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A la esperra

Si no me traés lo que me debés te boleteo, le dijo el Tuerto aquella tarde. Y lo miró de reojo –lo midió,
por si fuera necesario-, le vió los pantalones embadurnados de mugre, el barro que no dejaba ver el tono
de las zapatillas y la arrugada remera de batik flameando sobre su cuerpo de mimbre.
Contraída la cara por el dolor de un saque en la mejilla; la sangre comenzó a brotarle de una comisura. Se
tocó con los dedos. La vista se le nublaba a Rubén.
Ya sabés, le volvió a decir, tenés hasta mañana a la mañana. Traemeló rápido o te quemo, pendejo. Y a tu
familia la voy a quemar también, sabés, pendejo. A todos, le dijo, los voy a quemar.
Rubén rió por lo bajo.
El tuerto se llevó el pico de la botella color caramelo a la boca. Le dio un largo trago y la pasó sin ver
quién se la quitaba de las manos.
Los otros, los secuaces, habían adquirido el mismo gesto de desprecio que su jefe, para amedrentarlo más
o para ratificar que la muerte se multiplicaría por la cantidad de tipos que el Tuerto tuviera alrededor.
Olivá, pajero, le dijo el Tuerto con desprecio. Escupió lejos. De casualidad no le acertó en el pie
izquierdo. Rubén casi podía sentir su aliento amargo desde la distancia en la que se encontraba. Tenía la
boca seca, llena de arena. El regusto salado en la comisura le aumentaba la furia.
Rubén lo miró cabizbajo. Seguía sangrando. No podía intentar nada. Eran varios.
Él estaba solo. Lo iban a voltear de un puntazo, con suerte.
Estaban todos apoyados en el alambrado de una casilla que una madreselva se estaba devorando.
Una vieja pizpeaba por la mirilla de la puerta. Puteaba. Quizás por que no la dejaban dormir la siesta en
paz. Desde el fondo, un cuzco, sin parar ladraba.
Más o menos eran las cuatro de la tarde. El sol picaba.
Rubén se secaba la sangre con el borde de la remera. Y un color más qué le va a hacer, se dijo.
Se volvió con la esperanza de recibir un tiro. El silencio le dolía en la boca del estómago.
Caminó por las huellas de barro que un camión había dejado y que otros automóviles habían
profundizado hasta hacerla una zanja deforme, petrificada por el calor de aquellos días sin nubes ni agua.
Dos o tres toscazos le cayeron cerca. El tercero le acertó en la espalda. Se tocó. Comenzó a correr, y así
perdió de vista las carcajadas, las voces y se alejó del alcance de las piedras..

El grito de las chicharras aumentaba a medida que perseguía la sombra de los árboles. La calle estaba
muerta, como él lo estaría mañana, si no pagaba lo que debía.
Sabía que no era tan fácil escapar del Tuerto. El tuerto era un hijo de puta. Lo encontraría aunque se
escondiera debajo de una lápida, con el sólo placer de rematarlo para no quedarse con las ganas.
Se sintió un pelotudo. No puedo seguir andando con esa gilada, se dijo.
No podía, aunque quisiera, deshacer el lazo que unía su ínfima existencia con la de estos tipos. Tenía que
encontrar la manera de zafarse. Pero no tenía a nadie a quien pedirle ayuda.

Al atardecer comenzaron a rodearlo los insectos. Había caminado por horas y ya no sentía ni las llagas.
Las picaduras le ardían en los tobillos y los brazos. La sed comenzó a dolerle. La garganta se le
incendiaba.
Por qué pesará tanto estar vivo, se decía mientras andaba a tientas entre los cardales. Por qué será.
El pastizal estaba alto y el sol se escondió rápido, por suerte.
Como no tenía otra forma de viajar tuvo que de cruzar los campos aledaños al partido y hallar la senda del
ferrocarril para subírse al tren de prepo. Se aguantó el bicherío hasta que encontró la loma de las vías.
Esperó el lejano pitido. Una luz franjeó el horizonte color carne, dividiéndolo.
La lentitud del gusano era eterna como su espera.
Corrió hasta empardar la velocidad del vagón. Se aferró a los barrotes de una puerta y cuando entró abrió
la ventanilla y se devoró el viento. Sus pies ya no sintieron el peso de su cuerpo. Pensó en quitarse los
zapatos. Pero iba a ser más doloroso volver a ponérselos más tarde.
En el horizonte no había luces. No sabía si iba o si venía. Andaba nomás. Vaya a saber adonde.
O el tren iba al taller, o iba a morir en algún desierto caserío.
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Tal vez eso era lo que menos importaba en ese instante.

Pasaron una hora, dos, quién sabe. No tenía manera de medir el tiempo.
Pudo haber viajado un mes y ni siquiera lo hubiera advertido y así iba desempolvando los torturados
recuerdos de la tarde.
Temeroso de no conseguir plata, hasta pensó en matarse. Huir sería demasiado riesgoso.
Su mundo era muy estrecho para rajarse. Tarde o temprano los hombres del Tuerto le darían alcance. Y a
estas alturas, prefería morir de otro modo, un poco más al descuido, distraído de la muerte, como quien
juega al billar y no ve caer el tacazo en la nuca, o como quien viaja en subte y el infarto lo sorprende una
mañana cualquiera. Sin sentir nada, sin advertencia previa, sin dolor.
Pero ahora, dónde iría? Cómo se le esconde uno a la muerte?
El tren se detuvo en la nada. No había luces. No había nadie más que él, el tren y algunos grillos.
Comenzó a correr por los vagones hacia adelante.
Vio la silueta de un par de borrachos tumbados sobre los asientos que parecían dormir sobre su propia
orina. Corrió sin respirar abandonando la vaharada como pudo.
Aún se sentía el gruñir de los motores regulando. Se paró en seco antes de llegar a la locomotora.
Volvió a sentarse. Abrió la ventanilla. El sol era una mancha oscura en el horizonte.
De pronto la noche se pobló de luciérnagas y el tren comenzó a moverse.
En la primera estación bajaría. Buscaría la guita donde fuera. Se iba a sacar de encima esos tipos: les
pagaría con lo que robara y se iría de allí, buscaría un trabajo, una mujer.
Se buscaría una vida.

