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El cerebro ha cambiado

Un siglo de neurología nos ha enseñado que la mente reside en el córtex (o corteza)


cerebral. Cualquier cosa que pienses, sientas, proyectes o recuerdes está ahí, codificada en redes
neuronales de una naturaleza tan intrincada y cambiante que seguimos sin entenderlas. Y también
nos ha enseñado que el córtex está dividido en áreas. Un daño en el lóbulo frontal puede dejar
intactas las funciones intelectuales, pero cambiar por entero la personalidad del sujeto. Viajando
hacia atrás por el cráneo, conocemos lesiones que afectan al habla, el tacto, la percepción del
cuerpo, la audición o la vista. La casuística de los daños cerebrales localizados, sea por accidentes,
ictus o tumores, resulta verdaderamente chocante. Una lesión te puede eliminar el concepto de
“tres”, de manera que dejes de entender esa palabra, el número 3 y la geometría de un triángulo.
Las actuales técnicas de imagen que fotografían el cerebro en acción han añadido capas de
complejidad al cuadro. Ahora mismo no sabemos ni cuántas áreas especializadas puede haber.
¿Cien? ¿Mil? Quién sabe.

Pero hay otra línea de pensamiento científico que arranca de un neurofisiólogo estadounidense,
Vernon Mountcastle, que murió en 2015. En los años cincuenta descubrió que todo el córtex está
hecho de unos módulos básicos, llamados columnas corticales, que se repiten sin cesar a lo largo
de toda su superficie. Y en 1978 propuso que todas las áreas de la corteza cerebral, sea cual sea
su especialización, funcionan bajo el mismo principio, un algoritmo desconocido cuya unidad
básica de computación es la columna cortical. La columna tiene medio milímetro de diámetro y
unas 10.000 neuronas organizadas en un patrón arquetípico. Es la unidad básica de nuestra mente.

¿Qué ocurre entonces? ¿Es que la neurología dominante en el siglo XX estaba equivocada con
todas esas áreas especializadas que aparecen en los bustos de escayola de las consultas y las
portadas de los libros? No. Las áreas especializadas existen, como demuestran las lesiones
localizadas y las imágenes del cerebro en acción. Lo que ocurre es que no son parte de la
construcción del cerebro. No están codificadas en nuestro genoma —no se conocen genes que
especifiquen una u otra—, sino que son producto de la experiencia. Como dice el neurocientífico
David Eagleman, todo depende de los cables que reciban. Si lo que les entra es información
sonora, se convierten en áreas especializadas en procesar el sonido. Si es información lumínica,
se vuelven áreas visuales. Si lo que reciben no viene directamente del mundo, sino de otra área
cortical, emerge un órgano cerebral que procesa y abstrae esa información.

De ahí que los ciegos reciclen su córtex visual para amplificar su finura en el análisis del mundo
sonoro y táctil. El braille se lee con las áreas táctiles del cerebro, pero también con las visuales,
que de otro modo estarían desocupadas. De ahí también que los violinistas desarrollen un órgano
cerebral (llamado a veces W debido a su forma) junto al área cortical que controla el movimiento
de la mano izquierda. En los pianistas pasa lo mismo, solo que para ambas manos. Eagleman
desarrolla estos argumentos en su libro La red viva, recién editado por Anagrama. La hipótesis de
Mountcastle —todo el córtex funciona igual— se ha consolidado en los últimos años como la
idea dominante en el campo. Una ocasión perdida para la Academia sueca.

Es curioso que, una vez tras otra, cuando dos teorías bien fundadas entran en contradicción, la
solución suele estar en mirar el problema desde un piso más arriba. Lo que los genes construyen
no son las áreas especializadas, sino una unidad repetitiva que, tras su contacto con el mundo, se
adapta a cualquier tipo de información que reciba. El diablo mora en los detalles, pero vive en el
segundo.

JAVIER SAMPEDRO. EL PAÍS. 10/02/2024

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