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LA VIDA DEL BUSCÓN

De Francisco de Quevedo
LIBRO PRIMERO

Capítulo I: En que cuenta quién es y de dónde

El capítulo se abre con una presentación en primera persona del protagonista, don Pablos, oriundo de Segovia, que,
dirigiéndose a un señor, se dispone a contarle su historia de vida. Su padre fue Clemente, un barbero que, para
enaltecer su profesión, decía ser un “sastre de barbas” (21). Su madre fue Aldonza de San Pedro, una mujer muy
hermosa, celebrada por los copleros de España, que hacía alarde de los apellidos de sus antepasados para hacer
frente a quienes ponían en duda su cristiandad.

Las malas lenguas, cuenta Pablos, decían que su padre era ladrón y que su hermano de siete años, mientras aquel
atendía a su clientes en la barbería, les robaba el dinero de sus bolsillos. Ese hermano suyo murió luego en la cárcel,
producto de los azotes que le dieron. Su padre estuvo preso un tiempo, pero Pablos siente orgullo, pues sabe que
salió de manera honrosa.

Sobre su madre, cuenta con poco entendimiento que muchos la consideraban una bruja, lo cual estuvo a punto de
convertirse en hecho público. También decían que era prostituta. Su habitación, donde solo ella entraba, estaba llena
de calaveras y sogas de ahorcado.

Desde pequeño, sus padres discutían sobre cuál habría de ser su profesión. Su padre le hablaba bien del trabajo de
ladrón, diciendo que quien no hurta en el mundo, no vive. Agregaba que los alguaciles y los jueces aborrecen a los
ladrones, los persiguen y los castigan porque no quieren que haya otros ladrones más que ellos mismos y sus
ministros. Aconsejaba a su hijo seguir ese camino, con el que él se vanagloriaba de haber mantenido a su familia. Por
su parte, su madre se lamentaba de que su hijo no quisiera ser brujo, y aseguraba que ella era la que había sostenido
a la familia, salvando a Clemente de sus delitos, dándole, por ejemplo, pociones para que él no confesara.

Ante esas discusiones, el narrador les dice que él quiere aprender virtudes y seguir sus buenos pensamientos. Por
eso, les pide que lo manden a la escuela, para aprender a leer y escribir. Luego de resistirse un rato, sus padres
acceden. El narrador agradece a Dios por tener padres tan hábiles y cuidadosos de su bienestar.

Capítulo 2: De cómo fui a la escuela y lo que en ella me sucedió

Don Pablos comienza a ir a la escuela, donde se gana la simpatía del maestro, que lo cree un chico inteligente. Allí
estudia con hijos de caballeros y personas importantes, y se hace amigo de don Diego, hijo de don Alonso Coronel de
Zúñiga. El trato favorable que recibe del maestro genera la envidia de sus compañeros, que le ponen apodos
burlones y despectivos que refieren a su padre y a su madre.

Pablos intenta disimular su sufrimiento, hasta que, un día, un compañero le dice que su madre es una puta y
hechicera, y él le arroja una piedra. Al contárselo a su madre, esta lo felicita, aunque admite que esos dichos son
verdaderos. El chico se horroriza y le pregunta si él es hijo de su padre, pero la mujer solo se ríe. Pablos, avergonzado,
decide que, en cuanto pueda, se irá de su casa.

El protagonista y don Diego se hacen muy amigos. En una oportunidad, ven pasar por la calle a un hombre llamado
Poncio de Aguirre, que tiene fama de ser judío converso, y don Diego desafía a Pablos a que lo llame “Poncio Pilato”
(27). Don Pablos lo hace y el hombre comienza a perseguirlo furiosamente, con un cuchillo en la mano. Él corre hacia
la casa de su maestro, que lo defiende ante el judío, pero luego lo castiga con azotes, haciéndole prometer que no
volverá a pronunciar más aquel nombre.

En otra ocasión, con motivo del carnaval de Carnestolendas, a Pablos le toca ser rey de gallos, y debe desfilar a
caballo con el fin de cortarle el cuello a un gallo. Pero el caballo que le toca está hambriento y arrebata un repollo de
una verdulería. La verdulera comienza a gritar y acuden en su ayuda un grupo de comerciantes que se alzan contra el
chico y le arrojan verduras, hasta hacerlo caer del caballo en un charco de lodo y suciedad. El caballo muere en esa
caída. Llega la policía y se lo quieren llevar a la cárcel, pero, al encontrarlo tan sucio, no se animan a agarrarlo y lo
dejan ir.
En su casa, sus padres lo reprenden y maltratan. Luego, él se dirige a lo de don Diego, cuyos padres acaban de decidir
no mandarlo más a la escuela. Viendo el caos que se ha generado, don Pablos decide abandonar también la escuela y
su casa, y quedarse en compañía de don Diego, para servirlo. Envía a sus padres una carta de despedida, en la que
asegura que, para cumplir su deseo de ser caballero, es mejor escribir mal, de modo que renuncia a la escuela y a su
casa, para evitarles más gastos y problemas.

Análisis

Ambientada en la España del siglo XVII, La vida del Buscón es una novela que pertenece al género narrativo de la
picaresca. Presenta un relato en primera persona de un pícaro, don Pablos o “el buscón”, que se propone contar desde
un presente de enunciación los sucesos de su vida pasada. Se dirige a una segunda persona a la que interpela
llamándola “señor” o “Vuestra Merced”, tratamiento de respeto que se usa para referirse a una persona de una posición
social superior a la propia. El relato de Pablos reconstruye una serie de peripecias que él ha vivido a lo largo de esa
búsqueda que ha sido su vida. En suma, Pablos se ha dedicado a buscar, en los viajes que lo llevaron por distintas
ciudades españolas, el modo de dejar atrás su origen humilde y vil, y de convertirse en un caballero. Pero esa búsqueda
de ascenso social es infructuosa, porque Pablos no dejará de ser nunca un pícaro miserable. En efecto, tal como indica el
título, es un “buscón”, término que refiere a una persona que hurta y engaña.

Desde el primer capítulo se percibe el tono irónico y jocoso que predominará a lo largo de toda la novela. Lo trágico de
las peripecias que Pablos narra se nutre del tono liviano que usa él para narrarlas, o del efecto humorístico que provoca
su falta de entendimiento de algunos asuntos serios. El clima resultante del relato no es dramático, entonces, a pesar de
la crudeza de algunos de sus contenidos (por ejemplo, Pablos cuenta livianamente que su hermano de siete años murió
por los azotes que le dieron en la cárcel luego de ayudar a su padre a robar), sino humorístico. Con este tono, Quevedo
podrá hacer en su novela una crítica fría y despiadada a la sociedad española y sus instituciones corruptas, y un retrato
cruel y distante de pobres, desheredados y delincuentes, sin ningún gesto de compasión ni moralismo.

Lo humorístico se instala desde el comienzo, en la picardía de los padres de Pablos, evocada en el primer capítulo.
Clemente, para enaltecer su profesión de barbero, dice que es “sastre de barbas” (21), eufemismo que no hace más que
ridiculizarlo. Aldonza, cuando Pablos le cuenta de las burlas que recibe por ella en la escuela, confirma livianamente que
es prostituta y se burla de su hijo cuando él le pregunta si Clemente es su padre biológico. El efecto risible también se
desprende de la falta de entendimiento de Pablos al reconstruir su historia, lo cual da lugar a numerosas ironías
dramáticas, en las que el lector comprende más de lo que el personaje ve. Por ejemplo, Pablos narra con orgullo que su
padre salió “con tanta honra” (22) de la cárcel, ya que fue acompañado por doscientos cardenales, pero a los que no
llamaban “señoría” (22). Enseguida una nota al pie interviene para frustrar esa expectativa y aclarar el equívoco,
eligiendo otra acepción del término: estos cardenales aludidos no son funcionarios de la Iglesia, sino moretones
producto de los azotes del verdugo. La nota agrega también que el paseo de Clemente no tenía nada de épico, como
retrata Pablos, sino que era una exposición a la vergüenza pública.

Así, la novela superpone a la voz narrativa de Pablos otra voz, la del narrador de las notas al pie. Se trata de una voz que
ostenta un nivel de lengua menos vulgar que el de Pablos, más culto, y que evidencia un mayor entendimiento que el
del protagonista, lo cual permite a esa voz comentar y aclarar al lector los equívocos producidos por el discurso del
narrador principal. Con estas aclaraciones, el relato de Pablos queda ridiculizado, y el lector deduce que su relato es, por
lo menos, dudoso.

Muchas veces, el humor surge de ocurrencias discursivas de Pablos que no son voluntarias, sino producto de su
inocencia o de su ignorancia. Así, por ejemplo, dice que durante el carnaval se sube a un “caballo ético”, pero la voz de la
nota al pie explica que el chico quiso decir “tísico” (28). Lo humorístico surge de la distancia que hay entre los
conocimientos del enunciador y los del lector, que son mayores. Además, será un recurso recurrente de la novela que la
falta de entendimiento de Pablos dé lugar a malentendidos y situaciones patéticas, dignas de risa. Otras veces, el humor
brota de expresiones chistosas que Pablo elige, como cuando, para caracterizar el ataque de los verduleros, habla de
“batalla nabal” (29) y no naval, pues no involucra naves sino verduras, como nabos.

Los padres del buscón parecen preocuparse por garantizar un buen destino para su hijo, pero sus ideas distan mucho de
lo que se considera honrado. El padre lo insta a ser un ladrón como él, argumentando que los alguaciles y los jueces solo
persiguen a ladrones porque “no querrían que, adonde están, hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros” (23), y
su madre quiere que sea brujo. En esas discusiones iniciales por su futuro, Pablos expone cuál es su deseo personal, el
cual signará su recorrido a la largo de la novela: quiere aprender las virtudes y seguir sus buenos pensamientos. Por eso,
en primera instancia, les pide a sus padres que lo manden a la escuela, “pues sin leer ni escribir no se podía hacer nada”
(24), y cuando se pone en duda la paternidad de Clemente, Pablos planea irse de su casa, pues se siente avergonzado de
su origen espurio. En este sentido, la búsqueda de Pablos se orientará a alejarse de ese origen y buscar un futuro
honrado, aspirando a convertirse en un caballero. No obstante, la novela parece responder a una idea determinista: el
pícaro, a pesar de sus intentos por ascender socialmente, está determinado por su origen bajo y por los delitos y la
deshonra de sus padres. Así, todo intento de progresar será frustrado y jamás podrá dejar de ser un pícaro.

En la escuela, Pablos conoce a don Diego, un personaje importante en su vida, con quien atravesará varias travesuras.
Diego es un muchacho proveniente de una clase social más alta que la de Pablos, y su amistad no será simétrica. De
hecho, Diego terminará tomándolo como criado, y será responsable en la caída en desgracia de Pablos. En estos
capítulos, Diego desafía a Pablos a llamar “Poncio Pilato” a un judío converso, lo cual significa una grave ofensa. Poncio
Pilato fue gobernador de Judea entre los años 26 d. C. y 36 d. C, y en la Biblia es presentado como el responsable de
ordenar el suplicio y la crucifixión de Cristo. Con esta alusión bíblica, la novela da cuenta de un signo de época: el odio y
la discriminación a los judíos y a sus descendientes, propia de la sociedad del Siglo de Oro en la que Quevedo estaba
inscripto. Durante el siglo XVII, se experimentaba en España una mirada despectiva sobre los cristianos nuevos, esto es,
los judíos conversos al cristianismo, pues se los consideraba una amenaza a la cristiandad. Quevedo, proveniente de una
familia noble y cristiana vieja, encarna en su novela los prejuicios con los que se caracterizaba a los nuevos cristianos,
por considerarlos aún judíos: eran descritos como viles, maliciosos, arrogantes, usureros, de sangre impura.

Muchos de los personajes de El Buscón son cristianos nuevos, descendientes de judíos. La propia madre del
protagonista, Aldonza, es sospechada de su impureza: “Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja…” (21). Eso
implica que Pablos es también descendiente de judíos y, por lo tanto, de sangre impura. En oposición, don Diego y su
familia representan el arquetipo de conversos encumbrados que han sabido -a pesar de sus orígenes- infiltrarse e
integrarse en los círculos nobiliarios. En este sentido, el desafío que Diego impone a Pablos, llamando “Poncio Pilato” al
vecino, es asimismo una afrenta para Pablos y su familia.

El capítulo II es anticipo de la serie de peripecias que Pablos protagonizará a lo largo de la novela, muchas de ellas,
experiencias fallidas en las que terminará sufriendo maltratos, burlas y vejaciones injustas, que no siempre merece. Esto
también constituye un motivo de la novela picaresca: la falta de suerte que acompaña al pícaro, quien debe salir
adelante sin el favor de nadie. Así, por ejemplo, en el carnaval lo nombran rey del juego de gallos, pero el resultado,
irónicamente, es muy contrario al esperado: su caballo muere, lo atacan, se cae en lodo, casi termina encarcelado, su
familia lo maltrata y Diego abandona la escuela. Simbólicamente, el joven pasa de ser rey a caer a lo más bajo. De todas
formas, el pícaro de esta novela no es un inocente, sino que también irá aprendiendo a responder a esa injusticia con
mentiras y delitos.

Como resultado de estos altercados, don Pablos decide abandonar la escuela y su casa, y dedicarse a servir a Diego. Su
aspiración de aprender a leer y escribir, esbozada al final del primer capítulo, cambia rotundamente hacia el final del
segundo: “para mi intento de ser caballero lo que se requería era escribir mal” (30). Una vez más, Pablos insiste en su
deseo de convertirse en un caballero, y de esa búsqueda se tratará su recorrido por la novela.

Capítulo III: De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel

El padre de don Diego, don Alonso, dispone enviar a su hijo a un pupilaje en Segovia. El lugar está a cargo del
licenciado Cabra, un clérigo extremadamente pobre que se encarga de criar hijos de caballeros. Don Pablos es
enviado también para servir a Diego.

Al llegar al pupilaje, Pablos observa la miseria del lugar. A la hora del almuerzo, ve que todos los que viven allí están
flacos y desnutridos. Los primeros en comer son los caballeros, mientras los criados observan. La comida es escasa y
de muy mal aspecto, pero Cabra se jacta de ella como si se tratara de un banquete. Cuando los caballeros terminan
de comer, aún hambrientos, Cabra les indica que hagan lugar a los criados, porque ellos también merecen comer.
Pablos observa con sorna que solo han quedado mendrugos, un pellejo y unos huesos, y no puede evitar largar una
carcajada cuando el clérigo aconseja a los caballeros que vayan a hacer ejercicio para bajar la comida. Ante su burla,
Cabra se enoja y le dice a Pablos que debe aprender a ser modesto.

Los criados se sientan a la mesa y se pelean por los miserables restos de comida. En eso vuelve a intervenir Cabra y
les ordena que se comporten, pues hay comida suficiente para todos. Pablos ve que uno de los criados, ya tan
desacostumbrado a comer, intenta ingerir la comida por los ojos.
Una vez que ha terminado de comer lo poco que encuentra, Pablos pregunta dónde está el baño, y uno de los
residentes le responde que allí no hay letrinas, pues, como no comen nada, no son necesarias. El hombre le asegura
que en toda su estadía allí nunca sintió necesidad de evacuar, y entonces Pablos, apenado, decide no vaciar su
cuerpo de lo único que le queda.

Durante la cena se repite una situación igual de penosa. Es tal la miseria que, para optimizar la comida, remojan un
pedazo de tocino para dar gusto a un caldo y guardan su carne para otro día. Negando el hambre, Cabra les dice que
es saludable para el cuerpo comer poco y elogia la dieta, pues libra a los dioses del sueño pesado. Ante eso, el
narrador señala que lo único con lo que ellos pueden soñar es, justamente, con comida. Don Diego le dice a Pablos
que le pedirá a su padre que los saque de allí, y él responde que sospecha que ellos ya están muertos y son ánimas
en el Purgatorio.

Cabra contrata a una vieja para cocinar, luego de haber encontrado al cocinero con migas de pan en su ropa. La vieja
es sorda y ciega, y hace estragos con la comida, arrojando insectos, palos y estopas para hacer bulto en la sopa. En
una oportunidad, se le rompe un rosario sobre el caldo; todos creen que las cuentas son garbanzos negros y, al
morderlas, don Diego pierde un diente.

Un día, uno de los pupilos cae enfermo y, por no gastar, Cabra se abstiene de llamar a un médico, hasta que ya es
tarde y el chico muere. Se divulga por el pueblo esa atrocidad, y la noticia llega hasta don Alonso Coronel, que por fin
atiende a las quejas de Diego y Pablos. Para entonces, los dos jóvenes ya están en un estado miserable, y cuando don
Alonso va a buscarlos para sacarlos de allí, no los reconoce.

Capítulo IV: De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares

Pablos y Diego están en grave estado de desnutrición, y descansan en lo de don Alonso hasta recobrar las fuerzas. Los
dos jóvenes agradecen haber sido rescatados de las torturas de Cabra, y le cuentan a don Alonso las penas que aquel
les hizo sufrir, pasando un hambre brutal.

A los tres meses, don Alonso decide mandar a don Diego a Alcalá, a estudiar lo que le falta de Gramática, y le ofrece a
don Pablos acompañarlo. Ávido de alejarse de los horrores vividos con Cabra, Pablos acepta viajar sirviendo a Diego.
Don Alonso les ofrece un criado como mayordomo, y los tres se suben a un carro rumbo a Alcalá.

A la medianoche llegan a la venta de Viveros, donde los recibe el ventero, un morisco ladrón que les pregunta si van a
estudiar. Al entrar al establecimiento, se encuentran a dos rufianes con unas mujercillas, un cura, un viejo mercader y
dos estudiantes ávidos de comer. Don Diego le pide al ventero algo de comer para él y sus criados, a lo que los
rufianes responden que todos ellos son criados suyos también, dispuestos a servirlo, y ordenan al ventero que les
entregue toda su despensa.

Entretanto, una de las mujeres le pregunta a Pablos si están yendo a estudiar. Cuando el joven menciona el nombre
de su amo, uno de los estudiantes se acerca llorando a don Diego y le da un abrazo, asegurando que son parientes
que no se ven desde que Diego era pequeño. En eso, el ventero les acerca comida y Diego, por cortesía, invita a los
estudiantes a comer. Los rufianes se dan por aludidos y ponen sillas para todos, obligando a Diego a invitarlos a ellos,
a las mujeres y al cura también. Todos comen ávidamente, sobre todo el cura, y Diego, que apenas logra comer algo,
se lamenta al ver que todos se aprovechan de él. Los rufianes, con la boca llena, le indican a don Diego que no cene
demasiado, porque le hará mal.

Pablos, al ver cómo todos se disponen a comer, teme lo peor: que se acabe la comida antes de que él pueda comer.
Efectivamente, se comen todo, y uno de los rufianes ofrece falsamente pagar la comida de los criados. Sin embargo,
lo detiene el estudiante que dice ser primo de Diego y, fingiendo reprimir la descortesía del rufián que ha
desmerecido la jerarquía de don Diego, obliga a este último a cubrir esos gastos también.

Luego de cenar, el supuesto pariente de Diego observa dormir al mercader, un hombre avaro que, a pesar de su
riqueza, no ha comido nada de la venta, y decide montarle una broma: le vacía todas las alforjas llenas de comida,
rellenándolas con piedras, y la bota de vino, rellenándola con lana y estopa. Al día siguiente, el viejo mercader
intenta levantarse pero no lo logra, a causa del peso. El ventero, conocedor de la burla, lo trata de avaro, por llevar
tan cargadas sus alforjas. El mercader intenta comer su alimento y casi pierde un diente al morder la piedra;
buscando enjuagarse la boca con vino, se encuentra con la estopa y la lana. Los demás se le acercan y le hacen creer
que está endemoniado, hasta que, al fin, se echan a reír, exponiendo la burla que han montado.

Finalmente, Diego y Pablos cargan su carro y, ni bien emprenden viaje, escuchan a los demás, que se ríen de su
inocencia y confiesan las burlas y mentiras que les han hecho. El estudiante le advierte a Diego que, la próxima vez,
reaccione a tiempo cuando otros se aprovechen de él.

ANÁLISIS

Para sumar a la serie de eventos desafortunados, estos dos capítulos relatan dos experiencias significativas en la vida de
Pablos: el paso por el pupilaje, quizás la etapa más traumática en su vida, pues casi muere de desnutrición, y la salida al
mundo de Pablos y Diego, que se enfrentan por primera vez a gente que los engaña y se aprovecha de ellos. En ambos
escenarios, el tema central es la disputa por la comida.

La experiencia en el pupilaje es horrorosa. El mayor padecimiento allí es el hambre, representada de manera


hiperbólica: la miseria es tal que Cabra aplica las estrategias más extremas de ahorro: se sirven caldos de pellejos y
huesos, se reutiliza un mismo pedazo de carne para varias comidas, y los guisos se rellenan con insectos, palos y estopa.
El hambre es tal que ni siquiera hay letrinas, porque como allí nadie come, no son necesarias: “aquí estoy dos meses ha,
y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como ahora vos, de lo que cené en mi casa la noche antes” (35), le dice a
Pablos uno de los residentes. Ante ello, el joven elige no defecar para no vaciarse. Llega un punto en que su deterioro es
tal, que Pablos cree que él y su amo ya están muertos y son ánimas en el Purgatorio: “Señor, ¿sabéis de cierto si estamos
vivos?” (35), le pregunta a don Diego una noche.

Don Pablos admite que la penosa situación vivida en el pupilaje le generó mucha tristeza y pena. Sin embargo, una vez
más, a pesar de lo trágico de su contenido, el relato mantiene el tono humorístico y burlón, y hay giros muy elocuentes,
como juegos de palabras chistosos: “cenamos mucho menos, y no carnero, sino un poco del nombre del maestro: cabra
asada” (35). También se exhibe el humor en la descripción caricaturesca de Cabra: “los ojos avecindados en el cogote,
que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros”; “la nariz, entre Roma y Francia”; “las barbas
descoloridas del miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas” (32); y en la
descripción de la escasa comida que reciben, se dice que el caldo era tan claro “que en comer una de ellas peligrara
Narciso más que en la fuente” (33). En esta última descripción, el narrador alude al mito griego de Narciso, según el cual
un joven de impresionante belleza y vanidad se enamoró de su propia imagen reflejada en el agua y murió ahogado, al
arrojarse absorto por su propia hermosura. A través de esta alusión, el narrador describe humorísticamente el caldo del
pupilaje: es tan transparente, porque lleva tan poca comida, que Narciso podría reflejarse en él mejor que en la fuente
de agua del mito.

La actitud de Cabra es negadora e hipócrita, pues justifica la miseria después de haber comido antes que sus pupilos: “Es
cosa saludable -decía- cenar poco, para tener el estómago desocupado” (35). Don Pablos deja en evidencia su
inteligencia al notar que eso es solo una excusa del maestro, y distingue lo contradictorio de su discurso: “Decía
alabanzas de la dieta, y que se ahorraba un hombre de sueños pesados, sabiendo que, en su casa, no se podía soñar
otra cosa sino que comían” (35). Pablos reconoce la ironía: el clérigo dice propiciar el ayuno para que sus pupilos no
tengan sueños pesados, pero, realmente, con el hambre que tienen, lo único con lo que ellos pueden soñar es con
comer.

