Está en la página 1de 85

POR QUÉ NOS CREEMOS LOS

CUENTOS
CÓMO SE CONSTRUYE EVIDENCIA EN LA FICCIÓN

PABLO MAURETTE

Clave Intelectual
Primera edición: febrero de 2021
Ilustración de cubierta: Julio César Pérez

© Pablo Maurette, 2021

© Clave Intelectual, S.L., 2021


Calle Recaredo 3 − 28002 Madrid
Tel (34) 91 6501841
editorial@claveintelectual.com
www.claveintelectual.com

ISBN: 9788412280074
Depósito legal: M-31398-2020

Primera edición en formato digital: febrero de 2021


Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451

Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff


Diseño de cubierta: Hernández & Bravo
Diagramación: Daniela Coduto
Corrección: Lola Delgado Müller
Diseño de colección: Eugenia Lardiés
a Julieta Maurette
¿Quién no vagabundea por los campos de la imaginación?
¿Quién no construye castillos en el aire?

LA FONTAINE1
PREFACIO
En una de las entrevistas recogidas en Borges el palabrista, Esteban
Peicovich le pregunta a un Borges ya anciano: «¿Quién es más real para
usted, Macbeth o Perón?». Borges responde: «Bueno, Macbeth, desde
luego».2 El conocido desprecio del escritor argentino por el expresidente
anima sin duda esta curiosa ontología, pero la idea de que un personaje de
ficción pueda ser más real que uno que existió en carne y hueso se
relaciona, según Borges, con el hecho de que el destino de todo lo que
existe, de lo histórico y de lo ficticio, es transformarse en recuerdo. Una vez
igualados dos personajes por dicho destino, uno puede decidir quién le
parece más real atendiendo a cuál proyecta una imagen más vivaz y ocupa,
en consecuencia, un lugar más privilegiado en su memoria. Amén del
elemento de provocación en la respuesta de Borges, de ella se desprende
una serie de preguntas cuyas implicancias y ramificaciones irán delineando
el argumento de este ensayo. Es evidente en qué sentido Juan Domingo
Perón es, o fue, real, pero ¿de qué modo es real Macbeth? ¿Es posible que
también su existencia se nos revele de modo evidente?
La discusión sobre el tipo de existencia que tiene la obra de arte, ya sea
visual o verbal, se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental.
Durante más de dos mil años, los filósofos pusieron el énfasis
preponderante en el grado de realidad de la obra, entendida
fundamentalmente como imitación de la realidad, y sobre todo en relación
con aquello que la obra imita, ya sea un cuerpo conmensurable o un
paradigma inteligible, es decir, una idea que funciona como modelo. A
partir de la Modernidad, y especialmente después de las revoluciones de la
física en el siglo xx, la noción de diferencia ontológica (la idea de que hay
entidades que existen más, o que son más reales que otras) ha sido relegada
a la baulera de las antiguallas. Pero relegar no es eliminar y las ideas no se
matan, como escribió Domingo Faustino Sarmiento en el epígrafe de
Facundo (1845) citando equivocadamente a Fortoul. En más de un sentido,
seguimos convencidos de que hay una gradación en la escala del ser.
Seguimos siendo platónicos.
Platón creía que la idea de una mesa, es decir, la entidad inteligible e
inmutable que sirve de modelo al carpintero, es más real y más verdadera
que la mesa de madera que, a su vez, es más real que una representación
pictórica de dicha mesa. Muchas personas aún creen que hay una dimensión
de sí mismas (llámesela alma, espíritu, vibración, energía) que es más real
que el cuerpo pues resiste los embates del tiempo y perdura después de la
muerte. Y pocos negarían que su propio cuerpo es más real que el reflejo de
él que se proyecta en un espejo, o que su propia imagen capturada en una
fotografía o en un video. En consecuencia, pocos discutirían la noción de
que la vida no es una película ni un cuento de hadas, como tantas veces se
nos recuerda con reprobación a los «Pigmaliones» que nos perdemos con
gusto en los mundos que crea el arte.
Si, a pesar de que somos perfectamente capaces de distinguir entre lo
que llamamos realidad y lo que consideramos ficción, seguimos buscando y
frecuentando con afán esos mundos artificiales es porque hay algo en ellos
que ejerce una atracción impostergable y que en ocasiones nos absorbe con
tal intensidad que se convierte en receptáculo de nuestras emociones y en
imán para nuestra fantasía. Este fenómeno que lejos de ser anómalo bien
puede, felizmente, ser algo del orden de lo cotidiano, lleva a pensar que la
idea de que existe una jerarquía de la existencia es del todo inconducente.
En todo caso, a la vez que ese mundo artificial en el que volcamos
temporalmente nuestra sensibilidad y nuestra afectividad se nos revela
como una instancia legítima de la realidad digna del adjetivo «existente»,
entendemos de manera inmediata y sin necesidad de ninguna explicación
que un personaje de ficción, una trama, una imagen no son reales del mismo
modo ni en el mismo sentido en que son reales el sillón en el que nos
sentamos a ver la película o el papel en el que está impresa la novela; son
reales de otra manera. Comprendemos, entonces, aunque sea de manera
intuitiva, que hay distintos modos del ser así como hay diferentes modos
verbales —esferas de la realidad que se despliegan no en forma de una
escala vertical y jerárquica, sino unas al lado de las otras, de manera
desordenada, entrelazadas y amontonadas en un misterioso pulular—.
Ahora bien, si un cuerpo (un perro, una locomotora, Perón, etcétera) es
real en tanto materia conmensurable y densa que ocupa espacio, ¿en qué
sentido es real Macbeth, o la Madonna de Ognissanti, o Richard Sherman,
el personaje que interpreta Tom Ewell en La tentación vive arriba (dir. Billy
Wilder, 1955)? ¿Es acaso su mera materialidad (el papel, la madera, el
celuloide) lo que le confiere existencia? ¿O hay algo que trasciende la
materia y se nos presenta como existente en y por sí mismo?
En la obra de arte conviven (o, mejor dicho, pueden convivir), al menos
dos modos de existencia: el material y otro que, a falta de un término más
original, podemos llamar estético. Cualquiera que alguna vez haya
experimentado este otro modo de existencia que tiene la obra de arte sabe
también que no es algo que suceda invariablemente. Hay obras con las que
nos pasa y hay obras que tan solo pasan. Incluso de aquellas con las que sí
establecemos un vínculo, algunas nos absorben de principio a fin mientras
que hay otras en las que entramos y salimos como a través de una puerta
giratoria. A este acople que se produce entre nuestra sensibilidad y la
dimensión estética de una obra lo voy a llamar compenetración.
La compenetración es un fenómeno revelador en el que se nos
manifiesta esa otra realidad de la obra de arte, aquella que trasciende la
materia. Pero ¿qué sucede exactamente cuando nos compenetramos con una
ficción? ¿Cuál es el mecanismo por el que nos acoplamos al mundo que
propone la obra y volcamos en él nuestra afectividad? ¿Qué elementos son
necesarios para que se produzca la compenetración? ¿En qué consiste
exactamente ese estado? ¿Es un escape del mundo «real», o se trata de una
manera distinta de relacionarnos con él? En síntesis, ¿por qué nos creemos
los cuentos?
A pesar de que (o, quizá, precisamente porque) es algo que
experimentamos a menudo, a diario incluso, los pormenores de la
compenetración pueden resultar huidizos. De ellos me ocuparé en el primer
capítulo. Los capítulos segundo, tercero y cuarto darán cuenta de la
construcción de evidencia, uno de los elementos que hacen que una obra
facilite la compenetración; y lo harán a partir de tres ejemplos concretos: un
concepto de Marco Tulio Cicerón, un cuento de Julio Cortázar y una
película de Quentin Tarantino.
La estética como disciplina filosófica se ocupó tradicionalmente del
concepto de imitación y participación, de lo bello y de lo sublime, de lo
sagrado y de lo profano. Voy a intentar mantenerme al margen de estas
cuestiones y centrarme en un aspecto mucho más elemental, la capacidad
que tiene el arte de producir efectos en el espectador. Es posible trazar una
línea divisoria entre el arte que produce efectos en nosotros (intensos o
moderados) y el arte ante el cual permanecemos inmutables. Pero ¿cuándo
es efectiva una obra de arte? Indudablemente, la efectividad de una obra se
funda primero en la experiencia individual. No puede ser de otra manera.
La estética (del griego aísthesis, «percepción sensorial») es, a fin de
cuentas, el estudio de las sensaciones, y las sensaciones están
indisolublemente ligadas al cuerpo, que es una entidad individual, privada,
idiosincrática, determinada por una cierta historia y confinada en una
anatomía específica. Tomando esto como premisa, ¿qué es lo que hace que
una obra de arte produzca un efecto, ya sea fascinación, repulsión, interés,
tristeza, asco, excitación sexual? Lo mismo que hace que el mundo exterior,
el de las cosas y las personas, tenga efecto: su condición de evidente, su
total vivacidad, su avasallante cualidad de existente. Esta evidencia de sí
misma y de su incuestionable realidad es lo que se manifiesta en la obra
cuando nos compenetramos con ella.
El uso del concepto de evidencia como categoría estética es un intento
de desarticular, o al menos de poner entre paréntesis, una de las mayores
obsesiones de la tradición occidental: el realismo. La idea de que una obra
artística es bella, o efectiva, cuando imita fielmente algo que la trasciende
es endémica en Occidente. El acto de imitación puede tener como modelo el
mundo exterior (en esos casos, se llamaría, más bien, naturalismo), un
paradigma inteligible, la imaginación o el repositorio del inconsciente del
artista, obras de arte precedentes, plataformas ideológicas, políticas o
religiosas, etcétera. El denominador común es que, consciente o
inconscientemente, se establece una jerarquía, al atribuírsele más realidad al
modelo que a la copia. La copia existe gracias al mundo, a causa de él y
para reflejarlo y reproducirlo. Su existencia es, por ende, secundaria;
parasitaria, incluso.
Hablar de «verosimilitud» ayuda a dirigir la atención hacia el universo
interno que la obra inaugura. En el mundo de Rompiendo las olas (dir. Lars
von Trier, 1996), por ejemplo, es verosímil que suenen campanas que
cuelgan en el cielo, así como es inverosímil que el dandi relamido Waldo
Lydecker intente asesinar a Laura en la novela homónima de Vera Caspary
(1943). Sin embargo, la etimología misma del término tiene un lastre
realista demasiado pesado. Algo verosímil «parece verdadero». Cuando
produce su efecto, la obra de arte es verdadera. Volviendo a Pigmalión, a
través de su historia la mitología griega nos recuerda que el artista empieza
copiando la realidad hasta que llega un momento en que la obra se impone
en y por sí misma en el mundo, reclama su lugar y un nuevo parámetro de
verdad. Esto se debe a que el arte no figura, sino que transfigura. Toma
elementos del mundo y los transforma en algo que es al mismo tiempo
radicalmente diferente y perfectamente similar, pues comparte con ese
mundo del que surge una característica fundamental: la evidencia. Esta se
manifiesta en la relación entre la obra y el espectador como el efecto
primordial a partir del que se producen todos los efectos sucesivos
(sensoriales, emocionales, intelectuales).3
Al reconocerle a la obra la capacidad de producir el efecto de verdad y
realidad, la noción de evidencia permite entender el efecto estético en sus
propios términos; y lo hace sin necesidad de aislar la dimensión estética del
mundo cotidiano. De hecho, la conexión de la obra con el mundo, que se
gestiona a través del espectador, juega un papel crucial en la producción del
efecto de evidencia. La evidencia de la obra es también evidencia de que
ella no está supeditada ontológicamente a una realidad más verdadera de la
cual es un mero símil. Evidencia no es verosimilitud, sino algo más
primario, una certitud anterior que es condición necesaria de todo análisis,
de toda interpretación y de toda explicación. Es una aceptación sin
cuestionamientos, inmediata y completa del mundo propuesto por la obra
que se nos manifiesta cuando nos compenetramos. Eric Auerbach, cuando
elogia la vivacidad de la poesía homérica, dice que el «mundo real, que
existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no
contiene nada que no sea él».4 Y E. H. Gombrich, hablando de las calaveras
de Jericó, afirma que «el test [de la efectividad] de una imagen no es su
realismo (lifelikeness), sino su eficacia dentro de un contexto específico de
acción».5 Para los humanistas del Renacimiento, el término griego enárgeia,
que desde la Antigüedad se traducía con la voz latina evidentia, significaba
también eficacia.
La idea de que la obra de arte surte efecto cuando se manifiesta como
evidente puede sonar enrevesada, pero es todo lo contrario. Es clara y
distinta. Nos ha sucedido incontables veces. Si tenemos suerte, y tiempo,
nos sucede a diario. Estamos en las primeras páginas de una novela, en los
primeros minutos de una película, en el capítulo tercero de la primera
temporada de una serie, todavía algo desorientados quizá, refregándonos los
ojos como quien recién se despierta, o mirando alrededor con extrañeza
como quien acaba de aterrizar en otro país y, de pronto, sin aviso, sin
mediaciones, sin estrépito, sin darnos siquiera cuenta aceptamos el mundo
que se nos presenta, nos compenetramos con él, proyectamos en él nuestras
emociones, sufrimos, gozamos. No estamos locos, tampoco estamos
soñando. En cierto modo, estamos jugando. Sabemos que ese mundo
ficticio del cuento, del film, del cuadro, está construido con ladrillos muy
distintos de los que componen aquel que habitamos en carne y hueso, y sin
embargo lo aceptamos como quien, al sentarse, acepta sin más la realidad
de la silla. He aquí el prodigio común y corriente que ha inspirado este
ensayo.
1. COMPENETRARSE
Cuenta Andréi Tarkovsky en Esculpir en el tiempo que, poco después del
estreno de El espejo (1975), recibió una carta en la que una mujer le decía:
«En una semana he ido cuatro veces a ver su película. Y fui al cine no solo
para verla. En realidad, lo que quería era vivir una vida real por lo menos
unas horas, pasar el tiempo con artistas verdaderos, con personas […]. Por
primera vez una película se me antojó como algo real. Y este es
precisamente el motivo por el que la veo una y otra vez; para vivir por ella
y en ella».6 Esa «realidad», esa sensación de estar vivo «realmente» que
esta persona describe con tanta vivacidad no es otra cosa que la
compenetración.
La compenetración no es suspensión voluntaria de la incredulidad, una
noción pergeñada por alguien que sin duda profesaba una fe desmedida en
el poder de la voluntad. Si bien implica creer en algo, o creerse algo, no se
trata de suspender ninguna facultad. Y mucho menos es una cuestión de
albedrío. Tampoco depende de la asignación de un juicio de valor. No nos
compenetramos con una obra de arte porque nos parezca buena. Si bien una
discusión sobre la posibilidad de establecer una jerarquía de valores
estéticos no es algo para desestimar en tiempos de relativismo eufórico, no
es el tema de este ensayo. Además, podemos compenetrarnos con una obra
artística que sea mala desde diversos puntos de vista convencionales,
incluidos nuestros propios parámetros. La compenetración tampoco es un
efecto que la obra produce en nosotros; no es algo que la obra nos hace, o
algo que nosotros le hacemos a ella. Entonces, ¿qué es?
A pesar de tratarse de un acontecimiento perfectamente común y
corriente, algo que bien nos puede suceder a diario, el mecanismo de la
compenetración y el estado que esta induce son fenómenos difíciles de
describir. En primer lugar, la compenetración es un proceso horizontal y se
da en el espacio que nos separa de la obra de arte. Cuando sucede, de pronto
y como por arte de magia (ese «como» es un mero prurito racionalista) se
abre una nueva dimensión en la realidad. Una dimensión efectivamente
existente, una dimensión que funciona. Ese «funcionar» y ese «tener
efecto» de las artes componen el mayor misterio de la experiencia estética,
un misterio que se remonta a los orígenes de la existencia humana, a la
primera persona que pintó la forma de un animal sobre la pared de una
cueva, a las primeras manos que moldearon una figura antropomórfica de
arcilla, a la primera voz articulada que contó un cuento a la vera de una
fogata. Y a los espectadores y oyentes que habitaron originalmente esos
mundos artificiales.
En la química orgánica se habla de compenetración en referencia a
ciertos procesos sustanciales de entremezcla. Como consecuencia de una
aleación, las partículas de dos o más sustancias se mezclan entre sí, se
penetran las unas a las otras hasta formar una nueva sustancia. Puede
suceder con dos tipos de plástico, por ejemplo, que se funden por completo
generando un nuevo tipo de plástico en la zona intermedia. También se da
en la naturaleza cuando dos minerales migran el uno dentro del otro. La
compenetración que puede producirse durante la apreciación estética se
asemeja a este fenómeno orgánico.
Nos compenetramos con una obra de arte cuando, de un momento a
otro, se nos impone el hecho de que ese otro, la obra, es una entidad
autosuficiente, un integrante más del mundo y no una mera fantasía
impalpable, un artificio contingente, o el simple apéndice de una voluntad
creadora. Así como Pablito acepta sin más que el martillo es un integrante
del mundo y se relaciona con él al clavar un clavito, también la obra
artística se nos puede revelar en su calidad de entidad independiente.
Mientras que aceptar sin más el martillo es utilizarlo, con la obra de arte nos
compenetramos cuando damos por cierto y evidente el mundo que nos
presenta. Al compenetrarnos, nos entrelazamos con el tejido mismo de ese
mundo intangible y participamos del proceso de producción de sentido.
La creación de sentido en conjunto es una consecuencia inevitable de la
compenetración. Al percibir el mundo propuesto por la obra como algo real
y evidente, entramos a formar parte de él, nos sometemos a sus reglas, lo
interpretamos y, al hacerlo, lo transformamos. Al mismo tiempo, en esa
interacción, la obra adquiere la capacidad de modificarnos a nosotros
también a través del proceso de producción de sentido. Esto sucede gracias
a una combinación vertiginosa de estímulos intelectuales y emocionales.
Percibimos, entendemos y sentimos; percibimos, sentimos y entendemos.
Es claro que la compenetración está íntimamente ligada con
características propias de cada espectador. Afinidades y gustos,
asociaciones conscientes e inconscientes, recuerdos, fantasías y demás
idiosincrasias conforman un vasto campo connotativo que determina la
posibilidad de que tenga lugar la compenetración. No me interesa tanto por
qué alguien se compenetra con una novela de Patricia Highsmith y no con
una de José Donoso, o cómo es que uno se compenetra con una película de
Peter Weir y no con una de Michelangelo Antonioni. Sí, por el contrario, en
qué consiste compenetrarse.
La compenetración, como la evidencia, es un proceso tripartito. Como
veremos en el próximo capítulo, para que haya evidencia debe haber un
objeto A presentado a un sujeto B como prueba de un evento C. En un
primer momento, el sujeto (espectador, oyente, lector) se enfrenta con un
objeto (la obra artística). Hasta aquí tenemos un mero encuentro. Para que
tenga lugar la compenetración, sin embargo, es necesaria la aparición de un
tercer objeto, el sentido. De pronto, la obra adquiere sentido para el sujeto.
No hablo aquí de un sentido específico, no hablo siquiera de contenido, sino
de un sentido primordial que es condición de posibilidad de todo sentido
ulterior y de todo contenido. «Sentido» aquí es la manifestación súbita de
una realidad autosuficiente, la condición necesaria de todo contenido. Esta
realidad se manifiesta como un espacio; un campo de sentido, o, mejor
dicho, un espacio para el sentido. Es este espacio de sentido primordial lo
primero que confiere evidencia a la obra.
No hay que olvidar que la compenetración no es un acto de fe. No se
trata de creerse la obra al punto de adjudicarle el mismo valor de realidad
que le adjudicamos al mundo, sino de creer en ella de otra manera,
concediéndole el derecho a la existencia y aceptando en sus propios
términos el mundo de imágenes y de palabras que inaugura. Los verbos
«conceder» y «aceptar» deben ser tomados con pinzas. La única decisión
que toma el espectador es la de exponerse a la obra en el espacio físico y en
el tiempo de los relojes. La compenetración en sí no es producto de una
decisión: es un evento que se impone a nuestra sensibilidad y que irrumpe
en la esfera de nuestra afectividad.
Al compenetrarse uno se conecta con el mundo propuesto (impuesto,
más bien) por la obra, pero no pierde la distancia, no abandona el suyo
propio, no lo pone entre paréntesis ni lo cancela. Gombrich apunta a algo
similar con su ejemplo del caballito de juguete.7 El palo de madera con la
cuerda y la cabeza de peluche (la cabeza es opcional) es la representación
de un caballo solo en el sentido de que lo sustituye parcial y