II

La última noticia que tuvo de su hermano fue un telegrama del servicio penitenciario que decía que debía
viajar a San Nicolás a reconocer el cuerpo. Tuvo que robar un almacén para pagarse el pasaje. Aquella
tarde corrió con ciento ochenta pesos en el bolsillo, y los ojos empantanados por las lágrimas.
El entierro de Horacio fue lento, como su enfermedad.
Tuvieron que regar el suelo para poder cavar porque hacía meses que no llovía.
Finalmente, se lo tragó la tierra.
Al parecer en un motín lo habrían baleado. Y además tenía una peste de la sangre. Cuando enfermó, los
médicos ya le habían dicho que iba a morir de todos modos. Lo bajaron de una muralla de un tiro, cuando
se disponía a quemar una frazada o un mantel. Algo así le habían contado unos internos. Tenía la cara
cubierta con un pañuelo. Para que no descubrieran su identidad y para que los gases lacrimógenos no lo
afectaran tanto. Recuerdan que antes de caer besó a su hombre. Después fue derribado, como los otros.
Todos vamos a morir algún día, se dijo esa tarde en que tuvo que olvidar a la fuerza el rostro de Diego
para siempre.
Desde aquel día estuvo solo. La gravedad que tiene la vida que ayer lo había parido, ahora lo estaba
dejando huérfano. Su desdicha forjada por la muerte de su madre y ahora por la de Diego, en lugar de
hacerlo más fuerte lo debilitó durante mucho tiempo. Y las heridas del dolor tardarían años en cerrarse.

Su madre había muerto cuando parió a su hermano.


Su padre había abandonado la casa porque se había ido a vivir con una puta que lo mantenía
Un fiolo, pensaba, cuando recordaba su rostro que se le borroneaba cada vez más con el paso de los días.
Estaba más tiempo borracho que sobrio, por lo que jamás habían hablado con él más que insenstateces.
Hablar con su viejo era como hablar con un loco, o con un espíritu.
Cuando se fue, su hermano y él sintieron la zozobra. El silencio de la tarde en que su padre dejó la casa se
prolongó hasta la noche. Ahí, recien cuando los dos dijeron tener hambre volvieron a cruzar palabra,
luego de horas de mutismo involuntario. Sus mentes se habían acostumbrado al torpe transitar del cuerpo
hediondo a ginebra del infame. Su contacto fisico con él estaba reducido en el hecho que, noche tras
noche, lo sostenían entre los dos para que no se desplomara sobre su propio vómito.
Entonces pensaron que a pesar de ser malos, algunos hábitos a uno se le encallecen. Y llegaron a la cuenta
que en realidad esto no sucedería, si no fuera por culpa de la resignación y la costumbre.
Se tomaron una cerveza en un bar de Sarandí, para festejar. Un bar de viejos y coperas.
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Pidieron una picada, o dos. Y cuando el boliche estuvo lleno, se fugaron por la ventana. Una risa.
Un gallego lejano los puteaba. Corrían, pero la risa no podía dejarlos avanzar.
El eco de las carcajadas resonó en su cabeza unos instantes. Y se volvió a la oscuridad de su viaje.

Clavó la pera sobre el pecho. Y se echó a llorar.


El tren remoloneaba su paso, agitándose de derecha a izquierda.
Parecía estar sollozando como él, pero desacompasado con su quietud, sólo era el tren el que avanzaba.
Él pensaba que permanecía siempre en el mismo lugar.
Ya no se veían las estrellas. La garúa que entraba por la ventanilla se le adhería al cuerpo. El brazo se le
estaba empapando. Y el pantalón también.
El tren volvió a detenerse. Cuando levantó los ojos se dio cuenta que el llanto le nublaba la vista. Las
luces, prismadas por las lágrimas, le mostraron que había llegado a un lugar de casas bajas.
Casi no tuvo fuerzas para levantarse. Los pies volvieron a dolerle y regresó el recuerdo del Tuerto y de
sus amenazas.
Cuando salió del tren seguía garuando. Pudo ver entre vagones un guardia que recorría el tren con una
linterna. Rengueaba. Corrió como pudo hasta la estación para protegerse de la lluvia. Se sentó en un
banco. Un perro le hociqueó las rodillas. Lo acarició. Se le durmió entre los pies un buen rato,
acurrucado, hecho un ovillo. El se recostó apoyándo la nuca sobre la pizarra que colgaba de la pared. Se
oyó un silbato. La máquina volvió a moverse nuevamente.

Había pasado un buen rato desde que el perro se durmiera.


Vio que por una esquina cercana se alejaban con regularidad dos o tres líneas desconocidas de colectivos.
Pensó en perderse dentro de uno de ellos.
Esperó que la lluvia detuviera su caída, pero fue en vano.
Corrió hacia la esquina con la esperanza de hallar un refugio.
A lo lejos asomó la trompa de un diferencial. Llevaba inscripto un número en el centro, y dos localidades
para él desconocidas. Levantó el brazo.
El micro abrió su puerta plegadiza.
Por suerte había asientos desocupados, suspiró. E introdujo la única moneda que bailaba en sus bolsillos.
Un estruendo lo sobresaltó y casi pierde la moneda en la penumbra.
La noche pareció derrumbarse en un relámpago.

