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EL

CHUZALONGO Autor: Diego Araujo


Ilustración: Cristian Ortega

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Mi padre fue quien me contó la historia del
Chuzalongo. Fue aquel día, que como cualquier
otro salieron al campo para traer al ganado. En un
rato caería la tarde, pero el cielo ya oscurecía por
un cúmulo de nubes negras que se aproximaban
desde el horizonte. Yo los vi salir. Papá y mis dos
hermanas. Él, montando a su caballo se adelantó
en el camino para reunir el ganado, ellas partieron
caminando, sin prisa.
Me la contó con lágrimas en sus ojos. Con un
grito ahogado en su garganta que no le dejaba
articular bien las palabras. Yo tuve que irlas
interpretando. Dijo que el cielo estaba turbio y el
viento llegó. Que les dio el caballo a mis ñañas,
porque ellas no estaban chumadas. Y que las
mandó de vuelta a casa con el ganado por
delante; que se sentó en una piedra, mirando al
horizonte mientras bebía un sorbo de esa
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cantimplora que llenaba cada mañana con trago
de puntas. Allí se durmió un rato y cuando despertó,
emprendió el regreso.
Recuerdo ver partir a mi padre, luego de haber
pasado la mañana y tarde bebiendo, allí, en la
entrada de la casa. No pasó a comer cuando
mamá lo llamó. Ella tampoco insistió. Se quedó
sentado, entristecido, como la opacidad del día.
Quizá presintió la desgracia. Quién sabe en qué
pensaba. No dejaba de beber. Luego, mirando el
reloj, se levantó de su asiento, tomó un caballo y las
llamó por sus nombres. Esperó que las ñañas salgan
y montó. Tambaleó, estuvo a punto de caer, y
quizá si ese momento mismo se hubiese caído, yo
no habría escuchado esta historia, y nadie sabría
del Chuzalongo. Ellas caminaron tras él. Prefiero
pensar que esa fue la última vez que las vi.
Esa tarde no se escuchó nada. Sus gritos fueron
tragados por la bruma, por el rugir de la tormenta
que se anunciaba. Entre sollozos, mi padre contó

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haberlo visto allí, entre los sacos que llevaban los
caballos, sentado y sonriente. Pero no hizo nada.
Mis ñañas ya se habían alejado y él las vio perderse
en el descenso de la montaña. “Como un hombre
pequeñito”, dijo. “Con sus pelos grises como la
ceniza, y un gran sombrero”. Intentaba calmarse,
pero nadie se calmaría. Mi madre lloraba
desesperada. Algo había sucedido y él no sabía
decirnos qué, mientras ella lo sacudía gritando
“¿Dónde están?” “¡Qué les pasó?”. Yo era niño
entonces, pero también supe que algo había
sucedido.
“¡Él las mató!” Pudo articular finalmente. Mi
madre gritó por poco tiempo, para luego ahogarse
en su llanto. Entre sollozos me cargó en sus brazos,
mientras tomaba de la camisa al borracho para
que nos guíe hasta dónde ellas se encontraban.
“El Chuzalongo”, decía, mientras resbalaba y
caía sobre el pasto húmedo, para levantarse
enlodado. Las primeras gotas de una espesa lluvia

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empezaron a caer. A tropezones avanzábamos
hasta una pequeña planicie a mitad de la subida,
al borde del camino.
“Yo sabía que él venía, y dejé ir a mis guaguas”.
Dijo. Y su borrachera se le iba entre las lágrimas que
no dejaban de caerle. Su relato iba tomando forma
mientras avanzábamos movidos por la inercia de la
desesperación. “Él las mató”, dijo y señaló con su
dedo el lugar en donde estaban sus restos. Seguí
con la mirada a donde apuntaba, las vi.
Mi padre fue cayendo de a poco en un estado
de locura y alcoholismo que fue la continuidad del
abismo que se tragó esta familia. Vi cómo de a
poco mi madre también se desintegró tras la
muerte de ellas, tras la muerte de él. El pellejo
curtido por la rutina se le fue colgando cada vez
más, dejando ver sus huesos. Finalmente, una
mañana de junio no despertó. Y me alegró que su
muerte haya sido tan serena. Se veía libre de toda
su desgracia cuando la encontré en su cama,

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pálida y ligeramente iluminada con la luz que se
filtraba tenue entre las cortinas de aquella
mañana. Por un momento me pareció hermosa, y
antes de llorarla, sonreí por su propia paz.
Ahora, esta es mi casa. Los recuerdos de ese
día son todavía borrosos, entre lloros, gritos, la lluvia
y el camino. Todo sucedió tan rápido para luego
detenerse allí, en esa imagen que regresa nítida. Sin
haberse desvanecido en ninguno de sus detalles.
Intacta, como una fotografía siempre nueva. Esa
imagen, con el recuerdo vívido del dolor latente en
mi mirada, en mi cabeza. La sangre se me congeló
y cuando las vi, no pude dejar de verlas, tiradas en
ese llano, sin ser ya nunca más ellas, mis ñañas.
Ahora eran solo un montón de vísceras, brazos y
piernas esparcidas en ese llano. Un charco de
sangre que crecía con la lluvia. Un rojo intenso y
acaso oscuro que se diluía en ese lienzo natural que
ahora ellas pintaban. Mamá dijo que estaban tibias
cuando las levantó.

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No conservaba ningún recuerdo anterior a ese
día. Fue como si aquel evento absorbió todo el
mundo precedente y la vida comenzó de nuevo,
en ese instante, llena de horror y tristeza. Sin
embargo, últimamente he empezado a recordar
algo. Un día antes de su muerte las vi salir de una
casa, estaban escapando. Corrieron y unos tipos
salieron tras ellas. Cuando me vieron, con un gesto
de enfado y una señal con su dedo, me hicieron
saber que no se lo diría a nadie. Y así lo he hecho.
En este frío del páramo parece que el
Chuzalongo volverá. Todavía se conserva plano y
silencioso ese pequeño llano en donde las
descuartizaron y que antes de su muerte habrá sido
un lugar de cita de los amantes. Escondido entre el
descenso de esta colina; le han crecido flores. Ya
nadie se ha vuelto a recostar en esta tierra que
bebió de la sangre de sus cadáveres.
Por los llanos remotos, a donde nadie mira,
ronda todavía el Chuzalongo.

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