Privados así de sus necesidades básicas, los personajes que Pablos encuentra en el pupilaje parecen haber perdido sus
cualidades humanas: están animalizados por el hambre (“comenzaron los otros a gruñir”, 34), y hasta han olvidado el
comportamiento social básico (“Certifico a v.m. que vi a uno de ellos, al más flaco, (...) tan olvidado ya de cómo y por
dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos”, 34).

La situación, sin embargo, se desmadra cuando uno de los jóvenes del internado muere enfermo, por la tacañería de
Cabra, que no quiere gastar en médicos. Ese es el punto de inflexión que lleva a don Alonso a creer en las quejas de su
hijo y de Pablos, y a decidir sacarlos de allí.

La comida también está en disputa en el capítulo IV. Don Diego se ha independizado de su padre y se comporta como un
caballero, que vela por él y sus criados (entre los que está Pablos), pero su inexperiencia queda de manifiesto cuando los
rufianes y pícaros que se cruzan en la venta de Viveros sacan provecho de él para conseguir comida gratis. Pablos, al
igual que en el pupilaje, sufre también: vuelve a padecer el lugar secundario de los criados, que miran a sus amos comer
mientras esperan su turno. Esto es evidencia de la estratificación social, una trama constantemente representada en la
novela, en la que los amos tienen más derecho sobre la comida que los criados. Si bien Pablos dice ser amigo de Diego,
trabaja para él como su servidor. Por eso, su preocupación a lo largo de la novela, su búsqueda, será ascender
socialmente.

Los pícaros que se comen la comida de Diego actúan de manera hipócrita y falsa, tal como lo hacía Cabra: irónicamente,
aconsejan a Diego para que coma poco mientras ellos se llenan la boca. Asimismo, fingen preocuparse porque los
criados se han quedado sin comer, pero resulta otra estrategia para seguir forzando a don Diego a pagar. El engaño
consiste en exaltar su renombre, su condición de caballero, para ponerlo en la obligación de pagar. Evidentemente, en la
sociedad que la novela retrata, las clases altas honran su lugar privilegiado en la pirámide social ostentando su poder y
su dinero. Es lo que sucede cuando uno de los estudiantes tilda de descortesía la oferta de uno de los rufianes para
pagar la comida de los criados, y señala que es una responsabilidad que le corresponde al caballero.

En el presente de enunciación de su relato, Pablos se lamenta del engaño sufrido y revela la picardía de sus comensales,
la cual no evidenció al momento de los sucesos narrados. Lo hace notar en un relato cargado de ironía: “¿Pues las
ninfas? Ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura, con el mirar solo” (44). Llamando irónicamente
“ninfas” a las mujeres, Pablos rechaza su apariencia de damas y revela cómo tomaron ventaja de su amo, con un
comportamiento nada delicado ni digno de una divinidad. Refiriéndose al estudiante que fingió ser primo de Diego, dice:
“En malos infiernos arda, dondequiera que esté” (45).

El capítulo termina con la humillación pública de Diego y Pablos. La noche antes de irse, los rufianes montan sobre el
mercader una burla degradante, que es espejo de la que han montado sobre Diego. Al día siguiente, durante su partida,
los pícaros de la venta se ríen del caballero y su criado, dejando al descubierto sus engaños. El ventero burla la
inexperiencia de Diego y le dice que debe ser más avispado, mientras que el estudiante que decía ser su pariente le
arroja cruelmente un consejo, a modo de moraleja: “Señor primo otra vez rásquese cuando le coman y no después”
(47). Con esta metáfora burlesca, el estudiante evoca el modo en que él y sus compañeros se aprovecharon de Diego
como insectos: comieron de su sangre y de su cuerpo. Diego, en lugar de rebelarse a tiempo (en lugar de rascarse para
quitarse de encima los insectos), cayó en la trampa. Así se cierra el primer intento de independencia de Diego y don
Pablos.

Capítulo V: De la entrada de Alcalá, patente y burlas que me hicieron por nuevo

Al llegar a la villa, Diego y Pablos se dirigen a la casa que alquilan fuera de la puerta de Santiago, un gran patio donde
viven los estudiantes. El dueño de la casa donde paran es un morisco que los recibe con muy mala cara. Se instalan y
pasan allí su primera noche.

Por la mañana, acuden a su puerta los estudiantes reclamando su patente, esto es, la contribución que deben pagar
los nuevos a los estudiantes residentes. Don Diego les paga y, en respuesta, los estudiantes le dan la bienvenida con
tono burlón. Luego, Diego y Pablos se dirigen a la escuela. Unos colegiales conocidos de su padre reciben a Diego,
que se les une a su aula, pero Pablos debe unirse a otra diferente, lo cual le da mucho miedo. Al llegar al patio, se le
acercan unos estudiantes que empiezan a burlarlo por ser nuevo y a escupirlo copiosamente, hasta dejarlo cubierto
de una capa gruesa de saliva blanca. De pronto, un estudiante se le acerca y grita para que dejen de atacarlo. Pablos
se descubre la cara para ver a su defensor, que aprovecha su cara destapada para escupirlo entre los dos ojos. El
chico siente mucha angustia y, al verse cubierto de escupitajos, supone que los estudiantes aprovechan la llegada de
los nuevos para purgarse.

Pablos regresa a su casa, donde encuentra al morisco, que se ríe de él. Creyendo que el hombre también lo escupirá,
él le dice que no lo haga, pues no es “Ecce-Homo”, lo cual resulta una provocación para el morisco, que responde
golpeándolo. Luego de eso, Pablos sube a su habitación y se acuesta a dormir. Un rato más tarde, su amo lo
encuentra así y, desconociendo sus padecimientos, comienza a golpearlo y a retarlo por holgazán. Entonces Pablos,
mostrándole su sotana empapada y los golpes recibidos, se larga a llorar. Diego, compadeciéndose, le dice que debe
cuidar por sí mismo, porque allí no tiene ni padre ni madre, y le da permiso para irse a su cuarto a descansar.

Por la noche, cuando se van a acostar al aposento los demás criados, le preguntan por qué está acostado, y él les
narra sus padecimientos en la escuela. Los criados dicen compadecerse de su desgracia y Pablos les agradece. Luego,
todos se acuestan a dormir, pero un rato más tarde uno de los criados lo despierta a los gritos, diciendo que hay
ladrones que quieren matarlo. Pablos escucha ruido de látigos proveniente de la cama de ese criado y, de repente,
alguien comienza a atacarlo a él. El joven se refugia debajo de la cama, ante los gritos de los demás criados, creyendo
que alguien de afuera está atacándolos.

Entretanto, el primero en gritar se pasa a la cama de Pablos, defeca en ella y luego la cubre con las mantas.
Finalmente, los latigazos se detienen y los criados fingen cerrar la puerta. Entonces Pablos sale de su escondite y se
sube a la cama, preguntándoles a los demás si están bien. Luego se quedan todos dormidos.

Al día siguiente, al despertar, después de haberse revolcado en sueños, Pablos se encuentra todo sucio. Confundido,
no sabe si defecó en sueños o por el miedo de la noche anterior. Cuando todos los criados se levantan, él argumenta
que se encuentra muy mal para salir de la cama, producto de los azotes. Los otros criados se le acercan, fingiendo
querer saber cómo está, e intentan destaparlo. En eso entra don Diego, que, al encontrarlo otra vez en la cama,
vuelve a retarlo por vago. Los criados lo excusan, contando los padecimientos de la noche anterior, e intentan
destaparlo, para dejarlo en evidencia frente a su amo. Pero al ver que Pablos se aferra a las sábanas, optan por
quejarse del horrible olor que desprende el joven.

Para distraerlos, Pablos finge sufrir un ataque al corazón. Preocupado, Diego se le acerca y, finalmente, al alzar las
sábanas, todos descubren el espectáculo escatológico y se echan a reír. El chico se hace el desmayado, para evitar la
humillación, pero después debe fingir que se despierta porque los criados maliciosos insisten en hacerle una
intervención riesgosa que previene los ataques al corazón. Pablos llora de bronca ante la humillación sufrida por los
traidores, pensando que ha sufrido más en un día de Alcalá que junto a Cabra.

Al mediodía, Pablos se levanta, limpia lo mejor posible su sotana y se une al almuerzo de mala gana. Finalmente, los
criados se le acercan y declaran la burla. Mientras todos se ríen de la afrenta, Pablos se dice a sí mismo que, a partir
de ahora, estará alerta. No obstante, decide seguir adelante y en su relato confirma que de ahí en adelante todos los
de la casa fueron como sus hermanos, y ya nadie más lo molestó en la escuela.

Análisis

Diego y Pablos llegan a Alcalá y se instalan en una casa, en un patio de estudiantes. El dueño de esa casa es un morisco,
es decir, un descendiente de musulmanes. En su descripción, don Pablos exhibe la mirada despectiva que hay sobre los
moriscos y los judíos en esa época en España. Ambas comunidades habían sido obligadas a bautizarse para poder
quedarse en España, pero persistía el prejuicio de que eran “falsos cristianos”. De ahí que Pablos se refiera a los
moriscos como “de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso”. También habla de esa gente como “de la que tiene
sobrada narices y solo les faltan para oler tocino” (49), haciendo referencia a que judíos y moriscos, por sus creencias,
no comían carne de cerdo. Esta mirada ignorante de Pablos da cuenta de la fobia de la época hacia judíos y moriscos
conversos, a quienes se consideraba gente de mala ley: “...que no es mucho que tenga mala condición quien no tiene
buena ley” (49). Como si fuera poco, al volver de su primer día en la escuela, Pablos cree que el morisco también lo va a
escupir y le dice: “Tened, hombre, que no soy Ecce-Homo”. Esta frase hace alusión al pasaje de la Biblia en el que Poncio
Pilato presenta a Cristo ante la multitud al someterlo al juicio final. Una vez más, la alusión resulta un insulto para el
converso, como sucedió en capítulos previos.

La bienvenida al patio de estudiantes está signada una vez más por el dinero, elemento fundamental en la novela. Los
estudiantes que ya residen allí van a reclamar a Diego la contribución económica que deben pagar los nuevos. Cuando
Diego les paga, los demás les dan la bienvenida con un tono sarcástico y burlesco: “Viva el compañero, y sea admitido
en nuestra amistad. Goce de las preeminencias de antiguo. Pueda tener sarna, andar manchado y padecer el hambre de
todos” (50). Evidentemente, la vida de estudiante en Alcalá tampoco es promisoria, y las condiciones parecen ser
penosas también, según anticipan: hay sarna y pasan hambre.

En virtud del dinero también, y de la posición social que el dinero asigna, la recibida de Diego y Pablos es muy diferente.
Mientras que el primero es recibido por un grupo de estudiantes distinguidos allegados a su padre, Pablos no tiene
quién lo reconozca ni acoja, y es recibido por un grupo de estudiantes que lo burlan por ser nuevo y lo escupen. La
imagen resultante es repugnante: “fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la razón. Yo estaba
cubierto el rostro con la capa, y tan blanco, que todos tiraban a mí; y era de ver cómo tomaban la puntería. Estaba ya
nevado de pies a cabeza…” (51). En ese momento, Pablos no solo descubre la discriminación y el acoso, sino también la
traición: uno de los estudiantes grita para que dejen de atacarlo y cuando Pablos, confiando en él, se descubre la cara, el
estudiante aprovecha para escupírsela. En este punto, el relato no recurre al humor, y Pablos reconoce la angustia de la
que fue objeto: “Aquí se han de considerar mis angustias” (51). Sin embargo, hace una reflexión inocente, que tiene un
efecto humorístico, aún sin proponérselo: “Yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que por ahorrar
de médicos y boticas aguardan nuevos para purgarse” (51).

En este capítulo, Pablos es objeto de la violencia de distintos personajes, otro de los temas transversales a la novela
picaresca. El pícaro sufre injustamente la violencia gratuita de parte de sus amos y superiores, lo cual reafirma su
posición social desfavorable. Pablos recibe en un mismo día los escupitajos de los estudiantes y los golpes del morisco y
de Diego. En esa oportunidad, por primera vez, Pablos se larga a llorar. Diego se compadece y le da su primera lección:
“Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre” (52). Con ello, Diego reconoce que Pablos está solo y debe cuidar
de sí mismo, porque nadie más lo hará por él.

Sin embargo, enseguida, Pablos anticipa más desgracias: “Pero, cuando comienzan desgracias en uno, parece que nunca
se han de acabar, que andan encadenadas, y unas traen a otras” (52). Este anticipo introduce otro motivo de la novela
picaresca: la idea de que el pícaro está sujeto a una secuencia de desgracias que va in crescendo, y que lo hacen objeto
de violencia y maltrato. Efectivamente, le sigue una nueva desgracia, aún más escatológica que la de la saliva. Al final del
día, Pablos se lamenta: “Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi era peor lo que había pasado en Alcalá en un día,
que todo lo que me sucedió con Cabra” (55).

El episodio con los criados alcanza un alto grado de dramatismo, acentuado por lo escatológico de la situación: la
imagen del criado defecando sobre la cama del joven, como un acto de violencia gratuito, es de gran impacto. El
lector puede intuir con horror lo que sigue: a lo largo de la noche, Pablos se revuelca en el excremento de su colega.
Aunque parecía difícil, este episodio supera los horrores de la lluvia de escupitajos, y además revela la forma cruel en
que circula la violencia en la novela: la discriminación que sufre Pablos no solo llega de autoridades, como Cabra, o de
estudiantes de mayor posición social, como los que lo escupieron, sino que también se imparte entre pares. Los criados
no solo le hacen esa broma de mal gusto, sino que se empeñan en que el amo Diego se entere de lo ocurrido. Cuanto
mayor sea la humillación sobre Pablos, más exitosa habrá sido su burla. La experiencia violenta sirve, no obstante, para
que Pablos incorpore un aprendizaje y entienda que debe cuidarse y estar más atento.

Capítulo VI: “De las crueldades del ama y travesuras que yo hice”

Pablos se dispone a seguir la advertencia del refrán que reza “Haz como vieres” (57) y resuelve poner todo su
empeño en ser bellaco con los bellacos. Se encarga de matar a todos los cerdos y pollos que entran en la casa desde
el corral y procesarlos para comérselos, pues considera una bellaquería que entren allí sin permiso. Al enterarse,
Diego y el mayordomo se enojan y se preocupan por que venga a buscarlo la justicia, a lo que Pablos responde que, si
lo vienen a buscar, dirá que lo hizo porque estaba pasando hambre.

El ama de la casa, llamada Cipriana, está muy contenta con Pablos porque logra asociarse con él para engañar a todos
en la casa y robarse parte del dinero destinado a la compra de comidas. Por cada compra que hacen, esconden la
mitad de lo comprado y luego lo venden. A la par, aconsejan a los amos que se moderen en sus consumos y gastos,
fingiendo que todo lo comprado dura muy poco. Para despistar a Diego y al mayordomo, el ama y Pablos riñen
falsamente: ella le reprocha a Pablos que compra menos de lo indicado y Pablos se queja con su amo y mayordomo
de las acusaciones del ama. De esta forma logran ganarse la confianza de ambos, que creen en la preocupación tanto
del ama como de Pablos por optimizar el dinero de Diego.

Pablos comenta que con ese engaño sostuvieron a Diego y al mayordomo mucho tiempo. Anticipándose al horror
que esto pueda causar en su interlocutor, asegura que ni el ama, que era una mujer santa, que se confesaba y
comulgaba, tuvo la voluntad de devolver algo de ese dinero ilícito acumulado.

Sin embargo, no siempre estuvieron en paz, cuenta Pablos, pues todos los amigos codiciosos procuran en algún
momento engañar al otro. Cuenta así que el ama criaba gallinas de corral y él tenía ganas de comerse una. En una
oportunidad, ella se encuentra alimentando a los pollos y, para llamarlos, les dice “pío, pío” (60). Al escucharla,
Pablos le dice que deberá denunciarla ante la Inquisición por su pecado, porque sino él será excomulgado. Ella se
horroriza y no comprende cuál es el pecado cometido. El joven responde que cometió la aberración de llamar a los
pollos con el hombre santo de los papas, cabezas de la Iglesia. La mujer pide disculpas y clemencia a Pablos, porque
teme que la Inquisición la mande a matar. Entonces Pablos, fingiendo perdonarla, le dice que deberá llevarse los dos
pollos que comieron respondiendo al nombre papal, para que los inquisidores los quemen. Contenta al verse
liberada, la mujer le entrega los pollos. Más tarde, todos en la casa se enteran del engaño y lo celebran.

A continuación, Pablos se encarga de cometer otros delitos. Cuenta con gracia cómo una vez, al pasar por una
confitería, roba un cesto de pasas y sale corriendo. El confitero, criados y vecinos salen a perseguirlo y, como Pablos
advierte que lo alcanzarán, se hace pasar por un mendigo al que le falta una pierna tras doblar una esquina. Todos en
su casa celebran este robo y, redoblando la apuesta, Pablos regresa a la confitería revoleando una espada y le hace
creer al confitero que lo ha herido, logrando así robarse una caja entera de pasas. En la casa vuelven a felicitarlo. Así,
Pablos, imbuido de orgullo ante las alabanzas que recibe por su ingenio, considera que se trata de travesuras de
muchacho y decide hacer muchas más.

En otra oportunidad, les promete a Diego y sus compañeros que logrará robar todas las espadas de los guardias que
hacen la ronda de seguridad. Pablos se dirige junto a otro de los criados de la casa a hablar con el corregidor, líder de
esa ronda, y le dice que él viene de Sevilla persiguiendo a un grupo de facinerosos, ladrones y matadores, entre los
que viene un hombre que mató a su madre y a su hermano; le asegura también que viene con ellos un espía francés,
Antonio Pérez, un ex funcionario exiliado en Francia por traidor. Pablos le asegura al corregidor que ese grupo se ha
refugiado en la casa pública y le recomienda que vayan a detenerlos pero sin llevar sus espadas, pues, al verlas, los
atacantes sabrán que son guardias y les dispararán. Convencido, el corregidor ordena llevar dagas y dejar escondidas
allí sus espadas. Mientras los guardias van en busca de los presuntos atacantes, Pablos y el criado escapan con las
espadas.

Al no encontrar nada, los oficiales comprenden que han sido engañados. Con la ayuda del rector, recorren todas las
habitaciones del patio de estudiantes, buscando a los delincuentes. Pablos se echa en su cama y se hace pasar por un
convaleciente que está recibiendo la extremaunción. Al verlo, el corregidor y el rector creen la escena, le dan al
enfermo su pésame y se retiran. Desde entonces, dice Pablos, se gana la fama de travieso y agudo, y recibe el favor
de muchos caballeros.

Capítulo VII: “De la ida de Don Diego, y nuevas de la muerte de mi padre y madre, y la resolución que tomé en mis
cosas para adelante”

Un día, llega a don Diego una carta de su padre, que a su vez incluye una carta del tío de Pablos, llamado Alonso
Ramplón, un hombre que trabaja para el Rey como verdugo, y a quien Pablos admira.

Desde Segovia, el tío, que le tiene mucho afecto a Pablos, le cuenta que hace ocho días murió su padre. Le asegura
que murió con mucho valor, y lo sabe porque él mismo fue quien lo ahorcó. Le cuenta que se dirigió al patíbulo con
tan buena presencia que no parecía ahorcado; incluso la gente salía a mirar por las ventanas para verlo. Al llegar a la
horca, subió decidido los escalones, y al ver uno de los escalones en mal estado, indicó a la justicia que lo arreglaran
para el próximo reo. Finalmente, una vez muerto, el tío le cuenta cómo lo descuartizó y le dio sepultura en el camino,
lo cual no le gusta demasiado, pero consuela a su sobrino sugiriendo que los pasteleros sabrán acomodarlo en los
pasteles de carne que preparen.

Respecto de su madre, Alonso Ramplón le cuenta a Pablos que está presa en la Inquisición de Toledo, acusada de
desenterrar a los muertos y de hacer brujerías asociadas al diablo. Según lo que dicen, será sometida por la
Inquisición a un suplicio público el día de la Trinidad, y él mismo tendrá que ser verdugo también.

La carta anuncia que ha quedado una pequeña herencia escondida en casa de sus padres. Finalmente, el tío invita a
su sobrino a unirse a él y aprender el oficio de verdugo.

Luego de leer la carta, Pablos acude a Diego, que está leyendo la carta en la que su padre le ordena que regrese y,
esta vez, no lleve a Pablo consigo, dadas las travesuras de las que ha oído hablar. Diego se lamenta de tener que dejar
a su amigo y le asegura que lo dejará con otro caballero amigo suyo, para que le sirva. Pero Pablos le responde que
ahora él es otro y sus pensamientos han cambiado: aspira a tener más autoridad, y cree que con la muerte honrada
de su padre podrá lograrlo.

Don Diego parte rumbo a Segovia, mientras Pablos se queda en la casa, disimulando su desventura, para lo cual
quema la carta de su tío. Finalmente, comienza a planear su regreso a Segovia para cobrar su herencia y huir.
Análisis

En estos dos capítulos se opera una transformación notable en el protagonista, que termina por cambiar su vida. Desde
el capítulo VI, es evidente que Pablos ha adquirido un aprendizaje digno de un pícaro: “‘Haz como vieres’, dice el refrán,
y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No
sé si salí con ello, pero yo aseguro a v. m. que hice todas las diligencias posibles” (57). Después de la violencia sufrida en
capítulos previos, Pablos adopta una conducta vengativa y pícara, ya que en lugar de elegir el camino moralmente
correcto, aprende que la manera de vincularse con las personas que se comportan mal o cometen delito es
devolviéndoles esas bellaquerías con otras similares. Sin escrúpulos, Pablos le asegura a su interlocutor que se esmeró
por conducirse de esa forma lo mejor posible (“hice todas las diligencias posibles”, 57).

A continuación, Pablos describe cuáles fueron las bellaquerías que combatió, y el lector se lleva una sorpresa porque, en
un giro irónico inesperado, algunas son bastante ridículas. Por ejemplo, dice que una de esas actitudes rebeldes estuvo
en matar a todos los animales de granja que entraban por error en la casa y, con orgullo, cuenta que ordenó a uno de los
criados: “(...) dije al uno: —Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa—. (...) [M]e enojé tanto que salí allá diciendo que era
mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casas ajenas” (57). El lector, con risa, comprende que los animales no
entran en el hogar con ánimo de bellaquería. Al enfrentarlos con tanta saña y presentar eso como una proeza, Pablos no
logra enaltecer su figura sino, al contrario, termina poniéndose a la altura de animales de granja.

Pero la bellaquería que sí tiene magnitud es la estafa que lleva adelante junto al ama. Pablos advierte que él y su amo
son diametralmente opuestos: “Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso, y a mí tan travieso, que el uno
exageraba al otro o la virtud o el vicio” (58). Esta afirmación da lugar a Pablos para contar los engaños que empieza a
llevar adelante junto al ama, en contra de Diego y del mayordomo: “teníamos engañada la casa” (59). Los dos
personajes se complotan para robar parte de lo que compran con el dinero de Diego y luego lo revenden. Ni Diego ni el
mayordomo sospechan. Pablos retrata el engaño con la siguiente metáfora, que da cuenta de cómo les roban todo lo
posible, como animales que chupan sangre: “Tuvímoslos de esta manera, chupándolos como sanguijuelas” (59).