III

No era una vieja.


Más bien, a pesar de ser joven parecía dar la impresión que la vida se le había caído en los brazos de
repente, como quien recibe un peso enorme que no puede sostener, y sin embargo soporta. Ese peso
desmedido le había sumado años, una incontenible cantidad.
Parada ante la hornalla, esa noche controlaba los minutos de hervor de los huevos. Si los dejaba más de
diez se les iban a oscurecer las llemas. Diez minutos, dijo, y miró el reloj de pared.
En ese instante oyó que el rumor de la lluvia se mezclaba con el burbujeo de las ollas y de la sartén.
Advirtió con pena que no había un fuego libre, por lo que debía de haber tomado la precaución de
calentar anticipadamente agua para el mate. Juró con firmeza que iba a comprar un termo.
Al mismo tiempo revolvía pacientemente una olla de hierro con una cuchara de madera. El borbotear de
la mermelada inundaba el espacio húmedo de la cocina de un perfume extraño, que se comenzaba a
mezclar con el olor de las cebollas que empezaban a freirse lentamente en el aceite de la sartén,
cambiando de blanco lechoso a color caramelo. Luego agregó el morrón, que había asado en la hornalla.
Aún quedaba el suave aroma del morrón asado, más allá de la cocina.
Tapó la olla. Y bajó el fuego a mínimo.
No usaba extractor de aire, aunque lo tenía. No puedo percibir los olores si lo enciendo, se los llevaría
más allá de la casa, y yo no podría jamás controlar el estado exacto de la cocción, decía.
Pensó en hacer la mermelada antes que los gorriones destrozaran los frutos de la higuera, o que por su
olvido terminaran pudriéndose en los mosaicos del patio trasero poblándolo del zumbido de las moscas y
las abejas.
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El goce de perpetuar el acto de cocinar para ser concluido en un frasco esterilizado era sólo comparable
con la labor de un taxidermista, pero en este caso, en el de la mermelada afortunadamente, al transformar
algo poco durable en imperecedero, tiende a tener mejor sabor. Por eso preparaba con dedicación cada
frasco de mermelada vacío. Los hervía y esterilizaba. Y luego los guardaba con la promesa de llenarlos
cualquier día de estos con alguna preparación. Algunas veces era mermeladas. Otros simplemente algun
escabeche.
Ella sabía que este asunto de la conservación era indispensable. Por eso además, agregaba dos o tres
clavos de olor a la mermelada. Porque el clavo conserva aún más la mermelada con el transcrurrir los
meses. De todas maneras, era preferible comerlo antes de un mes de estar cerrado, porque generalmente y
a pesar de cubrir las confituras con parafina antes de cerrar los frascos, no utilizaba otra cosa que no fuera
natural. A pesar de los recaudos, pensó, lo que uno intenta conservar se terminan pudriendo.
Había limpiado y picado pacientemente los higos para cocinarlos. Los más verdes, dijo, los haré en
almíbar. Con los más maduros, haré dulce. La fuente de los higos en almíbar se enfriaba sobre la mesa.
Una treintena de ellos emergían de una jalea negra que ya no humeaba demasiado. El olor de la vainilla
predominaba. Había tomado la precaución de abrir la vaina en dos y quitarle las semillas antes de
introducirla en la cocción. Para que no amargue, se dijo. Cuando se enfriara la fuente la pondría en la
heladera, pensó. Mientras aguardaba apoyada en la mesada, tomaba un vaso de agua.
Comenzó a llover aún más. Un relámpago iluminó el jardín delantero en el que las azucenas y las
hortensias luchaban contra la tormenta.

Se sonrió mientras pensaba en la ambigüedad del comportamiento de la cebolla: primero, cuando se la


pica, irrita los ojos con sus vapores hasta hacer llorar a cualquiera, pero luego, cuando es rehogada, su
aroma comienza a variar desde lo ácido-salado hasta que pierde paulatinamente su irritabilidad (pero hay
que tener la precaución de bajar el fuego, porque si se arrebata queda como corcho, como plástico, se
decía a sí misma). La esencia que la cebolla encerraba era una suerte de absurdo, un contrasentido. Pero
ambos eran completamente particulares. Una ensalada sin cebolla variaba considerablemente su sabor y
su construcción tanto cuando estaba presente como cuando no se la hallaba, lo mismo que en el caso de
una salsa, con o sin ella. Comenzó a pensar que sucedería si alguna vez tuviera que cocinar cualquier cosa
sin este ingrediente.
No sería salsa, pensó.
Asi le sucedía a ella.
Esto no es vida, se decía. A menudo preferiría morir. Como todos los días, soñaba no despertar para
seguir sufriendo de un dolor que no podía compartir con nadie, un dolor del que todos algo sabían, pero
del cual nadie en el barrio prefería hablar. Ni siquiera en ausencia de ella. Por respeto. O por temor.
A menudo la visitaban sus vecinos, por las tardes. Y casi siempre se la pasaban tejiendo y tomando mate
en silencio rodeada por los muebles del living-comedor, mirando a los chicos andar en bicicleta por la
vereda. Sus manos se iban empequeñeciendo con el tiempo, entrelazándose con la aguja de crochet y la
lana. El trino de los pajaros la ayudaba a distraerse del recuento de las horas que no solían pasar nunca.
Cada acto sucedía mecánicamente, como si el dolor no existiera, como si nada del pasado pudiera ser
alterado por una simple conversación. Así transitaba la tarde, escuchando tangos por la radio, hablando
con una vecina de un programa de TV, o de uno que otro rumor que había salido en el diario de ayer,.en
la sección de espectáculos.

