿A qué distancia nos
ubicamos? ¿Cuánto tiempo le dedicamos a cada pieza? ¿Nos movemos para
apreciar la obra desde distintas perspectivas o contemplamos estáticos
desde un punto en particular? ¿Leemos la información de la placa o nos
concentramos en las emociones que suscita en nosotros la imagen sin
contaminarnos con datos y evitando toda intromisión interpretativa? A lo
largo de los años, todas estas pequeñas decisiones fluctúan y modelan en su
variación segmentos de ritos y costumbres que se van solidificando hasta
formar un auténtico ceremonial privado de la apreciación artística. El
propósito último de todo esto es facilitar la compenetración.
La mecánica ceremonial de la compenetración acompaña una de sus
características fundamentales: la replicabilidad. Lejos de ser un
acontecimiento excepcional, el compenetrarse es algo que nos puede
suceder regularmente, a diario incluso. No se trata de una epifanía
transformadora, un nirvana, una kénosis, un satori estético, un ataque de
síndrome de Stendhal (que podría describirse, por cierto, como una violenta
conjunción de compenetraciones que resulta en una sobredosis sensorial y
afectiva). La compenetración es una instancia de absorción moderada,
intermitente y replicable; y la ceremonia, con su regularidad y su
replicabilidad, es el marco apropiado para que acaezca. Es una manera de
acondicionar nuestro espacio a fin de entrar en contacto con la obra de la
manera más propicia para la creación de ese otro espacio donde sucede la
compenetración, el espacio de la evidencia.
Como veremos más adelante, ese espacio generado espontánea e
instantáneamente es mucho más que una condición de posibilidad de la
compenetración, ese espacio es la compenetración. Su aparición es
sorpresiva e impredecible. Es imposible determinar con precisión qué
aspecto puntual de la conjunción de la obra y nuestra mirada lo hace aflorar.
Es algo súbito y violento pues se nos impone independientemente de toda
volición. Allí donde solo estaba nuestro mundo cotidiano, ese collage
formado por la realidad de las cosas concretas y la inmaterialidad de nuestra
vida mental y afectiva, de pronto hay otro mundo, un mundo intangible
pero no por ello menos concreto, que nos atrapa, que nos excita o asusta,
que nos puede incluso aburrir. La palabra es arriesgada, pero describe el
fenómeno mejor que ninguna otra: magia.
La compenetración es una variación de la magia. Primero, porque
consiste en la aparición efectiva de una dimensión de la realidad que, a
pesar de no estar regida por las leyes naturales, tiene injerencia real
(sensorial, afectiva, intelectual, mnemónica) en el mundo cotidiano.
Segundo, porque sucede en el contexto de un rito de sustitución de mundos
y de emociones. Tercero, porque como la magia de salón, como la rough
magic que practica Próspero en La tempestad, se desarrolla a la manera de
un espectáculo que tiene como número central la creación artificial de vida.
En este sentido, la compenetración está íntimamente conectada con la
creación artística. Más precisamente, con el momento en que el artista da el
toque final a la obra, la vivifica y la convierte en una entidad autosuficiente
con la capacidad de entrar en conexión con el espectador/testigo. Algunos
ejemplos paradigmáticos en la tradición occidental son la creación de Adán
y Eva, la reanimación del pastiche de cadáveres en Frankenstein, Miguel
Ángel dándole un martillazo en la rodilla al Moisés terminado e
increpándolo: «Perché non parli?». Pero ningún modelo ilustra mejor este
fenómeno que el mito de Pigmalión.
En la versión de Ovidio, Pigmalión es el artista que elimina toda
distancia y acaba consumido por su obra. El mito evoca dos
transformaciones: la de la estatua en mujer de carne y hueso, y la del artista
en habitante del mundo de su propia obra. El mito del quisquilloso y
sugestionable escultor chipriota contiene una moraleja implícita, una ars
poetica que, a su vez, como si se tratara de una matryoshka de alegorías,
incluye una ars critica. Así como el creador debe abocarse a la creación sin
perder la capacidad de tomar distancia para juzgar su propia obra,
corregirla, editarla, mutilarla, incluso eliminarla, el espectador habitará el
espacio de la compenetración oscilando entre la distancia y la cercanía para
construir sentido.