En un aparente gesto autocrítico, Pablos le dice a su interlocutor que seguro “se espanta de la suma de dinero que
montaba al cabo del año” (59). Sin embargo, esa expectativa de remordimiento queda frustrada de inmediato, cuando
asegura que ni el ama, que se confesaba y comulgaba, tuvo jamás ningún intento de devolver el dinero. Así, Pablos
parece aquietar su culpa y justificar su accionar ilícito.

Pablos agrega que los engaños también sucedían entre ellos: “¿Pensará v.m. que siempre estuvimos en paz? Pues
¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si están juntos se han de procurar engañar el uno al otro?” (60).
Efectivamente, el joven cuenta una de sus picardías, de gran contenido burlesco: como quiere comerse algunas gallinas
del ama, al escucharla dirigirse a sus pollos con la onomatopeya “pío” (60), Pablos acusa al ama de haber llamado a los
pollos con el nombre papal: “es Pío nombre de los papas, vicarios de Dios y cabezas de la Iglesia” (61). Entonces, finge
que la denunciará ante la Inquisición, pues no quiere ser excomulgado: “no hubiérades muerto un hombre o hurtado
moneda al rey, cosa que yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir”
(60). Así, la escena resulta humorística, pues el argumento que usa Pablos para engañar al ama es ridículo. Sin embargo,
la acusación es grave y cruel, en la medida en que involucra a la Inquisición, un órgano judicial creado por la Iglesia
católica medieval con el fin de perseguir, enjuiciar y ejecutar a quienes se alejaban de la ortodoxia teológica imperante.
Algunos de los condenados eran los judíos, los acusados de hacer brujería, los enemigos políticos del Papa, entre otros.
Además, la Inquisición era reconocida por sus tácticas crueles, que incluían la tortura y la quema de personas; de ahí
que el ama se asuste tanto cuando Pablos la amenaza.

Después de engañar así al ama, Pablos elige otras travesuras. Primero, hurta un canasto de pasas de una confitería. Ante
el júbilo de todos en la casa, que celebran su proeza, Pablos los desafía y promete robar más. Para ello, vuelve a la
confitería armado con una espada y, fingiendo lastimar al confitero, logra llevarse una caja. Si bien no lo lastima
realmente, es evidente que estos eventos ya no son travesuras sino delitos. No obstante, Pablos sigue considerándolo
un juego: “Decían los compañeros que yo solo podía sustentar la casa con lo que corría (que es lo mismo que hurtar, en
nombre revesado). Yo, como era muchacho y oía que me alababan el ingenio con que salía de estas travesuras,
animábame a hacer muchas más” (63). La situación escala, al punto de que Pablos elabora un engaño para robar las
espadas del corregidor y sus oficiales, delito que él toma con mucha gracia. De hecho, la estrategia que usa para
despistar es burlesca, casi de humor negro: Pablos se hace pasar por un hombre convaleciente que está recibiendo la
extremaunción. El rector no solo cree esa escena sino que participa de ella: “No miraron nada, antes el rector me dijo un
responso. Preguntó si estaba ya sin habla, y dijeron que sí…” (65). El rector y el corregidor quedan ridiculizados por
jóvenes que han logrado engañarlos más de una vez.
Así es como Pablos se forja una fama de pícaro, producto de su accionar ilícito. Es en ese momento que llega la carta de
su tío, con noticias de los enjuiciamientos de sus padres. De algún modo, estas novedades vienen a emparentar el
destino atorrante de Pablos con el de sus padres, a trazar un vínculo entre su origen espurio y el destino elegido. Es
irónico que el tío le cuente en la carta que su padre murió y lo hizo con mucha honra, lo cual él puede asegurar porque
fue justamente quien lo ahorcó: “Vuestro padre murió ocho días ha, con el mayor valor que ha muerto hombre en el
mundo; dígolo como quien lo guindó” (67).

El relato del tío de cómo el padre de Pablos fue a la horca tiene el tono del orgullo y el encomio. Sin embargo, en
contraste con lo que cuenta, da lugar a lo irrisorio: el padre repara en detalles insignificantes, como el escalón de la
escalera que lleva a la horca, o el aspecto de su barba antes de ser ahorcado; a la vez, el tío repara en que el padre, una
vez ahorcado, “cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto” (68), como si se tratara de un último acto voluntario y
heroico, pero en realidad es pura casualidad, pues ya se trataba de un cadáver. Además, el relato del tío termina siendo
macabro: le cuenta que, luego de ahorcarlo, debió descuartizarlo (“Hícele cuartos”, 68) y darle sepultura en los caminos,
lo cual le dio mucha pena, pero se consuela sabiendo que los pasteleros les darán consuelo, “acomodándole en los de a
cuatro” (68). Los pasteles de hojaldre “de a cuatro maravedís” son pasteles que se rellenaban de carne. Así, el verdugo
parece sugerir que la carne del padre muerto será destinada a rellenar pasteles comestibles. Más adelante vemos que
Pablos no entendió ese desenlace macabro. Al hablar con Diego, le cuenta con orgullo que su padre murió
honradamente y “le hicieron moneda” (69). Es evidente que la expresión “hacer cuartos”, que el tío usó para referirse a
un descuartizamiento del cadáver del padre, es malinterpretada por Pablos, que cree que lo han hecho un cuarto, tipo
de moneda española. Este hecho implicaría haber canonizado a su padre, convirtiéndolo en héroe homenajeado en la
moneda local. El equívoco es dramático pero, una vez más, burlesco.

La fama que se ha ganado Pablos producto de sus travesuras llega a oídos del padre de Diego, que decide separarlo de
aquel. A los ojos de un caballero como don Alonso, Pablos se ha desviado de su objetivo de convertirse en un hombre
digno. Después de la partida de Diego, se queda en la casa “disimulando mi desventura” (70). El muchacho siente
vergüenza del final de sus padres, a manos de la Inquisición. Por eso, decide quemar la carta que le envió su tío, y
planea volver a Segovia para cobrar su herencia y luego huir. Con la separación de Diego y Pablos, y con la muerte de los
padres, se cierra el primer libro de la novela. Simbólicamente, se ha cerrado con él la niñez de Pablos, que ahora debe
valerse realmente por sí solo, sin padres, ni amigo, ni amo a quien responder.

LIBRO SEGUNDO

Capítulo I: “Del camino de Alcalá para Segovia, y de lo que me sucedió en él hasta Rejas, donde dormí aquella
noche”

Llega el día en que Pablos se va de Alcalá. Lo hace en secreto, asegurándose de vender sus cosas y de juntar dinero
para irse por la noche. Deja así, sin saldar, las deudas contraídas con el zapatero, el ama y el huésped de su posada.
Pablos se jacta de ser un tramposo y piensa en cuánta gente habrá dejado llorando por su partida y a cuánta riéndose
de su salida silenciosa.

Durante el camino a Segovia, se encuentra con un arbitrista de gobierno, esto es, que arbitra soluciones
descabelladas para los problemas públicos. Pablos y el hombre se vuelcan a una conversación propia de pícaros, en la
que Pablos descubre los alcances ridículos de las ideas del hombre. Una de ellas, por ejemplo, está en arbitrar para el
Rey el modo de ganar Ostende, una ciudad de Países Bajos que recibe ayuda de los ingleses por vía marítima. El
arbitrista concibe el plan de chupar con esponjas toda el agua de ese mar, que es el impedimento para la dominación
española sobre esa ciudad. Pablos larga una carcajada cuando escucha el plan, y el hombre le dice que todas las
personas a las que se lo contó han reaccionado con el mismo contento. Los planes que el hombre le cuenta son tan
disparatados que Pablos ya no atina a contradecirlo, porque el otro, para todo, tiene una respuesta ridícula, con lo
cual concluye que nunca vio a alguien tan demente en su vida. Finalmente, al llegar a Torrejón, los caminos de ambos
viajeros se bifurcan.

Pablos continúa su camino y se encuentra a un hombre que mira un libro y traza unas rayas que mide con compás,
mientras da vueltas y saltos. El joven se lo queda mirando, pues sus movimientos le resultan inentendibles pero
encantadores, hasta que el hombre, al verlo, trastabilla y se cae al piso. Pablos lo ayuda a levantarse y el hombre
comienza a hablar de geometría. Pablos le pregunta qué materia profesa, a lo que el otro responde que es maestro
de esgrima, arte que se combina con matemática, teología, filosofía, música y medicina. Pablos se ríe y se burla de él,
y luego le confiesa que no entiende nada de lo que dice. El hombre le responde que sus conocimientos surgen de un
libro de Luis Pacheco de Narváez, que dice milagros, y le asegura que pronto lo verá hacer las maravillas allí
aprendidas.

Los dos personajes llegan a Rejas y se alojan en una posada cuyo huésped, al escucharlo hablar, repara también en la
extrañeza del maestro de esgrima. Enseguida, este le pide al huésped unos asadores para hacer unos ángulos. El
huésped, creyendo que los ángulos son una especie de ave desconocida, se ofrece a asarlos él mismo. Pero el
maestro lo corrige, explicándole que no quiere los asadores para asar sino para esgrimir, y le asegura que hará un
espectáculo que será lo mejor que vio en su vida. Como los asadores están ocupados, el huésped le ofrece al hombre
dos cucharones.

Pablos nunca ha visto nada tan digno de risa como el espectáculo que monta el hombre con los cucharones.
Orgulloso de sus procedimientos, el maestro critica las estupideces que enseñan los demás maestros de esgrima, que
lo único que hacen bien es beber. Apenas dice aquello, sale de una habitación un mulato de gran contextura y
aspecto feroz, con una cicatriz en el rostro y una daga en la mano. El mulato dice ser un examinado en la materia y
quiere desafiar al maestro loco, que ha ofendido a quienes profesan la destreza. Pablos intercede, asegurando que el
maestro no quiso ofenderlo, pero el mulato insta al maestro a soltar los cucharones y pelear de verdad. El loco
comienza a revisar su libro en busca de respuestas y menciona distintos ángulos, pero el mulato, que no entiende
tampoco nada de lo que el maestro dice, arremete contra el hombre, que sale corriendo, despavorido. Pablos y el
huésped, que no pueden parar de reírse, interceden para evitar la pelea y consiguen resguardar al maestro en una
habitación.

Al día siguiente, pagan la posada y se disponen a partir.

Capítulo II: “De lo que me sucedió hasta llegar a Madrid, con un poeta”

Pablos continúa su camino rumbo a Madrid. Se despide del maestro de esgrima, que le pide que no cuente a nadie
de los altísimos secretos que le comunicó sobre su destreza. Pablos le promete hacerlo, pero luego se ríe de la
ocurrencia.

Viaja varias leguas sin encontrar a nadie, y piensa en las muchas dificultades que tiene para profesar honra y virtud,
pues debe primero ocultar la poca de sus padres. Pablos se siente orgulloso de tener esos buenos pensamientos
honrados, y piensa que es mayor el mérito suyo, pues se esmera por alcanzar la virtud sin haber tenido ningún
modelo del que aprender.

En el camino, Pablos se encuentra con un clérigo muy viejo que va a Madrid. Al enterarse de que el joven viene de
Alcalá, el viejo maldice esa ciudad y dice que allí faltan hombres doctos. Insiste en que son todos brutos, pues no le
premiaron unos poemas que escribió para un concurso poético. Para demostrar su punto, el clérigo comienza a leer
sus poemas a Pablos. Este, de inmediato, confirma que se trata de piezas malas, de dudoso valor estético. Mientras el
clérigo se dedica a elogiar sus propios versos y a ensalzar los méritos y esfuerzos en su ejecución, Pablos intenta
contener la risa y se dedica a burlar al viejo, impostando un asombro exagerado por sus poemas. Pero el viejo no
acusa recibo del tono jocoso del joven y se entusiasma cada vez más con los elogios de aquel.

Al ver que el viejo sigue mostrándole poemas cada vez más extensos, Pablos intenta desviar la conversación hacia
otros asuntos, pero el clérigo logra asociar todos esos temas nuevos a alguno de sus poemas. Resignado, el joven se
lamenta de no poder nombrar nada que el viejo no haya convertido en versos disparatados, hasta que, a lo lejos, ve
Madrid y se alegra, convencido de que allí el hombre sentirá vergüenza y se callará. Pero resulta al revés, porque al
entrar en las calles de Madrid, el viejo comienza a alzar la voz para hacerse escuchar. Pablos le suplica que se calle y
le asegura que allí los poetas están prohibidos, por haber sido declarados locos en una premática. El clérigo le pide a
Pablos que le lea esa disposición legal y él le promete hacerlo apenas lleguen a su posada.

Al llegar a la posada donde el viejo suele alojarse, se encuentran con doce ciegos que, al percibir la llegada del
clérigo, lo reciben con alabanzas y le pagan para que el viejo les pronuncie oraciones en verso. Al ver ese espectáculo,
Pablos se lamenta de esta vida miserable en la que los locos ganan de comer gracias a otros locos.
Análisis

En estos dos capítulos, Pablos emprende su viaje solo por primera vez, rumbo a Segovia. En el trayecto, se encontrará
con distintos personajes locos y dignos de risa. Aquí, abandona Alcalá, a donde acudió en compañía de don Diego, y
comienza una nueva etapa de su vida. El protagonista dice que con este viaje se cierra “la mejor vida que hallo haber
pasado” (73), lo cual bien puede ser cierto o tratarse de un comentario irónico de Pablos en referencia a las desgracias
vividas.

Su partida de Alcalá está marcada por una picardía de Pablos: parte por la noche y en secreto para no tener que pagar
las deudas contraídas. Se imagina la sorpresa de aquellos a quienes dejó sin pagar: “¿Quién contara las angustias del
zapatero por lo fiado, las solicitudes del ama por el salario, las voces del huésped de la casa por el arrendamiento?” (73).
Una vez más, el dinero es un elemento determinante en el vínculo del protagonista con otros personajes. Coronando su
picardía, Pablos se imagina que muchos se referirán a él como a un trampista, y se refiere irónicamente a la buena fama
que ha adquirido en ese pueblo: “Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo, que dejé con mi ausencia a la mitad de él
llorando, y a la otra mitad riéndose de los que lloraban” (73). Es evidente que el llanto no es precisamente por su buena
fama, sino justamente porque ha estafado a más de uno allí.

De camino a Segovia, Pablos se encuentra a tres personajes extravagantes. El primero es un hombre loco que se jacta de
ser arbitrista, esto es, un asesor del Rey que propone soluciones disparatadas para problemas públicos. Una de sus
propuestas tiene que ver con un suceso histórico que marcó la época de Quevedo: la conquista de Ostende, ciudad
portuaria de Países Bajos que los españoles querían controlar por su valor estratégico sobre el mar del Norte y la región
de Flandes. La ciudad estaba rodeada de canales, que servían de puntos defensivos, por lo que su toma fue difícil. El
asedio español se extendió desde el año 1601 al 1604. El plan ridículo que propone el arbitrista consiste en chupar con
esponjas toda el agua del mar para hacerlo desaparecer. Pablos se burla de los disparates del hombre, pero este no se
da cuenta. Al contrario, cuando Pablos se ríe de él, asume que es una señal de aprobación a sus ideas: “A nadie se lo he
dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da gran contento” (74). Finalmente, Pablos deja de contradecir al
hombre y concluye: “No vi en mi vida tan gran orate” (75).

Luego de despedirse de ese loco, Pablos se encuentra a un hombre que se dice maestro de esgrima, y que parece
obsesionado con cuestiones de geometría y matemática sacadas de un libro de esgrima. Ese libro es Grandezas de la
espada (1602), de Luis Pacheco de Narváez, un autor famoso con quien Quevedo estaba enemistado. En este capítulo,
Quevedo se burla de los disparates de ese libro, del que finalmente el narrador concluye: “el libro que alegaba mi
compañero era bueno, pero hacía más locos que diestros, porque los más no lo entendían” (79).

Efectivamente, Pablos no entiende una palabra de lo que el hombre le dice, inspirado por ese libro, y por eso se ríe y se
burla de aquel. En la posada de Rejas, el maestro lleva adelante un espectáculo de esgrima que, asegura al huésped,
valdrá más “que todo lo que ha ganado en su vida” (77). Pero el efecto resultante es diametralmente opuesto al
esperado, lo cual pone de manifiesto su locura y evasión de la realidad. Para su demostración, pide un par de asadores,
pero el huésped solo consigue dos cucharones, lo cual anticipa el efecto burlesco que tendrá el espectáculo.
Efectivamente, Pablos, al ver la danza con cucharones, señala que “no se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo”
(77).

El efecto irrisorio también se consigue con la interpretación equívoca que hacen los personajes de los disparates
geométricos que enuncia el maestro. Así, cuando pide los asadores para hacer unos ángulos, el huésped le dice que
jamás oyó hablar de esa clase de aves llamadas “ángulos”. Más adelante, el equívoco se repite cuando el mulato
malinterpreta lo que su rival le menciona, y confunde los ángulos obtusos con personas: “Yo no sé quién es Ángulo ni
Obtuso, ni en mi vida oí decir tales nombres” (78).

Por último, lo burlesco también surge de la reacción cobarde que tiene el maestro de esgrima frente al desafío del
mulato: primero acude a su libro, en busca de respuestas, y cuando el mulato se le echa encima y lo ataca, el maestro
sale corriendo. Irónicamente, quien decía ser el más docto en esa destreza y conocedor de los mejores procedimientos
para esgrimir, termina huyendo y debe ser asistido por Pablos y el huésped, que lo ponen a resguardo en una
habitación.

Luego de despedirse del maestro de esgrima, Pablos viaja un tramo sin acompañantes y aprovecha para reflexionar
sobre la virtud y la honra, lo cual constituye un tema recurrente en la novela, y un tópico propio de la novela picaresca.
En este género, el pícaro suele referir el relato de su vida a un interlocutor, haciéndolo testigo de las peripecias que ha
atravesado y de su ingenio para superarlas. En este sentido, el pícaro suele hacer mención de la virtud y el mérito que
significa llegar a buen puerto para una persona humilde como él, sin una herencia ni la suerte a su favor. En la novela de
Quevedo, Pablos se enorgullece de su preocupación por la honra y la virtud y recurre a la idea del mérito: “Más se me
ha de agradecer a mí, que no he tenido de quien aprender virtud, ni a quien parecer en ella, que al que la hereda de sus
abuelos” (81).

Enseguida se encuentra al tercer personaje loco de este viaje: un clérigo muy viejo que dice que los hombres de Alcalá y
de Madrid son brutos pues no le han premiado sus poemas en un concurso del que participó. Para demostrarlo, el
clérigo comienza a recitar sus poemas a Pablos, quien pronto corrobora la falta de talento que hay en ellos: se refiere a
ellos como “una retahíla de coplas pestilenciales” (82) y comienza a burlarse del viejo. El clérigo enaltece
hiperbólicamente el valor poético que hay en sus versos: “Mire qué misterios encierra aquella palabra pastores: más me
costó de un mes de estudio” (82), pero la apreciación resulta ridícula, pues el lector comprende que no hay razón para
que una palabra tan sencilla merezca tanto tiempo de estudio. También el viejo exalta la absoluta novedad de sus
versos, asegurando que “no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo” (83), lo cual hace
sospechar sobre la falta de buen juicio del clérigo. Pero el tono irrisorio alcanza su clímax cuando menciona los
novecientos y un sonetos que escribió en homenaje a las piernas de su dama. Pablos, sorprendido, le pregunta si vio las
piernas de esa dama, y el clérigo responde que “no había hecho tal cosa por las órdenes que tenía, pero que iban en
profecía los conceptos” (84). Resulta jocoso, entonces, que el clérigo tenga tanto para decir sobre meros conceptos
imaginados.

Pablos se espanta de la extensión de los poemas, y se burla diciendo de uno de ellos que “tenía más jornadas que el
camino de Jerusalén” (83). A partir de la risa del protagonista, y del tono desmesurado del clérigo, el lector entiende que
la visión del viejo es ridícula, lo cual da lugar a una nueva ironía dramática: el viejo es incapaz de identificar el tono
burlón con que Pablos se dirige a él y el hartazgo que comienza a sentir después de un rato de conversación. De hecho,
cuando Pablos intenta desviar la conversación, el viejo, ajeno a su cansancio, encuentra en esos nuevos temas excusas
para seguir refiriéndose a sus poemas, lo cual agrega el efecto hiperbólico de que el viejo ha escrito nimiedades sobre
absolutamente todo: “no podía nombrar cosa a que él no hubiese hecho algún disparate” (84).

Al llegar a Madrid, Pablos le advierte al poeta acerca de la premática que prohíbe allí a los poetas, por declararlos locos,
y consigue que, apesadumbrado, el viejo abandone su recitado. Pero al llegar a la posada donde el clérigo suele
hospedarse, Pablos se lleva la sorpresa de que un grupo de doce ciegos se abalanza sobre él y le ofrece dinero por sus
oraciones en verso. Al ver aquello, Pablos se lamenta de la injusticia de la vida, que permite al viejo hacer rentable su
locura y cobrar por ella: “¡Oh, vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los
que lo son!” (85). Otra vez, el dinero se presenta para el joven como un tema de preocupación. La evidencia de que el
loco es más capaz que él a la hora de conseguir dinero parece desilusionarlo en gran medida.

Capítulo III: “De lo que hice en Madrid, y lo que me sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde dormí”

En la posada, el clérigo le pide a Pablos que lea en voz alta la premática contra los poetas y él va comentándola. El
primer capítulo del documento dispone para los malos poetas que, al igual que las prostitutas, durante la Semana
Santa no salgan de su casa salvo para asistir al sermón, con el fin de lograr el arrepentimiento. También manda a
quemar las coplas de los poetas y quitarles su dinero. El último capítulo señala que hay tres géneros de gentes
miserables en la república que necesitan de los poetas: los farsantes, los ciegos y los sacristanes. Apiadándose de
ellos, el documento habilita la existencia de algunos oficiales públicos de ese arte, pero les exige limitarse en las
rimas tontas y los giros lingüísticos obvios.

El clérigo se espanta al escuchar la premática y Pablos lo tranquiliza, diciendo que ha sido hecha en tono jocoso y no
por una autoridad. Sin embargo, el clérigo se la toma en serio y, al escuchar lo de los ciegos, cree que es una sátira
directa contra él, con lo cual comienza a defenderse, diciendo que él sabe lo que hace y presumiendo de haber
conocido a los mejores poetas españoles.

Por la tarde, Pablos abandona la posada y se despide del poeta. En el camino, se cruza con un soldado, al que llaman
el Mellado, por la mella que lleva en los dientes. El soldado despotrica contra la Corte porque estuvo allí seis meses
pidiendo reconocimientos y premios, luego de veinte años de servicios y de haber puesto en peligro su vida por el
Rey, y no obtuvo nada. Como demostración de su servicio, comienza a exhibir a Pablos todas sus heridas y cicatrices
de batalla, y a contar historias de hazañas sorprendentes que Pablos sospecha que son mentiras. En eso, se cruzan
con un ermitaño, y juntos los tres se dirigen a una posada en Cercedilla.
En la posada, el ermitaño saca una baraja de naipes y propone jugar a algo. El soldado sugiere jugar apuestas. Pablos,
codicioso, acepta, y el ermitaño, fingiendo no saber jugar, pide que le enseñen. Luego de unas manos de prueba, el
ermitaño gana y se queda con todo el dinero de Pablos y del soldado. Cuando ambos se quejan de la trampa, el
ermitaño les dice que es solo un entretenimiento y se pone a rezar. Sin un centavo, Pablo le pide que le pague la cena
de esa noche y el alojamiento en Segovia, y el hombre accede.

