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(A falta de Prólogo voy a utilizar dos cuentos.

El primero es de mi autoría
y está dedicado a 1917, una de las mejores bandas de Argentina. La
respuesta a este cuento es de Alejandro Sabransky, líder de dicha
formación. Después de leer ambas historias, decidí que son la mejor
introducción para este libro).

No Name

La idea nació en el Bar Vikernes, como tantas otras ocurrencias


peligrosas.
Eran casi las tres de la mañana y frente a Alejandro y Nahuel ya
había una veintena de vasos por la mitad. Esta visión no sorprendía al
dueño del bar: conocía las extrañas costumbres de los líderes de 1917.
Después de escupir cada concepto, o de mascullar entre dientes, ellos
tomaban al azar un vaso de la mesa, sin mirar su contenido y sin
preocuparse demasiado por su efecto.
En este momento puntual en el que empezamos a conocerlos,
Alejandro está con un vaso de su ginebra favorita “lágrima del sol”,
escuchando la respuesta de Nahuel a alguna pregunta que nos hemos
perdido por llegar tarde.
- Bienvenido a la nada. Sin dudarlo.
Ale asiente, y apura un trago. El brebaje pasa por su garganta con
intenciones piromaníacas, pero llega hasta el estómago viendo frustrado su
cometido.
Es el momento de uno de los tantos silencios que hay en sus
encuentros.
El problema está ahí, inexorable, flotando sobre los vasos. Después
de “Brutal, Miserable Drama” no saben qué hacer. Es uno de los mejores
momentos de la banda. La repercusión internacional, los invitados de lujo,
todo abre un escenario de posibilidades. Pero hay una lucha interna entre
los dos cabecillas de la banda. Alejandro quiere experimentar; el otro día
hizo un riff inspirado en un tema de Venom y se lo quiso imponer a
Nahuel. Todo derivó en el clásico portazo de alguno de los dos.
- Me llegó un mail de Santiago Repetto. – Dice Ale.- Para él la intro
prólogo es una cagada.
- Decile que el prólogo de él es lo único bueno del libro.
Este comentario hace nacer las primeras sonrisas de la noche. Con un
gesto Nahuel pide que acerquen más bebidas.
La ocurrencia que mencionábamos en el génesis de este cuento nació
a las 5 AM. Como siempre, nunca sabremos quién la sugirió, pero fruto de
ella, en menos de 15 minutos se encontraron frente a las puertas del
cementerio.
Muchas veces lo habían recorrido, buscando inspiración, la voz del
destino gritándoles en la cabeza el sendero que debían tomar, o
simplemente un poco de paz mental. Hoy sería el escenario en el que
dirimirían el destino de su banda.
Se miraron, y atravesaron la entrada del camposanto.
Sin necesidad de ponerse de acuerdo, recorrieron el camino hasta la
lápida anónima que tanto tenía que ver en sus vidas.
Nahuel se arrodilló y ayudado por un pañuelo, limpió
cuidadosamente la superficie de aquel mojón testimonial que no había
cumplido el propósito de perpetuar un nombre.
Mientras miraba las maniobras de Nahuel, Alejandro estaba inquieto.
La luz de un nuevo día se gestaba sobre la línea del horizonte.
No se sentía cómodo cuando se disipaban las sombras. Ni siquiera
recordaba de qué iban a hablar. Quería decirle a Nahuel que deseaba irse,
que sentía pasos, que había más sonidos que de costumbre, pero éste seguía
limpiando la losa.
El sol ya iluminaba toda la necrópolis, pero había tinieblas que no se
diluían. Las penumbras tomaron forma al desprenderse de ellas la
oscuridad ajena y en un instante se dieron cuenta que estaban rodeados de
unos seres de apariencia casi tan repugnante como su fétido aroma. No era
un ejercicio muy arduo imaginar la procedencia de ellos. Cambiaron las
posiciones ante estas presencias: Alejandro cayó de rodillas y Nahuel se
incorporó.
El anillo del horror se estrechó lentamente. El hedor era insoportable
y quemaba las fosas nasales de ambos.
- Estamos perdidos… - Se resignó Alejandro.
- No. – Repuso Nahuel - Nadie puede estar perdido en su propio
hogar. Adiós, Alejandro…
Dicho esto, caminó hacia las criaturas, las cuales se corrieron a su
paso. Acarició a la más pequeña y siguió con su desgarbado andar, sin
prestar atención al nuevo ritual de sangre y gritos que comenzaba a sus
espaldas.

Santiago Repetto
Otro encuentro en el Bar Vikernes.

