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SOCIOLÓGICA
F r a n g o is D u b e t
T ra d u c c ió n : M arg arita P o lo
D ¡5 c ñ o d e cu bierta: P i o l o P orral un
P reim p resión:
E d i t o r S e rv i c e , S L.
D ia g o n a l 299, en tio. P
0 8 0 i 3 B a rcelo n a
IS B N : 9 7 3 -8 4 -9 7 8 4 -2 9 4 -5
D e p ó s it o legal: 3 . 1 .6 9 6 - 201 L
I m p r e s o p o r R o t n a n y a V ails, S - A .
Im p r e s o er> España
Prínted in Spmn
In tro d u c c ió n ........................................................................................ 11
2. L os su b u rb io s, 39
Ju lio de 1981 ................................................................................... 40
U n a investigación .......................................................................... 42
Buscarse la v i d a .............................................................................. 43
- D esorganización social ......................................................... 44
- E x c lu s ió n ..................................................................................... 47
- La r a b i a ........................................................................................ 49
Revueltas y protestas .................................................................. 52
V einte años después .................................................................... 54
3. L o s a lu m n o s, la escu ela y la in s titu c ió n , 61
P a rtir de los alum nos .................................................................. 63
P o r qué trabajar en la escuela ................................................. 68
L as rensiones de la experiencia escolar ................................ 71
H o m o lo g ía s ..................................................................................... 76
L a decadencia de la in stitu c ió n ................................................. 78
4. J u s tic ia so cial, 85
C rícica de la igualdad de oportunidades ............................. S(>
L a injusticia en el trab ajo .......................................................... 90
C rítica s de tas in ju s tic ia s ............................................................. 93
Inju sticias y m ovim ientos s o c ia le s ......................................... 97
L a econom ía m oral de las inj use te i a s ..................................... 99
Q u ién es responsable ................................................................. 103
E p í l o g o ................................................................................................... 131
41Nombre con <jue se conoce el e;caíiicn competitivo de alto nivel para la selección
de profesores en Francia (A', de ía T.j.
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n o dejarse im presionar por S a m e , quien definía el m arxism o com o
un «lím ite insuperable» del pensam iento social y, más trivial mente,
por la influencia intelectual de] partido com u nista, aun cuando el
P artid o denunciaba entonces la sociología por ser u na «ciencia bur
guesa»? P o r otra parte, A ro n no dejaba de h ab lar del m arxism o,
mientras escribía en L e fíg a ro . D e m odo que num erosos estudiantes
iban forján d ose una cultura m arxista, coqueteando co n la izquierda
y la extrem a izquierda, que eran com o universidades paralelas.
D e b o confesar, sin em bargo, que esas dos maneras de ingresar en
la sociología no me: parccían profundam ente incom patibles por dos-
grandes m otivos. E l prim ero era que la so ciolo gía, preocupada por
erigir su legitimidad, daba gran im portancia, p o r lo menos en Bur
deos, al aprendizaje de los m étodos estadísticos y de las técnicas de
encuesta inspiradas, so b re codo, p o r la so ciolo gía de Laz.arsfeld
(1965). D esd e ese punto de vista, podíamos pensar que esos métodos,
com o el análisis de co v a m n z a derivado del Suicidio de D urkheim y
los preceptos del Métier du sociologue [ftourdieu, Passeron y C ham -
bored on , 1968]/ form aban una base técnica independiente de las
orien tacion es ideológicas de la sociología. Sólo después de M ayo del
68 la sospecha crítica apuntará m is radicalm ente a los m étodos en sí.
El o tro m otivo para no volverse esquizofrénico en un entorno tan
dividido residía, sin duda, en el hecho de que la m ayoría de los estu
diantes y sus m aestros com partían, sin ser demasiado conscientes de
ello, u na representación d e la sociedad francesa co m o sociedad in
dustrial. Prácticam ente n o había dudas de que esa sociedad era un
co n ju n to nacional hom ogéneo, donde el único escándalo de la in m i
gración era el de los tugurios y la explotación de los obreros espe
cializados de R enault. A u n cuando se pudiera hablar del número de
clases sociales y de la naturaleza de la con cien cia de clase, n o cabía
duda d e que vivíamos en una sociedad de clases y de que lo único que
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en verdad co n ta b a era el m ovim iento obrero. Adornas, .se daba por
descontado que esa sociedad se m odernizaba p o r Ja cultura de masas
analizada por M o rin , p o r la burocracia a Ja que C ro zier dedicaba sus
prim eros libros, p o r el fin de: cam pesinado descrito p o r M endras
y por las tran sform aciones m ism as del m undo del tra b a jo estu dia
das por Hónrame. F.sa visión de la sociedad francesa podía alim entar
disputas, pero en verdad unificaba la sociología más de lo que la di
vidía, sobre codo porque el mundo de los sociólogos profesionales era
relativamen.ee lim itado y, dem ográfica y culturkim ente, bastante h o
mogéneo. La m ayoría de los sociólogos Iranceses que contaban tenían
menos de 40 años, se habían form ad o co n los m ism os m aestros,
A ron y Fn cd m am i (G eorge), sobre rodo. M uchos de ellos desem pe
ñaban su com etido en el C en tro de E stu d ios Sociológicos ubicado en
la calle C ard in ct, en Parts.
Eri el pasado, n o más que hoy. Ja sociología en los años sesenta no
estaba alejada de Ja sociedad. P or lo que respecta a su relación con la
sociedad francesa, podríam os hablar de una suerte de unidad en con-
n.cto. Unidad sobre 1.a definición de la sociedad industrial y sobre al
gunos valores m odernos; conflictos sociales im portantes pero insti
tu cion alizad o s que term inaban, la m ayor parte de ías v eces, en
soluciones de com p ro ñus o vividas com o avances. En el pensam iento
social, de una suerte de funcionalism o latente — es decir que m ejor no
m encionarlo— , se desprendían versiones conservadoras y versiones
de izquierda, querellas sobre la cultura de masas y el papel represen
tado por la técn ica, p o r ejem plo, pero n o form aban parte del mismo
relato de la integración social y la m odernidad. Para ios estudiantes,
cuya form ación era más aleatoria y menos profesional que hoy en día,
ese mundo era relativam ente cóm od o. A unque n o im aginaban llegar
a ser un dia sociólogos profesionales, pensaban que la sociedad Íes da
ría un lugar aceptable y que llegarían a ser adultos más rápido que hoy,
al casarse y com en zar a trabajar más tem prano. S i la generación del
baby-boom tuvo algún privilegio, no fue su nivel de consu m o ni su
libertad, sirio su confianza en d futuro.
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N o es el deseo de este autor caer en la tentación autobiográfica más
que en (3 medida en que lo exijan la presentación de algunas búsque
das y de algunas ideas, y la d escrip ció n de una m anera de ejercer el
oficio de so ció lo g o , inseríbiéndolo en la historia de los últim os cua
renta años. P or ello he tratado de m ezclarlos temas de investigación
que me han ocupado con Ja cron olog ía de los debates y los proble
mas sociales de los úkjm os cuarenta años. N o es más que una manera
subjetiva de practicar la sociología de la sociología.
1
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H u b o , prim ero, una. im portante huelga obrera en gran, m edida es
pontánea, anunciada p o r conflictos com o el de Dassault, en 1967, que
con clu yó c o n los acuerdos de G reneü s y co n una recuperación ab
so lu tam en te esp ectacu lar de los salarios. L u ego, toda una fam ilia
izquierdista, troeskista y maoísta se colocó en el cen tro de la escena.
D esd e hacía un tiem po, y o form aba parte de ese m undo pero, p a ra
dójicam ente, M ayo d el 68 me sep aró de él. E n realidad, y o me sen
tía de extrema izquierda, porque, al igual que m uchos estudiantes, me
preguntaba có m o ubicarse a la izquierda en un contexto donde no pa
recía. posible estar cerca de una S F I O (Sección Francesa de la In ter
nacional O b rera ) m uy desacreditada por la guerra de A rgelia o d e un
partido com unista profundam ente cstalm ista y totalm ente solidario
co n una U nión Soviética cuya naturaleza totalicaria no podia ig n o
rarse, a menos que u no quisiera ser ciego. P ero, cuando la extrem a iz
quierda se d ejó llevar por el im pulso del 68, dejé de tolerar sus p rác
ticas sectarias c ideológicas,dejé de apoyar un movimiento o b rero sin
ob rero s, o b sesio n a d o por la co n stru cció n de una vanguardia que
hablara en nom bre de un pueblo mudo, ya que seguía escando alie
nado. N o soporté más las máquinas de «reducir las disonancias» por
las que todo se había puesto en ju e g o enere 1905 y 1940, entre el ¿Q ué
hacer¿ de L cn in y el asesinato de Trotski. Ser m ilitante significaba pe
gar afiches, defender la correcta interpretación de los clásicos del mar
xism o-leninism o y denunciar las «traiciones» de los estalinistas, de los
socio-traidores y de los demás grupos de extrema izquierda. M a y o def
68 dio origen a movimientos culturales que incitaban a cambiar la vida
«aquí y ahora». C o m o gran parte de Ja generación estudiantil, me dejé
llevar por esa ola liberadora, p ero seguía teniendo una cabeza dem a
siado «política» para creer que com unidades neorrurales ejem plares
podrían cam biar el mundo.
F.n d fondo, ten ía simpatía por el m ovim iento, pero no me sen
tía adherido a sus ideologías. Form aba parte de él, pero desconfiaba,
y esa actitud nunca más me abandonaría. ¿Viene de más lejos, en mi
historia, de un padre sindicalista y escéptico? N o lo sé. ¿Es sana? ¿N o
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lo es? E n tod o caso, no es cóm oda, ya que suele provocar que uno se
indigne por tod o y no participe de los entusiasm os colectivos, lo que
le convierte en un p oco sospechoso. P ero está claro que esa relación
co n la vida social, q u e me llevaba a com partir causas sin dejarm e en
gañar por ellas» fo rjó en form a duradera mi actitud sociológica c in
telectual. P or ello, casi naturalm ente, después de haber defendido mi
tesis en B urd eos [D u b ei, 1973], cuan d o trabajaba en una asociación
de prevención antes de ser designado m aestro asistente» me acerqué
a Touraine porque era el sociólogo de la sociedad pos [industrial y de
Jos m ovim ientos sociales, y porque m e parecía «comprometido** sin
apegarse a las ideologías del m om ento y a las modas intelectuales de
entonces.
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gadores en una posición de dom inio, ya que se identificaban con el
sencido oculto de los mecanismos sociales y de la historia, sin que les
¡acomodaran demasiado los hechos, los sendmiencos y las ideas de los
actores reducidos a no ser más que apoyos de las posiciones. Esa pos
tura de «rupLura epistem ológica =* podía dar la sensación de tener una
influencia total en la sociedad. E se «hipcrfuncionalism o» en ocasio
nes L-ra cruzado por el pensam iento de Foucault, que tam bién co n
tribuía con el m ism o trabajo de denuncia de las disciplinas y del con
trol social; bastaba con afirm ar qu e el reino de la razón y el del
capitalismo eran una sola y única cosa. Esa no era la posición de Fou
cault, pero co n m ucha frecuencia así fue interpretado. La influencia
de ese pensam iento fue tan significativa que incluso los que éste de
nunciaba com o engranajes de la opresión solían reconocerse en el. Así
sucedía, por ejem plo, con los trabajadores sociales que recibieron con
entusiasm o un núm ero que les dedicada E',pr¿t [1 9 7 2 J, donde se les
consideraba p erros guardianes del orden burgués. L a fuerza de ese
discurso residía en que su apropiación parecía ser la ú nica m anera de
escapar a las leyes que denunciaba. Sin duda, es el m ism o encanto que
se ejerce h o y en los estudiantes de secundaria y en los que empiezan
a estudiar so cio lo g ía convencidos ¿c que es una suerce de ciencia de
las desigualdades sociales que les da los medios de denunciar sus me
canism os, al m ism o tiem po que los dota de una clarividencia que de
vela el senudo profundo de las conductas sociales frente al que los in
dividuos estarían necesaria m ente ciegos.
D u ran te ese p eríod o, la so ciolo g ía de Bou rd ieu y de Passeron, así
com o la de B au d elo i y E su b let [1971 j, com partían m uchos temas crí
ticos, al tiem po que se inscribía claram ente en Ja tradición sociológica
clásica. En un texto destacable, Esquís$e d ’une ibéorie de U pratíque
[1 9 7 2 ], B ou rd jcu no se abocaba tanto a negar la su bjetividad de los
actores co m o a retraerla a posiciones y m arcos culturales articulados
en torn o a la n o ció n de babitus. Se basaba en tres fu en tes: D ur-
kheim , en lo relativo a la objetividad de los h echos sociales; Marx,
para explicar la estructura social y la dom inación objetiva; W eber, para
20
recalcar el hecho de que la acción siem pre está asociada a significa
dos culturales y a bienes sim bólicos. E l Bourdieu de esos años fue un
sociólogo m ucho más clásico de lo que sude percibirse, aJ tiempo que
dio a su sociología una dim ensión critica profundam ente inscrita en
las corrien tes del período. Y , adem ás, Bourdieu y Passeron p rod u
jeron una obra propiamente sociológica, algunos de cu y o s textos íu e'
ron considerados «clásicos». H abían realizado actividades de cam po,
trabajado con estadistas, in trod u cid o a sociólogos co m o Bernstein,
G ofím an y H oggart, transform ando de ese modo un clima ideológico
en prácticas sociológicas positivas.
Del otro extrem o, en esa época considerado el de la derecha, se
construía poco a p oco una teoría de la elección racional que rompía
cambien con la sociología clásica de la década anterior. Boudon fl9 7 3 J
analizaba las desigualdades en la enseñanza y la movilidad social en
esos cérm inos, y proponía una alternativa sólida a las teorías más o
menos man ifies tas de la rep rod u cción y los aparatos ideológicos del
listado. B ou d on continuará con esa orientación hacia una sociología
cogm iiva y una sociología de las norm as. Inspirados en M arch y S i
m ón, C ro z ie r y í riedberg [1 9 7 7 ] aplicaban el paradigma de ia elec
ción racional a la sociología de las organizaciones y las políticas pu
blicas. E llo s tam bién estaban crean d o una escuela cuyos trabajos
tendrán una fuerte influencia en el análisis y las prácticas de la acción
publica y en la adm inistración de las grandes organizaciones. En
am bos casos, la fuerza de esa perspectiva reside en que abre y «re
constru ye» el racionalism o utilitarista aplicándolo a objetos que no
pertenecen a p r io r i a temas tradicionales de la econom ía. AJ mismo
tiem po, en am bos casos, la concepción del sistem a social se trans
form a; ya n o se trata de una capa de determmismos, sino de un juego
generado por las prácticas y las creencias racionales de los actores,
ju ego qu e a su vez determ ina su s prácticas.
C o n Productton d e Lx so áécé [1973] y las obras precedentes sobre
M ay o del 6 8 y la sociedad postindustrial [1 % 9 ], Touraine proponía
una teoría general de la sociedad basada en el con cep to de h istorici
21
dad: las sociedades acciian sobre si mismas p o r medio de movimien
tos sociales que se disputan la definición y el co n tro l de las orienta
ciones culturales com unes. Si toda la vida social no puede analizarse
directam ente en esos térm inos, el papel de la sociología consiste en
descubrir esos conflictos y esos retos m is allá de Jas form as más o r
ganizadas y esrables de la acción. Tras esas obras so bre la conciencia
obrera, Touraine distingue los movimientos reivindicatoríos, las p ro
testas dem ocráticas que apuntan a la institu cionalización de las d e
mandas sociales, y los m ovim ientos sociales propiam ente dichos que
luchan por el con trol de los m odos de inversión y desarrollo. En mi
op in ión , en esos años, Touraine encarnaba el en cu en tro de una s o
cio lo g ía clásica y de una filiación m arxisia más sensible a la c o n
ciencia de clase y a los conflictos que a Jos m eros mecanismos del ca
pitalismo.
Evidentem ente, sería ridículo reducir la sociología francesa a ese
ju eg o de cuatro o cinco, donde parece construirse una clasificación.
Se lia exigido a varias generaciones de estudiantes de sociología que
com enten esos debates y que adopten una posición, m ientras los d e
parta m en ú » de sociología que p o r entonces se m ultiplicaban en las
universidades se form aban a m enudo en to m o a un pensam iento lo -
ealinentehegem ónico. Sin em bargo, las posiciones elegidas por los j ó
venes investigadores fueron más pragm áticas, determ inadas por la
naturaleza de sus objetos de investigación más que por opciones e s
trictam ente teóricas. í.a sociología de la cultura y de la educación se
h a inspirado en gran medida en B ourdieu; Ja de ia m ovilicad social y
la elección racional estuvo dom inada por el pensam iento de Boudon;
la sociología de Jas organizaciones y la acción pública se situó bajo la
influencia de C rozier, m ientras que la sociología ¿z ios m ovimientos
sociales recibió la influencia de Touraine. E n la década de los ochenta,
las cartas volverán a mezclarse.
Más a Ja de los juegos de las escuelas y las estrategias que los ali
m entan, me parece que esa d ifracción del cam po so cioló gico no
puede com prenderse independientem ente de los reíos y los conflic-
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ios por los que atravesaba la sociedad francesa en la década de los se
tenta. Q uienes pensaban en térm inos de sociedad industrial y de d o
m inación «total» hacían co m o si los cambios no fueran más que il u
siones o extensiones cic la dom inación capitalista; describían entonces
la situación francesa com o una crisis pasajera o com o una nueva
etapa de las «contradicciones» de! capitalismo. Q uienes se centraban
en el actor y su racionalidad se apartaban de esa im agen función a lista
de la sociedad industrial y pensaban que ingresábamos en una so cie
dad claram ente menos estructurada, en la que los sistemas sociales se
coocebían como estados más o menos estables generados por la suma
y la com binación de las estrategias individuales que se despliegan en
varios ám bitos. Para hablar en el idioma de hoy, ingresábamos en una
sociedad individualista y liberal. E n cuanto aT ou raine, afirmaba que
la crisis de la sociedad francesa revelaba el paso de un tipo de so cie
dad a o tro . Evidentem ente, yo me sentía más cercano a ese escenario,
p orqu e se separaba de un funcionalism o crítico que me parecía ago
biante y porque me perm itía vincular mi gusto p o r la sociología de
cam p o a m i interés por la vida social más «caliente».
23
raleza de la sociedad industrial em ergente. Si se piensa que una s o
cied ad se define por o rien ta cio n es culturales y relaciones so ciales
— en la sociedad industrial se trataba de la técnica, del progreso y de
los con flictos organizados en to rn o ai trabajo— , esa hipótesis d eb e
ría probarse en relación c o n las form as em ergentes de acción c o le c
tiva que Francia veía nacer después de la con m oción del 68 y, más aun,
r;r» la. ola de protesta y con tracu ltu ra norteam ericana y de otros p aí
ses occidentales, en el m om en to en que la disidencia, soviética hacía
añicos las últimas ilusiones so bre el «mundo nuevo».
Se trataba de saber si las nuevas luchas cuestionaban a las clases di
rigentes tccnocráticas que controlaban la inform ación, la técnica y los
m odos de vida o si, por el con trario, constituían una oposición al ca
pitalism o y a! Estado que se suponía era su servidor. Se trataba de sa-
bet, asimismo» si esos m ovim ientos no eran «sim ples* m ovilizacio
nes de m odernización social y cultural que intentaban incluir nuevos
tem as en la agenda política sin p o r ello cu estion ar una nueva form a
de dom inación social, com o afirm aban la m ayoría de las teorías de la
m ovilización de los recursos que, en gmn parte, basaban sus análisis
en el m ovim iento negro n o dea merica no en fav or de los derechos c í
v ico s, que privilegiaba la ín stn u oon alización dem ocrática de una
lucha, más que el cuestion am iento de un m odelo de sociedad.
Para hablar de nuevos m ovim ientos, tam bién era necesario que los
actores aceptaran nuevos d esafíos definidos en térm inos de identi
dad, cultura, con su m o y relaciones con la naturaleza. D esafíos que
el m ovim iento obrero consideraba secundarios y a los que no podían
respon d er los trabajad ores so lo s. En otras palabras, ¿podríam os
analizar esas luchas sociales c o m o m ovim ientos sociales, co m o m o
vim ientos de clases, cuando las clases en cuestión ya no eran Jas de
la sociedad industrial, sino grupos más im p reciso s, más fragm enta
dos en experiencias particu lares, las que los a cto res oponían ju sta
m ente a las nuevas form as de dom inación?
Esa hipótesis estaba lejos de ser evidente en una sociedad donde se
en fren taban los intentos de m odernización giscardianos y una iz
24
quierda agrupada en torno al «programa com ún» de gobierno basado
en las cuestiones más tradicionales de la izquierda. Además, aunque
pudiéram os esbozar la hipótesis de que esos m ovim ientos sociales
eran nuevos, había que adm itir que hablaban la lengua «izquierdista»,
la lengua más dura del m ovim iento obrero y que, en el m ejor de los
casos, eran com o esos revoluciónanos franceses que ingresaban en
otro m undo sintiéndose héroes antiguos. Por ultim o, nuestros aliados
potenciales eran bien débiles; sólo una parte de la «segunda izquierda»
y de la C F D T (C onfederación Francesa D em ocrática del ’lra b a jo ) p o
día com prendernos... y aun así.
N o sólo no era evidente, sino que esa hipótesis era teóricam ente
audaz, pues no podíam os pensar que los nuevos m ovim ientos so cia
les salían armados de la nueva sociedad. Debían m ezclar varias ló g i
cas, varias «naturale/.as» en una sensibilidad radical y una retórica de
clase am pliam ente d om inantes. D e m odo que había que inventar
una iccnica de encuestas, una manera relativamente controlada de des
cu b rir los significados á ° esos m ovim ientos a fin de saber si, entre
ellos, u n o era el de los nuevos programas que buscábam os. C o m o no
tod o lo que se mueve es un m ovim iento social, era necesario sab er si
había un m ovim iento social en lo que se m ovía.
La intervención sociológica
25
para com prender la dinám ica de las relaciones entre diversas ten
dencias y, sobre tod o, para, lograr que los individuos participaran en
un trabajo de reflexión so b re sí mismos y sobre su acción. P ero lo que
caracteriza a los m ilitantes y las organizaciones que los agrupan es
prod ucir discursos ideológicos m uy estructurados que «resisten» fa
talm ente toda in terpretación de Jos so ció lo g o s. P or otro lado, la m a
yoría de las veces, los sociólogos analizan esos discursos com o cor-
pus de textos independientem ente de la manera en que los actores les
den sentido. Para identificar niveles de significado y lógicas de acción,
era necesario «rom per» con esos d iscursos e invitar a los actores a re
accionar con nuestras propias interpretaciones sociológicas.