provisoriamente. El artefacto se parece poco y nada a un caballo. El
material no puede ser más diferente, las dimensiones y la figura, tampoco.
Y, sin embargo, hace las veces de caballo porque comparte una
característica básica con el animal: se lo puede montar. El niño, de pie y a
horcajadas, pronuncia la fórmula de rigor («arre, caballito») y sale al
galope. Es, al mismo tiempo, un juego y un truco de magia. Su sentido más
primario se encuentra en el mecanismo de sustitución que está en la base de
la ceremonia religiosa. Se trata del mismo mecanismo de la imaginación
que, según Gombrich, inspiró el arte prehistórico. Así como el ídolo de
arcilla sustituye al dios en el ritual animista, el palo de madera sustituye al
caballo en el recreo infantil.
También en la compenetración con la obra de arte se produce una
sustitución. Al compenetrarnos con un cuento, con un cuadro, con una
película, sustituimos momentáneamente nuestro mundo cotidiano por otro,
hacia el que proyectamos nuestras emociones. Pero, así como el niño jamás
confunde el caballito de madera con un equino de carne y hueso,8 tampoco
pensamos nosotros, por más compenetrados que estemos con una obra
(pace Alonso Quijano), que ese otro mundo tiene el mismo grado de
realidad, la misma textura y densidad que el mundo cotidiano. Nunca deja
de haber distancia. Se trata de una relación fundamentalmente visual y
emocional, pero no por ello menos efectiva. Somos espectadores
involucrados con lo que vemos porque lo que vemos nos afecta, pero
también porque nuestra mirada afecta la obra al construir su sentido. En la
compenetración se comprueba más allá de toda duda que el sentido de la
vista es una facultad activa y no pasiva. Al compenetrarnos, no somos
espectadores sino testigos.
Esta distancia entre nosotros y la obra permite que se mantenga un
grado de extrañamiento necesario para la apreciación y para la construcción
de sentidos. Aquí radica la paradoja central de este fenómeno. Mientras que
en la compenetración química las dos sustancias pierden sus propiedades
originales total o parcialmente, en el contexto de la experiencia estética las
sustancias se encuentran y se compenetran sin jamás confundirse la una con
la otra. Por un lado, el espectador (podemos empezar a llamarlo «testigo»)
acepta el mundo que propone la obra en su realidad paralela, lo sustituye
momentáneamente por el suyo, lo convierte provisoriamente en repositorio
de sus emociones y construye sentidos en y con él, pero no pierde su apoyo
en el mundo cotidiano. Por el otro, al igual que en el caso del proceso
químico, la compenetración estética produce una nueva sustancia. Esta
nueva sustancia, que se construye durante y después del encuentro estético,
es el cúmulo de sentidos conformado por las interpretaciones de la obra, las
asociaciones que esta inspira, los recuerdos que dispara y las emociones que
provoca.
La importancia del distanciamiento no pasó desapercibida al análisis
hermenéutico del discurso. Según Paul Ricœur, el fenómeno que llamamos
«literatura» es producto del desfase de dos ámbitos referenciales. El texto
de ficción inaugura una esfera de referencialidad que no es la de la realidad
concreta. Al mismo tiempo, «no hay discurso tan ficticio que no se conecte
con la realidad», aclara Ricœur, pues ambas esferas comparten el lenguaje
ordinario. Esta conciencia de la separación de los niveles de discurso y
referencialidad es el distanciamiento. Dice el fenomenólogo francés: «El
mundo del texto del que hablamos no es pues el del lenguaje cotidiano. En
este sentido, constituye un nuevo tipo de distanciamiento que se podría
decir que es de lo real consigo mismo. Esta es la distanciación que la
ficción introduce en nuestra captación de lo real».9 Gracias a esta distancia,
la obra trasciende su contexto inmediato y se abre a una cantidad ilimitada
de lecturas ulteriores. El texto se descontextualiza para recontextualizarse,
concluye Ricœur. Esto es agua fresca en el desierto del contextualismo
recalcitrante con su lectura moralizante, historicista, politiquera, en que se
ha convertido gran parte del feudo de la crítica contemporánea. Pero
también es un recordatorio de que la diferencia ontológica, que está en las
raíces mismas del pensamiento premoderno, subsiste hasta el día de hoy de
manera inconsciente y acrítica. La experiencia de la apreciación artística, la
sustitución de emociones, la compenetración, son procesos que se sostienen
gracias a una aceptación tácita de que hay distintas esferas de realidad que
coexisten y pululan de manera no jerárquica. Entre ellas, construimos
puentes. Y, ¿qué es un puente sino una estructura que acerca al tiempo que
marca una distancia?
La distancia también explica una de las características más notables de
la compenetración: su carácter intermitente. La compenetración puede
funcionar como el tercero en discordia que quebrante la dicotomía
«concentración (o recogimiento) — distracción» que discute Walter
Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.10
Si bien es técnicamente posible compenetrarse con una obra desde el primer
instante en que se produce el encuentro hasta el último, lo más común es
entrar y salir del estado de absorción, pasar de la concentración a la
distracción y de la distracción a la concentración. En esta oscilación se
revela con mayor intensidad la disonancia temporal y, con ella, la distancia
referencial entre el mundo de la obra y el nuestro. El mundo circundante y
nuestra actividad mental gusta de interrumpir acá y allá la experiencia de la
compenetración. Hay ruidos y hay distracciones que vienen de fuera, hay
digresiones y ensoñaciones diurnas que vienen de dentro. Pero este entrar y
salir del estado de compenetración, lejos de templar los efectos de la
experiencia estética, puede exaltarlos pues la intermitencia nos abre a la
distancia y es en ella donde adoptamos nuestro papel de testigos de ese otro
mundo inaugurado por la obra para construir sentido. Participamos de ese
otro mundo propuesto por la obra sin abandonar nunca nuestro mundo
cotidiano. Oscilamos como quien pasa del sueño a la vigilia y de la vigilia
al sueño. O, más bien, como alguien que entra y sale de un estado de trance
lúcido.
La comparación con juegos infantiles, ritos primitivos y el estado de
trance invita a una conexión entre el compenetrarse y la dimensión de lo
ceremonial. Da lo mismo si el arte nació como elemento de una liturgia
animista, o si tuvo un origen independiente de la esfera religiosa y
simplemente la acompaña desde tiempos inmemoriales. Lo cierto es que
hasta el día de hoy la apreciación artística y el consumo de obras de arte se
suele practicar a la manera de un rito. Las reglas de estas modestas
ceremonias seculares varían. Pueden ser el reflejo de idiosincrasias
individuales, familiares, sociales, pero suelen ser relativamente regulares y
bastante rígidas. Para leer, nos sentamos o nos recostamos en nuestro sillón
preferido, en la cama con dos o más almohadas como respaldo, en una silla,
en la biblioteca, en el metro, en un café. Hay quienes leen de pie, hay
quienes leen en voz alta. Preferimos ciertos momentos del día a otros,
ciertos tipos de luz a otros (natural o artificial, blanca o amarilla) y ciertas
posiciones de la luz a otras (lateral, cenital). Sabemos de antemano
aproximadamente de cuánto tiempo disponemos para leer y la lectura puede
medirse en minutos, en páginas, en capítulos, en cuentos, en poemas.
Leemos libros en papel, libros digitales y ambos indistintamente; o
escuchamos audiolibros, en cuyo caso no hace falta estar quieto y el
ceremonial cambia por completo. Subrayamos con lápiz, con bolígrafo,
resaltamos, tomamos notas u obedecemos la prohibición terminante de
dejar marca alguna en el libro. Y cuando damos por concluida la sesión,
usamos un señalador o un lápiz, o doblamos la esquina de la hoja, o
retenemos el número de página en la memoria.
El hábito ceremonial es similar si nos disponemos a ver una película en
casa. Apagamos las luces (o no, o tal vez dejamos una sola luz prendida),
nos arrellanamos en nuestro sillón favorito, o nos acostamos en la cama y la
vemos de corrido, o hacemos interrupciones. Una ida al cine, o al museo,
también se celebra como una pequeña ceremonia. Durante la película se
come o no se come, se bebe o no se bebe, se apaga el teléfono celular, se
evita el cuchicheo, se le chista al cuchicheador. Asimismo, la apreciación de
un cuadro o una estatua suele tener sus reglas. ¿A qué distancia nos
ubicamos? ¿Cuánto tiempo le dedicamos a cada pieza? ¿Nos movemos para
apreciar la obra desde distintas perspectivas o contemplamos estáticos
desde un punto en particular? ¿Leemos la información de la placa o nos
concentramos en las emociones que suscita en nosotros la imagen sin
contaminarnos con datos y evitando toda intromisión interpretativa? A lo
largo de los años, todas estas pequeñas decisiones fluctúan y modelan en su
variación segmentos de ritos y costumbres que se van solidificando hasta
formar un auténtico ceremonial privado de la apreciación artística. El
propósito último de todo esto es facilitar la compenetración.
La mecánica ceremonial de la compenetración acompaña una de sus
características fundamentales: la replicabilidad. Lejos de ser un
acontecimiento excepcional, el compenetrarse es algo que nos puede
suceder regularmente, a diario incluso. No se trata de una epifanía
transformadora, un nirvana, una kénosis, un satori estético, un ataque de
síndrome de Stendhal (que podría describirse, por cierto, como una violenta
conjunción de compenetraciones que resulta en una sobredosis sensorial y
afectiva). La compenetración es una instancia de absorción moderada,
intermitente y replicable; y la ceremonia, con su regularidad y su
replicabilidad, es el marco apropiado para que acaezca. Es una manera de
acondicionar nuestro espacio a fin de entrar en contacto con la obra de la
manera más propicia para la creación de ese otro espacio donde sucede la
compenetración, el espacio de la evidencia.
Como veremos más adelante, ese espacio generado espontánea e
instantáneamente es mucho más que una condición de posibilidad de la
compenetración, ese espacio es la compenetración. Su aparición es
sorpresiva e impredecible. Es imposible determinar con precisión qué
aspecto puntual de la conjunción de la obra y nuestra mirada lo hace aflorar.
Es algo súbito y violento pues se nos impone independientemente de toda
volición. Allí donde solo estaba nuestro mundo cotidiano, ese collage
formado por la realidad de las cosas concretas y la inmaterialidad de nuestra
vida mental y afectiva, de pronto hay otro mundo, un mundo intangible
pero no por ello menos concreto, que nos atrapa, que nos excita o asusta,
que nos puede incluso aburrir. La palabra es arriesgada, pero describe el
fenómeno mejor que ninguna otra: magia.
La compenetración es una variación de la magia. Primero, porque
consiste en la aparición efectiva de una dimensión de la realidad que, a
pesar de no estar regida por las leyes naturales, tiene injerencia real
(sensorial, afectiva, intelectual, mnemónica) en el mundo cotidiano.
Segundo, porque sucede en el contexto de un rito de sustitución de mundos
y de emociones. Tercero, porque como la magia de salón, como la rough
magic que practica Próspero en La tempestad, se desarrolla a la manera de
un espectáculo que tiene como número central la creación artificial de vida.
En este sentido, la compenetración está íntimamente conectada con la
creación artística. Más precisamente, con el momento en que el artista da el
toque final a la obra, la vivifica y la convierte en una entidad autosuficiente
con la capacidad de entrar en conexión con el espectador/testigo. Algunos
ejemplos paradigmáticos en la tradición occidental son la creación de Adán
y Eva, la reanimación del pastiche de cadáveres en Frankenstein, Miguel
Ángel dándole un martillazo en la rodilla al Moisés terminado e
increpándolo: «Perché non parli?». Pero ningún modelo ilustra mejor este
fenómeno que el mito de Pigmalión.
En la versión de Ovidio, Pigmalión es el artista que elimina toda
distancia y acaba consumido por su obra. El mito evoca dos
transformaciones: la de la estatua en mujer de carne y hueso, y la del artista
en habitante del mundo de su propia obra. El mito del quisquilloso y
sugestionable escultor chipriota contiene una moraleja implícita, una ars
poetica que, a su vez, como si se tratara de una matryoshka de alegorías,
incluye una ars critica. Así como el creador debe abocarse a la creación sin
perder la capacidad de tomar distancia para juzgar su propia obra,
corregirla, editarla, mutilarla, incluso eliminarla, el espectador habitará el
espacio de la compenetración oscilando entre la distancia y la cercanía para
construir sentido.
2. DE LA EVIDENCIA
En el principio Dios creó el Cielo y la Tierra. En otras palabras, creó el
espacio. Y dijo hágase la luz. Y la luz se hizo. Y Dios vio que la luz era
buena. Entonces separó lo seco de lo mojado. A lo seco lo llamó tierra y a
lo mojado, mar. Y vio que esto era bueno. E hizo que la tierra diese frutos a
través de la hierba y de los árboles, y volvió a ver que esto era bueno. Y
separó el día de la noche; es decir, inauguró el tiempo. Y vio que esto era
bueno. También vio que la creación de los animales terrestres y marinos era
buena, al igual que su división según géneros y especies. El primer capítulo
del Génesis concluye: «Dios vio todo lo que había hecho, y he aquí que era
bueno en gran manera».
La fórmula «y Dios vio que era bueno» (way yar aleim ki to-wb) se
repite una y otra vez a lo largo del primer libro del Pentateuco. No es
cuestión menor que haya visto (way yar) y no olido, u oído. La primacía de
la vista entre los otros sentidos hermana al judaísmo antiguo con la cultura
de la Grecia clásica y esta coincidencia está en la base de la jerarquía
sensorial que domina la cultural occidental desde aquel entonces. Me
interesa más, sin embargo, lo que vio, o cómo era lo que vio; es decir, el
concepto de «bueno» (to-wb). No cabe duda de que Dios vio que la luz, la
tierra y el mar, los animales, el hombre y la mujer eran buenos en sentido
ético en tanto productos de su infinita bondad (cuando se refiere al árbol del
conocimiento del bien y del mal, el texto usa la misma palabra). También en
sentido utilitario (sirven para un propósito) y, sobre todo, teleológico (son
funcionales al plan maestro de la creación). Pero el acto de creación no deja
de ser un acto de creación y, como tal, la producción de un artificio.
Cualquier artista o artesano sabe inmediatamente cuándo lo que hizo le
salió bien. La certidumbre del talabartero cuando pasa la mano por una
montura terminada a la perfección es una reacción instantánea de
reconocimiento; lo mismo vale para la gratificación del escultor cuando da
una cincelada precisa, o para la del escritor cuando encuentra la palabra
justa. Todas estas humildes epifanías se fundan sobre una larga experiencia
en el acierto y en el error, y se intuyen con un grado de certeza que, sin
miedo a la hipérbole, me atrevo a calificar de absoluto. En cuanto captación
inmediata que salta por encima de los vericuetos del entendimiento, el saber
intuitivo de la práxis se revela de manera evidente.
En el habla cotidiana, cuando decimos «evidencia» suponemos una
estructura tripartita compuesta por un sujeto, un objeto y un evento. El
sujeto ante quien se presenta la evidencia, el objeto que contiene en sí la
carga de evidencia y aquello que es evidenciado, el evento. El mecanismo
de la evidencia se figura, entonces, como un triángulo de verificaciones.
Para poner un ejemplo del ámbito jurídico, que es el hábitat natural del
término: el arma homicida (objeto) se presenta como evidencia ante el juez
(sujeto) de culpabilidad (evento). La constatación de un fenómeno natural
también puede responder a este modelo. El agua que cae del cielo (y no de
la ventana de arriba cuando mi vecino riega las plantas, digamos) (O) es
evidencia para mí (S) de que está lloviendo (E). La evidencia es, por ende,
siempre de algo y para alguien. Pero lo cierto es que ese algo, el evento (E),
suele ya estar presente en el objeto que presenta la evidencia (O). Agua que
cae del cielo es llover. Cuchillo con sangre de X y huellas digitales de Y es
aquella precisa culpabilidad y ninguna otra.
Eso no es todo. El para alguien suele ser, más bien, un contra alguien.
El despliegue de la evidencia supone una instancia de escepticismo, o
descreimiento, de la cual ese alguien es apenas el rostro visible, la versión
simplificada, la punta del iceberg. En otras palabras, la evidencia tiene una
carga esencialmente negativa y demuestra refutando. A fin de cuentas, toda
especificación es una forma de negación. La constatación de que está
lloviendo niega que haga un día soleado, o nublado, o que nieve, pero sobre
todo niega que no esté lloviendo. Vemos, entonces, que el mecanismo de la
evidencia por un lado se cierra sobre sí mismo en su (falsa) estructura
tripartita hasta adquirir la forma de una tautología; y, por el otro, se abre a
una enorme variedad de referentes a través de su carácter negativo.
La naturaleza tautológica de la evidencia se manifiesta de manera
ejemplar en la instancia de la creación artística. Volviendo a los modelos del
principio, recordemos que el artesano, ya sea Dios o el talabartero, intuye
con plena evidencia que la obra le ha salido bien. Pero ¿qué significa que le
ha salido bien? ¿Que se corresponde fielmente con un modelo preexistente
que el artista copió? ¿Que expresa de manera clara y distinta una fuente de
inspiración? ¿Que plasma al dedillo la intención del artista? ¿Que se siente
bien al tacto, que se ve bien, que huele como debe oler? Todas estas son
respuestas válidas y la evidencia puede ser una intuición que acompaña la
constatación de cualquiera de estas variantes. Pero, antes que nada, la
evidencia artística es evidencia de otra cosa. Lo que evidencia en primer
lugar el artefacto flamante es a sí mismo. Antes de establecer cualquier
vínculo con realidades que lo trascienden, la obra evidencia su propia
entrada en la existencia. Y, si bien en las artes humanas no existe la creación
a partir de la nada (en las artes divinas tampoco, por cierto: recordemos que
el Dios judeo-cristiano crea el mundo montado sobre una pila de «caos y
confusión» [tohu wa bohu]), el artefacto, compuesto de una miríada de
partes que ya existían, se presenta rozagante en la existencia como algo
nuevo. Un integrante más del mundo que, a su vez, contiene en sí mismo un
mundo.11
Así como la compenetración del artista durante el proceso creativo se
condice con la que experimenta el espectador, la evidencia como intuición
que adviene al artífice también tiene su correlato en la instancia de
apreciación estética. Existe un tipo de evidencia que intuye quien se
encuentra con la obra, la contempla y se compenetra con ella. En los
próximos capítulos, me remitiré al modo en que se construye evidencia en
la ficción para echar algo más de luz sobre el fenómeno de la
compenetración. Nos compenetramos con ese otro mundo que propone la
obra cuando su existencia se nos revela como algo evidente —algo que
existe, sin más—. Nos compenetramos al constatar esa evidencia y
constatamos esa evidencia solo cuando nos compenetramos.
En el siglo xx, el concepto de evidencia hizo más de una aparición en el
ámbito de la historia del arte (no tanto en la crítica literaria) para describir
un efecto de vivacidad excepcional que producen ciertas obras.
Notablemente, un ejemplo que se repite es el de Giotto; en particular, los
frescos de la Capilla de los Scrovegni, en Padua, pintados entre 1305 y
1306. Estas escenas, acaso la cumbre del arte medieval, cuentan la vida de
Joaquín y Ana, la de su hija, María, y la de Jesús de Nazareth desde la
Anunciación hasta la Resurrección. La obra se completa con un
espeluznante Juicio Final y con una colección de estatuas pintadas en falsos
nichos (el efecto tridimensional, más de cien años antes del
redescubrimiento de la perspectiva lineal, es pasmoso) que representan los
vicios y las virtudes. En su monografía sobre los frescos de Scrovegni, Max
Imdahl propone que el efecto de «evidencia» (Evidenz) está dado por la
independencia de cada imagen respecto de la historia de la que forma parte.
Asimismo, el conjunto de cada escena se sostiene independientemente de la
totalidad del espacio estético que representa la capilla, cuyo azul intenso,
sobrenatural, llevaría a Proust a decir que es como si el cielo hubiese
entrado en el recinto buscando refugio del sol de mediodía. A la vez, es la
obra completa la que da sentido a cada escena y a cada personaje
individual. Esta dinámica fluida entre las partes y el todo confiere concisión
y una «altísima e inmediata evidencia» al complejo pictórico, concluye
Imdahl.12
Capilla de los Scrovegni (Padua), frescos de Giotto di Bondone
(1305-1306)
La Fe, de la serie de las siete virtudes, Capilla de los Scrovegni
(Padua), fresco de Giotto di Bondone (1305-1306)

