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IV
Heráclito y el escuchar
Un extraño decir, que empieza con un no: οὐκ ἐμοῦ, y diciendo no, Heráclito
se pone en primer lugar: “No a mí…” Pero se pone primero tan sólo para
negarse. Que la filosofía empiece polémicamente con un no, no es de admi-
rar: es su esencia y su destino. Desde sus orígenes, la filosofía es un per-
manente y tremendo no. Un no a las tranquilas creencias del mito. Un no
a la tradición establecida. Un no al creer común de un pueblo. La filosofía
será siempre un poco como aquel feroz escolástico, que a cada tesis de su
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De asombros y nostalgia. Ensayos filosóficos | Jorge Eduardo Rivera Cruchaga
predecesor replicaba con un: ego vero contra (“yo, en cambio, afirmo lo
contrario”). Se diría que la filosofía no ha sido ―en toda su historia― sino
un inmenso y continuado ego vero contra.
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IV. Heráclito y el escuchar
El escuchar tiene algo que ver con el oír, pero no se confunde con él.
Preguntémonos, pues, en primer lugar, qué pasa con el oír, a diferencia,
por ejemplo, del ver. Y luego veremos cómo se marcha del oír al escuchar.
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De asombros y nostalgia. Ensayos filosóficos | Jorge Eduardo Rivera Cruchaga
Cuando veo una cosa, la cosa que veo está presente ante mí. El árbol
extiende sus ramas ante mis ojos, está frente a mí, está allí en persona, de
un modo inmediato: se me presenta. La primera característica del ver es la
inmediata presencia de la cosa vista.
Pero esto que así se pre-senta, no nos muestra jamás ―poniéndolo ante
nuestros ojos― su ser más íntimo y singular. Lo que en realidad se deja
ver, lo que se despliega ante nuestra vista, es su figura, su forma, es decir,
eso que los griegos llamaron el εἶδος. Lo propiamente visto es la figura y
sólo ella. Esa figura lo es de un árbol singular. De esto no cabe la menor
duda. Pero, el que lo sea no se me revela a la vista. A la vista se nos revela
―paradójicamente― una figura que es siempre, en principio, repetible.
Con esa misma figura podría haber muchos árboles, y esos árboles serían
individualmente distintos. Es lo que Platón advertirá más tarde con sin igual
genialidad: el eídos es necesariamente universal.
Pero es un error pensar que lo que veo es sólo un árbol o una casa o una
nube. A la vista jamás se muestran meras cosas aisladas. Veo el árbol contra
el fondo del cielo, surgiendo de la tierra, a cierta distancia de mí (es decir,
veo el espacio entre él y yo), y tras él veo otras cosas, una cosa tal vez, un
río o la montaña. Las cosas se ofrecen a la vista en un conjunto o, más exac-
tamente, en un campo. El campo visual es la totalidad abarcada por la vista
en cada caso. Lo que propiamente veo, cada vez que veo, es la totalidad
de un campo. Y dentro de ese ámbito lo visto tiene un extraño poder. Se
diría que el campo entero ha caído bajo el dominio de lo visto: es abarcado,
envuelto, retenido por la visión. No en vano se habla de “dominar con la
vista”, es como si las distintas cosas del campo visual, reunidos por el poder
de la visión, se entregaran mansamente a nuestro escrutinio. Verdad es
que, a veces, este escrutinio no tiene nada de manso: que rompemos la
nuez para ver lo que tiene dentro, que partimos la naranja para mirarle
cara a cara los gajos jugosos. Pero todo ello es accidental frente a la man-
sedumbre con que las cosas, una vez puestas al descubierto, se entregan a
nuestro mirar.
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IV. Heráclito y el escuchar
de la cosa que se ofrece a nuestro mirar. He aquí cómo se nos dan las cosas
en el sentido de la vista. Pero hay una característica que no hemos nom-
brado: las cosas vistas se presentan a distancia. Esta distancia puede ser
mayor o menor, pero es siempre esencial al ver. Se ve lo que está al frente.
Los propios ojos, a pesar de estamos tan cerca, no podemos verlos.
Sí, hay una distancia de las cosas vistas. Pero no hay una distancia del
campo visual mismo. El campo es inmediato a nosotros. Incluso nosotros
estamos dentro de él. Por eso el campo jamás se nos entrega como un
eidos, como figura.