D ecidim os estudiar esos m ovim ientos form ando grupos de m ili
tantes com prom etidos en diversos niveles en la misma lucha. P ero,
para que los discursos n o se cristalicen y no se encierren so bre sí m is
mos, la intervención sociológica, los som ete a tres grandes estím ulos.
E l prim ero es el d ebate interno de lo s m ilitan tes que n o pueden
desarrollar sus orientaciones sin entrar en conflicto con otros. Sin em
bargo, ese foro no es su fice eme, y (os sociólogos invitan a los mili
tantes a discutir co n sus adversarios. P o r ejemplo» no basta co n saber
qué piensan los mi litantes contrarios a la energía nuclear; se necesita
saber también qué argum ento* utilizan frente a dirigentes de ía E D F
(Electricidad de Francia) o a m ilitares que defienden el uso de la di
suasión nuclear. A sí se crea y se m ide una distancia entre los discur
sos y las relaciones sociales «reales», distancia que conduce a los mi
litantes a reflexionar so bre su propia acción. La m ayor originalidad
de la intervención sociológica no reside sólo en ia o rg a n iz a ció n de
esos debates y en la d uración del tra b a jo de los grupos — vanas de
cenas de horas de discusiones— , sin o en el propio papel de los in
vestigadores que analizan los debates y el trabajo de los grupos, y que
prop on en a lo s actores sus propias interpretaciones. A i co lo carse en
el punto de vista de la hipótesis relativa a la formación» o n o , de un
nuevo m ovim iento social, someten sus análisis a los actores y les pi~
den que reaccionen. M ientras que la m ayoría de los manuales de me-
26
codología insisten en la neutralidad del investigador, i quien se le iden
tifica con una sim ple máquina de grabar, lo más discreta posible» aquí,
el investigador participa de un análisis sociológico con. los actores des
pués de llevar a cabo largos debates.
El térm ino * intervención» debe considerarse en su sentido más
fuerte, y se debe recon o cer que esa herramienta m etodológica ha ad
quirido a contrapelo hábitos profesionales preocupados por la «rup
tura epistem ológica» y el ob jetiv ism o. El investigador inicia una
larga relación co n los actores y hace de esa relación el o b jeto central
de su análisis. P or supuesto, esa relación misma debe objetivarse, lo
que no significa que se objetive al que se estudia. E sto supone m ul
tiplicar los grupos de investigación a fin de asegurarse de que la es
tabilidad de las observaciones su pete la singularidad de.los individuos
y de los grupos. D e la misma form a, es im portante recom poner los
equipos de investigadores para que sus ideas o su personalidad tam
bién queden b a jo control. C uand o se obtienen los m ism os «hechos»
a partir de grupos e investigadores diferentes, es posible pensar que
esos «hechos» son lo suficientem ente consistentes para resistir las hi
pótesis de los investigadores. N o nos sentirem os decepcionados en
esc aspecto, ya que si bien hem os observado rastros de nuevos m o
vimientos cu las luchas estudiadas; no hem os hallado el nuevo m ovi
miento q u e esperábam os. Se habría podido sospechar que la inter
vención so cio ló g ica era una suerte de predicción creadora más o
menos m anipuladora, incluso una especie de terapia de grupo, pero
la experiencia ha dem ostrado más b ien lo con trario. E l planeta que
buscábam os n o d ejaba ver, cuando m ucho, más que las huellas de al'
gunos asteroides.
U na serie de investigaciones
27
ele luchas socialcs más o menos «nuevas».* Ése fue, sin duda, uno do
los períodos más felices de mi vida a causa de 5a intensidad del trabajo,
del espíritu de «grupo» que nos impulsaba y p orqu e el interés por la
sociología y la pasión por la vida so cia l se m ezclaban por com pleto.
La so ciolo g ía se parecía a una aventura, y debo a Touraine el hecho
de haberla com partido co n nosotros.
28
im pulsados a defender la universidad más tradicional contra refor
mas a las que se les atribuía el hecho de poner la universidad al ser
vicio del capitalism o, cu an d o <;n realidad el ernpresariado prestaba
poca atención a numerosas form aciones, pues prefería acercarse a las
escudas y a los IU T (In stitu tos Universitarios de Tecnología). E n lu
gar del nuevo m ovim iento so cial, lo que observam os fue más bien la
crisis universitaria, tal com o evidenció ei M ayo del 68, crisis asociada
a un izqu jcrd ísm o tanto m is radical cuanto que la influencia de los
grupos de extrema izquierda iba decayendo, lo que acentuaba las ma
niobras en las asambleas generales y el carácter puram ente ideológico
de los deba íes. De esa investigación no surgieron ni reíos rn una re
lación social autónom a y p ro p ia del m ovim iento estudiantil; a veces
sólo q u ed ó de ella la am argura <le los m ilitantes cu yo suelo ideoló
gico se deshacía cuando observaban, por ejem plo, que eran los m e
jores aliados de los docentes más conservadores y que la producción
intelectual y científica tenía lugar m uy lejos de ellos. D esde esa é p o
ca» ya n o se puede decir que ese análisis pesim ista haya sido desm en
tido. P o r el con trario, el sentim iento de crisis de la universidad se
acen tuó, y el tem or de no cncor.trar un lugar de trabajo al term inar
los estu d ios, asociado a una crítica política general, fue en aum ento,
a expensas de las Inedias q u e pedían la tran sform ación interna de las
propias universidades. E sto n o quiere decir que esas luchas no sean
im portantes; basta con observar el retroceso de los gobiernos su ce
sivos frente a las m ovilizaciones estudiantiles para convencerse de lo
co n trario , pero de todos m odos n o son lo que en toncos llam ábam os
m ovim ientos sociales.
29
fensa d éla naturaleza o, más exactam ente, de su con crol por parte de
los ciudadanos era, a todas luces, un reto considerable que prom etía
cobrar m ayor amplitud. L o s grupos form ados en París y en G re n o
ble, y los debaces organizados en otras partes, com o en L a Haya, c o n
firm aron esas hipótesis. P ero m ostraron, a su ve?., que esos principios
estaban lejos de la form ación de un m ovim iento organizado. La e c o
logía radical propugnada p o r com unidades ejem p lares invitaba a
m uchos m ilitantes a rechazar la ciencia en lu gar de hacerla ingresar
en el juego dem ocrático, m ientras que otros com batían al Estado más
que a una nueva clase dirigente. Se creaba entonces una gran d istan
cia entre Jas resistencias locales contra la im plantación de equ ipa
m iento v de industria, y un m ovim iento de proiesia general. P o r ú l
timo, los militantes estaban m uy divididos en relación con la cuestión
de sus alianzas políticas* Tu vim os que recon o cer que si bien existían
los elem entos de un nuevo m ovim iento social, éste tenía grandes di
ficultades para encarnarse en una organización y u na estrategia p o
lítica. Treinta años más tarde, las cosas no han cam biado mucho: la
conciencia y la sensibilidad ecológicas se im pusieron en num erosos
países sin que por ello naciera un m ovim iento social a la medida de
esos retos. Salvo la Alem ania de la década de los och en ta, donde los
Verdes eran más pacifistas que ecologistas, los m ovim ientos eco ló g i
cos no están a b altura de esos retos. D ich o s m ovim ientos están dis
persos en num erosas organizaciones, grupos y O N G que, a su ve?.,
están divididos entre fundam enta listas y p olíticos, y tal vez creim os
demasiado que las luchas ecológicas incipientes en los años setenta re
corrían, a su manera, el cam ino trazado p o r el m ovim iento obrero un
año antes.
L u c h a o cc ita n a
30
vim iento social. U n a nueva generación de m ilitantes quería rom per
co n la defensa ;radicional de las lenguas regionales, vinculando esa
afirm ación cu lcjral a las luchas económ icas con tra el cierre de fáb ri
cas y, so bre todo, a las luchas de los viticultores del sur. Lo que p o
día ser considerado com o novedad en esa m ovilización era la v o
luntad de apelar al desarrollo contra el sistema form ad a por la alianza
del centralism o y los notables locales. U na identidad cultural podía
con v ertirse en agente de desarrollo y de c o n flicto , com o ocurría, de
una form a democrática, en Cataluña y, de una form a mucho mas v io
lenta, en el País Vasco español. N o fue fácil realizar esa investigación,
debido a la oposición de los intelectuales del m ovim iento a los in
vestigadores «parisinos», lo que para mí no d ejab a de Ser irónico. Sin
duda, fu e allí donde las conclusiones de! trabajo elaborado co n gru
pos de C arca so na, M ontpellier, T o u lo ’j s e y 1 .irrioges se alejaron más
de nuestras hipótesis. La defensa de la lengua y de la economía se cru
zaron , pero nunca se articularon del todo. Y lo que era *.peor», los
viticu ltores eran menos regionalistas que defensores decepcionados
del E stad o nacional, que parecía abandonarlos. E l rema nacionalista
n o d ejó de desgarrarse en tre nacionalistas y regionalistas y, para
m uch os, la defensa de la enseñanza de la lengua de O c era el ú n ico
ob jetiv o de la Jucha. D esde entonces, el Estado se ha descentralizado,
pero el sueño del m ovim iento ya no existe. L a s lucJias económ icas y
las- defensas culturales retom aron su cam ino, p ero cuando ese u p o de
reivindicación no subsiste, com o en C órceg a, se articula en to rn o a
la v iolen cia y el nacionalism o. P ero sería m uy difícil hablar de n u e
vos m ovim ientos sociales en ese caso.
31
S i, a la manera de P opper, se define un p ro yecto cien tífico p o r el
hecho de que las hipótesis sean «falseables», nuestros estudios sobre
los nuevos m ovim ientos sociales son más b ien tranquilizadores: n o
hallam os realmente los m ovim ientos que buscábam os. E n todo caso»
no los hallamos con la form a que esperábam os. Si se piensa que una
buena invesrigación debe perm itir anticipar evoluciones, si no hechos,
la historia de Jos m ovim ientos que estudiam os con tanto cuidado y
energía no ha desmentido por com pleto nuestras conclusiones de en
ton ces. Los nuevos m ovim ientos (podem os pensar h oy en las m ovi
lizaciones antiglobalización), sin duda, se h an dispersado en un con -
ju n to de tendencias y de lógicas que van desde la crítica ancisisterna
hasta ios m ovim ientos d e oposición sin que su punto de equ ilibrio
nunca llegue a estabilizarse y sin que hallen una expresión política ca
paz de imponerse co m o un rival. Pero ese ju ic io sociológico no es una
m ed ició n d el peso h isió rico de esas luchas, m enos aun un ju icio m o
ral. Esos m ovimientos estaban más fragm entados y eran más radica
les de lo que pensábam os entonces, y sus demandas fueron in stitu
cionalizándose con rapidez. En el fondo, m uchos de ellos term inaron
por im poner sus cuestiones sin transform arse en organizaciones po
d erosas y sm que la izquierda se convirtiera realm ente en su ligazón
política. La ecología es reconocida corno un reto central, la condición
fem enina también, sm que esos retos sean la lucha de m ovim ientos
«poderosos y organizados», por lo que se reproduce de algún m odo
la historia del m ovim iento o b rero que era más o m enos con scien te
m ente nuestra referencia oculca.
V o lv er a los obreros
E l sindicalismo obrero
D esd e el inicio del pro gram a de investigación so bre los nuevos m o
vim ientos sociales, T o u ra in e había pensado que tendríam os que es
32
tudiar ei m ovim iento o b rero al que había dedicado casi veinte anos
de su trabajo. P o r su pu esto, no se trataba de saber si ese m ov i
m iento se convertiría, en un «nuevo m ovim iento social», sino más
bien de ver cóm o se recom p onía en un co n tex to econ óm ico y social
marcado por el declive de la sociedad industrial [Touraine, W ieviorka
f t a l , 1984].
Para ello, f o riñam os varios grupos de m ilitantes sindicales en sec
tores relativam ente bien definidos: siderúrgicos en Lorrain c, q u ím i
cos en L yon, ferroviarios en Périgueux, o b rero s especializados e in
fo rm á tico s en la región parisina. T a m b ién form am os gru pos de
dirigentes en L orraín e y en la industria quím ica de Lyon. D ebernos
recon o cer que esa investigación estuvo dom inada por la nostalgia,
cuando la izquierda acababa de llegar al poder. E n todos los m edios
donde trabajam os, los nrulilanics tem an la sensación de en con trar
grandes dificultades y ver debilitada la con cien cia de la clase obrera.
L as com unidades de clase estaban erosionadas o prácticam ente des
truidas por la o la de desindustrialización que afectaba a grandes s e c
tores. L o s m ilitantes se quejaban de la decadencia de los valores in
d ustriales, de la desaparición d élo s «m od elos» com unistas v, so b re
to d o , de una tran sform ació n del capitalism o que alejaba al «verda
d ero» patrón de la d irección de la em presa. N ostalgia porqu e, Si bien
ese universo se agotaba, la condición obrera seguía siendo difícil, s o
bre tod o porque los o b rero s eran las primeras víctimas del desem pleo
m asivo que aparecía, para quedarse, en Francia. Los sind icalistas se
sentían encerrados en acciones defensivas y en un fraccion am ien to
crecien te de la clase o b rera: algunos estaban protegidos por su esta
tu to , o tro s se sen tían abandonados; algunos se dirigían h acia el
m u n d o de los técn ico s, o tro s engrosaban las filas de los o b rero s es
pecializados y los trabajadores precarios. E n todo caso, el núm ero de
m ilitantes dism inuía, y éstos se con cen traban en el se cto r p u b lico y
en algunas em presas. A n te esa situación, lo s sindicalistas c o n los que
trabajam os oscilaban en tre dos posibilidades. Una era el repliegue ha
cia los fundam entos de la conciencia de clase, una m anera de espe
33
rar a que pasara, la torm enta apoyándose en algunos bastiones tradi
cionales. La otra posibilidad era la construcción de políticas sindicales
que negociaran protecciones sociales y políticas económicas. Aunque
se pueda identificar, en form a muy general, a la C G T co n la prim era
opción y a la C t 'D T co n la segunda, ambas orientaciones estuvieron
presentes en tod o el m ovim iento o b rero y, ai parecer, por algunos
años más, mientras que el sindicalism o, a pesar de su debilidad, se
siente responsable de un mundo laboral profunda menee afectado por
las mutaciones dei capitalism o.
S o lid a r id a d
34
seguir día a día ía evolución de una sicuación que se volvía cada vez
más peligrosa co n el transcurso de ios meses a causa de la amenaza
de intervención soviética y del colapso del poder.
Desde el p u n to de visia sociológico, las cosas estaban relativa
mente claras. L o s militantes obreros se guiaban por eres supuestos
lógicos muy integrados al com ienzo de nuestra investigación. En p ri
mer lugar, una conciencia obrera que se oponía a los dirigentes de las
empresas en n o m b re de las condiciones laborales y los salarios. En
segundo lugar, u na conciencia dem ocrática que exigía la apertura de
un espacio p ú b lico e institucional que permitiera la expresión de las
demandas sociales. P or últim o, una conciencia nacional que combatía
a dirigentes id entificad os co n la dom inación soviética. M u y ligadas,
esas reivindicaciones term inaron por colocar a I3 sociedad contra un
poder cada vez más ilegítimo y vacío. Nuestra larga intervención so
ciológica tam bién dem ostró que, co n el transcurso de los meses, esas
tres formas de conciencia tendían a distinguirse y a separarse. L a con
ciencia nacional se volvía cada vez más dura y conservadora, a veces
antisem ita; la con cien cia dem ocrática se Separaba de un obrerism o
cada vez más radical. P ero la fuerza yv la convicción de los líderes de
Solidaridad basadas en la alianza de los d iligentes ob rero s, intelec
tuales liberales y católicos nacionales perm itieron evitar Ja ruptura.
Ésta no se p ro d u jo sino diez años después, una vez que desapareció
et com u nism o. L a con clu sión de esa investigación era obvia: asis
tíamos al fui de la sociedad com unista; toda una sociedad la había re
chazado, y bastaría co n el colapso del Im perio para que no quedara
nada de ella. A l mismo tiem po, podía verse que las fuerzas del na
cionalism o populista y religioso, y las <ie la dem ocracia lib e ra rse dis
putarían la d efin ición de la nueva sociedad. Sin duda, la m uerte del
totalitarism o y el triunfo de la econom ía de m ercado n o eran el íin
de la historia.
35
mi nación. M ás exactam ente, de t r is de las categorías del orden y de
su reproducción, basta con tom arse ú trabajo de ver q u e la vida so
cial se constru ye com o un dram a, com o un co n ju n to de Tensiones,
de lachas y de resistencias. £ s su ficiente con interesarse por los ac
tores para ver que existen, para com prender su a cció n y su trabajo
sobre 5í m ism oí, a f.in de forjar una representación creíblc de la so
ciedad.
Si bien estoy dispuesto a aceptar, incluso a u tilizar todos los m é
todos de inveslibación cuando son adecuados a los asuntos que plan
tean y a los objetos que con stru y en , ese. programa de investigación
sobre los m ovim ientos sociales me con venció de varias cuestiones.
En prim er lugar, un m étodo de investigación define siempre una re
lación del in v tsiig ad or con los actores que estudia y, en lugar de ne
gar esa relación o de querer neutralizarla, se la debe considerar corno
uno de los objetos de la investigación. Ésta no consiste sino en atlop*
tar una postura «subjctivisU », pues las intervenciones del investiga
dor, sus cuestiones, sus interrogaciones, sus h ipótesis pueden asu
mirlas los individuos m ismos. Si se parte de la h ipótesis de que los
actores so n actores y por eJlo poseen capacidades de acción y de re
flexión, son esas capacidades las que el investigador debe movilizar,
en lugar de conferirse un m on opolio de) sentido que puede serle
cuestionado por aquellos a los que estudia, ya que es p oco frecuente
que lean sus obras O sus artícu los. C ontrariam ente a lo que podría
im aginarse, ese tipo de relación resiste m ucho más la fuerza teórica
del so ció lo g o que la que co n siste, más banalm ente, en aplicar una
teoría y d ecir que, si los actores la rechazan, la teoría en cuestión
queda justificada, ya que sería norm al que los actores resistieran el
descubrim iento sociológ ico. Y si los actores la aceptan, esa teoría
queda confirm ada, puesto que n o habría más libertad que el reco
nocim iento de la necesidad.
N o se puede pensar que la vida .social sea u na pura construcción
subjetiva y que, en ese caso, los sociólogos n o puedan más que dar
cuenta de la manera en que los actores mismos dan cuenta de esa rea
36
lidad. E n el extrem o opuesto, oo se puede pensar que esos actores sean
simples sopon es de posiciones sociales cuyos discursos y prácticas no
serían más que consecuencias mecánicas y programadas. Si bien la
com prensión y la explicación son dos operaciones incclcctuales dife
rentes, se debe reconocer que pueden asociarse porque los actores a c
túan, reflexionan y se interrogan sobre los mecanismos que los de
term inan. Y com o sus cuestiones n o son m uy diferentes de las que
plantean los sociólogos, aun cuando «o adoptan el m ism o vocabula
rio, la sociología puede definirse com ü una iorm a particular y parti
cularm ente controlada, de debate social.
2
Los suburbios
39
más peligrosos. Después de todo, só¿o en Las figuritas y en los ma
nuales escolares la sociedad indas erial sucedió apaciblem ente a la
sociedad tradicional; en realidad, esa m utación iue vivida com o una
larga c;isis, co m o una larga d escom posición antes que de la miseria
social y urbana hicieran surgir el m ovim iento obrero y el Estado pro
videncia, antes de que M arx sucediera a D icken s [Thom pson, 1 98SJ.
Ju lio de 1981
40
litar, el trabajo y el m atrim onio. E llo s volvían al orden; pero ahora lo
que se cuestionaba era justam ente ese orden.
Ese problem a social también tenía algo excitante en el plano inte
lectual. C on excepción de un destacable libro de Monod [1971J sobre
los «biousons noirs» (expresión con que se designaba en esa época a los
jóvenes delincuentes porque solían llevar chaquetas de cu ero negro)
de los años sesenta, la sociología francesa que estudiaba las bandas y
la delincuencia juvenil iba m uy a la zaga de la sociología norteam e
ricana, en la que im portantes au tores habían realizado, en los años
treinta, m onografías memorables y verdaderasteorías. E n ese ámbito,
la sociología francesa era m ucho más linfática. I..a sociología de la in •
m igración ocu paba un lugar relativam ente marginal en un país de
inmigración que, sin embargo, no se vivía como tal, convencido de que
el modelo republicano y las luchas de d ase reducían la inm igración a
una simple dim ensión de cuestión s o cia l E n un artículo dedicado ala
escuela de C hicago, Maurice H albw achs [1932] observaba que b cues
tión de la inm igración que tanto interesaba a los norteam ericanos re
vestía mucha m enos urgencia para los franceses. C uando IlaJbw achs
publicaba ese texto, los índices de inm igración eran com parables en
Francia y en Estados Unidos. E n lo esencial, la margina lidad y la de
lincuencia juveniles interesaban a los magistrados, los psicólogos y los
trabajadores sociales, pero m ucho m enos a los sociólogos. L a socio
logía más rutinaria de esos anos se lim itaba a describir la crisis de la
adolescencia, los procesos de c o n tro l social y las culturas populares.
D e modo que parecía suficiente denunciar las condiciones de vida de
los jóvenes, los barrios populares, d fracaso escolar, las estigma t i n
ciones institucionales, p¿ra exp licar los desórdenes y la inadaptación
juvenil. Sobre todo, porcue F ran cia parecía eternamente protegida de
las revueltas urbanas y de las form as de desvío que co n o cían Estados
U nidos y, en m enor medida, G ra n Bretaña.
Si bien era absurdo considerar que los jóvenes de los suburbios que
planteaban tantos problem as era n m ilitantes que form aban un m o
vim iento so cial, me parecía inaceptable considerarlos com o n o acio-
res, como puras víctimas cuyas con d icion es de vida bastaba co n de
nunciar para explicar su conducta. Y, además, las investigaciones de
los años anteriores me habían convencido del hecho de que cada cual
puede ser tratado com o un actor, corno un sujeto, y que nadie, aun
que sea jov en y marginal, es red uc ti ble a las presiones, las restriccio
nes y los estigmas que se ejercen so bre él. Esta afirm ación no es sólo
u n principio ético, sino entibien u n postulado m etodológico.
