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Para que el niño reciba las claves del lenguaje, debe participar
primero en un tipo de relaciones sociales que actúen de modo
consonante con los usos de lenguaje en el discurso (en relación a
una intención compartida, a una especificación deíctica y
al establecimiento de una presuposición). Bruner denominará
Formato a esa relación social, definido por reglas, en el que el adulto
y el niño hacen cosas el uno para el otro y entre sí. En su sentido
más general, es el instrumento de una interacción humana
regulada. Los formatos, al regular la interacción comunicativa antes
de que comience el habla léxico-gramatical entre el niño y
la persona encargada de su cuidado, constituyen unos instrumentos
fundamentales en el paso de la comunicación al lenguaje. A nivel
formal, un formato supone una interacción contingente entre
al menos dos partes actuantes, en el sentido de que puede
mostrarse que las respuestas de cada miembro dependen de una
anterior respuesta del otro. Cada miembro de este par mínimo ha
marcado una meta un conjunto de medios para lograrla de modo
que se cumplan dos condiciones: que las sucesivas respuestas de
un participante sean instrumentales respecto a esa meta, y que
exista en la secuencia una señal clara que indique que ha sido
alcanzado el objetivo. Los formatos son un ejemplo simple de un
“argumento” o “escenario”, que pueden hacerse tan variados
y complejos como sea necesario. Una vez que el formato se hace
convencional y se “socializa” se considera que tiene exterioridad y
límites, y un status objetivo. Los formatos proporcionan la base para
los actos del habla y pueden reconstituirse por medios
exclusivamente lingüísticos, según las nuevas necesidades. Una
propiedad esencial de los formatos en los que participa el niño y el
adulto, es que son asimétricos con respecto a la “conciencia” de los
miembros: existe uno que “sabe lo que está pasando”, mientras que
el otro sabe menos, o nada en absoluto. El adulto sirve como
modelo, organizador y monitor hasta que el niño pueda asumir sus
responsabilidades por sí mismo. Una vez que aprenden a responder
a estos formatos de acción, pronto aprenden a provocarlos y a
esperar su aparición. Estas señales se hacen cada vez más
convencionales y consensuadas, y el niño va asumiendo la iniciativa
con mayor frecuencia. A medida que el señalar se hace más
efectivo, comienza regular el juego en vez de ser un mero
acompañamiento. En la primera parte del segundo año, la pareja
niño-madre ya está inmersa no sólo en juegos, sino también
en procedimientos para realizar funciones lingüísticas básicas
como indicar y pedir. Con el desarrollo de un sistema de signos, se
añade un segundo rasgo: el lenguaje puede actuar
intralingüísticamente, en el sentido de que los signos pueden
“apuntar a” o “estar relacionados con” otros signos. Se denomina a
esto “nivel meta pragmático”, en el que el niño puede volver sobre
su lenguaje, corrigiéndolo si es necesario, citarlo, ampliar lo que
quería decir e incluso definirlo.