Buscando inspiración, intentarlo perderla, o simplemente porque las


bebidas son algo más baratas allí, encontrábase el escritor Santiago Repetto
en el casi inmundo bar Vikernes. A tres mesas de distancia estaba yo,
ojeando la trascripción manuscrita de un libro cuyo título no viene al caso.
Mis dificultades con el latín me estaban manteniendo bastante
ocupado, así que de no ser porque no había nadie más en el local
probablemente ni habría notado su presencia.
Faltando dos minutos para la medianoche -es curioso, pero recuerdo
haber consultado mi reloj- ingresó al infame tugurio un hombre alto y
delgado, de aspecto demacrado. Lucía pálido, casi enfermo, y su
desgastado traje y su paso algo vacilante no hacían más que acentuar su
aspecto fantasmal. Pero lo que más me impresionó fue su rostro,
extrañamente familiar pero a la vez oscuramente lejano, como un recuerdo
inasible. Como sea, su aparición en el Vikernes me produjo un inexplicable
malestar, y a mi curiosidad inicial se le sumó una vaga sensación de
alarma, difícil de describir y, hasta ese momento, imposible de justificar.
El hombre posó su mirada en Santiago, y lo mismo hice yo. Santiago
estaba a su vez mirando al extraño, con las cejas enarcadas evidenciando
sorpresa. Su rostro se serenó de inmediato -aunque mas bien pareció
esbozar una tenue sonrisa- mientras observaba al extraño sentarse en su
mesa, frente a él.
- ¿Sabés quién soy, Santiago?
- Sí. - respondió el interpelado, con la mirada clavada en el recién
llegado.
- Bien. - asintió en hombre.- ¿Me vas a invitar un trago?
- Sí, sí, ¡claro!
En cuestión de segundos el hombre estaba sorbiendo un whisky ante
la mirada extasiada de Repetto.
- Estuve leyendo tu obra, Santiago. Lejos de parecerme el mediocre
trabajo de un novato, me pareció sencillamente una mierda.
- Oh... - atinó a susurrar el joven escritor, visiblemente afectado. Su
sonrisa había desaparecido por completo, dando paso a una penosa mueca
de desazón.
- ¿Cómo osas transitar los oscuros laberintos del espíritu, desentrañar
los más oscuros secretos del Abismo, revelar los más odiosos rostros de la
Noche, intentando a la vez hacerte el gracioso? Que me afanes, y
torpemente, dicho sea de paso, lo acepto. No sos el primero, y ciertamente
no serás el último.
- No, espere. - se defendió Santiago - Yo no le robo a usted. Creo que
tengo mi propio estilo pero en lo concerniente a usted, su herencia ha hecho
escuela, ha marcado a cientos de escritores, ha esculpido una forma de
Horror que ejerce un efecto magnético y cautivante del que acaso ningún
amante del género puede escapar.
- Bueno, sí, ponele... - concedió en espectral sujeto con un mal
actuado desdén – Pero lo tuyo es diferente, Santiago. Es como pegarle
calcomanías de Racing Club al ataúd carcomido del Navegante... Es como
hacer una versión cumbiera de una canción del primer disco de Mercyful
Fate... Es como pintarle bigotitos y pijitas a los Demonios de los grabados
del Necronomicón...
- No, no, aguarde - lo interrumpió Santiago, entre irritado y solemne-
Usted, con todo respeto, no ha abordado mi trabajo desde la óptica
adecuada. Mi desprecio hacia lo convencional, hacia lo estupidizante de los
estándares descaradamente diseñados desde las oficinas de los editores y
los dueños de los medios, mi aversión a todo lo considerado correcto por
una sociedad que ha dado la espalda al arte en pos del beneficio
económico, moldeando para ello el gusto de la gente, mutilando la
creatividad, la liberdad de expresión, la innovación, haciendo a un lado las
ideas frescas y arriesgadas, maniatándolas, frente a la dicotomía...
- Cerrá el orto.
- Bueno.
Ambos bebieron en silencio por unos minutos, la mirada de Santiago
clavada en su vaso y la del hombre recorriendo el bar con aire ausente.
Mientras tanto, yo me devanaba los sesos intentando recordar dónde había
visto a ese rostro antes. Por un segundo pensé... pero no, no podía ser, por
supuesto.
- Mirá, petiso - retomó el hombre, ya con un tono decididamente
afable - En realidad lo tuyo no está tan mal. Exageré un poco, pero bueno,
como bien sabés, yo siempre fui así.
- Ah... yo... bueno... - Santiago balbuceaba – El realidad... No sé qué
pensar....
- Vos seguí como venís hasta ahora. Vas muy bien, posta. Cada tanto
se me concede subir un rato...
¿Subir?
- ...y te vi acá, y se me antojó un trago... No te pongas mal. Lo tuyo
va bien, seguí tus instintos, pues fuerzas más grandes que nosotros han
posado sus miradas sobre vos. Eso es buena señal, o mala, depende por
dónde se lo agarre.
Santiago lo observaba con el ceño fruncido y la boca entreabierta.
Casi se podía escuchar el torbellino de pensamientos dentro de su cabeza.
- Ahora tengo que irme. - se despidió el sujeto, poniéndose de pie y
reacomodando la silla vacía- Gracias por el whisky, y te aseguro que nos
vamos a volver a ver, algún día.
Tras saludar a Santiago con una leve inclinación de cabeza se dirigió
hacia la puerta de salida, y una vez que la hubo abierto se detuvo y posó
por primera vez su mirada sobre mí.
- Sí Nahuel, soy yo.
La sangre se heló en mis venas, mientras las sombras de la noche
devoraban al espectral visitante.

Alejandro Sabranzky
LCD

Hay lecciones que sirven para tener una vida mejor, e incluso hasta
sirven para conservarla.
Hoy Leo aprendió una de ellas, muy importante: No todo lo que se
hace entre risas es bueno. Y no todos los que hacen las cosas riéndose son
buenas personas.

www.sexychatlive.net

El link apareció como un banner molesto, en el medio de su página


preferida de deportes.
Cuando quiso cerrarlo, al deslizar el Mouse por encima, el banner
pasó a ocupar la mitad de la pantalla y la X para cerrar desapareció,
reemplazada por la palabra CLOSE. Leo guió el cursor hacia ahí y al
apretarlo se abrió otra ventana que le decía ћаскање y dos rectángulos con
opciones да Y курс.

Dudó entre reiniciar la pc o elegir una opción, que obviamente iba a


ser una trampa más. “Puedo reiniciarla después”.

курс

Trampa.
En su barra inferior pudo ver cómo aparecían tres ventanas más. Su
página de deportes había quedado relegada.
Frente a él tenía una de las clásicas porn pages con Chat y web cam
en vivo.
Se sintió sucio, a pesar de saber que su oficina estaba cerrada y que
igualmente ningún compañero o superior entraría sin golpear.
Había nueve pantallas con web cams, y nueve cabezas de mujeres
moviéndose con delay.
Todas lo miraban.
Con pesar, tuvo que reconocer que el efecto de esas miradas en
conjunto era muy logrado.
El deseo y la curiosidad relevaron por un momento a la suciedad que
sentía. “Ok, mientras no me pidan la tarjeta de crédito puedo probar”.
La elegida fue Cii Redhead, (el color del pecado). La pantalla se
amplió. Nadie pidió ningún número hasta ese momento, así que Leo se
recostó en su silla y se aprestó a disfrutar.

- Желите да гледам?

La pregunta del Chat lo entristeció.


¿Qué idioma era ese?
- English? Contestó Leo. No dominaba mucho el inglés, pero tendría
más chances.

- Ok. Just answer yes or not. - Fue la respuesta de la mujer.


-Желите да гледам?

“Perfecto, se ve que esta página juega al azar”

- Yes. (Lo que sea)

La pelirroja se quitó la remera verde. No tenía sostén, sus senos eran


adolescentes, con pezones cónicos y rosados
- Хоћеш ли престати да гледате?

- YES!

La pelirroja volvió a ponérsela. Y una sonrisa gigante apareció en su


cara.

“Graciosita”

- Желите да гледам?


- Желите да гледам???

Esta vez no se la iba a hacer tan fácil a la señorita Cii “pezones


sexies”.

- No

- Ok.
Y la cam se apagó.

- YES YES YES!!! Yes?

Leo no se dio cuenta de que no estaba respirando hasta que volvió a


prenderse la cam y reapareció la pelirroja. Ahí soltó el aire en un suspiro
aliviado.
Ella se estaba divirtiendo. Él estaba intrigado.
- Желите да гледам?

Esta era fácil: YES

Ella asintió, satisfecha y la remera verde volvió a desaparecer.

- Хоћеш да носим мајицу?

No iba a repetir el error.

- NO

La sonrisa se hizo más grande.

- Желите да гледам?

- Yes

Cii se alejó de la cámara y se sentó al borde de la cama que estaba a


sus espaldas.
Solamente el teclado inalámbrico tapaba su entrepierna.
Leo quiso adivinar entre las sombras y rogó que nadie le pidiera el
número de tarjeta de crédito, porque esta vez dudaría.

- Желите да гледам?

- YES
El teclado quedó a un costado. Y ahora escribía con una sola mano,
porque la derecha estaba ocupada abriendo su vagina. El acolchado era de
color negro y combinaba maravillosamente bien con su piel blanca, su pelo
rojo… y su abertura rosada.

La Cam hizo una toma un poco más elevada. Cii apoyó su cabeza
sobre una almohada que estaba bajo el acolchado.

- Желите да гледам?

- YES

Cii se dio vuelta, se arrodilló de espaldas a Leo y apoyó la frente en


la almohada, ahora usando las dos manos para separar sus nalgas.

Mi tarjeta, mi DNI, mi contraseña, pidan lo que quieran.