Finalmente, llega la hora de dormir. El soldado le pide al huésped de la posada que le guarde bajo llave unos
documentos que acreditan sus servicios al Rey. Todos duermen menos Pablos, que especula con robarle al ermitaño
el dinero que le ganó. Al día siguiente, dispuestos a partir, el soldado pide de vuelta sus documentos, pero el huésped
le trae otros papeles. Desesperado, el soldado pide a gritos sus servicios y el huésped, malinterpretando el pedido, le
acerca un orinal donde defecar. Ante el equívoco, el soldado se abalanza contra el huésped, creyendo que está
burlando el valor de sus servicios al Rey. Luego de esa rencilla, el ermitaño les entrega algo de dinero, pero anuncia
que se quedará en cama, argumentando que le hizo mal el susto de la pelea. Así, Pablos y el soldado parten,
habiendo perdido todo su dinero. En el trayecto, se cruzan con un banquero genovés muy adinerado, que habla de
negocios y de dinero, y dice estar en quiebra.

Llegan por fin a Segovia y Pablos se emociona de volver a su tierra, a pesar de los malos momentos vividos junto
a Cabra. A la entrada del pueblo, dice ver a su padre en el camino, descuartizado, esperando el Juicio Final. Abandona
a sus acompañantes y se pone a buscar a su tío, Alonso Ramplón.

Enseguida, ve venir una procesión de reos, conducidos por el pregonero, que va anunciando sus delitos, y por su tío,
que azota a los delincuentes con una penca. Su tío lo ve y, emocionado, se dirige a él y lo abraza, asegurándole que le
dará techo y comida. Pablos se avergüenza mucho del espectáculo y piensa para sí mismo que, si no dependiera de
su tío para cobrar su hacienda, no le hablaría nunca más.

Luego de la procesión, Alonso Ramplón y Pablos se dirigen a la casa del primero.

Capítulo IV: “Del hospedaje de mi tío, y visitas, la cobranza de mi hacienda y vuelta al corte”

El alojamiento de Alonso Ramplón es un lugar miserable, ubicado junto al matadero. Al subir la escalera, Pablos
siente estar subiendo hacia una horca, y, al llegar a la habitación, el techo es tan bajo que hay que andar con la
cabeza gacha.

Su tío le anuncia que espera a unos amigos para almorzar, y le asegura un banquete. Pronto llegan sus amigos: un
animero, un porquero y un corchete. Pablos escucha la conversación de los cuatro hombres. El animero cuenta que
se queda con parte del dinero de las limosnas que pide por las ánimas de los difuntos, el corchete confiesa que
sobornó al verdugo para que los azotes que le da sean suaves, y Alonso Ramplón declara suavizar sus azotes a
quienes le ofrecen dinero a cambio.

Pablos relata que al ver cuán honrada es la gente que habla con su tío, se pone colorado y no logra disimular su
vergüenza. Por eso, está urgido por comer, cobrar su hacienda y marcharse. Pero al llegar el banquete, se lleva una
sorpresa: abunda el alcohol, no hay agua para beber y la comida está hecha a base de carne humana. Los hombres
rezan una oración por las ánimas de aquellos difuntos que están a punto de comerse, y Alonso Ramplón le recuerda a
Pablos lo que le mencionó sobre los restos de su padre.

Pablos no prueba bocado y ve cómo los cuatro hombres comen y beben hasta que terminan vomitando uno encima
de otro y acaban inconscientes. El joven los levanta del suelo y los lleva a dormir, y sale a dar un paseo durante la
tarde, en el que aprovecha para pasar por casa de Cabra, donde se entera de que ya ha muerto.

Por la noche, regresa a lo de su tío y encuentra a los cuatro hombres aturdidos, sin haberse dado cuenta de su
borrachera. Al escuchar que el animero se vanagloria de haber reunido mucho dinero a costa de las ánimas, Pablos
siente rechazo y decide alejarse de personas tan viles, pues aspira a verse rodeado de gente principal y caballeros. De
modo que, al día siguiente, le pide a su tío que le entregue su hacienda. El tío no le entrega todo pero sí una gran
parte, y lo insta a estudiar y convertirse en alguien importante, ofreciéndole su apoyo en lo que necesite. Sin
embargo, por la noche, Pablos abandona la casa de Ramplón, dejándole a este una carta en la que le anuncia que no
quiere volver a verlo.
Análisis

Quevedo fue un aficionado de escribir premáticas burlescas sobre distintos tópicos de la sociedad. En este caso, escribe
una premática contra los malos poetas, que impone castigos para los poetas malos que se dedican a escribir poemas
dedicados a las distintas partes del cuerpo de la mujer amada, lo cual era práctica común en los poetas cortesanos (“que
todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas”, 88). Con un tono serio, propio de los textos institucionales, la
premática de El buscón alude a los malos poetas como “secta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto,
despedazadores de vocablos” (88). El efecto resultante de la formalidad aplicada a apreciaciones tan negativas es
burlesco. Y, provocativamente, dedica castigos similares a poetas y prostitutas: el encierro, el sermón y la posibilidad de
ser llevados a “casas de arrepentidos” (88).

Ante el horror del clérigo, Pablos le reconoce que se trata de un documento burlesco, sin autoridad, pero no logra
apaciguar al hombre, que cree que ese documento es una sátira a su persona. Por eso, se vuelca fervorosamente a una
autodefensa. Presume de haber conocido a los mejores poetas españoles, entre ellos a Lope de Vega, y, además, como
si se tratara de un respaldo a su virtuosismo, confiesa que compró los calzones de Padilla (famoso poeta del siglo XVI), y
les enseña a los presentes que en ese momento los lleva puestos. El resultado, una vez más, es paródico y burlesco, y
todos los que lo escuchan se retuercen de risa.

En estos capítulos, el buscón continúa su viaje hasta llegar a lo de su tío. Camino a Segovia se cruza con otros dos
personajes que se sumarán a la lista de rufianes y pícaros que recorren la novela: un soldado y un ermitaño. El soldado
dice haber entregado veinte años de su vida a servir al Rey y, para demostrarlo, exhibe a Pablos todas sus cicatrices. El
joven, en respuesta, le muestra las marcas de sus sabañones, protuberancias en la piel provocadas por las bajas
temperaturas. Este gesto de Pablos parodia el gesto heroico del soldado, que ostenta sus heridas de guerra como
símbolos de su lealtad al Rey, y pronto llega a la conclusión de que las historias del soldado son mentiras.

Por su parte, el ermitaño es un hombre solitario que vive aislado en una ermita, dedicándose al sacrificio y la oración.
Sin embargo, irónicamente, revela una personalidad que ni Pablos ni el soldado previeron: finge que desconoce las
reglas de un juego de cartas y termina ganándoles. Así, contrariamente a la austeridad que profesa, el ermitaño se
queda con todo el dinero de sus compañeros, e hipócritamente se hace el desentendido: “tras haberme ganado a mí
seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos
prójimos, y que no había de tratar de otra cosa” (94). En este punto, Pablos paga el precio de su codicia y pierde todo el
dinero que llevaba consigo. Durante la noche en Cercedilla, piensa cómo hacer para robarle al ermitaño su dinero, pero
luego desiste.

Para coronar estos sucesos, el soldado sufre la humillación del huésped de la posada. Luego de confiarle los papeles que
acreditan sus servicios al Rey para que los guarde bajo llave, el huésped finge perderlos. Al pedir a gritos por sus
servicios, el huésped “fue corriendo y trajo tres bacines, diciendo: —He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más
servicios?—. Que él entendió que nos habían dado cámaras” (95), es decir, que les había dado diarrea. De este modo,
mediante un equívoco que confunde los servicios al rey con los servicios sanitarios, la escena pasa de lo dramático a lo
burlesco: los símbolos de la lealtad del soldado quedan asimilados a lo escatológico de la diarrea y el orinal. Y, por si
fuera poco, el ermitaño saca provecho de esta pelea para hacerse el enfermo (“diciendo que le había hecho mal el
susto”, 95), y se queda en la posada con todo el dinero de Pablos y el soldado.

Finalmente, Pablos llega a Segovia, donde se encuentra con su tío, para cobrar su herencia. El encuentro con el tío es
vergonzoso para el protagonista, ya que Ramplón está participando de una procesión de reos como verdugo, pero
entiende que tiene que disimular, porque el tío es su único recurso para obtener dinero: “me aparté tan avergonzado,
que, a no depender de él la cobranza de mi hacienda, no le hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes” (97).

La casa del tío de Pablos es un miserable paraje al lado del matadero. Por sus características -la escalera como una
horca; el techo bajo, que obliga a agacharse-, el alojamiento de Alonso Ramplón parece identificarse con la profesión
oscura y degradante del verdugo. Los amigos del hombre, por su parte, son un conjunto de pícaros: un animero,
encargado de pedir limosna por las ánimas de los difuntos, que confiesa quedarse con parte de esas limosnas; un
porquero, y un corchete, es decir, un agente de la justicia, que también confiesa haber sobornado al verdugo para que le
dé azotes más suaves. Por su parte, Alonso Ramplón confiesa su picardía también: haber recibido sobornos para
suavizar los azotes que él mismo da.

Al escuchar estas conversaciones, Pablos se siente avergonzado: “Yo que vi cuán honrada gente era la que hablaba con
mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza” (101). Nos encontramos aquí,
nuevamente, con una ironía verbal en el discurso de Pablos: es evidente que la conversación del tío y sus amigos no es
nada honrada, sino todo lo contrario. Con su habitual tono jocoso, el joven rechaza esas bajezas. Algo similar sucede
cuando los ve comer y beber, en lo que resulta ser un banquete grotesco y monstruoso, donde la comida es a base de
carne humana. Irónicamente, los hombres dedican una oración a las ánimas de los difuntos que están a punto de
comerse. Como si fuera poco, el tío le hace un guiño macabro a Pablos, recordándole que los restos de su padre
corrieron el mismo destino: “Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre” (101).

Finalmente, Pablos decide alejarse de tanta vileza: “Yo que vi la bellaquería (...) escandalicéme mucho, y propuse de
guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas e infamias que veía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme
entre gente principal y caballeros” (103). Ante los horrores que esos cuatro rufianes le muestran, Pablos elige reafirmar
en la senda de la honra, retomando el motivo de la búsqueda de un destino grandioso, junto a gente importante. En pos
de ese objetivo, decide marcharse de la casa de su tío, dejándole una carta en la que le anuncia que no quiere verlo
nunca más. Sin embargo, recién puede irse cuando concreta su objetivo más importante: conseguir el dinero de su
herencia.

Capítulo V: “De mi huida, y los sucesos en ella hasta la corte”

En la nueva posada, Pablos alquila un asno con el fin de seguir viaje. Su objetivo es llegar a la Corte, donde nadie lo
conoce, lo cual le da la posibilidad de valerse de sus habilidades para empezar una vida nueva. En ese sentido, evoca
la carta que le escribió a su tío, en la que aseguraba querer negar la sangre en común que tenía con aquel.

En el viaje se encuentra con un hidalgo vestido de capa, espada y sombrero que le dice que está cansado de ir a pie, y
Pablos imagina que el carro de ese caballero debe venir atrás. De pronto, al hombre se le rompe una agujeta que ciñe
su ropa y se le caen las calzas, quedando desnudo. Pablos se ríe ante el espectáculo y le dice al hombre que espere a
sus criados para que lo asistan, pero el hombre le pide que no se burle de él, pues no tiene ni carro ni criados.
Entonces, el hidalgo le pide al joven que lo deje subir un rato a su asno, para descansar. Como el hombre sostiene sus
calzas para tapar sus genitales, Pablos debe ayudarlo a subir y nota con espanto, al tocarlo, que en la parte de atrás
va desnudo.

Entonces el hombre le dice a Pablos que su apariencia de hidalgo es una fachada para ocultar su absoluta pobreza.
Cuenta que se llama Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, que la hacienda de su padre se perdió y
que, desde entonces, él se las ingenia para subsistir. Pablos se ríe de las ocurrencias del hombre, pero también se
enternece y le pregunta a dónde se dirige, a lo que el hidalgo responde que va a la Corte, porque allí hay recursos
para todos. De hecho, asegura que en la Corte él siempre ha conseguido dinero, comida y alojamiento, y Pablos le
pide que le cuente más. El hidalgo le explica que la llave maestra para todo eso es la lisonja, y se dispone a contarle
sus experiencias.

Capítulo VI: “En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres”

El hidalgo presenta la Corte como un lugar en el que coexisten los extremos de todas las cosas (necios y sabios,
pobres y ricos), y en donde hay un tipo de personas como él, que no tienen nada. Ese grupo de personas, dice, son
las que se sustentan del aire y viven contentos. Pero llevan adelante para ello una serie de estrategias con las que se
honran de una riqueza que no tienen, para aparentar.

Así, por ejemplo, estos hombres llenan sus casas de restos de comida para que, al recibir a un huésped, puedan fingir
haber dado un gran banquete. También se encargan de visitar casas ajenas a la hora de la comida, para que el
visitado deba invitarlos a comer, o bien consiguen sopa de los conventos, pero la toman a escondidas para que nadie
se entere de esa caridad, haciéndoles creer a los frailes que la piden más por devoción que por necesidad. Asimismo,
desarrollan numerosas estrategias para remendar sus ropas viejas y no dejar al descubierto la miseria. Por ejemplo,
quitan retazos de tela a la parte de atrás de las prendas para emparchar los agujeros de adelante, y llevan la parte
trasera desnuda, pues pueden cubrirla con la capa que llevan encima. A raíz de esa desnudez trasera, se abstienen de
salir en días de viento, o de subir escaleras o montar a caballo, y procuran hacer reverencias poco inclinadas para no
dejar al descubierto los agujeros. Todas sus prendas son recicladas de prendas anteriores, y por las noches deciden
alejarse de las luces para no llamar la atención sobre las costuras.

Estos hombres, continúa el hidalgo, suelen andar a caballo una vez al mes por las calles públicas para hacerse ver por
todos. Hacen un uso indiscriminado de la mentira, hablando de duques y condes que presentan como amigos o
deudos, asegurándose primero de averiguar que estén ya muertos o muy lejos. Se enamoran solamente de mujeres
que puedan facilitarles alguna comodidad: bodegoneras que les den comida, hospedadoras con posada, etc.

Finalmente, el hidalgo señala su ropa y explica los detalles que ha empeñado para completar su apariencia de
caballero. Con ese tipo de engaños, dice el hombre, es que se puede vivir en la Corte en prosperidad y con dinero.

Pablos queda fascinado con las extrañas maneras de vivir del hidalgo. Pronto llegan a Rozas, a donde deciden pasar la
noche. Pablos invita al hombre a comer, pues no tiene nada de dinero, y aprovecha para declararle su deseo de
tomar sus consejos e ir a la Corte también. El hidalgo se pone muy contento y le ofrece su favor para introducirlo allí
con los demás miembros de su grupo. Pablos accede, aunque se abstiene de declararle al hidalgo todo el dinero que
lleva; solo le confiesa una parte de él, el cual basta para ganarse la amistad del hombre.

Por la mañana, Pablos y el hidalgo retoman su viaje rumbo a Madrid.

Análisis

El objetivo de Pablos en estos capítulos es llegar a la Corte. La razón que lo lleva allí tiene que ver, nuevamente, con su
objetivo de buscarse un destino grandioso, junto a gente importante y honrada. Además, la posibilidad de llegar a un
lugar donde nadie lo conoce significa para él un alivio, porque puede empezar de cero, usando sus habilidades para
ganarse el favor de la gente: “Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía -que era la cosa que más me
consolaba-, y que había de valerme por mi habilidad allí” (107). Esa idea de empezar de nuevo Pablo la representa
mediante una metáfora en la que la idea de dejar la vieja vida se asimila a la acción de colgar los hábitos, y empezar de
nuevo sacando a relucir nuevas prendas: “Propuse de colgar los hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al
uso” (107). Parte de esa estrategia de Pablos implica, asimismo, desligarse de su pasado y sus familiares indignos, lo cual
ha confesado en la carta de despedida a su tío: “No pregunte por mí, ni me nombre, porque me importa negar la sangre
que tenemos” (107).

En el camino a Madrid, se encuentra con un hidalgo que, precisamente, está al corriente de la vida en la Corte, y le
enseñará cómo comportarse en ella. El aspecto físico del hidalgo es pura apariencia, construida voluntariamente con el
fin de ocultar su realidad miserable y ganarse el favor de las personas, para obtener comida y sustento. Pablos se deja
convencer por esa primera impresión; hasta intuye que, por tratarse de un caballero, el hidalgo debe viajar acompañado
de un carro y de criados, pero pronto se da cuenta de que no es así. De hecho, enseguida el hombre deja caer sus calzas
y se queda desnudo, lo cual quiebra esa primera expectativa de grandeza. A la vez, la caída de su ropa es símbolo de la
caída de la ilusión que Pablos se hizo sobre esa persona. Como el hombre debe sujetarse la ropa para taparse, Pablos lo
ayuda a subirse a su asno y, al tocarle el cuerpo, descubre con horror que va desnudo en la parte de atrás. La expresión
de Pablo ante ese descubrimiento resulta muy cómica: “y espantóme lo que descubrí en el tocamiento: por la parte de
atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretela de nalga pura” (109).

Ante su sorpresa, el hidalgo le enseña a Pablos que las apariencias pueden engañar: “no es oro todo lo que reluce;
debióle parecer a v. m. en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. Como estas hojaldres
cubren en el mundo lo que v. m. ha tentado” (109). Esta lección puede resultar valiosa, en la medida en que apunta a
abandonar los prejuicios, pero también tiene un revés pícaro: el hidalgo hace uso de esas apariencias para engañar a la
gente y conseguir dinero, comida y alojamiento, a pesar de su falta de recursos económicos. En efecto, el hombre se
dirige a la Corte porque asegura que allí siempre hay recursos para todos: “la patria común, a donde caben todos, y
adonde hay mesas francas para estómagos aventureros” (110).

Interesado en su experiencia, Pablos le pide al hombre que le cuente cómo se las ingenia para subsistir allí, y el hombre
asegura: “es la lisonja llave maestra que abre a todas voluntades en tales pueblos” (110). Con esta metáfora, el hidalgo
representa a la lisonja (la alabanza exagerada y falsa para conseguir favores) como una llave maestra capaz de abrir
cualquier puerta, es decir, conseguir que todas las voluntades se dispongan a su favor.

El hidalgo hace una descripción de la Corte como un pequeño universo, donde conviven todo los extremos: “en la Corte
hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas”, y agrega que eso da
lugar a que existan “unos géneros de gente como yo, que no se les conoce raíz ni mueble” (111). En este punto, señala
que él forma parte de un grupo de personas que se llaman entre sí con diferentes nombres: “güeros, chanflones, chirles,
traspillados y caninos” (111), que significa vacíos, falsos, despreciables, desvanecidos y hambrientos, respectivamente.
Es decir, son un conjunto de pícaros y atorrantes, que irónicamente se reconocen a sí mismos como tales.

El hidalgo comienza a describir las numerosas estrategias que él y sus colegas desarrollan para subsistir en la Corte. Por
lo exageradas de esas estrategias y la minuciosidad con que las ejecutan, el relato del hidalgo resulta de gran comicidad.
Primero se encargan de forjar una personalidad falsa, que los asimile a caballeros: llenan su casa de restos de comida,
para que parezca que han dado un gran convite; salen a andar a caballo una vez al mes para ser vistos por los vecinos;
hablan de condes y duques, asegurándose primero de que estos estén ya muertos o tan lejos que sean imposibles de
rastrear, para aparentar estar emparentados con figuras de alto rango. La naturaleza con que el hidalgo describe esta
estrategia, da cuenta de su falta total de escrúpulos: “¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca:
encajamos duques y condes en las conversaciones…” (113).

También, continúa, se las ingenian para conseguir comida gratis, por ejemplo, yendo a visitar a las personas a sus casas
justo en el horario de la comida, poniendo a los huéspedes en la obligación de invitarlos a quedarse. Además, se
encargan religiosamente de remendar sus ropas viejas, para que no se note que están andrajosas (“y como en otras
partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos”, 113). A veces las ropas están tan rotas
que tienen que tomar medidas extremas, como recortar pedazos de tela de la parte trasera para emparchar adelante. Es
por eso que el hidalgo va desnudo por detrás. Y es motivo suficiente para que estos hombres deban adaptar su
conducta, con precisión casi científica, lo cual acentúa el efecto cómico: “Estudiamos posturas contra la luz” (113), para
evitar que la luz evidencie los parches y costuras, o “guardámonos de días de aire, y de subir por escaleras claras o a
caballo” (114), para no dejar al descubierto su desnudez.

El hidalgo le asegura a Pablos que estos artilugios son suficientes para que la vida en la Corte sea posible para hombres
pobres como él: “y con esto vive en la Corte (...) y el que se sabe bandear es rey, con poco que tenga” (115). Es decir,
quien sepa mentir y engañar es como un rey en ese lugar, pues puede gozar de abundancia. Pablos se muestra muy
interesado por esto y le confiesa al hidalgo que su objetivo es hacerse un lugar en la Corte. El hidalgo se alegra de servir
de modelo para él y le ofrece su ayuda para hacerse un lugar entre esos hombres en la Corte. Pablos acepta pero,
significativamente, le miente también al hidalgo, ocultándole la cantidad verdadera de dinero con la que cuenta. Así,
Pablos se busca un lugar entre los atorrantes mediante una estrategia de engaño fiel al estilo de aquellos. Con esta
promesa, se cierra el segundo libro de la novela.

LIBRO TERCERO

Capítulo I: “De lo que sucedió en la Corte luego que llegué hasta que amaneció”

Al llegar a Madrid, don Toribio conduce a Pablos a la casa de sus amigos. Los recibe una vieja, la madre Labruscas, y
les dice que los demás han salido a buscarse la vida. Entretanto, don Toribio le enseña a Pablos la “profesión de la
vida barata” (119), y Pablos presta mucha atención.

Pronto llega un hombre vestido de luto, con la ropa manchada de aceite y dos rodajas de cartón atadas a la cintura
para aparentar llevar ropa debajo de la capa. El hombre dice que debe dedicarse a remendar porque su vestimenta
está en muy mal estado, pero la vieja le dice que hace días que no tienen tela, lo cual ha llevado a uno de
ellos, Lorenzo Iñíguez del Pedroso, a tener que quedarse quince días en cama, por no tener calzas en buen estado.

A continuación, llega otro hombre, que se gana la vida escribiendo cartas con noticias inventadas que luego entrega a
hombres honrados, cobrándoles los portes, es decir, el servicio de entrega de esa correspondencia. Y enseguida
aparecen otros dos, uno de ropilla de paño y otro llamado Magazo, que se dice soldado (aunque solo fue soldado en
una obra de teatro), que lleva muleta y una pierna vendada porque no tiene más de una calza. Estos dos hombres
vienen peleando porque el soldado se hizo pasar por un alférez y consiguió doce pañuelos que una familia enviaba a
ese alférez, y el otro hombre reclama la mitad de ese botín porque ayudó al soldado a efectuar ese engaño. Entre
toda la comunidad de pícaros resuelven que el botín será entregado a la vieja, para hacer con ellos cuellos y parches
para la ropa rota.
Por la noche se acuestan todos en dos camas, muy apretados y sin cenar. No se desnudan para dormir porque su
estilo diario ya era como estar desnudos.

