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EL BUSCÓN
Las tristes aventuras del Buscón don Pablos, contadas por don
Francisco de Quevedo
El Buscón, una de las obras fundamentales de la novela picaresca, es un relato de la vida del
pícaro don Pablos desde su infancia a una proyectada fuga a Indias con la que termina la obra.
Entre estos dos polos se sitúa una serie de aventuras, casi siempre catastróficas para el
personaje, que fracasa en su búsqueda de medro económico y social, y cuyos fingimientos de
nobleza son desenmascarados sin cesar.
¿Qué fortuna cabe esperar para este hijo de ladrón y hechicera, cuyo padre es ahorcado por
un tío que desempeña el oficio de verdugo? El desgraciado Pablos, cuya suerte está
determinada por su genealogía y condición social, solo conoce humillaciones mientras camina
del hambre en el pupilaje del dómine Cabra a las burlas en la Universidad de Alcalá, y de la vida
buscona con la cofradía de los bribones que viven en la corte de milagro, a la frustrada boda
con una damisela a quien ha mentido una hidalguía falsa, desenmascarada por su antiguo amo
don Diego.
Arrojado de todas partes, conocedor de las palizas y el hambre, de la cárcel y los robos de
escribanos y jueces que se venden, practicante de la vida marginal de los actores de teatro y
al fin hampón involucrado en el asesinato de unos alguaciles, expulsado definitivamente del
universo de la nobleza que intentaba escalar fraudulentamente, este pícaro decide huir a las
Indias para intentar un cambio de vida que se anuncia igualmente imposible.
El Buscón es un relato de suma crueldad, de un humor negro y violento sin resquicios, no apto
para sensibilidades dispépticas (indigestas). En una ocasión Pablos va a recoger la herencia de
su padre, delincuente ahorcado por su propio hermano, que desempeña el infame oficio de
verdugo. En un grotesco banquete que ofrece el verdugo a su sobrino y a varios amigos, comen
unos pasteles de carne, a los que echan primero un responso por los difuntos que pueden
haber usado en su fabricación (a los ajusticiados los hacían pedazos y los ponían por los
caminos para escarmiento: sugiere el tío de Pablos que algunos de esos pedazos los han
recogido los pasteleros para hacer sus pasteles). Un crítico francés, Peseux Richard, tomó este
chiste brutal —pero chiste al fin y al cabo, dirigido contra los pasteleros de la época—,
literalmente, y se escandalizó de las costumbres españolas de comerse en pasteles a los
muertos... No era aquello la nouvelle cuisine…
Quevedo no simpatiza con Pablos, cuyos embustes denuncia con acidez. No solo los de Pablos:
toda la galería de personajillos (venteros ladrones, hampones y rufianes, poetas locos, falsos
nobles, timadores de todas las categorías) que asoman por estas páginas pertenecen a la
misma clase de bergantes (sinvergüenzas y faltos de escrúpulos), y para su retrato emplea el
escritor sus mejores armas idiomáticas. Recordemos el famoso dómine Cabra, el avariento que
duerme de lado para no gastar las sábanas, en cuya casa empieza a estudiar Pablos, aún tierno.
Pero como todos los grandes libros El buscón puede ser leído de muchas maneras: revisión de
un proceso mediante el cual un niño se convierte en un pícaro a través de su deshonra familiar,
sus complejos y frustraciones; meditación moral en torno al pecado y al delito; defensa política
del sistema aristocrático contra los ataques a los fraudes del linaje y de la clase; denuncia de la
corrupción de la justicia, de las falsas apariencias, del poder del dinero, etc. Para quien se
acerque a la obra como lector de literatura (de primordial dimensión estética) sin duda brillará
en primer lugar la portentosa exhibición verbal como obra de arte del lenguaje.