Una mano abandonó su función reveladora y tecleó.

- Желите да гледам?

- YES

La mano volvió a juntarse con su compañera. Los dedos se tocaron,


como hablando entre ellos, y producto de esa charla estuvieron muy de
acuerdo en introducirse en los dos orificios disponibles.
Leo se olvidó por completo de dónde estaba y le concedió a su pene
la liberación que hacía rato que éste estaba reclamando con golpes en su
pantalón.
En la pantalla, los dedos competían por ver qué mano era la primera
en esconderse en el cuerpo de Cii. La competencia era muy pareja.
El icono de un parlante apareció en el ángulo derecho. ¿Sonido? YES
Los gemidos de Cii sobresaltaron a Leo, quien tuvo que apresurarse a
bajar el volumen.
¿Habría escuchado alguien? Miró hacia la puerta, como si pudiera
adivinar a través de la madera.
Al volver la vista, Cii estaba arrodillada en la cama. En sus manos
tenía un vibrador mediano.

- Желите да гледам?

Por primera vez, la pregunta había salido de su boca, en lugar del


teclado. La voz también sonaba muy joven. De los parlantes salía un sonido
agudo como fondo.

- YES

Cii puso la misma cara divertida que cuando había vuelto a ponerse
la remera. ¿Otra trampita?
Se recostó en el colchón, chupando golosamente el vibrador, sus
piernas abiertas, enloquecedoras.
Leo se pegó a la pantalla, sus extasiados ojos estaban apenas a
centímetros del monitor, pero fue arrojado hacia atrás de un golpe cuando
vio lo que estaba pasando.
Cii corrió el acolchado. No había ninguna almohada. El sonido
agudo de fondo se transformó en un llanto, sofocado hasta ese momento,
pero que ahora sacudía los parlantes. Era inconfundible e inimitable. Era el
llanto de un bebé.
Unas risitas empezaron a tapar el llanto. Eran las risitas de Cii. Leo
la miró a los ojos. Todavía seguía con el vibrador en la mano.

- NO NO NO NO NO NO NO

Las risitas se hicieron risas.

- NO NO NO NO NO NO NO NO

Cii dejó de reírse, pero la sonrisa seguía ahí. Miró hacia su mano
primero, después miró a la cama. Hizo un guiño exagerado, con todo su
rostro y dio la espalda a la cámara.

- NO NO NO NO NO NO NO NO NO

Leo arrojó al piso de un manotazo el monitor LCD de 27 pulgadas (


12 cuotas de 157 pesos con su tarjeta, la tarjeta con la que le que habría
pagado a Cii) pero los parlantes sobrevivieron un segundo más. Un
segundo que llenó de agudos la oficina.

¿Adónde estaría pasando todo eso?

¿QUÉ ERA EXACTAMENTE “ESO”?

Se apretó la cabeza. No era real. Había sido un fake seguramente.


Qué tendría que hacer? ¿Denunciar el hecho? ¿Cómo? ¿Qué iba a
decir?
Su mano izquierda buscó el paquete de cigarrillos en el bolsillo de su
camisa. Fue inútil, hacía dos años que había abandonado el vicio. Se sintió
insultado ante eso y rasgó el bolsillo.
- ¿Leo?
- ¿Leo?
- ¿Señor Díaz?
Las voces eran de sus compañeros, y venían a través de la puerta,
pero Leo miraba hacia los parlantes tirados.
- ¿LEO? ¿ESTÁS BIEN?
- ¿Se encuentra bien, Díaz?
En su mano izquierda colgaba el pedazo de tela blanca, como el
mejor ejemplo de su derrota. Mientras tanto, su mano derecha contestaba a
las voces tecleando en el escritorio vacío.
N
O
N
O
N
O
N
O
Rey

El Rey acarició las cortinas negras que adornaban (tapaban) las


ventanas de su habitación.
Por simple curiosidad, examinó el grosor de las mismas. El ancho
de sus dedos índice y pulgar entraba en el borde de la tela. ¿De qué
tela estaban hechas? ¿Seda, satén? Más tarde le preguntaría cuál era
la denominación correcta al jefe artesano del reino.
Después de la muerte de su esposa, el Rey sentía cada vez más
curiosidad, más ganas de aprender.
Podía pasar horas mirando una esclava y aprendiendo cómo se
enhebraba una aguja, o dedicar una tarde completa a ver cómo
arreglaba un tobillo un médico.
Todas sus preguntas tenían una inmediata respuesta. El único
silencio fue el del cielo cuándo preguntó el porqué de haber perdido a
su mujer. Fue sólo un momento hereje, y ya había pedido perdón en
sus oraciones.
En esas modestas elucubraciones se encontraba cuando su
chambelán le anunció que el Ministro de guerra estaba afuera y
solicitaba autorización para ingresar. Con un distraído gesto de su
mano dio el asentimiento.
El Ministro entró en las habitaciones del Rey.
Llevaba en sus manos el parte diario de batalla. Estaba doblado
y con el lacre todavía tibio.
Con una reverencia, el Ministro lo depositó en manos del Rey.
El sello del Ministerio había desparramado el lacre en algo
parecido a una flor de sangre.
Parece una herida… pensó el Rey. Pero no lo es.

- Quiero ver un muerto.

El Ministro reaccionó tarde. ¿Había escuchado eso realmente?

- ¿Su excelencia?

- Quiero ver un muerto. Sus informes de batalla son prolijos y


detallados, pero lo que se escribe como bajas propias y enemigas son
cadáveres. Quiero ver un cadáver.

El Ministro inmediatamente se ubicó en tiempo y espacio, no por


nada su puesto había sobrevivido a tres Reyes.

- ¿Su majestad quiere que ingrese al palacio dicho cadáver o


desea observarlo afuera?

- Mmm, tráiganlo a esta habitación. Hoy mismo.

- Así será, excelencia. (El arte de intercambiar los tratamientos


protocolares frase por medio, sin repetirse, había sido parte de su
supervivencia)
La estudiada floritura con la que se despidió el Ministro no fue
apreciada por el Rey, quién ahora miraba embelesado la lámpara de
su mesa de noche, preguntándose cómo funcionaba.

II

La orden de un rey no admite discusiones.


La de un Ministro tampoco.
Los soldados buscaron en el campo de batalla algún cuerpo que
estuviera lo suficientemente entero… como para los ojos de su
majestad.
Una camilla, en condiciones mucho mejores que las que
utilizaban para los heridos, fue el medio de transporte con el que
llevaron al muerto hacia las habitaciones de las cortinas negras.
La procesión, encabezada por el Ministro, e impulsada por dos
Tenientes vestidos de gala, atravesó los portales del palacio con
solemnidad y gesto adusto. Pero ninguna galantería pudo evitar el
hedor que nacía bajo las sábanas de esa camilla, y tampoco impidió las
miradas preocupadas que cruzaron los miembros de la corte ante esta
nueva inquietud de su curioso Rey.

- Su Majestad… - El Ministro hizo un gesto abarcativo con su


enguantada mano como si estuviera presentando un tesoro exótico.

- Deposítenlo en el suelo y retírense.