Capítulo II: "En que prosigue la materia comenzada y cuenta algunos raros sucesos"

Enseguida, Pablos se siente a gusto en ese grupo, como si fuesen todos hermanos, y reflexiona sobre la facilidad que
se halla siempre en las cosas malas. Por la mañana, los hombres se visten, rearmando sus atuendos comprendidos
por retazos, y dedican un largo rato a remendar sus ropas con mucho ingenio, utilizando los pañuelos que consiguió
el soldado.

Pablos dice que quiere cambiar su atuendo para ser como ellos, y sugiere usar parte de su dinero para conseguir una
sotana, pero todos acuerdan que el dinero vaya al fondo común y lo visten con retazos reservados, enseñándole a
llevarlos para disimular la miseria. Además, le regalan una caja con lo que para ellos es el mejor remedio: hilos y
aguja para remendar ropa. Por último, le indican cuál será su barrio para buscarse la vida y le asignan al hidalgo como
a su padrino para ayudarlo con sus primeras andanzas en la estafa.

Pablos y el hidalgo caminan por el barrio asignado, haciendo cortesías y reverencias a todas las personas que
pasan. El hidalgo se disculpa con todos ellos, asegurando que pronto recibirá dinero, con lo cual Pablos descubre que
su padrino es un caballero de alquiler, pues todo lo que lleva es prestado. De pronto, ven venir a un acreedor y el
hidalgo, rápidamente, se pone un parche en un ojo y comienza a hablar en italiano, logrando así despistar al acreedor
que creía haber reconocido en él a su deudor.

Pronto Pablos siente mucha hambre y se lamenta de que aún no han comido. El hidalgo se queja de la impaciencia
de Pablos y le dice que pueden ir juntos a la sopa de San Jerónimo, pero Pablos decide buscar por otro lado, porque
no quiere suplir su hambre con sobras de otros.

De camino a un bodegón, Pablos se encuentra con el licenciado Flechilla, un amigo suyo que le cuenta que está
apurado porque se dirige a comer a lo de su hermana. Pablos, haciéndose el interesado por saludar a su hermana, se
ofrece acompañarlo. Para ganarse el favor de Flechilla, empieza a hablarle de una mujer que él quiso mucho en
Alcalá, e inventa que la mujer le ha estado preguntando por él. Al llegar a la casa de la hermana de Flechilla, Pablos
consigue que lo inviten a comer. Cuando termina, finge que alguien lo llama desde la calle y se disculpa con sus
anfitriones, asegurando que volverá pronto, pero se va y jamás regresa.

En la calle, Pablos se sienta cerca de la puerta de un comercio y escucha que dos mujeres se detienen a preguntar
por un terciopelo exclusivo. Pablos se acerca a ellas, asegurando que él vende unas telas especiales y que puede
acercarlas a su casa a través de su criado. Para dar credibilidad y hacerse el hombre distinguido, saluda familiarmente
a las personas que pasan por la calle y les hace creer a las mujeres que un paje que se encuentra a unos metros
esperando a su amo es criado suyo. Las mujeres acceden a recibir las telas y, a cambio, como depósito, Pablos les
pide un rosario engarzado en oro que ellas llevan. Las mujeres le exigen a Pablos que les indique cuál es su casa, de
modo de poder encontrarlo en cualquier caso, y Pablos las conduce por unas calles hasta mostrarles la casa más
grande y linda que encuentra. Luego se presenta como don Álvaro de Córdoba y se despide de ellas, con la promesa
de llevarles las telas por la noche.

De regreso en la casa comunitaria, llega el padrino de Pablos golpeado, lleno de sangre y sucio. Cuenta que fue a
pedir doble porción de sopa a San Jerónimo, alegando que era para personas honradas y pobres, pero luego lo
descubrieron comiéndosela él solo y lo molieron a golpes.

Capítulo III: "En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel"

Entra Merlo Díaz en la casa, llevando oculta una serie de jarras de vidrio que se ha robado del convento de monjas
luego de pedir algo para beber. Le sigue don Lorenzo del Pedroso, que entra con una capa muy buena que le robó a
un hombre distinguido durante un juego de cartas, fingiendo haberla confundido con la suya. Luego entra don
Cosme, uno que se hace pasar por curandero a cambio de dinero, y Polanco, un hombre que usa barba larga postiza y
campanilla, y que vaga por las noches recogiendo limosnas.
Pablos reconoce así un abanico de posibilidades a la hora de hurtar y engañar, y se sorprende de todas las estrategias
extraordinarias que esos hombres desarrollan para sobrevivir. Al contarles a todos sus compañeros de la estafa que él
realizó, quedándose con el rosario de las dos mujeres, todos lo felicitan. La vieja recoge el relicario con el fin de
venderlo; su truco es ir por las casas diciendo que es una doncella pobre que debe deshacerse de sus pertenencias
para conseguir algo que comer.

Sin embargo, en una de esas ocasiones, la vieja lleva a vender unos objetos a una casa donde un hombre reconoce
un objeto de su propiedad. Trae al alguacil y este interroga a la vieja. Ella confiesa los delitos de su grupo y es
arrestada. Enseguida, el alguacil va a buscar a la pandilla de pícaros y lleva a todos a la cárcel.

Análisis

En estos capítulos, Pablos describe su estadía en la casa de la pandilla de pícaros amigos del hidalgo, en Madrid. Tal
como se anticipó en capítulos previos, el objetivo de Pablos es aprender de ellos los modos de subsistir sin ningún
recurso económico. En este sentido, su estancia allí será para él un aprendizaje y una profundización en sus conductas
picarescas.

En efecto, los amigos de don Toribio son un grupo de pícaros, atorrantes y embusteros que desarrollan habilidades de
estafa muy sofisticadas como una forma de vida. Por eso, al igual que Pablos (según lo indicado en el título de la novela),
estos pícaros son también buscones, en la medida en que pasan sus días buscándose la vida: Pablos dirá de ellos que
son “un colegio de buscones” (135). Así, apenas llegan el hidalgo y Pablos, la vieja que los recibe les dice que han salido
todos “a buscar” (119), esto es, a ganarse la vida.

Enseguida van ingresando a la casa los distintos personajes. Sus estrategias en la estafa son tan variadas y elocuentes
que generan un gran efecto cómico y divertido. El hombre que viste de luto, por ejemplo, padece “mal de calzas” (120):
como si se tratara de una enfermedad que lo aqueja, el hombre se empeña en remendar sus ropas para no quedarse
desnudo. La vieja, que es la encargada de conseguir las telas y trapos para tal fin, le dice que no es posible hacerlo y
que, “por falta de harapos se estaba, quince días había, en la cama, de mal de zaragüellas, don Lorenzo Iñíguez del
Pedroso” (120).

Las estrategias de estos hombres para ocultar su miseria son variadas y, muchas veces, extremas. Es evidente que la
vestimenta es, justamente, lo que más pone en evidencia su pobreza, razón por la cual desarrollan la destreza de
remendar, y la toman casi como un momento religioso, comparable al momento de la oración. Significativamente, la
ropa, para estos hombres, constituye un símbolo de su pobreza y, al disfrazarse, la convierten en un señuelo para
concretar sus estafas. Por ejemplo, uno de ellos, el soldado, usa puertas afuera muletas y una pierna vendada para
disimular que no tiene más que una sola calza, pero apenas ingresa a la casa se deshace de ellas. Cuando él y otro de
ellos pelean, sus vestimentas están en tan mal estado que se quedan con parte de la ropa del otro en la mano:
“arremetió el uno al otro y, asiéndose, se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones”
(121). Su ropa es tan escasa que, al acostarse a dormir, no necesitan desnudarse: “No se desnudaron los más, que, con
acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros” (122). Cuando llega el momento de
Pablos de pertenecer formalmente al grupo, le eligen una ropa nueva que, paradójicamente, es ropa vieja y andrajosa.

Pablos se siente muy pronto a gusto, y anticipa que eso es algo malo: “Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos
fuéramos hermanos, que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas” (123). El joven reconoce ante el
interlocutor de su relato que aquello es un vínculo dañino, y con eso anticipa lo que sucederá más adelante: serán todos
descubiertos por la policía e irán todos a la cárcel. Además, es la primera vez que reconoce que él tiene facilidad y
debilidad para las cosas malas, lo cual es digno de un pícaro.

Como parte de su aprendizaje, los pícaros le asignan a Pablos un padrino, que es el hidalgo. Al salir con él a la calle por
primera vez, el joven nota que su padrino es “caballero de alquiler”, porque “era tan amigo de sus amigos, que no tenía
cosa suya” (125), es decir, todo lo que lleva es prestado. Las estrategias que el hidalgo aplica en la calle son de gran
inspiración para Pablos: saluda a todos con cortesías, asegura que pronto le ingresará el dinero que les debe y, en un
momento extremo, se pone un parche en el ojo y habla en italiano para despistar a un acreedor al que teme. Pablos
toma cabal conciencia, así, de un grado de picardía que hasta ahora desconocía, y que le causa gran admiración y
contento: “Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo” (125). De hecho, se refiere al hidalgo como a su
“adiestrador” (126), con lo cual Pablos no solo asume su lugar de aprendiz, sino también cierta animalización. El hidalgo,
orgulloso, se vanagloria de su estrategia y dice: “Estos son los aderezos de negar deudas. Aprended, hermano, que
veréis mil cosas de estas en el pueblo” (125). La idea de negar deudas es una destreza picaresca y, sobre todo, resulta un
eufemismo, pues oculta un delito: al no pagar sus deudas, el hidalgo se entrega al delito.
Pablos pone en práctica lo aprendido al separarse de su padrino y quedarse solo en la calle. Significativamente, la razón
de la separación de los dos personajes es el hambre, motor que condiciona la conducta de Pablos en toda la novela. Una
vez que se queda solo, piensa en pagar por su comida, pues no se atreve a robar. Pero pronto se encuentra con su amigo
Flechilla y aplica lo aprendido: consigue acompañarlo a la casa de su hermana, a donde Flechilla se dirige para almorzar,
y se hace invitar, con lo cual logra comer gratis. Para ganarse la simpatía de su amigo, aprovecha para contarle mentiras
sobre una mujer que aquel ama: “le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía
en el alma, y otras mentiras de este modo; con lo cual llevaba mejor el verme engullir…” (128). Pablos demuestra así
que ha aprehendido de sus maestros la mentira, con el fin de conseguir sustento. Como si fuera poco, para retirarse,
Pablos finge que alguien lo llama desde afuera y promete que volverá, pero no lo hace, consolidando así su accionar
atorrante: “Pedíle licencia, diciendo que luego volvía. Quedóme aguardando hasta hoy, que desaparecí por lo del pan
comido y la compañía deshecha” (129). En esta expresión, Pablos recurre con tono jocoso a un dicho antiguo que evoca
el modo en que una vez que alguien recibe comida, se olvida inmediatamente del favor. Es, efectivamente, lo que él
hace con Flechilla y su familia.

Pablos pasa un mes con esa comunidad pícara, donde aprende “todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios”
(134). Pero, tal como anticipó, ese período llega a su fin de una manera trágica: “Quiso, pues, el diablo, que nunca está
ocioso en cosas tocantes a sus siervos, que, yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé
qué hacienda suya” (135). Aquí Pablos reconoce hiperbólicamente la falta de honra de sus amigos, sugiriendo que son
siervos del diablo. Paradójicamente, eso lo convertiría a él también en un personaje cercano al diablo, lo cual configura
un extremo de su picardía. Finalmente, la policía desbarata la comunidad y da “con todo el colegio buscón en la cárcel”
(135). Con su ingreso en la cárcel, queda superado lo poco de inocencia que podía quedar en Pablos.

Capítulo IV: “En que trata los sucesos de la cárcel, hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y yo
en fiado”

La pandilla de pícaros y Pablos son engrillados y metidos en un calabozo. Pero Pablos, aprovechando el dinero que
lleva consigo, soborna al carcelero para que, por la noche, lo lleven a él solo a una celda especial destinada a los
nobles.

Cerca de su celda está el baño, que muchos usan durante la noche, haciendo mucho ruido y dejando muy mal olor.
Enojado, Pablos arroja una pretina a uno de los presos que, por levantarse deprisa, deja derramar el contenido del
baño en el suelo, dando lugar a un olor mucho más intenso y desagradable. El alcaide, enojado, lo vuelve a mandar a
la celda de abajo, con los demás.

En el calabozo hay un hombre llamado el Jayán, que es homosexual, y Pablos hace comentarios homofóbicos. Jayán y
los otros presos antiguos, que comparten calabozo con la pandilla de pícaros, se enojan al ver que los nuevos no han
contribuido económicamente con la celda y, por la noche, les dan una paliza con sogas. Uno de los que más sufre es
Toribio. Para zafarse de los golpes, los pícaros aseguran que pagarán la patente con sus vestidos. Sin embargo, al
reunir todas sus vestimentas, los otros se dan cuenta de que no pueden hacer nada con tanta miseria. Los pícaros,
por su parte, quedan desnudos; se envuelven en sus mantas pero, al sentir las mordidas de los piojos, se deshacen
de ellas.

Enseguida, Pablos soborna al carcelero para que le permita hablar con el escribano. Luego soborna también al
escribano para que favorezca a sus amigos y el escribano le sugiere que, para tal fin, soborne también al relator y al
alcaide, que le aliviará su estancia allí. Gracias al soborno, Pablos es liberado de los grilletes y termina viviendo en
casa del alcaide, Blandones de San Pablo.

Por fin, el escribano consigue sacarlos a todos de prisión. La vieja es conducida por la calle y azotada públicamente.
Los pícaros son exhibidos para la vergüenza pública, y luego desterrados por seis años, mientras que Pablos sale bajo
fianza.

Capítulo V: “De cómo tomé posada y la desgracia que me sucedió en ella”

Pablos sale de la cárcel y, si bien sus amigos lo invitan a ir a Sevilla con ellos, él prefiere no seguirlos. Se aloja en una
posada conducida por una moza rubia y blanca llamada Berenguela de Robledo y por su madre. Junto con él se
hospedan un portugués y un catalán.
Pablos desarrolla un interés por la joven y comienza a cortejarla. Le cuenta cuentos inventados para entretenerla y le
inventa que sabe encantamientos y nigromancia. La muchacha y su madre creen esas historias, pero no alcanza para
que aquella se enamore, pues Pablos no va muy bien vestido, aunque ha conseguido ayuda del alcaide para vestirse.

El joven arma una serie de trucos para que ellas crean que él es rico. Por ejemplo, se da el nombre de señor Ramiro
de Guzmán y envía a un amigo suyo a preguntar por él, tratándolo de hombre rico, de negocios y allegado al Rey.
Pero madre e hija, si bien reconocen el nombre de su inquilino, consideran que esa descripción grandiosa no se
corresponde con el aspecto pobre y feo de Pablos. Sin embargo, como el amigo insiste, ellas terminan por creer en su
riqueza y comienzan a considerar a Pablos un candidato matrimonial.

Pablos se alegra del cambio en la actitud de las mujeres, generado por su ficticia riqueza. Para refrendar su grandeza,
aprovecha que la pared que divide su habitación de la de ellas es muy fina y se pone a contar una y otra vez
cincuenta monedas. Las mujeres lo oyen a través de la pared y, en función de la repetición, creen que él ha contado
seis mil monedas, toda una fortuna.

Por su parte, el portugués, llamado Vasco de Meneses, está enamorado de Berenguela y se complota con el catálán
para hablar mal de Pablos: dicen que es un piojoso, un pícaro, cobarde y vil. Sin embargo, la muchacha sigue
acercándose a aquel por su dinero.

En una oportunidad, para alimentar su imagen poderosa, Pablos alquila una mula y, disfrazado, pregunta por él
mismo, llamándose señor del Valcerrado y Vellorete. Codiciosa de un marido tan rico, la muchacha invita a Pablos a
hablar en privado a la una de la madrugada. Pablos acepta y, por la noche, intenta treparse a la habitación de la
joven, pero por equivocación cae en el techo de un vecino escribano y quiebra todas las tejas. Creyendo que se trata
de ladrones, el escribano y sus criados suben al techo y lo muelen a golpes frente a la dama, que también ha
acudido. En eso, a Pablos le suenan unas llaves que lleva en el bolsillo y el escribano deduce que se trata de ganzúas
para robar. Junto a esa presunción y a falsos testimonios de los presentes, el letrado arma una causa falsa y captura a
Pablos.

Capítulo VI: “Prosigue el cuento, con otros varios sucesos”

Pablos se lamenta de su desgracia, que es haber caído en manos del escribano. Pasa la noche lamentándose y
tratando de escapar, porque el escribano lo ha dejado atado en su casa. Por la mañana, el escribano lo azota con una
correa, reprendiéndolo por el intento de robo. El joven está a punto de ofrecerle dinero para que deje de golpearlo
cuando los interrumpen el portugués y el catalán, que han acudido en su ayuda, a pedido de Berenguela. Apenas los
ve, el escribano quiere sumarlos a la causa como cómplices. Pero los dos hombres logran desatar a Pablos y este le
entrega ocho reales al escribano y se va junto al portugués y al catalán, agradeciéndoles su libertad.

Una vez en la posada, los dos hombres se burlan de Pablos. Como este se da cuenta que que su reputación de rico
empieza a ponerse en duda, comienza a planear su huida, porque no quiere pagar la comida y el alojamiento que les
debe a las mujeres. Consigue que el licenciado Brandalagas y unos amigos se presenten en la posada, fingiendo venir
a llevarse al nigromante que allí se hospeda. Las mujeres exigen embargar a Pablos por sus deudas impagas, pero
Brandalagas les dice que esos son bienes de la Inquisición, con lo cual las mujeres no se atreven a discutir.

Con la ayuda de Brandalagas y sus amigos, Pablos se viste bien y alquila un caballo, con el fin de aparentar riqueza y
casarse con una mujer adinerada. Pero aún le falta un lacayo. Mientras admira una montura cubierta en plata, se
cruza con dos hombres a caballo que lo invitan a pasear por los jardines del Prado. Para aparentar, Pablos le dice al
vendedor de la montura que, cuando vea a sus lacayos, los envíe al Prado, y parte junto a los hombres. En el camino,
Pablos finge que esos dos hombres que lo acompañan son sus lacayos.

En el Prado, los dos caballeros conversan con unas jóvenes, mientras Pablos se dedica a halagar a la madre y la tía de
aquellas. Les cuenta que él está en Madrid porque escapa de sus padres, que quieren casarlo con una mujer fea y
estúpida pero muy rica. La tía le dice que su sobrina no tiene una dote tan abultada pero es de buena sangre.
Finalmente, Pablos les propone encontrarse al día siguiente en la Casa de Campo, y se ofrece a llevar él la merienda.

Al final del día, Pablos devuelve el caballo alquilado y regresa a su casa, donde encuentra a sus nuevos amigos
jugando. Les cuenta del engaño que ha hecho a las mujeres y, por lo promisorio de la situación, acuerdan poner
dinero entre todos para pagar la merienda. En la cama, Pablo no logra dormir porque piensa en todo lo que podrá
hacer con la dote de la muchacha.

Análisis

En el capítulo de la cárcel, Quevedo construye una sátira despiadada de la justicia, exponiendo su corrupción:
carceleros, alguaciles, escribanos y relatores aceptan los sobornos que Pablos les ofrece y deciden sobre el destino de
los criminales en función de lo que reciben. Del carcelero, Pablos dice que “sus palmas estaban hechas a llevar
semejantes dátiles” (137), valiéndose de una metáfora para hablar de los sobornos que, en manos del carcelero, son
como frutos sabrosos que él está ávido de comer. También se trata de un juego de palabras, pues la palabra “dátiles”
remite al verbo “dar”.

El dinero es un elemento decisivo en este capítulo, al punto tal que subvierte hasta a las máximas autoridades. Además,
el dinero es un divide aguas entre quienes parecían ser pares, los estafadores y Pablos, ya que gracias a aquel Pablos
puede acceder a privilegios dentro de la cárcel. Irónicamente, luego de sobornarlo, le pide al carcelero que ayude a “un
hombre de bien” (137) como él. El trato diferencial que el dinero habilita, propiciado por los códigos injustos de una
justicia corrupta y discriminatoria, determina un desenlace muy dispar entre los presos: la vieja, posiblemente por ser
mujer, es azotada y humillada públicamente; los miembros de la pandilla de pícaros son expuestos a la vergüenza
pública y desterrados; Pablos, amparado en su dinero, sale bajo fianza, y se gana el favor del alcaide.

En la cárcel, la violencia no se ejerce tanto por los carceleros como entre los presos. Así, los presos antiguos se levantan
contra la pandilla de amigos de Pablos porque no han pagado su contribución económica, y los azotan salvajemente.
Pablos compara a Toribio con San Esteban, mártir cristiano que murió apedreado. Mientras que Pablos puede zafarse
porque posee dinero, los demás de la pandilla deben contribuir con sus vestidos, lo único que tienen. Sin embargo, con
todos sus pobres vestidos juntos “no se podía hacer una mecha a un candil” (141). Para sumar a su tragedia y
humillación, los pícaros se quedan desnudos y recurren a las mantas de sus camas para taparse, pero deben desnudarse
porque sienten las mordeduras de los piojos. Así, la situación miserable de los pícaros desentona con los privilegios que
Pablo consigue gracias a su dinero.

La violencia también se hace presente en la homofobia que los personajes muestran hacia el Jayán, un presidiario
homosexual que está preso, justamente, “por puto” (139). Dice Pablos con brutalidad que los presos se cuidan sus
espaldas y hasta se privan de las flatulencias, por miedo de hacerle saber al Jayán dónde tienen sus traseros: “traíamos
todos con carlancas, como mastines, las traseras, y no había quien se osase ventosear, de miedo de acordarle dónde
tenía las asentaderas” (139). Esta representación satírico-burlesca de la homosexualidad masculina es un signo de la
época de Quevedo, y reproduce un prejuicio sobre los homosexuales: el temor a ser penetrado por ellos.

Al salir de la cárcel, Pablos elige separarse de sus amigos pícaros, pero se encarga de aplicar en su nueva vida toda la
picardía aprendida con ellos. Decidido a conquistar a Berenguela, hija de los dueños de la posada, pone en práctica
numerosas estrategias para hacerle creer a la familia que es un hombre rico y poderoso. El efecto logrado es muy
divertido, porque es opuesto al esperado. Cuando uno de sus amigos, a pedido de él, se acerca a la posada preguntando
por “un hombre de negocios, rico, que hizo ahora dos asientos con el Rey” (146), esa apariencia que Pablos intenta
abonar es desacreditada por ellas: “respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán, más roto que rico,
pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre” (146). No obstante, Pablos insiste y logra, por fin, convencer a las mujeres de
su riqueza.

Otra vez, el dinero es una herramienta poderosísima. Si en la cárcel fue el medio para un trato privilegiado y para
recuperar la libertad, en la posada es la llave para ganarse la confianza y la atracción de las mujeres: “Era de ver cómo,
en creyendo que tenía dinero, me decían que todo me estaba bien. Celebraban mis palabras; no había tal donaire como
el mío” (147).