U na investigación
42
talecio nuestro conocim ien to de los habí tan res y nos co n fro n tó a a l
gunos «em b rollos* locales.
C o m o yo sostenía k hipótesis de que e) hecho de que (05 jóvenes
tuvieran que buscarse la vida contribuía a Jas transform aciones y a la
crisis del mundo obrero y popular, era indispensable com parar la ex
periencia de los jóvenes y los adultos de los suburbios franceses con
la de los jóvenes y los adultos que todavía vivían en un m u n co ob re
ro m uy estructurado por grandes empresas industríales. Gracias a
Franck y a Lapeyronnie, se form aron dos grupos en Seraing, la ciu
dad de las acerías de C okcn.ll ubicada en los su bu rbios de Líeja.
En LOLal, trabajaron diez grupos, que produjeron varios centena
res de h o ra s de debates, con frecuencia apasionantes porque los par
ticipantes tenían, a] igual que nosotros, la sensación de vivir algo bas
tante inusual. Después de iodo» no es trivial que sim ples ciudadanos,
sobre codo individuos que pertenecían a las categorías xnás dom ina
das, tuvieran [a posibilidad de hablar de sí mismos durante tanto
tiempo y con total libertad. Tam poco era trivial, en esa época, que los
sociólogos establecieran unas condiciones de investigación tan tra
bajosas y exigentes: entrevistas, observaciones, reuniones de grupos.
M uchos d e los encuentros que se llevaron a cabo con (os imerlocu-
tores invitados fueron, decisivos, so bre todo porque su desarrollo se
reprodujo en todos los grupos. Se trató, en particular, de las reunio
nes donde se opusieron los jóvenes a los policías, pues am bos se com
portaron com o «bandas» en un ajuste de cuentas, o co n los trabaja
dores sociales, a quienes, en realidad, (os jóvenes consideraban corno
una su erte de m isioneros coloniales que deseaban integrarlos en una
sociedad que entonces n o les hacía lugar.
B u scarse 1a vid3
43
de representaciones y de relaciones socu Jes con stitu id o por m eca
nismos sociales objetivos, p ero tam bién por los actores mtsrnos, que
nunca son del todo pasivos. Allí, com o en todas partes, resisten, se re
belan, defienden sus intereses personajes, con stru yen imágenes del
inunda social. El hecho de q u e la sociabilidad de esos jóvenes se p re
sente com o una suben llura que im pone 4ooks» , maneras de set, un
lenguaje, códigos, desafíos, reglas de honor n o es suficiente para e x
p licar su experiencia. Pues lo que se debe explicar, en ese caso, es la
propia cultura, su constitución, sus tensiones y los problemas que per
mite resolver. Sm ello, ta explicación del rebusque de jos jóvenes p o r
la cultura del rebusque es una simple tautología; explico el «rebusque»
con la «cultura del rebusque», es d ecir con el rebusque mismo. D e
lorm a análoga, podría explicar la pasión por el fútbol o por la ópera
con la cultura de tos aficionados al fútbol y a la ópera, lo que no nos
perm itiría avanzar dem asiado. En otras palabras, ia existencia de una
cultura singular no puede cerrar una explicación, ya que lo que hay
que explicar es la cultura a través de los principios y las lógicas de ac
ción que la estnjeruran y que pertenecen a oirá cosa que no es la cu l
tura misma.
D es o r g a n iz a c ió n s o cia l
44
tiem po ni la dase obrera que intentaba salir de allí podían im poner
sus normas a una población culturalmente heterogénea. Las prim e
ras generaciones de inm igrantes, también diversas, accedían a los
gran Jes com plejos de vivienda social, mientras que los demás habi
tantes eran definidos más bien com o «casos sociales», y n o tanto
coino «trabajadores», aunque la graD m ayoría trabajaba. E so s gran
des com plejos ya no eran el tamiz gracias al cual Las clases medias y
los obreros cualificados accedían a una vivienda de calidad antes de
dejarla ]>or oirá más coniortable y menos estigmatizada; eran cada vez
menos concentraciones estables de la clase obrera. Los habitantes más
antiguos describían d íin de los suburbios rojo s, io que políticam ente
era correcto, y Ja im posición de los mecanismos de control social que
dejaría a los jóvenes a su suerte y runijxrrían los lazos de vecindad. Ln
esos barrios donde las familias se sentían asignadas a una residencia,
cada vecino estaba dem asiado cexca y era dem asiado sim ilar para no
ser el espejo de las dificultades propias» por ello, se convertía tanto en
an a amenaza com o en un recurso.
F.sa visión no es sólo nostálgica, ya que los grupos de jóvenes des
cribían sus barrios co n los mismos térm inos. E n realidad, explicaban,
las bandas eran más estereotipos que realidades. La solidaridad de los
grupos era am enazada to d o el tiem po p o r d ju ego de Jos e m b r o
llos que terminaban creando lazos por la acumulación de deudas, cré
ditos y desaf íos. J.a llegada de las drogas no arregló las cosas» ya que
Los recursos que los consumidores/í/c¿/ers ofrecían rio eran confiables.
L o s jóvenes se describían com o las víctim as de La delincuencia, más
que com o sus autores. L ¿ relación co n la delincuencia se salía de los
cánones habituales. C o n excepción de una pequeña minoría que p ar
ticipaba en la delincuencia, la mayoría de los jóvenes» sobre todo los
varones, se entregaba a ella parcialmente, por el juego o por el cálculo,
sin que se los pudiera definir como «verdaderos delincuentes». A l es
cuchar a unos y Otros, parecía que si las familias, sobre todo tas de in
migrantes, todavía podían llevar las riendas de Ja educación, éstas se
les escapaban apenas los jóvenes abandonaban la casa familiar para en
45
tregarse a la calle. E n realidad, esos jóv en es a menudo se parecían a
las olas de inm igrantes descritas p o r ios sociólogos de C h icag o: un
píe en la ir adición, el otro en la modernidad; un pie en la familia, el otro
en la caJíe. Sin em bargo, a mediados de los años ochenta, sin duda no
habríamos hablado de comunidades. L as H L M parecían más bien
yuxtaposiciones de células familiares replegadas sobre sí mismas que
universos sociales colectivam ente regulados, com o dem ostraba la
im potencia de los adultos para intervenir en la conducta de o tro s jó*
venes y otros niños que no fueran los suyos.
P o r eso, se apelaba al Estado, a la alcaldía y a los trabajadores so
ciales para que hicieran lo que la sociedad ya no podía hacer sola, aun
que reprochando a esas intervenciones que eran cada vez más ajenas
a los barrios, ya que esos actores de lo social desde hacía largo tiempo
habían dejado de vivir allí. A su vez, esas acciones publicas parecían
algo banales, pues los barrios «calientes» no siempre eran los que me
nos atención de los poderes públicos recibían.
N aturalm ente, los jóvenes estaban apegados a su barrio, siempre
menos «m alo» que los demás y el lugar de sus juegos, sus am ores y
sus amistades. A veces incluso esos «duros» parecían tem er la so cie
dad que los rodeaba y que ya no frecuentaban, m uchos nunca Habían
ido al centro de Lyon o de París, y afirm aban que no era posible sa
lir de su situación sin irse de su barrio vivido com o un «barrio de ex¡-
Uo» [D ubct y Lapevronnie, 1992].
Esos barnos ya n o podían ser calificados de obreros puesto que los
problem as sociales parecían haberlos desbordado; ios m edios de c o
m unicación y ios militantes tenían dificultades para definirlos y ha
blaban de barrios «calientes», «sensibles», «difíciles», « co n p roble
mas». En todo caso, eran muy diferentes de Jo que observábam os en
Seraing. A llí, la conciencia de clase y ía com unidad obrera lo dom i
naban todo. El trab ajo imponía sus ritm os y sus reglas, la vida m ili
tante y asociativa captaba a jóvenes q u e sabían que su fu tu ro estaba
en las fábricas siderúrgicas, los hom bres y las mujeres com partían cla
ramente los papeles; los hombres en la fábrica, la*s m ujeres, en la casa.
46
En cuanto a las «tonterías* de los jóvenes, no eran más qu e las típ i
cas antes que la fábrica se apoderara de ellos- Sin em bargo, esc mundo
ya estaba desapareciendo porque la siderurgia tradicional vivh sus ú l
timos años, ya que las mujeres cada vez soportaban m en os el dom i
nio masculino, además una sorda hostilidad contra los inmigrantes se
iba haciendo sen tir y, sobre todo, porque los jóvenes comer.zaban a
tener sueños de elase media y rechazaban más o menos abiertamente
el destino qu e les había sido prom etido (Franck y L ap enroño i e,
1993].
E xclu sión
47
esc olorizad os y grandes consum idores de la cultura juvenil de m ajas,
tenían el sentim iento de ser franceses com o los d em is jóvenes y des
cubrirse d iferentes e inferiores en la mirada de los otros. U n poco a
la manera en que Sartre decía q u e el judío es el p ro d u cto del antise
mita, ellos se descubrían «árabes» y «negros». Esa experiencia era tan
fuerte que los jóvenes de origen francés term inaban p o r compartirla.
U no es «árabe» si vive en un b arrio de «árabes*, deí m ism o m odo que
se es un poco menos «árabe» cuando se vive en un bar n o acomodado.
El largo proceso de integración progresiva de los jóvenes y de los
recién llegados se descom ponía en esos barrios, y esos jóvenes c o
mentaban a tener cierro resentim iento respecto de las instituciones que
no mantenían su com prom iso. L a escuela prom etía una movilidad,
pero la m ayoría de los jóvenes fracasaban en ella; Jos que lograban sa
lir ¿ro so s se iban del barrio, por lo que los prim eros quedaban cada
ve?, m is hundidos en la situación de tener que buscarse la vida. Algu
nas escuelas estaban degradadas, mientras que la violencia escolar to
davía era un tabú; se hablará de ella en los medios de com unicación sólo
en los años ochenta. Pese a las políticas de la ciudad y los dispositivos
que com enzaban a acumularse [Dubet* Jazouli y Lapeyronnie, 1985],
a los jóvenes les parecía estar encerrados en cestas de formaciones, cur
sos v em pleas subvencionados que no les permitían salir de su situa
ción, a m enos que llegaran a ser animadores de cursos o docentes a
tiempo parcial, lo que era eJ sueño de muchos de ellos.
La fuerza de ese sentimiento de exclusión da lugar a respuestas bas
tante diversas. La primera corresponde a lo que M crcon [1965] Uama
el conform ism o desviante: los jóvenes que se apegan m uy fu enemente
a los m odelos más clásicos de la integración social desarrollan estra
tegias delictivas antes de realizar esos objetivos con form es. C o n fre
cuencia, era suficiente con que Ja cárcel los socializara para que esos
pequeños delincuentes se convirtieran en «profesionales». La se
gunda respuesta es la reaparición del estigma que conduce a los jó
venes a sumar más estigmas» a convertirse en la caricatura del estigma
que se les adjudica: más violentos, más agresivos, más «charlatanes»,
48
un p oco a la manera en que el rap «exagera», a) acentuar voluntaria
m ente los clichés que el mundo de los blancos im pone a los nebros.
P o r últim o, otros jóvenes intentan, sobre todo, que se los olvide, para
escapar a la exclusión. Ésa es» en panicular, la estrategia de las jó v e
nes que los clichés sociales valorizan en la m edida en que denuncia a
sus herm anos. Hn esos años, la joven árabe, buena alumna del barrio,
era elevada al estatus de ico n o de las virtudes de! m odelo republicano
q ue, en realidad, iba desm oronándose en los suburbios.
Ski em bargo, no se debe tom ar esa tipología al pie de La leerá. Se
debe incluso rechazar toda tipología al respecto porque, com o bus
carse la vida significaba c! c-ncuemro de una exclusión y de una d esor
ganización social, tam bién era una experiencia «flotante» en la que los
individuos no lograban estabilizar su posición. D u ran te la interven
c ió n sociológica, los jóvenes siem pre se negaron a dejarse encasillar.
P o r ello, la mayoría de las teorías clásicas de la marginalidad juvenil
sólo dan cuenta de ella en form a parcial, y ninguna de esas teorías es
lo suficientem ente sólida para circunscribirla totalm ente. La m ay o
ría de los jóvenes con los que nos reunim os parecían «inasibles a,
adoptaban posiciones diversas, cambiaban de opinión en función de
Los interlocutores invitados a las reuniones. E ra co m o si, viviendo en
un universo que se estaba coíapsando, los individuos también se co -
lapsaran, y sufrían por ello sobre todo porque n o lo ignoraban: d es
cribían su situación com o un «agujero negro».
La rabia
C asi todos esos jóvenes estaban rabiosos, sentían odio, ira y,durante
la intervención, hubo algunos m omentos particularm ente «calientes».
¿C ó m o interpretar esa rabia cuya fuerza excede ampliamente los có
digos de una cultura d élo s suburbios y cuyas revueltas, aunque mu
ch o más frecuentes de lo q u e se crec, cuando se piensa descubrir la
novedad en cada a con tecim ien to, recuerdan la presencia continua?
¿C óm o explicar que la delincuencia misma a m enudo parece escapar
4$
a la racionalidad y a la discreción vinculadas a ese tipo de actividad
cuando los jóvenes son «demasiado» violentos, demasiado impru
dentes, demasiado «malos;», a veces, para que c! calculo dicte su con-
ducta? ¿P o r qué sacudir los ascensores de sus propias cajas de esca
leras, destruir el cencío social que es el único lugar donde son acogidos,
robar e insultar a sus amigos o vecinos cuando afirman que sólo ata
can a los ricos ? ¿ P o r qué apedrear los pocos autobuses que pasan por
el barrio con el pretexto de que no so n suficientes? ¿P o r qué en
frentarse a la policía, citando el interés es más bien evitada? Salvo que
se defienda la oscuridad del alma hum ana, se debe explicar so cio ló
gicamente esa rabia de la rnisma manera que se trata de exp licar los
con flictos organizados y las conductas más conform istas y más re
guladas.
La rabia de los jóvenes se originaba en el sentim iento que les pro
ducía el hecho de ch ocar contra una dom inación social tan protunda
como im posible de nom brar. La causa del malestar parecía encon
trarse en todas partes y en ninguna. A lejados del m undo del trabajo
/de las categorías del movimiento o b rero , esos jóvenes no acusaban
al capitalismo y a los empresarios o n o los acusaban más que los otros,
¿A los políticos? Sin duda, n o les caían en gracia pero con frecuen
cia les debían lo p oco que tenían. E n realidad, una representación o r
ganizada de I2 sociedad era reemplazada por la imagen de la jungla,
la imagen.de un m undo en el cual lo s más fuertes, Jos más astutos y,
a veces, los más crueles dom inan a los más débiles. Y en esa imagen
se rechaza la dom inación de los fuertes, aunque queriendo ser parte
de ellos y despreciando a los débiles y los dominados. A sí, la jungla
se insinúa incluso en el barrio donde los otros siempre son enem igos
potenciales, d on d e im porta desafiarlos perm anentem ente para saber
dónde se ubica u n o en la jerarquía de los dom inantes y ios d o m i
nados. Representación asediante, agotadora, de la que sólo se sale y én
dose del barrio.
«A fortunad am ente», desde el p u n to de vista de las personas,
exisce u n actor que da imagen a esa rabia: la policía. E lla sola encarna
50
la defensa cíe un mundo insoportable yt más allá de lo que haga (a v e
ces hace bien su trabajo), la policía representa todo lo que los jóvenes
detestan. E s racista cuando sistem áticam ente pide los docum entos a
quienes son can franceses com o los otros, es brutal cuando interpela
a los jóvenes o a sus padres, les tiende alguna trampa, ocupa m ilitar
mente su barrio en una suene de guerra civil larvada. Además, esa p o
licía ignora que los jóvenes son las primeras víctimas de la delin
cuencia y n o los protege de eso. E n muchos barrios, los policías, que
con frecuencia tam bién son jóvenes, term inan com portándose como
una banda que acum ula deudas y ajustes de cuencas con los jóvenes
del barrio. Sin duda, podemos acusar a la policía de m uchos males,
podemos sorprendernos de que un m inistro del In terio r reafirme las
etiquetas más negras de los barrios, pero nos equivocaríam os si no
viéramos en ese odio contra la policía más que la consecuencia de fa
llos piofesionales y defectos inaceptables de ios agentes. Incluso en
el caso en que la policía fuera irreprochable, no veo cóm o podría no
cristalizar la rabia de los jóvenes que deambulan por los barrios
donde finalm ente no cuentan más que con ella para m antener una paz
deseada y, de todos m odos, percibid a siem pre co m o inaceptable
porque es la prueba de un orden in ju sto. P or ello, la visión de las re
vueltas p o r los adultos de los barrios es mucho m is am bivalente de
lo que podría creerse; condenan la violencia de la que son las prin
cipales víctim as; la com prenden porque esa violencia de alguna ma
nera habla p o r ellos.
Pero n o nos hagam os una imagen demasiado rom ántica de la ra
bia, porque ésta suele volverse contra sí misma. P o r extensión, se
agrede a los bom beros, Jos m édicos y los m aestros, se rob a a los ve
cinos más pobres, se termina p o r destruir el propio m undo social que
se hace au n más insoportable. Sin em bargo, esa rab ia es, sin duda, lo
más p o lítico que pueda encontrarse en esos barrios donde ninguna
otra red m ilitante expresa una experiencia vivida com o una destruc
ción. C on d en ar la rabia no es un avance; decir que existe n o nos con
vierte, p o r ese m ero hecho, en sus cóm plices.
5/
Revueltas y protestas
52
cinos v los equipos sociales que subsisten en el barrio. Más allá de lo
que se piense, se debe observar que tam bién existe un placer en la re
vuelta cuy os protagonistas son cada vez más jóvenes, m enos con
trolables y de los que se debe recordar que hoy son jos h ijo s de las
personas que y o estudiaba en la prim era mirad de los años ochenta.
Sin em bargo, las revueltas n o son tan irracionales com o se podría
pensar. E n barrios políticamente abandonados donde toda la vida aso
ciativa se limita a los apoyos y los subsidios de los representantes ele
gidos, las protestas también sor. un tipo de acción relativam ente efi
caz. Sin las revueltas, n o se hablaría de los barrios de los suburbios,
dicen los jóvenes. Detrás de ia represión, por lo general, llegan las ayu
das y las políticas urbanas que se esfuerzan por m ejorar la situación
y que, a veces, lo logran. Aunque se piense que la violencia no es acep
table en una sociedad que no es tiránica ni totalitaria, la revuelta es la
única manera de actuar propia de las «clases peligrosas» o, más bien,
de las clases a las que se trata com o tales. L a violencia urbana no es
más irracional hoy, cuando ataca ias escuelas, los autobuses y las co
misarías, que en el siglo X IX , cuando la -¿plebe* atacaba Jas panaderías
y a los agentes de policía. Gracias a las revueltas, los pobres de las ciu
dades reciben muchas más ayudas públicas que los pobres del campo
[Lortam , 2006]. L as revueltas no solucionan ningún problema, peto
los plantean.
En ju lio de ! 9 8 J . los rodeos de M inguettes desem bocaron en un
movimiento de protesta moral contra el racismo. El himno era la can-
ción D ouce Trancet de Charles T rea ci, y Ja «chusma» de entonces fue
recibida en el E líse o , L o que revela una form a de inteligencia política,
y el hecho de que el m ovim iento era seguido fuertem ente por la iz
quierda, por las Iglesias y por las asociaciones antirracistas. Sin em
bargo, esa expresión política era m ucho más frágil que lo que d eja
ban suponer la am plitud de Ja indignación moral de los manifestantes
y Ja simpatía que generó al aiurmar su fe en ia dem ocracia, ia toleran
cia y la R ep ú b lica. M ientras trabajábam os en M inguettes dos años
después de esa m archa, asistimos a la im plosión del m ovim iento de
53
los manifestantes, a veces al odio que desgarraba a sus protagonistas.
Por medio de SO S-R a cism o o de o tro s grupos, algunos deseaban in
gresar en un m ovim iento dem ocrático y republicano «francés» con
el riesgo de desaparecer en él y de n o ser más que coartadas. O tros,
que no querían depender más que de sí m ism os, apelaban a sus orí
genes y al islam que redescubrían, con el riesgo de convertirse en mi
litantes com unitarios y rom per con el resto de la sociedad. E n unos
meses, Los jóvenes de los suburbios revivían la divisióa que había he
d ió añicos al m ovim iento negro norteam ericano, donde se oponían
los defensores de los derechos cívicos a los del nacionalism o negro.
Las revueltas form an parte del paisaje social francés, pero las ins
tituciones políticas capaces de lograr que la revuelta pase a ser p ro
testa continuaron debilitándose. L o s partidos p olíticos es’.áu aun
menos presentes en los barrios de lo que estaban veinte años antes.
La extrem a derecha y sus ideas se han im la lado en la escena p o lí
tica. La confianza en las instituciones se debiJita v, sobre todo, no o l
videmos que los jóvenes m atufestantes de noviem bre de 2305 desde
hace tiempo han dejado de ser inm igrantes, aunque se ios siga con
siderando com o u les.
r>4
I,os «barrios» se han «guetizado» y «.etnizado». Salvo que se jue
gue con las palabras y do se califique de güeros ruás que a los barrios
étnica y cu 1tu talmente hom ogéneos, por no decir «puros», el término
«gueLO» n o me resulta chocante. En un período de veinte años, todos
loa que pudieron huir de los barrios lo hicieron y fueron reemplaza
dos por recién llegados más pobres aun. £1 tiempo del lirismo «bUck,
btanc, beur» (negro, blanco, árabe) ba pasado, y las relaciones se han
raciali'¿ado en la medida en q u e los individuos m ism os se definen en
términos culturales y étnicos, sin duda porque esa defunción les es im*
puesta, pero también porque se la apropian para protegerse y definirse
positiva ni CM C . P or ello, d barrio «gu erizado» desde fuera se auto-
transform a en gueto desde dentro» ejerciendo un con iro ) muy fuerte
sobre sus habitantes, en particular las jóvenes, instalando reputacio
nes y una división radical entre «ellos» y «nosotros», terriLona.1 izando
aun más los intercam bios. L o s barrios se recom ponen, pero no por
lo que respecta a las clases sociales. E n los rodeos, los jóvenes de M in-
guettes reivindicaban, más para sus padres que para ellos, el derecho
a no tener que orar en los sócanos. A l regresar, hace unos meses, * ese
barrio, pude ver en un día más fulares, velos, djelLzbas y «barbudos*
que lo que h abía visto en varios m eses durante 1985. Sobre todo,
los que se afirm aban de ese m odo eran jóvenes y no algunos viejos in
migrantes que seguían siendo tradicionales. E sto no sigmjhca que es
temos en un país de comunidades y que los individuos sean reducci-
bles a su com unidad, pero bien puede advertirse que hemos pasado
insensiblem ente de una definición social a una definición cultural y
com unitaria de las personas. Basta co n ver cóm o los individuos se
presentan para convencerse de esa afirm ación. Tam bién es suficiente
con ver que el unanimismo republicano de la marcha de los árabes de
1982 fue reemplazado, en 2005, por los Indígenas d éla República. En
realidad, hem os pasado de una definición puramente social de los su
burbios a una definición cultura) y social. N atu ralm en te, el pro
blema social predom ina, p ero, com o se arraiga en las pertenencias y
en etiquetas culturales, se vive indistintam ente en los d o s registros.