Los tenientes se apresuraron a obedecer. Si tenían suerte,
podrían lavar a tiempo sus ropas de gala en lugar de tener que tirarlas.

El Ministro no tenía ese problema. Su investidura le permitía


tener todas las ropas que quisiera. Su único problema en ese momento
era el temor que le provocaba su Rey.
¿Qué sería la próxima vez?
Con un sudor frío bañando su espalda, se despidió dejando solos
al Rey y el muerto. (Esas palabras juntas en su cabeza sonaron como
una poesía maravillosa)

III

El Rey esperó a que se fueran todos y recién ahí tapó sus narices
con un pañuelo embebido en el mejor perfume de Grenouille. No podía
demostrar debilidad ante sus súbditos, y mucho menos ante el
Ministro. Dentro de su curiosidad también estaba el querer saber lo
que escondían esas exageradas reverencias.

Al correr las sábanas que tapaban el cadáver, el perfume de


vainilla no fue barrera suficiente para repeler al hedor. Todo lo
contrario, vainilla y podredumbre establecieron una rápida alianza
para un ataque combinado, mucho más intenso.

La bilis se subió a la boca del Rey, quien la escupió en el pañuelo


antes de arrojarlo lejos de sí.
Ante él, estaba el cadáver de un ¿soldado? ¿un campesino?
Había olvidado preguntar esas cuestiones.
Era pequeño, cuando la vida lo sostenía en pie habría medido un
poco más de metro y medio.
Dentro de la bola de sangre y tierra que era su cabeza se podían
ver unos mechones de pelo rubio.
Un ojo entreabierto miraba a la nada con un gris acerado.
La existencia se le había escapado por el orificio que tenía en el
pecho, y ni al Rey ni a él les servía mucho el saber con qué habían
atravesado su cuerpo.

Y pensar que hasta hoy había creído que la sangre y el lacre se


parecían…
El lacre era similar a la sangre, pero a la sangre de los libros
ilustrados que estaban en su biblioteca.
En el campo de batalla, se mezclaba con el barro, con los
excrementos y orina, con la bosta de los caballos, con lágrimas.
No había laureles de gloria u olivos de paz para los muertos, solo
pasto reseco pegado al cuerpo.

En estos minutos que se pasó mirando al cadáver, aprendió


mucho más que leyendo los infinitos partes de batallas, con sus
números y el lenguaje tan cuidado y protocolar como las salutaciones
de su redactor, el Ministro.

En el último parte seguramente estaría incluido el cadáver que


hoy lo acompañaba. Lo tomó de la mesa y se dispuso a leerlo. El lacre
ya estaba seco y resquebrajado.
En esa tarea se encontraba, cuando sintió a sus espaldas una voz:

- ¿No es extraño que en todas las batallas supuestamente estamos


logrando victorias que rechazan al enemigo lejos de nuestras fronteras,
pero estos triunfos se logran cada vez más profundamente en tu reino?

La espalda de su majestad se puso dura. Su cuello se negaba a


girar para comprobar lo que ya sabía. Alguien había hablado. Y por
simple descarte, no había otra posibilidad.
Mientras juntaba el coraje necesario para darse vuelta, se dedicó
a leer el encabezado del parte.
Era cierto lo que había dicho el… el… él. La comarca de la
última batalla estaba unos 10 kilómetros dentro de los límites del
Reino.

Otra vez, la voz:

- Un Rey sólo puede servir a su Reino. Un Ministro puede servir


a otros Reyes.

La furia le hizo olvidar la rigidez, se dio vuelta. ¿Qué esperaba


encontrar? ¿Alguien parado, alguien sentado? El despojo seguía en la
camilla y nada en él parecía indicar un cambio.
IV

La ejecución del Ministro fue privada.


De hecho, el hachazo que sesgó su cabeza sólo adelantó en
minutos la muerte.
Toda la sangre que había perdido en la amputación de sus manos
y en su lengua arrancada lo había dejado al borde del final.
El Rey asistió al cumplimiento de su orden.
Junto a él estaba el nuevo Ministro de Guerra.
Sin medios para mentir, el ex funcionario se despidió del mundo
sin reverencias y florituras. Esta vez se arrastró de otra manera, más
literal, hasta el cadalso.

El reemplazante aprendió la lección rápidamente, se redoblaron


las batallas, se reforzaron los escuadrones y el enemigo en forma
pausada fue retrocediendo.
Cada noche el nuevo Ministro miraba agradecido sus manos y
dormía feliz al tener el control sobre ellas.

En los siguientes meses, todo el palacio estaba resignado al hedor


que venía de las habitaciones del Rey.
Todas las excentricidades de su Excelencia eran aceptadas sin
preocupación, ya que hacía mucho tiempo que en el Reino no se veía
tanta prosperidad.

La economía estaba en su punto más alto, el fin de la guerra


significó el regreso de los soldados a sus hogares, y esas manos dejaron
de empuñar espadas para comenzar a trabajar la tierra.
Cuando caía el sol, los ex guerreros, ahora labradores, volvían
hablando alegremente. Sus hijos corrían a buscarlos en los caminos
donde antes posaban sus ojos tristes esperando la vuelta de las
interminables batallas.

Unas alianzas estratégicas con antiguos enemigos, a cambio de


tierras indefendibles, sellaron la paz tan necesaria.

La bonanza seguía en esas tierras al cumplirse el año de la


muerte del Ministro traidor.

En la relativa soledad de sus habitaciones, el Rey brindó con un


rincón oscuro por la beatitud que imperaba en sus dominios.

Se acostó para dormir, y sintió como en ese rincón comenzaba


una acalorada, pero sigilosa discusión.
Los gusanos que formaban su asamblea no compartían las
mismas ideas, pero el Monarca sabía que al despertar se sentaría a
desayunar dándoles la espalda, y recibiría siempre el mejor consejo.
Valor

No hay héroes. Solo sobrevivientes.