Imdahl no es el único que encuentra en la noción de evidencia la clave


para explicar la revolución pictórica cuyo origen críticos e intelectuales, de
Boccaccio en adelante, identifican con la obra de Giotto. A. E. Brinckmann,
por ejemplo, sostiene que Giotto renovó la pintura al conferir a los cuerpos
«evidencia plástica y volumétrica». Richard Offner interpreta que la
composición giottesca subyuga la forma individual a la totalidad orgánica y
produce una «evidencia predominante». Y Eugenio Battisti señala que la
excepcionalidad de Giotto radica en la «evidencia» de sus imágenes, un
efecto que ni los bizantinos ni los representantes del gótico internacional
habían logrado.13 Algunos de los admiradores más ilustres del artista
toscano ya habían experimentado una forma de compenetración que los
llevó a reflexionar en términos similares sobre el efecto giottesco. En una
carta a Émile Bernard, por ejemplo, Vincent van Gogh relata su experiencia
frente a una tabla pintada a témpera por Giotto: «Las expresiones de dolor y
de éxtasis son humanas a tal punto que no parece que estuviéramos en el
siglo XIX, sino ahí presentes; tanto participa uno de la emoción».14 El
mundo que la obra impone a la percepción de Van Gogh, convocándolo
primero y transformándolo en espectador/participante (en testigo) luego, no
es el de Giotto en el siglo XIV, ni el de Jesús y su madre: es un mundo
totalmente distinto y completamente real, cuyas fronteras son los bordes de
la tabla.
La importancia de la evidencia en el arte y, en particular, en el cine, no
escapó a la mirada de Susan Sontag. En la reseña de Vivir su vida (dir. Jean-
Luc Godard, 1962), Sontag distingue entre «prueba» (proof) y análisis,
poniendo el énfasis en la naturaleza tautológica de la prueba como categoría
fundamental para la apreciación de la forma. El análisis se ocupa de causas
y admite siempre nuevos ángulos de interpretación, mientras que la
«prueba», dice Sontag, es un modo de argumentación completo, absoluto.
La prueba solo puede ser autorreferente y, por ello, constituye un tipo de
argumento esencialmente formal. La escritora americana concluye que en
las grandes obras de arte la forma es soberana puesto que «forma es el
deseo de probar antes que el deseo de analizar».15 Las grandes obras de arte,
incluidas las literarias, son efectivas al dar prueba de sí mismas, al imponer
un mundo nuevo que se planta frente al mundo de la cotidianidad; es decir,
al producir evidencia.
El gran pensador de la evidencia en el siglo xx fue Edmund Husserl.
Según Husserl, la evidencia es, en primer lugar, el fenómeno más originario
(Urphänomen) de la vida intencional y el modo de captación más
«excelente». La evidencia, señala Husserl en la tercera de las Meditaciones
cartesianas, está íntimamente relacionada con el sentido de la vista.16 El
padre de la fenomenología también llama «evidencia» («cumplimiento», o
«adecuación») al proceso de verificación que identifica una coincidencia
entre lo mentado y lo dado. No basta que el objeto se dé en el modo en que
ha sido mentado para que haya verdad, es necesaria una toma de conciencia
de esa concordancia; y esa es la función de la evidencia que aprehende la
identidad como una objetividad.17 Ese «como» es crucial para entender el
mecanismo de la evidencia en la apreciación artística, puesto que la obra de
arte evidente es la que presenta de manera más efectiva una objetividad
paralela.
Más recientemente, el fenomenólogo Fernando Gil abordó el tema en su
Tratado de la evidencia. Tomando distancia de la noción de «verdad» como
correspondencia, que Husserl, si bien de manera crítica, sostuvo a lo largo
de su carrera, para Gil la evidencia es «una verdad redoblada, una
afirmación que no necesita justificación», la «aprehensión inmediata de un
objeto presente y existente», una «mera forma de captar» cuyo locus natural
es el sentido de la vista. La naturaleza visual de la evidencia, según Gil, va
de la mano de la capacidad de atención. «La evidencia se revela a través de
la atención. La atención se organiza de acuerdo con la evidencia»,
concluye.18 La compenetración, cabe agregar, es el punto de llegada al que
conduce la vía de la atención.
Esta idea de la vista como espacio natural de la evidencia se remonta a
la etimología del término (del latín, evidentia, en cuya raíz está el verbo
video, «ver»). Para rastrear los orígenes de su uso como concepto filosófico
hay que remitirse a Cicerón, en particular a las Cuestiones académicas, una
obra inconclusa y tardía que gira en torno al problema del conocimiento.19
De alguna manera, su punto central es la existencia de la obra misma: un
diálogo filosófico escrito en latín, algo novedoso para la época y una
empresa (la filosofía vernácula) en la que Cicerón fue uno de los primeros y
más importantes referentes. A lo largo de los dos libros que nos han llegado
(el resto, lamentablemente, se ha perdido), Catulo y Lúculo, los
interlocutores principales, debaten cuestiones de epistemología revisando
las posiciones de dos escuelas filosóficas griegas: el estoicismo y el
escepticismo. Aun en los pasajes más intrincados de la discusión, sin
embargo, Cicerón, no sin un dejo de decoro y otro tanto de deferencia,
expresa el extrañamiento que sienten sus personajes respecto de lo que
están haciendo. La filosofía es un ejercicio griego y si bien el intelecto
romano está perfectamente dotado para practicarla con destreza, no deja de
ser una actividad importada. Cicerón pone esto de relieve con digresiones
aclaratorias respecto de la terminología y a través de la introducción de
neologismos. En este sentido, la obra misma es una tautología. Se presenta
no tanto como defensa de una escuela de pensamiento en particular, sino
como afirmación de sí misma; abre un espacio conceptual propio y reclama
su derecho a existir.
Cuestiones académicas es un debate entre estoicos y académicos, que
por aquellos años profesaban el escepticismo pirrónico. Los dos
interlocutores principales representan el rol de divulgadores del saber
helénico entre la intelligentsia romana. Una de las piedras de toque de la
posición estoica para hacer frente al problema del conocimiento es el
concepto de «impresión cataléptica», elaborado por Zenón de Citio. Para
los estoicos, katálepsis designa una captación y, en consecuencia, una
impresión autoevidente, una aprehensión inmediata de las cosas a través de
los sentidos. La traducción que propone Cicerón para la voz griega es
comprehensio (1.11.41), término que refiere a la aprehensión manual. Estas
impresiones prensiles captan la esencia de las cosas de manera tan efectiva
que son inmunes a cualquier falsificación o distorsión sensorial. La
estrategia académica se centra en demoler esta noción para demostrar que,
si no existe nada que sea autoevidente, entonces el conocimiento de las
cosas tal como ellas son es una quimera. La respuesta estoica puesta en
boca de Lúculo remite a la noción misma de katálepsis y sostiene que
intentar demostrar la existencia de una aprehensión (o comprehensio)
«cataléptica» es actuar de manera «acientífica (inscienter), pues no existe
nada más claro (clarius) que la enárgeia (así le dicen los griegos, nosotros
llamémosla “perspicuidad” o “evidencia”, si te parece, y fabriquemos
términos cada vez que sea necesario)» (2.6.17).20
Lo que para nosotros suena como una falacia de petición de principio
(«no hay nada más claro que la claridad», o «la claridad es clara») es, en
realidad, una intuición que nace en los sentidos y se funda sobre una
metafísica que admite la transparencia gnoseológica. La resistencia natural
ante una idea semejante no es más que el prurito característico de la
filosofía moderna, presente también en la fenomenología mal que les pese a
los paladines del retorno «a las cosas mismas» (zu den Sachen selbst!) al
que arengaba Husserl: trazar el non plus ultra del conocimiento y de la
percepción en las facultades del sujeto. La claridad, que para Lúculo es una
cualidad de las cosas, para la modernidad es una característica de cierto tipo
de percepciones. En ambos casos, sin embargo, el problema del
conocimiento se condensa a fin de cuentas en esta (o en variaciones de esta)
cualidad visual, que los griegos llamaban enárgeia.
Enárgeia es también uno de los conceptos más emblemáticos de la
retórica premoderna.21 Las traducciones varían: «claridad», «evidencia»,
«perspicuidad», «vivacidad», «transparencia». Es una propiedad del
lenguaje oral o escrito que resulta de un «poner ante los ojos», un pase de
magia mediante el cual el lector (u oyente) se convierte en espectador según
la clásica formulación de Plutarco en referencia a Tucídides, o la de Polibio
cuando elogia el estilo de Homero. Pero no es solo cuestión de construir un
mundo de palabras que resulte autoevidente; se trata, más bien, de incluir al
espectador en ese mundo y de involucrarlo al suscitar entusiasmo y tumulto
emocional. También Aristóteles ensalza una virtud similar en las artes
poéticas, la saphêneia, un término que combina la noción de «verdad» y
«claridad», y cuya raíz brota asimismo en el campo de lo visual. Mediante
la enárgeia-evidencia el espectador se transforma en testigo. Si bien es una
propiedad sensorial y afectiva del lenguaje, también es una propiedad
epistemológica y ética. Es por ello por lo que, para la tradición estoica
(también para los epicúreos), la transparencia es la forma lingüística y
poética de la verdad; es, de hecho, un criterio de verdad pues transmite las
cosas como realmente son.
Uno de los ejemplos que da Cicerón de la efectividad y del «poder»
(vis) de los sentidos es la obra de arte. La vivacidad de ciertos cuadros, la
potencia emotiva de ciertas melodías y la claridad visual de ciertas
narraciones demuestran la capacidad que tienen los sentidos de captar la
verdad (2.7.20). Una de las figuras retóricas que mejor ilustran la capacidad
del arte, en particular la literatura, para generar evidencia es la écfrasis, la
minuciosa descripción verbal de una obra de arte plástica que apela
directamente a los sentidos para provocar el efecto de presencia e inducir la
compenetración.22 En el sexto volumen de En busca del tiempo perdido, el
narrador nos regala la siguiente impresión después de su primera visita a la
Capilla de los Scrovegni:
Y en el vuelo de los ángeles volvía a sentir la misma impresión
de acción efectiva, literalmente real, que me dieran los gestos de la
«Caridad» o de la «Envidia». Con tal fervor celestial, o al menos
con tanta sabiduría y aplicación infantiles, juntando sus manitas,
están representados los ángeles en la arena, pero como seres
voladores de una especie particular que hubieran existido realmente
y debieran figurar en la historia natural de los tiempos bíblicos y
evangélicos.23

Vívida y cristalina, la écfrasis proustiana compite en evidencia con la


capilla misma. La ocurrencia de los ángeles como una especie extinta
sugiere una historia alternativa, un mundo paralelo poblado antiguamente, o
en otra dimensión temporal, por seres imposibles y perfectamente tangibles.
Las imágenes que pinta Giotto, sugiere el narrador, no son efectivas porque
imitan las emociones «reales» de manera convincente, sino porque son la
cara visible de un mundo regido por leyes totalmente distintas a las del
nuestro y que, sin embargo, se nos presenta como autosuficiente y
autoevidente con esa claridad y transparencia con que a los antiguos
estoicos se les presentaba la realidad sensible.
¿Y nosotros? Después de haber cruzado a nado el Rubicón
gnoseológico del cartesianismo y tras construir un puente para recuperar el
mundo y volver «a las cosas mismas», hoy nos hallamos en un banco de
arena: demasiado modernos para creer en el mundo, demasiado irónicos
para tomarnos en serio nuestra subjetividad. Sin embargo, en la écfrasis de
Proust, en la carta de Van Gogh a Bernard, en la carta que recibe Tarkovsky
de su admiradora, comprobamos que la dimensión estética es un espacio
replegado de la historia y que allí conservamos todavía la capacidad de
experimentar la evidencia como una cualidad de las cosas. En el fenómeno
de la compenetración, la evidencia se manifiesta al mismo tiempo como
nota formal de la obra y de nuestra facultad para participar del mundo que
la obra nos impone.
Pero ya los antiguos, que superponían con desenvoltura y sin tanto
complejo los campos de la ética, la estética y la metafísica, habían
comprendido que la evidencia trascendía el ámbito de la filosofía del
conocimiento. En la epístola que introduce las Cuestiones académicas,
Cicerón le recuerda a Varrón que lo que está por leer es una conversación
que jamás sucedió. «Pero tú ya conoces la costumbre en los diálogos»,
aclara. Y un poco más adelante confiesa que la composición de estas
charlas es para él, antes que nada, una maniobra de evasión mental, un
paliativo espiritual y «la forma más honorable de ocio» (1.3.11), en un
período difícil luego de la muerte de su hija Tulia. Cansado del fragor de la
política, apesadumbrado por el duelo y ya cerca de la muerte, el viejo
senador sitúa sus diálogos ficticios en escenarios bellos y bucólicos. La
estancia de Catulo, en Cumas. O la villa de Hortensio, en Bauli, sobre el
golfo de Pozzuoli. Allí, sentados cómodamente al aire libre y a la sombra de
una arcada, los interlocutores se dan a la ceremonia de la conversación y
construyen con palabras un espacio de sentido.
3. UN ESPACIO DE SENTIDO
El momento preciso en que uno se compenetra es tan inasible como el que
media entre la vigilia y el sueño. Se trata de un acaecer tal vez comparable
con la unión divina que a duras penas tratan de describir los místicos, una
instancia indeterminada de la que la memoria (una facultad
inexorablemente ligada a la percepción) solo retiene el antes y el después.
Se lo puede pensar como un acontecimiento entre paréntesis al que se llega
a través de los sentidos y que es antesala de otra manera de percibir, pero
que se produce fuera del ámbito de la percepción. En su ensayo sobre la
evidencia en el cine, Jean-Luc Nancy habla de un instante que debe
conservarse en su transitoriedad porque es al mismo tiempo «suspensión y
sucesión».24 De pronto, se abre una compuerta entre dos dimensiones,
aparece una fisura en el mundo del espectador, se hace la luz y, acto
seguido, surge el espacio autosuficiente sobre el que se edificará un mundo
de evidencia. La apertura de este espacio es lo que permite el sentido.
Entiendo por «sentido» tres cosas distintas. En primer lugar, el sentido
es la condición de posibilidad de la percepción, es decir, la sensibilidad
entendida como una facultad general que nos conecta con el mundo y con
nuestro propio cuerpo. En segundo lugar, «sentido» se refiere a cada uno de
los sentidos en particular y a las formas en que se manifiestan y operan en
este espacio estético: la vista, el oído y lo háptico25, por ejemplo,
intervienen de manera directa; el gusto y el olfato, lo hacen de manera
indirecta. Por último, «sentido» es interpretación, ese otro hemisferio de la
obra de arte que el espectador modela sensorial, emocional e
intelectualmente valiéndose del material que se le presenta. En la
interacción con la obra, uno se apropia de ella y la dota de algo que no
tenía, el sentido, cuya elaboración (una tarea que no concluye jamás) se
produce tanto durante el tiempo de exposición a la obra como después, en
los talleres de la memoria. Sin ánimo de incurrir en trabalenguas, la
compenetración es la apertura de un espacio de sentido sobre el que los
sentidos cimientan las bases para la construcción del sentido.
En el siglo xx, corrientes como la fenomenología y sus diversas
aplicaciones en la crítica literaria y en la historia del arte llamaron la
atención sobre el rol fundamental que juega el otro (el espectador, el lector)
que, lejos de ser un receptor pasivo, participa activamente, interactúa con la
obra y la transforma. Las nociones de compenetración, evidencia y
perspicuidad de las que se ocupa este libro se fundan sobre una concepción
de la estética que considera crucial el rol de ese otro en la construcción de
sentido durante todo encuentro relevante con el arte. Este estudio se
sostiene sobre bases edificadas, entre otros, por Paul Ricœur. Para él, el acto
de narrar «clarifica y organiza» un aspecto fundamental de la experiencia
humana: su carácter temporal. En la hermenéutica de Ricœur se trata en
profundidad la relación de una conciencia con el texto y el discurso. Pero
texto y discurso, para existir y desplegar su propia temporalidad, precisan
de espacio. Aquí es donde el estudio de las artes narrativas se encuentra con
el de las artes visuales. Tanto el texto como la imagen (en reposo o en
movimiento), son generadores de espacio y de tiempo. El análisis de estos
tipos de espacio creados por el arte ayuda a comprender el fenómeno de la
compenetración, así como a apreciar el mecanismo de la evidencia en la
literatura y en las artes visuales.
Ricœur considera que las dos tareas principales de la hermenéutica son
buscar en el texto la dinámica interna que gobierna su estructura y describir
la capacidad que tiene el texto de proyectarse hacia el exterior y de
engendrar un mundo que uno puede habitar.26 La primera tarea se pone en
marcha gracias a la lectura de cerca y a la lenta y progresiva inclusión de
diversos universos contextuales. Pero la segunda, esa descripción de la
capacidad de engendrar un mundo habitable, debe expandir su horizonte
más allá de la temporalidad y liberarse definitivamente del lastre idealista
de nociones como la de «mundo de la vida» (Lebenswelt). Engendrar un
mundo es construir espacio, un espacio de sentido paralelo y alternativo
sobre el cual se ubica y se ordena el contenido, a lo largo del cual se
despliega la temporalidad y a través del cual se produce el encuentro,
llamémoslo (nuevamente, por qué no) mágico, entre el mundo de la obra y
su visitante ocasional, el espectador/participante. En ese encuentro el
espacio se vuelve mundo y se hace evidente. Este hacerse evidente no
depende de lazo alguno con el otro espacio, el espacio que se mide con
centímetros, así como tampoco debe sus temporalidades al tiempo de los
relojes.
Desde luego, el modo de construcción de este espacio de sentido varía
dramáticamente entre las artes visuales y las artes de la palabra. En la
pintura, en la fotografía, en el cine, el artista impone a la vista del
espectador un espacio de base. En la literatura, en cambio, la mediación de
la palabra y la ausencia de imágenes confieren mayor autonomía al lector a
la hora de figurarse el espacio. Propongo centrarnos primero en un ejemplo
literario. «Continuidad de los parques», de Julio Cortázar, con su riqueza
metanarrativa, su complejidad formal y la eficacia dramática de su trama,
ofrece al lector una buena oportunidad para apreciar algunos de los
mecanismos mediante los cuales la palabra es capaz de fabricar espacios y
de construir evidencia. Dada su brevedad, conviene citarlo entero.

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba
interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde,
después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo
una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía
sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que
se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último
encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora
llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba
las caricias, no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía
que todo estaba decidido para siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada
había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora
cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al
norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con
el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos,
hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a
la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer:
primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo
alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el
sillón leyendo una novela.27

1. Leer
Los protagonistas del cuento son un lector y los personajes de un libro. El
argumento es un episodio que tiene lugar durante una sesión de lectura. En
el principio, la lectura ya había empezado «unos días antes». La referencia a
ese pasado ubica de entrada la narración en un universo que la excede. Hay
tiempo fuera del cuento y esto significa que hay también espacio, hay un
mundo precedente y preexistente pues nada viene de la nada. El mundo que
se nos presenta a nosotros, los otros lectores, es un mundo con pasado, un
mundo en el que el protagonista tiene obligaciones que funcionan como
impedimento de la lectura. Ese pasado en el que el hombre empezó a leer
durante su tiempo libre, entre negocio y negocio, está ligado a un espacio
(la ciudad, posiblemente) del que el hombre regresa en tren. El hecho de
que esté regresando indica que el espacio principal es la finca. La mera
existencia de ese otro espacio —un espacio pasado y satélite que no merece
siquiera una descripción— es una garantía de realidad y confirma por
oposición la existencia del espacio en el que se desarrollará la acción del
cuento, pero fundamentalmente proporciona evidencia de la existencia del
universo narrativo al que estamos siendo introducidos. Este mecanismo a
través del cual el narrador ofrece evidencia de la realidad de un espacio
oponiéndolo a otro espacio se repite a lo largo del cuento y es la columna
vertebral de la narración.

2. Compenetración

El protagonista «se dejaba interesar lentamente» por lo que leía. Hay que
entender «interesarse» en dos sentidos. Primero, en voz media, es decir una
pasividad que implica actividad pues, para ser interesado, uno debe abrirse
a eso otro que le interesa. El lector se sienta a leer, se prepara y celebra la
ceremonia que lo llevará a compenetrarse. La pasividad activa, o actividad
pasiva, de la lectura ilustra la interacción entre lector y texto que produce la
compenetración. Pero hay otro sentido en juego. En la jerga forense,
«interesar» quiere decir penetrar un cuerpo de manera violenta hasta
producir una alteración dañina. El lector es penetrado y afectado por la
trama que va tomando posesión de sus facultades sensitivas y cognitivas
lentamente, al ritmo del traquetear del tren cuya marcha (en tanto tren
regional) nos figuramos cansina. Finalmente, aquello que lentamente va
interesando en el y al lector se presenta como un producto sinestésico del
tacto y la vista. Trama es urdimbre, pero aquí también es dibujo. La
experiencia es visual y para que funcione la vista es necesaria la distancia.
Tenemos, entonces, una segunda apertura espacial que se torna concreta en
la narración bajo la forma de la distancia entre el punto A (la ciudad,
probablemente) y el punto B (la finca). Al tiempo que el tren va dibujando
esa distancia, la trama va interesando al lector como un cuchillo penetra el
cuerpo agredido y abre en él espacios nuevos.