55
E n cuanto a la exclusión, las cosas tam bién se han endurecido bas
tante. Los índices de desempleo y precariedad no soto han aumentado
y se han concentrad o en esos barrios, sino que allí siguen siendo los
m is akos desde ta c e veinte años, inscribiendo a los actores en una es
pecie de destino. P o r otro lado, no se puede subestim ar los cambios
del clima social y políuco francés. Si bien los resultados del Frente
N acional en las elecciones fluctúan, éstas se juegan en torn o a la in
migración y la inseguridad, lo que d eja encender a los habitantes de
los barrios que, a decir verdad, no tienen uti lugar en Francia. P or ello
se lam an 3 Ja com petencia de las víctim as, que conduce a rechazar a
las com unidades de víctimas reconocidas oficialm ente corno tales y
a afirmarse cada vez más com o las únicas verdaderas víctimas [\Vie-
vsorka. 2005J. lisc mecanismo n o es válido para todos los jóvenes h i
jos de inmigrantes y procedentes de los barrios, ni m ucho menos. N o
toda la Francia popular y procedenii: de las inm igraciones recientes
vive en barrios «calientes», pero com o los que pueden escapar de ese
destino se van de los banios* la am argura y la rabia de los que el ba
rrio deja encerrados se acentúan. P o r últim o, también las institucio
nes de integración comienzan a tener efectos perversos. E s el ca_so> en
particular, de la escuela que se convierte en gueto, sobre todo porque
los que se pueden permitir no asistir a los establecim ientos del barrio
(o hacen. Se afirm a constantem ente que la educación es la única vía
de salida legítim a de la difícil situ ación de los jóvenes, pero muchos
alumnos fracasan y no soportan más una escuela que, a fin de cuen
tas, los recibe para sancionar sus fracasos, con lo que les da 1 en ten
der que no so n dignos de la igualdad de oportunidades. Desde los
años de I.a Galere> las relaciones entre la escuela y lo s jóvenes pro
bablemente se hayan deteriorado m ucho. A veces, n o es fácil ser un
buen alumno en colegios de los suburbios donde se co rre d riesgo de
ser considerado com o un «payaso» o un «colaboracionista*. E n ese
sentido, si b ien es bueno abrir cu rsos preparatorios en los barrios de
los suburbios «difíciles», es probable que los n o incluidos, la gran ma
yoría, se sientan cada vez más rechazados; serán «salvados» sólo al-
56
gim os;*]. resto quedará «hundido» (las políticas sociales tríenos dis
cutibles» co m o el U M I (salario m ínim o de inserción), aíslan a los in
dividuos del mismo modo que los ayudan [D ubet y V érétout, 2 0 0 1J),
Sin que nos demos cuenta, se form a ante nosotros lo que los so
ciólogos de Am erica Latina calificaban de ^desarticulación social»
[Touraine, 1988J, fenóm eno que fui a estudiar a Santiago de C hile a
finalesd c los años ochenta [D ubet et al. J 9 8 9 ] . E n esc caso, una par
te d e la sociedad está integrada y organizada en torno a relaciones de
57
más que la explotación, en una sociedad nacional que se siente cada
vez más amenazada y tem erosa frente a la giobalización de las cultu
ras y las econom ías.
58
reo estadístico, y la lí nica clase o toda otra categoría válida para un s o
ció log o es, co g io escribían M arx, H aJbw achs, Tourairie y algunos
otros, una clase p a ra sí, u na clase cuyos individuos tienen conciencia,
una clase que actúa y que lo sabe.
E sta posición invita a confiar en los actores y a tratarlos co m o si
fueran «intelectuales» capaces de reflexionar sobre ellos mismos; evi
dentemente do implica que el sociólogo sea ignorante o ingenuo. F,sie
debe estar muy razonablem ente inform ado, por no decir más, de ja
naturaleza y de la historia del problema que estudia. £1 sociólogo debe
estar en condiciones de debatir las interpretaciones que los actores
producen a fin de que com prendan el análisis que la sociología, por
su parte, les propone. L a investigación se vuelve, en ese caso, tina dis
cusión, una su en e de ejercicio dem ocrático exigente y del que es p ro
bable que el investigador no salga totalm ente indemne.
59
3
61
sociología in icra ccio m su y b de la escuela de C hicago se «redescu
b ren », y los so ciólo g os franceses aprenden a leer a Sim m eL U n
grupo, form ado en to rn o a Q ué re y a la revista Rahon ¡trauque, da
a con ocer la etn om ecod obgía y la obra de G arfinkel. U n a nueva ge
n eración de socióJogos franceses desarrolla teoría!» originales: B ol-
tanski y ITiévenot, CaUon, Latour y algunos otros proponen m arcos
conceptuales nuevos sin que por ello desaparezcan los anteriores. Al
entrecruzar la diversidad de teínas con la de las teorías disponibles,
y cuando se tienen en cuerna todas Jas hibridaciones posibles, se co m
prende m ejor por qué la sociología francesa parece estar com puesta
p or xedes, tendencias, más que por cam arillas sólidamente co n sti
tuidas. O bservem os, además, que la sociología norteam ericana no
está en una situación diferente, aunque su topografía no sea exacta*
m ente la misma (Tucner. 2006]. Sin em bargo, va surgiendo una nueva
tendencia: la de un «retorn o del actor».
Esa evolución de la sociología se explica, sin duda, por razones Lá
cenlas de la disciplina, pero también es probable que la m ultiplicación
de los temas y los paradigmas con trib u y a a una representación más
general de la vida social en la que se debilita la idea de que la socie
dad sea un todo coherente, un sistem a que determine totalm en te las
conductas de los ac cores, la cu i tura. Ja vida política, los con flictos so
ciales. I,a izquierda queda atrapada en la gestión de las cosas, fin del
com unism o, inquietudes frente al liberalism o. decadencia de la idea
de progreso, m ultiplicación de los problem as sociales y de las polí
ticas públicas, oscilaciones de los electorados, individualism o: iodo
contribuye a desplazar la sociología hacia los actores, sus com p ro
m isos, sus justificaciones, sus diversas construcciones de la realidad.
S ó lo los sociólogos cercanos a Bourdieu defienden ia idea de una in
fluencia del sistema y de una correspond encia estrecha en tre las po
siciones y Jas prácticas. Pero, para los dem ás, ese reto m o del actor
cuestiona la idea m ism a de sistema social englobador y los lleva a pre
guntarse cóm o Ja sociedad se produce a través de Ja acció n de sus
m iem bros: «actor-red », «ciudades», «constru ctivism o», «experien
62
cia», «justificaciones», «pragmática de la acción», «redes», «sujeto».
codos estos térm inos forman parre ahora del vocabulario norm al de
las ciencias sociales.
C3
una suerte (le inversión normativa de la teoría de D u rkh eim . La cul
tura escolar se basa en una arbitrariedad cultural que la hom ologa a
la cultura de fa clase dom inante, al tiem po que niega esa proximidad.
P o r ello» los habitus y los capitales culturales de los diversos grupos
son jerarquizados por la escuela que se hace ver com o neutral para re
producir m ejor y legitim ar las desigualdades sociales, ocultando esa
función. E n ese marco» las prácticas y las ideas de los actores parti
cipan necesariam ente en el funcionam iento del sistem a y, en el fon
do» no son sin o ilusiones frente a la realidad estadística de la repro
ducción en la que las excepciones so n pruebas. D e l o tro lado, la
teoría de B ou d on [1973] parte, por el contrario, de la racionalidad de
los actores cuyas elecciones, determ inadas por sus recursos y por sus
expectativas de ob ten er ganancias, construyen Jas jerarquías escola
res. Sin em bargo, en ese modelo, la racionalidad de los actores no se
estudia in v iv o; se infiere de los efectos de agregación que se des
prenden de las estadísticas y las cablas de movilidad, p o r Lo que esa
teoría alternativa a la de la reproducción com parte con ésta la idea de
que sori los m ecanism os estructurales los que, en realidad, determi
nan la naturaleza de la escuda percibida únicam ente desde el punto
de vista de la movilidad social que posibilita. E n ambos casos, la cues
tión central n o es tanto saber qué hace la escuela sino por qué no Jo-
gra producir la igualdad de oportunidades que prom ete.
Sin negar en absoluto el ínteres de esta cuestión, creo que se pue-
de abordar el tem a de la escuela planteando otros problem as. E n pri
m er lugar, es posible preguntarse có m o se presenta en la práctica, en
las clases, en. los ju icios escolares, en las interacciones en tre los d o
centes y los alum nos, entre los alum nos mismos, para establecer sus
jerarquías. Tam bién se puede pensar que la escuela tiene una función,
de educación y de socialización q u e n o se reduce al rendim iento de
los alumnos; éstos son formados y transform ados por la escuela, cre
cen allí, son valorados o humillados» adoptan los juegos escolares o
se resisten a ellos sin que todo eso desaparezca detrás de las «leyes»
de la movilidad [W ülís, 1977]. Hn resum en, podem os preguntarnos
64
lo que Ea escuela «fabrica» cm c rm in o s culturales, personales, *m o -
rales», decía Durkheim , más allá de la mera capacidad d*\ sistema es
colar de clasificar a los alumnos. Después de todo, así com o ninguna
«ley» del capitalism o nos dispensa de interesarnos p o r lo que sucede
realmente en la fábrica y el taller» ningún mecanismo de reproducción
de las desigualdades sociales en la escuela nos dispensade saber qué
pasa realm ente allí ni de estudiar la escuela a partir de los alumnos y
de su experiencia. P or ejemplo» n o es indiferente que los alumnos
sean orientados al liceo profesional porque ése es su destino o por
que se los considera indignos de las demás form aciones ya que» en el
segundo caso, a (a reproducción se añade Ja hum illación, lo que re
percute en la subjetividad de los individuos y, con el tjsm po, en sus
capacidades de acción. H o y en día, esa pieocupación se lia vuelto más
trivial» aunque tan sólo sea por la im portancia que alzanzan los d e
sórdenes escolares, pero no era así cuando com encé a trabajar en to r
no a los estudiantes del nivel secundario a finales de los arios ochenta.
P or o ero lado, tuve grandes dificultades para introducirm e en los es
tablecim ientos escolares, ya que nru proceder les parecía extraño y
algo provocador/
C o m o codos Hemos sido alum nos y com o podem os suponer que
esa experiencia tiene consecuencias, aunque no tas conozcam os, en
nuestras elecciones sociológicas y nuestra manera de crabajar, me
siento obligad o a explicarm e, siem pre que sea posible. Pero es difícil
reconstruir objetivam ente el propio pasado escolar, sol>re todo para
un so ció lo g o : crea en la fuerza de los determ inisrnos o no, uno se
siente atrapado. C o n frecuencia, el relato canónico del becario oscila
entre la gratitud hacia una escuela salvadora y el resé mi m iento con
tra una escuela humillante. E n algunos casos, esa autobiografía fun-
cjona com o un argum ento de autoridad: yo m ism o so } la prueba de
65
mi teoría. L o q u e , por Jo general, implica olvidar que, a partir de cierta
edad, uno c sú más determ inado por su propia historia que por el na
cim iento propiam ente dicho.
N o so y u i «heredero», mis padres y mi hermana m ayor no estu
diaron y, cuando com encé el sexto grado, dispensado del examen, en
1958, mi padre eligió para m í un liceo profesional, convencido de que
los largos esrudios no eran para nosotros y de que había que prepa
rarse adquiriendo com petencias técnicas y un oficio « p o r si acaso».
Siendo estucianie del liceo, aprobé el certificado de estudios prima
rios. Al final del séptim o grado, me orientaron a lo que se conside
raba com o li élite de las form aciones profesionales que preparaba
para un bachillerato en «m atem áticas y técnica», que después se lla
m ó «E » y n ás tarde « S T I» . C a si todos mis com pañ eros del sexto
grado seguían «industria» y preparaban un diplom a profesional.
H asta que ¿probé mi segundo bachillerato filo só fico en el liceo
«burgués» de la ciudad gracias a una reo ricn ración de últim a hora,
hice m uchos talleres, torno y fresado, esencialmente, así com o diseño
industrial.
Pero tam ooco soy un « b eca rio *.S in duda no fue mi excelencia es
colar la que me impulsó a estudiar, n o fui distinguido por el maes
tro de la escuela y era más b ien un alum no prom edio. P ero tuve la
suerte de nacer en el m om enco en que era suficiente con ocupar el
cuarto lugar entre los m ejores alumnos de la clase para ser absorbido
p or el mundo de los estudios gracias a la primera ola de m asticación.
Si hubiese nacido diez años antes, sin duda n o Jo habría logrado; si
hubiese nac.do veinte anos más tarde, no habría sid o lo suficiente
mente bu en n com o para alcan zar la posición profesional q u e he lo
grado debido a la decreciente utilidad de los diplom as. D e m odo que
bastaba c o n fo rm a r parte del «prom edio» para pasar al grado supe
rior, sin que ello supusiera u n mérito excepcional. N o era m el pri
mero de la dase, ni un estudiante flojo, pero sí con aptitudes. L o cual
me convenía m ucho, puesto q u e ignoraba la existencia de las clases
preparatorias y, estando en el últim o añ o, seguía creyendo que la Es
€6
cuela N orm al Superior formaba, m aestros, como la Escuela N ormal
de Périgueux.
De mi escolaridad no tengo el sentimiento heroico de que me per
mitiera. salir de una condición social ni el sentim iento de humillación
y de incom odidad de haber traicionado a mi m edio social. Com o
muchos d e mis camaradas, fu i llevado por esa coyuntura excepcio
nal donde la apertura de la escuela multiplicaba los diplom as sin des
valorizarlos, pues el m ercado laboral absorbía fácilm ente a Jos jó
venes m ejor cualificados. D e m od o que no me sentí m olesto, ni tuve
la im presión agobiante de que el mundo escolar era demasiado es
colar, dem asiado brutal en sus juicios y, a veces, violento en h so
ciedad únicam ente m asculina de un liceo profesional. Salvo por un
profesor de historia que me im presionó mucho, para mí La verdadera
vida no estaba en la escuela, tam poco la verdadera cultura. Estaban,
más bien , en ía sociedad de los am igos a los que les gustaba el rugby,
el jazz, el rock y el cine, en las lecturas heteróclitas de los libros de
bolsillo que nunca estaban incluidos eo los program as escolares y,
com o para mis padres cualquier cosa que uno leyera estaba bien, yo
leía. Esa h istoria probablem ente rnc haya vuelto más sensible a los
intersticios de Ja vida de liceo que al liceo mismo, a sus uniformes g ri
ses y a sus rutinas vividas co m o una tarea inevitable y «norm al». Tal
vez sea esa historia bastante trivial la que me llevó a interesarme por
los alum nos a fin de tratar de com prender cóm o funciona la escuela;
no tenía cuentas que saldar ni nada que salvar, y sin em bargo sentía
Simpatía por esos estudiantes de los que a veces se habla tan mal y
de los qu e estuve tan cerca en la escuela elem ental y en el liceo p ro
fesional. Sin duda, fue esc pasado el que h izo que me interesara por
los alum nos sin obsesionarm e por sus logros y sus fracasos, pues
pensaba que n o se reducían a ello. Después de todo, y a no es más
aceptable estudiar a Jos alum nos desde el punto de vista de sus r e n
dim ientos que estudiar a ios trabajadores desde el p u n to de vista de
su rentabilidad.
67
Por qué tra b a ja r en la escuela
63
continuidad entre la cultura familiar y la cultura encolar. E n esc caso,
el sentid o de los estudios se vive como evidente. Pero, para la gran
m ayoría de los alumnos, n o es así. C on mucha frecuencia, a finales de
los años ochenta, sus padres no asistieron al liceo, ya que la propor
ción de estudian íes se triplicó entre la generación de sus padres y la
suya. Todos los alum nos entrevistados subrayan que existe una gran
distancia entre la cultura de la escuela y la de su familia y, sobre todo,
el hech o de que entre esos dos universos, la cultura y la vida ju veni
les ocupan un lugar creciente. F,n realidad, con la (rusificación esco
lar y la mezcla de clases, la escuela está com o invadida por la vida ju
venil, fos amores, las am istades, e( «arte de la conversación», decía un
alumno. M uchos estudiamos go/an de una gran autonomía personal:
el c o n tro l social de los padres se distiende, y m uchos alum nos tie
nen el sentim iento de ser jóvenes que van a la escuela, más que estu
diantes. De m odo que hay una oscilación de la socialización que nos
aleja paulatinam ente del m undo de los herederos hoy confinado a al
gunos pocos «grandes liceos».
E l segundo registro de m otivación es el de ía utilidad de los estu
dios, m uy presente en el discurso de los alum nos. La escuela es in dis
pensable para salir adelante, repiten los alum nos, sus padres y sus do*
centes. Pero esa profesión de fe es m ucho menos clara de lo que
parece a primera vista. E n prim er lugar, la utilidad de los estudios no
siem pre es positiva. L o s es cu d ¡anees saben que el bachillerato se
vuelve indispensable, n o tanto para realizar u n proyecto to m o para
evitar una desventaja: « C o n el bachillerato, n o tienes nada, pero sin
el bachillerato, estás p eo r» . Luego, la utilidad de los estudios se c o
loca perm anentem ente en un futuro bastance in cierto ; se debe pasar
a ía clase superior para p asar a otra clase, para entrar en la universi
dad... sm saber verdaderamente lo que vendrá después. P or ello, la uti
lidad de ion estudios es a la vez urgente y abstracta, m ucho más eva
nescen te cuando los alu m nos cursan estudios p oco valorados, que
tienen salidas más inciertas. Los buenos alum nos, por su pane, cu en
tan co n una utilidad general, al elegir, por ejem plo, una orientacióo
69
científica que puede «abrir todas las puertas». Se puede ver fácilmente
que esa m otivación no es de las más sólidas y que co n frecuencia es
tamos lejos del empeño ascético de los antiguos becarios.
Por ú ltim o , dicen los alumnos, se puede trabajar por razones in
te lee males, porque se siente verdadero interés por el conocimiento»
por ciertas disciplinas o por los profesores que las enseñan. Aun
cuando los alumnos puedan ten er dificultades para explicar Jas ra
zones de esos intereses, éstos son uno de los m otivos más sólidos
para estudiar. N o hay ninguna razón para creer que ese interés de
caiga, com o lo deja suponer el im aginario nostálgico de la «escuela
de antes», donde c> gusto por la culcura «gratuita»* se habría exten
dido, cuando esa gratuidad se basaba en la evidente rentabilidad de
jos estudios. Gratuidad de mala fe, habría dicho Sarirc. L o s alum
nos m encionan dos grandes tipos de obstáculos en esa relación con
los estudios. E l primero deriva del hecho de que la escuela va no
tiene el m on opolio de la difusión de la cultura, cuando se m ufripjj'
can las ofertas culturales de los medios de com unicación y las tec
nologías de com unicación capaces de satisfacer tam bién las deman
das culturales, más allá del ju icio que se haga de su coherencia o su
valor. L o s estudiantes pueden creer que Ja culrura de masas los ex
cluye con tanta eficacia com o la escuela de eso que D urkheim lla
maba Ja «pequeña sociedad» de la fam ilia. £ ! secundo obstáculo, in
terno al sistem a, es la jerarqu ía de las materias y las disciplinas
escolares, que no es necesariam ente adecuada a la distribución más
aleatoria de ios gustos y los intereses. P o r ello, los «buenos» alum
nos di gen las disciplinas selectivas y prestigiosas, más allá de las pa
siones que les inspiren, mientras que los demás alum nos eligen,
por defecto, según niveles de fracaso relativos; co n el tiem po, mu
chos alum nos viven su orientación com o una sanción.
70
Las tensiones de la experiencia escolar
71
Los alum nos con resultados peores y, a menudo, menos favoreci
dos vi-/en su escolaridad bajo la forma de un ajuste mínimo. L o s que
hem os llamado los «nuevos es cu di anees» se com portan com o em
pleados ritualistas al establecer una división profunda enere su vida
escolar / su vida juvenil. Su problem a es sobrevivir en el sistema y son
socializados junto a la escuela más que en la escuela. A v eces sienten
que su experiencia personal se les escapa y que su personalidad y su
subjetividad se constituyen a pesar de la escuela. L o s docentes los des
criben com o alumnos poco interesados, pasivos, conform istas, a los
que hay <juc motivar poique no perciben la utilidad de sus estudios,
porque, a decir verdad, no han elegido su form ación.
Por últim o, los alumnos n o tan buenos y que tam bién son los me
nos favorecidos social mente construyen su experiencia contra (a es
cuela. E sa oposición a l<i escu d a y la violencia que a veces resulta de
ello, no deben entenderse com o una resistencia de la cultura popu
lar a la cultura «burguesa» de la escuda, ni siquiera com o un simple
efecto de los problemas sociales que invaden la escuela. Aquí, ía
«violencia sim bólica* es de o tro tipo, y es más profunda. En efecto,
esos alumnos no aceptan identificarse con los j u i c i o s escolares que los
invalidan y los afectan más porque la escuela dem ocrática de masas
no deja de afumar que todos pueden aprobar los estudios si así lo de
sean y que, por ende, cada cual es responsable de su Iracaso- £n lu
gar de e n ca ra rse en una imagen degradada de sí m ism os, esos alum
nos rechazan totalmente los juicios escolares y, además, terminan
recha?.ando a sus docentes y a sus com pañeros que se adhieren al
mundo escolar, a los que consideran com o * payasos».