El héroe no puede permitirse un error. Nadie queda tras él.
En la vida real hay muchos detalles que hacen imposible la
existencia de héroes.
Todo eso traté de hacerle entender a Gisela, mi mujer, cuando me
dijo por cuarta vez en el mes “Hay ruidos”.
No habíamos llegado todavía a nuestro primer año de casados, y yo
ya estaba agotado.
Ya bastante tenía con el hecho de despertarme cuando Joaquín,
nuestro bebé, empezaba a llorar en la cuna que teníamos al lado de la cama.
El dos ambientes en el que vivíamos me asfixiaba casi tanto como las
responsabilidades de padre y marido.
Volviendo al tema, debo reconocer que ella tenía razón: Había
ruidos, venían desde el living-comedor-cocina-largo etcétera, y
puntualmente en esa noche eran más fuertes que nunca.
Sin tocarme y sin agregar nada a esas dos palabras, Gisela me
empujaba a trasponer la puerta, esa insuficiente barrera que nos separaba de
vaya uno a saber qué terrible destino.
Era injusto.
¿Qué diferencia podía significar para esa cosa/persona responsable
de los ruidos, que un tipo de escasos 65 kilos, en bóxer, remera y pantuflas
se asomase y dijese “¿Quién anda ahí?” o algo por el estilo.
¿Qué clase de designio hace que desde siempre seamos los hombres
la vanguardia, la punta de lanza que se tiene que enfrentar al mal
desconocido en la oscuridad más recóndita?
Como si hubieran sentido la fuerza de mis pensamientos rebeldes, los
ruidos se acrecentaron.
La mirada de Gisela se hizo más imperiosa.
Era la hora de torcer el destino, rechazar el designio.
Traté de hacerme entender otra vez: “Mi amor, hay que impedir que
el ladrón entre a la casa, pero si a pesar de todo lo logra, hay que facilitarle
la salida o se puede transformar en algo peor”.
La expresión de asco transformó su bello rostro en una máscara de
indignación.
Me paré, apoyé mi mano derecha en su hombro y con la izquierda le
acaricié la mejilla. Le sonreí, para tranquilizarla y para que no sospechara
que esas dos manos planeaban reunirse alrededor de su cuello.
Caí sobre ella, apreté y creo que grité palabras que no recuerdo, lo
suficientemente alto como para cubrir sus farbulleos sofocados.
Unos segundos antes de que termine la lucha, miré hacia la cuna:
Joaquín estaba observando. (Lo hago también por vos, hijo… Para que seas
libre)
Cuando todo terminó, me acerqué a la cuna, lo tomé en mis brazos y
me recosté en la cama para que compartiera conmigo la libertad que debe
tener todo hombre de poder hacerse un ovillo y esperar que se vaya el
miedo.
Él había visto todo y mis actos quizás no habían sido en vano.
Los ruidos seguían, totalmente ajenos a la rebelión nacida.
Busqué en el rostro de mi hijo la mirada del comienzo de una
generación de hombres libres, pero sus ojitos me gritaron “¡cobarde!”… y
no lo pude soportar.
Nocturno

¿Podés tocar el miedo?


¿Podés tocar el miedo esta noche?
Es tan grande como el silencio de Dios.
Desperté de nuestro sueño con mi puño cerrado y con la vana
esperanza de haber logrado aprisionar algo de tu poesía.
Pero la causa de mi despertar es muy diferente. Desde un rincón de la
pieza, la risa velada de una sombra me lo termina de confirmar: hoy es una
nueva noche en la que deberé copiar lo que me dicten las penumbras.
Mientras me incorporo y tomo los elementos, la oscuridad se posa en
mis hombros como la mano de un viejo amigo.
Sus susurros, portadores del fatal mensaje, toman forma en mi papel.
El amanecer está muy lejano. Para cuando llegue, mi triste designio
se habrá cumplido.
La oscuridad ya se ha marchado.
Me rodea la luz. Esta luz cada vez más ajena.
El secreto de La Noche seguirá creciendo, guardado en mi biblioteca.
Tengo las manos llenas de cenizas.
Las cenizas de un Fénix cansado de resucitar.
Para vos, con mis peores augurios.

Algún día tu sombra se erguirá, y tu cuerpo será condenado a


arrastrarse bajo sus oscuros pies.
Ella y la Luz van a gobernarte y decidirán qué tamaño tendrás.
Te obligarán a extenderte dolorosamente y remolcar tu ser por suelos
inmundos y paredes sucias.
Conocerás hasta el último recoveco de los ladrillos, refregándote en
ellos hasta descifrar los más asquerosos secretos.
Las tinieblas, obviamente, no serán tu descanso.
Te doy un consejo:
En esas raras ocasiones en las que tu sombra aparece en el techo,
respetuosamente, levantá la vista hacia ella, porque ése es tu futuro.
Porque ése es tu infierno.
Yo solo te lo cuento... y te lo deseo.
El adiós del Brujo

Esta noche presido mi último aquelarre.


Hoy, por primera vez, estoy mirando con asco a mis discípulos.
Soy el Brujo Mayor. Bajo las tres capas de mi túnica descansa el
símbolo que el árabe loco no osó registrar en el Necronomicón. En mi piel
hay grabadas palabras más antiguas que los padres del Caos.
Mientras recorro la frenética orgía que hay a mi alrededor, noto
como todos me observan atentamente, a pesar de parecer ensimismados en
su tarea de ensuciarse y denigrarse en todas las formas posibles.
Nadie se atreve a rozar mis vestiduras. Al revés que el manto de
Jesús, no se salvarían por su fe: se perderían para siempre en la locura.
Sigo caminando. Mezclados en la atmósfera de bacanal, adivino
demonios poseídos por demonios superiores. Incluso ellos se deshacen en
miles de disfraces cuando sienten mi presencia.
Finalmente llego al altar. Ahí se encuentra la criatura ofrendada.
No me teme. Sé que su ausencia de miedo no es inconsciente y,
como siempre, respeto eso.
Me mira sonriente, y acaricia la mano que en unos momentos
truncará su vida.
Todo ha terminado.
Mi manto, y el secreto que éste escondía, han desaparecido en la
orilla de la madrugada.
Mientras emerjo del lago, me río de aquellos que dicen que la sangre
torna al agua en visos rojos. La verdad es que el tono grisáceo que nace en
la unión de estos elementos, es el indudable color de la pureza.
Camino desnudo por la senda secreta del bosque, y los árboles
despiden a mi piel inmaculada.
Me llevo en mis ojos toda la noche que necesito.
Papá

Esta carta es para decirte Gracias Papá.


No es para nada extraño que hoy, al sentarme a escribir estas líneas y
evocar nuestra historia, me de cuenta que el primer recuerdo que tengo en
mi vida tiene que ver con una de tus enseñanzas.
¿Cuánto “tiempo” tendría yo? Calculo que ni siquiera un año.
Repasando ese momento, rememoro la pava gris brillante apoyada en
la mesa del patio, yo sentado en tus rodillas, y la irresistible tentación de
tocar ese brillo hirviendo.
En estos momentos vuelvo a ver tu sonrisa ante mi peligroso deseo,
siento de nuevo tu callosa mano de mecánico guiando mis dedos rosados
hacia el metal y reteniéndolos ahí hasta que mi llanto te aburre.
Ahora que lo pienso bien, el calor siempre tuvo algo que ver con tus
preceptos.
El calor de las brasas de los cigarrillos que apagaste en mi espalda
cuando yo todavía me resistía a entender que “los verdaderos machos
fuman”.
El ardor enfermo que tenía esa puta con la que me hiciste debutar y
que me valió una andanada de inyecciones.
La temperatura salvaje de ese verano en el que me descubriste
tocándome y en el que me tuve que hacer mi primera paja adelante tuyo,
con correcciones hechas con tu propia mano y saliva.
El calor, tus manos, tu guía, en cada momento de mi vida.
Ahora que no estás siento tu ausencia. Faltan tus gritos en cada error,
faltan los rezos de Mamá cuando vos entrabas a mi pieza, falta tu aliento
dulzón de gancia entre mis sábanas.
Hoy, como todos los primeros de cada mes, estuve frente a tu tumba.
Unas viejas de esas que se pintan como una puerta para ir a llevar
flores, casi me cortan el chorro, pero justo a tiempo pude terminar de mear
tu nombre, tu mármol.
No te preocupes, Papá, la sacudí bien antes de guardarla… tal como
me enseñaste.
Nuestro cuento

Santiago dice:
La distancia, tu novio. Son muchos los factores que hacen que lo
nuestro sea imposible.