3. Espacio

De la ciudad, el protagonista vuelve a la finca. De sus negocios y


menesteres, a la novela. Se esboza de este modo una línea recta que
conduce hacia espacios cada vez más propicios a la ceremonia de la lectura
hasta llegar al sanctasanctórum: «El estudio que miraba hacia el parque de
los robles». Hasta aquí, la sucesión de espacios es horizontal y el parque es
el confín de este primer mundo al que el cuento nos arroja. Una vez en el
estudio, el hombre se arrellana en su sillón favorito de espaldas a la puerta
para evitar cualquier potencial interrupción. La posición del sillón es
curiosa y el condicional («lo habría molestado») hace pensar que el hombre
acaba de girarlo para asegurar la eliminación de cualquier distracción.
Suponemos que no anticipa que alguien vaya a entrar (sin duda, el
mayordomo ha sido debidamente advertido), pero sí sabe que la mera visión
de la puerta lo puede llegar a distraer porque, a fin de cuentas, las puertas
están para ser abiertas. Detrás de esa puerta acecha el mundo con sus
quehaceres y sus negocios y sus cuestiones de aparcerías; el mundo que es
todo lo que su novela no es (o, al menos, eso es lo que cree nuestro
quimérico lector). Protegido en la tranquilidad del estudio se puede
transportar a ese otro mundo que empieza en la ventana que da al parque de
los robles, el mundo de la ilusión novelesca.
Nótese que la ilusión novelesca lo gana «casi en seguida», no de
inmediato. Esta salvedad le permite al narrador explayarse sobre el proceso
de compenetración. Luego de asegurarse el lector de que las condiciones
materiales están dadas para dar inicio a la liturgia de la lectura (puerta
cerrada, sillón de espaldas a la puerta y mirando al parque, cabeza apoyada
sobre el respaldo, los cigarrillos al alcance de la mano), la acción se
desplaza a su interioridad y entran en juego las facultades cognitivas que
posibilitan la experiencia estética. Se abre entonces el espacio de sentido,
consecuencia primera de la compenetración y condición de posibilidad de
todo lo que sigue. La memoria, mediante la retención de nombres e
imágenes que el texto proporciona progresivamente, va poblando el espacio
con realidades vivas y el mundo ficticio va reclamando para sí más y más
autosuficiencia. Al adquirir forma este mundo se empieza a desvanecer el
otro, el que rodea al protagonista como realidad tangible, y que obviamente
nunca desaparece del todo, pero sí retrocede hasta volverse un trasfondo
cada vez más borroso. Este proceso produce placer en el lector. Es un
«placer casi perverso» pues surge del espectáculo de la «casi» aniquilación
del mundo real. Es también perverso porque es producto de una subversión
del orden de las cosas (pervertire, en latín, es «subvertir» o «trastornar» un
orden dado). El lector reemplaza un mundo por otro en una especie de
carnaval privado y, como en todo carnaval, la conciencia latente de la
naturaleza artificiosa y temporaria de la reversión exacerba el disfrute.
Aquí, la memoria y la afectividad, en conjunto con la sensibilidad que
permanece indisolublemente ligada al mundo «real» (aunque ahora
exclusivamente con el fin de potenciar la experiencia del mundo de la
ilusión novelesca), colaboran para que se produzca y se intensifique la
absorción.
La vía que conduce a la compenetración está hecha de palabras que son
imágenes y de imágenes que son palabras. A medida que se desvincula del
mundo «línea a línea», el lector se deja llevar «palabra a palabra» hacia
«imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento». Aquí
tenemos el instante mismo en que empieza la transformación. Son las venas
de mármol que de pronto empiezan a latir bajo el tacto de Pigmalión. Es la
Tierra que surge del caos y de la confusión (y Dios vio que era buena). Las
palabras entran por la vista y adoptan formas visibles, se disponen
ordenadamente (se «conciertan») formando un espacio de sentido y
poblándolo, adquieren color (nueva referencia a la vista), se mueven,
cobran vida. El proceso de la compenetración es coronado por la
metamorfosis del lector en testigo del último encuentro en la cabaña del
monte. Por supuesto, la distancia se mantiene y los dos mundos nunca
confluyen del todo. El lector no se mueve del sillón verde que mira al
parque, de espaldas a la puerta y con los cigarrillos al alcance de la mano,
pero ahora está conectado al mundo de la ilusión novelesca, absorto en él,
involucrado, observándolo en calidad de parte interesada.
Lo que sigue a esta metamorfosis transcurre ya completamente en el
mundo de la novela. Uno pensaría que después de «monte» se imponía un
nuevo párrafo. De haber sido así, «Continuidad de los parques» habría
quedado articulado prolijamente en tres movimientos: el proceso de
compenetración, la ficción dentro de la ficción (la ilusión novelesca) y el
encuentro de ambos mundos. Introducción, nudo y desenlace. Sin embargo,
Cortázar no pone punto y aparte. Aquí tenemos el primer llamado de
atención acerca de la continuidad, el tema central del cuento.

4. Continuidad

La figura de la continuidad está en la base de dos conceptos que, según el


antropólogo Jean Clottes, son fundamentales a la hora de entender la
universalidad y la transhistoricidad de la dimensión estética en el ser
humano: fluidez y permeabilidad.28 La fluidez es la contracara de ese otro
hábito del homo sapiens, consecuencia ineludible de la posesión de lenguaje
articulado, que es el de nombrar, categorizar y taxonomizar. Como Adán en
el Jardín del Edén, el ser humano no puede evitar nombrar las cosas que se
le presentan, distinguirlas, definirlas. Los nombres y las categorías son lo
suficientemente específicos e invariables como para que nos entendamos
con los otros y para que aspiremos a entender el mundo. Pero el mismo
lenguaje que concibe estas identidades las puede trastocar y, así como las
creamos y las fijamos, jugamos con ellas, abrimos las compuertas
semánticas y permitimos que los significados fluyan y se entremezclen. El
resultado son quimeras de palabras que dibujan imágenes fantásticas sin
correlato en el mundo cotidiano. El centauro, la sirena, el autobot,
Brundlefly (el engendro en que deviene Jeff Goldblum en La mosca [dir.
David Cronenberg, 1986]) son algunos ejemplos de estas transgresiones que
acompañan desde sus orígenes a las artes visuales y narrativas —
transgresiones que son también reversiones ontológicas y que generan ese
«placer casi perverso» que siente nuestro lector al ver cómo se trastoca el
mundo cotidiano—.
La permeabilidad, por su parte, es la característica principal de los
múltiples ámbitos de realidad que los seres humanos somos capaces de
frecuentar. Toda cultura es anfibia al habitar al menos dos dimensiones. La
primera es el mundo percibido con los sentidos, el mundo conmensurable
que compartimos en comunidad y en el que las medidas de tiempo y
espacio se establecen por convención. La otra puede ser el mundo
espiritual, habitado por los muertos y por los dioses, o la dimensión que
inauguran ciertos estados alterados de la conciencia, o el continente onírico,
o la fantasía y la ensoñación diurna, o la esfera estética a la que se accede a
través de la obra de arte. Estos ámbitos, como las categorías que estructuran
el lenguaje y el entendimiento, están lo suficientemente bien demarcados
como para que podamos distinguirlos entre sí. Pero, a la vez, las fronteras
que los separan son porosas. Esto los vuelve permeables y nos permite
pasar de uno a otro. Sobre todo, esto hace posible que nos percatemos de
que nunca estamos completamente en uno o en el otro, pues esa misma
permeabilidad resulta en un tráfico constante y una contaminación perenne
entre ellos. Recordemos que nuestro lector se desgaja del mundo que lo
rodea, se sumerge en la ilusión novelesca, pero siente la cabeza sobre el
sillón y sabe que los cigarrillos están ahí, al alcance de la mano. Estos
anclajes al mundo real no solo no lo distraen, sino que exacerban el gozo
que le produce rechazar esa realidad para transportarse a otra.
Esa otra realidad a la que el lector se transporta es el mundo de la trama,
una trama común de héroes, heroínas y villanos; una trama urdida en base a
«disyuntivas sórdidas». Estamos frente al argumento más antiguo del
mundo, una historia de amor prohibido de las que dieron comienzo a la
literatura occidental y la atraviesan como el dardo de Eros; Helena y Paris,
Dido y Eneas, Lancelot y Ginebra, Paolo y Francesca, Emma y Léon. Está
por desencadenarse la conclusión y el lector es testigo del último encuentro
furtivo en la cabaña. Ella llega nerviosa. Él, lastimado. Ella
automáticamente entra en modalidad lasciva. Él la rechaza pues «no había
venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas». Hasta ese día, el amorío había sido una realidad
paralela, un secreto compartido que inauguraba ese otro mundo de la
cabaña en el bosque de hojas secas. Esta es la primera mise en abyme (la
segunda es el explosivo final): el protagonista se retira para leer en el
estudio rodeado de parque, así como los amantes se refugian en la cabaña
rodeada de monte. En ambos casos hay espacios acondicionados para
inducir la absorción. En ambos casos se trata de ceremonias preparadas con
cuidado y deliberación que facilitan la compenetración. En ambos casos hay
privacidad. La lectura es affaire y el libro, amante y cómplice. Salvo que
hoy, por primera vez, los amantes deben ocuparse de algo que trasciende el
mundo privado de su ilusión lúbrica. Ese mundo del que hasta ahora han
huido exige su completa atención. Si decidieron tomar cartas en el asunto
para poder llevar adelante su relación sin necesidad de refugios, o si alguna
circunstancia externa los impele, nosotros no lo sabemos, aunque debemos
dar por descontado que nuestro lector vicario, atento y completamente
inmerso en la trama, sí. De todos modos, da lo mismo. Lo importante es que
han planificado destruir al tercero en discordia y, con él, el mundo secreto
de la pasión clandestina en la cabaña. Han decidido, en otras palabras, que
los dos mundos que habitan alternativamente confluyan en uno.
Por su parte, el lector absorbe la trama sin sospechar que, al hacerlo, se
está compenetrando con ella y que sus dos mundos también están por
confluir. Una imagen háptica («el puñal se entibiaba contra su pecho») y
una prosopopeya bastante desafortunada («debajo latía la libertad
agazapada») ilustran la intensidad que el lector/testigo percibe mientras
espía a los amantes como por el ojo de una cerradura. Huelga decir que, en
el caso de un lector, espiar es ver y escuchar. Si antes las palabras se habían
transformado en imágenes, aquí el cuento ejecuta la maniobra inversa y
hace que la conversación de los amantes se metamorfosee en diálogo
impreso en la página, «diálogo que corre como un arroyo de serpientes» —
símil cuyo manierismo, si bien raya con la irresponsabilidad (¿qué es un
arroyo de serpientes?), no llega a quebrar la concentración del otro lector, es
decir de nosotros—. Y nosotros, también testigos (testigos del testigo) es
como si ahora nos hubiésemos trasladado al estudio que da al parque de los
robles y estuviésemos observando el instante preciso en que la atención del
lector oscila entre la cabaña de los amantes y la página, pues la
compenetración, como sabemos, es un estado esencialmente fluctuante.
Entre la cabaña en el bosque de hojas secas, el puñal frío que late contra el
pecho caliente de él, las caricias de ella, la interacción agitada de ambos, la
hoja del libro con las líneas de diálogo, la lectura del protagonista absorto,
el sillón verde, el parque de los robles y los cigarrillos a mano no hay
solución de continuidad. Nosotros, y el lector, nos deslizamos de un espacio
a otro casi sin darnos cuenta.29 Y, tras haber tomado distancia, alejando el
foco hasta percibir la página del libro surcada cual marca de agua por el
diálogo de los amantes, la atención del lector (y, por consiguiente, la
nuestra) vuelve a sumergirse en la ilusión novelesca y nos enredamos (el
lector y nosotros, peces fatídicos) en las caricias que la mujer le hace a su
amante. Pero las caricias son mucho más que reacciones táctiles
automáticas de un cuerpo acostumbrado a otro; son una pluma que dibuja el
otro cuerpo y que deletrea la trama homicida. La realidad táctil se vuelve
imagen y después palabra y después trama y esto también sucede, una vez
más, sin solución de continuidad.
Este largo primer párrafo desemboca en una breve indicación temporal
que vuelve sobre el problema de la continuidad. «Empezaba a anochecer»,
dice el narrador señalando el comienzo de un proceso que no tiene
comienzo. El instante preciso en que el día se vuelve noche (o empieza a
volverse noche) es tan indiscernible como el pasaje de la vigilia al sueño, o
como la entrada en la ilusión novelesca. Nunca no está anocheciendo, así
como nunca no está aclarando. El día disimula la noche, la noche disimula
el día, y la total continuidad en el cambio de luz está dada por la mismísima
rotación de la Tierra que es constante y carece de interrupciones, de
quiebres, de puntos y aparte. El comienzo del párrafo siguiente confirma el
tránsito fluido entre día y noche, luz y oscuridad, mundo secreto de la
cabaña y mundo exterior de la trama asesina. Los amantes, que inicialmente
habían acordado cancelar el tacto en este último encuentro, ahora eliminan
la vista, ya no se miran. Pero, así como la imposición de no entregarse a la
pasión secreta fue violada por caricias ocasionales, la vista se consiente un
último gusto cuando, segundos después de la separación, él se vuelve «un
instante para verla correr con el pelo suelto». Este gesto nos confirma que
no es todavía noche cerrada y nos recuerda el impulso desventurado de
Orfeo acaso sugiriendo que los amantes no se volverán a ver.
A ella la perdemos de vista, pero a él lo acompañamos. Todavía no ha
terminado de anochecer y la «bruma malva del crepúsculo» le permite
divisar la alameda que conduce a su objetivo. Lo que sigue es una sucesión
de corporizaciones que amplifican el efecto de evidencia del encuentro en la
cabaña y, en consecuencia, del mundo del cuento en general. Todo lo dicho
y repetido allí por los amantes mientras repasaban la trama se hace realidad
progresivamente. Los perros, que no debían ladrar, no ladran. El
mayordomo, que no debía estar, efectivamente no está. Y la casa responde
al dedillo a la descripción de la mujer, elidida de la historia, pero presente
bajo la forma de palabras que galopan en la sangre de los oídos del hombre.
La sinestesia es vertiginosa. El recuerdo auditivo acompañado de una
distintiva vibración e intensidad afectiva va anticipando la realidad vista,
como si la fuera creando de la nada con cada paso que da el amante. El
porche tiene tres peldaños, primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada y en lo alto dos puertas que dan a habitaciones vacías.
¿Cómo sabe el hombre que están vacías? ¿Las puertas están abiertas? ¿Las
puertas están cerradas y el hombre las abre para corroborar que no haya
nadie? No sabemos. Si nos atenemos al texto, debemos concluir que están
vacías porque así lo anticipó la mujer. Su palabra es evidencia suficiente. La
trama impone la realidad que encuentra el hombre y sabemos ya desde la
cabaña, cuando los amantes repasaban el plan, que «todo estaba decidido
para siempre». De este modo, el mundo que encuentra el potencial asesino
es una corroboración de la trama, a la vez que proporciona evidencia de la
realidad del mundo de la cabaña en el monte: al constatar que el primero es
real y fue descripto (o, mejor dicho, evocado y, en consecuencia, creado) en
el otro, significa que ese otro también lo es. La puerta del salón es la última
constatación del relato de la mujer. No hace falta que se aclare que fue
cerrada por alguien que la considera una «irritante posibilidad de
intrusiones».30
«Y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales [sigue sin
terminar de anochecer], el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.» Aquí entramos en
escena nosotros, los otros lectores, intrusos tan irritantes como el amante
con el puñal. De más está decir que desde la mención de la puerta del salón
sabemos bien de qué sillón de terciopelo verde se trata. El artículo
indeterminado no nos engaña, sino que es más bien un guiño cómplice entre
el narrador y nosotros, un suave empujón que anuncia no tanto que es
nuestro turno de salir al escenario, sino que fuimos parte de la escena desde
el principio. El artículo determinado que sigue («del hombre») es apenas
una confirmación. La evidencia, recordemos, es un mecanismo tautológico.
No hace falta repetir «sillón», mucho menos que el hombre está «leyendo
una novela». El final remite al comienzo y dibuja una cinta de Möbius
discursiva. «Había empezado a leer la novela unos días antes» y ahora sigue
leyendo. ¿Morirá apuñalado? ¿Se defenderá y matará al asesino? ¿Resultará
que el intento de homicidio, o el homicidio, no son más que una irritante
interrupción de la lectura? No sabemos y nos debe tener sin cuidado porque
el mundo del cuento se desvanece con el punto final. O, más bien, vuelve a
empezar, como un loop infinito: el hombre retoma la novela y viaja a la
finca y se sienta a leer…

5. Parques

Hay un primer parque, el de los robles, que se ve desde el estudio y hacia el


cual el protagonista orienta el sillón. Este parque es un espacio circundante
que protege al lector del mundo cotidiano y que sirve como horizonte visual
de la lectura. Hay un segundo parque que existe en la novela y que también
funciona como refugio protector, en este caso de una relación
extramatrimonial. Se lo llama «monte», que en este contexto no refiere a un
terreno elevado sino a una zona arbolada de vegetación silvestre, y
representa la contracara clandestina, inculta y descuidada del parque de los
robles que, dada su cercanía a la casa, nos figuramos prolijo y bien
mantenido. Estos dos parques convergen en un mismo espacio cuando el
amante corre de la cabaña a la casa. La velocidad y el frenetismo de la
escena, el movimiento ininterrumpido del personaje, demuestran que entre
el monte de hojas secas y el parque de los robles no hay línea divisoria; el
monte se transforma en parque, el parque se transforma en monte, entre
ambos una continuidad perfecta.
Pero hay un tercer parque, el espacio que se abre ante y para nosotros no
bien el texto devela el secreto de su circularidad. Apenas se produce la
anagnórisis final y reconocemos en la víctima inminente a nuestro lector
escapista, nos volvemos testigos y nuestra sensibilidad, que hasta entonces
había funcionado a través de un intermediario, accede directamente al
espacio de sentido que surge como producto de la alquimia que nos
transformó. Así, ya involucrados (acaso a pesar nuestro), nos vemos
obligados a reconocer la continuidad del espacio; la que existe entre el
parque y el monte, pero también la que hay entre ambos y el nuestro. Este
último parque contiene a los otros dos, así como el monte de la ilusión
novelesca está contenido en el mundo del parque de los robles, que es la
«realidad» del lector; y, sin embargo, aun subsumido en el abrazo de un
mundo más vasto, cada parque preserva sus características, su unidad
espacial. Se despliega, de este modo, una coreografía de la que participan
los distintos espacios y en cuyo movimiento circular cada uno proporciona
evidencia de la realidad del otro y de sí mismo, como si se tratase de
satélites espejados orbitando el uno alrededor del otro. El efecto de esta
danza pluridimensional es no solo la evidencia de la existencia efectiva de
los mundos ficticios que construye el cuento, sino —y, sobre todo— el
reconocimiento de la continuidad que hay entre ellos y nuestro propio
mundo con nuestro rincón preferido para la lectura, nuestro sillón, nuestra
ventana y, más allá, nuestro parque de robles.
La construcción de espacios autoevidentes es uno de los mayores logros
de la prosa de Julio Cortázar. Los ejemplos más claros se encuentran en los
cuentos y el escritor consigue este efecto centrándose en el fenómeno de la
observación directa, o presentando el acto mismo de narrar como una forma
de observación. En otras palabras, es el ojo que va dibujando el espacio
tridimensional. En «Ómnibus», por ejemplo, el viaje de Villa del Parque a
Retiro en el 168 va componiendo el mapa de la ciudad de Buenos Aires
como un tableau vivant. Por las ventanillas del autobús y a través de la
mirada de Clara, el narrador delinea la geografía de la ciudad al expandir el
espacio externo al tiempo que, en el espacio confinado del interior del
vehículo, se desarrolla una situación cada vez más opresiva. En «Las
puertas del cielo» (ambos cuentos están en Bestiario), el protagonista
también es un observador, en este caso fuera de su hábitat natural, en una
milonga; a través de sus ojos se le va revelando al lector con intensa
vivacidad el universo del proletariado porteño y una pequeña tragedia
personal. Cuentos como «La puerta condenada» (una genial reversión del
paraclausithyron clásico), «Axolotl», «La noche boca arriba» y «Final del
juego» (todos incluidos en Final del juego) presentan el contorno borroso
de las fronteras que separan dimensiones de la experiencia como el sueño y
la vigilia, el presente y el pasado, la fantasía y la realidad, la vida humana y
la vida animal (no es casual que el animal con que se obsesiona el
protagonista, el ajolote, sea un anfibio). De Todos los fuegos el fuego, se
destaca «La salud de los enfermos», una puesta en escena de la comedia
humana a través de la lectura de cartas espurias en el confinamiento de una
habitación («Cartas de mamá», de Las armas secretas, tiene un tema
similar). En «La isla a mediodía» la avidez visual de un hombre conecta
espacios del todo disímiles (el avión y la isla, el cielo y el mar) con tal
meticulosidad que su obsesión le revela el azar implacable que rige la vida
en una epifanía que se manifiesta como un espectáculo apocalíptico. Por
último, «Verano» (Octaedro) es un cuento que en su eficaz creación de
espacios paralelos que se dilatan y se contraen recuerda a «Casa tomada»
(Bestiario) —acaso el ejemplo más ilustre de esta virtud cortazariana—. El
espacio de una casa, la intrusión fantasmagórica de un caballo y una puerta
abierta son los elementos con los que el narrador construye un espacio
vívido que se ve invadido por una presencia inquietante.