La casa estaba impecable, como recién comprada. Sólo debía, cada tanto, repasar los muebles con el
plumero. Se negaba quitarle el polvo a las fotos familiares solamente. No quería, por ahora. acercarse
demasiado a esas imágenes.
Su día comenzaba como tantos otros anteriores. Salía a hacer las compras mínimas e indispensables.
Pasaba por la feria, elegía cada berenjena, exploraba cada durazno y cada papa con extrema minuciosidad.
Como un luthier que elige cada madera que con la que va a construir su instrumento de manera definitiva
y eterna. Luego retiraba los trajes que había llevado a la tintorería, como cada año, para que el polvo y el
olvido no los percudiera en el ropero. Sabía que al volver se arrojaría a llorar sobre ellos, pero luego los
guardaría hasta el año que viene, alisándolos nuevamente sobre las perchas, cubriéndolos con las fundas,
engañándose en pensar que alguna vez los perdería de vista en una feria americana.

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Discutiría con el carnicero, para que no le diera novillo por ternera, cuadrada por pesceto o ahuja por bife
ancho. Se pelearía hasta la indignación por cada peso. Luego volvería con sus bolsas rebosantes a su
laboratorio cotidiano. Se derrumbaría en la silla de la cocina dejando la mercadería en la mesa, escrutaría
a su alrededor explorando el silencio. Quizás prendería la radio, un rato. Y pondría la pava para hacer un
mate antes de cocinar. Quedaba exhausta, fijando la mirada en el patio, transida por la inquietud de la
cortina de tiras que la hipnotizaba hasta el ensueño.

Para sacarse el insistente aroma de ajo de las manos tenés que lavártelas debajo del chorro de agua
refregándolas con un cuchillo de acero inoxidable.
El misterioso descubrimiento adquirido de la categórica afirmación de una vecina en la feria la azoraba.
Para sacarse el aliento del ajo hay que tomar un vaso de leche, le había dicho otra. El ajo, agregó el
verdulero, defiende a uno de las enfermedades, hasta de las más extremas. Y lo protege a uno de los
parásitos.
Si el ajo es el remedio para todos los males de este mundo, mi vida hoy sería otra, se había dicho aquél
mediodía, porque ella lo utilizaba en todas las comidas que pudiera, porque le gustaba, aunque diera mal
aliento. La repentina y cómplice superchería del verdulero la divirtió, momentáneamente.
A pesar de eso, ese pensamiento mediocre la angustiaba. Por más ajo que uno comiera, pensó con tristeza.

Eligió los condimentos con cuidado. Siempre distribuía las cantidades de manera exacta. Utilizaba varios,
pero en una justa medida, para que no se superpusieran los sabores. No recordaba de quién lo habría
aprendido. Si había sido su madre, su suegra o un programa de esos que dan por TV para la mujer.
Si ponía demasiado orégano, el sabor de esta hierba superaría al del resto de los ingredientes, así que si
quería que uno de los condimentos no se sobrepusiera al de otros, debería poner un poco de cada cosa.
Sólo un poco. Por ejemplo, si dejaba demasiado una hoja de laurel en la salsa, sabía que quedaría regusto,
si la dejaba solo un rato, dejaba un leve sabor, que no podía ser detectado con claridad. Había que partir la
hoja, introducirla un rato, nada más que unos minutos. Había que retirarla a tiempo, pero eso sólo ella lo
sabía con exactitud. No calculaba los minutos. Era una sensación interna.
El sabor de una salsa, de un guiso o de un pastel podría terminar siendo poco común, pero homogéneo.
Algo raro, pero único. Todos adulaban sus salsas, sus comidas. Y lograba que nadie supiera cómo las
hacía, ni las cantidades de condimentos que ella utilizaba. Decía que sus secretos se irían con ella.
El destino de esa salsa era para los fideos que había amasado durante la mañana, que ahora pendían de un
palo de escoba, sostenido por los respaldares de dos sillas. La incontable fila de hilos amarillentos, ahora
solidificados, era enorme. Tardaría semanas enteras en comérmelos, se dijo. no habría más remedio que
repartirlos a los vecinos.

Que el hecho de comer sola no se transforme en comer cualquier cosa, le había dicho el médico. Coma las
cuatro comidas. Si no se va a enfermar de vuelta, le dijo hacía una semana en la consulta.
No se quede inactiva, insistió el médico seriamente, no le haría bien. Salga. Haga actividad física.
Actividad física, se dijo ella irónicamente, a mi edad.
Y entonces comenzó a cocinar otra vez, luego de muchos años de no probar bocado por días. Había
recuperado sus ganas a la fuerza.
Acompañada por los silencios de la casa, durante las tardes horneaba tortas para los chicos de los vecinos
que siempre tocaban a su puerta contra las amenazas de sus padres.
Y ella reía cada vez que repartía las porciones que los chicos, ávidos, arrebataban de los platos.
Esas sonrisas le devolvían, de a ratos, la sensación placentera de la recuperación de lo que se le había
arrancado. Ese dolor se le iba durante esos instantes. Pero volvía, tarde o temprano tenía que volver.
Como cuando volvía esa última imagen, en la que vio como se llevaban a su esposo y a su hijo a las
patadas, cuando la dejaron extenuada por los golpes en el piso del porsche, y cuando vio que al Falcon de
un color impreciso y en el que nunca regresarían, se lo devoraba la noche.
Un golpe seco la arrebató de su angustioso ensueño.