De todas formas, de acuerdo al estilo de la novela picaresca, el triunfo del pícaro es efímero y pronto vuelve a caer sobre
él la desgracia: “El diablo, que es agudo en todo…” (148), dice Pablos, y cuenta así su accidente en los tejados.
Significativamente, justo cuando parecía que Pablos consumaría su vínculo con la muchacha, visitándola de noche en su
habitación, un accidente le desbarata todos sus planes y lo deja humillado frente a ella.

Como si fuera poco, el accidente involucra a otro escribano, funcionario de la justicia, que se maneja de manera
corrupta. La escena le sirve a Quevedo para insistir en la satirización de las instituciones judiciales. El escribano, decidido
a inculpar a Pablos, monta una causa penal con pruebas y testimonios falsos: “porque me sonaron unas llaves en la
faldriquera, dijo y escribió que eran ganzúas y aunque las vio, sin haber remedio de que no lo fuesen” (148). Al respecto,
Pablos se lamenta: “echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano” (151). La
apreciación resulta cómica por su inocencia, pues es claro que la culpa no crece porque sí, sino que es manipulada por la
corrupción, que dibuja las pruebas a su favor. La situación se agrava cuando el escribano, por la mañana, aprovecha que
están solos para golpearlo con una correa, “reprendiéndome el mal vicio de hurtar” (151). Si bien Pablos no hace una
crítica directa a este tipo de justicia por mano propia, aclara que el escribano actúa en soledad, como si hiciera algo
prohibido: “a hora en que toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios” (151). Por último, para
zafarse, Pablos reconoce la posibilidad de sobornar al escribano: “dineros, que es la sangre con que se labran
semejantes diamantes” (151). Con esta metáfora, se refiere a cómo el dinero es como la sangre que da vida a
semejantes personas. Es evidente que la caracterización como un diamante es irónica, pues la corrupción del escribano
no refleja valores positivos sino viles.

El accidente con el escribano termina finalmente poniendo en crisis su identidad de rico, e inmediatamente Pablos
planea huir, como hizo al irse de Alcalá, para evitar pagar las deudas contraídas con las dueñas de la posada. El plan
involucra a un nuevo grupo de atorrantes, Brandalaga y su grupo, que usan los argumentos más extremos para
mentirles a las mujeres de la posada: aseguran que vienen de parte de la Inquisición, con la gravedad que eso implicaba
en la época.

Estos nuevos amigos convencen a Pablos de seguir mintiendo para encontrar una mujer con dinero con la que casarse.
Pablos se muestra ávido de conquistar a una mujer: “Yo, negro codicioso de pescar mujer, determinéme” (153). En la
expresión “pescar mujer” se hace evidente la mirada misógina de Pablos, quien no considera a las mujeres dignas de
respeto, sino más bien objetos o animales que él puede pescar, ajeno a la voluntad de aquellas. Efectivamente, el joven
se aprovecha de la credulidad de la madre y la tía que conoce en el Prado y consigue una oferta para casarse con su hija
y sobrina, respectivamente. Lo crucial para Pablos en ese casamiento reside en la dote de la muchacha: en la época, la
dote era el conjunto de bienes que la mujer entregaba a su marido al casarse, y que el marido la recibía en propiedad.
De ahí el interés de Brandalaga y sus secuaces por favorecer la causa de Pablos y contribuir económicamente a pagar la
merienda con la que Pablos cortejará a las mujeres.

Capítulo VII: "En que se prosigue con lo mismo, con otros sucesos y desgracias que me sucedieron"

Al día siguiente, Pablos les paga al repostero y a los criados de un señor para que le lleven la merienda a la Casa de
Campo, y él se dirige hacia allí con su caballo alquilado. Las mujeres y los dos caballeros lo reciben con admiración.
Pablos, que se hace llamar don Felipe Tristán, les cuenta que ha estado muy ocupado haciendo negocios con el Rey.

A Pablos le interesa particularmente una de las dos muchachas, Ana, porque es bella y poco inteligente, mientras que
la otra es más desenvuelta. En la conversación, nota que su enamorada es inocente y crédula, pero no le preocupa,
porque a él le importan las mujeres solo para acostarse con ellas.

De pronto, ven llegar a un caballero, y Pablos reconoce en él a don Diego Coronel, quien al llegar junto a ellos trata
de primas a las mujeres y de amigos a los caballeros. Al presentarse como Felipe Tristán, Diego le dice que nunca vio
a nadie tan parecido a un criado que tuvo en Segovia, hijo de un barbero. Todos los presentes, salvo Pablos, se ríen
mucho de la ocurrencia, pues cómo podría parecerse un caballero tan principal a un pícaro tan bajo como aquel
criado. Diego se disculpa por el agravio y afirma que aquel era el hombre más ruin que él conoció. Pablos se siente
humillado y triste, pero debe disimular.

Más tarde, Pablos regresa a su casa y les cuenta a Brandalagas y a otro de los amigos, Pero López, de lo acontecido
con Diego, y ellos le aconsejan que no desista en sus intenciones de casarse. Enseguida, los tres se dirigen a la casa
de un vecino boticario donde se está jugando por apuestas. Pablos se hace pasar por un fraile benito y, engañando a
los jugadores con su apariencia, les gana todas las partidas y se queda con todo su dinero. Ante el desprecio de
todos, se despide diciendo que él solo juega por entretenimiento. La ganancia es considerable y la reparten entre los
tres amigos.

Al día siguiente, Pablos intenta alquilar un caballo, pero como no consigue ninguno, le paga a un lacayo, que está
esperando a que su señor salga de misa, para que le deje dar unas vueltas en su caballo. Al pasar por la casa de Ana y
verla asomada por la ventana, Pablos intenta un truco con el caballo, pero le sale mal y termina en un charco en el
piso. El lacayo ayuda a Pablos a subirse otra vez, pero en eso aparece don Diego, que ha escuchado la caída. Al mismo
tiempo, aparece el dueño del caballo, que empieza a pegarle y a gritarle a su lacayo por haber prestado su caballo a
un desconocido. Pablos disimula pero despierta sospechas en Diego.

Herido de una pierna por la caída, Pablos vuelve a su casa y se lleva una sorpresa: Brandalagas y Pero López han
huido, llevándose el dinero restante de su herencia y el dinero mal ganado en las apuestas. Como no tiene forma de
encontrarlos ni puede denunciarlos, decide quedarse, esperando poder concretar el matrimonio y valerse así de la
dote.

Pero Diego ha comenzado a espiarlo y pronto descubre la verdad. En la calle se encuentra con el licenciado Flechilla,
quien está muy enojado con Pablos porque, después de invitarlo a comer a lo de su hermana, no volvió a aparecer.
Convencido del engaño, Diego arma un plan: les pide a los dos caballeros amigos que intercepten a Pablos de noche y
le den una paliza. Para eso, Diego se encuentra con Pablos en la calle y, haciéndose su amigo, le obsequia su capa,
para que los caballeros lo reconozcan a oscuras. Apenas se despiden, Pablos es detenido por dos hombres que,
creyéndolo Diego, lo golpean en venganza por unos asuntos con una muchacha. El joven grita hasta que los dos se
dan cuenta de que no es Diego y se van.

Horas después, ya de noche, Pablos se acerca a la puerta de Ana, donde los dos caballeros lo golpean gravemente.
Llega Diego y, quitándole la capa, le dice que así es como pagan los pícaros mal nacidos. Pablos, sin llegar a sospechar
de don Diego, y sin entender cuál de todas las personas a las que engañó en su vida está cobrándose venganza, grita
para que lo ayuden. Acude la justicia y llevan a Pablos a lo de un barbero, que lo cura y luego lo lleva a su casa. Pablos
queda sin poder moverse, muy lastimado y sin dinero.

Capítulo VIII: “De mi cura y otros sucesos peregrinos”

Pablos despierta y encuentra junto a su cama a la huésped de la casa, llamada la Guía. Es una mujer vieja, de cara
arrugada, que ejerce la prostitución. Además, tiene una habilidad notable para aconsejar a las muchachas sobre
cómo explotar mejor sus atributos para conseguir hombres y dinero. La mujer pronuncia ante Pablos un largo
sermón, que tiene como fin último cobrarle el alquiler que él le debe.

Desgraciadamente, cuando Pablos está contando el dinero para pagarle, entran en la posada unos oficiales que
vienen a detener a la mujer y a un amante que, saben, está en ese momento con ella. Confundiendo a Pablos con
aquel, le dan una fuerte golpiza y lo arrastran fuera de la cama, mientras el verdadero amante, al escucharlos,
aprovecha para escaparse. Los oficiales ven al hombre escapar y salen detrás de él hasta capturarlo. Luego se
disculpan con Pablos por la equivocación y se llevan presa a la pareja.

Durante ocho días, Pablos debe quedarse en cama, porque está en muy mal estado de salud después de todos los
golpes. Luego, como se ha quedado sin dinero, decide aprovechar las muletas que le han puesto para salir a la calle
disfrazado de mendigo. Fingiendo una pobreza extrema, se dedica a recorrer las calles pronunciando frases
elocuentes para pedir limosna. Un día, Pablos conoce a un mendigo manco y rengo, y aprende de él nuevas
estrategias para conseguir más dinero. Finge estar gravemente lisiado, lleva una cruz y un rosario, copia las frases de
aquel mendigo, y consigue así sacarle mucho dinero a la gente.

Pablos empieza a dormir en un portal junto a otro mendigo, llamado Valcázar, de quien aprende la destreza de adular
grandiosamente a las personas que pasan por la calle. Aplicando sus enseñanzas, Pablo se hace rico. Además,
Valcázar explota a unos niños, que recogen limosna y hurtan para él, y Pablo aprende a explotarlos él mismo. Por
último, aprende un artificio de lo más rentable: él y el mendigo secuestran niños y luego reclaman la recompensa por
devolverlos a salvo.

Con la fortuna resultante, Pablos decide irse de la Corte y encaminarse hacia Toledo, donde nadie lo conoce.

Análisis

En el libro tercero, Pablos empieza a manifestar interés por las mujeres por primera vez. Combina ese interés con el
económico, y emprende la búsqueda de una esposa. Enseguida, sus valoraciones dan cuenta de una gran misoginia, un
rasgo habitual en la obra de Quevedo. El trato que el joven tiene hacia las mujeres es degradante y embustero. Si en
capítulos previos Pablos buscaba “pescar mujer” (153), ahora desarrolla un plan de engaño para engatusar a una de las
muchachas que conoció en el Prado. El grado máximo de misoginia lo alcanza en el paseo en la Casa del Campo, cuando
habla de la belleza de la muchacha, a la cual elige por sobre otra que también es bella, pero que se muestra con “más
desenvoltura” (158). Pablos prefiere a una muchacha más sumisa, a la que pueda manipular. Y agrega: “conocí que mi
desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente” (158). Pablos ve con sorpresa que la muchacha que él
corteja es muy inocente, y recurre, para describirla, a una referencia culta: un episodio del Nuevo Testamento que narra
la orden que dio el rey Herodes de ejecutar a todos los bebés menores de dos años de Belén. Este episodio es conocido
como la “matanza de los inocentes”. A modo de burla, Pablos compara a la muchacha con un bebé, por lo crédula que
es.

Para sumar al trato despectivo y machista, el joven continúa: “... pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni
bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o
con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas” (158). Su discurso asume un alto grado de
cosificación de las mujeres, a las que Pablos valora por sus atributos físicos, con el único fin de acostarse con ellas. En
ese sentido, cuanto más tontas y bellas sean, más placer le reportan. En cambio, si son inteligentes o feas, acostarse con
ellas es aburrido como hacerlo con un filósofo, como Aristóteles o Séneca, o con un libro. Termina coronando su
reflexión con un juego de palabras -“cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien” (158)-, sugiriendo que la acepción
del verbo “saber” que a él le interesa no es la que se asocia al conocimiento sino al del gusto, el sabor: una muchacha
sabe mucho, para él, si es apetitosa.

Resulta muy significativo que el personaje que venga a desbaratar la posibilidad de ascenso social de Pablos (el cual
conseguiría a través del matrimonio con Ana) sea don Diego Coronel, su primer amo. En la Casa de Campo, mientras las
mujeres y los caballeros se admiran de la apariencia grandiosa del joven, Diego reconoce en él su identidad real y busca
rebajarlo a ella: “no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un
barbero del mismo lugar” (159). Para más humillación de Pablos, los presentes se ríen de esa posibilidad, y Diego se
disculpa, admitiendo que la comparación de un caballero con un criado resulta un agravio. En este punto, el lector se
compadece de Pablos, que, sin poder defenderse por no revelar su mentira, sigue recibiendo insultos a su verdadera
identidad por parte de Diego, a quien consideraba su amigo: “su madre era hechicera, su padre ladrón y su tío verdugo,
y él el más ruin hombre y más mal inclinado que Dios tiene en el mundo” (159).

En paralelo, mientras Pablos descubre el desprecio de quien consideraba un amigo, es traicionado por sus nuevos
amigos, Brandalagas y Pero López, que desaparecen, llevándose todo su dinero. Así, las amistades de Pablos quedan
desbaratadas en estos capítulos, y se evidencia que su conducta pícara lo ha dejado en soledad una vez más.

Para sumar a la desgracia, Pablos recibe varias palizas en el plazo de unas pocas horas. Diego arma una emboscada para
que los dos caballeros lo golpeen, y para eso le da a Pablos su capa. Irónicamente, Pablos es interceptado, primero, por
dos agresores que buscan en realidad a Diego, para vengar otro asunto. Así, Pablos termina pagando no solo por sus
actos, sino también por los de Diego. Si hasta entonces, al buscar vengar la honra de sus primas, Diego representaba la
defensa de los buenos valores, con la primera golpiza que recibe Pablos queda en evidencia que aquel también es un
embustero y comete inmoralidades. La diferencia está, en última instancia, en los privilegios de clase de los que goza
don Diego, que ha aprendido a someter y a desquitarse con los más vulnerables. En oposición, Pablos, aún fiel a Diego,
no logra imaginarse que su “amigo” pueda traicionarlo: “nunca sospeché en don Diego ni en lo que era…” (165). Con
impunidad, Diego le dice a Pablos, despectivamente: “¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!” (165), mientras
es evidente que, en esa sociedad injusta y desigual, los hombres acomodados no pagan sus vilezas con la misma
moneda.

La golpiza que Pablos recibe de los dos caballeros en la puerta de Ana, sin embargo, sí funciona en la novela como un
castigo a su picardía, una retribución simbólica por todos los engaños cometidos y todas las personas traicionadas a lo
largo de su vida. Lo vemos en el comentario que hace Pablos cuando explica su aturdimiento: “no sabía lo que era -
aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o
el carcelero burlado, o mis compañeros huidos…; al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada, que no sabía a quién
echársela…” (165). Pablos, consciente de todo el daño que ha cometido, parece vivir en alerta y a la espera de que
aquello que ha hecho se le vuelva en contra de algún modo. La imagen de Pablos golpeado y arrojado a los pies de
Diego representa el sometimiento del primero al segundo, y la imposibilidad de un ascenso social real para Pablos.

Esta caída en desgracia de Pablos es complementada con la tercera golpiza que recibe: un grupo de oficiales lo golpea
gratuitamente creyendo que es el amante de la huéspeda, la Guía. Recién más tarde, cuando el equívoco es resuelto, los
oficiales le piden disculpas, pero la violencia queda impune, y el estado de salud de Pablos se agrava: “Estuve en la casa
curándome ocho días (...), diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas” (170).
No obstante, esta sucesión de caídas será compensada. Como un auténtico buscón, Pablos se las rebusca para salir
adelante. Ya sin dinero, decide lanzarse a las calles y fingir que es mendigo. Así, Pablos fluctúa sin problemas entre
apariencias de riqueza y de absoluta pobreza, siempre con el fin de conseguir dinero. Llega a vivir en un portal, en la
calle, donde conoce a Valcázar, el mendigo que le enseñará los trucos más viles que le hemos visto aplicar hasta ahora:
se dedica a explotar a niños, que mendigan y roban para él, y “la más alta industria que cupo en mendigo” (172), o sea,
secuestrar niños para luego cobrar la recompensa por encontrarlos. En este punto, Pablos ha alcanzado quizás el punto
más álgido en su picardía y delincuencia.

Con esto se termina el paso del joven por la Corte. Contrariamente a lo que él pronosticaba para sí mismo (recordemos
que buscaba desligarse de la deshonra de su familia y empezar de nuevo en la Corte, persiguiendo los buenos valores),
su paso por Madrid y la Corte ha estado marcado por un aprendizaje más profundo del delito y el engaño. Sus maestros
en esa materia han sido los hombres más atorrantes de toda la novela. Además, ese aprendizaje le ha reportado a
Pablos numerosas desgracias y castigos. Sin embargo, una vez más, logra acomodarse y retoma su viaje hacia un nuevo
destino.

Capítulo IX: “En que me hago representante, poeta y galán de monjas”

De camino a Toledo, Pablos conoce a una compañía de farsantes, uno de los cuales fue su compañero de estudios en
Alcalá. Gracias a este, Pablos puede continuar viaje con ellos rumbo a Toledo. En el viaje, Pablos se encapricha con
una mujer del grupo, una bailarina, y su marido accede a que el joven flirtee con ella a cambio de dinero. Hablan
mucho pero no llegan a concretar nada.

Al oír la representación de una comedia que Pablo recita de memoria, recuerdo de su infancia, los actores lo invitan a
unirse a ellos. Atraído por la vida del actor, y también por la bailarina, Pablos firma con el director de la compañía
teatral un contrato por dos años. Al comienzo, representa como actor algunas comedias en corrales de comedia,
teatros levantados en el centro de una manzana de casas. Cuando a la gente no le gusta o no entiende una obra, les
arroja comida a los actores.

De a poco, Pablos empieza a escribir comedias y versos. Le va tan bien que llega a forjarse un renombre y se hace
llamar “Alonso”. Enseguida se anima a escribir poesías, que resultan tan buenas que las cobra por encargo: los
enamorados le piden versos para elogiar a sus amantes, los ciegos le piden versos para recitar.

Con estas destrezas, Pablos se hace rico y consigue una casa. Pero, desgraciadamente, el director de la compañía es
procesado por unas deudas y encarcelado, con lo cual la compañía se desmembra. Sus compañeros lo invitan a seguir
viaje, pero él prefiere aprovechar el dinero y la comodidad, y se queda en Toledo.

A continuación, abandonado su oficio de actor, Pablos se convierte en galán de monjas. Durante su labor como
poeta, una monja se había enamorado de él, pero no soportaba su trabajo de farsante. Ahora, Pablos le escribe una
carta y le asegura que abandonó la profesión de actor por ella. Ella se alegra de la noticia y lo invita a la iglesia, donde
quizás podrán engañar a la abadesa de algún modo.

Pablos se pone el vestido de galán que usaba en sus comedias y se dirige a la iglesia, donde a través de la red busca
ver a su monja. Intenta hacerse amigo de la abadesa, del cura y del sacristán para facilitar su llegada a ella. Pero
Pablos solo puede verla a la distancia, a través de la red. Frustrado de pasar tantas horas en la iglesia sin poder
acercarse a ella ni tocarla, Pablos comprende que estar enamorado de una monja es como amar a un pájaro
enjaulado. Entonces, decide dejar a la monja y partir rumbo a Sevilla.

Capítulo X: “De lo que me sucedió en Sevilla hasta embarcarme a Indias”

Pablos llega a Sevilla prósperamente gracias a sus habilidades como fullero, esto es, jugador profesional tramposo.
Describe las distintas trampas que aplica en los juegos de cartas para ganar gran caudal de dinero durante el viaje. En
ese punto se interrumpe, pues no quiere llenar su relato de trampas y vicios. Sin embargo, aprovecha para dirigirse al
lector pícaro que pueda leer su libro, y le advierte sobre algunas trampas habituales, para que las reconozca y actúe
con cautela.
Con esos artilugios, Pablos llega a Sevilla con dinero y se instala en el Mesón del Moro, donde se encuentra con un
condiscípulo de Alcalá, un cuchillero a sueldo llamado Mata, al que apodan Matorral. Este lo invita a comer junto a
unos amigos y le enseña cómo comportarse con ellos, usando la capa caída, y haciendo ciertos gestos y cambios
fonéticos en su habla. Los cuatro amigos de Mata son hombres de barba y mirada fuerte, y van armados con dagas y
espadas.

Pablos, Mata y los cuatro hombres cenan y beben copiosamente hasta quedar borrachos. Conversan sobre guerra y
puñaladas, sobre rufianes famosos. Se lamentan especialmente por uno de ellos, Alonso Álvarez, que fue capturado
por un corchete. Entonces, Mata y sus amigos se preparan para ir a cazar corchetes. Pablos, que está muy borracho,
los sigue, sin advertir el riesgo que corre. Al llegar a la ronda de oficiales, los hombres sacan sus espadas, Pablos los
copia, y, entre todos, matan a dos corchetes. El alguacil y sus hombres huyen.

Pablos y sus camaradas se amparan en una iglesia, donde duermen hasta quitarse la borrachera. Sobrio, Pablos se
espanta de que la justicia haya perdido dos corchetes a manos de unos borrachos. Pronto, se les acercan unas
prostitutas, a las que Pablos llama 'ninfas'. Se aficiona especialmente con una de ellas, la Grajales, y decide juntarse
con ella hasta morir. Aprende la lengua de los delincuentes y pronto se convierte en uno de ellos. La justicia los
busca, pero ellos la despistan disfrazándose.

Sin embargo, cansado de ser perseguido, Pablos le propone a la Grajales mudarse a las Indias, para averiguar si,
cambiando de mundo, puede mejorar su suerte. No obstante, Pablos anticipa que su suerte solo empeoró allí, y
promete contar su vida en las Indias en la segunda parte de su relato.

Análisis

Los dos últimos capítulos de la novela transcurren en dos ciudades distintas de España: el noveno, en Toledo, y el
décimo, en Sevilla. En cada una de esas ciudades, Pablos tendrá la oportunidad de llevar adelante una vida nueva,
diferente de las previas. Sin embargo, todas ellas terminarán de manera desgraciada también.

En el capítulo noveno, Pablos lleva adelante una vida muy distinta a la que ha vivido hasta ahora. Se une a una compañía
teatral de farsantes, y trabaja como actor y luego como escritor de comedias. Paradójicamente, él ha sido un actor
durante su vida, al fingir identidades diversas con el objetivo de ganar dinero y comida. Ahora, esa habilidad es
reconocida y remunerada de manera oficial, y es muy exitoso en ella. Asimismo, Pablos se convierte en un poeta. De
todo ello, llega a forjarse un renombre rápidamente, lo cual parece un guiño irónico de Quevedo, que parodia la rápida
consagración como autor de poemas de un pícaro atorrante como Pablos. De ese renombre, el protagonista consigue
comprarse una casa y forjarse una fortuna.

Sin embargo, la compañía se disuelve y Pablos se las rebusca para conseguir otra forma de vida, esta vez valiéndose del
dinero que ha ganado: se convierte en galán de monjas, o como señala él burlonamente, “en amante de red, como
cofia” (178), pues su cortejo a la monja será solo a través de la red del locutorio, que los separa. En la sociedad de los
siglos XVI y XVII, el galán de monjas era una figura conocida. Se llamaba así a los caballeros y otra gente principal que
frecuentaban los locutorios de los conventos para conversar con las monjas de clausura. Además de charlar, se
intercambiaban pequeños objetos simbólicos, y la práctica se convertía así en un cortejo, aunque siempre en un plano
platónico, que casi nunca se concretaba físicamente.

