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Capítulo 10.

Cuatro somos multitud

Viernes eligió en el bosque el árbol cuya madera le pareció más apropiada para
construir la piragua que nos habría de sacar de la isla. Trabajamos duro durante meses.
Otra vez hubo que cortar el tronco, desbastarlo y ahuecarlo. Cuando la terminamos, solo
el traslado hasta la orilla del mar nos llevó más de medio mes. La colocamos sobre
rodillos y la arrastramos palmo a palmo, empujando con todas nuestras fuerzas.
Después le añadí un ancla, un mástil y una vela triangular hecha con pieles y remiendos
de lona. Por fin, la botamos al mar e hicimos algunas cortas singladuras1 bordeando la
costa para probarla. Viernes era un bravo remero. Un día fuimos hasta las rocas que hay
frente a la desembocadura del riachuelo, otro día bajamos hasta “la playa de las pisadas”
y en otra excursión remontamos el litoral rumbo norte, que es acantilado2 y con
abruptos farallones3. La prueba nos satisfizo: la canoa era muy marinera4. Ya solo nos
quedaba esperar el fin de la estación de las lluvias para hacernos a la mar y navegar
hasta la tierra caribe de Viernes, es decir, llegar a lo que yo suponía la isla de Trinidad o
el continente.

Con esto había entrado ya el año 27º de mi estancia en la isla. A mediados de diciembre
ultimamos los preparativos del viaje. Fue uno de esos días cuando Viernes descubrió
espeluznado otro desembarco de salvajes. Esta vez las canoas eran tres, así que los
invasores debían de ser entre doce y quince. Mi criado estaba convencido de que habían
venido a buscarlo a él para devorarlo.

‒Yo disparar, amo.

A nuestro favor estaban las armas de fuego y el factor sorpresa. En contra, el número de
invasores, pues el catalejo me reveló que eran veintiuno, que habían llegado en cinco
canoas y que traían tres prisioneros para darse un festín.

‒Amo, yo disparar. ¡Pum, pum!

Yo tenía escrúpulos de matar. En cambio, a Viernes matar a sus enemigos no le


acarreaba ningún problema de conciencia: eran enemigos, así que su muerte estaba más
que justificada. Las bárbaras costumbres de los salvajes eran una prueba de que Dios los
había abandonado.

Fue una guerra sin cuartel5. Me embosqué con mi criado tras unos matorrales cerca de la
desembocadura del río y vi que los caníbales se habían sentado en la arena para comerse
la carne del primer prisionero. Algo apartado, cerca de los primeros árboles de la playa,

1
singladura: distancia que recorre un barco en un día.
2
acantilado: costa cortada verticalmente.
3
abrupto: escarpado, que forma una gran pendiente; farallón: roca alta y tajada que sobresale en el
mar.
4
marinera: manejable y que navega muy bien.
5
guerra sin cuartel: guerra a muerte.

1
había un hombre maniatado, al que habían dejado boca abajo en la arena. Sin duda le
esperaba el turno de ser asado. Advertí que era blanco porque tenía barbas y vestía a la
europea. Viernes y yo nos acercamos gateando y avanzando con cautela entre la
espesura para acercarnos a él sin ser vistos. Nuestro plan era desatarlo y liberarlo sin
llamar la atención de los caníbales, que practicaban el ritual de siempre, bailaban y
comían. Estábamos a punto de salir de los matorrales, cuando se aproximaron tres
salvajes con la intención de descuartizarlo y asarlo en la hoguera, así que no había
tiempo que perder.

‒ ¿Listo, Viernes? Tú dispara al de la izquierda.

‒Sí, amo.

‒ ¡Fuego, Viernes!

Yo también disparé. Tumbamos a los dos.

Mientras Viernes apuntaba al tercero, salí a descubierto, corrí hacia el prisionero y le


corté las ataduras de los pies.

‒ ¿Quem eres?‒le pregunté en portugués.

‒Cristiano ‒dijo él.