IV
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Rubén se apeó del micro y se sumergió en la garganta fluorescente de la tormenta. No había reparos en el
barrio. Las casas idénticas, fruto quizás de algún plan de una inolvidable era peronista que ya los había
abandonado no hace mucho. Todas tenían el jardín delante.
Se apoyó sobre una reja y comenzó a recorrer el espacio con sus ojos irritados por la lluvia. La ropa le
pesaba como si tuviera un tipo sobre sus hombros.
Comenzó a correr hacia un caserón iluminado, con la esperanza de cubrirse debajo de un balcón o de un
alero. A lo lejos un toldo de algo que parecía un quiosco le devolvió el aliento. Caminó derecho hacia la
luz. Estaba exhausto. Necesitaba reponer fuerzas, descansar tal vez un rato.
Fue inútil. Esperó en vano encontrar como cubrirse. Siguió caminando, resignado, como si ya no lloviera.
Pensó en volver a la estación nuevamente. Pero había caminado tanto, que además de arderle los pies, le
quemaba la garganta y le dolía la cabeza.
Ya era demasiado tarde para regresar.
Si encontraba una casa desierta entraría. Pero era improbable. Debía encontrar un sitio donde dormir y
secarse. Él no era un ratero. Sin embargo la situación en la que se encontraba lo alarmaba: creía que debía
convertirse en uno para poder sobrevivir. Un ratero tiene donde dormir luego de haber cometido un delito.
El no tenía dónde. El buscaba un sitio. Y en una noche como esa, era algo imposible. Casi fantástico.

Al llegar al kiosco intentó sacar valor para robar algún dinero, al menos cigarrillos.
Pero fue en vano. El lugar estaba lleno. No era tan tarde entonces, se dijo mirando la escena desde afuera.
Había dos chicos pedigüeños con su madre, y dos hombres enfundando mamelucos revolvían un estante
con juguetes. Un anciano que cerraba su paraguas, le pidió que le permitiera la salida.
Se recostó sobre el marco de la puerta. Se tocó la cabeza con el dorso de la mano. Tendría fiebre, pensó.
No sentía suficiente valor para robar nada. Lo había hecho aquella vez, pero había sido por la necesidad
de ver a Diego antes de desaparecer debajo de cien kilos de tierra.
Revolvió sus bolsillos y tanteó un billete arrugado. Tocó el timbre de la ventanilla. Pidió cigarrillos.
Preguntaron la marca. Cualquiera, pidió. Y fósforos, agregó. Al menos, si no es comida, fumo un rato, se
dijo. Y con la primera pitada, se le pasó la angustia un instante.

La lluvia había mermado. Había estado unos minutos esperando que no lloviera tanto para justificar la
caminata. El pie izquierdo le ardía terriblemente. Serán las ampollas, supuso.
Las luces de la calle dibujaban garabatos en los charcos espásticos de las cunetas. Más allá, un grupo de
chicas cruzaba la calle y entre risas y empujones se iban perdiendo en la esquina.
Serán las ocho, se preguntó. Algunos autos estacionaban en sus casas.
Se le antojó que era lunes. Y para descansar de un día complejo, todos escapaban de sus trabajos.
Cómo hallaría un lugar, pensó desesperado.
Se le animó de nuevo a la noche y mientras caminaba, las gotas de lluvia comenzaron a amainar en su
caída. Pero igual llovía.
Cuatro o cinco cuadras más lejos de donde había venido halló una casa sin rejas. Desde algunas ventanas
podía ver sombras estáticas: no parecía haber mucho movimiento, menos aún ruidos. Solo un suave rumor
de la televisión, o de una radio. De pronto, en plena marcha se detuvo de golpe.
La calle parecía estar desierta y en ese fugaz segundo tomó la decisión: entraría.
El corazón que casi le dió un vuelco, optaba por querer salírsele del pecho. Sudaba.
El movimiento de la cortina que entraba y salía de la ventana del frente le sirvió como permiso de paso.
Se lanzó sobre los pastos. Como un soldado se arrastró impulsándose con los codos sobre el fango y el
césped cortado, hasta llegar a la pared que relucía por los fulgores de los rayos.
Se ocultó detrás de la ventana cancel. Supuso que la oscuridad del frente no lo dejaría tan al descubierto
ante la vista de cualquier transeúnte.
Corrió la cortina para ver más claramente sin dejar de mirar hacia la calle. Un juego de sillones dominaba
el espacio. Más allá una vitrina con cristales. Cinco o seis platos colgando de sus clavos. Un abanico en
una caja negra pendía sobre una biblioteca plagada de enciclopedias. Un televisor apagado. Una mesa
ratona con revistas y un ventilador de techo. Tal vez, una mesa de té y una cómoda con loza.
La corriente de aire le despachó una vaharada de olores en el rostro. Y la boca se le hizo agua.

6
Introdujo medio cuerpo. Se lanzó sobre un sillón resbalando sobre la superficie del respaldo. Su pie tiró la
mesa hacia un costado, haciendo caer el cenicero sobre el piso encerado.
La luz de la araña lo cegó de repente. Vio un bulto aproximarse a la entrada de la sala.
Inerte, sintió que la vista le fallaba. Metió su mano en el bolsillo, para tantear la daga. Pero cedió porque
ya no le quedaban fuerzas.
El alma pareció salírsele del cuerpo.