6. Casi

Arrellanado en su sillón de terciopelo verde, el protagonista de


«Continuidad de los parques» se regala con una historia de adulterio y
crimen. La ilusión novelesca lo gana «casi en seguida» y le produce un
placer «casi perverso». La repetición del adverbio mitigador confirma la
importancia que tienen las nociones de continuidad y permeabilidad en la
estructura formal y en la temática del cuento. En «Continuidad de los
parques», nada es del todo pues los espacios se superponen y los
personajes, y nosotros, somos anfibios. La tarde es casi noche, el parque es
casi monte y el monte es casi parque; los amantes casi no se tocan, el
asesino casi llega al sillón verde y el lector está casi absorto del todo, casi
retraído del todo de su mundo. Se va desgajando, pero sigue disfrutando del
sillón, de los robles afuera, de saber la puerta cerrada y los cigarrillos a
mano. Su mundo no se revierte del todo, el placer es casi perverso.
La imagen del gozo del testigo frente al desastre recuerda el comienzo
del segundo libro de La naturaleza de las cosas, donde Lucrecio evoca el
placer de observar a la distancia un temporal que se abate sobre el mar.
También hace pensar en el comienzo de La tempestad, que nos presenta a
Próspero provocando una tormenta marina y gozando al imaginar el terror
que debe estar sintiendo su hermano traidor. Seguro en la distancia, el
protagonista de «Continuidad de los parques» se deleita con la trama
prosaica y siniestra sabiéndose a salvo. Pero el final del cuento sugiere que
distancia no es garantía de protección, o, quizá, que es imposible
compenetrarse con una trama sin también involucrarse con ella y en ella, y
que el lector compenetrado en cuanto testigo es siempre parte interesada en
el texto. Si Cortázar está criticando una concepción de la literatura como
consumo pasatista; si está enfatizando el compromiso ineludible que
implica (o que debería implicar) la lectura; si está presentando al lector
testigo como lector pasivo y, por tanto, como contracara del lector
cómplice, cuya importancia se destaca en obras como Rayuela; o si se trata
de una posición ético-política (acaso un presagio de la prevalencia explícita
que adquiriría el elemento ideológico en la obra de Cortázar a partir de fines
de la década de 1960 y comienzos de la de 1970) según la cual el buen
lector tiene el deber de desarrollar una facultad que le permita sentir un
placer no perverso (¿bondadoso?, ¿normal?, ¿altruista?, ¿empático?), o
perverso del todo (un placer revolucionario), es una discusión que excede
los límites de este ensayo.31 La idea del lector entendido como testigo y de
la observación como acto y, por ende, como contracara de la pasividad; la
noción de un lector responsable en la construcción de sentido, sin embargo,
resuena con fuerza en la cámara de eco que es «Continuidad de los
parques». También resuena la idea de que ese «compromiso» nunca es
absoluto, puesto que el lector no puede más que entrar y salir de la trama.
En conclusión, el rol activo del lector/testigo se aprecia en la construcción
conjunta del espacio de sentido narrativo, pero viene acompañado de un
gozo tibio en la «casi» perversión del mundo real producto de la
incapacidad que tiene todo lector de habitar plenamente el universo de la
ficción.
La habilidad para plasmar con claridad la continuidad que hay entre los
espacios de sentido, al establecer una interacción fluida entre las
dimensiones igualmente permeables del lector y del texto, es sin duda una
de las mayores virtudes del Cortázar cuentista. Para que esta interacción
entre texto y lector dé sus frutos, insinúa el autor, es necesaria la
compenetración, y es a fin de facilitarla que el lector celebra sus pequeñas
ceremonias privadas en el estudio, o en el vagón del tren. En esto, el
protagonista de «Continuidad de los parques» tiene como antecesor directo
al lector más ilustre de la literatura universal, el hidalgo que en sus ratos de
ocio se daba libremente a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto
que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración
de su hacienda. Que al lector de Cortázar el mundo de la novela lo venga a
buscar con la fuerza del destino mientras que el hidalgo un buen día tome
su lanza y salga al campo por la puerta falsa de un corral tal vez haga la
diferencia entre un placer casi perverso y uno perverso del todo.
4. LO PERSPICUO
Transparence is the highest, most liberating value in art —and in criticism
— today.

SUSAN SONTAG,
«Against Interpretation» (1964)