Pablos se lleva una decepción porque, a pesar de hacerse amigos de todos los funcionarios del convento, y de sus
reiteradas visitas, nunca logra superar ese nivel platónico. De hecho, todo lo que ve aparece mediado por la red que lo
separa de su monja. Por eso, la imagen que describe en su relato es fragmentaria, compuesta de pedazos sin
continuidad, pues se trata de los retazos que él logra ver a través de los agujeros de la red: “... era una torrecilla llena de
rendijas toda, y una pared con deshilados (...), todos los agujeros poblados de brújulas; allí se veía una pepitoria, una
mano y acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado: cabezas y lenguas…” (181). Concluye finalmente que sus
esfuerzos son inútiles y que el encuentro será imposible: “... y todo esto, al cabo, es para ver una mujer por red y
vidrieras, como hueso de santo; es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla; y si calla, de un retrato…” (181).
Mediante un símil, Pablos reconoce que galantear con una monja de clausura es como enamorarse de un pájaro
enjaulado, si habla; si ni siquiera habla, es como enamorarse de un retrato, por su quietud y su distancia de lo real
material.

El último capítulo se abre con una referencia metatextual muy singular en la novela, en la que Pablos alude por primera
vez al libro que está escribiendo y se dirige al lector de ese libro. Viene de describir sus habilidades como “fullero”, esto
es, sus trampas (o “flores”, 183) como jugador tramposo. De pronto se interrumpe porque no quiere llenar su relato de
vicios, y lo hace recurriendo a un juego de palabras que resulta chistoso: como llama “flores” a las trampas, dice que no
quiere referir tantas flores porque “me tuvieran más por ramillete que por hombre” (183). Entonces se dirige
directamente a los lectores de su libro. Así, su interlocutor ya no es aludido como “Vuestra Merced”, un hombre elevado
que leería las memorias de Pablos; ahora su interlocutor, el lector de este libro, también puede ser un pícaro, pues
sugiere: “Y por si fueres pícaro, lector, advierte que…” (184). En cualquier caso, Pablos justifica el relato de sus
travesuras y delitos, argumentando que busca con ellos advertir al lector sobre los posibles peligros con los que puede
cruzarse: “No quiero darte luz de más cosas; estas bastan para saber que has de vivir con cautela…” (184).

En el último capítulo, Pablos se junta con un grupo de cuchilleros y se convierte en uno de ellos. Borracho, se deja llevar
por el grupo y participa de una cacería de corchetes, es decir, de funcionarios de la justicia, que termina en el asesinato
de dos hombres. Así, los delitos de Pablos alcanzan el punto más alto de la novela: ha ayudado a matar a dos personas.
A pesar del drama de la situación, todavía persiste el humor: “me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia
dos corchetes, y huido el alguacil de un racimo de uvas, que entonces lo éramos nosotros” (187). Pablo hace un chiste,
comparándose a él mismo y a sus amigos con racimos de uvas, por la cantidad de vino que han bebido.

Finalmente, Pablos se enamora de una prostituta, a la que irónicamente llama “ninfa”, y, cansado de ser perseguido por
la justicia, toma una decisión rotunda: “pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi
suerte” (187). Pablos recupera otra vez el motivo del viaje y de la búsqueda, procedimiento habitual del buscón:
emprender un viaje, mudar de ambiente y escenario, rumbo a un lugar nuevo y desconocido, donde el pícaro busca una
vida más próspera y una mejor suerte. Luego de tantas mudanzas, que siempre acabaron en picardía y persecución,
Pablos recurre a un movimiento más drástico, extremo (de ahí que sea un mudar de “mundo y tierra”, 187), que consiste
en abandonar Europa rumbo a las Indias.

No obstante, Pablos anticipa que esa búsqueda será fallida también, pues no encontrará en las Indias una mejor suerte,
sino una peor. La novela se cierra anunciando al lector que esas aventuras serán narradas en una segunda parte de su
relato, que Quevedo nunca llegó a escribir.

LISTA DE PERSONAJES
Don Pablos, el buscón: Es el protagonista de la novela, que le cuenta en primera persona su vida pasada a un
interlocutor a quien se dirige respetuosamente, llamándolo "Vuestra Merced". Don Pablos es un joven nacido en
Segovia, hijo de un ladrón y de una hechicera y prostituta, con aspiraciones a ascender socialmente y convertirse en
un caballero honrado. Sin embargo, su derrotero a lo largo de la novela se aleja notablemente de ese objetivo.
Representa la figura del pícaro, un personaje de origen miserable que se busca la vida de las maneras más ingeniosas
y viles, recurriendo a mentiras, engaños, robos y hasta asesinatos, pero su posición social nunca mejora.

Clemente Pablo: Es el padre de Pablos. Es un barbero que, además, es un ladrón y usa a su hijo mayor, hermano de
Pablos, para robarles a sus clientes de la barbería mientras él los atiende. Producto de su vileza, el hermano de
Pablos es arrestado y muere por los azotes que recibe en la cárcel. Finalmente, Clemente es condenado a la horca
por sus delitos y descuartizado por Alonso Ramplón, el tío de Pablos.

Aldonza de San Pedro: Es la madre de don Pablos, una mujer muy hermosa que se dedica a la prostitución, lo cual le
produce mucha vergüenza a Pablos y pone en duda la paternidad de Clemente. Además, Aldonza es sospechada de
hacer brujería, y termina siendo condenada a muerte por la Inquisición.

Don Diego: Es el hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga y un compañero de la escuela de don Pablos. Desde
temprano, según cuenta Pablos, se hacen amigos. Sin embargo, de acuerdo a la posición económica de cada uno,
Pablos termina siendo el criado de Diego. Juntos, emprenden sus primeros viajes solos, sin sus padres, para ir al
pupilaje y a estudiar a Alcalá, pero sus caminos terminan bifurcándose cuando don Alonso Coronel considera que
Pablos es una mala influencia para su hijo.
Diego vuelve a aparecer en la novela más adelante, cuando él y Pablos ya son jóvenes adultos y este último está en
plena conquista de una muchacha para casarse. Significativamente, Diego, que es primo de esa muchacha, se
encarga de desenmascarar los engaños de Pablos y frustrar sus planes de ascenso social. Lo humilla y le da una paliza
que lo deja muy mal de salud.

Don Alonso Coronel de Zúñiga: Es un caballero honrado y padre de don Diego, el amigo y amo de don Pablos. Decide
sobre el destino de Pablos en la medida en que lo toma como un servidor para su hijo Diego, y en cuanto considera
que Pablos es una mala influencia para su hijo, decide abandonarlo a su suerte.

Licenciado Cabra: Es un clérigo flaco, sin dientes y extremadamente pobre, que está a cargo del pupilaje a donde van
don Diego y Pablos luego de que la familia del primero decida sacarlo de la escuela. El hombre vive en la absoluta
miseria y, para ocultarla, trata de convencer a los pupilos de que lo mejor para el cuerpo es comer poco. Por su
negligencia, los alumnos sufren desnutrición y uno de ellos muere.

Ventero: Es el ventero de la venta de Viveros, a donde llegan Diego y Pablos durante su primer viaje rumbo a Alcalá.
Es un morisco con características de ladrón, que resulta cómplice de los engaños y robos que el grupo de la venta le
hace a los jóvenes recién llegados.

Cura de la venta: Es un cura que está en la venta de Viveros la noche que Diego y Pablos se alojan allí, camino a
Alcalá. Se aprovecha de los recién llegados para comer copiosamente de su comida sin pagar nada por ella.

Los rufianes: Son dos hombres que cenan en la venta de Viveros la noche que Diego y Pablos se alojan allí, camino a
Alcalá. Son los impulsores de la serie de engaños que esa noche hacen a los recién llegados. Aprovechándose de la
generosidad, el dinero y la inocencia de Diego, comen a costa de él un gran banquete sin pagar nada.

Mujercillas: Son unas mujeres que acompañan a los rufianes en la venta de Viveros la noche que Diego y Pablos se
alojan allí, camino a Alcalá. Junto con los rufianes, se aprovechan de la generosidad, el dinero y la inocencia de Diego,
para comer un gran banquete a costa de él.

El viejo mercader: Es un mercader avariento que está en la venta de Viveros la noche que Diego y Pablos se alojan
allí, camino a Alcalá. Lleva las alforjas llenas de comida y bebida, y, por su avaricia, decide no comer ni consumir nada
en la venta. Por ello, los rufianes que se aprovechan de Diego también le echan una broma al viejo, llenándole sus
alforjas de piedras y estopa.

Los dos estudiantes: Son dos estudiantes que cenan en la venta de Viveros la noche que Diego y Pablos se alojan allí,
camino a Alcalá. Al engaño de los rufianes se suman los estudiantes para aprovecharse de la inocencia de Diego. Uno
de ellos se hace pasar por un familiar de Diego, para ganarse el favor y el trato especial de este. Luego de comer a
costa de él, los dos estudiantes se ríen de Diego y lo burlan por su credulidad.

Dueño de la casa de Alcalá: Es un morisco, hospedador de Diego y Pablos en Alcalá. Pablos lo describe con rasgos
despectivos asociados a su judeidad, que dan cuenta del antisemitismo del joven. Ante esa discriminación, el hombre
golpea a Pablos y se ríe de él al verlo todo escupido por los estudiantes.

Criados de la casa de Alcalá: Son criados, pares de Pablos, que le tienden una trampa escatológica la primera noche
que duerme allí. Le hacen creer que alguien los está azotando en la oscuridad y uno aprovecha para defecar en la
cama de Pablos, de modo que, al día siguiente, el joven se despierta cubierto en excremento. Como si no fuera
suficiente, los criados se empeñan en que Pablos quede humillado frente a su amo: se empeñan en que Diego haga
salir de la cama a Pablos para que lo descubra en esa situación.

Cipriana: Es el ama de la casa de Alcalá, una mujer que reza mucho y, a la vez, es alcahueta. Junto a Pablos, se asocia
para engañar a los amos y robarles parte del dinero usado en comprar comida.

El corregidor: Es un funcionario del imperio español encargado de impartir justicia y de hacer ronda de guardia en la
escuela de Alcalá, junto a otros guardias que cargan espadas. Es objeto del engaño de Pablos, que lo convence de
iniciar una persecución falsa, consiguiendo robarle sus espadas.

Alonso Ramplón: Es el tío de Pablos, un hombre de Segovia que sirve al Rey como verdugo. Es quien envía, a través
del padre de don Diego, la noticia de la muerte de los padres de Pablos. Además, es quien guarda la pequeña
herencia que le corresponde a este. Su deseo es que su sobrino viva con él y se convierta en un hombre distinguido,
tal vez un verdugo. Pero por su vileza y corrupción, Pablos huye de él, pues el hombre representa su origen vil.

El arbitrista: Es un hombre que Pablos se encuentra en su viaje de huida de Alcalá, rumbo a Torrejón. Es un hombre
demente que se dice un asesor del Rey y ofrece soluciones descabelladas para problemas públicos. Pablos se ríe de
sus ocurrencias y el hombre interpreta su risa como aprobación a sus ideas.

El maestro de esgrima: Es un hombre que Pablos se encuentra en su viaje de huida de Alcalá, luego de pasar
Torrejón y despedirse del arbitrista. Se trata de un maestro de esgrima que, siguiendo los principios de un libro de
esgrima del maestro Luis Pacheco de Narváez, dice poder hacer maravillas con su espada. Pablos se ríe y se burla del
hombre por considerarlo un loco.

El mulato: Es un huésped de la posada en Rejas que acaba de rendir un examen para ser un verdadero maestro de
esgrima. Ante el desprecio que el maestro de esgrima loco expresa por sus colegas, el mulato lo reta a duelo. Su
aspecto es el de un verdadero esgrimista: lleva un sombrero, una daga y la cara atravesada por una cicatriz.

El clérigo poeta: Es un hombre muy viejo que Pablos se encuentra en su viaje de Rejas a Madrid. Es un poeta y un
loco. Está convencido de que sus poemas son grandiosos y juzga de brutos a quienes no lo han premiado en un
concurso de poesía. A pesar de su locura, consigue dinero vendiendo sus oraciones y sus versos a un grupo de ciegos,
locos también.

El Mellado: Es un soldado que Pablos se encuentra al salir de Madrid. Se queja porque ha ido a la Corte a pedir
reconocimiento por sus veinte años de servicio al Rey, pero no lo ha conseguido. Menciona una serie de hazañas y le
muestra sus heridas a Pablos, quien descree de sus historias.

El ermitaño: Es un hombre que se encuentran Pablos y el Mellado rumbo a Cercedilla. Es un ermitaño, es decir, una
persona que vive retirada en una ermita, dedicando su vida a la oración y al sacrificio. Contra su aspecto humilde y
austero, juega a los naipes con Pablos y el soldado, y se queda con todo su dinero.

El animero: Es uno de los amigos pícaros de Alonso Ramplón, el tío de Pablos. Es un hombre que cobra limosnas en
favor de las ánimas de difuntos, pero se queda con parte de esas limosnas para su provecho.

El porquero: Es uno de los amigos pícaros de Alonso Ramplón, el tío de Pablos. Se destaca por llevar consigo un
cuerno de animal en la mano.

El corchete: Es uno de los amigos pícaros de Alonso Ramplón, el tío de Pablos. Es un funcionario de la justicia que
admite haber sobornado a un verdugo para que suavice los azotes que le correspondían.

El hidalgo: Llamado Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, es un hombre que Pablos se encuentra
camino a Madrid. Es una persona pobre, que ha caído en desgracia luego de que se pierda la herencia de su padre,
pero elabora estrategias rebuscadas para aparentar ser un caballero y ganarse así favores de la gente para subsistir.

Cuando Pablos lo encuentra, el hombre se dirige hacia la Corte, pues asegura que allí hay recursos para todos. El
hidalgo incorpora a Pablos a su grupo de embusteros y le enseña los trucos y las mentiras de las que él se vale para
ganarse la vida sin dinero.

La madre Labrusca: Es una vieja que forma parte de la pandilla de pícaros que conoce Pablos en la Corte de Madrid.
Su rol en el grupo es el de recoger ropas y telas de la calle y luego repartirlas entre los distintos miembros del grupo.
También se dedica a vender algunas de las ropas y objetos robados por el grupo, hasta que un día la reconocen y la
llevan presa. La mujer confiesa sus embustes y los de su grupo, y todos son arrestados.

Lorenzo Iñíguez del Pedroso: Es uno de los miembros de la pandilla de pícaros que conoce Pablos en Madrid. Su
truco es sentarse a jugar apuestas con hombres distinguidos, quitarse la capa mientras juega y luego retirarse,
llevándose como por equivocación una capa más nueva que la suya.

El de las cartas: Es uno de los miembros de la pandilla de pícaros que conoce Pablos en Madrid. Se gana la vida
escribiendo cartas con noticias inventadas, que les lleva a los nobles para luego cobrarles los portes, es decir, el
servicio de entrega de esa correspondencia.
El soldado cojo: Es uno de los miembros de la pandilla de pícaros que conoce Pablos en Madrid. Se llama Magazo y
se vanagloria de haber sido un soldado, aunque en verdad fue un soldado solamente en una obra de teatro. Se hace
pasar por cojo y lleva una muleta y una pierna vendada, para disimular que le falta una calza.

Licenciado Flechilla: Es un conocido de Pablos que este se encuentra en la calle en Madrid. Convenciéndolo de que
tiene noticias sobre una muchacha que a él le gusta, Pablos consigue de él que lo invite a un almuerzo familiar para
encontrar allí algo que comer.

Merlo Díaz: Es uno de los miembros de la pandilla de pícaros que conoce Pablos en Madrid. Su estafa consiste en
pedir de beber en los conventos y luego robarse las jarras de agua.

Don Cosme: Es uno de los miembros de la pandilla de pícaros que conoce Pablos en Madrid. Se hace pasar por
curandero a cambio de dinero.

Jayán: Es uno de los presos que comparten celda con Pablos y los pícaros. Está preso por ser homosexual, lo cual da
lugar a muchos comentarios homofóbicos por parte de Pablos y los demás.

El carcelero: Es quien custodia a Pablos y a los pícaros en la cárcel. Se deja sobornar por Pablos y le da tratos
especiales, como permitirle subir a una celda privilegiada o liberarlo de los grilletes. Con su soborno, Quevedo
introduce en su novela una sátira a la corrupción de las instituciones y la justicia.

El escribano sobornado: Es un funcionario a cargo de procesar a los reos. Acepta un soborno de Pablos y, con ello,
ayuda a que él y sus amigos salgan de prisión. Asimismo, aconseja a Pablos que soborne también al relator y al
alcaide. Con su soborno, Quevedo introduce en su novela una sátira a la corrupción de las instituciones y la justicia.

Blandones de San Pablo: Es el alcaide de la prisión a la que van Pablos y los pícaros. Luego de dejarse sobornar, el
alcaide acoge a Pablos en su casa. Con su soborno, Quevedo introduce en su novela una sátira a la corrupción de las
instituciones y la justicia.

Berenguela de Robledo: Es la moza blanca y rubia de la posada donde se instala Pablos luego de salir de la cárcel. Al
comienzo, cuando Pablos la corteja, ella lo ignora por su aspecto desaliñado y pobre. Pero cuando ella y su madre
comienzan a creer que Pablos es rico y poderoso, ella responde favorablemente y muestra deseos de casarse.

La madre de Berenguela: Es la dueña de la posada donde se instala Pablos luego de salir de la cárcel, y es la madre
de la muchacha a quien Pablos quiere conquistar. Si bien, al comienzo, considera que Pablos es un hombre feo y
pobre, al creerlo un hombre rico comienza a verlo con otros ojos y planea que su hija se case con él.

Vasco de Meneses: Es el portugués inquilino de la posada de Berenguela de Robledo y su madre. Está enamorado de
Berenguela y, por lo tanto, pelea y humilla a Pablos.

El catalán: Es el otro inquilino, junto con Pablos y el portugués, de la posada de Berenguela de Robledo y su madre.
Es un hombre triste y miserable.

El escribano vecino de Berenguela: Es el hombre en cuya casa Pablos cae por equivocación, mientras busca entrar al
aposento de la muchacha de la posada. El escribano, creyendo que el joven intenta robarle, lo captura y lo golpea, e
inventa una causa que lo acusa, valiéndose de pruebas y testimonios falsos. En ese sentido, configura uno de los
personajes corruptos con los que Quevedo elabora una crítica a la justicia de su época.

Licenciado Brandalagas: Es un hombre al que Pablos contrata para que lo rescate de la posada de la muchacha y su
madre, con el fin de evitar el pago de lo adeudado. El argumento que Brandalagas usa es que quiere arrestar a Pablos
por nigromante. Con el fin de amedrentar a las mujeres, que exigen el pago de la deuda, les hace creer que viene de
parte de la Inquisición.

Después de dejarlo vivir con él y sus amigos un tiempo, y de entrar en confianza, Brandalagas termina traicionando a
Pablos y huye con todos sus ahorros.

Pero López: Es uno de los amigos de Brandalagas con los que Pablos se aloja en Madrid luego de ser rescatado de la
posada de Berenguela. Junto con Brandalagas, Pero López huye con todos los ahorros de Pablos.
Madre y tía: Son las dos mujeres que Pablos conoce en los jardines del Prado, y a las que engatusa para que accedan
a entregar en matrimonio a Ana, su hija y sobrina, respectivamente. Ambas se dejan engañar por la apariencia y los
dichos de Pablos sobre su riqueza.

Ana, la muchacha: Es la muchacha a la que Pablos conoce en los jardines del Prado, acompañada de su madre, su tía
y otra muchacha. A diferencia de esta última, Ana parece inocente y no muy inteligente ni avispada, razón suficiente
para encantar a Pablos, que prefiere a las mujeres bobas y sumisas.

Los dos caballeros: Son los dos hombres que Pablos conoce en Madrid, y que lo invitan a los jardines del Prado.
Gracias a ellos, Pablos conoce a Ana, la muchacha con la que quiere casarse. Sin embargo, ambos son amigos
también de don Diego, y son quienes terminan dándole una golpiza en venganza por sus engaños.

La Guía: Es la huéspeda de la casa de Pablos en Madrid. A pesar de ser vieja, ejerce la prostitución, y es experta en
adiestrar a las muchachas para conquistar hombres y sacar provecho de sus atributos físicos con el fin de conseguir
de ellos dinero y joyas.

Mendigo manco y rengo: Es un mendigo del cual Pablos aprende los primeros trucos para hacerse pasar por un
mendigo y conseguir buen dinero.

Valcázar: Es un mendigo gracias al que Pablos aprende a profundizar su actuación de mendigo, aplicando trucos
como la adulación, pero también recurriendo a estrategias delictivas de gravedad, como la explotación infantil y el
secuestro de niños para cobrar la recompensa. Gracias a Valcázar, Pablos puede armarse una fortuna con la cual
reponerse económicamente e irse de la Corte rumbo a Toledo.

Bailarina: Es una bailarina de la compañía de farsantes y actores que Pablos se cruza de camino a Toledo. Él se siente
atraído por ella, a pesar de que tiene marido, y es una de las razones que lo alientan a aceptar la invitación de
quedarse trabajando con la compañía teatral.

Marido de la bailarina: Es uno de los miembros de la compañía de farsantes que Pablos se cruza de camino a Toledo.
A pesar de estar casado con la bailarina, accede a cambio de dinero a que Pablos la corteje.

La monja: Es una monja de un convento de Toledo que se enamora de Pablos y le envía cartas. Por ella, Pablos se
convierte en un galán de monjas, pero, al descubrir que ese amor es solo virtual, se cansa y la abandona.

El cuchillero Mata: Es un cuchillero a sueldo, apodado Matorral, que también fue un compañero de escuela de
Pablos en Alcalá. Pablos se lo encuentra en Sevilla, y Mata lo invita a comer con un grupo de cuchilleros amigos. Entre
todos, se emborrachan y salen a matar a unos corchetes. Junto a él y su grupo, Pablos se refugia en una iglesia,
huyendo de la justicia, y se instala allí por un tiempo.

Los cuatro cuchilleros: Son un grupo de cuchilleros a sueldo, amigos del cuchillero Mata, con quienes Pablos se
emborracha y mata a un grupo de corchetes. Con ellos y con Mata, Pablos se refugia en una iglesia durante un
tiempo, huyendo de la justicia.

La Grajales: Es una prostituta que Pablos conoce en la iglesia, mientras se refugia allí con el grupo de cuchilleros.
Pablos y la Grajales se enamoran y Pablos la invita a irse con él hacia las Indias, para conseguir allí una mejor vida.
ANÁLISIS LITERARIO
SÍMOLOS
“Pablos, rey de gallos, se cae del caballo”… Durante el festival de Carnestolendas, en Segovia, Pablos es designado
"rey de gallos", es decir, debe ir a caballo con los ojos vendados y decapitar a un gallo. Sin embargo, Pablos tiene la
mala suerte de que su caballo, hambriento, se roba una verdura de una tienda, y el joven sufre la persecución de los
verduleros que creen que él les ha hurtado. Como resultado, Pablos termina cayendo en el suelo, en un charco de
suciedad y podredumbre, y su caballo muere. De esta manera, la caída de Pablos es símbolo de su imposible ascenso
social: su condición de rey es desbaratada violentamente y termina en lo más bajo, convertido en un paria, al punto
tal que ni la policía tiene ganas de tocarlo por el mal olor que lleva.