2. DE LA EVIDENCIA
En el principio Dios creó el Cielo y la Tierra. En otras palabras, creó el
espacio. Y dijo hágase la luz. Y la luz se hizo. Y Dios vio que la luz era
buena. Entonces separó lo seco de lo mojado. A lo seco lo llamó tierra y a
lo mojado, mar. Y vio que esto era bueno. E hizo que la tierra diese frutos a
través de la hierba y de los árboles, y volvió a ver que esto era bueno. Y
separó el día de la noche; es decir, inauguró el tiempo. Y vio que esto era
bueno. También vio que la creación de los animales terrestres y marinos era
buena, al igual que su división según géneros y especies. El primer capítulo
del Génesis concluye: «Dios vio todo lo que había hecho, y he aquí que era
bueno en gran manera».
La fórmula «y Dios vio que era bueno» (way yar aleim ki to-wb) se
repite una y otra vez a lo largo del primer libro del Pentateuco. No es
cuestión menor que haya visto (way yar) y no olido, u oído. La primacía de
la vista entre los otros sentidos hermana al judaísmo antiguo con la cultura
de la Grecia clásica y esta coincidencia está en la base de la jerarquía
sensorial que domina la cultural occidental desde aquel entonces. Me
interesa más, sin embargo, lo que vio, o cómo era lo que vio; es decir, el
concepto de «bueno» (to-wb). No cabe duda de que Dios vio que la luz, la
tierra y el mar, los animales, el hombre y la mujer eran buenos en sentido
ético en tanto productos de su infinita bondad (cuando se refiere al árbol del
conocimiento del bien y del mal, el texto usa la misma palabra). También en
sentido utilitario (sirven para un propósito) y, sobre todo, teleológico (son
funcionales al plan maestro de la creación). Pero el acto de creación no deja
de ser un acto de creación y, como tal, la producción de un artificio.
Cualquier artista o artesano sabe inmediatamente cuándo lo que hizo le
salió bien. La certidumbre del talabartero cuando pasa la mano por una
montura terminada a la perfección es una reacción instantánea de
reconocimiento; lo mismo vale para la gratificación del escultor cuando da
una cincelada precisa, o para la del escritor cuando encuentra la palabra
justa. Todas estas humildes epifanías se fundan sobre una larga experiencia
en el acierto y en el error, y se intuyen con un grado de certeza que, sin
miedo a la hipérbole, me atrevo a calificar de absoluto. En cuanto captación
inmediata que salta por encima de los vericuetos del entendimiento, el saber
intuitivo de la práxis se revela de manera evidente.
En el habla cotidiana, cuando decimos «evidencia» suponemos una
estructura tripartita compuesta por un sujeto, un objeto y un evento. El
sujeto ante quien se presenta la evidencia, el objeto que contiene en sí la
carga de evidencia y aquello que es evidenciado, el evento. El mecanismo
de la evidencia se figura, entonces, como un triángulo de verificaciones.
Para poner un ejemplo del ámbito jurídico, que es el hábitat natural del
término: el arma homicida (objeto) se presenta como evidencia ante el juez
(sujeto) de culpabilidad (evento). La constatación de un fenómeno natural
también puede responder a este modelo. El agua que cae del cielo (y no de
la ventana de arriba cuando mi vecino riega las plantas, digamos) (O) es
evidencia para mí (S) de que está lloviendo (E). La evidencia es, por ende,
siempre de algo y para alguien. Pero lo cierto es que ese algo, el evento (E),
suele ya estar presente en el objeto que presenta la evidencia (O). Agua que
cae del cielo es llover. Cuchillo con sangre de X y huellas digitales de Y es
aquella precisa culpabilidad y ninguna otra.
Eso no es todo. El para alguien suele ser, más bien, un contra alguien.