Una de las peculiaridades más notables de la compenetración es que,


por más a menudo que la experimentemos, nunca pierde su condición de
extraordinaria. En una entrevista incluida en una edición de la Historia de
un viaje hecho a la tierra de Brasil (1578), Claude Lévi-Strauss confiesa la
deuda que tiene con el autor de la obra, el explorador Jean de Léry, y
expresa el asombro que siente cada vez que vuelve a su prosa. «Es
extraordinario. No solamente lo que describe se sitúa a diez mil kilómetros
de Francia, sino que el testimonio tiene cuatrocientos años. ¡Cuatro siglos!
¿Usted se imagina? Es como si fuera brujería. De pronto, Léry revive en el
presente y frente a nuestros ojos un espectáculo formidable. A través de su
texto descubrimos las costas de Brasil, la bahía de Francia Antártida, que
hoy es Río de Janeiro, fauna, flora, indígenas, no falta nada: uno está ahí»,32
dice Lévi-Strauss evocando, sin nombrarlo, el antiguo concepto de
enárgeia, referente de una experiencia que conjuga como pocas otras lo
excepcional y lo cotidiano.
«No existe nada más claro (clarius) que la enárgeia (así le dicen los
griegos, nosotros llamémosla “perspicuidad” o “evidencia”, si te parece, y
fabriquemos términos cada vez que sea necesario).» Retomo este pasaje de
Cuestiones académicas porque en él hace su primera aparición conocida el
término perspicuitas («claridad» o «transparencia»), un neologismo
ciceroniano cuya raíz, al igual que la de su sinónimo, evidentia, está
dominada por el elemento visual. El verbo perspicio, un compuesto de
spicio («mirar»), significa «mirar a través de», «mirar dentro de» y, de ahí,
«inspeccionar», «observar con atención» y, por añadidura, «comprobar» y
«demostrar». A pesar de la mediación del prefijo per, una indicación
espacial («a través de») que también puede tener un matiz de duración en el
tiempo («durante»), el término tiene una fuerte carga de inmediatez. Lo
perspicuo se presenta a la vista con la fuerza de una epifanía y, como añade
Cicerón un poco más adelante, «la mente no puede no aprobar algo que se
le presente como perspicuo». Pero lo perspicuo no solo se le presenta, sino
que se le impone a la mente. En otro pasaje, Cicerón habla de la «fuerza»
(vis) de lo perspicuo y de su efectividad inapelable.33 La impresión
perspicua es la vía hacia una realidad que tiene un valor de verdad
avasallante. Lo perspicuo ofrece otra manera de pensar la compenetración.
Un siglo más tarde, en las Instituciones de Quintiliano, el término
reaparece como concepto clave de la oratoria. Para el pedagogo romano, la
perspicuitas está en la base del aspecto más importante de la retórica: el
estilo (elocutio). Según Quintiliano, todo discurso consta de dos partes
fundamentales, la materia y el estilo (a grandes rasgos, el contenido y la
forma). La materia (en latín, res, «cosa») es producto de la invención
(inventio) y, por ende, su calidad depende en gran medida de la imaginación
del orador. Por ello es tan difícil y, en ocasiones, directamente imposible de
enseñar. El estilo, en cambio, sí se puede enseñar y de aquí que sea el área
de principal interés para el pedagogo. El hecho de que el orador comunique
al público los contenidos de su mente de modo tal que logre movilizar las
emociones depende pura y exclusivamente del estilo que adopte en su
discurso. Sin este «poder», sostiene Quintiliano, el discurso es tan inútil
como una espada guardada en la vaina.34
En el libro octavo, Quintiliano desarrolla su «teoría del estilo» (ratio
elocutionis) y asevera que la primera virtud del buen estilista es un lenguaje
perspicuo. Perspicuidad es claridad en el lenguaje y transparencia
conceptual. Esto resulta del esfuerzo por encontrar la voz más apropiada
para cada referente evitando vaguedades, malapropismos, arcaísmos,
barbarismos e imprecisiones en general; la famosa «palabra justa» que tenía
en vela a Flaubert. Pero lo perspicuo también se aplica al orden de las
palabras en el discurso. El orador, dice Quintiliano, debe evitar las
metáforas irresponsables («en la luna de alquitrán de su rostro brillaban las
blancas teclas de su sonrisa»), giros abstrusos que ofusquen la comprensión
(«el retacón de Ajaccio», en vez de Napoleón Bonaparte) y la ineptitud
estilística en general («se despertó y abrió los ojos uno a uno», «Juan posee
cáncer de próstata», «un hombre asesinó a su concubina con un hacha y la
enterró viva», etcétera). La perspicuidad también sirve para captar la
atención del lector y movilizar sus emociones. Su opuesto es la oscuridad
ya sea deliberada o producto de la impericia. Quintiliano recuerda con sorna
a un sofista que entrenaba a sus alumnos en la oscuridad y el barroquismo;
solía arengarlos a la voz de skótison («¡oscurécelo!», en griego) y los
felicitaba con estas palabras: «Estuviste de maravilla, ni siquiera yo te
entendí».35 para quien supone que el objetivo del lenguaje no solo es
transmitir ideas con la mayor claridad posible sino también inducir al placer
(delectatio), la oscuridad deliberada es reprobable por producir fallas en la
comunicación, pero sobre todo por conducir indefectiblemente al tædium.
Lo perspicuo, por tanto, asegura no solo la claridad sino también el disfrute
y de este modo es un concepto que pertenece al universo de lo ornamental.36
Una de las estrategias preferidas por los artistas de la palabra a la hora
de ornamentar es la creación de ilusiones. En este punto, la retórica antigua,
cuyos principales ámbitos de acción eran los foros y los tribunales, y su
objetivo más habitual, la persuasión, evidencia su parentesco con la ficción
narrativa y con la poesía lírica. La cercanía entre la oratoria y la poética se
hace más evidente si tenemos en cuenta la teoría del lenguaje que subyace a
la visión de Quintiliano —teoría, por cierto, compartida por gran parte de
los pensadores clásicos—. Para Quintiliano las cosas tienen primacía
ontológica sobre las palabras. La palabra es un mero vehículo de la cosa, un
envase más o menos transparente (o, perspicuo). Sin embargo, detrás de
esta metafísica del lenguaje se revela un efecto de ocultamiento —una
salvedad que a los escépticos contra los que se discute en las Cuestiones
académicas no se les pasó por alto—. Recordemos que lo perspicuo, como
lo evidente, es al mismo tiempo una cualidad natural de las cosas y del
modo de percibirlas (un modo inmediato, intuitivo y verdadero); y también
lo es del lenguaje que da cuenta de ellas. Lo que el estoico, y Cicerón, no
contemplan es que, una vez contenida en el envase perspicuo, la cosa es
efectivamente reemplazada por la palabra, desaparece como tal y se vuelve
ornamento. En calidad de ornamento, la palabra reclama entonces para sí un
lugar en el mundo y, a través del discurso, inaugura una nueva realidad que
se impone a la sensibilidad del oyente y le presenta un mundo artificial tan
real y tan efectivo como el de las cosas. Y si bien la conexión con el
referente nunca desaparece y el artista de la palabra se sirve de ella para
vincularse con su auditorio, es el artificio lo que lleva a la conmoción y a la
persuasión, y no ya la realidad captada y transferida de manera
pretendidamente inmediata.
Este método de ocultación del artificio está también en la base de una
técnica propia de las artes plásticas. La perspectiva lineal, (re)descubierta
por Filippo Brunelleschi en la segunda década del siglo xv, es un
mecanismo de reproducción de la realidad basado en líneas ortogonales que
convergen en un punto de fuga. Al generar el efecto de profundidad y
representar la realidad en tres dimensiones, la perspectiva asume la
pretensión de perfecta correspondencia con el mundo. Durero la definió de
este modo: «Perspectiva es un término latino que quiere decir ver a través
de», y el pintor barroco Samuel van Hoogstraten la llamó «el arte de la
transparencia». En Sobre la pintura (1434), el primer tratado donde
aparecen instrucciones para dibujar en perspectiva, Leon Battista Alberti les
aconseja a los artistas que delimiten la superficie sobre la cual se trabajará
dibujando un rectángulo, o cuadrado, que funcione como ventana a través
de la cual el pintor observa lo que ha de pintar.37 Al dibujar en perspectiva
el artista copia el mundo de manera clara y distinta como si lo estuviese
viendo a través de una ventana abierta. Acaso con esta imagen en mente,
Roland Barthes afirma en S/Z que toda descripción literaria es una «vista» y
que el narrador se planta frente al mundo como a través de una ventana no
tanto para ver sino para «establecer lo que ve», para encuadrar la realidad,
lo cual ya es una forma de transformarla.38
En su introducción a «La perspectiva como forma simbólica», de Erwin
Panofsky, el historiador del arte Christopher Wood señala que la palabra
«perspectiva» debe derivarse no del verbo perspicere entendido como «ver
a través de», sino con el sentido de «ver con claridad».39 Por su etimología,
perspectiva es hermana de perspicuidad. Ambas palabras vienen de per +
spicio, refieren a mecanismos cognitivos similares y comparten una misma
prerrogativa para la creación artística, visual en un caso, verbal en el otro.
Mediante la perspectiva, como gracias a la perspicuidad, el artista se
apropia de la realidad objetiva «tal cual es», la transforma en un producto
de su subjetividad y la devuelve al mundo bajo la ilusión de que se trata de
una representación exacta y verdadera sin resabio alguno de esa
subjetividad que acaba de modelarla. Así, tanto la perspectiva como la
perspicuidad son artefactos que se autocancelan como tales y generan un
efecto ilusorio que trasciende los límites de lo puramente mimético y que
aspira a crear un espacio de sentido que compita en densidad ontológica con
el mundo.
Las principales teorías de la perspectiva en el siglo XX pusieron el
énfasis en su importancia histórica como catalizadora de la subjetividad
moderna. Panofsky, que comprendió que la técnica en cuestión inauguró
una nueva forma de concebir el espacio, caracteriza su historia como, al
mismo tiempo, «una consolidación y una sistematización del mundo
exterior como extensión de la esfera del sujeto». Jurgis Baltrušaitis, en su
célebre ensayo sobre la anamorfosis, agrega que la historia de la perspectiva
atraviesa la historia del realismo estético, pero es también la historia de un
sueño, de una ilusión. Por su parte, Hubert Damisch, en referencia a la
invención de Brunelleschi, asegura que significó una puerta inaugural por la
que la representación accedió a una nueva manera de verdad.40 Un aspecto
de la técnica (re)descubierta por Brunelleschi que ha sido menos explorado
y que refuerza la conexión entre la perspectiva y lo perspicuo —y, por
añadidura, el vínculo entre las artes visuales y las artes de la palabra— es el
elemento demostrativo, o de evidencia.
En su biografía de Brunelleschi, Antonio di Tuccio Manetti dice que el
artista «demostró» la perspectiva haciendo un dibujo del baptisterio de San
Giovanni —el mismo donde, menos de dos siglos antes, Dante había
salvado a un niño de morir ahogado en la pila—. El verbo que usa Tuccio es
mostrare, que en italiano del siglo xv quiere decir tanto «mostrar» como
«volver a mostrar» y, por ende, «demostrar».41 Si la evidencia es un
mecanismo tautológico, la demostración es una operación
fundamentalmente deíctica. Demostrar es mostrar con ímpetu y de manera
clara, o volver a mostrar, y esto es algo sobre lo que los pioneros de la
perspectiva ponen particular atención. En De prospectiva pingendi (ca.
1474), el primer tratado sistemático sobre la perspectiva, Piero della
Francesca insiste en ello y así define el arte que lo inmortalizó: «La pintura
no es sino demostración de superficies y de cuerpos».42 Unas décadas más
tarde Leonardo da Vinci escribirá que «la pintura no habla, sino que más
bien se demuestra a sí misma a través de sí misma (per se si dimostra)».43
Para los oradores renacentistas, que acababan de recuperar la obra completa
de Quintiliano (el manuscrito es descubierto menos de diez años antes de
que Brunelleschi haga su primer dibujo en perspectiva), «demostración» es
sinónimo de «evidencia».
En «Descripción y cita», Carlo Ginzburg aborda este tema en relación
con la historia. Ginzburg señala que en las lenguas europeas modernas el
término demostración «oculta bajo un velo euclídeo su elemento retórico»,
y agrega: «Demonstratio hacía referencia al gesto del orador que señalaba
un objeto invisible volviéndolo casi palpable —enargés [es decir: claro,
evidente, perspicuo]— para quien lo oía gracias al poder casi mágico de sus
propias palabras».44 El lenguaje perspicuo, según Ginzburg, tenía para los
antiguos la cualidad mágica de materializar una realidad (un espacio,
personas, acciones) ante los ojos del espectador y, por ende, la capacidad de
transformar al oyente en testigo presencial. El efecto de lo real era también,
por lo tanto, un efecto de verdad que persuadía al testigo, pues la mera
presentación del hecho en cuestión era una demostración efectiva de su
existencia. Dado que el arte del orador era también el arte del historiador,
Ginzburg concluye que «la diferencia entre nuestro concepto de historia y el
propio de los antiguos podría resumirse de este modo: para los griegos y los
romanos la verdad histórica se fundaba sobre la evidentia […], para
nosotros, sobre los documentos (en inglés, evidence)».45
Si bien Ginzburg tiene razón al decir que la marca distintiva de la
historiografía moderna es su fijación con la evidencia material, y acierta al
señalar el progresivo abandono del interés en la narración perspicua, les
presta menos atención a las formas bajo las cuales la evidentia (entendida
como lenguaje perspicuo) ha persistido y persiste como fundamento
esencial de la disciplina. Años antes, Roland Barthes se había ocupado de
esto en «El discurso de la historia», un ensayo que analiza la estrategia de la
historiografía para producir «el efecto de lo real»; es decir para demostrar y
persuadir. Primero, dice Barthes, el historiador separa el referente del
discurso y le confiere existencia extralingüística; luego utiliza el discurso
para explicar el referente como si se tratase del hecho histórico mismo y
nunca hubiese sido extraído de otro discurso.46 Esta observación de Barthes,
para quien la realidad está en el lenguaje, pone de manifiesto cierta miopía
en la historiografía moderna, que al volcarse de lleno a la exploración de
archivos y objetos, adopta tácitamente la fe en una verdad objetiva que se
halla en la sumatoria total de la evidencia material y a la que la comunidad
de historiadores se va aproximando lenta pero progresivamente con cada
humilde descubrimiento (una carta aquí, un manuscrito allá, un fragmento
de vasija aquí, una hilacha de papiro allá). Que el método informe la
epistemología y la ontología que está en la base de una disciplina no es
causa de alarma. Que esto suceda sin que el especialista sea consciente de
ello es un ejemplo de aquello que Husserl llamaba «el yo de la actitud
natural», el sujeto ingenuo de la ciencia moderna que cree que su acceso al
mundo es inmediato y que está convencido de que observa su objeto de
estudio a través de ventanas transparentes, sin darse cuenta de que lo hace
por intermedio de un velo de ideas con que él mismo se ocupó de cubrir el
mundo a fin de volverlo mensurable.
Para Ginzburg, la historiografía moderna nace en Italia en el siglo xvi,
cuando aumenta el interés en el anticuarianismo y la arqueología. Una de
las figuras que Ginzburg considera centrales en este proceso es Francesco
Robortello, filólogo y anticuario célebre por su versión latina de la Poética
en la que traduce saphéneia (claridad), un concepto crucial del análisis
aristotélico, como perspicuitas.47 Menos de un siglo más tarde, en la obra de
Thomas Hobbes, damos con uno de los ejemplos más interesantes de esta
transición conceptual y metodológica, pero sobre todo de la persistencia de
la noción clásica de evidentia. Después de Quintiliano, Hobbes acaso sea el
mayor propulsor de la perspicuidad como principal virtud estilística.
Hobbes surge en la arena intelectual en 1621 con una traducción ejemplar
de La historia de la guerra del Peloponeso. En el prefacio, el futuro autor
de Leviatán explica que Tucídides es el más grande entre los historiadores
gracias a la perspicuidad (perspicuity) de su estilo, por medio de la cual (y
acá Hobbes toma prestadas las palabras de Plutarco) hace del lector un
espectador. Hacia el final de su vida, Hobbes acomete una tarea épica, una
(prescindible) traducción de los poemas homéricos, en cuyo prefacio
asegura que Homero es el mayor poeta que jamás haya existido también
debido a su perspicuidad. La perspicuidad para Hobbes es, en primer lugar,
una cualidad relativa a la vista, el más fidedigno de los sentidos; y funciona
tanto en el discurso de la historia como en la ficción poética. La narración
histórica de Tucídides, así como la poesía épica de Homero, con su estilo
vívido y tangible (es decir, perspicuo), nos arrancan del mundo cotidiano y
nos transforman de meros lectores (u oyentes) en testigos presenciales de
los hechos narrados. Pero la perspicuidad es también para Hobbes, como lo
era para Cicerón y para Quintiliano, una virtud epistemológica y ética. El
lenguaje perspicuo es lenguaje que vehiculiza una verdad sin opacarla ni
tergiversarla. Hobbes, para quien la sofistería maliciosa de los oradores de
barricada es el caldo de cultivo para el peor de los males concebibles, la
guerra civil, entiende lo perspicuo en última instancia como una virtud
política. Su obra (no solo durante el período abiertamente euclideano, sino
también en Leviatán y en Behemoth, su más exitosa incursión en la
historiografía propiamente dicha) representa un sofisticado intento de
combinar el estilo perspicuo con una metodología rigurosa de demostración
formal.
Lo perspicuo, sin embargo, puede también estar al servicio de una
tergiversación deliberada de la historia con fines estéticos. Uno de los
puntos de contacto más sugestivos entre la historia y la ficción son las obras
que se basan en hechos reales y los trastocan, cambiándoles el sentido o
deformándolos hasta lo irreconocible. A partir de la distinción aristotélica
entre historia y poesía (la historia retrata lo que es, la poesía lo que debería
ser) y retomando aquello que Paul Ricœur llama «mímesis creativa», se
puede proponer un subgénero de la ficción que se ocupa de la relación entre
lo histórico y lo poético, y que lo hace mediante la corrección. Esta —
llamémosla— mímesis correctiva, al enmendar la realidad, ubica al arte
frente al mundo no solo en igualdad de condiciones ontológicas y con un
grado de verdad propio, sino con pretensiones de superioridad que pueden
ir de la mano de intenciones redentoras —algo en consonancia con la
reflexión de sir Philip Sidney en su Defensa de la poesía (1595): el mundo
que produce la naturaleza «es de bronce y solo los poetas pueden ofrecernos
uno de oro»—.48
Para ilustrar cómo se produce el efecto de lo perspicuo en obras que
comportan una mímesis correctiva voy a recurrir al prolífico catálogo del
cine, la más joven de las artes y aquella que involucra a los cinco sentidos
de manera más inmediata. En La percepción del mundo visual (1950),
James Gibson explora la interrelación entre la vista y los otros sentidos
trazando una distinción entre «mundo visual» y «campo visual».49 En el
primero, los objetos son percibidos en sus tres dimensiones y la vista es
asistida por los otros sentidos, sobre todo el oído y lo háptico, pero también
el gusto y el olfato (se piense en las naturalezas muertas de los maestros
barrocos: las frutas pasadas del Caravaggio, los quesos fragantes de Nicolas
Gillis, las ostras de Osias Beert, las carnes crudas de Pieter Cornelisz van
Rijck; y en la literatura, las primeras páginas de El perfume, los riñones
fritos en manteca que prepara Leopold Bloom para el desayuno, la bendita
magdalena ahogada en té, etcétera). El segundo emerge cuando fijamos la
vista, enfocamos la mirada en algo específico y concentramos toda nuestra
atención en ello. Gracias a su capacidad de capturar la duración temporal, y
sobre todo a través del montaje, el cine logra reproducir una combinación
de estos espacios y de ambos tipos de experiencia visual de manera más
efectiva que la pintura y que la fotografía. Si a ello le sumamos el hecho de
que gracias a la introducción del sonido el cine es la forma artística que
mejor conjuga la imagen y la palabra, tenemos que aceptar que estamos
ante la rama del arte más propicia a una experiencia multisensorial; y
comprendemos mejor aquel apotegma de André Bazin según el cual el
cineasta está a la par del novelista, más que del pintor, el fotógrafo y el
dramaturgo. El crítico francés justifica su sentencia tomando como
parámetro el «alto grado de realismo» que logra el cine y su capacidad de
manipular la realidad.50 Ese «realismo integral» que producen, según Bazin,
técnicas mecánicas de reproducción como la cámara y el fonógrafo se
revela con especial claridad cuando el artista se involucra con la historia y,
más aún, si su objetivo es la mímesis correctiva.51 Ahora, un ejemplo.
De la trilogía de films de la historia enmendada que marcó la última
década en la carrera de Quentin Tarantino, quiero centrarme en el último,
Érase una vez en Hollywood (2019). Con el espectacular atentado que mata
a Hitler y a los más altos jerarcas nazis en Malditos bastardos (2009),
Tarantino inaugura con estruendo lo que podríamos llamar su década
reparadora. A ese film le sigue Django desencadenado (2012), una fantasía
de vendetta en el sur esclavista, y Los odiosos ocho (2015), un sangriento
drama de interiores que transcurre también en el siglo xix y que gira en
torno de una carta apócrifa de Abraham Lincoln. Estos experimentos con la
historia y el uso del cine como máquina del tiempo alcanzan su apogeo en
Érase una vez en Hollywood, sin duda la obra maestra del director
americano. La noticia de que Tarantino estaba planeando una película sobre
la masacre del 9 de agosto de 1969 en que perdieron la vida Sharon Tate y
otras cuatro personas produjo honda expectativa pero también gran
escepticismo. ¿Qué habría de hacer un artista tan afecto a la violencia
explícita con una de las crónicas policiales más brutales y sanguinarias del
siglo XX?
El acto de corrección de la historia que define a la película llega luego
de dos horas y media durante las cuales el espectador espera con ansiedad
un final que conoce bien. En ese tiempo, cuesta no devanarse los sesos
especulando cómo hará Tarantino para destruir el cuerpo de Sharon Tate
(interpretada por Margot Robbie) —un cuerpo representado con ternura y
delicadeza, y de una belleza descollante—. Como si la physique du rôle de
Robbie no fuese suficiente, Tarantino incluye imágenes de la verdadera
Sharon Tate para afirmar su materialidad y vivificar su recuerdo. En una
escena memorable, Tate (Robbie) va al cine a ver su última película, Las
demoledoras (dir. Phil Karlson, 1968). Al observar a la verdadera Tate en el
rol de Freya Carlson a través de los ojos de la Tate ficcional, se produce en
el espectador un reconocimiento; es un momento de anagnórisis.52 Cuando
finalmente llega el clímax y el director nos sorprende destruyendo otro
cuerpo en lugar del de Tate (a la manera de Artemisa reemplazando a
Ifigenia por una cierva en las versiones más optimistas del mito) el alivio es
abrumador. Es precisamente a través de esta tensión y esta expectativa que
la película obliga al espectador a habitar con plena conciencia ese terreno
intermedio entre su mundo y el mundo en la pantalla y aceptar ambos como
verdaderos.
La interacción entre la película y el espectador juega un rol tan
fundamental en Érase una vez en Hollywood que Tarantino la vuelve
explícita en el comienzo y en el final con rupturas de la cuarta pared (la
entrevista televisiva a los dos protagonistas y el comercial de cigarrillos
Red Apple que vemos al final de los créditos). Al armar una narrativa visual
ficticia cuyo efecto estético se sostiene sobre una serie de datos históricos
conocidos en mayor o menor detalle por el espectador, Quentin Tarantino
de un lado afirma la autonomía de la dimensión estética que tiene la
capacidad de trastocar y corregir la historia, y del otro reconoce que esta
autonomía se logra necesariamente en directa oposición, pero en una fluida
interacción, con el mundo real. Esto último invita a reconsiderar aquella
crítica de Theodor Adorno, que veía en el cine una fuente de meros
escapismos oníricos que impide la reflexión y la imaginación, y que
«adiestra a los que se le entregan [sic] para que lo identifiquen [el film]
directa e inmediatamente con la realidad».53 La interacción entre la película
y el espectador juega un rol tan fundamental en Érase una vez en
Hollywood que Tarantino la vuelve explícita en el comienzo y en el final
con rupturas de la cuarta pared (la entrevista televisiva a los dos
protagonistas y el comercial de cigarrillos Red Apple que vemos al final de
los créditos). Al armar una narrativa visual ficticia cuyo efecto estético se
sostiene sobre una serie de datos históricos conocidos en mayor o menor
detalle por el espectador, Quentin Tarantino de un lado afirma la autonomía
de la dimensión estética que tiene la capacidad de trastocar y corregir la
historia, y del otro reconoce que esta autonomía se logra necesariamente en
directa oposición, pero en una fluida interacción, con el mundo real. Esto
último invita a reconsiderar aquella crítica de Theodor Adorno, que veía en
el cine una fuente de meros escapismos oníricos que impide la reflexión y la
imaginación, y que «adiestra a los que se le entregan [sic] para que lo
identifiquen [el film] directa e inmediatamente con la realidad».54 El
filósofo extendía esta acusación a todos los productos de la industria
cultural. Es justo suponer, sin embargo, que exceptuaba la televisión pues
era tan fanático de Daktari que le prohibía a su mujer pasarle llamadas
telefónicas cuando celebraba su pequeña ceremonia de compenetración
sentándose a ver la serie.
En la compenetración, sin embargo, no huimos a una dimensión de
ensueño en la que nos desentendemos del mundo, y ciertamente tampoco
igualamos ficción y realidad, sino que habitamos ambas esferas de modo
ora lúdico, ora crítico, en un estado de concentración intermitente. Se trata
de una oscilación significativa que el film de Tarantino dramatiza con el
redoble de la apuesta que implica la técnica de lo perspicuo. Si en la
tradición clásica y hasta la invención de la fotografía, las artes verbales y
las artes visuales se valieron de la perspicuidad y de la perspectiva para
replicar el mundo con total vivacidad y ocluyendo el artificio, gracias a la
tecnología cinematográfica y a la mímesis correctiva, Tarantino crea un
mundo perspicuo al tiempo que llama la atención sobre su artificiosidad y
sobre el mecanismo mismo que produce la perspicuidad. El efecto
paradójico es que el mundo ficticio que se materializa desde la pantalla, ese
mundo en el que Sharon Tate no murió, adquiere aún más vivacidad gracias
al énfasis que se pone en su carácter artificioso.
Vuelvo a la escena de Sharon Tate (Margot Robbie) en el cine viendo a
Freya Carlson (Sharon Tate) porque se trata de una mise en abyme que echa
luz sobre el rol que juega el espectador de Érase una vez en Hollywood.
Cada vez que uno se compenetra con una obra de arte se produce un
desdoblamiento. De un lado surge el espectador cuyas sensibilidad y
afectividad se vuelcan hacia y son captadas por el universo estético de la
obra. Del otro queda el individuo de carne y hueso que, como un cuerpo en
estado semicatatónico, permanece enclavado en el mundo de su
cotidianidad, sentado en la butaca del cine, o en el sillón de terciopelo verde
con los cigarrillos al alcance de la mano. Tarantino, sin embargo, encierra al
espectador en el umbral y lo obliga a quedarse en vilo, como si quisiese
impedir que se relajase arrellanándose en la butaca y sumergiéndose de
lleno en la fantasía de la ficción. El juego de espejos que tiene lugar cuando
Robbie, personificando a Tate, ve a Tate personificando a Carlson
reproduce una situación similar. Un actor que se observa en la pantalla
participa del mundo ficcional de la película, como cualquier otro
espectador, pero también del mundo contextual de la producción de la
película que se le proyecta en la pantalla de la mente como una sucesión de
recuerdos. De este modo, está en ambas esferas simultáneamente. Tarantino
subraya esta doble vida mental del personaje de Tate cuando, durante la
escena en que Freya se mide contra la villana Yu-Rang (interpretada por
Nancy Kwan), nos trasladamos al recuerdo de Tate/Robbie de las clases
particulares de artes marciales que había tomado con el mismísimo Bruce
Lee en preparación para el rodaje. En las escenas del recuerdo, la actriz es
Robbie y tiene el mismo atuendo que luce Tate en la pantalla. Con este
modelo en mente, imaginemos al espectador del film de Tarantino
