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Ediciones UC

Chapter Title: Heráclito y el escuchar

Book Title: De asombros y nostalgia


Book Subtitle: Ensayos filosóficos
Book Author(s): JORGE EDUARDO RIVERA CRUCHAGA
Published by: Ediciones UC. (2016)
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/j.ctt1h64pj5.8

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asombros y nostalgia

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IV
Heráclito y el escuchar

Οὐκ ἐμοῦ, ἀλλὰ τοῦ λόγου ἀκούσαντας


ὁμολογεῖν σοφόν ἐστιν ἓν πάντα εἶναι
“No a mí, sino al Logos
escuchando es sabio con-decir
[con el Logos] que todo es uno”.
(Heráclito, fr. 50)

E ste es uno de los más célebres fragmentos de Heráclito. Traducirlo es


ya de por sí un problema. Como le sucede siempre, Heráclito habla
aquí a borbotones. Más que el discurrir de una razón serena, lo que nos
entrega son fulguraciones repentinas, algo así como relámpagos, segui-
dos por la oscuridad y el silencio. ¿De qué se habla en este fragmento?
¿Se habla propiamente acaso del Logos? ¿De la necesidad del escuchar?
¿Del ir a una con el Logos en el decir? ¿Se habla de la Sabiduría? ¿De la
unidad de todas las cosas? ¿Cuál es propia y verdaderamente el centro
del fragmento?

Un extraño decir, que empieza con un no: οὐκ ἐμοῦ, y diciendo no, Heráclito
se pone en primer lugar: “No a mí…” Pero se pone primero tan sólo para
negarse. Que la filosofía empiece polémicamente con un no, no es de admi-
rar: es su esencia y su destino. Desde sus orígenes, la filosofía es un per-
manente y tremendo no. Un no a las tranquilas creencias del mito. Un no
a la tradición establecida. Un no al creer común de un pueblo. La filosofía
será siempre un poco como aquel feroz escolástico, que a cada tesis de su

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De asombros y nostalgia. Ensayos filosóficos | Jorge Eduardo Rivera Cruchaga

predecesor replicaba con un: ego vero contra (“yo, en cambio, afirmo lo
contrario”). Se diría que la filosofía no ha sido ―en toda su historia― sino
un inmenso y continuado ego vero contra.

Pero aquí no se trata de ir en contra de una opinión anterior. No se trata


de la eterna lucha de la ἀλήϑεια contra la δόξα. Se trata de otra cosa. Se
trata de ir en contra de sí mismo, de negarse. Y de negarse, incluso, antes
de empezar a decir algo. Es una forma de cortar de raíz con un potencial a
la vez que persistente equívoco en todo hablar humano. Algo así como si
se dijera: “De partida, por favor, no me escuchen a mí; lo que vaya decir,
no lo digo yo, lo dice otro que habla a través de mí, y que es el único que
puede decirlo. Yo soy tan sólo su portavoz, su intermediario. Por consi-
guiente, ¡atención!, cuando yo hablo, no me escuchen a mí mismo, escu-
chen a ese Otro”.

Es el más radical de los comienzos, y a la vez la más radical de las verdades.


Se está diciendo que el hombre no es lo central. El hombre no es el centro
de nada, ni siquiera de sí mismo. Que el hombre está siempre fuera de sí.
Que es un constitutivo éx-tasis. Un ser esencialmente ex-céntrico. La ver-
dad se halla en este fuera. Cualquier posible “dentro” que se convirtiera en
un puro “dentro” sería el engaño mismo, lo contrario de la sabiduría, sería
la necedad total. “No a mí”, significa: “No a mí, como si yo fuera desde mí
mismo”. “No a mí, porque yo mismo soy desde fuera de mí”. “No a mí, sino
al Logos escuchando”.

No sabemos quién es este Logos de Heráclito. “Lo que Heráclito llama


logos, lo que él piensa con esta palabra ―dice Heidegger― es lo más
oscuro dentro de la oscuridad de este pensador”8. Pero, aunque no sabe-
mos, de partida, quién es este logos, una cosa sí sabemos, y es que ese
logos está por encima de Heráclito el pensador, y que el pensador Heráclito
es un pensador porque ha escuchado al Logos y porque habla por el logos,
como intermediario suyo. Sabemos que Heráclito es Heráclito en virtud del
Logos. Y que debemos ir al Logos por Heráclito. Y que lo único que importa
es “haber escuchado” al Logos. Que ese haber escuchado es “lo sabio” o la
Sabiduría o, si se quiere, la filosofía avant la lettre.