E sa clasificación de las experiencias escolares, no debe conside
rarse una tipología rígida que corresponde totalm ente a la jerarquía
de los grupos sociales en la medida en que tam bién está determinada
por las trayectorias escolares de los alumnos. Se trata más bien de
continuidades sutiles que de tipos propiamente dichos. E n realidad,
esas experiencias resultan del encuentro de un orden escolar relati
vam ente rígido y de la obligación de cada cual de construir su p ro -
72
pía relación co n los estudios en juegos de ten sión que, en definitiva,
son irreductibles. P or el Jo» la experiencia escolar siempre está situada
bajo la amenaza de un sentim iento de desprecio pues el que no lo-
gra percibirse a sí mismo como un. alumno aceptable es remitido a sus
propias insuficiencias» q u e se vuelven más intolerables porque la
m asificación escolar ofrece a todos, en principio, la posibilidad de
efectuar sus estudios con éxito. Al romper i a rigidez de los destinos
escolares gracias a la m asificación y la dem ocratización relativa, la
«causa» de Jas desigualdades se ha desplazado de ia sociedad a los in
dividuos.
Por supuesto, las desigualdades sociales .siguen existiendo, pero no
se las idíMiufica Simplemente COn funciones, posiciones y destinos, £ n
una escuela de masas, se cristalizan en pruebas que todos deben en
frentar con recursos desiguales y que los ponen en juego como indi
viduos singulares. E n ese sentido» se produce una individualización
de la vida social, una transferencia de las pruebas hacia los sujetos. P o r
eso, aunque la escuela dem ocrática de masas es menos injusta que i a
de la tercera República, sus injusticias son m ucho menos tolerables.
El desprecio puede ser brutal cuando alcanza a ios alumnos orienta
dos bacía las formaciones menos valoradas» pero en general es mucho
más difuso cuando cada cual sufre la amenaza de ser indigno de la
com petencia eri la que está participando y de la igualdad (le oportu
nidades que le es propuesta. M ientras que en im obra Les Lycéens
otorgaba una importancia central a ese tema del desprecio, parece que
los lectores han retenido de ese libro el capítulo dedicado a los «nue
vos estudiantes de liceo», prefiriendo destacar las dificultades de la es
cuela ante esos alumnos y colocándose esponiáncam cm e en el punto
de vista de la institución en lugar del de los alum nos. Esa reacción es,
en sí misma, un dato sociológico.
C uando se considera la naturaleza de la escuela tal como resulta
de la experiencia de los alumnos, el sistema escolar puede definirse
corno la com binación de tres «funciones» eo gran medida autónomas
y conflictivas, sobre tod o cuando se desciende a la parte inferior del
73
sistema. L a prim era fun ción es la de la integración en una cultura
com ún; es lo que en general se espera de la escuela prim aria y del
colegio, que se supone es único. I.a. segunda función es de selección
y jerarquización; toda escuela distribuye valores y com petencias, di
plomas que son recursos sociales y «bienes de salvación». La tercera
función es de «subjetivación», a través de la cual la cultura tiene un
valor en sí y una virtud liberadora; se supone que cí conocim iento y
el saber forjan la personalidad y la libertad de los alumnos. Durante
largo tiem po, la escuela republicana Ha articulado esas funciones de
manees singular: la integración para los niños del pueblo que aban
donaban la escuela precozmente» con excepción de algunos becarios»
asociada a la subieiivación por el proyecto liberador de las Luces y
de la nación para esos mismos alumnos; la gran cultura y los diplo
mas «rentables» para los estudiantes del ¿iceo. P or últim o, ;a parte
esencial de la selección se efectuaba antes de la escuela, por el peso de
(os destinos sociales interiorizados en las aspiraciones de los indivi
duos; estamos destinados a los estudios o no lo estam os. Ese orden
bastante injusto podía ser relativamente apacible, los públicos esco
lares podían ser homogéneos y las experiencias escolares» relativa
mente integradas y ajustadas a las demandas del sistema. Con la ma
stica ció n escolar, codo cam bió, y esas tres funciones se juntaron» se
m ezclaron, en forma contradictoria y» tal vez, creciente. Las tensio
nes que el sistema regulaba mediante rígidas órdenes escolares se des
plazaron al centro mismo ríe la experiencia de los actores. P or ello,
se puede com prender los mecanismos objetivos más profundos del
sistema, partiendo de la experiencia más subjetiva de los individuos.
N ada lo demuestra m ejor que el análisis de la experiencia de los
estudiantes [D ubet, 1994bJ. E l m undo de la enseñanza superior es
m ucho más diverso que el de los liceos. E n las grandes escuelas, los
I U T y las form aciones que realizan una selección inicial, corno me
dicina» la influencia de la organización universitaria» Las horas de
curso, los controles y las asociaciones estudiantiles, ofrecen a los es
tudiantes un m arco integrado relativamente denso. E n el o ero ex-
74
rremo, en los prim eros ciclos de masa, los estudiantes se encuentran,
con una ^anarquía burocrática» y los individuos cieñen muchas rnás
dificultad es para asum ir un papel prcdelinido. L as form aciones
se distinguen claramente en fu n ció n de la precisión de los proyectos
y de Las perspectivas profesionales ofrecidas a los e s tu d ia re s ; algu
nos sahcn lo que les espera, los otros aspiran sim plem ente a adqui
rir un nivel cuya conversión profesional es problemática. Por último,
mediante el juego de las orientaciones negativas y soportadas, el n i
vel de adecuación de los gustos y de las overeas escolares también va
ría mucho; cuanto menos buen alum no se es* más se eligen los tipos
de form ación que son posibles independientemente de Jos gustos y
los proyectos personales. E n to n ces, no es raro ver que muchos es
tudiantes dedican varios años a elegir lo que les conviene. Si los cstu
diantes que están en la cima de la jerarquía univcrsii.aria pueden com
portarse fácilm ente com o los actores de sus estudios, los otros tienen
más dificultades para construirse su experiencia y se com portan
más com o jóvenes que están estudiando que com o estudiarles pro
piamente dichos. N o sóJo toda la gradación de las experiencias es
tudiantiles está netamente jerarquizada,sino que tam bién parece pro
fundam ente injusta, ya que los m ejores, con frecuencia los más
privilegiados socialm ente, están situados en un m arco que facilita la
integración de su experiencia, m ientras que los dem ás, en realidad,
tienen más dificultades para convertirse en verdaderos estudiantes,
y m uchos de ellos n o lo logran nunca. La labilidad del m arco insti
tucional n o sólo influye en la reproducción de las desigualdades, sino
que tam bién le coniiere una form a específica; es más fácil ser el su
jeto de los propios estudios cuando se está en lo alto que cuando se
está en la parte más baja del sistema. Tal. vez, podríannos extender esta
observación más allá de los muros de la escuela y preguntarnos si no
hay ahí u na suerte de estructura general de las desigualdades en una
sociedad q u e sin cesar afirma la igualdad fundamental de los indivi
duos, al tiem po que los coloca frente a pruebas profundam ente d e
siguales.
75
Se puede analizar la génesis y Las transform aciones de la expe'
nencia escolar en el transcurso de las escolaridades. F.s lo que interné
baccr co n D an iloM artu ccd li [1996], al estudiar a los alumnos del ni
vel prim ario, del nivel secundario y del liceo. L o s alumnos del pri
mario están muy cercanos al modelo propuesto por Piaget [1969] de
la adhesión a) orden de los adultos y no escapan a la influencia de los
juicios escolares. E n cam bio, ios alum nos del colegio (de los 11 a Jos
15 años de edad) hacen tod o lo posible para alejarse de esc orden, in
fluidos por el colectivo adolescente, pues n o perciben la utilidad de
sus estudios y no logran estabilizar sus intereses intelectuales más allá
de las relaciones que los acercan o los oponen a sus profesores. Es
cierto que Ja naturaleza am bigua del colegio no los ayuda mucho, ya
que oscila entre la escuela para iodos y el prim er ciclo del antiguo li
ceo (de los 13 a los 18 años de edad) «burgués». E n cam bio, los alum
nos de los liceos tienen experiencias rnás marcadas y piensan que su
mayor problem a es dom inar el juego escolar y construirse com o in
dividuos.
H o m o lo g ía s
76
tudiantes dirigen a sus profesores, las experiencias de ambos son re
lativamente homologas. F.sas acusaciones se entrecruzan y retuerzan
mutuamente: los alumnos n o se interesarían por la cultura y sólo se
mantendrían en ¡a escuela para estudiarlo ju sto, mientras que los d o
centes sólo escarian interesados en ios rendim ientos de ios alumnos
y en el programa. L o s alumnos no estarían m otivados, midieras que,
para ellos, los docentes tam poco lo estarían. E n cuanto al sentim ien
to de ser despreciado, es algo com partido. Salvo en las escuelas muy
buenas, la relación pedagógica parece estar muy desregukda.
Jtn realidad, del mismo m odo que los alumnos deben «motivai.se»
y construir el sentido subjetivo de sus estudios, Los docentes descri
ben su tarea com o ufta actividad pro funda mente subjetiva donde se
com prom ete por com pleto su personalidad. C orno si, en lugar de
cum plir simplemente un papel y con frecuencia una vocación, se les
pidiera con stru ir perm anentem ente una relación pedagógica, un
m arco que no es obvio. P or ello, se sienten expuestos y a menudo
agotados por una actividad estrictam ente individual que los co m
prom ete, com prom ete su autoridad, sus com petencias pedagógicas,
su seducción, su sentido de la justicia. Si bien m uchos de ellos viven
esa actividad com o una am enaza mucho más fuerte porque están so
los en el aula, mientras que los alumnos cueutan con los recursos de
su sociabilidad, otros tantos obtienen grandes satisfacciones perso
nales de un trabajo que perciben com o la realización de su persona
lidad. En rodos los casos, com o los alumnos, los docentes deben cons
truir la relación pedagógica y no están deJ codo definidos por su
función. Mientras que tradicionalm entc la personalidad de cada cual
estaba detrás de su papel, ahora todo sucede com o si ía personalidad es
tuviera delante del papel, so b re todo porque los docentes suelen
estar preocupados p o r volver activos a los alum nos y no los con si
deran com o simples receptáculos de conocjrniencos.
A esa individualización y subjetivación del oficio, los docentes
oponen una fuerte identificación burocrática. N o es que la adm inis
tración del sistema esté exenta de críticas, ni m ucho menos, pero se
77
la percibe com o una protección, com o una garantía frente a la deriva
de un oficio cada ve?, más expuesto a la. lógica de los ajustes locales y
personales. P or ello, los docentes defienden los estatutos y los p ro
gramas, aun cuando piensan que los estatutos son demasiado rígidos,
y ios programas, demasiado am biciosos. D e form a análoga, defien
den s ti disciplina y su autonomía contra las demandas de la A dm i
nistración» (as familias y, a veces, los alum nos, que podrían d eter
minarlas aun más. Se form a, entonces, una experiencia dual que
opone un fuerte com prom iso subjetivo en el o ficio a un?. defensa rí
gida de la burocracia. Y esa dualidad es hom ologa a la de los alum
nos que, en la mayoría de los casos, oponen la vida juvenil a la vida
escolar propiamente dicha. Los docentes desean que la Adm inistra
ción los proteja, mientras que los alum nos desean que k escu d a les
o ire z c j una vida juvenil independiente de su vida escolar. Si bien am
b os se reprochan m utuamente muchas cosas, en particular ignorarse
y despreciarse, suelen estar de acuerdo para que nada venga a des es
tábil izar ese Érágil equilibrio.
78
forma y no de las instituciones entendidas er. el sencido antropológico
de ios códigos y las costum bres, o cu el sencido político de m ecanis
mos de regulación, y menos aun del significado trivial que identifica
las instituciones co n las organizaciones. Basándonos en D urkheim
por lo que respecta a Ja concepción de lo sagrado y de )a socialización,
y en Weber, en lo que concierne a la concepción de los «bienes de sal
vación» y Ja vocación, podemos tratar de caracterizar ese «programa
insti rucio nal» de la siguiente ni a ñera.
D ado que se asignó com o carea com batir a la Iglesia para que se
arraigara en tos espir¡ qjs el reino de las Luces, el progreso y la nación,
la escuela republicana de Jules Ferry $e pensó explícitam ente com o
□na contra-iglesia opuesta a la Iglesia p ero inscrita en su herencia [N i-
colet, 1982]. Los fundadores de la escuela republicana eran, a veces,
a nucí enea (es pero, aunque fueran positivistas, no estaban desprovis
tos de espíritu religioso, com entando por Durkheim :
79
alto, -o universal, la abstracción, la gran cultura; en la parte más
baja, las disciplinas prácticas, profesionales, directam ente útiles y
próximas a la vida social;
- por últim o, la escuela com parte con ía iglesia una concepción de
la educación, en la que el obedecim iento a una disciplina racional
establece la libertad futura del ciudadano cuando, despojado del
ritualism o, el sujeto accede al sentido de las reglas que la funda
mentan. L a obediencia, luego la adhesión a esa disciplina, genera
ja autonomía personal, del m ism o modo que, para Pascal, la su
misión a los ritos desemboca en la libertad de la (e.
80
ser salvado sino por su obediencia y su abandono a la autoridad ge
nerosa del medico. Esc hospital se parecía al mundo descrito por Fou
cault, salvo que las disciplinas eran «trascendidas» por las creencias
y los valores de los actores.
La experiencia de los alumnos y los docentes» y sobre todo el he
cho de considerar .a construcción de su experiencia com o mecanis
mo de socialización, debe com prenderse com o la m anifestación de l¿
decadencia del programa institucional:
81
inversiones y los rendimientos óptimos, mientras que la econom ía
espera com petencias miles a su desarrollo. Sin embargo, cuanto
más poderosa es la escuela, más se difunde en la sociedad y menos
autonomía tiene. En el programa institucional, los maestros n o rin
den cuentas más que a sí mismos, a su vocación y a sus su perio
res jerárquicos. C uando salen de ese program a, rinden cuentas a
la «sociedad-»: a los padres, a las autoridades, a los empleadores y,
a veces, a los alumnos;
- por último, parece que la concepción misma de la socialización está
cambiando. En la escuela primaria, ya no se separa tan fácilmente
al niño del alumno, al ser c e razón y el individuo singular, com o
dccía Álain. £ n todas partes, el enferm o, el usuario de los servicios
sociales, las familias y Jos alumnos obtienen derechos. En el fondo,
salimos del modelo de D urkhejm , del h umanismo de la socializa
ción en el que el niño es una cera blanda sobre la cual la sociedad
debe dejar su m arca, p ira admitir que el niño es un sujeto activo
que se construye a sí mismo del mismo modo que está constituido
por las reglas de la socialización. Sin embargo, esta concepción,
más cercana al pensarruento de D cw ey que al de Durkheim , no es
menos social.
82
E n una serie de investigaciones en torno ai trabajo sobre el otro,
traté de demostrar que la decadencia del programa institucional no al
canzaba sólo a la escuela. Casi lodas las instituciones han seguido evo
luciones com parables, comenzando por el hospital, el trabajo social
y la institución judicial donde también se observan la porosidad de
los muros de los santuarios, la profesionalización creciente de los pro
fesionales, el auge de los usuarios... y la misma sensación de crisis. Su
cede que los profesionales y los militantes atribuyen esas transfor*
maciones a la influencia de los m odelos ultraliberales llegados del
mundo anglosajón. E llo es, sin duda, cierto, pero es una explicación
a todas luces insuficiente pues esa larga transformación se inscribe,
ante todo, en el proceso de racionalización descrito y anunciado por
Wcber. Por lo demás, los j i ro fes io naies de esas organizaciones no lian
sido ajenos a la evolución que condenan, reforzando el profesiona
lism o contra la vieja vocación, ampliando la influencia de las institu
ciones, acentuando la d¡vi$;ór. del trabajo y, a veces, com portándose
co m o los usuarios que condenan. £ n realidad, esas instituciones han
estado muy ligadas a la República y a lo que tenía de sagrado; de
m odo que resisten mal a la dem ocratización individualista y a la lai
cización que, sin em bargo, contribuyeron a instaurar.
Corno muchos sociólogos, siempre he pensado que la sociología
debería ser útil, que debería ser «com prom etida*. Ese com prom iso
no es Ja adhesión a una causa y menos aun a un partido; es un c o m
prom iso respecto de los debates públicos que deben ser inform ados
p o r el conocim iento. Aunque no pueda haber una política derivada
de la ciencia y el m odelo del «intelectual orgánico» sea una form a de
traición de la vocación del sabio, el conocim iento no carece de opi
nión. Mis investigaciones sobre la escuela me han conducido a afir
m ar algunas convicciones simples. C reo que, sin proponérselo, la es
cu ela ha cam biado profundam ente su naturaleza sin asu m ir las
consecuencias. P o r ejem plo, el colegio nunca ha elegido verdadera
m ente su estatuto de escuela de todos, y su estatuto de prim er ciclo
del liceo de enseñanza general. H e luchado para que el colegio único
sea verdaderamente el colegio único [Dubet y D uru-Bella t, 2 OOOJ.
También creo que, si bien la escuela sigue estando dominada por las
desigualdades sociales, no puede considerar que es su simple reflejo
mecánico y que sería im posible concebir una escuela menos injusta
ya que la sociedad no es perfecta. Después de todo, la experiencia de
los alumnos es una de las medidas del valor de una escuela; producir
desigualdades humillando y desarmando a los alum nos 0.0 es exacta
mente lo m ism o que producir esas desigualdades sin destruir la au
toestima. C onsidero, por últim o, que es una ilusión y un profundo
error imaginar que el futuro de la escuela se halla en el recorno de los
buenos y antiguos métodos del pasado.
J e rnodo que he aprendido a com prom eterm e, a pradicar lo que
Burawoy [20G5J llama la p t M c sociolog)\ a escribir en tos periódicos,
hablar a veces en los medios de com unicación, participar en com i
siones, redactar informes, dirigirme a los padres, a los docentes y a. los
dirigentes políticos que me invitan a hacerlo. Esas actividades pueden
ser muy gratificantes, aunque suelen crearle a uno más enemigos que
amigos en un mundo profesional que con frecuencia se queja de no
influir en la vida social, al tiem po que reprocha sus «com prom isos*
a q.nenes tratan de hacerlo. Tam bién pueden ser decepcionantes, y¿
que cuando se rechazan las imprecaciones, puede medirse toda la dis
tancia que separa la acción política, fatalmente dominada por d juego
político, el cálculo de los posibles y Jas relaciones de fuerzas, del m un
do de la sociología «pura», que siempre cree ingenuamente que los
análisis correctos deberían llevar a las políticas correctas.Sociólogos
y políticos n o juegan el mismo ju ego y, si bien es desea ble que los so
ciólogos sean escuchados, no sería necesariamente bueno para la de
mocracia que se convirtieran en ingenieros de la decisión política.
34
4
Justicia social
85
polínicas públicas, en las decisiones de orden fiscal com o en los p ro
blemas éticos de Jos trasplantes de órganos y de custodia de los hijos
después de un divorcio. P or ejemplo, se considera que el docente no
sólo debe transm itir una. cultura y normas, sino que también debe
construir juicios y jerarquías que se consideran justas y aceptables. A
fin de cuentas, esta cuestión abarca a todos los individuos.
Evidentemente, no me interesé por el problema de la justicia so
cial por motivos únicamente teóricos. F i pensamiento político fran
cés, en particular ei de la izquierda del que a prion sería la vocación,
quedó como muy rutinario en ese aspecto, pues se limitó a condenar
las desigualdades, aunque defendiendo oirás tantas cuando los gran
des principios estaban a resguardo, Pero la cuestión que se plantea es
mucho más directa: se trata menos de saber cuáles son las desigual
dades y condenarlas com o tales, que de saber cuáles pueden ser co n
sideradas justas y cuáles son inaceptables y en nombre de que p rin
cipios. Habiendo trabajado durante mucho tiempo en cuestiones
relacionadas con la escuela, no podía contentarme con el viejo reflejo
institucional que atribuye mecánicamente la causa de las desigual
dades a la sociedad en general y, de ese m odo, se dispensa de refle^
xionar sobre el papel de la escuela. Por tal razón, redacté un peq ueño
ensayo donde contrastaba el funcionamiento de la escueta con los
principios de justicia a los se refiere r iiu a W o ic fDubet, 2004].
86
ría a los mejores alumnos surgidos de las categorías medias y popula
res acceder al colegio, luego al liceo» gracias a su tálenlo, a su virtud y
a becas más o menos mezquinas. Ese mecanismo, que prevaleció
hasta com ienzos de los años se sm a , constituía un progreso conside*
rabie con respecto al régimen anterior, seleccionó los cuadros de ad
ministración medios, particularmente los del Estado, provenientes de
categorías sociales que, hasta entonces, estaban adheridas a su condi
ción. Pero ese modelo aceptaba las desigualdades sociales iniciales y
no proponía una verdadera igualdad de oportunidades de éxito a to
dos los alumnos. Por ello fue criticado por todos los que pensaban que
esa escuela no respondía al postulado democrático de ia igualdad fun
damental de todos los alumnos [Prost, 1967].
Sólo de manera paulatina, entre las décadas de J 960 y 1980, el m o
delo de selección y de justicia escolares cambió de naturaleza. P ro
gresivamente, por la masificación, la creación del colegio único y la
ampliación del acceso al bachillerato y a los estudios superiores, el eli-
tismo republicano fue abandonado en beneficio de la igualdad de
oportunidades: desde entonces, todos los alumnos ingresan en (a
misma escuela para ser evaluados y orientados en función de su mé
rito. Ese principio de justicia meritocrática es, naturalmente, la única
posibilidad en una sociedad que postula que todos los individuos son
fundamentalmente iguales, al tiempo que también deben ser d istri
buidos en la escala de las jerarquías sociales producidas por la divi
sión del trabajo. E n realidad, no existe un verdadero principio de jus
ticia alternativo a la igualdad m entocrática de las oportunidades,
salvo la lotería o el privilegio de nacim iento.