El despliegue de la evidencia supone una instancia de escepticismo, o
descreimiento, de la cual ese alguien es apenas el rostro visible, la versión
simplificada, la punta del iceberg. En otras palabras, la evidencia tiene una
carga esencialmente negativa y demuestra refutando. A fin de cuentas, toda
especificación es una forma de negación. La constatación de que está
lloviendo niega que haga un día soleado, o nublado, o que nieve, pero sobre
todo niega que no esté lloviendo. Vemos, entonces, que el mecanismo de la
evidencia por un lado se cierra sobre sí mismo en su (falsa) estructura
tripartita hasta adquirir la forma de una tautología; y, por el otro, se abre a
una enorme variedad de referentes a través de su carácter negativo.
La naturaleza tautológica de la evidencia se manifiesta de manera
ejemplar en la instancia de la creación artística. Volviendo a los modelos del
principio, recordemos que el artesano, ya sea Dios o el talabartero, intuye
con plena evidencia que la obra le ha salido bien. Pero ¿qué significa que le
ha salido bien? ¿Que se corresponde fielmente con un modelo preexistente
que el artista copió? ¿Que expresa de manera clara y distinta una fuente de
inspiración? ¿Que plasma al dedillo la intención del artista? ¿Que se siente
bien al tacto, que se ve bien, que huele como debe oler? Todas estas son
respuestas válidas y la evidencia puede ser una intuición que acompaña la
constatación de cualquiera de estas variantes. Pero, antes que nada, la
evidencia artística es evidencia de otra cosa. Lo que evidencia en primer
lugar el artefacto flamante es a sí mismo. Antes de establecer cualquier
vínculo con realidades que lo trascienden, la obra evidencia su propia
entrada en la existencia. Y, si bien en las artes humanas no existe la creación
a partir de la nada (en las artes divinas tampoco, por cierto: recordemos que
el Dios judeo-cristiano crea el mundo montado sobre una pila de «caos y
confusión» [tohu wa bohu]), el artefacto, compuesto de una miríada de
partes que ya existían, se presenta rozagante en la existencia como algo
nuevo. Un integrante más del mundo que, a su vez, contiene en sí mismo un
mundo.11
Así como la compenetración del artista durante el proceso creativo se
condice con la que experimenta el espectador, la evidencia como intuición
que adviene al artífice también tiene su correlato en la instancia de
apreciación estética. Existe un tipo de evidencia que intuye quien se
encuentra con la obra, la contempla y se compenetra con ella. En los
próximos capítulos, me remitiré al modo en que se construye evidencia en
la ficción para echar algo más de luz sobre el fenómeno de la
compenetración. Nos compenetramos con ese otro mundo que propone la
obra cuando su existencia se nos revela como algo evidente —algo que
existe, sin más—. Nos compenetramos al constatar esa evidencia y
constatamos esa evidencia solo cuando nos compenetramos.
En el siglo xx, el concepto de evidencia hizo más de una aparición en el
ámbito de la historia del arte (no tanto en la crítica literaria) para describir
un efecto de vivacidad excepcional que producen ciertas obras.
Notablemente, un ejemplo que se repite es el de Giotto; en particular, los
frescos de la Capilla de los Scrovegni, en Padua, pintados entre 1305 y
1306. Estas escenas, acaso la cumbre del arte medieval, cuentan la vida de
Joaquín y Ana, la de su hija, María, y la de Jesús de Nazareth desde la
Anunciación hasta la Resurrección. La obra se completa con un
espeluznante Juicio Final y con una colección de estatuas pintadas en falsos
nichos (el efecto tridimensional, más de cien años antes del
redescubrimiento de la perspectiva lineal, es pasmoso) que representan los
vicios y las virtudes. En su monografía sobre los frescos de Scrovegni, Max
Imdahl propone que el efecto de «evidencia» (Evidenz) está dado por la
independencia de cada imagen respecto de la historia de la que forma parte.