Inés dice:
Te entien

(Santiago está escribiendo un mensaje)

Santiago dice:
¿Pero quién dijo que a mí no me gusta lo imposible?

Inés dice:
:-)

Una y mil veces se preguntó lo mismo: “¿Por qué siento miedo?”


He recorrido muchos lugares, soy viajera por naturaleza. Jamás sentí
esta inquietud en la piel.
La respuesta siempre fue la misma: “Santiago está solamente en
Zárate y yo nunca estuve ahí”

Cuando él le dijo a Inés que la esperaba en Zárate, ella sintió la


primera punzada en el estómago. Al principio creyó que era una señal de
excitación, pero a medida que el día del viaje llegaba, la sensación se hizo
más y más fácil de identificar; hasta que en el momento de abordar el
colectivo se descubrió lisa y llanamente asustada.

Las horas pasaron, la ruta se fue perdiendo y, finalmente, Zárate


apareció en la ventanilla.
En su cabeza tenía la imagen de Santiago vestido de negro,
esperándola en un rincón oscuro, pero su imaginación estaba equivocada; él
se encontraba con un jean informal y una remera roja. Estaba aguardando
por ella bajo el sol, mirando todas las ventanillas hasta que dio con su cara.
Ella descendió y fue corriendo hacia él. Se abrazaron y se miraron por un
momento, como midiendo la posibilidad de un beso. Él vio un poco de
duda en Inés y optó por acariciarle una mejilla y ayudarla con su equipaje.
Sólo quería que ella estuviera cómoda.
Zárate no la sorprendió gratamente. Una ciudad más. El río y el
puente eran interesantes, pero la sucia costanera no era el mejor marco para
esa postal.
Cuando llegaron a la casa, después de un paseo nocturno por la zona
céntrica, Santiago empezó a cumplir parte de las promesas que había
hecho. El salmón a las brasas fue la cena, y un excelente vino rosado (dos a
fuer de ser sincero) acompañó la sabrosa comida.
Después del postre, Santiago pidió excusas y se retiró de la mesa.
Inés se quedó sola, sentada. La música la empezó a relajar y todos
esos pensamientos oscuros que había acuñado en el viaje se desvanecieron.
Se arrellanó en el sillón y cerró los ojos, disfrutando la situación.
Cuando llevó la copa a sus turgentes labios notó que ésta estaba
vacía. Tomó la botella para servirse, pero sus reflejos fallaron y rompió el
borde de la copa. Apenada por el incidente, esperó a que Santiago viniera,
llamado por el ruido del cristal, pero no apareció.
Esperó unos minutos más, pero cuando vio que el tiempo pasaba sin
noticias de él, decidió juntar los restos de la copa. Tomó una servilleta y
empezó a juntar los cristales.
En el medio de esta maniobra, una pequeña esquirla se le metió bajo
la uña, haciéndola sangrar.
Ahogando a duras penas un insulto, Inés hizo presión sobre el dedo
para cortar la hemorragia y esta vez no esperó a Santiago.
Ya fastidiada, se incorporó del sillón, y se dispuso a buscarlo, o por
lo menos, encontrar algo para quitarse ese pequeño trozo de cristal que la
estaba atormentando.
Siguió el camino que había hecho él, pero se encontró con una
sorpresa: la casa en el exterior le había dejado la impresión de que estaba
constituida por unos 4 ambientes, pero el pasillo ante el que se encontró
Inés en su incursión tenía muchas puertas.
La oscuridad que se adivinaba en el final del corredor la hizo decidir
rápidamente, y franqueó la primera puerta de su izquierda.
Por instinto, usó su mano herida para buscar el interruptor de la luz.
El tubo fluorescente parpadeó 5 o 6 veces, hasta que finalmente
prestó su enfermiza claridad para que Inés pudiera ver.
Era una habitación con una cama grande en el medio. Todo estaba
muy arreglado.
Era difícil, conociéndolo a Santiago, imaginárselo limpiando y
ordenando.

¿Conociéndolo a Santiago?
¿Realmente podía decir que lo conocía?

El efecto relajante del vino y la música se empezó a evaporar.


Decidió volver al living y replantearse su estadía ahí. Cuando giró y
quiso apagar la luz, vio que había manchado la pared de sangre. Pero la
sangre era mucha... y la mayoría estaba seca.
- Qué lástima la copa… Dijo Santiago a sus espaldas, e Inés gritó.

- Je je. - Sonrió Santiago. - ¿Te asusté? Mil perdones.

Inés se apoyó en la pared para recuperar la respiración. Después


recordó la sangre e inmediatamente se apartó de ella.
Santiago tenía en su mano la servilleta con los restos de la copa.

- Como te dije siempre, Inés; En todo truco de magia flota algo


perverso.

Después de decir esto, dejó caer la servilleta al piso y en su mano


apareció la copa, intacta.

- A simple vista parece perfecta, ¿no? - Preguntó Santiago. - Pero le


falta algo...

Inés no pudo apartar la mano herida cuando él la tomó con un rápido


movimiento.
Mirándola fijo a los ojos, Santiago empezó a acariciar el dedo
lastimado. Ella sintió como un calor invadía su extremidad, y el dolor
desapareció.
Cuando se animó a mirar de nuevo la mano de Santiago, notó que en
la palma de éste se encontraba la esquirla que la había lastimado.

- Ahora la copa va a estar completa.


Miles de preguntas y reacciones se agolparon en el cuerpo de Inés,
pero Santiago habló.

- Te adelantaste a mis intenciones. El "tour" por este pasillo iba a


comenzar después de beber un poco más. Pero bueno, eso no significa que
no podamos seguir tomando mientras te muestro lo que hay en estas
puertas.

Después de decir esto, le ofreció la copa a Inés... llena de vino.


Ella no se sorprendió tanto con este nuevo truco. Estaba empezando
a acostumbrarse a las cosas extrañas. (Dicha predisposición le vendría muy
bien en esa noche).

- Tendremos que compartirla. Dicen que cuando dos personas toman


del mismo vaso se enteran recíprocamente de todos sus secretos.
¿Necesitaremos otra o podemos comenzar con el recorrido?

Inés lo miró fijo, bebió un sorbo del excelente líquido, y le devolvió


la copa.
Santiago sonrió, evidentemente satisfecho.

- Comencemos entonces. Primera puerta. Primera pregunta. Como


verás, hay sábanas negras. Hay cuerdas. Hay sangre. Seguro que recordarás
el escenario de qué cuento es.

- Secuencia HENTAI.

- Exacto. ¡Bueno hubiera sido que te olvidaras del cuento que te


dediqué!
Inés se permitió la primera sonrisa de la noche al escuchar esas
palabras. Pero enseguida se puso seria para preguntar:

- ¿Asuka existió?