encerrado en un cubo de cristal. Si mira para un lado ve Érase una vez en
Hollywood, si mira para el otro ve la historia del siglo xx y, en particular, la
crónica de una noche de verano de 1969 en el 10050 de Cielo Drive,
Benedict Canyon, Los Ángeles. Mire para donde mire, siempre se le
impone el reflejo del lado al que le está dando la espalda. Y todo lo ve con
perfecta transparencia.
Dice Nancy en el ensayo sobre Abbas Kiarostami que en el cine es más
apropiado hablar de penetración que de contemplación, pues la mirada entra
en un espacio más bien que se planta frente a una imagen.55 Este espacio no
es el film en sí, sino el intersticio ambulatorio que funciona como
plataforma para la compenetración; es el «per» de lo perspicuo, el cubo de
cristal iluminado por la linterna mágica del proyector. Allí se produce el
encuentro que resulta en la construcción de ese otro espacio, el espacio de
sentido, sobre el que se plasma la experiencia estética. El film de Tarantino
es terreno fértil para pensar el efecto de lo perspicuo en el cine
precisamente porque ofrece al espectador la posibilidad de habitar con
plena conciencia el espacio intermedio, el «a través de» (per) desde el que
observamos y nos compenetramos con una obra de arte. El caminante del
célebre poema «The Road Not Taken», al llegar a la bifurcación en el
bosque, lamenta no poder tomar ambos senderos (and sorry I could not
travel both and be one traveler). Aquello que en Frost es una quimera
poética, en Tarantino es el armazón formal de la película. Érase una vez en
Hollywood nos permite ser dos observadores en simultáneo, uno que se
compenetra con el film y el otro que no pierde de vista la historia. Esta
dinámica llega a su punto culminante en la escena final, cuando por medio
de una mímesis correctiva se hace del espectador, conocedor de la verdad
histórica, testigo de una historia alternativa que se presenta con la
contundencia que solo tiene lo evidente.
Al ser un film basado en una experiencia dual simultánea, no es casual
que Érase una vez en Hollywood abunde en dobles, reflejos y repeticiones.
La misma trama se va tejiendo sobre la base de instancias de repetición
cuyos referentes son tanto internos como externos, o intertextuales. En la
primera escena, Allen Kincaide, un presentador de televisión, mira a cámara
y nos hace una advertencia: «Si creéis que estáis viendo doble, no ajustéis
el televisor porque en cierto modo así es». Así será durante toda la película;
por lo que la advertencia de Tarantino a través de Kincaide se presenta
como una verdad envuelta en una gracia. Desde luego, aunque queramos no
podremos ajustar la imagen porque esto es cine, no es televisión, y el
director (y su lugarteniente, el proyeccionista) nos impone con puño de
hierro lo que vemos.
Durante toda la película estamos viendo doble porque la realidad que
conocemos se superpone con la ficción. Pero hay más. Por empezar, la
película cuenta dos historias, la de Sharon Tate y la de Rick Dalton y Cliff
Booth, que corren por carriles paralelos hasta encontrarse en la escena final.
A su vez, dentro de cada una de ellas abundan los pares y también
encontramos duplas que las conectan entre sí. Por ejemplo, Rick Dalton
(Leonardo Di Caprio) tiene en Cliff Booth (Brad Pitt) a un doble en sentido
literal. Cliff fue el doble de acción de Rick y ahora es su chofer, su edecán y
su mejor amigo («un colega que es algo más que un hermano y un poco
menos que una esposa», dice el narrador en un momento). Por otro lado, en
cuanto actor, Rick se gana la vida siendo dos personas en una. La película
nos presenta a varios de sus «otros». En primer lugar, Jake Cahill, el
protagonista de Bounty Law, la serie televisiva que lo hizo famoso. Pero
también conocemos a Caleb, el villano en el episodio piloto de una nueva
serie titulada Lancer, durante cuya interpretación apreciamos la gravedad
de la crisis profesional por la que atraviesa Dalton. Tarantino nos introduce
también a Nebraska Jim, el héroe de una de las películas que Dalton filma
durante su temporada en Italia, y a otros personajes del pasado, incluido un
soldado americano que achicharra a un grupo de oficiales nazis con un
lanzallamas que adquirirá especial importancia hacia el final del film. En la
notable escena con Trudi Fraser (Julia Butters), en el set de filmación de
Lancer, Rick Dalton está leyendo una novela sobre un domador de caballos,
Easy Breezy, que está en el ocaso de una carrera gloriosa. Rick se identifica
con Easy Breezy y, cuando le relata la trama a la niña, rompe en llanto.
Llegada la hora de rodar, Rick se equivoca, trastabilla en las líneas, se pone
nervioso, suda. Atribulado, vuelve a su tráiler y tiene una conversación con
otro de sus dobles, su propio reflejo en el espejo, al que Rick increpa,
insulta, acusa de alcohólico y amenaza de muerte si no llega a hacer bien su
trabajo.
Pero Rick Dalton tiene un doble todavía más singular: Sharon Tate. Los
dos son actores, aunque mientras que la carrera de Sharon está despegando,
la de Rick parece haber iniciado un rápido declive. En una de las secuencias
más largas de la película, Tarantino alterna escenas de Rick en el set de
filmación de Lancer, convencido, como vimos, de que ha llegado al fin de
su carrera, con escenas de Sharon en el cine, los pies (sucios) sobre la
butaca de delante, deleitándose con su imagen en la pantalla, relajada, con
el vívido y tácito presentimiento de que está en el umbral de la gloria.
Frente a esto, el espectador, para quien Rick Dalton es un personaje de
ficción y Sharon Tate un ser humano de carne y hueso, comprende la ironía
trágica: Tate morirá en seis meses, de modo que estamos presenciando
también el final de su carrera (Las demoledoras fue su penúltimo film y el
último en estrenarse antes de su muerte). De esta apreciación basada en
datos que trascienden el universo del film se desprende otra dupla,
compuesta por Sharon Tate y Trudi Fraser: una actriz al final de su carrera,
la otra en los albores, ambas igualmente dedicadas a la profesión y unidas
por el amor al cine.56
Este juego de dobles se extiende también sobre los espacios. Rick
Dalton es vecino de la pareja Tate-Polanski y sobre esto la película vuelve
una y otra vez. Rick es consciente de que vive al lado del director más
famoso del momento (Polanski acababa de alcanzar la cima del estrellato
con La semilla del diablo [1968]) y sueña con entrar en ese mundo que se le
antoja como una posible llave a la verdadera fama —la fama de la pantalla
grande—. Las casas adyacentes cumplen un rol fundamental en el trastoque
de los hechos; Tarantino hará un enroque al trasladar la escena del crimen
de una a la otra. A la vez, se subraya el contraste entre la casa de Rick y la
de Cliff. Uno vive en las colinas, el ápice de la experiencia hollywoodiense
(en una escena, Rick se jacta de haber comprado su propiedad y de no
alquilar; los Tate y Polanski históricos, por su parte, eran inquilinos en el
10050 de Cielo Drive). Cliff vive en un tráiler en los bajos de Van Nuys, en
el Valle de San Fernando, y detrás de un autocine —inexorablemente en las
sombras de la industria del cine—. El tráiler de Cliff se duplica en los
tráilers que utiliza Rick durante las filmaciones. Mientras que el actor tiene
una relación puramente utilitaria y transitoria con el tráiler, el proletario
Cliff hace de él su hogar. Y el mismo autocine detrás del cual vive tiene
como contrapartida el elegante Fox Bruin Theatre, en Westwood, donde
Sharon Tate ve Las demoledoras. Casa Vega, el restaurante mexicano donde
Rick y Cliff comen y beben como dos Heliogábalos en la noche fatídica del
8 de agosto, tiene su doble en El Coyote, otro restaurante mexicano, pero de
mayor categoría y frecuentado por la farándula, donde transcurre la velada
de Sharon Tate y sus amigos. Por último, tenemos la dupla de sets
cinematográficos del Lejano Oeste. De un lado, el estudio en el que Rick
Dalton filma sus escenas de Lancer. Del otro, Spahn Movie Ranch, el set
abandonado en el que viven Charles Manson y sus acólitos. Al tiempo que
Rick se despacha con una brillante interpretación del villano Caleb, su
doble de riesgo Cliff representa su propia escena heroica en el antiguo set
de filmación cuando desafía a los hippies en una secuencia que parece
sacada de un western: un forastero llega a un pueblo polvoriento del Oeste y
se planta con osadía ante la hostilidad de los lugareños; la situación
aumenta en tensión hasta culminar con una escena final de violencia, tipo
standoff, de la que sale airoso.
Pero en Érase una vez en Hollywood, Tarantino teje también una
urdimbre de referencias a sus otros films, una especie de tapiz de
intertextualidad interna. Estas son algunas de las conexiones que encontré,
seguramente estoy dejando fuera muchas otras. La película se entrecruza
con Los odiosos ocho (2015) en la temática del Lejano Oeste y en el
personaje del cazador de recompensas (Di Caprio/Cahill en Érase una vez y
Kurt Russell en Los odiosos…; Russell, por cierto, también actúa en Érase
una vez…). La figura del cazador de recompensas también conecta a la
película con Django desencadenado (2012), en la que actúa Di Caprio; pero
es la fantasía de venganza histórica lo que vincula de manera más estrecha
estas dos películas. También Malditos bastardos (2009) involucra una
mímesis correctiva y tiene un actor en común con Érase una vez (Brad Pitt);
además, la escena en que los nazis mueren quemados en el cine anticipa la
fantasía cinematográfica de Rick Dalton incendiando nazis con un
lanzallamas en The 14 Fists of McCluskey. Otro detalle menor es que el
nombre del director italiano Antonio Margheriti es utilizado por el
personaje de Eli Roth para hacerse pasar por italiano en la escena clímax de
Malditos bastardos y luego es mencionado en Érase una vez como uno de
los directores con que trabajó Rick Dalton durante su estancia en Roma. Por
su parte, Death Proof (2007) también trata sobre un doble de riesgo
interpretado por un actor de Érase una vez: Kurt Russell. Las conexiones
con Kill Bill volúmenes 1 y 2 (2003-2004) son varias: El avispón verde,
cuya cortina musical Tarantino usa como leitmotiv de la ira vengativa de
Beatrix Kiddo, y la temática de las artes marciales en general reaparecen en
Érase una vez en las escenas con Bruce Lee. La secuencia del icónico
artista marcial entrenando a Sharon Tate para su rol en Las demoledoras
recuerda al entrenamiento de Uma Thurman en el templo de Pai Mei. Otro
detalle consonante es el tráiler donde vive Cliff Booth detrás del autocine,
que forma pareja con el tráiler en el que vive el personaje de Michael
Madsen en la saga de Bill y Kiddo (además, Michael Madsen hace una
breve aparición en Érase una vez). Las largas escenas en cámara lenta por
pasillos de aeropuertos y las secuencias en las autopistas de Los Ángeles
con la radio encendida conectan Érase una vez con Jackie Brown (1997).
Las tomas en coche por las autopistas descomunales de la ciudad también
establecen un nexo con Pulp Fiction (1994), al tiempo que el tema de la
amistad entre hombres conecta Érase una vez con Reservoir Dogs (1992),
que también incluye un Cadillac DeVille, el coche de Rick Dalton. Por
último, y como no podía ser de otra manera, están los cigarrillos Red Apple,
la marca ficticia que aparece en prácticamente todos los films de Tarantino
y que aquí es promocionada por Rick Dalton.
Para volver a la importancia que tiene el espacio en la película, esto es
algo que queda claro desde el mismo título, una referencia a los cuentos de
hadas y un guiño a Hasta que llegó su hora [C’era una volta il West]
(1968), la obra maestra de Sergio Leone, numen tutelar de Tarantino. En el
imaginario de Érase una vez en Hollywood, el Lejano Oeste, la ciudad y la
industria cinematográfica convergen en un escenario vasto y versátil como
un set de filmación. Tarantino conjuga las nociones de espacio y locación.
En el mito de la creación de los Estados Unidos, el Lejano Oeste es un
desierto que tiene el potencial de convertirse en paraíso recobrado donde los
sueños se hacen realidad.57 Hollywood, esa Eldorado edificada sobre el
anhelo de los colonos, es la realización de miles de mundos mediante
fulguraciones de luz que se suceden como ráfaga de ametralladora.58 La
película se mueve entre estos espacios de ensueño conectados por anchas
calles y autopistas, en cuya reproducción Tarantino pone particular empeño,
como si quisiese capturar con la máxima vivacidad posible el movimiento
en la megalópolis y conferirles a los espacios neutros de transición la
importancia que tienen en cuanto torrente sanguíneo de la ciudad y, por
extensión, de la trama. Las secuencias en coche, asiduas y prolongadas,
trazan la geografía de la ciudad, y la música que suena en la radio, siempre
prendida, contribuye al realismo histórico. A lo largo de más de dos horas y
media, Tarantino construye amorosamente un espacio de sentido que no es
sino una restauración meticulosa de la ciudad de su infancia (en una
entrevista se refirió a la película como «su carta de amor a Los Ángeles»).
Esta reconstrucción de la ciudad aquel fin de semana del 8 y 9 de febrero de
1969 (fechas históricamente irrelevantes en las que transcurren tres cuartas
partes del film) sirve de locación para la mímesis correctiva de la escena
final, la noche del 8 y la madrugada del 9 de agosto del mismo año, fecha
histórica de la masacre en el 10050 de Cielo Drive.
Hay dos planos en Érase una vez en Hollywood que transmiten con
vivacidad el efecto de lo perspicuo a través de la construcción del espacio
cinematográfico. Se trata de dos crane shots (planos con grúa), instancias
de ampliación del espacio a través de la elevación. Pocos movimientos de
cámara hacen sentir la magia del cine como el plano con grúa. Por una
parte, nos aligera y nos hace volar cual alfombra de Aladino. Por la otra, al
elevarnos nos revela más y más acerca de ese mundo que se manifiesta en
la pantalla. Al ir abriéndose el espacio y al ir viendo el espectador cuánto
más había fuera del encuadre inmediatamente precedente, se corrobora la
realidad de ese universo ficticio y se acepta más que nunca su condición de
verdadero.
El primero de estos planos llega tras una larga secuencia de Cliff en
coche recorriendo calles y autopistas a gran velocidad y al ritmo de la
música que suena en la radio. Cliff está volviendo a casa después de un día
de trabajo y, cuando llega al autocine detrás del cual estaciona su tráiler, la
cámara empieza a elevarse hacia la cartelera, la sobrevuela y del otro lado
vemos los coches de los espectadores orientados hacia el otro lado de la
cartelera, que es la pantalla donde se está proyectando La mujer de cemento
(dir. Gordon Douglas, 1968), con Frank Sinatra y Raquel Welch. La cámara
se encuentra con la luz del proyector, se encandila y, con un fundido a
blanco de por medio, aparecemos en el lote donde vive Cliff. Lo vemos
llegar, bajar del coche y entrar en su casa rodante mientras, en el fondo, se
divisa aún la pantalla del autocine. Apenas se apaga el motor del auto y deja
de oírse la radio, escuchamos la película, cuyo sonido de fondo inunda la
escena hasta que se abre la puerta de la casa rodante y se imponen las voces
y los jingles que escupe el televisor, que Cliff tiene encendido todo el día,
acaso para entretener a Brandy, un pit bull tan simpático como obediente
cuya intervención resultará crucial en la escena final. El rincón que Cliff ha
elegido como domicilio está sobrecargado de significados.59 Tras una
carrera como doble de cuerpo, hoy Cliff, debido a algunos incidentes de
violencia en el set (sumados al rumor de que asesinó a su mujer), trabaja
exclusivamente de chofer y cadete de Rick. Si un doble de riesgo se mueve
en las sombras de la industria cinematográfica, el chofer de un actor habita
la periferia de la periferia. Cliff es un personaje arrabalero en sentido
figurado y en sentido literal. En el final, será él y no Rick quien enfrente
primero a los asesinos y ponga el cuerpo para corregir la historia. Que un
bravucón, un posible asesino, un vigía impávido en el último puesto de
frontera en Hollywood lleve a cabo el acto redentor es prueba no tanto del
temperamento polémico de Tarantino sino de su fe en el poder salvífico del
cine.
Por medio de la grúa, entonces, Tarantino nos traslada del mundo
cotidiano de Cliff (la autopista, el no-lugar donde pasa gran parte del día), a
la fachada de un autocine, nos eleva sobre la marquesina/pantalla y, por un
instante, quedamos suspendidos en el espacio intermedio (el «per» de lo
perspicuo) donde se está produciendo la compenetración de los
espectadores motorizados. Acto seguido (y este acaso sea el detalle más
revelador), la cámara se enceguece frente a la luz del proyector, «realidad»
y ficción colisionan, y como a través de una compuerta entre dos
dimensiones de la existencia, volvemos a la cotidianidad de Cliff mientras
la película sigue proyectándose de fondo. Todo sucede en un mismo espacio
a la vez creado, expandido y revelado por el movimiento de cámara; un
espacio que es autopista, autocine y trailer park, tres variaciones de lo
transitorio y fugaz, del páramo baldío que, en la imaginación de Tarantino,
subyace y persiste detrás, o debajo, de la ciudad. El plano con grúa,
entonces, al crear y mostrar el espacio que media entre realidad y ficción,
produce un efecto de evidencia tal que, al mismo tiempo que garantiza la
realidad del mundo de Érase una vez en Hollywood, nos invita a considerar
nuestra propia condición anfibia —esa condición habilitada, o puesta en
evidencia, por la esfera estética y que nos permite habitar distintos mundos
de manera simultánea—.
La escena en el autocine es significativa también por razones
intertextuales. Érase una vez en Hollywood, como toda obra de Tarantino,
está saturada de referencias a otros films. En medio de este pastiche, se
destaca la prominencia silenciosa que tiene una película por la que el
director siente particular devoción: Targets, la ópera prima de Peter
Bogdanovich (en castellano, El héroe anda suelto). En esta cinta de 1968 no
solo vemos imágenes históricas de la Los Ángeles que Tarantino recrea en
su propio film, sino que encontramos una serie impactante de paralelismos.
El más obvio es que Targets fue inspirada por otra de las masacres más
resonantes de la década de 1960. En agosto de 1966, el exmilitar Charles
Whitman mató a su madre y a su mujer, se dirigió al campus de la
Universidad de Texas, en Austin, se apostó en el mirador de una torre y
asesinó a tiros a 14 personas, inaugurando así una moda que pervive hasta
el día de hoy en los Estados Unidos. Otra similitud, acaso más importante,
es que al igual que Érase una vez en Hollywood, Targets es una película
sobre el mundo del cine que cuenta dos historias paralelas. De un lado,
seguimos al asesino en la víspera de la masacre y durante el día fatídico.
Del otro, tenemos la historia de Byron Orlok (interpretado por un anciano
Boris Karloff), estrella del cine de terror de antaño que se encuentra en el
ocaso de su carrera. En el clímax de la película, el asesino se dirige a un
autocine (en Van Nuys, por cierto) y dispara contra los espectadores a través
de un agujero en la pantalla. La película que se proyecta es la última de
Byron Orlok y su aparición en vivo es parte del programa de la velada.
Cuando el pandemonio está llegando a su fin y el asesino está cerca de
rendirse, Orlok lo enfrenta contra la pantalla a la vez que su imagen fílmica
se sigue proyectando. El asesino cree que está viendo doble, no sabe cuál es
el Orlok real y cuál es la imagen (la escena nos recuerda el clímax de La
dama de Shanghái [dir. Orson Welles, 1947] en el salón de los espejos). En
conclusión, Byron Orlok, que en una escena anterior había reflexionado
sobre su propia obsolescencia en una era en que los monstruos que
aterrorizan al público son más bien jóvenes de aspecto perfectamente
normal que un buen día se revelan como asesinos, termina derrotando al
monstruo del nuevo Zeitgeist con el mero poder intimidatorio de su imagen
espectral.
Como Érase una vez en Hollywood, Targets destila un optimismo
melancólico. A la vez que celebra con nostalgia el cine de antaño (el
personaje de Peter Bogdanovich en un momento dice: «Todas las buenas
películas ya fueron hechas»), representa una afirmación de la fe en el poder
redentor del cine y, por extensión, del arte en general. La muerte llega a
través de la pantalla (como en Malditos bastardos) y de la pantalla llega la
salvación por medio de la encarnación «milagrosa» del personaje de Orlok.
El final de Érase una vez en Hollywood recupera esta noción y sugiere que
el cine, a través de su propia violencia justiciera, se impone como la única
salvación en un mundo sumido en la violencia sin sentido.60 La visión del
cine como fuerza antitética a la del destino, o como un telar en el que se hila
un destino paralelo, se materializa en una historia antiquísima que refiere
Byron Orlok en una de las escenas más sugerentes de la película. «Érase
una vez…», empieza Orlok, y cuenta «La muerte en Samarra» (también
conocida como «La muerte en Samarkanda»). Un buen día, el gran visir se
presenta ante el califa de Bagdad. Aterrorizado, le cuenta que acaba de ver a
la muerte en el mercado y que la muerte lo miró con mala cara. El gran
visir, convencido de que la parca ha venido a por él, pide permiso para huir
a Samarra. El califa se lo concede y esa tarde, por curiosidad, va al mercado
donde efectivamente encuentra a la muerte. «¿Por qué tuviste que asustar a
mi gran visir?», la increpa indignado. La muerte responde: «No lo quise
asustar, simplemente me sorprendió verlo acá porque tengo una cita con él
esta noche en Samarra». La moraleja es clara: no hay manera de escapar del
destino. Excepto que sí la hay gracias a la magia del cine y de la ficción en
general.
El segundo plano con grúa que propongo considerar llega en la escena
final. Conviene retroceder un poco en este punto. La segunda parte de
Érase una vez en Hollywood nos sitúa en el día de la tragedia, en ese
viernes 8 de agosto de 1969 que, según el lugar común marcó el final de la
década de 1960 y dio comienzo a los tortuosos años setenta. El espectador
sabe que la masacre es inminente. A fin de exacerbar la tensión, Tarantino
adopta una serie de estrategias del género documental como por ejemplo ir
marcando las horas del día, o aumentar el uso de la voz en off, incluso por
momentos con tono de crónica policial («se reportaría más adelante que fue
la noche más calurosa del año»). A la vez que hace esto, sin embargo,
musicaliza el comienzo de la segunda parte del film con Out of Time, de los
Rolling Stones. La canción, en la que un hombre le dice a una examante
infiel que no puede volver y pretender ser tratada como antaño («eres
obsoleta, bebé… estás pasada de moda… estás fuera de tiempo»), es de
1966, pero Tarantino elige una versión lanzada en 1975. Cuando llegamos a
la escena de la masacre y Tarantino subvierte los hechos históricos,
comprendemos que la línea temporal trazada con minucia durante esta
segunda parte pertenecía a una historia alternativa y a destiempo que existe
solo en el universo de la película. El director se vale de un artificio que se
presenta a sí mismo como verdadero, al mismo tiempo que nos da pistas de
la artificiosidad. Este efecto de doble perspicuidad, a fin de cuentas, no deja
de ser un artificio más, y su objetivo es producir el efecto de la evidencia,
pero la abundancia de gestos dirigidos hacia el espectador (guiños,
referencias, advertencias, llamados de atención) resulta en un peculiar
híbrido de fantasía, ilusionismo, autoconciencia y metaficción.
Y ahora sí, el final. Con los tres hippies asesinos muertos y los dos
héroes a salvo (Cliff está herido, pero sobrevivirá), Rick Dalton respira
aliviado, aunque no tanto como el espectador. Luego de haber visto a
Sharon Tate embarazada de ocho meses, rozagante y feliz, la perspectiva de
verla masacrada era francamente insoportable. Dejando de lado el talento
maquiavélico de Tarantino, que lleva al espectador a gozar de ver a un
presunto uxoricida como Cliff Booth reventándole el cráneo a golpes a una
mujer, el alivio del final se manifiesta primero como euforia y, luego, como
una tribulación difusa. Alertado por el escándalo de gritos y sirenas, un
amigo de Sharon Tate, Jay Sebring, se acerca al portón de la casa de
Polanski y le pregunta a Rick qué pasó. Sharon Tate, entonces, aparece a
través del portero eléctrico e invita a Dalton a pasar para tomar una copa y
conocer a sus amigos. El sueño de Rick de acceder al mundo Polanski se
vuelve realidad. Las puertas de Cielo Drive se abren lentamente, Rick entra
y la cámara montada en una grúa se empieza a elevar, llega al tejado y se
detiene en una posición desde la que vemos a Sharon y a sus otros dos
amigos, Abigail Folger y Wojciech Frykowski, recibir a Jay y a Rick.
Mientras que aquella madrugada del 9 de agosto, Sebring, Folger,
Frykowski y el joven Steven Parent (que no aparece en la película)
corrieron la misma suerte que Tate, en esta madrugada hollywoodiense
todos viven y se disponen a desvelarse para escuchar la crónica del horror
en la casa lindera. El movimiento de la grúa acompaña la disolución del
mundo de la acción central del film en el que, para el espectador, hasta hace
apenas unos minutos estaba por representarse una masacre muy conocida, y
auspicia la creación del mundo de fantasía en el que se desarrolla esta
historia alternativa.
El movimiento, sin embargo, remite también a otro plano con grúa que
Tarantino tiene muy presente. Cuando Jill (Claudia Cardinale) llega a
Flagstone, el pueblo de ficción donde transcurre Hasta que llegó su hora,
no hay nadie esperándola en la estación de tren. El espectador sabe por qué.
Su flamante marido acaba de ser acribillado a balazos junto con sus hijos
por una banda de forajidos a las órdenes de un magnate de la industria
ferroviaria decidido a quedarse con sus tierras. Jill camina por el andén
desorientada. La cámara la acompaña cuando entra en la oficina donde está
la boletería. La vemos preguntar algo, después de lo cual alguien la dirige
hacia la otra puerta, que da al pueblo. Entonces la cámara asciende hasta
llegar al tejado de la boletería y de pronto, coincidiendo con el clímax de la
emocionante melodía de Ennio Morricone (Jill’s America), vemos aparecer
el pueblo en toda la gloria de su perfecta cotidianidad, con sus casas y sus
negocios y sus habitantes yendo de acá para allá, cada quien atendiendo a
sus menesteres; y, entre ellos, Jill que se encamina a iniciar una nueva vida.
Esto sucede hacia el comienzo de la película. La escena final nos muestra a
Jill en su rol de matriarca y prostituta ancestral supervisando la
construcción de la estación de tren de Sweetwater, el pueblo que está
naciendo de la tierra que perteneció a su difunto marido y que hoy es de
ella.
Los puntos de contacto entre la película de Leone y la de Tarantino son
muchos, pero la conexión más estrecha está en la importancia que tiene en
ambas la construcción del espacio. Mientras que Leone narra la épica de la
construcción del Oeste, en el caso de Érase una vez en Hollywood, el Oeste
ya ha sido urbanizado y explotado hasta el límite de sus posibilidades.
Después de un siglo largo marcado por una febril energía emprendedora, los
tiempos están cambiando y una sombra ominosa de destrucción se cierne
sobre la zona. Este vestigio apocalíptico se encarna en los hippies del clan
Manson, jóvenes fanáticos y enardecidos sedientos de la sangre de sus
mayores (no es casual que vivan en un set cinematográfico en ruinas).
Vuelvo aquí un momento a la figura de la perspectiva lineal, esa otra forma
de la evidencia cuya efectividad reside en la pretensión de transparencia
mediante el ocultamiento del artificio. Érase una vez en Hollywood puede
pensarse como un espectáculo en perspectiva. La trama se va esbozando
como una multiplicidad de líneas ortogonales que conducen a un punto de
fuga,61 la escena culminante del trastoque histórico que a un tiempo revela y
completa la mímesis correctiva. Para el espectador que conoce la historia, el
punto de fuga es un momento de profunda y grata sorpresa. Para quienes
vivieron de cerca la masacre de Cielo Drive, cuenta Joan Didion, la
experiencia aquel día de agosto fue muy distinta:
El 9 de agosto de 1969 estaba sentada en la parte baja de la
piscina de mi cuñada en Beverly Hills cuando ella recibió el llamado
de un amigo que acababa de enterarse de los asesinatos en la casa de
Sharon Tate Polanski, en Cielo Drive. En las horas sucesivas el
teléfono sonó muchas veces. Estos reportes iniciales eran
embrollados y contradictorios. Unos hablaban de «capuchas», otros
de «cadenas». Había veinte muertos, no, doce, diez, dieciocho.
Alguien imaginó misas negras, alguien le echó la culpa a un mal
viaje. Recuerdo la desinformación de ese día con total claridad y
también recuerdo esto, y preferiría no recordarlo: nadie se
sorprendió.62