Asimismo, el conjunto de cada escena se sostiene independientemente de la
totalidad del espacio estético que representa la capilla, cuyo azul intenso,
sobrenatural, llevaría a Proust a decir que es como si el cielo hubiese
entrado en el recinto buscando refugio del sol de mediodía. A la vez, es la
obra completa la que da sentido a cada escena y a cada personaje
individual. Esta dinámica fluida entre las partes y el todo confiere concisión
y una «altísima e inmediata evidencia» al complejo pictórico, concluye
Imdahl.12
Capilla de los Scrovegni (Padua), frescos de Giotto di Bondone
(1305-1306)
La Fe, de la serie de las siete virtudes, Capilla de los Scrovegni
(Padua), fresco de Giotto di Bondone (1305-1306)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba
interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde,
después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo
una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía
sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que
se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último
encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora
llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba
las caricias, no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía
que todo estaba decidido para siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada
había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora
cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al
norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con
el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos,
hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a
la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer:
primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo
alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el
sillón leyendo una novela.27
1. Leer
Los protagonistas del cuento son un lector y los personajes de un libro. El
argumento es un episodio que tiene lugar durante una sesión de lectura. En
el principio, la lectura ya había empezado «unos días antes». La referencia a
ese pasado ubica de entrada la narración en un universo que la excede. Hay
tiempo fuera del cuento y esto significa que hay también espacio, hay un
mundo precedente y preexistente pues nada viene de la nada. El mundo que
se nos presenta a nosotros, los otros lectores, es un mundo con pasado, un
mundo en el que el protagonista tiene obligaciones que funcionan como
impedimento de la lectura. Ese pasado en el que el hombre empezó a leer
durante su tiempo libre, entre negocio y negocio, está ligado a un espacio
(la ciudad, posiblemente) del que el hombre regresa en tren. El hecho de
que esté regresando indica que el espacio principal es la finca. La mera
existencia de ese otro espacio —un espacio pasado y satélite que no merece
siquiera una descripción— es una garantía de realidad y confirma por
oposición la existencia del espacio en el que se desarrollará la acción del
cuento, pero fundamentalmente proporciona evidencia de la existencia del
universo narrativo al que estamos siendo introducidos. Este mecanismo a
través del cual el narrador ofrece evidencia de la realidad de un espacio
oponiéndolo a otro espacio se repite a lo largo del cuento y es la columna
vertebral de la narración.
2. Compenetración
El protagonista «se dejaba interesar lentamente» por lo que leía. Hay que
entender «interesarse» en dos sentidos. Primero, en voz media, es decir una
pasividad que implica actividad pues, para ser interesado, uno debe abrirse
a eso otro que le interesa. El lector se sienta a leer, se prepara y celebra la
ceremonia que lo llevará a compenetrarse. La pasividad activa, o actividad
pasiva, de la lectura ilustra la interacción entre lector y texto que produce la
compenetración. Pero hay otro sentido en juego. En la jerga forense,
«interesar» quiere decir penetrar un cuerpo de manera violenta hasta
producir una alteración dañina. El lector es penetrado y afectado por la
trama que va tomando posesión de sus facultades sensitivas y cognitivas
lentamente, al ritmo del traquetear del tren cuya marcha (en tanto tren
regional) nos figuramos cansina. Finalmente, aquello que lentamente va
interesando en el y al lector se presenta como un producto sinestésico del
tacto y la vista. Trama es urdimbre, pero aquí también es dibujo. La
experiencia es visual y para que funcione la vista es necesaria la distancia.
Tenemos, entonces, una segunda apertura espacial que se torna concreta en
la narración bajo la forma de la distancia entre el punto A (la ciudad,
probablemente) y el punto B (la finca). Al tiempo que el tren va dibujando
esa distancia, la trama va interesando al lector como un cuchillo penetra el
cuerpo agredido y abre en él espacios nuevos.
3. Espacio
4. Continuidad
5. Parques
6. Casi
SUSAN SONTAG,
«Against Interpretation» (1964)