‒ ¿De qué país?

‒Español.

Le di un trago de ron, que bebió con ansia, y lo ayudé a ponerse en pie, pues tenía los
miembros entumecidos.6 Los salvajes que rodeaban la hoguera, sorprendidos por el
humo, los disparos y la fulminante caída de sus tres compañeros, gritaban despavoridos.

‒Dadme la escopeta ‒dijo el barbudo español.

Le tendí una pistola, apuntó a un salvaje y lo derribó. Luego, los tres, el español,
Viernes y yo, hicimos varias descargas que abatieron a unos cuantos caníbales. Dos o
tres salieron huyendo hacia el bosque, y Viernes arrancó tras ellos con el hacha en alto.
Los demás corrieron hacia las canoas. El español y yo hicimos nuevas descargas de
mosquete. El balance final fue de diecisiete muertos. Cuatro de los indígenas lograron
escapar en una canoa, alguno probablemente herido.

En una de las dos piraguas abandonadas encontramos a otro prisionero maniatado. Lo


desaté y le di una botella de ron. De pronto Viernes se abalanzó sobre él, lo abrazó y
empezó a darle besos y a cubrirlo con lágrimas, al tiempo que se reía de júbilo.

‒¡Ta ta ta kuak, kuak! ‒decía en su extraño dialecto.

6
entumecidos: impedidos, que apenas podía moverlos a causa de las ataduras.

2
Luego lanzó escupitajos, gritó, brincó y bailó alrededor del prisionero haciendo
fenomenales cabriolas.

‒¡Ta ta ta kuak, kuak! ‒repitió.

Después le frotó las manos y los pies, que estaban hinchados por las ligaduras. Yo le
alargué a Viernes la botella de ron para que la friega con alcohol surtiera más efecto.
Por fin, mi criado me presentó al prisionero:

‒Ser mi padre‒y volvió a abrazarlo y a besarlo. Entonces supuse que «¡ta ta ta kuak,
kuak!» debía significar en su dialecto caribeño algo así como “¡Oh, oh, oh, padre mío!”
Me conmovió el gran afecto filial que sentía mi buen salvaje Viernes.
Después de la batalla, los cuatro comimos unas tortas y pasas, regadas con sorbos de
ron. Me acordé de aquella canción juvenil que había oído cantar a un viejo lobo de mar
en un cafetín del puerto de Hull: «¡Yo-jo-jó, y una botella de ron!» Tanto Papá Viernes
(lo llamaré así) como el español se repusieron un poco, pero apenas podían dar dos
pasos por efecto de las crueles ataduras, así que los transportamos hasta mi residencia.
Una vez allí, Viernes y yo hicimos una choza para cada uno de nuestros huéspedes en el
exterior de la empalizada, techada con ramas, y tiramos sendos camastros de paja de
arroz para que se tumbaran a descansar. Luego mandé a Viernes que matara un cabrito y
lo asase.
Fue un gran banquete. Viernes hacía de intérprete con su padre y con el español, que
chapurreaba su lengua nativa. «Bueno, Robinson Crusoe, ya somos una comunidad»,
me dije. Aparte los loros, los gatos y los cabritos, yo reinaba sobre tres súbditos
sumisos, cada cual, por cierto, con su religión propia. Viernes era protestante como yo;
su padre, pagano y caníbal; y el español, católico, o sea, obediente al Papa de Roma. No
tenía inconveniente en que así fuese: decreté la libertad de conciencia en todos mis
dominios.
La situación era esta: según Papá Viernes, no había que temer una invasión de
caníbales, pues los cuatro fugitivos en canoa irían diciendo que en la isla había
“hombres lanzafuegos que mataban a distancia”, así que nadie osaría acercarse por
aquellos derroteros. Por el español, que se llamaba don Pedro, supe que en tierra firme
vivían dieciséis compatriotas suyos, náufragos del barco que había encallado en las
rocas, que hacía la ruta de Buenos Aires a La Habana.
‒Nos salvamos diecisiete ‒dijo don Pedro‒. Los demás murieron. Logramos llegar al
continente, pero allí estamos mucho peor que vos, Robinson Crusoe. Sin provisiones,
sin armas de fuego, sin barcos para escapar…
Yo me quedé en silencio, meditando. Al fin dije:
‒Don Pedro, tengo un plan para escapar de esta isla.
‒ ¿De veras? ‒replicó, bastante incrédulo.
Entonces le conté que tenía una piragua con la que podíamos llegar a la costa
continental.