Sin embargo, la excelencia de ese principio r;o impide que plantee
graves problem as. Todos jos sociólogos saben que es sumamente di
fícil llegar a conseguir una estricta igualdad de oportunidades en la
medida en que persisten muchas desigualdades sociales y culturales
que se manifiestan precozmente en los rendimientos de los alumnos
[Duru-Belíat, 2002]. Además» los sistemas escolares tienen dificultad
para proponer una oferta perfectam ente equitativa; en general, Ja es
87
cuela [raía un poco m ejor a los alumnos m is favorecidos y Les dedica
muchos más medios. D e modo que del dicho al hecho hay un iargo
trecho, j la igualdad m eritocrática de las oportunidades es un prin
cipio ambicioso que puede decepcionar sobre todo porque se alardea
de él con demasiada frecuencia. P ero no porque un principio de ju s
ticia sea exigente debe ser desestimado.
Por á contrario, la igualdad meritocrática de las oportunidades no
podría equivaler por sí sola a la totalidad de la justicia escolar, ya que
el hecho de que los más m eritorios aprueben la escuela no com pro
mete apnori ninguna responsabilidad particular con respecto a los que
no lo logran. U na élite seleccionada de manera justa no necesariamente
crea una justicia social si los alumnos que fracasan son ignorantes, mal
tratados y despreciados. Ese razonamiento me ha conducido a de
fender lo que R aw ls[l987] llam ad «principio de diferencia», es decir
el hecho de que la escuda debe garantizar un nivel de competencias
y de conocimientos elevado para los alumnos más débiles. É sta es la
única manera de ponderar el com ponente «darviniano» de la igualdad
meritotrálica protegiendo a los que tienen menos mérito o, más sim
plemente, a los que no tienen suerte.
Tarrbicn se debe insistir en el hecho de que, por más justa que sea,
la igualdad de oportunidades meritocrática es muy cruel para los in
dividúes. E n efecto, los que no aprueban, aun cuando se Jes han ofre
cido todas las condiciones para hacerlo, no pueden acusar a las de
sigualdades sociales provisoriam ente «anuladas» en Ja escuela. No
pueden más que acusarse a sí mismos y percibirse com o la causa de su
propia desdicha: no fracaso porque la sociedad es injusta, sino porque
soy incompetente. En ese caso, un principio de justicia indiscutible
puede funcionar com o una ideología que legitima las desigualdades ya
que el orguJJo de los vencedores y los privilegios que obtienen de su
éxito no son más cuestionables que la poca suerte que se asigna a los
vencidos de la competición. Desde ese punto de vista, una escuela de
la igualdad de oportunidades puede crear grandes injusticias. Pero si la
escuela basa su legitimidad en su justicia, la igualdad meritocrática de
8$
las oportunidades puede generar tantas frustraciones e iras que no po
dría ser justa por sí sola. E n ese caso, se plantea la cuestión de saber
cóm o ia escuela puede salvaguardar la idéntica dignidad de los indi
viduos a pesar de las desigualdades de sus rendimientos y de su mé
rito: ¿es el rendimiento?, ¿es la buena voluntad? ¿Acaso eí mérito es
la expresión de mi libertad, los azares de k vida o de los determinis-
mos diversos que desconozco> [D ubet y Duru-Bellat, 2007], ¿Qué se
debe dar a los individuos independientemente de su mérito?
La prioridad de la igualdad de las oportunidades conduce necesa
riamente a tratar de neutralizar los efectos de las desigualdades so
ciales en la competencia escolar a fin de producir jerarquías sociales
justas. E n to n ces, cuando las jerarquías sociales mismas se conside
ran justas, parece normal que determinen las jerarquías sociales y que
los diplomas fijen las posiciones profesionales ocupadas por los in
dividuos. Sin embargo» este postulado, central en d modelo merito-
crático escolar, no es en absoluto obvio. No es necesariamente justo
que el talento y el mérito escolar determinen roda la vida profesio
nal de los individuos y que su destino se juegue en la escuda; después
de todo, la escuela no puede identificar todas las competencias, y una
sociedad ju sta no debe otorgarle demasiado peso. Además, ese p os
tulado nada dice respecto de la amplitud de las jerarquías sociales; no
sería ju sto que los que obtienen un diploma sean receptores de todas
las ventajas y todos los privilegios, v que ios que no obtienen un di
ploma no reciban ninguno. Así com o una escuela justa trata de pro
tegerse de las desigualdades sociales, también es necesario que defina
el tipo de influencia que ejerce sobre las desigualdades sociales ge
neradas p o r la com petencia escolar, aunque sea una com petencia
equitativa. Para utilizar los térm inos de Walzer [1997], se debe defi
nir la naturaleza de las relaciones entre la esfera escolar y la esfera pro
fesional, sabiendo que la relativa independencia de las esferas es un
criterio de justicia.
E n mi opinión, estas observaciones sobre (ajusticia escolar no son
sólo reflexiones filosóficas o políticas; plantean también cuestiones so
89
ciológicas sobre la manera en que ia escuela trata a los alumnos. Al
considerar e$a> normas, uno puede preguntarse Cuáles son los efectos
sociales de las maneras de seleccionar a los alumnos, cuáles son las
consecuencias subjetivas de los juicios escolares, cuál es el valor so
cial de los aprendizajes y muctas otras cuestiones. E n resumen, dichas
reflexiones pueden definir un programa de investigación y una posi
ción crítica explícita en una sociedad donde la igualdad de oportuni
dades memocráuca es, a la vez, la norma (le justicia más comúnmente
com par tica y !a fuente de injusticias duraderas cuando la impronta de
ia escuela es tal que sus modos de clasificación y de jerarquización
determinan, en esencia, la legitimidad de las posiciones sociales.
La injusticia en el trabajo
$0
mentos c o a un alcance ^universal» en un espacio cultural dado. Por
ejemplo, uno puede decir que una i ajusticia acenta contra la igualdad
fúndame mal de los individuos suponiendo que esa igualdad es un
principio compartido y cuya aplicación no se cuestiona. Natural
mente, cada cual utiliza esos principios desde su punto de visca, de
manera pragmática, en función de su posición y sus intereses. Pero
esos principios no son simples «derivaciones» com o habría dicho Pa-
rcto, simples astucias ideológicas, ya que deben apelar a argumentos
capaces de convencer a una amplia comunidad. E n ese sentido, los
principios de justicia son principios universales a ía manera kantiana,
y argumentos inscritos en el juego pragmático de los contextos y los
intereses. Los principios de justicia se nos imponen como L i na gra
mática y un vocabulario, Jo que no nos impide utilizarlos «estratégi
cam ente*, en función de nuescras situaciones e intereses singulares.
7. V alérie C a iílet, Regis C o rtc s s r o , D avid M clo , F ran $o is R aulc y quien escrib e,
n o s apoya/nos ert 300 entrevistas individuales, 10 en trevistas c o lectiv a s con grupos
de p ro fesion ales y 1.200 cu esd ona ríos- L as entrevistas y Jos cu estionarios fueron ad
m in istra d o s por los estu d iantes de so cio lo g ía de B u rd eo s.
- Pero el trabajo n o es sólo un estatus social, una posición, es cam
bien un intercam bio entre una «fuerza de trabajo», un esfuerzo,
una competencia» una utilidad, a veces un sacrificio, y una retri
bución. La medida de !a equidad, de ese intercam bióse establece
en nom bre del mérito. El m érito se mide menos en relación con la
utilidad objetiva del trabajo que con todo un c o n j u n t o de com-
paradones con los que traba]an menos y ganan más, o todo lo con
trallo. A veces, la crítica realizada en nombre del mérito procede
de un sentim iento de explotación cuando los trabajadores se sien
ten despojados de Jos frutos de sus esfuerzos,
- Por últim o, e) trabajo no es considerado una maldición, com o una
manera de expiar el pccado original que se atribuye a las clases in
feriores. Desde la ética protestante descrita por Webcr a la socie
dad pos [industrial, el trabajo es considerado com o uno de los vec
tores esenciales de la creatividad humana medida con la vara de 3a
autonomía que confiere al sujeto. En las sociedades modernas y
democráticas, cada cual puede pretender aprehender su trabajo
com o una «obra*, com o una manifestación de su libertad. En ese
registro se desarrolla una crítica de la alienación en el trabajo, de
todo lo que lo vuelve insoportable, destructivo, agotador, estresan
te, sin senddo.
Cada trabajador, sea cual sea su actividad, movrliza todos esos prin
cipios de justicia cuando se ve en la situación de denunciar las in
justicias de las que se siente víctima. Sin embargo, aun cuando es
tán necesariamente articulados (debernos ser libres e iguales para
poder msdir el mérito}, esos principios no son exactamente del mismo
orden. La igualdad se inscribe en una concepción compartida de las
desigualdades sociales aceptables y, en d trabajo, nad<c es perfecta
mente igualitarista. El mérito deriva de una aritmética de Jas compa
raciones, con frecuencia realizadas lo más cerca posible de uno. Por
último, la medida de la autonomía es de tipo ético, n o se mide sino a
partir de la subjetividad de los individuos. Sólo yo puedo decir si me
92
siento alienado o realizado en mi trabajo, Pero, pese a esas diferen
cias, todos estos principios se articulan con las dimensiones esencia
les de cada experiencia de trabajo, ya que el trabajo es, o debería ser
según lo que esperan los individuos, un esteta*, un intercambio y una
actividad creativa.
23
venes que desempeñan los trabajos más inestables. La constancia
de esas críticas indica, al menos, la fuerza de la aspiración a ia igual
dad inicial. Si bien nada prueba que las m ujeres o los inmigrantes
sean más discriminados hoy que en el pasado, viven su situación
com o cada vez menos tolerable.
Evidentemente, se puede ver una tensión entre esas dos grandes fa
milias de críticas. La primera considera que existe una suerte de je
rarquía justa que tiene en cuerna las Tradiciones, las cualificaciones, la
dificultad del trabajo y su utilidad colectiva en una sociedad percibida
com o un conjunto orgánico, mientras que la segunda no cuestiona las
desigualdades com o tales, sino las condiciones de acceso a una com
petencia honesta que puede dar lugar a desigualdades, igualdad de
base, por un íado, competencia equitativa, por el otro.
34
difieren o, más a menudo incluso, enere colegas cuyos estatus e in
gresos son idéndeos pero cuya actividad, competencias y buena
voluntad son demasiado diferentes. E l trabajador siente entonces
que es explotado por sus pares y no solo por sus empleadores;
- el mérito se juega parcicuíármente en los asuntos de promoción y
de recompensa, E n este caso, los individuos ¿ormuían sus críticas
hacia la equidad de tas reglas y los procedimientos denunciando los
favores ilícitos, el favoritismo, «el enchufe», los celos, según toda,
la paleta de la sospecha, a veces del resentimiento. Por ejemplo, la
crítica de las primas y las promociones al mérito cuyo principio es
casi siempre aceptado, y la supuesta comisión de «chanchullos».
$5
mencionados por la bibliografía social y sociológica que denuncia la
alienación en el trabajo:
96
'-¿científica» del trabajo y sus diversos derivados directivos n o está
dispuesta a extinguirse.
97
en las condicione.'; de trabajo propiamente dichas. Tampoco explica
el hecho de que una gran parce de los trabajadores parezca alejarse
actualmente de los marcos ideológicos de la izquierda y del movi
miento obrero, sea para elegir la abstención, sea para elegir el campo
conservador. Y luego la amenaza y la presión siguen siendo relativas
en l id país donde las m ovilizaciones son muchas, activas y, con fre
cuencia, muy populares cuando se refieren a la educación, la saiud o
los servicios públicos. Pero, a pesar de todo, los sentimientos de in
justicia en el trabajo son m is bien del orden de la queja individual que
do la acción colectiva.
La segunda explicación de la debilidad cíe la acción coactiva po
dría residir en la influencia ideológica de los dominantes que impon
drían sus categorías culturales y morales a los trabajadores, condu
ciéndolos a aceptar la legitimidad dd orden social «neoliberal». En
resumen, los individuos serían «alienados». Para decirlo brevemente,
esta explicación me parece absurda si me atengo a la recurrencia y la
intensidad de los sentimientos de injusticia y b permanencia de las crí
ticas dirigidas al «sistema». Las expectativas respecto del trabajo son
tan elevadas que las críticas no se apagan. I.a pluralidad de los prin
cipios de justicia genera una suerte de círculo de las críticas que ter
mina por construir una relación con el mundo basada en la denuncia
y la distancia, a la manera en que Sun me l definía la condición mo
derna por la imposibilidad de apoyar plenamente el orden del mundo
social. En el plano político, el peso de la abstención y de Jos vroios de
protesta, así ccm o la actitud de censor adoptada por los individuos
[Rosanvallon, 2006] demuestran, por si fuera necesario, que las es
trategias de alienación no pueden explicar Ja debilidad relativa de la
acción colectiva en el mundo del trabajo por la influencia de un «pen
samiento únjeo» neoliberal, ya que la crítica antiliberal es tan «única*
com o aquello que condena.
La paradoja a que da lugar la fuerza de la crítica de las injusticias
en el trabajo y la relativa debilidad de la acción coiectiva cuestionan
fas condiciones mismas del trabajo; por ello, nos vem os impulsados
98
a buscar otras explicaciones que, sin anular las precedentes, san de
tipo normativo y cognitivo a la vez.
99
nom bre J e la mera búsqueda de rendim ientos. En el fondo, sin sa
berlo, los actores sociales retoman Ja mayoría de los grandes ce mas de
la crítica social: a) la crítica del individualismo y la anemia; b) la de-
runcia de los daños de la sociedad de masas y c) el peso de la «jaula
de acero» de la que hablaba Webcr.
Esta gramática crítica tiene dos consecuencias. Poi un jado, acelera
los sentimientos de injusticia en una espiral continua y casi inagotable
de críticas y quejas, ya que los individuos adoptan sucesivamente to
dos los puncos de vista normativos. Por ocro lado, esa crítica no se es
tabiliza en ningún punto focal y los sentimientos de injusticia oscilan
más que lo que se cristalizan en un solo principio capa? de unir co
lectivos y generar unr. acción común, ('.orno si actuar por un princi
pio irivi:ara necesariamente a combatir o a ignorar los otros dos.
O tra consecuencia de la pluralidad de los principios ce justicia: la
denuncia de las injusticias no necesariamente significa que las vícti
mas de las injusticias sean percibidas com o ¿nocentes. Por ejem plo, si
uno denuncia Ja frontera interna trazada por Ja pobreza y ia exclusión,
esto no significa que uno manifieste nlucha compasión por los ex
cluidos. Por un lado, se suele sospechar que es eos no tienen suficiente
mérito / que se «aprovechan»» del Estado provjdencia. sobre todo
cuando son de origen extranjero. Por otro lado, se los acusa de no te
ner ningúnsentido de su autonomía, y su dignidad. Esa clase laboriosa
privada de empleo se transformaría entonces en dase peligrosa, se de
jaría asistir y, en gran medida, los individuos serían responsables de
su propia desdicha. La fuerza de esa condena proviene, sobre todo,
del hecho ¿e que quienes la formulan están cercanos a U exclusión y
temen ser excluidos en algún momento. £ n resumen, s< puede defi
nir grupos o personas com o víctimas, sin por ello pensar que esas víc
timas sean totalmente inocentes.
El principio de autonomía conduce a los individuos a negarse a
considerarse a sí mismos com o víctimas. El apego al principio de au
tonomía inviia a preferir percibirse com o el autor de Jai propias di
ficultades, en lugar de presentarse com o la víctima pasiva de fuerzas
100
ciegas. Lo esencial es considerarse com o el autor de su propia vida,
y no ser un sim ple juguete del fatal destino. Es una cuestión de dig
nidad fLam ont, 2002]. Los militantes misinos afirman con frecuen
cia que no so n víctimas personalmente, aunque hablen y actúen en
nombre de grupos definidos com o víctimas. Por ello, después de ha
ber denunciado numerosasinjusíicias, muchos trabajadores declaran
que no son víctimas porque han construido su vida y porque no pue
den más que culparse a sí mismos. P or ejemplo, los que ocupan em
pleos poco cualificados acusan menos las desigualdades sociales y la
escueta que lo que se acjsan a sí mismos por haber “elegido» no ter
minar la escuela, lo que asegura su igual dignidad, ya que es mejor ha
ber «decidido» fracasar que admitir que uno es menos «inteligente»
que los dem ás. De modo que observarnos más culpabilidad y depre
sión que protesta. Se traca de lo que los psicólogos llaman el princi
pio de incernaiidad, según el cual uno se considera la causa princi
pal de su vida y su condición. P rin cip io liberal y «alienante», sin
duda, pero principio de- que es difícil deshacerse, en la medida en que
Creemos en los valores déla libertad y la responsabilidad. P or ejem
plo, es raro imaginar que un docente que conoce perfectam ente los
mecanismos de ía reproducción social le diga a un alumno que lia sus
pendido: «N o es culpa cuya, simplemente eres el juguete de las desi
gualdades sociales y culturales, y no puedes hacer nada». L o que de
bería decirle es: «Eres responsable de ai propia vida y, a pesar de todo,
puedes esforzarte y aprobar los estudios*. Lo mismo sucede cuando
un trabajador social o un agente de la A N P E se dirige a un descm-
pleado: no puede remitirlo a su propia libertad sin tratarlo com o a una
simple víctim a. En definitiva, los principios de justicia son como
«ficciones necesarias» que se nos im ponen y que se utilizan cuando
en realidad no se cree mucho en ellos.
H ay algo todavía «peor*: tos colegas que no dejan de quejarse sue
len ser percibidos com o llenos de resentimientos y de mala fe porque
acusarían al sistema para liberarse de sus propias responsabilidades.
Porque el apego a la au'onomía invita a mantener un yo digno a pe-
101
sarde i a. adversidad, cada cual puede denunciar las injusticias del mun
do rechazando al mismo tiem po el hecho de verse a sí mismo como
una víctima. £1 pasaje de la idea según la cual hay víctimas de injus
ticias a ia idea según la cual las víctimas serian inocentes no es tan o b
vio. Y es menos evidente si se considera que cada cual está con fron
tado al «sufrimiento a distancia» puesto en escena por los medios de
comunicación, sufrimiento tan violento y radical que las injusticias vi
vidas en el trabajo se relativizan [Boltanski, 1993]: «Con lo que se ve
en la tele, la hambruna en A/rica o los despidos en masa en algunas
industrias, no tengo mucho de qué quejarme». Sucede que las cru za
das morales que denuncian la suerte de las «verdaderas» víctimas, los
indocumentados, los sin techo, Ias minorías estigmatizadas... movili
zan más a los asalariados que la mera causa de los trabajadores.
D e modo que existe toda una economía m oral que sustenta fuer
tes sentimientos de injusticia, pero que también es capaz de frenar el
paso a la acción colectiva. E sto nos instala, en Francia particularmente,
en un clima extraño. Por un lado, la crítica y las quejas se vuelven más
fuertes cuando uno se apega, probablemente cada vez más, a la igual
dad, al mérito y a la autonomía. Por otro lado, esa adhesión a princi
pios que se perciba) como fatalmente vincularlos y opuestos enlentece
el paso a la acción colectiva en (a medida en que exige prioridades nor
mativas difíciles de establecer. Por supuesto, esa mecánica no prohíbe
la acción colectiva y la identificación con un movimiento social, pero
éstas no tienen nada automático y, entre el análisis de las injusticias
vividas en el trabajo y el de las condiciones sociales y políticas de la
acción colectiva, debemos dar un lugar a la economía moral y a su
«autonomía relativa». Esa economía moral es importante porque los
principios de justicia que fundan los sentimientos de injusticia son re
versibles. Por un lado subyacen a la denuncia de Jas situaciones in
aceptables y, por otro, justifican toda una serie de desigualdades so
ciales, las que se deben al mérito, a las ventajas adquiridas y que
parecen justas, o bien a las que se desprenden de mis propias virtu
des morales. Nada es más fácil de justificar que los pequeños privi-
102
legíos de unos que coastituyen las injusticias vividas por los oíros: no
tenían más que aprobar los exámenes que sancionan el .mérito, no ne
cesitaban más que el talento y el coraje de su libertad; no necesitaban
nada más que ser franceses cuando las comunidad de iguales es, cu
prim er lugar, la comunidad de la nación...
Quién es responsable
103
rados como adversarios. Pero ¿cómo luchar colectivamente contra c o
l e g í que son pares y con ira usuarios o clientes que son el centro y
el objetivo de la actividad? ¿El médico puede enfrentarse a sus pa
cientes, d docente a sus alumnos y el comerciante a sus el i entes? E n
ese caso, la lucha contra Us injusticias se convierte en un asunto p er
sonal c incluso no puede ser sino una lucha linuiada si la causa p ro
funda deí malestar es la maldad de los hombres. P o r ello, muchos do
los trabajadores entrevistados se definen com o justicieros de lo c o
tidiano que se esfuerzan por ser justos para ellos y sus allegados, sin
imaginar que el orden del mundo cambie por ello. E n el fondo, res
ponden de manera moral a un problema moral, para ellos, y no de ma
nera política y social
D e iodos modos, si bren para los Individuos es difícil acusar a tal
o cual grupo de actores y movilizarse contra éste, les es íárii atacar el
«sistema»: se oponen al liberalismo y a la globalización que destrui
rían la vida social y transformarían el mundo del trabajo en uní ju n
gla. Una parte considerable de los trabajadores que pertenecen a to
das las categorías sociales y profesionales se considera víctima de las
leyes generales del capitalismo y del mercado glo balizado antes que
de tal o cual categoría social bien definida. Por ello, se oponen a los
políticos que se han vuelto impotentes y se ven impulsados a defen
der la «nación» niás que Ja «clase». S» el sistema es la causa fundamen
tal de las injusticias» conviene protegerse de él, y las elecciones polí
ticas de los actores se realizan m is con relación a la visión que tienen
de Francia y la economía mundial que con relación a su estricta p o
sición social. Más exactamente, la posición social de los actores está
com o «proyectada» en la nación. Esa dimensión fue esencial en la de
fensa del servicio público cuando tuvieron lugar las huelgas de di
ciembre de 1995 y el rechazo de la Constitución Europea en mayo de
2C05: para defender condiciones de trabajo, uno se determina con res
pecto a las imágenes que tiene de Francia y de la República. E n ese-
sentido, habría una verdadera mutación en el pasaje de una ideología
«antipatronal», an ti explotación, anticapitalismo, a una ideología an-
104
ti libe ral, antineoliberal, antiglobalización, porque el adversario de
signado ya no es la clase dominante, sino los mecanismos abstractos
del mercado mundial cuyos dirigentes económicos serían el relevo,
y los responsables políticos, los testigos impotentes.