Cuando Rubén escuchó la voz de la mujer pensó que ya estaba en el cielo. Sentía una mano acariciándole
el cabello. Estaba en una cama. Intentó imaginar cómo había llegado a ese lugar sin darse cuenta.
Maximiliano, volviste, le dijo ella con los ojos inundados.
Él, asombrado, no dejaba de recorrer el cuarto con sus ojos asombrados. Miraba a la mujer, miró los
cuadros, los libros en los estantes. Un banderín pegado en la puerta de entrada. Dos aviones de madera
balsa cubiertos de polvo, planeaban estáticos debajo de la araña que colgaba del techo.
Disimuló un poco, hizo lo que pudo.
La mujer seguía acariciando los rizos rubios de su cabeza morena. Clavaba su vista sin cesar sus ojos
celestes de mirada oscura y aferraba con cariño sus manos blancas tan trigueñas.
Rubén volaba de fiebre o del espanto, quién lo sabría. Aún tenía la ropa empapada de la lluvia.
La mujer lo llenó con preguntas sin respuestas, una encima de la otra.
La mente a Rubén se le tumbaba. Él no hacía más que responder imprecisiones, o con alguna otra
pregunta. La mujer dijo que había llegado justo a la hora de comer. Lo ayudó a levantarse y le dijo que si
quería tenía la ducha caliente preparada, como a él le gustaba Acordate, cada vez que volvías de jugar al
fútbol con tus amigos, siempre te esperaba con el baño listo.
Luego le pidió que no tardara tanto, porque si no la comida se le pasaba.
Rubén obedeció y se hundió en el vapor del baño.

Reflexionó unos minutos en medio de la niebla. Le seguiría el juego, comería todo lo que pudiera,
esperaría que la mujer se durmiera, y luego se fugaría con un botín seguro.
Observó el impecable estado del baño acordándose de su letrina. El aroma de la cocina se filtraba
imperceptiblemente por debajo de la puerta, mezclándose con el olor del shampú y del jabón de tocador.
Cuando salió de la bañera encontró ropa seca y limpia en el antebaño.Y afuera le esperaban los zapatos.
Se afeitó, y encendiendo un cigarrillo se cambió.
La ropa le quedaba perfecta. Se miró al espejo: parecía otro.
Sería una trampa, se preguntó. Desesperado aguardó en el baño unos minutos hasta que se oyeran las
primeras sirenas de la cana.
Recibió como respuesta un dulce reto desde afuera. La comida ya estaba lista.
Los fideos caseros, le dijo ella, como a vos te gustan. Él no emitió palabra.
Se sentó a la mesa. Apoyó con suavidad los codos en el hule.
El plato humeante le devolvió el alma al cuerpo.
Comía lentamente, mientras que ella le devolvía su franca sonrisa. De tanto en tanto la miraba. Guardaba
una extraña belleza. Aunque el temor le hizo desviar los ojos hacia el vaso o hacia la panera.
Comé, yo no tengo hambre, le dijo ella. Le bastaba solamente imaginarlo.
El silencio era peor porque le generaba culpa. Una culpa de la cual desconocía origen.
Comió con esfuerzo y con vergüenza, mientras el sonido de las ollas se fue apagando con el transcurso de
la cena.
Él le devolvió la mirada, ella tocó su mano. El la retiró despacio, como si al no hacerlo hubiese cometido
el peor de los pecados..
Y la mujer se ensombreció de pronto.
Él pidió perdón, no supo bien por qué. Ella también, por haberse confundido de persona. Pero tampoco
pidió explicaciones. Tal vez, si él quisiera pasaría la noche y mañana se iría. Pero podría volver cuando
quisiera. Debés estar cansado, le dijo ella secándose las lágrimas con el ruedo y dándole la espalda.
La cama ya está lista, agregó, mientras se esforzaba por lavar los últimos trastos de la noche.
VI
7
Él no podía dormir, por más que lo intentara.
El calor, el miedo o la tormenta lo devolvían a la vigilia. A pesar de estar exhausto se revolvía en las
sábanas buscando un dato. Cualquier imbécil hubiera terminado en cana, o en medio de un asesinato por
robo, se dijo.
Encendió un cigarrillo mientras pensaba.
Pero él estaba ahí, atrapado, no sabiendo bien si escaparía o seguiría con el juego. Pensó una alternativa.
Afuera diluviaba. El peso de la culpa lo atormentaba. La mujer estaría loca, se preguntaba todo el tiempo.
Por qué no sacar provecho de eso, se preguntó. Y entre esos pensamientos se terminó durmiendo.

Rubén corría por la avenida de mayo, desnudo de la cintura para abajo. El Turco, un par de sus hombres,
su padre, su hermano y esa mujer lo perseguían. Cautivo de la vergüenza y de la desesperación, se tapaba
y corría al mismo tiempo. Hasta que advirtió que estaba descalzo, pero los vidrios de la calle no lo
lastimaban. Intentó volar y lo lograba. Volaba al ras del suelo, lentamente. Cada vez que ellos le iban
dando alcance volvía a acelerar el vuelo, fruto de una capacidad extraordinaria. Se encontró de pie y solo
en un pastizal empantanado. Comenzaba a lloviznar. Sintió un calor que iba creciendo en medio de las
piernas.