3
‒Traeremos aquí a sus compañeros ‒le dije‒. Sembraremos el triple de arroz y de cereal,
salaremos más carne de cabra, secaremos más uvas y haremos muchos quesos, y así
tendremos suficientes viandas para todos. Y mientras sembramos y recogemos la
cosecha, construiremos un bote grande que nos traslade a Brasil o a las islas Barbados,
ya veremos.
‒Es un buen plan. Pero necesitaríamos tablones de diez metros de largo y medio metro
de ancho, por lo menos, para construir el barco.
‒En esta isla hay robles gigantescos. Sin embargo ‒añadí caviloso, dando varias
chupadas a la pipa‒, hay una cosa que me preocupa.
‒ ¿Qué es, señor Robinson Crusoe?
‒No sé, no sé…‒dije receloso‒. No creo que me convenga. Este plan es demasiado
arriesgado para mí.
‒ ¿Cómo, señor Robinson Crusoe? ¿Qué decís? ¿Por qué?
‒Temo ser traicionado, don Pedro.
‒No lo permitiré.
‒Pongamos que el viaje sale bien, pero que en vez de llegar a Brasil o a una colonia
inglesa, desembarcamos en Nueva España.7 ¿Qué será de mí, entonces? Soy inglés y no
soy papista. Me denunciaréis, y las garras despiadadas de los curas de la Inquisición8
caerán cobre mí. Prefiero que me devoren los caníbales.
‒Nunca le traicionaremos ‒aseguró don Pedro‒. Sería una canallada. ¿Y con qué
objeto? ¿Qué sacaríamos en limpio? Además, no tenemos por qué ir a una colonia
española.
‒Bien. Pongo dos condiciones. Primera: todos sus compañeros me jurarán lealtad sobre
los Santos Evangelios.
‒Lo harán, se lo aseguro. Y le juro por mi honor, señor Robinson Crusoe, que yo
también le seré leal. Daré mi vida por usted si es preciso. Se la debo.
‒Segunda condición: yo seré el capitán del barco.
‒Por supuesto.
Las firmes palabras de don Pedro me convencieron para llevar adelante el plan.
Además, ¿qué otra oportunidad podía tener para salir de la isla? Así que durante medio
año nos dedicamos a buscar y marcar los árboles útiles para construir el barco, a trabajar
la tierra, cuidar las vides y aumentar el rebaño de cabras. Por fin, autoricé a don Pedro y
a Papá Viernes a ir en canoa para buscar a los dieciséis españoles que habían
conseguido salvarse del naufragio. Viernes y yo los despedimos una noche de octubre
con luna llena.
‒Don Pedro, no me traigáis a nadie que no haya jurado lealtad ‒le advertí.

7
La Nueva España era el virreinato español que hoy corresponde a México.
8
La Inquisición española tenía fama de sanguinaria en toda Europa.

4
‒Por supuesto que no, capitán Crusoe ‒me contestó‒. Volveré pronto.
Viernes se despidió de su padre con grandes abrazos.
‒ ¡Fssss, kuak! ‒le decía, por lo que pude deducir que aquello significaba: “adiós,
padre”.
Viernes y yo los vimos alejarse en la piragua mientras yo pensaba que, si la suerte nos
sonreía, aquel plan podría sacarme de la isla en la que había pasado más de media vida.
Pero las cosas no salieron según lo previsto, pues, tal y como dice el refrán, el hombre
propone y Dios dispone.

***

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