- Esa pregunta es un honor para mí. Sé que no te referís a una mujer


llamada Asuka, sino si existió una mujer real que inspiró esa historia.
Inconscientemente, al decir "¿existió?" estás asumiendo que ella murió, tal
como en el cuento. No, Inés. Asuka no existió. Esta habitación es como mi
cuento, ES mi cuento. Ves todos los elementos y crees que realmente tuve
atada una mujer y la torturé hasta matarla. Todo es un preconcepto. ¿La
sangre en la pared? No te olvides de algo: yo también sangro. Todas esas
manchas pueden ser mías. Pueden ser un tributo que hago en cada uno de
mis cuentos: cortarme un poco y dejar caer unas gotas en el papel.
Sólo queda en vos creerlo...
Inés iba a hablar, pero él la interrumpió:

- No es necesario que digas ahora si me crees o no. ¿Seguimos?


Inés asintió. La primera puerta se cerró con un lamento femenino.

- Quedan cinco habitaciones.

La segunda habitación estaba completamente a oscuras. Inés esperó a


que Santiago encienda la luz, pero éste se quedó en el dintel mirando hacia
adentro.
Ella hizo lo mismo, hasta que sus ojos se acostumbraron.
En la penumbra, alguien estaba sentado en una mesa, escribiendo.
- ¿Nos acercamos a mí? Fue la enigmática pregunta de Santiago. Sin
esperar la respuesta, tomó suavemente a Inés de los hombros y entraron a la
pieza.
El escritor seguía con su febril tarea, sin molestarse en mirar a los
intrusos. Las hojas estaban escritas de un solo lado. Eran fotocopias
desechadas de un estudio jurídico y él las reciclaba para su obra.
Inés tenía ganas de hacer la pregunta, pero al mismo tiempo no se
creía capaz de hablar en la oscuridad ante ese personaje. Había algo de
sacrilegio en esa idea.

Santiago se anticipó a todo:

- No escucho a nadie cuando estoy escribiendo. Preguntá lo que


quieras. Él sólo sentirá un susurro en la noche, pero está acostumbrado.

- ¿No tenés miedo a la oscuridad?

Santiago quedó en silencio unos segundos. Lo único que se


escuchaba era el ruido de la lapicera del escritor sobre los papeles. En un
momento, Inés se sobresaltó al ver que éste miraba en la dirección donde
ellos estaban ubicados, pero luego observó que los ojos de él estaban
contemplando un punto mucho más lejano que ellos o la habitación.

- Suena muy pomposo decir que no tengo ese miedo. - Habló


Santiago.- Amo la oscuridad, y me siento muy cómodo en ella. A lo que
realmente temo es a los idiotas que la usan para esconderse. A los
mediocres que cubren con las sombras todos sus traumas y desviaciones.
Yo camino y escribo en la oscuridad, pero no oculto nada. Soy esto que
soy. Quedará en vos juzgar si soy un monstruo o un ser normal. Pero para
eso, tenemos que seguir transitando este pasillo y sus secretos.

Salieron de la habitación, mientras el escritor dejaba la lapicera un


instante para apreciar sus manos llenas de cenizas.

La tercera puerta tenía una cruz invertida en su frente.

- ¿Bastante pretencioso, no? - Rió Santiago.

Al abrirla, se encontraron frente a una cama de una plaza, ocupada


por un adolescente. En un principio, al ver que éste se revolvía en las
sábanas, Inés pensó, asqueada, que se estaba masturbando, pero luego un
recuerdo se le vino a la cabeza.

- La llaga...

- Exacto. - Dijo Santiago. - Cuando yo tenía 16 años tuve la mala


suerte de creer en una religión. Esa llaga jamás se me va a ir, y cada año
que pasa aporto un centímetro más a mi infierno privado.

Los ojos melancólicos de Santiago seguían perdidos en el joven que


se movía a intervalos dictados por el dolor.

Inés tomó un poco más de vino (la copa nunca se vaciaba por más
que tomaran) y preguntó:

- Si no crees en Dios, ¿cómo crees en el Infierno?


- Creo en el castigo. En el castigo auto impuesto. No necesito que
exista alguien para juzgarme. Ese alguien jamás va a poder ser tan severo
como yo. Esa llaga que me lastima, es mi recuerdo del día que cometí mi
peor pecado: creer que podía escapar de mi propio juicio.

- ¿Pero no te parece que es hora de que te perdones un poco y que


cures esa llaga?

- Una pregunta por puerta, Inés. Sólo una...

Inés se quedó callada ante las palabras de Santiago y siguió en


silencio, hasta que llegaron a la cuarta puerta.

Cuando transpusieron el umbral, pudo ver que toda la habitación


estaba llena de velas negras.
Las sombras en los rincones danzaban, pero no al ritmo de la luz que
se desprendía de los pabilos.
Eran seres independientes.
Ella miró a Santiago, y se disponía a hablar cuando éste la
interrumpió.

- Imagino que ahora querrás preguntarme acerca de mi relación con


lo oculto. Satanismo, brujería, etc.

- ¿Una puerta, una pregunta, no?

- Exacto.
- Bueno, en ningún momento me dijiste que yo necesariamente tengo
que preguntar algo referente a cada puerta. Mi pregunta va a ser la misma
que te hice en la puerta anterior: ¿No te parece que es hora de que te
perdones un poco y que cures esa llaga?
Ahora el silencioso fue Santiago. La copa cambió de manos y él
bebió bastante antes de decidirse a hablar.

- ¿Sabés una cosa? Realmente me das miedo. - Dijo, y le devolvió la


copa.
Inés lo miraba sorprendida.

Clap, clap, clap.

Santiago estaba aplaudiendo. La danza de las sombras se hizo una


vorágine.

- Aplaudo tu habilidad, Inés. Nunca dejás de sorprenderme.


Respondo tu pregunta: Mi perdón está muy lejano. Tengo que
reconciliarme conmigo mismo. En una noche de estas me tengo que sentar
a hablar con distintas personas en distintos planos. Cuando termine esa
conversación, seguramente el perdón no va a ser lo principal que consiga.
¿Satisfecha?

Inés esbozó una sonrisa.

- Tomo eso como un sí.


Las sombras se aplastaban en los rincones, como si uno de los
personajes que estaban en la puerta las atemorizara. O quizás fueran los
dos, los causantes de ese temor...
Sólo cuando Santiago cerró, las tinieblas se animaron a moverse
nuevamente.

Penúltima puerta.
Es blanca, con escenas de dibujos animados cubriendo toda su
superficie.
Cuando Santiago la abre, Inés deja caer la copa.
La pieza está llena de bebés y chicos que no llegan a los cuatro años.
Apenas ven a Santiago, todos se empiezan a esconder donde pueden.
Todos, salvo aquellos que están atados a las paredes, y el más
pequeño de ellos, que está dormido en un altar.
Los ojitos de los pequeños se asoman desde sus escondites.
Santiago se agacha y junta los cristales. Inés piensa que va a repetir
su truco anterior, pero él se levanta y lleva los restos en el cuenco de su
mano hasta el altar donde está la criatura.
Por primera vez en la noche, Inés siente verdadero miedo. No quiere
mirar, pero la escena la fascina: Santiago está rodeando con los cristales al
bebé.
Dentro de su marco brillante, la criatura se despierta y deja ver unos
ojos azules perfectos.

- ¿Cuál va a ser tu pregunta? ¿O pensás hacer trampa de nuevo?

Inés seguía hipnotizada con la escena.

- ¿Vas a hacer una pregunta?