Cuando escapó de la pesadilla, una silueta más oscura que la penumbra estaba sentada a los pies de su
cama. El pavor le hizo trizas el corazón, que estaba por saltársele del pecho.
Esa sombra, que era ella, le dijo con temor que no tenía que haber entrado sin tocar. Y le pidió perdón.
No podía parar de mirarlo, aunque fuera dormido. Con temor aproximó su mano, para acomodarle el
cabello. Él no supo qué responderle, menos aún cuando ella fue acercándole las manos a su pecho
desnudo mientras se quitaba la ropa sin prisa. Se quedó paralizado. Ella se acercó más, y lo besó.
Saboreó su boca muy despacio, como quien come con pausa un chocolate, por miedo a que se acabe antes
de tiempo, de a pedacitos. Y cuando se quisieron acordar estaban uno sobre el otro, desesperados,
acompasándose. Ella tenía la piel tan caliente que temblaba. Y él ardía con el fuego de los que recién
empiezan. Alguna vez Rubén le admitiría que esa noche, había sentido un misterioso sabor a almendras o
a garrapiñadas en sus labios. Ella le diría que él era como el dulce de leche, que es delicioso y empalaga.
Pero que cuando se lo prueba, jamás se lo olvida o abandona.
Yo me llamo Amanda, le dijo ella besándole los ojos.
Y yo Rubén, le dijo él con la voz entrecortada acariciando su espalda.
Recorrieron un instante su piel con las llemas de los dedos, como si no fuera real que se tuvieran el uno
para el otro. Entonces devoraron sus cuerpos, desesperados, hasta hartarse.

A la mañana siguiente el olor de las tostadas le inundó a Rubén la boca de saliva. El cielo nublado seguía
amenazando con más lluvia.
Dos golpes le anunciaron la llegada de Amanda.
Llevaba una bandeja en sus manos y la hermosura pendiendo de su rostro, que ahora tenía diez años
menos. Hoy es domingo. Preferís buñuelos o tortas fritas, le preguntó. Besó los labios del muchacho.
Casi sin abrir la boca Rubén le pidió lo segundo.
El día transcurrió normalmente. Amanda cocinaba y hablaba todo el tiempo. Le contó el transcurso de la
historia desde que Maximiliano había desaparecido. Y ni un rastro de respuestas sobre el padre.
Rubén no hablaba. Sólo la miraba. El silencio les habría quebrado la mañana. Prefirieron ya no hablar de
ellos por un tiempo. Lo mejor, ahora es tenerse. Le habría dicho ella.
Durante el almuerzo ella abrió los frascos de escabeche para acompañar las milanesas. El sabor del
encurtido y la textura del pan rallado recien frito en su boca, le devolvieron la calma. Jamás había
probado una comida tan bien hecha, él le dijo.
Si mañana es un buen día, invitaré a los vecinos, para que te visiten, comentó ella trabajando sobre la
mesada.
El pavor lo dominó desde ese instante. Pensó en fugarse otra vez. Amanda sonrió. Les diré que sos mi
sobrino, que viniste de Rosario, le dijo. Y guiñándole un ojo, se levantó la pollera esperándolo.
Rubén suspiró aliviado. Se levantó y la aprisionó en los brazos. Amanda le devolvió una sonrisa más
grande que la suya. La levantó en vilo y ella se trenzó en su torso con las piernas. Él corrió los platos de la
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mesa con las manos y le arrancó los botones de la blusa. Y le hizo el amor sobre la cocina, en el living y
en cama.

VII

Años más tarde, cuando encontró el cuerpo de Amanda caído boca abajo sobre la ropa sin tender, Rubén
volvió a sentir un terror que había olvidado. Estaba podando las plantas del jardín en un atardecer de
agosto. Y cuando llevaba los gajos hacia el fondo, la vio derrumbada sobre los mosaicos.
Más allá, el fuentón se derramaba bajo la canilla, a un metro y medio de distancia, a lo sumo.
Angustiado esperó hasta que el doctor llegara con la prisa de las ambulancias.
Amanda debió guardar reposo en el hospital hasta que pudiera incorporarse por sus propios medios.
Rubén, mientras tanto, entre changa y changa, la visitaba tantas veces como le era posible.
Por las noches ella le encargaba que le regara las plantas. Y le impartía todas las instrucciones.
Él aprovechaba los viajes de vuelta para refugiar su llanto en los asientos de los colectivos.
Cada mañana Rubén recogía flores del jardín para llevárselas. Su cuarto estaba lleno de esa casa.

Ella pidió que no le dijeran nada a su sobrino. Pidió que le leyeran el diagnóstico a ella sola.
La enfermedad entonces jamás tuvo nombre. A veces era mejor hasta olvidársela, pensaba.
El médico le dijo que no podía abandonar la cama. Ella le dijo que prefería terminar sus días mirando
aquellos ojos, aunque el cuerpo le doliera hasta agotarla.

La llevó en un taxi una mañana en la que la primavera brotaba por la fuerza en los canteros. Su sonrísa le
devolvió las gracias por habérselos cuidado en sus ausencias.
La casa relucía porque día por medio, durante las mañanas, se ocupaba de mantenerla sin polvo y a salvo
de bichos y de arañas. Hasta había pintado el frente sólo para verla sonreír.
La levantó ante el umbral como a una novia que sale de la iglesia. Ella refugió su cabeza en el pecho de
Rubén. Entraron. El la llevó a su cuarto, la besó en la frente. E hicieron el amor como cualquier día.
El la cuidaba todo el tiempo, hasta le cocinaba. Hacía cosas simples, para no ensuciar mucho la cocina.
Ella reía cada vez que el entraba al dormitorio con la bandeja llena de frascos de conserva, huevos duros y
ensaladas y alguna que otra fruta.
A menudo ella le pedía sobres y papeles, y que luego en la estafeta le despachara las cartas.
Serán para sus amigas, supuso Rubén, mientras las introducía en los buzones. O para la familia.
Es así que a veces ella pasaba tardes enteras escribiendo, mientras escuchaba el rumor del regador
golpeando las cretonas.