“La muerte de los padres de Pablos y la separación de Diego”… Hacia el final del primer libro de la novela, Pablos
recibe la noticia de que su padre ha sido condenado a la horca y descuartizado por sus conductas criminales, y su
madre está pronta a correr la misma suerte, luego de ser condenada por la Inquisición por bruja. Con esa novedad,
que llega al mismo tiempo que la decisión de Diego de regresar a Segovia sin Pablos (decisión alentada por su padre),
Pablos decide emprender un viaje hacia una nueva vida, en la que ya no sea criado ni subordinado de nadie, sino que
lo lleve a ser caballero. De esta manera, la muerte de los padres y la separación de Diego son símbolos del fin de la
infancia de Pablos y el inicio de una etapa adulta de su vida.

“Las heridas del Mellado”… El Mellado es un soldado que dice haber servido al Rey en la guerra y, para demostrarlo,
exhibe las heridas que contrajo en ella. Por lo tanto, para el Mellado, las heridas de su cuerpo son símbolo de su
lealtad al Rey, de haber puesto su vida y su cuerpo al servicio de él.
“La caída de la ropa del hidalgo”… De camino a Madrid, Pablos se cruza con el hidalgo Toribio. En principio, lo ve
llegar con un aspecto grandioso, de hombre noble, y supone que debe venir acompañado de un carro y criados. Sin
embargo, enseguida la ropa del hidalgo se deshace y se cae, dejándolo desnudo. Con ello, Pablos distingue que se
trata de un hombre que finge ser rico, pero que, en realidad, es muy miserable. La caída de la ropa de Toribio
simboliza, así, la frustración de una expectativa de Pablos, la desilusión y el reconocimiento de la verdadera
naturaleza del hidalgo.

“El caballo”… Durante el cortejo que hace Pablos de la muchacha Ana, él debe aparentar ser un caballero adinerado.
Para ello, se encarga de alquilar un caballo, en la medida en que ese animal simboliza grandeza y riqueza. Prueba de
lo imprescindible que es ese animal en la identidad de un caballero es la insistencia con que Pablos convence a un
lacayo desconocido que se encuentra en la calle para que le preste su caballo, luego de que todos los caballos de
alquiler han sido ocupados.

METÁFORAS Y SÍMILES
“Señor primo otra vez rásquese cuando le coman y no después” (Libro primero, Capítulo IV, 47) (Metáfora)… Este
parlamento es enunciado por el estudiante que decía ser primo de Diego en la venta camino a Alcalá. Luego de una
noche de sacar provecho del dinero de Diego, y de comer y beber a costa suya, el ventero, los estudiantes, las
muchachas y los rufianes se despiden de Diego y Pablos y se burlan de su inocencia y credulidad. En esa línea, el
estudiante usa una metáfora para representar el modo en que él y sus compañeros se han aprovechado de Diego,
como si fueran insectos que pican y comen de su carne. Siguiendo con la metáfora, el estudiante le aconseja a su
"primo" que la próxima vez se rasque, es decir, procure reaccionar y defenderse de las picaduras (de las ofensas) a
tiempo, mientras le estén comiendo la carne, y no una vez que ya es tarde y se han salido con la suya.

“Tuvímoslos de esta manera, chupándolos como sanguijuelas” (Libro primero, Capítulo VI, 59) (Símil)… Pablos
narra cómo él y el ama de casa se complotan para engañar a Diego y al mayordomo, y quedarse con parte del dinero
que el primero provee para las compras de la casa. Para representar la habilidad que ambos encuentran para llevar
adelante sus engaños, Pablos recurre al símil de las sanguijuelas: se compara a él y al ama con animales que se
alimentan de la sangre de otros organismos para subsistir. De esa forma, Pablos se jacta de la manera vil y parasitaria
en la que él y su compañera se aprovechan de lo que en realidad pertenece a Diego.

“Propuse de colgar los hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al uso” (Libro segundo, Capítulo V,
107) (Metáfora)… Pablos huye de Segovia, luego de cobrarse la herencia de sus padres, y planea dirigirse a la Corte
en busca de una nueva vida. La ventaja de la Corte es que allí nadie lo conoce y, por lo tanto, él puede empezar de
cero, sin ningún prontuario que manche su reputación. Esa idea de empezar de nuevo Pablo la representa a través de
una metáfora en la que la posibilidad de abandonar la vida vieja se compara con la acción de colgar los hábitos (esto
es, prendas conocidas, ya muy usadas), y la idea de empezar algo nuevo se asimila a la acción de sacar a relucir
prendas nuevas.

"... sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles" (Libro tercero, Capítulo IV, 137) (Metáfora)… Con este
parlamento, Pablos describe al carcelero que custodia su celda en la cárcel. Cuando descubre que, sobornándolo,
consigue que el carcelero le conceda favores (lo aloja en una celda para hombres nobles, le afloja los grilletes, le
permite contactar funcionarios a los que sobornar), Pablos comprende que la naturaleza de ese carcelero es
favorable a esas dádivas, por más ilegales que sean. Para representar esa naturaleza corrupta del carcelero, Pablos
recurre a una metáfora que representa las coimas como dátiles, como frutos gustosos para el carcelero hambriento.
Además, la palabra "dátil" no solo remite a una fruta, sino también al verbo "dar", a las dádivas monetarias que el
carcelero recibe.

“... dineros, que es la sangre con que se labran semejantes diamantes” (Libro tercero, Capítulo VI, 151) (Metáfora)
… Cuando es capturado por el escribano vecino de Berenguela, y ante la evidencia de que el funcionario procede de
manera injusta, inventando una causa en su contra, Pablos concibe otra vez la posibilidad de sobornarlo. Su idea está
amparada en la certeza que tiene sobre la conducta corrupta de los funcionarios judiciales. Así, mediante esta
metáfora, Pablos describe esa naturaleza corrupta mediante una metáfora que compara el dinero con sangre y a los
funcionarios con diamantes. Según Pablos, el dinero corre por las venas de los funcionarios como si se tratara de
sangre. Asimismo, al referirse a ellos como diamantes, busca representar su grandeza y riqueza. Sin embargo, esta
última parte de la metáfora es, sin dudas, irónica, en la medida en que no hay grandeza, sino todo lo contrario, en las
conductas ilícitas de estos personajes.

IRONÍAS
El licenciado Cabra exhorta a sus alumnos a comer poco para no tener pesadillas, pero todos terminan soñando
con el hambre que padecen (ironía situacional)… En el pupilaje, Pablos aprende lo que es pasar un hambre brutal. A
cargo del pupilaje está el clérigo Cabra, un hombre pobre y desnutrido que intenta encubrir el hambre que hace
pasar a sus pupilos y convencerse de que nadie pasa hambre allí. Por eso, durante las comidas, da lecciones a favor
de comer poco e insta a sus alumnos a que procuren no irse a dormir llenos, pues eso les traería pesadillas. Pablos
identifica de inmediato la ironía en su parlamento: no solo es imposible para ellos irse a dormir llenos, pues no hay
suficiente comida, sino que además, irónicamente, la precaución para evitar tener pesadillas da lugar a pesadillas,
fundadas en el hambre visceral que aqueja a todos los pupilos.

Pablos se refiere como "ninfas" a dos mujeres con pocos modales en la venta de Viveros (ironía verbal)… En la
venta de Viveros, Pablos y Diego conocen a un grupo de pícaros que se aprovechan del dinero de Diego para comer a
costa suya. Entre esas personas, hay dos mujeres que aparentan ser damas, pero terminan demostrando cualidades
viles y groseras, poco dignas de una dama. Pablos, atento a esa apariencia, se refiere irónicamente a ellas con esta
observación: “¿Pues las ninfas? Ya daban cuenta de un pan, y el más comía era el cura, con el mirar solo” (Libro
primero, capítulo IV, 44). El término ninfas es aquí utilizado irónicamente, pues con él quiere Pablos indicar lo
opuesto, es decir, que son dos mujeres vulgares que se aprovechan de Diego y comen vorazmente de su comida, sin
ningún atisbo de cualidad divina que merezca admiración.

Pablos refiere a los amigos del tío como a "honrada gente" en referencia a su conducta corrupta y vil (ironía
verbal)… Mediante una ironía verbal, Pablos se refiere a los amigos de su tío Alonso Ramplón de manera irónica: “Yo
que vi cuán honrada gente era la que hablaba con mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude
disimular la vergüenza” (Libro segundo, capítulo IV, 101). Luego de haber descrito las conductas ilícitas que estos
personajes presumen, es evidente que, al aludir a ellos como "honrada gente", Pablos quiere significar lo opuesto: se
trata de personas mentirosas y corruptas, que se aprovechan de su profesión para sacar provecho, mediante
sobornos e ilegalidades. De ahí que Pablos se ponga colorado y sienta vergüenza ante lo que esos hombres le
enseñan.

Pablos dice que él se ganó buena fama en Alcalá para referirse a la poca estima que le tenían allí (ironía verbal)…
Pablos describe su partida de Alcalá señalando que, para entonces, él era "bienquisto" en el pueblo, esto es, llevaba
buena fama y era estimado: “Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo, que dejé con mi ausencia a la mitad de él
llorando, y a la otra mitad riéndose de los que lloraban” (Libro segundo, capítulo I, 73). Sin embargo, si nos remitimos
al relato previo de sus andanzas en Alcalá, vemos que allí se forjó una fama de atorrante y trampista, con lo cual
podemos sospechar que su afirmación es más bien irónica. La sospecha se profundiza cuando agrega que con su
ausencia dejó a la mitad de las personas llorando: no fue precisamente un llanto de tristeza el que provocó, sino de
bronca y dolor por todos aquellos con los que contrajo deudas que quedaron impagas. De ahí que la otra mitad de la
población se ría por su partida, burlándose de todos los engañados por Pablos.

IMÁGENES
La lluvia de escupitajos que recibe Pablos: En la novela, son numerosas las descripciones escatológicas de las
vejaciones que sufre Pablos a manos de distintos personajes. Acudimos a una de esas imágenes repugnantes en la
escena en que Pablos, recién llegado a Alcalá, es recibido violentamente por sus compañeros de colegio. Sin que él se
lo espere, y por ser nuevo y tener mal aspecto y mal olor, todos comienzan a escupirlo y a reírse de él: “... fue tal la
batería y lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco,
que todos tiraban a mí; y era de ver cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza…” (51).
Pablos termina cubierto por una capa espesa y blanca de saliva y gargajos ajenos. En su relato, él describe el
resultado final de ese ataque con una metáfora que termina por dar cuerpo a la imagen visual: la copiosidad de esa
capa de escupitajos da la impresión de que hubiera caído nieve sobre él.

Pablos cubierto del excremento de un compañero: Otra de las imágenes escatológicas que construye Pablos
corresponde al momento en que relata la humillación sufrida frente a don Diego y orquestada por sus pares, los
otros criados que se alojan en su habitación de Alcalá. Luego de que ellos le tiendan una broma en la que fingen ser
azotados, uno defeca en la cama de Pablos y él, sin darse cuenta, se revuelca durante su sueño. Al día siguiente, se
despierta lleno de excremento de su compañero: "y como, entre sueños, me revolcase, cuando desperté halléme
sucio hasta las trencas... (...) Y al alzar las sábanas, fue tanta la risa de todos, viendo los recientes no ya palominos
sino palomos grandes, que se hundía el aposento" (54). Para representar su aspecto desagradable, Pablos hace un
juego de palabras en el que señala que los palominos (como se llama a las manchas de excremento) son tan grandes
que ya se han convertido en palomas grandes. La expresión se vale de un tono jocoso, pero el efecto de la imagen es
desagradable.

La golpiza que Diego y los dos caballeros dan a Pablos: Pablos narra diversas situaciones violentas de la que es
víctima a lo largo de su vida. Entre ellas, se destaca la fuerte golpiza que recibe de parte de Diego y los dos caballeros,
pues, además de su gravedad, supone la caída más precipitada para el protagonista, quien es violentado por la única
persona a la que consideraba un amigo. La escena de esa golpiza está compuesta por varias imágenes visuales que
dan cuenta del estado penoso en que queda el joven: "(...) levantáronme, y viendo mi cara con una zanja de un
palmo, y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. (...) Acostáronme, y quedé aquella noche
confuso, viendo mi cara de dos pedazos, y tan lisiadas las piernas de los palos, que no me podía tener en ellas ni las
sentía..." (165).

Según reconstruye Pablos, producto de los golpes, su rostro queda atravesado por una herida grande, a la que
compara con una zanja, pues parece partirle el rostro en dos partes. Asimismo, sus piernas quedan tan lastimadas
que no solo pierde la posibilidad de estarse en pie, sino que directamente pierde la movilidad de ellas. Como
resultado, los hombres que lo rescatan deben levantarlo en brazos, pues él no puede hacerlo por sus medios. En su
totalidad, se trata de una descripción lamentable de las consecuencias de las picardías de Pablos y de la violencia
impune que imparten los más poderosos.

La monja tapada por la red del locutorio: El vínculo que establece Pablos con la monja de clausura es a distancia y
virtual: no solo nunca llega a consumarse, sino que jamás logran reunirse directamente. Para representar esa
distancia insalvable, Quevedo utiliza una fórmula ingeniosa con la que construye la imagen inalcanzable de la monja
vista a través de la red del locutorio del convento: “era una torrecilla llena de rendijas toda, y una pared con
deshilados (...). Estaban todos los agujeros poblados de brújulas; allí se veía una pepitoria, una mano y acullá un pie;
en otra parte había cosas de sábado: cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos” (181). Describe en ella una imagen a
retazos, compuesta de los pedazos sin continuidad que Pablos logra ver del cuerpo de la monja, ya que se encuentra
tapada por esa red. La imagen fragmentaria expresa la impotencia de Pablos, al ser incapaz de acceder directamente
a la monja y verla sin mediación. La incompletitud de esa imagen es cifra de la imposibilidad de su vínculo con ella,
que nunca llegará a concretarse materialmente.

ELEMENTOS LITERARIOS
Género: Novela picaresca.

Configuración y Contexto: España, siglo XVI.

Narrador y Punto de Vista: La narración está hecha en primera persona, a cargo del protagonista de la novela. Desde
un presente de la enunciación, Pablos se dirige a un interlocutor, a quien trata respetuosamente llamándolo "Vuestra
Merced", y le relata los sucesos de su vida pasada.

Tono y Estado de Ánimo: En la narración predomina el tono irónico y burlón. A pesar de que muchas veces los
sucesos narrados son trágicos o reflejan la violencia imperante en esa sociedad, la novela no abandona su tono
jocoso. Es evidente que Quevedo elabora un retrato frío y despiadado sobre su sociedad, sobre los pobres y los
desheredados, sin ningún tipo de mirada compasiva ni de búsqueda de aleccionamiento moral.

Protagonista y Antagonista: El protagonista es Pablos, que busca ascender socialmente y convertirse en un caballero,
y su antagonista es el caballero don Diego, que opera siempre frustrando esa expectativa y acentuando su jerarquía
sobre Pablos.

Conflicto Principal: Pablos, el pícaro, aspira a ascender socialmente, pero sin éxito.

Climax: Pablos, el pícaro, presenta a lo largo de la novela aspiraciones de ascender socialmente y, si bien logra
algunos éxitos, estos siempre terminan frustrados: termina huyendo, o en la cárcel, o humillado. El clímax en la
novela se alcanza en una de esas instancias frustradas, la más intensa de ellas, que marca la caída más violenta de
Pablos. Significativamente, el responsable de esa caída en desgracia de Pablos es don Diego, quien fuera su primer
amigo y su primer amo.
Diego, primo de la muchacha a quien Pablos ha engañado para casarse, sospecha de la verdadera identidad de ese
hombre que dice ser un caballero, pero en quien él ha reconocido a su antiguo y pícaro criado. Luego de enfrentarlo
y de espiarlo, Diego logra desenmascarar el embuste de Pablos y les pide a los dos caballeros que le hagan una
emboscada y lo golpeen. Pablos recibe así una golpiza muy violenta y, mientras se encuentra en el piso, casi
inconsciente, intenta dilucidar quiénes son sus agresores. Si bien comprende que puede tratarse de cualquiera de las
personas a las que engañó en vida, jamás se imagina que esa violencia viene de Diego, a quien considera un amigo.
De esta manera, en este punto climático de la novela, Pablos repasa todas las vilezas que cometió y que persisten
impunes, e, inesperadamente, recibe la anónima traición de su mejor amigo.

Presagio: En la medida en que el relato de Pablos es el de sucesos pasados desde un presente adulto, la novela
presenta numerosos anticipos en los que previene a su interlocutor de aquello que sucederá. Así, por ejemplo, al
llegar a Alcalá, Pablos vive algunos sucesos desgraciados, como la recibida de sus compañeros de escuela, que lo
burlan y lo escupen, o la golpiza de parte del huésped que lo aloja. Sin embargo, enseguida anticipa que esas
desgracias son apenas el comienzo de una sucesión de peripecias, que contará en próximas escenas: "Pero, cuando
comienzan desgracias en uno, parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas, y unas traen a otras"
(52).

Atenuación: N/A

Alusiones: Una de las alusiones de la novela es a la figura bíblica de Poncio Pilato. La alusión se da en dos
oportunidades. La primera, cuando Diego desafía a Pablos a llamar "Poncio Pilato" a un vecino llamado Poncio
Aguirre, que es un judío converso. Se trata de una grave ofensa y acusación, que pone en duda la cristiandad del
vecino. La segunda alusión a este personaje se da en Alcalá, cuando, dirigiéndose a un morisco, Pablos le dice “no soy
Ecce-Homo”, aludiendo también al pasaje de la Biblia en que Poncio Pilato presenta a Cristo ante la multitud, al
someterlo al juicio final. Una vez más, la alusión resulta un insulto para el morisco. En los dos casos, la alusión bíblica
se hace eco de un prejuicio de la época en torno a los conversos: se ponía en duda su cristiandad y se juzgaba su
origen no cristiano.

Imágenes: Ver sección "Imágenes".

Paradoja: N/A

Paralelismo: En la novela, existe un claro paralelismo entre dos figuras antagónicas, Pablos y Diego. Mientras que en
la escuela de Alcalá Diego es recibido con admiración y amabilidad por otros hijos de caballeros, Pablos, oriundo de
una familia indigna, es recibido con discriminación y escupitajos. Del mismo modo, al final de la novela, Pablos recibe
una paliza brutal por sus mentiras, mientras que Diego, que también ha ofendido o se ha comportado vilmente con
unos hombres y una mujer, no recibe ningún castigo. Al contrario, Pablos paga en nombre de él, porque esos
hombres lo confunden con Diego y le pegan a él. En conclusión, el paralelismo que la novela establece entre los dos
personajes da cuenta de la desigualdad e injusticia social imperante: mientras que las clases altas tienen privilegios y
pueden salir impunes de sus vilezas, las clases más pobres son sometidas al desprecio y la violencia.

Metonimia y Sinecdoque: N/A

Personificación: N/A
La vida del Buscón Guía de Estudio

La vida del Buscón es una novela de Francisco de Quevedo, compuesta alrededor de 1604, y publicada por primera
vez en España en 1626, con el título Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y
espejo de tacaños. La novela es en gran parte una obra de ficción, pero contiene algunos elementos autobiográficos.
Narra la historia de don Pablos, un joven de origen humilde, y sus vanos esfuerzos por alcanzar la ascensión social.
Sus metas en la vida son, irónicamente, convertirse en un individuo honrado y en un verdadero caballero, pero las
estrategias picarescas que despliega para tal fin son viles e inescrupulosas.

La novela -la única escrita por Quevedo- pertenece al género picaresco, inaugurado en 1554 por el libro
anónimo Lazarillo de Tormes. En ella se vislumbran los rasgos fundamentales del género: la autobiografía de un
hombre humilde y desafortunado, de origen vil, que se ve obligado a abandonar su hogar por la pobreza y a buscarse
la vida; que recurre a mentiras y embustes, ya sea por necesidad o por su naturaleza viciosa, y que, si bien aspira
constantemente a mejorar su posición social, está determinado negativamente por su origen deshonroso. A
diferencia de otras novelas picarescas, que intervienen el relato de las peripecias de sus pícaros con discursos
didácticos o moralistas, Quevedo se abstiene de ello, pero construye a un pícaro que, a diferencia del Lazarillo,
alcanza altos grados de malicia.

La novela de Quevedo se hace eco de las ideas imperantes sobre las clases sociales de su época, y la difícil -o
imposible- movilidad social en ella. Además, configura una crítica sarcástica de la sociedad española en general,
denunciando la corrupción y la hipocresía que hay en ella.

El Siglo de Oro en España

El Siglo de Oro en España es un periodo de apogeo cultural y económico comprendido entre el siglo XVI y el siglo
XVII. Estrictamente, se ha precisado su extensión desde la publicación de la Gramática castellana de Nebrija, en
1492, hasta la muerte de Calderón de la Barca, el último gran escritor del periodo, en 1681.

A raíz del fin de la Reconquista de la península ibérica por los Reyes Católicos, y en coincidencia con la conquista de
América (que demostraba sus capacidades colonizadoras), se inició en España un periodo de auge, que la puso en la
mira del resto de los países de Europa. Tal como su nombre lo indica, se trató de un periodo glorioso en el que
florecieron el pensamiento, el arte y las letras españolas. El periodo también se caracterizó por una primera etapa,
durante el siglo XVI, de prosperidad política y económica también, en el que España se convirtió en potencia
hegemónica de Europa, y una segunda, en el siglo XVII, en que se experimentó un desgaste de esa hegemonía y un
agotamiento de la monarquía española, durante el reinado de los denominados "Austrias menores".

El Siglo de Oro español abarcó dos periodos estéticos: el Renacimiento del siglo XVI y el Barroco del siglo XVII. En
literatura, los primeros exponentes de la etapa renacentista fueron Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León. En
simultáneo, apareció la novela picaresca, con el anónimo El Lazarillo de Tormes en 1554, pieza fundamental de la
literatura de este periodo, que inauguraría una serie de novelas picarescas, entre las que cabe mencionar también El
Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán.

En contraste con la crisis política que comienza a vislumbrarse durante el Barroco, este periodo estuvo igualmente
caracterizado por una riqueza artística de notables alcances. En la etapa barroca, se consagraron Francisco de
Quevedo y Luis de Góngora, y las obras más relevantes del periodo son La vida del Buscón, de Quevedo, y la obra
cumbre de la literatura española, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En teatro, los exponentes del
Barroco fueron Lope de Vega y Calderón de la Barca; en pintura, Diego Velázquez y El Greco.

Francisco de Quevedo, escritor del Siglo de Oro y, en particular, del periodo barroco, fue un gran crítico de su época,
y su obra es crónica de una España que, luego de años de esplendor, se encuentra en declive. Efectivamente, unos
años después de la muerte de Quevedo, llegó el fin del apogeo del Imperio español y de su hegemonía territorial
sobre Europa. Quevedo expone en su literatura los signos de esa decadencia: los crímenes de la Inquisición y la
censura, el choque entre ricos y pobres, la degradación moral de la sociedad, la corrupción, la desidia de los reyes.
Por eso se vale de la sátira como un recurso habitual para criticar y caricaturizar esa España.

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