Ser sabio es estar fuera, a la intemperie. Fuera, en lo Abierto, allí donde


“todo es uno”. Ser sabio es haberse unificado a sí mismo en el logos, e ir al

8 Heraklit, GA Vol, 55 p. 239.

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IV. Heráclito y el escuchar

unísono con el logos. No es traer a sí el logos para servirse de él, haciendo


de este modo trizas al Logos uno, y que es el Uno mismo. Ser sabio es salir
de sí hacia el logos para escucharlo y para seguirlo. O, como se dirá también
en el fragmento 112:

… σοφίη, ἀληϑέα λέγειν καὶ ποιεῖν


κατὰ φύσιν ἐπαΐοντας

“… la sabiduría consiste, para los que escuchan atentamente, en decir y


hacer lo verdadero siguiendo la Naturaleza (la physis)”.

También en este fragmento se habla de escuchar o, más exactamente,


de prestar cuidadosamente oído, de estar vuelto auscultantemente hacia
aquello que se quiere oír. Y este escuchar atento se halla en conexión esen-
cial con la sabiduría. Ahora bien, lo importante es que el escuchar permite
decir y hacer lo verdadero, es decir, moverse en lo que está puesto al des-
cubierto, en lo patente, moverse en la verdad. Y este estar en la verdad
hace posible seguir el movimiento de la physis, de la realidad. El κατὰ φύσιν
parece decir aquí lo mismo que el ὁμολογεῖν del fragmento 50: el con-decir
con el Logos. Seguir a la physis es ir en la dirección de sus aguas: κατά, río
abajo. “Decir y hacer lo patente, siguiendo a la physis” = “ir a una con el
Logos y con-decir lo que el Logos dice”.

Esta abertura de la verdad y el ir en la dirección de lo verdadero que previa-


mente se ha mostrado, presupone, en ambos fragmentos, la actitud funda-
mental del escuchar. ¿En qué consiste este escuchar?

Obviamente el escuchar no es el simple oír, la mera percepción de lo


sonoro. Porque si ambas cosas fueran lo mismo, no se entendería la exhor-
tación: οὐκ ἐμοῦ, ἀλλὰ τοῦ λόγου ἀκούσαντας, “no a mí, sino al Logos escu-
chando”. Oír, lo que propiamente se oye, es a Heráclito, es la voz del pensa-
dor, sus palabras. Al Logos, en este sentido, no se lo oye. Pero, no presten
atención ―parece decir Heráclito― a lo que yo digo. No se contenten con
oír lo que aquí suena. Presten, en cambio, atención a lo que no se oye: pres-
ten atención, escuchen, al Logos, solamente al Logos.

¿En qué consiste, entonces, este escuchar?

El escuchar tiene algo que ver con el oír, pero no se confunde con él.
Preguntémonos, pues, en primer lugar, qué pasa con el oír, a diferencia,
por ejemplo, del ver. Y luego veremos cómo se marcha del oír al escuchar.

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Cuando veo una cosa, la cosa que veo está presente ante mí. El árbol
extiende sus ramas ante mis ojos, está frente a mí, está allí en persona, de
un modo inmediato: se me presenta. La primera característica del ver es la
inmediata presencia de la cosa vista.

Pero esto que así se pre-senta, no nos muestra jamás ―poniéndolo ante
nuestros ojos― su ser más íntimo y singular. Lo que en realidad se deja
ver, lo que se despliega ante nuestra vista, es su figura, su forma, es decir,
eso que los griegos llamaron el εἶδος. Lo propiamente visto es la figura y
sólo ella. Esa figura lo es de un árbol singular. De esto no cabe la menor
duda. Pero, el que lo sea no se me revela a la vista. A la vista se nos revela
―paradójicamente― una figura que es siempre, en principio, repetible.
Con esa misma figura podría haber muchos árboles, y esos árboles serían
individualmente distintos. Es lo que Platón advertirá más tarde con sin igual
genialidad: el eídos es necesariamente universal.