Un mes más después tuvieron que volver de urgencia al sanatorio: ella ya no reía, y casi ni hablaba.
Rubén se pasó dos noches enteras sin dormir en los pasillos. Tomando café, hablando con las cabas y los
enfermeros que trasnochaban el dolor ajeno. A menudo, le compartían un mate, para intentar mermarle la
desdicha. Los doctores más viejos, le palmeaban la cara o simplemente se sentaban a su lado.
El médico de Amanda lo despertó al otro día. Estaba acurrucado en el sillón de la sala. Muerto de frío.
Ella te llama, le dijo suavemente.
Amanda le pidió disculpas por el susto de aquél día. También se disculpó por confundirlo con su hijo. Le
confesó que si bien creía que había perdido todo aquella noche, el cielo, o quién sabe qué cosa, le había
dado un regalo, que era su presencia. El la miró con ternura. Había adelgazado mucho en esos días.
Ella le confesó que con el correr del tiempo se había dado cuenta del error y se había enamorado tanto
que no pudo menos que ocultar su procedencia, por miedo a los comentarios en el barrio.
El sonreía, mientras sus lágrimas iban rodando y le iba secando las de ella.
Ella le dijo que lo amaba más que a cualquier cosa y que la había salvado al encontrarlo.
El le pedía que ya no hablara, que en realidad era ella quien lo había salvado. Y le contó su verdadera
historia, hasta el momento en que Amanda lo halló semiinconciente sobre el piso del living de la casa.
Los dos lloraron abrazados hasta que la luz se fue de las ventanas.
El la dejó sobre la cama, cuando se dio cuenta que ya no reía ni soñaba, ni nada.
Rubén entendió la mirada de los médicos que se acercaron para hablarle. Ya lo sabía de antemano.

9
La enterró un miércoles de mañana con el sol radiante, como quería ella los días. Sabría que tendría todas
las flores que quisiera cada semana. Porque él se las había prometido en silencio.
Rubén se recluyó en la casa, temblando por la ausencia de Amanda y por el temor que alguien lo echara.
No por las pertenencias, que ya no le importaban, sino por el recuerdo vivo de aquella mujer que le dijo
que lo amaba. Porque vivía en cada cosa que estaba a su alrededor y eso lo aliviaba, cada vez que el llanto
volvía a atragantarlo cada tarde, cuando se atormentaba con el simple rumor de las hornallas.

Volvió a la soledad, a la oscuridad de los terrores, a los recuerdos de su hermano y de su madre.


Hasta que un día, una mañana en la que el sol no lograba despuntar por la neblina, golpearon a la puerta.
Cuando abrió se encontró con la sonrisa de una chica que sin muchas explicaciones, desembarcó sus
bolsos y valijas con ayuda de un chofer de taxis y entró sin presentarse. Se desplomó en un sillón y echó
un suspiro largo como las ondas que las cortinas hacían con la brisa de la tarde.
Vos debés ser Rubén, no es cierto, le preguntó, y sacó un cigarrillo de la cartera.
Él asombrado le devolvió su insólita mirada.
La tía Amanda me escribió varias veces. Me pidió que debía de encontrarte, porque me ibas a ayudar a
cuidar la casa, y que eras de confianza, le dijo. Vine para quedarme, si no te molesta, le confesó un tanto
seria.
María, que así se llamaba, llevaba puestos los ojos color miel de su tía Amanda. Traía a cuestas veintidós
años y un cuerpo recto, envarado y resoluto, como el de las estatuas. Su rostro era más hermoso de todos
los que había visto en su vida, si es que había visto a una chica tan hermosa como ella. Le recordó
vagamente a Amanda. Y se le hizo un nudo en la garganta.
Ella se levantó golpeándose la frente. Corrió hacia la cocina, buscando en los cajones del mueble de
cocina.
Al fin, detrás de unas latas de galletas y un frasco de café encontró un libro de hojas desparejas, que
levantó triunfante. Y puso manos a la obra.
Que preferís, le dijo, mate o café. El la miró absorto, prefirió lo segundo.
Espero que te gusten las flores, le preguntó él.
Siempre me gustaron, toda la vida, le dijo ella, mientras al mirarlo se sonrojaba. El jardín es hermoso,
como la casa, agregó depositando la pava sobre una hornalla mientras no dejaban de mirarse.
Rebuscando en el libro María encontró una receta de un guiso y cocinó para ambos. De nuevo la cocina
echaba su olor a encierro por la borda. Comieron en silencio, quizás por temor a decir alguna
imprudencia. Hablaron hasta tarde. Él le relato los ultimos días de Amanda. Cuando ella bostezó, él le
indicó el cuarto en el que dormiría. Rubén se quedaría en el de Maximiliano, como siempre.

Pasada medianoche, el soño con Amanda. Se despedía con un beso, como siempre, como cuando el se iba
al trabajo, por las mañanas. Un sonido leve lo sobresaltó, el de unos pasos.
Un cuerpo se deslizaba entre sus sábanas y se mezclaba con sus piernas. Aún perduraba el aroma a
aceituna en sus dedos, que ahora él besaba, quizás sin comprender demasiado lo que sucedía.
Yo me llamo María, le dijo ella besándole los ojos.
Y yo Rubén, le dijo él con la voz entrecortada.
Y se empalagaron de ellos hasta la mañana.

Abulafia

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