Ni distante ni figural, el campo es, sin embargo, algo en cierto modo visto.
Si no, ¿cómo sabríamos de él? ¿Cómo nos enteraríamos de que hay un
campo visual? Ya dentro del campo, se dan las distancias y, por supuesto,
una cierta organización. Pero el campo mismo no está a distancia ni se
muestra como organizado visualmente en una figura. Dentro del campo,
las cosas tienen ciertamente una perspectiva y esa perspectiva forma parte
de su figura. Pero el campo mismo no tiene perspectiva. Y no lo tiene, por-
que no tiene figura.
Cuando alguno vez la vista se “pierde” a lo lejos, se pierde dentro del campo
abierto por ella misma, es decir, se pierde dentro de lo propio, se pierde sin
perderse propiamente.
Hasta ahí, la descripción del ver y de lo visto. ¿Qué pasa, en cambio, con el
oír? En el oír las cosas no nos están presentes. Entendamos bien esta afir-
mación: los sonidos sí que nos están presentes, puesto que suenan en el
oído. Pero la cosa sonora no es inmediata al oír mismo. El objeto sonoro se
hace presente en su sonar. Pero el sonido que llega a nuestro oído nos saca
fuera del oír mismo, hacia la cosa sonora, ausente del oído.
Oigo en la mañana cantar los pájaros en mi jardín. Oigo a los pájaros mis-
mos. De esto no cabe duda. Pero los oigo lejos. El oído es el sentido de
la lejanía, no de la presencia. Lo que se hace presente al oído es la cosa
ausente. El oído es el más paradójico de los sentidos. Lo presente al oído
es la ausencia de la cosa. Oigo el viento a lo lejos. Oigo el murmurar de la
fuente remota. Oigo las olas del mar en la distancia. Oigo confusamente
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De asombros y nostalgia. Ensayos filosóficos | Jorge Eduardo Rivera Cruchaga
voces, sin saber a quién pertenecen, porque las personas de quienes son
voces, no me están presente. Y es que el oído me lleva hacia fuera; y lleván-
dome afuera, me hace sumiso y atento a lo que oigo.
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IV. Heráclito y el escuchar
Ver a Dios sería dominarlo con la vista, tenerlo, en cierto modo, a dispo-
sición. Pero esto es imposible si Dios es Dios, es decir, el absolutamente
incontrolable por el hombre. Antes dejaría el hombre de ser hombre que
Dios de ser Dios. “No me podrá ver el hombre sin morir”.
“…Dijo Moisés: ‘Déjame ver, por favor, tu gloria’. Yahvé le contestó: ‘Yo
haré posar delante de ti toda mi belleza y pronunciaré ante ti el nombre de
Yahvé; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien
tengo misericordia’. Y añadió: ‘Pero mi rostro no podrás verlo; porque no
puede verme el hombre y seguir viviendo’. Luego dijo Yahvé: ‘Mira, hay
un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te
pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que Yo
haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi
rostro no se puede ver… Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por
delante de él exclamando: ‘Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a
la cólera y rico en amor y misericordia’… Al instante, Moisés [entendamos,
al oír estas palabras] cayó en tierra y se postró…” (Éxodo 33, 18-34).
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Οὐκ ἐμοῦ, ἀλλὰ τοῦ λόγου ἀκούσαντας: “No a mí, sino al Logos escu-
chando”. El Logos habla por mi boca. Lo que ustedes oyen son mis palabras,
el sonar de mis palabras. Pero mis palabras no son meramente palabras de
hombre. Si fueran eso, serían “juego de niño”, porque,παίδων ἀϑύρματα…
τὰ ἀνϑρώπινα δοξάσματα (frag. 70). Mi propia palabra es un ὁμολογεῖν, un
ir juntos con el Logos, un hablar a una con él, diciendo lo que él dice.
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De asombros y nostalgia. Ensayos filosóficos | Jorge Eduardo Rivera Cruchaga
sus ganas de escuchar. Pero esas ganas solas no bastan. ¡Cuántas veces nos
hemos esforzado vanamente por entender algo que no comprendíamos! La
sola voluntad no basta. La voluntad de escuchar es ciertamente una condi-
ción necesaria, pero no una condición suficiente.
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