Asistiríamos entonces a una «cesconversión» de h sociedad in
dustrial. Sise define la sociedad industrial como la incorporación pro
gresiva del capitalismo en las instituciones, ías relaciones sociales y la
representación política [Poianyi, 19831, los trabajadores describen una
separación progresiva de esos dos conjuntos, lo que da fu e r a a la c rí
tica antilibcraJ y a la defensa, en Francia sobre todo, <k la República y
la nación. Signo de esa mutación, los trabajadores denuncian menos a
los patrones que a los especuladores y los fondos de pensión que se ad
judican privilegios exorbitantes. Denuncian menos el poder excesivo
de los patrones que su falta de poder, ya que parecen tensionados en
tre dos formas de gestión que diluyen la autoridad con la seguridad
que otorga, y la omnipotencia de las lógicas financieras. ¿M i jefe es
realmente el jefe?, sepregum a un empleado de una empresa de c o n
tratistas, sabiendo que ese jefe no domina para nada su entorno eco
nóm ico.
Se crea entonces una distancia, un corte incluso, entre Ja experiencia
del trabajo definida lo más cerca posibie de las condiciones reales de
trabajo, y una representación general de la vida social que parece de
terminada por otros mecanismos que los que proceden directamente
del trabajo. Los sentimientos de injusticia que se viven en el trabajo
n o derivan «mecánicamente» hacia una crítica social, de la sociedad,
sino más bien hacia una defensa de esa sociedad contra un entorno p e
ligroso. La cadena de causas que va desde el «taller» hacia la sociedad
global sobre la que se construyó el movimiento obrero se ha roto. FJ
descontento y las quejas crccen sin hallar expresiones políticas y so
ciales directamente surgidas del «taller», lo que coloca a la izquierda
y a los sindicatos en grandes dificultades, ya que no «aprovechan» la
fuerza de los sentim ientos de injusticia, m ientras que la derecha, ape
a n d o a la voluntad y a la nación, está en una posición favorable.
JOS
E n Francia, en tod o caso, vivimos un período dominado por la crí
tica. Los sondeos de opinión indican que los franceses sienten que las
desigualdades se profundizan y multiplican, demuestran también
que los franceses piensan que vivirán peor en el futuro. Proliferan los
libros, los artículos y los testimonios que denuncian los males del
nuevo capitalismo y que son tan influyentes como el pensamiento
único cue condenan. Los trabajadores, sea cual sea su posición, no
son inconscientes de las injusticias que soportan, y el discurso de la
queja e¿> sin duda, el :ná.s compartido. Sin embargo, las protestas y los
movimientos surgidos üel mundo del trabajo no $c multiplican y no
están a la medida de las injusticias denunciadas. Sin duda, el contexto
institucional y económ ico no es favorable a la acción colectiva, pero
ese análisis no alcanza para explicar la debilidad relativa de la acción.
C om o los sentimientos de i tíjusticia pertenecen a una economía mo
ral, pensamos que se la debe tornar en serio, mostrando cóm o los prin
cipios de justicia pueden, a la vez, organizarías quejas y frenar el pa
saje a la acción colectiva. Esa explicación, por más limitada que sea,
es indudablemente más convincente que la que postula una alienación
generalizada de la cu ai, no sabemos cóm o, sólo el sociólogo queda
ría exento.
Por supuesto, n o puedo ocultar que las investigaciones realizadas
sobre la jusiicia, en las escuelas y en el mundo del trabajo, no son to
talmente «desinteresadas» ya que creo que necesitarnos renovar nues
tro pensamiento social Stn apegarnos a representaciones que, a todas
luces, están muy alejadas de las experiencias de Jos actores. Si bien no
es inútil describir la larga lista de las desigualdades y las injusticias,
me paicce indispensable decir que desigualdades son percibidas com o
iiv usías y por qué, a fin de que nuestras categorías políticas se vuel
van pertinentes y los individuos no tengan el sentimiento de que la
vida democrática y sus debates son un espectáculo al cual asisten de
lejos y que no les concierne realmente. La sociología debe participar
en el debate público cuando se trata de esas cuestiones, y lo hace cada
vez más.
106
5
La experiencia social
ra
ciones de los sistemas económ icos por las mutaciones de la sensibi
lidad religiosa más subjetiva.
Por ello, el problem a teórico central es ci de la naturaleza de las
relaciones entre la subjetividad y la objetividad, entre el actor y el sis
tema. Pero, si bien la cuestión es recurrente, las respuestas varían sen
siblemente y ningún investigador consecuente puede eludir la teoría,
aunque sea latente, de la acción social, es decir una teoría de la ar-
liculación de la subjetividad de las prácticas y del «funcionamiento»
de la vida social. Cuestión simple de respuestas difíciles, ya que debe
jesolv cf una suene de paradoja: la acción es totalm ente social y, por
ende, determinada, pero al mismo tiempo es una acción que supone
que los individuos actúan, optan y, en cierta medida, son sujetos.
La sociedad y la acción
La sociedad
En cuanto al sistema, si los sociólogos Kan aporrado algo fundamen-
:al al pensamiento social, sin duda, es la idea misma de sociedad. Tras
'■as grandes rupturas revolucionabas, trataron de describir I3 vjda so
cial, negándose a explicarla por otra cosa que no íucra eíla misma y,
en particular, por entidades mei asocíales: la religión, los valores, la na
turaleza. Aunque sean los herederos de las Luces, los sociólogos se
negaban a concebir la sociedad com o el producto armonioso de los
contratos y los acuerdos que los individuos libres y racionales con
certarían entre el ¿os. C ada cual a su manera, los padres fundamenta
les de la disciplina «itiventaron» la idea de sociedad postulando que
era, a la vez, el objeto de la sociología y lo que permitía explicar la vida
social. La sociedad era el objeto de la investigación sociológica y la
respuesta a las cuestiones que planteaba.
D e manera muy simple, esa sociedad puede definirse sobre la base
de tres grandes caraccerísticas. En primer lugar, la sociedad es mo~
108
derna y su análisis se inscribe necesariamente en un relato que la
opone a la com unidad, a Ja tradición percibida com o una pura alte-
ridad. La sociedad es compleja, «orgánica», decía Durkheim; está in
serta en un proceso continuo de racionalización, decía Weber; es cada
vez más individualista e igualitaria, decía Tocquevillc. De manera ge
neral, muchos conceptos elementales de la sociología surgieron de esa
tensión entre la tradición y ta modernidad, y se s?.be que Parsons, por
ejemplo, construyó un andamiaje teórico com pleto en ese marco. Sin
embargo, la mayoría de esos sociólogos, en todo caso los que siem
pre leemos, ciertam ente no son simples ideólogos de la modernidad,
ya que ésta les preocupa al tiempo que les parece inevitable. Dur-
kherni temía que la anomia destruyera la vida social, Wcber temía que
el desencantamiento del mundo lo redujera al reino de la razón ins
trumental, Tocquevillc pensaba que la democracia podía conducir a
la tiranía.
Si la modernidad se concibe como un cambio continuo, com o una
inestabilidad endémica, entonces es im portante explicar por qué la
vida social se mantiene, por qué hay un orden relativo. Se sabe cuál
es la gran respuesta a esa pregunta, la que ba prevalecido durante un
siglo: la sociedad es un sistema. Y, desde ese punto de vista, hasta los
años sesenta, la corriente principa) de k sociología ha sido m is o me
nos funcionalista. Sin ducL, hay cierta injusticia en tildar el funcio
nalismo de conservador, sobre todo porque ha adoptado varios ro s
tros (no es el mismo en Malino vski, Merton y Parsons), sino también
porque hubo funcionalismos críucos, hiperíuncionalistase hipcrcrí-
ticos, que explican que todas (as funciones sociales participan de la do
minación.
U oa última característica común a esa sociología que califico de
masiado rápidamente de «clásica» y que no puede hacer las veces de
historia de la sociología: la sociedad es un conflicto regulado. En los
i ni cj os de la sociedad industrial, y más larde en su pleno desarrollo,
es obvio que si las sociedades son sistemas, también son sistemas des
garrados por los conflicto? de clase. P o r ello, se esper?. de Jas insti-
109
tildones políticas que regulen esos conflictos y que, incluso, los trans
formen en integración social* normas comunes y reglas de juego com
partida.1;.
H o y en día está claro que lo que los sociólogos llamaban la «so
ciedad- en realidad era el Estado-nación considerado com o el marco
m oderno d éla vida social en el momento en que nacen, en Europa
O ccidental y en América del N orte, sociedades industriales (racio
nales y conflictivas), dem ocráticas (individualistas* y donde se ins-
tit.uaonali?.2n los con flictos) y nacionales (culturalm ente hom o
géneas). En el fondo, com o dice C clliicr ¡1 9 8 9 ], la «sociedad» es la
articulación de una cultura nacional, de un sistema político autónoma
soberano en ía nación* y en una economía también nacional dirigida
por una burguesía y un Estado. Se comprende entonces cómo la ¡dea
misma cíe sociedad entra en crisis en el m om cnio en que esa articu
lación se transforma con las mutaciones de las comunidades nacio
nales* con 1?, globalización de los intercambios económ icos que ge
neran otras configuraciones de las soberanías polícicas. La ¡dea de
sociedad como sistema integrado 110 sale indemne de esa nueva re
volución liberal, postindustrial, posmoderna... independientemente
de cóm o se la llame.
í a acción social
no
de) sistema social. Cada cual a su manera, Durkheim, Parsons, Elias,
Bourdceu y muchos otros desarrollaron esa concepción, aunque ad
mitiendo que puede haber fallos aném icos y desviadores, mecanis
mos de descíasificación, conflictos. De todos m odos, todo ello, no
pone en jaque la ecuación de una equivalencia general del actor y del
sistema.
Esa concepción de la acción invita a conceder un papel central a
la socialización y jas instituciones. Los actores actúan conform e a las
expectativas del sistema porque han sido socializados de tal manera
que interiorizan lo que Durkheim llamaba la «restricción social», pri
mero durante la infancia, luego de manera continua en el juego de jas
relaciones sociales que son también formas de control y encuadre. Así
sea inicial o continua, primaria o secundaria, la socialización de las di
versas funciones sociales supone que algunas instituciones se dedican
a esa tarea: la lamilla, las religiones, la escuela, los partidosf los sin
dicatos y la mayoría de las organizaciones aseguran la continuidad del
sistema y del actor. Ese paradigma es u n firme que Ja explicación so
ciológica a veces roza la tautología: explico la «sociedad» por la acción,
y la acción por el hecho de que ha sido socializada en la «sociedad*
que deseo explicar. C on el tiempo, la culrura subjetiva es la expresión
de un sistema objetivo, y lo inverso también es cierto; por ejemplo,
las conductas y las representaciones de los obreros proceden de una
cultura obrera que, a su vez, se explica por el lugar o la «función» de
los obreros en el sistema. A pesar de los matices y las diferencias a las
que no hago justicia aquí, la sociología clásica se bass en el postulado
de una fuerte correspondencia entre la situación y la acción. Funciona
bien en la medida en que las posiciones sociales, las representaciones
y las conductas se inscriban en una continuidad. Pero, tal vez porque
la representación también clásica de la sociedad se agota, esa corres
pondencia es cada vez más problemática, cada vez más fluida, «lí
quida», dice Bauman [2006].
111
Las correspondencias debilitadas
Desigualdades múltiples
Si el concepto de clase social ha cumplido un papel tan centraJ en el
pensamiento sociológico europeo, no es sólo p o r razones ideológi
cas y políticas, sino también porque ha sido central en un mecanismo
de correspondencias entre el actor y el sistema. Las clases funciona
ban com o un concepto «total». Designaban posiciones funcionales en
sistemas de producción a los que correspondían culturas, modos de
vida y comunidades, maneras de ser y de pensar. Las clases sociales
también eran consideradas com o los marcos de la acción colectiva y
de los movirniencos sociales y com o las unidades esenciales de la re
presentación política (duranre mi formación, los sociólogos se pre
guntaban por que algunos trabajadores no votaban a la izquierda y,
más precisamente la izquierda comunista, y por qué algunos ejecu
tivos y algunos campesinos no votaban a la derecha. H oy nos sería
difícil hacernos estas preguntas, en esos términos)- De modo que, con
m achos matices, parecía posible interpretar un amplio conjunto de
conduccas en términos de clases sociales y, en gran medula, los so
ciólogos de la sociedad industrial podían encontrar allí un modo de
articulación del actor y del sistema.
N i las desigualdades m la dominación social han desaparecido, ni
mucho menos, pero es cada vez más difícil rebajadas a posiciones de
clases claramente identificables. Entramos en un régimen de desi
gualdades múltiples (D ubet, 2001]. Parece que las culturas de clases
Sí disuelven a lo largo de una estratificación marcada por los m ode
los de una sociedad de masas dominada por las clases medias en la
que los niveles reemplazan las barreras, donde los juegos de distin
ción reemplazan Jas oposiciones categóricas. La dificultad de defi
nir las clases medias cuando cada ve?, más individuos piensan per
tenecer a ellas indica hasta que punto la estructura social se ha
trastocado. Además, y sobre rodo, otros registros de desigualdades
112
se superponen a los de las clases sociales. Las desigualdades de gé
nero, las desigualdades de edad y de generación, las desigualdades de
bidas al origen cultural no son necesariamente más pronunciadas que
anees, me luso a veces Jo son menos, pero están mucho más presen
tes en Ja conciencia de los actores, quienes las consideran inacepta
bles. Si se razona en relación con el capital social, sus dimensiones
relaciónales, económ icas, culturales —a p n o r i la Üsta está abierta—
no cristalizan con tanta facilidad com o en el pasado, va que la vida
social está más desarticulada y es más móvil que antes. C on el tiem
po, si bien las desigualdades son impoi cantes, no se organizan en un
sistema «simple» e inmediatamente legible en términos de clases so
ciales. Jisa complejidad tiene dos consecuencias. En prirr.er lugar, las
identidades sociales se íraccionan y se individualizan, pues cada
uno de nosotros está constituido por la cristalización de diversas di
m ensiones más o menos c o he rentes, y el vocabulario sociológico se
resiente: se habla menos de clase obrera que de clases desfavorecidas,
de ciases populares o de suburbios, nociones mucho más vagas. Se
ha vuelto casi azaroso trazar el mapa general de una corresponden
cia entre un sistema do ciases y una estratificación compleja y m ó
vil. Por consiguiente, las actitudes Culturales, las elecciones políticas,
las maneras de vivir y los gustos se correlacionan cada vez menos
con las posiciones de clase de los individuos y todos parecemos cada
vez más singulares y múltiples. Esto no significa de ninguna manera
que la acción social no esté determinada o que vivamos en una gran
vorágine de clases medias, pero todo sucede com o si la estructura s o
cial no poseyera ya un centro, mecanismo organizador único. Nada
lo muestra mejor, por otro :ado, que las transformaciones de los m o
vimientos sociales. É stos no han desaparecido, pero no se congregan
más en torno a un m ovim iento central —el movimiento obrero— ,
se difractan en las diversas dimensiones de la cultura y de las desigual
dades sociales. Lo que repercute en los programas de la izquierda que
había llevado una representación de clases de la sociedad a la escena
política e ideológica.
113
La socialización perturbada
L o que he Uamad o el declive del programa institucional no concierne
sólo a la escuela, abarca todos los aparatos de socialización y trans
forma profundam ente el modo de producción de los individuos. La
«crisis» de las instituciones designa, en realidad, la transformación de
los procesos de socialización que nc proceden ya totalmente de la
«clonación» de los individuos que se anticipaba y se traía de actuali
zar. La sociología d e la iamilia indica que los papeles tradicionales se
transforman y que cada cual negocia más o menos su propia sociali
zación y se alirma com o un sujeto al interpretar amplia mente los pa
peles que le son asignados [Singly, 2C00]. De manera general, las ins
tituciones que encarnaban principia* considerados superiores y i o
tradicionales deben tratar con un individualismo bastante diferente
del que proponía la sociología clásica. E l individuo ya no se define to
tal menee corno el sujeto «introdetermirado» descrito por Riesman
[1964], sujeto tanto más autónomo cuanto que se adhería a los valo
res superiores de la civilización. E s, a la vez, un sujeto ético deseoso
de conducir su vida según normas percibidas com o «auténticas» y
personales y un a cto r racional que tiene la capacidad de optimizar sus
intereses. Ese doble individualismo reemplaza poco a poco la figura
más integrada del individuo de la sociología clásica y la tensión que
lo constituye no es anodina para las teorías de la acción social que or
ganizan hoy el pensamiento sociológico.
U4
fuerza de esa afirmación, muy al contrario. Sin embargo, varias al
ternativas se constituyen o ic reconstituyen •«contra» )a sociología clá
sica, sea crítica o no. Por ello, se «redescubren» algunos grandes au
tores, como Simmci, Schutz o Tarde, y se trata de «anexar» otros,
com o Weber, considerado el padre fundador de corrientes teóricas tan
numerosas com o contradictorias entre ellas.
U na prim era tendencia, diversa en si misma, parte de un doble
postulado. El primero es el del individualismo que apela a la filosofía
política inglesa y, a veces, a Weber, y que afirma que lo que se llama
la sociedad es un efecto de agregación más o menos com plejo de las
conductas individuales. El segundo es el de la racionalidad de esc ac
tor que optimiza sus intereses en función de los contextos de acción,
los recursos con que cuenta y las creencias que también son racio
nales. En Francia, esa orientación está encamada por Boudon [1990],
quien ha ampliado esos principios al mundo de los valores y las ideo
logías.
Contra Las teorías de la elección racional, se despliega todo el es
pacio de una sociología comprensiva fcnomenológica, con frecuen
cia interaccionista, en la que la interacción individual es el fundamento
de la vida social. Esa interacción es, a lave'/., moral y utilitaria, intenta
preservar la imagen de uno y la del otro, al tiempo que persigue o b
jetivos racionales [Goffinun, 1974]. L a corriente etnom etodológica
lleva el razonamiento aun más lejos al considerar que la vida social os
una construcción continua en la que los «miembros»» consensúan per
manentemente la definición de las sicuaciones [Garfinkel, 1967], A l
gunos piensan que la regulación de la vida social se basa menos en
normas y valores que en un tipo de argumentación [Bolcanski y
Thevenot, 1991] o en la intervención de seres «no humanos» que
constituyen redes complejas co n actores sociales [Latour, 2005]. Por
ello, la sociedad es una construcción inestable surgida de la suma de
esas interacciones, de esas redes y de los «arreglos» que suponen. Sin
embargo, a veces no es posible ver cóm o se pasa del nivel inierindi-
vídual al de la sociedad global.
¡15
E n resumen, el espacio de Ja sociología parece analmente dividido,
co m o si estuviéramos obligados a elegir un paradigma central, ai
que constancememe hay que practicarle correcciones, enmiendas y
acondicionamientos para reducir las aporias ame las cuales rápida
m ente se confrontan todos los esbozos teóricos. C óm o no ver que la
elección de un modelo «duro» conduce casi siempre a acondicionarlo,
a abrir nichos de excepciones o bien a ampliarlo hasta que se disuelva.
N o estoy seguro, por ejem plo de que las -¿buenas razones» de las que
habla Boudon tengan que ver todas con la razón; tampoco estoy se
guro de que la teoría de los «campos» de Bourdieu sea netamente di
ferente de la de los m ercados. E n muchos casos, el problem a de la
naturaleza de las relaciones entre el actor y eJ sistema se halla su s
pendido, como si diéramos cuerna del hecho de que el mundo social
se escinde entre, por un lado, un universo del sistema ampliamente
identificado con una econom ía mundializada y el reino de la técnica
y, por otro lado, un modo soda] replegado en Jos actores, sus iden
tidades culturales y sus intereses. Pero, si bien el sentimiento de ese
corte entre el actor y el sistema caracteriza la modernidad, com o o b
servaba Simmel [1988] con la «tragedia de la cultura», no hay ninguna
razón para aceptarlo desde el punto de vusía epistemológico. Se puede
seguir afirmando que el acto res plenamente social aunque pueda vi
virse como si escapara a lo social, mientras que el sistema es el pro
ducto de la acción, aunque nosotros no podamos medir los efectos de
sus prácticas y a voces nos sintamos agobiados.
116
ía noción de experiencia social para reaccionar a observaciones rela
tivamente simples [D ubet, 1994a]:
L a in tegración s o cia l
1 ¡7
la manera funcionalista, en el que trabajo por garantizar el reconoci
miento de m i lugar y mi identidad.
En ese caso, la reSación del actor con é sistema es un vínculo de ge
neración que los sociólogos han aprendido a destacar entrelazando las
posiciones objetivas con las conduaas y la subjetividad de los actores.
La regularidad de esos vínculos, esas correlaciones escadísticas, puede
interpretarse de manera causal porque supone una form a de genera
ción que se atiene a las condiciones sociales, los valores, los procesos
de socialización y de control social, y a las representaciones definidas
por el sistema. En esa lógica de acción, es evidente que el sistema pre
cede al actor: no elijo la lengua en la que hablo, ni mis creencias, ni la
clase social en la que nací. Y la complejidad délos mecanismos causa
les, que se atiene a las mutaciones sociales y a la sofisticación creciente
de los métodos estadísticos, orí nada cambia el asunto.
No obstante, se debe recalcar un aspecto esencial: esta lógica de ac
ción es una orientación de la acción. La integración es más que un es
tado, es también una actividad por la cual cada uno reconstruye sin
cesar esa integración objetiva que es también una subjetividad perso
nal. Se defienden posiciones soctales, se alirman valores que también
son identidades personales, se desarrollan principios que justifican un
orden, se trabaja a menudo conscientemente» por el mantenimiento de
la propia identidad y por el mantenimiento de la del sisLcma que la
fundamenta y la asegura. Si bien gran parte de la acción mtegradora
es poco consciente, ésta corresponde a lo que W cber llamaba la ac
ción «tradicional* que se vuelve consciente apenas es trastocada. Por
ello, muchas acciones colectivas apuntan a asegurar la integración so
cial y subjetiva de grupos desestabilizados por crisis sociales, del
mismo modo que todos buscamos reaseguros del lugar y la identidad
que nos son propios.