- Sí, sí...

- Te escucho.

- ¿Por qué casi todas las víctimas de tus cuentos son niños?

- Es muy simple. Antes que naciera mi hija, no sabía qué se sentía al


tener miedo por alguien y que ese alguien sea responsabilidad tuya. A partir
de ahí, empecé a imaginarme millones de formas en las que morían
criaturas. Creo, bah, estoy convencido, que es una especie de exorcismo
que hago para proteger a mi hija del mal.

Mientras hablaba, los chiquitos empezaron a salir nuevamente.


Algunos se acercaron a los que estaban atados, e intentaron sacarlos
de su prisión.
Inés reaccionó y se acercó a desatarlos.

- Quieren sus muñecos... - Dijo Santiago sin mirarla.

- ¿Cómo? - Pero no obtuvo respuesta. Cuando volvió a mirar, las


sogas que estaba maniobrando caían y dejaban en libertad... a una hermosa
muñeca.

Inés sintió un tironcito en su ropa y cuando bajó la mirada vio que un


chiquito le extendía los brazos, reclamando el juguete.
El resto de los nenes ya había desatado los muñecos que quedaban, y
ahora estaban jugando con ellos.
En el altar, la criatura empezó a reír.
Ya no tenía cristales a su alrededor, ahora estaba rodeada de
caramelos multicolores.
Después de besar a la nena, Santiago se dirigió hacia la salida y le
hizo señas a Inés para que la acompañe.

Todos los chiquitos la miraron y la saludaron con sus manitos,


despidiéndose, como si no la fueran a ver de nuevo...

Frente a la última puerta, Santiago preguntó:

- ¿Hasta ahora he cumplido casi todas mis promesas, no?

- Sí.

- Entonces espero que me des algún gusto a mí...

Abrieron la puerta y una música suave los acarició. La pieza era un


gran salón, apenas iluminado. El olor de los inciensos daba la idea de
pequeños ángeles sobrevolando el techo.

Había un gran sofá en un rincón de la habitación. En el medio del


recinto, un maniquí con las medidas exactas de Inés estaba vestido con un
traje de dos piezas con pedrería y flecos.

Santiago señaló unos velos negros que hasta ese momento Inés no
había visto.

- Según tengo entendido, la danza de los 5 velos es la Danza del


escorpión. ¿Sería muy apropiada, no mi querida Awalim?
Inés empezó a reír, pero su risa era nerviosa. ¿Iba a tener que bailar
para él?

- No te preocupes. Si no querés bailar, podemos sentarnos a disfrutar


de esta música. Pero te hago una aclaración, sin baile no hay pregunta para
esta puerta.

Inés se acercó a su réplica de plástico. La noche ya era muy extraña,


¿pero terminarla bailando para él?
Miró hacia el sofá donde Santiago se había sentado y se decidió. Sin
importarle la presencia de él, se desnudó completamente y se vistió con la
ropa del maniquí.

Santiago dio un solo aplauso y la música ambiente cesó para dar paso
una pieza de Ali El Haggar.

Inés sintió un fuego en su cuerpo y empezó a moverse, sensual,


perfecta.
De un jarrón que se encontraba en una mesa contigua, Santiago
empezó a sacar monedas de oro para arrojarlas a los pies de ella.
El tañido de estas al caer aceleraba los movimientos de la bailarina.
Cuando el último de los 5 velos cayó, la música se relegó a un
segundo plano.
Inés estaba empapada en sudor, y Santiago se acercó lentamente
hacia esa diosa perlada.

- Tenés más que ganado el derecho a hacer la última pregunta de la


noche. Pero yo me reservo la posibilidad de hacerte una pregunta final. ¿De
acuerdo?
Inés exhausta, pero con la adrenalina de la danza todavía
electrizando su cuerpo asintió:

- Está bien. Mi pregunta va a ser muy simple: ¿Qué querés


exactamente de mí? Toda la noche me desorientaste. En algunos momentos
te creí un monstruo, en otros te vi como alguien indefenso, bondadoso.
¿Qué buscás en mí?

- Aunque sea una mala educación responder una pregunta con otra,
creo que es una perfecta forma de responder para disipar tus dudas. Dejame
repreguntar: ¿Por qué no quisiste escapar de mí en toda la noche? La
mayoría de las mujeres lo hubiera hecho.

- No soy como la mayoría de las mujeres.

- Entonces creo que ya he respondido tu pregunta... ¿Conocés a Eros


y Tanatos?

- ¿Perdón?

- Eros, en la mitología griega, era el dios responsable de la lujuria, el


amor y el sexo. Tanatos es la pulsión de la muerte; en teoría es el opuesto
de Eros, pero siempre se ha creído que en realidad son la misma divinidad.

Santiago despegó del vientre de Inés una moneda de oro y siguió


hablando.

- Incluso en Francia, al orgasmo se le llama "Le petit mort": la


pequeña muerte. ¿Qué quiero de vos esta noche? - Le mostró la moneda a
Inés. En una cara el rostro de Eros y en la otra la de Tanatos. ¿Dejamos que
el Azar decida? - Dijo, arrojando al aire la moneda.

Para los interesados en las estadísticas, les cuento que la moneda dio
22 vueltas en el aire antes de caer.
Convengamos que en esta noche que relato, nada ha sido muy
normal, pero la rareza continúa en el vuelo de la moneda. En vez de vueltas
rápidas, ésta gira lentamente, y a su vez parece flotar. En cada uno de sus
giros deja ver los rostros de las divinidades invocadas.
Abajo del vuelo de la moneda, Santiago e Inés se están mirando. Los
ojos de ella, que pueden ser tan árabes como sus vestiduras, están metidos
en los ojos extraños de él.
Primeras tres vueltas de la moneda: Santiago toma a Inés de su
cintura y la acerca hacia él.
Cinco vueltas más: Inés no baja la vista. Esta vez no hay dudas, y el
beso empieza suave, como reconociendo el terreno tantas veces visto, pero
nunca tocado.
Cuatro vueltas: la suavidad de los besos se está terminando. La
camisa de Santiago está perdiendo sus botones en manos de Inés.
Dos vueltas: Caen en el sofá. Inés toma uno de los cinco velos negros
y venda los ojos de él.
Para los amantes de la estadística: Les resumo, así se pueden ir a leer
otra cosa, ya que esta escena no es para sus mentes desanimadas; la
moneda dio sus últimas ocho vueltas, cayó sobre el suelo, no rebotó porque
la detuvo el vestido de Inés... y nadie miró el resultado. Cara, seca, Eros,
Tanatos. ¿A alguien le importa lo que salió?
Puede ser que a algunos de ustedes sí, pero definitivamente no les
importa a estos dos seres que están en el sofá.
Ellos están muy lejos de necesitar que el Azar les dicte lo que tienen
que hacer.
Mientras tanto, queridos amigos, nosotros nos retiramos de esta pieza
silenciosamente.
Cerremos la última puerta y desandemos el pasillo hacia la salida.
Quizás, si tenemos suerte, podamos tomar algo de vino antes de
partir, aunque tendríamos que conformarnos con poder salir vivos de este
extraño lugar.
¿Las otras puertas están cerradas?

FIN

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