Didion sugiere que su entorno no se sorprendió porque, entre 1968 y


1969, una atmósfera enrarecida invadió el mundo de la farándula local.
Habla de rumores inquietantes, historias perturbadoras, hipótesis inefables,
un coqueteo constante con la noción de «pecado», una sensación de que era
perfectamente posible cruzar ciertos límites, «ir más allá»; y recuerda una
«tensión voraginosa, demente e irresistible» en el aire que aumentaba día a
día. Esta tensión que evoca Didion es percibida por el espectador de la
película solo gracias a la perspectiva histórica y es justo decir que tampoco
a nosotros nos habría sorprendido la muerte en pantalla: lo que nos
sorprende es precisamente que Sharon Tate no muera.
Y es el efecto sorpresa, marca registrada del mago y del ilusionista, que
constituye la afirmación de una fe en el poder reparador y redentor del
cine.63 Desde la altura de la grúa (la perspectiva del creador que observa lo
creado y ve que está bien), el director señala en dirección a un mundo
nuevo, un Hollywood de ensueño en el que Sharon Tate vive y Rick Dalton
protagoniza la nueva película de Roman Polanski y Paul Richard Polanski,
el bebé de ocho meses que nunca nació, crece sano aunque seguramente
trastornado por el estilo de vida extravagante de sus padres; un mundo fuera
del tiempo y a destiempo, como el de los cuentos de hadas que son creados
en una temporalidad vaga e imposible y que existen para siempre. Así llega
el final y, al son de una melodía de cajita de música, lánguida y misteriosa,
que recuerda la cortina de La semilla del diablo, aparece el título, Once
Upon a Time in Hollywood, marcando el comienzo de una fábula que
transcurrirá en nuestro interior apenas salgamos del cine. Lejos de la
gratificación vindicatoria que inspira la mímesis correctiva en Malditos
bastardos y Django desencadenado, el final de Érase una vez en Hollywood
nos deja con una melancolía sosegada, penetrante y duradera. Es que para el
espectador que habita simultáneamente el mundo de cuento de hadas y el
suyo cotidiano, el de la historia contemporánea, la salvación milagrosa de
Sharon Tate enfatiza con estridencia la realidad atroz de su muerte. Es el
final feliz más triste de la historia del cine y esta disonancia afectiva
confirma una vez más el poder que tiene el arte para crear mundos que
compiten en realidad con ese otro en el que respiramos y gozamos y
sufrimos y un buen día nos morimos.
EPÍLOGO
Era un lugar común en la antigua Grecia acusar a Homero y a los poetas en
general de ser grandes fabuladores (quizá «mitómanos» sería más
apropiado). Al respecto, escribe Eric Auerbach: «El reproche que a menudo
se ha hecho a Homero de ser mentiroso no rebaja en nada su eficiencia; no
tiene necesidad de copiar la verdad histórica pues su realidad es lo bastante
fuerte para envolvernos y captarnos por entero».64 Si el crítico alemán
resalta la eficiencia y la fuerza de la poesía frente a la «verdad histórica»
(sea ello lo que fuere) es porque comprende que el mundo creado por el
artista no compite en realidad ni con este, donde se desarrolla nuestra
cotidianidad, ni con aquel otro, inteligible e inmutable, del que según Platón
la esfera sensible es una copia imperfecta.
El mundo de la ficción no es más ni menos real, es real de otra manera.
El poeta se relaciona con la verdad histórica y el mundo de lo cotidiano
como el carpintero con la madera, o el escultor con el mármol. Es una
relación íntima y utilitaria; un matrimonio por conveniencia, pero no por
ello sin amor. El artista plástico manipula la materia prima, recorta,
desarma, reacomoda, agranda y reduce, labra, talla, pule y tornea como
mejor le parece. El poeta y el narrador hacen lo propio con la palabra. La
máxima que los guía es ese otro lugar común que dice: «Nunca dejes que la
verdad se interponga entre ti y una buena historia». Ello implica un cálculo
deliberado de parte del poeta, que decide faltar a la verdad histórica para
construir evidencia y, en vez, deformarla, maquillarla, pervertirla, mutilarla.
El poeta, por tanto, miente, pero no se miente, pues nunca olvida la máxima
con que George Costanza ilumina a Seinfeld cuando su amigo le pide que lo
entrene en el arte del engaño para pasar la prueba de un detector de
mentiras: «Jerry, just remember, it’s not a lie if you believe it».65
Quien se compenetra con la obra y se cree la mentira del artista tampoco
se miente a sí mismo. Nos creemos los cuentos no porque queremos, sino
porque podemos. La capacidad de compenetración es propia del ser humano
como son propias las facultades del lenguaje y la imaginación. Somos
anfibios capaces de respirar tanto en el mundo sensible como en los reinos
creados por el arte y por la fantasía. Pero, a diferencia de los animales que
alternan temporadas en la tierra y temporadas bajo el agua, o de aquellos
que cambian branquias por pulmones, el ser humano es capaz de habitar
ambos mundos simultáneamente. Esto le permite creer en los mundos que
inaugura el arte y habitarlos con asiduidad sin necesidad de reemplazar con
ellos el de su cotidianidad. En otras palabras, nos resulta perfectamente
natural compenetrarnos con la ficción sin necesidad de cortar el cordón
umbilical que nos conecta con el mundo. Y esto se debe a que la
característica que confiere a ambos mundos ese altísimo grado de verdad en
el que se funda nuestro vínculo es una y la misma, la evidencia. Ya se trate
de una película o de una novela, de una serie o de un cuento, siempre
estamos dispuestos a empezar una nueva partida en el juego de la ficción. Si
tan solo ejercitásemos la misma lucidez anfibia y lúdica con el rumor
infundado, el chisme jugoso, la teoría conspirativa o la noticia falsa del día,
otro gallo cantaría.
NOTAS
1
Jean de la Fontaine, «La laitière et le pot au lait», en Fables, Hachette,
París, 1895, p. 134: Quel esprit ne bat la campagne? Qui ne fait châteaux
en Espagne? [Las traducciones son propias, a menos que se indique lo
contrario.]
2
Esteban Peicovich, Borges el palabrista, Ediciones Libertarias,
Madrid, 1999, p. 38.
3
Hay otra manera de entender la obra de arte. En sus comentarios a La
Divina Comedia, Boccaccio dice que Giotto, gracias a su ingenio, crea
artificios similares a la naturaleza, lo cual quiere decir «hacer cosas que
tengan los mismos efectos (medesimi effetti) que aquellas creadas por la
naturaleza» (Giovanni Boccaccio, Esposizioni sopra la Comedia di Dante,
en Tutte le opere, vol. 6, ed. Vittore Branca, Mondadori, Milán, 1990, p.
554). Boccaccio está hablando de Giotto (y de Dante) en un mundo que
considera a la Naturaleza obra de Dios. Y, dado que en los efectos de las
cosas están sus causas, lo que logra la creación artística es emular la
creación divina produciendo mundos con el mayor grado posible de
evidencia. Muchos siglos después, Picasso diría que el pintor trabaja no
imitando los productos de la naturaleza, sino su manera de producir. Que el
arte crea a partir de sí mismo y no de la «realidad» no es una idea nueva.
Los poetas simbolistas la cantaron. Los estetas decadentistas la cristalizaron
en aforismos (art never expresses anything but itself, declara Vivian, uno de
los personajes de «La decadencia de la mentira», de Oscar Wilde). Los
formalistas rusos la diseccionaron. Los estructuralistas franceses la
erigieron en principio fundamental de la crítica literaria. «El texto literario
no entra en una relación referencial con el mundo», resume Todorov
glosando a Frye (Tzvetan Todorov, The Fantastic: A Structural Approach to
a Literary Genre, trad. Richard Howard, Cornell University Press, Ithaca,
1975, p. 10). Y «en la novela más realista, el referente no tiene “realidad”»,
proclama Barthes en S/Z (Roland Barthes, S/Z, trad. Richard Miller, Hill
and Wang, Nueva York, cap. XXXV, p. 80).
4
Eric Auerbach, Mimesis: La representación de la realidad en la
literatura universal, trad. I. Villanueva y E. Ímaz, Fondo de Cultura
Económica, Ciudad de México, 1996, p. 19.
5
E. H. Gombrich, Art and Illusion: A Study in the Psychology of
Pictorial Representation, Phaidon Press, Londres, 1960, p. 110.
6
Andréi Tarkovsky, Esculpir en el tiempo: reflexiones sobre el arte, la
estética y la poética del cine, trad. Enrique Banús Irusta, Ediciones Rialp,
Madrid, 2002, pp. 29-30.
7
E. H. Gombrich, «Meditations on a Hobby Horse, or the Roots of
Artistic Form», en Meditations on a Hobby Horse, University of Chicago
Press, Chicago, 1985, pp. 1-11. [Versión en español: E. H. Gombrich,
Meditaciones sobre un caballo de juguete, trad. José María Valverde,
Debate, Madrid, 1999.]
8
Si, de pronto, el palo se transformase en un caballo de carne y hueso,
enorme y fragante, macizo y palpitante, el niño se horrorizaría, señala
Gombrich. Ni hablar si se tratase del pequeño Hans…
9
Paul Ricœur, «La función hermenéutica del distanciamiento», en Del
texto a la acción: Ensayos de Hermenéutica II, trad. Pablo Corona, Fondo
de Cultura Económica, Buenos Aires, 2001, p. 107.
10
Frente a los detractores del cine como arte que no exige la
concentración y que, por ende, fomenta la distracción y el no pensamiento,
Benjamin rescata la dispersión como un estado de la conciencia que permite
apreciar en forma háptica obras de arte cinematográfico o arquitectónico.
Cf. Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica, trad. Andrés Weikert, Editorial Ítaca, Ciudad de México, 2003, pp.
92-95.
11
A esto se refiere Jean-Luc Nancy cuando dice que la evidencia
«impone y se lleva algo más que una verdad: una existencia». Cf. Jean-Luc
Nancy, L’évidence du film: Abbas Kiarostami, Yves Gevaert Publisher,
Bruselas, 2001, p. 45.
12
Max Imdahl, Giotto Arenafresken: Ikonographie, Ikonologie, Ikonic,
Wilhelm Fink Verlag, Múnich, 1980, p. 59.
13
A. E. Brinckmann, «Dante und die bildende Kunst», en Kunstchronik
und Kunstmarkt XXXII, 1921, pp. 898-903. Richard Offner, «Giotto, Non-
Giotto», en The Burlington Magazine for Connoisseurs, vol. 74, núm. 435
(junio de 1939), p. 260. Eugenio Battisti, «Giotto nel Trecento», en
Rinascimento e Barocco, Einaudi, Turín, 1960, p. 69.
14
Citado en Giotto: Bibliografia, ed. Christina de Benedictis, Roma,
1973.
15
Susan Sontag, «Godard’s Vivre Sa Vie», en Against Interpretation and
Other Essays, Picador, Nueva York, 1966, p. 198.
16
Edmund Husserl, Cartesianische Meditationen und Pariser Vorträge,
Husserliana, vol. 1, ed. S. Strasser, Martinus Njhoff, La Haya, 1973, p. 92.
Husserl también dirá que la verdad es el «correlato noemático» de la
evidencia.
17
Para un análisis exhaustivo de la evidencia en Husserl, ver Roberto
Walton, «Gnoseología», Teórico 5, 2000, p. 27.
18
Fernando Gil, Traité de l’évidence, Éditions Jérôme Millon, Grenoble,
1993, pp. 5, 16 y 19.
19
Cicero, Academica, The Loeb Classical Library, vol. 19, edición del
texto original y traducción al inglés H. Rackham, Harvard University Press,
Cambridge (MA), 1951. [Versión en español: Marco Tulio Cicerón,
Cuestiones académicas, trad. Julio Pimentel Álvarez, Bibliotheca
Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, UNAM, Ciudad de
México, 1980.]
20
Perspicuitas es un neologismo de Cicerón que aparece aquí por
primera vez. El término será el tema central del cuarto capítulo.
21
Para la historia de la noción de enárgeia, véase: Perrine Galand-
Hallyn, Les yeux de l’éloquence: Poétiques humanistes de l’évidence,
Paradigme, Orleans, 1995; Heinrich F. Plett, Enargeia in Classical
Antiquity and the Early Modern Age: The Aesthetics of Evidence, Brill,
Leiden, 2012; Claude Calame, «Quand dire c’est faire voir: L’évidence dans
la rhetorique Antique», en Études de Lettres, vol. 4, 1991, pp. 3-22. Resume
Calame: «La enárgeia es, por lo tanto, el modo privilegiado de la
manifestación sensible, el efecto del conocimiento empírico inmediato, el
criterio de la verdad objetiva, esencialmente por medio de la vista» (p. 8).
22
A partir de la distinción que traza Lúculo entre lo evidente, o
perspicuo, y lo inane, o fatuo (perspicua et inania), se deduce que por
medio de la evidencia el arte es capaz de inaugurar una dimensión cuyo
valor de realidad es comparable con el del mundo de las cosas. Nadie que
no esté loco es incapaz de diferenciar una impresión sensible, perspicua, de
una fantasía, o de un sueño, dice Lúculo (2.16.51).
23
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido: La fugitiva, trad.
Consuelo Berges, Alianza Editorial, Madrid, 2001, p. 270.
24
Jean-Luc Nancy, op. cit., p. 43.
25
Entiendo por «háptico» un conjunto de sentidos normalmente
asociados con el tacto: la exterocepción, intracepción y propiocepción, el
equilibrio, el sentido vestibular, la sensación de equilibrio y varias formas
de sinestesia. Más sobre esto en: Pablo Maurette, El sentido olvidado:
ensayos sobre el tacto, Mardulce, Buenos Aires, 2015, cap. 1.
26
Paul Ricoeur, «Acerca de la interpretación», en Del texto a la acción,
trad. Pablo Corona, FCE, Buenos Aires, 2001, p.18.
27
Julio Cortázar, «Continuidad de los parques», en Final del juego,
Sudamericana, Buenos Aires, 1968, pp. 9-11.
28
Clottes explica estos conceptos en La cueva de los sueños olvidados
(dir. Werner Herzog, 2010).
29
Hay una escena en Stalker (dir. Andréi Tarkovsky, URSS, 1979) que
muestra a los tres protagonistas montados en una zorra yendo a la Zona, un
área de acceso restringido en la que las leyes espacio-temporales que rigen
el mundo «real» no tienen vigencia. La escena dura unos cinco minutos
durante los cuales la cámara acompaña el movimiento lento de la zorra
pegada a los personajes, mientras que el paisaje que atraviesan está en el
trasfondo fuera de foco. De un momento a otro, sin darnos cuenta,
atravesamos la frontera y entramos en la Zona. El pasaje del mundo «real»,
que Tarkovsky presenta como una distopía postindustrial en sepia, al
universo paralelo, silvestre, sembrado de ruinas y a todo color (un locus
amoenus profundamente melancólico), se produce sin escalas ni
interrupciones. La continuidad entre mundos recuerda la geografía fluida de
«Continuidad de los parques».
30
Todo este pasaje recuerda al capítulo 23 de Extraños en un tren
(1950), en el que Patricia Highsmith describe la irrupción de Guy en la casa
de Bruno. Guy se dispone a matar al padre de Bruno y, a medida que
avanza, va escuchando en su cabeza la descripción de la casa y las
intrucciones del propio Bruno.
31
Cantaba Dominique Grange en Chacun de vous est concerné, uno de
los himnos del Mayo francés: «Même si vous vous en foutez, chacun de
vous est concerné» (Aunque os importe un carajo, esto concierne a cada
uno de ustedes). En su versión al italiano, Fabrizio de André (Canzone del
Maggio) traduce: «Anche se voi vi credete assolti, siete lo stesso coinvolti»
(Aunque se consideren absueltos, de todos modos, están involucrados).
32
«Sur Jean de Léry: Entretien avec Claude Lévi-Strauss», en Jean de
Léry, Histoire d’un voyage faict en la terre du Brésil, ed. Frank Lestringant,
Le Livre de Poche, París, 1994, pp. 6-7.
33
Cicerón, Cuestiones académicas, 2.6.17; 2.12.38; 2.14.45.
34
Quintiliano, De institutio oratoria, ed. Donald A. Russell, Loeb
Classical Library, Cambridge, 2001, Libro 8.15, pp. 317-318.
35
Quintiliano, op. cit., 8.2, pp. 336-337.
36
Heinrich Lausberg, Handbook of Literary Rhetoric: A Foundation for
Literary Study, trad. al inglés por Matthew T. Bliss, Annemiek Jansen y
David E. Orton, Brill, Leiden, 1998, pp. 240 y ss.
37
Leon Battista Alberti, De pictura (Redazione Volgare), edición a
cargo de Lucia Bertolini, Polistampa, Florencia, 2011, p. 237.
38
Roland Barthes, op. cit., p. 54.
39
Erwin Panofsky, Perspective as Symbolic Form, trad. al inglés y
edición anotada de Christopher Wood, Zone Books, Nueva York, 1997, p.
75, nota 3.
40
Panofsky, op. cit., pp. 67-68. Jurgis Baltrušaitis, Anamorphic Art, trad.
al inglés W. J. Strachan, Harry N. Abrams Inc., Nueva York, 1977, p. 4.
Hubert Damisch, L’origine de la perspective, Flammarion, París, 1987, p.
140.
41
Antonio di Tuccio Manetti, The Life of Brunelleschi, trad. al inglés
Catherine Enggass, ed. del texto original Howard Saalman, Penn State
University Press, Londres, 1970, p. 43. Damisch llama la atención sobre el
hecho notable de que el dibujo original de Brunelleschi no se conserva y
solo lo conocemos a través de una descripción, es decir gracias a una
écfrasis (cf. Damisch, pp. 91-92).
42
Piero della Francesca, De prospectiva pingendi, ed. G. Nicco Fasola,
Sansoni, Florencia, 1942, p. 129.
43
Leonardo Da Vinci, Paragone: A critical Interpretation with a New
Edition of the Text in the Codex Urbinas, ed. Claire Farago, Brill, Leiden,
1992, pp. 285-287 (parágrafo 46).
44
Carlo Ginzburg, «Descripción y cita», en El hilo y las huellas: Lo
verdadero, lo falso, lo ficticio, trad. Luciano Padilla López, Fondo de
Cultura Económica, Buenos Aires, 2010, p. 25.
45
Ginzburg, op. cit., pp. 29-30.
46
Roland Barthes, «El discurso de la historia», en El susurro del
lenguaje: Más allá de la palabra y la escritura, trad. C. Fernández
Medrano, Paidós, Madrid, 1999, pp. 163-177.
47
Francesco Robortello, In librum Aristotelis de arte poetica
explicationes, Wilhelm Fink Verlag, Múnich, 1969, p. 155. En sus notas a
este pasaje, Robortello cita aquel texto de Quintiliano en el que el orador se
mofa del pedagogo que celebraba la oscuridad en el discurso.
48
Sir Philip Sidney, Defensa de la poesía, trad. Lucas Margarit,
Ediciones Winograd, Buenos Aires, 2014, p. 72.
49
Cf. James Gibson, «El campo visual y el mundo visual», en La
percepción del mundo visual, Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1974.
50
André Bazin, «La evolución del lenguaje cinematográfico», en ¿Qué
es el cine?, trad. José Luis López Muñoz, Ediciones Rialp, Madrid, 2001,
pp. 81-100. En «La ontología de la imagen fotográfica», Bazin argumenta
que el descubrimiento de Brunelleschi marca un punto de inflexión para las
artes visuales a partir del cual pueden optar entre reproducir el mundo de la
manera más realista posible o concentrarse en la dimensión simbólica y/o
espiritual de la obra. Según Bazin, la invención del cinematógrafo
representa para las artes visuales la liberación definitiva del yugo del
realismo.
51
En una entrevista de 1985 con José Luis Castiñeiras, Claude Lévi-
Strauss habla de la relación entre el cine y la etnología: «Yo le otorgo al
cine una importancia muy grande. Imagínese una película de 10 o 15
minutos rodada en la Roma o Grecia antiguas, una calle de Atenas unos
siglos antes de Cristo. Todas nuestras ideas sobre la Antigüedad se
encontrarían sin duda profundamente cambiadas».
52
Cuando Robbie saca la entrada para ir a ver Las demoledoras no
puede contenerse y se presenta ante la empleada de la boletería como una
de las actrices de la película. La mujer no la reconoce, pero tampoco puede
contenerse y le pide una foto. Robbie posa encantada, pero en el último
momento la mujer le pide que se ubique frente al afiche del film, así queda
claro que se trata de la misma persona.
53
Monjeau se pregunta por el espectador que ignora la historia de los
crímenes del clan Manson; lo llama «espectador ingenuo» y lo distingue del
«espectador sentimental», que conoce la historia y aguarda con ansiedad el
final. Las reacciones emocionales de ambos durante la película, argumenta
convincentemente Monjeau, no pueden ser más distintas. Cf. Eugenio
Monjeau, «El mejor de los mundos imposibles: Sobre Once Upon a Time in
Hollywood de Quentin Tarantino», en De primera especial. Boletín semanal
de arbitrariedades, núm. 8 (27 de mayo de 2020, online).
54
Max Horkheimer y Theodor Adorno, «La industria cultural:
Ilustración como engaño de masas», en La dialéctica de la ilustración.
Fragmentos filosóficos, trad. Juan José Sánchez, Trotta, Madrid, 1998, p.
171. Como señala Martin Jay, en sus últimos años Adorno reconsidera sus
ideas sobre el cine. En un ensayo publicado en 1966, «Transparencias del
film», admite que hay cine que escapa a las garras de la industria cultural y
menciona a autores como Alexander Kluge y Volker Schlöndorff. Cf.
Martin Jay, Adorno, Harvard University Press, Cambridge, 1984, p. 127.
Cabe también mencionar el ejemplo de Roland Barthes que, en «Al salir del
cine» describe la experiencia de ir al cine como una forma de hipnosis de la
que es preferible despertar (citado en Vicente Monroy, Contra la cinefilia:
historia de un romance exagerado, Clave Intelectual, Madrid, 2020, pp.
125-127).
55
Jean-Luc Nancy, op. cit., p. 15.
56
Otro dúo digno de mención es Roman Polanski-Jay Sebring, marido y
exnovio de Sharon Tate. El parecido físico entre ambos se discute
abiertamente en la película y el espectador más enterado sabe que mientras
que Polanski se salvó de la masacre (estaba en Londres), Sebring murió
acuchillado en su lugar junto con Tate y otros dos amigos. Pero esta pareja
tiene a su vez un doble en el mismísimo Charles Manson, a quien vemos en
una sola escena, cuando visita la casa de Tate y Polanski en busca de Terry
Melcher (hijo de Doris Day y ex allegado al clan que vivía ahí y de quien se
cree que abandonó la casa sin avisarle a Manson precisamente porque
estaba huyendo de él). Esta escena está basada en hechos reales. Manson
realmente visitó la casa del 10050 de Cielo Drive meses antes de la
masacre, aunque el que lo recibió no fue Sebring sino otro amigo de Tate, el
fotógrafo iraní Shahrokh Hatami. Al igual que Polanski y Sebring, Manson
es flaco, de baja estatura y fisionomía taciturna, morocho y aniñado.
57
«In the beginning was the land, motion pictures came later», dice uno
de los personajes de En un lugar solitario (dir. Nicholas Ray, 1950).
58
Algo similar señala McLuhan sobre la obsesión de la Italia
renacentista con la Antigüedad como origen legitimador y, a la vez, puro
decorado: «La Italia del Renacimiento se convirtió en una especie de
colección de decorados hollywoodienses de la Antigüedad, y la nueva
afición del Renacimiento a las antigüedades habilitó un acceso al poder para
los hombres de todas las clases». Ver Marshall McLuhan, La Galaxia
Gutenberg, trad. Juan Novella, ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 1993,
p.179.
59
Hasta el día de hoy, para la élite hollywoodiense, vivir detrás de las
colinas, en el Valle de San Fernando, es como vivir en otro planeta. Van
Nuys en particular, un barrio del norte de la ciudad, es un sitio inusualmente
inhóspito al que no llega la brisa del Pacífico y tiene las temperaturas más
altas de todo Los Ángeles. Tras un par de décadas de bonanza gracias a la
industria militar y aeronáutica, a fines de la década de 1960 Van Nuys entró
en una espiral de decadencia. Un detalle de interés es que uno de los pocos
habitantes célebres del barrio fue Natalie Wood, en quien probablemente
esté inspirada la historia de la exmujer de Cliff, muerta en circunstancias
dudosas durante un paseo en barco.
60
Bogdanovich también anticipa a Tarantino en su técnica de
reproducción de la ciudad, entonces contemporánea, a través de largas
tomas en auto musicalizadas por la radio, en el retrato de una ciudad
completamente dominada por el cine, la radio y la TV. Pero hay otro detalle
fascinante que conecta a ambos films: en una escena encontramos a Byron
Orlok (Boris Karloff) viendo una antigua película suya (The Criminal Code,
de 1930, dirigida por Howard Hawks y con Boris Karloff). Esto nos remite
a la escena de Margot Robbie viendo Las demoledoras. También en este
desdoblamiento lúdico y autoconsciente como estrategia para producir el
efecto de lo perspicuo, el debut de Bogdanovich se destaca como modelo de
Érase una vez en Hollywood.
61
En la técnica de la perspectiva lineal, es decir, en una reproducción en
dos dimensiones, el punto de fuga es aquel hacia el que se orientan y en el
que convergen las potencialmente infinitas líneas oblicuas que en un
espacio tridimensional serían paralelas.
62
Joan Didion, The White Album, Farrar, Strauss and Giroux, Nueva
York, 1979, p. 42.
63
«… and declared that of all forms of art, only film could show the
remote horizons of dreams as a habitable country and, at the same time,
could turn familiar landscapes into a vague scenery fit only for dreams.»
Cf. Gerald Murnane, The Plains, Western Michigan University Press, 2003,
p. 54.
64
Auerbach, op. cit., p. 19.
65
Seinfeld, temporada 6, episodio 16 («The Beard»), NBC, 9 de febrero
de 1995.

También podría gustarte