Pero es un error pensar que lo que veo es sólo un árbol o una casa o una
nube. A la vista jamás se muestran meras cosas aisladas. Veo el árbol contra
el fondo del cielo, surgiendo de la tierra, a cierta distancia de mí (es decir,
veo el espacio entre él y yo), y tras él veo otras cosas, una cosa tal vez, un
río o la montaña. Las cosas se ofrecen a la vista en un conjunto o, más exac-
tamente, en un campo. El campo visual es la totalidad abarcada por la vista
en cada caso. Lo que propiamente veo, cada vez que veo, es la totalidad
de un campo. Y dentro de ese ámbito lo visto tiene un extraño poder. Se
diría que el campo entero ha caído bajo el dominio de lo visto: es abarcado,
envuelto, retenido por la visión. No en vano se habla de “dominar con la
vista”, es como si las distintas cosas del campo visual, reunidos por el poder
de la visión, se entregaran mansamente a nuestro escrutinio. Verdad es
que, a veces, este escrutinio no tiene nada de manso: que rompemos la
nuez para ver lo que tiene dentro, que partimos la naranja para mirarle
cara a cara los gajos jugosos. Pero todo ello es accidental frente a la man-
sedumbre con que las cosas, una vez puestas al descubierto, se entregan a
nuestro mirar.

La vista domina a sus objetos y los retiene en su poder. Y los domina y


retiene abriendo un dominio campal en el que los objetos se nos muestran
sumisamente.

Presencia inmediata del objeto, carácter universal de la figura que presenta


la cosa ante la mirada, totalidad del campo, dominio de la vista y sumisión

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de la cosa que se ofrece a nuestro mirar. He aquí cómo se nos dan las cosas
en el sentido de la vista. Pero hay una característica que no hemos nom-
brado: las cosas vistas se presentan a distancia. Esta distancia puede ser
mayor o menor, pero es siempre esencial al ver. Se ve lo que está al frente.
Los propios ojos, a pesar de estamos tan cerca, no podemos verlos.

Sí, hay una distancia de las cosas vistas. Pero no hay una distancia del
campo visual mismo. El campo es inmediato a nosotros. Incluso nosotros
estamos dentro de él. Por eso el campo jamás se nos entrega como un
eidos, como figura.

Ni distante ni figural, el campo es, sin embargo, algo en cierto modo visto.
Si no, ¿cómo sabríamos de él? ¿Cómo nos enteraríamos de que hay un
campo visual? Ya dentro del campo, se dan las distancias y, por supuesto,
una cierta organización. Pero el campo mismo no está a distancia ni se
muestra como organizado visualmente en una figura. Dentro del campo,
las cosas tienen ciertamente una perspectiva y esa perspectiva forma parte
de su figura. Pero el campo mismo no tiene perspectiva. Y no lo tiene, por-
que no tiene figura.

¿Qué es entonces, propiamente, lo que vemos: el campo o las cosas en su


figuralidad? Tanto lo uno como lo otro, y al mismo tiempo. Campo y figura.
Porque ambas cosas se copertenecen, se dan necesariamente juntas.

Cuando alguno vez la vista se “pierde” a lo lejos, se pierde dentro del campo
abierto por ella misma, es decir, se pierde dentro de lo propio, se pierde sin
perderse propiamente.

Hasta ahí, la descripción del ver y de lo visto. ¿Qué pasa, en cambio, con el
oír? En el oír las cosas no nos están presentes. Entendamos bien esta afir-
mación: los sonidos sí que nos están presentes, puesto que suenan en el
oído. Pero la cosa sonora no es inmediata al oír mismo. El objeto sonoro se
hace presente en su sonar. Pero el sonido que llega a nuestro oído nos saca
fuera del oír mismo, hacia la cosa sonora, ausente del oído.

Oigo en la mañana cantar los pájaros en mi jardín. Oigo a los pájaros mis-
mos. De esto no cabe duda. Pero los oigo lejos. El oído es el sentido de
la lejanía, no de la presencia. Lo que se hace presente al oído es la cosa
ausente. El oído es el más paradójico de los sentidos. Lo presente al oído
es la ausencia de la cosa. Oigo el viento a lo lejos. Oigo el murmurar de la
fuente remota. Oigo las olas del mar en la distancia. Oigo confusamente

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voces, sin saber a quién pertenecen, porque las personas de quienes son
voces, no me están presente. Y es que el oído me lleva hacia fuera; y lleván-
dome afuera, me hace sumiso y atento a lo que oigo.

