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-Hola! ¿Nos conocemos?

En las últimas semanas me encontré ante el asombro por dos situaciones


diferentes, pero a su vez muy similares. En un primer momento pasé por un
desencuentro, el desconocimiento, de un supuesto ser querido muy muy cercano; y
luego el encuentro, empapado de familiaridad, con una persona muy distante. En
ambos sucesos me encontré sorprendida por el mismo asombro. Ello llevó a
preguntarme por aquella certeza que suelo darle a lo que creo que conozco, o a
quién creo que conozco. La seguridad en la que uno se maneja en las relaciones
diariamente se puso en jaque, yo misma la puse en jaque. ¿Cómo sé que nos
conocemos?, ¿Cómo sé que conozco al otro? Al que tenemos cerca, al que
creemos que tenemos cerca. ¿Podemos pretender conocer totalmente a una
persona?, ¿qué es conocer?, ¿podemos darnos a conocer si no nos conocemos a
nosotros mismos?

Cada persona, que busca sentirse a gusto, se suele rodear de personas que
le inspiran comodidad, confianza. Reconozco que estoy haciendo una gran
generalización. Claro que se trataría de personas sanas, o que tienen posibilidades
de rodearse de personas sanas. La confianza no se obtiene de la misma manera
para cada persona, a algunos les cuesta más lograrla, trabajarla. Sin embargo, creo
yo, y probablemente continuando con las generalizaciones, se suele tener confianza
en otro cuando se le conoce. Aunque sea es mi parámetro personal. Me siento a
gusto con alguien, y ese otro tiene mi confianza cuando le conozco. Pero allí radica
mi actual problema, ¿cuándo es que le conozco?, ¿puedo siquiera conocerle? Si yo
me choqué de cara ante la actitud sorpresiva e inesperada de aquel ser querido
cercano ante un obrar contrario a lo esperado.

En este escrito puede que me vea enredada por las palabras. Me estoy
preguntando si realmente uno llega a conocer al otro. Entonces no sé si todavía
puedo llamar al otro “conocido”. Conocido aquí no será aquella persona que puedo
identificar con nombre y apellido, de la cual se pocas cosas de su vida. No será
con quien me relaciono vagamente. Denomino conocido a la persona cercana a
uno, al ser querido con el cual uno ha compartido y comparte muchas cosas. A
aquel que ha oído hablar y cree uno saber que piensa, como siente.

Continuamente nos sorprendemos por las conductas de los que nos rodean,
nos sorprendemos por sus decisiones, opiniones, actitudes. No porque pretendamos
que el otro sea similar a uno, sino porque no creemos propio de esa persona
aquello. Nos sorprendemos cuando vemos atreverse a una aventura cubierto de
valor a nuestro amigo que suponíamos incapaz de hacer algo semejante. Nos
sorprende que nuestro hermano tome aquella carrera o aquel trabajo cuando
claramente parecía inclinarse por gustos muy distintos. ¿De dónde proviene la
sorpresa? ¿Será que el otro no siempre se da a conocer por completo? Quizá se
trata de que vivo ensimismada, y creo ver al otro cuando realmente no lo veo. ¿Es
eso? No me convence. No porque significa reconocer cierto egocentrismo de mi
parte, eso puedo reconocerlo. Aunque pueda estar desenfocada del otro por estar
enfocada en mis intereses, reconozco cuando éste actúa de una manera que no le
identifica, que no es propia. No me convence porque el otro sorprende cuando actúa
de manera inesperada. Cuando es la excepción a la regla. No significa esto para mí
que cada uno actúa según una especie de patrón. Significa que el otro no actúa
según lo que uno cree conocer como su propia esencia. ¿Podemos conocer la
esencia del otro?

Una manera de responder a esta inquietud puede ser pensar que las
personas cambian continuamente. Toda persona cambia desde su subjetividad en
la medida en la que vive. Quizá eso es lo que nos distancia, uno no comprende qué
cambia del otro. Algunos cambios de los demás no podrían ser apreciados por uno
porque son internos. Porque dependen de factores propios de la personalidad del
otro.

Si las personas van cambiando en la medida en la que nosotros pretendemos


conocerlos, entonces nuestra pretensión de conocer al otro acabadamente nunca se
cumple. ¿Podemos dar por acabado el conocimiento? Me resulta evidente que no,
porque ninguna persona está acabada. De ser así, parecería ser ingenuo pretender

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conocer a otro de una vez y para siempre. Sería más bien un proceso de nunca
acabar.

La concepción de Heráclito resulta similar. Se conoce que él propuso que


uno no puede introducirse dos veces en el mismo río. El cambio para Heráclito es
continuo y lleva un ritmo acelerado. Nunca podríamos dar por conocida a una
persona ya que el conocimiento no llegaría a acabar. El cambio sucede de manera
tan rápida que no se da la permanencia necesaria para llegar al conocimiento. ¿Y
aunque no consideremos que el cambio suceda de una manera tan rápida? El
conocimiento del otro tampoco llega a realizarse. Porque se trata del conocimiento
de una persona, no de algo inmutable.

Entonces, ¿cuál sería una manera correcta de actuar? Porque muy ligada a
este tema del conocimiento se encuentra la confianza. ¿A partir de qué momento
uno puede considerar al otro como alguien cercano? Quizá podemos rodearnos de
personas que no acabamos de conocer.

Aquella pregunta que coloqué en el diálogo inicial de este ensayo sería más
fiel a mi planteo si fuera entre dos seres queridos. Porque es esa la cuestión que me
inquieta. ¿Conocemos acaso a aquel que está cerca de mí? ¿Hasta dónde
podemos conocerle? Imagino como si de continuo se diera una pregunta como:

-¡Hola querida! Qué bueno que ya llegaste a casa, justo te quería preguntar:
¿Te conozco?

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