L a estra teg ia
)!8
cada uno de nosotros se com porta como un estratega que apunta a
ciertos objetivos. Las organizaciones sociales no son sólo sistemas de
funciones y estatutos, son también sistemas de competencia más o
menos regulados, en los que los actores se esfuerzan por optimizar
sus recursos. Las interacciones tienen una dimensión estratégica, y no
se puede saber si el sujeto de Goffman es un moralista o un cínico
cuando «calma al tonco» tratando de salvar a aquel al que está enga
ñando. Cuando el individuo actúa desde un punto de vista estratégico,
su identidad es menos un ser para defender, que un conjunto de re
cursos m ovilizabas; el control social se define menos en términos de
vergüenza o de culpabilidad que en :¿rm inos ele oportunidades y
«errores*; participaren la acción colectiva es menos una forma de so
lidaridad y de la¿o social que una manera de satisfacer intereses, el
don deja de ser una obligación de la integración para convertirse en
un cálculo. E n otras palabras, los diversos objetos sociales cambian
de naturaleza según la lógica de la acción que se apodera de ellos. Lo
que se puede considerar com o valores comunes por lo que respecta
a la integración se transforma en recursos ideológicos capaces de se
ducir, convencer, engañar y, con el tiempo, justificar o defender in
tereses relativos a la estrategia. Las creencias cu e compartimos tam
bién son ideologías que manipulamos. Por ejemplo, creemos en la
ciencia, sin ignorar que ios que encaman la verdad científica pueden
utilizarla para asentar su poder.
C uando se adopta este punto de vista» y cuando los actores lo
adoptan para sí mismos, Ja «sociedad* es percibida como el producto
más o menos estable de la suma de las estrategias individuales. D e
modo que n o es escandaloso concebirla com o una serie de mercados,
a condición de no reservar la noción de mercado sólo a los bienes eco
nóm icos. Después de todo, itav u n mercado escolar, aunque sea pú
b lico , com o existe un mercado conyugal, del m ism o modo que la
delincuencia puede ser comprendida también com o estrategia de
coste-beneficio. La moneda com ún de todos esos mercados es, sin
duda, el poder concebido com o la capacidad de acumular recursos de
119
acción (dinero, influencia, inform ación, legitim idad) a fin de asegu
rarse una posición dom íname en un ámbito y de ampliar su margen
de iniciad va. Precisem os, de codos modos, que esa lógica estratégica
no debe reducirse a una suerte de utilitarismo trivial, amoral y de
corto plazo, ya que no es en absoluto escandaloso reconocer que toda
una dimensión de la acción es racional e interesada; después de todo,
La mayoría de nosotros no hacemos nada por nada, incluso cuando Jos
objetivos que perseguimos no so a inmediata menee reducubles a in
tereses económicos. L o s defensores acérrimos de la moral, la gene
rosidad o la verdad de una escuela científica no escapan a los cálcu
los cjuc, por lo demás, denunciar..
La fuerza mtclcctual de esa lógica de la acción se debe al hecho de
que propone un análisis del sistema social relativamente económ ico
y «elegante». C om o en un mercado, el sistema social o los diversos
sistemas que lo componen se definen en función de los efectos de
com posiciones, equilibrios más o menos estables que resultan de las
estrategias de los actores sociales. Pero la acción estratégica en sí no
puede explicarse sino a partir de la posición de los actores en los di
versos mercados. D ecir que los trabajadores tienen una esíer?. de au
to nomía de acción raeional no significa que dispongan de lo.s mismos
recursos y de fas mismas «zonas de incertidumbre» que los dirigen
tes que poseen las armas de la amenaza. Por ello, la acción estratégica
está tan determinada com o cualquier otra lógica de acción social ya
que, si los actores actúan racionalmente, lo hacen en condiciones d e
terminadas que, por lo general, no han elegido. El vínculo con el sis
tema puede explicarse entonces a la manera de los economistas cuyas
ecuaciones y predicciones suelen demostrar que, si cada uno actúa ra
cionalmente, Jo hace como (a ecuación lo supone una vez que todas
las restricciones y i as variables han sido introducidas. Por otro lado,
se puede observar que ía sociología de las buenas razones no se in
teresa por las buenas razones esgrimidas concretamente por los ac
tores y que las deduce a póster inri de sus conductas: fas buenas razo
nes racionales son las que los individuos darían si tuvieran el tiempo
¡20
y el gusto de enunciarlas, y las que los sociólogos describirían si tu
vieran d tiempo y el gusto de escucharlos.
Subjeúvaaón
Ni la lógica de la integración ju la de la estrategia explican realmente
c! hecho de que los actores se consideren com o sujetos deseosos, y
más o menos capaces, de ser el centro de su acción. N o expJican ni la
reñexividad, ni la distancia respecto de sí mismos, n> la actividad crí
tica que caracterizan a la mayoría de los actores sociales. Para decirlo
de o tro modo, si actuamos en varios registros de acción, se necesita
que un sujeio, un director, esté en condiciones de rmnejar las tensio
nes entre esas lógicas, sabiendo que, en tal caso, está obligado a po
nerlas a distancia. Los «yo» de la integración y los «yo» de la estra
tegia suponen que un «y o* sea capa?, de m antener la unidad de la
persona sin id o rifica rse nunca plenamente con esos diversos «yo».
C o m o afirmaba Mead [19f>3], en ese caso Y o (je) no es Yo (moi)* y,
sin embargo, el primero es plenamente social. Exige entonces una ló
gica de acción que le sea propia.
D u ranre mucho tiempo, si nos atenemos a lo que sostiene Durnont
[1983], esta definición del sujeto se situó «fuera del mundo», cr; la re
ligión, mientras que la modernidad la introdujo paulatinamente en el
mundo. El sujeto es menos trascendente que inmanente. Sin embargo,
con el tema de los derechos naturales, la libertad persona!, la auten
ticidad y la singularidad de cada cual, esa concepción del sujeto no se
identifica plenamente con las funciones y los intereses sociales [Tou-
raine, 1992]. D e ese m odo, cada uno de nosotros tiende hacia una re
presentación de su creatividad, su libertad y su autenticidad [lay lor,
1989J, no porque se realice sino, en general, porque la vida social y
la dominación impiden la realización totaí. El movimíem.0 obrero,
122
más que un ser que ya está presente. Por lo demás, quien Se presen
tara como el dueño absoluto de su vida sería visco com o un personaje
ridículo.
m
Qué hacen los actores
124
historias más triviales y pequeñas, los conflictos y los desafíos que es
tructuran la vida social más global.
Paradójicamente, interesándose en Ja singularidad de los actores se
hallan más oportunidades de descubrir la manera en que se articulan
Jas «fuerzas» y los * hechos sociales». Si cada cual construye su ex
periencia de una manera única porque Jas historias y las condiciones
de vida no se parecen m asque los rostros, el material a partir del cual
esa experiencia se construye n o le pertenece. Concebida de ese modo,
la experiencia social no es algo «vivido» que corresponde a una sim
ple descripción comprensiva, es un trabajo, una actividad cognitiva,
normativa y social que debemos aprender a analizar cuando la pro
gramación de las funciones sociales y el juego de los intereses no per
miten dar cuenca de ella de forma cabal. En cuanto a su reducción a
los arreglos y las interacciones, su riqueza descriptiva cada vez más
precisa se realiza al precio de renunciar al análisis del «sistema» que
informa esa vida social m is o menos atomizada.
La definición de tal objeto exige opciones m etodológicas, las de
la intervención sociológica que hemos mencionado en el primer ca
pítulo. E n efecto, si se considera que la experiencia es un «trabajo»,
el investigador debe crear artificialmente las condiciones de ese tra
bajo «obligando» a los actores a mier rogarse sobre sí mismos en la
medida en que son sujetes sociales. P or ese m otivo, Ja intervención
socioJógica confronta a Jos individuos definidos por una experiencia
común con interlocutores pertinentes; pero los investigadores, aJ in
tervenir, tam bién llevan a los actores a su terreno y les someten a hi
pótesis. Considerados c o n o expertos de su propia experiencia, los in
dividuos están en condiciones entonces de resistir las interpretaciones
de los sociologos. En consecuencia, se necesita que se constituya un
espacio de verosimilitud, de conocim iento compartido entre los ac
tores sociales y los que tienen com o profesión com prender y anali
zar su acción.
125
Form aciones sociales
126
man al m ism o tiempo que la influencia de las industrias culturales, con
frecuencia cosm opolitas, se acentúa. Los registros y los procesos de
integración parecen multiplicarse sin formar verdaderamente un «sis
tema». Nada lo demuestra m ejor que la multiplicación de los movi
mientos sociales que se apropian de los problemas particulares sin que
ninguno de dios llegue a sintetizarlos: movimiento* culturales, mo
vimientos reivindicatorios, protestas morales y angustias ecológicas
se yuxtaponen más de lo que se articulan. Mientras que el capitalismo
había terminado por transformarse en sociedad industrial gracias al
m ovim iento obrero y a las instituciones, asistimos a la inversión de
esa tendencia que no puede comprenderse como una simple crisis con
respecto a los equilibrios de los Treinta G loriosos, sino como un es
tado «normal»» de la vida social. Con ratón, quienes desean describir
de la manera ñus exacia esa form a de sociedad no dejan de hablar de
reces compuestas por humanos, de máquinas v técnicas más que de
grupos sociales, de movilidad más que de pertenencias, de riesgos más
que de certezas-
Asi puede comprenderse por qué el individualismo no deja de afir
marse. Tal vez sea porque la «providencia» democrática anunciada.por
Tocqueville no ha llegado a su fin. Pero, con más seguridad, proba
blemente sea porque el individuo es el único capaz de superar las
pruebas de la división del trabajo, de cristalizarías a partir de la ma
nera en que supera la heterogeneidad de ja vida social. Tai vez por
que cada vez están más expuestos, los individuos son más sensibles
a los riesgos y las desigualdades, mientras que, con mucha frecuen
cia, algunos riesgos han disminuido y muchas desigualdades se han
reducido. Hsa concentración de las pruebas sobre los individuos
desarrolla un sentimiento de distancia creciente entre el registro de
las experiencias personales y urta «sociedad» en la que los individuos
no se reconocen. Siempre estoy tentado de oponer la singularidad de
mi experiencia a los mecanismos ciegos de la sociedad» a oponer el
mundo vivido y el sistema. Pero esa percepción del mundo no signi
fica que los dos conjuntos sean perfectamente distintos «en realidad*,
127
ya que la «sociedad» no deja de movilizar a los individuos y de po
nerlos a prueba, mientras que disponen de recursos materiales, cul
turales, cognicivos y también sociales.
Sin embargo, no podemos entregarnos a las delicias de la descrip
ción de 1.a delincuencia, estilo moderno por excelencia que a veces
produce buenos ensayos y, con frecuencia, malas sociologías. Debe
mos admitir que esas sociedades son construcciones heterogéneas, lo
que se llamaban «formaciones sociales* producidas por la actividad
social misma, aseguradas ni por La naruraleza, ni por los valores, ni si
quiera por la economía. Esa producción di; la sociedad es una activi
dad continua de representaciones de la vida social por Ja política» por
[os medios de comunicación... que forja urja «institución im aginan**
[Castonadis, 1975].
Salvo que suframos de vértigo, 3o que debemos admitir es que la
sociedad existe cuantío se produce y so representa a s í misma en par-
ucular a través de la política. Aun cuando las modalidades tradicio
nales de la representación política parecen borrarse, el «-pueblo* y la
nación se construyen (RosanvalJon, J 993] y las campañas electorales
nos unen tanto com o nos oponen a la manera de las «efervescencias»
de lus que hablaba Durkheim. Siempre se puede criticar las cncues-
ias [tflondiaux, 1998), las tensiones entre el interés general y el mer
cado, poro la sociedad se represen:a a sí misma en esos juegos de la
misma manera que se representa por medio de la sociología, de la li
teratura y del cine, que proponen imágenes, a veces «m itologías* en
las que cada uno busca el sentim iento do vivir en sociedad. AJ res
pecto, ia sociología de los medios de comunicación n o puede redu
cirse a u n estudio do ¿a manipulación; más exactamente, esa manipu
lación a menudo desprovista de manipuladores, fabrica las imágenes
ahora desordenadas de una vida social común al definir las urgencias,
los problem as y sus respuestas; todos miramos la televisión aun
cuando ríos parece «tonta», y los expertos que la critican se expresan
en ese mismo medio con cierro éxito, com o si la crítica y la denun
cia de las ilusiones de la vida social fueran la manera m is segura de
128
que esta sociedad se vuelva «real». De manera más concreta» las p o
líticas públicas no dejar, de producir la sociedad, de repartir las car
gas y los beneficios, de definir equilibrios nuevos [Duran, 1999]. El
pasaje del tema de la solidaridad al de la cohesión social pone en evi
dencia la naturaleza de esa actividad. N o se trata sólo de cimentar un
orden orgánico, sino de movilizar a los actores para que creen coh e
sión, no contra los mercados, sino en Jos mercados mismos. Por ello,
el derecho se vuelve menos la expresión de una norma trascendente
que un conjunto de normas y procedimientos que permiten asociar
la cohesión a la capacidad de actuar [Com m aillc, 1994]. Por último,
si buscáramos un denominador com ún a los movimientos sociales, se
trataría menos- de la lucha de clases y del llamamiento utópico a una
sociedad reconciliada, c,uc del deseo de vivir en urja * sociedad» a fin
de que cada cual pueda tener el dominio de su experiencia. Por esa ra
zón, ef llamamiento a la sociedad y la voluntad de ser un individuo
no se oponen; los dos son términos de una vida social concebida como
una producción continua.
i29
el mundo del sistem a y el del a c to r están to cálmeme separados. L o s
individuos y sus a cc io n e s con jun tas y colectivas rechazan perm a
nen tem ente esa sep aració n , del m ism o m o d o que rechazan la au sen
cia. de jerarquía de lo s significados y de lo s principios que los guían.
N ad ie puede ser p erfectam en te relativista sa no se trata de una pausa
intelectual esnob y desapegada, y a que, salvo que se esté fu era del
m undo, esa postura n o es válida ni para u n o mismo ni para actuar con
lo s demás. P o r ese m o tivo , el análisis de la experiencia social es útil,
n o para d escribir lo «vivido» de los individuos, sino para co m p re n
d e r cóm o se p ro d u cen nuestras m aneras de vivir ju n io s , a pesar de
tod o. Esa elección o b lig a a renunciar a lo s vértigos de la gran teoría
qu e es rabie ce leyes generales y que ca ra cc cm a ¿irme m ente tip o s so
cietarios co m o p erson ajes colectivos. N o es sólo más m od esto, sm o
tam bién más p ru d ente, con stru ir un trabajo de investigación co n lo
qu e Merton llam aba «teorías de m ediano alcance». F.s lo q u e he in
tentado hacer aquí.
130
Epílogo
131
una form a de co m p rom iso . L a retórica del co m p rom iso a m enudo
tiene algo em pático y narcisista y, sin em bargo, es evidente que los so
ció lo g o s o o escapan a ella, in clu id o W eber, qu e distinguía de form a
can considerable el sabio y el p o lítico , cuando se pasó roda la vida
m ezclánd ose con p olícicos siend o él un sa b io . Sin duda, me he co m
prom etido más de lo qu e creía al elegir m is o b jeto s m ás bien del lado
de los dom inados: los m ovim ientos sociales, los jó v en es de los su
b u rb io s desfavorecidos» lo s alum nos, lo s trabajad ores. H e qu erid o
m ostrar no la rito que estaban dominados y agobiados, com o qu e exis
tían, que eran singulares, que no eran n i una masa ni simples víctim as,
lo qu e siem pre m e ha puesto en una situ ación inestable con una a c
titud intelectual muy com partida: la de la in d ign ación y la denuncia
distantes.
Tal vez sea a causa de mi historia social, pero no me gusta la pose
de la im precación en la qu e el so ció lo go y, d e una form a más am plia,
el intelectu al, se id entifica m ilagrosam ente co n lo universal y co n la
causa d e los dom inados, d o n d e éstos son con sid erad os co m o m udos
o, p o r el co n trario , se piensa qu e su palabra au tén tica es p ortad ora
de la verdad. Esa postura m e disgusta so b re to d o porque no dice na
da de los «privilegios» de quien la adopta y p o rq u e, en la m ayoría de
los casos, es, en realidad, profundam ente conservadora. E n efecto, en
la sociedad en que vivim os, el llam am iento a cam bios radicales y ru p
turas totales es ei m edio m ás seguro de rechazar todas las reform as
posibles, denunciadas co m o con cesion es inaceptables; tod o cam b io
es una trampa, toda política es una ilusión, lo p e o r es siem pre seguro.
P o r m i parte, prefiero el m ejo r m undo posible en el m ejo r de lo s
m undos. P o r esa razón, so y un hom bre de izquierd a a m enudo d es
d ich ad o porque acepto co n dificultad la alternan cia de los ciclos de
d iscursos radicales y prácticas políticas sin principios, porque acepto
co n dificultad qu e las buenas intenciones siem pre sean más tenaces
que lo s hechos.
A u n cuando es muy criticad a, U posición de exp erto o, co m o d e
cía E ou cau lt, la posición del «intelectual esp ecífico », n o me m olesta.
¡32
N o sólo la sociología es útil cuando produce hechos irrefutables, sino
también cuando lleva sus datos y sus análisis a la plaza pública y co n
tribuye a producir las representaciones que la sociedad tiene de sí
misma. E n ese ámbito» nunca me ha parecido que tenía mucho peso,
sin embargo, salvo que uno crea ser Voltaire, Aron, Sarcrc, Foucault
o nadie, parece claro que el trabajo del sociólogo no es insignificante.
Naturalmente, es desesperante cuando se ve que las ¡deas más aloca
das tienen las mayores oportunidades de existir tres días en la tele
visión cuando el que las transmite licnc cierto éxito y no introduce
ningún tipo de matiz. Pero, a fuerza de perseverancia, la sociología
rermma por introducir algo así corno un principio de realidad en los
debates sociales, aunque sólo sea en la medida en que recuerda que
no todo es reduciible a la vida política y a las «leyes* de la economía.
Se debe creer que si los sociólogos buscan sus ideasen ía vida social
raneo com o en las bibliotecas, sus análisis se difunden en la sociedad
rnuy lentamente, aunque no se sepa muy bien cóm o penetran. Sin esa
convicción, com o decía Durkheim, nuestro trabajo no valdría «una
horade esfuerzo», aun cuando nos hemos hecho a la idea de que siem
pre será la próxima investigación la que, por fin, tendrá cierto peso.
D e modo que Ja sociología, disciplina académica, cumple un papel so
cial, com o lo recuerdan sin cesar sus enem igos que detestan el desor
den que aporta cuando se vuelve «trivial» al decir que hay una gran
distancia enere los principios y los hechos, aunque esos principios
sean los de los filósofos de los manuales escolares y de los tratados
de saber-vivir, o los de los defensores de la mera racionalidad econ ó
mica y técnica.
El retom o a una vida profesional a la que me he entregado podría
hacer pensar que la sociología no es para m í más que una historia per
sonal, una mezcla de libertad y voluntad. Es el estilo algo autobio
gráfico del ejercicio el que crea esa ilusión. E n realidad, uno no re
flexiona solo y tam poco trabaja solo. La vida intelectual y científica
está hecha de encuentros y discusiones y, en ese aspecto, he tenido
bastante suerte.
i-33
A lain T ou rain e, M ich el W ievio rk a y y o trab ajam os ju n io s desde
hace m ás de treinta arlos, y seguirnos siendo am igos, Lo qu e es p o co
frecuente, habida Cuenta de qu e nuestros trab ajo s se han separado
paulatinam ente. Touraine fue nu m aestro, n un ca un m aestro de es
cuela que exige de sus discíp u lo s un co nform ism o a toda prueba. M e
d e jó b Libertad de seguir m i cam in o sin sen tir qu e lo traicion aba. F.n
B u rd eo s, he creado u n la b o ra to rio , el L A P SA C (L a b o ra to rio de
análisis de los problem as so ciales y ía acción co lectiv a), [ocalm ente
abierto en el plano in telectu al; he tenido también algunos am igos y
algunos interlocu tores, s o b re codo C k ir lc s -H e n r y C u ín , con quien
no estoy de acuerdo en tod as 'as ideas sociológicas, p ero nuestra c a
m aradería puede prescindir de ese tipo de detalles. H e encon trad o en
M a n e D u ru -B e lJa t una su erte d e com p lem en to in telectu al, ya qu e
m aneja las estadísticas m u ch o m ejo r que yo, sin ig n o rar mi trabajo
dem asiado «com p rensivo». D u ran te algunas años, he trabajado co n
D a n ilo M artu ccelli cuya precoz, personalidad in telectu al m e im pre
sionaba m u cho. Todos han sid o generosos y «elegantes».
N o puedo m encionar a tod os los colegas y rodos los estudiantes
qu e ocu pan un lugar en mi tra b a jo y mjs am istad es.' Si hago el es
fuerzo de olvidar algunas «jugarretas», traiciones y malas pasadas, he
tenido la fortu na de percenecer a una suerte d e c o le g io invisible qu e
nada tiene de escuela so cio ló g ica . Sin em bargo, ese co leg io , esos en
cu en tros, esos debates co n los editores, co n mis am igos del co m ité de
redacción d c Sociología du tr a v a íl alimentan un tra b a jo co n tin u o y el
d eseo de continuarlo. Si qu isiéram o s preguntarnos u n día có m o se
form an las ideas y có m o circu lan, habría que d escrib ir esos m undos
sociales en las fronteras flo tan tes donde el «yo» d el aucor de un ar
ticu lo o de u n libro se disuelve, invidentemente, e ste a u to r es el qu e
está en p eor posición para h ab lar del tema...
Estas pocas lineas sen tim entales explican una p a rte de m i trab ajo
y, en particular, mi voluntad de n o pertenecer a una escuela. N i para
i 34
ser el discípulo, ni para ser el jefe en caso de que ello fuera posible sin
correr el riesgo de hacer el ridículo al querer transformar un pequeño
grupo cu secta iocal. Form ar una escuela da mucho trabajo: hay que
seleccionar a los fieles, controlar su escritura, crear una revista, ase
gurarse de que nunca se cite a los «enemigos», aun cuando nos sir
van de inspiración, velar por la ortodoxia, acomodar a algunas per
sonas, construir redes. Considero que la sociología es, ante todo, una
caja de herramientas que uno puede utilizar a condición de saber lo
que está haciendo. Es lo que he tratado de decir en este libro a fin de de
mostrar que se puede crear un «■estilo» sociológico, una manera de pro
ceder que no encierre la vida social en una doctrina. H e querido com
prender cóm o los actores actúan y en qué mundo vivimos; lo que
exige mucho terreno y algo de teoría.
135
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