Al hablar del sentido de la vista, decíamos que lo que propiamente vemos


no son las cosas aisladas, sino el campo visual en su totalidad. Y cabe
entonces preguntarse: ¿hay para el oído algo así como un campo auditivo?
Normalmente oímos distintas cosas sonoras, cuyo sonar puede ser simul-
táneo o sucesivo. Hay un transcurrir de los sonidos y un sucederse de unos
a otros o de unas constelaciones de sonidos a otras. El sonar acontece for-
malmente de un modo temporal. En la vista podemos, sin duda, ir sucesi-
vamente de una cosa a otra. Pero esta sucesión es, en el caso de lo visto,
meramente accidental al ver. Las cosas se dan a la vista siempre en forma
compacta: lo que se nos da es la integridad de un campo, dentro del cual,
naturalmente, muchas cosas pueden ir cambiando sin que el campo visual
mismo cambie. Y si éste cambia, como cuando dirijo la vista en otra direc-
ción, su cambio no es algo que propia y formalmente se presente ante la
vista, sino algo previo al ver y condicionante suyo.

No sucede lo mismo con el oír. El sonar de las cosas se prolonga en el


tiempo. Cada sonido tiene su lugar propio en la sucesión temporal. No hay
un horizonte de los sonidos, sino un transcurso de ellos. Ciertamente un
sonido puede destacarse sobre el fondo de otros sonidos (en la orquesta,
por ejemplo). Pero ese fondo no es un campo de todos los sonidos, sino un
sonido más entre los muchos sonidos que hay.

El único horizonte del sonar es el silencio. Pero el silencio desaparece con el


primer sonido. Cuando el silencio no ha sido roto y no hay más que silencio,
entonces sí que se produce una especie de campo sonoro, pero, paradóji-
camente, un campo sin nada dentro. Este campo u horizonte del silencio es
la suprema lejanía. En él el oído se adentra y se pierde. Al revés de lo que
sucede con la vista, en lo que el campo nos es inmediatamente cercano,
tanto que nosotros mismo estamos dentro de él, en el silencio somos lleva-
dos lejos de nosotros; el silencio es lejanía pura. Cuando el oído se pierde
en la lejanía del silencio se pierde en lo ajeno, en lo absolutamente otro.
El silencio es, quizás, por eso mismo, la forma más impresionante de lo
sagrado. Tibi silentium laus, se lee en los monasterios de la Tropa: El silencio
es para ti alabanza. Porque en el silencio se hace presente lo Otro, lo más
poderoso que nosotros, lo que nos domina. Nadie puede dominar el silen-
cio, sino que, por el contrario, es dominado siempre por él.
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IV. Heráclito y el escuchar

En el silencio, salimos de nosotros. “No a mí, sino al Logos escuchando”, dice


Heráclito. ¿No será este Logos el supremo silencio que convoca y congrega
todas las cosas en la unidad de eso que no es cosa, sino lo enteramente dife-
rente de toda cosa, una especie de nada o silenciosidad de las cosas?

Resulta entonces palmario que el oído es el sentido de la humildad. El


mismo Dios que le decía a los israelitas que no podían verlo. porque si
lo vieran morirían, ese mismo Dios le ordena a su pueblo: Shemá Yisrael,
“escucha Israel…”

Ver a Dios sería dominarlo con la vista, tenerlo, en cierto modo, a dispo-
sición. Pero esto es imposible si Dios es Dios, es decir, el absolutamente
incontrolable por el hombre. Antes dejaría el hombre de ser hombre que
Dios de ser Dios. “No me podrá ver el hombre sin morir”.

“…Dijo Moisés: ‘Déjame ver, por favor, tu gloria’. Yahvé le contestó: ‘Yo
haré posar delante de ti toda mi belleza y pronunciaré ante ti el nombre de
Yahvé; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien
tengo misericordia’. Y añadió: ‘Pero mi rostro no podrás verlo; porque no
puede verme el hombre y seguir viviendo’. Luego dijo Yahvé: ‘Mira, hay
un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te
pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que Yo
haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi
rostro no se puede ver… Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por
delante de él exclamando: ‘Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a
la cólera y rico en amor y misericordia’… Al instante, Moisés [entendamos,
al oír estas palabras] cayó en tierra y se postró…” (Éxodo 33, 18-34).

¿Qué es entonces el escuchar? Nos preguntamos ahora por el escuchar


a diferencia del mero oír. Escuchar es alejarse de sí para ir hacia el otro,
hacia lo otro. Pero se va hacia lo otro no para dominarlo, sino para dejarlo
hablar y sujetarse a él. Al revés de la vista, en el escuchar no son las cosas
las que se entregan sumisas a nosotros, sino nosotros los que nos some-
temos a las cosas.

Por eso, la palabra escuchar está en relación con la palabra obediencia.


Obedecer, ob-audire, es escuchar sometiéndose. Ακούειν, ὑπ-ακούειν,
escuchar, obedecer, también en griego son palabras íntimamente relacio-
nadas. ὑπ-ακούειν, obedecer, es literalmente, en griego, oír sometiéndose
o someterse oyendo. Incluso en el idioma coloquial oír y escuchar puede

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significar obedecer. Y esto no sólo en español, sino también en otros idio-


mas: “¡Oye de una vez por todas!” puede significar, en español: “¡Hazme
caso!”, “¡obedece!”. Hör mal endlich, en alemán, puede tener también este
mismo significado.

Escuchar es más que oír. Y si ya en el oír se producía una sumisión a la cosa


sonora, en el escuchar nos sometemos expresa y voluntariamente a ella.
Escuchar es esa cosa fantástica que sucede cuando le decimos a alguien:
“Habla, que soy todo oídos”. “Ser todo oídos” es haberse convertido entero
en un oír, es no querer otra cosa sino seguir lo que el otro nos dice, estar
atentos a él, aceptar su palabra, aceptarlo a él mismo. Posiblemente es eso
―justo eso― lo que quiere decir el ἑπαΐω del griego, que vimos aparecer
en el fr. 112. Convertirse entero en oídos, hacerse disponible, estar some-
tido, obedecer.

Οὐκ ἐμοῦ, ἀλλὰ τοῦ λόγου ἀκούσαντας: “No a mí, sino al Logos escu-
chando”. El Logos habla por mi boca. Lo que ustedes oyen son mis palabras,
el sonar de mis palabras. Pero mis palabras no son meramente palabras de
hombre. Si fueran eso, serían “juego de niño”, porque,παίδων ἀϑύρματα…
τὰ ἀνϑρώπινα δοξάσματα (frag. 70). Mi propia palabra es un ὁμολογεῖν, un
ir juntos con el Logos, un hablar a una con él, diciendo lo que él dice.

El pensar humano ―la Sabiduría, la filosofía― es en el hombre tan sólo


una respuesta a la palabra del Logos, es decir, a la palabra del Ser mismo. El
decir humano ―explica Heidegger― es siempre una respuesta (Ant-wort) y
jamás mera expresión por medio del lenguaje. En efecto, el lenguaje mismo
sólo llega a ser en virtud de este decir originario. Re-diciendo cuidadosa-
mente la Palabra del ser, el decir pensante del hombre se inserta en las
estructuras del lenguaje humano, esto es, de la palabra-respuesta, y anti-
cipa esta contrapalabra adelantándose al lenguaje aguardante y todavía no
hablado, para que de esta manera el lenguaje tenga su morada en la pala-
bra del silencio. Al desplegar su ser, el lenguaje barrunta la palabra y no es
otra cosa que este barruntar mismo9.

La palabra humana, en cuanto ὁμολογία del Logos, no puede decir sino lo


que dice el Logos, ya que ella es la respuesta nacida de un escuchar que se
ha hecho todo oídos para el Logos. Ahora bien, el decir del Logos no es otra
cosa que el Logos mismo. Logos, λέγειν es reunión, recogimiento. Logos es

9 Cf. Das Wesen der Philosophie, p. 23.

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IV. Heráclito y el escuchar

la unidad de lo múltiple, es lo uno de todas las cosas. Por tanto, Logos es


el Ser, en cuanto distinto de todo ente. Los entes son lo múltiple y variado,
son lo diferente. El Ser es lo uno de esa multiplicidad: la armonía de los
diferentes (Fr. 8). Por eso, el que ha escuchado el Logos no puede decir en
su decir-respuesta otra cosa que lo que el Logos dice y lo que el Logos hace:
ἓν πάντα εἶναι: Todo es uno.

Sin embargo, escuchar no es tan fácil como quizás podría parecer. En el


escuchar ―decíamos― nos sometemos explícita y voluntariamente a la
cosa sonora. En el escuchar nos hacemos “todo oídos” para ella. Pero el
problema está en que esta sumisión no depende solamente de nosotros,
no está plenamente en nuestra mano. Si lo estuviera, el hombre sería
dueño de su escuchar. Pero no es así: el hombre no es dueño de escuchar
lo que quisiera. Por supuesto que no hay escuchar sin voluntad de escuchar.
Pero sólo con ello tampoco hay escuchar. El escuchar es un don, y este don
se recibe siempre inesperadamente. Cuántas veces hemos oído una frase o
leído un escrito sin que entendiéramos verdaderamente lo dicho en ellos.
Pero, de pronto, un buen día, sin saber por qué, sin haber intervenido noso-
tros mismos, repentinamente se nos abre el sentido de lo que allí se decía.

En el Evangelio se cuenta que, después de su resurrección, Jesús se apa-


reció a sus discípulos y les dijo: “Esto es lo que yo os decía cuando estaba
aún con vosotros: que era preciso que se cumpliera todo lo que estaba
escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos de mí. Entonces
―sigue diciendo el Evangelio― les abrió la inteligencia para que entendieran
las Escrituras” (τότε διήνοιξεν αὐτῶν τὸν νοῦν τοῦ συνιέναι τὰς γραφάς)10.
Les abrió el νοῦς. El νοῦς, es aquí la inteligencia auditiva, la inteligencia que
está en el oír. Los apóstoles habían leído y escuchado muchísimas veces
esas palabras de la Escritura y, sin embargo, no los habían escuchado propia
y verdaderamente. Su νοῦς estaba cerrado para ellas. El Cristo resucitado
les abre el νοῦς, lo abre de par en par: διήνοιξεν, y sólo entonces compren-
den, es decir, escuchan la palabra. Συνιέναι ―comprender― significa, lite-
ralmente, ir-con, “ir a una con” aquello que se comprende. Es lo mismo que
el ὁμολογεῖν del fragmento 50 y que el κατὰ φύσιν del fragmento 112. Ir a
una con lo escuchado, comprender, no es algo que hace el hombre cuando
quiere, sino que es un don que el hombre recibe desde fuera de él: es el
don de escuchar. Este don presupone la buena disposición del que escucha,

10 Lucas 24, 44-45.

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sus ganas de escuchar. Pero esas ganas solas no bastan. ¡Cuántas veces nos
hemos esforzado vanamente por entender algo que no comprendíamos! La
sola voluntad no basta. La voluntad de escuchar es ciertamente una condi-
ción necesaria, pero no una condición suficiente.

En el fragmento 1 de Heráclito leemos:

“Pero, aunque este Logos es siempre, no lo entienden los hombres antes


de oírlo ni después de haberlo oído por vez primera. Y aunque todas las
cosas suceden conforme al Logos, los hombres se parecen a los que no
tienen experiencia, aun cuando hayan experimentado las palabras y obras
tal como yo las expongo distinguiendo cada cosa según Naturaleza y expli-
cando cómo es. Pero a los demás hombres se les oculta lo que hacen des-
piertos, de la misma manera como se les oculta a los dormidos”.

No basta haber oído. Ni basta siquiera ponerse a escuchar. Para llegar


efectivamente a escuchar, es necesario intentar una y otra vez la salida
de sí hacia el Logos. No basta haber escuchado una vez: ἀξύνετοι γίγνοται
ἄνϑροποι καὶ πρόσϑεν ἢ ἀκοῦσαι καὶ ἀκούσαντες τὸ πρώτον: “no lo entien-
den los hombres antes de oírlo ni después de haberlo oído por vez pri-
mera”. “Cuando se lee a Hegel por primera vez ―decía Heidegger a sus
alumnos― es muy poco lo que se entiende. Por eso es necesario leerlo
muchas veces por vez primera”. Quería decir que es necesario reconocer
que no se lo entiende, y luego insistir en actitud auscultante una y otra
vez, a fin de estar abierto para el instante preciso ―para el kairós― en
que, de pronto, como un regalo, se nos da el escuchar en profundidad. Este
escuchar viene de fuera de nosotros y viene como un don inesperado, vale
decir, desde un tiempo sobre el cual no tenemos control.

Cuando se ha aceptado que no se entiende algo, se está en camino hacia


su comprensión. Pero solamente en camino. La filosofía es Sabiduría, no
sólo porque es un saber altísimo y arduo, sino ―sobre todo― porque es
el saber de los dioses, que ellos a veces nos dispensan por pura gracia.
Lo difícil está justamente en aceptar que no se sabe, que se es ignorante.
Normalmente creemos saber lo que no sabemos y entonces reemplazamos
el hablar del Logos por nuestras propias opiniones humanas, meros “jugue-
tes de niños”. En tal caso, ἀξύνετοι ἀκούσαντες κωφοῖσιν ἐοίκασι· φάτις
αὐτοῖσιν μαρτυρεῖ παρεόντας ἀπεῖvαι (fr. 34). “Escuchando sin compren-
der, se parecen a los sordos. Bien atestigua el proverbio contra ellos cuando
dice: estando presentes, están ausentes”.

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